Mitos y leyendas

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Los Mitos y las Leyendas son una de las costumbres más importantes del pueblo colombiano. Hacen parte de la tradición oral de los pueblos que se encargaron de unir la fantasía con las creencias populares, el resultado fue una serie de cuentos que han ido evolucionando a través de los siglos.

Son fantasías que fueron tomando forma gracias al imaginario colectivo y se han encargado de proporcionar las primeras explicaciones no científicas de fenómenos naturales. En esta sección encontrarás los principales mitos y leyendas de Colombia.



Es una creencia que está todavía muy arraigada en la masa campesina. Su devoción data desde los primeros colonizadores. La representan como una mujer que padece tormentos en el purgatorio y recorre los caminos con las manos atadas con cadenas. La leyenda que corre de boca en boca no se parece en nada a la citada en la Sagrada Escritura en relación con la "sed de Cristo". Dicen que en Jerusalén tenían mujeres destinadas a darles de beber a los que sacrificaban en la cruz. La tarde del Viernes Santo le tocó subir al Calvario a una joven: Celestina Abnegada. Del ánfora dio a beber a Dimas y a Gesta, los dos ladrones que acompañaban a Jesús. Al salvador lo despreció y por eso Él la condenó a sufrir la sed y el calor constante de las llamas del Purgatorio.



La

Candileja

es

una bola ígnea de tres hachones o luminarias, brazos

con como

tentáculos chisporroteantes de

un

rojo

candela,

que

produce ruido de tiestos

rotos.

Persigue a borrachos, infieles y a padres de familia irresponsables y blandengues. Asusta también a los viajeros que transitan en horas avanzadas

de

la

noche.

Los

abuelos

y

tatarabuelos, en hogares de familias numerosas, cuentan esta leyenda una y otra vez para escarmiento o como lección moral a sus hijos y nietos.


Según cuentan hace muchísimos años había una anciana que tenía dos nietos a quienes consentía demasiado, tolerándoles hasta las más extrañas ocurrencias,

groserías

y

desenfrenos.

Las

infantiles ocurrencias llegaron hasta exigirle a la viejita que hiciera el papel de bestia de carga para ensillarla y luego montarla entre los dos; la abuela accedió en el acto para la felicidad de sus dos nietos, quienes anduvieron por toda la casa como sobre el más manso cuadrúpedo. Cuando murió la anciana, San Pedro la recriminó por la falta de rigidez en la educación de sus dos pimpollos y la condenó a purgar sus penas en este mundo entre tres llamaradas de candela que significan: el cuerpo de la anciana y el de los dos nietos.



Cuentan

los

patriarcas

llaneros que hace muchos años,

en

las

inmensas

llanuras

colombo-

venezolanas dos

existieron

hombres

muy

por

su

famosos

autosuficiencia en la vida recia

del

sabanero;

hombre eran

compañeros inseparables y conocidos plenamente por apodos o motes: a uno le decían Carrao y al otro Mayalito. El primero, ósea "Carrao", era un hombre de esos llaneros que nunca conocen el miedo y sienten placer desafiando el peligro; hombre resuelto, amigo de los caminos en las noches oscuras, gran baquiano (experto) de la llanura y extraordinario

jinete,

ningún

caballo

había

logrado

quitárselo de los lomos por muy bravo que fuera, como nunca un toro bravo había logrado tocarlo con sus cuernos. El Carrao era feliz andando en plenas tormentas nocturnas,


no le importaba que su caballo fuera salvaje, más hombre se sentía, era tanta la confianza que se tenía que sabía que nunca se caería de un caballo, pues sus piernas habían nacido para domar caballos fieros. Mayalito, su inseparable compañero y amigo, por el contrario era su polo opuesto; un hombre aplomado, juicioso y talentoso en todos sus aspectos, fiel sabedor de que con la naturaleza llanera no se puede jugar demasiado porque es severa, claro que sin dejar eso así, de ser un hombre de gran coraje como todo buen llanero. Ese era Mayalito, el que hizo un inventario de advertencias a su compañero, las cuales nunca fueron atendidas ni obedecidas, pues la rebeldía y el coraje del Carrao constituían un patrimonio muy suyo, del cual no era fácil olvidarse de buenas a primeras porque con esas características había nacido. Una tarde, cuando el sol palidecía y la noche comenzaba a imponer su color sobre la llanura, se advertía en el horizonte cercano una horrible tempestad que hacía pensar que la noche iba a ser tormentosa, se fue al mangón y amarró el caballo que estaba trochando, lo trajo al corral, lo ensilló y le pegó la margalla, cagalerióla soga y montándose en el brioso caballo se despidió de Mayalito.


Abrió la puerta de trancas del corral y en medio de candelosos rayos se fue alejando en la oscuridad de la sabana, esta vez... para nunca regresar. "Mayalito", al ver que su amigo y compañero no regresó, se dio la tarea de buscarlo en todas las noches oscuras por los distintos rumbos de las comunales sabanas, especialmente por las partes que sabía que al "Carrao" le gustaba frecuentar. Fueron muchas las noches que Mayalito anduvo gritando

incesantemente

a

su

compañero

"Carrao",

"Carraooo", escuchando solo la respuesta producida por el eco de su voz. Una noche, Mayalito acortaba una travesía en medio de una tormenta de rayos, a la luz de un


relámpago vio que algo brillo a los pies de su caballo, se apeó e inspeccionó el objeto, se sorprendió cuando lo identificó pues se trataba de las zapatas del freno metálico del apero de "Carrao", las alzó y las llevó consigo. Desde entonces puso énfasis en la búsqueda de su compañero, pensó que algo le había ocurrido y que no estaría muy lejos de allí; continuó su tarea noche tras noche, hasta que Mayalito tampoco regresó nunca más al hogar, se lo tragó la sabana junto con Carrao. Mayalito se convirtió en un ave que vuela en las noches oscuras produciendo un canto: Carraoooo, Carraooo.



La

llorona

convertida en el espíritu vagabundo de una mujer que lleva un niño en el cuadril, hace alusión a su nombre

porque

vaga llorando por los caminos. Se dice que nunca se le ve la cara y llora de vergüenza y arrepentimiento por lo que hizo a su familia. Quienes le han visto dicen que es una mujer revuelta y enlodada, ojos rojizos, vestidos sucios y deshilachados. Lleva entre sus brazos un bultico como de niño recién nacido. No hace mal a la gente, pero causan terror sus quejas y alaridos gritando a su hijo. Las apariciones se verifican en lugares solitarios, desde las ocho de la noche, hasta las cinco de la mañana. Sus sitios preferidos son las quebradas, lagunas y charcos profundos, donde se oye el chapaleo y los ayes lastimeros. Se les aparece a los hombres infieles, a los perversos, a los


borrachos, a los jugadores y en fin, a todo ser que ande urdiendo maldades. Dice la tradición que la llorona reclama de las personas ayuda para cargar al niño; al recibirlo se libra del castigo convirtiéndose en la llorona la persona que lo ha recibido. Otras eversiones dicen que es el espíritu de una mujer que mató por celos a la mamá y prendió fuego a la casa con su progenitora dentro, recibiendo de ésta, en el momento de agonizar la maldición que la condenara: "Andarás sin Dios y sin santa María, persiguiendo a los hombres por los caminos del llano". Durante la guerra civil, se estableció en la Villa de las Palmas o Purificación, un Comando General, donde concentraban gentes de distintas partes del país. Uno de sus capitanes, de conducta poco recomendable y que encontraba en la guerra una aventura divertida para desahogar su pasado luctuoso de asalto y crimen, se instaló con su esposa en esta villa, que al poco tiempo abandonó para seguir en la lucha. Su afligida y abandonada mujer se dedicó a la modistería para no morir de hambre mientras su marido volvía y terminaba la guerra. Al correr del tiempo las gentes hicieron circular la noticia de la muerte del capitán y la pobre señora guardó luto


riguroso hasta que se le presentó un soldado que formaba parte del batallón de reclutas que venían de la capital hacia el sur, pero que por circunstancias especiales, debía demorar en aquella localidad algunas semanas. La viuda convencida de las aseveraciones sobre la muerte de su marido, creyó encontrar en aquel nuevo amor un lenitivo para su pena, aceptó al joven e intimó con él. Los días de locura pasional pasaron veloces y nuevamente la costurera quedó saboreando el abandono, la soledad, la pobreza y sorbiéndose las lágrimas por la ausencia de su amado. Aquella aventurera dejó huellas imborrables en la atribulada mujer, porque a los pocos días sintió palpitar en sus entrañas el fruto de su amor. El tiempo transcurría sin tener noticias de su amado. La añoranza se tornaba tierna al comprobar que se cumplían las

nueve

lunas

de

su

gestación.

Un

batallón

de

combatientes regresaba del sur el mismo día que la costurera daba a luz un niño flacuchento y pálido. Aquel cartucho silencioso y pobre se alegró con el llanto del pequeñín.


Al

atardecer

de

aquel

mismo día, llegó corriendo a su casa una vecina amiga, a informarle que su esposo el

capitán,

no

había

muerto, porque sin temor a equivocarse, lo acababa de ver entre el cuerpo de tropa

que

arribaba

al

campamento. En

tan

importuno

momento, esa noticia era como para desfallecer, no por el caso que pocas horas antes había soportado, como por el agotamiento físico en que se encontraba. Miles de pensamientos fluían a su mente febril. Se levantó decidida de su cama. Se colocó un ropón deshilachado, sobre sus hombros, cogió al recién nacido, lo abrigó bien, le agarró fuertemente

contra

su

pecho

creyendo

que

se

lo

arrebatarían y sin cerrar la puerta abandonó la choza, corriendo con dificultad. Se encaminó por el sendero oscuro bordeado de arbusto y protegida por el manto negro de la noche.


Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer, seguía corriendo, los nubarrones eran más densos, la tempestad se desato con más furia. La luz de los relámpagos le iluminaba el camino. La naturaleza sacudía con estertores de muerte. La demente lloraba. Los arroyos crecieron, se desbordaron. Al terminar la vereda encontró el primer riachuelo, pero ya la mujer no veía. Penetró a la corriente impetuosa que la arrolló

rápidamente.

Las

aguas

bramaron.

En

sus

estrepitosos rugidos parecía percibirse el lamento de una mujer.



Vivía en tiempos de la

Colonia

hombre entretención

un cuya y

oficio cotidiano era la "cacería". Para él no

había

profanas

fiestas ni

religiosas; no había reunión de amigos ni paseos; nada le entretenía

tanto

como salir a "cazar" venados al toque de la oración, en los bosquecillos aledaños; borugos a la orilla del río por entre los guaduales; los guacos, chorolas, guacharacas y chilacoas por los montes cercanos a los pantanos, ciénagas y lagunas. El producto de la cacería constituía el sustento de la familia y su único negocio. El Cazador - Mitos y leyendas colombianas. En aquel caserío tenían una capilla donde celebraban las ceremonias más solemnes del calendario religioso. Tenía unas ventanas bajas y anchas que dejaban ver el panorama y para que el aire fuera el purificador del ambiente en las grandes


festividades. Llegó la celebración de la Semana Santa. Los fieles apretujados llenaban la capilla, oyendo con atención el sermón de "las siete palabras". Los feligreses estaban conmovidos. Reinaba el silencio... apenas se percibían los sollozos de los pecadores arrepentidos y los golpes de pecho. Allí estaba el cazador, en actitud reverente, uniendo sus plegarias a las del Ministro de Dios, que en elocución persuasiva

y

laudatoria

hacía

inclinar

las

cabezas

respetuosamente. De pronto, como tentación satánica, entró un airecillo que le hizo levantar la cabeza y mirar hacia la ventana. Por ella vio, pastando en el prado, un venado manso y hermoso. Qué maravilla! Esto era como un regalo del cielo! estaba a su alcance... a pocos pasos de distancia. Rápido salió por entre la multitud en dirección a su cabaña. Fue tanta la emoción del hallazgo que no se acordó del momento grandioso que significa para los cristianos el día de Viernes Santo. Tampoco se fijó en el momento sagrado de la pasión de Cristo. Salió con su escopeta y su perro en busca de la presa. Ya el animal había avanzado unas cuadras hacia el manantial. El cervatillo al verse acosado paró las


orejas y se quedó inmóvil, como esperando la actitud del hombre. Este al verlo plantado le disparó, pero en ese mismo instante el animal huyó. Perro y amo siguieron las pistas, lo alcanzaron y, al dispararle de nuevo, se realizaba el mismo truco. El afiebrado cazador no medía ni el tiempo, ni la distancia. Seguía... llanos,

seguía...

cruzaba

montañas,

cañadas,

colinas, despeñaderos, riscos y sierras. Llegó por fin a la montaña cuando las tinieblas de la noche dominaban la tierra. La montaña abrió sus fauces horripilantes..!

El

cazador

penetró... y nunca más volvió a salir de ella. Dicen que la montaña lo devoró.



Es como una ninfa de las aguas, con aspecto de niña o de jovencita bellísima, de ojos azules pero hipnotizadores y una larga cabellera rubia. La característica más notoria es la de llevar los piececitos volteados

hacia

atrás,

es

decir, al contrario de cómo los tenemos los humanos, por eso, quién encuentra sus rastros, cree seguir sus huellas, pero se desorienta porque ella va en sentido contrario. Cuentan los ribereños, los pescadores, los bogas y vecinos de los grandes ríos, quebradas y lagunas, que los niños predispuestos al embrujo de la madre de agua, siempre sueñan o deliran con una niña bella y rubia que los llama y los invita a una paraje tapizado de flores y un palacio con muchas escalinatas, adornado con oro y piedras preciosas. En la época de la Conquista, en que la ambición de los colonizadores no solo consistía en fundar poblaciones sino en descubrir y someter tribus indígenas para apoderarse


de sus riquezas, salió de Santa Fe una expedición rumbo al río Magdalena. Los indios guías descubrieron un poblado, cuyo cacique era una joven fornido, hermoso, arrogante y valiente, a quien los soldados capturaron con malos tratos y luego fue conducido ante el conquistador. Este lo abrumó a preguntas que el indio se negó a contestar, no sólo por no entender español, sino por la ira que lo devoraba. La Madre de Agua - Mitos y leyendas colombianas El capitán en actitud altiva y soberbia, para castigar el comportamiento del nativo ordenó amarrarlo y azotarlo hasta que confesara dónde guardaba las riquezas de su tribu, mientras tanto iría a preparar una correría por los alrededores del sector. La hija del avaro castellano estaba observando desde las ventanas de sus habitaciones con ojos de admiración y amor contemplando a aquel coloso, prototipo de una raza fuerte, valerosa y noble. Tan pronto salió su padre, fue a rogar enternecida al verdugo para que cesara el cruel tormento y lo pusieran en libertad. Esa súplica, que no era una orden, no podía aceptarla el vil soldado porque conocía perfectamente el carácter enérgico, intransigente e irascible de su superior,


más sin embargo no pudo negarse al ruego dulce y lastimero

de

esa

niña

encantadora. La joven española de unos quince años, de ojos azules, ostentaba

una

larga

cabellera dorada, que más parecía una capa de aliseda amarilla por la finura de su pelo. La bella dama miraba ansiosamente al joven cacique, fascinada por la estructura hercúlea de aquel ejemplar semisalvaje. Cuando quedó libre, ella se acercó. Con dulzura de mujer enamorada lo atrajo y se fue a acompañarlo por el sendero, internándose entre la espesura del bosque. El aturdido indio no entendía aquel trato, al verla tan cerca, él se miró en sus ojos, azules como el cielo que los cobijaba, tranquilos como el agua de sus pesetas, puros como la florecillas de su huerta. Ya lejos de las miradas de su padre lo detuvo y allí lo besó apasionadamente. Conmovida y animosa le manifestó su afecto diciéndole: !Huyamos!, llévame contigo, quiero ser tuya.


El lastimado mancebo atraído por la belleza angelical, rara entre su raza, accedió, la alzó intrépido, corrió, cruzo el río con su amorosa carga y se refugió en el bohío de otro indio amigo suyo, quien la acogió fraternalmente, le suministro materiales para la construcción de su choza y les proporcionó alimentos. Allí vivieron felices y tranquilos. La llegada del primogénito les ocasionó más alegría. Una india vecina, conocedora del secreto de la joven pareja y sintiéndose desdeñada por el indio, optó por vengarse: escapó a la fortaleza a informar al conquistador el paradero de su hija. Excitado y violento el capitán, corrió al sitio indicado por la envidiosa mujer a desfogar su ira como veneno mortal. Ordenó a los soldados amarrarlos al tronco de un caracolí de la orilla del río. Entretanto, el niño le era arrebatado brutalmente de los brazos de su tierna madre. El abuelo le decía al pequeñín: "morirás indio inmundo, no quiero descendientes que manchen mi nobleza, tu no eres de mi estirpe, furioso se lo entregó a un soldado para que lo arrojase a la corriente, ante las miradas desorbitadas de sus

martirizados

padres,

quienes

hacían

esfuerzos

sobrehumanos de soltarse y lanzarse al caudal inmenso a rescatar a su hijo, pero todo fue inútil.


Vino luego el martirio del conquistador para atormentar a su hija, humillarla y llevarla sumisa a la fortaleza. El indio fue decapitado ante su joven consorte quien gritaba lastimeramente. Por último la dejaron libre a ella, pero, enloquecida y desesperada por la pérdida de sus dos amores, llamando a su hijo, se lanzo a la corriente y se ahogó. La leyenda cuenta que en las noches tranquilas y estrelladas se oye una canción de arrullo tierna y delicada, tal parece que surgiera de las aguas, o se deslizara el aura cantarina sobre las espumas del cristal. La linda rubia que sigue buscando a su querido hijo por los siglos de los siglos, es la MADRE DEL AGUA. La diosa o divinidad de las aguas; o el alma atormentada de aquella madre que no ha logrado encontrar el fruto de su amor. Por eso, cuando la desesperación llega hasta el extremo, la iracunda diosa sube hasta la fuente de su poderío, hace temblar

las

montañas,

se

enlodan

las

corrientes

tornándolas putrefactas y ocasionando pústulas a quienes se bañen en aquellas aguas envenenadas.



El Guando es una especie de

andamio

hecho

de

tablas o de guadua picada, en

forma

de

camilla

cubierta por una sábana blanca, bajo la cual se supone va el muerto. En algunas regiones le dicen el GUANCO O BARBACOA. Este

espanto

acompañado personas,

de

va cuatro que

generalmente son los cargueros del muerto. Aparece a la orilla del camino, a la orilla de un torrente, cerca de un pantano o entre el Bosque. Las apariciones de este macabro espectáculo en la mayoría de las veces conmueve, no sólo por creer que en realidad llevan al difunto por ir los familiares acompañándolo, sino por el murmullo coral del rezo del Rosario y el Réquiem por su alma. Hace muchísimos años vivía un hombre muy avaro, incivil, terco y malgeniado, que no le gustaba hacer obras de caridad, ni se compadecía de las desgracias de su prójimo. Los pobres del campo acudían a él a implorar ayuda para


sepultar a algún vecino, pero contestaba que él no tenía obligación con nadie y que tampoco iba a cargar un mortecino. Que les advertía, que cuando él se muriese, lo echaran al río o lo botaran a un zanjón donde los gallinazos cargaran con él. Por fin se murió el desalmado, solo y sin consuelo de una oración. Los vecinos que eran de buen corazón, se reunieron y aportaron los gastos del entierro. Construyeron la camilla y cuando lo fueron a levantar casi no pueden por el peso tan extremado. Convinieron en hacer relevos cada cuadra, a fin de no fatigarse durante el largo camino al pueblo. Al pasar el puente de madera, sobre el río, su peso aumentó considerablemente, se les zafó de las manos y el golpe sobre la madera fue tan fuerte que partió el puente y el muerto cayó a las enfurecidas aguas que se lo tragaron en un instante. Al momento los hombres acompañantes bajaron a la corriente y buscaron detenidamente pero no lo hallaron ni a él ni al andamio. Lo que sí ha quedado por el mundo es su aparición fantasmagórica que atormenta a los vivos, haciendo estremecer al más valiente con el ruido de los lazos sobre la madera en un continuo y rechinante "chiqui, chiqui, chiquicha...". Sus apariciones más seguras se verifican en la víspera de los difuntos, o sea en las fiestas


de las Animas; en los lugares aledaños a los cementerios, causando gran pavor a la tétrica procesión, portando sus acompañantes coronas, cirios y rezando en voz alta: de vez en cuando se oye una voz cavernosa e imperativa que dice: "meta el hombro compañero...



Habita entre la maraña espesa de la selva virgen, en

las

cumbres

de

la

llanura. Con la única pata que

tiene

avanza

con

rapidez asombrosa. Es el endriago más temido por colonos, cazadores,

mineros, caminantes,

agricultores y leñadores. Algunos aventureros dicen que es una mujer bellísima que los llama y los atrae para enamorarlos, pero avanza hacía la oscuridad del bosque a donde los va conduciendo con sus miradas lascivas, hasta transformarse en una mujer horrible con ojos de fuego, boca desproporcionada de donde asoman unos dientes de felino y una cabellera corta y despeinada que cae sobre el rostro para ocultar su fealdad. En otras ocasiones, oyen los lamentos de una mujer extraviada; la gritan para auxiliarla, pero los quejidos van tornándose más lastimeros a medida que avanza hacia la víctima y cuando ya está muy cerca, se convierte en una


fiera que se lanza sobre la persona, le chupa la sangre y termina triturándola con sus agudos colmillos. La defensa de cualquier persona que la vea, consiste en rodearse de animales domésticos, aunque advierten que le superan los perros, calificándolos a todos como animales "benditos". Se dice que este personaje fue inventado por los hombres celosos para asustar a sus esposas infieles, infundirles terror y al mismo tiempo, reconocer las bondades de la selva. Cuentan que en cierta región del Tolima Grande, un arrendatario tenía como esposa una mujer muy linda y en ella tuvo tres hijos. El dueño de la hacienda deseaba conseguirse una consorte y llamó a uno de los vaqueros de más confianza para decirle: "...vete a la quebrada y escoje entre las lavanderas la mejor; luego me dices quién es y cómo es...". El hombre se fue, las observó a todas detenidamente, al instante distinguió a la esposa de un vaquero compañero y amigo, que fuera de ser la más joven, era la más hermosa. El vaquero regresó a darle al patrón la filiación y demás datos sobre la mejor. Cuando llegó el tiempo de las "vaquerías", el esposo de la bella relató al vaquero emisario sus tristezas, se quejó de


su esposa, pues la notaba fría, menos cariñosa y ya no le arreglaba la ropa con la misma asiduidad de antes; vivía de mal genio, era déspota desde hacía algunos días hasta la fecha. Le confesó que le provocaba irse lejos, pero le daba pesar con sus hijitos. El vaquero sabedor del secreto, compadecido de la situación de su amigo, le contó lo del patrón, advirtiendo no tener él ninguna culpabilidad. El entristecido y traicionado esposo le dio las gracias a su compañero por su franqueza y se fue a cavilar a solas sobre el asunto y se decía: "...si yo pudiera convencerme de que mi mujer me engaña con el patrón, que me perdone Dios, porque no respondo de lo que suceda...". Luego planeó una prueba y se dirigió a su vivienda. Allí le contó a su esposa que se iba para el pueblo porque su patrón lo mandaba por la correspondencia; que no regresaba esa noche. Se despidió de beso y acarició a sus hijos. A galope tendido salió por diversos lugares para matar el tiempo. Llegó a la cantina y apuró unos tragos de aguardiente. A eso de las nueve de la noche se fue a pie por entre el monte y los deshechos a espiar a su mujer. Serían ya como las diez de la noche, cuando la mujer, viendo que el marido no llegaba, se fue para la hacienda en


busca

de

su

patrón. El marido, cuando vio que la mujer se dirigía por el camino que va al hato, salió del

escondite,

llegó a la casa, encontró

a

los

niños dormidos y se acostó. Como a la madrugada llegó la infiel muy tranquila y serena. El esposo le dijo: De dónde vienes?. Ella con desenfado le contestó: de lavar unas ropitas. De noche???, corto el marido. A los pocos días, el burlado esposo inventó un nuevo viaje. Montó en su caballo, dio varias vueltas por un potrero y luego lo guardó en una pesebrera vecina. Ya de noche, se vino a pie para esconderse en la platanera que quedaba frente a su rancho. Esa noche la mujer no salió pero llegó el patrón a visitarla. Cuando el rico hacendado llegó a la puerta, la mujer salió a recibirlo

y

se

arrojó

en

sus

brazos

besándolo

y

acariciándolo. El enfurecido esposo que estaba viendo todo, brincó con la peinilla en alto y sin dar tiempo al enamorado de librarse


del lance, le cortó la cabeza de un solo machetazo. La mujer, entre sorprendida y horrorizada quiso salir huyendo, pero el energúmeno marido le asestó tremendo peinillas al cuadril que le bajo la pierna como si fuera la rama de un árbol. Ambos murieron casi a la misma hora. Al vaquero le sentenciaron a cárcel, pero cuando salió al poco tiempo, volvió por los tres muchachitos y le prendió fuego a la casa. Las personas aseguran haberla visto saltando en una sola pata, por sierras, cañadas y caminos, destilando sangre y lanzando gritos lastimeros. Es el alma en pena de la mujer infiel que vaga por montes, valles y llanuras, que deshonró a sus hijos y no supo respetar a su esposo.


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