II Feria del Libro Independiente. Catálogo.

Page 1

Yo nací el 11 de febrero de 1934 y mi primera aproximación al fenómeno de la representación fue desde muy pequeño, a los ocho o nueve años de edad. Con un primo y una prima armábamos pequeñas obras para las que no necesitábamos público. Éramos actores y público al mismo tiempo. La información nos venía de textos como El corsario negro o Sandokan de Salgari, o de algunos personajes de Julio Verne, o de cosas que veíamos en el cine. Estoy hablando de la época de la Segunda Guerra Mundial y mis primos y yo éramos de los pocos aliadófilos que había en Guadalajara, pues la mayoría eran pro nazis, pro japoneses o pro italianos. Veíamos las películas de propaganda de los Estados Unidos, aquéllas en las que Errol Flynn mataba de un solo golpe a setecientos japoneses o Tyrone Power liquidaba a la flota nipona o hacía pedazos a Hitler y a todo el ejército nazi. Nosotros representábamos los papeles de los soldados de la infantería de Marina de los Estados Unidos y peleábamos contra los nazis y contra los japoneses, y me acuerdo que generalmente había un papel para mi prima, un papel femenino por supuesto: ella era la que se llevaba al héroe al final de la contienda. Ésta fue mi primera idea del teatro hacia 1942, plena época de la guerra, en una Guadalajara donde no había grupos de teatro y la vida cultural tenía una sequedad casi tan grave como la actual. Pero acaso deba viajar más atrás, a mi natal Lagos de Moreno, para encontrar los orígenes. Como no había televisión y la radio se la apropiaban los adultos, los juegos en aquella época eran nuestro único entretenimiento. Entonces, cuando nos reuníamos todos los amigos y los primos en la plaza de Lagos de Moreno, jugábamos. Hay un libro hermosísimo de Agustín Yáñez que se llama Flor de juegos antiguos. Yo me acuerdo muchísimo de uno en donde te arrodillabas frente a la muchachita que más te gustaba y le decías: “me arrodillo a los pies de mi amante, me arrodillo galante y constante”, y si ella te daba la mano y te levantaba, ya te podías perder con ella por las calles oscuras del pueblo. Pero había otros juegos más ingenuos, por supuesto, y eran juegos rituales: las escondidas, Doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata, los encantados, y todo esto llegaba a enervarnos realmente. No hay cosa más seria que un niño jugando, es algo más serio que cuando los adultos se toman en serio, porque el niño tiene su capacidad crítica pura, limpia, y tiene esa ingenuidad y ese candor que le permite descubrir el mundo en cada minuto. Entonces, si hay algo serio es un niño jugando, y nosotros jugábamos. También había juegos que tenían que ver con la guerra cristera, en donde se terminaba con gritos de “¡Viva Cristo Rey!”, por ejemplo. Todavía estaba muy cercana la Cristiada y las heridas aún escocían. Los juegos eran generalmente en la tarde-noche porque teníamos que retirarnos temprano. Recuerdo que a la hora en que se daba la bendición en la parroquia toda la gente se ponía de rodillas en la calle y en la plaza para recibirla. Ésa era ya la primera llamada para regresar a casa –había que estar guardados hacia las ocho y media, o a las nueve, a lo más. A esas horas ya se había merendado. En aquella época no se cenaba, se merendaba pan con leche o pan y café con leche tras haber corrido de manera infatigable en los juegos y con la cabeza puesta en noviazgos infantiles absolutamente candorosos que, gracias al cine, empezaron a perder su candor, por fortuna, pues ahí aprendimos a besar. Para mí la pantalla fue mi educadora sentimental, me enseñó a hablar, a decirles a las muchachas “te amo, te quiero” y a darles besitos y después besotes. Todo eso se aprendía en el cine, pues en mi época fue importantísimo tanto el cine de Hollywood como el mexicano, el argentino o lo poco que llegaba de Europa que, por lo general, era cine prohibido, películas como La torre de Nesle, por ejemplo, que era terrible porque había una orgía y aparecían unos cuatro o seis desnudos, y luego llegaron películas con títulos perturbadores: Cómo se bañan las damas y otra que se llamaba Cómo nacen los niños, terminantemente prohibidas. De hecho, había una clasificación que hacía la parroquia todos los días: a era buena para todos, b era buena para todos con reservas, b1 para adolescentes y adultos, b2 con graves reservas, b3 mucho cuidado, c1 absolutamente prohibida, c2 prohibidísima y c3 con pena de excomunión. La torre de Nesle y también Cómo se bañan las damas caían en la clasificación c3, aunque eso yo ya lo sabía porque me asomaba por el ojo de la cerradura del baño a ver a una tía que tenía un culo muy gordo que a mí me llamaba mucho la atención, igual que a López Velarde le atraía el prestigio de almidón de su prima Águeda. Como se habrán dado cuenta, yo era menos lírico que López Velarde: el culo de mi tía realmente llamaba mucho mi atención, así que apenas sabía que se iba a bañar, me esperaba y me asomaba por el ojo de la cerradura y ya ella se quitaba la ropa y, de pronto, llegaba el momento en que aparecía en todo su esplendor –ése fue un tema de masturbación muy importante. A mí me atrapó el cine de Hollywood: mi gran amor fue Greta Garbo, un amor juvenil, amor de adolescencia. Shirley Temple también lo fue. Entre los actores, mi héroe era Gary Cooper, y me gustaba mucho una película de Lubitsch que se llama To be or not to be, una de las grandes comedias de la historia del cine, con Jack Benny, que hacía el papel del actor polaco Joseph Tura. Sin embargo, creo mi gran pasión fueron El Gordo y el Flaco, y después Abbott y Costello también, pero sobre todo Laurel y Hardy. El cine mudo también me gustaba. Buster Keaton, muchísimo, y después Chaplin. Mi amor por el cine hollywoodense no obsta para decir que cumplí el rito de ver todas las películas mexicanas de Los tres García, Vuelven los García, de Pedro Infante y de don Fernando Soler, que era “don” Fernando Soler tanto en el teatro como en el cine. Los otros hermanos no lo merecían: Domingo, Julián, Andrés, pero Fernando era don Fernando. También fui, desde muy niño, aficionado al cine italiano. Recuerdo haber visto exactamente diecisiete veces Sciuscià, El limpiabotas, de Vittorio de Sica, y haber llorado invariablemente. Me lo tomaba todo absolutamente en serio, me lo creía todo, y todavía sigo siendo así en el teatro y en el cine; soy el espectador ideal, un imbécil, me las creo todas, por eso no hago crítica de teatro, cuando la hago es porque admiro algo. Solo escribo sobre las cosas que me gustan, sería absolutamente incapaz de escribir sobre algo que no me gustó y, además, generalmente me gusta todo, por eso soy un espectador ideal, sufro con los actores, juego con ellos, me río, me involucro por completo en las situaciones, así que soy un animal teatral y cinematográfico y un espectador al que deberían, por lo menos, pagarle la entrada. Las compañías de México ya iban a la Guadalajara de los años cuarenta. Así que mejor debería decir que mi primera noción de teatro apareció con la compañía de María Tereza Montoya y creo que la primera obra que vi fue La malquerida de don Jacinto Benavente, en un montaje de la Montoya y de su marido, Mondragón, que generalmente dirigía las obras y hacía el papel principal. Era una época en que los primeros actores eran directores y lo hacían, de acuerdo con la tradición francesa. Por ejemplo don Fernando Soler, quien dirigió muchísimas de las obras en las que actuaba. Lo recuerdo en Topaz, entre otras. Pero vamos en orden, pues me impresionó tanto La malquerida que debo haber ido a verla no sé si seis o siete veces al Teatro Degollado. Me lograba colar porque el hijo del guardián del teatro era mi amigo, así que entrábamos subrepticiamente y yo veía y veía todo aquello, y me fascinaba sobre todo el momento en que se apagaban las luces del teatro y se prendían las del escenario. Simplemente era el paso de una vida a otra y yo no sabía distinguir cuál de las dos era la verdadera. Por eso, cuando fundé los Cómicos de la Legua en Querétaro hicimos un lema que decíamos al empezar y al terminar las funciones, que dice así: “y aquí, ilustre Senado, termina el teatro y comienza la vida”. y al terminar la representación decíamos: “y aquí, ilustre Senado, termina la vida y empieza el teatro”. Debo haber tenido unos once o doce años cuando me colé a ver La malquerida completamente solo. Después vi obras de los Álvarez Quintero. También recuerdo haber visto en el Teatro Degollado a la compañía de Fernando Mendoza –no de don Fernando Mendoza, el esposo de doña María Guerrero, la del gran teatro grandilocuente español. El otro también merecía el “don”, pero éste solo era Fernando Mendoza, acaso descendiente de aquél. Hizo una de las primeras obras que me impresionaron: Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo. Recuerdo también que fui a ver las obras de la carpa Tayita. Lodo y armiño, por ejemplo, fue una obra que me impresionó mucho. Y la zarzuela, claro, porque llegaba a Guadalajara la compañía de Pepita Embil y Plácido Domingo, entonces como tenía ya la fascinación por el teatro iba a todas las funciones viniera lo que viniera, zarzuela u opereta. Me acuerdo que iba con mi abuela a ver Luisa Fernanda, La Verbena de la Paloma, Molinos de viento, operetas como El conde de Luxemburgo, La viuda alegre y muchas otras. Las obras podían tener doble sentido pero los espectadores no lo captábamos; todo era muy ingenuo, candoroso, hasta que un día, debo de haber tenido unos trece o catorce años, me dijo mi amigo, el hijo del guardián del teatro, una especie de jefe de conserjes del Teatro Degollado: “oye, ¿no te interesa salir en el coro?”. Pues si yo no canto bien”, le contesté. Y que me va diciendo: “no, tú abres la boca nada más y haces como si estuvieras cantando”. Así que salí en el coro con Pepita Embil y Plácido Domingo en El conde de Luxemburgo. Fue la primera vez que sentí las luces encima. La iluminación era a base de candilejas y diablas. Tenían dos o tres reflectores y el teatro ya había logrado tener un “siga-siga” antiquísimo y había resistencias para unos cuantos pocos focos; las resistencias eran botes con agua y una especie de reostato. Todo era muy primitivo y por lo mismo muy fascinante porque tenías que poner en juego toda la imaginación para entrar a otra realidad. Sentir las luces del Degollado era sentir las candilejas, las luminarias, me acuerdo muy bien que todavía eso era lo que se usaba. Mi amigo y yo nos metimos entre el coro de los que abrían la boca sin cantar, vestidos con unos fracs muy elegantes, sintiéndonos parte de un cabaret en París. Para la zarzuela y la opereta había un público absolutamente religioso. Recuerdo que se seguía la vieja tradición: abrían telón en el Degollado, que tenía un polichinela y otro a la italiana, y había una enorme prevista donde estaba la letra de un aria de Luisa Fernanda. Prendían la luz y el público, sin orquesta, se ponía a cantar, “a la sombra de una sombrilla de encaje y seda...”, y todo el mundo cantando, y todos se sabían la letra de memoria y conocían el devenir de las zarzuelas y las operetas.Después llegó mi primera ópera, Rigoletto, con Hugo Avendaño. Era un espléndido barítono y el público lo celebraba. Eran puestas en escena muy sencillas, elementales, y la gente asistía porque era de buen gusto ir a la ópera y porque además era la oportunidad de lucir el traje y el vestido nuevos. Sin embargo, era un público conocedor, se sabía al dedillo las tramas y seguía las canciones con recogimiento, con una veneración verdaderamente impresionante por lo que sucedía en escena. Ése fue el mismo público que iría al cine, pues el cine es otro rito colectivo. Creo que el rito se perdió con la televisión, pues te quedas en casa sentado y desaparece todo el aspecto colectivo y solemne. Cuando se apagan las luces y empieza el león de la Metro a rugir es un momento emocionantísimo. Ahí da inicio un ritual, como en el teatro cuando empieza la vida y termina el teatro, cuando se prenden las luces y una realidad distinta da lugar a la fascinación. El ser humano necesita fascinarse para vivir porque si no cómo le hace. Yo no entiendo a la gente que dice: “yo no voy al teatro”. “¿Cómo es posible?, ¿qué hace usted para sobrevivir?” Es como aquel que te dice: “yo no leo poesía”. ¿Cómo sobrevive usted sin poesía, sin ver una obra de teatro, sin una película? Si estás todo el tiempo metido en los negocios o dando clase de filología románica, necesitas fascinarte y acercarte a las fuentes del misterio, y una de las mejores maneras, notarás que estoy citando a Antonin Artaud, es a través de este acto ritual, casi sacramental, que es el teatro. Yo salí más o menos aprisa de mi natal y estrechísimo Lagos de Moreno. Partir hacia Guadalajara fue ya un avance, y aunque era una ciudad muy conservadora, era mucho mayor que Lagos, por tanto no vivías en el mundo asfixiante de una ciudad pequeña, de aquello que dicen en Jalisco: “pueblo chico, infierno grande”. En Guadalajara más o menos se diluían las conductas y podías, sin enfrentar –yo nunca enfrenté de niño y de adolescente al sistema–, darle la vuelta a las prohibiciones. Ya de joven cambié por completo y creo que el teatro fue un elemento fundamental en mi cambio. Miro a ese joven Hugo Gutiérrez Vega ávido de misterio, haciendo que canta, mirando la vida en escena. No estaba muy seguro de lo que quería ser. Se me abrían tres caminos posibles. Ya había intentado o especulado sobre la posibilidad de ser bombero, piloto de avión y otras cosas por el estilo, pero en ese momento lo que me interesaba –me iba un poco la vida de por medio– era la poesía, el teatro y el periodismo, esas tres cosas que había idealizado por completo. Ese ámbito de luces diferente al cotidiano –en realidad eso es el teatro, una iluminación– me había fascinado hasta el extremo de que llegué a pensar: “ése va a ser mi camino”; pero la poesía se imponía también. Yo leía mucha poesía, empezaba a escribir, ya había escrito algu nas cosas malísimas pero con mucho entusiasmo Siempre me ha gustado más leer que escribir, si somos sinceros. En aquel entonces también probé las mieles de la actuación, pero no es un recuerdo muy agradable porque era una obra pésima en el colegio de los jesuitas: El divino impaciente de Pemán, figúrense, una obra sobre San Francisco Javier y su martirio a manos de horribles japoneses del sogunato en no sé qué parte de una de las islas del Japón. Yo hacía el papel de uno de los hermanos de San Francisco Javier y ahí, de repente, descubrí la diferencia entre el buen y el mal teatro. Por lo menos me sentí muy mal de estar haciendo mal teatro. Tiempo después esa experiencia negativa me dio pie a varias catilinarias que asesté a mis compañeros del Teatro Universitario cuando se entregaban a la televisión. Me acuerdo que a uno de ellos, aun cuando yo entendía que estaba de por medio algún problema económico o la simple necesidad de salir adelante, le pregunté: “¿no te sientes mal de estar haciendo esas porquerías?”. Él me salió con algo muy pragmático, y que me dice: “mira, esto lo hago con la mano izquierda y el teatro serio con la mano derecha, aquello lo hago para sobrevivir”. Orson Welles, por ejemplo, trabajaba en dos o tres películas comerciales para poder después hacer una película suya. Lo entiendo desde el punto de vista financiero pero creo que lo importante es mantener, aunque se hagan telenovelas asquerosas, la lucidez suficiente para darte cuenta de que estás haciendo una porquería. El problema viene cuando muchos compañeros ya no distinguen y no regresan, se quedan allá, y así el teatro ha perdido a gente muy valiosa. Yo no se los reprocho siempre y cuando conserven esa conciencia crítica. Olivier, por ejemplo, siempre hizo buenas cosas. Richardson y Gielgud también, pero vivían en países en donde podían darse ese lujo sin problemas. Con todo y la reprobación familiar, seguí tentado por el camino del teatro desde mi inmaculado jardín provinciano. Yo diría que en general la profesión teatral siempre ha sido muy mal vista. Mi abuela, invariablemente, me decía: “el padre Bracho es un santo, pero su hermano Julio y Andrea Palma son actores”, y lo decía con una enorme preocupación. Son gente de teatro, gente de la farándula o, como decía Cervantes, “de la carátula”, y claro que sí, era mal visto. Sin embargo, las actrices y los actores tienen libertades de las que carece el resto de la humanidad, pagan el precio de ser mal considerados socialmente pero, como el bufón de la corte, se pueden dar el lujo de decirle al rey sus verdades y a todo el mundo también. Entonces esta bufonería, en el mejor sentido de la palabra, otorga una muy buena cantidad de libertades y privilegios a pesar de la condena social, misma que, en buena medida, ha bajado de tono en nuestros días. El rector Soberón, por ejemplo, cuando yo era director de Difusión Cultural de la unam y era actor, llegó a decirme: “yo no entiendo que usted se dedique al teatro”. Yo le repliqué: “pues es que soy actor, señor, es una profesión, y así como usted va a su laboratorio de microbiología y al mismo tiempo es rector, pues yo voy a repre sentar las obras y al mismo tiempo soy director de Difusión Cultural”, y al cabo me dijo: “bueno, Hugo, si no hay más remedio está bien, pero haga usted nada más papeles serios, de acuerdo con la dignidad de su cargo”. “Ya verá usted que sí”, le dije, “el próximo papel es un cardenal”. “Ah, muy bien”, concluyó. Luego hablaré sobre la clase de cardenal que me tocó encarnar en Lástima que sea una puta. Pero regresemos a mis tres caminos que, de pronto, se extravían gracias a una distracción: la política, que es una forma de mal teatro. Tengo dieciocho años y me recuerdo en la Escuela de Derecho, donde la política me sedujo. Yo era del pan, un partido político de oposición en esa época que era el correspondiente a mi clase social y a mi fe religiosa. Piensen que yo pertenecía a una familia muy católica de Jalisco, así que naturalmente hice política en Acción Nacional, incluso llegué a ser jefe nacional juvenil del pan y hasta candidato a diputado. Era buen orador (nadie es perfecto), pero sí, puedo decir que desarrollé cierta fama de elocuente. En aquella época, ya dedicado a la oratoria, la política fue un resultado lógico de la facilidad de palabra, como decían los viejos. Así que eso me distrajo hasta el día en que me expulsaron del pan por comunista y me dieron una madriza después de haber pasado siete veces por la cárcel: en una de ellas, la más grave, fui acusado de disolución social en Mexicali, con peligro de que me guardaran cuarenta años, pero López Mateos me concedió la amnistía y regresé a México. Otra vez, en Mérida, tuve que escapar cuando el movi miento de Vallejo porque el sector juvenil del pan, en contra de la opinión de los viejos, apoyó la huelga y yo estuve muy cerca de los ferrocarrileros. Éstos fueron los prolegómenos de mi expulsión del partido, pues los juveniles queríamos inclinar al pan hacia los terrenos de la izquierda cristiana, una izquierda cristiana y socialista, indudablemente. Por supuesto se opusieron los fundadores, tenían razón en buena medida en lo que se refiere a la denominación religiosa, pero en lo que se refería al programa nosotros teníamos la razón, así que, para no entrar en detalles, como el juvenil del pan y el Partido Comunista apoyaban a la Revolución cubana fuimos acusados de comunistas y se nos obligó a renunciar. Cuando apoyé la huelga de los ferrocarrileros, cuatro vallejistas me mandaron a Mérida en un coche; me acuerdo que fue un viaje épico, se hacían dos o tres días porque Tabasco y Campeche estaban llenos de pangas, y llegando a Mérida me dejaron en un hotel y ahí me agarró la policía otra vez y me metió a la cárcel. Estuve preso dos días y dos noches en una cárcel llena de unas chinches absolutamente famélicas. Logré salir y los mismos ferrocarrileros me llevaron a Belice, donde era primer ministro George Price, un hombre ligado a la democracia cristiana, quien me concedió asilo, y así tuve que vivir tres meses en Belice. El primer mes estuve hospedado en un hotel de lujo que se llamaba Fort George, de lujo colonial como en una novela de Graham Greene, y después los otros dos meses en un hotel baratito, pues no podía el gobierno de Price mantenerme con tal lujo. Por fin regresé a México ya cuando Demetrio Vallejo y Valentín Campa estaban en la cárcel. Aun así fui persistente: caí otras dos veces en la cárcel y después, ya expulsado del pan, tras un desaguisado que protagonicé con un antagonista de nombre rimbombante, Diego Fernández de Cevallos, tuve que presentar el examen para el servicio exterior y salí fuera del país. La política nunca me interesó como oficio, me interesó la lucha política sabiendo que llevaba todas las de perder, pues la política en aquellos años era puro teatro, pero malo. Todo era una farsa: un partido único y los otros partidos participaban en las elecciones con escasísimas posibilidades de éxito. Le dije a un amigo, se lo escribí en una carta de despedida antes de que muriera, que jamás habíamos padecido la impudicia del triunfo, siempre fue constante la derrota. Los políticos eran oradores y la oratoria es muy teatral. Imitábamos a los actores viejos en la manera de relacionarse con el público, de observar las reacciones, así que cada mitin era una pequeña puesta en escena en donde los oradores tenían que ser lo suficientemente buenos e impresionantes para que el público estuviera pendiente de sus palabras. Ese viejo estilo ha pasado de moda por completo. Yo no extraño la vieja oratoria porque era bastante hueca, bastante llena de mala retórica, pero ahora son tan aburridos los políticos, tan repetitivos en general –y de todos los partidos–, tan poco ingeniosos en los debates... La esgrima verbal ya es sarcasmo callejero. La política ha perdido sus aspectos teatrales, que en una época eran muy buenos. Díganme, para empezar, si no era una puesta en escena participar en unas elecciones en las que ya sabíamos quién iba a ganar. El resultado lo sabías con ocho meses de anticipación, la gente iba a votar –no mucho–, pero iba a votar sabiendo cuál era el resultado. El pan era una oposición muy débil, el Partido Comunista aún más y el partido oficial era de un monolitismo impresionante pero cumplía las formas, y en ese cumplimiento estaba el aspecto teatral. Me pareció pequeña la escena política y necesité una escena mejor. Ya tenía mucha afición por leer teatro; había leído íntegro a García Lorca, a don Jacinto Benavente, a Luigi Pirandello, había leído a Goethe, me acuerdo que leí a Ibsen completito. Me gustaba mucho leer teatro: Strindberg, Sartre, Lenormand, Anouilh; de los mexicanos, a Usigli, Novo, Magaña, Carballido. Sentí que tenía que llevar a la práctica ese amor. Entonces fue cuando me fui a vivir a Querétaro, fundé con los univer-sita rios el grupo de los Cómicos de la Legua y entré a un ero que el de la política. Para entonces ya había terminado la carrera de Derecho, pero solo la ejercí un par de años y de inmediato entré a estudiar Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Me di cuenta de que las Leyes no eran lo mío y por eso las Letras, carrera que interrumpí cuando me ofrecieron dirigir Difusión Cultural en la Universidad de Querétaro. Estoy hablando de 1959. Por esa época Enrique Ruelas trabajaba ya con los entremeses cervantinos en Guanajuato. Ruelas, teatrista notable, apóstol en el mejor sentido de la palabra, hizo una tarea magnífica. Fuimos a ver los entremeses cervantinos y, aparte del escenario, las actuaciones no eran nada notables. Sin embargo, debo reconocer que su trabajo nos entusiasmó para fundar el grupo de los Cómicos de la Legua. Me dediqué fundamentalmente a ese grupo como director. Éramos veintitantos actrices y actores, un grupo formado, en principio, con actores no profesionales de Querétaro. Me acuerdo que cuando hacíamos giras, algunas de las actrices tenían que llevar chaperón porque eran muchachitas de la buena sociedad queretana o universitarias. La prevención familiar no solo pesaba por el hecho de viajar sino por el teatro en sí mismo, algo que yo padecí en carne propia. El prejuicio sobre el oficio actoral se ha ido diluyendo con el paso del tiempo y creo que la profesión ya es considerada como algo más o menos respetable. Digo más o menos porque así debe ser. El día en que seamos tan respetables como un contador público titulado no sé qué es lo que va a pasar. Creo que tenemos que ser poco respetables y está bien que así sea, porque eso nos da un buen margen de libertades. Mi padre no entendía muy bien mi regreso al teatro; pensaba que yo, como había sido orador y era un señor muy prosopopéyico, tenía que ser un licenciado de mucho éxito, así que el pobre no acabó de entender lo de la actuación. Cuando fundé los Cómicos de la Legua, en las primeras representaciones, en las farsas francesas de la Edad Media, una hermana mía actuaba conmigo, estaba en el grupo, y mi padre y su esposa se preocuparon enormemente, entonces le ordenaron, incluso bajo amenazas, dejar la farándula. De seguro el viejo pensó: “ya me basta conque uno sea poco serio”. Sabía algo de dirección escénica porque me había inscrito dos años antes, en 1957, en el curso para extranjeros del Actor’s Studio de Nueva York. Era una especie de diplomado donde por fin me había encontrado con el verdadero teatro. En ese momento pensé que mi vida iba a estar ligada exclusivamente a la escena. Recuerdo que uno de los maestros, Karl Malden –¿recuerdan a ese gran actor de gran nariz?–, y Lee Strasberg, por supuesto, nos hablaban de la vocación sacerdotal, que la vocación teatral es igual a la sacerdotal, con menos limitaciones pero semejante en su sentido profundo. Permanecí en Nueva York un año y seis meses, uno becado y los otros seis meses trabajando en un restaurante hindú. De hecho, avancé más en el restaurante indio que en el Actor’s, pues empecé lavando platos y acabé a cargo del tandoor, del horno para los panes y las carnes. Tampoco era cosa de avanzar mucho porque estábamos en el curso para extranjeros y teníamos un inglés con heavy accent. Estar en el Actor’s en el año de 1957 me permite ver de muy cerca, claro que sin trabar amistad con ellos, a Paul Newman, Steve McQueen, Susan Strasberg, Faye Dunaway –muy jovencita–, y recuerdo haber visto alguna vez pasar de cerca a James Dean que se asomó, a Marilyn Monroe, que también llegó a tomar clases con Lee Strasberg, clases especiales. También vi de cerca a Elia Kazan y fui con mis compañeros al camerino de Helen Hayes, que actuaba en La muerte de un viajante con Frederic March. Fuimos a hablar con ella, bueno, en realidad a verla, simplemente a verla. Fue muy amable con los jóvenes del diplomado para extranjeros. Había indios, pakistaníes, tailandeses y argentinos y mexicanos, así que a la Hayes le llamaba la atención que estuviéramos haciendo un diplomado con escasas posibilidades de seguir en el teatro anglosajón por nuestro inglés. Algunos compañeros, por ejemplo varios argentinos, se quedaron allá. Yo regresé a tratar de aplicar lo aprendido y a predicar el método, el discurso de Stanislavski, algo que en realidad Seki Sano ya había traído a Mé-xico. Poco antes de irme a Nueva York había visto la famosa puesta que hiciera Seki de Un tranvía llamado deseo. Creo que ese montaje fue, de alguna manera, lo que me entusiasmó para irme al Actor’s, además de La muerte de un viajante, una puesta en escena magnífica que también vi en Bellas Artes con Alfredo Gómez de la Vega, un actor chaparrito, muy elástico, muy flexible, nervioso, un espléndido actor. Como aún era costumbre en ese entonces, Alfredo dirigía la pieza y hacía a Willy Looman como buen primer actor. Después vi otros Willys, el de Frederic March, que era magnífico, y el último, el de Dustin Hoffman, que me recordó bastante al de Gómez de la Vega. Seki daba clases en un piso del Palacio de Bellas Artes. Me asomé, hice incluso algún ejercicio de los que ponía, un hombre muy talentoso, no solo talentoso sino también inteligente; era obcecado, por otra parte, y yo creo que era riguroso y honesto, comprometido con el teatro. Llevaba una vida muy modesta. Me acuerdo que fuimos a comer con él un par de veces a un restaurante chino de la calle de Dolores –era uno de los clientes habituales. Ahí comíamos y platicábamos y nos hablaba de sus grandes entusiasmos, que eran Danchenko, Vajtangov y, por supuesto, Stanislavski. Hablaba muchísimo de Meyerhold, que era otro de sus amores, de las escenografías de Gordon Craig. Era muy impor tante escucharlo porque su erudición teatral no era una o exhibicionista, sino que se relacionaba con la vida y con la actividad inmediata y la puesta en escena de ese momento. Yo creo que Seki fue muy importante para el teatro de este país, como también lo fue José de Jesús Aceves. El otro día estaba recordando con Carlos Monsiváis las puestas de Aceves; aparte de La prostituta respetuosa y de otro par de piezas de Sartre, puso Waiting for Lefty (Esperando al zurdo) de Clifford Odets, una obra de compromiso. Aceves era gente de izquierda, gente del Partido, así que sin duda le salió del corazón su Esperando al zurdo que, como recordarán, es una obra que se desarrolla en una huelga en Nueva York y Lefty es el líder sindical; una experiencia más que me fue llevando hacia el Actor’s. Antes de Seki, antes de Aceves, después del Teatro de Ulises y de todo lo que hicieron los Contemporáneos, después de la muerte de María Antonieta Rivas Mercado y de Villaurrutia, Salvador Novo siguió adelante en su teatro de La Capilla, y antes de La Capilla en Bellas Artes. Por entonces reinaba el teatro a la española, la escuela de Díaz de Mendoza y de doña María Guerrero, la escuela formalista española que en México estaba representada por las hermanitas Blanch. Pero en esos años cincuenta la escena mexicana estaba cambiando notablemente, aun cuando el teatro que le interesaba a la gente era el de repertorio español, que también frecuenté, acaso por cierta nostalgia tapatía. Vi varias veces a las Blanch. Recuerdo, puesta por ellas, Los árboles mueren de pie de Alejandro Casona. Trabajaban en el Teatro Ideal, que estaba por Venustiano Carranza, en el centro de la ciudad. Su repertorio, además de comedias y astracanadas magníficas, algunas muy divertidas, incluía obras de dos personas extraordinarias: Arniches, un magnífico dramaturgo, y Jardiel Poncela, que también tenía obras ingeniosísimas como Un marido de ida y vuelta, Prohibido suicidarse en primavera, Eloísa está debajo de un almendro y Angelina o el honor de un brigadier. En el escenario la terminología de las posiciones venía de la comedia francesa y la italiana: arriba y abajo del escenario y, por supuesto, abajo, más cerca del pro-scenio y de las candilejas y por lo tanto de la iluminación, se consideraba como la posición fuerte. Cerrado era la posición más débil, tres cuartos era la posición predilecta de actores porque tenían buenos perfiles, y abierta era la posición más peligrosa porque el actor está totalmente expuesto, sin artificios, ante el público; en la posición abierta se tiene que actuar con absoluta honestidad y total entrega. Incluso el director a veces se refería a algunos de los actores y decía “no estés haciendo foco, toda la atención del público tiene que dirigirse a fulano, tú nada más lo ves como el público lo está viendo, te quedas cerrado”. “Hacer foco” era uno de los grandes secretos. Pensar en las Blanch era pensar sobre todo en obras de Casona. Tenían cierta tendencia a lo trágico; la comedia era para la función de la tarde, pues la función seria era para Los árboles mueren de pie. Yo recuerdo con mucho gusto a las Blanch. Además, y desaparecido el Teatro de Ulises, muerto Villaurrutia y con el inba que apenas estaba echando a andar las cosas, pues las Blanch de alguna manera sostuvieron ondeando la bandera. Por eso las recuerdo con tanto afecto, ya después llegó el método con Seki y las nuevas ideas que sostuvieron, a su antigua manera, gente como Gómez de la Vega durante mucho tiempo. La carpa, por otra parte, me gustaba muchísimo –incluido el Teatro Tívoli y después otros teatros como el de Margo Su–, era mi mayor regocijo. Me atraía el juego del albur, que yo no entendía muy bien pero que trataba de aprender. La relación del público con el cómico de carpa era una relación, podríamos decir, de amor-odio o de complicidad. Para que el albur se completara tenía que participar el público, por supuesto, y el cómico; estoy pensando en Harapos, o en Clavillazo, pero sobre todo en Harapos que estaba en el Tívoli, tenía una enorme agilidad mental para el juego del albur que, como ustedes saben, es complicadísimo y tiene mucho que ver con la conducta penetratoria y homosexual. El lugar donde la carpa tuvo y tiene características más parecidas a la Comedia del Arte italiana es en Mérida, en el teatro de los hermanos Herrera. Antes de que lo contaminara la televisión, todos los días estrenaban una obra y había personajes estereotípicos, algo así como el equivalente a la función que cumplían el Capitano, Arlequino, y glosaban todos los días algún acontecimiento político o social de Mérida. Era un teatro decente y, sin embargo, de vez en cuando se deslizaba algún albur o alguna palabrota que las familias perdonaban. Por fortuna todavía están activos. Desde joven, cuando iba a México, me metía a todas las carpas e incluso fui muy aficionado al Teatro Tívoli, en donde había striptease bastante arriesgadón; me acuerdo que al grito de “pelos” las bailarinas obedecían el dictatum, la orden popular. Recuerdo a una gran bailarina. Tenía un cuerpo extraordinario y se anunciaba como “Brenda Conde, la que nada esconde”. Había otra gran actriz que se llamaba Sátira; Muchos años después desarrolló unos senos muy especiales: se le caían y luego se le levantaban y no había truco ni operación en el numerito. Era una cosa natural, como cuernos de toro o algo así por el estilo. Sátira, la mujer de fuego, además era lesbiana, una lesbiana avant la lettre, audaz y que reconocía su condición, su situación, su preferencia y salía del clóset con toda tranquilidad. También me acuerdo, y no vayan a pensar por ello que soy un anciano, de haber visto a doña Virginia Fábregas... En el momento en que aparecía se caía el teatro en aplausos antes de que hablara una palabra. Era una mujer altísima, con grandes pechugas y muy acinturada, supongo que por el corsé, y cuando aparecía, por ejemplo, en el teatro de Benavente, era impresionante. Recuerdo también a María Tereza Montoya, que iba a hacer una gira fuera de México, creo que a Argentina, y si no me equivoco con Los intereses creados y con La malquerida de Benavente, que era su plato fuerte. Miguel Alemán ordenó que le organizaran una despedida en Bellas Artes. Doña María Tereza ocupaba siempre el lugar fundamental del escenario y, por supuesto, actuaba siempre en la posición abierta, y el pobre de Mondragón –casi siempre a tres cuartos o cerrado– era un auténtico patiño. Ambos estaban tan nerviosos que al final del tercer acto, creo que fue en el cuarto, eran obras de cuatro actos, había un momento en el que Mondragón –que hacía el papel de Leopoldo– abría los brazos y tenía que decir: “perdonémonos, Amelia”, pero estaba tan nervioso que dijo: “pedorréemonos, Amelia” y la Montoya, furiosa, lo corrigió y le dio la réplica perfecta: “perdonémonos, Leopedo”. Ésa era una de las grandes anécdotas de la época. Y ahora paso del teatro de entretenimiento al artístico como en un soplo. La memoria me lleva y me trae otro nombre fundamental para México a partir de ese entonces que yo estoy evocando: Rodolfo Usigli. Lo traté mucho después, pues a finales de los años cincuenta apenas nos conocimos. Me acuerdo de haber ido al estreno de Corona de sombras, que fue un verdadero desastre y es una buena obra de Usigli. También vi La familia cena en casa y El gesticulador, que se estrenó con Gómez de la Vega haciendo el César Rubio. Usigli y Salvador Novo representaban, por aquel tiempo, dos estéticas distintas, aunque más bien me inclino a pensar que el conflicto entre ellos fue por cosas anecdóticas, cuestiones de pleitillo personal, envidias, “miseriucas”, como les decía Unamuno. En el extremo del largo conflicto, Salvador acabó dándole una bofetada a Usigli, que era un ser muy frágil y Salvador un caballo de un metro ochenta y cinco, pero no fue una polémica seria. Hace poco leía un ensayo sobre alguno de nuestros historiadores del teatro diciendo que ese conflicto había sido por cuestiones de estética teatral, y no, la verdad fue por pendejadas personales. Cada quien iba por su rumbo: Usigli iba por el de Pirandello y Shaw; Salvador Novo, por su parte, ya era un hombre dedicado a la poesía y al teatro en inglés y traducía maravillosamente. Había hecho en esa época una de sus mejores traducciones: Mourning Becomes Electra, de O’Neill. Uno se da cuenta de la calidad de la traducción de Novo nada más por el título, difícil de traducir; le puso un título impecable: A Electra le sienta el luto, maravillosa traducción. Mejor que su teatro, pues si somos sinceros, podríamos rescatar algunos de sus monólogos, pero lo demás no funcionó. Novo era muy buen amigo, un hombre encantador, ingeniosísimo, sabía una barbarida, era muy erudito y tenía una buena idea de la puesta en escena. Como decía Meyerhold, se movía en el espacio escé nico como si fuera su casa, cuando es lo que no sucede con gente que no es de teatro, los novelistas escriben una obra de teatro, como no conocen el espacio escénico, su texto puede ser muy interesante leído, pero lo llevas a escena y dices: “este señor no sabe moverse, es otro su espacio”. Es raro que Novo no haya escrito ninguna obra que realmente valga la pena conociendo tan bien el espacio escénico, pero estas cosas suceden, aunque era muy buen director de actores, y no era mal intérprete. Lo vi actuar en una o dos obras, en El Anfitrión 38 de Giraudoux, el trigésimo octavo Anfitrión partiendo de Plauto. Le gustaban mucho Anouilh y Pagnol, autores que también eran del gusto de los Contemporáneos. El único del “grupo sin grupo” que siguió cerca del teatro hasta el final de sus días fue Novo en el teatro de La Capilla. Usigli, por el contrario, es un dramaturgo hecho y derecho. Puedes coincidir o no, puede gustarte o no, pero es un señor que conoció y asimiló a fondo el teatro de Pirandello, sobre todo el de Bernard Shaw, su gran fascinación, su interés principal. En su obra están muy claros ciertos aspectos pigmaleónicos y ciertos juegos teatrales que vienen de Shaw. También sabía mucho del diecinueve mexicano, por ejemplo. Gracias a él leí a Fernando Calderón, que era un escritor casi olvidado. Por supuesto que la gran virtud de Novo, en esa época, fue la promoción, echar a andar a gente nueva, tan valiosa como Xavier Rojas, gente que creció a su sombra y luego se independizó, por supuesto, como debía ser. Tuvo esa enorme virtud Usigli, en realidad, vivió casi siempre fuera del país. Recuerdo un encuentro con José Emilio Pacheco y Usigli en 1969. Yo había viajado para presentar credenciales en Islandia, que era concurrente con nuestra embajada en la Gran Bretaña, donde Sánchez Gavito era el embajador. José Emilio estaba ya en Oslo y nosotros vo-lábamos de Londres a Islandia pero una tormenta de nieve nos obligó a aterrizar en Oslo, y qué remedio, nos quedamos ocho días. Usigli fungía como embajador en Noruega y nos invitó. Estaba muy contento cerca del teatro nacional –vio prácticamente todo Ibsen en noruego– y de Björson, un dramaturgo que también le gustaba muchísimo. Björnstjerne Björson, un nombre complicadísimo y un gran dramaturgo olvidado, no en Noruega por supuesto pero en el resto del mundo sí, una gente que hay que revisar... El caso es que en aquel entonces estuvimos cuatro o cinco días con Usigli en Oslo, más bebiendo que viviendo, aunque yo nunca he bebido mucho, pero Rodolfo lo hacía consistentemente. Fueron veladas memorables. Estaban Pacheco, Sánchez Gavito, íbamos al teatro porque nos tocó el Festival Ibsen, verlo en noruego no fue obstáculo, pues yo conocía sus obras al dedillo, y en noruego sonaban muy hermosas. Recuerdo particularmente Cuando despertamos los muertos, una obra sensacional, ya hace muchos años que no se pone, pues lo que se pone de Ibsen es reducidísimo. Cuando terminó nuestra estancia, Usigli nos llevó al aeropuerto. Tenía ahí ya siete años y siete inviernos. Se despidió de nosotros y nos dijo: “pues aquí me dejan ustedes en mi osledad”. Pero, hay que decirlo, desde México se le había disparado “la osledad”; allá, tras siete crudos inviernos, tuvo un magnífico pretexto: el clima, las nieves, el frío, era un gran bebedor de whisky, aguantaba mucho, pero llegaba un momento en que se caía. Me acuerdo que en su osledad se caía sobre una piel de oso que tenía en su departamento y yo lo cubría con una cobija y a la mañana siguiente amanecía con una cruda feroz anheloso de beberse un bloody mary. Bebía con consistencia, como todo en él. Yo creo que esto explica un poco su vida, una gente tan ligada al teatro en México, viviendo en camerinos y en escenarios, y de repente dedicado a la diploma cia, por la que se retira de todo aquello para llevar una vida muy solitaria. Por eso hablaba de su “osledad”. Novo, en cambio, siguió en la farándula hasta el final de sus días, firme en eso. Quizás era el lado solitario que tiene la escritura teatral lo que terminó por forjar a Usigli, mientras que Novo estaba más en la escena, finalmente. Yo creo que sí, eso puede explicar la disparidad entre sus obras. A mí me gusta Novo como poeta, como ensayista y como periodista cultural. Me parece un hombre de un talento monumental, pero un día me propuse revisar su teatro. Yo había dirigido A ocho columnas hacía muchos años, allá en Querétaro. Revisé toda la obra y, simplemente, no, La culta dama no funciona y Yocasta o casi, tampoco; La guerra de las gordas, algo, ésa es una obra divertida; El espejo encantado, por momentos, y sí funcionan algunos de los monólogos y de los diálogos, el de Diego Rivera con la periodista gringa, por ejemplo, es muy ingenioso; el de Cuauhtémoc es bueno pero yo creo que una de sus grandes ilusiones fue escribir buen teatro y no lo logró. Como Cervantes, que se quejaba de no ser poeta, pero después de escribir El Quijote, pues qué más da... Villaurrutia tampoco es mejor dramaturgo. Tiene una que otra obra interesante: Barba Azul, La invitación a la muerte y La hiedra. En qué piensas es bonita pero tampoco es gran teatro. Las que eran su gran apuesta envejecieron. Revisé el teatro de Villaurrutia para su homenaje y, bueno, me gustaron En qué piensas, La hiedra y Barba Azul, que es muy ingeniosa, pero se me agigantó la figura de Usigli, en el ámbito estrictamente teatral por supuesto. Escribió poesía, pero frente a la de Villaurrutia su poesía es nada, igual que frente a su teatro, el de Villaurrutia es muy menor. Hablar de Usligli es hablar no sólo de El gesticulador sino, por ejemplo, de Jano es una muchacha, una obra que hace poco revisé y que funciona muy bien. La familia cena en casa es otra de las buenas, El medio tono es una obra importante para entender algunas de las características principales de la clase media de este país o de las clases medias en general; de las coronas, la Corona de sombras tiene muy buenos momentos –sobre todo el primer acto, que es magnífico... Es nuestro hombre de teatro, el punto de referencia de nuestro teatro moderno. Tras este paréntesis, permítanme regresar de Nueva York y del Actor’s a México, donde quise poner a prueba mis “conocimientos” y demostrar lo que había aprendido, fundando los Cómicos de la Legua en Querétaro que, como les decía, al principio fue una experiencia totalmente de aficionados, pero poco a poco se fue convirtiendo en una experiencia profesional. Por un lado estaba el ejemplo de los entremeses cervantinos de Guanajuato, pero en realidad queríamos fundar un grupo a imagen y semejanza de La Barraca de García Lorca y de las misiones culturales de Casona y de Cossío, empresas teatrales de la República Española que fueron admirables. Así que adoptamos para los Cómicos la misma posición programática de La Barraca, regresar al pueblo lo que al pueblo le pertenece: el repertorio del Teatro Nacional de España. Así, recorrimos el país y llevábamos teatro a comunidades agrarias, ejidos, sindicatos, fábricas, universidades, escuelas normales y preparatorias. Actuábamos en la calle, en las esquinas, realmente cumplimos la función o la obligación del teatro popular que señalaba García Lorca y que en Francia, especialmente cuando Wilson dirigió el Teatro Nacional Popular, estaba también cumpliendo esas funciones. Me acuerdo del repertorio cuando fundé el grupo. En la primera función, que fue en septiembre de 1959, abríamos con El paso de las aceitunas de Lope de Rueda, seguíamos con una escenificación del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, con tres personajes obviamente: el alma, el amado y las criaturas, y después con una escenificación de las Coplas por la muerte de mi padre de Jorge Manrique con tres personajes: don Jorge, el maestre don Rodrigo –su padre– y la muerte. Nos equivocamos, la muerte en esa época era masculina, y nosotros la pusimos femenina, que es más bien una muerte romántica. Nos equivocamos en cosas, pero también tuvimos algunos aciertos realmente agradables, y terminábamos con el entremés de El juez de los divorcios de Cervantes. Después llevamos a escena prácticamente todos los entremeses: La guarda cuidadosa, El retablo de las maravillas –que es precioso–, varios pasos de Lope de Rueda, entremeses de Quiñones de Benavente –que es un extraordinario entremesista de esa época. Recuerdo Los sacristanes, entre otros; de Ruiz de Alarcón, un fragmento del Anticristo, fragmento que los payasos de circo utilizaban sin darse cuenta que era de Ruiz de Alarcón, una cosa muy curiosa donde un judío y un cristiano se pelean y dicen: “bueno, vamos a ver quién tiene más santos, los judíos o los cristianos”, y el otro dice: “bueno, vamos diciendo uno por uno y por cada uno que digamos le quitamos un pelo al otro”, “muy bien”, dice el judío. “San David”... y así van uno tras otro quitándose pelos hasta que de repente el cristiano encuentra la manera de terminar la polémica rápidamente y le dice: “las once mil vírgenes” y le quita toda la cabellera. El judío termina diciendo: “de una vez hecho me has ser cristiano y calvinista”. Cómo me acuerdo de ese fragmento. También pusimos farsas francesas de la Edad Media, teníamos que poner Patelin, por supuesto, Patelin, Mimin y la cachucha, y algunas farsas de Jean d’Abondance y otras, la mayor parte anónimas, farsas prodigiosas, preciosas. Otra parte del repertorio eran las magníficas adaptaciones de Casona, que era mejor adaptador que drama-turgo. Era un hombre de teatro extraordinario. Aunque su teatro sea malo, aquí entre nos, era realmente un hombre extraordinario e hizo muy buenas adaptaciones. La de Sancho Panza, por ejemplo, Los juicios de Sancho Panza en la ínsula Barataria, una adaptación de la farsa del cornudo de Boccaccio, otra de la Farsa y justicia del corregidor sobre una de las obras de Timoneda, fuimos construyendo un repertorio que recuperaba las maravillas del idioma. Me acuerdo que invitábamos a la gente, actuábamos en el atrio del templo de Santa Rosa en Querétaro, un templo barroco excepcional con una torre que puede ser húngara o alemana, de Europa Central, tiene algo de minarete también y toda ella es de un barroco con aspec tos esotéricos realmente extraordinarios, además de ser una iglesia muy vivaz, muy alegre, con una enorme cúpula sostenida por dos botareles que terminan con dos caras con los ojos saltones y sacando la lengua. Nos preguntábamos cuál era el origen, por qué había puesto el arquitecto eso tan estrambótico; por una razón muy sencilla: demostró que los botareles, los contrafuertes, tenían una función porque los otros alarifes le decían que eso era un juego que no tenía sentido, un amaneramiento arquitectónico, pero él demostró que aparte de que eran muy bellos tenían la función de sostener la cúpula y entonces, para burlarse de ellos, las puso sacándoles la lengua. Así fue como dimos con el símbolo de los Cómicos de la Legua. Y fue la cara sacando la lengua al público o el público sacando la lengua a los actores. El grupo empezó viajando muchísimo en condiciones muy precarias. Su nombre, indicaba Cómicos de la Legua; entonces se viajaba invitados por federaciones estudiantiles. En dos años recorrimos la República de arriba abajo. Después de 1959, cuando me fui a Italia, el grupo siguió adelante, viajó por América Latina con algunos caballitos de batalla como la Farsa y justicia del corregidor, la adaptación de Casona a la obra de Timoneda, o como Cornudo, apaleado y contento, otra de sus adapataciones a un cuento de Boccaccio, una adaptación muy picaresca, muy agradable, y con los entremeses cervantinos, sobre todo La guarda cuidadosa y La cueva de Salamanca. Con este repertorio el grupo viajó a España, a festivales invitado por sociedades de alumnos de universidades y escuelas; estuvo en Francia, Italia, Inglaterra, luego regresó y, como deben ser las cosas en la vida teatral, se pelearon y se dividieron. Uno de los actores, Paco Rabell, fundó un grupo y organizó un corral de comedias en su casa, por cierto, con gran éxito. El grupo se llama La Familia y monta comedias de circunstancias y algunos textos clásicos. Es interesante porque en México hay dos compañías que, siguiendo un poco el estilo de la Comedia del Arte, comentan los acontecimientos sociopolíticos de sus estados con fortunas variables. Una de ellas son los Herrera en Mérida, que cada semana estrenan una obra sobre algo de lo que está sucediendo en Yucatán. El fundador es el mítico Chino Herrera, que trabajaba en el Teatro Fantasio, pero en fin, al margen de todas las desviaciones hay algo del espíritu de la Comedia del Arte en esa empresa como lo hay también en La Familia, en este grupo de Querétaro que dirige Francisco Rabell. Cuando hay elecciones preparan una obra sobre el tema, hacen mofa de los candidatos, juguetean, hacen crítica social. La otra parte del grupo de los Cómicos de la Legua sigue funcionando. Muchos de los actuales integrantes son hijos de los actores fundadores, tal vez hasta nietos. Por épocas el repertorio se redujo y se olvidaron del propósito inicial: recorrer la legua y hacer teatro popular, pero tienen un Corral de Comedias en Querétaro, una casa que les dio en fideicomiso el gobierno del estado y ahí tienen un escenario interesante en donde muchas veces hacen buenas obras. El grupo ya va a cumplir cincuenta años de recorrer la legua. Los admiro y quiero enormemente. Voy en 1959 y es interesante pensar en cierto parale-lismo con el trabajo de Poesía en Voz Alta en la ciudad de México. Es una década donde se construyen vanguardias pero también está presente el cuidado de la lengua, las raíces del idioma. Los Cómicos de la Legua nos mantuvimos cerca de ellos –recuerden que Poesía en Voz Alta hizo una puesta en escena formidable del Diálogo entre el amor y un viejo de Rodrigo de Cota, y puso muchos clásicos españoles y textos del Arcipreste; yo creo que en esa preocupación coincidimos el grupo de Guanajuato de los entremeses y el grupo de nuestros Cómicos. Los pioneros fueron los integrantes de Poesía en Voz Alta. Ellos provocaron una preocupación no solo por el teatro sino por la palabra en general, y esta preocupación se fue transmitiendo. Comentaba con Juan José Gurrola sobre si predominaba en Poesía en Voz Alta lo académico sobre lo teatral, y coincidíamos en que el cuidado del repertorio tenía cierta preocupación estrictamente académica, pero en otros aspectos no. Juan José Arreola era un magnífico farsante, en el mejor sentido de la palabra. Recuerdo su puesta de La hija de Rappaccini de Octavio Paz, y basta con repasar la conjunción de talentos para darnos cuenta de su ambición: escenografía, Leonora Carrington; dirección, Héctor Mendoza; Juan José Arreola, actor del Rappaccini; la música incidental si no me equivoco fue de Leonardo Velásquez. Es clara la conjunción de talentos en esta y en otras puestas en escena de Poesía en Voz Alta. Otra característica es que generó también una dramaturgia notable. Ante todo la de Elena Garro, que dejó de escribir teatro para dedicarse a la novela y a otras cosas, una verdadera pena. Se inició en Poesía en Voz Alta y años después escribiría, entre otras, esa magnífica obra que fue Felipe Ángeles, una muestra de plena madurez. De hecho,


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.