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MIGAJAS DE PAN

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EN BUSCA DE PELUDO

EN BUSCA DE PELUDO

Por Rosalía Quintanar Basurto

*Para, mi abuelo, José Luis

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Estaba en mi habitación, era la cuarta o quinta vez que me movía para ver la hora en el reloj: 2:10 horas, decía en esa ocasión. Fastidiada, y con el corazón nervioso, me senté en la cama para tomar aire y, cerrando los ojos fuertemente, recé nuevamente. —Dios mío, haz lo que sea tu voluntad —dejé el aire ir y abrí mis ojos. Observé mi habitación mientras en mi cabeza pasaban flashazos de mi día anterior, todos en completo desorden, peleándose mutuamente por mantener su protagonismo, de manera que se encimaban unos con otros.

Su único objetivo era recordarme a una sola persona. Justo cuando por fin comenzaba a sentirme adormilada, escuché unas pisadas en el pasillo. Era obvio a qué venían, si fuera una buena noticia me hubiera enterado hasta la mañana siguiente cuando me tocara visitarlo. Claramente ya no sería así, porque los pasos se detuvieron afuera de mi puerta y, al abrirse, dejó ver la silueta de mi hermano. —¿Qué paso? —Mis padres acaban de llamar —dijo seriamente. —¿Y que dijeron? —pregunté aunque ya sabía la respuesta. —Acaba de fallecer, vendrán al rato y nos dirán dónde velarlo —y se fue cerrando la puerta suavemente.

Enterarse de la muerte de alguien es muy extraño, especialmente por las reacciones que tendrás; puedes romper en llanto desgarradoramente, comenzar a temblar e irte a un lugar donde nadie te vea a llorar, tomar incluso la decisión de estar calmado y ahogar tus sentimientos para después. O hacer lo que yo hice: dormir. Recibí una descarga emocional potente y eso me quitó todas las energías del cuerpo para, finalmente, darme el descanso que no lograba conseguir desde hacía varias horas.

El personaje que pasó a otra vida ese bonito día era un roble de 84 años de edad, un hombre bastante ingenioso y robusto, que al alzar sus brazos te acogía cálidamente ofreciendo refugio y comprensión, aunque de vez en cuando el viento no le favorecía en el habla, sabías con una sola mirada lo que necesitaba, además de ser bastante juguetón y carismático. Se enorgullecía de haberle ofrecido tanto amor y unidad a sus tres hijos y únicos cuatro nietos, de los cuales yo era la más parecida a su difunta esposa de hace ya cinco años. Sabía que todo mundo lo amaba y nadie se lo dejaba olvidar dentro de sus cuatro paredes. Solo tenía una debilidad y no la veías en el exterior, porque su pequeño desastre estaba escondido entre sus pulmones… jamás supo que estaba ahí.

Después de varias horas de sueño escuché ruidos en mi sala y, al bajar, vi a mis hermanos, tíos y mamá moviendo cosas y despejando la sala. Confusa, me acerqué a mi madre para que me explicara tanto movimiento, y contestó que papá había decidido velarlo en nuestra casa, en el único lugar donde yo pensaba estar más cerca de sus memorias más bellas en vida… ahora también tendría los recuerdos de su inmovilidad y completa ausencia. Me

regresé a las escaleras para tomar aire, quería a toda costa ignorar por completo la realidad, pero tenía que ser fuerte, habría tiempo para llorar después pero en ese momento no era lo indicado. Así que recobrando la compostura me pregunté lo que faltaba por hacer en la sala.

Lo pasamos todos en silencio, preguntando ocasionalmente dónde acomodar aquella u otra cosa, moviendo sillones y desconectando cables. Dentro de todo nuestro movimiento me encontré finalmente a mi padre, que estaba en el patio. Nos vimos de frente, deteniéndonos a unos pies de distancia y nuestras miradas se cruzaron. Ese momento se quedará congelado en mi memoria, porque comprendí la importancia de las miradas y la carga emotiva que conllevan; viéndolo, sentí el dolor que le causaba a mi padre haber perdido al suyo. A ese árbol que le gustaba reírse de sus chistes malos, lo preocupado que siempre estuvo de que mi papá consiguiera un empleo y, sobre todo, el amor infinito que le tuvo a su hijo menor. Creo que él vio algo similar en mi mirada, pero sin decirnos una palabra nos abrazamos y dejé que sus lágrimas fluyeran. Me hizo darme cuenta que mi papá y mi familia era de lo más preciado que tenía.

Pasaron dos horas y nos dieron las 11:00, fue cuando recordamos que ninguno había desayunado, y por más triste que uno se sienta, es sumamente importante no dejar de comer. Nos sentamos a la mesa y recibimos a la primera visita, una tía que amablemente nos trajo bolillos y ayudó a preparar el desayuno. Me sentaron frente al pan y lo observaba con sumo cuidado y melancolía. —Hija, te trajeron bolillos, ¿no quieres uno? —preguntó mi mamá con un ligero tono de emoción.

Seguí mirando y por un momento se paralizó todo a mi alrededor, cómicamente, solo existíamos esa bolsa y yo. Poca gente sabe lo que significan para mí los bolillos y, sí, por muy absurdo que suene, tienen un significado. Desvié la mirada hacia mi mamá, ella también había llorado mucho, su suegro fue una bella figura que realmente la tranquilizaba y le decía que todo estaría bien; le daba esperanza y, sobre todo, la inspiraba. Mi abuelo se sentía asombrado por el trabajo duro de mi mamá y agradecía el amor que le daba ella a mi padre. Le agradecí la invitación, pero me concentré en mi plato e ignoré lo que estaba frente a mí.

Las horas pasaban y los familiares y vecinos comenzaron a llegar, pero el único que faltaba era mi abuelo, y le

guardábamos su lugar en la sala: un hueco enorme que jamás pensé ver en mi casa, con la mesa del comedor acomodada en un rincón y la cocina empezando a llenarse de comida como muy pocas veces recordaba. Siempre nos hemos caracterizado por ser buenos anfitriones, pero en esa ocasión a todos se nos dificultaba concentrarnos, y la gente amablemente nos atendía y apoyaba en nuestra propia casa. Los principales animadores fueron mis primos y mi tía, hermana de mi mamá, que llegaron y en silencio nos abrazaron; sin embargo, agradeceré infinitamente su buen humor y sarcasmo, que me desconectaba por unos minutos de la horrorosa verdad.

Nos ayudaron a acomodar sillas en el patio y a recibir a los que fueran llegando y, aunque siempre era un placer platicar con ellos, tenía mis momentos especiales de silencios para prepararme mentalmente cuando aquella caja trajera al hombre de honor. Nunca pude estar lista para cuando llegó.

La carroza fúnebre tocó a nuestra puerta y la abrimos de par en par para que los empleados de la funeraria entraran. Hicieron firmar unos papeles a mi madre y entre cuatro hombres vestidos elegantemente de negro, bajaron y cargaron cuidadosamente un ataúd café oscuro; las barras y adornos dorados lo recorrían, y por las expresiones de los hombres, mi abuelo parecía pesarles mucho. “Su padre tenía la espalda muy ancha”, le dijeron a mi papá antes de dejarlo en la sala. Todos permanecieron en silencio y yo solo pude observar alejada, desde el patio, incapaz de moverme y de respirar. Veía a los vecinos sostener la respiración, ¿por qué parecían sufrir tanto como yo? Nunca lo conocieron como nosotros, sus nietos e hijos. Los hombres de negro se retiraron y alzaron la tapa para ver finalmente al roble dentro de esa caja que le quedaba chica. Recuerdo haber caminado lentamente hacia él, porque para mí, mi abuelo seguía estando ahí, aunque solo fuera el cascarón de todo lo que una vez fue en vida. Me coloqué a lado y, de puntitas, lo aprecié con sorpresa. Mi abuelo sonreía.

Honestamente no sabía lo que esperaba encontrar. En otras ocasiones los muertos que había visto siempre estaban pálidos y de cara larga, pero mi abuelo literalmente sonreía; su pelo apenas canoso para su edad parecía tener la misma vida de todos los días; su rostro lucía rosado y sus párpados blancos, exactamente iguales a como los tenía desde que tengo memoria. Parecía dormido, profundamente dormido y en paz. En mi cabeza podía gritarle con mucha fuerza: “Abuelo, abuelito ¡levántate!”. Llegué a creer que me habían engañado y él no se había ido, pero luego vi sus manos y caí en una inmensa depresión. Estaban blancas, inertes y tenían las venas negras. Era curioso, su rostro deslumbraba pero sus manos lo delataban. Entonces entendí que, efectivamente, estaba muerto.

Mis hermanos pasaron a verlo y se retiraron al patio a llorar en silencio mientras mis padres y mis tíos estaban en su turno de presenciarlo. Me dirigí a la cocina, como atraída por alguna clase de fuerza magnética que le decía a

mis pies a dónde debían dirigirse. Y al llegar encontré la bolsa de bolillos, aquellos que rechacé esa mañana. Tomé finalmente uno y, disfrutando de su textura, caminé al patio y me senté en una silla. El pan estaba en mis manos y solo observaba su color, pequeño tamaño y olor, el cual llegaba a mi nariz por encima de las flores que le habían traído a mi abuelo. Poca gente sabe lo que significan para mí los bolillos. Cuando iban a recogerme a la escuela, mi abuelo cargaba una bolsa con el mejor bolillo que se encontrara para mí. Todos los fines de semana compraba una docena y cuando no me veía a la vista guardaba sigilosamente el último que quedara y me lo daba después. Me los traía, porque, cuando no le salían las palabras, mostraba su cariño con esa porción de trigo y yo me lo comía feliz. Ése era nuestro símbolo, y cuando entendí que ahora alguien más tendría que traerme pan y no sería él, por fin rompí en llanto en la silla mientras me comía el crujiente alimento. Ni los familiares, ni la ropa de negro o el ambiente lúgubre me habían hecho desbordar ese día, fue un pedazo de pan, y mientras las migajas caían de mi boca, parecían traerme recuerdos del gran hombre que recordaría eternamente.

Terminé de comer y me paré para volver a presenciarlo a él, que se preocupó hasta el último instante por su familia, que procuró darnos todo aunque él llegará a quedarse sin nada, pero sabía que eso era imposible, porque tenía amor, uno bastante puro de todas y cada una de las personas que pasaron por su camino y se quedaron maravillados por las grandezas que había conseguido; los primeros éramos su familia. Lo miré y me prometí a mí misma que jamás lo decepcionaría. —Te quiero mucho. —Lo sé, abuelito —le contesté en mi cabeza y sonreí.

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