Cámara aniversario

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El tiempo,

MÁS QUE CONDENA , ES UNA INVENCIÓN

HUMANA PARA JUSTIFICAR LA MEMORIA,

AÑO UNO

CÁMARA CELEBRA SU PRIMER ANIVERSARIO HACIENDO MEMORIA —Y HOMENAJE— DE ALEJANDRO MENESES, QUE, COMO, F. SCOTT FITZGERALD, MIRABA LA LLUVIA CAER CON CIGARRILLO EN MANO. MIGUEL ÁNGEL RODRÍGUEZ NOS BRINDA UN FRAGMENTO DE SU ENSAYO SOBRE EL ARCO Y LA LIRA DE OCTAVIO PAZ,

ALEJANDRA RAMÍREZ Y FERNANDO DIYARZA, CON TEXTO Y E IMÁGENES , RESPECTIVAMENTE, ILUSTRAN Y REVELAN LOS ESPEJOS HÚMEDOS DEL EROTISMO . PUBLICAMOS TAMBIÉN UN FRAGMENTO DE ÁLBUM DE LILITH, NOVELA DE ALEJANDRO BADILLO. LOS POEMAS DEL ESPAÑOL LEOPOLDO MARÍA PANERO Y MIGUEL ÁNGEL ANDRADE ACOMPAÑAN ESTA EDICIÓN CONMEMORATIVA DE ANIVERSARIO. ¡Salud!

El arco y la lira: el poema, la revelación poética, poesía e historia Miguel Ángel Rodríguez

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Cámara felicita a su asidua colaboradora

Judith Castañeda Suarí por haber obtenido el premio de cuento Salvador Gallardo Dávalos 2005 de la ciudad de Aguascalientes.

T.S. Eliot pensaba que el nacimiento de la poesía pudo ser el tum-tum rítmico de los tambores primitivos de cualquier selva del planeta. Quería enfatizar que la sustancia de la poesía es infinitamente diversa como para que se pueda hablar de poesía en general. Más aún, los poetas esforzados por mostrar una definición fiel y precisa, rigurosa y cristalina, sometida a metros y ritmos, tienen por objetivo evidenciar la extraordinaria complejidad de las reglas de la creación. Pero son la expresión de las exigencias de una época y un gusto, no la poesía en general. Anota Octavio Paz en el mismo sentido que “lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente.” Esta percepción de romántica raíz es, además de una oposición a las reiteradas versiones eurocéntricas del arte, la afirmación radical de la diversidad. Octavio Paz es en El arco y la lira un ardiente defensor de la infinita capacidad expresiva y de las voces politonales de la poética. Entiende entonces que la poesía es capaz de constituirse en una moral distinta que se cultiva de espaldas a la historia y a la moral de la oveja. Marcel Raymond sintetizó, desde 1933, la enorme variedad de las ópticas surrealistas alrededor de dos propósitos: criticar con ácido la degradante condena moral de la vida social moderna y oponerse desde la raíz a una concepción positiva del universo. Octavio Paz aprende del surrealismo que la experiencia poética sólo a fragmentos es expresable con la palabra. Por ello se niega a las relaciones unívocas. Tres sentimientos lo acercan de forma primordial a su intuición de la poesía: la salvación, el poder y el abandono. El método de liberación espiritual por excelencia es la actividad poética. La poesía es negación de la historia y fruto del azar. Apego y transgresión de las normas. Soledad y comunión. Moral y danza, retorno a la inocencia. Mil presencias y ninguna. El inicio del libro es un despliegue lírico de vertiginosos e inusuales giros literarios cuya agudas flechas tienen un blanco: las encorsetadas filias que limitan el vuelo y el horizonte. Aprendió de Eliot el movimiento de las formas. El poeta baila con las ideas violentando a veces la propia ley de gravedad. No hay punto de reposo. Sabe que la gracia poética es belleza en movimiento. T.S. Eliot escribió sobre los diferentes grados de aptitud para gozar de la poesía. El disfrute de la apreciación profundiza “la originaria intensidad del sentimiento.” Un segundo estadio de la capacidad para gozar la poesía adviene cuando no sólo rechazamos o aceptamos una poesía, sino que además clasificamos nuestras experiencias poéticas. El tercero es el cenit del conocimiento poético y reside en el descubrimiento o invención de nuevos criterios poéticos. La tradición de la ruptura.

Las primeras páginas de El arco y la lira son la confesión de la ruptura, es la crítica. El poeta mexicano entiende que la poesía genera profundas “revoluciones de la sensibilidad” que conducen al rompimiento con las antiguas formas de pensar y sentir la poesía. Pero en opinión de Eliot no todos los poetas poseen ese genio singular. Octavio Paz lo sabe y, a sabiendas, se lanza con El arco y la lira en dirección de lo imposible: la reforma de los criterios poéticos. Su criterio poético parte del aprendizaje de la crítica. Sólo así la poética emergida es un particular criterio de la experiencia del poeta con el poema. Ese nuevo criterio que alumbra el intelecto fue preñado en el goce y es fruto de la poesía vivida. Es la única y particular manera de contestar a la pregunta por la poesía. ¿Qué es la poesía? Es una vivencia particular inexpresable en términos generales. Al mismo tiempo la interrogación incluye naturalmente a la crítica que elige entre un buen o un mal poema. Poesía y crítica como actividades complementarias e indisolubles.1 La crítica siempre fue para Paz, como para Eliot, una hija de la Edad Moderna cuya condición de existencia era la libertad, la de conciencia en primer lugar. El derecho a la intimidad. Octavio Paz ejerce su capacidad de elección y de crítica cuando le pregunta al poema por la poesía. El poema entendido así, indiscriminadamente, calla. La poesía se apresura a responder que el cumplimiento mecánico de reglas que la formalidad impone al poema no puede identificarse con ella. Un soneto o cualquier otra construcción artística es un artefacto frío si no ha sido besado por la poesía: “hay máquinas de rimar, pero no de poetizar.” Por igual es posible encontrar poesía sin poema en los paisajes o los sentimientos de los hombres. Pero la poética emerge una vez que el poeta, conciente o dormido, por voluntad o al azar, llena al poema de una sustancia singular conocida como poesía. En otros términos, la respuesta del poema es sólo pensable en ejercicio de un selectivo y riguroso sentido de la crítica que permita la identidad entre el poema y la poesía. Los poemas son creaciones plurales que, en opinión de Paz, se resisten a los reduccionismos homogenizantes que la ciencia de la literatura pretende. La clasificación tradicional de los tres géneros de la poesía resulta en esta óptica claramente insuficiente para expresar la infinita y tornasolada luz que irradia la experiencia poética. ¿Dónde situar las obras de autores como Nerval o Lautemont?, se cuestiona Paz con mente moderna. Eliot había dicho que “la mente moderna incluye todos los extremos y matices de opinión.” El espíritu de Herder ronda sus criterios epistemológicos y estéticos cuando escribe que clasificar no es

entender y menos aún comprender. La Verstehen alemana nacida con el romanticismo es usada con provecho por Paz para oponerse a la preceptiva clásica de la poética. Esa misma argumentación es enderezada contra la estilística o el psicoanálisis y sus clasificaciones formales. La negación de lo que tradicionalmente había sido considerada como poética. Si las formas del poema y de la poesía son infinitas, se pregunta Octavio Paz con ecos weberianos hasta ahora ignorados, “¿podemos inclinarnos a construir un tipo ideal del poema?” La respuesta que sería afirmativa en los ensayos políticos del propio Paz salta en astillas a la hora de reflexionar sobre la poesía y sobre su naturaleza última. El resultado sería el absurdo. El tipo ideal, que Paz nombra por lo menos dos veces, para disminuir la complejidad de la infinita gama de poemas y poetas, nos hace ver que desde entonces, 1956, conocía parte de la obra metodológica de Max Weber. No obstante, ese recurso pensado como instrumento para penetrar la esencia de la poesía le parece aberrante. Cómo nombrar por igual la poesía de Quevedo, La Fontaine o san Juan de la Cruz. En la poesía se habla de unidades orgánicas y autosuficientes singulares e irrepetibles. Otra vez el romanticismo herderiano: la parte es el todo. De mil maneras Paz argumenta y legitima el parricidio. ¿Cómo hacer objetivo el sentido de una revelación? La relación entre los poemas no es una historia progresiva. Si lo es en cambio la técnica. La técnica permite la sustitución, con el criterio de la eficacia de por medio, de un utensilio por otro. En cambio una obra de arte no es sustituible por otra. La diferencia está en que “la técnica poética no es transmisible”, su naturaleza no es la mecánica repetición de fórmulas precisas, es individual y resultado de la imaginación y fantasía del creador. Una vez que el creador repite el estilo y deja de lado la creación el producto puede ser cualquier cosa, pero no una obra. El poeta es enterrado por el estilo de la época. Para Octavio Paz el poeta no puede escapar al zeitgeist de su época, pero el creador verdadero lo trasciende para construir una obra única. Quiere decir con ello que si el poeta “...se convierte en vehículo transformador de la corriente poética estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra.” Los grandes poetas, y Góngora lo es, derivan el esplendor de su poesía de su capacidad para transmutar la herencia recibida. Se convierte en un acto poético inédito e irrepetible. Si cada poema es único, la lectura atenta del mismo puede contestar qué es la poesía. 1 T.S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, Tusquets Editores, Barcelona, 1999, p.40. Traducción de Jaime Gil de Biedma.

7 Alejandra Ramírez ESNUDA ANTE EL ESPEJO. Piernas elevadas al cielo. Ojos terrenos contemplándote. Sonidos animales enlazando cosmos y materia. Sutileza en tus ademanes. Elegancia en el delgado cuello. Arrancaré sin violencia tu collar. Hablo en futuro. Me anticipo al presente por miedo. Dedo índice sirve para recorrer tu columna. Vértebras me acercan a ti. Regreso al punto de partida. Tus pies. Minúsculos ladridos que no te permiten despegar. Caos en tus piernas. Pelos diminutos enhebrando guerras. Te protegen de mí. Yo quiero hablar. Conocer las playas de tu ser. Cuadro de cuadros. Colores desintegrados. Primarios y

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secundarios juntos en una danza de peces muertos y leones enjaulados. Tanta vida y fuerza desperdiciada. Mantequilla en el cabello no me permite saber qué piensas. No me da miedo el compás de tu voz. La gravedad de tus senos. El aire de tu ombligo. Un pájaro muerto debajo de la cama hace recordar la condición del cuerpo. Nunca seremos capaces de volar. La condición me hace recordar que no te puedo amar. Miedo en la insinuación. Temor en la demostración. Te conocí perdida. Te hice entera. Te vas. Llevándote un trozo de mí. Ausente en el tiempo. No sabes de quimeras. Un ojo se va por tu axila. Quizá por eso te fuiste.


Fernando Diyarza Grabados

Después de la lluvia Alejandro Meneses

esde la pequeña ventana de su oficina, con un cigaD rrillo sin prender colgado de los

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delgados labios —siempre le dieron una apariencia de niño mustio—, ve caer la lluvia sobre los estudios de cine, grandes galerones grises, desiertos a esa hora de la tarde. Un vaquero corre brincando charcos, abandonado. Sobre su escritorio reposa, intacto, sin una coma de su puño y letra, el guión que debe tener listo dentro de un par de horas. No es suyo, su trabajo sólo consiste en adecuar ciertas escenas para disminuir la crudeza de la historia, algún rasgo excesivamente sexual de un personaje que le molesta a los productores. La tarea, en ese momento de su vida, es superior a sus fuerzas. Por cuarenta dólares a la semana debe estar dispuesto a cualquier hora para remendar o inventar escenas de historias ajenas. Su presencia en los estudios —está seguro— no es otra cosa que la confirmación de su fracaso como novelista. Piensa en Ángela, la belleza ingobernable que fue su compañera de los buenos tiempos; la que irritaba las buenas costumbres de dos continentes, hace más de diez años. Ángela, la terrible, la niña bien que había estudiado para maestra de ciegos y salió al mundo con el único propósito de escandalizarlo. La que bebió litros de champaña en las madrugadas de París, fumaba con un largo filtro y coqueteaba en las narices de su marido, el del pene pequeño —según ella—, el rubio novelista reservado a la fama, ahora canoso guionista de medio pelo. En algún cajón del escritorio está la cuenta del hospital, gastos que debe cubrir por el cuidado de Ángela, la loca de atar, muerta poco tiempo antes en un incendio, provocado por ella misma en el dormitorio del manicomio. Afuera, entre la lluvia, ve moverse a los personajes de la novela que está escribiendo. Una novela sobre el cine, más: sobre los dueños del cine, los magnates de cuerpos y almas —nuevos héroes, dueños de todas las sillas—. Ese es el territorio que le sigue atrayendo, el espacio de los triunfadores, aunque sus novelas tocaban el lado absurdo de esa victoria: la desolación y perpleja muerte de los arribistas; la íntima inutilidad de la vida, la nostalgia vacía de los que no estuvieron en el sitio adecuado. Esa tarde, a final de cuentas, sabe que todo está en su sitio: los otros, los ricos, viven en el sitio correcto porque han hecho lo correcto, se sobrepusieron a ellos

mismos, se entrenaron para la lucha y eran los ganadores; respetados, admirados, emulados. ¿Qué podía oponer a eso?, ¿qué otra cosa era el mundo en ese momento? Las opiniones salen sobrando. El ruido es el ruido. La furia es la furia y al final, en efecto, no queda nada. Observa el vuelo de los cuervos, decidiéndose por una alambrada, un árbol, una escenografía arrumbada al fondo del patio, para posarse y ver el transcurso del mundo desde su lejanía intocable. ¿Qué has hecho de tu juventud? Ante esta pregunta, siente su traje mojado por una lluvia sucia, los zapatos llenos de Iodo. Pasa una mano pálida por el cabello, como si se acicalara ante un espejo. Se ajusta la corbata de rayas amarillas y azules, lastimero regalo de un borracho que recordaba alguno de sus libros y festejó el encuentro quitándosela del cuello para colocarla en el bolsillo del famoso escritor recién llegado a los estudios, más en calidad de reliquia que como guionista. No tuvo valor para rechazarla, le dio las gracias, se rió como pendejo y luego se empinó la ginebra de un trago. Observa la diminuta oficina que comparte con otro nuevo inquilino de los estudios, diez años más joven, natural y absoluto hijo del cine. Ya no le molesta recordar que alguna vez él, de la misma forma sencilla y contundente, ocupó un sitio en el otro lado de la vida. Había cauterizado esa nostalgia con una cura de burro, un ciclo de cuentos rencorosos a pesar de su lagrimeo: Historias de mí mismo, feroz y desmesurado mea culpa. Los fue escribiendo a lo largo de ese año con la esperanza, siempre atroz, de saldar deudas con su editor — cansado de darle adelantos por la novela que no terminaba— y mandarle algún dinero a su hija, Ángela también, niña rica de padre famoso pero pobretón, guiñapo llorón asilado en el cine, con su talento reducido a cero, viviendo de glorias que comenzaban a apestar; era el castigo que se infligía ante el mundo por el desperdicio que había hecho de su vida. A pesar de la urgencia no encuentra un motivo, mínimo, para terminar el guión. Todo el día, ante sus ojos, el mundo externo se ha deshecho en lluvia, mientras él lo ve desaparecer lentamente por los canales de desagüe. El largo adiós del agua. Se sienta frente al escritorio.

De un cajón saca una botella de whisky y se sirve en una taza blanca, de filos dorados, único recuerdo material de su madre, de su infancia. Hace a un lado la máquina de escribir y coloca sobre el escritorio tasajeado el manuscrito de su novela. Busca la escena donde el personaje asiste a la exhibición de una película para dar el visto bueno. El magnate del cine corrige, quita, endereza, da órdenes, habla por teléfono, piensa en una mujer, en un rostro, despide a un director, deshace una fama. Sabe lo que la gente debe querer. Tacha una línea, sorbe el calor del whisky. Piensa en él y el personaje como dos hermanos gemelos que viven uno junto al otro sin sospechar el parentesco que los une. Afuera, la lluvia arrecia. Se levanta y mira otra vez por la ventana. El regreso de los extras a los platós, después de la comida, le causa la alegría marchita del niño pobre que ve un desfile sin participar nunca en él. Suena el teléfono. Es la secretaria del productor, debe estar a las siete en punto en su oficina para revisar el guión. Estará presente el director. Debe llevar seis copias. Toma el fólder del guión y lo abre, repasa los párrafos señalados por el director con un grueso lápiz rojo. Pero su mente gira alrededor del dilema que plantean las dos caras de una moneda. «Se pueden ver, basta encontrar el punto de vista exacto, irrepetible, único, donde las dos habitan el mismo tiempo.» Cierra el guión y se sirve otro trago. La lluvia tras los cristales le produce la idea de que todo está en orden y nada urge en esta vida. Se siente a salvo, el mundo es un lugar limpio y bien iluminado. En ese momento la vista se le nubla, una arcada sube por su garganta. Siente una punzada, se lleva la mano al punto ardiente que le ha brotado y se extiende por el pecho; una piedra, de pronto, se aloja en su tórax; un dolor filoso, de hielo, le bloquea las piernas. Se va de bruces sobre el escritorio. Algo falla en el mundo porque se ha quedado sin aire, aprieta los dientes. Un rayo se deshace tras los cristales. Su último día ha terminado. * Este cuento apareció originalmente en la revista aula abierta de la UPN de Puebla en el invierno de 1995. Cámara lo reproduce como justo homenaje a Alejandro Meneses, autor, entre otros libros, de Días extraños y Ángela y los ciegos.

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Álbum de Lilith Alejandro Badillo D OS

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Atardece en Mesopotamia. La caravana detiene su marcha en un pequeño oasis, algunos encienden antorchas mientras llevan los camellos a abrevar. El desierto adormece sus dunas, el amarillo de la arena pierde fuerza y unos instantes bastan para volverlo rojo y aterciopelado. De las fosas nasales de los camellos emergen vahos circulares que al elevarse adquieren una intensa luminosidad verdosa. Más tarde, cuando las sombras que proyecta el fuego sean propicias, alguien se pondrá de pie y contará la historia del hombre que los sobrevuela en una alfombra voladora, contará cómo de esa forma saben el camino correcto, el periplo que tiene como objetivo encontrar a Lilith, la Diosa Asiria, la mujer de cabeza aureolada que brilla en la penumbra de la biblioteca y que mira como si me conociera de toda la vida. Un poco de aire caliente se filtra bajo la puerta, trae el lamento de un camello, la canción de arena de una esclava que describe amantes imaginarios juntando sus bocas en largos besos de humo. Lilith inicia la sesión: —–Alguna vez un solitario escribió a una mujer llamada Lilith —dice mientras nuestros dedos ejercen una suave presión sobre el indicador de la Ouija. Éste al principio se queda inmóvil, pero después, lentamente, casi con pereza, se mueve por la tabla: corona el punto de la i, roza la cálida circunferencia de un sol y finalmente echa anclas en el signo de Libra. Lilith, con voz clara y segura, interpreta las señales: —Un hombre inicia un viaje en octubre, visita pueblos adoradores del fuego, cuando se le acaba el dinero sobrevive imitando la lenta vida de los insectos y llega a su destino justo el día de su cumpleaños —dice concentrada, llevando los ojos a su realidad de lunas menguantes. Lilith trata de extraer mi historia escondida en la Ouija y deletrea palabras de aire. Aparto la vista de su rostro y me concentro en la zona ubicada entre el cuello y los hombros, zona que los anatomistas árabes llaman “colina de los deseos” pero que yo bautizo con nombres de ríos, de ciudades calurosas cuyos habitantes nunca envejecen y que regodean su eternidad fumando largas pipas blancas. Nuestros dedos abandonan el indicador, Lilith se pone de pie y va a la mesita iluminada por los últimos restos de la tarde. Regresa con un libro y me pide que lo abra. Hojeo páginas llenas de una escritura cambiante, que flota en el papel y que mantiene sus letras sometidas a continuas alianzas: la o extiende su curvatura a una l demasiado rígida, varias emes agrandan sus gibas y mordisquean letras vecinas; frases enteras celebran su metamorfosis ramificándose en complicados dibujos arborescentes. Al final, coloridas ilustraciones muestran a mi padre en la corte del Kublai Kan, maravillando al soberano con los misterios de un televisor portátil.

—Abracadabra —dice Lilith y las tapas del libro se cierran; siento a su voz descomponerse en el ambiente, llegar a las velas de un candelabro olvidado y hacerles brotar llamas angostas y azules. Lilith juega, hace que pequeños universos amarillos se desprendan de los pabilos y floten como globos por la biblioteca. Trago saliva. Para conjurar a las criaturas que flotan en mi estómago y que crean un vacío insoportable, le confieso: —¿Sabes? No me deshice de toda la ropa. Conservé un traje azul oscuro, era de la época en que vendía autos, antes de que yo naciera y de que ganara millones en la lotería. Una vez me habló de su doble, un segundo López que encontró accidentalmente en el pasillo de un hotel. Guardó el traje como recuerdo del acontecimiento y nunca más lo volvió a usar. Hace dos semanas desapareció del armario, lo busqué durante varios minutos hasta que me di cuenta que lo traía puesto. —¿No te has dado cuenta que siempre has sido tú? —me pregunta —Yo no soy mi padre — respondo y evito su mirada de niña sabia.

—Cierra los ojos, te voy a contar un secreto —dice Lilith acercándose a mí. —Tu padre creía que esta casa era el centro del mundo —murmura en mi oído—, el punto de encuentro entre el cielo y la tierra. A él le gustaba demostrarlo mediante un experimento sólo realizable en días nublados, cuando las grullas extendían las alas en complejas danzas amorosas y una esencia de azahares le nacía en la barba. En esos días, después de persignarse, subía a su habitación y dedicaba largos minutos a fumar y a sacar nubes amarillas de su boca. Las nubes trepaban por las paredes hasta permanecer suspendidas en el techo, intercambiando fluidos, diminutas tormentas magnéticas. Tu padre dejaba de fumar y extraía de uno de los cajones del armario un rollo de papel que estiraba cuidadosamente sobre el escritorio. En el jardín, las grullas alzaban sus cabezas en agudos cantos rituales, mientras él, concentrado, dibujaba sobre el pliego las vías de un tren. Entonces, el cielo nuboso se convertía en una niebla ambarina que bajaba len-

tamente sobre el escritorio, hasta inundar las vías. Satisfecho, culminaba el experimento tamborileando los dedos sobre la mesa que vibraba al sentir la proximidad de una máquina poderosa, nutrida por su creador con resoplidos y chasqueo de dientes. Después de unos minutos veía a su locura perfilarse al final de la mesa: una luz envuelta en vapor, creciente, que desbordaba paredes, detenía el tiempo para que la bestia de acero acudiera, puntual, al llamado. La locomotora recogía a tu padre, sonriente de encontrar en el vagón a un ejército de soñadores, réplicas exactas de él, que lo saludaban quitándose los sombreros y retorciendo las puntas de sus bigotes. Más tarde, en las montañas de Asia central, inspirados por algún recuerdo compartido, abrían al mismo tiempo las ventanillas y asomaban las cabezas a la niebla casi sólida, olorosa a caramelo rancio, que respiraban hasta ennegrecer las canas sobre sus orejas. La voz de Lilith desaparece de mi oído pero deja una estela que me acompaña en la oscuridad de mi mente, oscuridad que se disipa cuando las luces del vagón se encienden y enturbian con pequeñas lunas el paisaje de pinos encorvados, las caras de los pasajeros que tratan de ignorar su pequeñez observando en silencio la punta de sus zapatos. Una niña abandona a su madre y se acerca a mi asiento; sin mediar palabra me enseña una flor de naranjo: blanca y volátil, punto de origen de la nieve que se abate sobre el tren y que la velocidad transforma en suaves espirales luminosas. La niña abandona la flor de naranjo a una corriente de aire, y ante la indiferencia de los pasajeros, recita versos antiguos, creadores de mujeres sonámbulas, que utilizan la voz de la niña para decirme que Lilith se ha ido. Abro los ojos. El murmullo del tren se desvanece en la biblioteca. En el escritorio, las vías sobre el papel muestran las ciudades que se encuentran en la ruta: Saraí y Bolgara unidas por un camino que recuerda un lazo de ahorcado; una línea turquesa representa al río Amu Darya, que alimenta ciudades subterráneas, habitadas por seres transparentes, que salen ocasionalmente a la superficie para guiar a los viajeros a las populosas Bujara y Samarcanda. Enrollo el papel que recrea parte del viaje y me asomo por la ventana: el desierto bosteza, la caravana se prepara para otro día de viaje. En la tienda principal hablan de una tormenta de arena, vista por un mago en los espasmos de la fiebre. Se apresuran a guardar pipas de agua, teteras de bocas anchas, mantas de pelo de cabra, libros decorados por expertos miniaturistas. La caravana reanuda el camino. Mi padre sopla en su mano un puñado de arena: la tormenta erosiona el paisaje, oculta el sol y me obliga a cerrar las ventanas.

Saturado de mezcal, Arthur Schopenhauer reclama a Medea sus caprichos femeninos Miguel Ángel Andrade Estoy solo, enfermo y saturado, y todo te lo debo a ti, a ti que gustabas masturbarte con monedas y cangrejos.

Cómo provocarla cómo hacerla sentir estos relámpagos de azufre que habitan mi corazón Cómo introducirle este vino suicida que es mi sangre la fragancia horrenda de mi saliva después de la borrachera quién sabe con cuántos paquidermos estará en este momento a cuántos equinos —como hacía conmigo— estará entregando la medida de su placer y quién me pagará a mí que la instruí en los favores de la boca a mí que le quite las arañas del pudor los caprichos de la adolescencia Quién me dará razón de ella cuando las nereidas se extingan y las zorras prefieran copular con lagartijas. * Dime cómo penetrarte para no enfurecer a las centauros qué caricias utilizar si tu amor es una tarántula irredenta tú que cuando lloras dejas caer milagros mujer que engendra máscaras de hielo en las fronteras niña que fomenta los maleficios y las catástrofes perra que infecta al mundo y luego lo enamora princesa de la destrucción y la mentira trae para nosotros la violencia de una fábrica de abejas consiente el terror y el adulterio a estos solteros que se durmieron imaginando la estrechez de tu nombre

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Álbum de Lilith Alejandro Badillo D OS

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Atardece en Mesopotamia. La caravana detiene su marcha en un pequeño oasis, algunos encienden antorchas mientras llevan los camellos a abrevar. El desierto adormece sus dunas, el amarillo de la arena pierde fuerza y unos instantes bastan para volverlo rojo y aterciopelado. De las fosas nasales de los camellos emergen vahos circulares que al elevarse adquieren una intensa luminosidad verdosa. Más tarde, cuando las sombras que proyecta el fuego sean propicias, alguien se pondrá de pie y contará la historia del hombre que los sobrevuela en una alfombra voladora, contará cómo de esa forma saben el camino correcto, el periplo que tiene como objetivo encontrar a Lilith, la Diosa Asiria, la mujer de cabeza aureolada que brilla en la penumbra de la biblioteca y que mira como si me conociera de toda la vida. Un poco de aire caliente se filtra bajo la puerta, trae el lamento de un camello, la canción de arena de una esclava que describe amantes imaginarios juntando sus bocas en largos besos de humo. Lilith inicia la sesión: —–Alguna vez un solitario escribió a una mujer llamada Lilith —dice mientras nuestros dedos ejercen una suave presión sobre el indicador de la Ouija. Éste al principio se queda inmóvil, pero después, lentamente, casi con pereza, se mueve por la tabla: corona el punto de la i, roza la cálida circunferencia de un sol y finalmente echa anclas en el signo de Libra. Lilith, con voz clara y segura, interpreta las señales: —Un hombre inicia un viaje en octubre, visita pueblos adoradores del fuego, cuando se le acaba el dinero sobrevive imitando la lenta vida de los insectos y llega a su destino justo el día de su cumpleaños —dice concentrada, llevando los ojos a su realidad de lunas menguantes. Lilith trata de extraer mi historia escondida en la Ouija y deletrea palabras de aire. Aparto la vista de su rostro y me concentro en la zona ubicada entre el cuello y los hombros, zona que los anatomistas árabes llaman “colina de los deseos” pero que yo bautizo con nombres de ríos, de ciudades calurosas cuyos habitantes nunca envejecen y que regodean su eternidad fumando largas pipas blancas. Nuestros dedos abandonan el indicador, Lilith se pone de pie y va a la mesita iluminada por los últimos restos de la tarde. Regresa con un libro y me pide que lo abra. Hojeo páginas llenas de una escritura cambiante, que flota en el papel y que mantiene sus letras sometidas a continuas alianzas: la o extiende su curvatura a una l demasiado rígida, varias emes agrandan sus gibas y mordisquean letras vecinas; frases enteras celebran su metamorfosis ramificándose en complicados dibujos arborescentes. Al final, coloridas ilustraciones muestran a mi padre en la corte del Kublai Kan, maravillando al soberano con los misterios de un televisor portátil.

—Abracadabra —dice Lilith y las tapas del libro se cierran; siento a su voz descomponerse en el ambiente, llegar a las velas de un candelabro olvidado y hacerles brotar llamas angostas y azules. Lilith juega, hace que pequeños universos amarillos se desprendan de los pabilos y floten como globos por la biblioteca. Trago saliva. Para conjurar a las criaturas que flotan en mi estómago y que crean un vacío insoportable, le confieso: —¿Sabes? No me deshice de toda la ropa. Conservé un traje azul oscuro, era de la época en que vendía autos, antes de que yo naciera y de que ganara millones en la lotería. Una vez me habló de su doble, un segundo López que encontró accidentalmente en el pasillo de un hotel. Guardó el traje como recuerdo del acontecimiento y nunca más lo volvió a usar. Hace dos semanas desapareció del armario, lo busqué durante varios minutos hasta que me di cuenta que lo traía puesto. —¿No te has dado cuenta que siempre has sido tú? —me pregunta —Yo no soy mi padre — respondo y evito su mirada de niña sabia.

—Cierra los ojos, te voy a contar un secreto —dice Lilith acercándose a mí. —Tu padre creía que esta casa era el centro del mundo —murmura en mi oído—, el punto de encuentro entre el cielo y la tierra. A él le gustaba demostrarlo mediante un experimento sólo realizable en días nublados, cuando las grullas extendían las alas en complejas danzas amorosas y una esencia de azahares le nacía en la barba. En esos días, después de persignarse, subía a su habitación y dedicaba largos minutos a fumar y a sacar nubes amarillas de su boca. Las nubes trepaban por las paredes hasta permanecer suspendidas en el techo, intercambiando fluidos, diminutas tormentas magnéticas. Tu padre dejaba de fumar y extraía de uno de los cajones del armario un rollo de papel que estiraba cuidadosamente sobre el escritorio. En el jardín, las grullas alzaban sus cabezas en agudos cantos rituales, mientras él, concentrado, dibujaba sobre el pliego las vías de un tren. Entonces, el cielo nuboso se convertía en una niebla ambarina que bajaba len-

tamente sobre el escritorio, hasta inundar las vías. Satisfecho, culminaba el experimento tamborileando los dedos sobre la mesa que vibraba al sentir la proximidad de una máquina poderosa, nutrida por su creador con resoplidos y chasqueo de dientes. Después de unos minutos veía a su locura perfilarse al final de la mesa: una luz envuelta en vapor, creciente, que desbordaba paredes, detenía el tiempo para que la bestia de acero acudiera, puntual, al llamado. La locomotora recogía a tu padre, sonriente de encontrar en el vagón a un ejército de soñadores, réplicas exactas de él, que lo saludaban quitándose los sombreros y retorciendo las puntas de sus bigotes. Más tarde, en las montañas de Asia central, inspirados por algún recuerdo compartido, abrían al mismo tiempo las ventanillas y asomaban las cabezas a la niebla casi sólida, olorosa a caramelo rancio, que respiraban hasta ennegrecer las canas sobre sus orejas. La voz de Lilith desaparece de mi oído pero deja una estela que me acompaña en la oscuridad de mi mente, oscuridad que se disipa cuando las luces del vagón se encienden y enturbian con pequeñas lunas el paisaje de pinos encorvados, las caras de los pasajeros que tratan de ignorar su pequeñez observando en silencio la punta de sus zapatos. Una niña abandona a su madre y se acerca a mi asiento; sin mediar palabra me enseña una flor de naranjo: blanca y volátil, punto de origen de la nieve que se abate sobre el tren y que la velocidad transforma en suaves espirales luminosas. La niña abandona la flor de naranjo a una corriente de aire, y ante la indiferencia de los pasajeros, recita versos antiguos, creadores de mujeres sonámbulas, que utilizan la voz de la niña para decirme que Lilith se ha ido. Abro los ojos. El murmullo del tren se desvanece en la biblioteca. En el escritorio, las vías sobre el papel muestran las ciudades que se encuentran en la ruta: Saraí y Bolgara unidas por un camino que recuerda un lazo de ahorcado; una línea turquesa representa al río Amu Darya, que alimenta ciudades subterráneas, habitadas por seres transparentes, que salen ocasionalmente a la superficie para guiar a los viajeros a las populosas Bujara y Samarcanda. Enrollo el papel que recrea parte del viaje y me asomo por la ventana: el desierto bosteza, la caravana se prepara para otro día de viaje. En la tienda principal hablan de una tormenta de arena, vista por un mago en los espasmos de la fiebre. Se apresuran a guardar pipas de agua, teteras de bocas anchas, mantas de pelo de cabra, libros decorados por expertos miniaturistas. La caravana reanuda el camino. Mi padre sopla en su mano un puñado de arena: la tormenta erosiona el paisaje, oculta el sol y me obliga a cerrar las ventanas.

Saturado de mezcal, Arthur Schopenhauer reclama a Medea sus caprichos femeninos Miguel Ángel Andrade Estoy solo, enfermo y saturado, y todo te lo debo a ti, a ti que gustabas masturbarte con monedas y cangrejos.

Cómo provocarla cómo hacerla sentir estos relámpagos de azufre que habitan mi corazón Cómo introducirle este vino suicida que es mi sangre la fragancia horrenda de mi saliva después de la borrachera quién sabe con cuántos paquidermos estará en este momento a cuántos equinos —como hacía conmigo— estará entregando la medida de su placer y quién me pagará a mí que la instruí en los favores de la boca a mí que le quite las arañas del pudor los caprichos de la adolescencia Quién me dará razón de ella cuando las nereidas se extingan y las zorras prefieran copular con lagartijas. * Dime cómo penetrarte para no enfurecer a las centauros qué caricias utilizar si tu amor es una tarántula irredenta tú que cuando lloras dejas caer milagros mujer que engendra máscaras de hielo en las fronteras niña que fomenta los maleficios y las catástrofes perra que infecta al mundo y luego lo enamora princesa de la destrucción y la mentira trae para nosotros la violencia de una fábrica de abejas consiente el terror y el adulterio a estos solteros que se durmieron imaginando la estrechez de tu nombre

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Fernando Diyarza Grabados

Después de la lluvia Alejandro Meneses

esde la pequeña ventana de su oficina, con un cigaD rrillo sin prender colgado de los

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delgados labios —siempre le dieron una apariencia de niño mustio—, ve caer la lluvia sobre los estudios de cine, grandes galerones grises, desiertos a esa hora de la tarde. Un vaquero corre brincando charcos, abandonado. Sobre su escritorio reposa, intacto, sin una coma de su puño y letra, el guión que debe tener listo dentro de un par de horas. No es suyo, su trabajo sólo consiste en adecuar ciertas escenas para disminuir la crudeza de la historia, algún rasgo excesivamente sexual de un personaje que le molesta a los productores. La tarea, en ese momento de su vida, es superior a sus fuerzas. Por cuarenta dólares a la semana debe estar dispuesto a cualquier hora para remendar o inventar escenas de historias ajenas. Su presencia en los estudios —está seguro— no es otra cosa que la confirmación de su fracaso como novelista. Piensa en Ángela, la belleza ingobernable que fue su compañera de los buenos tiempos; la que irritaba las buenas costumbres de dos continentes, hace más de diez años. Ángela, la terrible, la niña bien que había estudiado para maestra de ciegos y salió al mundo con el único propósito de escandalizarlo. La que bebió litros de champaña en las madrugadas de París, fumaba con un largo filtro y coqueteaba en las narices de su marido, el del pene pequeño —según ella—, el rubio novelista reservado a la fama, ahora canoso guionista de medio pelo. En algún cajón del escritorio está la cuenta del hospital, gastos que debe cubrir por el cuidado de Ángela, la loca de atar, muerta poco tiempo antes en un incendio, provocado por ella misma en el dormitorio del manicomio. Afuera, entre la lluvia, ve moverse a los personajes de la novela que está escribiendo. Una novela sobre el cine, más: sobre los dueños del cine, los magnates de cuerpos y almas —nuevos héroes, dueños de todas las sillas—. Ese es el territorio que le sigue atrayendo, el espacio de los triunfadores, aunque sus novelas tocaban el lado absurdo de esa victoria: la desolación y perpleja muerte de los arribistas; la íntima inutilidad de la vida, la nostalgia vacía de los que no estuvieron en el sitio adecuado. Esa tarde, a final de cuentas, sabe que todo está en su sitio: los otros, los ricos, viven en el sitio correcto porque han hecho lo correcto, se sobrepusieron a ellos

mismos, se entrenaron para la lucha y eran los ganadores; respetados, admirados, emulados. ¿Qué podía oponer a eso?, ¿qué otra cosa era el mundo en ese momento? Las opiniones salen sobrando. El ruido es el ruido. La furia es la furia y al final, en efecto, no queda nada. Observa el vuelo de los cuervos, decidiéndose por una alambrada, un árbol, una escenografía arrumbada al fondo del patio, para posarse y ver el transcurso del mundo desde su lejanía intocable. ¿Qué has hecho de tu juventud? Ante esta pregunta, siente su traje mojado por una lluvia sucia, los zapatos llenos de Iodo. Pasa una mano pálida por el cabello, como si se acicalara ante un espejo. Se ajusta la corbata de rayas amarillas y azules, lastimero regalo de un borracho que recordaba alguno de sus libros y festejó el encuentro quitándosela del cuello para colocarla en el bolsillo del famoso escritor recién llegado a los estudios, más en calidad de reliquia que como guionista. No tuvo valor para rechazarla, le dio las gracias, se rió como pendejo y luego se empinó la ginebra de un trago. Observa la diminuta oficina que comparte con otro nuevo inquilino de los estudios, diez años más joven, natural y absoluto hijo del cine. Ya no le molesta recordar que alguna vez él, de la misma forma sencilla y contundente, ocupó un sitio en el otro lado de la vida. Había cauterizado esa nostalgia con una cura de burro, un ciclo de cuentos rencorosos a pesar de su lagrimeo: Historias de mí mismo, feroz y desmesurado mea culpa. Los fue escribiendo a lo largo de ese año con la esperanza, siempre atroz, de saldar deudas con su editor — cansado de darle adelantos por la novela que no terminaba— y mandarle algún dinero a su hija, Ángela también, niña rica de padre famoso pero pobretón, guiñapo llorón asilado en el cine, con su talento reducido a cero, viviendo de glorias que comenzaban a apestar; era el castigo que se infligía ante el mundo por el desperdicio que había hecho de su vida. A pesar de la urgencia no encuentra un motivo, mínimo, para terminar el guión. Todo el día, ante sus ojos, el mundo externo se ha deshecho en lluvia, mientras él lo ve desaparecer lentamente por los canales de desagüe. El largo adiós del agua. Se sienta frente al escritorio.

De un cajón saca una botella de whisky y se sirve en una taza blanca, de filos dorados, único recuerdo material de su madre, de su infancia. Hace a un lado la máquina de escribir y coloca sobre el escritorio tasajeado el manuscrito de su novela. Busca la escena donde el personaje asiste a la exhibición de una película para dar el visto bueno. El magnate del cine corrige, quita, endereza, da órdenes, habla por teléfono, piensa en una mujer, en un rostro, despide a un director, deshace una fama. Sabe lo que la gente debe querer. Tacha una línea, sorbe el calor del whisky. Piensa en él y el personaje como dos hermanos gemelos que viven uno junto al otro sin sospechar el parentesco que los une. Afuera, la lluvia arrecia. Se levanta y mira otra vez por la ventana. El regreso de los extras a los platós, después de la comida, le causa la alegría marchita del niño pobre que ve un desfile sin participar nunca en él. Suena el teléfono. Es la secretaria del productor, debe estar a las siete en punto en su oficina para revisar el guión. Estará presente el director. Debe llevar seis copias. Toma el fólder del guión y lo abre, repasa los párrafos señalados por el director con un grueso lápiz rojo. Pero su mente gira alrededor del dilema que plantean las dos caras de una moneda. «Se pueden ver, basta encontrar el punto de vista exacto, irrepetible, único, donde las dos habitan el mismo tiempo.» Cierra el guión y se sirve otro trago. La lluvia tras los cristales le produce la idea de que todo está en orden y nada urge en esta vida. Se siente a salvo, el mundo es un lugar limpio y bien iluminado. En ese momento la vista se le nubla, una arcada sube por su garganta. Siente una punzada, se lleva la mano al punto ardiente que le ha brotado y se extiende por el pecho; una piedra, de pronto, se aloja en su tórax; un dolor filoso, de hielo, le bloquea las piernas. Se va de bruces sobre el escritorio. Algo falla en el mundo porque se ha quedado sin aire, aprieta los dientes. Un rayo se deshace tras los cristales. Su último día ha terminado. * Este cuento apareció originalmente en la revista aula abierta de la UPN de Puebla en el invierno de 1995. Cámara lo reproduce como justo homenaje a Alejandro Meneses, autor, entre otros libros, de Días extraños y Ángela y los ciegos.

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El tiempo,

MÁS QUE CONDENA , ES UNA INVENCIÓN

HUMANA PARA JUSTIFICAR LA MEMORIA,

AÑO UNO

CÁMARA CELEBRA SU PRIMER ANIVERSARIO HACIENDO MEMORIA —Y HOMENAJE— DE ALEJANDRO MENESES, QUE, COMO, F. SCOTT FITZGERALD, MIRABA LA LLUVIA CAER CON CIGARRILLO EN MANO. MIGUEL ÁNGEL RODRÍGUEZ NOS BRINDA UN FRAGMENTO DE SU ENSAYO SOBRE EL ARCO Y LA LIRA DE OCTAVIO PAZ,

ALEJANDRA RAMÍREZ Y FERNANDO DIYARZA, CON TEXTO Y E IMÁGENES , RESPECTIVAMENTE, ILUSTRAN Y REVELAN LOS ESPEJOS HÚMEDOS DEL EROTISMO . PUBLICAMOS TAMBIÉN UN FRAGMENTO DE ÁLBUM DE LILITH, NOVELA DE ALEJANDRO BADILLO. LOS POEMAS DEL ESPAÑOL LEOPOLDO MARÍA PANERO Y MIGUEL ÁNGEL ANDRADE ACOMPAÑAN ESTA EDICIÓN CONMEMORATIVA DE ANIVERSARIO. ¡Salud!

El arco y la lira: el poema, la revelación poética, poesía e historia Miguel Ángel Rodríguez

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Cámara felicita a su asidua colaboradora

Judith Castañeda Suarí por haber obtenido el premio de cuento Salvador Gallardo Dávalos 2005 de la ciudad de Aguascalientes.

T.S. Eliot pensaba que el nacimiento de la poesía pudo ser el tum-tum rítmico de los tambores primitivos de cualquier selva del planeta. Quería enfatizar que la sustancia de la poesía es infinitamente diversa como para que se pueda hablar de poesía en general. Más aún, los poetas esforzados por mostrar una definición fiel y precisa, rigurosa y cristalina, sometida a metros y ritmos, tienen por objetivo evidenciar la extraordinaria complejidad de las reglas de la creación. Pero son la expresión de las exigencias de una época y un gusto, no la poesía en general. Anota Octavio Paz en el mismo sentido que “lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente.” Esta percepción de romántica raíz es, además de una oposición a las reiteradas versiones eurocéntricas del arte, la afirmación radical de la diversidad. Octavio Paz es en El arco y la lira un ardiente defensor de la infinita capacidad expresiva y de las voces politonales de la poética. Entiende entonces que la poesía es capaz de constituirse en una moral distinta que se cultiva de espaldas a la historia y a la moral de la oveja. Marcel Raymond sintetizó, desde 1933, la enorme variedad de las ópticas surrealistas alrededor de dos propósitos: criticar con ácido la degradante condena moral de la vida social moderna y oponerse desde la raíz a una concepción positiva del universo. Octavio Paz aprende del surrealismo que la experiencia poética sólo a fragmentos es expresable con la palabra. Por ello se niega a las relaciones unívocas. Tres sentimientos lo acercan de forma primordial a su intuición de la poesía: la salvación, el poder y el abandono. El método de liberación espiritual por excelencia es la actividad poética. La poesía es negación de la historia y fruto del azar. Apego y transgresión de las normas. Soledad y comunión. Moral y danza, retorno a la inocencia. Mil presencias y ninguna. El inicio del libro es un despliegue lírico de vertiginosos e inusuales giros literarios cuya agudas flechas tienen un blanco: las encorsetadas filias que limitan el vuelo y el horizonte. Aprendió de Eliot el movimiento de las formas. El poeta baila con las ideas violentando a veces la propia ley de gravedad. No hay punto de reposo. Sabe que la gracia poética es belleza en movimiento. T.S. Eliot escribió sobre los diferentes grados de aptitud para gozar de la poesía. El disfrute de la apreciación profundiza “la originaria intensidad del sentimiento.” Un segundo estadio de la capacidad para gozar la poesía adviene cuando no sólo rechazamos o aceptamos una poesía, sino que además clasificamos nuestras experiencias poéticas. El tercero es el cenit del conocimiento poético y reside en el descubrimiento o invención de nuevos criterios poéticos. La tradición de la ruptura.

Las primeras páginas de El arco y la lira son la confesión de la ruptura, es la crítica. El poeta mexicano entiende que la poesía genera profundas “revoluciones de la sensibilidad” que conducen al rompimiento con las antiguas formas de pensar y sentir la poesía. Pero en opinión de Eliot no todos los poetas poseen ese genio singular. Octavio Paz lo sabe y, a sabiendas, se lanza con El arco y la lira en dirección de lo imposible: la reforma de los criterios poéticos. Su criterio poético parte del aprendizaje de la crítica. Sólo así la poética emergida es un particular criterio de la experiencia del poeta con el poema. Ese nuevo criterio que alumbra el intelecto fue preñado en el goce y es fruto de la poesía vivida. Es la única y particular manera de contestar a la pregunta por la poesía. ¿Qué es la poesía? Es una vivencia particular inexpresable en términos generales. Al mismo tiempo la interrogación incluye naturalmente a la crítica que elige entre un buen o un mal poema. Poesía y crítica como actividades complementarias e indisolubles.1 La crítica siempre fue para Paz, como para Eliot, una hija de la Edad Moderna cuya condición de existencia era la libertad, la de conciencia en primer lugar. El derecho a la intimidad. Octavio Paz ejerce su capacidad de elección y de crítica cuando le pregunta al poema por la poesía. El poema entendido así, indiscriminadamente, calla. La poesía se apresura a responder que el cumplimiento mecánico de reglas que la formalidad impone al poema no puede identificarse con ella. Un soneto o cualquier otra construcción artística es un artefacto frío si no ha sido besado por la poesía: “hay máquinas de rimar, pero no de poetizar.” Por igual es posible encontrar poesía sin poema en los paisajes o los sentimientos de los hombres. Pero la poética emerge una vez que el poeta, conciente o dormido, por voluntad o al azar, llena al poema de una sustancia singular conocida como poesía. En otros términos, la respuesta del poema es sólo pensable en ejercicio de un selectivo y riguroso sentido de la crítica que permita la identidad entre el poema y la poesía. Los poemas son creaciones plurales que, en opinión de Paz, se resisten a los reduccionismos homogenizantes que la ciencia de la literatura pretende. La clasificación tradicional de los tres géneros de la poesía resulta en esta óptica claramente insuficiente para expresar la infinita y tornasolada luz que irradia la experiencia poética. ¿Dónde situar las obras de autores como Nerval o Lautemont?, se cuestiona Paz con mente moderna. Eliot había dicho que “la mente moderna incluye todos los extremos y matices de opinión.” El espíritu de Herder ronda sus criterios epistemológicos y estéticos cuando escribe que clasificar no es

entender y menos aún comprender. La Verstehen alemana nacida con el romanticismo es usada con provecho por Paz para oponerse a la preceptiva clásica de la poética. Esa misma argumentación es enderezada contra la estilística o el psicoanálisis y sus clasificaciones formales. La negación de lo que tradicionalmente había sido considerada como poética. Si las formas del poema y de la poesía son infinitas, se pregunta Octavio Paz con ecos weberianos hasta ahora ignorados, “¿podemos inclinarnos a construir un tipo ideal del poema?” La respuesta que sería afirmativa en los ensayos políticos del propio Paz salta en astillas a la hora de reflexionar sobre la poesía y sobre su naturaleza última. El resultado sería el absurdo. El tipo ideal, que Paz nombra por lo menos dos veces, para disminuir la complejidad de la infinita gama de poemas y poetas, nos hace ver que desde entonces, 1956, conocía parte de la obra metodológica de Max Weber. No obstante, ese recurso pensado como instrumento para penetrar la esencia de la poesía le parece aberrante. Cómo nombrar por igual la poesía de Quevedo, La Fontaine o san Juan de la Cruz. En la poesía se habla de unidades orgánicas y autosuficientes singulares e irrepetibles. Otra vez el romanticismo herderiano: la parte es el todo. De mil maneras Paz argumenta y legitima el parricidio. ¿Cómo hacer objetivo el sentido de una revelación? La relación entre los poemas no es una historia progresiva. Si lo es en cambio la técnica. La técnica permite la sustitución, con el criterio de la eficacia de por medio, de un utensilio por otro. En cambio una obra de arte no es sustituible por otra. La diferencia está en que “la técnica poética no es transmisible”, su naturaleza no es la mecánica repetición de fórmulas precisas, es individual y resultado de la imaginación y fantasía del creador. Una vez que el creador repite el estilo y deja de lado la creación el producto puede ser cualquier cosa, pero no una obra. El poeta es enterrado por el estilo de la época. Para Octavio Paz el poeta no puede escapar al zeitgeist de su época, pero el creador verdadero lo trasciende para construir una obra única. Quiere decir con ello que si el poeta “...se convierte en vehículo transformador de la corriente poética estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra.” Los grandes poetas, y Góngora lo es, derivan el esplendor de su poesía de su capacidad para transmutar la herencia recibida. Se convierte en un acto poético inédito e irrepetible. Si cada poema es único, la lectura atenta del mismo puede contestar qué es la poesía. 1 T.S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, Tusquets Editores, Barcelona, 1999, p.40. Traducción de Jaime Gil de Biedma.

7 Alejandra Ramírez ESNUDA ANTE EL ESPEJO. Piernas elevadas al cielo. Ojos terrenos contemplándote. Sonidos animales enlazando cosmos y materia. Sutileza en tus ademanes. Elegancia en el delgado cuello. Arrancaré sin violencia tu collar. Hablo en futuro. Me anticipo al presente por miedo. Dedo índice sirve para recorrer tu columna. Vértebras me acercan a ti. Regreso al punto de partida. Tus pies. Minúsculos ladridos que no te permiten despegar. Caos en tus piernas. Pelos diminutos enhebrando guerras. Te protegen de mí. Yo quiero hablar. Conocer las playas de tu ser. Cuadro de cuadros. Colores desintegrados. Primarios y

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secundarios juntos en una danza de peces muertos y leones enjaulados. Tanta vida y fuerza desperdiciada. Mantequilla en el cabello no me permite saber qué piensas. No me da miedo el compás de tu voz. La gravedad de tus senos. El aire de tu ombligo. Un pájaro muerto debajo de la cama hace recordar la condición del cuerpo. Nunca seremos capaces de volar. La condición me hace recordar que no te puedo amar. Miedo en la insinuación. Temor en la demostración. Te conocí perdida. Te hice entera. Te vas. Llevándote un trozo de mí. Ausente en el tiempo. No sabes de quimeras. Un ojo se va por tu axila. Quizá por eso te fuiste.



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