Berbiquí 30

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BERBIQUÍ DIRECTORA Elda Patricia Correa Garcés COMITÉ DE REDACCIÓN Diego Estrada Giraldo Jesús Olimpo Castaño Quintero Luz Myriam Sánchez Arboleda María Antonieta Peláez Mejía María Elena Villa Martínez Maritza Suárez Herreño Olga María Toloza Pinillos Alma Alicia Peláez M.

Noviembre de 2005

CORRESPONDENCIA Y CANJE Cra. 52 Nº 42-73 Oficina 206 Apartado 053644 Tel. 2621787 Fax: 2626568 Correo electrónico: jueces@epm.net.co Precio: $4.000

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DISEÑO E IMPRESIÓN Hernán Giraldo Soluciones Editoriales Tel. 3361068 Medellín, Colombia ILUSTRACIONES Y PORTADA Saúl Álvarez Lara

CONTENIDO Editorial / 3 Álvaro Vargas La imagen del Juez en el Estado Social de Derecho / 5 Juan Antonio García Amado ¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial? O de cómo en la actual teoría del derecho (casi) nada es lo que parece y (casi) nadie está donde dice / 14 Francisco R. Barbosa Delgado Sanciones para los contratistas o asesores en el Derecho público en Colombia / 39 Andrés Nanclares Arango El mito de la independencia de los jueces / 47 Margarita María Peláez M. Políticas públicas de mujer y género: ¿Hacia dónde vamos? / 53 Olga María Toloza Pinillos Discurso / 60 Gloria Montoya Echeverri A la hora de la despedida / 64 John Jairo Ospina Morir de a poco / 67


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Editorial

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uchas preguntas cabe formular en torno al Holocausto del Palacio de Justicia. ¿Cómo lo militantes del M-19, entre los cuales había abogados, sociólogos, filósofos, concibieron que era una acción lógica la denominada “operación Antonio Nariño por los derechos del hombre”? Acción que consistía en una demanda ante la Corte Suprema de Justicia para que se juzgara al Presidente de la República, demanda que llevaba como argumento y soporte principal los fusiles. Olvidaron los atípicos demandantes, que la razón de la Administración de Justicia es contraria a lo que ellos hacían, que una demanda armada niega desde el inicio la posibilidad de actuar del Juez, niega un juicio imparcial y contradice el trámite pacífico de los conflictos, verdadero ser del poder judicial. ¿Cómo es posible que integrantes de una organización con estructura militar decidieran retomar la ejecución de un operativo cuyo plan ya era conocido por el ejército contrario, en este caso el Nacional? Cuando dos fuerzas enfrentadas actúan en un conflicto, los planes conocidos por el enemigo son lógicamente descartados. La toma del Palacio de Justicia era un plan conocido por los militares colombianos, quienes detuvieron el 17 de octubre de 1985 a unos guerrilleros en posesión de los planos del edificio y del texto de la consigna para la operación proyectada, hecho que se publicó por los medios de comunicación del país sólo veintiún días antes de hacerse efectiva. ¿Cómo es posible que frente a claras amenazas en contra de los Magistrados de la Corte, se ordenó retirar la vigilancia oficial del edificio? ¿Era la Administración de Justicia una figura de decoración y utilería en la escena del poder público Colombiano? Si eso fuese así, encontraríamos la respuesta a otra pregunta: ¿por qué el Presidente del Poder Ejecutivo no le pasó al teléfono al Presidente del Poder Judicial? ¿Por qué razón un gobierno que se había preciado de dialogar con todos los alzados en armas, se negó a dialogar siquiera por unos minutos para liberar a los rehenes de la toma del Palacio? ¿Por qué las decisiones de ataque militar involucraron desde el inicio tanques ‘cascabel’, sin consideración a la ubicación de los rehenes? ¿Por qué se disparó un rocket contra el frontis del Palacio que ya ardía en llamas? ¿Por qué se disparó indiscriminadamente en dirección al baño que albergaba un número indeterminado de personas sin identificar si eran rehenes o combatientes? ¿Sería que para las Fuerzas Armadas todo el que ocupaba el Palacio de Justicia era su enemigo, tuviera armas o no? Con once Magistrados calcinados, tres Magistrados Auxiliares igualmente muertos, un gran número de desaparecidos, ¿cuáles fueron las instituciones que se defendieron por las tropas y cuál la democracia que se salvó?

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La impunidad que rodeó a todos los protagonistas de la toma y la contratoma del Palacio, que es igual a la impunidad de muchos homicidios de jueces y fiscales del país, ¿no será muestra de que en Colombia algunos piensan que hacen patria matando un Juez? Por largos meses una inmensa bandera tricolor cubrió como simbólica mortaja el frente del Palacio de Justicia. Tal vez se pretendía ocultar con ella a los ojos del mundo y de quienes fuimos desde la distancia impotentes testigos del horror, los restos del operativo, ocultarlo de ojos que ardían por el llanto, del dolor y la indignación. Tal vez se pretendió poner en señal de triunfo la bandera del vencedor sobre el campo de batalla de los vencidos y entonces, esa bandera revelaba de manera subliminal que las leyes, la vida, la civilización, la democracia, habían sido vencidas en ese campo de batalla, que sólo las huecas formas de los símbolos patrios eran los vencedores. Tal vez esa inmensa mortaja tricolor explique mejor que las palabras por qué las razones de Estado fueron superiores a la vigencia de los derechos humanos en aquel campo de batalla y muestre mejor de qué manera el sinsentido de recurrir a la Corte para la defensa de los derechos humanos bajo el argumento de las armas, dio como resultado la derrota no sólo de los extraños demandantes, sino además de sus pretensiones, los derechos humanos. Sobre la puerta del Palacio campeaba la frase de Santander “Si las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”, pero los hechos de noviembre de 1985, los hechos que son tercos y no escuchan argumentos, demostraron que frente a la lógica de los tanques, los fusiles, la pólvora, el fuego y el humo... las leyes y los hombres que las aplican eran sólo combustible para la pira encendida en honor a la diosa guerra. No cesó el fuego de ese aciago noviembre, no ha cesado el fuego que cada día arrebata uno a uno muchos jueces y fiscales en el país, continuamos despidiendo con los ojos llenos de llanto a jueces y fiscales caídos bajo el fuego de las balas, con una justicia vestida de negro, más por el luto de sus muertos que por la solemnidad de su función. Continuamos como el doctor Alfonso Reyes Echandía hace veinte años, que cces es clamando “que esee eell fue fueggo” y el Presidente de ahora, como el de entonces, permanece embelesado con el canto de las balas que no le deja oír la voz de los jueces. Muchas preguntas sin respuesta nos dejó el Holocausto del Palacio de Justicia, muchos muertos ha puesto la Administración de Justicia en esta guerra y las armas no nos han dado la independencia ni las leyes nos han asegurado la libertad. Tenemos armas que no dan independencia y leyes proferidas a favor de la libertad de los culpables, leyes de indulto, amnistía o desmovilización, pero sin justicia ni reparación. ¿Cuándo cesarán las armas de batirse en inventadas guerras de independencia, para que por fin las leyes puedan asegurarnos la libertad?

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La imagen del Juez en el Estado Social de Derecho* Álvaro Vargas

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orriendo el año de 1950, el austriaco Ernest Gombrich, a la sazón un modesto profesor de Historia del Arte refugiado desde hacía algunos años en Inglaterra, acuñó desde su exilio una célebre frase llamada a inaugurar (dentro de una disciplina de tanta tradición académica como la suya) aquella era que —como escribiría JeanFrançoise Lyotard unos cuantos lustros después— pondría de moda, entre otras cosas, “la incredulidad con respecto a los metarrelatos” 1, característica, como se sabe, del talante propio de la posmodernidad. “No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”. Esto proclamó, en efecto (adelantándose alrededor de dos décadas a los posestructuralistas franceses cultivadores del método de la de(s)construcción), el ulteriormente famoso historiador del arte, en la primera línea de la * Ponencia presentada al XIV Simposio Nacional de Jueces y Fiscales, realizado en la ciudad de Medellín, Colombia, entre los días 1, 2 y 3 de Junio de 2005. 1. Cfr. LYOTARD, Jean-Françoise, “LA CONDICIÓN POSTMODERNA”, Ediciones Cátedra, S. A, Madrid, 1998, p. 10.

introducción a su —desde entonces— muy conocida y reeditada obra2. Parafraseando a Gombrich, en esta ponencia se sostiene, como punto de partida, que “no existe el Juez, sino los jueces”. En otras palabras, en oposición a la sugerencia implícita en el título elegido por los organizadores de este encuentro para enmarcar las presentes reflexiones, “no existe el Juez (en singular y con mayúscula inicial), sino los jueces” (en plural y con minúscula), es decir, una abigarrada muchedumbre de anónimos empleados del Estado (o “servidores públicos” como los llama la constitución colombiana de 1991), férreamente incrustados dentro una gigantesca estructura burocrática cuyos orígenes se remontan hasta la “nobleza de toga” instituida por los monarcas del Absolutismo, con la finalidad de hacer cumplir sus ordenanzas hasta en los más recónditos parajes de sus reinos. Naturalmente, si “no existe el Juez, sino los jueces”, no hay —ni puede haber—, salvo en el plano 2. Cfr. GOMBRICH, Ernest, “LA HISTORIA DEL ARTE”, Editorial DEBATE, S. A., Madrid, 1997, p. 15.

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BERBIQUÍ de la metáfora, algo así como “La imagen del Juez”, ni “en el Estado Social de Derecho”, ni en ninguna otra forma contemporánea de organización política, incluidas aquellas empecinadas en revivir, a deshora, las remotas teocracias de la antigüedad. Todo cuanto hay al respecto es, en verdad, una inaprensible gama de fugaces y volátiles imágenes de miríadas de “jueces”, en una aleatoria y vertiginosa sucesión que recuerda el evanescente mundo del caleidoscopio. Obsérvese, si no, cuán ajena a la sensibilidad propia de los tiempos que corren resulta la archiconocida referencia de las Partidas del Rey Alfonso X a los “jueces”: “Los judgadores que fazen sus oficios como deuen, deuen haver nome, con derecho de Juezes; que quier tanto decir como omes buenos, que son puestos para mandar, e fazer derecho”3. Para empezar, hoy ya no son sólo los hombres — sino también las mujeres— quienes tienen el encargo de “mandar, e fazer derecho”. Para proseguir, en una época en la cual ya no funciona (ni en materia de valores ni en nada), la otrora incuestionable asimilación medieval entre humanidad y cristiandad y caracterizada, entre otras curiosidades, por haber dado lugar, como diría Richard Rorty, a “un mundo sin substancias o esencias” y a “una ética sin obligaciones universales” 4, no es fácil saber —y, además, a casi nadie le interesa— qué es ser “bueno”, ni, mucho menos, quién lo es. Prueba de lo expuesto, es que el rótulo de “jueces” lo ostentan, indistintamente, tanto el óptimo como el pésimo ciudadano; el padre ejemplar y aquel sobre cuyo salario pesa un embargo por alimentos; el dipsómano y el abstemio; el que honra su palabra cumpliendo estrictamente sus compromisos

3. Véase la entrada “Partidas de Alfonso El Sabio”, redactada por la Doctora Amelia Lezcano de Podetti, en la ENCICLOPEDIA JURÍDICA OMEBA, Tomo XXI, Editorial Driskill S. A., Buenos Aires, 1982, p. 556. 4. Cfr. RORTY, Richard, “¿ESPERANZA O CONOCIMIENTO? Una introducción al pragmatismo”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1997, passim.

financieros y el que a cada santo le debe una vela; el recatado y el libertino; el creyente y el descreído y un largo etcétera en el cual es mejor prudentemente refugiarse, para precaver el riesgo de zaherir. Menos descarnada y más académicamente, lo anterior puede presentarse diciendo, con Gianni Vattimo, que “la magistratura es parte, ella también, de una sociedad recorrida por profundas divisiones ideológicas y culturales, caracterizada por un irreducible pluralismo cultural, que, por lo menos, hace explícito el carácter siempre contingente, histórica y culturalmente condicionado, tanto de las leyes como de las aplicaciones que los jueces hacen de ellas”5. Independientemente, empero, de cómo se plasme, al final, la conclusión es siempre una y la misma: los “jueces”, en su monocroma cotidianidad, son hombres y mujeres de carne y hueso, biológica y socio-culturalmente determinados, además de salpicados, en proporciones diversas, de encomiables virtudes e inocultables defectos. Planteadas así las cosas, la pregunta a formular es, entonces, la siguiente: ¿Cómo es posible —si acaso lo es—, que, a partir de los “jueces” (los del día a día, los tangibles, los concretos), surja —de tanto en tanto— el “Juez” (el arquetípico, el paradigmático, el ideal), o sea, aquel en el cual espontáneamente se piensa cuando, en los “juegos de lenguaje”6 propios del “mundo jurídico”,7 se utiliza la palabra “Juez”? Invertir algunos ocios en reflexionar en torno al interrogante arriba propuesto (desde una óptica 5. Cfr. VATTIMO, Gianni, “NIHILISMO Y EMANCIPACIÓN. Ética, política, derecho.” Editorial Paidós, Barcelona, Buenos Aires, Méjico, 2004, p. 167. 6. Para el autor de esta ponencia, la lección del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein relacionada con el tema de los “juegos de lenguaje” constituye una referencia insoslayable (cfr. “INVESTIGACIONES FILOSÓFICAS”, Editorial Crítica, S. A., Barcelona, 1998, p. 39). 7. Otro tanto puede decirse de la lección del filósofo norteamericano Nelson Goodman, en lo referente a la existencia, en lo social, no de uno, sino de múltiples “mundos” (cfr. “MANERAS DE HACER MUNDOS”, Editorial Visor, S. A., Madrid, 1990, passim).

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA pacientemente construida durante casi una treintena de años de ejercicio profesional), le ha permitido al autor de esta ponencia, a manera de espina dorsal de la misma, intentar una aproximación — meramente provisional y desde luego insatisfactoria— no, ciertamente, a la respuesta, pero sí a una respuesta: los “jueces” se transforman en el “Juez”, única y exclusivamente, en, por y para el proceso. Es decir, el “Juez” nace, vive y muere con y en el proceso. Expresado en otros términos, al tiempo que los “jueces” van construyendo los procesos o, más exactamente, los “casos” sometidos a su escrutinio (ora fijando los hechos jurídicamente relevantes, ora seleccionando los medios de prueba idóneos para demostrarlos y el derecho a ellos aplicable), desde el interior de los procesos, paralelamente con el “caso” (en respuesta, por ejemplo, a las demandas o incidentes propuestos por las partes), se va igualmente construyendo al “Juez” llamado a resolverlo. Construir el proceso y ser construido por él, en recíproca interacción dialéctica, agota, en síntesis, el breve periplo existencial del “Juez”, cuya obra final, la sentencia, tampoco suele extender sus efectos más allá del preciso contexto procesal dentro del cual se gesta. Es así, entonces, como —algunas veces— aquellos hombres y mujeres del común, “puestos para mandar, e fazer derecho”, van creciendo poco a poco, al unísono con el proceso, hasta acabar, en las postrimerías del mismo, trascendiendo por completo —sin siquiera darse cuenta de ello — su mera condición de “jueces”, para remontarse hasta las alturas del “Juez”, tal como lo intuyera certeramente Pietro Ellero, cuando, refiriéndose al “sagrado” y “terrible” —para él— ministerio penal, hacia mediados del siglo XX, escribió: “El hombre, este ser frágil, formado en la culpa y nutrido en el error, elévase, por la función que desempeña, sobre sus iguales; administra la justicia en la tierra: la justicia, que es de los cielos; juzga,

entrega, quita el honor, la libertad, la vida misma…”8. Parece “magia”? Ciertamente, lo parece. Y —de pronto— hasta lo es, si se examinan con atención, tras un breve rastreo etimológico, no tanto el sentido que denota, cuanto las ideas que connota la palabra “Juez”, la cual, en opinión de los expertos, “proviene de las voces latinas jus (Derecho) y dex, derivada esta última de la expresión vindex (vindicador). De ahí que juez equivalga a vindicador del Derecho. El juez es, por lo tanto, la persona que tiene a su cargo juzgar (judicare) expresión que a su vez se origina en las palabras latinas jus dicere o jus dare. En definitiva, el juez es quien dice o quien da el Derecho en las cuestiones que le son sometidas.”9 Naturalmente, antes que a los “omes buenos” de las Partidas del rey Alfonso, tanto la precedente cita de Pietro Ellero como la idea central en torno a la cual gravita esta ponencia, apuntan, directamente, hacia el “Juez” cuyos ecos resuenan todavía en la etimología del vocablo, en la medida en que, sólo trascendiéndose a sí mismos (como se cuenta que lo hacían las pitonisas de la gentilidad), les es dable a los “jueces” acceder a las alturas reservadas desde siempre al “Juez”, o sea, al “vindicador” o al “dador” del derecho. Cuando lo anterior no ocurre, es decir, cuando la humana condición los retiene a ras del piso (que es lo que sucede con más frecuencia), en lugar del “Juez”, los autores de las sentencias terminan siendo los “jueces”, esto es, aquellos hombres y mujeres inmersos y, en veces, hasta desgarrados —cuál más, cuál menos— en y por sus propias y contingentes circunstancias y entre los cuales no escasean, por supuesto, el anarquista, el derechista, el izquierdista, el sindicalista o el fundamentalista, para mencionar 8. Cfr. ELLERO, Pietro, “DE LA CERTIDUMBRE EN LOS JUICIOS CRIMINALES”, Cuarta Edición Española, Instituto Editorial Reus, Madrid, 1944, p. 15. 9. Véase la entrada “Juez”, redactada por el Doctor Manuel Osorio y Florit, en la ENCICLOPEDIA JURÍDICA OMEBA, Tomo XVII, Editorial Driskill S. A., Buenos Aires, 1982, p. 75.

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BERBIQUÍ apenas unos cuantos ejemplos de la que podría ser una lista interminable. Tornando, empero, a la Etimología, cabe destacar ahora cómo el “Juez”, por encima de cualquier otra cosa, es, según ella, un “mediador”, cuya razón de ser estriba en la realización de una actividad esencialmente transitiva o de transferencia, consistente, como ya se dijo, en “dar” o “entregar” el derecho. Por ello, la necesidad del “Juez mediador” parece haber sido experimentada por las primeras organizaciones humanas del estilo de las bandas, los clanes y las tribus10, con anterioridad, inclusive, a la del legislador, si se tiene en cuenta que (habituadas a producir ellas mismas —en un milenario proceso de paulatina decantación— su propio derecho), más que un “hacedor”, lo que realmente necesitaban dichas comunidades era un “dador” o, si se quiere —frente a los crímenes más intolerables—, un “vengador” de ese derecho ancestral engendrado en y desde su seno. No en vano, en el contexto de los distintos sistemas de creencias de inspiración monoteísta, uno de los títulos que en forma más recurrente se les otorga a las correspondientes divinidades es —por encima del de Legislador— el de “Juez Supremo”. Matizando un poco lo anterior, debe aclararse, sin embargo, que la transitividad inherente a la actividad consistente en “dar” o “entregar” el derecho, que es la que realiza el “Juez”, antes que en un plano tangible o material, se despliega en un ámbito estrictamente verbal, pues —como ya ha habido oportunidad de recordarlo con ocasión de esta obligada referencia a la Etimología—, la expresión “juzgar”, en cuanto derivada del vocablo latino “judicare” (resultante, a su vez, de la unión del prefijo “jus” con los sufijos “dare” o “dicere”), equivale tanto a “dar” como a “decir” el derecho, esto es, a “entregarlo a través del lenguaje”.

10. Cfr. MELOTTI, Umberto, “EL HOMBRE ENTRE LA NATURALEZA Y LA HISTORIA”, Ediciones Península, Barcelona, 1981, pp. 212 y ss.

A diferencia, no obstante, de los lenguajes utilizados tanto por los legisladores como por los doctrinantes (que son, en su orden, prescriptivo y descriptivo), el del “Juez”, en cambio, es un lenguaje —para decirlo con John Austin 11— claramente “performativo” o “realizativo”, o sea, un “lenguaje que hace cosas”, pero cosas que, como el “Juez” mismo, sólo llegan a existir en y por el proceso. Piénsese, por ejemplo, en abstracciones tales como las de “acreedor”, “deudor”, “dueño”, “poseedor”, “delito” o “delincuente”, cuya eventual conversión en realidades concretas, vale decir, su advenimiento a la existencia, depende de la declaración o “dicho” (“dictum”) que al respecto se haga o se plasme en la sentencia. Cerrando, entonces, este dilatado —pero necesario— paréntesis etimológico, puede señalarse, a modo de conclusión, que aquella “mediación” de la cual deriva el “Juez” su razón de ser, antes que en “dar” o en “entregar” —materialmente— el derecho, consiste en “declararlo” o “decirlo”, esto es, en lo a ttrravés de nguaj “ee nt ntrre g ar arlo dell le lenguaj nguajee ”, a quienes tienen necesidad de él. Debido, precisamente, a lo anterior, es decir, por hallarse conectada en el imaginario colectivo, desde el confín de los tiempos, a la mítica imagen del “dador” o el “vengador” del derecho, la figura del “Juez” ha estado generalmente rodeada de un cierto halo de poder, derivado (a semejanza de lo que ocurría con los antiguos brujos, sacerdotes o chamanes) del hecho de poseer o tener acceso — como aquéllos— a un saber recóndito, esotérico o arcano, reservado a unos cuantos y selectos practicantes de un solemne e inextricable culto, del cual se hallaba obviamente excluida la generalidad de los mortales. En el caso del “Juez”, tal como ha sido la regla al interior de los distintos entes o instituciones sociales, “saber” y “poder” (para decirlo al mejor estilo de

11. Cfr. AUSTIN, John, “CÓMO HACER COSAS CON PALABRAS”, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Barcelona, 1990, p. 47.

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Michel Foucault12) también han conformado, por lo menos hasta la consolidación de la mentalidad propia de la modernidad, un sólido e inescindible binomio. 12 Cfr. FOUCAULT, Michel, “LA VERDAD Y LAS FORMAS JURÍDICAS”, Editorial Gedisa, Barcelona, 1980, passim.

Retomando el cauce discursivo, según se infiere de las dos o tres ideas capitales hasta aquí expuestas, la situación —en lo que tiene que ver con el tema general de esta ponencia— no puede ser, en resumen, más dramática: el “Juez” no existe; nace —si así le place al Hado— en, por y para el proceso, extinguiéndose simultáneamente con él.

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BERBIQUÍ En su lugar, existen, en cambio, los “jueces”, millares —ya no de “omes buenos»— sino de hombres y mujeres comunes y corrientes (unas veces buenos y otras veces no tan buenos), dotados de un “poder” cuya fuente ya no la constituye aquel reverenciado “saber” otrora asociado a la figura del “Juez”, sino —según funcionan hoy las cosas— el hecho de haber sido ungidos por el Estado, en su condición de servidores públicos, de la prerrogativa de “mandar, e fazer derecho”. Justamente por lo anterior, controlar ese “poder” —confinándolo, de alguna manera, dentro de ciertos límites que lo tornen cada vez más predecible— ha constituido, tanto para los ilustrados como para sus herederos, durante los dos últimos siglos de pensamiento jurídico, un motivo de permanente preocupación, no sólo jurídica sino política, que ha dado lugar a la elaboración de múltiples propuestas de diversa índole, enderezadas no solamente a neutralizar, en lo posible, la elevada dosis de “discrecionalidad” (o, más escuetamente, “arbitrariedad”) connatural al quehacer judicial, sino, también, a estructurar un discurso apto para legitimar el ejercicio de un “poder” tan difuso como letal. Todo lo precedente, agravado, claro está, por la cotidiana constatación de que la sentencia hacia cuya construcción apunta el proceso, en lugar del “Juez”, tienda a ser proferida, cada vez más (con todo lo que ello implica), por los “jueces”. Aunque el cometido central de esta ponencia no es propiamente el de inventariar los resultados de la prealudida e infructuosa búsqueda (algunos de cuyos hitos más importantes ya han sido, incluso, examinados por este servidor en otro lugar13), no puede dejar de resaltarse que —más que de la modernidad— el afán de asegurarse de que el “Juez” no se convierta de simple “mediador” en “hacedor” del derecho, proviene directamente de los ilustrados

y de su exacerbado culto por la ley, en cuanto excelso fruto de la razón y de la voluntad colectivas. Expresándolo en los mismos términos utilizados por el autor en el escrito referido en la precedente nota al pie de la página, “el argumento con apoyo en el cual pudo la ilustración elaborar su plataforma ideológica es de una simpleza tal que explica, por sí sola, la razón por la cual, al cabo de dos siglos y medio de vigencia, aún sigue conquistando el favor de los juristas: de veras, si la ley no es otra cosa que la voluntad del pueblo orientada hacia la realización del bien común, ninguna duda puede haber en torno a la justicia de su contenido, pues no es posible que el pueblo, legislando para sí mismo, se equivoque o se haga objeto de un tratamiento deliberadamente injusto; así las cosas, nadie distinto del pueblo puede legítimamente expedir, derogar o interpretar la ley”.14 Lo anterior no podía ser de otra manera, porque, como es apenas obvio, enfrente de una ley dotada de semejantes atributos, nada distinto de aplicarla podía serle permitido al “Juez” y —por ende— a los “jueces”, quienes debían limitarse, en consecuencia (de acuerdo con la conocida frase atribuida al Barón de Montesquieu), a ser la boca inanimada que pronuncia las palabras de la ley. Es más, “tornando a la plataforma ideológica de la ilustración”, como también se dice en el documento recién citado, “es claro que, como lógico corolario de la misma, el inestimable texto de la ley, en cuanto instancia simultáneamente productora —según Rousseau— de libertad y de justicia, debe ser depositado cuanto antes (y para siempre) en un incontaminado recipiente denominado Código, destinado a recoger en su interior, gracias al lúcido espíritu previsor de un omnisciente legislador, todas las soluciones necesarias para resolver, en el futuro, hasta las más inimaginables controversias jurídicas.”15

13. Cfr. VARGAS, Álvaro, “El estudio del Derecho en el mundo de hoy”, en VARGAS Álvaro y MAYA MEJÍA, José María, “LECCIÓN INAUGURAL”, Serie Editorial CES, Colección “Cuadernos de Derecho”, Número Uno, Medellín, 2005, pp. 24 y ss.

14. Cfr. Ídem e ibídem, pp. 28-29. 15 Cfr. Ídem e ibídem, pp. 30-31.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA Lógicamente, al impulso de aquella especie de movimiento pendular al cual suelen dar lugar las posturas extremas, la concepción del “juez boca de la ley” (o, si se prefiere, “muñeco de ventrílocuo”) dio lugar, corriendo el tiempo, a su contraria, es decir, a la del “juez que todo lo sabe y todo lo puede”, sin que, a medio camino entre ambas, hubieran escaseado propuestas de todas las clases, incluyendo las de algunos juristas prácticos que, ante la imposibilidad de establecer reglas fijas en una materia de suyo tan problemática, optaron, más bien, por redefinir por completo las tareas de la Ciencia Jurídica. Por su tesitura a la vez lúdica y de(s)constructiva, especial atención merece, entre las aludidas propuestas, la del renombrado juez norteamericano Oliver Wendel Holmes, que, en cita de Félix Cohen, reza:

políticamente el quehacer judicial, a lo expuesto se limitarán, entonces, las referencias que se ha considerado pertinente verificar sobre el asunto, lo cual no obsta, sin embargo, para que, antes de proseguir, se proceda a dar cuenta, bajo la guía siempre lúcida de Luigi Ferrajoli, no solamente del estado actual del problema, sino, también, de algunas de las más socorridas soluciones:

No siendo, empero, del caso —como atrás se dijo— historiar en esta ponencia las vicisitudes anejas a los diferentes intentos encaminados tanto a controlar jurídicamente como a legitimar

(...) la legitimidad de la función judicial, que reside en los vínculos que le impone la ley en garantía de su carácter cognoscitivo y para tutela de los derechos de los ciudadanos, es siempre parcial e imperfecta. Sabemos, en efecto, que tal función, incluso en el mejor de los sistemas, no es solamente cognoscitiva sino también, en alguna medida, potestativa, a causa de la discrecionalidad que siempre interviene en la interpretación de la ley, en la valoración de las pruebas, en la connotación del hecho y en la determinación de la medida de la pena. El juez, en suma...no es bouche de la loi, ni siquiera en su modelo teórico e ideal; y lo es aún menos en su trabajo práctico, puesto que la ley le confiere espacios más o menos amplios de poder de disposición...La carencia de legitimación legal que aqueja al juicio como consecuencia de los espacios de discrecionalidad potestativa no es suplible mediante otras fuentes de legitimación. En particular, se ha dicho, no lo es mediante una legitimación de tipo ‘democrático’ o de mayoría, como la que obtendría con un control gubernativo o parlamentario sobre las funciones judiciales y sobre las de la acusación, o con el carácter electivo de los jueces y/o acusadores, o acaso con formas de jurisdicción democrática directa o asamblearia...De ello se sigue que la carencia de legitimación legal o racional —en una palabra ‘garantista’— del poder judicial, en tanto que inevitable, es también irremediable, al no ser pertinentes otras formas de legitimación, que incluso chocan con la naturaleza misma de la jurisdicción. Y la actividad jurisdiccional, en la medida en que no es garantista en el sentido que se ha venido indicando, resulta políticamente ilegítima y se configura como un residuo de absolutismo. Para la carencia de este tipo de legitimación no caben formas de integración, pudiendo concebirse a lo sumo algunos correctivos, como la referencia a los valores constitucionales, de los principios de libertad al de la tutela de los sujetos más débiles; el principio del favor rei y su corolario in dubio pro reo; la exposición de todas las actividades jurisdiccionales al control público a través de la máxima publicidad y el constante ejercicio, en sede científica y política, de la crítica a las desviaciones judiciales.17

16. Cfr. COHEN, Félix S., “EL MÉTODO FUNCIONAL EN EL DERECHO”, Editorial Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1962, pp. 92-93.

17. Cfr. FERRAJOLI, Luigi, “DERECHO Y RAZÓN”, Editorial Trotta S. A., Madrid, 1995, p. 547.

Si queréis conocer el Derecho y nada más, mirad el problema con los ojos del mal hombre, a quien sólo le importan las consecuencias materiales que gracias a ese conocimiento puede predecir; no con los del buen hombre que encuentra razones para su conducta —dentro o fuera del Derecho— en los mandamientos de su conciencia...Tomad por ejemplo, la pregunta fundamental. ¿Qué es el Derecho? Encontraréis que ciertos autores os dirán que es algo distinto de lo que deciden los tribunales de Massachusetts o de Inglaterra, que es un sistema de la razón, que es deducción a partir de principios de ética o axiomas universalmente aceptados, o cosa parecida, que puede o no coincidir con las sentencias judiciales. Pero si aceptamos el punto de vista de nuestro amigo el mal hombre, veremos que a éste le importan un bledo los axiomas o deducciones, pero que en cambio le interesa saber qué es lo que en efecto han de resolver probablemente los tribunales de Massachusetts o de Inglaterra. Yo opino de manera bastante parecida. Yo entiendo por ‘Derecho’ las profecías acerca de lo que los tribunales harán en concreto; nada más ni nada menos.16

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BERBIQUÍ Como es notorio, entre las múltiples ideas a resaltar en la precedente cita del agudo Profesor italiano, hay una que coincide plenamente con el núcleo argumental desarrollado, a espacio, en las páginas iniciales de este escrito: el inminente, amén de inevitable e incontrolable, peligro de arbitrariedad (y, por ende, de ilegitimidad) que amenaza por doquier la actividad —en teoría meramente mediadora pero en la práctica enteramente creadora de derecho— cotidianamente realizada por el llamado, no sin razón, “poder judicial”. Con todo, es claro que apenas hasta ahí llegan las coincidencias (lo cual para nada perturba, como es obvio, a Ferrajoli), pues, para el reputado jurista Florentino, insigne vástago de aquella honrosa saga de pensadores ilustrados inaugurada en su patria por El Marqués de Beccaria, la solución al problema planteado estriba en la progresiva aplicación de un riguroso y complejo modelo teórico por él mismo bautizado con el atractivo nombre de “garantismo”, el cual, además de parecerse demasiado (por causa de sus profesorales pretensiones de exhaustividad) a aquellos grandes sistemas (o “relatos”) filosóficos pacientemente construidos en el clímax de la modernidad por el idealismo alemán, exige una adhesión incondicional a abstracciones responsables, entre otras calamidades, de sangrientos genocidios, como lo son aquellas que se nombran con las palabras “racionalidad” y “verdad”, respecto de la segunda de las cuales ha escrito Richard Rorty (para citar apenas un ejemplo) una página tan aleccionadora como ésta: El problema de proponerse alcanzar la verdad reside en que no se sabría cuándo se la ha alcanzado, aun cuando de hecho hubiera sido alcanzada. Pero podemos proponernos tener más justificación, calmar el mar de dudas. De manera análoga, no es posible proponerse “hacer lo que es correcto”,

18. Cfr. Ob. Cit., p. 92. 19. Refrendan la importancia de este tema en la discusión actual, estudios monográficos como el de la Profesora Marisa Iglesias Vila, intitulado “EL PROBLEMA DE LA DISCRECIÓN JUDICIAL” (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999).

porque nunca se sabrá si se ha dado en el blanco. Mucho después de que hayamos muerto, personas mejor informadas y más sofisticadas pueden pensar que nuestra acción ha sido un trágico error, como pueden pensar que nuestras creencias científicas pertenecieron a una cosmología obsoleta. Pero es dable proponerse tener una mayor sensibilidad ante el dolor y satisfacer necesidades mucho más variadas.18

Para el autor de esta ponencia (cada vez menos entusiasta del ideario de la ilustración de lo que él mismo quisiera), el problema de la “discrecionalidad” (o “arbitrariedad”) judicial 19 es, en cambio, imposible de solucionar, mientras persista —de cara a la declaración o dicción del derecho— la necesidad de utilizar un “mediador”, cualesquiera sean el nombre con el cual se le designe y las reglas de actuación que, desde los distintos discursos académicos, se le pretenda fijar. Lo anterior, porque al sinnúmero de interrogantes que desnuda —como habrá podido verse— cualquier intento serio de aproximación crítica a la figura del “Juez” en cuanto “mediador”, es necesario agregar la perplejidad que genera la pregunta por las reales condiciones de posibilidad del acto mismo de “mediar”. Antes que en el “mediador”, el verdadero problema radica, pues, en la viabilidad de la propia “mediación”, pero esa ya es otra historia un poco más extensa y compleja de contar. En cuanto a la del “Juez”, que es la que aquí se ha venido relatando, llegada es la hora de aclarar (aun cuando hacerlo pueda parecer innecesario), que todo cuanto se ha dicho respecto de él en esta no eexx ist uez ponencia (en el sentido de que “no istee eell JJuez uez,, sino los juec es jueces es” y de que los “jueces” se transforman en el “Juez”, única y exclusivamente, en, por y para el proceso, a causa de lo cual el “Juez” nace, vive y muere con y en el proceso) constituye simplemente una metáfora. Ello, por supuesto, nada tiene de anómalo o de extraño, en la medida en que cualquier aserto hecho desde el lenguaje es metafórico por naturaleza. Es

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA más, en cuanto sucedáneo o sustituto de las cosas, el lenguaje todo es, en sí mismo, una gigantesca metáfora. Lo importante, entonces, no es que se haya utilizado una metáfora (pues ellas valen en cualquier relato), ni que la metáfora sea verdadera (pues ninguna lo es), ni que sea feliz o afortunada (pues muy pocas lo son), sino que dicha metáfora haya sido funcional, en cuanto útil o adecuada para la obtención de un determinado propósito. En este caso, por ejemplo, el propósito —aunque modesto como conviene a las posibilidades del autor de esta ponencia— ha sido doble: por un lado, contribuir a despejar, siquiera un poco, las densas brumas que el discurso jurídico construido a partir de la segunda mitad del siglo XX ha ido acumulando en torno a la figura y a la actividad del “Juez”, a quien

no ha faltado incluso quien haya osado cambiarle su majestuoso nombre por el —toscamente prosaico— de “operador jurídico”. Por el otro, clamar porque (independientemente de que lo hagan desde las reglas o desde los principios, mediante el método de la subsunción o el de la ponderación, buceando en las profundidades de la constitución o penetrando en la zona de penumbra de la ley) los jueces, con o sin mayúscula inicial, se construyan como tales dentro de cada proceso, declarando o diciendo, al término del mismo, con la más absoluta imparcialidad, aquel derecho que, según su prudente criterio, reclama cada caso. Nada más puede, en efecto, esperarse de los “jueces” en el Estado Social de Derecho. Pero tampoco nada menos.

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¿Existe discrecionalidad en la decisión judicial? O de cómo en la actual teoría del derecho (casi) nada es lo que parece y (casi) nadie está donde dice1 Juan Antonio García Amado

¿Q

ué significa aquí discrecionalidad? Con este término aludimos a la libertad de que el juez disfruta a la hora de dar contenido a su decisión de casos sin vulnerar el Derecho. Por tanto, cuando afirmamos que tal discrecionalidad existe en algún grado, queremos decir que el propio Derecho le deja al juez márgenes para que éste elija entre distintas soluciones o entre diferentes alcances de una solución del caso. Así pues, si hay discrecionalidad significa que al juez las soluciones de los asuntos que decide no le vienen dadas y predeterminadas enteramente, al cien por cien, por el sistema jurídico, sino que éste, en medida mayor o menor, le deja espacios para que escoja entre alternativas diversas, pero compatibles todas ellas con el sistema jurídico. Tal cesión de espacios decisorios al juez, semejante campo para su decisión

discrecional, puede deberse a dos causas: o bien a que las mismas normas hayan querido expresamente remitir al juez la fijación de la pauta decisoria, caso por caso, como cuando son esas mismas normas las que dicen que en un determinado asunto el juez fallará discrecionalmente, decidirá en equidad, etc.; o bien a que las normas jurídicas, prácticamente todas, están hechas de un material lingüístico que es por definición poroso, abierto, indeterminado en alguna medida, por lo que siempre pueden aparecer casos cuya solución resulte dudosa o equívoca a la luz de dichas normas, debiendo el juez concretarlas y completarlas por vía de interpretación o integración. En lo que sigue atenderemos principalmente a esta última causa posible de discrecionalidad judicial.

1. El presente texto es la versión escrita, a posteriori, de la conferencia que impartí el 1 de junio de 2005 en Medellín, con ocasión del XIV Simposio Nacional de Jueces y Fiscales y por invitación del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia. He cambiado el título para hacerlo más ajustado al contenido real de la exposición. Conservo en este escrito el tono y buena parte del estilo de conferencia, por lo que prescindo de acompañarlo de notas y de cualquier aparato erudito y, con ello, de una parte del rigor que de un trabajo escrito se espera. A cambio, confío en que se mantenga una cierta frescura y un tono levemente provocativo. Sea como sea el estilo, no afirmo aquí nada

de lo que no esté plenamente convencido, aunque también sé que todo puede decirse de otra manera. Dejo para próxima ocasión el trabajo de fundamentar con mayor profundidad y extensión cada una de las afirmaciones polémicas que aquí puedan contenerse y especialmente aquellas de las que más puedan discrepar mis amables lectores. Por último, agradezco a la Dirección del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia su deferencia al invitarme y su exquisito trato en todo momento, hasta hoy mismo.

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Durante mucho tiempo, como veremos, se admitía con dificultad que el juez pudiera disponer de campo para sus discrecionales opciones, aun dentro de los márgenes que la ley deje abiertos por razón de su materia prima, el lenguaje. Y hoy algunas influyentes teorías del Derecho vuelven al rechazo de la discrecionalidad. Pero, entretanto, ha ido quedando claro que la libertad que los jueces pueden usar en su labor tiene dos manifestaciones, una positiva y admisible, la otra negativa y rechazable. La primera recibe el nombre de discrecionalidad y, repetimos, alude a aquella medida de libertad decisoria del juez que resulta inevitable e ineliminable de su cometido, por causa de los caracteres mismos que posee la materia prima de las normas, el lenguaje ordinario. La segunda, que se debe combatir, se denomina arbitrariedad. Una decisión judicial es arbitraria cuando el juez decide libremente, sí, pero concurriendo todas o alguna(s) de las siguientes notas: a) Vulnera las pautas decisorias que el sistema jurídico le fija para el caso, en lo que dichas pautas tengan de claras y terminantes. Conviene aquí hacer una muy elemental aclaración. Que ninguna norma general y abstracta sea capaz de determinar al cien por cien la solución de todos los casos que prima facie se le puedan someter, que respecto de cualquier norma pueda haber casos dudosos cuya solución no es clara y para los que quepan, con igual respeto

de las normas, soluciones diversas entre las que el juez tenga que optar, no significa que a veces no haya casos claros y soluciones precisas. Son los llamados casos fáciles. Pongamos un ejemplo bien simple. Si una norma tipifica como delito el robo que se realice valiéndose de armas, cabría discutir si un palo o un puñal de juguete con apariencia real son o no son armas a tales efectos, con lo que respecto de esos casos puede pensarse que el juez puede elegir entre el sí y el no, en función de cómo interprete el término “arma” que en la norma figura; ahora bien, nadie en su sano juicio dudaría de que si el ladrón se vale de un fusil perfectamente real, cargado y montado para disparar, el robo acontece mediante el uso de un arma, pues no cabe razonablemente, en modo alguno, negarle a dicho fusil tal condición. Así que el juez que dijera que ese fusil no es un arma estaría incurriendo en arbitrariedad, pues nada hay más arbitrario que la negación de la perfecta evidencia. b) Se demuestra que lo que guía la elección del juez son móviles incompatibles con el sistema jurídico que aplica y con su función dentro de él, como interés personal, afán de medro, propósito de notoriedad, precio, miedo, prejuicios sociales o ideológicos, etc. c) Cuando el juez no da razón ninguna de su fallo o cuando su motivación del mismo contienen razones puramente inadmisibles, ya sean por absurdas, antijurídicas o incompatibles con los requerimientos funcionales del sistema jurídico. Un juez que, por ejemplo, fundamentara expresamente su fallo en cosas tales como una revelación divina, los contenidos de una determinada religión, los postulados de un determinado partido político, sus gustos particulares o su personal sentido de la justicia estaría incurriendo en arbitrariedad en este sentido, tanto o más que el que se abstiene de motivar su fallo. Después de estas mínimas precisiones conceptuales, puede quedarnos claro que la discrecionalidad judicial no necesariamente es mala (aunque hay doctrinas, como vamos a ver, que tratan de evitarla por completo), y muchos creemos,

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BERBIQUÍ en todo caso, que es inevitable. Por contra, la arbitrariedad ha de perseguirse siempre, es el antivalor judicial por excelencia. Sentado esto, podemos ya realizar un pequeño repaso histórico y comprobar qué doctrinas han negado y niegan la discrecionalidad judicial y cuáles la han presentado como inevitable o, incluso, positiva. 1. Doctrinas negadoras de la existencia de discrecionalidad judicial Las doctrinas que combaten la discrecionalidad judicial lo hacen por dos razones entrelazadas: por un lado, por la convicción de que la discrecionalidad judicial no es conveniente; por otro lado, por la creencia de que la discrecionalidad judicial es evitable, y lo es porque el sistema jurídico posee caracteres o propiedades que lo ponen en condiciones de proporcionarle al juez la solución única y precisa de cada caso, sin que las valoraciones o elecciones de éste sean, por tanto, necesarias para colmar las indeterminaciones o equivocidades de dicho sistema, pues no habría tales. 1.1. El formalismo ingenuo del siglo XIX: Escuela de la Exégesis y Jurisprudencia de Conceptos Esa negación de la discrecionalidad judicial aconteció en la doctrina dominante durante prácticamente todo el siglo XIX, de la mano principalmente de la Escuela de la Exégesis, en Francia, y de la Jurisprudencia de Conceptos, en Alemania. Estas dos escuelas tenían en común su carácter ingenuamente formalista en materia de decisión judicial. Sostenían ambas que la decisión del juez tenía un carácter puramente formal, ya que consistía en un simple silogismo a partir de premisas que al juez le venían perfectamente dadas y acabadas. La premisa mayor o normativa se la proporcionaba al juez con plena claridad y coherencia el sistema jurídico, de modo que el juez no tenía ni que inventarla ni que completarla ni que interpretarla.

Subyacía a semejante confianza la convicción de que el sistema jurídico posee tres caracteres que hacen su perfección en tanto que fuente plena de las decisiones judiciales: a) el sistema jurídico es completo, de manera que no hay lagunas y, por tanto, nunca va a tener el juez que “inventar” para un caso la solución que ninguna norma preestablecida contempla; b) el sistema jurídico es coherente, y, por tanto, no hay en él antinomias, con lo que nunca va a suceder que un juez se tope con que para el caso que le toca resolver se contienen en el ordenamiento vigente normas que prescriben soluciones contradictorias entre sí; y c) el sistema jurídico es claro, de manera que las soluciones que para cada caso prescribe están dadas con nitidez suficiente como para hacer su interpretación o bien innecesaria o bien muy sencilla. En resumen, para cada caso que el juez tenga que fallar el sistema jurídico proporciona siempre una solución, sólo una y perfectamente clara y precisa. En cuanto a la premisa menor del silogismo judicial, estaría constituida por los hechos del caso, y también éstos se le ofrecen al juez con total independencia de cualquier juicio suyo. Los hechos están ahí y su prueba es un proceso objetivo en el que no queda margen para la evaluación personal del juzgador; las cosas son o no son, y son o no con independencia de las opiniones del juez. El juez, por tanto, juzga de los hechos que son, no de los que a él le parecen o de cómo a él le parecen. Otra forma de explicar lo anterior es mediante la teoría de la subsunción, en su versión decimonónica. Las mencionadas escuelas sostenían que la aplicación del Derecho, la solución de los casos por el juez, es mera subsunción de los hechos bajo la norma que los abarca y los resuelve, y esa subsunción es una labor poco menos que puramente mecánica. Con una imagen gráfica podemos ilustrar bien qué representaba esa idea de la decisión judicial como mera subsunción. Supongamos que cada norma jurídica es como un molde, y que cada uno de esos moldes tiene una forma distinta y perfectamente perfilada. Cuando un juez tropieza

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA con el asunto que tiene que decidir, toma ese asunto, cual si fuera un objeto material con una forma determinada y peculiar, y se pone a buscar para él, para ese objeto, el molde que exactamente se le acomoda. Partimos de que para cada caso (objeto) habría siempre un molde en el sistema jurídico (pues el sistema, como hemos dicho, es completo, no tiene lagunas), sólo uno, nunca encajará bajo dos moldes distintos (pues el sistema no posee antinomias) y el encaje bajo ese molde que a cada caso corresponde será siempre exacto, sin vanos ni márgenes, pues el sistema es claro. Así que el juez acabará siempre encontrando el molde normativo en que el objeto de su decisión, el caso, encajará perfectamente. Y su fallo derivará con la evidencia y el automatismo de la siguiente imagen, que completa el cuadro: una vez hallado el molde en que el caso encaja, el juez lo toma y ve en él, en el molde, la solución prevista. Es como si lo levantara y por debajo leyera: “para el caso C (el que acaba de “subsumir” o encajar en ese molde) la solución es S”, y eso que dentro o debajo del molde está escrito es lo que el juez traslada a su fallo del caso. Sin más y, sobre todo, sin que nada tenga que añadir o poner de su parte, pues el juez no es sino el operario que mete el caso en su molde y copia la solución que en éste encuentra, sin cambiarla, sin complementarla con nada, sin que acontezca ninguna valoración de su cosecha y, con ello, sin que tenga margen ninguno para que sus preferencias personales o sus convicciones determinen en nada el contenido del fallo. Ahí no queda el más mínimo resquicio para la discrecionalidad judicial, pues, en síntesis, cada caso tiene prediseñada en el sistema jurídico una, y sólo una, solución correcta (un molde perfecto), y esa única solución correcta el juez se limita a averiguarla, a descubrirla, pues está ahí, en el sistema, antecediendo a todo juicio o acción del juez, esperando ser hallada y aplicada. El juez no manipula ni recrea el molde ni el caso, sólo introduce el segundo en el primero y lee la solución. Escuela de la Exégesis y Jurisprudencia de Conceptos comparten lo que acabamos de decir,

pero mantienen también diferencias que se explican por el contexto histórico de cada una. La Escuela de la Exégesis se desarrolla en Francia a partir de la entrada en vigor, en 1804, del Código de Napoleón, el Código Civil francés. Téngase en cuenta que en esos tiempos iniciales del movimiento codificador en Europa regía la fortísima convicción de que los códigos civiles eran una obra perfecta de la razón jurídica, razón cristalizada en el llamado mito del

legislador racional. El legislador, encarnación de la nación de una manera o de otra, por definición no yerra ni en los contenidos ni en la forma de las normas que produce. Cuando esas normas se aglutinan y sistematizan en un Código, éste es expresión suprema de la razón social y jurídica y fuente autosuficiente de toda juridicidad y toda decisión. Así que el juez tendrá que decidir cada caso subsumiendo sus perfiles bajo el molde de la correspondiente norma del Código. Añádase a esto que la doctrina francesa de tal época desconfiaba grandemente de los jueces, tenidos por reaccionarios y cómplices o nostálgicos del antiguo régimen estamental. Por eso en algunas de las primeras codificaciones (aunque no en la francesa, en la que no pasó de algún anteproyecto) se llegaron a contener prohibiciones expresas de que el juez interpretara las normas contenidas en el respectivo Código. ¿Para qué interpretar si todo está claro y es perfecto? La interpretación de la ley era vista con desconfianza suma, como vía fácilmente

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BERBIQUÍ aprovechable por el juez para introducir sus propias valoraciones en perjuicio de las del legislador y con daño para la norma. Toda discrecionalidad judicial, en consecuencia, era rechazada como equivalente a pura y simple arbitrariedad. Con el Código basta y sobra, en él están, y están perfectos, todos los moldes necesarios para subsumir los casos, ni hace falta cambiar ninguno ni repararlo, ni añadir otros. En Alemania las cosas eran distintas. Es bien sabido que en los territorios alemanes durante todo el siglo XIX el sistema de fuentes del Derecho era un totum revolutum, sin orden claro ni jerarquía precisa, integrado por elementos del Derecho romano de Pandectas, pasado por el tamiz de la doctrina romanista, de derecho histórico germánico, de derecho consuetudinario, etc. Y, si el derecho positivo era tan caótico, contradictorio y lagunoso, ¿bajo qué subsumían?, ¿dónde encontraban los moldes? En los conceptos, y de ahí el nombre de esta escuela. Se consideraba que el sistema jurídico estaba, en su fondo o esencia, integrado no por normas positivas, legisladas (éstas eran sólo la parte superficial del sistema, inexacta o meramente aproximativa), sino por ciertas esencias o categorías cuya naturaleza no es ni empírica ni psíquica ni social, sino ideal. Los componentes reales y supremos del sistema jurídico, bajo los que el juez puede y debe subsumir cada caso que le llegue, son esas ideas objetivas, esos conceptos, esas esencias o categorías que prefiguran y encierran en sí la regulación detallada de cada institución de las que componen el Derecho. Veámoslo con un ejemplo. Si el juez tiene que resolver algún asunto de Derecho matrimonial, haya ley positiva al respecto o no la haya, sea clara u oscura, no importa gran cosa, pues adonde tiene ese juez que acudir para buscar las soluciones es a la idea de matrimonio, idea que subsiste al margen de los lugares y de la historia y en la que se encierra todo lo que el juez necesita saber para resolver sobre si el matrimonio es válido, sobre cualquiera de sus efectos, etc. Y lo mismo que ejemplificamos con el matrimonio vale para cualquier otra institución,

ya sea, por seguir con más ejemplos, la propiedad, el testamento, un contrato, etc., etc. El sistema jurídico forma una pirámide de conceptos o esencias jurídicas, en cuya cúspide está el concepto más general y abarcador, el de autonomía de la voluntad, y, en los sucesivos peldaños descendentes, conceptos menos generales, cada uno de los cuales es desarrollo o plasmación, para un ámbito más concreto, del concepto superior y, al tiempo, “padre” o condicionante de los conceptos inmediatamente inferiores. Por eso el primer Jhering explicaba tal sistema con la imagen de un árbol genealógico de conceptos. Con una cierta simplificación o caricatura podemos representar esa escala así: la autonomía de la voluntad, en la cúspide, se desarrolla en o engendra el negocio jurídico, que, a su vez, se desarrolla en o engendra el contrato (y el testamento, hermano del contrato), el cual, a su vez, se desarrolla en o engendra en los diversos contratos (compraventa, arrendamiento, depósito, etc., etc.). Así que el juez sólo tienen que ver bajo cuál de tales categorías o esencias se subsume el caso que tiene entre manos y le bastará con aplicarle las prescripciones que en esa familia de moldes, del más amplio al más exactamente ceñido a su perfil, se contienen para él: si encaja bajo la compraventa, le aplicará lo específico de la compraventa, como idea, unido a lo general de todos los contratos, unido, en un peldaño más alto, a lo común para todos los

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA negocios jurídicos y regido todo por el principio supremo, padre primigenio de todo el Derecho privado, de autonomía de la voluntad. Ese sistema jurídico formado por esencias de lo jurídico es perfecto. El derecho positivo puede tener defectos. El verdadero Derecho, que es ese derecho integrado por formas ideales, es perfecto. Bajo su amparo, está de más toda discrecionalidad judicial. En resumen, según estas dos doctrinas hay para cada caso una única solución correcta, que está presente en el Derecho mismo y que el juez puede y debe encontrar en él. La diferencia es que los franceses idealizaban el derecho positivo, su Código, mientras que los alemanes positivaban por vía doctrinal un derecho ideal, es decir, un derecho compuesto por esencias, no por mandatos de ningún legislador. Pero unos y otros recelaban de los jueces, rechazaban toda discrecionalidad de los mismos y los veían como puros aplicadores objetivos de reglas que encuentran y en las que de ninguna manera influyen. Resumamos esta ideología dominante en el pensamiento jurídico del XIX: a) El sistema jurídico es perfecto, en cuanto que contiene en sí (ya sea bajo la forma de artículos de un Código —Francia— ya de esencias prepositivas, ideales —Alemania—) siempre una única solución correcta para cada caso que el juez haya de decidir. b) La actividad decisoria del juez se explica como pura subsunción del caso bajo la correspondiente regla del sistema, por lo que su actividad reiviste un carácter cuasimecánico. c) El razonamiento en que esa actividad desemboca tiene la estructura de un silogismo simple, del que la premisa mayor es dicha regla y la premisa menor los hechos, sin que estén presentes en él ulteriores premisas o presupuestos de ningún tipo, por lo que sólo de esas dos premisas y de ninguna más se deriva, con necesidad lógica, el fallo a modo de conclusión. d) La esencia de la labor judicial es cognoscitiva. Esto significa que en realidad el juez no es propiamente alguien que decide, sino que

meramente conoce lo que para un caso dispone como solución necesaria el sistema jurídico, limitándose a extraer las consecuencias del sistema para ese caso, pero sin que tal labor tenga ribetes ni morales, ni políticos ni de ningún otro tipo que suponga elección valorativa. e) En consecuencia, el método correcto que ha de guiar la decisión judicial no es un método decisorio, sino un método de conocimiento. El juez se parece mucho más al científico que al legislador, y está mucho más cerca del dogmático (civilista, penalista, etc.) que estudia en sede teórica el Derecho y descubre sus “profundidades”, que del político que legisla y elige entre opciones regulativas. Si hubiera que reducir todo esto a una fórmula muy simple, podríamos representarlo así: Decisión judicial = conocimiento (tipo de facultad) + subsunción (tipo de actividad) + silogismo (tipo de razonamiento). Este formalismo ingenuo de la Escuela de la Exégesis y de la Jurisprudencia de Conceptos comenzó su crisis en las últimas décadas del siglo XIX y ya no pudo superar las críticas devastadoras de autores como el Jhering de la segunda época o de Gény, primeramente, y luego los embates definitivos de la Escuela de Derecho Libre o de las distintas corrientes del Realismo Jurídico o de Kelsen. Más adelante volveremos a algunas de esas corrientes, al hablar de las doctrinas que afirman la discrecionalidad judicial. Pero baste aquí indicar que lo que entre todos fueron dejando sentado con rotundidad es que ningún sistema jurídico posee aquellos tres idílicos caracteres de plenitud (ausencia de lagunas), coherencia (ausencia de antinomias) y claridad (ausencia de indeterminación). Y si resulta que hay lagunas, antinomias y, sobre todo, indeterminación constitutiva del lenguaje del Derecho, ¿cómo negar que ciertos márgenes, al menos, de discrecionalidad judicial son ineludibles? ¿Quién si no el juez puede, por tanto, precisar, por vía de interpretación, cuál de los varios significados que los términos de una norma pueden admitir ha de regir para el caso?

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BERBIQUÍ Pero también en el pensamiento jurídico parece que rige la ley del péndulo o el mito del eterno retorno, y el formalismo decimonónico, en lo que tenía de afirmador de la perfección del sistema jurídico y de negador de la discrecionalidad judicial, ha regresado con plena pujanza a fines del siglo XX y domina hoy, en pleno siglo XXI, esta vez de la mano de doctrinas que denominaré aquí Axiologismo Jurídico y que están bien representadas por autores como Dworkin y por los representantes más radicales de esa doctrina que se viene denominando neoconstitucionalismo y que podría ejemplificarse en autores como el Zagrebelsky de El Derecho dúctil. Vamos con ellos, pero sin olvidar a sus antecesores de hace décadas, pues inventar, lo que se dice inventar, queda ya muy poco por inventar. 1.2. El formalismo nada ingenuo de fines del siglo XX: de algunos alemanes dudosos a Dworkin, y de Dworkin al neoconstitucionalismo Hay tres doctrinas que, grosso modo, coinciden en las siguiente idea: el sistema jurídico se compone de estratos, y en tales estratos hay que distinguir ante todo un estrato superficial y otro profundo o subterráneo. En el primero se hallarían las normas de derecho positivo, en su formulación más convencional, es decir, los enunciados jurídicos que el legislador produce y que se agrupan en códigos, leyes, reglamentos... Pero por debajo de ese nivel, sosteniéndolo y dándole su inspiración, su sentido último, su razón de ser y la perfección que le falta, se encuentra el estrato profundo, cuya materia ya no es lingüística sino axiológica, no empírica sino ideal, y no imperfecta, esto es, lagunosa, incoherente y oscura, sino perfecta, pues contiene solución única, consistente y definida para cualquier caso. Permítasenos seguir con las imágenes como modo de ilustrar o representar la compleja visión del Derecho que mantienen estas doctrinas. Podemos ver su analogía con un edificio de varios pisos. Por muy hermoso que sea y por muy perfecta que resulte su estructura externa, no se sostendría si no estuviera asentado en unos firmes cimientos. Pues

bien, los enunciados jurídico-positivos son como los pisos de ese edificio y los hay más bajos (por ejemplo los reglamentarios) y más altos (por ejemplo, los legales), hasta llegar al piso superior (la Constitución). Pero lo que materialmente sostiene todo eso, lo que lo cimenta, son los valores, ciertos valores sin cuyo sostén la hermosa construcción se vendría abajo y quedaría convertida en puro escombro inútil. Es como si bajo la pirámide kelseniana excaváramos y encontráramos los pilares subterráneos que la sostienen, pilares hechos de materia valorativa. Con un añadido: esa base no sólo ofrece el sustento de lo que hay arriba, la ley positiva, sino también su perfecto complemento, pues todo lo que uno no encuentre, o no encuentre claro, en los pisos superiores del edificio o la pirámide, puede hallarlo perfectamente dispuesto y utilizable en ese sustrato de fondo, en esa base axiológica, mediante la cual el sistema jurídico se cierra y se perfecciona. A riesgo de reiteración, una última imagen. Para estas doctrinas el sistema jurídico sería algo similar a un iceberg. Un iceberg tiene una parte que sobresale por encima de la superficie del mar y que cualquiera puede ver sin necesidad de sumergirse. Pero su parte más consistente se encuentra por debajo de esa línea de superficie y sólo es visible para quien conozca a fondo lo que es un iceberg o domine la técnica de buceo. Un sistema jurídico sería igual. Hay una parte superficial, en forma de los enunciados jurídicos que cualquiera puede leer e interpretar; pero, por debajo, está la parte sumergida, que sostiene la otra y que es mucho más grande y contundente. Conocer el Derecho no es sólo ver y entender lo que a la vista de todos está, la superficie del iceberg, sino saber calar en lo profundo y hallar lo que ahí se encuentra, supone ver más allá de la superficie, ser capaz de contemplar lo que no está a la vista de todos. Vemos, en resumidas cuentas, que estas doctrinas axiologistas desdoblan la naturaleza del Derecho y, al tiempo y complementariamente, desdoblan en dos la epistemología jurídica, el tipo de conocimiento que se requiere para saber del

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Derecho. Hay siempre una naturaleza superficial y una naturaleza profunda del Derecho, constituida la primera por enunciados jurídico-positivos y la segunda por valores. Y, al tiempo, hay un conocimiento superficial del Derecho, propio de quienes sólo ven en él enunciados que pueden ser comprendidos en sus términos e interpretados, con márgenes de elección discrecional, en sus indeterminaciones; y un conocimiento profundo del Derecho, al alcance sólo de quien domine el método de “excavación” o “buceo” que permite superar el dato superficial, equívoco, dudoso y, a veces, hasta falso o engañoso, y captar las verdades plenas e indubitadas que en el fondo del sistema se guardan, al modo de solución correcta para cada caso que al Derecho se someta. Ese método se solía describir como capacidad que nuestra razón posee para escuchar los dictados grabados en nuestra naturaleza, o en el orden inmanente a la Creación. Pero en las últimas épocas más bien se explica unas veces como empática capacidad del juez sabio y virtuoso para descubrir la coherencia que en el fondo mantienen los valores vigentes en una sociedad, por mucho que en la superficie parezca que no hay tal armonía valorativa, sino una tensión dialéctica, fruto del pluralismo constitutivo de las sociedades modernas y democráticas; o como vía que recorre, para llegar a la verdad, aquella parte de nuestra razón que se ocupa de los asuntos valorativos (política, moral, Derecho...) y que se llama razón práctica.

Como es obvio, el ancestro teórico de estas doctrinas es el iusnaturalismo tradicional, en cualquiera de sus manifestaciones, tanto el de base teológica como el racionalista. Pero no podemos ignorar que en el último siglo el iusnaturalismo ha sido una doctrina que ha dicho muy poco en materia de decisión judicial y ha vivido replegado y limitándose a debatir las condiciones de validez de la norma positiva. En materia de interpretación y aplicación del Derecho la función que tradicionalmente el iusnaturalismo cumplía la han asumido doctrinas como éstas que ahora vamos a examinar: Jurisprudencia de Valores, Dworkin y neoconstitucionalismo. No digo con esto que merezcan con propiedad el nombre de iusnaturalismos, sino que son en nuestro tema equivalentes funcionales del iusnaturalismo, aunque los mimbres con los que se elaboran sean diferentes en algún grado. Vamos ahora a pasar sucintamente revista a las tres variantes que nos interesan, atendiendo con preferencia al tema que nos ocupa, la negación de la discrecionalidad judicial. El mejor antecedente del actual neoconstitucionalismo se encuentra en la doctrina alemana llamada Jurisprudencia de Valores (Wertungsjurisprudenz). Para comprender el cómo y el porqué del giro que esta escuela imprime a la teoría y la praxis jurisprudencial alemana de los años cincuenta y sesenta debemos comenzar por echar un vistazo al contexto histórico del que nace. De 1919 a 1933, bajo la Constitución de Weimar, el grueso de los profesores de Derecho y de los jueces alemanes comulgaba con un pensamiento fuertemente estatista, que veía en el Estado suprema encarnación de la nación, plasmación del espíritu del pueblo alemán y ser con derechos propios que se anteponían a los derechos del individuo. El Estado era sustancia colectiva con vida propia, expresión de una unión cuasimística entre los ciudadanos portadores de los atributos nacionales, persona colectiva cuyo interés propio trasciende los intereses individuales de los ciudadanos y les da su sentido

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BERBIQUÍ aglutinador. Era, pues, este pensamiento jurídicopolítico entonces dominante, un pensamiento marcadamente hostil frente a la filosofía política liberal, frente a la Constitución entendida como sancionadora de la soberanía popular, como portadora de normas a las que la acción del Estado habría de someterse y como proclamadora y protectora de derechos y libertades individuales que ponen límite a la acción posible del Estado frente a sus ciudadanos. La noción misma de ciudadano calaba mal en esta filosofía, que más bien quería para el Estado súbditos y que veía en los derechos que el súbdito pudiera tener una concesión del Estado y no el reconocimiento de su dignidad y su valor frente a él o antes de él. El modelo imperante en Alemania y al gusto de la mayoría de los profesores y jueces de aquel tiempo no era el del Estado de Derecho, sino el del Derecho del Estado. Y el tipo de positivismo que regía no era aquel positivismo jurídico kelseniano que mantiene que el Estado no es más que una forma de ver un sistema jurídico vigente, negándole así al ser estatal toda entidad propia y cuestionando de raíz la metafísica estatista. El positivismo dominante era de un jaez completamente diferente, era positivismo estatista, cuyo postulado central podríamos resumir así: todo lo que en el Derecho y la vida social cuenta (las normas jurídicas, los derechos individuales, las instituciones...) nace del Estado y se debe al Estado, nada hay fuera del Estado, nada se debe tolerar si perjudica la vida propia y la supervivencia del Estado. Y el vínculo entre el Estado y la sociedad es un vínculo natural, metafísico, no un vínculo formal o meramente jurídico-político. Frente a la mecánica democrática y representativa, propia del liberalismo y tenida por disolvente y decadente, se afirmaba la naturalidad de una relación orgánica, viva, entre la sociedad y su gobierno. El Emperador, antes, o el Presidente de la nación, luego, no son cabeza del Estado en sentido metafórico, sino en sentido propio, pues Estado y sociedad no son sino un mismo ser vivo, del que la sociedad es cuerpo y su supremo jefe es cabeza. Tales imágenes las había

ido forjando con continuidad y esmero la iuspublicística alemana a lo largo de todo el siglo XIX, muy especialmente por obra de autores como Gerber o Laband. Los historiadores suelen explicar el fracaso de la Constitución de Weimar por el profundo desfase entre sus cláusulas, marcadamente democráticas y de importante contenido iusfundamental y social, y aquel pensamiento dominante entre los juristas y que abominaba a partes iguales del individualismo liberal y del reformismo socialista y que, sobre todo, no quería ver la soberanía residenciada en el pueblo, sino en el ejecutivo y no aceptaba pensar el Estado como instrumento de la sociedad, sino la sociedad al servicio de un Estado cuyos fines trascendían cualquier interés individual o grupal. La lucha que en tiempos de la Constitución de Weimar emprende Carl Schmitt contra el régimen parlamentario y el Estado de Derecho no es una excepción, sino la expresión del pensamiento dominante, como está sobradísimamente demostrado. Lo que era excepción minoritaria era el positivismo jurídico de corte kelseniano, radicalmente relativizador de metafísicas, desenmascarador de ideologías políticas omnicomprensivas y fuertemente comprometido en la defensa del modelo constitucional democrático. Se cuentan con los dedos de la mano sus seguidores en la cultura constitucional alemana de aquel tiempo: el propio Kelsen, por supuesto, el primer Radbruch y, tal vez y con matices, Thoma o Anschütz. Ese predominio del pensamiento jurídico antidemocrático, anticonstitucional y de gusto fuertemente autoritario explica en buena parte que en la doctrina de ese tiempo sobre la interpretación y aplicación del Derecho dominara, aun en medio de gran polémica, la llamada teoría subjetiva de la interpretación, a tenor de la cual las normas deben interpretarse y aplicarse ateniéndose a lo que con ellas quiso su autor, guiándose, por tanto, por la voluntad del legislador. Así, si el sentido de una cláusula legal no está claro, pues admite significados diversos, de entre éstos hay que elegir aquel que el

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA autor de esa cláusula, el legislador, tenía en mente al dictarla, o el que mejor sirva a los propósitos con los que el legislador dio a la luz dicha cláusula. La consideración de la voluntas legislatoris, por tanto, como supremo principio rector de la praxis judicial. No hace falta contar aquí por extenso qué ocurrió después de 1933 y de que Hitler y sus infames secuaces se hicieran con todo el poder. Estatismo organicista, voluntarismo y autoritarismo hallan entonces su síntesis plena, se aúnan en una fórmula común: el Führer, encarnación y supremo intérprete del sentir y la voluntad del pueblo alemán, es fuente máxima del Derecho, y toda norma jurídica debe

interpretarse y aplicarse desde el absoluto respeto a la voluntad del Führer, que es tanto como decir la voluntad misma del Estado y del pueblo, que son la misma cosa. En recrear, perfeccionar, fundamentar y desarrollar esa fórmula se esmeran con pasión los más prestigiosos profesores de ese tiempo (y de después), nazis furibundos y entusiastas muchos (Schmitt, Larenz, Forsthoff, Schaffstein, Henkel, Maunz, etc., etc., etc.) o más tibios (Welzel, v.gr.) o disimulados (Metzger, v.gr.) otros. Todos coincidían en su amor a Hitler y en su odio... a Kelsen. En los escritos de la época Kelsen solía ser mencionado como “perro judío” y lindezas por el estilo, y todos esos autores se referían a él recordando que se trataba de un demócrata odioso, un liberal disolvente de las esencias nacionales y un judío enemigo del pueblo

alemán. De sobra sabían todos esos aduladores de Hitler la radical incompatibilidad entre el positivismo kelseniano y la metafísica asesina con que se justificaban las tropelías genocidas de aquel régimen de degenerados, arribistas y psicópatas. Siento no tener espacio aquí para una justificación más detallada de semejante incompatibilidad, y por eso me permito remitirme a mi viejo artículo “Nazismo, Derecho y Filosofía del Derecho” (1991) o a mi libro “Hans Kelsen y la norma fundamental” (1996). Pero llegamos a 1945 y los nazis sufren su definitiva derrota. En esos momentos comienza una larga serie de sucesos sorprendentes y que forman parte destacada de la historia universal de la infamia. Aquellos profesores que dijeron lo que dijeron y escribieron lo que escribieron entre 1933 y el momento en que se empezó a torcer el destino del III Reich, empezaron a proclamar al unísono que: a) ellos nunca habían estado de acuerdo con Hitler y el nazismo; b) que habían estado muy influidos por el pensamiento de Kelsen, al que seguían con convicción; c) que el pensamiento jurídico de Kelsen se resume en la idea de que el Derecho es el Derecho y que toda ley que haya sido elaborada con respeto al procedimiento legislativo establecido es Derecho y debe ser obedecida por los ciudadanos y aplicada por los jueces, sin que quepa justificación de ningún tipo, ni jurídica ni moral para su desobediencia; d) que por eso ellos, obnubilados por Kelsen, no habían encontrado base teórica para resistirse a las aberraciones jurídicas del nazismo; e) que ellos siempre habían creído, y seguían creyendo, sin desmayo, en la democracia, el parlamentarismo, los derechos humanos y el Estado de Derecho. Difícil será encontrar en toda la historia jurídica del siglo XX un mayor descaro ni una hipocresía más grande. Mintieron y falsearon a partes iguales. Mintieron sobre su pensamiento y su actuación al servicio de Hitler. Falsearon la historia, por ejemplo cuando dijeron que el pensamiento kelseniano era el dominante entre los profesores alemanes, ellos mismos, y desfiguraron radicalmente las tesis de

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BERBIQUÍ Kelsen cuando repitieron que Kelsen no admitía excusa moral para la desobediencia al derecho válido y propugnaba el ciego acatamiento incluso de normas como las de los nazis. No ha de extrañarnos ese proceder cuando reparamos en que tales cosas las escribieron, después del 45, antiguos altos jueces y fiscales nazis con pasado un tanto sangriento, como Weinkauff o Willi Geiger (éste llegó a Magistrado del Tribunal Constitucional Alemán), o profesores como los mencionados, que medraron académicamente en su juventud a base de adular a Hitler y sus esbirros y triunfaron después del 45 a base de alabanzas a los derechos humanos y a los valores de las Constituciones liberales, pero siempre, es curioso, denostando a Kelsen. En cambio, sí llama la atención, y mucho, que semejantes tergiversaciones históricas y doctrinales, especialmente en lo referido a Kelsen, se convirtieran en dogma generalmente aceptado en casi todo el mundo, pero muy especialmente en contextos dictatoriales, como España o Portugal, o fuertemente autoritarios, como la mayor parte de Latinoamérica. Aunque esa sorpresa se atenúa cuando constatamos que tal propaganda se expandió en las universidades españolas y latinoamericanas de la mano de curas reaccionarios y militares retrógrados que coincidían plenamente en su odio simultáneo a Kelsen, la democracia y los derechos humanos. Parece una ley universal: siempre que se quiere fundamentar el autoritarismo se ataca en la doctrina jurídica a Kelsen, al positivismo kelseniano, y, simultáneamente, se afirma la incombustible vigencia de ciertos principios morales que informan el derecho e impiden su degeneración en injusticia. Curioso y paradójico, pero es lo que hay. Hasta hoy. Porque eso fue lo que hicieron aquellos autores alemanes después de 1945: apresurarse a proclamar que el derecho positivo no agota el Derecho, y que del sistema jurídico forman parte principal ciertos valores morales que impiden su degradación en injusticia. Así nació la Jurisprudencia de Valores, de la mano de autores como Larenz, precisamente.

Ahora resumiremos sus tesis, pero antes unas palabras sobre el destino de la teoría subjetiva de la interpretación. Durante el nazismo se legisló mucho, y no todo ello fue derogado después de 1945, pues junto a aquellas abominables leyes racistas y homicidas, había otras, de tema moral y políticamente neutro y de depurada técnica, que se mantuvieron en vigor. Si tenemos presente que en aquel régimen que las produjo se entendía que era Hitler el supremo legislador y su voluntad la más alta fuente jurídica, ¿cómo mantenerse, después del 45, en la defensa de una teoría subjetiva que vendría a proponer que las normas se interpretasen con base en la voluntad de aquel genocida malnacido que las había mandado? Así que hubo que olvidarse por unas cuantas décadas de la teoría subjetiva de la interpretación y pasar a entender que el fin a considerar en la interpretación no puede ser el fin subjetivo del legislador, lo que éste hubiera querido o entendido, sino un fin objetivo, que se definía por alusión a los valores y fines que objetivamente la norma poseyera, o a los que tuviera sentido imputarle aquí y ahora, a tenor de las necesidades presentes y la convicciones vigentes. Éste será otro elemento que allanará el camino para el triunfo teórico y práctico de la Jurisprudencia de Valores, la cual tomará importante apoyo también en el paragrafo 20.3 de la Ley Fundamental de Bonn, que afirmaba (y afirma) que los poderes ejecutivo y judicial están sometidos “a la ley y al Derecho”. Y se dijo: o en dicho precepto constitucional se contiene una redundancia, si es que la Ley agota lo que el Derecho sea o, si queremos salvar el sentido de ese artículo, habremos de admitir que hay Derecho más allá de la Ley, es decir, que hay Derecho más allá del derecho positivo, que éste, en resumen, no agota el Derecho. ¿Dónde está ese Derecho del más allá y en qué consiste? Está en el fondo innominado del ordenamiento y consiste en valores, valores que el juez puede descubrir y aplicar. Ésa fue la respuesta de la Jurisprudencia de Valores, respuesta que tuvo inmediato eco en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional Alemán y la marcó durante décadas.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA Para la Jurisprudencia de Valores las normas legales o de derecho positivo, es decir, los enunciados jurídico-positivos, contenidos en la Constitución, las leyes, los reglamentos, etc., tienen su fundamento y perfecto complemento en todo un sistema articulado y consistente de valores que les subyace. Esos valores no son parte separada del Derecho, aditamento externo, sino parte constitutiva y esencial del Derecho mismo. Gracias a esos valores los graves problemas que para su aplicación presenta el derecho positivo se tornan resolubles cuando se trata de aplicar a los casos el conjunto total del Derecho, incluyendo tales valores. Así, las lagunas no habrán de resolverse desde la discrecionalidad del juez que no encuentra norma positiva, pues podrá hallarla prepositiva, yacente en ese sustrato valorativo; las antinomias se darán sólo en la superficie, al nivel de los enunciados, pues en su fondo valorativo el Derecho brinda solución coherente y única para cada caso, ya que la justicia, en tanto que supervalor, no puede ser contradictoria o equívoca; y, sobre todo, lo que en el plano del lenguaje de las normas positivas puede dar lugar a dudas interpretativas, se vuelve claro cuando se atiende a ese fondo material de valores que alienta bajo cada norma e inspira su lectura desde los casos, por lo que interpretar ya tampoco es elegir, más o menos razonadamente, entre significados posibles de la norma, sino conocer, descubrir, allá en el fondo del Derecho, en su subsuelo de valores, en su cimiento axiológico, la verdadera solución de cada caso. Más allá de estas notas comunes a toda esta corriente de la Jurisprudencia de Valores, sus diversos cultivadores diferían al tiempo de describir y fundamentar la ontología, de corte metafísico, en que se asentaba. Unos se inspiraban en teorías materiales de los valores, del estilo de la de Scheler; otros pergeñaban teorías de la “naturaleza de las cosas”, con las que pretendían mostrar que los órdenes sociales posibles están predeterminados en un orden natural del ser (en el fondo, un orden de la Creación, de nuevo) que tiene el valor y la fuerza racional de los cuerpos y las relaciones geométricas;

igual que hay un orden y una interrelación necesaria de los cuerpos geométricos, hay un tal orden de la sociedad (de la misma manera que por definición un círculo no puede ser cuadrado, ni aun cuando un loco legislador así lo ordenara, tampoco un matrimonio, por ejemplo, podría ser disoluble — eso se decía primero— o entre personas del mismo caso —eso se dice ahora—). Otros pretendían describir ese vínculo entre el ser necesario de las cosas y la génesis de reglas jurídicas mediante la referencia a estructuras lógico-reales. Y así sucesivamente. Más allá de esas discrepancias, podemos ver en la Jurisprudencia de Valores el primer momento importante de ruptura del pensamiento jurídico conservador y antipositivista con los esquemas clásicos del iusnaturalismo. Desde entonces ya no es acertado decir que el rival principal del positivismo jurídico está en el iusnaturalismo, que es doctrina bastante marginal desde mediados del siglo XX al menos, básicamente reducida a ideología legitimadora de dictaduras tercermundistas, pero ya no demasiado presente (con contadas excepciones, de la cual una importante sería por ejemplo Finnis) en el debate actual sobre cómo debe proceder el juez al decidir y a qué debe atenerse al interpretar las normas y los hechos del caso. ¿Por qué tildo esta doctrina —del iusnaturalismo no hace falta ni hablar, a estos efectos, pues su radical función conservadora o reaccionaria a lo largo de los siglos XIX y XX es evidente para todo el que

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BERBIQUÍ quiera ver; y con el que se niega a ver poco cabe debatir— de conservadora? Desde luego, no me influye el pasado político de muchos de los que la abrazaron después del 45, pues no hay manera de probar que su caída del caballo de camino a Karlsruhe (sede del Tribunal Constitucional Alemán) no fuera genuina y punto de arranque de un sincero cambio de convicciones: vieron la luz de la democracia y abominaron de las tinieblas del estatismo, el organicismo y el odio a los derechos fundamentales individuales. Pero, aun así, lo que esta doctrina ofrece es un claro límite al legislador democrático y un patente otorgamiento de la primacía a los jueces, que ya no son meros guardianes de la Constitución, sino custodios del Orden Objetivo, de la Justicia, del Bien. El imperio de la ley que es propio del Estado de Derecho y que no tiene más límite que el de la compatibilidad con el texto constitucional, se ve sometido a una cortapisa que no estaba en el diseño inicial de tal Estado ni de la democracia: para que una ley sea Derecho y vincule al juez no sólo ha de ser formalmente conforme con la Constitución, sino también materialmente compatible con el Orden Necesario del Ser, o con el Sistema Objetivo de Valores, o con la Naturaleza de las Cosas, o con lo que quiera que sea el nombre de esa realidad que ya no permite al legislador mandar lo que quiera que la Constitución no prohíba, sino que le impele a acertar con lo que objetivamente sea el Bien y la Verdad. Tras la que parecía la crisis irreversible del iusnaturalismo, esta nueva doctrina vuelve a entronizar el sacerdocio de los jueces, guardianes de las esencias de lo jurídico y vigilantes de un legislador caído en el descrédito y abominado por todos. Comienza así su itinerario la ideología jurídica predominante en nuestros días y que es el contrapunto exacto de aquel mito del legislador racional que regía en los inicios del Derecho moderno y de la codificación. Hoy el mito imperante, objeto de fe unánime y de exigente veneración, es el mito del juez racional. Los valores están en buenas manos, pues frente a la estulticia

constitutiva del legislador, el juez es sabio por definición; frente a la venalidad de los tribunos del pueblo, el generoso y desinteresado servicio de los jueces a la Justicia; frente a la corruptelas de los partidos y los Parlamentos, la integridad sin mácula de las judicaturas. Seguimos teniendo en quien creer, aleluya. Ese camino iniciado por la Jurisprudencia de Valores tendrá las etapas principales de su ulterior desarrollo en Dworkin y algunos de los llamados neoconstitucionalistas. No quiero, para nada, decir que Dworkin construya su doctrina apoyándose en semejante antecedente, pues todo hace pensar que nada sabía de él, y, si algo sabía de eso (o, por ejemplo, del parentesco de su teoría de los principios con la obra de Josef Esser, otro alemán, de 1959), bien lo disimuló al omitir toda cita o referencia. Pero, sea como sea, la aportación de Dworkin va a consistir en acercar a la sociedad esos valores extrapositivos, pero jurídicos, para los que la Jurisprudencia de Valores aún buscaba un anclaje en exceso metafísico y ahistórico. El paso siguiente, consumado por el neoconstitucionalismo, consistirá en colocar esos valores, ya sociales, dentro de la Constitución y, al mismo tiempo, retomar el componente metafísico, con lo que la dialéctica hegeliana parece haberse confirmado en una nueva y sorprendente síntesis: la Constitución positiva es Constitución metafísica. Ya no será el Derecho el que

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA se desdoble en una parte superficial o positiva (imperfecta) y una parte profunda o prepositiva (perfecta), sino que es la parte suprema del derecho positivo, la Constitución, la que se duplica en Constitución formal o procedimental — imperfecta— y Constitución material —perfecta—. La primera la puede conocer y entender cualquiera, tanto en lo que tiene de preciso como en lo que deja indeterminado; la segunda la calan y observan con todo rigor y precisión los profesores y los tribunales, en particular las Cortes Constitucionales, capaces los unos y los otros de ver en ella y de extraerle lo que sólo ellos pueden descubrir allí, cosas tales como cuántas cárceles debe haber en un país o cuál puede ser exactamente la tasa máxima de interés de los créditos hipotecarios. Apoteosis del mito del juez racional. Pero vamos por partes y fijémonos primero en Dworkin. La obra primera que da fama mundial a Dworkin, su Taking Rights Seriously (Los Derechos en serio), se plantea expresamente como oposición a la doctrina de la discrecionalidad judicial sostenida por Hart y a la que luego aludiremos. El argumento es ingenioso. Hart había dicho que las normas se expresan en el lenguaje ordinario, que éste adolece siempre de vaguedad y que, por tanto, hay casos jurídicos claros y casos dudosos. Los primeros son los que caen en el núcleo de significado de los enunciados normativos o completamente fuera de toda referencia de los mismos. Así, si una norma prohíbe pasear por el parque en vehículo resultará obvio que un coche (un “carro” en Colombia) es un vehículo, e igual de obvio resultará que un cigarrillo no lo es, pero cabrá dudar si la prohibición abarca las bicicletas, los triciclos o el vehículo eléctrico en el que se desplace un minusválido. Respecto de estos casos dudosos la solución no estaría predeterminada en las normas positivas (en ésa que prohíbe andar por los parques en “vehículos”), sino que dependerá de la interpretación que de las normas haga en cada caso el juez (lo que éste defina a tal efecto como “vehículo”), y tal opción entre interpretaciones posibles es esencialmente discrecional y no puede

ser de otro modo, según Hart. Y por ahí ataca Dworkin. Según Dworkin, reconocer dicha discrecionalidad judicial equivale a admitir que la norma que decide esos casos dudosos es una norma que: a) es creada por el propio juez, aunque sea dentro del espacio o margen de posibilidades que la vaguedad de la ley le deja, y b) es aplicada retroactivamente, pues se usa para decidir sobre hechos acontecidos por anterioridad a dicha creación judicial de la norma, como son los hechos del caso con ella juzgados. El problema es de entidad y apunta a un flanco importante de la teoría positivista del Derecho y de su aplicación, pero ¿tiene solución? Según Dworkin, sí. La solución consiste en asumir que el Derecho se compone de algo más que de esos enunciados normativos que solemos llamar derecho positivo, enunciados del tipo del que prohíbe los vehículos en los parques y que resultan tan incompletos como pauta decisoria de ciertos casos. ¿Qué es ese algo más? Principios. El sistema jurídico se compone de reglas, que son esos enunciados que tienen la estructura “si... entonces”, supuesto de hecho y consecuencia jurídica, y principios, que son normas que nos dicen que unas cosas están bien y otras cosas están mal, pero sin especificar cuáles son las unas y las otras, lo que no impide que el juez pueda acabar conociendo perfectamente y en cada caso eso que los principios mandan sin decir. ¿Y dónde viven los principios? No, o no necesariamente, en la obra del legislador, sino ante todo y primariamente en la moral social. Según Dworkin, todo derecho positivo, todo conjunto de normas jurídico-positivas se asienta en y encaja con una determinada moral social, la moral propia de la sociedad histórica en la que el legislador (o los jueces) alumbra las normas positivas. Sin abarcar y comprender dicha moral social de fondo no podremos saber a qué vienen ni cuál es la razón de ser de esas normas positivadas, de esos concretos mandatos del legislador. Y, en cuanto son condición de comprensión y, con ello, de aplicación

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mínimamente coherente de dichas normas positivas, las normas morales que las inspiran y les sirven de explicación son parte del Derecho mismo, su parte esencial, su parte más profunda. Cada norma positiva, pues, cada regla dada por el legislador positivo, tiene su explicación en los patrones morales de la respectiva sociedad, y puesto que ésa es su esencia no puede contradecirla a la hora de hallar aplicación. Quiere decirse que si la aplicación de una de esas reglas choca con los propósitos de las normas morales que están en su base, deben éstas prevalecer en detrimento de la pura dicción de aquélla, de su semántica, sin que por ello se contraríe el Derecho, pues éste es la suma de dos partes: el derecho positivo, que es la parte superficial o menos importante, y la moral social desde la que ese derecho positivo se explica, que es la parte profunda y fundamental. Es decir, un caso que semánticamente es fácil, pues encaja sin duda en el núcleo de significado de la norma, se torna caso difícil cuando la solución que la norma contiene para él nos resulta difícilmente conciliable con la moral social dominante, y en ese caso ésta debe prevalecer, pues no sólo es moral, es también Derecho, la parte más alta y valiosa del Derecho. Algún autor le preguntó en cierta ocasión a Dworkin si en un derecho racista, que sea reflejo de una moral social fuertemente racista, el juez debe considerar que esa base moral racista es parte del sistema jurídico mismo de tal país, de modo que las normas positivas racistas deban interpretarse e integrarse desde ese racismo social que las inspira. No respondió cosa muy coherente Dworkin a eso.

Insinuó que en ese caso la moral que guiara al juez no debería ser esa moral positiva, socialmente vigente e inspiradora de las normas de derecho positivo, sino una moral crítica o de los derechos humanos. Con ello no hizo más que mostrar a las claras dos cosas: a) lo poco que le importa la consistencia de su doctrina; b) que cuando pintan bastos siempre acaban estas teorías reculando hacia el iusnaturalismo de toda la vida. Sería bonito aplicar el caso a Colombia y preguntarse desde qué moral debería un juez dworkiniano en Colombia interpretar y enmendar el derecho positivo. Si es desde la moral social dominante cabe temer lo peor, me parece. Ya tenemos esbozada la ontología jurídica de Dworkin, a tenor de la cual el Derecho es un compuesto de normas jurídico-positivas y, en un estrato más importante, aquellas normas de la moral social que se integran coherentemente con las anteriores y sirven para su explicación de fondo, valen para dar cuenta de su porqué en una teoría de conjunto y consistente. Ahora nos resta examinar el problema epistemológico. ¿Pueden conocerse con precisión esas normas morales que son al tiempo jurídicas aunque no sean derecho positivo? ¿Podemos hallar en ellas respuesta exacta y precisa para absolutamente cualquier caso cuya solución de derecho positivo nos resulte dudosa o nos parezca inconveniente? La respuesta de Dworkin es sí. Para este autor el sistema jurídico, con esa doble composición que ya sabemos, contiene en su seno una y sólo una respuesta correcta para cada caso que se le somete. Por tanto, no hay sitio para discrecionalidad ninguna y la labor del juez no es propiamente decisoria sino, en puridad, cognoscitiva: el juez aplica Derecho, sí, pero no optando entre las soluciones que le parezcan compatibles con la ley o coherentes con ella, sino averiguando, descubriendo, conociendo, cuál es exactamente y en puridad la solución única que el sistema jurídico reserva para cada caso. Si hay casos difíciles no es porque su solución no esté perfectamente predeteminada en el sistema jurídico,

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA sino porque es difícil hallarla o complicado fundamentarla. Pero estar, está. ¿Y quién puede conocer esa solución única e indubitada que en el fondo del Derecho yace para cada caso, esperando ser descubierta? Pues podría conocerlas todas y con total seguridad un juez perfecto. Hasta nombre le pone Dworkin a ese juez ideal: se llama Hércules. El juez Hércules es aquel juez absolutamente sabio y experto, que sabe todo de todo, al menos todo lo necesario para dar con esas soluciones que el común de los mortales difícilmente pueden conocer con seguridad. Como ninguno somos verdaderamente Hércules, más bien vulgares mortales, tampoco podemos saber exactamente qué es eso que idealmente deberíamos saber para estar en condiciones de saber lo que hay que saber. Pero si fuéramos Hércules lo sabríamos y, con ello, daríamos (al menos si fuéramos jueces) con la única respuesta correcta para cada caso. Ciertamente el juez Hércules es un juez ideal, omnisciente, y que precisamente por ser omnisciente, sabedor de todo, sabe también cuál es la correcta solución judicial de cada caso. En cambio, un juez de carne y hueso será tanto mejor juez y, consiguientemente, tanto más verdaderas sus decisiones, cuanto más su saber se aproxime al saber ideal de Hércules; es decir, cuanto más sepa de eso que hay que saber pero que no se sabe lo que es. ¿Que es un galimatías esto que acabo de decir? Lean a Dworkin y saldrán de dudas. A ver si allí lo entienden mejor. Dworkin ha sido muy útil para los que han querido rematerializar la Constitución y ponerla al servicio de sus valores (de ellos) pero que no deseaban comulgar con las rancias filosofías, tipo Scheler, que inspiraban a los de la Jurisprudencia de Valores. El esquema resultante quedaría más o menos así: b) si por debajo de todo derecho positivo está la moral social que lo inspira, lo explica, lo condiciona y lo complementa, por debajo de la suprema norma positiva, la Constitución, estarán las más altas normas de esa moral social de base. b)

Si el Derecho se perfecciona, de modo que en lugar de vaguedades, antinomias y lagunas, habilitadoras todas ellas de la discrecionalidad judicial, contiene una única solución correcta para cada caso, habrá que pensar que si integramos la Constituciónenunciado, o Constitución lingüística, con esos componentes objetivos de la moral social, la Constitución puede ser leída como prefiguración y síntesis de todas las soluciones únicas que en el sistema jurídico se contienen para todos los casos. c) Si esa solución única correcta para cualquier caso se contiene en el sistema jurídico, e in nuce ya en la Constitución, y si puede ser conocida perfectamente por un juez Hércules perfecto, cuanto más sabios y expertos sean los jueces, tanto más se aproximarán a ese modelo de Hércules y tanto más podremos confiar en que sus decisiones son las objetivamente correctas y no mero ejercicio de discrecionalidad. d) Los jueces más sabios y expertos son los de los tribunales más altos, y los más de los más los de las Cortes Constitucionales, por lo que podemos y debemos pensar que sus decisiones son las objetivamente correctas para cada caso o, al menos, las más correctas que un ser humano puede alcanzar y aplicar. e) Puesto que Dworkin y compañía nada han dicho de la posibilidad de un legislador Hércules, podemos seguir tranquilamente suponiendo que el legislador es bruto sin remisión, por mucho que represente al pueblo, o tal vez por eso, y sólo nos consolará de sus yerros la confianza en que los primos de Hércules que integran las más altas Cortes dejarán sin aplicación toda mandato del legislativo que se oponga el Bien y a la Verdad. f) Porque, al fin y al cabo, la verdadera Constitución es el Bien y la Verdad, de los que la Constitución lingüística no es sino incompletísima pista. Esa Constitución lingüística, que habla a los ciudadanos en su lenguaje, con las palabras del lenguaje ordinario, no es la verdadera Constitución, sólo su epifenómeno, una versión simplificada para ciudadanos carentes de los atributos del sabio platónico. La verdadera y auténtica Constitución sólo le habla, sin palabras, a Hércules. Y un poquito

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BERBIQUÍ también a sus testaferros. E incluso, por qué no, a los Magistrados Auxiliares, que para eso han estudiado en las mejores Universidades extranjeras. La última vuelta de tuerca, hasta hoy, la dan los más radicales representantes del denominado neoconstitucionalismo. Hasta aquí el problema estaba en que la Constitución era sometida a una especie de desdoblamiento: por una parte, lo que en ella está expreso; por otra, lo que en ella se contiene sin expresarse. El gran mérito de los neoconstitucionalistas es haber descubierto la manera de hacer expreso lo inexpresado: en las cláusulas valorativas y las proclamas de principio que en la Constitución se contienen se tornaría derecho constitucional positivo ese entramado de valores morales que son la parte superior y principal del Derecho, ahora ya por fin revestidos de Derecho constitucional positivo. La Constitución se despositiva al positivarse en ella los valores de fondo. O, dicho mejor, al positivarse en la Constitución los valores, la positividad de la Constitución deja de importar y pasan a contar como Constitución ya sólo esos valores supuestamente positivados. Habrá que explicar esto un poco. Antes el problema era el de cómo traer al Derecho valores como la Justicia sin que pareciera que la naturaleza del Derecho era doble, una parte positiva y la otra no positiva. Ése fue siempre el problema del iusnaturalismo y el arranque de sus mayores críticas. Pero desde que Constituciones de las últimas hornadas, la alemana, la portuguesa, la italiana, la española o la colombiana, contienen, en lugar muy destacado, cláusulas abundantes en que proclaman su inspiración en valores como la Justicia, la Solidaridad, la Dignidad, etc. o principios-guía como el del libre desarrollo de la personalidad, aquel problema ya no es tal. Y no lo es porque mediante tal mención en el texto constitucional dichos valores habrían quedado positivados como norma de Derecho y, además, en su nivel más alto, a escala constitucional. La Justicia, por ejemplo, ya no es un importante valor externo al Derecho, sino parte plena del sistema jurídico, pues al mismo lo

incorpora su suprema norma, la Constitución. Quiere esto decir que una norma legal que, aplicada al caso que el juez resuelve, diera como resultado una solución injusta de dicho caso, debe ser dejada de lado por tal juez y en su lugar debe resolver con lo que para ese asunto la Justicia mande. ¿Y qué mandará? Pues lo que el juez vea que manda, líbrenos Dios de decir que es la Justicia mera tapadera de la discrecionalidad judicial. La Justicia es lo que es y bien claro dispone lo que toca para cada caso y situación. Y lo que ella no diga lo dirán la Dignidad, la Solidaridad o el Libre Desarrollo de la Personalidad. Sin duda. Sin discusión. Lo anterior supone, según esta doctrina neoconstitucionalista, que cuando el contenido de una ley sea considerado injusto por el órgano judicial competente en materia de incostitucionalidad, dicho órgano deberá declarar la inconstitucinalidad de dicha ley por oponerse al valor constitucional Justicia. Eso por un lado. Por otro, cuando la ley no declarada inconstitucional, o, incluso, previamente declarada constitucional, proporcione para el caso una solución que no le haga justicia al mismo, habrá que hacer dejación de tal ley y resolver dicho caso desde lo que para él disponga la Justicia; o cualquier otra valor constitucional que venga al caso. Naturalmente, siempre queda pendiente la cuestión epistemológica: puesto que en una sociedad plural y de libertades con toda legitimidad rigen socialmente múltiples y muy variadas concepciones sobre qué sea lo justo, a qué obliga la solidaridad o en qué consiste el desarrollo libre de una auténtica personalidad, ¿cómo puede conocer ese juez el verdadero contenido de tales valores o principios, a fin de que podamos confiar en que no haga pasar por tales lo que no son más que sus personales convicciones sobre el particular? Y la única respuesta que esta doctrina insinúa creo honestamente que puede sintetizarse así: a) Si la Constitución expresamente menciona tales valores, habrá que pensar que es porque existen; b) puesto que existen, habrá que pensar que existen con pleno y preciso

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contenido; c) puesto que existen con pleno y preciso contenido, habrá que pensar que dicho contenido se puede conocer; d) puesto que ese contenido se puede conocer, habrá que pensar que su supremo conocimiento está al alcance de los órganos a los que la Constitución misma confía su tutela; e) puesto que la Constitución confía tal tutela a los jueces y tribunales y a la Corte Constitucional, habrá que pensar que éstos pueden conocer supremamente el contenido de aquellos valores constitucionales y lo que los mismos disponen para cada caso; e) por tanto, el verdadero e indubitado contenido de lo que los valores constitucionales prescriben para la solución de cada caso es lo que al respecto digan los jueces y tribunales, y especialmente la Corte Constitucional. Así de profunda y consistente es la filosofía del neoconstitucionalismo, al menos del más radical. ¿Que en qué textos se puede ver reflejado de esa forma? La respuesta es sencilla: en múltiples sentencias de la Corte Constitucional Colombiana, por ejemplo. O en los escritos de muchos de los que las redactan. El ejercicio del poder infunde optimismo vital y fe en los logros de la razón, qué duda cabe. No es posible detenerse más aquí para mostrar en detalle a qué clase de guiñapo jurídico queda reducida la Constitución por este camino. Pero merece la pena resaltar que casi todos sus artículos pierden sus razón de ser y se tornan perfectamente prescindibles, casi un estorbo. Pues si, a fin de cuentas, el Derecho no puede decir nada más ni nada distinto de lo que para cada caso prescriban esos valores constitucionales, ¿para qué toda la enorme pérdida de tiempo y de recursos económicos que se deriva del empeño de la Constitución para que haya

elecciones, Parlamento y leyes? Al fin y al cabo, el sistema funcionaría igual con un único artículo que en sucesivos apartados dijera lo siguiente: a) toda norma legal que se oponga a la Constitución es inválida y deberá ser inaplicada; b) es Constitución lo que establezca la Justicia; c) es Justicia lo que diga la Corte Constitucional; d) por tanto, es inválida o debe inaplicarse toda norma que la Corte Constitucional diga que es inválida o debe inaplicarse; e) todo el que dude de lo anterior o lo critique, será tenido por enemigo de la Constitución y, más aún, por reaccionario, enemigo del Estado de Derecho y contrario a la separación de poderes. Y por un antidemócrata. Sinteticemos este apartado y el anterior. Hemos pasado revista a dos grupos de doctrinas que niegan y combaten la discrecionalidad judicial. Aparentemente son dos doctrinas muy opuestas, pero sus profundas coincidencias son sorprendentes en grado sumo. Las unas y las otras beben en un mito, aquellas del XIX en el mito del legislador racional o de la racionalidad inmanente a un Derecho ideal; éstas de la segunda mitad del XX y comienzos del XXI se apoyan en la creciente fuerza del mito del juez racional. Y ambas son formalistas, pues participan por igual de las siguientes ideas interrelacionadas: a) el sistema jurídico es perfecto, pues en algún lugar de su fondo contiene predeterminada la solución correcta para cualquier caso; b) esa solución correcta puede y debe ser conocida y aplicada por el juez; c) existe algún método que, rectamente aplicado, permite al juez aplicar a cada caso que resuelve esa única solución correcta; d) no queda sitio para la discrecionalidad judicial, que es mala cosa; e) el juez es mero aplicador del Derecho, nunca su creador; f) la ideología de los jueces no condiciona ni mediatiza sus decisiones, al menos cuando el juez se esfuerza bastante por conocer aquellas soluciones prefijadas para todo caso en el sistema jurídico, o cuando es un juez de suficiente nivel. Todo eso tiene otra importante derivación: si aun en los casos que a primera vista parecen difíciles o

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BERBIQUÍ dudosos (por ejemplo porque no se encuentra norma positiva aplicable, o porque se encuentran varias distintas, o porque su tenor suscita dudas interpretativas) la obligación primera del juez es descubrir la única solución correcta y abstenerse de todo ejercicio discrecional, el juez es personal y jurídicamente responsable de su acierto o su error. Aclaremos esto. Si admitiéramos que en esos casos dudosos el juez se ve conducido a elegir entre diversas soluciones distintas que el Derecho mismo le permite, no podríamos criticar al juez por haber optado por una o por otra de ellas, pues ése exactamente es su cometido y en eso radica lo más meritorio y difícil de su labor. Pero si, por contra, consideramos que no es verdad que el Derecho en esos casos someta a su juicio la elección entre alternativas decisorias, sino que le obliga a dar con la solución verdadera y única, podremos criticarle y pedirle cuentas cuando no sepa dar con ella, cuando yerre, cuando falle algo distinto de eso que el Derecho le prescribía sin explicárselo claramente. Y ese reproche puede alcanzar incluso ribetes disciplinarios, y hasta penales. Por el ejercicio de la discrecionalidad no se podrá castigar a ningún juez. Pero estas doctrinas que hemos visto insisten en que no hay discrecionalidad, sino obligación de fallar con verdad. Y por eso son tales doctrinas tan peligrosas y opresivas para los jueces de ciertos países y que no lo sean de los tribunales más altos, especialmente de la Corte Constitucional: porque estos tribunales más altos pueden castigar a aquellos jueces, como reos de prevaricato, cuando el contenido de sus decisiones no les agrade a ellos o a quienes les puedan influir (me refiero a influencia doctrinal). Mas nunca se dirá que se les castiga por no agradar a sus superiores, sino por no haber resuelto el caso como es debido, como es debido en Derecho, en ese Derecho que sí le estaba ofreciendo al juez, al parecer, la solución exacta que él, por su incompetencia o su obstinación, no supo ver. Si para el caso colombiano no tengo razón y si las cosas no son así, que alguien me explique por qué la Corte Constitucional no ampara a tantos

jueces que en ese país son condenados por prevaricato sin más argumento que el de que su solución no era la correcta en Derecho y con total prescindencia casi siempre de los elementos subjetivos del tipo, que en otros lugares son considerados absolutamente esenciales para que este delito pueda darse. ¿O acaso no es la independencia judicial un principio constitucional tan importante como los otros? 2. Doctrinas que afirman la discrecionalidad judicial Entre las corrientes del pensamiento jurídico que han mantenido que la discrecionalidad judicial existe y es inevitable, podemos diferenciar una radical y una moderada. La primera, representada por numerosos autores del realismo jurídico y, más recientemente, por algunos de los adscritos al movimiento Critical Legal Studies, afirma que dicha discrecionalidad es total y absoluta, que todo lo que hace el juez lo hace siempre y por definición a su libre albur y que la cosa no tiene posibilidad de limitación ni arreglo. La segunda corriente, moderada, tiene su mejor ejemplo en el positivismo jurídico del siglo XX, paradigmáticamente representado por Hart, y mantiene que el ejercicio de discrecionalidad es constitutivo de la labor judicial, pero que dicha discrecionalidad puede y debe ser limitada, y lo es de hecho. Repasemos resumidamente estas dos posturas. 2.1. ¿Son realistas los realistas que afirman que todo juez hace meramente lo que le da la gana? En verdad no fueron sólo los autores pertenecientes al realismo jurídico, ya sea el escandinavo o el norteamericano, los que insistieron en que el juez disfrutaba de una libertad total para decidir a su antojo, al tiempo que, con lo mismo, la sutil demarcación entre discrecionalidad y arbitrariedad desaparecería, pues, en últimas, toda decisión, por libérrima, sería como arbitraria, y lo de discrecional no sería sino un caritativo eufemismo. Tres razones principales habría de que el libre hacer del juez no conozca auténtico límite ni traba alguna, por mucho que se finjan seguridades

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA jurídicas o atadura a las normas, y en cada una de esas razones insistió particularmente una escuela distinta: la Escuela de Derecho Libre en las insuficiencias del sistema jurídico; el realismo en la soberanía de facto de los jueces; y, contemporáneamente, los del CLS en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. En las dos décadas primeras del siglo XX aparecieron en Alemania una serie de autores (Kantorowicz, Fuchs, etc.) que se adscribían a un movimiento de contornos un tanto vagos y que recibió el nombre de Escuela de Derecho Libre. Fueron los más furibundos e insistentes negadores de aquellos tres dogmas del formalismo ingenuo del XIX, plenitud, coherencia y claridad del sistema jurídico. En tales proclamaciones de la doctrina anterior no veían más que un descarado engaño, que tenía por finalidad alejar del juez la responsabilidad por sus decisiones, imputando éstas por completo a aquellos mágicos atributos de la legalidad o los conceptos. La doctrina jurídica sería generadora de ideología, en cuanto falsa conciencia, pues desde las Facultades de Derecho mismas se cebaba el engaño de que el juez nada pone de su parte, por lo que, así disfrazados de irrepochables autómatas, ya podían los jueces fallar como les daba la gana o como convenía a sus patronos, sin que nadie osara proclamar la obvia verdad, tan celosamente negada, de que el rey está desnudo, es decir, que la sentencia la pone el juez, no el sistema jurídico mismo con sólo sus normas y con el juez como puro y simple portavoz. No pretendían negar la importancia de la ley ni su grave significado político, sino desmitificarla y enseñar que alcanza para poco y que, sus oscuridades, consecuencia de que el lenguaje del legislador, que es el nuestro, tiene poco de exacto; sus incoherencias, consecuencia de que a menudo el legislador pierde cuenta de sus propia obra debido a su volumen desmesurado; y sus insuficiencias, seguidas de que el mundo cambia más aprisa de lo que culquier legislador puede prever y responder, convierten al juez, malgré lui, en centro del sistema y señor cuasiabsoluto del

Derecho. Uno de sus dichos favoritos era que por mucho que el legislador produzca siempre serán más las lagunas que los casos que encuentren en sus normas solución. La consecuencia principal que extrajeron parecía bien obvia, aunque se les hizo muy poco caso en la posteridad: hay que modificar la formación y el modo de selección de los jueces. Si el juez no es más que un robot, un puro autómata, un simple hacedor de silogismos elementales, vale como juez cualquiera que esté en sus cabales. Pero si resulta que el juez verdaderamente decide y determina y, con ello, es señor de nuestras vidas y de importantes parcelas del destino social, necesitamos jueces con capacidad para entender lo que resuelven y sensibilidad para hallar las soluciones menos malas. Y para todo ello deberán saber más que pretéritas historias de Ticio y Cayo y conocer de más cosas que de metafísicas conceptuales: habrá que enseñarles ética, teoría política, economía, psicología, etc. Como decíamos, apenas les hicieron caso, tal vez por lo obvio de sus tesis, como aquella que decía que cómo va a poder decidir un juez un importante litigio económico si carece de formación y capacidad para entender ni el planteamiento de dicho problema económico ni las consecuencias que para la economía pueden tener sus decisiones.

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BERBIQUÍ Todas las versiones del realismo jurídico, tanto la norteamericana como la escandinava, coinciden en el postulado básico de que no hay más cera que la que arde ni más Derecho que lo que dicen las sentencias. Frente al Derecho en los libros, ese Derecho de raíz formal y escasísima eficacia que figura en los códigos y repertorios legislativos, el Derecho de verdad es el que sirve para responder la pregunta que se hace el “hombre malo”: “¿qué me puede ocurrir si hago tal cosa?” Para contestar qué le puede ocurrir a uno que haga algo lo que importa es saber cómo vienen fallando los tribunales cuando juzgan tal tipo de acciones. Y el modo en que los tribunales respondan a estos o aquellos comportamientos dependerá de factores sociológicos y psicológicos, pero nada, o casi, del dato formal de cuáles sean las palabras de la ley vigente. Así que comprender el Derecho será conocer a los jueces de carne y hueso y averiguar qué factores, aquí y ahora, los determinan: ideologías, intereses, extracción social, sentimiento corporativo, ambiciones, etc. Porque, conforme a un lema central de los realistas, los jueces primero deciden y después motivan. Es decir, antes escogen el fallo del caso, guiados por sus personales móviles, y luego redactan una motivación con la que disfrazan de resultado de la razón jurídica lo que no es más que producto de su personal cosecha, de sus pasiones subjetivas. Algunos de los más radicales autores norteamericanos que en las últimas décadas del siglo XX se adscribieron al movimiento llamado Critical Legal Studies actualizaron los postulados de esas dos pasadas corrientes. Su tesis más insistente hace hincapié en la radical indeterminación del lenguaje jurídico. El lenguaje de las normas carece de toda virtualidad significativa y, por ende, de cualquier capacidad para dirigir el comportamiento decisorio del juez. La ley es puro flatus vocis, significante sin significado, ruido sin referente ni mensaje tangible de ningún tipo, simple apariencia carente de toda capacidad directiva, y por esa razón el juez no está en realidad sometido a nada que no sea la presión de los poderes establecidos y las ideologías

dominantes. La seguridad jurídica es, en consecuencia, supremo engaño que hace a los ciudadanos sentirse protegido por las normas, allí donde, en realidad, no están sino a merced de los poderes, de los que el juez es servidor inerte, como una marioneta. Pese a tan profundo escepticismo, cuentan las crónicas que cuando un profesor de los pertenecientes al CLS sufre alguna afrenta o padece algún perjuicio que le resulta intolerable, acude a los tribunales, interpone la correspondiente demanda y solicita humildemente justicia. Será su meritoria forma de pasar por un ciudadano más, se supone. 2.2. Ni apocalípticos ni integrados: el positivismo jurídico del siglo XX Si hay una idea clarísimamente presente en todos los autores relevantes del positivismo jurídico del siglo XX (Kelsen, Hart, Bobbio...), es la de que la aplicación del Derecho por vía de decisión judicial no es ni puede ser, en modo alguno, un puro silogismo, una mera subsunción. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de los críticos del positivismo, especialmente en Latinoamérica, siguen imputándoles dicha idea que insistentemente y con toda claridad criticaron. ¿Cómo se explica semejante desfase? La respuesta exigiría tiempo y un trabajo interdisciplinar arduo, con importante presencia de sociólogos del conocimiento, politólogos y psicólogos, pero en sus términos más simples puede resumirse en dos tesis principales: a) porque se habla sin haber leído; b) porque es más fácil afirmarse contra el enemigo imaginario que batirse con autores reales que ponen serios cuestionamientos a las doctrinas bobaliconas con que nos fingimos eruditos para vivir del cuento. Las zarandajas metafísicas que, aún hoy, infestan la literatura jurídica que en buena parte de Latinoamérica se hace pasar por progresista, sin serlo, no resisten ni un minuto el filo analítico de autores como los mencionados. Así que les echamos la culpa a ellos de

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lo que nosotros hacemos y listo. Como cuando aquello de Alemania. Es buena muestra de esquizofrenia teórica el que se impute al positivismo de Hart esa visión decimonónica de la decisión judicial como aplicación automática de la pura letra de la ley, sin márgenes para la discrecionalidad judicial, al mismo tiempo que se repite el argumento de Dworkin contra el concepto hartiano de discrecionalidad. ¿En qué quedamos? Y más paradójico es que se reproche a esos positivistas su formalismo en materia de decisión judicial al mismo tiempo que se proclama la fe en que el sistema jurídico, con su base valorativa, contiene una única respuesta para cada caso, respuesta que los jueces pueden conocer y aplicar. Pero, ¿quiénes son verdaderamente los formalistas? Buena parte del positivismo del XX ha sido formalista en materia de teoría de la validez del Derecho, pues ha afirmado, con Kelsen a la cabeza, que una norma es jurídica cuando ha sido creada con arreglo a las pautas formales y procedimentales sentadas por el propio ordenamiento jurídico-

positivo, y que esa condición de validez o juridicidad que posee la norma así creada no se pierde por causa de su injusticia o su incompatibilidad con esta o aquella ideología, religión, cosmovisión o inclinación. Ésta es la tesis positivista de la separación conceptual entre Derecho y moral, tesis que, como antes se indicó, nada tiene que ver con la reducción de la obligación moral a obligación jurídica, radical y expresamente rechazada por los tres autores que he mencionado (léase, por todos, el artículo de Kelsen titulado “¿Qué es justicia?”; pero léalo usted, no crea lo que le cuenten), ni con la más mínima afirmación de la superioridad de la obligación jurídica sobre la obligación moral. Y tampoco se relaciona con ningún género de doctrina abruptamente formalista de la decisión judicial. Para probar esto último, debería bastar con leer el capítulo último de la kelseniana Teoría pura del Derecho, en cualquiera de sus versiones, cuya claridad y rotundidad es meridiana, hasta el punto de que en materia de decisión judicial Kelsen está muchísimo más cerca del realismo jurídico que de aquella metafísica idealista de la Jurisprudencia de Conceptos, que él criticó sin compasión, metafísica idealista que, como ya dijimos, hoy vuelven a cultivar dworkinianos y zagrebelskys de toda laya. Si hay un autor positivista que resulta claro para nuestro tema de la discrecionalidad, ése es Hart. En su obra El concepto de Derecho explica que el lenguaje de las normas, que es parte del lenguaje ordinario, tiene márgenes de vaguedad, lo que Hart llama zonas de penumbra. Por tanto, algunos casos, los que caen dentro de esa zona de indefinición lingüística de las normas, no reciben de éstas una solución clara y terminante, sino que en principio son varias y distintas las soluciones que la norma permite para ellos, y tendrá que ser el juez quien, por vía de interpretación, precise ese significado que en el enunciado previo de la norma permanece impreciso. Y esa labor de precisión, de interpretación, de concreción de la norma para que al aplicarla al caso ya dé sólo una solución y no la

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BERBIQUÍ posibilidad de varias, tiene un componente esencialmente discrecional. Así pues, Hart discurre por un camino intermedio entre dos extremos. Por un lado, discrepa de aquel positivismo ingenuo del XIX, que pensaba que los enunciados normativos eran perfectamente claros y unívocos, con lo que ni haría falta interpretarlos antes de su aplicación a los casos ni dejaban ningún resquicio para la libertad decisoria del juez. Por otro, discute también el escepticismo radical de los realistas, pues la práctica jurídica no es ese caos de imprevisibilidad en que consistiría si fuera verdad que los enunciados jurídicos en nada determinan al juez y que éste hace siempre y en todo caso lo que le da la gana, sin el más mínimo límite. Solemos acertar y suelen coincidir los jueces en la solución de los casos fáciles, los que caen en el núcleo significativo del enunciado jurídico aplicable, y difícilmente podemos prever la solución segura de los casos difíciles, los que se mueven en la zona de penumbra de tales enunciados, respecto de los cuales la propia jurisprudencia discrepa, pues cada juez puede hacer distintos usos de esa constitutiva discrecionalidad a que en términos prácticos se traduce la indeterminación de la norma en dicha zona. Por tanto, entre quienes dicen que no existe discrecionalidad, ya sean los de la Escuela de la Exégesis, los de la Jurisprudencia de Conceptos o los de Dworkin, y los que dicen que sí existe y es absoluta y total en todos los casos, Hart sostiene que ni lo uno ni lo otro: sólo cierta discrecionalidad es inevitable, pero en lo que es inevitable es inevitable. Y en ese margen, lo único que podemos hacer es exigirle al juez que justifique exigentemente, mediante razones lo más convincentes y compartibles que sea posible, sus opciones y las valoraciones en que se basan, pero tales razones con que el juez motiva su decisión en los casos difíciles no serán nunca razones puramente demostrativas, jamás podrán ser prueba plena de que dio con la única respuesta correcta, sencillamente porque un caso no tiene una única respuesta correcta cuando las palabras de la ley permiten varias. Más allá del

lenguaje en que las normas jurídicas se expresan, no hay verdad jurídica ninguna: ni en conceptos ideales ni en sistemas lógicos ni en valores ni en la moral social ni en el derecho natural ni en el oráculo de Oxford. Por eso el Derecho tiene siempre, también en su práctica aplicativa y decisoria, un componente político, de poder, y no es ciencia exacta ni mero ejercicio de conocimiento de verdades inmanentes o trascendentes. El juez no tiene ni metro con que medir exactamente la solución única que a cada caso conviene, ni balanza en que pesar las alternativas decisorias que se enfrentan, y por eso la decisión en Derecho, al menos en esos casos que llamamos difíciles, no es mera cuestión de medida... ni de ponderación. Medida o ponderación son palabras que valen como metáforas, no como descripción rigurosa de lo que el juez hace al fallar. Para explicar esa su labor es más exacto y honesto usar el término de siempre: valoración, juicio valorativo. Las soluciones que la ley no prefigura claramente no están prefiguradas en ninguna parte, ni en el cielo de los conceptos ni en el subsuelo de los valores o los principios, las construye el juez bajo su responsabilidad. Y la mayor parte de los casos que llegan a los jueces les llegan precisamente por eso, porque la ley no da de antemano solución inequívoca y cada parte se acoge a una de las soluciones que el tenor de la ley permite. ¿A alguien le sorprenderá aún esta afirmación de que según opinión común del positivismo jurídico del siglo XX la decisión judicial es esencialmente juicio valorativo, opción reflexiva y argumentada entre alternativas, en lugar de medición exacta, simple cálculo o puro pesaje? Medición exacta, simple cálculo o puro pesaje es lo que para la decisión judicial afirmaban hace siglo y medio los de la Escuela de la Exégesis o la Jurisprudencia de Conceptos, repito, y lo que siguen manteniendo hoy muchos seguidores de Dworkin o Alexy, especialmente los que trabajan en los altos tribunales y desde allí ejercen un poder decisorio que quieren disfrazar de rigor científico, o una acción política quisieran hacer pasar por objetivo ejercicio de la razón práctica.

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¿Qué consecuencias tiene para el estatuto del juez el reconocimiento positivista de su importante discrecionalidad? Pues significa que la decisión del juez tiene un elevado componente de responsabilidad personal, que no puede traducirse en responsabilidad jurídica. Al juez sólo se le pueden

pedir cuentas de su decisión en cuanto quede demostrada su mala fe o patente por completo su desvarío. Quiere decirse que si es el propio sistema jurídico el que al juez le deja la posibilidad de optar entre soluciones alternativas, compatibles con el tenor de las normas, no podemos luego castigarle

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BERBIQUÍ por ejercer esa facultad que es constitutiva de su función. Es decir, si en Derecho para los casos difíciles, para los casos que caen en la zona de penumbra, no hay solución correcta, no podemos en dichos casos castigar al juez por no aplicar la solución correcta. Para la ley solución correcta es cualquiera que no vulnere su texto. Para cada uno de nosotros, ya seamos ciudadanos de a pie, fiscales o jueces de instancias más altas, solución correcta será la que más nos guste o nos convenga. Pero castigar por prevaricador al juez que no imponga el fallo que nosotros prefiramos es tanto como decir que no hay en Derecho más solución que la que a nosotros nos agrade, seamos “nosotros” quienes seamos: ciudadanos simples, ministros, Corte Suprema o Corte Constitucional. Y eso no es así. Y menos aún en un Estado de Derecho, en el que altas dosis de

discrecionalidad judicial e independencia de los jueces son dos caras de la misma moneda, un doble precio a pagar por nuestras libertades. Porque donde ni se admite la discrecionalidad ni se respeta la independencia acaba siempre existiendo una tiranía, aunque sea la tiranía de los jueces que más mandan. Que dichas tiranías pretendan siempre legitimarse mediante la invocación de los más evanescentes valores de los que la Constitución mencione, no es sino una más de las argucias de que suelen valerse los abogados con menos escrúpulos y los políticos con mayor descaro, unidos siempre por el interés de mandar sin pasar por las elecciones o de legitimarse simbólicamente con sus sentencias para promocionarse en el camino hacia las urnas. Pura impostura, en todo caso.

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Sanciones para los contratistas o asesores en el Derecho público en Colombia Francisco R. Barbosa Delgado

Introducción En el presente escrito se describirán las órbitas de responsabilidad de los asesores o contratistas en el marco de la contratación estatal. Es de recordar que el trabajo que se desarrolla en los contratos de consultoría se enmarca dentro de las funciones que los funcionarios públicos no pueden realizar por la complejidad de sus funciones o porque carecen de tiempo necesario para hacerlo. También ocurre que en algunas ocasiones los contratistas realizan labores que implican desarrollos que se relacionan con la contratación estatal. I. Normas de la ley 80 de 1993 relativas a la Responsabilidad Contractual de los Asesores, Contratistas e interventores La ley 80 de 1993 —Estatuto General de Contratación— consagra una responsabilidad amplia en cuanto al manejo que tienen los consultores, interventores y asesores frente a los contratos estatales. Sobre las sanciones que se imponen, éstas son aplicables a los contratistas, consultores e interventores al igual que a los funcionarios públicos. Las consecuencias de esas sanciones serán

la inhabilitación para ejercer cargos públicos, cuando los tengan, y para proponer y celebrar contratos con las entidades estatales por diez (10) años contados a partir de la fecha de ejecutoria de la respectiva sentencia. Las tres normas son las siguientes: “ARTÍCULO 52. DE LA RESPONSABILIDAD DE LOS CONTRATISTAS. Los contratistas responderán civil y penalmente por sus acciones y omisiones en la actuación contractual en los términos de la ley. ARTÍCULO 53. DE LA RESPONSABILIDAD DE LOS CONSULTORES, INTERVENTORES Y ASESORES. Los consultores, interventores y asesores externos responderán civil y penalmente tanto por el cumplimiento de las obligaciones derivadas del contrato de consultoría, interventoría o asesoría, como por los hechos u omisiones que les fueren imputables y que causen daño o perjuicio a las entidades, derivados de la celebración y ejecución de los contratos respecto de los cuales hayan ejercido o ejerzan las funciones de consultoría, interventoría o asesoría. ARTÍCULO 56. DE LA RESPONSABILIDAD

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BERBIQUÍ PENAL DE LOS PARTICULARES QUE INTERVIENEN EN LA CONTRATACIÓN ESTATAL. Para efectos penales, el contratista, el interventor, el consultor y el asesor se consideran particulares que cumplen funciones públicas en todo lo concerniente a la celebración, ejecución y liquidación de los contratos que celebren con las entidades estatales y, por lo tanto, estarán sujetos a la responsabilidad que en esa materia señala la ley para los servidores públicos. ARTÍCULO 58. DE LAS SANCIONES. Como consecuencia de las acciones u omisiones que se les impute en relación con su actuación contractual, y sin perjuicio de las sanciones e inhabilidades señaladas en la Constitución Política, las personas a que se refiere este capítulo se harán acreedoras a: 1o. En caso de declaratoria de responsabilidad civil, al pago de las indemnizaciones en la forma y cuantía que determine la autoridad judicial competente. 2o. En caso de declaratoria de responsabilidad disciplinaria, a la destitución. 3o. En caso de declaratoria de responsabilidad civil o penal y sin perjuicio de las sanciones disciplinarias, los servidores públicos quedarán inhabilitados para ejercer cargos públicos y para proponer y celebrar contratos con las entidades estatales por diez (10) años contados a partir de la fecha de ejecutoria de la respectiva sentencia. A igual sanción estarán sometidos los particulares declarados responsables civil o penalmente”. Sobre estas disposiciones normativas, la Corte Constitucional avaló su constitucionalidad en la sentencia C-563/98, en ésta indicó: “Realmente no encuentra la Sala que la norma del art. 53, en materia de responsabilidad de los diferentes tipos de contratistas agregue algo nuevo a la noción general de responsabilidad que para todo contratista se deriva del art. 52 de la ley 80/93, porque examinada aquélla se observa que la responsabilidad de los consultores, interventores y asesores, se deduce, como es apenas lógico y normal

del cumplimiento o no de sus obligaciones contractuales y de las acciones y omisiones antijurídicas en que estos puedan haber incurrido en la celebración y ejecución de los correspondientes contratos.” II. Disposiciones normativas del orden penal Ley 599 de 2000 en consonancia con la ley 80 de 1993 a. En cuanto a la aplicación de la acción penal para Asesores y Contratistas En el código penal colombiano se establece que los servidores públicos son los miembros de las corporaciones públicas, los empleados y trabajadores del Estado y de sus entidades descentralizadas territorialmente y por servicios. Para los mismos efectos considera el código que servidores públicos son los miembros de la fuerza pública, los particulares que ejerzan funciones públicas en forma permanente o transitoria transitoria, los funcionarios y trabajadores del Banco de la República, los integrantes de la Comisión Nacional Ciudadana para la Lucha contra la Corrupción y las personas que administren los recursos de que trata el artículo 338 de la Constitución Política1. En ese caso, la condición de asesores o consultores que manejan aspectos propios de la contratación estatal se encuentra enmarcada en el concepto “Servidor Público” sin que se considere como tal strictu sensu. De hecho, el mencionado artículo 56 de la ley 80 de 1993 señala que para efectos penales, los asesores, entre otros, se consideran particulares que cumplen funciones públicas en todo lo concerniente a la celebración, ejecución y liquidación de los contratos que celebren con las entidades or lo tant uj estatales y, ppor tantoo , estarán ssuj ujee t os a la responsabilidad que en esa materia señala la ley para los servidores públicos. Subrayas fuera de texto. Sobre este aspecto, la Corte Constitucional señaló en sentencia C-563/98: 1. Artículo 20 del Código Penal Colombiano.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA “En contra de lo afirmado por el demandante, es claro que a dichos sujetos no se les está elevando a la categoría de servidores públicos, ni desconociendo su condición de particulares. Simplemente el legislador, como autoridad competente para definir la política criminal, ha considerado que la responsabilidad penal de las personas con las cuales el Estado ha celebrado contratos para desarrollar una obra o cometido determinados, debe ser igual a la de los miembros de las corporaciones públicas, los empleados y trabajadores del Estado, o la de funcionarios al servicio de entidades descentralizadas territorialmente y por servicios. Tal tratamiento que, se insiste, no implica convertir al particular en un servidor público, tiene una justificación objetiva y razonable, pues pretende garantizar que los fines que se persiguen con la contratación administrativa y los principios constitucionales que rigen todos los actos de la administración, se cumplan a cabalidad, sin que sean menguados o interferidos por alguien que, en principio, no está vinculado por ellos. En otras palabras, la responsabilidad que en este caso se predica de ciertos particulares, no se deriva de la calidad del actor, sino de la especial implicación envuelta en su rol, relacionado directamente con una finalidad de interés público.” Continua la Corte señalando: “ (…) otro tipo de responsabilidad derivada de la actuación oficial, como la disciplinaria, se continúa predicando con exclusividad de los funcionarios, que tienen con el Estado una relación legal y reglamentaria. Sobre el punto la Corte ha insistido repetidamente que el régimen disciplinario no puede ser aplicado a los particulares que prestan sus servicios al Estado, pues en esos casos no se presenta una relación de sujeción o supremacía entre la Administración y la aludida persona. Este régimen, sólo puede ser aplicado a los servidores públicos. No sucede lo mismo en materia penal, pues toda persona, sin importar si es servidor público o particular debe responder por infringir la Constitución o la ley. La competencia para establecer el grado de responsabilidad que se deriva de la conducta desplegada por los particulares o los

funcionarios públicos, corresponde al legislador y mientras ésta no sea desproporcionada o exagerada en relación con el interés que se pretende proteger, válido a la luz de la Constitución, no puede existir reproche alguno de constitucionalidad. Los contratistas, conforme a dicho estatuto, son las personas naturales o jurídicas, privadas o públicas, que asumen la ejecución de una labor o actividad, o que deben asumir la realización de una determinada prestación, según las especificidades del objeto del contrato, a cambio de una contraprestación. Con estas glosas planteadas por la Corte Constitucional y derivadas de las normas de la ley 80 de 1993 y del Código Penal, se entiende que los asesores o contratistas no son responsables desde el punto de vista disciplinario, pero lo son en temas penales si ejercen la función pública, ésta “atañe al conjunto de las actividades que realiza el Estado, a través de los órganos de las ramas del poder público, de los órganos autónomos e independientes, (art. 113) y de las demás entidades o agencias públicas, en orden a alcanzar sus diferentes fines”. “En un sentido restringido se habla de función pública, referida al conjunto de principios y reglas que se aplican a quienes tienen vínculo laboral subordinado con los distintos organismos del Estado. Por lo mismo, empleado, funcionario o trabajador es el servidor público que está investido regularmente de una función, que desarrolla dentro del radio de competencia que le asigna la Constitución, la ley o el reglamento (C.P. art. 123 )” . En sentido estricto, es pertinente observar que la norma propiamente no asimila al particular a un servidor público, pues el tipo penal se estructura bajo el entendido de que el sujeto activo de este ilícito es precisamente un particular. Sin embargo, mirada desde la perspectiva de su contenido y de la finalidad que se propone no cabe duda que se tuvo en cuenta objetivamente que la actividad del particular que realice cualquiera de las acciones descritas en el

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BERBIQUÍ numeral 1°, constituye materialmente función pública.2 La Corte remata sus argumentos de la siguiente forma: “En otras palabras, la responsabilidad que en este caso se predica de ciertos particulares, no se deriva de la calidad del actor, sino de la especial implicación envuelta en su rol, relacionado directamente con una finalidad de interés público”. b. De la conducta punible En cuanto a la conducta punible, un delito se puede cometer por acción o por omisión. Las modalidades de la conducta punible son el dolo3, la culpa4 y la preterintención5 . En el código penal se introduce la figura de la tentativa que según el artículo 27 del Código Penal es definida como aquella conducta punible que inicia cualquier persona mediante actos idóneos e inequívocamente dirigidos a su consumación, y ésta no se produjere por circunstancias ajenas a su voluntad. Respecto a la concurrencia en la conducta punible se debe decir que éstas son realizadas por el autor6, los coautores7, partícipes. Estos a su vez se dividen entre determinador8 y cómplice.9 c. Delitos en que puede incurrir un Contratista o Asesor En principio se entiende que la descripción típica de los delitos que se señalarán a continuación no 2. Corte Constitucional, C-563 de 1998. 3. La conducta es dolosa cuando el agente conoce los hechos constitutivos de la infracción penal y quiere su realización. También será dolosa la conducta cuando la realización de la infracción penal ha sido prevista como probable y su no producción se deja librada al azar. 4. La conducta es culposa cuando el resultado típico es producto de la infracción al deber objetivo de cuidado y el agente debió haberlo previsto por ser previsible, o habiéndolo previsto, confió en poder evitarlo. 5. La conducta es preterintencional cuando su resultado, siendo previsible, excede la intención del agente. 6. Es autor quien realice la conducta punible por sí mismo o utilizando

involucra a los asesores y consultores, sin embargo por la consonancia con las normas contractuales fijadas, la remisión del artículo 56 de la ley 80 de 1993 y por la función pública que desarrolla un consultor o asesor en el proceso de formación, celebración, ejecución o terminación del contrato se le atribuye responsabilidad penal. “ARTÍCULO 397. PECULADO POR APROPIACIÓN. El servidor público que se apropie en provecho suyo o de un tercero de bienes del Estado o de empresas o instituciones en que éste tenga parte o de bienes o fondos parafiscales, o de bienes de particulares cuya administración, tenencia o custodia se le haya confiado por razón o con ocasión de sus funciones, incurrirá en prisión de noventa y seis (96) a doscientos setenta (270) meses, multa equivalente al valor de lo apropiado sin que supere el equivalente a cincuenta mil (50.000) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas por el mismo término. Si lo apropiado supera un valor de doscientos (200) salarios mínimos legales mensuales vigentes, dicha pena se aumentará hasta en la mitad. La pena de multa no superará los cincuenta mil salarios mínimos legales mensuales vigentes. Si lo apropiado no supera un valor de cincuenta (50) salarios mínimos legales mensuales vigentes la pena será de sesenta y cuatro (64) a ciento ochenta (180) meses e inhabilitación para el ejercicio de a otro como instrumento. También es autor quien actúa como miembro u órgano de representación autorizado o de hecho de una persona jurídica, de un ente colectivo sin tal atributo, o de una persona natural cuya representación voluntaria se detente, y realiza la conducta punible, aunque los elementos especiales que fundamentan la penalidad de la figura punible respectiva no concurran en él, pero sí en la persona o ente colectivo representado. 7. Son coautores los que, mediando un acuerdo común, actúan con división del trabajo criminal atendiendo la importancia del aporte. 8. Es aquel que determine a otro a realizar la conducta antijurídica incurrirá en la pena prevista para la infracción. 9. Es aquel que contribuye a la realización de la conducta antijurídica o preste una ayuda posterior, por concierto previo o concomitante a la misma.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA derechos y funciones públicas por el mismo término y multa equivalente al valor de lo apropiado. ARTÍCULO 398. PECULADO POR USO. El servidor público que indebidamente use o permita que otro use bienes del Estado o de empresas o instituciones en que éste tenga parte, o bienes de particulares cuya administración, tenencia o custodia se le haya confiado por razón o con ocasión de sus funciones, incurrirá en prisión de dieciséis (16) a setenta y dos (72) meses e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas por el mismo término. ARTÍCULO 399. PECULADO POR APLICACIÓN OFICIAL DIFERENTE. El servidor público que dé a los bienes del Estado o de empresas o instituciones en que éste tenga parte, cuya administración, tenencia o custodia se le haya confiado por razón o con ocasión de sus funciones, aplicación oficial diferente de aquella a que están destinados, o comprometa sumas superiores a las fijadas en el presupuesto, o las invierta o utilice en forma no prevista en éste, en perjuicio de la inversión social o de los salarios o prestaciones sociales de los servidores, incurrirá en prisión de dieciséis (16) a cincuenta y cuatro (54) meses, multa de trece punto treinta y tres (13.33) a setenta y cinco (75) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas por el mismo término. ARTÍCULO 400. PECULADO CULPOSO. El servidor público que respecto a bienes del Estado o de empresas o instituciones en que éste tenga parte, o bienes de particulares cuya administración, tenencia o custodia se le haya confiado por razón o con ocasión de sus funciones, por culpa dé lugar a que se extravíen, pierdan o dañen, incurrirá en prisión de dieciséis (16) a cincuenta y cuatro (54) meses, multa de trece punto treinta y tres (13.33) a setenta y cinco (75) salarios mínimos legales mensuales vigentes e inhabilitación para el ejercicio de funciones públicas por el mismo término señalado.

ARTÍCULO 408. VIOLACIÓN DEL RÉGIMEN LEGAL O CONSTITUCIONAL DE INHABILIDADES E INCOMPATIBILIDADES. El servidor público que en ejercicio de sus funciones intervenga en la tramitación, aprobación o celebración de un contrato con violación al régimen legal o a lo dispuesto en normas constitucionales, sobre inhabilidades o incompatibilidades, incurrirá en prisión de sesenta y cuatro (64) a doscientos dieciséis (216) meses, multa de sesenta y seis punto sesenta y seis (66.66) a trescientos (300) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de ochenta (80) a doscientos dieciséis (216) meses. ARTÍCULO 409. INTERÉS INDEBIDO EN LA CELEBRACION DE CONTRATOS. El servidor público que se interese en provecho propio o de un tercero, en cualquier clase de contrato u operación en que deba intervenir por razón de su cargo o de sus funciones, incurrirá en prisión de sesenta y cuatro (64) a doscientos dieciséis (216) meses, multa de sesenta y seis punto sesenta y seis (66.66) a trescientos (300) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de ochenta (80) a doscientos dieciséis (216) meses. ARTÍCULO 410. CONTRATO SIN CUMPLIMIENTO DE REQUISITOS LEGALES. El servidor público que por razón del ejercicio de sus funciones tramite contrato sin observancia de los requisitos legales esenciales o lo celebre o liquide sin verificar el cumplimiento de los mismos, incurrirá en prisión de sesenta y cuatro (64) a doscientos dieciséis (216) meses, multa de sesenta y seis punto sesenta y seis (66.66) a trescientos (300) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de ochenta (80) a doscientos dieciséis (216) meses. ARTICULO 412. ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO. El servidor público que durante su vinculación con la administración, o quien haya desempeñado funciones públicas y en los dos años

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BERBIQUÍ siguientes a su desvinculación, obtenga, para sí o para otro, incremento patrimonial injustificado, siempre que la conducta no constituya otro delito, incurrirá en prisión de noventa y seis (96) a ciento ochenta (180) meses, multa equivalente al doble del valor del enriquecimiento sin que supere el equivalente a cincuenta mil (50.000) salarios mínimos legales mensuales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas de noventa y seis (96) a ciento ochenta (180) meses” Frente a las penas debe decirse que éstas se aumentaron con la ley 890 de 2004, a partir del 1o. de enero de 2005. III. Responsabilidad Fiscal a. En cuanto a la aplicación de la acción fiscal a los asesores y contratistas La ley 610 de 2000 es la norma aplicable para establecer la responsabilidad fiscal en caso de que ésta se configure. En cuanto a los asesores y consultores, la norma es clara en que son sujetos de sanción, sin entrar en miramientos, ni interpretaciones adicionales de ninguna índole. El proceso de responsabilidad es definido, en la ley, como el conjunto de actuaciones administrativas adelantadas por las Contralorías con el fin de determinar y establecer la responsabilidad de los servidores públicos y de los particulares particulares, cuando en el ejercicio de la gestión fiscal o con ocasión de ésta, causen por acción u omisión y en forma dolosa o culposa un daño al patrimonio del Estado. A su vez gestión fiscal se define como el conjunto de actividades económicas, jurídicas y tecnológicas, que realizan los servidores públicos y las personas de derecho privado que manejen o administren recursos o fondos públicos, tendientes a la adecuada y correcta adquisición, planeación, conservación, administración, custodia, explotación, enajenación, consumo, adjudicación, gasto, inversión y disposición de los bienes públicos, así como a la recaudación, manejo e inversión de sus rentas en orden a cumplir los fines esenciales del Estado, con

sujeción a los principios de legalidad, eficiencia, economía, eficacia, equidad, imparcialidad, moralidad, transparencia, publicidad y valoración de los costos ambientales. b. Objeto de la responsabilidad fiscal La responsabilidad fiscal tiene por objeto el resarcimiento de los daños ocasionados al patrimonio público como consecuencia de la conducta dolosa o culposa de quienes realizan gestión fiscal mediante el pago de una indemnización pecuniaria que compense el perjuicio sufrido por la respectiva entidad estatal10. c. Elementos de la responsabilidad fiscal La responsabilidad fiscal se encuentra integrada por los siguientes elementos: · Una conducta dolosa o culposa atribuible a una persona que realiza gestión fiscal. · Un daño patrimonial al Estado. · Un nexo causal entre los dos elementos anteriores. El artículo 6 de la mencionada ley define el daño patrimonial al Estado como la lesión del patrimonio público, representada en el menoscabo, disminución, perjuicio, detrimento, pérdida, uso indebido o deterioro de los bienes o recursos públicos, o a los intereses patrimoniales del Estado, producida por una gestión fiscal antieconómica, ineficaz, ineficiente, inequitativa e inoportuna, que en términos generales, no se aplique al cumplimiento de los cometidos y de los fines esenciales del Estado, particularizados por el objetivo funcional y organizacional, programa o proyecto de los sujetos de vigilancia y control de las contralorías. Dicho daño podrá ocasionarse por acción u omisión de los servidores públicos o por la persona natural o jurídica de derecho privado, que en forma dolosa o culposa produzcan directamente o contribuyan al detrimento al patrimonio público.

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Artículo 4 de la ley 610 de 2000.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA d. Procedimiento Fiscal en la Contraloría La Contraloría inicia el proceso de oficio o a petición de parte. En ese instante se pone en actividad la Contraloría a través de una investigación preliminar. En cualquier parte del proceso se pueden decretar medidas cautelares sobre los bienes de la persona presuntamente responsable de un detrimento al patrimonio público, por un monto suficiente para amparar el pago del posible desmedro al erario. La investigación preliminar tiene por objeto verificar la competencia del órgano fiscalizador, la ocurrencia de la conducta y su afectación al patrimonio estatal, determinar la entidad afectada e identificar a los servidores públicos y a los particulares que hayan causado el detrimento o intervenido o contribuido a él. Para realizar la investigación la Contraloría tiene funciones de Policía judicial. De hecho el artículo 10 de la ley 610 de 2000 indica: “Los servidores de las contralorías que realicen funciones de investigación o de indagación, o que estén comisionados para la práctica de pruebas en el proceso de responsabilidad fiscal, tienen el carácter de autoridad de policía judicial. Para este efecto, además de las funciones previstas en el Código de Procedimiento Penal, tendrán las siguientes: 1. Adelantar oficiosamente las indagaciones preliminares que se requieran por hechos relacionados contra los intereses patrimoniales del Estado. 2. Coordinar sus actuaciones con las de la Fiscalía General de la Nación. 3. Solicitar información a entidades oficiales o particulares en procura de datos que interesen para solicitar la iniciación del proceso de responsabilidad fiscal o para las indagaciones o investigaciones en trámite, inclusive para lograr la identificación de bienes de las personas comprometidas en los hechos generadores de daño patrimonial al Estado, sin que al respecto les sea oponible reserva alguna. 4. Denunciar bienes de los presuntos responsables

ante las autoridades judiciales, para que se tomen las medidas cautelares correspondientes, sin necesidad de prestar caución.” En igual sentido, puede conformar grupos interinstitucionales de investigación con la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría General de la Nación, las personerías y las entidades de control de la administración, podrán establecer con carácter temporal y de manera conjunta, grupos especiales de trabajo para adelantar investigaciones que permitan realizar la vigilancia integral del manejo de los bienes y fondos públicos, así como las actuaciones de los servidores públicos. Las pruebas practicadas por estos grupos especiales de trabajo tendrán plena validez para los respectivos procesos fiscales, penales, disciplinarios y administrativos. La acción caducará en cinco años si desde la ocurrencia del hecho generador del daño al patrimonio público no se ha proferido auto de apertura del proceso de responsabilidad fiscal. Este término empezará a contarse para los hechos o actos instantáneos desde el día de su realización, y para los complejos, de tracto sucesivo, de carácter permanente o continuado desde el último hecho o acto. La responsabilidad fiscal prescribirá en cinco (5) años, contados a partir del auto de apertura del proceso de responsabilidad fiscal, si dentro de dicho término no se ha dictado providencia en firme que la declare. IV. Responsabilidad Disciplinaria a. En cuanto a la aplicación de la acción disciplinaria a los asesores y contratistas A los contratistas del Estado no se les puede aplicar las normas del Código Disciplinario Único, toda vez que el mismo en el artículo 25 establece que los destinatarios de la Ley disciplinaria son: “los servidores públicos aunque se encuentren retirados del servicio y los particulares contemplados en el artículo 53 del Libro Tercero de este código”.

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BERBIQUÍ A su vez, el artículo 53 del mencionado Código establece: “Sujetos disciplinables. El presente régimen se aplica a los particulares que cumplan labores de interventoría en los contratos estatales; que ejerzan funciones públicas, en lo que tienen que ver con éstas; presten servicios públicos a cargo del Estado, de los contemplados en el artículo 366 de la Constitución Política, administren recursos de éste, salvo las empresas de economía mixta que se rijan por el régimen privado”. De otra parte, la Sentencia C-280 de 1996 de la Corte Constitucional ratifica la imposibilidad de aplicar las normas del CDU a quienes hayan suscrito contratos de prestación de servicios con el Estado así: “(…)8- La situación es diferente en el caso de la persona que realiza una determinada actividad para el Estado a través de un contrato de prestación de servicios personales o de servicio simplemente, pues allí no se presenta la subordinación de una parte frente a la otra, que es un elemento determinante de la calidad de disciplinable como se señaló anteriormente. En efecto, entre el contratista y la administración no hay subordinación jerárquica, sino que éste presta un servicio, de manera autónoma, por lo cual sus obligaciones son aquellas que derivan del contrato y de la ley contractual. Entonces, no son destinatarios del régimen disciplinario las personas que están relacionadas con el Estado por medio de un contrato de prestación de servicios personales, por cuanto se trata de particulares contratistas y no de servidores públicos (…) Lo que no se ajusta a la Carta es que a estos contratistas se les aplique la ley disciplinaria, que la

Constitución ha reservado a los servidores públicos, por cuanto el fundamento de las obligaciones es distinto (…)”. De todo lo anterior se desprende que no cabe ninguna responsabilidad disciplinaria contra algún contratista del Estado. Conclusiones Por lo anteriormente expuesto se concluye que los contratistas del Estado tienen la posibilidad de ser investigados en los ámbitos civil, fiscal y penal. En esta última órbita a pesar de que los delitos son construidos para un sujeto activo calificado — servidor público—, su extensión en la aplicación para particulares que cumplan funciones públicas en casos de contratación se colige del artículo 56 de la ley 80 de 1993 reseñado supra. Con respecto a los otros reatos o delitos, el hecho de que en algunas ocasiones los contratistas del estado participen en el proceso de formación, celebración, ejecución o terminación de contratos estatales, implica que la responsabilidad penal de los asesores se podría ver ampliada a pesar de la no inclusión exegética en el texto punitivo de las conductas ajenas al campo contractual. Esa adscripción típica se daría cuando los asesores en el ámbito de su función contractual incurrieran en conductas tales como peculado, enriquecimiento ilícito y los delitos que se agrupan bajo el nombre de celebración indebida de contratos. Por último, se excluye la posibilidad de ser sancionado disciplinariamente, luego esa es la única exclusión de responsabilidad en el marco de la labor que realizan los funcionarios del Estado.

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El mito de la independencia de los jueces Andrés Nanclares Arango

L

a independencia del juez, es uno de los soportes estructurales del Estado constitucional liberal. Pero esa independencia adquiere un significado más plausible en el Estado social de derecho. Si el juez no es funcional, personal y profesionalmente independiente, difícilmente podremos admitir que el Estado en que vivimos es de derecho. Entre nosotros, a mi modo de ver, esa independencia es un mito, una impostura. Ya en otro escrito, he enumerado los mecanismos a través de los cuales se le impide al juez ser independiente en los tres sentidos señalados. En un ensayo titulado “Del juez domesticado al juez cerrero”, relacioné algunos de esos grilletes que el Estado constitucional deformado en que vivimos, le ha puesto al juez para impedirle ser realmente un juez y no un burócrata al servicio de la administración judicial. Dije, por ejemplo, que el sistema de reclutamiento de los jueces jueces, esto es, el llamado concurso de méritos méritos, en la medida en que está

fundamentado en exámenes tipo escogencia múltiple, predetermina el perfil funcional, formativo y profesional que el Estado desea en quienes se postulan para ocupar estos cargos. Del contenido de esas pruebas, así como de la orientación ideológica que subyace en ellas, se infiere que al Estado no le interesa incorporar jueces con capacidad argumentativa y dotados de una sólida formación filosófico-política. Esos exámenes revelan que para el Estado no es determinante, a la hora de seleccionar el cuerpo de jueces, la pasta anímica e intelectual de los aspirantes, es decir, su preocupación está lejos de descubrir qué tipo de persona hay detrás del examen, ni tampoco cuáles son los valimientos intelectuales que habrá de utilizar en el desempeño de su función. La calidad humana del aspirante, no tiene ninguna incidencia en su designación. De ahí la turba de prepotentes e insensibles talmudistas que ha venido invadiendo todos los estamentos del aparato judicial. Expresé también en ese trabajo cómo la verticalización que padece la administración de

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BERBIQUÍ justicia en materia de evaluación de la calidad del trabajo de los jueces, estaba conduciendo a entronizar en el país una definida administración de justicia confesional confesional. Referí cómo, si el superior funcional era el encargado de calificar la calidad del trabajo del juez, era obvio que se diera la sub ordina ción cco onc ual. Y agregué que si esto ubo dinación nceep tual era así, como sin duda lo es, podíamos abandonar la esperanza de tener algún día un cuerpo de jueces profesionales que superara al cuerpo de jueces burocráticos que hoy impera. En ese artículo, dije otras cosillas. Pero no las repito porque sólo he querido arrebatarle al viento, para no olvidarlas, las atrás enumeradas. Sin embargo, creo pertinente adicionar otros dos o tres obstáculos que, a mi juicio, se oponen a que los jueces no sean tan independientes como lo requiere un verdadero Estado social de derecho. Para no alargarme, seré un tanto esquemático. Voy a aludir, en primer término, a una de esas barreras que no había puesto de presente en el artículo mencionado. Se trata de la falta d e ind uc i o nal d oder indee p e n d dee ncia inst instii ttuc onal dee l P Po udicial. Para utilizar la locución cara a una J udicial corriente jurídico-penal, creo que esta es la raíz maldita de la cual han venido saliendo esas frutas envenenadas que son algunos de los jueces de hoy. Actualmente, la independencia de los jueces está supuestamente protegida por un organismo de autogobierno formal formal, encargado de velar por su respeto y, al tiempo, de exigir de los jueces responsabilidad. Ese árbitro instituido para proteger a los jueces de cualquier intromisión en su independencia desde

dentro y desde fuera, es el Consejo Superior de la Judicatura. Pero esta institución, como lo sabemos todos, no ha sido garantía de defensa de esa independencia. La razón es que, desde su nacimiento, se le privó de una posición autónoma política política, sin la cual se le hace imposible liberarse de realizar el trabajo sucio que el Ejecutivo y el Legislativo, dotados de toda la astucia del mundo, le delegaron. De acuerdo con el artículo 254 de la Constitución Política, la composición de la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, tiene un origen netamente judicial. Sus miembros son nombrados por la Corte Suprema de Justicia, la Corte Constitucional y el Consejo de Estado. Pero, en la práctica, como nos consta, pocos de quienes allí han llegado provienen del seno de la judicatura, de la entraña de la academia o de las instituciones que conocen a fondo el funcionamiento y la naturaleza de la función judicial. La Sala Disciplinaria del Consejo, en cambio, está integrada, abiertamente, por personas elegidas por el Congreso Nacional de ternas presentadas por el Gobierno. La conclusión es obvia: el Consejo Superior de la Judicatura es la mano peluda del Ejecutivo y el Legislativo en el Poder Judicial. Aunque se le confirieron facultades para elaborar el proyecto de presupuesto, se le negaron capacidades decisorias en esta materia, puesto que para actuar necesita de la financiación del exterior y para ejecutar sus decisiones requiere del concurso de la Administración Pública; y aunque no son el Legislativo y el Ejecutivo los que directamente evalúan la responsabilidad disciplinaria de los

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA jueces, todos sabemos, por el origen político de los miembros de la Sala Disciplinaria, que son esos dos órganos del poder los que ejercen el control sobre la conducta de los jueces. Por eso sostengo que mientras el Consejo Superior de la Judicatura no tenga una posición realmente autónoma, no podrá darse el autogobierno de los jueces jueces, que es el fundamento de su verdadera independencia. Si el Consejo Superior de la Judicatura no es autónomo, y si además de él han sido excluidos los jueces y los magistrados, menos aún va a ser independiente, por derivación, el Poder Judicial en su conjunto. Lo que hasta ahora ha hecho el Estado, para no mancharse las manos mediante la intervención directa en la independencia de los jueces, es escoger personas de su entera confianza para conformar el Consejo Superior de la Judicatura. Son ellas las que, durante estos años, han hecho “lo que se debe y se puede hacer”, según los dictados del Ejecutivo y el Legislativo. Otro obstáculo para obtener una plena independencia de los jueces, lo constituye el hecho de que su actividad sea inseparable de la Fiscalía General de la Nación. Todos sabemos que el nombramiento del Fiscal, tiene un origen político, así sea la Corte Suprema de Justicia la que lo elige. Si el Fiscal General depende rigurosamente del gobierno, es apenas de esperarse que a través de él el Ejecutivo condicione la función judicial. En estas circunstancias, para utilizar una expresión coloquial, usada a su vez por el ensayista español Alejandro Nieto, los jueces tienen el enemigo adentro adentro. En la casa. Conviven con él. Ese enemigo es la Fiscalía. Si el Fiscal General es hechura del Ejecutivo, y si los fiscales que trabajan a su servicio son mantenidos atemorizados mediante

el mecanismo de la interinidad en sus cargos, a nadie debe extrañarle que determinada decisión de un juez, proferida al margen de las políticas estatales, si no es bien recibida en los círculos del Ejecutivo, sea sometida al más duro de los enjuiciamientos por parte de la Fiscalía. Es de sobra conocido cómo muchos jueces, cuando sus decisiones se apartan de las posturas fiscales, son denunciados, enjuiciados y condenados por prevaricato, unas veces por iniciativa del propio fiscal de la causa, quien de esta forma pone a salvo su pellejo, y otras por orden expresa y terminante de la cúpula de la Fiscalía General. De esta forma, resulta triturada la independencia funcional de los jueces. Sólo algunos, pero no una mayoría, se atreven a discrepar, por lo menos en los casos de resonancia, del criterio del fiscal, a sabiendas de que esta manifestación de independencia puede amargarles la vida. Otro mecanismo que incide en el recorte de la independencia de los jueces, es la presión de los medios de comunicación. A mediados del siglo XX, a la prensa se le concedió el título de Cuarto Poder. Y la verdad es que, desde entonces, quedó al mismo nivel del Ejecutivo y el Legislativo. Hasta hoy, los medios hacen de ruedas de transmisión de estos dos poderes. No es una exageración. Es una realidad. Todos lo hemos verificado. Cuando se enfrenta un juez con un medio, bien sea porque le tergiversa el sentido de un fallo, o bien porque su criterio no coincide con el del periódico o el noticiero, las de ganar la llevan los periodistas. En principio, la superioridad del juez, desde el punto de vista institucional, es innegable. Puede condenar a un periodista u obligarlo a rectificar.

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BERBIQUÍ Pero, en la práctica, en lo cotidiano, prevalece la opinión de los dueños de los medios. Ellos, a través de su ejército de gacetilleros, pueden caricaturizar la decisión del juez y hacer a los cuatro vientos, con ánimo destructivo, insinuaciones perversas sobre su vida y sus relaciones personales. El propósito es apabullarlo. Descalificarlo socialmente. Mostrarle a la gente cómo el juez, aunque crea lo contrario, no es más que un peón de brega al servicio de la política general del Estado. En pocas palabras, un funcionario que debe funcio nar funcionar nar, por A o por B, de acuerdo con las directrices de una política y una geopolítica de coyuntura. Esa actitud, no lo puede asumir el juez respecto de quien se atreve, desde estas tribunas, a mancillar su independencia. Queda inerme. Queda expuesto, como un ridículo espantajo, a la picota pública. Y en su inconsciente, esta experiencia lo autolimita para tomar libremente, de ahí en adelante, determinaciones que contradigan el parecer del Cuarto Poder. Por último, quiero referirme a otro mecanismo que ha utilizado el Estado para impedir que se dé en la práctica la independencia de los jueces. Hablo de los llamados tribunales de arbitramento arbitramento. En principio, la función judicial ha sido instituida para resolver los conflictos entre los particulares. En este campo, no suele intervenir el poder político, por cuanto esos problemas, en la medida en que no introducen ningún sobresalto en su entraña, se le hacen insignificantes. Otra cosa se da cuando se trata de dar solución a los problemas de alta monta que se presentan entre el Estado y los particulares. Ahí los jueces se tornan incapaces o dignos de sospecha. Entonces se los sustrae de conocer de estos asuntos y se instituyen los abominables tribunales de arbitramento, que no son otra cosa que una verdadera parajusticia parajusticia. Como allí se mueven serios intereses, el poder político sabe que estos casos no pueden ser dejados en manos de los jueces, sin correr

el riesgo de que, al resolverlos, los ataque el virus de la independencia funcional. Sustraídos los jueces de resolver los conflictos en los que están en juego desorbitantes capitales, su conocimiento se le asigna a una élite cerrada de falladores de facto y coyuntura coyuntura, ajenos a la administración de justicia. De esta forma, la función de los verdaderos jueces, como lo sabemos todos, queda restringida a ordenar lanzamientos, ejecutar obligaciones de poca cuantía, cobrar impuestos y letras de cambio y recaudar la cartera de las entidades financieras. No quiero fatigarlos más con estas obviedades. Sé que he descubierto el agua tibia y que les he abierto los ojos a dos o tres vacas. Pero como no faltará quién pregunte cuál es, entonces, la salida para que algún día el mito de la independencia de los jueces se haga realidad, ensayaré una opinión. La verdad-verdad, es que, como no soy el genio de la botella, tampoco sé cómo hacer de los jueces funcional, personal y profesionalmente independientes. Pero, con todo, quiero aventurar un sueño. Me parece que los jueces, si se atreven a salir del pragmatismo que hasta hoy los ha tenido eal y, hecho cautivos, podrían int intee r io iorr izar un id ideal esto, agitarlo como bandera, orientada a materializar algún día la tan deseada y necesaria independencia. Hablo de lo que se ha llamado patrimonialización o apropiación corporativa de la función judicial judicial. Quiero decir que la justicia debería ser patrimonio de los jueces. Esa es la misión misión, a mi juicio, que deben adoptar los jueces dentro de su plan estratégico en pro de la justicia y la defensa del Estado social de derecho. Esa alta tarea, podría ponerlos a salvo del rapto de que han sido víctimas. Más vale que el Consejo Superior de la Judicatura esté en manos de los jueces y los magistrados, y no de los políticos o de los paracaidistas de todos los frentes. En eso, en apropiarse del timón, del casco, de los camarotes, de la proa y la popa —en pocas palabras, de la nave entera—, consiste la

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patrimonialización corporativa de la función judicial judicial. Por este ideal, podrían luchar las asociaciones de empleados y los colegios de jueces, en lugar de desgastarse organizando bailes e imponiendo medallas. Esta podría ser una idea clara y concreta por la que podría lucharse, en vez de quedarse dando batallas aisladas, de poca altura y ninguna trascendencia, que no conducen a hacer realidad la independencia de los jueces. Por algo puede empezarse. A mí se me ha metido en la cabeza, y a lo mejor esté loco o equivocado, que a la estructura de la administración de justicia puede dársele un vuelco de verdad importante, si se ejerce presión para que el sistema electivo de los jueces sea modificado. Por esta vía, de eso sí estoy seguro, podría llegarse, a la corta y a la larga, a la patrimonialización corporativa de la función judicial judicial.

Un día bosquejé esta fórmula. Dije que podría mantenerse el acceso al Poder Judicial por el sistema de concurso sólo para quienes quieran ingresar en calidad de jueces municipales, pero siempre y cuando se modifiquen los exámenes tipo elección múltiple por los de tipo ensayo. De ahí en adelante, es decir, en la escala de ascensos, este sistema de concurso ya no operaría. De ahí hacia el futuro, habría que poner a funcionar un sistema electoral interno para quienes aspiren a ser jueces del circuito. Quienes tendrían derecho a votar para una vacante a nivel del circuito, serían los jueces municipales que entraron por el sistema de concurso. Nadie más. Lo mismo pasaría con los jueces del circuito. Si alguno de ellos quiere postularse para magistrado de distrito, serían sus émulos —los mismos jueces del circuito— quienes votarían por uno de ellos que se haya inscrito como candidato, previa la

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BERBIQUÍ satisfacción de unos requisitos objetivos y subjetivos. Dentro de esta misma línea ascendente, si resulta una vacante en la Corte Suprema de Justicia, el candidato sólo podría surgir del grupo de magistrados de distrito, quienes elegirían a uno de sus pares por votación interna para ocupar esa plaza. Esto supone, como dije al principio, que de igual forma, y previamente, los jueces de todas las categorías —incluidos los magistrados—, a estas alturas ya han elegido, mediante el voto, de entre

los candidatos pertenecientes a la Rama Judicial que se hayan inscrito, a todos los integrantes del Consejo Superior de la Judicatura, que sería el organismo encargado de disponer lo necesario para desarrollar este mecanismo de elección escalonado. Esta es la única manera, me parece, de hacer realidad, en aras de alcanzar la independencia integral de los jueces, la patrimonialización o apropiación corporativa de la función judicial judicial, ideal en torno al cual los invito a reflexionar. Ahí les dejo esta granada. Que alguien levante la espoleta.

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Políticas públicas de mujer y género: ¿Hacia dónde vamos?* Margarita María Peláez M.

No deja de ser un alivio: no abandonar nuestro sexo, sino desconstruir nuestro género.

Julieta Kirkwood Introducción Para analizar las políticas antidiscriminatorias o políticas de igualdad, nos tenemos que situar en el contexto político de cada país y en sus tradiciones y procesos. Además en los principios, valores políticos y éticos que animan su formulación y los objetivos buscados. En Colombia, el énfasis en las medidas y acciones se ha puesto en el conocimiento, información, sensibilización y formación acerca del problema de la desigualdad de las mujeres, proceso similar al seguido por otros países de América Latina, como lo analiza Judith Astelarra en su estudio: «Políticas de Género en la Unión Europea y algunos apuntes sobre América Latina» (Astelarra, 2004). En este estudio, como en otros realizados sobre el tema por varias investigadoras,

* Ponencia presentada al Seminario «Las políticas de mujer y género en el nivel local: trueque de saberes y experiencias». Alcaldía Mayor de Bogotá - Política Pública de Mujer y Género. Junio 14,15, 16 de 2005.

se señala que estas medidas han sido las prioritarias, con pocas actuaciones estructurales contra la discriminación, como han sido las propuestas de cambios en las legislaciones, que tuvieron como factores influyentes los acuerdos surgidos en la Primera Conferencia Internacional de la Mujer, celebrada en México en 1975; la promulgación y entrada en vigencia de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres CEDAW y la Declaración y Programa de Acción aprobados en la Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Viena en 1993, en donde se legitimó la existencia de los Derechos Humanos de las Mujeres. Como estrategias de intervención pública para transformar el sistema social de género se han utilizado las siguientes: Igualdad de oportunidades, Acción Positiva, Transversalidad y Paridad (que utiliza la acción positiva y la transversalidad). Estas propuestas han dependido del tipo de cambio que se requiera conseguir, de las políticas públicas a las que obedezcan, del enfoque de desarrollo al que se

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BERBIQUÍ le apueste, de la concepción de Estado y práctica de la participación ciudadana que se tenga. El sistema de género, generador de desigualdades, debe ser cambiado. Así se ha reconocido y la igualdad ha pasado a ser un reto para los Estados que se dicen democráticos, quienes a partir de la década de los ochenta del siglo XX, crearon organismos y mecanismos nacionales que dieran cuenta de políticas que beneficiaran a las mujeres mediante planes de igualdad de oportunidades, como fueron los conocidos en América Latina y en Colombia a partir de los años noventa. La Igualdad de Oportunidades A 51 años del voto femenino en Colombia, recordemos que las feministas sufragistas del siglo XIX y XX eran conscientes que la exclusión del mundo público era el obstáculo a la consecución de su ciudadanía; estas luchas se mantuvieron y han logrado diversas expresiones en el siglo XX y en lo que va del siglo XXI. La iguaIdad de oportunidades hace parte de la tradición del liberalismo clásico que en sus postulados filosóficos plantea que todos los individuos deben tener las mismas oportunidades para su desarrollo personal y que las diferencias que se produzcan entre ellos obedecerán a los méritos diferentes que tienen las personas en particular (Prince, 2004). La influencia de esta concepción liberal en la configuración del Estado moderno, fue la que dio origen a las políticas públicas. La iguaIdad de oportunidades para las mujeres se mide y se valora en relación con los privilegios asignados por el sistema de género a los hombres. La política de igualdad de oportunidades se ha centrado en revisar los marcos legales que permiten mantener las desigualdades y la cultura discriminatoria, para lo cual han desarrollado propuestas educativas a fin de que las mujeres tengan conciencia de sus derechos y conocimientos suficientes sobre ellos en todos los ámbitos de la vida social, política, cultural y económica.

Se han realizado diagnósticos y construido estadísticas sobre la participación femenina y masculina en los diferentes sectores —educativo, laboral y de salud, entre otros—, con el propósito de corregir la participación femenina en aquellos espacios donde sea notable su ausencia y en donde los valores femeninos sean inferiores a los masculinos. Se ha tratado de cambiar a las mujeres, de transformar su identidad de amas de casa por la de ciudadanas con plenos derechos, para garantizar su tránsito y presencia en el espacio público y en los espacios donde se toman las decisiones. Las políticas de igualdad de oportunidades han aportado información y conocimiento sobre las condiciones de vida de las mujeres, su triple rol, las dificultades y obstáculos en el acceso y disfrute de los beneficios del desarrollo, las exclusiones vividas y sufridas. Información que ha servido para argumentar y demostrar que el punto de partida para la participación en el mundo público no es igual para las mujeres en relación con los hombres. La equidad reivindica una estrategia política que permita corregir la desigualdad; esta es la acción positiva o las medidas de discriminación positiva, que implican ir más allá de la igualdad de oportunidades, presionando el ingreso de mujeres a campos tradicionalmente negados para ellas, para lograr neutralizar estos espacios y conseguir redistribuir los privilegios generados desde allí. No es el objetivo de ésta reflexión centrar el análisis en esta estrategia, ya analizada en mi artículo “La Ley de cuotas, un mecanismo para democratizar la democracia”,1 pero si desearía señalar que a esta estrategia de igualdad de oportunidades se le hacen reconocimientos como ser el punto de partida para el desarrollo de otras políticas que entienden que la desigualdad de género es parte estructural de la desigualdad social y económica. El ejemplo mejor 1. Artículo publicado en el cuaderno N°3 del Centro Interdisciplinario de Estudios en Género CIEG de la Universidad de Antioquia. Noviembre de 2003.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA de ésta política fue la Plataforma de Acción de Beijing en 1975. Antecedentes de las Leyes de Igualdad El interés por las leyes de igualdad fue motivado por la presión de las mujeres en los foros internacionales. En ellos sistemáticamente se ha denunciado el carácter androcéntrico de la legislación y la necesidad de incorporar en ella los derechos de las mujeres. Con la creación en las Naciones Unidas de la Comisión Social y Jurídica de la Mujer muchos gobiernos incluyeron en sus Constituciones y legislaciones el tema de la igualdad, pero estas medidas no bastaron, pues las brechas y desigualdades siguieron existiendo. Esta situación motiva la discusión sobre la igualdad de derecho o de jure y la realidad vivida por las mujeres en relación con los hombres. En la Primera Conferencia Internacional de la Mujer en 1975 en México, se aprobó el Primer Plan de la Mujer, creando un ambiente favorable al tema y un compromiso de los gobiernos presentes. A raíz de esta conferencia se da inicio en América Latina a las oficinas, subsecretarías, secretarías e institutos de la mujer (García, 2004). Fue fundamental en 1981 la realización de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres CEDAW. La no discriminación hacia la mujer fue el norte en las discusiones y lineamientos de política que ambientaron la Tercera Conferencia de la Mujer en 1985. A partir de ella el debate se enriqueció y motivó con la necesidad de eliminar la discriminación de facto; era claro que no bastaba sólo la legislación. La Conferencia de Beijing (1995) fue enfática en declarar que los derechos de las mujeres no se harían realidad si entre los múltiples obstáculos para lograr que la igualdad de jure se convirtiera en igualdad de facto, se encontraba la falta de conciencia de hombres y mujeres sobre los derechos que corresponden por ley a ellas y menos aún si se

desconocían las instancias jurídicas y administrativas de que debían servirse para ejercerlos. “Los planes de igualdad de oportunidades, han tenido como marco legal fundante el principio de igualdad exclusivamente.”2 Los planes de igualdad se han ido acogiendo y ajustando, en la medida que avanzan los debates y se consiguen claridades conceptuales desde las investigaciones sobre el tema. Se deben a la presión ejercida por el Movimiento Social de Mujeres, a los acuerdos internacionales y a los debates sobre necesidades nacionales, que han posibilitado a la naciente política ir progresivamente cambiando del enfoque centrado en el desarrollo, al de género en el desarrollo y a ir asumiendo diversas estrategias de intervención: la igualdad de oportunidades, la acción positiva, la transversalidad, el mainstreaming y la paridad. Lo paradójico en este proceso ha sido que, en la mayoría de países de América Latina, el avance en los planes de igualdad se ha dado sin tener el soporte jurídico correspondiente, el cual ha sido posteriormente presionado por las instancias nacionales encargadas del tema. Este fenómeno le ha costado a los procesos de institucionalización de la política permanentes inviabilidades legales y administrativas, por carecer del marco que legalice las intervenciones sectoriales, además de gran desgaste (García, 2004). Es necesario recordar que las leyes de igualdad existen en Latinoamérica desde hace aproximadamente quince años. El que Colombia las tenga significa que estamos en el eje fundamental de la doctrina de los derechos humanos, sin que esto implique que con el solo enunciado de la ley se hará realidad la igualdad.

2. GARCÍA Prince, Evangelina. Leyes y Políticas de Igualdad. Experiencias regionales y nacionales. Lecciones aprendidas. Instituto Interamericano de Derechos Humanos. Managua 24, 25 de Marzo 2004.

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BERBIQUÍ Hay que diferenciar las políticas públicas cuando obedecen a políticas estatales y cuando son políticas gubernamentales, para entender sus alcances, limitaciones, continuidad e impacto en los procesos. Recordemos que las leyes son políticas públicas estatales, orientadoras, que fundamentan las acciones, proyectos, programas y presupuestos. También son impulsoras de nuevos significados, conceptos y propuestas para el desarrollo social, económico, político y cultural del país. Algunos problemas generados a partir de las políticas de igualdad - Suponer que con sólo ratificar los Estados la Convención sobre todas las formas de discriminación contra la mujer, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979, ésta sería realidad. - Impulsar mecanismos de igualdad en contextos donde las bases conceptuales y los marcos legales reproducen las desigualdades de género ocasiona grandes dificultades y problemas. - La política de igualdad no está en centro del debate de los problemas nacionales ni en la agenda política del país. El Mainstreaming de género Este concepto empezó a circular después de celebrarse la Tercera Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre Mujeres (Nairobi, 1985). En 1986 la Comisión sobre Condición Social y Jurídica de la Mujer de la ONU decidió integrar mediante una resolución que comprometía a los Estados miembros, las estrategias orientadas hacia el futuro para el adelanto de la mujer en los programas de desarrollo tanto económicos como sociales. En 1995, en el contexto de la Cuarta Conferencia Mundial sobre las Mujeres, la Plataforma de Acción asume como estrategia el Mainstreaming de género, haciendo un llamado a que antes de que se aprueben políticas públicas y se tomen decisiones con acciones hacia poblaciones específicas, es necesario evaluar el impacto y los efectos que tendrán sobre los

hombres y las mujeres. Esta es la estrategia de igualdad de género más reciente e importante que se ha dado en la última década. Se considera que esta estrategia asume una concepción más amplia de la igualdad, pues involucra a hombres y mujeres en el compromiso de construir una nueva sociedad sin discriminación de sexo. Igualmente se amplía su acción a las políticas macroeconómicas y macrosociales para afectar e incidir más efectivamente en un problema que es estructural, involucrando a todos los actores de la sociedad. El término Mainstreaming de género es de difícil traducción, algunas personas lo equiparan a enfoque de género, pero el concepto tiene desde su origen, mayores implicaciones, pues le apunta como meta a la igualdad de género. Para el logro de ella, analiza las tendencias dominantes de la sociedad, que se plasman en las organizaciones, las políticas públicas, las formas de participación, la evaluación de procesos, la asignación de recursos y presupuestos, entre otras. El Mainstreaming de género, es un proceso político y a su vez es un proceso técnico que al incorporarse a todas las políticas públicas, requerirá ser asumido por todos los actores sociales, no será tema de especialistas sino que será del conocimiento básico y cotidiano de los actores involucrados. Se ha pensado esta estrategia como la mejor forma de incidir y afectar el carácter estructural de la desigualdad de género. El Mainstreaming de género no reemplaza la política de igualdad de género Esta estrategia no reemplaza a la política “tradicional” de igualdad de género, pues hace parte del proceso y es una condición necesaria. ¿Qué hacer en países donde los estudios sobre la mujer y el género no están desarrollados, donde este conocimiento está en poder de académicos, especialistas o en instancias encargadas de la igualdad de género? Hay que fortalecer la política de igualdad de género, sabiendo que el siguiente paso será el Mainstreaming.

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA El Mainstreaming y la política específica de igualdad no son solamente estrategias duales y complementarias sino que forman una estrategia doble y hay que tener mucha claridad sobre este aspecto para no dar pie a que se invaliden las políticas y espacios específicos que trabajan por la igualdad entre los géneros; éstos promueven acciones positivas, poseen planes de acción, aplican estrategias como el Mainstreaming. Esta estrategia sitúa a las personas en el núcleo de la toma de decisiones, por eso se la juzga un paso hacia un enfoque más humano y menos económico del desarrollo; apuesta a superar la pretensión de considerar que las políticas son “neutras”, porque hace pleno uso del recurso humano (hombres y mujeres), lo que supondría la reducción del déficit democrático que caracteriza nuestra sociedad. En síntesis, se pretende que la política de igualdad entre a la corriente de la cultura dominante y no dejar que el género sea un apéndice o asunto colateral. Se espera que el debate se mire desde otros ángulos, se entienda que el problema no está en que existan diferencias, sino que éstas sean valoradas y medidas con el referente y normas masculinas. Mainstreaming, Paridad y Transversalidad: uniendo la teoría con la práctica Estas estrategias tienen como objetivo avanzar en los desarrollos conceptuales y políticos de la dimensión de género en la intervención pública, teniendo como horizonte ir más allá de la igualdad de oportunidades. En sus inicios, la estrategia de Transversalidad pretendía comprometer mayores recursos e instancias de política pública en el propósito de ampliar las políticas contra la discriminación a todas las instancias del Estado; es lo que conocimos en la década de los noventa como Transversalidad institucional. En la actualidad se avanza al evaluar que: “la aplicación de la dimensión de género a las políticas públicas tiene como objetivo la evaluación del impacto en función del género que tengan, para

evitar consecuencias negativas no intencionales y para mejorar la calidad y eficacia de todas las políticas.”3 (Astelarra 2004:15) La Transversalidad entendida de esta manera, implica la aplicación con perspectiva de género de todas las actuaciones públicas, acciones, programas y políticas desde su fase de planeación hasta la de evaluación y análisis de impacto. En algunos países se impulsa la paridad como estrategia de la política de igualdad y como un tipo de acción positiva que tendría como objetivo superar la desigualdad formal entre hombres y mujeres. Con los avances de la Transversalidad y la puesta en marcha de la paridad se plantea afectar el sistema androcéntrico de género, pues se producirán nuevos simbólicos, donde hombres y mujeres estén en condiciones de igualdad, afectando la base cultural que ha sustentado la jerarquía de lo masculino sobre lo femenino. Sin embargo, queda aún mucho camino por recorrer, pues la sociedad debe pensar seriamente en modificar, transformar y cambiar la dicotomía entre las actividades públicas y privadas; en estas últimas se deben valorar y reorganizar las actividades, funciones y servicios producidos en la familia. También se debe mirar en doble vía, o sea, el espacio público y aquellos lugares que no han sido ocupados con la presencia de unos y otras en cada uno de los ámbitos de interacción social. Es decir, propuestas de políticas antidiscriminatorias que impulsen que los hombres participen cada vez más y de manera más activa en el hogar. En este proceso hemos aprendido - Que cuando se han unido voluntades entre diversos grupos de mujeres, de los partidos políticos, de la sociedad civil y la academia, se ha logrado liderar propuestas, proyectos y legislaciones que favorecen y dan respuesta a las necesidades de las mujeres. 3. ASTELARRA, Judith. Políticas de género en la Unión Europea y algunos apuntes sobre América Latina. CEPAL. Serie Mujer y Desarrollo. Santiago de Chile. Julio de 2004.

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BERBIQUÍ - Que si a este proceso se le acompaña de difusión, se mantiene una activa participación de los sectores implicados. Los resultados logrados han generado una opinión favorable y nos han fortalecido como grupo de presión. - Que cuando se ha partido de un proceso de concertación con las organizaciones y el movimiento social de las mujeres para presentar orientaciones políticas, programáticas y estratégicas en la dirección y continuidad de las políticas públicas de igualdad, hemos tenido acciones más firmes para cumplir con el objetivo de intervenir en las políticas ejes del Estado (Mainstream), que requieren de un gran esfuerzo de reformulación de prioridades en temas macroeconómicos y macrosociales (Peláez, 2002). - Cuando se ha asumido la perspectiva del desarrollo humano sostenible se avanza, pues este enfoque plantea la necesidad de integrar la equidad, la sustentabilidad, la productividad y el empoderamiento, con una redefinición hacia una democracia genérica, la cual implica el reconocimiento de la ciudadanía y, en todo caso, la conquista y ejercicio de los derechos políticos de las mujeres. La ciudadanía se puede ejercer de dos formas: por asimilación y por inclusión. La asimilación fortalece las relaciones desiguales entre hombres y mujeres, pues pretende reconocer como iguales a los (as) diferentes, siempre y cuando se parezca lo mayor posible a la comunidad. La inclusión parte del reconocimiento de las diferencias y los derechos políticos. (Peláez, 2002). - El asumir la perspectiva del desarrollo sostenible nos ha puesto en el centro del debate de un nuevo modelo de sociedad que parte de una relación diferente con la naturaleza, una nueva manera de relacionarnos hombres y mujeres, una nueva ética que da prioridad al cuidado de la vida y a la que le corresponde una nueva estética. (Peláez, 2002). - Necesitamos como principio fundante acudir a la ética de la igualdad y a la equidad como la filosofía que nos permitirá entendernos, aceptarnos en la diversidad y eliminar las injusticias entre nosotras. (Lagarde, 2003).

A manera de conclusión EI Movimiento Social de Mujeres, tiene en su agenda para la discusión la relectura y reinterpretación de los Objetivos del Milenio (ODM) desde un enfoque centrado en los derechos, la equidad y el género; así lo plantea en su llamado la Red de Salud de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe. Se trata de rescatar los avances logrados en las últimas décadas, que fueron ignorados en la Declaración del Milenio y que se habían ganado en las diversas conferencias mundiales realizadas en la década de los años noventa del siglo pasado, especialmente con los desarrollos logrados en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo (1994) y la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing(1995). Las políticas de igualdad pretenden que todas las mujeres disfruten de autonomía para tomar las decisiones sobre el propio cuerpo y sobre los espacios privados y los públicos, que les permita tener acceso a una vida digna. Para garantizar la autonomía es necesario transformar el modelo económico vigente y combatir la extrema desigualdad social, para lo cual se requiere fortalecer la laicidad y la exigibilidad de los derechos humanos. En todos los países de América Latina, las mujeres organizadas han sido las protagonistas de los cambios en las legislaciones, la adopción de políticas públicas a favor de las mujeres y la creación de los espacios institucionales desde donde se planean y coordinan las acciones para disminuir las discriminaciones que como género padecemos. Las políticas de igualdad de géneros han tenido como objetivo las necesidades de las mujeres. Si se está trabajando en remediar y acabar con el desequilibrio entre los sexos, sería lógico que la política se extendiera a la sociedad en su conjunto y a todos los niveles de política pública del Estado. Así, hombres y mujeres estarían comprometidos con la promoción de la igualdad (EG-S-MS, 2003). La lucha por la construcción de ciudadanía de las mujeres ha

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REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA exigido el concurso de muchas generaciones que han tenido que actuar con gran creatividad para poder ser admitidas en los espacios donde el monopolio del patriarcado sigue aportando la representación hegemónica y donde se sigue reproduciendo la exclusión femenina. (Lagarde, 2003). Como una estrategia para continuar con el proceso de desmonte de la opresión de género, recientemente algunos países han adoptado la paridad. Sin embargo se necesitará que varias generaciones vivan el ejercicio político de la paridad continuada, para que las mujeres puedan ser un referente simbólico universal y evaluar el grado de fracturas realizado al patriarcado. En la actual coyuntura electoral que vive el país nos toca jugar un papel más activo; en momentos

particularmente complejos, se necesita hacer política con hombres y mujeres, no patriarcales, de visión amplia, comprometidos/as con el cambio, pluralistas, estadistas, demócratas. Quisiéramos que la búsqueda de la solución a los problemas de injusticia social y desigualdades económicas fuera asumida de manera conjunta con la búsqueda de solución para las situaciones de injusticia y desigualdad que caracterizan a nuestra sociedad. Como se ha dicho muchas veces, una mujer en el poder cambia ella misma; muchas mujeres comprometidas con la causa de las mujeres y nuchas mujeres feministas en el poder, lograrán dar contenido, avance y sustentabilidad a nuestra nueva concepción del mundo y de la vida.

Bibliografía ASTELARRA, Judith. Políticas de género en la Unión Europea y algunos apuntes sobre América Latina. Unidad Mujer y Desarrollo. Secretaría ejecutiva. CEPAL, Serie Mujer y Desarrollo. Santiago de Chile. Julio de 2004. GARCÍA Prince, Evangelina. Leyes y Políticas de Igualdad. Experiencias regionales y nacionales. Lecciones aprendidas. Instituto Interamericano de Derecho Humanos. Programa de Derechos Humanos de las Mujeres. Departamento Entidades de Sociedad Civil IIDH. Procuraduría Especial de la Mujer. Nicaragua, Managua 24, 25 de Marzo 2004. Ponencia. . Reflexiones sobre algunos contextos teóricos para interpretar la articulación entre democracia y género. Ponencia presentada al II Congreso de Antropología. Simposio Democracia y Género. 5 de Noviembre de 104, Mérida, Venezuela. Grupo de especialistas en Mainstreaming de género (EG-S-MS) Mainstreaming de género, marco conceptual, metodología y presentación de “buenas prácticas”, informe final de actividades. Instituto de la Mujer, Madrid, 2003. LAGARDE, Marcela. El Feminismo y la mirada entre mujeres. Seminario Internacional sobre liderazgo y dirección para mujeres. Poder y empoderamiento de las mujeres. Valencia 2 y 3 de Abril de 2003. LAURELL, Ana Cristina. Globalización y reforma del Estado. En: Saúde,

equidade e género: un desafío para as políticas públicas. Brasilia Editora Universidad de Brasilia, 2000. LEÓN DE LEAL, Magdalena. Relación mujer y políticas públicas. Documento presentado al seminario sobre género. Universidad del Valle. 1993. . El género en la política pública de América Latina: neutralidad y distensión. Análisis Político (20), Bogotá, IEPRI, Septiembrediciembre de 1993. LONDOÑO, Argelia. Políticas públicas en salud para la equidad de género. En: Políticas públicas, mujer y salud. Universidad Itinerante. Memorias. Red de Salud .de las Mujeres Latinoamericanas y del Caribe. RSMLAC, Popayán, Noviembre de 2003. PELÁEZ, Margarita y Luz Estela Rodas. La política de género en el Estado Colombiano: un camino de conquistas sociales. Editorial Universidad de Antioquia. Octubre de 2002. SARMIENTO, Anzola Libardo. Balance de la política social y programas electorales. Revista Foro (23), Bogotá, 1994. WALBY, Sylvia. Mainstreaming de género: Uniendo la teoría con la práctica. Ponencia para las formadoras “Mainstreaming de género: conceptos y estrategias políticas y técnicas” Andalucía, 26 y 27 Octubre 2004.

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Discurso de instalación en el XIV Simposio Nacional de Jueces y Fiscales de Antioquia Olga María Toloza Pinillos

Que nuestros oídos escuchen aquello que es verdadero, Que nuestros ojos vean aquello que es puro, Que nuestro ser adore aquello que es Divino, Y aquellos que escuchan, oigan no mi voz sino la sabiduría de Dios. Salutación a Ganesha y a mi ángel azul

Antiguo símbolo de la Sabiduría, la Serpiente está presente desde la memoria más remota de la humanidad como que fue ella quien le ofreció el sagrado fruto del conocimiento que, a la postre, resultó mortal.

E

s costumbre de los foros académicos invocar la protección de un ser tutelar y cuando abordan el tema de la Justicia, se piensa invariablemente en Temis, la diosa griega del Destino. Pero en esta ocasión y con la anuencia de todos ustedes, rogaré el auspicio de la Serpiente, bien sea por el encanto casi mágico que personalmente me produce su presencia o porque ancestralmente nuestros pueblos indígenas, que la plasmaron en barro, oro y piedra, la veneran como madre, protectora de la vida, asociada al acto mismo de la creación. La Serpiente, reconocida universalmente en los mitos como una mujer fascinante y enigmática, es injustamente identificada con las fuerzas del mal en nuestra sociedad occidental. Antiguo símbolo de la Sabiduría,

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la Serpiente está presente desde la memoria más remota de la humanidad como que fue ella quien le ofreció el sagrado fruto del conocimiento que, a la postre, resultó mortal. Anterior al Génesis, los textos talmúdicos hablaron de Lilith, la Serpiente. Borges lo recuerda así: “Antes que Eva fue Lilith, y Lilith era en el paraíso una serpiente que fue la primera mujer de Adán... luego Dios hace dormir a Adán, saca a Eva de su costilla y entonces Lilith naturalmente siente envidia y tentará a Eva, y entonces Adán y Eva serán expulsados del paraíso y donde hubo árboles habrá cizaña cizaña, errarán por la Tierra, luego Eva dará a luz a Caín y después a Abel, Caín matará a Abel y tú —le dice Dios a la serpiente— beberás la sang ue sangrr e de dell m mue uerr t o ”. Lilith también está en los frescos de la


REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA Capilla Sixtina; es la madre de seres gigantescos y maravillosos, de dragones y héroes que poblaron el Cielo y los sueños de los antiguos. La cobra de Egipto es una de las divinidades protectoras de la primera unificación de imperios de que se tenga noticia; cada año, por el equinoccio de primavera, el Dios Quetzalcóatl, la serpiente emplumada de México, desciende desde los Cielos hasta la Tierra por la pirámide Kukulcán de Chichén Itzá, en medio de una fantasía sobrecogedora de luces y sombras. En la tradición hindú la Serpiente es la compañera de Ganesha, el dios barrigón y bondadoso con cabeza de elefante que gusta de los bombones, pero tan sabio como aquella. Durante el éxodo de los judíos por el desierto, Dios manda a Moisés construir una serpiente de bronce, y todo aquel que dirija sus ojos hacia ella será curado. El caduceo de Mercurio, en el cual se trenzan dos serpientes, tradicionalmente representa las relaciones comerciales y es el símbolo de la concordia y del equilibrio. En la mitología de nuestros kogui, las serpientes son seres inmortales que sólo cambian de piel y rejuvenecen eternamente. Jesús dirá en el evangelio de Mateo: “Sed prudentes como las serpientes”. Las palabras de Temis son sentencias divinas que dicta Pitón, la serpiente guardiana del oráculo; pero Apolo mata a la serpiente con sus mortales dardos; el

templo sagrado de las leyes divinas es profanado y las mujeres, fundadoras de ciudades, que dictaban sentencias en nombre de la gran diosa lunar y acuñaban monedas con la efigie de sus sacerdotisas, son relevadas de la administración de justicia por la fuerza de las armas. La devastadora acción del varón armado contra el oráculo de las mujeres de Delfos parece explicar la debilidad crónica de la justicia frente a los verdaderos poderes de la estructura del Estado. Cada vez que se plantean reformas al sistema de justicia para limitar el control constitucional y restringir el ejercicio de la acción de tutela o se expiden normas incompatibles con el derecho internacional, pensamos, como Kafka, que no se trata de lograr un cambio sustancial en el gran organismo de justicia, sino más bien de hallar la pieza precisa de repuesto que lo deje intacto, “salvo que — y esto es lo más probable— se haga más fuerte, más alerta, más drástico, más dañino”. Cervantes afirma que para gobernar “son menester las armas como las letras y las letras como las armas”, pero a renglón seguido, es el propio Don Quijote quien advierte a Sancho que “siendo juez no vestirás como soldado”. Corresponde pues a los jueces el gobierno con la fuerza de las letras. Kafka describe al juez de instrucción

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Cada vez que se plantean reformas al sistema de justicia para limitar el control constitucional y restringir el ejercicio de la acción de tutela o se expiden normas incompatibles con el derecho internacional, pensamos, como Kafka, que no se trata de lograr un cambio sustancial en el gran organismo de justicia, sino más bien de hallar la pieza precisa de repuesto que lo deje intacto.


BERBIQUÍ

Según las nuevas concepciones sobre el Estado de Derecho, un gobierno fuerte no es el que hace uso excesivo del poder y de la fuerza de sus armas, como en la época oscura de las dictaduras latinoamericanas, sino aquel que logre el más amplio consenso entre los ciudadanos.

como un personaje que “escribe muchísimo”, hasta altas horas de la noche. Concluiremos adicionalmente que en la medida que usemos las letras menos necesarias serán las armas. Según las nuevas concepciones sobre el Estado de Derecho, un gobierno fuerte no es el que hace uso excesivo del poder y de la fuerza de sus armas, como en la época oscura de las dictaduras latinoamericanas, sino aquel que logre el más amplio consenso entre los ciudadanos. Uno de los objetivos del convenio de cooperación celebrado entre el Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia y la Oficina de la Alta Comisionada para los derechos humanos en Colombia, en el año 2003, fue “discutir y analizar las reformas a la justicia gubernamental propuestas y la importancia de un sistema judicial independiente”. Por eso, es nuestra obligación poner a disposición de las mesas de trabajo del presente simposio el informe acerca de la situación de los Derechos Humanos en Colombia en el 2004, presentado durante el periodo de sesiones N° 61 de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en especial, los temas relativos a la Justicia. Además de calificar como crítica la situación de Derechos Humanos en Colombia en el año 2004, por el desconocimiento y violación de los derechos a la vida, a la integridad personal, a

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la libertad y a la seguridad, al debido proceso, a la vida privada e intimidad, así como contra las libertades fundamentales de movimiento, de residencia, de opinión y expresión, el informe presenta una situación en la cual la Violencia se ejerce con particular saña en contra de la mujer. Son reportadas violaciones continuas a los derechos de las mujeres y niñas: ataques a su integridad y dignidad personales; la violencia sexual y de género; la desnudez forzada y las prácticas similares a la esclavitud sexual por parte de todos los grupos armados, sin excepción. La guerra desata las bestias más tenebrosas que moran en el corazón humano y en ésta a la que el historiador Germán Arciniegas se refirió como nuestra propia versión de la Guerra de los Cien Años, quienes llevamos la peor parte somos las mujeres. Parece como si cumpliéramos la maldición divina de beber la sangre y alimentarnos con la carne de nuestros muertos. Dice también el informe, que Colombia se sitúa en el continente como el tercer país más desigual: mientras que el 20% de la población más pobre percibe el 2,7% de los ingresos totales de la nación, el 20% de la población más rica concentra casi el 62%. El 64% de los colombianos son pobres, el 31% indigentes, y las tasas de desempleo y subempleo siguen siendo altas.


REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA Si hay algo que al ciudadano corriente de nuestros días le inspire más temor que los actos terroristas es precisamente la miseria, el desempleo y el deterioro de sus condiciones de trabajo y de vida. Ante un panorama tan desconsolador en el que cada vez más colombianos son desheredados; de violencia desatada con especial furia en contra de la mujer, en estos tiempos de angustia e incertidumbre por el desplazamiento forzado y la guerra, es menester aferrarse fuertemente a la mano y a la cabalgadura del ilustre hidalgo porque los ideales de la Justicia de nuestro tiempo coinciden plenamente con los de la Orden de la Caballería Andante, que Don Quijote resume así: “defender doncellas, amparar viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos”. Son sensibilidades que posiblemente no están en ningún Código, pero por las cuales bien vale la pena romper nuestras lanzas. El novelista mexicano Carlos Fuentes dijo que El Quijote encarna el imaginario del hombre moderno. Una epopeya que demostró que, a pesar de la realidad, por cruda que ésta sea, aún son posibles las quimeras y los sueños de justicia, pero esto no se logra sin un poco de locura. Y para terminar, ¿Recuerdan el nostálgico discurso de Don Quijote ante un puñado de bellotas?

“Dichosa la edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados ... porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles, formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia. No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado.”

Gracias.

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“Dichosa la edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados ... porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío...” Don Quijote de La Mancha


A la hora de la despedida Gloria Montoya Echeverri

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or la benevolencia de la doctora Olga María Toloza Pinillos, presidenta del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, me dirijo a Ustedes como lo hiciera en el Primer Simposio Nacional de Jueces y Fiscales de Colombia realizado en esta ciudad, hace más de catorce años. Y al hacerlo, debo recordar a los ausentes: al doctor Gilberto Echeverri Mejía y a don Oscar Mejía Mesa, Gobernador del Departamento de Antioquia y presidente del Centro Internacional del Mueble, en su orden, quienes descansan en la paz de Dios, los que además de acompañarnos en aquel entonces, tuvieron fe en el movimiento que desde aquí se gestó para todo el país. Y en esa misma recordación, al doctor Benjamín López Ramírez, director para entonces

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de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla” y a todos aquellos jueces y fiscales que han perdido su vida por la justicia. Como creo inmensamente en la potencialidad de los colegios de jueces y fiscales y su significación en términos de democracia y de legítima liberación de los excluidos por sus derechos, me atrevo nuevamente a insistir en su fortalecimiento y no a la manera de grupos sociales que organizan jolgorios o cualquier tipo de recreación, sino de aquellos que puedan trazar la ruta indisoluble de un verdadero poder judicial. Los colegios de jueces y fiscales no son la suma de quienes tienen una función similar o relacionada, son los receptáculos del pensamiento que para la justicia reclama el


REVISTA DEL COLEGIO DE JUECES Y FISCALES DE ANTIOQUIA Estado surgido en la reforma constitucional de 1991. Hay que desmitificar el oficio, no somos dioses que en furores de sabiduría definimos lo divino y lo humano. No somos tampoco la tabla salvadora del país, pues la sentencia no basta para cambiar la realidad y erradicar los estados inconstitucionales, la desigualdad, la pobreza o la falta de oportunidades. Podemos sí llevar la democracia al proceso, como que ella no es sólo cuestión de formas, sino de orientación de la vida, podemos garantizar la igualdad de las partes, el debido proceso y en fin, los principios que responden al modelo político vigente, porque éste en toda su dimensión, sitúa al ser humano como el eje de todo el andamiaje institucional. Los jueces y fiscales de Colombia debemos discutir y debatir públicamente los temas que afligen nuestro quehacer, aquellos que lo tornan inútil e imposible y desde el colectivo y no desde la singularidad o el frágil liderazgo de unos pocos, plantear con voces autorizadas la flojedad de quien o quienes piensan que desde la ley y sin inversión social, todo se puede remediar. Hay gestas que aunque sean de la sociedad entera, corresponde a la Judicatura defenderlas y en esta línea, la independencia personal que se sustenta en la permanencia en los cargos, la remuneración

estable y digna, una carrera judicial con reglas claras de ingreso y ascenso, límites a los traslados y cierres de juzgados, la existencia de un régimen de incompatibilidades e inhabilidades, así como un marco preciso sobre el control disciplinario y su incidencia en materia de interpretación y de ejercicio arbitrario de control por los superiores. A nivel institucional, el reconocimiento de un presupuesto apto para el funcionamiento del aparato judicial, la ausencia de competencias intervenidas por otros poderes y la posibilidad de una política judicial sin injerencias de ninguna especie. A otro nivel, maximizar la participación de los jueces y fiscales en la toma de decisiones que afectan su sector; democratizar su participación en las comisiones interinstitucionales, exigir que las decisiones administrativas no se adopten a espaldas de sus receptores, especialmente las referidas a la independencia judicial y que las políticas de justicia sean discutidas, si bien desde las altas cortes, no con exclusión de la rama misma, pues la justicia que se imparte también ha de basarse en las pequeñas causas, en las regiones de escasa o nula incidencia, en los jueces y fiscales que desde lo más recóndito del país, viven una realidad diametralmente diferente a la de la capital.

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BERBIQUÍ Los jueces y fiscales que observamos la exclusión y el desamparo de nuestros compatriotas, que constatamos la reiteración flagrante de las violaciones de sus garantías ciudadanas, no podemos permanecer al margen sin denunciar y cuestionar el estado de cosas que hacen imposible el modelo constitucional aceptado por el pueblo de Colombia. Si el derecho tiene su génesis en el hombre, debe servir para la igualdad, la dignidad, la libertad y la justicia. Y cómo hacerlo sino desde los colegios de jueces y fiscales, sobre el entendido de las libertades de expresión, creencias, asociación y reunión que tengan como objeto representar nuestros intereses, promover la formación profesional y defender la independencia judicial, adoptadas por el Séptimo Congreso de las Naciones Unidas, sobre la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, celebrado en Milán y confirmado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en sus resoluciones 40/32 del 29 de noviembre de 1985 y 40/146 del 13 de diciembre de esa anualidad. En esa perspectiva, debemos propiciar y dar rienda suelta al liderazgo; confiar en él, en lugar de caer en el poder de los grados o las jerarquías judiciales; conducir el discurso por los fueros de las mayorías, pero sobre la base de la racionalidad y la razonabilidad, sin caer en el mesianismo. Los

mesías no existen, por eso es necesario materializar lo que significa la existencia en cada uno de nosotros de una actitud de hacer lo correcto, fijarnos y centrarnos en nuestra capacidad de encontrar un norte colectivo de igualdad, de justicia y de respeto por las diferencias, sólo así seremos cada uno de nosotros, para nuestros semejantes, nuestros propios mesías. La lucha no es por lo personal o lo económico. Es una cruzada contra los atavismos, contra la indeferencia y la falta de compromiso. Señores jueces y fiscales de Colombia: si las minúsculas hormigas son capaces de transportar grandes y pesadas cargas, nosotros, con las razones del derecho, podremos sobrellevar la transformación de la Rama Judicial y de la sociedad en general, asimilando la metafórica figura de “todos a una” como en “Fuenteovejuna”. Para los organizadores del XIV Simposio Nacional de Jueces y Fiscales de Colombia, ha sido un honor contar con su presencia. No olviden la alegría de este encuentro entre pares, el afecto de los antioqueños y esta ciudad, que para Ustedes, permanecerá de puertas abiertas. Muchas Gracias. Medellín, 31 de mayo de 2005

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Morir de a poco John Jairo Ospina Vargas

N

o puede ser tan simple como decirme, así sin detenerse un poco a pensar en mis sentimientos, que lo mejor es cortar. Deberían tomar en cuenta que se trata de una parte de mí, que he vivido con ello toda mi vida y que no es tan fácil irse desprendiendo de ella de un momento a otro, sin que me dé miedo. No logro frenar esta andanada de ideas que pasan fugazmente como meteoritos, por mi mente sin control y sin sentido: todo es tan rápido y tan confuso que en un segundo me llegan miles de pensamientos diferentes que no puedo dominar, incompletos y alocados. Recobro el control y vuelvo a sentirme en esta pieza de hospital escuchando a los médicos que muy tranquilos deciden entre ellos la suerte de mi pierna sin dolerse de mis temores y sin

detenerse a pensar que voy a empezar a morir por partes gracias a la amputación que ellos consideran un procedimiento simple y rutinario. Morir de a poco. “Mátese media vaca» dice una canción vieja, burlándose de un loco alcalde imaginario. Por más que trato de ser racional y de pensar con lógica, no dejo de sentir que mi pierna va a ser enterrada mientras yo quedo aún vivo, esperando, cuándo sigue la misma suerte otra parte de mi cuerpo o yo mismo entero. Siempre creí que había que temerle a la muerte y tantas veces critiqué a los médicos que tratan de conservar una vida sin esperanzas y sin ilusiones, tal vez conectada a aparatos y tubos que lo único que

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BERBIQUÍ

¿P or qqué ué tant os ¿Po tantos escrúpulos de los médicos —me pregunto— cuando se trata de aliviar los sufrimientos de un paciente terminal dejándolo morir sin hacerle nada o ayudánd olo a mo yudándolo morr ir ir,, si para matarme por pedazos no les tiembla ni la vvo oz yy,, me nos aún, menos les temblará la mano?

hacen es prolongar un sufrimiento del paciente y de sus deudos, a más de gastar dineros cuantiosos que sólo le podrá servir al médico que cobra sus honorarios. Para mí era más digno dejar morir sin impedirlo e, incluso, ayudar a bienmorir si lo que iba a quedar era un pedazo de vida sin posibilidades ni disfrutes. Pero ya no se ni qué pensar, viendo que no queda escapatoria y que voy a presenciar en vivo y en directo el inicio de mi propia muerte, programada en cómodas cuotas; hoy la pierna izquierda, mañana, no sé cuándo, otra parte de mi cuerpo. ¿Por qué tantos escrúpulos de los médicos —me pregunto— cuando se trata de aliviar los sufrimientos de un paciente terminal dejándolo morir sin hacerle nada o ayudándolo a morir, si para matarme por pedazos no les tiembla ni la voz y, menos aún, les temblará la mano? Yo pienso que amputarme hoy la pierna, aunque sea para cortar la gangrena que amenaza afectarme otros órganos, es también eutanasia. Nada diferente a desconectar al paciente que respira con una máquina ni diferente a aplicarle una dosis letal para que se vaya en paz y deje el sufrimiento. Me decido, sin embargo, a someterme a la cirugía. No porque me hayan convencido de que podré caminar con una prótesis o con muletas y que la vida sin pierna todavía es útil; no,

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al contrario: eso es lo que menos me importa. Me decido porque quiero presenciar cómo me voy muriendo por partes. Y voy a asistir al sepelio, voy a ser espectador de primera fila en un entierro mío, gozándome de quedarles vivo por otro tiempo a quienes quisieran verme muerto porque no me soportan. “Ahí les quedo”, como decíamos cuando nos alejábamos de un grupo de amigos chismoseando, convencidos de que al irnos íbamos a ser la comidilla de ellos; ahí les quedo o aquí me les quedo, enterrado pero no muerto, y ¡sigan hablando de que de verdad puedo jalarles una pata!


Autores Francisco Barbosa Delgado Abogado, Magíster en Derecho Público –Universidad Externado de Colombia–; Magíster en Historia –Universidad Javeriana–; Especialista en Relaciones Internacionales –Universidad Jorge Tadeo Lozano–; Especialización Derecho Internacional –Oxford University UK–; Profesor universitario y Asesor en temas de derecho de las telecomunicaciones. Autor de cuatro libros de derecho. Juan Antonio García Amado Abogado. Catedrático de la Universidad de León, España. Universidad de León (España) dpbaga@unileon.es www.geocities.com/jagamado www.garciamado.blogspot.com Gloria Montoya Echeverri Abogada. Juez 13 de Familia de Medellín. Especialista en Derecho Penal y Criminología de la Universidad de Medellín. Autora del libro «Introducción al Derecho de Familia». Andrés Nanclares Arango Abogado y escritor. John JJair air o Ospina V. airo Abogado y escritor. Marg ar ita M aría P argar arita María Peeláez M M. Socióloga de la Universidad de Antioquia y ex-decana de la Facultad de Sociología de la misma. Master en Salud Pública. Phd. en Ciencias. Olg aría T olo za Pinil los lgaa M María Tolo oloza Pinillos Abogada. Juez de Familiade Medellín. Especialista en Derecho de Familia de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y en Derecho Penal y Criminología de la Universidad de Medellín. Presidenta del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia. o Varg as Ál Álvvar aro argas Decano de la Facultad de Derecho del CES, Abogado Penalista y tratadista de Derecho Procesal Penal.

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Entregue sus artículos luego de una cuidadosa revisión. Preste atención a las convenciones orto-tipográficas más generalmente aceptadas. Tenga especial cuidado en incluir toda la información bibliográfica completa en sus citas y notas de pie de página. Presente unos originales lo más limpios posible. Remita sus trabajos digitados en una única fuente, Times New Roman.Todo artículo debe ser procesado en Word y el texto se ha de entregar impreso, además del respectivo archivo electrónico.

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