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Yunuen DĂ­az todo retrato es pornogrĂĄfico

Fondo Editorial Tierra Adentro 540

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Este libro recibió el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2015. El jurado estuvo integrado por Valeria Luiselli, Eduardo Huchín Sosa y Porfirio Santibañez Orozco.

Programa Cultural Tierra Adentro Fondo Editorial Primera edición, 2015 © Yunuen Díaz © Gilberto Hernández, por ilustración de portada D. R. © 2015, de la presente edición: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes Dirección General de Publicaciones Av. Paseo de la Reforma 175, Col. Cuauhtémoc, CP 06500, México D. F. Av. Universidad s/n Edificio de Ex Rectoría Col. Ex hacienda de Cinco Señores CP 68120, Centro Oaxaca ISBN 978-607-745-243-0 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Dirección General de Publicaciones Impreso y hecho en México

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Índice

11  Un palimpsesto sexual o la introducción imposible  18 Ontogenia de la mirada voyeur  32 Sinapomorfia de la voluptuosidad corporal  44  Morfología de la exploración autosexual  58 La paradoja del apareamiento autodestructivo  64  Histología de las relaciones materno afectivas de Ledare  80 Filogenética de la selfie sexual  94 Etoecología sexual de los homínidos frente al espejo 104 El interaccionismo simbólico de la posprivacidad 122 Oclusión

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En 1954 los primatólogos Eduard Tratz y Heinz Heck reportaron que los chimpancés en el Hellabrun se apareaban más caninamente (como perros) y los bonobos más como los homínidos (como las personas). En aquellos días, el coito cara a cara era considerado únicamente humano, una innovación cultural que necesitaba ser enseñada para preliterar a las personas (de ahí el término “posición de misionero”). Estos primeros estudios, escritos en alemán, fueron ignorados por el establishment científico internacional. La sexualidad de los bonobos, que se asemeja a la humana, necesitó ser redescubierta en los años setentas, antes de poder aceptarse como una característica de la especie. Frans B. M. de Waal Bonobo sex and society Originalmente publicado en la revista Scientific American

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Un palimpsesto sexual o la introducción imposible

Todo retrato es pornográfico. Todo retrato es nudista. Todo retrato intenta mostrar algo oculto, hacer visible aquello que el fotógrafo jala hacia el lente para dejarlo fijo en una imagen. Todo retrato es obsceno, porque intenta mostrar lo que no es obvio, lo que está fuera de escena, ése es el origen de dicha palabra. Todo retrato nos produce morbo porque creemos que una buena foto nos podrá revelar algo que antes permanecía escondido. Todo retrato es lúbrico porque nos permite intimar con el otro, captarlo en su más secreta desnudez. El retrato descubre, delata, manifiesta, exhibe, nos enseña un secreto. Todo retrato es una confidencia. Para comprender una foto escribo literatura, no pretendo evitarlo, todo conocimiento es literatura, la ciencia cuenta historias, yo las ensayo. En este texto hago confluir dos narrativas, la del primatólogo Frans B. M. de Waal sobre el sexo y la sociedad de los chimpancés bonobos y mis reflexiones sobre la sexualidad de los homínidos retratada en la fotografía contemporánea. Durante los últimos cinco años he estado coleccionado episodios de la sexualidad actual: obras de arte, videos, fotos, textos filosóficos, artículos… todo lo que viniera a mis manos se convertía en una pieza de un hermoso alfiletero. Descubrí que mis morbosos hallazgos no se alejaban de la ciencia. Los insectarios, por ejemplo, son una colonia de  fe­ tiches, así que las fotografías que tomo por estudio son como los insectos en el alfiler de un biólogo, pequeñas muestras de una comunidad orgánica. Cada día de mi vida descubro nuevos organismos. No han cabido aquí todos los que he 11

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recopilado, pero ensayar significa también seleccionar y errar, así que intento desarrollar mi estudio con algunos que me parecen representativos de la sociedad contemporánea. No hay cópula que no se encuentre atravesada por lo simbólico y todo símbolo está atravesado por la cultura. No hay cópula sin fetiche. Nuestro fetiche principal, hoy en día, es la fotografía; y no sólo me refiero a un fetiche sexual, sino a esa concepción de un objeto al que hemos transferido un poder simbólico que es capaz de alterar lo real, eso es hoy en día la fotografía. Ya no podemos pensarnos sin la ima­ gen doble que nos arrojan los aparatos fotográficos. Hoy casi nadie sale a la calle sin la cámara de su teléfono móvil, tampoco nos imaginamos un documento de identidad sin una fotografía, pero más aún, no nos imagi­namos un mundo donde no tengamos fotografías para expresar en ellas lo que somos. La fotografía se ha ligado de manera entrañable a los procesos de construcción de identidad, ese diamante que tampoco es ya una zona profunda e íntima a descubrir en las catacumbas de la psique, sino algo que fluctúa por la piel, algo que muta y burbujea,  aque­llo que se muestra a los otros como ondulante apariencia. He ahí el importante papel que se le ha dado a la fotografía en el mundo actual: celebrar la superficie, pues no hay nada más profundo que la imagen. Todas las historias de este libro comienzan por el ojo, porque la fotografía es la metáfora de un ojo escindido del cuerpo, es la cámara-ojo de Vertov, pero un ojo que ya no se interesa por las calles ni por motivos urbanos (eso lo puede observar cualquier persona). Los paisajes de la fotografía contemporánea están dentro de la casa, en la recámara, en el baño, en el cuerpo de las personas, en su sexo, en su intimi­ dad. La fotografía contemporánea, en su anhelo de exterioridad, pareciera exorcizar la privacidad. Todos los fotógrafos elegidos para este texto se encuentran en estos territorios, 12

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han indagado en alguna de estas aristas de la vida privada, muestran retratos de personas cuyas predilecciones sexuales no sólo tienen repercusiones en la habitación sino que, de algún modo, van reconfigurando lo social. Mi ensayo comienza con la “Ontogenia de la mirada voyeur”. La ontogenia es una rama de la biología que describe el desarrollo de un organismo desde su etapa embrionaria hasta la vejez, rastrea, sobre todo, los cambios estructurales que se pueden dar, ya sea por su interacción con el medio o por su propia dinámica interna. Retomando la idea de que mi ensayo es un análisis de organismos vivos en el alfiletero de la sexualidad, he tomado prestado este nombre para mi capítulo porque en él reflexiono sobre la manera en que la mirada ha tenido un proceso de sexualización, desde el uso de mirillas en el arte de las vanguardias, hasta el desarrollo de la pornografía en la pantalla de la web. El capítulo “Sinapomorfia de la volupstuosidad corporal” es un acercamiento al trabajo fotográfico de Larry Clark. Comienzo con este trabajo porque Clark podría considerarse como el padre de la fotografía sexual. La sinapomorfia, en términos taxonómicos, ayuda a identificar un carácter compartido en diversas especies, que se considera heredado de un ancestro común, en el caso de la fotografía sobre la se­ xualidad y la intimidad, podemos considerar a Larry Clark como aquel ancestro común, quien llevará a futuros autores a utilizar las minucias de su intimidad como tema fotográfico. Con Larry Clark veremos también cómo el fotógrafo deja de ser el cazador que acecha a sus sujetos con la cámara y se convierte en el tipo desenfadado que se sienta en el sillón de a lado a beber cervezas; en ese sentido, su labor es mucho más lírica, empática y realista. La “Morfología de la exploración autosexual” es una reflexión sobre los autorretratos de Catherine Opie. Si la morfología es el estudio que analiza las formas y estructuras de los seres vivos, en este apartado, concibo al autorre13

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trato como ese aparato que permite una exploración que va desde la superficie de la piel, hasta el ejercicio psicoanalítico en la construcción de la imagen del individuo. Más que las preferencias lésbicas y sadosmasoquistas de la fotógrafa, analizo el uso de la fotografía en la construcción de una identidad. En “La Paradoja del apareamiento autodestructivo”  ahon­ do en los retratos realizados por el fotógrafo Omar Gámez de individuos que practican el bareback en la Ciudad de  Mé­ xico. El bareback es una práctica en la que las personas tienen relaciones sexuales sin condón, enfatizando el riesgo de contraer el vih. Aquí observamos un comportamiento inesperado o, al menos, poco documentado sobre la sexualidad actual, la paradoja de convertir una actividad que en principio podría ser reproductiva, en una que busca anular al individuo. La histología es una disciplina que estudia todo lo relacionado con los tejidos orgánicos, por ello nos da la oportunidad de revisar también la forma en que se hilan las relaciones familiares con temas de sexualidad. En “Histología de las relaciones materno afectivas”, Leigh Ledare abre la recá­ mara de su madre para que podamos contemplar con macroscopio el comportamiento sexual de una mujer madura en los albores del siglo xxi. En la “Filogenética de la selfie sexual” Evan Baden ingresa a las habitaciones de las adolescentes que practican trueques íntimos desde la comodidad de sus teléfonos móviles. La filogenética, que estudia el desarrollo evolutivo de un grupo de organismos, nos ayudará a observar las mutaciones en la sexualidad de los adolescentes a raíz de los desarrollos visuales que aparecen en la web. Finalmente, en la “Etoecología sexual de los homínidos frente al espejo”, despliego mi escritura sobre el trabajo de Joan Fontcuberta y su serie de reflectogramas. Imágenes del erotismo descentrado del fotógrafo sexual amateur en 14

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el espejo, que han sido recopiladas por Fontcuberta de la web. “Homo espectatur y homo fotograficus” nos ayuda a describir el comportamiento (etoecología) de los individuos en la sexualidad 2.0. Mis últimas reflexiones sobre la sexualidad fotográfica se albergan en el capítulo: “El interaccionismo simbó­ lico de la posprivacidad”. Aquí exploro la relación entre la fotografía con la exposición de la vida privada, además de su relación con la sociedad y con el mercado de consumo. Las  im­plicaciones sociales de la exhibición pueden tener un tono apocalíptico o un aura de renovación social. Ambas hipótesis serán desplegadas y acompañadas por piezas de arte contemporáneo. Cierro el texto con una “Oclusión” donde me aventuro a poner en diálogo los hallazgos sobre la sexualidad de los bonobos, desarrollada como intercapitulados, y mis exploraciones a través de la fotografía, un análisis comparativo entre homínidos y bonobos que juega a ser metáfora de la evolución sexual: insextario literocientífico que nos refleja en el gran lente de la escritura.

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Los bonobos se excitan muy fácilmente, y expresan esta excitación en una variedad de posiciones y contactos genitales. Aunque los chimpancés casi nunca adoptan posiciones cara a cara, los bonobos lo hacen en una de cada tres cópulas en el medio silvestre. Además, la orientación frontal de la vulva y el clítoris bonobo sugieren fuertemente que los genitales femeninos están adaptados para esta posición. Otra similitud con los seres humanos es una receptividad sexual femenina incrementada. La fase tumescente de los genitales de la hembra, lo que resulta en una inflamación de color rosa que indica la voluntad de aparearse, dura mucho más tiempo del estro en los bonobos que en los chimpancés. En lugar de un par de días fuera de su ciclo, la hembra bonobo es casi continuamente sexualmente atractiva y activa. Frans B. M. de Waal

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Ontogenia de la mirada voyeur

Si la cámara fotográfica es una extensión de nuestro cuerpo, como algunos afirman, se trataría entonces de un órgano genital mucho más que visual, de un órgano eréctil mucho más que testimonial. La cámara, como un ojo tercero, no sería más el ojo vigilante de Michel Foucault, sino el ojo dildo, el ojo masturbador, el ojo eco que regresa a Narciso su imagen en excitación frente al espejo. Un ojo mecánico para insertarse en el mundo como órgano mirón, exten­ sor del morbo, fálico e intrusivo. Nuestro ojo portátil, nuestro ojo ciborg, nuestro ojo fotográfico, podría revelar una sociedad distinta, una nueva forma de subjetividad. Tal como lo hizo la perspectiva en el siglo xv al crear un modo de representación de la nueva concepción antropocéntrica, donde observamos la racionalización de la mirada y la construcción de un espacio pictórico que se abre desde la retina del espectador,1 nuestro ojo digitalizado podría estar revelando una nueva forma de concepción del mundo, una donde la sexualidad deja de ser algo privado y se transforma en un lugar abierto a los ojos de todos; una sexualidad que no sólo articula y demarca los comportamientos en la recámara, sino el espacio social entero. Existe una fuerte tendencia a la sexualización de la mirada en el mundo contemporáneo: todo es cada vez más visible y la cámara en sus distintas versiones (web, digital, análoga) está ahí para fotografiarlo, desde lo más trivial a lo  Erwin Panosfsky, La perspectiva como forma simbólica, Barcelona, Tusquets, 2003, p. 27. 1

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más sacro, el nacimiento y la muerte copulan en la pantalla que les alberga. A veces ni siquiera se suben a la red esas fotos, pero están ahí, en algún lugar del universo web, proclamando su posible viralización, esperando a ser vistas por alguien, a ser descubiertas. Nuestro ojo mecánico fagocita el mundo. Joan Fontcuberta en su Manifiesto postfotográfico cuenta la experiencia de Wafaa Bilal, artista iraquí y profesor de fotografía en la New York University, quien se ha hecho implantar quirúrgicamente una microcámara en la parte posterior del cráneo para fotografiar lo que encuentra en su campo visual en intervalos de un minuto; dichas imágenes se pueden ver por streaming en tiempo real en el Mathaf, el nuevo Museo Árabe de Arte Moderno en Doha.2 Wafaa Bilal exhibe las entrañas de Estados Unidos desde su ojo prostético, obscenidad instantánea desde cualquier lugar del mundo. Bilal pone los retazos visuales a la vista de los árabes quienes observan en pantallas la desnudez de la sociedad estadou­ nidense: su intimidad atrapada en la mirada impúdica que recorre el corpus de su vida cotidiana ¿No se trata de otra forma de pornografía? ¿No es una venganza simbólica del mundo árabe? Me hace recordar un meme en internet don­ de un ginecólogo negro examinaba entre las piernas de una mujer blanca, una caricatura política que exhibe los ocultos juegos simbólicos de poder que aún atraviesan nuestra sociedad. He aquí el cyborg: un ojo supravisual, un injerto cibernético para registrar más de lo que el ojo ve, la identidad superpixel. El mundo posthumano que enunciara Donna Haraway, en su Cyborg Manifesto, está aquí: “Un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y 2   Joan Fontcuberta, Por un manifiesto Postfotográfico, La Vanguardia. [lavanguardia.com/cultura/20110511/54152218372/por-un-manifiestoposfotografico.html] [consulta 11 de Junio de 2014].

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también de ficción”.3 Un dispositivo hipersexual que acecha, pero que también construye la imagen del mundo, pues como Haraway anota “las fronteras entre ciencia ficción y realidad social son una ilusión óptica”.4 Ya no sólo se trata de darle sentido a las imágenes, sino que las imágenes son ahora las que construyen el sentido de lo observado, a nosotros nos queda preguntarnos de qué sentido se trata. Ahora pensemos en otros casos. Cuando Georges Bataille escribía la historia del ojo, no escribía sólo una narración de dos niños que jugaban a revelar sus cuerpos, a conver­ tirse en cómplices perversos de sus indagaciones, sino que se oponía a una historia de la visualidad en la que el ojo era visto como el órgano por excelencia de la experiencia racional. Recordemos cómo desde la Edad Media se despreciaba al resto de los sentidos a favor de la vista,5 los demás órganos eran considerados sucios porque tenían que estar cerca del mundo para sentirlo; la música era demasiado sensual y hacía que el cuerpo se moviera sin intención; el tacto, el olfato y el gusto tenían que entrar en contacto con las sustancias u objetos para apreciarlos; en cambio el ojo era limpio, percibía la luz y por ello a Dios. Cuando la pequeña Simone, de la Historia del Ojo de Bataille, introduce un huevo entre sus labios vaginales, lo que hace es construir una metáfora para la serie de sucesos que se aproximarían a lo largo de la segunda mitad del siglo xx y de los inicios del xxi: la sexualización de la mirada. El ojo puesto al ras de la sexualidad más pueril, el ojo fagocitado por el sexo, el ojo deviniendo objeto de placer entre los labios vaginales de una niña —que de algún modo anuncia la li Donna Haraway, “A Cyborg Manifesto: Science, Technology, and Socialist-Feminism in the Late Twentieth Century”, en Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature, Nueva York, Routledge, 1991, p. 1. 4   Ídem. 5  Cfr. Martin Jay, Ojos abatidos: la denigración de la mirada en el pensa­ miento francés, Madrid, Akal, 2008, p. 30. 3

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beración femenina—, pero también la genitalización de la mirada. Gustav Flaubert escribía en 1845, en una carta a su amigo Alfred Poitteven: “Extraigo sensaciones voluptuosas del mero acto de ver […] soy un ojo”;6 en esta cita podemos notar cómo la visión tiene un lugar preponderante en la ex­ periencia del sujeto, ser un ojo es percibir el mundo como un lugar para ser observado, nuestra experiencia contemporánea es ampliamente visual, somos cuerpo, pero en una industria enfocada en la agudización y tecnologización de la mirada podemos decir que somos más ojos que ningún otro órgano del cuerpo. Pensemos en eso, ninguna otra extensión de nuestro cuerpo se ha popularizado tanto como el ojo cibernético que poseemos en la cámara, capaz de ampliar nuestro campo de visión, de llevarnos a ver lo mínimo, de dejar fija una imagen; en cambio, no se han desarrollado manos artificiales, una nariz cibernética súper olfativa u oídos extra auditivos (excepto, claro, por el artista Stelarc, quien sí ha llevado a cabo estos experimentos, incluyendo, por ejemplo, un tercer oído en su brazo); en general, no imaginamos extensiones de nuestros sentidos con tanta facilidad como lo hacemos para la vista. Hoy en día todos portamos una cámara en el teléfono celular —en la computadora, en las tabletas— no nos imaginamos un mundo sin este tipo de dispositivos y, si en algo ha invertido economicamente la industria tecnológica, ha sido sobre todo en este campo. Ya no sólo lo hacen las compañías de cámaras fotográficas, sino todas las empresas con intenciones de mantenerse como líderes en el campo de la tecnología; el casco de Google y los lentes para mirar en internet ya no son cosas del futuro, hoy podemos pensarlos como un elemento más de nuestro cuerpo.

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Ibídem, p. 91.

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Actualmente cada teléfono celular cuenta con un sofisticado sistema ocular, nuestro tercer ojo se ha abierto y no se trata de una cuestión mística sino escópica. El día a día se consume frente a una pantalla, se ríe, goza y llora en High Definition. Nuestra sociedad es voyerista y el arte da cuenta de ello: artistas como Marcel Duchamp captaban esto en sus obras. De 1946 a 1966 Duchamp realiza su última pieza conocida como Étant donnés. Tal y como fueron sus deseos, esta pieza no fue expuesta sino hasta 1969, un año después de su muerte. La obra es una gran puerta de madera, en ella no hay más que un par de mirillas, una para cada ojo, el espectador ha de colocarse cerca y mirar a través de ellas. Lo que aparece es el cuerpo desnudo de una mujer sobre unas ramas secas, en la mano que se alcanza a percibir hallamos una lámpara y a lo lejos una cascada. Lo primero con lo que nos topamos en ese cuerpo desnudo es con el sexo de esa mujer anónima, un sexo limpio, pueril, sin vello, abierto, una apertura que nos intriga. Las interpretaciones sobre la pieza han sido variadas: una alusión a la pintura de Gustave Courbet, El origen del mundo, donde apreciamos ese gran sexo de una dama recostada en una cama; un homenaje a una de sus amantes a quien ya había regalado un relieve con una figura similar; la experimentación tridimensional de su Gran vidrio (conocido tam­ bién como La novia desnudada por sus solteros) llevada a un nivel mucho más complejo en terminos sensoriales. De alguna manera la pieza está conectada con todas, lo que vemos es efectivamente un gran sexo que se abre ante nosotros y la maquinaria de la líbido del gran vidrio, sólo que de la transparencia del gran vidrio, Duchamp decide llevar­ nos con esta última pieza a la clandestinidad de la mirilla, al voyerismo absoluto: ahí está echada esa mujer con las piernas abiertas y nosotros detrás del muro, observando de manera furtiva. La mirilla de inmediato hace alusión al 22

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espionaje, a ver sin ser visto, a esos ojos que a hurtadillas se asoman por un lugar donde no de­berían observar; el placer de ver, de apropiarse del otro, el gesto brutal del retratista, como lo nombraría Milan Kundera, un ojo violador que se erotiza ante la vulnerabilidad del otro: De golpe, el miedo, como un gran cuchillo, la había rasgado. Estaba allí ante mí, abierta, como el tronco escindido de una ternera colgado de un gancho de carnicería. El ruido del agua llenando la cisterna en el baño prácticamente no cesaba y yo, de repente, tuve ganas de violarla. Sé bien lo que digo: violarla, no de hacer el amor con ella. No quería su ternura. Quería ponerle brutalmente la mano en la cara y, al instante, tomarla entera, con todas sus contradicciones tan intolerablemente excitantes: con su vestido impecable y la rabia de sus entrañas, con su sensatez y su miedo, con su orgullo y su desgracia. Tenía la impresión de que todas esas contradicciones encerraban su esencia: ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto en las profundidades. Quería poseerla, en sólo un segundo, tanto con su mierda como con su alma inefable.7

Si bien Milan Kundera escribió esta reflexión asociando su propia experiencia con lo que él experimentaba al ver las pinturas de Francis Bacon, este tipo de sensaciones podemos hallarlas en muchas fotografías contemporáneas ¡Qué mayor placer que la mirada secreta, el gesto clandestino y silencioso tras la cámara! La cámara protege, crea una barrera simbólica, el gesto de oprimir el boton es tan excitante como la imagen resultante. Hay en la fotografía cierta violencia erótica, cierto deseo de apropiarse del otro, de subyugarlo hasta hacerlo mostrarse. El retratista es un sujeto voyeur, como un psicoanalista, no está contento hasta   Milán Kundera, Un encuentro, Barcelona, Tusquets Editores, 2010, p. 17. 7

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que puede ver las opacidades del otro, sus gestos nerviosos, sus traumas. En la fotografía, el divan es la cámara. Algo que Duchamp identifica en el Étant donnés es nues­ tra existencia mirilloscópica, nuestro gusto por observar de manera furtiva la trasgresión batailleana. Pero si la mirilla lograba densificar y concentrar la mirada en el objeto del placer, nuestro mundo contemporáneo no podía hacer otra cosa que traspasar ese placer a la pantalla. El propio Duchamp jugó en su Cinema anémico con mostrarnos el poder hipnótico de imágenes que giran sobre sí mismas, pantallas cuya energía centrípeta congrega al espectador sin necesariamente mostrar otra cosa que una superficie vuelta sobre sí. El cambio de la mirilla a la pantalla plana representa también este cambio de paradigma entre lo privado y lo público. Anteriormente existian temas de circulación restringida, lo que pasaba dentro del hogar, dentro de la alcoba o dentro de la psique del individuo, se mantenían como dominios privados, tan sólo concernían al individuo. Hoy en día, en cambio, el individuo atenta contra estos límites y la autoexposición se convierte en un evento común. En las redes sociales se comparte todo, las fotos más indiscretas se viralizan, vivimos en la estética del morbo, queremos saber cada vez más de los otros, mostrar cada vez más algo de nosotros. La mirilla era una mirada hacia un mundo íntimo, hacia ese lugar privado que el individuo se reservaba para sí. Por el contrario, la pantalla es el lugar donde todo se convierte en objeto visible, todo discurre sin interrupciones y se comparte. La pantalla cada vez más grande de los televisores en los hogares será un día de tamaño natural para jugar a ser más real que lo real, para utilizar una frase de Jean Baudrillard: la realidad de un mundo donde nada se oculta, donde todo es accesible a la mirada.

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De 1946, año en el que Marcel Duchamp comenzó su Étant donnés, al 2006, año en que Evan Baden realizó la  se­ rie Los illuminati, han pasado sesenta años. Duchamp nos ponía tras la mirilla para espiar un mundo, mientras Evan Baden nos retrata mirando el espectro luminoso de las pantallas. Los illuminati es una serie en la que el fotógrafo británico Evan Baden muestra personas que se encuentran en ambientes oscuros cuyo rostro se dibuja tan sólo por la luz que despide una pantalla. Celulares, tabletas, computadores, todos los dispositivos emiten una radiación brillante que permite verlos y esa intensidad crea entonces una especie de aura en torno al espectador, durante el día no se percibe pero por la noche, hora en la que la gente se congrega para los rituales internautas, el aura se hace evidente. Los Illuminati me recuerdan a las imágenes barrocas de Georges de La Tour, a sus claroscuros intensos que agudizaban la oposición entre la luz divina y la oscuridad del mundo. En El recién nacido, imagen que pintó de 1645 a 1648, una vela es el único foco que alumbra el rostro de dos mujeres mientras contemplan amorosamente a quien suponemos es el pequeño Jesús, la escena barroca acentúa el recogimiento, la luz representa el alma en comunión con lo divino. Nuestro barroco posmoderno también habla del recogimiento, pero nuestra contemplación no se da hacia adentro, sino que nos dirige hacia la pantalla. La admiración, el mysterium tremendum, que Otto Rank describía como característica de lo sagrado, está en esa pululante superficie, nuestro nuevo credo es internet: creador de lo visible y lo invisible. No más mirillas, las mirillas son un fetiche vintage, la nueva visualidad requiere del reflejo luminoso de las pantallas donde todo se aglutina como en un aleph contemporáneo. Curiosamente, uno de los usos más comunes que se dan a los nuevos dispositivos fotográficos es retratar aspectos 25

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de la sexualidad. Desde las imágenes eróticas que circulan en las redes sociales, hasta aquéllas más explícitas que apa­ recen en páginas web de porno amateur y profesional, la cámara ha servido para atestiguar los cambios de paradig­ mas en la sociedad contemporánea: los cuestionamientos sobre el género, la desarticulación de las estructuras familiares, el desocultamiento de la sexualidad femenina, la con­ formación de grupos según afinidades eróticas: bdsm, lea­ ther, queer, etc. Es decir, el advenimiento de la sexualidad como espacio donde confluye la subjetividad contemporánea, donde psique y sociedad se interpelan para conformar a un sujeto que exige en su persona una plasticidad cada vez mayor. La fotografía contemporánea muestra no sólo sexo sino situaciones ligadas a la economía, a la identidad, al poder institucional, a la retórica social, así como sus entramados y complejidades, muestra las fuerzas de empuje y contención en una sociedad que intenta ser distinta pero en cuyo seno perviven muchos tabúes y paradigmas que no le permiten transformarse. El sexo y la fotografía son territorios simbióticos, ambos ahondan en la fragilidad del individuo. De hecho, desde que aparece la fotografía, aparecen las primeras postales eróticas, nuestro tercer ojo ha sido siempre un ojo sexualizado. Tan pronto se desarrollan las primeras cámaras de video, se comienzan a filmar escenas eróticas. Recordemos el primer beso retratado en 1896 por Edison: May Irwin aparece en singular cercanía con un hombre, sus perfiles forman un cuadro desdoblado de Picasso, de pronto él parece decidirse y le toma el rostro para darle un beso en los labios, éste dura unos segundos, lo suficiente para causar un gran escándalo por la inmoralidad de la escena ¡Qué diferencia de valores con respecto a la sociedad actual! Aquel beso nos parece ahora pueril, sólo un guiño al tipo de imágenes que hoy podemos encontrar en el porno, cada vez más extremo, o en su hermano bastardo, su reverso ar26

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tístico, el posporno, que utiliza representaciones sexuales para cuestionar nuestros usos del cuerpo, las nociones de género y los valores de la sociedad heterosexual. Esa sociedad espantada por los besos en la pantalla, que es narrada también en la película Cinema Paradiso por Giuseppe Tornatore, ve crecer en sus intersticios la hierba mala de un arte cuyas imágenes desean mostrar lo que crece debajo del pavimento social, así el posporno revela y cuestiona lo que aparece como cotidiano. Cabe poner como ejemplo la obra de Annie Sprinkle, Postporno modernits show, una serie de piezas en las que la ex actriz y directora de porno, ahora artista y sexóloga, elaboraba performances que cuestionaban la pornografía tradicional. El más representativo fue quizás su “Public cérvix announcement”, en esta pieza la artista se coloca un espejo vaginal que abre el cuello de su útero, ella, sentada con las piernas abiertas, invita al público a mirar dentro del espejo abierto, la última barrera entre lo público y lo privado queda derribada, el ojo del espectador puede ver dentro del cuerpo, pero ahí, en ese misterioso lugar, no encuentra nada más que el vacío de la carne. Cuando la imagen se vuelve explícita, la estética se convierte en ginecología, eso es de algún modo lo que Annie Sprinkle desea poner en evidencia. Las expresiones del postporno se comenzaron a desarrollar a partir de los años noventa, incubandose sobre todo en el performance. El arte hecho con el cuerpo buscaba oponerse al mercado que se encontraba en los ochenta absolutamente encumbrado y ávido de consumo artístico, los artistas intentaron escapar tanto de ese mercado de objetos como de la cosificación de la experiencia, pero la vuelta a la mirada era irrecusable, sobre todo ante la facilidad con la que prolifera la imagen en oposición a un acto performativo que solicita la presencia del artista. Un video subido a Youtube tiene muchas más posibilidades de llegar al público mundial, una foto publicada en la web puede virali27

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zarse y ése quizás es su elemento político. Lo que hacía el grabado en sus inicios, esa capacidad de llegar a los grandes públicos con pocos recursos, lo logran hoy la fotografía y el video a través de internet. Annie Sprinkle no puede hacer su performance en 5 lugares a la vez, pero sus videos sí pueden estar en millones de pantallas alrededor del mundo. Una vez más, la mirada reina sobre el mundo contemporáneo, la pantalla la acompaña. Pero no se trata de una mirada pasiva ni conformista, al menos en el arte, esa mirada explora territorios inestables, porosos y subversivos. La fotografía artística ha mutado de una labor mimética a una poiética, su trabajo documental ha pasado a hacer preguntas cada vez más incisivas proyectando reflexiones ontológicas, preguntas sobre lo que significa existir en este siglo, lo que de algún modo se liga automáticamente a la sexualidad contemporánea. Como Senett afirma en su libro El declive del hombre pú­ blico, lo social es ahora psicológico. El individuo sólo encuentra en la sociedad un reflejo de sus intereses, sólo puede ver el mundo a partir de su propia experiencia; los problemas sociales ocupan un interés mínimo, mientras nuestros cuerpos y nuestra psique son el territorio inestable sobre el que se desarrollan nuestras más íntimas y conmovedoras batallas. Después de la revolución sexual, el sida provocó un retorno a una moral caduca que hizo retraerse a los movimientos sociales que unían el amor, el sexo y la libertad. Hoy en día, todo está permitido, pero al mismo tiempo, todo es inestable, hay todo tipo de polaridades en términos de prácticas, el individuo nunca sabe cuándo es poco, cuán­ do es demasiado y qué debe hacer con su propia sexualidad; vive cada día de su vida en la angustia de esa plasticidad erótica, donde una princesa Disney se convierte en Miley Cirus, mujer de sexualidad crustillante cuyos valores son imposibles de realizar en la vida cotidiana, para seguir al sociólogo Senett: “En las últimas cuatro generaciones no 28

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se ha producido una instancia gráfica de esta deformación salvo en el caso de la más íntima de las experiencias: el amor físico. En el curso de estas cuatro generaciones, el amor físico ha sido redefinido desde términos de erotismo a términos de sexualidad. El erotismo victoriano implicaba relaciones sociales; la sexualidad implica identidad personal. Erotismo significaba que la expresión sexual trascendía merced a acciones de elección, represión e interacción. La sexualidad no es una acción sino un estado del ser […]”.8 Hoy en día la imagen se recorta, se borra, se cambia, desaparecen de la fotografía las imperfecciones con unos cuantos retoques, las cámaras integran una serie de filtros y de efectos que embellecen al instante las fotografías de cualquier amateur. Los individuos tienen Instagram, Facebook, Twitter, Whatsapp e infinidad de aplicaciones que se conectan en línea para compartir las imágenes que se producen al instante. La maleabilidad de la imagen no sólo es evidencia de estos procesos de psicologización, es un acompañante de la plasticidad que tiene actualmente la identidad de los individuos. Hoy en día nadie sabe quién es, necesita de la imagen para descubrirlo, o mejor dicho, para crearse como individuo, para hacerse visible ante los otros, para existir. La imagen muta tanto como mutan nues­ tras ideas y nuestro deseos, somos lo que aparece en la superficie de la web, lo que se ve, nuesta vida ha dejado de trasncurrir en el interior del cuarto y eso hace que la mirilla dé paso a la pantalla plana, territorio donde el más íntimo acontecimiento se convierte en un episodio público. El sexo no transcurre sólo en la alcoba, las nuevas formas de erotismo se inscriben en las pantallas de nuestros celulares, habitan internet, se intercambian, fluyen por las veredas digitales de las computadoras. Pero si todo es erótico, tal vez ya  Richard Sennett, El declive del hombre público, Barcelona, Península, 1978, p. 15. 8

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nada lo es ¿vivimos en una sociedad posterótica? Si todos producimos imágenes eróticas entonces ¿qué define al arte erótico hoy? Quizás éstas son las preguntas que hacen que los artistas contemporaneos se replanteen su labor como creadores de imágenes y abandonen la estética del erotismo en busca de zonas menos exploradas. La sexualidad, ese rizoma libidinal, esa virulencia de la carne y la psique, del individuo en pugna contra la moral, adquiere un interés notable en la estética contemporánea y la cámara fotográfica, con su ojo tercero, nos ayuda a observar este fenómeno.

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La diversidad de contactos eróticos en los bonobos incluye el sexo oral esporádico, el masaje de los genitales e intensos besos de lengua. Para que esto no deje la impresión de una especie patológicamente sobresexualizada, debo añadir, basado en cientos de horas de observación de los bonobos, que su actividad sexual es más bien casual y relajada. Parece ser una parte completamente natural de su vida de grupo. Como la gente, los bonobos tienen relaciones sexuales sólo ocasionalmente, no de forma continua. Además, la cópula media dura 13 segundos, por lo que el contacto sexual en los bonobos es bastante rápido para los estándares humanos. Frans B. M. de Waal

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Sinapomorfia de la voluptuosidad corporal

When someone I knew would die, which happened a lot, I’d think they were one of the lucky ones. I honestly used to think I was cursed to stay on earth and make photographs. Larry Clark

La Santa Trinidad de la vida contemporánea no está conformada por el espíritu santo, sino por tres amantes en la cama. Dos hombres desnudos y orgiásticos, uno de cada lado, abren la entrepierna de la mujer y la ofrecen al espectador como una hostia. Los jóvenes tendrán unos diecisiete años tal vez, no parecen temer a la cámara, aunque tampoco están posando para ella, de hecho sólo uno de ellos mira hacia nosotros con su falo en erección. Ésta es la puerta al mundo de Larry Clark, fotografías donde la gente vuela entre drogas y orgasmos. Me gusta la serie Teenage Lust de Larry Clark (1983), porque los personajes en ella cogen como si no hubiera otro motivo para existir, como si antes o después del orgasmo sólo existiera la nada, como si el único territorio de alivio ante la angustia de la existencia fuera el sexo, lo único que borra nuestros límites con el mundo y con el otro. Henry Miller solía decir: “El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación, las otras ocho no son importantes”. Los personasjes de Larry Clark parecen concordar con ello. Las imágenes están cargadas de un erotismo batailleano; el 32

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sexo es puro placer y desgaste: exceso, economía del sacrificio. Nuestra sociedad contemporanea aún requiere de ritos, de actos que no respondan a la lógica de la producción, los individuos se arrojan a experiencias de borramiento que compensen la lógica de la vida cotidiana, en la que cada acto tiene una meta específica. Uno de esos ritos, quizás el más popular, es el sexo. El sexo que no busca la reproducción se opone a la producción capitalista. La serie Teenage Lust refleja estos cambios en el imaginario social de unos jóvenes decepcionados del modelo de vida norteamericano de esos años: La prohibición responde al trabajo, y el trabajo a la producción. Durante el tiempo profano del trabajo, la sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la producción. Por excelencia, el tiempo sagrado es la fiesta. La fiesta no significa necesariamente, como la que sigue a la muerte de un rey a la que me he referido, un levantamiento en masa de las prohibiciones; ahora bien, en tiempos de fiesta, lo que está habitualmente prohibido puede ser permitido, o incluso exigido, en toda ocasión. Hay entre el tiempo ordinario y la fiesta una subversión de los valores cuyo sentido subrayó Caillois. Desde una consideración económica, la fiesta consume en su prodigalidad sin medida los recursos acumulados durante el tiempo del trabajo. Se trata en este caso de una oposición tajante.1

La gente que retrata Larry Clark participa del despilfarro de la fiesta. Los adolescentes retratados consumen drogas, tienen sexo grupal, realizan todo lo que la sociedad condena, son marginales, pero esa marginalidad los dota de una  Georges Bataille, Escritos sobre Hegel, México, Arena Libros, 2005, p. 15. 1

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belleza particular, la belleza de la rebeldía. “Arden” como los personajes de una novela beatnik. Son esos locos con cara de cometa: [los] locos por hablar, locos por ser salvados, deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan ni hablan de lugares comunes; sino que arden, arden, arden cual fabulosos cohetes pirotécnicos que estallan en el firmamento como arañas cruzando las estrellas y si te acercas pueden ver en el centro el azul de la flama.2

Los personajes de Clark no son ángeles caídos, son humanos, demasiado humanos, están “más allá del bien y del mal”, como diría Nietzsche, experimentan el mundo con los sentidos, rompen con la moral, con los códigos. Viven en la urgencia absoluta de la vida, la urgencia de descubrirlo todo. Se trata de una resistencia hedonista que burla la disciplina, eso que Michel Foucault nombra como el biopoder, es decir, aquel poder que se presenta desde la normalización de los cuerpos y la disciplina, aquello que dicta cómo deben vestir, cómo deben comportarse, qué tipo de actividades son apropiadas y en dónde deben realizarse, la disciplina que se nos enseña desde la infancia con sus tres lugares de ejercicio: la escuela, el hospital y la cárcel. El sexo en las calles, el sexo en las alcobas, el sexo en lugares públicos y junto al río, el sexo entre muchos y el sexo siempre, ése es el mundo que abre Larry Clark para nosotros en sus fotografías. Sus sujetos rompen las normas, estiran los límites, fracturan las estructuras, cuestionan los ámbitos de poder sobre el cuerpo y la sexualidad, o mejor dicho, ponen en evidencia las fallas de ese poder, la primacía del instinto. Una muestra de que cualquier regla tiene un anverso o que la norma es, precisamente, la invitación a 2

Jack Kerouac, En el camino, Barcelona, Editorial Bruguera, 1981, p. 8.

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infringirla, por eso Georges Bataille ligaba al erotismo con la trasgresión. Hay que pensar en la sociedad norteamericana de esos años, en las censuras en Hollywood, en la moral recalcitrante de buena parte de sus ciudadanos. Larry Clark entonces nos muestra esa batalla, la cabeza de Apolo cortada por la espada de Dionisio. En 1983 el artista norteamericano Larry Clark autopublica esta serie de fotografías que llevaban por nombre Tee­ nage Lust (que podría quizás traducirse al español como “Lujuria adolescente”). El libro no pasa desapercibido, desde entonces, fotógrafos de todo el mundo se vuelcan sobre la propia historia, descubren el potencial del lirismo fotográfico, el valor de acercarse al mundo con una mirada no moral, de mostrar la sociedad tal y como es. El vuelco en la fotografía de Larry había comenzado desde su primera serie: Tulsa (1971), en estas imágenes Clark plasmaba la violencia del pueblo estadounidense en el que el artista creció, el modo de vida de los jóvenes de su época donde las drogas, la violencia y el sexo formaban parte de lo cotidiano. Imágenes que quebraron el idilio del sueño americano para mostrar la forma en la que vive una buena parte de esta sociedad. Lo que más impacta de este trabajo es que no se trata de un fotógrafo que realiza un acercamiento documental, sino de un personaje que explora su propia vida a través del lente, alguien que no es narrado por otros, sino que se narra a sí mismo y a su comunidad a través de las imágenes. Pareciera poco importante de no ser porque sabemos lo mucho que dista la mirada del externo quien, aun sin quererlo, sólo alcanza a ver lo que su mirada le permite; quien se encuentra dentro de ese mundo puede mirar otras cosas, eso es lo que hace Larry Clark. Él es un nativo de Tulsa, vivió su infancia ahí, se drogó con sus amigos; él mismo fue adicto a la heroína, sus fotografías no son sólo un acto de registro, sino un acompañamiento, una vivencia compartida. 35

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Su mirada explora una problemática que a través de la imagen se coloca en territorio común, eso es lo que Jacques Ranciére identifica como la política de lo sensible. Lo político no es lo que se afilia a un partido o a una ideología, sino lo que se convierte en un tema de interés para un grupo de individuos que pueden discutir sobre él, lo político de las imágenes viene de hacer visible un problema, de ponernos a pensar sobre algo que antes no existia, no existia porque no teníamos manera de verlo o de nombrarlo. Cuando miramos las imágenes de Larry Clark es imposible no sentirse seducido, la rebeldía de los adolescentes de Clark es un rasgo humano, quizás uno de los más humanos. Nos convertimos en personas cuando determinamos un modo de vida, cuando tenemos el valor de cuestionar quiénes somos, qué pensamos y cómo debemos actuar. Aunque pareciera que se trata meramente de imágenes, se trata siempre de cuerpos, de personas, de experiencias, de los que habitan dentro y fuera de esas imágenes. Las fotografías tienen un especial efecto empático en nosotros,  por­ que sus sujetos son personas con una historia de vida. Tomar una fotografía no es sólo atestiguar, sino contar algo, recrear, en el sentido heideggeriano de crear un mundo. Cuando vemos una fotografía entramos a un territorio nuevo, recién descubierto ante nosotros, las fotografías no son sólo objetos planos, tienen un contenido simbólico que en la fotografía se revela para nosotros; si en la foto hay una mesa, esa mesa no es sólo un objeto, es la mesa de alguien, la mesa donde come, donde trabaja, donde coloca las cosas que utiliza a diario. Todo lo que habita en la fotografía tiene un espacio, tiempo y afectos que nos interpelan. Las fotografías de Larry Clark están ahí, contándonos historias, develando ante nosotros una sexualidad resplandeciente, unos cuerpos en total vulnerabilidad, una necesidad de ser con el otro, de fundirse en el otro; un mundo posthippie, postbeatnik, decadente y al mismo tiempo orgiástico y vi36

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brante, donde el sexo no es sólo una actividad más en la agenda de las personas, sino la actividad que le da sentido a su existencia, como un acto de resistencia ante el dolor y el abandono, el sexo como la realidad de la carne, el sexo también como tegumento social, aquello que une a las personas y crea comunidad. “No, no, no… éstas no son mis memorias, esto es todo real, lo que ustedes ven, cada imagen, cada detalle, no es una memoria, no, no tiene nada que ver con mis memorias, mis memorias se han ido y las imágenes están aquí y ellas son reales, lo que ustedes ven, cada segundo de lo que ven es real, real”.3 Así comienza Jonas Mekas su video A happy Man. El poeta y cineasta concibe a las imágenes no sólo como recuerdos, me parece que el caso de Larry Clark tiene mucho que ver con estas reflexiones. Cuando vemos las fotos de Larry no sólo vemos imágenes o memorias, vemos a quienes estuvieron viviendo con él ese ambiente de locura en Tulsa, en Nueva York, pero también a la vuelta de la esquina de nuestra propia casa. Todo lo que la sociedad niega y desdeña, todo lo que prohíbe. Vuelvo al cuerpo, a estas fotografías de cuerpos vibrantes frente a la cámara. A esta forma de exorcismo y de magia que une la presencia del cuerpo al fantasma de su imagen. Lo orgánico es uno de los temas más importantes de estas fotografías. El cuerpo como lugar de experimentación. En 1905 cuando Freud escribe sobre sus teorías de se­ xualidad infantil, mucha gente lo llamó pervertido, pansexual, etcétera, muchos creían que Freud describía una proyección de su propia psique, lejano a la realidad social, y sin embargo, es muy interesante pensar que a más de un siglo la teoría freudiana no ha sido desechada. Al parecer sí nos preocupa la sexualidad, nos preocupa mucho más de lo   Jonas Mekas, A happy Man, Nowness, 2012. [vimeo.com/89701 136] [consulta 2 de mayo de 2015]. 3

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que quisiéramos admitir. Este tema también nos involucra con los lineamientos sobre el cuerpo del infante, la disciplina comienza en esta edad, se pretende convertir a los niños en seres angelicales, se les aleja de su cuerpo y se castigan las acciones de autodescubrimiento. Obviamente los adolescentes también tienen una vida erótica muy activa pero representa un tabú. Las fotografías de Larry Clark hablan también de esto, lo que pensamos sobre la sexualidad adolescente, lo que cree­ mos apropiado en su comportamiento, es decir, se trata de cuestionar lo que se da por hecho. Las imágenes de Larry Clark son potentes porque cuestionan nuestros valores, por­ que muestran que tras la apariencia de una sociedad moralista, siempre hay gente que decide experimentar el mundo dionisiaco. El lente como un escalpelo ha quitado las capas más superficiales para mostrar la rebeldía y la fraternidad erótica de una comunidad de jóvenes que construye lo social desde el propio cuerpo puesto en relación con el cuerpo del otro. Recordemos el libro de Herbert Marcuse, Eros y civiliza­ ción: en este texto el filósofo alemán analiza la teoría freudiana y propone que en su época la sociedad estaba lista para ser más erótica, entendiendo el erotismo como una ener­ gía creativa que recorre los cuerpos, una líbido poética que debería permerar toda la experiencia del sujeto para que  és­ te pudiera experimentar cada momento de manera más intensa y significativa. Según Marcuse, el problema es que en el capitalismo el erotismo se encuentra genitalizado, el cuerpo entero que es motor de líbido, se anestesia a favor de la productividad. El individuo que no siente está dispuesto a pasar largas jornadas en un trabajo aburrido y repetitivo, si el individuo fuera consciente de lo que aquello implica, de la renuncia enorme que hace de sus sentidos, no soportaría el trabajo capitalista. Para Marcuse, sin embargo, las condiciones tecnoló38

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gicas que existen actualmente podrían relevar los trabajos alienantes de los hombres, y así podrían producir para los humanos un nivel de confort que le permitiría gozar de ma­ nera plena de su cuerpo y de sus sentidos. Cuando el problema de la producción ha sido resuelto, el hombre puede gozar de su líbido dando forma a un nuevo tipo de individuo: un hom­bre que siente, que se siente a sí mismo y a los otros, un hombre con una sensibilidad tan grande que no sería capaz de soportar la crueldad del mundo, que buscaría embellecer su relación consigo mismo y con los otros, que no vería en su sexualidad un tabú, sino un lugar de goce perpetuo, una fuen­te de belleza y bienestar; de encuentro con el otro: La noción de un orden instintivo no represivo debe ser apro­ bada primero en el más «desordenado» de todos los instintos: la sexualidad. El orden no represivo sólo es posible si los instintos sexuales pueden, gracias a su propia dinámica y bajo condiciones existenciales y sociales diferentes, generar relaciones eróticas duraderas entre individuos maduros. Tenemos que preguntar si los instintos sexuales, después de la eliminación de toda la represión excedente, pueden desarrollar una ‘razón libidinal’ que no sólo sea compatible, sino que incluso promueva el progreso hacia formas más altas de libertad civilizada.4

Aparece así una utopía erótica, la idea de que a través del sexo se puede fundar una sociedad nueva, no represiva, sensible, amorosa y libre. La utopía erótica se convirtió en la búsqueda de toda una generación que en diferentes partes del mundo comenzó a intentar construir esas otras formas de vida, diversos grupos artísticos desarrollaron también esta idea. Otto Muhl, por ejemplo, fundó la comuna 4

Herbert Marcuse, Eros y civilización, Sarpe, Madrid, 1983, p. 184.

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de Friedrichshof, en la que el sexo y el arte eran la base de la convivialidad, el teatro-comuna del Living theatre es otro buen ejemplo de esta búsqueda de llevar el arte a la vida y de fundir ésta con el arte. El florecimiento comenzó en los años sesenta, continuó en los setenta, pero en los ochenta, con el sida, hubo un regreso al conservadurismo, pues se entendió al vih como una plaga enviada por el mismísimo Dios para acabar con la promiscuidad; Pompeya volvió a que­ dar oculta bajo las cenizas del volcán. Para cuando Clark realiza su serie, el furor erótico generalizado había decaído a favor de la monogamia y la abstención. Los jovenes de esas fotografías quedan, sin embargo, como un eco de aquella vasta utopía, como una chispa tardía del Big Bang de la utopía sexual, pero no son sólo una despedida de los años orgiásticos sino también la premonición de la otra vuelta a la corporeidad que se dará a principio del siglo xxi, de esta sociedad del presente en el que la alienacion y los conflictos se sobrellevan sobre todo gracias al sexo. Donde el sexo y la desnudez se erigen nuevamente como formas de construir lazos con los otros, el sexting, por ejemplo, es una metáfora de esa necesidad de compartir la intimidad, de transgredir las reglas, de generar complicidad. Como la artista pornoterrorista Diana J. Torres propone: A veces pienso que sólo a través del amor podemos salvarnos, sólo a través de la energía orgásmica podemos obtener la fuerza suficiente como para soportar tanto dolor y tanta mierda. Y a veces también prefiero no pensar, sólo tumbar mi cuerpo cálido junto a otro cuerpo cálido y olvidarme que existe una realidad fuera de la piel.5 5  Coral Herrera Gómez, El amor romántico desde una perspectiva queer, Haika Ediciones, Madrid, 2012, p. 4. [issuu.com/coralherreragomez/docs/el_amor_rom_ntico_desde_una_perspe_a37b509c0162fe] [consulta 3 de mayo de 2015].

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El sexo como cobijo del mundo exterior aparece también en las imágenes de Larry Clark. Hordas de jóvenes errantes proclamando la autonomía del placer, la creatividad del cuerpo, la libertad de la piel; mostraban un nuevo tipo de subjetividad emergiendo de lo más profundo de la socie­ dad. Proceso que se irá cristalizando en las décadas siguientes hasta llegar a la sexualidad 2.0 en la que los medios digitales están inmersos.

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Quizás el patrón sexual más típico del bonobo, no documentado en otros primates, es el roce genito-genital (o roce gg) entre las mujeres adultas. Una hembra frente a otra se aferra con los brazos y las piernas a una pareja que, de pie sobre las dos manos y los pies, la levanta por encima de la tierra. Las dos hembras luego frotan las inflamaciones genitales lateralmente juntas, emitiendo sonrisas y chillidos que probablemente reflejan experiencias orgásmicas. Experimentos de laboratorio sobre los macacos cola de muñón han demostrado que las mujeres no son las únicas primates hembras capaces de orgasmo fisiológico. Frans B. M. de Waal

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Morfología de la exploración autosexual

My work is really simple; I don’t have a lot of hidden agendas. It’s about place and identity and how they inform each other, and that includes myself; but iconic images need to be simple, powerful, and specific. Catherine Opie

Ojo a ojo se espían, uno detrás, los dos delante, ojo a ojo los telones se abren, delante el teatro, la mentira bien contada, la mentira de permanecer y desnudarse, ojo objeto y ojo sujeto, corriendo detrás y por delante del lente, ojo sobre ojo en la fotografía que perpetúa la mirada. El autorretrato sexual es quizás uno de los géneros más practicados por artistas y amateurs, antes de que las selfies se convirtieran en la imagen colonizadora de la visualidad, el autorretrato ya era uno de los géneros más reconocidos en el arte. El retrato busca no sólo presentar a un sujeto de acuerdo a su fisonomía, uno de los retos más interesantes para el retratista es presentar el carácter psicológico del sujeto, incluso, lo más profundo que en él habita: su identidad, aquélla que quizá ni él mismo conoce. En el caso del autorretrato, el problema es doble, el sujeto y el objeto de la fotografía son lo mismo, el autor y el modelo se turnan para dar lugar a un tercero: la imagen que es simbiosis de ambos. El autorretrato tiene además un carácter psicológico, es un descenso al inframundo de la psique, un viaje dantesco, una divina comedia para rescatar a la bella Beatriz, que para 44

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nosotros representa la Identidad: hermosa ficción del ser que pretende encontrar en sí mismo una esencia. El autorre­ trato como género pictórico no podía aparecer en otro momento que no fuera el Renacimiento, porque lo que muestra el retrato es precisamente el paso del teocentrismo al antropocentrismo: en el autorretrato uno ocupa el lugar central del mundo, todo parte del “sí mismo” que grita a través de las formas. El autorretrato además aparece cuando el artista se da cuenta de que tiene un lugar en el mundo, el artista es un artifex que puede crear su propia imagen. De acuerdo con Jean-Luc Nancy: “La exterioridad no es solamente un momento, sino la sustancia, soporte y superficie del sujeto mismo”,1 el retrato viene a fijar esa exterioridad del sujeto donde confluyen lo intrapsíquico y lo interpsíquico. No sólo muestra lo que el artista ve de sí mismo, sino lo que quiere que los demás vean de él. Pensemos en el Autorretaro Pervert de Catherine Opie. Delante de un sobresaturado fondo barroco con motivos florales dorados con negros, nos encontramos con la imagen de una mujer con el pecho descubierto, sus brazos están intervenidos a todo lo largo por agujas hipodérmicas, mientras que su rostro es irreconocible tras la máscara de látex que cubre incluso sus ojos. Un piercing pende de uno de sus pezones. Sus pantalones de látex hacen juego con su máscara. Catherine Opie es lesbiana y practica el sadomasoquismo. Una práctica que aunque ha sido registrada históricamente, se presenta aún en nuestra época como una conducta marginal. Con esta fotografía, Catherine Opie hace una declaración, podríamos pensar en un manifiesto. La exterioridad de esta fotografía es al mismo tiempo intimidad, la fotografía crea un intersticio entre lo público y lo privado. Su desnudez es moral. La fotografía nos habla no   Jean-Luc Nancy, La mirada del retrato, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 31. 1

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sólo de una práctica aislada o de un gusto personal de la fotógrafa, sino de un modo de experimentar el mundo. Aún hoy en día, el sadomasoquismo es poco comprendido. Hasta hace algunos años se encontraba dentro de la lista de trastornos mentales. Como Michel Foucault describe en su libro Historia de la sexualidad, cuando el lugar pastoral de la religión fue perdido por la Iglesia, la ciencia tomó su lugar, catalogando lo “normal” y sus desviaciones. De un ars erótica, que era un arte del cuerpo y sus placeres, se pasa a una scientia sexualis, que es la investigación científica sobre la sexualidad. Todavía en los años noventa se pensaba que el sadomasoquismo correspondía a una enfermedad, de hecho, algunos médicos lo creen aún. En los años ochenta se dio un boom en la sexualidad alternativa, aparecen en San Francisco numerosos bares  lea­ ther, mazmorras bdsm y todo tipo de lugares para el encuentro sexual entre comunidades underground. Publicaciones como Skin-two circularán entre los iniciados. Luego vino el vih, que frenó todo el furor de la experimentación y quedaron así grupos más reducidos dispuestos aún a llevar su sexualidad a experimentaciones menos convencionales. Michel Foucault, desde la filosofía, dedicó varios artículos a Sade, mientras que Gilles Deleuze hizo lo propio con un libro que se llama Presentación de Sacher Masoch. Lo frío y lo cruel. Una reivindicación del masoquismo que lo desliga de la polaridad Sade-Masoch. Se sabe que Michel Foucault era un entusiasta del bdsm y todo tipo de fetichismos, que en su maleta de viaje cargaba con un kit para la ocasión, sin embargo de la vida íntima de Gilles Deleuze, este autor construyó en muchos escritos respuestas de oposición al pensamiento de Foucault. Lo hace también en su libro De­ seo y placer, donde presenta a su colega como un entusiasta del placer y lo contrarresta con su propio análisis del deseo, que para él es más subversivo, debido a que este último siempre plantea una fuga y una desterritorialización: 46

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Para mí, deseo no implica ninguna falta; tampoco es un dato natural; está vinculado a una disposición de heterogéneos que funciona; es proceso, en oposición a estructura o génesis; es afecto, en oposición a sentimiento; es haecceidad (individualidad de una jornada, de una estación, de una vida), en oposición a subjetividad; es acontecimiento, en oposición a cosa o persona. Y sobre todo implica la constitución de un campo de inmanencia o de un “cuerpo sin órganos”, que se define sólo por zonas de intensidad, de umbrales, de gradientes, de flujos. Este cuerpo es tanto bio­lógico como colectivo y político; sobre él se hacen y se deshacen las disposiciones, es él quien lleva las puntas de desterritorialización de las disposiciones o las líneas de fuga. Varía (el cuerpo sin órganos de la feudalidad no es el mismo que el del capitalismo). Si lo llamo cuerpo sin órganos es porque se opone a todos los estratos de organización, del organismo, pero también a las organizaciones de poder. Es justamente el conjunto de las organizaciones del cuerpo quien romperá el plano o el campo de inmanencia e impondrán al deseo otro tipo de “plano”, estratificando en cada ocasión el cuerpo sin órganos… no puedo dar al placer ningún valor positivo, porque me parece que el placer interrumpe el proceso inmanente del deseo; creo que el placer está del lado de los estratos y de la organización; y en un mismo movimiento el deseo es presentado como sometido desde dentro a la ley y escandido desde fuera por los placeres; en los dos casos, hay negación de un campo de inmanencia propio al deseo. Pienso que no es casualidad que Michel atribuya cierta importancia a Sade, y yo por el contrario a Masoch.2

En su libro Lo frío y lo cruel, Gilles Deleuze elabora una defensa de la figura de Masoch. El masoquismo para él no es el polo complementario del sadismo, el masoquismo no se reduce a la búsqueda del dolor, se trata de un ejercicio  Gilles Deleuze, Deseo y placer, Barcelona, Archipiélago, 1995, p. 19.

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mucho más complejo. Para Deleuze, la configuración de lo erótico en el masoquista tendría que ver con una elaboración psicológica que comienza con la búsqueda del verdugo; los juegos de rol o los castigos no hacen sino aplazar el deseo intensificándolo, para ello sirven nociones como el contrato: “Nos encontramos ante una víctima que busca un verdugo y que tiene necesidad de formarlo, de persuadirlo y de aliarse con él en la más extraña de las empresas. Por eso es que los pequeños anuncios forman parte del lenguaje masoquista mientras que están excluidos del verdadero sadismo. Por eso también el masoquista elabora contratos mientras el sádico rechaza y destruye todo contrato”.3 De acuerdo con Deleuze, el sádico necesita instituciones, erotiza esa relación de una violencia instituida; el masoquista, en cambio, busca relaciones contractuales, tiene que persuadir a la mujer para convertirla en verdugo, ella debe firmar aun cuando no esté del todo convencida, de hecho, el que ella no esté convencida asegura que se encuentra en una relación en la que no ha suprimido su volun­ tad frente al otro. Mientras el sádico impondrá el poder, el masoquista persuadirá, su juego es mucho más psicológico, su placer proviene de estirar los límites, de otorgar al otro un poder que antes le hubiera sido negado, de averiguar hasta dónde llevará el otro aquel poder, la relación se construye en esta imprevisibilidad, en ese territorio no fijo, en esa cuerda floja que se camina a ciegas con el otro, el contrato da fe de una aventura conjunta, de una complicidad que lleva a los sujetos a explorar los propios límites, a desdibujar y redibujar el deseo. No se trata de analizar a Opie a través de la mirada de Deleuze o de la de Foucault, pero me parece interesante que estos filósofos se hayan planteado preguntas similares  Gilles Deleuze, Presentación de Sacher Masoch, Córdoba, Editorial Universitaria de Córdoba, 1967, p. 24. 3

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a las de la fotógrafa. El erotismo, la sexualidad, el poder, la busqueda de formas distintas de relación con el otro, la construcción de espacios difusos e intensificados para ex­ pe­rimentar el cuerpo, las sensaciones, todo ello da cuenta de un deseo de alterar los signos comunes impuestos a la sexualidad. Por otro lado, la radicalidad de Opie se encuentra en que ella es una mujer que muestra su propia experiencia en este campo. Al contrario de las mujeres que aparecen en las fotografías que circulan con el tema del Bondage, como las de Nobuyoshi Araki o las de Frederic Fontenoy, ella no es sólo la modelo, sino la fotógrafa; no es la esclava, sino el verdugo; no construye una visión bella y sutil, sus imágenes alteran las expectativas que se tienen sobre lo femenino, no es delicada, no es rosa ni sentimental. Su imagen se impone sobre nosotros como una realidad no admitida socialmente sobre lo femenino, nos presenta a lo femenino como una ficción, más aun, como una violencia contra la que ella se revela también de manera violenta, con sus agujas en los brazos y su máscara negra, cuando nos ocultamos nos hacemos visibles, a veces sólo a través del dolor podemos comunicarnos con los otros, el dolor es la experiencia más real que existe, es la más profunda, la más reveladora, la más humana, la que nos recuerda nuestra fragilidad. Catherine Opie trabaja desde el dolor, pero no se presenta necesariamente como una mártir, el dolor puede entenderse como una forma de experimentar el cuerpo cuando se busca encontrar en él otras intensidades. Es importante mencionar que durante las décadas setenta y ochenta, el do­ lor recibió una reivindicación por parte de muchos artistas como los modernos primitivos Fakir Musafar, Ron Athey o Gina Pane; estos artistas pensaban en el dolor no como una fatalidad sino como una recuperación del rito, como un encuentro con el cuerpo y sus límites, como una forma de 49

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experimentar lo sagrado. Ron Athey, uno de los principales exponentes de este pensamiento, era amigo de Catherine Opie; ella fotografió algunos de sus performances donde utilizaba la escarificación o la colocación de agujas hipodérmicas para provocar dolor y estimular la pérdida de sangre. El dolor buscaba en estas obras empatizar con el espectador a nivel corporal para desanestesiar a la sociedad. Esta búsqueda se radicalizará en lo que actualmente se conoce como el pornoterrorismo, una práctica que se opone a la  he­ teronormatividad de la pornografía convencional, una donde se incluyen todas las combinaciones que puedan alterar el imaginario convencional no sólo en términos de prácticas, sino de identidad. El dolor es una de estas vertientes que se exploran porque intensifica las sensaciones del cuerpo. Leche de Virgen Trimegisto es uno de los artistas mexicanos que ha trabajado con mayor profundidad este tema; sus performances son verdaderos rituales donde el artista ofrece el propio cuerpo en sacrificio. Las nociones de género, de raza, de clase, quedan subvertidas por esa fragilidad que el artista explora, cuando lo vemos no podemos menos que conmovernos, su desgarramiento es real, rebasa cualquier lógica, nos obliga a repensarnos como individuos. Como se comenta en uno de los primeros videos realizados por el colectivo barcelonés Go Fist Foundation, Primera Gualtrapada de 2005: “Para mí, el dolor y el placer forman parte de mi psique, son la base, el pilar donde se sustenta todo, me ayudan a exteriorizar otros sentimientos, lo que pasa es que en esta sociedad vivimos en una época de indiferenciación, con el sadismo que se muestra en imágenes de televía súper dura que te insensibilizan a otras cosas, lo que sucede es que cosas que deberían producir dolor no lo producen y cosas que deberían producir placer no lo producen tampoco y creo que ése es un mal de la sociedad, la

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insensibilidad […] el dolor me produce sensibilidad, una sensación que me hace sentir vivo”.4 Así, frente a la vuelta a prácticas conservadoras de una parte de la sociedad, otros sectores se radicalizan y no sólo se contentan con esconder sus prácticas en las mazmorras, sino que como Opie, deciden que sus acciones se deben hacer visibles, porque se trata de una manera de socializar formas distintas de experimentar el cuerpo, de mostrar una creatividad orgásmica. Opie declara: “Supongo que muchas personas pueden sentir que son ‘los otros’. Así es como la sociedad establece un sentido de la norma que puede establecer fronteras, y después uno existe como ‘el otro’. Yo no soy ‘el otro’.5 En realidad, la mayoría de las personas no encaja con el modelo de normalidad, la normalidad es una ficción, pero cuando actua como una realidad es también una violencia Opie, con sus fotografías nos muestra que no es un individuo marginal, es sólo un individuo que emerge de la innumerable variabilidad de prácticas sexuales que existen, por eso Catherine afirma que no es otro, es, simplemente, alguien que se ha atrevido a hablar de un tema que muchos otros esquivan por considerarlo indigno, incómodo, extraño, aunque en su vida privada puedan ser tanto o más extremos que la propia Opie. En conversación con Yolanda Andrade —una de las fotógrafas más importantes de México, quien ha retratado a la comunidad gay sobre todo en las marchas del orgullo realizando un trabajo magnífico que significó hacer visibles otras identidades—, la fotógrafa comenta que las mujeres siguen renuentes a ser fotografiadas, los hombres gay, en cambio, han revolucionado la manera en que son vistos. 4   Go Fist Foundation, Primera Gualtrapada, 2005, [gofistfoundation.pimienta.org/videos/] [consulta el 03 de marzo 2015]. 5  Catherine Opie entrevista por Amy Kellner. [viceland.com/pdf/ v2n6_mx.pdf] [consulta el 10 de marzo de 2012].

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En este sentido Opie es un parteaguas, pues es una artista que enuncia las coordenadas de sus intereses eróticos y estéticos, estirando los márgenes de lo que conocemos como normal. Hablemos ahora de otra fotografía: Cutting, también de Catherine Opie. Es una imagen en la que nuestros ojos navegan sobre una espalda desnuda, el fondo es verde, una seda brillante juega a construir un espacio neutro, sobre esa espalda un dibujo infantil de una casa con dos niñas de la mano ha sido realizado con un instrumento punzocortante: la piel sangra, la herida es reciente, nos recuerda un martirologio medieval. Otra vez cuerpo, apertura y dolor. La modelo es la propia fotógrafa Catherine Opie. “Mues­ tra tu herida” parece ser la consigna de la artista y fue también el nombre de una exposición del artista alemán Joseph Beuys cuando abordaba la temática de la Segunda Guerra Mundial. Pero estamos con Opie en los noventa y las luchas políticas han dejado de ser proyectos sociales, se lucha desde el cuerpo, y en esta imagen la piel de la artista es su campo de batalla. El arma es la fotografía. Si bien Robert Maplethorpe ya había realizado su serie de  hom­bres desnudos con el pene erecto, cuerpos negros y otras prácticas poco usuales hasta su época, en especial la foto en que lleva un látigo saliendo entre sus nalgas; las fotos de Opie no dejan de ser intrigantes para el espectador: una mujer con un cuerpo grande, una mujer con la piel abierta, no la mujer pasiva y tierna, no la femme fatale, sí la verdugo, sí la mujer que no teme exponer sus prácticas, sí la mujer que no le teme al dolor, sí la mujer que se enmascara, sí la mujer que no oculta el ser lesbiana y que cuestiona la forma en la que la sociedad la violenta por serlo. Esta foto vuelve a abrir la llaga de la concepción genérica, en este sentido, Cutting es aún más específica que su autorretrato Pervert, hablamos de las preferencias sexuales y de cómo en nuestra sociedad éstas están insertas en un 52

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código binario. Aquí la sexualidad se aborda desde la puesta en cuestión de los estereotipos sobre lo masculino y lo femenino. Simone de Beauvoir lo planteaba ya en su libro El segundo sexo: no se nace mujer, se llega a ser, es decir, la cuestión biológica o genital es una cosa, pero la cultura se adquiere a través de la interacción social, las reglas del juego se aprenden, son creadas por la cultura, por tanto deberían poder modificarse, pero siempre hay una tendencia a la normalización; y el lesbianismo, aunque se encuentra documentado desde las más antiguas civilizaciones, es una práctica un tanto marginal. Los padres aún se asustan cuando encuentran a sus hijas en investigación erótica con alguna amiga, la sociedad no recibe bien las prácticas lésbicas, el rechazo también provoca heridas, lo único que hace Opie es mostrarlas. El cuerpo doliente de Catherine Opie es un recuerdo barroco de la vulnerabilidad. La empatía corporal se despierta, el cuerpo es un espejo de la imagen, el eco de la piel lacerada nos llega a la propia piel. La sangre en la fotografía de Opie nos inquieta, porque nos presenta a la fotógrafa en absoluta vulnerabilidad, ella está ahí, sola, en un retrato del que ha borrado su rostro y nosotros sólo vemos lo que la sociedad ve de ella, no una persona, sino una espalda abierta, una lesbiana. Opie continuó retratando a sus amigas y compañeras lesbianas durante varios años, también se mantuvo inmersa en la escena sadomasoquista y aquellas otras prácticas que se gestaban en el epicentro volcánico de San Francisco. Eso le valió hace unos años una gran retrospectiva en el Guggenheim. La fotógrafa abrió todo un imaginario sobre las prácticas eróticas de las mujeres en la sociedad actual. La vida como investigación fotográfica o la fotografía como una investigación sobre la vida ha sido uno de los principales temas de la fotografía contemporánea. Sus antecedentes vienen con Larry Clark, pero también con Nan 53

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Goldin: la imagen que retrata la tragedia cotidiana, los detalles más íntimos de la vida, como si quisiera exorcizarlos, como si regresar esas imágenes a la sociedad pudiera aliviar esa carga. La imagen lleva un gran peso, el peso de los días, el peso de la sociedad, finalmente, la fotografía nos permite leer los códigos sociales. Una de las fotografías más impactante de Nan Goldin es un autorretrato en el que aparece con el ojo violeta, hinchado por los golpes recibidos por su pareja. Gol­ din cuenta cómo esa fotografía hizo que ella se decidiera a terminar con su relación, lo que muestra el lugar que se le confiere a la imagen, pues no fueron los golpes mismos, sino la evidencia de ellos, los que hicieron que Goldin pudiera verse a sí misma desde una perspectiva que ya no le permitía volver a ser maltratada. Goldin también adquiere notoriedad tras hacer fotografías de sus amigos travestis. Las fotos de uno de sus mejores amigos en el esplendor de su vida y después, su decaimiento al adquirir sida, han quedado en el imaginario colectivo como reliquias de un tiempo perdido. Hablo de ambas fotógrafas porque en ellas aparece el trazo de la violencia y la marginalidad. Si bien parecen ser fotos de sectores muy localizados, lo cierto es que se trata de una violencia más bien cotidiana. Aunque no tengamos marcas en el cuerpo, la violencia de género la vivimos día con día, desde lo más simple, como tener que vestir de un modo particular, usar tacones, pintarnos el rostro y no poder transitar las calles vestidas de cierto modo. La serie Desvestidas, del fotógrafo mexicano Luis Arturo Aguilar, también es notable en este aspecto. Se trata de una serie de retratos de travestis de México. Serie que le valió un premio en la 15 Bienal de Fotografía organizada por el Centro de la Imagen y el cna. Aquí el fotógrafo ha elegido más que violentarnos, deslumbrarnos al hacer evidente el artificio. Sus mujeres están desvestidas, vemos sus cuerpos 54

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masculinos pero sus rostros de musas, sus gestos de divas ponen en entredicho todo lo que se piensa sobre lo femenino. Nos recuerdan lo que dice Judith Butler sobre el género: se trata no de algo natural o biológico sino performativo, lo actuamos día con día, jugamos a ser y por lo tanto es algo que también podemos deshacer, como cualquier artificio. Las fotografías de Opie se enlazan así con lo queer: Se trata de un movimiento post-identitario: queer no es una identidad más en el folklore multicultural, sino una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización que genera toda ficción identitaria. El movimiento queer no es un movimiento de homosexuales ni de gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la sociedad heterosexual dominante, atento también a los procesos de normalización y de exclusión internos a la cultura gay: marginalización de las bolleras, de los cuer­ pos transexuales y transgénero, de los inmigrantes, de los trabajadores y trabajadoras sexuales… 6

Queer o cuir (como algunos latinoamericanos han preferido llamarle para apropiarse del término en inglés), fue la siguiente gran utopía de la sexualidad, una utopía que se intentaba traducir al plano social. Beatriz Preciado comenta que más que una violencia de género, el género mismo es una violencia, por lo tanto, habría que acabar con ella. El género como ficción apareció en la obra de innumerables artistas feministas, gay, lesbianas, queer. Della Grace Volcano, artista género variante, realizó una serie de fotografías sobre el tema donde se pinta de blanco, aparece como 6   Beatriz Preciado, “Teoría queer: notas para una política de lo anor­ mal o contra-historia de la sexualidad”, Revista observaciones filosóficas No. 15. [observacionesfilosoficas.net/queer-teoria.htm] [con­sulta 10 febrero 2014].

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un lienzo para después darse forma como hombre, después como mujer, para terminar realizando una hibridación donde el género aparece como un disfraz: prét a porter. Finalmente, recuerdo a Laszlo Pearlman y su trabajo videodocumental Fake Orgasm. El video comienza con un concurso de orgasmos. Las mujeres pasan una a una mostrando sus dotes histriónicas, tras varias presentaciones, comienza a hacerse evidente que tal fingimiento es un acto cotidiano. De ahí el nombre del show: we fake. Fingimos nuestra sexualidad, pero no sólo eso, fingimos muchas cosas de manera cotidiana, la sociedad está basada en pequeñas y grandes mentiras. La parte culminante es cuando Laszlo realiza un striptease que nos permite ver que él mismo se ha travestido, las reflexiones de Laszlo, el cuerpo ocultado y sobreexhibido, nos permiten ver que, efectivamente, el cuerpo posee narrativas poderosas, códigos que sin embargo no son inamovibles, con los que se puede jugar para extender los lindes, imaginar nuevas formas de habitar nuestro cuerpo y de vivir nuestra sexualidad, por supuesto, siempre con la cámara en la mano.

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Los bonobos machos también pueden participar en pseudocopulación pero en general realizan una variación. De pie, espalda con espalda, un macho frota brevemente su escroto contra las nalgas de otro. También practican los llamados pene-esgrima, en la que dos machos cuelgan cara a cara de una rama mientras frotan sus penes erectos juntos. Frans B. M. de Waal

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La paradoja del apareamiento autodestructivo

Siempre trabajo sobre el cuerpo y su relación con los contextos. A veces me interesa fotografiar nudistas y hago uso de la luz y el color de las pieles para hablar del cuerpo desde otros puntos de vista, pero siempre el cuerpo. Omar Gámez

Los ojos del fotógrafo se encuentran con la mirada del retratado. Vasos comunicantes. Sujeto y sujeto miran a través del lente. La fotografía es un ritual de encuentros. Dos existencias, antes anónimas, revelan su mirada. El fotógrafo persigue algo que no sabe qué es: la fotografía perfecta. El fotógrafo toma fotos una y otra vez, como el alcohólico que bebe una copa tras otra para tratar de adivinar cuál será la última… pero ese linde casi siempre es fallido y el ritual se debe repetir. Una foto tras otra, los sujetos se miran y no saben si han encontrado lo que el otro busca, el retratado busca también algo en el fotógrafo y no sabe qué es, el punto de comunión en que algo se abre y aparece la verdadera intimidad ¿en qué consiste la intimidad?, ¿qué es mostrarse al otro? El sujeto frente al lente no es menos vulnerable que el que está detrás y la foto final será el testigo de esa danza, de ese misterioso movimiento, de esa búsqueda insaciable. La fotografía es en sí misma erótica por este suceso, es un develamiento que se da en ambos sentidos, fotógrafo y modelo se van desnudando en la imagen. Aunque el fotógra­fo no aparezca en la foto final, ésta muestra su forma particu58

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lar de ver el mundo, el fotógrafo es en sus fotos tan vulnerable como los sujetos retratados. El lente crea una intermitencia, oculta y desoculta, mues­ tra, pero nunca puede mostrarlo todo, abre un segundo infinito de la inmensidad de segundos que se suceden frente a ella, tomar una foto es elegir entre millones de estrellas que habitan aquella galaxia luminosa, se busca la que revela algo, la que muestra zonas de intensidad, la que revela el momento en que el pliegue se vuelve perfecto, la que acentúe quizás la imperfección de la que está hecha toda imagen. No se trata de una cacería, sino de un juego de seducción. Fotógrafo y modelo crean una atmósfera misteriosa a la que nosotros ingresamos como voyeristas. Invitados por la imagen, jugamos con el morbo, queremos saber qué pasa en esos espacios prohibidos, queremos saber qué hay en la imagen y tras ella, ésa es la promesa de las fotografías de Omar Gámez. Hablo en específico de los retratos de personas que practican el bareback, sujetos que tienen relaciones sexuales sin el uso de condón. Sujetos que saben de los riesgos que esta práctica conlleva y que, sin embargo, deciden con­ frotarlos, autoinmolarse, aventurarase en esa pesadilla. Lo que vemos de estos sujetos es el rostro, no sus cuerpos denudos, no la práctica en sí, sino su efigie, como si Omar Gámez quisiera acentuar que existen, que están aquí, ente nosotros. Los bareback asustan a la mayoría de las personas porque son como fantasmas de la muerte. Para la racionalidad occidental que ve la enfermedad como un signo fallido, que piensa en la muerte como una gran desventura, el sujeto bareback es una aberración, un tabú, algo prohibido de lo que sería mejor no hablar. Y sin embargo la práctica del bareback parece ser más común de lo que pensamos. ¿Cuánta gente no arriesga su vida a diario en contactos sexuales sin condón? Lo que hace 59

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del sujeto bareback alguien tan controvertido es el hecho de que se enuncia como una persona que no teme enfermar, que no teme a la muerte, que no se la toma en serio, que la busca. El bareback en ese sentido parece atentar contra todos los valores de la sociedad occidental. La práctica cuestiona ese ideal de la vida por la vida,  por­ que pone a la posibilidad de la muerte en un terreno mucho más visible, porque nos recuerda como Heidegger que somos seres para la muerte, que esta posibilidad, de todas las existentes, es la única que indudablemente va a cumplirse. Me interesa porque muestra la precariedad, pues cuando la vida no posee ningún valor, la muerte deja de ser aquella cosa monstruosa. Los rostros de los sujetos fotografiados por Omar Gámez son casi todos tristes, erráticos, cansados, como si todo les hubiera cansado, ni siquiera miran a la cámara. Estos individuos atentan desde sus prácticas contra el mercado de vacunas, de fármacos, de condones, atentan contra las instituciones de salubridad, contra los psicólogos, se burlan de todas esas cosas que dan confort al ciudadano promedio. A veces sus fotografías se hacen acompañar de las conversaciones en chat que el artista realiza para buscar a sus modelos. Podemos leer ahí la dinámica de seducción. Omar Gámez juega con el morbo, pero me parece que hace una cosa muy interesante, porque el morbo nos permite identificar cuando un valor nuestro se pone en juego, cuando tenemos un tabú. Por eso la estética del morbo me interesa, nos atrae lo prohibido y lo prohibido representa ideologías, costumbres y hábitos. Presentar el rostro tiene una función, la de acentuar un tipo de existencia que se concibe como opositora de los valores capitalistas. En un momento en que la homosexualidad pareciera ser absorbida por los valores de consumo, los bareback destruyen la imagen idealizada del glamour gay, los bareback no están en un parade, no visten marcas exclusivas de ropa, ni asisten a los antros de moda; son la 60

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otra realidad de la homosexualidad, la que se enfrenta con la dura verdad de un entorno cotidiano que los rechaza y que ellos a su vez, intentan desechar en cada encuentro.1 La emergencia de los grupos bareback, por otro lado, me parece sintomática de la forma de vida contemporánea, pues vivimos en condiciones cada vez más precarias, el tiempo de trabajo es alienante, los salarios son bajos, el empleo es poco y mal pagado, las ganacias de las luchas sociales cada vez desaparecen con mayor facilidad, no tenemos seguridad de nada, un día tenemos trabajo, pareja, amigos, al día siguiente todo puede cambiar, no hay lugar para aqué­ llos que no generen algo: dinero, confort, diversión, etc. En un mundo como el nuestro, donde la vida vale tan poco, no es extraño que la muerte pueda tener un cierto atractivo. Sobre todo cuando hablamos de un país como el nuestro, con gravísimos problemas sociales, con un gobierno corrupto, con una riqueza tan grande que se encuenta en tan pocas manos. En un país donde la injusticia y la violencia están a la orden del día, cualquiera puede verse tentado a escapar de su vida. Lo que podemos leer en el bareback es una sociedad en descomposición, unos individuos que frente a la precariedad cotidiana se refugian en la intensidad del encuentro sexual, que lo intensifican al jugar a la ruleta rusa con la enfermedad y que cuestionan la forma de vida contemporánea. Gámez con su cámara da rostro no sólo a los bareback, pues no se trata sólo de individuos con una práctica sexual determinada, sino de un estado social, un cansancio de las formas en que se asume la vida, la imagen más oscura de nuestra sociedad.

1  Estas nociones se exploran con mayor profundidad en el libro El pathos fotográfico, una clínica de la mirada, México, Instituto de Cultural de Toluca, 2014.

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Que el sexo está conectado a la alimentación y que incluso parece hacer posible el compartir la comida, se ha observado no sólo en los zoológicos, sino también en la naturaleza. Nancy Thompson-Handler, en la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, vio bonobos en el Bosque Lomako de Zaire teniendo relaciones sexuales después de haber entrado en los árboles cargados de higos maduros o cuando uno de ellos había capturado una presa. El aluvión de contactos sexuales duraría durante cinco a 10 minutos, después de lo cual los simios se establecerían para consumir el alimento. Una explicación de la actividad sexual a la hora de comer podría ser que el entusiasmo por la comida se traduce en excitación sexual. Esta idea puede ser en parte cierta. Sin embargo, otra motivación es probablemente la causa real: la competencia. Hay dos razones para creer que la actividad sexual es la respuesta del bonobo para evitar el conflicto. En primer lugar, cualquier cosa que despierta el interés de más de un bonobo a la vez, no sólo los alimentos, tiende a resultar en contacto sexual. Si dos bonobos se acercan a una caja de cartón echado en su recinto, van a montar brevemente entre sí antes de jugar con la caja. Estas situaciones conducen a disputas en la mayoría de las otras especies. Pero los bonobos son bastante tolerantes, tal vez debido a que utilizan el sexo para desviar la atención y para disipar la tensión. En segundo lugar, el sexo bonobo a menudo se produce en contextos agresivos sin relación a la alimentación. Un macho celoso podría perseguir a otro hasta alejarlo de una hembra, después de lo cual los dos machos se reunirían y participarían en roce escrotal. O después de que una hembra le pega a un joven, la madre de este último puede arremeter contra el agresor, una acción que es seguida inmediatamente por frotamiento genital entre los dos adultos. Frans B. M. de Waal

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Histología de las relaciones materno afectivas de Ledare

En el fondo, no estoy hablando de algo tan extraordinario: sólo es una mujer que practica sexo. Leigh Ledare

El ojo del tabú, el ojo del incesto, el ojo mirón. El ojo que persigue a la madre mientras corre a la bañera. El ojo edípico, el ojo mitológico y el ojo clínico, el ojo psicoanalítico y freudiano, el ojo que mira bajo la blusa de la madre y halla la transparencia de su deseo. La madre Afrodita, la madre Medea, capaz de cortar el cuello de sus hijos. El ojo del hijo y el ojo de la madre en entrañable complicidad. El ojo fotográfico persiguiendo a la madre hasta la cama. Los ojos de Leigh Ledare tras la cámara, los ojos de Tina, su madre, olvidando que está ahí, mientras juega a desaparecer entre los brazos de sus amantes, frente al espejo mientras se pinta, recordando que está ahí cuando juega por las orillas de la cama con su ropa interior transparente y su blusa con dos corazones negros en los pezones. Pretend you are actually alive (2008), de Leigh Ledare, es una serie en la que el autor toma fotografías de su madre. Alejándose del gesto aurático en que los hijos colocan a sus progenitores, Leigh retrata un aspecto mucho menos explorado en la relación madre-hijo: la sexualidad, ese lugar invisible e incómodo que la mayoría de las personas prefieren evitar. No es un fotógrafo fácil, menos aún para aquéllos que hemos sido educados en un contexto católico, porque María 64

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y el Espíritu Santo nos estorban para comprender lo que sucede en esas fotos. La madre de Ledare con su cabello cobrizo, su piel blanca, sus ojos fijos en la cámara, su hermoso cuerpo, sus poses insinuantes, sus labios rojos, sus senos puntiagudos, sus ligeras ropas, exudan una sensualidad inusual, no importa si tiene cuarenta, cincuenta o sesenta años de edad, uno no se lo pregunta, uno tan sólo la sigue foto a foto en su vida cotidiana, mientras se viste o se desviste, cuando se peina, cuando abre sus muslos en la cama. Esta vaporosa Venus, esta baudeleriana, como la podría llamar el poeta Gonzalo Rojas, representa la sensualidad de una mujer madura, la sexualidad adulta de las madres, un tema que según nuestras nociones occidentales es todo un tabú, al menos para los hijos se trata de un tema controvertido. Leigh Ledare (Seatle, 1976) es un fotógrafo norteamericano radicado en Nueva York, estudió Diseño en la Universidad de Rhode Island y posteriormente obtuvo su máster en Bellas Artes en la Universidad de Columbia. Trabajó para Larry Clark, del cual podemos notar la influencia en la documentación afanosa y sin tapujos de aspectos íntimos; también está informado sobre la obra de Nan Goldin, quien seleccionó su trabajo para la exposición Ça me touche en 2009. Su fotografía apela a ambos en tanto toma sus imágenes de su realidad circundante, con la crudeza y el asombro que la fotografía puede transmitir. Esta serie sobre su madre fue la que le dio renombre, la que de algún modo logró cautivar a un grupo de curadores y espectadores. Aunque no es la única, es una de las más perturbadoras para el público en general y no es en sí mismo lo que aparece en las fotos, sino el pensar que un hijo puede retratar la vida sexual de su madre, lo que lo convierte en un fotógrafo transgresor. Los espacios de la sexualidad se encuentran por lo general articulados para permanecer en la privacidad, hay 65

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posibilidades de abrirse, pero lo sexual y lo familiar parecieran no entrecruzarse nunca. El libro Totem y tabú, de Sigmund Freud, comienza precisamente con el capítulo “El horror al incesto”, en éste, el psicoanalista analiza cómo al parecer en todas las civilizaciones, aun en las más primitivas, existe la restricción del incesto; padres e hijos no deben nunca copular, ni dormir juntos, incluso en muchas culturas, como la nuestra, no deben siquiera verse desnudos. Al parecer la exogamia, la búsqueda de parejas fuera de la familia, es una de las exigencias más repetidas en to­ das las culturas. Freud rastrea en numerosos casos la forma en la que este tabú se desarrolla, pero en lugar de plantearse el problema como una cuestión biológica, Freud resuelve que este tabú proviene de una imposición cultural, no intrínseca al sujeto, sino aprendida de un contexto social. Más aún, Freud terminará proponiendo que cuando existe una prohibición, su función es oponerse a un instinto. Propone así que el tabú se erige porque en principio existe un deseo: “El psicoanálisis nos ha demostrado que el primer objeto sobre el que recae la elección sexual del joven es de naturaleza incestuosa condenable, puesto que tal objeto está representado por la madre o por la hermana, y nos ha revelado también el camino que sigue el sujeto, a medida que avanza en la vida, para sustraerse a la atracción del incesto”.1 De acuerdo con Freud, normalmente este deseo se convierte en un tabú que mantiene al individuo alejado de ese comprtamiento, sólo en los neuróticos se llega a manifestar con intensidad. Freud explica también que la civilización se conforma por un delito, la muerte del padre realizada por el hijo para obtener su posición de dominio, dicho acto crea también el tabú.  Sigmund Freud, Obras completas, Totem y tabú y otras obras 19131914, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1991, p. 26. 1

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El tabú esconde algo que habita en la psique de las personas. Las fotografías que Ledare toma a su madre lindan con esta prohibición y, por ello, no sólo sus fotos sino él mismo se convierte en tabú, pues según Freud: “El hombre que ha infringido un tabú se hace tabú a su vez, porque posee la facultad peligrosa de incitar a los demás a seguir su ejemplo. Resulta, pues, realmente contagioso, por cuanto dicho ejemplo impulsa a la imitación, y, por tanto, debe ser evitado a su vez. Pero también, sin haber infringido un tabú, puede un hombre llegarlo a ser de un modo permanente o temporal, por encontrarse en una situación susceptible de excitar los deseos prohibidos de los demás o hacer nacer en ellos el conflicto entre los dos factores de su ambivalencia. La mayor parte de los estados y situaciones excepcionales pertenecen a esta categoría y poseen esta peligrosa fuerza”.2 Es interesante la reacción de las personas al ver las fotografías de Ledare, normalmente todo va bien hasta que saben que el fotógrafo es el hijo, entonces sí, se produce una especie de aversión que desorganiza al sujeto. Las fotos se vuelven de inmediato incómodas, esto es porque la foto no es sólo un objeto, sino que le hemos transferido un carácter de verdad que traduce en ella todos los signos sociales y psicológicos, no vemos nunca una foto de manera inocente. Recuerdo la primera vez que vi las pinturas de Balthus, estaba en la librería de un museo, abrí sus páginas y casi de inmediato tuve la necesidad de cerrarlo: sus pubescentes niñas mostrando su sexo me parecían prohibidas. Entré al museo y durante todo mi trayecto pensaba en las perturbadoras imágenes, no podía evitar que volvieran a mi mente, una y otra vez, algo estaba mal con esas imágenes o conmigo, ese último pensamiento me llevó de regreso a buscar el 2

Ibídem, p. 40.

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libro y llevármelo, entendí que si algo me inquietaba era porque tocaba alguna zona oculta de mí. Al llegar a casa volví a mirar el libro, las imágenes me seguían pareciendo inquietantes, pero comencé a recibirlas con mayor naturalidad, ahí estaba flotando mi tabú. Desde mi infancia había escuchado que los niños debían ser puros y buenos, crecí deformando mi imagen de la infancia para no percibir en ella lo que había de pulsional y erótico, cuando veía las imágenes de Balthus el tabú se reavivaba y descubrí esa hermosa ofensa de mi pequeña vida sexual, la niñez revelada en su florecer libidinal. Balthus nunca admitió el erotismo de sus pinturas, pero podría asegurar que todos los demás hemos guiñado el ojo después de mirar sus escenas. Pienso que Ledare se conecta con Balthus en este punto. El horror se transforma en complicidad cuando se accede a la caja de pandora de los recuerdos infantiles, a esa oculta marea de las propias trasgresiones. Unheimlich era la manera en la que Freud nombraba a lo ominoso, aquello que, según él, alguna vez había sido fami­ liar y retornaba con un carácter terrorífico. Quizás en este aspecto podemos también pensar en Ledare, el hijo que espía a la madre furtivamente mientras ella se viste, el hijo que se bañaba con la madre y es alejado de su cobijo a cierta edad, pero sigue anhelando su presencia. Todos los niños viven episodios así, espían en la alcoba debajo de la puerta, a través de la cerradura, tras una ventana. Esto es lo que hace que estas escenas en el lente de Ledare sean un­ hemlich, nos recuerdan aquellos momentos en la infancia en los que nuestra mirada quedaba velada del cuerpo de los padres, después de haber convivido con ellos de manera íntima, después de compartir el baño y de ser amamantados. Ese cuerpo una vez familiar y después negado, se convierte en tema ominoso. Las imágenes de Ledare remueven aquellas profundas pulsiones de mirar la vida íntima de los padres (que des68

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pués se transferirán a la pulsión de contemplar la vida íntima de los amantes). El lente de Ledare es la cerradura, el filo de la puerta es aquello que impedía en la infancia integrarse al mundo privado de la sexualidad materna. Es la edipización de la mirada. La reactivación de esa antigua y profunda necesidad de seguir ligados a un mundo del que hemos sido expulsados. También sucede que la recámara de Tina, la madre de Ledare, es una heterotopía, en el sentido foucaultiano, de ser un espacio otro, lleno de significados sociales y culturales. La recámara de la madre es el espacio de la vida privada, de la sexualidad y, por lo tanto, es un sitio de invisibilidad o simplemente de silencio. Sobre la recámara de la madre no se habla, no debe verse, a menos que se trate de un catálogo de muebles donde las camas aparecen en orden perfecto, las recámaras maternas sólo pueden ser sugeridas, pero no exploradas. La prohibición de ingresar al cuarto de la madre y verla desnuda es tácita, no hay ninguna regla escrita ni ley que la regule, pero existe, y esto se hace notorio en la serie de Ledare donde la trasgresión viene precisamente de estar en un espacio negado para los hijos, al menos en los momentos en los que Ledare ingresa. La cama de la amante es tema recurrente pero, al parecer, a la madre se le niega toda posibilidad de erigirse como sujeto erótico. Las fotografías de Tina Peterson, la madre de Ledare, son abrumadoras porque nuestros cuerpos y sus comportamientos están codificados de manera tácita y como explicaba antes, hay un tabú sobre las relaciones entre madres e hijos que las convierten en imágenes inquietantes. Saber que Ledare retrata a su madre en situaciones eróticas es resentido por los espectadores como una violencia, la violencia del extrañamiento, de lo incodificable, o más bien, de aquello que por un momento escapa de esta codificación o simplemente no se corresponde con ella. Gilles 69

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Deleuze nos da buenas pistas para entender estas imágenes: este filósofo nos narra en sus Lecciones magistrales sobre el Antiedipo y Mil mesetas, cómo incluso algo a primera vista tan banal como el cabello, se encuentra codificado: la mujer joven no se peina igual que la mujer adulta, la mujer que trabaja no se peina igual que la ama de casa, que la niña, que la prostituta, el solo cabello de una persona nos puede dar rasgos sobre quién es, qué piensa, a qué se dedica. Cuando vemos a una persona, de inmediato arrojamos sobre ella una serie de expectativas, verificamos que esa imagen coincida con los códigos que se establecen de acuer­ do a la edad, ocupación, estatus marital, género, y cuando algo escapa de estos códigos nos sentimos extrañados, no comprendemos qué sucede, nos sentimos inquietos. Al igual que el cuerpo, nuestro comportamiento está codificado, se espera que la madre cumpla con una serie de funciones como cuidar a los hijos, tener una conducta respetable, evitar la promiscuidad, ser ejemplo a seguir, etc… ¿Qué pasa cuando vemos las imágenes de Tina, la madre de Ledare? Somos violentados porque el comportamiento de ambos interrumpe esos códigos. Ledare nos muestra algo completamente inesperado y cómo dice Deleuze: “La sociedad sólo le teme a una cosa: el torrente; no le teme al vacío, no le teme a la penuria, a la rareza. Sobre ella, sobre su cuerpo social, algo chorrea y no se sabe qué es, algo chorrea y no está codificado, al igual que, con relación a esta sociedad, aparece como no codificable. Algo que chorrea y que arrastra a esta sociedad en una especie de desterritorialización, que hace disolver la tierra sobre la que se instala: entonces es el drama. Encontramos algo que se derrumba y que no se sabe lo que es, no responde a ningún código, rompe el campo bajo los códigos”.3 Y eso es lo que hace  Gilles Deleuze, Lecciones magistrales sobre Antiedipo y Mil mesetas, p. 3. [webdeleuze.com] [consulta 3 abril 2014]. 3

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Ledare con las fotografías de Tina, se nos deshace la tierra sobre la que cómodamente posamos los pies, nos altera porque nos pone en un lugar sin territorio, en sentido deleuziano, es decir, desestabiliza todos los códigos. La madre que se deja retratar por el hijo en situaciones eróticas es incodificable (al menos por ahora, la primera vez que se ven estas fotos), no corresponde a la relación madrehijo, a las divisiones de espacio y tiempo codificados para este tipo de relación, a la separación entre lo público y lo privado. He ahí su violencia, una violencia desmitificadora y, por lo tanto, creo que es una violencia benéfica y necesaria porque sólo una vez que nos encontramos desestabilizados podemos comprender otro de los problemas que habita en las imágenes de Ledare, la manera en la que la sexualidad femenina ha cambiado en las últimas décadas. Actualmente la mujer tiene acceso a la educación, al trabajo, a la diversión fuera de casa, ya no necesita preocuparse por el embarazo, la mujer es un sujeto eróticamente activo. Esto ha hecho que las mujeres puedan pensarse, verse y posicionarse de otra manera frente al mundo, esto hace que sus demandas, sus actos y sus ideas puedan llegar a ser distintas de las de cualquier mujer de otra época. Por supuesto, uno de los lugares donde se han expresado estos cambios es en el territorio de la sexualidad. Hace unas décadas todavía, las mujeres se reservaban su primera experiencia sexual para el matrimonio, hoy en día, la gran mayoría de las adolescentes ya han tenido su primera relación sexual antes de los 18, de hecho, se calcula que el promedio a partir del 2013 de una iniciación sexual eran los 14 años de edad, éste es un vuelco absoluto en la manera de pensar, sobre todo, para las mujeres, pero obviamente para los hombres también. La sexualidad femenina ha sido uno de los temas más tabú a lo largo de la historia humana, no olvidemos el caso de la enfermedad de la histeria (la que le llevó a Freud a 71

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adentrarse en el psicoanálisis), era una enfermedad de mujeres y se asociaba a una líbido demasiado activa; según los valores de esa época, era una enfermedad, ahora sabemos que no es así. En el libro de Anthony Giddens, La transfor­ mación de la intimidad, el sociólogo británico explora cómo ha cambiado esta relación de la mujer con la sexualidad a partir del siglo pasado y cómo el presente se ha vuelto conflictivo: “Hoy, por primera vez en la historia, las mujeres exigen igualdad con el hombre. En las líneas que siguen no intento analizar en qué medida persisten en los dominios políticos y económicos las desigualdades sexuales. Me referiré —en cambio— a un orden emocional en el que las mujeres —mujeres ordinarias en sus vidas cotidianas, así como grupos feministas muy concienciados— han protagonizado en vanguardia cambios de enorme importancia. Estos se refieren esencialmente a una exploración de las potencialidades de la llamada “relación pura”, es decir una relación de igualdad sexual y emocional, que tiene connotaciones explo­ sivas respecto de las formas preexistentes de las relaciones de poder entre los diversos papeles sexuales estable­cidos”.4 El topos de la sexualidad femenina es ahora un terreno inestable, una zona de reconfiguración, ningún mapa al­ canza a delimitar las coordenadas sobre las cuales se mueve. Las mujeres desean descubrir su cuerpo, establecer relaciones afectivas intensas, se aproximan a todos los lindes y tratan de estirarlos, pero se encuentran con dudas, con preguntas, con códigos sociales que permanecen fijos. El análisis de Giddens es claro a este respecto: “Los hombres declaran desear la igualdad, pero muchos también afirman que ellos o rechazan el significado de esta premisa o se sienten nerviosos al respecto. Rubin preguntó a Jason, un hombre que según sus propias palabras no tiene proble Anthony Giddens, La transformación de la intimidad, sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Madrid, Cátedra, 1992, p. 11. 4

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mas ‘con mujeres muy agresivas’, ¿cómo contribuiría usted con la educación de sus hijos? Su respuesta fue: ‘Deseo hacer todo lo que pueda. No quiero ser un padre despreocupado, pero alguien debe asumir la mayor carga de responsabilidad […] Y no diré que puedo ocuparme, porque no puedo. Yo tengo mi carrera y es muy importante para mí, porque he trabajado en ella durante toda mi vida’ ”.5 Vivimos en un periodo de reorganización, aún hay muchas problemáticas de género no resuletas, desde las condiciones económicas hasta la repartición de las labores en el hogar, lo macro y lo micro son resentidos como situaciones problemáticas. La mujer se encuentra atrapada entre lo que desea y lo que puede obtener de la realidad, más aún, a pesar de ser aceptada en el trabajo, parece seguir condenada a cubrir un rol en el hogar. Las imágenes realizadas por Ledare a su madre son conflictivas porque en el fondo lo que muestran es esta zona oscura que bajo la marea de lo social se va desarrollando, esos problemas tan complejos que prefieren ser evitados por la mayoria de las personas. Cuando alejamos la mirada moral de las fotografías de Ledare, podemos descubrir una historia conmovedora, la crónica de una mujer que no se ha conformado con cubrir los roles sociales impuestos para una buena madre de su época. De bailar sobre la duela de teatros, como bailarina profesional, la madre de Ledare pasó a la danza en los bares, dio el salto al vacío, se opuso a las normas, rompió esquemas. La madre de Ledare es una mujer que lucha con todos los problemas de su época: la falta de futuro profesional y económico para las bailarinas (y para los artistas en general), el criar a su hijo sola, la búsqueda del amor, el deseo de regocijo, la imposición de permanecer joven y hermosa. Tina, con su desnudez, muestra esa otra cara de la moneda, la mujer que no se ha conformado con ser madre, que 5

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no se dejó convencer de que tener un cuerpo y gozar de él estaba mal, la mujer que decidió avanzar en un camino prohibido para una buena mujer, es de algún modo una heroína nietzcheana. Giddens en su propio estudio se confrontaba con situaciones del mismo tipo, cuando rastreaba el comportamiento de las mujeres en torno a la sexualidad, hallaba que: “Estas mujeres son, en sentido real, pioneras que se mueven en un territorio que carece de mapas geográficos, que trazan puntos de referencia en la identidad del yo personal, mientras se enfrentan y tropiezan con cambios en la naturaleza del matrimonio, la familia y el trabajo”.6 Hace pocos años empezó a hablarse sobre un fenómeno cada vez más común: “la cougar”, nombre con el que se  de­ signó coloquialmente a un tipo de mujer madura, económicamente independiente, que gusta pasar tiempo con amantes más jóvenes que ella. Los sexólogos comentan que a diferencia de los hombres maduros que salen con jóvenes mujeres para sentirse deseados, en el caso de “la cougar” se trata sobre todo de una relación de romance; “la cougar”, según dicen, busca jóvenes porque quiere encontrar el amor verdadero, los hombres de su edad al parecer ya están demasiado viciados, los jóvenes aún son idealistas. Ellas ya no necesitan a un “hombre que los mantenga”, por eso lo que buscan no es un proveedor sino un “amante”, en el sentido más romántico de la palabra. No sabemos si la madre de Ledare cumple o no con este perfil, pero sí sabemos que es una mujer madura, independiente, que se ha decidido a explorar su sexualidad más allá de los tabúes y que no ha tenido miedo de la censura que pudieran tener sus fotografías, por eso, esa mujer desnuda podría convertirse en un estandarte para aquéllas que buscan también su identidad más allá del territorio amoroso y que construyen a su modo su propia sexualidad, más allá de las reglas y  Ibídem, p. 59.

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prejuicios, aquéllas que no dejan que la sociedad les diga cómo o a quién deben mostrar su cuerpo, cómo o con quién pueden compartir su intimidad. Lo que aparece en Ledare es una reorganización erótica de la sociedad, es el imperativo femenino que se posiciona sobre el mundo, es la afectividad y la sexualidad como formas de relación con el otro, los códigos de conducta quedan derrumbamos cuando vemos a esa madre gozosa en la cama; pero también vemos en esas fotos su triste lado, el tener que mantenerse joven y hermosa a toda costa, la impostura de luchar contra la edad, el temor de perder ese poder ganado a través de la seducción, esa autonomía que le brindaba la belleza juvenil, todas estas exigencias que viven las mujeres en general. Por eso se trata de un caso tan interesante, muestra todas las aristas de la vida femenina en el siglo xxi, las demandas impuestas sobre el género y la condena para aquéllas que no las cumplen. La mujer y sus tensiones vibran en el trabajo de Ledare. La lucha de una mujer por no perder su identidad o por crearse una que se escape de esa violencia que obliga a las madres a autoinmolarse, a perder su autonomía frente a las exi­gencias de los hijos y las labores del hogar. Son problemas complejos que retratan un sistema psicológico y al mismo tiempo social que incumbe a la sociedad contemporánea, las mujeres han hallado un campo de exploración importante en la sexualidad, la mujer experimenta, desea conocer, desea saber, desea aventurarse en ese cuerpo que por siglos le estuvo negado; su interés es quizás mayor que el de los hombres, en tanto estos desligan el sexo de su personalidad, mientras que en las mujeres actuales hay un erotismo siempre despierto que integra una parte importante de lo que ellas son. Estos cambios en la cama, que parecen tan privados, muestran un panorama social. Las mujeres que tienen acceso a la educación, al trabajo remunerado y a la recreación, 75

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ya no encuentran su sentido de autorrealización tan sólo en el matrimonio o los hijos, desean explorar otros territorios, pero no tienen una guía en esos nuevos caminos y muchas de sus historias de romance terminan en drama. Las afirmaciones que hace Ledare cuando le preguntan sobre dicha serie tienen que ver siempre con un aspecto humano que se mueve entre la confesión y la solidaridad. Ledare juega con el morbo del espectador, pero al mismo tiempo narra una historia, la historia de su madre. Ledare le presta su lente para que ella pueda hacerse visible en un mundo donde los problemas femeninos son vistos como temas menores. De algún modo Tina me recuerda al personaje de madame Bovary, esa mujer que transgrede las normas, la mujer casada en busca de un hedonismo negado para lo femenino; eso me lleva a pensar en Ledare como una especie de Flaubert, un “realista” contemporáneo que aborda una situacion de su tiempo en toda su crudeza. En La orgía per­ petua, Mario Vargas Llosa confiesa su admiración por madame Bovary y hace una defensa de este personaje: “No es sólo el hecho de que Emma sea capaz de enfrentarse a su medio —familia, clase, sociedad—, sino las causas de su enfrentamiento lo que fuerza mi admiración por su inapresable figurilla. Esas causas son muy simples y tienen que ver con algo que ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra. Las ambiciones por las que Emma peca y muere son aquéllas que la religión y la moral occidentales han combatido más bárbaramente a lo largo de la historia. Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe, y quiere, además, rodear su vida de elementos superfluos y gratos, la elegancia, 76

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el refinamiento, materializar en objetos el apetito de belleza que han hecho brotar en ella su imaginación, su sensibilidad y sus lecturas. Emma quiere conocer otros mundos, otras personas, no acepta que su vida transcurra hasta el fin dentro del horizonte obtuso de Yonville, y quiere, también, que su existencia sea diversa y exaltante, que en ella figuren la aventura y el riesgo, los gestos teatrales y magníficos de la generosidad y el sacrificio. La rebeldía de Emma nace de esta convicción, raíz de todos sus actos: “No me resigno a mi suerte, la dudosa compensación del más allá no me importa, quiero que mi vida se realice plena y total aquí y ahora”.7 Al observar la serie de Leigh Ledare uno puede desarrollar cierta simpatía por su madre, una mujer sensual, cautivante y transgresora. Tina representa el hedonismo y todo aquello negado para lo femenino, con sus cabellos rojos y su cuerpo desnudo esta mujer nos hace dudar de todo, entre sus sábanas se destejen los valores sociales, sus risas y sus juegos nos interpelan y se ríen de la seriedad con la que asumimos nuestros papeles ordinarios, tal vez la vida es algo mucho más ligero de lo que imaginamos, tal vez la piel es el lugar más plácido del cuerpo, tal vez el sexo es la actividad más regocijante que podemos compartir con otros. Cada vez que veo las fotos de Ledare me gustan más, cada vez las entiendo mejor, las veo como un acto de solidaridad entre madre e hijo, una relación de aventura. Algunos padres e hijos se van de pesca, escalan montañas, salen a la playa, realizan actos de complicidad, otros, como Ledare y Tina toman fotos, ésa es su forma de convivencia. No es extraño pues nos encontramos en un mundo donde las relaciones humanas se construyen a través de las fotografías.

Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Flaubert y Madame Bovary, Madrid, Santillana Ediciones, 2011, p. 7. 7

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Una vez observé a un joven de sexo masculino, Kako, bloqueando de forma inadvertida el paso de una hembra juvenil mayor, Leslie, mientras se movía a lo largo de una rama. En primer lugar, Leslie lo empujó; Kako, que no estaba muy confiado en los árboles, apretó con más fuerza, con una sonrisa nerviosa. Entonces Leslie mordió una de sus manos, presumiblemente para aflojar su mano. Kako lanzó un pío agudo y se quedó puesto. Entonces Leslie frotó su vulva contra su hombro. Este gesto calmó a Kako y se trasladó a lo largo de la rama. Parecía que Leslie había estado muy cerca de usar la fuerza, pero que había preferido asegurarse a sí misma y a Kako con el contacto sexual. Frans B. M. de Waal

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Filogenética de la selfie sexual

We demand that images and videos be transmitted from one private space to another. To be enjoyed now, and forever to come. Evan Baden

El ojo parpadea y su mecánica pupila ha captado la imagen, sólo hay que dar un click sobre el ícono send y ya está: sexualidad 2.0. Producción erótica instantánea. La intimidad de una recámara, un teléfono celular conectado a alguna red social y una persona dispuesta a generar un afrodisiaco visual, son todo lo necesario para poner en marcha este sistema contemporáneo de autoexpresión: ser cada vez más sensual, ser cada vez más visto, ser deseado, flotar en el universo virtual tan sólo como imagen, irrepetible y eterno, recuerdo del instante: vanitas. Naturaleza muerta frente al espejo, brillando en la pantalla de un dispositivo móvil. La serie de Evan Baden, Technically intimate, realizada entre los años 2008 y 2010 en Inglaterra, nos muestra a jóvenes adolescentes en la intimidad de sus recámaras practicando sexting. Este fenómeno cuyo nombre proviene de la conjunción de las palabras sex y texting, se refiere a una actividad de tendencia creciente que consiste en compartir contenidos eróticos o pornográficos mediante teléfonos móviles, tabletas o cualquier otro aparato digital. Si bien se dice que comenzó a través de los mensajes sms y en for­ mato de escritura, con la proliferación de las cámaras se convirtió en un fenómeno visual. Se le ha ubicado sobre 80

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todo como una tendencia entre adolescentes, aunque se ha extendido a muchas otras edades que han encontrado las bondades de la exploración web. Aunque las primeras notas sobre el fenómeno aparecieron alrededor de 2005 en Gran Bretaña, se trata de un suceso global, reflejo de un ethos contemporáneo ligado al disfrute del cuerpo y el trueque de intimidad vía web: uno muestra una parte del cuerpo como mostraría una tirada en un juego de cartas, el otro responde con un gesto similar, el nudismo remoto acontece como un juego de confidencias, la intimidad que requería una construcción de confianza y una vida conjunta para el conocimiento del otro, se convierte en nuestra sociedad en un intercambio nudista, intimidad instantánea a través del desocultamiento del cuerpo; pero tiene una ventaja, siempre se puede apagar la pantalla y dar delete. Si Larry Clark fuera adolescente en esta época, probablemente realizaría las mismas fotografías que hace Baden. El acontecer sexual es tan espumoso en la web como lo fue en la época de las fotografías de Larry, quizá sólo ha mutado en su formato, pero quizás ese simple cambio implique toda una reorganización erótica. Hoy más que nunca nuestra sexualidad se ha convertido en un proceso fotográfico, no nos basta con mirarnos al espejo, queremos que esa imagen perdure, en toda su festividad y belleza, en ese sentido, como diría la escritora Cristina Rivera Garza, nos encontramos muy cercanos a Pompeya: Nuestra cuna no es ya más esa ciudad eterna donde las ruinas yacen, capa sobre capa, en un gesto de circular totalidad. Nuestra cuna es esa otra ciudad petrificada en la gloria de un instante: Pompeya. Corte. Tajo. Interrupción. Hubo, alguna vez, eso es cierto, un homo psychologicus. Se trataba de ese ser humano de las sociedades industriales que construyó

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gruesos muros para separar lo privado de lo público y proteger así una noción silenciosa y profunda, individual y estable, del yo. Pero el homo psychologicus ya fue. En su lugar se ha configurado el homo technologicus: un ser post-humano que habita los espacios físicos y virtuales de las sociedades informáticas para quien el yo no es ni secreto ni una hondura ni mucho menos una interioridad, sino, por el contrario, una forma de visibilidad. Conectado a digitalidades diversas, el tech­ nologicus escribe esa vida que sólo existe para que aparezca inscrita en fragmentos de circulación constante. Una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que miles de seres post-humanos se lancen raudos y veloces a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante.1

Las imágenes de Baden operan en ese registro de inmediatez. Efervescencia porno chic, instante congelado en el eterno presente de la web. Frente a la cámara los secretos del cuerpo son develados, la espontaneidad para estas chicas se ha convertido en un sinónimo de desnudez, pequeña trasgresión que se aglutina en el espasmo de un parpadeo digital, un impulso inconsciente que se revela contra la soledad, las fotos casi siempre se hacen para alguien, son la forma en la que nos comunicamos con el mundo. Las mujeres en la era digital se colocan frente a la cámara como mantis religiosas a la caza de un espectador; la desnudez tiene un poder hipnótico, las mujeres esperan que sus cuerpos sean vistos, recordados, sólo la imagen puede constatar la belleza. Ya no nos satisfacen los espejos, queremos que esa imagen permanezca. Nuestra relación con la

Cristina Rivera Garza, Escribir no es soledad, México, unam, 2013, p. 10. 1

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fotografía tiene que ver con el tiempo, en una sociedad en la que todo cambia de manera constante, en una cultura de novedad y desecho, lo único que permanece es la imagen. La obsesión con la permanencia de las imágenes inicia con la fotografía, pero no fue sino hasta que apareció la web cuando los muros de la intimidad desaparecieron. Lo privado parece ir perdiendo importancia frente al acontecer de la vida en las redes sociales. “Publicar”, el verbo más utilizado de estos últimos años, implica colocarse en esa marea flotante de la web; nadie quiere estar debajo del agua, el imperativo es colocarse sobre la ola más alta y mantenerse ahí. Publicar, devenir conocido, ser visto: existir. Lo que no se publica no sucede, ya no sólo hace falta tener fotos, hay que ponerlas en territorio común, hay que mostrarse en los reflectores de las redes sociales, donde cada uno tiene sus instantes de fama. Publicar es adueñarse de un espacio psicológico que oscila entre lo único y lo múltiple, cuando todos publican, el gesto deja de ser subjetivo, es un imperativo social, es parte de un rito, no publicar una imagen es como ir a la misa sin comulgar, pero las iglesias no son más el espacio de congregación social, las redes sociales se han adueñado de esa función. Pero publicar es tambien convertirse en mercancía, la imagen en la web adquiere de inmediato un valor simbólico, los likes y el número de veces que se comparte una imagen determinan la existencia de una persona, su posición en el campo de juego. Publicar en la web significa también participar de una red de valores que son aceptados de manera tácita, publicar significa exponerse a la censura, al rechazo, a la crítica, pero de igual manera puede significar hacerse un espacio entre los otros. La subjetividad se materializa en las redes sociales, ya no sólo se trata de un proceso intrapsíquico, las pantallas jalan hacia el exterior nuestra intimidad, lo que pensamos 83

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sobre nosotros y sobre los otros debe aparecer en el terreno digital. La máquina freudiana se ha consolidado y todos los hombres nos preguntamos quiénes somos y nos vemos obli­ gados a contestar dicha pregunta en los formularios electrónicos. En lugares como Facebook, las personas nos vemos orilladas a revelarlo todo: estatus marital, gustos, estudios, amigos. La pregunta diaria en esta plataforma es “¿qué estás pensando?”; ni siquiera el pensamiento puede guardarse para sí. Hay que remover todas las placas, lo superfluo, llegar a lo más íntimo para revelarlo también. Es pornografía textual, la puesta en escena del yo, un pornoestéreo, como le llamaría Baudrillard: Que toda palabra sea liberada, y que vaya hasta el deseo. Nos revolcamos en esta liberalización que no es sino el proceso creciente de la obscenidad. Todo lo que está escondido, y goza aún de lo prohibido será desterrado, devuelto a la palabra y a la evidencia. Lo real crece, lo real se ensancha, un día todo el universo será real, y cuando lo real sea universal, será la muerte. Simulación porno; la desnudez nunca es un signo cualquiera. La desnudez velada por la ropa funciona como referente secreto, ambivalente. Desvelada se hace superficie como signo y entra en la circulación de los signos: desnudez design.2

Las pubecentes jovenes de las fotografías de Evan Baden circulan como signos de una sociedad donde lo femenino es más que nunca imagen y deseo, la selfie sexual también implica relaciones de poder, no son los hombres quienes se desnudan frente a la cámara, no son las mujeres quienes consumen mayormente esas imágenes, pero tampoco se trata de una relación sumisa de la mujer frente a la imagen,   Jean Baudrillard, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 36. 2

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las mujeres se apoderan de este recurso tecnológico para fascinar a sus espectadores, el deseo es también una forma de poder, las chicas que se saben deseadas buscan beneficios materiales de sus observadores (regalos); o beneficios emocionales, como el afecto. En la web se diseña la identidad, las fotografías aparentemente inocentes son teatrales, lo que aparece en ellas es el recreo del individuo en sus divertimentos falaces, pero la exterioridad no es una máscara, es el único rostro que nos queda, o al menos el más explotado. En el fondo de nuestro corazón somos una sociedad rococó, llena de teatralidad, artificio, superficialidad, licencia moral y erotismo. Las fotografías de Evan Baden me recuerdan muchos cuadros de Francois Boucher, con sus mujeres semidesnudas en habitaciones cerradas, disfrutando las delicias de la vida galante. Recordemos el cuadro Desnudo en reposo, de Francois Boucher, la joven Marie-Louis O’ Murphy se encuentra reclinada sobre un diván de terciopelo, su desnudez se disimula un poco debido a que su cuerpo se encuentra boca abajo, pero su figura se puede apreciar de la espalda a los pies, debajo del sillón, los cojines desacomodados muestran cierto desenfado, mientras que una cortina de seda nos da seña de su estatus burgués. He ahí la mujer que juega a provocar el deseo, como las jóvenes de Evan Baden, Louis O’ Murphy se encuentra en un espacio íntimo en el que es sorprendida por nuestra mirada, en la recámara la joven se permite la desnudez más prosaica, el artista capta una forma de ser en la que la moral se encuentra relajada y los placeres del cuerpo son más importantes que los del alma. En las recámaras de Baden nos encontramos también con ese mismo desenfado, las sábanas donde las chicas se toman las fotografías están por lo general desacomodadas, la ropa acumulada en una esquina del cuarto muestra una vida que ha dejado de obsesionarse por el orden, el caos 85

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prima y las jóvenes no se sienten apenadas de mostrarlo junto con sus cuerpos, las reglas sociales se arrumban en un lugar del cuarto donde no puedan estorbar, permanecen visibles, como los cestos de ropa, nos recuerdan algo, pero no son importantes. Estas imágenes que Baden muestra son recreaciones que él realiza a partir de un conjunto de imágenes que encontró en la web. Después de estudiarlas y ver las poses más repetidas, así como la conformación de los espacios, Baden busca a sus modelos; también a través de la web, lanza una convocatoria abierta a la que muchas jóvenes responden sin pena. Sus imágenes fotográficas son reinterpretaciones de las fotos originales, son, en un sentido baudrillariano, “simulacros”, con ese mismo carácter de ser más reales que lo real; esto porque si en las primeras fotos que Baden colecciona algunas chicas no sabían que habían sido publicadas, en las segundas, las modelos han accedido a aparecer conociendo el destino de dichas fotos. Tal como Marie-Louis O’ Murphy posa para Boucher, eternizándose en la desnudez de su recámara, todas las modelos han accedido a mostrar sus cuerpos semidesnudos frente a la cámara de Baden. La recámara parece tener el encanto de hacernos sentir que ingresamos a un espacio privado, no es casualidad que las jóvenes de Evan Baden aparezcan situadas también en él. De hecho, en la historia del arte, encontramos muchas imágenes de mujeres recostadas en un sillón dentro de una recámara o espacio íntimo: la Venus de Tiziano, las Odaliscas de Delacroix, la Olympia de Manet, obras pintadas por hombres para su disfrute. Es la mirada voyerista de la sociedad occidental que pervive en nuestro imaginario, la mujer sensual está encerrada en su recámara, no es la amazonas de la selva, no es Diana cazadora, sino un personaje burgués, una mujer que ocupa su sitio en la sociedad, es decir, en la casa, y ahí es encontrada por la mirada masculina. El sitio más prohibido, el más íntimo, es develado en la 86

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fotografía; las recámaras llenas de pósters y afiches de las jó­ venes en las fotografías de Baden reflejan su apego a las imágenes, su deseo de construirse como imagen. Las recámaras muestran hogares de clase media, contemplamos en ellas el gusto por lo popular, la estandarización de los espacios privados (todas las recámaras se parecen en la distribución de los espacios), vemos ahí la facilidad con la que esta clase se permite mutar de valores y convertir en tendencia la frugalidad, muestran la evolución la cultura pop, donde las estrellas femeninas de la farándula se divierten trasgrediendo las normas con su sexualidad desenfrenada, Miley Cirus desnuda sobre la bola para demoler edificios cantando I came in like a wrecking ball, la princesa Disney convertida en mujer fatal, una mujer que quiere demoler con su cuerpo lo que se encuentre a su paso, pero que falla en el intento, ésta es la historia del amor femenino con su sexualidad a flor de piel en un mundo que no está preparado para esos cambios. El teléfono móvil, esa caja de pandora, esa máquina del deseo, no podía sino ser el arma más poderosa de la industria de la imagen, gracias a ella, el fenómeno es aún más visible en nuestra sociedad contemporánea, los cuadros de Boucher estaban destinados a la burguesía y su circulación era mínima, mientras las imágenes de Baden nacen precisamente del hecho de que proliferan a nivel macro con una ebullición antes impensable para una obra de arte, se convierten así en documentos sociales, en representantes de un modo de vida de la clase media occidental, muestran la masificación del gusto y del comportamiento, la repetición, la desaparición de lo local y el advenimiento de lo global, los mismos teléfonos móviles se pueden adquirir en cualquier parte del mundo. El teléfono móvil congrega el narcisismo, es un eco del individuo y al mismo tiempo lo vincula con una comunidad. Productora instantánea de deseo, la fotografía sexual cotidiana es un placebo para la vida 87

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erótica de nuestra sociedad cuya verdadera sexualidad se encuentra ahogada entre las normas y los pendientes de la producción diaria, es tan sólo un respiro de la represión de nuestros instintos pero no transforma en realidad nada, sólo nos da la ilusión de que existe el erotismo, por eso las mujeres de Baden aparecen en las recamaras, ahí son sujetos inofensivos, controlados por las cuatro paredes de un cuarto; emulan la intimidad para crear la ilusión de trasgresión, pero fuera de ese espacio la mayoría de esas chicas obedecen a sus padres, asisten a la escuela, ven la televisión y sueñan con casarse. Del descubrimiento corporal de Larry Clark a las efigies de Evan Baden, nos encontramos con otro salto interesante. La liberación sexual de los sesentas y setentas se oponía a un régimen político, a una privacidad impuesta para resguardo de los valores públicos que sustentaban al estado. La familia y la propiedad privada estaban vinculadas a la economía capitalista, han sido sus pilares fundamentales, como ya lo explicaba Engels. Para que exista la familia debe crearse una representación que aísle un nucleo familiar de los otros, esto es la vida privada que se fue desarrollando cada vez más, la tendencia a construir casas con paredes más gruesas. Hoy en día esto cambia también, la casa da paso a los departamentos y en los multifamiliares la privacidad no existe más. El mercado lo sabe, lo estimula, la exhibición ayuda a vender nuevos tipos de productos, la sexualidad desenfrenada crea otro tipo de consumo que no será desaprovechado por las industrias del entretenimiento, la moda y la tecnología. El crecimiento de las franquicias de Lovestore en México muestra este interés creciente en el disfrute y la sexualidad, aunque, por supuesto, siempre que sea de color rosa, dentro de la recámara y en los espacios definidos para ello. Por otro lado, en términos de subjetividad, la tendencia se perfila hacia la extraversión, todo lo que antes se guarda88

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ban las personas para sí deberá verterse en la superficie de las pantallas luminosas. Son los recursos humanos de la so­ cie­dad 2.0 con sus pantaletas de hilo dental. Como lo plantea Felix Stadler: La flexibilidad, la creatividad y la expresi­vidad son vistas hoy como rasgos personales generalmente deseables, necesarios para el éxito social y, cada vez más, como pertenecientes a la ‘verdadera naturaleza’ de los seres humanos. Como las instituciones tradicionales están perdiendo la capacidad de organizar las vidas de la gente (pensemos en el declive del empleo para toda la vida, por ejemplo), las personas tienen que encontrar su propia orien­tación, para bien o para mal. Aunque esto ha sido visto a menudo como un proceso negativo de atomi­ zación, nos encontramos también con que emergen nuevas formas de sociabilidad a escala masiva, basadas en las nuevas infraestructuras de comunicación y medios de transporte (relativamente) baratos a los que tienen acceso grandes cantidades de personas. Pero la sociabilidad en este nuevo entorno es radicalmente diferente a las formas precedentes, fundamentadas, sobre todo, en la copresencia física. Para sociali­zarse en un espacio de flujos primero hay que hacerse visible, es decir, crear una representación a través de actos expresivos de comunicación. Para conectarse dentro de esta red, una persona tiene que ser, al mismo tiempo, sutilmente diferente, o sea, creativa dentro de alguna tendencia reconocible, y someterse a las convenciones sociales que mantienen unida a una red particular. Hay, al mismo tiempo, aspectos negativos y positivos en el hacerse visible de esta manera: está la amenaza de ser invisible, ignorado y anulado, por una parte, y por otra, la promesa de crear una red social que realmente exprese la propia individualidad.3  Felix Stalder, Autonomía y control en la era de la posprivacidad. [tintank.es/?p=850] [consulta el 10 octubre de 2014]. 3

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Y en este nudo que ata la desnudez a la creación de espacios sociales, donde la gente se aglutina alrededor de afinidades, donde el erotismo prolifera, nos encontramos con una sociedad en la que, por un lado, se estimula el desenfreno y el goce, mientras por el otro, se solicita la ceación de capital; la angustia de no alcanzar a cumplir cabalmente con ninguna de estas demandas, se mitiga en las tiendas, la depresión y la ansiedad existencial son también estimulantes del mercado. En la altermodernidad, la subjetividad es empujada hacia el exterior, la sexualidad emerge así como estandarte de una serie de valores que van desde lo crítico hasta lo utópico. Según Nicolas Borriaud, la “Altermodernidad” es una etapa posterior a la posmodernidad, en la que la globalización deja ver nuevas formas de sensibilidad. La modernidad significaba una creencia en el futuro, una tendencia positivista y la racionalización de los recursos, posmodernidad significó el desencanto, la búsqueda de lo irracional y la pérdida de las utopías o al menos su atomización, la altermodernidad sería un nuevo estadio en el que las posiciones son relativas y el individuo se construye entre las tensiones de lo local y lo global, individuos políglotas y viajeros que negocian entre la cultura propia y la global. El individuo altermoderno intenta hibridar los valores locales y foráneos, navega entre la geopolítica, tiene una visión abierta sobre el futuro, es un individuo que ha crecido con la cultura de internet, sube videos y se comunica con personas de todo el mundo, pareciera que ha logrado derribar las barreras del tiempo y el espacio, pero eso mismo provoca que sea un individuo de identidad difusa, con unos pocos límites o ninguno, un individuo acompañado por las personas en la web, pero que se encuentra solo ante las ad­ versidades del mundo, quizá por eso la imagen se haya convertido en su único referente estable. Quizá por eso la intimidad se haya convertido para este individuo en un 90

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trueque de desnudez. La imagen es lo que lo acerca a los otros, mientras más sexual se vuelve el intercambio web, más fuertes son los lazos que unen a estas personas, pero no se trata de relaciones perdurables en el tiempo, sólo hace falta encontrar a una perosna en la vida no virtual para darle delete a la conversación y hacer desaparecer los rastros de estos juegos.

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Durante las reconciliaciones, los bonobos utilizan el mismo repertorio sexual que a la hora de comer. Sobre la base de un análisis de muchos de esos incidentes, mi estudio arrojó la primera evidencia sólida para entender el comportamiento sexual como mecanismo para superar la agresión. No es que esta función no se dé en otros animales —o en los seres humanos, para el caso— pero el arte de la reconciliación sexual bien puede haber alcanzado su pico evolutivo en el bonobo. Para estos animales, el comportamiento sexual es indistinguible de la conducta social. Dado su establecimiento de la paz y funciones de apaciguamiento, no es de extrañar que las relaciones sexuales entre los bonobos se produzcan en muchas combinaciones diferentes de socios, incluyendo entre jóvenes y adultos. La necesidad de la coexistencia pacífica, obviamente, no se limita a parejas heterosexuales de adultos. Frans B. M. de Waal

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Etoecología sexual de los homínidos frente al espejo

Aunque exista gente que se pueda escandalizar, las fotos son un espejo de la realidad. Imágenes que responden a una doble pulsión: voyerista y narcisista. Joan Fontcuberta

La cámara está frente al espejo, multiplicándose infinitamente, los siameses se van desdoblando y la cámara salta de una imagen a otra. Frente al espejo somos dobles y eso nos ayuda a olvidar que somos finitos. El espejo de la fotografía, como el espejo de la recámara, como el espejo del sexo, desafían por un instante a la muerte y uno queda reducido a la exterioridad, es mejor perdurar como superficie: nada hay más profundo que la imagen. “I’II be your Mirror”: “Yo seré tu espejo” no significa “Yo seré tu reflejo”, sino “Yo seré tu ilusión”. Seducir es morir como realidad y producirse como ilusión.1 Pero en nuestra sociedad, todo es ilusión y cómo probar que el espejo no es real, si está ahí, con todo su esplendor, mostrándonos lo distintamente cotidianos que somos. Joan Fontcuberta desarrolla en 2010 la serie A través del espejo, un trabajo en el que ha recopilado más de 3 000 fotografías que circulaban en internet, imágenes de personas que se toman fotografías frente al espejo y que dejan como

Jean Baudrillard, De la seducción, Madrid, Cátedra, 1981, p. 69.

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evidencia la cámara, ese ojo tercero, ese cíclope digital que les repite. Fontcuberta los llama reflectogramas porque se trata de imágenes que resaltan la obsesión que tenemos por ver nuestro reflejo: Narcisos 2.0. De acuerdo con el autor, este tipo de fotografías “anticipan en nuestra civilización de la imagen, un gesto pre-fotográfico: atañen a la necesidad y al gusto de mirarnos, y a la necesidad y al gusto de compartir esa mirada. Espejos y cámaras definen el carácter panóptico y escópico de nuestra sociedad: todo está dado a una visión absoluta y a todos nos guía el placer de mirar”. De no ser por el reflejo en el espejo nunca podríamos ver nuestro rostro. Desde que el hombre forma las primeras civilizaciones se documenta la existencia de espejos, se dice que en la Edad Media éstos dejaron de utilizarse, pero con el antropocentrismo del Renacimiento, el espejo vuelve a ocupar un lugar importante en la conformación de la identidad. En la mitología, podemos pensar en la historia de Narciso y su enamoramiento de la propia imagen que lo lleva a ahogarse en su reflejo, pero también en la narración que construye Lewis Carroll cuando hace a Alicia atravesar el espejo y entrar en un mundo nuevo. Borges también desarrolla una historia en su cuento Animales de los espejos, donde cuenta que antiguamente había dos mundos, el de los hombres y el de los espejos, éstos se comunicaban y era posible atravesar de uno a otro espacio, hasta que los habitantes de los espejos quisieron invadir la tierra y al ser vencidos, recibieron como castigo el vivir atrapados repitiendo los actos de quienes se colocaran frente a ellos. En la profundidad infinita y superficial de los espejos encontramos otro que se parece a nosotros, de acuerdo con Freud, todo aquello que represente una imagen doble de nosotros nos ayuda a enfrentarnos a la idea de la muerte, un doble nos permite creer que podríamos desafiar nuestro carácter efímero. Pero los espejos no sólo son instrumentos 95

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psicológicos, sino una imagen social, si pensamos en la manera en que la imagen se ha convertido en un lugar común y necesario para expresar la existencia. Los espejos no sólo fascinan a los hombres en sus espacios privados, no hay edificio público cuyos baños no estén dotados de espejos, como si quisieran reforzar la autovigilancia, pues más allá de lo poético, los espejos también tienen una función disciplinaria, debes saber cómo te ves, debes cuidar tu apariencia, los espejos parecen estar ahí también, para recordarte que eres observado, que debes saber cómo te ven los otros. En el espejo confluye lo psicológico de la imagen, pero también las expectativas sociales. El espejo nos ayuda a saber cómo nos ven los otros y cómo queremos que nos vean, nos ayudan a construir identidad. La cámara fotográfica también ha adquirio esta función. Las personas que se toman fotos frente al espejo en las imágenes de Joan Fontcuberta nos muestran la unión de estos dos fetiches: espejo y fotogafía, replegándose uno sobre otro como Narciso y Eco. Joan Fontcuberta escribe: “Tomarse fotos y mostrarlas forma parte del juego de la seducción y de los rituales de co­ municación de las nuevas subculturas urbanas”.2 Ya no se necesita del artista o del fotógrafo para tener una imagen de nosotros, las cámaras fotográficas están a la mano, son aparatos cada vez más fáciles de manejar, nos acompañan a cualquier lugar, están presentes en los momentos más íntimos, en los más felices y en los más tristes. Vemos así cómo el autorretrato que nace en el Renacimiento como síntoma de esa necesidad de reconocimiento y distanciamiento de lo social, de la consolidacion de la individualidad, se hiperboliza en la sociedad contemporánea con las selfies. Millones de

Joan Fontcuberta, A través del espejo, Madrid, La Oficina de Ediciones, 2010. 2

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personas en la web claman por ser miradas, se autorrepresentan, en esas fotos pueden crear las ficciones que desean. La fotografía siempre ha tenido algo de ficción y algo de verdad, eso es lo que nos cautiva de las fotos, las reminiscencias de algo que pasó que puede ser atenuado o intensificado por la cámara. Avedon escribe sobre los retratos de su padre: “Un retrato fotográfico es una foto de alguien que sabe que está siendo fotografíado, y lo que hace con este conocimiento forma parte de la foto tanto como lo que lleva puesto o la manera en que se ve. Está involucrado en lo que está pasando y tiene un cierto poder real sobre el resultado”.3 En el caso de los autorretratos fotográficos podemos ver que el sujeto y el objeto se confunden, el sujeto es el objeto de observación a través del reflejo, el objeto a la vez mira al sujeto, tal vez eso sea parte de lo que nos fascina en este tipo de fotografías, la conjugación del ello, el yo y el superyó en la imagen; el yo está tras la cámara, mientras el ello y el superyó intentan dictar cómo debe verse, el uno apolíneo, el otro dionisiaco. El autorretrato consiste en este juego que se puede jugar a solas o acompañado, es un proceso simbólico, psicológico y social. En las imágenes recopiladas por Fontcuberta aún aparece la cámara como evidencia de la aventura, aunque ahora los dispositivos móviles han identificado la tendencia a la autoimagen y han desarrollado nuevas tecnologías para realizar estas fotos, como la cámara reversible o el extensor para alejar el teléfono, aun se realizan muchas fotos con ayuda del espejo. Si el fotógrafo no es ya quien toma la fotografía, como en el caso de esta serie ¿qué función tiene el fotógrafo? Cartógrafo, coleccionista, gestor, es interesante en esta serie cómo se desdibuja la autoridad fotográfica, pero sólo de  Richard Avedon, “Unas palabras sobre el retrato” en El retrato, México, Luna Cornea, Conaculta, 1993, p. 7. 3

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manera aparente pues sigue estando ahí, quizás lo que vemos nacer ahora es la fotografía conceptual, el ready made fotográfico, el cadáver exquisito, el palimpsesto o como Fontcuberta ha querido llamarlo, la postfotografía. De acuerdo con este productor y teórico de la fotografía, ya no se necesita elaborar más imágenes, pues el mundo está plagado de ellas, lo que correspondería ahora al fotógrafo o a un artista de cualquier disciplina sería dar lectura a estas imá­ genes. Esto se asocia mucho con lo que Nicolas Borriaud nom­ bra como la postproducción, es decir, un modo de hacer que ya no requiere de crear sino de leer y reorganizar, en ese  sen­ tido, como apunta el autor, la labor del artista se parece más a la del dj quien remezcla contenidos que ya circulan en el imaginario popular y que, por tanto, poseen ya cierta fuerza: La pregunta artística ya no es: ‘qué es lo nuevo que se puede hacer’, sino más bien: ‘¿qué se puede hacer con?’ Vale decir: ¿Cómo producir la singularidad, cómo elaborar el sentido a partir de esa masa caótica de objetos, nombres propios y referencias que constituye nuestro ámbito cotidiano? De modo que los artistas actuales programan formas antes que componerlas; más que transfigurar un elemento en bruto (la tela blanca, la arcilla, etc.), utilizan lo dado. Moviéndose en un universo de productos en venta, de formas preexistentes, de señales ya emitidas, edificios ya construidos, itinerarios marcados por sus antecesores, ya no consideran el campo artístico (aunque podríamos agregar la televisión, el cine o la literatura) como un museo que contiene obras que sería preciso citar o “superar”, tal como lo pretendía la ideología modernista de lo nuevo, sino como otros tantos negocios repletos de herramientas que se pueden utilizar, stock de datos para manipular, volver a representar y poner en escena.4  Nicolas Borriaud, Postproducción, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2009, p. 13. 4

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La cultura del post abreva en estas imágenes, la fotografía como la vida. Lo cotidiano convertido en espectáculo. La fotografía se inserta en las preguntas sobre que fue primero, el narcisismo o la fotografía. En cualquier caso, lo que vemos es que en un mundo avasallado por las imágenes, crear nuevas imágenes sería tal vez una labor de contaminación visual, las fotografías de la serie A través del espejo son interesantes porque poseen múltiples preguntas, una de ellas tiene que ver con el lugar que el autorretrato tiene en nuestras vidas en relación con la identidad, la otra, con la labor del fotógrafo como creador y una más con la relación entre la sexualidad y la fotografía contemporánea. Ropa interior, besos en los labios, trajes de baño, cuerpos desnudos, besos en el espejo o francos coitos, las imágenes que conforman la serie de Fontcuberta atañen al universo del erotismo y la sexualidad. La sexualidad develada ante el espejo, la sexualidad convertida en imagen, la sexualidad manifiesta y sobre-expuesta revela ese mundo hipersexualizado, ansioso de trasminar la experiencia erótica a todos los aspectos de la vida. La distancia entre el tiempo de producción y el tiempo de ocio nunca había sido tan grande, el tiempo del trabajo rara vez permite la creatividad y la innovación, al menos en los centros de trabajo tradicionales y, sin embargo, la proliferación de imágenes que invitan a la diversión, a la vida flotante, nos colocan en un lugar incómodo, como diría Žižek, nos sentimos culpables de no poder gozar más. En las fotografías, al menos, lo que se intenta es compensar esta oposición, las fotografías de A través del espejo presentan este ámbito festivo, lúdico, desenfadado; que se desearía en la vida cotidiana, pero que se reduce al fin de semana o al tiempo fuera del trabajo, la vida en las redes sociales transcurre como un reality-show. Y como en un reality, las imágenes que más espectadores tienen son las que revelan algo íntimo. Si programas 99

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como Big Brother han dejado de atraer a la gente, es quizá porque las redes sociales han tomado su lugar como acompañantes íntimos y reveladores de secretos. El voyerismo de la vida cotidiana es mucho más significativo en las redes sociales que en la televisión porque es instantáneo y variado; posee otra ventaja, en la mayoría de los casos conocemos a las personas que publican su vida, tenemos mucho más cercanía con las historias que se escriben en la web. Por eso quizá Fontcuberta señala que actualmente somos homo fotograficus, pero al mismo tiempo somos homo spectaturs, hombres a la caza de imágenes que nos conmuevan, a la caza de escenas, de sensaciones que nos despierten del letargo de la vida cotidiana. Otra pregunta que aparece frente a dicho suceso es si este acceso al universo fotográfico se traduce en cambios sociales significativos. La mayoría de las imágenes recolectadas por Fontcuberta son de mujeres y, sin embargo, las poses son parecidas, la tendencia al nudismo es abundante y la sexualización de lo femenino es recargada. El fotógrafo reflexiona al respecto: […] después de milenios sometida a la mirada patriarcal. No sólo desbarata el monopolio de los especialistas, sino que también, y sobre todo, se libera del hecho de que los especialistas hayan sido tradicionalmente hombres. Tal vez eso explica un dato sorprendente pero estadísticamente objetivo: los reflectogramas femeninos son muchísimo más abundantes que los masculinos; su exuberancia puede interpretarse justamente como el estallido que supone la emancipación de tantos siglos de estereotipos impuestos. La mujer se libera del tributo de esos filtrajes y puede pasar a construir sus propios modelos. Pero ¿realmente lo logra? ¿o sigue por inercia apegada a la iconografía tradicional de cosificación del cuerpo y sometimiento a la autoridad falocrática?, ¿siguen las expectativas de la mujer formateadas por los fantasmas masculinos?

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Apuntemos otro dato: en situaciones de parejas heterosexuales, mayoritariamente, suele ser el hombre quien empuña la cámara. Lo cual podría indicar, a su vez, que el control de la ima­gen equivale a una posición de poder todavía detentada, y/o que las imágenes constituyen material de placer más para los hombres que para las mujeres (como hipótesis de una mayor sexualidad visual en los varones).5

La sensualidad femenina siempre ha sido una cuestión difícil de dilucidar aun entre los especialistas del género. Para algunos, este tipo de imagen muestra cómo los roles de observador y observado, sujeto y objeto de placer, han cambiado poco, las propias chicas se muestran a sí mismas para el goce masculino y, sin embargo, aquellas feministas pro porno encuentran que la sexualización del cuerpo femenino es un empoderamiento, es apropiarse del propio cuerpo y de la imagen; explorar ese lugar que no se había explorado, que es el deseo y la lubricidad femenina. Muchas de las primeras artistas feministas empezaron realizando imágenes que las tenían por tema y que hacían evidente la existencia de la sexualidad femenina, esto tenía que ver con que dicho tema era tabú, era visto como algo anormal, se consideraba como un rasgo histérico, así que ellas debieron construir un nuevo imaginario en el que el goce femenino era permitido, pero ya han pasado algunas décadas de ello, el goce femenino no es solamente aceptado sino casi exigido en la cultura contemporánea, ahora lo que es mal visto es la incapacidad para mostrarse al otro, la intraversión. Ponerse frente a la cámara ha dejado de ser una opción, es casi obligatorio poder identificarse a través del rostro y del cuerpo, hay que dar forma a la imagen, expresar lo inex­ 5   Joan Fontcuberta, La danza de los espejos, [acvic.org/images/AC_ premsa/2011/estado%20mental_article%20fontcuberta.pdf] [consulta 3 de enero de 2014].

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presable, mostrarse. La sexualidad 2.0 es también un territorio tirano que solicita una porción cada vez más grande de nudismo. El fetiche fotográfico acompaña todas las narrativas de la identidad, desde la cultura popular leemos la conformación de personas que participan de una vida en la que lo público se entiende como una especie de confesionario donde todos y cada uno deben exponer lo que son. El flash de la cámara en los espejos nubla una parte de estas imágenes, pero es un elemento común en las fotografías recolectadas por Fontcuberta, desliz técnico que expone la sobre­ iluminación de la escena, porque para algunos es preferible aparecer en una mala fotografía que no aparecer en ella. He ahí el drama de la vida contemporánea: la incertidumbre fotogénica.

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Al integrarse a una nueva comunidad, las jóvenes bonobos de Wamba se aproximan a una o dos mujeres residentes, utilizando frecuentemente el frotamiento gg. Si las residentes son recíprocas, la asociación cercana se establece y la más joven es gradualmente aceptada en el grupo. Después de dar a luz a su primer descendiente, la posición de la más joven se vuelve estable y central. Eventualmente el ciclo se repite con las jóvenes migrantes, que a su vez, buscan una buena relación con una bonobo establecida. El sexo, como vemos, facilita el ingreso en la comunidad de las hembras, que es mucho más cercano en los bonobos que en los chimpancés. Frans B. M. de Waal

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El interaccionismo simbólico de la posprivacidad

La sociedad contemporánea ha salido del clóset para posarse en la pantalla donde todo es público. Internet es el gran escaparate donde la gente disfruta tan sólo con observar, no es necesario comprar, sólo ver y constatar que ahí hay mercancía. La identidad en nuestros días se parece más a un ejercicio de márketing que a una búsqueda psicológica. El mundo de la intimidad ha quedado derrumbado, miramos con nostalgia sus escombros. Recuerdo la fotografía de Enrique Metinides del Hotel Regis después del terremoto de 1985, un transeúnte camina enfrente de los escombros y esto acentúa el hecho de que algo se ha desvanecido. Me parece que entre la fotografía de Metinides y la obra de Tracey Emin, My bed, de 1998, hay un diálogo. La instalación de Emin es nada más que su cama colocada en un museo, su cama en un día cualquiera con sus sábanas desaregladas, las cajetillas de cigarros en el suelo, las botellas a medio tomar, las medias, los medicamentos, las pantaletas sucias, los condones y las manchas de fluidos: intimidad pop, ready made, postproducción, el día a día convertido en una narración obscena, lo obsceno es lo que debería estar fuera de escena en un teatro, pero ahora es la parte más importante del show. La caída del Hotel Regis como lugar público y la cama de Tracey Emin, un espacio íntimo, como el nuevo foco de atención, son representativos de lo que sucede en el arte contemporáneo, pero también en la sociedad actual. La cama de Tracey Emin presenta la vida diaria no sólo de la artista, sino de cualquier ciudadano promedio, atrapado en el círculo de lo efímero, en el caos del 104

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día a día; en búsqueda de cuerpos con los cuales experimen­ tar cercanía para escapar del aislamiento y la alienación, aunque después del vértigo sólo quede la cama destendida y la resaca. Otra de las obras destacadas de Emin es la pieza Every­ one I have ever slept with, 1963-1995, la referencia de los años es cómica, si pensamos que hace alusión a cómo se suelen fechar las obras de arte objetuales, aquí la artista nuevamente expone un aspecto que antes se consideraría de absoluto secreto “un caballero no tiene memoria”, pero Tracey Emin sí, y coloca cada uno de los nombres de aquéllos con los que se ha acostado, una serie de relaciones efímeras que no logra­ ron consolidarse, la necesidad del cuerpo, la extensión de los límites, la condena para aquellas mujeres que deciden experimentar su sexualidad, pues aun cuando la sociedad parezca ser muy abierta, lo cierto es que se siguen imponiendo tabúes sobre la sexualidad femenina. Ya no son los amigos de Larry Clark descubriendo nuevos mundos a través de sus experimentos sexuales, es la soledad de una chica como antiheroína en una sociedad de excesos. En ambos casos vemos escombros, la cama como un lugar de derrumbamiento de la moral cristiana, el otro como derrumbamiento del individuo. Sólo hay diez años de distancia entre las fotos de Larry Clark y la cama de Tracey Emin, pero en la cama de Emin aparecen los restos de un cadáver que vio su juventud estallar en las fotos de Larry Clark: la utopía de la sexualidad como metáfora de la libertad. En las fotografías de Baden, de Opie, de Gámez y de Fontcuberta se repite la operación, en algunas es el temblor, en otras los nuevos edificios de la personalidad. Si el espacio urbano se distinguía por el anonimato de sus personajes, como podemos apreciarlo en las imágenes de Thomas Strut, en la imagen de internet lo que nos encontramos es la vindicación de la personalidad, pero ésta entendida como aquello que se muestra al otro, lo que se percibe en 105

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la pantalla. Andy Warhol lo prefiguraba cuando decía que todo el mundo tenía derecho a sus cinco minutos de fama. Jorge Alemán, quien colabora con Joan Fontcuberta en su libro A través del espejo, escribe un texto llamado “Especulaciones”, ahí propone que la idea de un “yo estable” unificado y susceptible de captarse mediante la introspección, ya no se corresponde con lo que aparece en la sociedad actual, en la que las identidades tienen un carácter efímero, se construyen “artificialmente sin interioridad ni exterioridad”, dis­ puestas sobre el espejo de la web, reflejándose al infinito, con sus raíces flotando sobre las aguas de la imagen. Según Felix Staedler, la subjetividad se basa en la interacción y no ya en la introspección. El homo espectatur y el homo fotográfico, se hallan pendientes el uno del otro en la web, porque no pueden existir el uno sin el otro, se trata de una mirada reflectante que busca interlocutor, donde el solipsismo queda desterrado. “La privacidad en el contexto en red implica menos la posibilidad de refugiarse en el núcleo de la propia personalidad, del verdadero ser, y más el peligro de desconectarse de un mundo en el que la sociabilidad es tenue y necesita ser mantenida activamente todo el tiempo. Si no, la red simplemente se reconfigura a sí  mis­ ma, privándolo a uno de la capacidad de desarrollar su personalidad y vida propias”.1 En este sentido podríamos comprender las propuestas de Michel Maffesoli sobre el ocaso del individualismo en las sociedades posmodernas, el individuo ya no desea aislarse del entorno, sino que se fusiona con él, se funde en las comunidades flotantes, a esto le llama Maffesoli la erótica de lo social, una que se guía más por el impulso comunitario, por lo tanto, Maffesoli encuentra ciertos rasgos tribales recuperados en la vida contemporánea, la búsqueda de congregación, de algún modo esto se da también en la web, 1

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procesos de empatía, que se trasminan a través de la ima­gen y los textos compartidos. Maffesoli comenta: “La distinción es tal vez una noción que se aplica a la modernidad, dicha noción es, en cambio, completamente inadecuada para des­ cribir las diversas formas de agregación social que surgen. Éstas poseen contornos indefinidos: el sexo, la apariencia, los modos de vida y hasta la ideología se ven cada vez más a menudo calificados en términos ‘trans’ o ‘meta’, que sobrepasan la lógica de la identidad y de lo binario. En pocas palabras, al prestar a estos términos su acepción más fuerte, se puede afirmar que asistimos tendencialmente a la sustitución de un social racionalizado por una socialidad de predominio empático”.2 Pero para crear dicha empatía, es preciso conocer al otro, saber qué se comparte con el otro y ésta es la razón por la que la web atrae la personalidad hacia afuera y lleva a publicar lo más íntimo, la expresividad es lo que hace que la gente pueda interconectarse cuando el tiempo y la interacción física no están más al alcance. Mostrarse es la llave para ser visto, pero también para crear alguna especie de interacción social a través de la web. Glutinum mundi, le llama también a esta conglomeración de diversidades que dan cuerpo a lo social, todo se desdibuja y aparece un carácter multidimensional. Manuel Castells anota que los individuos: “No se retiran a la soledad de la realidad virtual. Al contrario, expanden su sociabilidad al usar la riqueza de las redes de comunicación a su disposición, pero lo hacen selectivamente, construyendo sus mundos culturales en términos de preferencias y proyectos, y modificándolos según sus intereses personales y valores”.3

2   Michel Maffesoli, El tiempo de las tribus, México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 37. 3  Felix Stadler, Op. cit.

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Frente a la verticalidad de los modelos sociales, aparece la horizontalidad de las relaciones humanas, pero también del conocimiento, ya no se trata de alcanzar la profundidad metódica de un saber, sino de recorrer a lo ancho sus posibilidades, de encontrar sus nexos con otros campos, lo multidisiciplinario, lo relacional, se vierten sobre la gama de sucesos que acontecen en el diario quehacer. Vuelvo a utilizar el término que propone Borriaud como altermodernidad, una modernidad que desdibuja los lindes y las especificidades para construir rizomas, redes imposibles, lecturas variadas sobre diversos fenómenos. Sin embargo, frente a la lectura entusiasta de Michel Maffesoli y Borriaud sobre la sociedad actual, Baudrillard se muestra más crítico. Este autor enuncia a nuestro tiempo como la era de la postorgía; para él los sesenta fueron una época transgresora, la época de la liberación sexual, época en la que realmente existían tabúes, en la que los límites en­ tre lo público y lo privado estaban bien establecidos, en la que había reglas para torcer y destinos manifiestos que desarticular; pero nuestra época es permisiva, “trans”, desfigurada, no hay nada que transgredir porque todo está permitido, de modo que lo único que hacemos es simular tanto los tabúes como las transgresiones: La orgía fue todo el momento explosivo de la modernidad, el de la liberación en todos los campos. La liberación política, la liberación sexual, liberación de las fuerzas productivas, liberación de la mujer, del niño, de las pulsiones inconscientes, liberación del arte. Asunción de todos los modelos de representación, de todos los modelos de antirrepresentación. Ha habido una orgía total, de lo real, de lo irracional, de lo sexual, de la crítica, de la anticrítica, del crecimiento y de la crisis del crecimiento. Hemos recorrido todos los caminos, de la pro­ duc­ción, y de la superproducción virtual de objetos, de signos, de mensajes, de ideologías, de placeres. ¿Qué hacer después

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de la orgía? Ya sólo podemos simular la orgía y la liberación, fingir que seguimos acelerando en el mismo sentido, pero en realidad aceleramos en el vacío porque todas las finalidades de la liberación quedan ya detrás de nosotros y lo que nos persigue y obsesiona es la anticipación de todos los resultados.4

Para Baudrillard, todo proyecto emancipatorio se ha acabado y lo que nos queda es la metástasis, la confusión, la mezcla: todo es sexual, todo es político, todo es estético; la publicidad y la política se han tomado de la mano, caminan juntas el mismo sendero, lo mismo podemos decir del sexo y la imagen, todo se hace visible, cuando el porno ya no es suficiente para satisfacer el morbo del espectador, tenemos el posporno, político y sexual, pero violentamente deserotizado. Hay una serie de fotografías de David Lachapelle que se llama Didn’t we have a lovely time, del año 2002. En esta  se­ rie nos encontramos con fotografías de una joven enfundada en traje de látex negro, entre látigos y correas lleva a su esclavo caminando en cuatro patas, la escenificación de la femme fatale lo lleva al absurdo, los lugares en que la mujer pasea a su esclavo hacen alusión a la opulencia, la vida cómoda e hiperteatral de las estrellas, pero también a la teatralización de lo cotidiano. Esta mujer, sin duda, se acerca al referente de las Desperate Housewifes, mujeres de clase acomodada que buscan cualquier pretexto para escapar de la aburrición, el esclavo no es un esclavo, sino una mascota, es el pasatiempo, el “perrito Chihuahua” que muestra la capacidad económica de un grupo social que convierte a cualquiera en un objeto, de este modo se hace evidente su poder, pues lo que erotiza a estos grupos sociales es precisamente eso, colocarse por encima de los otros, subyugar,  Baudrillard, Op. cit. p. 9.

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esclavizar, explotar. Lo que erotiza en el consumo no son los objetos, sino la capacidad de compra y hay muchas maneras de comprar a los otros. Es el bdsm al estilo Cincuenta sombras de Grey, alejado de su contexto subversivo, el sadomasoquismo trendy no es ya la alteración en los roles de poder, sino un divertimento más entre los otros. Vivimos en la sociedad Jeff Kons, el plástico erotizado, la simulaciòn del fetiche, lo kitsch en el altar de los museos, la sobreexposición. Este artista norteamericano ha hecho lo propio para mostrar la pornificación del arte, en su serie Made in heaven, muestra las fotografías realizadas durante su boda con la actriz porno italiana Cicciolina. Estas fotografías se muestran en los museos como si fueran carteles cinematográficos, sus gran formato avasalla al espectador, mostrando su pequeñez, su nimiedad ante el poder de la imagen. Los carteles son explícitos, en varios de ellos podemos observar los genitales de ambos en primer plano. Como anexo a las fotografías encontramos también figuras en vidrio de Jeff Koons e Ilona (Cicciolina), teniendo sexo oral o en pleno coito. Lo low llevado a lo high, la desarticulación de lo erótico, la extrema visibilidad de lo privado. Hay un guiño burlón al juego de las estrellas en Hollywood, también a las imágenes pornográficas de circulación común, los colores y escenarios construidos para las fotografías, las florecitas de plástico, todo hace referencia a lo kitsch. Pero ¿es transgresor Jeff Koons cuando fuera del museo este tipo de imágenes circulan de manera copiosa por la web? Quizás en estas fotos podemos entender lo que plantea Baudrillard, nada hay más simulado que el pseudoporno de la pareja Koons en su “luna de miel”, en el fondo los valores de la monogamia siguen en pie y bajo el gesto transgresor fluye la tradición del matrimonio. Slavoj Žižek comparte una experiencia similar:

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Recientemente, en la Potsdamer Platz, el sitio de construcción más grande en Berlín, el movimiento coordinado de docenas de grúas gigantescas se organizó como un performance artístico, indudablemente percibido por muchos transeúntes desinformados como parte de una intensa actividad de construcción […] Yo tuve la confusión opuesta durante un viaje a Berlín: noté a los lados y anteriormente que en todas las avenidas principales había un larguísimo tubo azul y cañerías, como si fuera una telaraña intrincada de tubos de agua, teléfono, electricidad, etc., no estaba oculto bajo la tierra, sino expuesto al público. Mi reacción fue, por supuesto, que esto probablemente era otro de los performances de arte posmodernos cuyo objetivo era, en ese momento, hacer visible el intestino de la ciudad, su maquinaria interna oculta, en una especie de equivalente a la exhibición en video de la palpitación de nuestro estómago o pulmones. Sin embargo, yo estaba equivocado, ya que unos amigos me señalaron que lo que yo veía era meramente parte del mantenimiento standard y la reparación de los servicios subterráneos de la ciudad de una red informática. Aquí, de nuevo, como en el dominio de la sexualidad, la perversión ya no es subversiva: los excesos chocantes son parte del sistema mismo, el sistema se alimenta de ellos para reproducirse a sí mismo. Quizás ésta sea una de las posibles definiciones del arte posmoderno como opuesto al arte moderno: en el posmodernismo, la transgresión excesiva pierde su valor escandalizante y está totalmente integrado al mercado artístico establecido.5

Quizá lo único que cambia es que a pesar de todo, el arte sigue teniendo un cierto valor simbólico, se le sigue asociando a la alta cultura aun cuando muchos artistas han in5  Slavoj Žižek, Cuando lo honesto es siniestro y la psicosis es normal, [http://elpsitio.com.ar/Noticias/noticiaprint.asp?Id=1748] [consulta 10 de febrero 2014].

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tentado socavar estas ideas. Sin embargo, me gusta la crítica que realiza Žižek al arte y a la sexualidad contemporánea, a esa ilusión de trasgresión convertida en mercado. En la ciudad de México nos encontramos con una gran proliferación en los últimos años de tiendas de juguetes sexuales, a primera vista pareciera que la sexualidad está a flor de piel, que se nos permite gozar del erotismo, pero no debemos confundir los juguetes sexuales de estas tiendas con la verdadera experimentación y descubrimiento del cuerpo, si hay una tienda de sexo, es porque ésta ostenta valores comerciales, su fin primordial es vender y si para ello debe domesticar un poco el sexo con diversidad empaquetada, pues eso es lo que realizan. Quizá por eso Beatriz Preciado hace también una lectura crítica de nuestra sociedad a la que llama farmacopornográfica. Una sociedad que comercializa y normaliza la sexualidad no sólo a través de la pornografía convencional, sino a través de la infraestructura económica farmacéutica, misma que desde hace unas décadas ha invertido y ganado millones de pesos en aparatos y medicamentos asociados a la sexualidad, desde las hormonas sintéticas o el Viagra, la tecnología de los condones cada vez más delgados y resistentes, las prótesis mamarias y de diversas otras partes del cuerpo, el desarrollo de tecnología para la vaginoplastia o las prótesis fálicas para el cambio de sexo. Economía de la subjetividad medicada, sexualidad clínica con entrega a domicilio. El mercado de la identidad sexual ha sido explotado de manera amplia y por ello, Preciado encuentra que hay una nueva economía de la corrida: Fuerza orgásmica o potentia gaudendi: se trata de la potencia (actual o virtual) de excitación (total) de un cuerpo. Esta potencia es una capacidad indeterminada, no tiene género, no es ni femenina ni masculina, ni humana ni animal, ni animada ni inanimada, no se dirige primariamente a lo femenino ni a lo

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masculino, no conoce la diferencia entre heterosexualidad y homosexualidad, no diferencia entre el objeto y el sujeto, no sabe tampoco la diferencia entre ser excitado, excitar o excitarse-con. No privilegia un órgano sobre otro: el pene no posee más fuerza orgásmica que la vagina, el ojo o el dedo de un pie. La fuerza orgásmica es la suma de la potencialidad de excitación inherente a cada molécula viva. La fuerza orgásmica no busca su resolución inmediata, sino que aspira a extenderse en el espacio y en el tiempo, a todo y a todos, en todo lugar y en todo momento. Es fuerza que transforma el mundo en placer-con. La fuerza orgásmica reúne al mismo tiempo todas las fuerzas somáticas y psíquicas, pone en juego todos los recursos bioquímicos y todas las estructuras del alma.6

Preciado propone también que nuestra sociedad se encarga de excitar y controlar, excitar para provocar la circulacion de esa energía, pero controlar con sus normas para provocar frustración, abriendose así un círculo inestable, una frustracion constante que se subsana con el consumo. La líbido se proyecta hacia los objetos, comprar alivia la tensión sexual o, al menos, funciona como un placebo; el resto de energia bien se puede canalizar a través de otro tipo de consumo erótico: la prostitución, la pornografía o al algo más soft como salir a tomar unos tragos en un bar. Wilhem Reich en el año de 1940 desarrolla un aparato para medir el orgón, nombre que asignó a un tipo de energía universal asociada a la líbido freudiana. Siendo psicoanalista seguidor de Freud, Reich concibió que la líbido tenía bases fisiológicas y que cuando esta energía era bloqueada por la represión de los instintos sexuales, entre otras cosas, provocaba enfermedades. Sus experimentos buscaban desarrollar una terapia para que las personas pudieran dejar correr libremente el orgón. Su teoría que, por cierto, discu  Beatriz Preciado, Testo Yonqui, Madrid, Espasa, 2008, p. 38.

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tió con personalidades como Einstein, fue desacreditada, pero tuvo una influencia tal que le valió el ser nombrado personaje indeseable durante el mandato de McCarthy. Si Wilheim Reich pensaba en esta energía erótica como instancia utópica que permitiría la rehabilitación de las personas, la potentia gaudendi identificada por Preciado, corresponde sobre todo a una energía convertida en capital por el mercado: fin de la utopía. El erotismo domesticado y convertido en un insumo más en el mercado del placer. En la serie Los penetrados, Santiago Sierra muestra a un grupo de personas que tienen relaciones sexuales mientras son videograbados por el artista. Durante cuarenta y cinco minutos divididos en 8 actos, se observan distintas combinaciones de sexo anal entre mujeres y hombres de raza negra y blanca, estos individuos van cambiando de posiciones para formar todas las secuencias posibles donde género y raza son mezclados. La obra fue presentada en 2008, exactamente el 12 de octubre, cuando se conmemora el día de la Raza o día del descubrimiento de América. Hay en la obra una denuncia sobre la segregación racial que sigue imperando en nuestra sociedad, también sobre el colonialismo que en nuestros días lleva a los inmigrantes que llegan a España a confrotarse con una serie de situaciones como el rechazo y la explotación, su difícil inserción al trabajo legal, el convertirse en mercancía sexual para los grupos de poder. Santiago Sierra, como en todas sus obras, ha pagado a estas personas para que participen en su pieza, todas acceden por morbo o por necesidad económica a ser videograbados. La maquina económico sexual de nuestra sociedad es puesta en escena por Sierra, los individuos que participan en la pieza son como pistones de este aparato, lo que vemos ya no son personas sino el exceso de un sistema capitalista que convierte a los individuos en piezas de un engranaje de pro-

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ducción sexual. Es la economía de la postorgía en nuestra sociedad contemporánea. El cuerpo polisexual vivo es el sustrato de la fuerza orgásmica. Este cuerpo no se reduce a un cuerpo pre-discursivo, ni tiene sus límites en la envoltura carnal que la piel bordea. Esta vida no puede entenderse como un sustrato biológico fuera de los entramados de producción y cultivo propios de la tecnociencia. Este cuerpo es una entidad tecnoviva multiconectada que incorpora tecnología. Ni organismo, ni máquina: tecnocuerpo. En los años cincuenta, McLuhan, BuckMister Fuller y Wiener lo habían intuido: las tecnologías de la comunicación funcionaban como extensiones del cuerpo. Hoy la situación parece mucho más compleja: el cuerpo individual funciona como una extensión de las tecnologías globales de comunicación.7

Eso es lo que observamos en la pieza Penetrados de Santiago Sierra, un entramado de erecciones que borran al individuo para convertirlo en órgano sexual de un aparato fálico capitalista que le da por le culo, una continuidad de movimientos que se suceden sin más. No importan las combinaciones, no importa el sexo, la raza, el cuerpo, todo es maleable y todos somos precarios, vidas que no producen más sentido, ni siquiera placer, el sexo en esta obra no es un lugar de encuentro, es la fuente de ingresos de muchas personas, es un lugar de explotación. El sexo es espectáculo y Santiago Sierra nos obliga a convertirnos en espectadores. Cuando vemos su pieza en el museo, nos sentimos alterados porque sus individuos en cuatro patas produciendo flujos sin cesar, nos recuerdan que no estamos fuera de ese gran engranaje. Podríamos quizás hablar de una especie de posterotismo en el arte contemporáneo, al haber perdido su carácter 7

Beatriz Preciado, Op.cit. p. 39.

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transgresor, el erotismo deja de ser un tema para muchos artistas quienes se aventuran a hallar en el sexo las fracturas sociales. La imágenes de desnudos ya no alteran a nadie, se producen masivamente para la televisión y para internet, las imágenes de la publicidad son cada vez más estéticas, la belleza desborda las revistas, las series muestran escenas cada vez más explícitas. En un mundo como éste, donde todo es erótico y todo incita a los sentidos a la cópula sin más ¿Cuál seria el papel del artista? Si la piel desnuda ha dejado de ser un lugar de inconformidad y es en cambio signo de lencería en rebaja ¿ Cómo produciremos sentido a la experiencia del sexo? Quizás lo que nos queda es el tabú, la ignominia, el resto de los signos sociales, la extension infinita del sentido donde siempre hay problemas nuevos, porque siempre hay lenguaje. Ése es el territorio de la fotografía contemporánea, ya no se trata de la belleza del sexo sino de sus problemáticas, de lo que el sexo nos permite leer sobre nuestra forma de vida. El sexo como un espejo social donde vemos nuestras mentiras y nuestras verdades, nuestro deseos y nuestros miedos. Pero como el arte está hecho de contradicciones, tenemos por otro lado las imágenes de Ryan McGuinley, las nuevas utopías, la reivindicación de la belleza, el sexo como el corazón de lo social . En la serie The kids are allright de 2002, observamos un grupo de adolescentes unidos por la rebeldía, el amor y la desnudez. En estas imágenes el erotismo se presenta como un juego que permite conocer al otro, ser con él. El nombre de la serie es una reivindicación de esa sensibilidad afectiva y corporal que los jóvenes experimentan sin tabúes. Los chicos en sus fotografías andan por el mundo sin tantos problemas, se desnudan, juegan, viven su cuerpo, se entretienen descubriéndose. Se trata de retratos que McGuinley ha realizado de sus amigos, vemos sus aventuras, sus divertimentos, sus pequeñas trasgresiones, la forma en la que pasan su tiempo, hay algo 116

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encantador en esas fotos, los colores, la luz, todo transmite libertad, alegría, emoción por vivir, una rebeldía vigorosa, latente, cobijada por la complicidad y los afectos, “los chicos están bien” descubriendo el mundo, anudansose, des­ nudandose, enlazándose: dos chicos duermen juntos desnudos en una cama, comparten sin prejuicios un espacio íntimo, se acompañan en la fragilidad del sueño; una chica salta desnuda iluminada por unas luces de bengala, su rostro es alegre, su cuerpo ligero, ella está iluminada y brilla como el fuego de la bengala que se va quemando frente a ella; otra chica corre desnuda frente a una pared pintada con grafitis, al ser descubierta tapa un poco su cuerpo, pero sonríe para nosotros mientras sus pies flotan en la fotografía; dos amigos se han introducido furtivamente en un lago, están desnudos bañándose, ella ha echado el cuerpo hacia atrás de tanta risa, él intenta avanzar en el agua, no sabemos qué otras aventuras han pasado, pero presentimos muchas, la osadía es uno de los rasgos que más aparecen en estas fotos, lo chicos gritan, ríen, saltan, juegan desnudos en árboles altos, como si no conocieran las reglas o como si todo el sentido de la experiencia consistiera en romperlas juntos, todo es un juego que se juega en conjunto, todo parte de la inmediatez del estar en compañía, pero es un estar juntos arriesgado, que prueba y desvanece los límites de los sujetos, que se construye a través de la rebeldía de los afectos que se niegan a someterse a las convenciones. En las fotografías de McGuinley hay descubrimiento, sorpresa, exaltación de los sentidos, del presente; euforia y líbido, el erotismo marcusiano de la liberación. Su siguiente serie I know where the summer goes, de 2008, muestra también a jóvenes en espacios idílicos, corriendo entre campos de trigo, saltando entre jardines, persiguiendo un auto, pareciera haber regresado al paraíso dorado donde las cosas no han sido tocadas por la posmodernidad, o quizá donde han aprendido a convivir con ella, los jóvenes de las fotos 117

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experimentan la belleza de lo inmediato, su credo es la aventura, el salto al vacío, la vida como arrojo, como impulso, como una serie de intensidades, no se trata de darle sentido a la experiencia, sino de que la experiencia por sí misma posee un sentido, la vitalidad nietszcheana recorre esas imágenes, la racionalidad es expulsada, queda el cuerpo, las sensaciones, la empatía, la ligereza del instante. Si hay una vuelta a lo erótico con McGuinley, esta erótica no tiene nada que ver con el desnudo, sino con la afectividad tribal descrita por Michel Maffesoli, un movimiento de afectos y descubrimientos conjuntos, no se trata quizás de la gran política, inscrita en los márgenes de la resistencia, sino de la micropolítica de la amistad, el hedonismo juvenil que se niega a insertarse en una dinámica social de consumismo. No más apocalipsis sino reorganización, erótica social, conformación de subjetividad pero fuera de los canales del mercado, Ariel Levy escribe para el New York Art: “Dónde Goldin y Larry Clark expresaban algo doloroso y preocupante sobre los niños y lo que sucede cuando consumen drogas y tienen sexo en un submundo urbano sin gobierno, McGinley comenzó a anunciar que The Kids Are Alright (los chicos están bien), de manera fantástica y real, sugiriendo que una subcultura alegre y sin restricciones estaba aún a la vuelta de la esquina, si tan sólo usted sabe hacia dónde mirar”.8 Estas imágenes de McGinley están en la web y conforman, igual que las demás, un cierto tipo de identidad, la de 8  Ariel Levy, Chasing Dash Snow, New York Art, traducción de la autora: “Where Goldin and Larry Clark were saying something painful and anxiety-producing about Kids and what happens when they take drugs and have sex in an ungoverned urban underworld, McGinley started out announcing that “The Kids Are Alright,” fantastic, really, and suggested that a gleeful, unfettered subculture was just around the corner —still— if only you knew where to look”. [nymag.com/arts/art/ profiles/26288/index1.html] [consulta 22 de mayo 2014].

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un grupo de jóvenes que se aventuran a construir espacios otros en los intersticios de la ciudad, los que desarrollan un tipo de relación que escapa a los códigos de la moral, una erótica que trasgrede las convenciones para unirlos al mun­ do que se intensifica en sus cuerpos. Frente al apocalipsis baudrillariano, nuevos enfoques fotográficos parecen revelar los otros rostros que se aglutinan, la sexualidad desenfadada podría no ser el final de la narración, sino otra lectura, otro inicio, otra reconfiguración. Quizás el erotismo tiene aún un lugar, una labor y una promesa, la de enseñarnos a vivir juntos de nuevo.

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La especie está caracterizada por estar centrada en la hembra, por ser igualitaria y por sustituir la agresión por el sexo. Mientras en la mayoría de las otras especies, el comportamiento sexual es una categoría distinta, en los bonobos es parte y parcela de las  re­ laciones sociales no sólo entre machos y hembras. Los bonobos tienen sexo en casi cualquier combinación, aunque este tipo de contacto entre la familia cercana sea tal vez suprimido. La interacción sexual ocurre con mayor frecuencia entre bonobos que entre otros primates. A pesar de la frecuencia, la tasa de reproducción en su ambiente natural es casi la misma que la del chimpancé. Una hembra bonobo da a luz a un solo infante en intervalos de cinco a seis años. Por lo que los bonobos comparten al menos una importante característica con nuestra propia especie, es decir, la separación parcial entre el sexo y la reproducción. Las peculiaridades del comportamiento de los bonobos podrían ayudarnos a comprender el papel del sexo y podrían tener implicaciones serias para los modelos de la sociedades humanas. Frans B. M. de Waal

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Oclusión

Ésta es una historia de bonobos y de homínidos. Dos especies que utilizan el sexo en su vida cotidiana como fuente de goce y como forma de interacción con los otros. Me gusta pensar que quizás nos dirigimos hacia una sociabilidad sexual que podría no tener el tono catastrófico de las lecturas postorgiásticas. ¿Qué pasaría si nos estuviéramos volviendo como los bonobos? Los chimpancés pigmeos, como se les nombra científicamente (Pan Paniscus), son una sociedad que se aglutina alrededor de las hembras y del sexo amistoso, de entre todos los primates son los menos violentos y, según los primatólogos, se trata de una sociedad bastante igualitaria. Las hembras bonobos son la cabeza de las relaciones familiares y para todo lo demás hay sexo, no sólo coito, sino caricias y frotamientos, sin distinción de edades, de género o de ningún otro tipo. Los bonobos tienen coito antes de comer, cuando un nuevo integrante llega a la familia, cuando están enojados y se quieren reconciliar, para evitar peleas, cuando están aburridos y quieren divertirse; la gama de estímulos es muy variada y el tipo de encuentros afectivos es también extenso. Cuando veo las fotos de Evan Baden, las mujeres tomándose fotos en lencería, las imágenes de Larry Clark de parejas copulando, las de Leigh Ledare de su madre con mozuelos, las de Joan Fontcuberta de mujeres desnudas frente al espejo y de parejas follando, las de Ryan Mc Guinley con sus amigos desnudos jugando entre la hierba, entre tantas otras, pienso en los bonobos. La sexualidad se 122

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está rearticulando, la gente quiere más sexo y opone su deseo frente a otro tipo de valores: coger es importante, no se trata de una actividad marginal, no es algo penoso o vulgar, se encuentra en el corazón de la experiencia humana y cada vez se convierte más en una forma de conviviencia. La fotografía está ahí, como un ojo prostético, para mostrar estas transformaciones. Nos veo a nosotros mismos en esa propagación de lo sexual y me imagino cómo podría ser la sociedad en unas décadas más; me gusta imaginar que podríamos ser como los bonobos, apareándonos sin razón aparente, apareándonos sin otro motivo que compartir. Me gusta pensar que Maffesoli tiene razón y nos encontramos en un retorno al tribalismo, a la organicidad social, a una comunidad mucho más instintiva, a que el sexo como aglutinante social puede hacernos más cercanos los unos de los otros. Piotr Kropotkin escribía a finales de 1800 El Apoyo Mu­ tuo, un libro en el que observaba la importancia de la ayuda en la evolución no sólo humana sino animal, a partir de él, estos conceptos se han estudiado tanto en biología como en sociología y otras áreas, nadie ha refutado que el apoyo mutuo es necesario para la evolución de las especies. Las redes sociales son los nuevos formatos donde podemos ver que la solidaridad humana está presente, tendemos a ver lo más oscuro, pero a través de estas plataformas la gente también se conoce y se ayuda. Qué tal si la ayuda mutua estuviera mediada por el sexo y si la promiscuidad no fuera sino un elemento que, como en los bonobos, ayuda a que una especie sea menos competitiva y más solidaria, menos violenta y más afectiva. En los bonobos, la sexualidad de las hembras es tanto o más intensa y común que la de los machos, no hay tabúes, las hembras copulan unas con otras, copulan con los machos, no tienen restricciones. En los homínidos las mujeres son las que más han cambiado en el ámbito sexual, actual123

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mente las mujeres tienen una vida sexual activa, experimentan, tienen deseos de conocerlo todo. Cuando imparto algún curso sobre temas de erotismo, las mujeres son las primeras en plantearse preguntas, en aventurarse a conocerse de otro modo. Admiro esa capacidad femenina de abrirse al otro, la facilidad con la que establecen relaciones emotivas, con la que se comprometen con los otros, esa sexualidad viva, intensa, crustillante, juguetona y alegre, esa forma de comunicarse, de entregarse y de amar, las muje­ res derriban tabues y construyen nuevos tipos de relaciones. Kate Millet organizó su comuna femenina, las transfeministas se congregan y forman colectivos. Aunque a muchas personas les asusta ver estos cambios, los condenan o prefieren simplemente evitar el tema, creo que los bonobos nos pueden dar un ejemplo inspirador de cómo una sociedad femenina donde el sexo no es tabú, se puede convertir en una sociedad igualitaria y pacífica. Es indudable que tenemos una relación estrecha con la fotografía, la invitamos a los eventos sociales y a los familiares, pero también a los velorios y a la cama, a lo más íntimo de nuestra vida. Hace poco mientras platicaba con un amigo de mis infortunios me solté a llorar, lo único que se le ocurrió fue sacar su teléfono y tomarme una foto, el gesto me pareció tan extraño que me hizo reir, es la primera imagen que tengo de mí llorando. La profundidad de las relaciones humanas no se ha desvanecido, todo lo contrario, quizá somos más vulnerables que nunca y por eso necesitamos de algo que fije la experiencia en el tiempo. Quizás en nuestro mundo contemporáneo no hay nada más profundo que la imagen, sólo ella nos permite vernos tal y como somos, en nuestro dolor y nuestra felicidad, en nuestras angustias y nuestras esperanzas. Pero no dejo de mirar los peligros, la inteligencia del mercado que intenta convertir cualquier anhelo en capital, la imposición del goce. Según Žižek, se trata de una moral 124

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kantiana al revés, la obligación de la decencia ha terminado, ahora nos sentimos culpables si no buscamos el placer, si no se vive al máximo. Es el yolo (you only live once) de la cultura mtv, la imposición del goce absoluto, y como dice Žižek, quizás se trate de un mandato aún más cruel, ¡tener que gozar de todo, todo el tiempo! La culpa de no gozar  su­ ficientemente: “La paradoja de la sociedad permisiva es que nos regula como nunca antes […] Probablemente el discur­ so psicoanalítico es el único que hoy te propone la máxima: gozar no es obligatorio, te está permitido no gozar”. ¿Nos estaremos acercando a una sociedad igualitaria, unida por el roce de los cuerpos o estaremos más bien simu­ lando la orgía, dando vueltas en círculos sin avanzar? Cada sociedad establece sus usos y costumbres, lo que ahora se considera positivo puede dejar de serlo en otro momento, la moral es cultural y lo que veo en las fotografías es que esta moralidad está cambiando, como en una pintura de Bacon o una fotografía de Antoine D’Agata: veo individuos difusos, el vértigo de la descomposición de una serie de valores, los lindes que se van desdibujando entre individuos, una fisión erótica, más que una fusión, una detonación en el núcleo del sexo que nos lleva a la pérdida de un sentido, pero a la construcción de otros. Hará falta ver cómo se sigue reconfigurando el mundo, este ensayo no es más que eso, un ensayo de lectura de nuestra sociedad a través de la fotografía contemporánea en la que la sexualidad es un eslabón recurrente. Dicho eslabón puede anclarse a casi cualquier cosa, de nosotros depende elegir hacia dónde llevarlo, elegir el tipo de relaciones que deseamos crear. Por eso no he querido concluir este libro y he preferido llamarle a este último tramo de escritura: oclusión. Más que de un último y definitivo argumento, se trata simplemente de un impasse, no puedo concluir algo que en principio no

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está cerrado, escribo sobre el presente, sobre el tiempo y su devenir, esta escritura nunca será definitiva. Homínidos y bonobos, sexo y sociedad, fotografía e identidad: áncoras, flujos, territorios que he querido enlazar para mirar en ellos algo que forma parte también de mí. Quizá lo único que puede ser concluyente en este ensayo es que en nuestros días todo retrato es pornográfico. En su sentido más metafórico y literal.

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Todo retrato es pornográfico, de Yunuen Díaz, se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2015, en los talleres de Ediciones Corunda, S.A. de C.V., Tlaxcala núm. 19, Col. San Francisco, Delegación La Magdalena Contreras, C.P. 10810, México, D. F., con un tiraje de 1 500 ejemplares y estuvo al cuidado del Programa Cultural Tierra Adentro.

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