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EN BUSCA DE PELUDO
Por Cecilia Sada
Mi perro, Peludo, se había ido. Ya lo había buscado por todas partes y no estaba. Si no lo encontraba, yo tendría muy serios problemas.
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Mi tío Patrick había sido claro: —Phillip, debes cuidar al cachorro. Es tu único encargo. Si algo le pasa, te vas a la granja. Ya estoy harto de ti y del caos que trajiste. ¿Caos? No entiendo cómo podía acusar a un niño de seis años de generar caos. Yo solo llevaba seis meses en el castillo.
Tal vez pensaba en el día que se cayó la armadura. Rodó por todos los escalones, pero no fue mi culpa. ¿A quién se le ocurre dejar una armadura tan cerca de la escalera? Cualquiera pudo haberse tropezado. A mí me tocó por mala suerte.
O quizá se refería al día en que el gato casi se come a las gallinas. Había nevado y el pobre Miau temblaba de frío junto al gallinero. Yo sabía que adentro estaría calientito, así que lo metí ahí y luego me fui a jugar con mi arco. ¿No habrías hecho tú lo mismo?
Una hora después, oí el grito de mi tío, furioso. Al acercarme, vi que tenía a Miau en los brazos. El gato estaba todo cubierto de plumas blancas. ¿Quién hubiera pensado que los gatos se comen a las gallinas?
Lo bueno es que mi tío había llegado justo a tiempo. Las gallinas solo se habían llevado un fuerte susto y habían perdido un par de plumas.
En ninguno de los casos había sido mi culpa. Tampoco cuando se inundó el castillo, se quemó la ropa de mi primo Mathias o se oxidó su espada. En fin, no entendía por qué mi tío creía que yo era un caos, pero si no hallaba a Peludo, regresaría a casa, a la granja, y se acabaría mi sueño de ser caballero.
Desde la mañana, me preguntaba dónde se había escondido mi perro. La idea de que escapara al bosque me daba terror.
Primero, busqué por todo el castillo. Busqué en la cocina, en la sala y en la alacena. Peludo no estaba ahí. Bajé al sótano, a la armería y a la bodega, pero tampoco lo encontré.
Recorrí los establos y el gallinero. Ahí sí había muchos animales, pero no mi Peludo.
Empecé a preguntar si alguien lo había visto salir del castillo. Los cocineros dijeron que no. Los sirvientes contestaron que tampoco. El herrero, enojado porque lo había interrumpido, me gritó que no. Todos los caballeros dijeron lo mismo, menos uno.
En la torre más alta del castillo siempre hay un guardia. Es el caballero con la mejor vista. Él me dijo que sí. —A medianoche, mientras vigilaba, algo cruzó el puente levadizo —explicó el caballero—. Estaba muy oscuro para verlo bien, pero pudo ser tu perro.
Al oír esas palabras, casi me desmayé: ¡Peludo había entrado al bosque! Y este no es un bosque cualquiera. Es un bosque encantado.
Yo nunca había visto nada extraño, pero mi tío me había contado que ahí viven magos. Me dijo que en las noches había visto duendes y oído el rugido de uno o dos dragones.
No podía dejar ahí a mi perrito, pero, ¿qué podía hacer un niño de seis años?
Si le hubiera dicho a mi tío, me habría regresado a la granja.
Si les hubiera contado a los soldados o a mi primo, me habrían acusado con mi tío y me habría regresado a granja.
Si les hubiera contado a los cocineros, les habrían dicho a los soldados, quienes me habrían acusado con mi tío y me habría regresado a la granja. ¡No podía hablar con nadie! Pero no podía abandonar a Peludo. Él era mi responsabilidad.
Me daba miedo ir al bosque, pero tenía que ser valiente.
Tenía que demostrar por qué quería ser un caballero.
Mi primera misión fue conseguir un arma. Uno no puede ir al bosque como si fuera de paseo por el pueblo: debe ir preparado, o tan preparado como se puede cuando tienes seis años.
No podía llevarme la espada de mi primo o de un soldado. Si me descubrían, tenía asegurado el regreso a la granja y un castigo terrible.
Mi mejor opción, decidí, era la espada de madera y el escudo con el que entrenaba. El escudo era sólido y la punta de la espada estaba afilada.
Después de la comida, fui a la bodega, tomé una antorcha y la escondí bajo mi ropa; luego, visité la armería. Ahí, cogí mi equipo y salí al patio del castillo. A todos los que me preguntaban, les decía que iba a entrenar.
Y así lo hice, al menos unos minutos. Pero a la hora de la siesta, cuando casi todos en el castillo descansaban, puse en práctica mi plan.
Sin que nadie me viera, me acerqué a una esquina del castillo. En el piso, había una pequeña puerta cerrada con un gran pasador. Era la entrada a un túnel que permitía escapar del lugar sin ser visto. Mi primo Mathias me la había enseñado.
Con mucho esfuerzo, abrí la puerta y me deslicé por las escaleras. No había acabado de bajar cuando la puerta se cerró detrás de mí con un fuerte ruido.
Todo quedó oscuro, no veía ni oía nada, solo el latido de mi corazón. Mis manos me temblaban, pero logré sacar la antorcha y encenderla.
La luz me dio un poco de alegría, al menos hasta que miré a mi alrededor. El túnel era poco más alto y ancho que yo, pero estaba cubierto de telarañas. Eran las telarañas más grandes y viscosas que haya visto.
Miré a la puerta, no había forma de salir por ahí. Tenía que avanzar y buscar la salida del otro lado.
Cerré los ojos y recordé las palabras de mi primo: “Si alguna vez te atreves a entrar ahí, debes caminar derecho y dejar pasar dos túneles que aparecerán a tus lados. En el tercero, da vuelta a la izquierda”.
Empecé a avanzar, el piso estaba resbaloso y tenía que usar mi espada para limpiar las telarañas. Caminé y caminé, siguiendo las instrucciones de mi primo.
Todo iba bien hasta que llegué a la esquina donde debía dar vuelta. ¡Estaba toda cubierta de una telaraña enorme! Solo de mirarla me daba asco. Además, sentía terror al pensar en qué animal la había hecho.
Traté de separarla con el escudo, pero éste se quedó pegado. Tuve que jalar y jalar para soltarlo.
Traté con la espada, pero esta rebotaba en los hilos. Traté hasta dándole patadas, pero no se movía.
Me senté a pensar y volteé a ver mi antorcha, no faltaba mucho para que se apagara. De repente, supe qué hacer. Me levanté; acerqué la antorcha a una esquina de la telaraña y esta empezó a quemarse poco a poco, hasta soltarse del muro.
Así, quemé todas las orillas, hasta que pude arrastrarme por un huequito. Sentí un gran alivio. La salida debía estar cerca. ¿Cuánto había pasado desde que había entrado al túnel? No lo sabía, pero tenía que apresurarme si quería entrar al bosque y hallar a Peludo antes de que anocheciera, y ése era mi plan.
No tuve que caminar mucho para ver una escalera. ¡Debía ser la salida!
Me acerqué con cuidado, pues el piso estaba mojado y más resbaloso que en cualquier otra parte.
Subí lentamente cada escalón, con cuidado de no caer, hasta que topé con el techo. Era de piedra y aunque traté de moverlo con todas mis fuerzas, no pude.
Si no hallaba cómo abrirlo, estaría atrapado. Cerré mis ojos y traté de recordar si mi primo había dicho algo sobre la salida. Pensé y pensé, pero no encontré nada.
La antorcha ya casi se apagaba. Apenas iluminaba a mi alrededor. Pronto, estaría a oscuras.
Bajé los escalones, mirando con mucho cuidado en todas las direcciones. Al llegar al piso del túnel, algo en una esquina llamó mi atención: era una palanca.
Corrí a ella, pero me caí, y al golpear el piso, la antorcha se apagó por completo.
Envuelto en oscuridad y a gatas, llegué a la palanca. Estaba muy dura, pero la jalé y jalé hasta que logré desplazarla con mis propias manos.
Un fuerte ruido se oyó arriba de mí y un rayo de luz entró al túnel. Un tramo del techo había desaparecido.
Iluminado con la luz del día, logré subir los escalones y salir del túnel. Atrás de mí, a lo lejos, vi el castillo, adelante estaba el bosque encantado.
Di dos pasos y la salida del túnel volvió a cerrarse. Donde había estado la puerta, ahora solo se veía pasto.
Respiré profundo y avancé hacia el bosque. Según yo, me quedaban unas cuatro horas de luz del día. Debía aprovecharlas.
Avancé con cuidado, por un pequeño camino que se abría en medio de los árboles, pues lo menos que quería era perderme en el bosque. Chiflaba y llamaba a Peludo. Obvio, no quería que me escuchara ningún mago o duende, y mucho menos un dragón, pero si no gritaba, ¿cómo iba a encontrar a mi cachorro?
Caminé y caminé, llamé y llamé. Cuando las piernas ya me empezaban a doler de tanto caminar, oí un ladrido a lo lejos. No se trataba de un ladrido cualquiera, ¡era el de mi Peludo!
El sonido venía justo de adelante de mí, así que eché a correr. Con cada paso que daba, el ladrido era más fuerte.
De repente, entré a una zona sin árboles, con un pequeño río y una gran cueva al fondo. Los ladridos salían justo de ahí.
Me detuve a descansar y me acerqué lentamente a la cueva con la espada y el escudo listos. Cualquiera sabe que en este tipo de cuervas viven osos, duendes, arañas gigantes y, claro, lo peor de todo: dragones.
Sin hacer ruido, o eso creía yo, entré en la cueva. Para mi sorpresa, no estaba totalmente a oscuras. En las paredes había cientos de luciérnagas gigantes que emitían una débil luz.
De Peludo no veía ni rastro, pero lo oía, ahora tan cerca, que debía encontrarlo pronto. Seguí avanzando por la cueva que además daba vueltas, a veces a la derecha, a veces a la izquierda.
Finalmente, tras doblar en una esquina, llegué a una gran caverna y ahí, en el fondo, estaba Peludo.
Al verme empezó a mover su cola y a ladrar con alegría, pero no se acercaba a mí. Yo no entendía qué pasaba, pues no veía nada que lo detuviera: la caverna parecía vacía.
Mientras repetía su nombre, comencé a acercarme al perrito. Me faltaban dos pasos para alcanzarlo cuando me estrellé contra algo y caí. ¡Qué sorpresa tuve al levantarme!
Entre Peludo y yo había una jaula de piedra y, a mi izquierda, me miraba un gran dragón. Era enorme, del tamaño de unos diez elefantes. Su piel era gris, sus ojos eran azules y tenía una gran barba blanca.
Al principio, no entendía cómo no lo había visto, pero entonces, lo recordé. Los dragones saben magia. Seguro había usado un hechizo de invisibilidad para ocultarse tanto él como la jaula. ¿Por qué no me había quedado en el castillo?, me preguntaba, mientras el dragón me acercaba su gran nariz.
Cerré los ojos y esperé lo peor. Esperé y esperé, pero nada pasó. Lentamente abrí un ojo y vi una sonrisa en la cara del dragón. —Hace muchos, muchos años que no como personas — explicó el dragón, mientras se reía—. Verás, yo ya soy anciano y me duele el estómago si los devoro. A veces como algún perro, gato o conejo, pero solo si tengo mucha, mucha hambre —añadió, mientras caía saliva de su boca—. Ahora, prefiero los hongos gigantes y algunas plantas.
No podía creer mi suerte. Me había encontrado con un dragón y no iba a morir. —Pero entonces, ¿por qué tienes a mi Peludo encerrado? —pregunté, con voz temblorosa. —Tengo una pata lastimada y no puedo ir al bosque a buscar otro tipo de comida. Llevo tres días sin comer, y hoy, tu perro será mi cena.
Había hecho tanto para encontrar a Peludo, que ahora no lo iba a abandonar. —Si quieres, yo puedo traerte algo —le dije al dragón, mientras acariciaba a Peludo por entre los barrotes. —¿En verdad lo harías? —preguntó acercando su nariz hacia mí—. Si traes mi comida preferida, dejaré que los dos se vayan, pero solo tienes dos horas.
Después, describió su platillo favorito: un tipo de lechuga gigante, con las hojas azules y las puntas rojas. La planta creía junto al río que había visto antes de entrar a la cueva. —Vete ya y apúrate, si es que quieres salvar a tu mascota— expresó el dragón antes de acostarse y cerrar los ojos—. Recuerda, hojas azules.
Tan rápido como pude, salí de la cueva. Cuando llegué al río, me di cuenta de que estaba temblando. Nunca quería volver a ver a un dragón. Nunca, nunca en mi vida.
Pensé en regresar al castillo. Ahí estaría seguro. Si me apuraba, llegaría antes de que anocheciera.
Empecé a correr lejos de la cueva, pero pronto me detuve. No podía dejar que Peludo fuera la cena del dragón. Él era mi responsabilidad. Él era mi mascota y mi amigo.
Regresé a la orilla del río y comencé a buscar la lechuga gigante. Veía plantas rosas, verdes y amarillas, pero ninguna azul con rojo.
Caminé por un lado del río durante varios minutos, pero no hallé nada. Crucé por una zona poco profunda y empecé a buscar del otro lado.
De repente, la vi. Una lechuga gigante con hojas rojas y puntas azules. Saqué mi espada y, con el filo, corté sus raíces.
La planta era muy ligera. La levanté sobre mi cabeza y regresé corriendo a la cueva. Estaba feliz de haber cumplido mi misión.
Entré en la caverna y puse la lechuga junto a las patas del dragón. Él no parecía tan contento como yo. De su nariz, salía humo, y en el fondo de su garganta pude ver fuego.
Traté de correr, pero mis pies parecían pegados al suelo. —¡Te dije hojas azules y puntas rojas! —gritó el dragón—. ¡No hojas rojas con puntas azules! —Pero, pero si son casi iguales —susurré, cada vez más asustado—. Si cierras los ojos y la comes, estoy seguro de que te sabrá igual. Solo debes imaginarlo. —Que me lo imagine no significa que la planta cambie. Esto que trajiste es una planta venenosa —expresó el dragón, sacando cada vez más humo por su nariz. —Dame otra oportunidad —le rogué. —Si no vuelves en media hora, me comeré a tu perro de un bocado —exclamó y luego lanzó una llamarada al techo.
Salí corriendo de la cueva, crucé el río y busqué la nueva planta. Miraba por todas partes, pero no la hallaba. Sabía que el tiempo de Peludo se acababa.
Desde la cueva, me llegaban los rugidos del dragón, quien sonaba cada vez más enojado. No sé cuánto corrí, hasta que por fin la vi. Era una planta circular gigante, casi de mi altura. Las hojas eran azules al igual que el cielo y las puntas rojas.
La corté con la espada y traté de levantarla. Mi sorpresa fue que era muy ligera, tan ligera, que podía cargarla con facilidad.
Tan rápido como pude, volví a la cueva. Cuando estaba entrando, vi una gran llamarada al fondo, en la caverna. ¡Oh no, quizá ya era demasiado tarde.
Entré con cuidado, pues no quería ser chamuscado. ¡Cuál fue mi sorpresa al ver a mi Peludo libre y una pequeña fogata en el fondo!
Sin decir una palabra, el dragón tomó la planta gigante y la puso sobre el fuego. Mientras se cocinaba, me volteó a ver con una mirada fulminante, y resopló. —Cumpliste con tu misión, ahora cumpliré con mi promesa —exclamó—. Ya se pueden ir.
Llamé a Peludo y salimos corriendo de la cueva. Afuera ya estaba oscuro, pero logré encontrar el camino de regreso al castillo con mi familia y conocidos. ¿Qué puedo contarles de mi llegada? Todos estaban furiosos, pues llevaban horas buscándome: mi tío, mi primo, los cocineros, los soldados.
El castigo fue el peor de mi vida, pero bueno, no me regresaron a la granja. Y en cuanto a Peludo, nunca más volvió a escaparse. Creo que aprendió su lección.