EL VALLE DE LAS MARIPOSAS

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abía una vez un hermoso valle donde vivían las mariposas más bellas del mundo. Entre el verde brillante de los frondosos árboles y el amarillo transparente del sol, ellas jugaban durante el día y se contaban los secretos mediante los cuales podían conservar sus esplendidos colores.


La mayoría de estas mariposas nacían y morían en el valle. Ante tanta hermosura ninguna sentía la necesidad de saber qué había más allá de la montaña azul. Esa enorme montaña que ocultaba el valle a los ojos de otros animales curiosos. Todas ellas vivían felices allí. Todas, excepto una:

Josefina.



Ella era la mariposa más traviesa y exploradora de todas. Su madre siempre le decía: ¿Qué

tanto buscas fuera del valle?

No sé, mamá, respondía Josefina. Busco algo que no hay aquí. Aventura, quizás. De las aventuras, hay veces, que no se pesca nada bueno, Josefina, insistía su mamá. Pues, me arriesgaré, repetía la pequeña mariposa y su voz denotaba decisión.


A medida que iba creciendo, a Josefina el valle se le hacía más chiquito. No es que no le gustara estar allí. Por el contrario, muy en el fondo sabía que no encontraría otro lugar así pero sus ganas de conocer el mundo que se extendía más allá de la montaña azul la hacían soñar y mover sus alitas con una fuerza especial. En una madrugada de primavera, Josefina

tomó su atadito de ropa y comida y salió de su habitación muy despacito para que nadie se percatara de que ese día empezaría su viaje particular.

Sus alas se habían hecho más grandes y los matices violetas, fucsias, naranjas y negro que las adornaban la hacían no sólo la mariposa más hermosa del lugar sino también un insecto con personalidad.



- No está bien que te escapes de la casa de esa manera – le dijo su madre quien, al sentir los diminutos pasos de Josefina, se levantó de la cama y fue hacia ella.

- Mamá, perdona… -le dijo Josefina- no quiero escapar de la casa. Solo quiero ir un poco más allá de la montaña azul para ver qué hay de diverso a este mundo nuestro.


- Está bien, Josefina – le contestó su madre-. Todo este tiempo estuve esperando a que crecieras un poco más para recorrer el camino que deseas y descubrir cosas nuevas. Ahora que ya estás lista me pregunto si estás segura de lo que quieres hacer.

- Completamente, mamá – le respondió Josefina. - Entonces,

alza el vuelo

pequeña, ten fe en tus sueños, confía en ti y cuídate de todo aquello que sientas que puede oscurecer tu corazón.


Así, madre e hija se dieron un beso y un largo abrazo. La madre de Josefina la vio alejarse muy contenta y aunque sabía que aquello que vivía detrás de la montaña azul no sólo era interesante sino también peligroso no

dudó en apoyar esta nueva aventura de su pequeña. La misma que, a la edad de Josefina, ella también buscó realizar.



Lentamente, Josefina se abrió paso entre el verde follaje. Las hojas todavía estaban bañadas de un suave rocío y el sol empezaba a asomarse en el extenso

llegó a la cumbre de la majestuosa montaña azul. desierto cuando ella


Desde allí ya no podía divisar su hogar. Eso, de alguna manera, la entristecía un poco. Se sentía confundida. Por un lado, amaba su valle y todo lo que él contenía. Por el otro, adoraba

la idea de descubrir algo nuevo, de conocer nuevos animales, de volar junto a otros insectos, de ver la luna reflejada en eso que su libro llamaba “el mar” y, quizás, con un poco de suerte, de posarse en el dedo de algún ser humano.


Josefina sintió el latido fuerte de su corazón, agitó sus alas con ímpetu, respiró hondo y bajó por la ladera. En rasante vuelo sus patitas tocaban los granitos de arena húmeda y grumosa. Un rayo de sol le atravesó las alas y éstas se encendieron de luminosos colores.

Nuestra mariposa intuía que el mar estaba muy cerca y se apresuró en ir a buscarlo



Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que apenas tuvo tiempo de divisar una enorme torre de acero que se levantaba allí, en pleno desierto. De no haberla esquivado, Josefina habría dejado en ella media ala. El susto fue enorme. La torre era grande pero, sin embargo, se veía pequeña en medio de otras estructuras que se alzaban también allí y que

hacían parte de lo que en su libro se llamaba “fábrica”. Esto, en realidad, aunque no era exactamente aquello que Josefina esperaba encontrar lo


Miró a su alrededor y si bien la fábrica no le dejaba divisar plenamente el horizonte, ella

sabía que debía haber

algo más: el mar y algo más. Su madre le había contado historias muy bonitas sobre esta parte del mundo de los otros.


Esquivó las estructuras metálicas y buscó

ese algo más que rondaba por allí y que en breve saldría al descubierto.


El desierto era extenso y sus matices amarronados ejercían un encanto singular. Josefina se sintió feliz. Feliz de saberse libre, sola en su propia aventura. Estaba así, gozando de sí misma cuando un ventarrón le arrebató la tranquilidad y la empujó hacia un campo abierto en el que surgía una especie de ciudad de adobe. ¡Aquí está!, se dijo Josefina. ¡Esta

¡Esta es Pachacamac!

es!


Sus ojos se iluminaron de ese color tierra antigua que domina el gran complejo ceremonial incaico. El

sol es allí el rey hacedor

de todas las cosas. Josefina había escuchado muchas

historias sobre Pachacamac pero jamás pensó que su esplendor fuera mucho más potente de lo que ella hubiera podido imaginar.




Se llenó de orgullo al pensar que estaba ahí, en uno de los sitios arqueológicos más grandes e importantes del Perú. En Pachacamac los Lima, los Wari, los Ychsma y los Incas se desarrollaron progresivamente y dejaron huellas profundas de sus respectivas culturas y estilos de vida. Los palacios, los templos, las plazas, las tumbas y la arquitectura funeraria daban testimonio de ello. Aquí, pensó Josefina, el mito, la magia y el encanto de lo prehispánico se funden en un paraje sin igual. Aspiró la brisa mojada que le refrescó las alitas. Vio en ella el ancho mar y se sintió feliz.



- ¿Esto es lo que querías ver? – le preguntó su mamá. Josefina se sobresaltó y se llenó de asombro al constatar que su madre estaba allí, a su lado, atónica ante tanta majestuosidad. - ¿Qué haces aquí, mamá? –le preguntó. - Nada, querida. Observo, al igual que tú. ¿De verdad creías que podía yo dejarte sola en esta aventura tan preciosa y perderme la oportunidad de volver a ver esto que a tu misma edad me cautivó a mí también?



Josefina sonrió, cerró sus ojos, posó sus alitas junto a las de su madre sin comprender cómo no se había dado cuenta de que ella había estado a su lado todo este tiempo. Iba a desperezarse de eso que hasta ahora le había parecido un sueño cuando sintió bajo sus patitas una piel suave que la recibía con sumo cuidado. Alzó los ojos y se encontró con los de una niña tan hermosa como ella. Su

corazón volvió a latir con fuerza cuando la pequeña le sonrió contenta y la levantó hacia el cielo empujándola a retomar su vuelo.


Es hora de volver a casa, pensรณ Josefina.


Sobrevoló Pachacamac y tomó el rumbo hacia el valle. Su madre le acompañaba en esto que ahora se traducía en un retorno feliz hacia el hogar que la había visto crecer y madurar, hacia el valle de las mariposas al que, si algún día quieres visitar a Josefina, puedes llegar pasando las Lomas del Lúcumo.





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