Estefania en el País de las Maravillas
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© Fernando del Paso © Editorial Danka, 2021 Cra. 57 # 125B - 95 Oficina 319 Bogotá, Colombia Palinuro de Mexico ISBN: 000-000-000-000-0 Diseñador Editorial: Wilson Gómez Diseño de portada: Wilson Gómez Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas de las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento incluídos la reprografía y el tratamiento informático para su uso comercial.
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II. Estefania en el País de las Maravillas
Es
muy difícil saber quién fue más importante para mí, si Palinuro o Estefanía. Lo que es más, a veces no podría decir quién fue primero, a quién conocí desde siempre, quién se instaló en mi vida con sus palabras y sus ademanes antes que el otro y me pescó de un pie con la puerta para que no huyera y le contara al que llegó después los episodios, las señales y los amores luminosos de la historia del que llegó primero. Por supuesto, esto es sólo un decir, porque de hecho una de las primeras cosas que me enseñaron al nacer fue a Estefanía, que entonces era mi prima-hermana y fue después mi prima-amiga y mi prima-amante y que tenía ya veinte días de haber nacido no sólo en la misma ciudad de México —una ciudad que en esa época se columpiaba entre los abalorios de la primavera—, sino también en la misma casa porfiriana de nuestros abuelos, y por si fuera poco en la misma habitación donde dos veces, en menos de un mes, las mismas sábanas blancas radiaron sus tentáculos de bramante en honor del acontecimiento, las mismas criadas acudieron con baldes plateados de agua hervida y el mismo doctor Latorre llegó a espantar a la cigüeña con el ¡Biiip! ¡Biiiip! de su Hispano Suiza de cien caballos de fuerza, blanco y amarillo y con volante de ébano.
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Con la diferencia de que al nacer yo, la cigüeña se espantó hacia el lado izquierdo, o siniestro, que no era otro que el lado de los remiendos brumosos y de los aguafuertes narcotizados por el paso de las derrotas. Y al nacer Estefanía su cigüeña —venida de Alsacia— levantó el vuelo hacia el lado derecho, o lo que es lo mismo hacia los kioskos donde cada domingo, puntuales, crecen los músicos para ofrecernos el viento virtuoso del concierto. Todo lo cualquiere decir, que si bien Estefanía y yo no compartimos la misma suerte —y ya no digamos la suerte verde de los tréboles verdes, sino ni siquiera la suerte mandarina o la suerte fría que dan los tréboles anaranjados y celestes —, sí compartimos algunos tíos y tías y la misma pareja de abuelos maternos formada por Francisco y Altagracia, con sus correspondientes cuatro bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y treinta y dos mil etcéterabuelos. Otras cosas que compartimos fueron, por supuesto, ciertos jarrones famosos y los vinos que se ruborizaban en las vidrieras del comedor junto a los quesos dóciles. También las calles atesoradas del barrio donde nacimos, y que se sabían a sí mismas de memoria: Jalapa, Orizaba, Río de Janeiro, y una gran parte de esa infancia y esa vida que se van, que se van sin remedio a fuerza de
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mordernos los lápices y las uñas, y acompañadas por los leones de felpa que lanzan rugidos alcanforados y las mariposas de papel estraza que se posaban humildemente en las azucareras y en las cajas de tabaco Príncipe Alberto del abuelo Francisco: todo esto fue el mundo que Estefanía y yo compartimos desde niños. Por lo demás, nuestros padres fueron distintos: mi prima era hija del tío Esteban y de la tía Lucrecia. Yo, de una hermana de la tía Lucrecia: Clementina, a quien llamaré de aquí en adelante «mamá Clementina», y que se casó con Eduardo. Es decir, con papá Eduardo. A Palinuro, en cambio, lo conocí mucho tiempo después y nuestros recuerdos en común tienen muy poca relación con el cuento de «había una vez una niña muy pobre que vivía en una casa donde el jardinero que cuidaba los rosales y las portulacas era muy pobre, la cocinera que guisaba calamares en su tinta era muy pobre y las mucamas que barrían la recámara Luis XV eran muy pobres», cuento que se convirtió en realidad cuando el gobernador se arruinó de la noche a la mañana y Altagracia decidió seguir conservando los muebles, el jardín, el menú y la servidumbre para atender las necesidades de los huéspedes; y en cambio, sí tienen que ver —los recuerdos míos y de Palinuro— con otras sensaciones.
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Por ejemplo, la de ir brincando charcos de vitriolo azul una y otra vez, a la salida de los laboratorios de la escuela, que de noche se quedaban cerrados, oscuros, desiertos y olorosos a creosota, mientras que en el fondo de los atanores se aparecían las pistas, mojadas, del Circo Atayde. Y es de esa adolescencia de la que tampoco puedo olvidarme: la de los anfiteatros acaracolados de la Escuela de Medicina, de las boticas de barrio, de los alambiques retorcidos y de los teoremas incorregibles: tantas veces Palinuro y yo le dimos nuestra pasión a la primera muchacha que se atravesó por nuestra juventud, la falda minialmibarada, las tobilleras rotas y fantáticas; tanto hablé con él, tanto nos emborrachamos juntos y tanto reinventamos juntos el estetoscopio de Laennec y las jeringas de Hutchinson y tanto, juntos también, discutimos la conveniencia de bañar las manos con cera derretida en los casos de artritis y recordamos la teoría celular de Virchow y memorizamos los espacios ardientes delimitados por la acupuntura, en ese cuarto de los desvanes incidentales y de los luceros que podían ser extirpados si no se pagaba la cuenta de la luz, así de simple, que muchas veces pensé que yo era él y él era yo, hasta el punto que en esas tantas ocasiones adopté su nombre y le presté el mío.
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