O sea, ¿ya se acabó la versión de prueba?

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Significados y zozobras de ser adulto en nuestros días

Décimo Concurso de Ensayo Estudiantil 2024

Universidad de las Américas Puebla

D. R. © 2024 Fundación Universidad de las Américas Puebla Ex hacienda Santa Catarina Mártir s/n, San Andrés Cholula, Puebla, México, 72810

Tel.: +52 222 229 20 00 www.udlap.mx / editorial.udlap@udlap.mx

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-607-8674-87-9

Integran este volumen los trabajos ganadores de la décima edición del Concurso de Ensayo Estudiantil, convocado por el Departamento de Apoyo Estudiantil de la Dirección de Desarrollo Estudiantil de la udlap.

Coordinación editorial: Gabriel Wolfson Reyes

Diseño editorial: Willy Daniel Sepúlveda Juárez

Queda prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio del contenido de la presente obra, sin contar con autorización por escrito de los titulares de los derechos de autor. El contenido de este libro, su estilo y las opiniones expresadas en él son responsabilidad de los autores y no necesariamente reflejan la opinión de la udlap

Significados y zozobras de ser adulto en nuestros días

Décimo Concurso de Ensayo Estudiantil 2024

Universidad de las Américas Puebla

PRESENTACIÓN

SOBRE EL TEMA DEL CONCURSO

PRIMER LUGAR

Cometas a la manera de Sigüenza y Góngora

Gabriel Isaí Galaviz Loaiza

SEGUNDO LUGAR

Coquette, botoxmanía y la muñeca sexual: una guía para autopuerilizarse

Luz María Solís Guzmán

TERCER LUGAR

Manos muy jóvenes: reflexiones sobre el cambio climático

José Antonio Acosta González

MENCIÓN HONORÍFICA

Zozobra metafísica

Josué Betuel Hernández Pérez

Las siguientes páginas comparten los trabajos ganadores de la décima edición del Concurso de Ensayo Estudiantil de la Universidad de las Américas Puebla, convocado por el Departamento de Apoyo Estudiantil. Con el título «O sea, ¿ya se acabó la versión de prueba?: significados y zozobras de ser adulto en nuestros días», el concurso despertó el mayor interés de los estudiantes en la historia del proyecto. Por eso presentamos ahora este libro: para celebrar la participación estudiantil, honrar la cultura escrita —base de toda universidad— y para que la conmemoración de la primera década del concurso impulse su continuidad como una invitación a discutir los escenarios ante los que transitamos en los espacios universitarios.

Año tras año —excepto por la interrupción de la pandemia de covid-19—, el Concurso de Ensayo Estudiantil ha buscado promover la escritura, el pensamiento crítico y la creatividad entre los estudiantes, para, de ese modo, mantener la reflexión y el espíritu inquisitivo sobre aquello que nos constituye y nos atraviesa. A lo largo de diez ediciones se han abordado temas como la evolución de la educación como parte del cambio en la era digital (2014), las secuelas de los roles de género en la cultura

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mexicana y su influencia en la población universitaria (2016), el enmascaramiento de la violencia a través de la imagen de la pareja ideal (2017) y la conexión virtual y sus efectos en las relaciones interpersonales (2018), entre otros.

Pensado como un certamen dirigido a estudiantes de todas las licenciaturas de la universidad, ha funcionado muy bien para conocer —y ahora, dar a conocer a través de este libro— las perspectivas de los jóvenes universitarios sobre diferentes fenómenos que permean nuestro tejido social. Y si bien la escritura no es, desde luego, la única forma para expresarlas, sí es un medio que concierne a todas las disciplinas; además, bajo la forma del ensayo, la escritura supone una práctica mejor dispuesta que otras para la paciencia, la divagación, los matices, la complejidad y también, por qué no, para el vértigo que a menudo pide el ejercicio del pensamiento.

En un entorno donde la dinámica social aparece cada vez más determinada por la tecnología y su fetichización, las identidades digitales y la portabilidad, inestabilidad y fugacidad de la información, es necesario promover espacios para dialogar, cuestionar y discutir los fenómenos y problemáticas en los que es-

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tamos inmersos. Junto con ello, parece también urgente generar memorias sociales en las que, más allá de la inmediatez y la ansiedad de validación, se dé cabida a la introspección, el testimonio y el registro de posicionamientos, sensibilidades y perspectivas. En este caso, una memoria de la vida y el pensamiento estudiantil, que además puede ser el mapa de ruta para inspirar a las diversas personas que convergen en la formación de jóvenes universitarios.

Vale la pena, por último, añadir unas palabras sobre el jurado del concurso. La participación de los integrantes de la academia como jurado calificador —uno por cada escuela de nuestra universidad, más un jurado presidente— ha enriquecido la discusión sobre los ensayos presentados con una perspectiva naturalmente multidisciplinaria que tiende, confiamos, a una evaluación de los trabajos con mayor objetividad y complejidad. Junto con una estructura pertinente, ha sido fundamental escudriñar la articulación de los argumentos, la autenticidad con que se posiciona el estudiante respecto al tema y, por supuesto, la singularidad de su acercamiento. En la transición que va de la formación universitaria al desarrollo profesional, el acompañamiento de los profesores es un elemento esencial, y no sólo para llevar la misión a término, sino cuando contribuye al libre intercambio de ideas y experiencias, al sentido de confianza para expresarlas y a un temple solidario y, a la vez, riguroso e inquisitivo. De esto, de esta atmósfera propiamente universitaria, el presente libro también es una huella.

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PRESIDENTE DEL JURADO

Gabriel Wolfson Reyes

Profesor del Departamento de Letras y Humanidades

ESCUELA DE ARTES Y HUMANIDADES

Yalicel Gabeira Londres

Profesora del Departamento de Artes

ESCUELA DE CIENCIAS

Milagros Zeballos Rebaza

Profesora del Departamento de Actuaría, Física y Matemáticas

ESCUELA DE CIENCIAS SOCIALES

Juan Carlos Reyes Vázquez

Profesor del Departamento de Ciencias de la Comunicación

ESCUELA DE INGENIERÍA

Nelly Ramírez Corona

Profesora del Departamento de Ingeniería Química, Alimentos y Ambiental

ESCUELA DE NEGOCIOS

Elizabeth Salamanca Pacheco

Profesora del Departamento de Negocios Internacionales

En el pasado, un niño era, si acaso, un proyecto de persona. Mientras más pronto creciera, mejor para todos: para la familia, porque podría empezar a trabajar, y para él mismo, pues así podría comenzar a librarse de las rígidas costumbres domésticas y adquirir unos primeros y tenues derechos. Si nos situamos a principios del siglo xx, la infancia termina en torno a los 14 años (cuando se cambian los trajes de marinerito y los colores pastel por vestimenta seria y opaca) y, desde entonces y por varias décadas, ser adulto fue un asunto muy claro: los cortes de pelo, el maquillaje, las prendas, pero también las ocupaciones y oficios, los modos de hablar, los pasatiempos parecen perfectamente establecidos, como para que nadie se pierda. A los 30 años una gran parte de la gente ya tenía descendencia numerosa, un hogar y una forma de vida que se vislumbraba idéntica para el resto de su existencia. Hace no tantos años, sin embargo, comenzó a extenderse una queja: «A mis 24, mis padres ya estaban casados, ya tenían casa, coche y hasta un primer hijo, y yo ahorita, con lo que gano de freelance, no puedo pagarme ni la renta». Se trata de la incertidumbre a la que condujo, entre otras cosas, el debilitamiento mundial de muchas instituciones que buscaban un mínimo bienestar

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común: se trata —aunque tales etiquetas resulten más cosméticas que rigurosas— del desasosiego de los millenials .

¿Y ahora? El diagnóstico de los millenials sigue en pie, en una época de crisis económicas y ambientales, fragilidad laboral e ideologías que abogan por que cada quien se rasque con sus propias uñas. A ello hay que sumar otros elementos que dificultan volverse adulto, como la sensación de que —en una etapa en que comienzan a confrontarse valores familiares y sociales, a definirse intereses personales y a calibrarse habilidades, temores e inseguridades propias— han de llenarse muchas expectativas.

Las generaciones actuales lidian, además, con un panorama relativamente novedoso. A la percepción de la adultez como un estado amenazante (pandemias, catástrofes, inseguridad en muchas regiones, y unas sociedades que han endiosado el éxito) parece responderse, entre otras, de dos formas dominantes: con una fuerte necesidad de pertenencia a grupos —muchos de los cuales funcionan como grupos al mismo tiempo culturales y de consumo transnacional: grupos de fans— y, en particular, con la preservación de los gustos y la estética de la infancia, orbes ideales

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y fantásticos que ofrecen refugio. De ambas tendencias las grandes industrias culturales han tomado nota, y ahora proveen productos que prometen mantenerse junto a nosotros para siempre: la caricatura, el juguete, la princesa, el hobbit, la espada láser pueden reproducirse indefinidamente para acompañarnos mucho más allá de los diez, los veinte, los cuarenta años, como fuente de apego contra la incertidumbre.

¿Qué es entonces ser adulto, devenir adulto en estos días? ¿Inscribirse en el sat? ¿Cambiar de gustos, cambiar de objetos y prácticas de consumo? ¿Asumir responsabilidades? ¿Pero cuáles? ¿Y cómo se hace eso? ¿Qué horizontes de adultez parecen emerger? ¿Son horizontes deseables? ¿Se querría que fueran distintos?

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PRIMER LUGAR

GABRIEL ISAÍ GALAVIZ LOAIZA

Puebla, 24 años

Cursa el décimo y último semestre de la Licenciatura en Literatura.

Existe un poema de Louise Glück que reza íntegro del siguiente modo: «Hace mucho me hirieron. Viví / para vengarme / de mi padre, no / por lo que era él, / por lo que era yo: desde el principio del tiempo, / en la niñez, pensé / que el dolor significaba / que no era amada. /

Significaba que yo amaba».

Conciso y parco, el texto de Glück alude a lo que, me parece, es una determinante en un tipo de práctica psicológica y cultural de los últimos años. No me refiero, claro, a aquella que se realiza en un consultorio, virtual o no, y que requiere al menos de una credencial especializada para ser ejercida.

Hablo de aquel cúmulo de conclusiones fagocitadas que es posible consumir en sesenta segundos o menos, y que prolifera en toda app de precipitada velocidad. La determinante podría resumirse así: es imposible expandirse más allá de la infancia. No sólo de ella, sino de sus conclusiones, de sus heridas, de sus recuerdos. Hablo, por mencionar un ejemplo, del concepto tan manido de «niño interior». Útil, no lo dudo, en algunos casos psicológicos; particularmente extraño cuando, gracias al argot masivo de TikTok, se lo considera una entidad indiscutible y etérea que dicta todo comportamiento de nuestra vida. Entidad

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cuasiautoritaria y a la vez herida, bondadosa, pues existe en tanto puede ser curada y, por consiguiente, en tanto promete recuperar esa elemental inocencia nuestra, anterior al tiempo.

En otro poema, Glück escribe: «Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. / Lo demás es memoria». No pretendo hacer uso de la poesía, esa materia vaporosa, como si de un texto sociológico se tratase, pero infiero que, si existe una tradición literaria y filosófica de milenios que coloca al pasado como aquel idilio determinante, es porque algo de ese tiempo siempre lejano nos acecha y nos acerca a él. Hesíodo, en un remoto siglo viii antes de Cristo, declaraba que una estirpe dorada de mortales ya había vivido antes que la humanidad, en los tiempos de Crono: fueron ellos quienes gozaron de una existencia sin dolor ni miseria y, por supuesto, en perpetua juventud; morían como quien duerme y no despierta: sin pesar. Tras ello, Platón, Ovidio, Tíbulo, Virgilio y la religión cristiana. Todos ellos, contribuyentes decisivos al pensamiento occidental, ahondaron en la inconformidad de su época y en la ideación de otro mundo, otro tiempo acaso más gentil, mejor; fructífero en bondad, de primavera perenne.

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No es un síntoma específico de nuestro tiempo esta proclividad a la infancia. Enlistar aquí el compendio de frases que los abuelos y adultos mayores enarbolan me resultaría engorroso; todos hemos sido testigos de aquellas charlas donde se nos afirma que, por ejemplo, la música de hoy conduce a la degeneración moral, una señal más del final de los tiempos. «Antes estábamos mejor», diría el abuelo conservador, que vivió en algún régimen autoritario de mitad de siglo, sólo porque en la radio aún sonaban boleros.

Me descubro en este punto emulando lo que Sigüenza y Góngora hizo en 1680 para apaciguar a la población atemorizada por el paso del cometa Kirch, cuerpo cuya estela se mantuvo en el cielo varias semanas y que, según la mayoría, anunciaba la muerte de reyes, una hambruna y, finalmente, una epidemia catastrófica. En su Libra astronómica y filosófica, Sigüenza compiló las diversas predicciones del fin del mundo de otros tantos pensadores para probar la falsedad del presagio. 470, 516, 1105, 1206, 1326: éstas son sólo un puñado de fechas entre decenas en las que se profetizaba la debacle global. Fácil es, afirma Sigüenza, atribuirle características funestas al suceso celeste más o menos encontradizo con la muerte de un rey, porque estos eventos suelen ocurrir con frecuencia.

No obstante, dos años después de la publicación de su tratado, y para mala suerte del polímata, cayó una inundación que arrasó con las cosechas que abastecían a la población de la capital; poco después, una epidemia misteriosa circunscrita únicamente al Convento de San

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Jerónimo, cobró la vida de varias monjas, entre ellas Sor Juana Inés de la Cruz. Al respecto, escribe Alfonso Reyes: «murió a los 44, en una de las épocas

más lúgubres de la colonia. Entre heladas, tormentas, inundaciones, hambres, epidemias y sublevaciones, cielo y tierra parecían conjurados para hacer deseable la muerte».

Esto no es una prueba de la veracidad del pensamiento mágico; más bien, Sigüenza quizá no reparó en que, si bien una señal en el cielo no era preámbulo o síntoma de una disrupción en marcha, sí lo eran otras condiciones. Doce años después escribe Alboroto y motín, una suerte de crónica donde da fe de su desprecio por la población indígena que, la tarde del 6 de junio de 1692, se subleva en contra de las condiciones de trabajo impuestas por los españoles y los criollos.

Quizá, aventuro, no habría que ver tanto al cielo; bajar la mirada es prudente, y habríamos de hacerlo con cuidado. Situarnos.

Sí, la nostalgia por la infancia es inmortal, incluso mítica. Funda cosmovisiones. Pero, en muchos casos, debe ser contextualizada. Cabría preguntarse a qué atiende, qué se extraña particularmente, y a quiénes. No es una misma la infancia bloqueada por un evento traumático

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que aquella que representa un lugar seguro. Yo, en su momento, pensé en este idílico lugar como el único espacio de mi vida en que no sentí genuinas preocupaciones por la vida diaria. Recapitulando, me doy cuenta de que es falso. A los ocho años, atestigüé la aprehensión de una célula de tráfico de personas a diez metros de mi casa, en el Infonavit donde vivía. Aún recuerdo a las personas rescatadas subirse a la batea de una camioneta de la Policía municipal para, posteriormente, desaparecer rumbo a algún lugar que desconozco. Tras ello, la ansiedad. Por la penuria económica de mi familia, por la maldad de otros, por la posibilidad de la muerte propia.

Experiencia distante es la de aquella amiga mía que, cada verano, viajaba a Disney con su familia, pagando all inclusive packs en Orlando, Florida. Disney adult se considera a sí misma: integrante de este particular segmento demográfico que invierte varios miles de pesos al año para regresar al lugar de sus sueños y abrazar con vivaz alegría a las botargas de aquellos dibujos infantiles que, como se dice hoy en día, « marcaron la infancia » de uno. Establezco, al parecer, una frontera bien definida entre ella y yo, pero, a pesar de este intento, me es imposible no mencionar que ella, igual que yo, sobrevivió a la violencia

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doméstica en sus primeros años de vida. Y, al mismo tiempo, me es imposible no mencionar que yo también, mea culpa, sucumbo al relato nostálgico en muchas ocasiones.

Una lista: vi el remake de El rey león, hecho espantosamente en cgi, por ser la película que veía con mis padres de niño. Lloré en dos o tres escenas. Vi

Toy Story 4 porque era el retorno de aquellos juguetes abandonados por un Andy ahora adulto, mímesis del puberto promedio en ese entonces, próximo ya a los exámenes de admisión. Acudí a la función de estreno del tercer reboot de Spiderman porque, afirmaban los rumores, cabía la posibilidad de ver a los viejos actores que nos enseñaron, desde pequeños, que «with great power comes great responsibility». Antes del primer intento de divorcio de mis padres, la secuela de aquel Spiderman de Tobey Maguire fue uno de los pocos buenos recuerdos que poseía.

Tras esta enumeración, algo me es evidente. Todos son productos culturales. Y todos son hijos sanos de la industria cultural norteamericana que, desde siempre, determina qué consumir. Y en las últimas décadas esto es incluso un tanto distinto. Ya no sólo determina el consumo sino la añoranza. Así podría dibujarse el con-

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texto de nuestra época: la producción ingente de películas y series que buscan un constante reconocerse en el pasado, en la nostalgia; no me parece anecdótico que este afán de refritos, remakes y remasters entronque tan bien con una crisis de imaginación respecto al futuro de este planeta que, si bien siempre ha estado en crisis, ahora entra en los umbrales del colapso climático y, por tanto, para cierta relativa estabilidad de la vida biológica, inaugura la posibilidad de un derrumbamiento. Es como si, en el empeño por mantenernos en una perpetua infancia y de alimentarnos del dogma de «todo tiempo pasado fue mejor», se nos quisiera alejar de un horizonte de posibilidades que discrepe del estado actual de la situación política, económica y climática.

Nunca sentí de manera más cruda esta sensación que viendo Barbie, la película que, a ojos de muchos, logró enfundarse en un ropaje revolucionario al extrapolar a los juguetes infantiles el mensaje de una historia «adulta» y progresista. Y, a primera vista, porta esa bandera con orgullo.

A lo largo de sus dos horas de duración, la película arroja densas palabras como «fascismo», «patriarcado», «capitalismo» y «estándares de belleza». No obstante, todo lo crítico que intenta «transmitir» queda a mi parecer nulificado desde el momento en que, en primer lugar, es una película producida por Mattel y, en segundo, ofrece aquel final donde la única forma de emanciparse es vivir en Los Ángeles, poseer una camioneta Ford y pagar visitas al ginecólogo privado. Alguien me lo dijo, y yo asiento con firmeza: no puede pedírsele a una película de Hollywood que desmantele todo mal. Y estoy de acuerdo, no se lo exijo y jamás lo pensé. Más bien,

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este producto cultural de alcance masivo me resultó otro síntoma de la imposibilidad de crear futuros, de la incapacidad de desgarrarnos de una infancia eterna que nos obliga a extrañar tiempos mejores. Y no sólo eso: Barbie sigue sosteniendo la idea de que una adultez fructífera se resume en la aspiración norteamericana. La realidad es esta: no existen tiempos mejores. Al menos no de manera uniforme, globalizados. Pero si ello, en su momento, no nos impidió apostar por idearios colectivos, no veo por qué, en estos días de crisis acentuada, no nos podamos orillar a imaginar otras posibilidades que traspasen la frontera de la nostalgia conmiserativa.

La realidad, también, es otra: a menos que se provenga de una rama familiar de mediana fortuna, el mayor porcentaje de una generación de adultos jóvenes no accederá a una vivienda propia, mucho menos gozará de una pensión —si, en el mejor de los casos, llegamos a los sesenta años—. Si encima es cierto que cada vez es menos probable detener un colapso climático, entonces las exigencias de nuestros tiempos deberían ser otras, lo que, claro, invita a dejar de ver, a la manera de Sigüenza, el paso de cometas de supuesta revelación divina con tanto ahínco. Que la cada vez más creciente representación de la subalternidad en

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la industria norteamericana no nos deslumbre como si de una victoria se tratase. También hemos de ver terrenos más cercanos a nuestros pies, conocer las exigencias de nuestros propios territorios.

Los aimaras, pueblo originario de la zona andina, al contrario que nosotros, conciben el pasado al frente y el futuro a su espalda. Al menos en cierta medida, el pasado es certero, sabemos cómo es. Quizá habremos de reconocer, tras observar tales años con detenimiento, que la infancia no suele ser el estadio idílico que nos quieren orillar a creer; en ese caso, despojémonos entonces de sus ataduras, de su idealización de la inocencia. Todos extrañamos recoger capulines de los árboles, nadar en cuerpos de agua y alimentarnos de lo habido y por haber sin comprar de antemano el Riopan. Pero, si no dejamos de desear ese eterno retorno, en poco tiempo aquel río se secará. Quizá ya lo ha hecho, gracias al irregular uso de suelo, producto del sueño de alguna inmobiliaria de construir un nuevo complejo departamental con miras a integrarlo al siempre voraz y tentacular Airbnb.

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SEGUNDO LUGAR

LUZ MARÍA SOLÍS GUZMÁN Monterrey, 23 años Cursa el sexto semestre de la Licenciatura en Literatura.

¿Cómo eras cuando tenías mi edad? Es una pregunta que le hago seguido a mi mamá, una forma de entenderla mejor. Me repite lo que ya sé: a sus veintitrés años ya estaba casada, ya estaba por tener a mi hermanita, ya estudiaba la maestría. Ya, ya, ya. Desde que recuerdo me dicen que soy su clon: yo, una evocación de lo que ella fue, y ella, una revelación de aquello en que me convertiré. No lo veo tanto así. Imagino a mi mamá embarazada, viviendo en otro país, lejos de sus padres, de su infancia.

Pero no soy un ejemplo común. También, eran otros tiempos, concluye cuando ve mi cara de terror. A veces dudo de ese cambio. En medio del verano de mis veintidós años, mi mejor amiga de la prepa me marcó para una videollamada, su mano cerca de la cámara para mostrar un anillo pixelado. En Instagram encontré otra amiga de la secundaria con una bebé de un año en brazos, Gracias por volverme tu madre, escrito en el post. Sólo pienso en cómo me gusta enfermarme porque es una simulación de mi niñez, donde alguien me cuida.

La primera vez que encontré una cana lo sentí como una intrusión. Es sólo un pelo, pensé mientras me lo arrancaba con una pinza. Fue el mismo sentimiento cuando usé un sostén por primera vez, cuando

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manché mi calzón estampado con flores, cuando me besó el amigo del novio de mi amiga. Son cosas que sabía que iban a sucederme, me lo avisaron los productos en el súper, los anuncios, los medios, mi propia madre. Aun así, me atemorizó su llegada.

Al cumplir veinte años ya no le di muchas vueltas: en el limbo de la pandemia no encontraba sentido en cuestionar mi propia adultez. Para mí, de niña, una mujer se volvía adulta al casarse y mudarse, como todas las princesas animadas que terminaban sus películas con un vestido blanco, diciendo adiós a la cámara, hacia su final feliz. En cierta medida me inquieta que siga pensando lo mismo: me volveré adulta cuando me mude, cuando me independice.

Pero no tengo el dinero propio ni de mis padres para mudarme, tampoco quiero un esposo que me saque de la inocencia. Si no va a pasar pronto, ¿cómo puedo definirme en este intermedio?

Soy una adolescente en mis veintes, he dicho como chiste. No está tan alejado de la realidad.

Puesta en escena: tres amigas y yo en la universidad. Nos declaramos abiertamente feministas, sexualmente activas, proaborto y liberales. Nuestro juego es po-

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nernos en un círculo donde cada una diga qué cirugía plástica se haría si tuviera el dinero.

Nariz, como mi mamá, dice una.

Mi papada, otra.

Yo, mis labios, porque no tengo, al lado mío.

Me reduciría el busto, digo yo.

Un peso que cargo desde los doce años. La primera vez que sentí que ya no era una niña fue cuando en la calle mi papá se peleó con un señor que me estaba viendo los pechos intensamente. Hay una foto mía en traje de baño con mis amigas en sexto de primaria, soy la única con los brazos cruzados.

Mis amigas se alarman, ojos pelados. Es muy peligrosa esa, ¿sabes?, dice una. Sí, he escuchado que puede haber muchas complicaciones. Que luego sale mal, dice otra.

Quitarse feminidad asusta. Entonces corrijo: bueno, mis cachetes. La del buccal fat.

He llegado a la conclusión de que las cirugías plásticas son tan llamativas porque es lo más cercano a una solución mágica, un hada madrina que cobra mucho más de diez mil pesos para volver realidad tus más íntimos deseos. Si no te gusta tu cuerpo, te lo remodelan como si fuera de plastilina. Si tus lóbulos cuelgan, se reduce el tamaño. Las arrugas pueden prevenirse, sólo empieza a inyectarte «baby bótox» en tus veintes. Cada día se inventan nuevas inseguridades para las mujeres, quienes, así, consumen. La industria quiere que te odies.

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Aunque también hay muchos tutoriales en línea para las mujeres que no tienen dinero para retrasar su vejez. Toma con un popote tus bebidas para que se marque mejor tu cara. No duermas bocabajo o con la cabeza de lado, mejor hazlo viendo hacia arriba, totalmente inmóvil. O trata de expresarte lo menos posible. No te rías mucho, te saldrán patas de gallo. No te molestes, fruncirás el ceño. En síntesis, no seas. Mejor, plastifícate.

Recuerdo a esa compañera de la prepa que para sus quinces pidió una rinoplastia, las felicitaciones de sus amigas, de los compañeros. Nunca conocí la verdadera nariz de mi abuela; años después de su muerte, me enteré de su cirugía por un comentario al aire de mi madre.

Coquette significa coqueta en francés. Lo que comenzó siendo una moda en blogs anónimos de anoréxicas en Tumblr, en los últimos meses se ha vuelto un fenómeno mundial, un estilo de vida. Coquette es rosa, es elegancia, es lo femenino. Una niñez encapsulada en moños, encajes y colores pastel; una forma de recuperar la infancia perdida en el patriarcado, un intento de sanar a la niña interior.

Coquette también es un ideal blanco, delgado y eurocéntrico, un ideal femenino tan heteronorma-

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do que su objetivo liberador se vuelve otra casilla de opresión para alimentar al famoso male gaze. Es una distorsión grotesca de la niñez: mujeres adultas con trencitas y moñitos y un sartén de Hello Kitty. Está promoviendo un modelo pedófilo, con ciertas características de la niñez como ideales sexuales: un pubis y un cuerpo lisos, sin vello, una cara sin arrugas o líneas de expresión, una ingenuidad fingida. Una autopuerilización.

Pero no lo hacemos para los hombres, dirán unas, lo hacemos para nosotras mismas.

Eso es lo que el sistema patriarcal te hace creer, dirán otras, son los mismos roles de género regurgitados.

Mi pregunta es: ¿existirá un modo de expresión de las mujeres no influido por la opresión? Últimamente me hago mucho ese cuestionamiento. ¿Cuando me depilo mi vello corporal es por gusto? ¿Cuando me maquillo? ¿Cuando me visto? Acaso lo hago porque estoy construida por Ellos.

Al ver fotos mías de antes de la pubertad, sin un busto grande, caderas pronunciadas ni vello por todas partes, me entra un sentimiento de añoranza sobre quien solía ser. Una cosa plana, cuadrada y escuálida; asexuada y andrógina. Sin miedo a usar

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shorts y trajes de baño, a caminar en la calle o correr en la clase de deportes; solía sentirme cómoda en el espacio que habitaba. Una niña.

Frente al espejo veo mis caderas y pienso en el parto (decía mi abuela que hay muy malas parteras en esta familia); veo mis senos y recuerdo las miradas lascivas de desconocidos (¿Adónde vas? ¿Por qué tan sola?), profesores (Tápate) y amigos (Me maman tus tetas), y la envidia de otras mujeres (Si no las quieres, dámelas a mí, güey, jaja).

Un objeto sexual.

Entonces, ¿qué es la mujer adulta? Una madre, una esposa, una empleada. Alguien que trabaja, una consumidora que no necesita el dinero de sus padres o esposo. Alguien que tiene su propia casa, su propio cuarto. Alguien sexual, fértil, lista para reproducirse. Alguien que se puede volver indeseable, alguien con nuevos atributos para esconder o prevenir arrugas, várices, estrías, canas, piel colgante. Pero nada de eso hace a una mujer «adulta». Parece que la mujer adulta es otra construcción, dictada por los roles de género y el capitalismo.

Estoy consciente de que autopuerilizarse es peligroso: nos remontamos a épocas donde comúnmente las mujeres adultas no podían existir sin ser una extensión del hombre. En la relación de poder no se las veía como iguales sino como niñas, hijas destinadas a procrear.

Aun así, no culpo a las mujeres que se autopuerilizan; a final de cuentas, es un mecanismo de defensa. Si la adultez femenina está ligada a servir, la autopuerilización es un intento fallido de escapar de esa condena.

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Desde que mi cuerpo se desarrolló en la pubertad me han tratado como una mujer adulta; me he sentido expuesta al mundo y su acoso. La diferencia, ahora, es que ya no está mi papá para caminar conmigo en la calle.

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TERCER LUGAR

JOSÉ ANTONIO ACOSTA GONZÁLEZ

Tlaxcala, 22 años Cursa el sexto semestre de la Licenciatura en Ingeniería Ambiental.

There was no doubt in his mind that where he walked there had once been an ocean. john freeman

¿No hay una evocación de la infancia, o del temperamento adolescente, al leer año tras año titulares que refieren al cambio climático? Como si el problema siempre hubiera existido en la memoria. Pensar y repensar en los encabezados reiterando la inacción gubernamental e industrial, las negligencias medioambientales, la obstinación en los combustibles fósiles o el célebre Acuerdo de París, cuya meta sobre la limitación del aumento de temperatura mundial a dos grados centígrados en este siglo pareciera inalcanzable. La generación Z (nacidos circa 1997-2012) ha aparecido y se ha desenvuelto en un bucle de información sobre el cambio climático, ya no como un suceso global de efectos impalpables, sino como una realidad histórica y transgeneracional. Es un tema que preserva su carácter holístico, ahora amplificado por la hiperconectividad de los medios y los productos culturales al uso, es decir: la magnitud apremiante del cambio climático contrasta con la creencia de que, como testigos de estos eventos y sus efectos, la contribución personal

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para erradicar el problema es tan diminuta que casi se vuelve insignificante.

Si algo es cierto es que la generación Z está experimentando y estudiando la crisis climática como ninguna de sus antecesoras. Se han impulsado líneas de investigación con el objetivo de estudiar la crisis climática y su relación con la salud mental, dos de las mayores prioridades de las y los jóvenes en la actualidad. A la vuelta de siglo, la juventud percibe el futuro como alarmante (~75.5 %), indica estar preocupada o muy preocupada por el cambio climático (~60 %) y considera que la gente ha fracasado en cuidar el planeta (~82.6 %) (Hickman et al., 2021)1. Este abanico de perspectivas sugiere un repunte en el estrés colectivo respecto al estado de la Tierra, y ha derivado en la necesidad de nombrar la posible socavación de la salud mental a causa de las crisis climáticas con el término ecoansiedad 2. Incluso no tratándose aún de un tér-

1 Con base en los resultados de una encuesta (población de 10,000 jóvenes entre 16 y 25 años provenientes de diez países) publicada en The Lancet Health. Atributos considerados: diversidad cultural, de ingresos, de región climática, grupos vulnerables y exposición a eventos relacionados con el calentamiento global.

2 La American Psychological Association definió el neologismo como «un miedo crónico a las catástrofes ambientales» (Clayton et al., 2017, p. 68).

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mino médico formal, sí subraya la interseccionalidad del problema, y conglomera tanto a las poblaciones afectadas directamente como a quienes son conscientes de la degradación del planeta: abarca a espectadores y a quienes lo han perdido todo.

¿Qué hacer, entonces, con esta zozobra generacional? Muy probablemente, habremos de encaminar dicha preocupación compartida hacia espacios de participación ciudadana, en los cuales la resiliencia discursiva, impulsada por los modos de conectividad global comunes a la generación Z, permita reconfigurar las perspectivas contemporáneas sobre el cambio climático.

Las posturas construidas hasta ahora no han estado exentas de polémica. Por un lado, se cuestionan los cimientos de tal neologismo: ¿no será la ecoansiedad una palabra desproporcionada, alimentada por medios alarmistas, que empapa a una generación muy joven, inerme, cuya población no ha madurado a plenitud? Parte de la generación Z ya emprende el sendero de la adultez, los extremos despliegan dudas sobre el porvenir y se camina con la misma mirada de la niñez respecto al cambio climático: la misma historia de siempre, los mismos responsables de siempre, una

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infancia prolongada. ¿Quién no quisiera quedarse en ese periodo, en un sucedáneo donde los «verdaderos adultos», las autoridades a cargo, intentan resolver los grandes conflictos del mundo? Pero el tiempo es irrefrenable. No sorprende que el núcleo de esta ansiedad esté rodeado de sentimientos de miedo, culpa, impotencia, inutilidad, tristeza, desesperanza y enojo; o bien de actitudes incapaces de verter esa preocupación generalizada en acciones concretas y, además, de efectos visibles, preferiblemente inmediatos.

Hoy, la ecoansiedad halla su justificación en una producción académica cada vez más robustecida, en la cual la exposición a huracanes, ciclones tropicales e inundaciones se ha vinculado con síntomas de depresión aguda y trastorno de estrés postraumático, en tanto que las altas temperaturas y sequías han incrementado el riesgo de suicidio y las visitas a hospitales psiquiátricos. Entre los grupos vulnerables se encuentran aquellos en niveles socioeconómicos bajos o con condiciones adversas de salud física y/o mental preexistentes. Particularmente, destacan las infancias y juventudes: la generación Z se preocupa en el norte global mientras que sufre en el sur global (Obradovich et al., 2018; Burke et al., 2018).

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En fin, la ecoansiedad se revela como una respuesta racional y pertinente, un común denominador con el potencial de cambiar la manera en que se aborda la crisis planetaria y, más importante, la manera en que se reacciona frente a ella.

Los adultos que hoy se forjan habrán de desaprender las cualidades con las que sus mayores ofrecían soluciones contra el cambio climático. Adiós a la improvisación, el carácter caótico, la pasividad. La generación Z tiene ventajas: el escepticismo de antaño ha cedido ante una sociedad cada vez más dotada de herramientas de planificación, y ninguna otra generación ha tenido en sus manos tanta información sobre el cambio climático. Más aún, los movimientos políticos y sociales contemporáneos han diversificado sus canales de comunicación a través de la virtualidad y han provisto a sus actores con múltiples métodos de interacción, organización, proyección y construcción de identidades. El tránsito hacia la adultez posmilénica se adhiere a las sociedades dinámicas de Philipp Blom (2019), aquellas que traen cambios sociales y tecnológicos, migraciones, nuevas concepciones morales y dicen adiós a las verdades eternas en la medida en que

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propician los experimentos, las hipótesis y los debates interminables. […] Es un sueño que incluye a sociedades enteras y las arrastra o las empuja hasta colocarlas delante de sí mismas: mañana nada será como ayer. (pp. 282-283)

En ese sentido, la ecoansiedad se ha colado entre las características de la generación Z, y si bien la zozobra ha provocado incertidumbre, también podría generar mejor participación en redes sociales. Un estudio del Pew Research Center realizado en Estados Unidos reportó que los jóvenes adultos nacidos después de 1996 lideraban las interacciones digitales en relación con el cambio climático, por encima de los millenials, la generación X y los baby boomers. Al preguntarles a los zoomers sobre su actividad en medios digitales, el 67 % declaró haber hablado de la necesidad de atender las crisis ecológicas una o dos veces por semana; el 56 % señaló haber visto contenido relacionado; el 45 %, haber interactuado con él; y el 32 % dijo haber estado personalmente involucrado en alguna acción para el combate del cambio climático en el último año (Tyson et al., 2021).

Parte de la generación Z aún está en la etapa de la infancia o la adolescencia, y eventualmente se unirá a los debates interminables de las sociedades di -

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námicas de Blom. Si los jóvenes adultos de ahora logran encauzar la ecoansiedad y responder adecuadamente a los desastres del cambio climático, entonces esos niños y adolescentes zoomers podr ía n migrar a la adultez sin la percepción de un futuro alarmante. De ahí que la posibilidad de encontrar en el diálogo un espacio de resiliencia para la validación de sus percepciones, emociones y experiencias sea cada vez más tangible. Esta aproximación no pretende situar a los zoomers como protagonistas o víctimas ni es un arrebato en contra de las generaciones pasadas; serlo supondría dejar en manos muy jóvenes el porvenir de la Tierra. La generación Z por sí misma no va a salvar al mundo, y precisa sin lugar a dudas de quienes hoy en día han tomado las decisiones para el combate contra el cambio climático. La particularidad de los adultos jóvenes, como ha sido expuesto, reside en su percepción del problema como un fenómeno planetario irrebatible, la incidencia de ecoansiedad, el interés en estudios multidisciplinarios, las prioridades generacionales vertidas en los medios de comunicación, y la adherencia de los zoomers a las sociedades dinámicas de Blom.

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Hoy, ser adulto significa estar preocupado por el medioambiente. Ello implica abandonar esa infancia prolongada en la cual los efectos del cambio climático se incrementan y las propuestas de solución parecen estáticas, acaso tambaleantes en sus objetivos. El tiempo y las circunstancias han empujado a los zoomers hacia un panorama que promete catalizar la ecoansiedad en nuevas formas de atender las crisis planetarias. Es un relevo social que exige liberar al cambio climático de ese vago lugar que ha asumido por décadas: el statu quo.

Referencias

Blom, P. (2019). El motín de la naturaleza. Historia de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700), así como del surgimiento del mundo moderno, junto con algunas reflexiones sobre el clima de nuestros días. Barcelona: Anagrama.

Burke, M., González, F., Baylis, P. et al. (2018). Higher temperatures increase suicide rates in the United States and Mexico. Nature Clim Change, 8, 723-729.

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Clayton, S., Manning, C. M., Krygsman, K. y Speiser, M. (2017). Mental Health and Our Changing Climate: Impacts, Implications, and Guidance. Washington: American Psychological Association & ecoAmerica.

Hickman, C., Marks, E., Pihkala, P. et al. (2021). Climate anxiety in children and young people and their beliefs about government responses to climate change: a global survey. The Lancet Planetary Health, 5 (12), 863-873.

Obradovich, N., Migliorini, R., Paulus, M. P. y Rahwan, I. (2018). Empirical evidence of mental health risks posed by climate change. Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 115(43), 1095310958.

Tyson, A., Kennedy, B. y Funk, C. (2021). Gen Z, Millennials Stand Out for Climate Change Activism, Social Media Engagement with Issue. Pew Research Center.

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MENCIÓN HONORÍFICA

JOSUÉ BETUEL HERNÁNDEZ PÉREZ Nuevo Necaxa, 21 años Cursa su octavo y último semestre de la Licenciatura en Literatura.

El adulto es un estado de conciencia que se elige. Si bien la sociedad está hecha para desarrollar individuos mayores de edad, la conversión también se ejerce deliberadamente. Ser adulto en parte se traduce en superar la etapa de la infancia; en su mente hay una dilatación de la conciencia que no le permite actuar sin significado. Dice Octavio Paz que «toda cultura —entendida como creación y participación común de valores— parte de la convicción de que el orden del universo ha sido roto o violado por el hombre»1; más adelante explica que esta ruptura resulta en el exilio de un mundo caótico y sagrado, antiguo. De esa idea se puede inferir que el ser humano ha sufrido una transición adversa que lo obliga a vivir fuera de un ordenamiento trascendental. Si antes no era relevante, ahora su presencia, sus múltiples presencias relativas, se convierten en el último recurso.

¿De dónde partir si no de sí mismo? El adulto está arrojado a la nada; en ella, se da cuenta de que él es su propio referente a pesar de que eso no le dé ninguna respuesta concisa. Este sentido provisional e ineficiente no termina de construir, respecto a su imagen humana, un mundo consistente; lo real se mantiene vacío: «En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más alejados que un paraíso perdido»2. La cita nos habla de un entorno incompatible con la identidad humana.

1 Octavio Paz: El laberinto de la soledad. Posdata. Vuelta a El laberinto de la soledad, México: Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 29.

2 Albert Camus: El mito de Sísifo, Madrid: Alianza, 1995, p. 28.

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Marca una diferencia: el paisaje es tanto un fenómeno derivado del humano como la imagen que forma. Esta última lleva como característica principal remitir siempre a la apariencia de sí misma3. Casi todo individuo se adentra y sale, sin tener muy claro cómo ni siendo consciente de ello, de este limbo existencial.

La idea de Camus es certera siempre y cuando haya una observación directa, es decir: «la subjetividad absoluta no puede constituirse sino frente a algo revelado»4. Similar a la lógica del exilio, pensar es ver las cosas a priori, o también, ir construyendo una estructura de sentido a partir de que se enuncia algo5. La actitud reflexiva implica usar varias veces la observación y, otras tantas, abandonarla. Partir de esta mirada supone un intento de situarse junto al ser del mundo. Ese algo que toma sustancia del individuo para aparecer, transforma a quien lo evoca: el «yo» se convierte en concentración pura. Pero esta se disipa, regresa poco a poco la imagen bella: el olvido hace lo suyo. En ese limbo se hallará el ser del individuo, hasta que muera terminará su esfuerzo por concretarse; mientras, vivirá en un vaivén. Por lo tanto, la existencia se le revela como una voluntad de dar sentido a su experiencia. Hay que añadir que esta volición es distinta en cada persona. En algunos, prima la intención de expresar la

3 Jean-Paul Sartre: El ser y la nada: ensayo de ontología fenomenológica, Madrid: Alianza, 1989, p. 16.

4 Op.cit., p. 31.

5 Umberto Eco: La estructura ausente. Introducción a la semiótica, Barcelona: Lumen, 1999, pp. 38-39.

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forma de esa concentración; en otros, no darle importancia, ser don nadie y vivir ninguneado6.

El individuo adulto se ha elegido a sí mismo. La elección puede estar influida por presiones sociales, pero el momento de la decisión se elige personalmente.

En este ensayo se ha escrito varias veces la palabra «elegir». A continuación, algunas aclaraciones. Tomar una decisión implica que existe la posibilidad y las condiciones para ello. La parte inicial de este texto se puede resumir en la siguiente afirmación de Erich Fromm: «la existencia humana y la libertad son inseparables desde un principio»7. En otras palabras, el adulto está obligado a ser libre desde que se identifica con su subjetividad. ¿Hay alguna diferencia entre poseer libertad y ser libre? El individuo determina, a final de cuentas, si cree en un motivo trascendental de su modo de ser. La palabra «poseer» da la sensación de que se refiere a gozar de un privilegio; en cambio, ser libre de hacer algo implica, siguiendo a Fromm, que la libertad es un medio y no una finalidad absolutamente acabada. Comoquiera, esto apunta a que la libertad no está apartada de la experiencia humana.

Vale la pena agregar algunos matices del estado anterior a la adultez e iluminar un poco más este último. Si la adolescencia consiste en espe-

6 Octavio Paz: op. cit., p. 49.

7 Erich Fromm: El miedo a la libertad, Barcelona: Paidós, 2014, p. 54.

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rar la llegada del sentido de la vida8, la adultez reconoce su relatividad y la engrandece; ya ha caminado por la lógica de lo trascendental y ha concluido que la demostración viene después de la vida. Ello le representa una inquietud que no está dispuesto a aplazar hasta el último momento, pues el adulto es más práctico. Después del primer encuentro con el mundo y consigo, se elige a sí mismo todas las veces que le sea posible; esto quiere decir que elige los fenómenos que se originan desde su presencia. El adulto evita anegarse en la pasividad del mundo de la cual surgió; no a manera de huida, sino de intento de concretar su presente. Esto último, sobre todo, se traduce en trabajo.

Este ensayo es, en términos personales, una despedida a la adolescencia. Uno de mis objetivos era organizar un discurso filosófico con el cual me sintiera identificado. La idea central del texto consiste en imaginar sobre qué se funda mi identidad actual. En retrospectiva, quizá habría sido más fácil partir de la experiencia propia como adulto y, al mismo tiempo, personificar esta etapa de la vida: ser adulto se traduce en elegir sin rodeos, guiado por la intuición de la experiencia y los conocimientos propios. Evidentemente, la adultez acarrea problemas serios, como pagar impuestos, pero quería familiarizarme con el término «adulto» con materiales relativos a mi carrera. Considero estas fuentes más fecundas para mi proceso de maduración. Es decir, creo que todavía evado el momento

8 Hago referencia a unas líneas de la canción Time de Pink Floyd: «Waiting for someone or something to show you the way».

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de la decisión definitiva. ¿Eso no supone una concepción absoluta de la cual buscan alejarse los argumentos aquí presentados? La tesis que quería vislumbrar era que la adultez es una decisión; aun así, como cualquier afirmación, conviene matizar: es una elección que se debe reforzar todos los días. Si alguien se identifica adulto, entonces se pone en evidencia su posición favorable hacia ciertos derechos y obligaciones sociales. Ahí, considero, entra la materia del Derecho, de la cual no soy experto; sin embargo, debería intentar pronto un acercamiento en otro ensayo. No hablo de la vida cotidiana del adulto por falta de experiencia; si alguna vez llego a hablar de ello será cuando sea viejo. Además, hay que tomar en cuenta las dificultades epistémicas de una definición legítima, esto es, aceptada por convención:

No hay exposición del budismo que no mencione el Milinda Pañha, obra apologética del siglo ii, que refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena. Éste razona que, así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ella...9

Como ya dije, no he hecho una vida de adulto como para hablar con cierta autoridad. Pero sí me he dado la oportunidad de elegir mis precauciones sobre el punto a partir del cual quiero transitar mis días.

9 Jorge Luis Borges: Otras inquisiciones, Madrid: Alianza, 2008, p. 14.

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EDITORIAL UDLAP

Lorena Martínez Gómez

Directora general de la Oficina de Rectoría

Rosa Quintanilla Martínez Jefa de Publicaciones

Cinthya Berenice Bustamante Garza

Willy Daniel Sepúlveda Juárez Coordinadores de diseño

Andrea Garza Carbajal

María Silvana Martínez Couoh Coordinadoras de corrección

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UNIVERSIDAD DE LAS AMÉRICAS PUEBLA

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Fabiola Escalante Durán

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Ana Radayr Castañeda García

Jefa de Apoyo Estudiantil

O sea, ¿ya se acabó la versión de prueba?

Significados y zozobras de ser adulto en nuestros días

fue preparado por el Departamento de Publicaciones de la Universidad de las Américas Puebla, Ex hacienda Santa Catarina Mártir s/n, San Andrés Cholula, Puebla, 72810, para su publicación en línea en abril de 2024.

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