Mujeres del campo Do帽a Paula: un salto al vac铆o Jorge Estrella
Instituto Estatal de las Mujeres 路 Nuevo Le贸n Noviembre de 2006 1
Mujeres del campo Doña Paula: un salto al vacío Primera edición, noviembre de 2006
Derechos reservados conforme a la Ley por: © Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo León Morelos 877 Ote., Barrio Antiguo, Tels.: (01 81) 2020 9773 al 76 y 8345 7771 Monterrey, N.L., 64000 Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida, mediante ningún sistema o método, electrónico o mecánico (incluyendo el fotocopiado, la grabación o cualquier sistema de recuperación y almacenamiento de información), sin consentimiento por escrito de la institución responsable de la edición. Impreso en México. Printed in México 2
CONSEJO DE PARTICIPACIÓN CIUDADANA
JUNTA DE GOBIERNO
Elizabeth Aguilar Presidenta
Lic. José Natividad González Parás Gobernador Constitucional del Estado Sra. Cristina Maiz de González Parás Invitada especial Lic. Rogelio Cerda Pérez Secretario General de Gobierno
Anaeli S. de A. de Márquez Vicepresidenta Graciela Jaime Jorge Estrella Juan Gómez Jayme Luis Manuel Garza Manuel Pérez Ramos María de la Luz Molina Teresa Almaguer Úrsula W. de Bolaños
Comisario Jefe Antonio Garza García Secretario de Seguridad Pública Lic. Luis Carlos Treviño Berchelmann Procurador General de Justicia Lic. Rubén Martínez Dondé Secretario de Finanzas y Tesorero General Profra. María Yolanda Blanco García Secretaria de Educación Dr. Gilberto Montiel Amoroso Secretario de Salud Ing. Alejandro Páez Aragón Secretario de Desarrollo Económico Lic. Alejandra Rangel Hinojosa Presidenta del Consejo de Desarrollo Social Profra. Gabriela del Carmen Calles González Directora General DIF Nuevo León
INSTITUTO ESTATAL DE LAS MUJERES · NUEVO LEÓN María Elena Chapa H. Presidenta Ejecutiva María del Refugio Ávila Secretaria Ejecutiva Dipna Ruth De Cos Directora de Administración y Planeación María del Consuelo Chapa Directora Operativa de Programas
Mujeres del campo DoĂąa Paula: un salto al vacĂo
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Índice
Mensaje del Gobernador Presentación
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Introducción
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Capítulo I. Más allá de lo ordinario
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Repetir lo aprendido A la orilla del lago Mi hogar: un refugio Reflexiones
Capítulo II. Todo final es un comienzo Empatía Congruencia Reflexiones
Capítulo III. Día de Muertos Jugando en el espacio/tiempo Reflexiones
Capítulo IV. Bienvenido a Monterrey Verano Más allá de películas y libros El contexto antes del primer encuentro El primer encuentro Reflexiones
51 58 76 82
91 91 109
113 113 117 121 124 127
Capítulo V. Argentina, 1976 Culpable 28 de noviembre de 1976 Reflexiones
Capítulo VI. La noche de San Juan Reflexiones
Capítulo VII. La recurrencia de las pesadillas Una televisión en el desierto Algo acerca del silencio La ‘forma de ser’ La niebla Atrapado por el ‘conocimiento ordinario’ Reflexiones
133 135 141 171 177 188 191 195 197 199 202 211 214
Capítulo VIII. Reflexión final
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Glosario Bibliografía
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Mensaje del Gobernador
Todos los derechos para todas las mujeres es una estrategia del Plan Estatal de Desarrollo. Las mujeres nuevoleonesas, por lo general, son creadoras de cultura en su ámbito geográfico, ya sea que vivan en las ciudades o en el campo; igual sucede en la vida doméstica, transmiten lenguaje, normas y actitudes a sus hijas e hijos. Ellas y sus parejas construyen las familias en el Estado. Podemos afirmar que hay mujeres sabias, plenas de experiencias, que comparten en su entorno formas diferentes de ver la vida. Una de ellas es Doña Paula, eje de este libro que presenta el Instituto Estatal de las Mujeres. El ejercicio de los derechos y las obligaciones se dirigen a todas las mujeres sin discriminación alguna. Nuestra tarea es aplicar políticas públicas que permitan lograr la igualdad y la equidad de género. ¡Enhorabuena!
Lic. José Natividad González Parás Gobernador Constitucional del Estado
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Presentación Como toda actividad sustantiva que realiza el Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo León, la publicación del libro Mujeres del campo. Doña Paula: un salto al vacío fue consultada, en reunión ordinaria, al Consejo de Participación Ciudadana. El autor, Jorge Estrella, es consejero activo 2006-2007 de este organismo. Fue aprobado previa lectura y se compartió con la Junta de gobierno bajo las premisas de: a) ser una obra interesante para hombres y mujeres; b) Doña Paula era una mujer campesina con sabiduría que remite a los orígenes de nuestra tierra, y c) el Instituto no había publicado ninguna otra obra de un autor masculino; lo que tenemos son referentes de contenido, pero no la autoría en su construcción. La consejera Anaeli Sánchez de Aparicio de Márquez elaboró un comentario escrito que presenta el contenido del libro, y que transcribo: “Quedé gratamente sorprendida del contenido, al margen de los temas secundarios que me son de profundo interés, pude observar un texto que le da gran valor a las mujeres a través de sus sólidos y espléndidos personajes femeninos y sobre todo, las presenta como seres íntegros y empoderados, lo que resulta en un homenaje a nuestro género. Aunque este libro podría considerarse una novela por su alto contenido de ficción, la historia que relata Jorge Estrella es verídica y los personajes son reales, lo que le da un doble valor: el literario y el testimonial. El manejo de elementos maravillosos y aparentemente mágicos en la construcción del mundo narrativo hace atractiva su lectura. La magia es parte de los grandes estimulantes para satisfacer las muchas incógnitas de nosotros los humanos, de ahí que la ciudad de Monterrey tenga el primer lugar en ventas de libros esotéricos, según estudios realizados. En nuestra sociedad es común ver que muchos individuos buscan soluciones ‘mágicas’ a sus conflictos internos como externos. Sin embargo, el mundo de Estrella lejos de postular soluciones fáciles y ‘mágicas’ a nuestras búsquedas existenciales, Gobierno del Estado de Nuevo León
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ofrece una amplio y diverso panorama de teorías y caminos basados tanto en autoridades del Desarrollo Humano, como en la experiencia vivencial y transformadora de fuentes alternas de conocimientos, donde las mujeres son una pieza clave como portadoras de sabiduría filosófica y pragmática. Nos lleva de la mano como Virgilio conduce a Dante, a conocer su mundo interno en el cual las mujeres son enaltecidas pues les reconoce su esencial participación de su crecimiento espiritual y emocional. En un mundo fracturado, las mujeres sin lazos de sangre devienen en guías para restablecer el equilibrio y funcionar propiciamente en el mundo. Nos presenta a dos grandes mujeres: una italiana, de Sicilia, Giovanna, que vive en Argentina y otra mexicana, nuevoleonesa, Doña Paula. Giovanna es un personaje clave, quien ayuda al protagonista, alter ego de Jorge, a enfrentarse con él mismo, a responsabilizarse de sus actos y a tomar una decisión basada en una realidad, que venía postergando durante varios años. La otra mujer es Doña Paula, la protagonista de esta obra. Una persona campesina analfabeta, aparentemente ignorante. No obstante, aun sin saber leer ni escribir, Doña Paula, con sencillez y total convicción de sus creencias, conduce a Jorge a la reflexión y la introspección, a practicar lo aprendido y estudiado de sus diferentes maestros, humanistas, filósofos y místicos reconocidos. La teoría deja de ser tal, ya no está convencido de lo que él creía porque grandes humanistas así lo establecieron. El personaje de Jorge se transforma y ahora es. Ha podido volver el conocimiento experiencia, integrarlo en su ser, y esa mujer es la que se muestra como su mejor y más grande maestra. Doña Paula es una mujer de edad avanzada, quien vive en un rancho donde una de sus actividades es criar marranos. Vive con sus hijos, nuera y nietos. Es buscada y reconocida como curandera, tal vez más curandera del alma que del cuerpo físico. Ella es un modelo de la mujer independiente, quien sabe asumir sus roles con valentía y orgullo, de la mujer que dejó de ser esclava para convertirse en reina de su propio imperio. Se hizo cargo de sus hijos cuando falleció su esposo y los niños eran pequeños. Su rol de madre lo interpretó con naturalidad, formando a sus hijos con disciplina y con amor, por lo que era muy respetada y admirada por ellos. Nunca manipuló a su familia haciéndose víctima de sus circunstancias, por el contrario, se enfrentó y resolvió sus problemas y los de todos. Su sabiduría es realmente una gran incógnita, sus métodos terapéuticos no eran nada ortodoxos, su trato aparentemente frío y a veces agresivo estaba envuelto de un silencioso calor lleno de amor. Es un personaje muy desconcertante; no obstante, lo que ella practica lo hace con una gran fe en Dios y sus resultados eran positivos. Doña Paula encarna los valores de la Mujer-Diosa, la que ofrece seguridad y protección y tiene la fortaleza y la convicción de armonizar la vida humana con su fuente primigenia: la naturaleza. Con ella se evidencia el predominio de una cultura matriarcal enmascarada por la cultura patriarcal y que obliga a preguntarnos ¿quién Gobierno del Estado de Nuevo León
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enseña a la mujer a ser sumisa?, ¿quién enseña al hombre a ser macho?, ¿quién transmite de generación en generación los paradigmas socioculturales que determinan nuestras conductas y roles? Tradicionalmente las mujeres hemos sido las portadoras de los valores culturales y sociales y responsables de formar y educar a los hijos, mujeres y hombres. Sin embargo, Doña Paula encarna a una mujer que, lejos de repetir los patrones de dominación de la cultura androcéntrica, es canal para que un hombre pueda contactarse con su ser interior, con su lado afectivo; reconstruir su identidad sobre otras bases y reconciliarse con él mismo y con el mundo. Es así que Mujeres del campo. Doña Paula: un salto al vacío no sólo está dirigido a las mujeres, no es sólo un llamado de auto análisis y auto responsabilidad a nuestro género, sino también es un texto dirigido a los hombres. En estos momentos históricos en los que, al igual que nosotras, el género masculino está en búsqueda de nuevos modelos que le permitan disfrutar plenamente su masculinidad y relacionarse en términos equitativos con las mujeres en sus vidas, la historia de Jorge es un salto que resulta en cuántico y pudiese ser de inspiración y hasta terapéutico para las personas lectoras”. Para el Instituto Estatal de las Mujeres es un gran gusto compartir con ustedes el proceso de crecimiento de un ser humano conducido por Doña Paula. Este es un libro de aliento de un tipo de relación humana amistosa, libre y nutritiva.
Lic. María Elena Chapa H. Presidenta Ejecutiva del Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo León
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A mis hijos, Ulises Ramiro y Aníbal Jerónimo: He tratado, muchas veces, de plasmar en palabras aquello que siente mi alma al pensar en ustedes, no hay palabras que puedan abarcar el profundo amor y respeto que despiertan en mí. No me queda más que retornar a las expresiones simples, pronunciadas tantas veces y que, sin embargo, lejos de gastarse, emergen con mayor intensidad inundando mi corazón con la emoción más hermosa que he sentido en toda mi vida. Los amo, los extraño, los admiro.
Jorge Estrella Profesor universitario, periodista y publicista nacido en Córdoba, Argentina. Estudió la Licenciatura en Ciencias de la Información en la Universidad Nacional de Córdoba, realizó un posgrado en Organización y Métodos y participó en el Programa de Graduados Latinoamericanos en la Universidad de Navarra, España, donde realizó su tesis sobre “La función educativa de la imagen”. En México estudió la Maestría en Desarrollo Humano y la licenciatura en Psicología, continuando su formación académica en la Maestría en Psicoanálisis en un programa semipresencial administrado por la Universidad de Barcelona, España. Ha sido profesor del Diplomado Historia de las Religiones, y de Mercadotecnia en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM); catedrático de Comunicación Interpersonal en el Diplomado y Maestría de Desarrollo Humano en la Universidad Iberoamericana, extensión Monterrey y Saltillo, y de Consultoría en Comunicación en la Universidad de Monterrey. En la actualidad dirige Sinapsis Empresarial, S.A. de C.V., empresa consultora en diferentes competencias laborales; es profesor en la Universidad Iberoamericana y miembro cofundador del Círculo de Estudios de Masculinidades, A.C. Es integrante del Consejo de Participación Ciudadana, periodo 2006 - 2007, del Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo León. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Reconocimientos Al Instituto Estatal de las Mujeres de Nuevo León (IEMNL). A las y los miembros del Consejo de Participación Ciudadana 2006-2007 del IEMNL. A Guadalupe Elósegui, Coordinadora de Investigación del IEMNL. A Rosilú Marrufo, entrañable amiga. A Mona, Nabor y Verónica, hija, yerno y nieta de Doña Paula. A los habitantes del ejido de Sabanillas, en García, Nuevo León. Y a todos los seres humanos que he ido encontrando en el camino, que me hacen vivir las palabras de mi madrina: “La gente cree que estoy solo, pero no estoy solo”. El autor Gobierno del Estado de Nuevo León
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Doña Paula: un salto al vacío
Introducción Al decir aprendizaje significativo, pienso en una forma de aprendizaje que es más que una acumulación de hechos. Es una manera de aprender que señala una diferencia —en la conducta del individuo, en sus actividades futuras, en sus actitudes y en su personalidad—; es un aprendizaje penetrante que no consiste en un simple aumento del caudal de conocimientos, sino que se entreteje con cada aspecto de su existencia. Rogers, C., 1996: 247
La libertad asusta, y a pesar de esto el ser humano la busca, aspira a ella. En su intento por lograrla muchos empeñan su vida, otros se dedican a investigar y a trabajar arduamente para alcanzarla y, los más, llegan al final del recorrido con los mismos talentos con que emprendieron el viaje. Aunque parezca demasiado obvio, creo que si nos decidimos a re-significar “algo” es porque anteriormente ese “algo” tuvo, al menos para nosotros, una significación determinada. Ésta surgió como consecuencia de una vivencia y de toda una experiencia condicionante. Ante un acontecimiento o hecho vivido, sacamos conclusiones que dejamos como válidas en algunas ocasiones, o como cosas a resolver en otras; tal vez, porque en ese momento nos fuera útil esa interpretación o porque los elementos con que contábamos no nos permitían realizar un encuadre diferente. Sin embargo, algunos de esos significados, frutos de nuestra evaluación, han quedado sin ser actualizados de acuerdo a las nuevas demandas de nuestro ser. En un mundo permanentemente cambiante, necesitamos ir adecuándonos a las propuestas que van surgiendo, esto podemos hacerlo con una mayor armonía si no existen cosas cristalizadas que nos impidan adaptarnos a estos cambios, o más aún, a ser nosotros mismos los agentes propositivos de esos cambios. “Re-significar” es actualizar las experiencias de vida para que nos permitan, a la luz de nuevos elementos o de diferentes encuadres, potencializar nuestro ser y desarrollarnos en una mayor plenitud. Un encuentro significativo produce algo más que “un simple aumento en el caudal de los conocimientos”. Ni siquiera se puede decir que produce un aumento, también pudiera ser válido el decir que, en ocasiones, provoca una disminución de algo, tal vez del ego, y que esta merma brinda una nueva perspectiva para ver nuestro entorno. En todo encuentro significativo hay una transformación. Algo sucede, algo importante pasa en la vida que hace que la visión de la existencia sufra una lectura
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diferente. ¿Mejor?, ¿peor? No sería agradable empezar con juicios de valor, preferiría que se abrieran al relato. ¿No es acaso la historia personal un relato? ¿Se puede aseverar que esta narración, con el correr del tiempo, no siga transformándose en un sinnúmero de historias? ¿Tendremos la capacidad de seguirnos descubriendo como un “yo” en todos estos pasajes? Quizás sea bueno recordar que el relato no sólo transforma a quien lo narra, sino también a quien lo escucha. El encuentro con Doña Paula me permitió “darme cuenta” de la capacidad de la mente para tejer historias y también de la posibilidad de transformar esas historias para darles un significado diferente, para comprender que el narrador tiene y adquiere poder, o lo pierde, a través del relato. Curiosamente estas historias tenían siempre un mismo protagonista y sin embargo, dependiendo de el, la / las y los interlocutores el relato sufría modificaciones. Doña Paula dejaba al descubierto mi capacidad histriónica y la búsqueda de aceptación a través de mi narración, pero, a la vez, recalcaba cómo el discurso me encadenaba a una visión sesgada de lo que ella llamaba “realidad”. Al dejarme como narrador de cuentos en descubierto, me brindaba la posibilidad de recuperar el poder sobre mi propia historia y descubrir nuevos significados, de recrearla y enriquecerla. Un narrador tenía que ser impecable, sin importar el juicio de valor acerca de si estuvo bien o mal lo acontecido. Lo que cobraba realmente importancia era la capacidad de hacerse cargo del relato sin identificarse con él, ya que esto nos privaría de la posibilidad de seguirlo desarrollando y perfeccionando. Un relato está continuamente sufriendo cambios, se mantiene vivo e invita al narrador a una continua actualización de sí mismo, para realizar una sinergia que continuamente enriquece a ambos. El narrador, para Doña Paula, era lo narrado. Si tenía la posibilidad de modificar mi relato tenía, por lo tanto, la oportunidad de transformar mi existencia y si podía ver esto, no me quedaba otra alternativa que hacerme responsable de todo lo acontecido. Cuando le compartía a Doña Paula la idea del Desarrollo Humano en lo concerniente a las posibilidades que éste brindaba para la realización de las personas y de los procesos graduales que facilitaban este desarrollo, la percibía confundida, como si no supiera de qué estaba hablando. A ella le gustaban los conceptos, pero no aceptaba la idea del desarrollo a través del tiempo ni que éste debía incluir un ayer y un mañana. Permanentemente me invitaba a vivir “este” instante y a desconfiar de todo lo que se buscara explicar utilizando como excusa al tiempo, tanto por lo que sucedió o por lo que mi mente me sugería que iba a suceder. Todo intento de justificarse
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por el pasado o por el futuro era para ella una especulación malsana, un querer controlar lo incontrolado, predecir lo impredecible, una barrera más para alcanzar la verdadera libertad. Recuerdo mis réplicas y la invitación que le hacía para que viera y contemplara la naturaleza, de cómo se daban las cosas y se desarrollaban a través del tiempo las plantas, las aves y todo lo que nos rodeaba. Su respuesta no se dejaba esperar: “No meta lo de afuera adentro, porque así estamos perdidos. Lo que vale allí afuera no sirve en una cabeza libre”. Cierto día, emocionado por una lectura que compartimos algunos compañeros acerca de “la persona del mañana” a la que hace referencia Carl Rogers, fui al ejido en el que vivía Doña Paula, me senté cerca de ella, tomé el libro en mis manos y empecé a leerle: ¿Quién será capaz de vivir en ese mundo tan extraño? Creo que serán los que tengan una mente y un espíritu joven, que generalmente significa los que también tienen un cuerpo joven… Y continué con “Las cualidades de la persona del mañana”. Pasé a describirlas, siguiendo el libro y tratando de obviar las palabras complicadas o de explicarlas. Doña Paula me escuchaba atentamente. 1. Sinceridad...; 2. Deseo de autenticidad…; 3. Escepticismo en cuanto a la ciencia y a la tecnología…; 4. Aspiración a la totalidad…; 5. El deseo de la intimidad…; 6. Personas proceso…; 7.Cariño…; 8. Actitud hacia la naturaleza…; 9. Anti-institucionales…; 10. La autoridad interna…; 11. Las cosas materiales carecen de importancia…; 12. El anhelo de lo espiritual… Al finalizar este punto seguía otro: ¿Podrá sobrevivir la persona del mañana? Rogers, C., 1995: 186-187
Hice una pausa y miré a Doña Paula. Ella se levantó en silencio, se dirigió al fogón, tomó un tizón ardiendo y encendió su cigarro. Le pregunté: “¿Qué le parece, Doña Paula?”. Me respondió: “Me parece que usted todavía no se ha dado cuenta que el mañana es hoy”. Cerré el libro y me sentí muy tonto. ¿Podríamos aseverar que lo que percibimos es la realidad? Doña Paula me introducía en una “realidad” para mí desconocida, en un mundo en que las descripciones de los libros no eran suficientes para abordarlo, en el que mis conceptos me impedían ver con claridad los acontecimientos cotidianos, como si la experiencia de vida estuviera condicionada por todo mi bagaje cultural. Me acordé de ese personaje que utilizan los sufíes para transmitir el conocimiento: el Mulá Nasrudin, cuando responde a la interrogación acerca de la diferencia existente entre un intelectual y alguien que nunca Gobierno del Estado de Nuevo León
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leyó nada, dice: “La diferencia es la misma que existe entre un burro que no lleva nada en su lomo y otro que lleva un par de alforjas cargadas de libros”. En un comienzo pensaba que Doña Paula estaba, premeditadamente, intentando una y otra vez desbaratar el mundo como yo lo percibía. Ahora sé que no estaba equivocado. Ella sabía que la percepción era condicionante de todo eso que yo llamaba, con mucha soberbia “mi experiencia”, y que me llevaba a ordenar el mundo de una manera excluyente de seres o cosas, que por mi incapacidad de contenerlos eran dejados afuera. En ese dejar afuera, en ese enjuiciamiento que marginaba a “otros”, estaba mi incapacidad de trabajar sobre mis partes oscuras, sobre esa sombra también negada y excluida. Esto limitaba mi posibilidad de auto conocerme y, por lo tanto, restringía mi libertad. Estaba encadenado a mis propios prejuicios. Por esto tal vez, Doña Paula nunca me daba la razón, siempre descubría una nueva forma de percibir lo que para mí era obvio, y en este cambio incluía a los que, a mi parecer, estaban equivocados. Esta otra forma de conocer la “realidad” le permitía estar permanente reconstruyendo y reinventando su entorno, a la vez que enriqueciéndose en un mundo en constante cambio. Por ello difícilmente se oponía a otras perspectivas, al contrario, se divertía con ellas y acompañaba a su interlocutor en ver nuevas posibilidades. En una recopilación de artículos que realizó Paul Watzlawick titulada La realidad inventada, diversos autores sostienen que la realidad no es más que una construcción, una invención, que surge del modo en que cada observador ve el mundo, pero creemos que nuestra visión es la realidad, y por tanto, nos oponemos a otros que no concuerdan con nuestra manera de captarla, pensando que se equivocan o lo hacen con mala intención. Klurlan, H., 1999: 206
Tal vez, si pudiéramos tener la capacidad de aceptar que nuestra percepción y construcción de lo que llamamos realidad corresponde a la respuesta de nuestros introyectos transformados en paradigmas, seríamos más humildes y tolerantes a las propuestas de los demás, considerándolos no “de más” sino vitales para nuestra existencia y desarrollo personal. El Desarrollo Humano nos permite a través de la empatía, de esa capacidad de ponernos en el lugar del otro “como si” fuéramos el otro, comprender que existen diferentes maneras de percibir lo que llamamos la Realidad o la Verdad. Este “como si“ nos permite mantenernos en un punto equidistante entre la simple simpatía y la identificación, lo que nos posibilita comprometernos sin enajenarnos con una experiencia que no nos pertenece, pero a la vez ampliar nuestro encuadre y nuestra percepción del mundo.
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Cada persona tiene su propio punto de vista sobre lo que sucede en sus relaciones. Llamamos “historia” a estas explicaciones para enfatizar el hecho de que nuestros puntos de vista no constituyen “la Verdad”. Todos recurrimos a historias que explican lo que nos pasa. La mayoría de nosotros nos vemos afectados por historias que creemos sobre nosotros mismos, sobre otras personas y sobre las relaciones que mantenemos con ellas. Pero nos olvidamos que son sólo historias que hemos inventado. Entonces, terminamos creyendo que esa es la verdad (…). Klurlan, H., 1999: 207
Debo de confesar que cuando leí a Carlos Castaneda, su famoso libro Las enseñanzas de Don Juan y sus demás publicaciones, no dejaba de maravillarme de lo que consideraba una frondosa imaginación y una gran capacidad para expresar sus ideas. Sin embargo, debo aclarar que nunca, hasta conocer personalmente a Doña Paula, le atribuí a sus relatos la credibilidad de que éstos hubieran surgido de la experimentación directa. Para mí, sus libros se limitaban a especulaciones, muy bien hechas por cierto, y que para fundamentarlas había creado un personaje, Don Juan, a quien atribuía poderes especiales para desestructurar su percepción de la realidad. Tuvo que aparecer Doña Paula para posibilitarme reinventar mi historia, para dejar de evaluar “otra” historia como creíble o increíble, al fin y al cabo, tal como nos comparte Carlos Castaneda, lo que llamamos “realidad” está compuesto por la “descripción”, que desde nuestra más temprana infancia nos relatan los adultos, y que termina superponiéndose y reemplazando nuestra percepción inicial y lo que empezamos a acumular como resultado de “nuestra experiencia personal”. Ambas, “descripción de la realidad” y “experiencia personal”, estructuran el mundo de tal manera que cualquier nueva idea o forma original de percepción que quiera manifestarse, tiene que luchar contra este cúmulo cristalizado de conocimientos. (Castaneda, Carlos, 1997). Al decir de Confucio: «La experiencia le sirve al hombre como ir por un camino oscuro con una linterna alumbrando hacia atrás», o el conocido dicho popular: La experiencia es un peine que te da la vida cuando ya estás calvo, nos refiere, de una u otra manera, que el conocimiento adquirido en el pasado, al que llamamos experiencia, no es de gran utilidad. En el mundo de Doña Paula, el enjuiciamiento a los seres o a las cosas negaba la realidad de su continua transformación. El juicio es pretender creer que todo lo que nos rodea no cambia, y uno juzga por lo aprendido en el pasado: “Jorge, ¿para qué voy a juzgar si al rato ya no va a ser el mismo, y tampoco yo voy a ser la misma? Mejor que Diosito nos ayude y nos vamos en paz, ¿no le parece?”. Otras veces me decía: “Si nuestro Señor Jesús Cristo no juzga, ¿quién soy yo para hacerlo?”. En ese mundo que era vivido en una concatenación de hechos que se sucedían vertiginosamente, quedé atrapado por mucho tiempo. Un tiempo que se estructuraba y se hacía añicos según el conocimiento que me quería transmitir Doña Paula. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Al finalizar estas reflexiones, quiero compartirles que decidí iniciar cada capítulo de este libro con un hexagrama del I Ching, el libro de los cambios. Cada uno de ellos fue obtenido al arrojar al azar tres monedas chinas y fui, de manera gradual, construyendo cada símbolo. En cuanto al contenido del hexagrama, es decir, qué parte transcribir, fue elegido según mi propia convicción e interés.
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Capítulo I Más allá de lo ordinario
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Capítulo I Más allá de lo ordinario
1. Ch’ien. Lo Creativo Arriba: Kien, Lo Creativo, El Cielo Abajo: Kien, Lo Creativo, El Cielo El signo se compone de seis trazos no partidos. Los trazos no partidos corresponden a la protoenergía o energía primaria, luminosa, fuerte, espiritual, activa. El signo es total y uniformemente fuerte en su naturaleza. Puesto que no lo afecta ninguna debilidad, en sí mismo, de acuerdo con su cualidad intrínseca, representa la fuerza, la energía. Su imagen en el cielo. La fuerza, la energía, se representa como entidad no condicionada por determinadas circunstancias especiales. Se la concibe, por lo tanto, como movimiento. Debe considerarse como fundamento de este movimiento el tiempo. Así pues, el signo involucra también el poder del tiempo y el poder de la perseverancia en el tiempo, de la duración. En la exégesis del signo ha de tenerse en cuenta, constantemente, una doble interpretación. La macrocósmica y la que corresponde a la acción en el mundo humano. Con respecto al acontecer universal, se expresa en el signo la fuerte acción creativa de la divinidad. Aplicado el signo al mundo humano, denota la acción creadora del santo y del sabio, el gobernante y conductor de los hombres, que merced a su fuerza despierta y desarrolla en estos últimos su esencia más elevada. El Dictamen Lo Creativo obra elevado, propiciado por la perseverancia. De acuerdo con su sentido primitivo, los atributos aparecen agrupados por pares. Para el que obtiene este oráculo, ello significa que el logro será otorgado desde las profundidades primordiales del acontecer universal, y que todo dependerá de que sólo mediante la perseverancia en lo recto busque su propia dicha y la de los demás. Ya antiguamente fueron objeto de meditación estas cuatro cualidades intrínsecas en razón de sus significaciones específicas. La palabra china que se reproduce por “elevado” significa “cabeza, origen, grande”. Por eso en la explicación de Kung Tsé se lee: “Grande en verdad es la fuerza original de lo Creativo, todos los seres le deben su comienzo. Y todo el cielo está compenetrado de esta fuerza”. Esta primera cualidad traspasa, por otra parte, a las otras tres. El comienzo de todas las cosas reside todavía, por así decirlo, en el más allá, en forma de ideas que aún deben llegar a realizarse. Pero en lo creativo reside también la fuerza Gobierno del Estado de Nuevo León
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destinada a dar forma a estas imágenes primarias de las ideas. Es lo que queda señalado con la palabra “logro”, “éxito”. Este proceso se ve representado por medio de una imagen de la naturaleza. “Pasan las nubes y actúa la lluvia y todos los seres individuales penetran como una corriente en las formas que les son propias.” Transferidas al terreno humano, estas cualidades muestran al grande hombre en camino hacia el gran éxito: “Al contemplar con plena claridad las causas y los efectos, él consuma en tiempo justo las seis etapas y asciende en tiempo justo por estos seis peldaños como sobre seis dragones, elevándose al cielo”. Los seis peldaños son las seis posiciones individuales del signo, que más adelante se representan bajo la imagen del dragón. Como camino hacia el logro aparece aquí el reconocimiento y la realización del sentido del universo que, en cuanto ley perenne y a través de fines y comienzos, origina todos los fenómenos condicionados por el tiempo. De este modo toda etapa, alcanzándose, se convierte a la vez en preparatoria para la siguiente, y así el tiempo ya no constituye un obstáculo, sino el medio para la realización de lo posible. I Ching. El libro de los cambios, 1995: 79-80
Repetir lo aprendido Salté por el techo, ya me habían quitado la llave del portón que yo hice poner; entré por la ventana que daba al patio trasero, ya sabía cómo abrirla y me senté en una de las camas. Los dos dormían, aparentemente ajenos a todo. Ulises se destapaba sudoroso, mientras que Aníbal se tapaba toda la cabeza y sólo dejaba un huequito por donde respiraba plácidamente. Aquellos dos pelirrojos de ojos celestes eran mis hijos, y en ese instante no comprendía porqué me arrancaban de mi casa, porqué ahora tenía horarios de visitas, porqué tenía que tocar el timbre, porqué no podía recibir todas las noches el beso de mis hijos antes de acostarme, y así podía seguir con una interminable lista de porqués, todos inútiles. Con el tiempo comprendería que la respuesta no estaba en la pregunta, a lo mejor, tal vez, se encontraba en el aprendizaje, o mejor dicho, en el condicionamiento que recibí durante los primeros seis años de mi vida. Ahora, todo lo que antes no tenía importancia adquiría un significado superlativo. Salí por donde entré: como un ladrón, por la ventana. Lleno de tribulaciones, de pensamientos oscuros, no había nada de claridad, lo único que me repetía es: “Tienes que sobrevivir”. Ni siquiera sabía de dónde provenía esa voz, profunda, abismal, distante y sin embargo, tan mía, tan extraña y a la vez tan reconocida. Se mezclaban las imágenes, confundía a mis hijos conmigo mismo, los papeles de mi padre se barajaban con los míos, a decir verdad todo se fusionaba en mí y si hubiera tenido que definirme en una sola palabra, ésta sería: confusión. En cuanto a las escenas de los últimos días, no sabía si había sido yo el protagonista, o si mi padre había encarnado en mí para repetir otra vez la misma historia. La que vivió un niño de seis años y que desde entonces había deambulado Gobierno del Estado de Nuevo León
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por la vida hasta encontrarse con 31 años, los cuales no sabía cómo se instalaron en su cuerpo ¿Qué había pasado? Si yo estaba tomado del pasamanos de una escalera de granito, un pasamanos de hierro negro, frío. Mi madre le gritaba enloquecida a mi padre; lo empujaba, lo jaloneaba, le aventaba todo lo que iba encontrando a su paso. Él cogió su saco gris que estaba colgado de una silla en la sala. Yo los seguía, atónito, no sabía qué hacer, era un vacío total, me convertí en un zombi detrás de esas dos siluetas que se golpeaban y se gritaban. Mi madre agarró una escoba y empezó a golpear a mi padre, él se defendía. De repente yo tenía 31 años y el palo de escoba se estrellaba en mi ceja y un chorro de sangre brotaba cubriéndome el rostro y deslizándose por mi camisa celeste; una línea espesa, roja, dibujaba imágenes absurdas. Pero no era yo… no, esta no es mi realidad, ése era mi padre, ¿qué hago yo aquí?, ¿qué hago en este cuerpo de un hombre, si yo soy sólo un niño que está tomado de la baranda de la escalera cuando mi padre es empujado fuera de nuestra casa? La que lloraba y gritaba era mi esposa… ¿Alguien me puede explicar qué pasa, qué está pasando? Mi madre cogió mi mano y salió corriendo detrás de mi padre, en su estado alterado no se daba cuenta de que me iba casi arrastrando. “¡Vete! ¡Vete! No quiero volver a verte”. ¿Qué hace mi esposa aquí?, no puedo entenderlo. ¿Por qué me echa? ¿Qué hice? ¡Dios! ¿Qué hice? Ahora me iba como mi padre, sólo con lo puesto, sin casa, sin hijos, sin familia, sin nada. Me sentía tan confundido como se debió haber sentido él. ¿A dónde ir? No importa, hacia cualquier lado. ¿Qué voy a hacer? Tampoco importa. Durante muchos días anduve merodeando las inmediaciones de mi casa. No dormía, no comía. Recuerdo que por las noches de insomnio me dirigía a esos bares en los que se daban cita los personajes nocturnos: taxistas trasnochados, prostitutas al acecho, uno que otro travesti, y a lo mejor alguno como yo; alguno que hubiera perdido a su esposa y a sus hijos y que por las noches deambulaba confundido, tratando de encontrarse. En mi mente apareció la idea de pedir ayuda. La verdad es que no sé cómo surgió, ya llevaba cerca de tres meses en esa suerte de abandono. Esta idea empezó a crecer y se tornó una necesidad, así que empecé a averiguar quién podía ayudarme. Me quedaban claras dos cosas: la primera, que solo no iba a poder salir del estado en el que me encontraba, o que me resultaría muy difícil; y la segunda, que no quería estar mucho tiempo en ese infierno. Sin embargo, el factor detonante fue haberme encontrado con un amigo, el cual, coincidentemente, había estado casado hasta hacía tres años con una de las compañeras con las que compartía el departamento mi esposa cuando la conocí. Me invitó a tomar un café y como lo vi muy dispuesto a escucharme, abrí mi corazón y dejé que todos mis miedos afloraran como un torbellino. Cuál sería mi sorpresa cuando mi amigo se echa a llorar y empieza a contarme su propia desgracia al haberse alejado de su esposa y de su pequeña hija. En ese preciso instante me asaltó un gran pánico. Si él hacía tres años que se había separado Gobierno del Estado de Nuevo León
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y todavía estaba pegado en ese sufrimiento, yo tenía la certeza de que no iba a tolerar vivirme de la manera como lo estaba haciendo por más de un par de meses, así que redoblé mis esfuerzos por encontrar a alguien que me inspirara confianza para poder entregarme a una terapia que me facilitara el proceso de salir, cuanto antes y lo más íntegro posible, de esa situación. Al fin alguien me recomendó a una persona, por cuyos antecedentes estaba seguro de que algo iba a poder hacer con “mi caso”. Me dijeron que era una psicóloga medio bruja que había tratado con éxito a mucha gente, pero que era muy difícil conseguir un turno para ser atendido. Pero, como sucede en las ciudades relativamente pequeñas, una amiga de mi madre era a su vez conocida del sobrino de esta enigmática mujer, y por intermedio de él me pudieron conseguir una cita. Una persona pequeña de estatura, de pelo blanco, muy corto, gruesos anteojos y vestido largo abrió la puerta, me miró de arriba abajo y dijo: "Usted debe ser Jorge… mucho gusto, yo soy Giovanna. Adelante". A pesar de su dominio del castellano no había perdido su acento siciliano. Tomó asiento en una butaca con sus piernas muy juntas, las manos sobre el regazo y con una sonrisa me dijo: "Usted dirá, Jorge". Empecé a platicar, y por supuesto, como es habitual en esas circunstancias, la culpa la tiene cualquiera menos uno, y si pienso que ahora, al relatar hablo de “uno”, recuerdo aquel consejo oportuno que me dejó en descubierto: “Uno es ninguno”, así que, retomando… en esa época cualquiera podía tener la culpa, menos yo. De entrada me ubiqué con relativa comodidad en el papel del mártir y, para completar el cuadro, puse a mi ex esposa en el papel del verdugo. En el transcurso de mis reproches la mencionaba una y otra vez: su incapacidad para comprenderme, su mala conducta como esposa, su insensibilidad para con sus hijos, etc., etc. De repente, Giovanna se pone de pie y levanta el almohadón de su butaca, lo vuelve a acomodar, mira debajo de una mesita baja, detrás de una maceta y como me pareció curiosa su actitud, le dije: "Disculpe, Giovanna, ¿se le perdió algo?”, a lo que me respondió: "No, pero por un momento creí que su ex-esposa estaba con nosotros, ya que lo único que usted ha hecho es hablar de ella. Sin embargo, acabo de constatar que los únicos que estamos aquí somos usted y yo. Como yo ya soy demasiado vieja y no creo que a usted le interese hablar de mí, creo que la única alternativa es hablar de usted, hablar de Jorge, así que empecemos de nuevo. Usted dirá, Jorge”. Por un momento, después de haber visto todo ese despliegue de histrionismo, y de sentir que ahora, tal vez, por primera vez, sentía todos los faros apuntándome a mí, frente a esa primera invitación a hacerme responsable de mis actos, enmudecí.
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Estuve así un buen rato. Mi mente funcionaba de una manera totalmente acelerada y no lograba recomponer el libreto que me había aprendido de memoria con tantas repeticiones. Amigos, parientes y cuantos hubieren querido escuchar mi versión de los hechos tuvieron que soportar mi auto justificación, como si a alguien le interesara, del porqué de lo acontecido y de mi propia desgracia provocada, por supuesto, por mi despiadada esposa. De todas maneras, yo había construido una simpática y estúpida recreación de lo que llamaba realidad, en la cual yo tenía razón y mi esposa estaba completamente equivocada. Interrumpió mis desvaríos: "Mire, Jorge, vamos a hacer lo siguiente: si es que usted quiere realmente que yo lo ayude, usted se olvida en este mismo instante de su esposa; se va al campo, bien lejos, tal vez a una montaña, se lleva una bolsa de limones y no come absolutamente nada, sólo se toma el jugo de los limones y bebe abundante agua. Se queda todo el tiempo que pueda y camina muchas horas, después regresa y hablamos”. Se puso de pie, en un claro mensaje de que la comunicación había terminado. Me levanté sin mirarla, me sentía como el libretista al que le acaban de tirar delante de él la obra que sentía maestra. Me subí a mi camioneta y anduve deambulando por la ciudad. Sí, no se equivocan, no pasé una, sino un montón de veces por la puerta de mi casa; hasta me asomé temeroso por las ventanas intentando ver a alguno de mis hijos. Estaba confundido, la única receta que tenía eran las palabras de Giovanna y se me hacía muy duro cumplirla. Trataba de pensar en una terapia alternativa, pero ya había estado, mi ansiedad no la hubiera tolerado. Me dirigí a un parque, rodeado de enormes árboles, estacioné el carro en un callejón oscuro, coloqué las manos sobre el volante y me puse a llorar. No sé cuánto tiempo estuve en esa posición, lo que recuerdo es que mi camisa se iba empapando y que mi cuerpo se mecía por las convulsiones del llanto. No tenía una mejor opción, tal vez si era obediente ocurriría un milagro. Encendí el motor y me dirigí a las montañas. Capilla del Monte quedaba a 108 kilómetros de Córdoba, llegaría de noche. ¿Y después? El después empezaba a dejar de existir en mi mente, todo era aquí y ahora, todo era esta inmediata inspiración, lo que vendría no podía pensarlo. Mi vida, el proyecto de mi vida, lo que alguna vez creí que sería la puerta de mi felicidad ya no existía: ahora partía con rumbo incierto a un lugar del cual no estaba seguro de regresar.
A la orilla del lago Caminé cerca de 12 kilómetros por las sierras, oscurecía rápidamente y el camino se desdibujaba con las sombras. Sin embargo, y a pesar de lo inhóspito del lugar, no había en mi alma cabida para nada que no fuera mi auto conmiseración. En ese instante nada me importaba, al contrario, hasta un accidente lo percibía como una bendición. Quería llamar la atención aun dando lástima. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Mi único equipaje era un pequeño bulto con un par de mantas para pasar las noches y una bolsita con limones; iba deseoso de cumplir con lo indicado por Giovanna, con la esperanza de que ocurriera un acto de magia o un milagro. La noche se terminó de cerrar y ya era imposible continuar. Debajo de unos árboles frondosos al lado de un arroyo, tiré mi atado de mantas, las extendí y haciendo caso omiso a cualquier riesgo de posibles animales o insectos, me recosté sin poder conciliar el sueño pero observando a través de las copas de los árboles el fondo estrellado del cielo. Así estuve hasta el amanecer, escuchando los miles de ruidos del campo: el agua del arroyo pasando entre las piedras, el viento entre el follaje, el croar de las ranas, los grillos, los pájaros nocturnos. Con el pasar del tiempo fueron mudando unos sonidos por otros y junto con los ruidos también fue cambiando el paisaje. El cielo pasó desde una profunda oscuridad matizada con los dibujos de las estrellas a un tenue naranja que se fue convirtiendo en un azul suave y diáfano; recordé una canción popular de mi provincia de Córdoba: “Hay que andar y hay que andar para comprender que no hay cielo como el cordobés...”. Me acerqué al arroyo de aguas cristalinas y sumergí las manos y el rostro, el agua estaba helada. Cogí mis escasas pertenencias y reanudé la marcha, todavía faltaban muchos kilómetros por recorrer. Hacía tiempo que no transitaba por esos parajes, sin embargo, retenía las imágenes con bastante nitidez, sabía que al finalizar esa cuesta iban a aparecer el dique y la casa que sirviera de refugio a los que lo construyeron. Sentía que las fuerzas me flaqueaban, habían sido demasiadas emociones. Llegué con el último aliento, me recosté en el fresco de la galería de piedra y así me quedé dormitando y ensoñando. No sé cuánto tiempo transcurrió… horas, minutos. Me levanté y me acerqué a la orilla del dique. Pero he de platicarles un poco de ese curioso espejo de agua que se encuentra a unos mil 700 metros de altura. El dique “Los alazanes” fue construido a mediados del siglo XX, es un pequeño espejo de agua que sirve para abastecer del preciado líquido al poblado de Capilla del Monte. Todo el material utilizado para su construcción fue acarreado a lomo de mula. Se sembraron truchas en los arroyos que en él desembocan y no es muy visitado, ya que su único acceso es caminando a través de las sierras por caminos sinuosos y muy empinados. A excepción de algunos fanáticos de la pesca con señuelo, única forma permitida en la región, casi nadie llega. En esa época del año mi privacidad era total. No sé si esto era bueno o malo. De repente me asaltó la pregunta de qué estaba haciendo allí, sin comida, sin otra ropa que la que traía puesta. Sólo estaba cumpliendo con la recomendación de Giovanna. No, no sólo con eso, estaba aferrándome a una posibilidad ¿De qué?, no lo sabía, pero algo tenía que hacer, algo que me generara la esperanza que, de repente, todo volvería a ser como antaño. Ni siquiera podía darme cuenta de que no había tenido la capacidad de cristalizar ese sueño, ese sueño de contar con esa familia arquetípica que nunca tuve, tal vez por eso era tan idealizada, tal vez por eso la
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realidad en torno a este tema me generaba tanta violencia. Mi sueño: papá, mamá e hijos, viviendo en armonía. Me acerqué al espejo de agua, se podía ver el fondo y las nubes reflejadas en él como submarinos o enormes monstruos reptantes sobre las plantas acuáticas. De vez en cuando una trucha atravesaba raudamente el lago. Empecé a cumplir con la consigna que recibiera: caminar, caminar y caminar. Cada tanto me sumergía desnudo en las frías aguas del arroyo, dejaba que mi cuerpo se secara al sol y retomaba la caminata. Para el atardecer no sé cuántos kilómetros llevaba recorridos, la mayoría en círculos, de esa manera, estaba seguro de no perderme. Más que por temor, era por no quedarme sin la provisión de limones, los había dejado en el refugio y me había comprometido a hacer esa dieta rigurosa, no iba a fallar. Si la cumplía al pie de la letra quizás todo se convertiría en mi sueño. Regresaría a mi casa, y ahora sí, reinarían la armonía y el amor. No comprendía que estaba atrapado en lo que se llama el “círculo de la violencia”, tal como se lo escuchara decir a Jorge Corsi, famoso psicólogo argentino, quien aborda este tema, y que romper este círculo me demandaría mucho más tiempo del que mis ingenuos deseos me hacían vislumbrar. ¿Cuántos días estuve en el refugio de piedras?, creo que entre siete y ocho. En esos días mi mente deambulaba extrañada por parajes ignotos, distantes, los cuales se asemejaban a sueños y pesadillas más que a la realidad. A decir verdad, no podría contar toda esa porción de historia; una parte del tiempo me la pasaba alucinando, entre un reloj y un espacio inexistente, y la otra parte, sollozando, implorando, rezando, a veces en silencio, a veces a los gritos ¡Por qué! ¡Por qué! El eco me respondía la misma letanía…así se fueron agotando las horas. El último día, casi desfalleciendo entre las largas caminatas que duraban todo el día desde el amanecer hasta el atardecer, y la estrictísima dieta, sólo limones y un par de jarros de agua cogidos del arroyo, sumados al estrés y la angustia que no cesaba, decidí regresar. Esta decisión me produjo una sensación grata, la primera que experimentaba en muchos días. Tenía fe en que todo se iba a solucionar, como otras veces había pasado. Emprendí el regreso, me sentía como flotando en el aire, afiebrado, quemado por el sol intenso, sin fuerzas, pero así y todo, no me detuve ni un momento. Llegué a “La Toma”, así se llamaba el paraje en el que una hermosa olla natural repleta de agua cristalina, de aproximadamente unos tres o cuatro metros de profundidad, me aguardaba con su hermosa caída de agua. Sin pensarlo un segundo, tiré a un lado mi atado de mantas y, vestido como iba, me sumergí en el helado espejo. Fue como recibir un fuerte shock. Mi cuerpo, sudado y caliente después de unas siete horas de intensa marcha, se puso en contacto con las gélidas aguas de vertiente. La piel me ardía, pude aguantar sólo unos minutos y cuando salí el aire frío multiplicó la sensación gélida. Sin embargo, me reanimó muchísimo, tanto como para decidir mi regreso inmediato a la ciudad de Córdoba.
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Mi camioneta me aguardaba a escasos metros del lugar donde tomé el baño, pero mi ropa chorreaba agua. Me la quité y me quedé en calzones, había dejado en el asiento trasero una sudadera, ya que cuando emprendí la marcha no hacía frío, así que ahora me venía como anillo al dedo. No obstante, encendí la calefacción, no por mucho tiempo, ya que al empezar a bajar desde lo alto de la sierra el aire comenzó a templarse. Fueron pasando los pueblos y desde lejos divisé las luces de mi ciudad; llegué a la casa de unos amigos que me habían asilado momentáneamente hasta que encontrara un lugar donde vivir. Todavía no había buscado nada, ya que la sola idea me provocaba mucha angustia, estaba seguro de que todo se iba a arreglar. Me vestí con unos pantalones y una camisa que había comprado recientemente, y sin importarme la hora o si ella pudiese estar ocupada, me fui a ver a Giovanna. Toqué el timbre y en el acto ella apareció con una dulce sonrisa. Abrió la puerta de rejas y se hizo a un costado para permitirme el paso. Había un sillón enfrente de otro, parecía que me hubiera estado aguardando. Caí pesadamente, como si me desmoronara. Ella tomó asiento con mucha delicadeza, y ahora sí, sin perder la sonrisa me preguntó: — ¿Cómo le fue, Jorge? — Me siento afiebrado, cansado, no sé qué pensar. No he dejado de caminar por entre las sierras, horas, días. No tengo ningún otro deseo que no sea el volver a mi casa, estar con mi esposa, con mis hijos… — Perdone, Jorge, ¿sería tan amable de recordarme, cuál dijo que era su sueño más importante, el primer día que vino a verme? Ese sueño que, según usted, lo viene acompañando desde hace muchos años. — Trascender— respondí con seguridad. — Fíjese qué curioso, Jorge. Yo escucho que usted dice que su sueño más importante es trascender, ¿estoy en lo cierto? — Sí. — Sin embargo, cuando la vida le quita de encima todo eso que usted se empecina en llamar “mis” cosas: mi casa, mi esposa, mis hijos, mi trabajo, y todas esas otras “cosas”, usted, en vez de salir corriendo a esa cima que le aguarda y que representa su más ferviente anhelo, se pone a llorar y quiere empezar a recoger todo lo que ya está desparramado. Bueno, Jorge, ahora le recomiendo que se vaya otros tres días al campo, pero no busque sierras ni
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montañas, busque el llano y camine sin parar de la mañana hasta el atardecer, y cuando llegue la hora del ocaso, rece. Al ver mi cara de sorpresa, reiteró: —Sí, escuchó bien, rece, a ver si rezando y caminando se le disminuye esa soberbia que le impide ver más allá de sus narices—. Y sin agregar una palabra más, se levantó del sillón y se dirigió hacia la puerta. Me alejé tan sólo sollozando un buenas noches. Volví a mi camioneta y enfilé de nuevo para el campo, sólo que ahora debería ser un campo llano, así que tomé rumbo al sur, hacia la llanura pampeana. Otros tres días, para colmo empezó a caer esa lluvia que en España la conocen como calabobos y en Buenos Aires le dicen garúa. Es una llovizna finita que se va metiendo entre las ropas y te va empapando hasta los huesos. Ni la lluvia me impidió realizar mis caminatas. Al llegar la noche me estiraba, todo dolorido, sobre el asiento posterior de la camioneta y dormitaba. Estaba como embriagado, recuerdo la sensación: un sabor fuerte en la boca, un olor rancio que lo asociaba al miedo y la cabeza embotada de tantos pensamientos. Pero no hay fecha que no se llegue, así que al tercer día me encontré, peor que antes, volviendo a tocar el timbre de la que estaba empezando a percibir como la bruja de Hansel y Gretel; sin embargo, había algo que me inspiraba confianza, tal vez la misma confianza que le produce a un náufrago encontrarse sólo un ancla hundiéndose en el medio del océano, por lo que se aferra a ella como a su única salvación. De nuevo la sonriente y chaparra viejecita abriéndome la puerta; de nuevo los sillones esperándome; de nuevo mi cuerpo, más afiebrado que hacía unos días, desplomándose sobre los mullidos cojines y otra vez la misma pregunta: — ¿Cómo le fue, Jorge? Esta vez me tardé en responder. Es más, ni siquiera levanté la vista cuando le dije: — No doy más, quiero volver a mi casa, quiero pedirle perdón a mi mujer, quiero estar con mis hijos. ¿Puede usted entender eso? — Yo lo puedo entender. ¿Podrá su esposa entenderlo? Si el pájaro escapa de la jaula, ¿usted cree que es tan tonto para que regrese? — Voy a regresar a mi casa. — Está bien, inténtelo y regrese para platicarme cómo le fue. Mi casa no estaba muy distante de donde vivía Giovanna, así que en menos de diez minutos estaba estacionando mi carro en la puerta de la cochera. No me Gobierno del Estado de Nuevo León
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alcancé a bajar y ya mi esposa estaba tras la ventana enrejada de la sala diciéndome: — Tienes un minuto para subir a tu auto y regresar por donde viniste o llamo a la policía. — Pero… vengo a hablar contigo… — No tengo nada de qué hablar. ¡Lárgate! Quedó el eco del ventanazo flotando en el aire. Me aferré a las rejas de la cochera y me solté a llorar en silencio. Di media vuelta y de nuevo me dirigí a casa de Giovanna, no sabía a que otro lugar ir. Aparte, tenía una incapacidad total de aceptar esta realidad, la cual percibía como un condenarme a la orfandad, es más, como un despiadado abandono. No en vano, con el tiempo, la psicóloga con quien tomé terapia le puso un nombre a ese sentimiento: “síndrome de abandono”. Ahora sí, no quedaba ninguna duda de que Giovanna me estaba esperando, aparte me lo dijo: — Jorge, no se tardó mucho, y no pierda el tiempo contándome cómo le fue porque yo ya lo sé, además no podía ser de otra manera. — ¿Y ahora, qué hago? — Mañana por la mañana temprano va, busca un abogado, e inicia la separación y el divorcio. Fue como un mazo asestándome con violencia en la cabeza: divorcio, separación. Si a eso le había estado huyendo por diez años. Ahora, por más que hubiera corrido ya me alcanzó, me alcanzó la misma historia de mis padres. Ahora mis hijos pasarían lo mismo que yo. No, no podía ser, tenía que haber otra solución. No hice nada; a los tres días recibí un citatorio de un abogado. Mi esposa estaba pidiéndome el divorcio. Accedí, no sin antes intentar un par de veces más dialogar con ella, inútilmente, por cierto. — Así fue, Doña Paula, a lo mejor me olvido de algunas cosas, pero esto es lo que recuerdo. Me encantaría que un día pudiera conocer a Giovanna. — En lo que respecta a esa señora, estoy segura de que un día la conoceré, y no sólo la conoceré, además la reconoceré porque entendí su palabra y hay cosas “de verdad”. En cuanto a lo que usted recuerda, eso es lo importante, y nosotros trabajamos con lo importante. Lo otro lo dejamos por la paz. Mire, Jorge, estoy viendo que usted mira todo separado…Y antes que me pregunte, yo le voy a decir qué es eso de estar mirando todo separado ¿Todo esto que me platica pasó hace muchos años? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Sí, como seis o siete años. — Entonces, ¿para qué lo sigue cargando? — Doña Paula, no sé. No tengo idea, es como si formara parte de mí. — Ya veo, se le metió en todo el cuerpo y lo está envenenando. — ¿Y qué hago? — Nada, usted quiere resolver todo haciendo algo, no tiene que hacer nada; sólo darse cuenta que no tiene que hacer nada, y que ese no hacer nada también es no hacer de burro, cargando las cosas que ya no están. — ¿Cómo es eso de estar separado? — Así, mire: Este pan, ¿lo ve?, está unido; ahora, si yo lo jalo de una de las puntas para un lado y la otra punta para el otro, mire lo que pasa. Se convierte en dos pedazos. ¿Es este el mismo pan que hace un rato? No, usted no me diga nada, escuche mis preguntas, pero no son para que las responda como loro enjaulado, es más, no son para que me las responda de ninguna manera. Usted ya debe entender que existen muchas clases de preguntas, de todo tipo. Algunas “son” para que uno dé razón de las cosas, otras “son” para llevárselas en silencio hasta que hagan su propio trabajo, otras preguntas “son” para destrabar la mente y nunca llegar a las respuestas, porque no la tienen. A cada “son” mi madrina le ponía un énfasis especial, como si recitara una receta de cocina en la que fuera vital recalcar sus componentes. Y continuó: — La pregunta no es para dividir a la persona, la pregunta es para unir a la persona, para hacer que la mente se centre en toda su atención y no ande de un lado para otro. Pero la vida de la pregunta la crea el hombre de conocimiento, el que sabe qué quiere lograr con esa pregunta, no con otra, sino con ésa. Puede ser como un dardo, fuerte y poderoso, a través de la pregunta correcta se puede lograr la acción, el movimiento de la mente para “agarrar” las cosas y sus derivados. Por eso no se apure, escuche la pregunta y después vemos. — Creo que comprendo, Doña Paula. — Dígame madrina hasta que conozca mi nombre “efectivo”, al fin y al cabo yo lo bauticé con el agua sagrada del Río Jordán, la misma con la que bautizaron a nuestro Señor Jesucristo. Ya le platiqué de la señora que fue a Tierra Santa, ¿no?
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— Sí, ya me platicó, pero para mí usted es mucho más que una madrina. Para mí, en esta parte de mi vida, usted es la persona que me está acompañando a comprender cuál es el sentido de todo este deambular. — Bueno, le decía que usted está separado y voy a batallar mucho en tratar de unirlo si usted no me echa una mano. — Y ¿qué puedo hacer? — ¡Órale con el hacer! Cuántas veces le tengo que decir que no hay que hacer nada, ¿cómo va a hacer algo si ya está todo hecho? ¿Se cree que le resultó fácil a Diosito hacer todo, para que usted meta la mano? Nada de eso. Ahora verá la explicación que le damos a esta separación. Fíjese, a usted le contaron un montón de cuentos, ¿se acuerda de alguno? Sé que había en esa aseveración un doble significado: por un lado se refería a mi credulidad respecto a las lecturas compartidas junto a los “lectores” o al tiempo invertido con ellos en nuestras pláticas, y por otro lado, efectivamente, se refería al hecho que, de niño, mi madre nos narraba algunos cuentos a mis hermanas y a mí. — Recuerdo un cuento que solía contar mi mamá. Venía en un libro que se llamaba Corazón, y éste, en particular, era “De los Apeninos a los Andes”. — ¿Y de qué se acuerda de ese cuento? — Bueno, la verdad que de muy poco; se trataba de un niño que había perdido a su mamá y salía a buscarla. También recuerdo que pasaba por un montón de peripecias recorriendo muchos países hasta reencontrarse con ella. Recuerdo que era muy triste y que con mis hermanas llorábamos cada vez que nos lo contaba. —Tantos cuentos que escuchó, que al final uno lo atrapó. — ¿Y cuál cuento es ese que me atrapó, madrina? — El propio, su propio cuento, ese cuento que se cuenta cada vez que puede y que lo hace llorar, que lo hace sentirse triste y dar vueltas y vueltas sobre cada asunto. — Pero si no es cuento, es como yo viví las cosas que sucedieron. — Por eso mismo, es como “usted” vivió las cosas, pero las cosas tienen su propio movimiento, las cosas cumplen con su destino y usted no puede andar ordenándolas de aquí para allá. Las cosas son las cosas, y me voy a cansar de Gobierno del Estado de Nuevo León
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decirle que por más que usted haga muchas historias y cuente muchos cuentos, eso no quiere decir que “agarra” las cosas en un tanto. No tiene las cosas por efectivas, por lo que son, usted le pone otros nombres y así se pierde de lo mejor. — Por favor, madrina, explíqueme lo de la separación. ¿Cómo es eso del pan y de que yo estoy separado en dos mitades? — Yo no dije en dos mitades, a decir verdad, está separado en un montón de mitades. Un pedazo por aquí, mire, más o menos por aquí, otro por allá y más allá otro, y hasta estoy segura que debe estar todo el camino regado de pedazos suyos. ¿Sabe por qué? — No, la verdad no sé por qué pude haber dejado pedazos míos por todos lados. — Porque su cabezota no para, su mente no encuentra reposo, a una afición por una cosa sigue una afición por otra, y así nunca va a estar en un tanto con lo importante. Lo importante sólo se “agarra” en el silencio. — ¿Cuándo uno empieza a dividirse? — Uno es ninguno. Yo le puedo decir cuándo usted empezó a dividirse. Usted empezó a dividirse cuando se dio cuenta de que podía ser diferente a lo que era. La mayoría se divide por lo mismo, algunos no; algunos nos dividimos para aprender más rápido, pero no le puedo explicar eso ahora. — Madrina, ¿cómo me dividí? — Todos nacemos como una pieza entera, así como este bastón no tiene ningún nudo ni está pegado o atado, pero cuando empezamos a mirar los nombres de las cosas y a utilizar esos nombres y meterlos en nuestra cabeza empezamos a tejer historias que no son efectivas frente a lo importante. Usted carga con todo lo que los demás quieren que usted sea. Ahora llora porque se separó, mañana se lamenta porque no tiene dinero, pasado porque un hijo se fue de su casa, y anda uno rodando. Como dice la canción: “una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar…” ¿La escuchó? Bueno, así es la vida de la mayoría de la gente que viene por aquí a consultarme sobre un asunto y otro asunto. Siempre su mente está poniéndole afición con lo que pudo ser y no pudo, con lo que le hubiera gustado a mamá, con lo que le hubiera gustado a papá, con lo que a usted le hubiera gustado para sus hijos. Y así, uno trata de disfrazarse como si fuera todo eso que no es. Y se da aire de “importoso” (de importante o engreído). Es un gatito y quiere gruñir como un león, y para colmo de desgracias, cada vez que gruñe escucha que es un Gobierno del Estado de Nuevo León
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gatito y confía en que los demás no se den cuenta de que usted es un gatito lleno de miedos. Todos le escuchan, pero al gatito, no al león ¿Cómo van a escuchar al león, si no existe? El león está sólo en su cabezota. Entonces, siempre está esforzándose inútilmente para parecer un león y descuida al gatito. Hasta que el león se come al gatito y ya no hay posibilidades. Porque el gatito es lo real, con el gatito se puede hacer algo, con el león no podemos hacer nada porque no es real. Así es como se separa, se divide. Después aparece el águila, el gorrión, la serpiente y el gusano, y cada vez se divide en más partes, y luego viene el lío: si le pasa algo y alguno que sepa lo quiere ajustar, no sabe por dónde empezar. — Madrina, ¿me dice que yo me separo por no aceptar lo que realmente soy? — No sólo es no aceptar lo que es, además es querer mostrarse de otra forma, así se complica mucho más la cosa. Porque si a usted no le gusta como es, bueno, ni modo, así le tocó y ya, usted sigue caminando y en el camino pueden suceder cosas. Pero, si usted vive mintiendo que es otra cosa, ¿cómo va a llegarse a conocer, si ni siquiera se acepta? Piense, Jorge, ¿se puede conocer lo que uno está negando? ¿Puede saber acerca de la realidad de algo cuando todo lo que encuentra se lo pone encima para esconderse? Se pone difícil, ¿no? Si a mí viene alguien a verme yo me doy cuenta, antes de que ponga un pie, a qué viene. Sin embargo, cuando le pregunto ¿qué la trae por aquí?, a veces me responde: “Aquí nomás, sin asunto”. Entonces ahí nomás las agarro en el aire y le digo: ¿Sabe qué?, ahorita mismo se me va de aquí, porque yo no tengo tiempo que perder con gente sin asunto. Entonces cambia la cosa, ya me dice: “No, ¿sabe qué, Doña Paulita?, es que tengo a mi hijito en el ‘bote’”. Entonces, ahora sí podemos hacer algo. ¿Entiende, Jorge? Con la mentira no se puede ni empezar a trabajar. Y la mayoría de la gente se forma de la mentira, de no querer aceptar lo que son, por eso es que se separa en un montón de pedazos, y mientras la cabezota trata de juntarlos para que los demás no se den cuenta que están mintiendo, más se vuelve torpe la cabeza, porque no le encuentra sentido; y sin embargo, allí está todo el día dándole vueltas al trapiche, dice que para hacer miel y lo único que hace es acumular penas. ¿Cómo ve? Por eso yo le digo que no cargue con todas esas cosas, porque mientras más cosas carga, más se separa, más pedazos suyos hay desparramados por todos lados. Así está difícil parar la cabezota, y la mente se va a atormentar más hasta que la vida se haga insoportable. — Madrina, ¿a usted le parece que por agradar a otras personas, como a mi madre o a mi padre, yo dejé de ser yo para convertirme en un montón de pedazos, esperando satisfacer las expectativas de otros? — No, no me parece, estoy segura de que usted está separado porque yo lo estoy viendo, y no estoy ciega para no verlo. Ya le dije, puedo decirle por Gobierno del Estado de Nuevo León
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dónde andan sus pedazos, pero no ganaría nada: al rato estarían de nuevo dispersos por todos lados. Menos mal que hoy tengo la medicina efectiva. Vamos a intentar el parar un poco la mente. Para eso tenemos que concentrar los pensamientos en un punto de la cabeza, para que todo el resto se sosiegue. Veamos. Siéntese en esta silla, córrala aquí, más cerca del fogón, porque tengo que calentar la medicina. Ponemos un poco de aceite de abeto, ceniza y uno de esos chicles blancos; ahora lo mezclamos bien mezclado, lo calentamos para que se derrita. Tome, mastique bien este chicle, lo vamos a poner al último. Y ahora, déjeme que busque un pedacito de papel o de lienzo blanco. — Madrina, aquí ya tengo el chicle bien masticado. — A ver. Ahora lo pongo en esta cazuelita junto con lo otro y vuelvo a mezclar bien. Arrímese y baje tantito la cabeza porque si no, no veo bien. Doña Paula hizo con sus dedos una pequeña bolita con la mezcla entibiada y me la pegó justo en la coronilla, luego la aplastó con sus dedos contra mi cabeza y le asentó el pedacito de papel blanco sobre la sustancia resinosa. Me lo toqué para cerciorarme de que no se me iba a desprender fácilmente y cuando sentí que estaba bien asegurado bajé los brazos y me retiré del fogón. Oí la voz de Doña Paula: — Bien, ahí se lo deja… se le va a caer dentro de como un mes. — Madrina, ¿para qué es esto? — Ya le dije, es para que todo el ruido de la mente se concentre en un punto entonces la mente deja de estar atormentada por tantas historias. Así puede seguir cada uno de sus cuentos y ver dónde está la raíz. Una vez que encontramos la raíz de las cosas nos damos cuenta de sus derivados. La arrancamos y seguimos podando todas las derivaciones que echó, hasta que lo poco que queda se va secando y ya no le tenemos que poner ninguna afición. — ¿Podemos hablar más de esta separación? — ¿Para qué? Si ahora usted va a experimentar sin hablar de que la mente se puede quedar más tranquila con esta medicina, es bien efectiva. Si no llega a funcionar, siempre tendremos el cuarto ese de abajo para dejarlo una noche, y ahí sí que está peor. Busque alguno de esos libros suyos a ver si encuentra algo de la separación de la mente, a ver si consigue otro remedio y me comparte. — Le prometo que así lo haré, madrina. — Usted no ande prometiendo nada ni a nadie. ¿Qué es eso de andar prometiendo?, usted haga lo que pueda y si no se puede, no se puede. En Gobierno del Estado de Nuevo León
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cuanto a toda esa historia que me contó, de su papá y de su mamá y todo eso, me entristeció por el niño, pero ahora le digo al hombre que no se la crea, que así no fueron las cosas, fueron muy diferentes… pero bueno, así las acomodó porque de algo le sirvió. — No entiendo bien. — Ya entenderá, algún día entenderá. Y ahora mejor se va porque se viene la tormenta y me parece que esta vez va a estar bien recia, si crece el arroyo ya no se va a poder regresar. Váyase tranquilo y me le manda muchos saludos a sus muchachitos. — La bendición, madrina. Con su bendición y su imagen recortada sobre el umbral de la puerta, me despedí desde el carro. Las primeras gotas se estrellaron contra el parabrisas. Al cruzar el arroyo seco éste traía un hilo de agua, tenía que apurarme, en el otro recodo tendría que volver a cruzarlo, pues si venía lloviendo desde el sur era muy probable que empezara a bajar agua de las montañas y eso era muy peligroso. Agudicé el oído y aceleré. En el otro cruce ya el agua bajaba con fuerza, pero me sentí confiado para atravesarlo y no tuve ningún problema. Cogí el camino paralelo a la vía del tren y enfilé para mi casa en Monterrey. El camino recibiendo la lluvia, en ese lugar desértico, era realmente una bendición. Bajé los vidrios y dejé que el agua y el olor a tierra mojada se deslizaran por las ventanas. Lamenté tener que volverlas a cerrar porque el agua se metía copiosamente y mojaba el tapizado. Entre luces de carros, sorteando enormes charcos llegué a mi casa. No había nadie. Sobre la mesa una pequeña nota: “Papi: nos fuimos con Aníbal a comer sushi, enseguida regresamos. Ulises”.
Mi hogar: un refugio Subí al cuarto en el que había montado mi improvisada biblioteca; los libros eran mis amigos, no los podía dejar por el simple hecho de sentirme solo. Aparte, había tomado por rutina que, cada vez que mi madrina sacaba un tema nuevo, tenía que ponerme a investigar como rata de librería, a ver si encontraba algún material que reforzara o aclarara lo que ella platicaba. Todavía no me resultaba fácil seguir una conversación fluida, ella usaba expresiones que no me eran familiares. Así que, si encontraba algo parecido y en un lenguaje más accesible, podía reordenar con un poco más de claridad mis ideas. Comencé mi pesquisa. Este libro es nuevo, me lo regaló la esposa de un amigo a la que le encanta: Osho, me voy a fijar en el índice a ver si tiene algo interesante. Aquí dice algo que tal vez esté relacionado con lo último que me dijo mi madrina: “La víctima”. Al menos algo así entendí que me había tratado de decir en torno a mi historia y a la separación que ésta me producía. Al libro lo había leído hacía tiempo, Gobierno del Estado de Nuevo León
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de hecho estaba como acostumbro, todo subrayado, así que me limité a leer esas partes resaltadas en amarillo: ¿Por qué no te conoces a ti mismo? (…) Y el error es que se ha creado dentro de ti una división. Has perdido tu integridad. (…) siempre estás interesado en el ideal “cómo deberías ser”, olvidándote de quién eres. Tu lenguaje se ha convertido en un idioma de deber y convenir mientras que la realidad sólo consiste en ser. La rosa no intenta convertirse en una flor de loto, y la flor de loto nunca intenta convertirse en una rosa. Por tanto, no están neuróticas. Deber y ser son enemigos. (…) Y cuando no hay ningún ideal, te encuentras con la realidad. Entonces tus ojos están aquí y ahora, están presentes en lo que eres. Desaparece la división, la separación. Eres uno. Por eso eres incapaz de conocerte. ¿Cómo te vas a conocer si no te aceptas? El dolor psicológico existe porque estás dividido. El dolor significa separación y la felicidad significa no-separación. La alegría no es una meta, es un derivado. Es la consecuencia natural de la unidad, de la unión. Osho, 2000: 23-25
No podía decir a ciencia cierta si era a esto a lo que se refería mi madrina cuando me decía que estaba separado; de lo que no me podía quedar ninguna duda era que me vivía al menos en dos estadios muy diferentes. El primero, se caracterizaba por un esfuerzo continuo por estar aquí y ahora; el segundo, por los recuerdos que surgían en mi mente, de un tiempo que llamo pasado. La lucha que se producía entre estos dos espacios me generaba ansiedad, casi de manera permanente, por la tensión, no sólo psicológica, sino también física y emocional. A veces, hasta me impedía conciliar el sueño o estar atento a una plática, por más interesante que ésta fuera. Había aprendido a detectar algunas cosas o palabras que actuaban como disparadores de mi mente. Cuando algunos de estos detonantes irrumpían en mi vida, me llevaban a esos recuerdos y me hundían en un mar complejo de especulaciones y sensaciones. Éstas me generaban angustia, coraje y otros sentimientos, los cuales bloqueaban cualquier intento de relajación o de fluir en la circunstancia en la que me encontraba. Las manifestaciones físicas eran un sudor profuso de las manos y axilas, respiración agitada, tensión muscular, sobre todo en la espalda; psicológicamente me ganaba una confusión, algo así como un embotamiento general de todos los sentidos, que me impedía eslabonar un pensamiento profundo, comprometido. Eran más las ganas de salir corriendo, que las de enfrentar Gobierno del Estado de Nuevo León
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una situación que desde todos los ángulos me enajenaba. Había logrado detectar estas dos fuerzas encontradas, pero me sentía impotente para que la confrontación cesara; al contrario, mientras más trataba de eludir a una de las fuerzas, parecía que las alimentaba y se volvían más intensas, sólo aminoraban cuando física, emocional o psicológicamente quedaba exhausto, ahí me entregaba al proceso de fluir o, simplemente, a observar la contienda. Tenía la esperanza de que mi madrina pudiera explicarme el origen de estas dos fuerzas. ¿De dónde provenían? ¿Qué las causaba? Siguiendo el consejo de mi madrina quise dejar las preguntas en el aire. Releí la oración que me regaló un amigo que practicaba Kung Fu: Credo de un guerrero Carezco de padres: la tierra y el cielo serán mis padres. Carezco de hogar: la conciencia será mi hogar. Carezco de vida y muerte: el ritmo de la respiración será mi vida y mi muerte. Carezco de fuerza divina: la honestidad será mi fuerza divina. Carezco de riqueza: la comprensión será mi riqueza. Carezco de secretos mágicos: el carácter será mi secreto mágico. Carezco de cuerpo: la resistencia será mi cuerpo. Carezco de ojos: el destello del rayo será mis ojos Carezco de oídos: la sensibilidad será mis oídos. Carezco de miembros: la presteza será mis miembros. Carezco de estrategia: lo no oscurecido por el pensamiento será mi estrategia. Carezco de proyectos: tomar la ocasión al vuelo será mi proyecto. Carezco de milagros: la acción correcta será mi milagro. Carezco de principios: la capacidad de adaptación a las circunstancias será mi principio. Carezco de táctica: la vacuidad y la plenitud será mi táctica. Carezco de amigos: el espíritu será mi amigo. Carezco de talento: la agudeza será mi talento. Carezco de enemigos: el descuido será mi enemigo. Carezco de armadura: la benevolencia y la virtud serán mi armadura. Carezco de castillo: el espíritu inmutable será mi castillo. Carezco de espada: la ausencia de interés propio será mi espada. Samurai (anónimo) siglo XIV
Así me sentía, lleno de carencias y sin la fuerza moral de este guerrero samurai; el releer este credo me brindaba la fuerza para confiar en mi propio proceso. También las carencias son un buen comienzo. Tal vez algún día pudiera aceptar la renuncia a lo externo y que lo interior brillara con esa misma fuerza, por lo pronto sabía que tenía que trabajar en mí mismo, en esa separatividad que sufría, pero cuyas causas Gobierno del Estado de Nuevo León
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me eran desconocidas. Escuché el ruido de la cerradura de la puerta, seguro eran mis hijos que regresaban de cenar. Dejé los libros y los recuerdos. Bajé a recibirlos y me senté en la sala. Los escuché, los observé y me descubrí en sus gestos, en sus palabras, en sus risas. Simplemente escuché y descubrí más de mí que si hubiera dado cien discursos.
Reflexiones Muchas veces consideré que había encontrado en Doña Paula a la madre que había dejado en Argentina; en torno a ella había restablecido un vínculo afectivo que me hacía sentir seguro. Estaba convencido de que podía contar con ella. Sin embargo, sus métodos no ortodoxos hacían que mi mente estuviera permanentemente alerta, no podía especular con ella, siempre me dejaba en descubierto, y al hacerlo me sentía desnudo, es más, me sentía como un verdadero tonto. El bucear entre mis apuntes de maestría, entre los libros o el intentar platicar con alguno de los pocos amigos con que contaba mitigaba mi ansiedad, pero no me liberaba de la necesidad de ir “más allá”, eso era lo que yo sentía que me prometía Doña Paula. Para mí cobraba vida el mundo mágico de tantos autores que me han cautivado, un mundo cuyo camino iniciaba en el panteón de Villa de García y se extendía hasta Sabanillas, un camino que nunca transitaba el mismo Jorge que salía de Monterrey, por eso era un camino sin retorno. Mi madrina me brindaba una manera muy original de darme cuenta cómo respondía a constructos cristalizados de manera arbitraria, y de cómo estos condicionantes me impedían ver una realidad “viva”, por lo tanto cambiante, llena de posibilidades. Cuando lograba conectarme con la idea del cambio, a la que me instaba mi madrina, la ansiedad, alentada en gran medida por todos mis sentimientos de culpa, desaparecía. El mundo se transformaba en algo sin límites, sin definiciones, en el cual todo era factible. Era tan amplio este concepto, que estoy seguro de que si no lo hubiera abordado de su mano me hubiera producido un miedo espantoso, pues los márgenes se desdibujaban de tal manera que aquello, aparentemente absurdo, estallaba en infinitas posibilidades. Cuando recapitulo sobre los conceptos de Carl Rogers acerca de lo que él llamó aprendizaje significativo, observo que punto por punto era conocido intuitivamente por Doña Paula. Digo intuitivamente porque no sé de qué otra manera llamarlo, dada su condición de analfabeta en un medio sumamente rudimentario; no necesito argumentar acerca de su potencialidad natural hacia el aprendizaje, tal vez no el aprendizaje convencional, pero sí un aprendizaje tan significativo que le posibilitó, junto a su supervivencia, su desarrollo integral como persona comprometida consigo misma y con los demás. Doña Paula no enseñaba absolutamente nada, por el contrario, me hacía recordar el diálogo de Zaratustra con el viejo que se encuentra en el bosque, quien le sugiere que no se dirija al valle a dar su conocimiento a los hombres, sino más bien que les quite algo, ya que su carga es demasiado excesiva. Ella aventaba alguna historia o invitaba a realizar un recorrido, y a través de su acompañamiento, no sólo con la palabra sino con todo su cuerpo, con toda su emoción, exigía reflexionar Gobierno del Estado de Nuevo León
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acerca de lo que cada uno veía. El permanente juego de cambiar los encuadres perceptuales o referenciales invitaba a buscar respuestas más allá de las consabidas y estereotipadas, a transformarse en creativo, a recrear los propios espacios y a reelaborar la propia historia de vida. Tal vez sus métodos poco ortodoxos pudieran hacer creer a los escépticos que sus resultados no eran totalmente efectivos; sin embargo, la certeza, su fe en la sabiduría organísmica y su entrega al proceso de expansión del ser interno, a la armonía de la naturaleza y a las fuerzas que convergen en ésta para facilitar los procesos de desarrollo la llevaban a vivir, como ella misma decía, “en manos de la Providencia”. La educación humanista no es una realidad hasta que no se transforma en un aprendizaje significativo. Doña Paula se vivía tan en contacto con su conciencia y con los movimientos naturales de ésta, que resultaría sorprendente —al evaluar los conceptos de experiencia cumbre o de personas trascendidas, ya no hablemos de personas realizadas, citadas por Abraham Maslow—, darnos cuenta de que vivía en un estado expansivo, más allá del tiempo y de las limitaciones de los sentidos ordinarios. Recordar a mi querido amigo y maestro José Gómez del Campo, al compartirnos sus aprendizajes y sus propias vivencias en la búsqueda de la congruencia, la empatía, la asertividad y la aceptación incondicional, me hace constatar que el conocimiento es uno, no importa cuál sea la fuente en la que se abreve, pero, sin lugar a dudas, es coincidente. La educación humanista. Hipótesis de Rogers sobre el aprendizaje significativo: 1. El ser humano posee una potencialidad natural para el aprendizaje. 2. El aprendizaje significativo tiene lugar cuando el estudiante percibe el tema de estudio como importante para sus propios objetivos, su supervivencia y su desarrollo. 3. La enseñanza es una actividad sobrevalorada y relativamente poco importante. El aprendizaje es la actividad más importante y no suficientemente valorada. 4. No se puede enseñar directamente a otra persona, sólo se puede facilitar su aprendizaje. 5. El tipo de aprendizaje que implica un cambio en la organización del self es amenazador y existe la tendencia a rechazarlo. 6. Los aprendizajes amenazantes para el self se perciben y asimilan con mayor facilidad si las amenazas externas son reducidas. 7. Cuando no existe una amenaza al self, la experiencia se percibe de otra manera y resulta más fácil el aprendizaje. 8. La mayor parte del aprendizaje significativo se logra mediante la práctica. Gobierno del Estado de Nuevo León
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9. El aprendizaje significativo se facilita cuando el alumno participa de manera responsable en el proceso de aprendizaje. 10. El aprendizaje auto iniciado que abarca la totalidad de la persona (su afectividad y su intelecto) es más perdurable y profundo. 11. La independencia, la creatividad y la confianza en sí mismo se facilitan si la autoevaluación y la autocrítica son básicas y la evaluación de los demás es relegada a segundo término. 12. El aprendizaje social más útil en el mundo moderno es el aprendizaje del proceso del aprendizaje, que significa adquirir una continua actitud de apertura frente a las experiencias e incorporar al self al proceso de cambio.
Objetivos del aprendizaje significativo: Ayudar a los estudiantes a convertirse en personas que: ß
Sean capaces de tener iniciativas propias para la acción, y de ser responsables de sus acciones.
ß Puedan elegir y auto dirigirse inteligentemente. ß
Aprendan críticamente y tengan capacidad de evaluar las contribuciones de los demás.
ß
Tengan conocimientos relevantes para la resolución de problemas.
ß Sean capaces de adaptarse flexible e inteligentemente a situaciones problemáticas nuevas. ß Utilicen sus experiencias en forma libre y creadora. ß
Cooperen eficazmente con los demás en diversas actividades.
ß
Trabajen no para obtener la aprobación de los demás, sino en términos de sus propios objetivos socializados. Maestro José Gómez del Campo (apuntes de su clase).
Cuando mi madrina jugaba con los escenarios, cuando desarmaba los patrones habituales de conducta, cuando desestructuraba la inercia de los sentidos ordinarios, me brindaba la posibilidad de descubrir, a través de la inocencia y de la espontaneidad, un mundo mucho más real, un mundo vivo en el cual el ser tenía no sólo cabida, sino Gobierno del Estado de Nuevo León
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un lugar de privilegio. He ahí lo significativo de compartir junto a ella este siempre cambiante y nuevo mundo. Quizá la forma de llegar sea renunciar antes de empezar a esforzarse. “El esfuerzo lo aleja”, decía mi madrina, “tal vez le sea útil cuando arranca, pero después lo tendrá que dejar”. Carl Rogers inició su vida con mucho esfuerzo, y con el tiempo, con el verdadero conocimiento, se fue transformando en un niño y, a través de los grupos de encuentro, a vivirse para los demás. Creo, que este vivirse para los demás es alejarse del ego, como diría Jesús Vergara (SJ) en una de sus conferencias, la cual tuve el gusto de escuchar: «Mientras exista el ego, el “otro” no puede tener ninguna cabida en nosotros». Los grupos de encuentro funcionan cuando el facilitador depone su ego para acompañar a “otros” en contactarse con su verdadero self. Doña Paula vivía en el encuentro con “otros” y con todo lo que la rodeaba.
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CapĂtulo II Todo final es un comienzo
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Capítulo II Todo final es un comienzo 11. Tai, La Paz Arriba: Kun, Lo Receptivo, La Tierra. Abajo: Kiën, Lo Creativo, El Cielo. Lo Receptivo que desciende está arriba. Lo Creativo que asciende está abajo. Sus influencias se encuentran y están en armonía, de manera que todos los seres florecen y prosperan. Este hexagrama pertenece al primer mes (febreromarzo), durante el cual, las fuerzas de la naturaleza organizan la nueva primavera. El Juicio Paz. Lo pequeño parte: viene lo grande. Buena fortuna. ¡Éxito! El hexagrama alude a una época de la naturaleza cuando el Cielo parece estar en la Tierra. El Cielo se coloca debajo de la Tierra; así ambas energías se unen en íntima armonía. Se genera la Paz y bendición para todos los seres. En el mundo de los hombres esto corresponde a un tiempo de armonía social. Los hombres de alta posición muestran condescendencia con sus inferiores; éstos a su vez se encuentran bien dispuestos para con los de arriba. Así terminan las hostilidades. La Imagen El Cielo y la Tierra se unen: la imagen de la Paz, así el soberano separa y perfecciona el curso del Cielo y de la Tierra, impulsa y ordena los dones del Cielo y de la Tierra apoyando la causa del pueblo. I Ching, El libro de los cambios, 1976: 112,113
Salí de la oficina a la hora habitual: una y media de la tarde. Cogí la calle Simón Bolívar y al llegar al Hospital Universitario di la vuelta a la derecha. Justo a mano izquierda Gobierno del Estado de Nuevo León
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estaba el estacionamiento; hacía un calor espantoso, di un par de vueltas dentro del estacionamiento buscando algún lugar donde dejar el carro, descendí y, en el momento de abrir la puerta, me llegó todo el bochorno del exterior. Los guardias de la caseta ya me conocían, me habían visto casi a diario. Pagué los cinco pesos de cuota y crucé como un robot la calle. Hacía tiempo que había dejado de pensar en un posible milagro, esperaba el final. Lo único que mi corazón deseaba era que el desenlace fuera suave, que fuera un despegarse lentamente de esta vida y empezara a transitar algo que yo ignoraba pero que, por lo visto, mi madrina sí conocía, al menos quería pensar eso. Como justificación me decía que mi madrina contaba con la brújula necesaria para guiarse en ese tránsito hacia la muerte o a ese otro estado desconocido. Estos pensamientos inundaban mi mente cuando, de repente, me vi en el lobby del hospital. Estaba, como siempre, lleno de gente. Parecía un gran campamento improvisado, como si hubiera habido un gran desastre y este reducto fuera parte del campamento de refugiados. Algunos estaban durmiendo en el piso al lado de sus bolsas de ropa y alimentos; otros, recostados en las sillas, y el grupo de burócratas indolentes detrás del mostrador, otorgando permisos para poder ver al paciente que esperaba con ansias esa visita. Miré para todos lados a ver si podía identificar a algunos de los hijos de Doña Paula. No me extrañó para nada ver a Mona y Nabor, mis ahijados, mis compadres, la hija y el yerno de mi madrina. Ni por un momento se habían alejado de su madre. Silenciosos, a veces pasando hambre, descansando donde podían, siempre ahí estaban. A veces, tan estaban que se confundían con el paisaje humano, había pasado junto a ellos sin siquiera verlos; sólo cuando me llamaban y volteaba hacia donde provenían las voces podía distinguir en sus rostros una sonrisa, diría que de gratitud, por mi presencia. ¡Qué poco hace falta para sentirnos humanos! — ¿Cómo ha estado tu mamá, Mona? — Parece que la iban a sacar de donde estaba para llevarla a una sala. — ¿Han comido? — Anoche vino Tito y nos trajo unos tacos. — Vamos a comer algo, después subo con tu mamá. Nunca necesité un papel para ir a ver a mi madrina, pasaba con la seguridad que inhibe al otro de cualquier reclamo, lo aprendí en las épocas en que trabajaba en la administración pública. Uno mira fijamente a los ojos del guardia, lo saluda con seguridad, como si fuera el dueño de la propiedad por la que transita, y en ningún Gobierno del Estado de Nuevo León
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momento hay que dudar, tan sólo seguir adelante. En tantos días de ser persistente con esa actitud ya los guardias me saludaban: “¿Cómo le va, doctor?”, o “Buenos días, doctor”. Irrumpía con tanta resolución, que muchas veces me pasaba de largo el recodo donde estaba la escalera que me llevaría al quinto piso, a cuidados intensivos. Entraba a la sala y me dirigía a la cama donde estaba mi madrina. Las enfermeras me miraban con curiosidad, a tal punto que un día ya no soportaron más y me preguntaron: “Perdón, ¿usted es algo de la señora?”. Muy orgulloso respondí: “Sí, soy su ahijado”. Me miraron de arriba a abajo y creo que la confusión en sus mentes, en ese momento, fue mayor que cuando sólo era un interrogante no manifiesto. Ese día el sorprendido, el confundido, iba a ser yo. Al dirigirme a la cama en la que solía yacer mi madrina la encontré vacía; ese instante, entre mi percepción y la localización de la sensación angustiosa en la boca del estómago, se me hizo eterno. Giré la cabeza como clamando ayuda y allí, en el acto, estaban la jefa del piso y una enfermera. “A Doña Paulita la llevaron hoy a la mañana a la sala del cuarto piso. Todavía no se les avisó a los familiares, avíseles por favor”. Al salir de la sala de cuidados intensivos me encontré con Amado, uno de los treinta nietos de mi madrina. — ¡Eh!, argentino, vino a ver a ’buelita. Venga conmigo, yo lo llevo porque está medio difícil. Es por esta otra escalera. — ¿Cómo estás, Amado?, ¿cómo anda tu abuelita? — Yo creo que muy mal. Ya no habla, es como si no reconociera. Le quitaron ese aparato para que respirara y parece que hoy nos la vamos a llevar al rancho. — Veamos. Te sigo. El calor era insoportable, me asomé a la puerta de la sala y dudé en entrar. Era un cuarto como para seis personas y había por lo menos diez. Una cama pegada a la otra. Mitad confundido, mitad sorprendido por un cambio tan radical de la sala de cuidados intensivos a esa otra área del hospital, giré la cabeza para ambos lados en un intento por comprender dónde realmente estaba. Había hombres y mujeres, indistintamente. En un primer golpe de vista no encontré a mi madrina. Recordé otro hospital, por los mismos olores a yodo, alcohol, sueros, gasas esterilizadas, sangre y desinfectantes. Me vi, siendo un niño, caminando de la mano de una enfermera hacia una cama; allí estaba mi madre, nunca supe porqué estaba allí, nunca supe porqué no estaba en casa. Creo que siendo grande le pregunté, estoy seguro de que me contó la verdad, pero ya la olvidé.
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—Argentino, ahí — Amado me señaló la cama que tenía justo enfrente. Sobre una sábana blanca, bajo la luz y el calor que entraba por la ventana, el cuerpecito de una anciana desnuda estaba arrumbado. Sus pechos caían como pasas de higo seco, como frutos que vertieron su néctar para amamantar a hijos, para arar la tierra. Su piel morena se veía ajada, como un mapa arrugado hasta el hartazgo y vuelto a aplanar displicentemente con la palma de la mano; la piel era como una mezquina bolsa que albergaba diminutos y raídos huesos; los glúteos sumidos; parecía una niña de esas fotos de Biafra o de cualquier otro país africano azotado por la hambruna. No, no podía ser esa mi madrina; podría haber sido cualquier otra persona pero ella no, ella no, por Dios, ella no. Tomé la punta de la sábana caída en el piso y con suavidad, como quien tapa a un niño sin querer perturbar su sueño, cubrí su cuerpo. Ese cuerpo con el cual ella había sido tan pudorosa. A medida que lo iba cubriendo, mi vista recorría compasivamente el despojo que iba dejando una muerte lenta. Me detuve en sus hombros y por primera vez vi su cabello blanco y los retazos de esa trenza que llevara con orgullo por su rancho. Siempre había visto el cabello renegrido por las tinturas, extendido hacia atrás y rematado en una trenza que llegaba casi hasta la cintura. Temía enfrentarme con sus ojos, sentía que había violado su intimidad, me avergoncé de mi impudicia; sin embargo, armándome de valor giré por el estrecho espacio que me dejaba la cama de al lado, busqué sus ojos negros que otrora parecían azabaches pulidos reflejando el brillo del sol que se mezclaba con el brillo de su alma, y tan solo me encontré con dos carbones apagados, tristes, profundos túneles que llevaban a un abismo inconmensurable donde más allá no había nada. De su boca manaba un vómito amarillo, sin esfuerzo, continuo, como si fuera un manantial de muerte anunciada. Miré con desesperación, buscaba algo para detener ese torrente por donde sentía que se escapaba la vida, no había nada. Busqué a una enfermera, la llevé casi a rastras y en un instante ese ser insensibilizado a costa de rutinas se dirigió a ese otro ser de una dimensión mágica, que ahora agonizaba como si fuera una cosa más de todo el mobiliario de esa sala de pesadillas. Le arrebaté la toalla, la empujé sin brusquedad pero con firmeza y empecé a limpiarle el rostro a Doña Paula, ese rostro que había visto llorar y reír, ese rostro que hasta el último momento se empeñaba en que comprendiera el verdadero significado de la vida. Ahí, en ese segundo, próximo a bajarse el telón de su representación magistral en esta vida, se manifestaba en toda su generosidad; parecía que me decía: “Mire, Jorge, para esto vivimos, si no trasciende en vida el apego al placer, arrastrará hasta su tumba el dolor; espero que comprenda ésta, mi última enseñanza”. Salí del cuarto, no soportaba más esa imagen. Mi mano izquierda aferró mi brazo derecho, lo tocó con desesperación; sentí mi cuerpo sostenido con firmeza por mis piernas, me sentía Gobierno del Estado de Nuevo León
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joven, me sentía vivo. Sin embargo, lo que acababa de ver me involucraba en un destino y era imposible huir de él, tal vez podía demorarlo. ¿Cuánto?, ¿veinte años?, ¿treinta años? Y qué era ese tiempo, nada más que una postergación de lo inevitable. No, tenía que haber algo más, ella me lo estaba gritando con símbolos mucho más fuertes que las palabras, lo estaba viendo, más aún, lo estaba viviendo, lo sentía en mi cuerpo, me palpitaba en el alma. Sí, este cuerpo que me produce hoy tanto placer, tanta sensualidad, se está corrompiendo y todavía no me doy cuenta de lo acelerado de esta descomposición. También, si bien me va, terminaré como mi madrina en una cama de un hospital o de una clínica privada, para el caso es lo mismo, agonizando, sufriendo por mis recuerdos de una vida llena de placeres y sensaciones. A pesar de las enseñanzas de Doña Paula, a pesar de las lecturas de budismo, a pesar de todo, tenía una sensación de angustia indescriptible. Por primera vez estaba solo con lo inevitable, y vuelvo a hacerme la misma pregunta que me hice en ese momento: ¿Cómo liberarme del sufrimiento? Ahora ya no es sólo una pregunta, ahora es una necesidad de mi ser, necesito liberarme del sufrimiento, ya no quiero estar atrapado en esta rueda de búsqueda de la felicidad y encuentro del dolor. Amado hablaba y repetía sus preguntas como una letanía, yo no contestaba, estaba demasiado absorto con mis propias ideas, acababa de descubrir que me estaba muriendo, que yo también estaba inmerso en la agonía con Doña Paula, con mi madrina, con la abuela de Amado. Se estaba muriendo una parte mía, se moría mi fantasía de la búsqueda de la felicidad como meta. No existe la felicidad si no nos desprendemos del dolor, mientras más busquemos la felicidad más nos sobreviene el dolor y el dolor surge de nuestros apegos; este eco me acompañaba, retumbaba en mi mente. De una u otra manera, desde temprana edad, compré la idea de que la libertad, de que la felicidad, alguien te las podía otorgar. Cuántas veces había escuchado: “Cuando termines tu carrera…”, “cuando tengas un buen trabajo…”, “cuando te cases”, “cuando tengas tu carro…”, “cuando tengas tu casa…”, apegos, apegos y mientras más apegos más miedos; y mientras más miedos, más infelicidad. Y ahí, frente a mí, la muerte, reduciendo todo sueño a cenizas, reduciendo mis pertenencias a la nada, reduciéndome a mí mismo a otra nada. Ya no era una mera posición intelectual, ya no eran las charlas con Doña Paula, tomando un café o fumándonos un cigarrito. No, ahora era el momento de saltar al abismo o quedarme para siempre confinado en mi orilla. En esta orilla que la hice pinche a costa de mi mediocridad, a expensas de mis miedos, a expensas de mi ego, a expensas de mis apegos. ¡No! No quiero quedarme en esta orilla, quiero saltar. ¡Quiero saltar! Como un autómata me dirigí al estacionamiento, no me despedí de Mona ni de Nabor, ni siquiera de Amado; a decir verdad, ni siquiera me di cuenta cómo llegué Gobierno del Estado de Nuevo León
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a estar dentro del auto. Era como si alguien más condujera, yo no podía conducir, yo sentía la necesidad de ser conducido. Ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía. Por la hora, tenía que estar en la oficina, pero ¿tenía deseo de estar en la oficina? Era inútil pensar a dónde ir, no tenía muchas opciones, y fuera donde fuera no podía compartir con nadie lo que sentía. Percibía a todo el mundo que me rodeaba lleno de frivolidades, de comodidades compradas a expensas de un dinero ni siquiera ganado; de un refugio sumamente vulnerable en el que los únicos que no lo percibían así eran sus dueños. No, el mundo del que yo venía era un mundo que no tenía cabida en éste, ni siquiera la gente que decía amarme o que yo decía amar podía comprenderlo. El mundo de ellos excluía este mundo, les atemorizaba, lo negaban y no iban a darse cuenta hasta que algo ocurriera en sus propias vidas o hasta que fuera muy tarde, por lo pronto estaban muy ocupados en tratar de burlar la muerte o en prolongar unos cuantos años más la vida, da igual. No podía llorar, qué sentido tendría el llanto, estaba seguro de que esto no se pasaba llorando, y si lloraba, ¿por qué lloraba?, ¿por descubrir mi soledad?, ¿por Doña Paula?, ¿por saber que ya no la volvería a ver con vida?... ¿Por qué? Llegué a mi casa y, por suerte, no había nadie. Busqué refugio en mi cuarto. El rostro de Krishnamurti se desprendía de la portada de un libro, lo cogí más por tener algo en la mano que con la intencionalidad de leerlo. Sin embargo, lo abrí al azar y me enfoqué en el párrafo central: ¿Por qué sientes dolor? No me des una explicación porque eso sólo será una construcción verbal de tu sentimiento y no un hecho real. Así, cuando te hagamos una pregunta, por favor no la respondas. Sólo escucha, y descúbrelo por ti misma. ¿Por qué existe el dolor de la muerte en todo hogar, pobre o rico, desde los más poderosos a los mendigos? ¿Por qué sientes dolor? ¿Es por tu marido o por ti misma? Si lloras por él, ¿pueden ayudarlo tus lágrimas? Él se fue irrevocablemente. Haz lo que quieras, pero nunca lo traerás de regreso. Ninguna lágrima, creencia, ceremonia o dioses pueden devolvértelo. Es un hecho que tienes que aceptar; no puedes hacer nada al respecto. Pero si lloras por ti misma, por tu soledad, por tu vida vacía, por los placeres sensuales que tuviste y la compañía, entonces lloras por tu vaciedad y tu autoindulgencia. Quizá por primera vez eres consciente de tu propia pobreza interna. Invertiste en tu marido, si pudiéramos decirlo así, y él te dio comodidad, satisfacción y placer. Todo lo que sientes ahora, la sensación de pérdida, la agonía de la soledad y la angustia, es una forma de autoindulgencia. Velo de ese modo. No endurezcas tu corazón contra ello y digas: “Amo a mi marido y nunca pensé en mí misma, sino que quería protegerlo, aunque con frecuencia intenté dominarlo; pero fue todo en su provecho y nunca tuve un pensamiento para mí misma”. Ahora que él se fue, te das cuenta de tu propio estado. Su muerte te sacudió y te mostró el verdadero estado deprimente de tu corazón. Posiblemente no tengas deseos de verlo; puedes rechazarlo po r temor, pero si observas un poco más, te darás cuenta de que lloras por tu propia soledad, por tu propia pobreza interna que proviene de la autoindulgencia. ...Si buscas consuelo, estás destinada a vivir en la ilusión, y cuando esa ilusión se rompe te entristeces porque te arrancan el consuelo. Así, para comprender el dolor Gobierno del Estado de Nuevo León
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o trascenderlo, lo que debe hacerse es ver lo que ocurre en el interior y no cubrirlo. La muerte es inevitable para todos nosotros; nadie puede escapar de ella. Tratamos de hallar cualquier clase de explicación, aferrarnos a cualquier creencia con la esperanza de trascenderla, pero hagas lo que hagas siempre está ahí; mañana, o al pasar una esquina, o dentro de muchos años, siempre estará ahí. Nos es necesario entrar en contacto con este enorme hecho de la vida. Krishnamurti, J., 1996: 25
Cerré el libro y lo volví a dejar donde lo encontré, pero con la portada hacia abajo, leí por simple curiosidad la contraportada: «Al cambiar uno mismo, cambia el mundo». Sentí vívidamente que me urgía cambiar; que el mundo en el que vivía se estaba cayendo a pedazos y que la única manera de reconstruirlo era asumiendo mi propio cambio. Doña Paula me había mostrado el camino, con su agonía estaba concluyendo su enseñanza. Esa noche, alrededor de la dos de la mañana, expiró en su rancho, donde siempre había vivido, rodeada de sus hijos, de sus nietos y de un amigo. Yo me había despedido de ella en el hospital, como si ahí su espíritu hubiera remontado el vuelo, tan sólo faltaba que su cuerpo dejara de funcionar, como un engranaje que se obstina, por inercia, en durar unas horas más. Al día siguiente regresé al rancho. Estaba dormida en un fino féretro y no pude pasar por alto la ironía. Ella, que vivió toda su vida por elección propia como una mendiga, estaba en un sepelio de primera; como si a mi madrina le hubiera importado, pero lo dejé pasar, tal vez era importante para ellos, tal vez de esa manera no quedaban dudas de que ella vivió como quiso vivir y ahora le tocaba decidir a los demás cómo querían despedir sus despojos. Cómo te extraño, madrina. Cómo te extraño, guerrera, eterna sacerdotisa del día y de la noche. Nada sería igual, lo supe en ese momento, ahora mi camino sería poblado de soledad, tan solo su recuerdo me acompañaría cuando por necesidad la invocara. Su vida y su muerte le dieron sentido a mi vida. ¿Se la darían también a mi muerte? No lo sé, no sé cuánta agua tenga que pasar por debajo de este puente. Lo único que puedo aseverar es que, al lado de Doña Paula, aprendí a ver y a reconocer algunas herramientas valiosas para salir de la inercia mecánica en las que nos atrapa nuestra “forma” de vida. De no haber tenido esta gran maestra de la vida, quizás los conocimientos que he adquirido hasta ahora hubieran quedado como una nueva capa de barniz Gobierno del Estado de Nuevo León
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intelectual, sumado a mi estructurada soberbia. En un intento de darle más sentido a su vida, aunque sé que no le hace falta, creo que sería justo ejemplificar lo que digo con algunas de las vivencias compartidas en el rancho de mi madrina.
Empatía Hacía rato que me encontraba en el rancho. Doña Paula ocupaba su silla, sentada justo en la esquina de la mesa. Desde esa posición me observaba, y a la vez podía observar cualquier movimiento que ocurriera en el amplio patio de tierra que se extendía al frente de la casa. Yo siempre me sentaba en el mismo lugar, Doña Paula lo sabía. Si por algún motivo, cuando yo llegaba a ese lugar estaba ocupado, sin dudarlo, mi madrina hacía levantar al que ahí se encontraba y me lo cedía. Si era una persona mayor le pedía disculpas con la aclaración de que yo siempre me sentaba en ese lugar. Prácticamente me sentaba de espaldas a la pared y justo enfrente de la única abertura que tenía la cocina, la cual oficiaba de puerta, ventana y tragaluz. Aquel día, lo recuerdo especialmente, era uno apacible como pocos; el sol caía a plomo sobre la siesta y hasta los nietos de Doña Paula, que siempre revoloteaban como las moscas, habían desaparecido. El silencio reinaba en el rancho, sólo roto por el rebuznar de algún burro o el paso apresurado de algún marrano, al que yo saludaba y le decía: “¡Adiós, pariente!”, a lo que mi madrina respondía con una risita contenida. Como siempre, estaba enfrascado en mis preguntas tratando de obtener respuestas a como diera lugar, pero cuando mi madrina se ponía a desatinar, cada respuesta de ella se asemejaba más al absurdo que a cualquier otra cosa. — Madrina, ¿qué tengo que hacer para poder, como usted dice, “agarrar” las cosas? — Nada. — ¿Cómo nada? — Lo que le digo: nada. Ya le he explicado que esto es como las viejas, mientras usted más las persigue ellas más se alejan, pero no vaya a ser que se den cuenta de que usted no tiene interés en ellas y no lo dejan en paz. — Madrina, pero, ¿cómo no hago nada? Tengo que trabajar, comer, dormir, atender a mis hijos... — Todo eso hágalo como si no importara, porque de verdad no importa. Déjele las cosas del mundo al mundo, entonces ahí va a tener tiempo de ocuparse de lo importante. Mientras tanto no se haga bolas, porque no sólo no va a comprender nada sino que, encima, le va a dar más importancia a lo que no lo tiene. Y así no vamos a acabar más. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Entonces, madrina, ¿cómo me va a enseñar? — Yo le he dicho muchas veces que yo no puedo enseñarle nada. Yo sólo le muestro y a ver usted de qué es capaz. A ver si “agarra” algo o todo se le escapa. Mientras mi madrina me contestaba recordé un cuento del padre jesuita Anthony de Mello: El Gobernador dimitió de su elevado cargo y acudió al maestro en busca de enseñanza. — ¿Qué quieres que te enseñe?, le preguntó el maestro. — La sabiduría — Lo haría con mucho gusto, amigo mío, si no fuera porque existe un gran obstáculo... — ¿Y cuál es ese obstáculo? — Que la sabiduría no puede enseñarse. — Entonces, ¿no tengo nada que aprender aquí? — La sabiduría no puede enseñarse, pero sí puede aprenderse De Mello, A., 1993: 6
Como siempre, algo inesperado tenía que suceder en el rancho justo cuando empezaba a acariciar la idea de irme. Llegaron dos camionetas, primero bajaron unos hombres jóvenes, corpulentos, vestidos al más puro estilo norteño: pantalón de mezclilla, botas, camisas a cuadros y sombrero. Muy solícitos ayudaron a descender a una mujer toda vestida de negro, con su rostro demudado por la pena, se le notaba el calvario por el que estaba atravesando con el simple hecho de observar su mirada perdida, sus ojos rojos de tanto llorar y la falta de equilibrio en todo su cuerpo. Los jóvenes la sostenían con sus fuertes brazos y ella se dejaba conducir. Seis personas se detuvieron en la puerta del rancho y no pasaron el umbral hasta que Doña Paula les dijo: “Adelante, pásenle, no se queden ahí afuera”. En cuanto empezaron a subir los dos escalones que los separaban del patio, mi madrina ya los estaba recibiendo en la puerta. Abrazó a la mujer enlutada y empezó a llorar junto con ella, mientras le acariciaba el pecho y la espalda. Eran como dos vertientes sollozantes que se mezclaban en un solo caudal de lágrimas. Los jóvenes bajaron las miradas y se quitaron los sombreros en señal de respeto a mi madrina y al instante que se había gestado. Doña Paula la condujo a una silla, la hizo sentarse con mucha ternura y le dijo: “Yo la comprendo, pobrecita. Yo también he perdido un hijo y sólo Gobierno del Estado de Nuevo León
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las madres que hemos pasado por esa pena podemos comprendernos”. Al ver ese cuadro yo me sentía un intruso, un metiche que estaba sobrando. Todos mis devaneos intelectuales habían sido arrancados de cuajo frente a esa realidad que me estaba aplastando, a esa angustia que estaba pasando a ser mía, y no encontré mejor remedio que intentar una silente retirada. Pero, como era de esperar, mi madrina estaba al pendiente de todo y en el mismo instante en que hice el ademán de pararme, me miró muy fijo a los ojos y me hizo un ademán bastante severo; no me quedó ninguna duda de que me debía quedar ahí, quieto. La escena continuó sin muchas variantes. Por lo que pude entender, al hijo de esa señora lo habían apuñalado en una cantina hacía dos días. La señora y sus tres hijos, los otros eran sobrinos, venían de enterrarlo. Por las muestras de afecto y tristeza que mostraba mi madrina llegué a pensar que, seguramente, el hombre asesinado era algún miembro de su propia familia. Doña Paula se metió hasta el fondo del sufrimiento de esa madre, y desde ahí, desde ese lugar oscuro anegado por las lágrimas, la tomó con toda sus fuerzas y empezó a jalarla hacia arriba. Ella comprendía el sufrimiento, pero no sólo el sufrimiento sino las reglas que lo rigen, y una a una las fue cumpliendo, hasta que al fin logró emerger con la señora. La respiración, hasta hacía un rato entrecortada de las dos mujeres, el llanto, los espasmos, la postura del cuerpo, la imagen de derrota, la imagen de abandono, empezaron a ceder. La respiración se hizo más profunda, las lágrimas fueron agonizando en un sollozo lento; éste también se fue disipando y los dos rostros, hasta hacía un rato compungidos, empezaron a transformarse, a relajarse. Era sorprendente, no lo podía creer, pero todo había pasado ante mis ojos. Ahora Doña Paula le estaba dando indicaciones de qué tenía que hacer para superar el trance tan doloroso por el que acababa de pasar. Miró a todos y se dirigió a mí. “Ahora sí, venga conmigo”. Me levanté en el acto y la seguí hacia el cuarto contiguo a la cocina. Me miró con una amplia sonrisa y me entregó un paquetito de hierbas medicinales, a la vez que me decía: “Tómese unas tres tacitas al día”. No pude evitar el comentario: — Pero, Doña Paula, si recién estaba llorando desconsoladamente con esa mujer y ahora se le ve como si nada hubiera pasado. — Realmente nada ha pasado en mi vida. Es la vida de ella la que ha cambiado. Su hijo era un pendenciero al que, si no lo mataban hace dos días, lo hubieran matado dentro de tres. Hacía tiempo que corría tras su muerte. Yo sólo he cumplido con mi papel. Ella vino buscando consuelo, yo se lo he dado. ¿Usted qué cree? — Yo… A mí me parece increíble.
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— ¿Qué? Jorge, hay demasiado dolor en el mundo como para que uno sea indiferente, pero tampoco usted puede tentar a Dios tratando de cargarlo todo sobre sus hombros. Recuerde, haga lo que pueda y hágalo bien. Yo puedo comprenderla, yo también perdí un hijo, pero no puedo evitar su sufrimiento ni sufrir por ella, sólo puedo acompañarla y trato de ser una buena compañía, pero no debo de perder de vista que el problema es de ella, no es mío. Y será mejor que vaya comprendiendo rápido, si no, va a sufrir a lo tonto y no se trata de eso. — Bueno, madrina, muchas gracias por las dos cosas. — ¿Cuáles dos cosas? — Las hierbas y la enseñanza. — Diosito lo ha de acompañar. Que cómo están sus hijos y que cómo está su mamá. — Cuando le hable el domingo, le doy sus saludos. — Diosito la ha de ayudar. Ni siquiera me dio chance de despedirme de la gente que aguardaba en la cocina, me hizo salir por la puerta del cuarto que servía de dormitorio, se despidió de mí y aguardó a que subiera a la camioneta; sólo cuando hube arrancado, y luego de saludarme con la mano, desapareció tras la puerta. Todo el camino de regreso fui pensando en el sentido del término “empatía”. Había estudiado los conceptos pero nunca había visto una experiencia práctica acerca de ser empático. Tal vez sea injusto al decir que nunca había presenciado una experiencia en torno a la capacidad de ponernos en el lugar del “otro”, lo que quiero decir es que nunca me había impresionado una vivencia de manera tan contundente. Por si esto no fuera suficiente, al poco tiempo fui a visitarla con mi amigo y médico Arturo Wong. Doña Paula andaba con algunos problemas de hipertensión y le habían recetado una serie de medicamentos para controlársela. Sin embargo, ella no quería ingerir ningún medicamento sin que mi amigo le diera su consentimiento. A pesar de que el Dr. Arturo Wong es una persona sumamente ocupada, sentía una especial simpatía por Doña Paula y no dudó en acompañarme en su día franco para auscultarla, tomarle la presión y supervisar sus medicamentos. Al finalizar su chequeo clínico, Doña Paula nos invitó un café y nos aprestamos a disfrutar de una interesante plática. No habían transcurrido 10 minutos de iniciada nuestra tertulia cuando ingresó a la cocina Mariano, el hijo mayor de Doña Paula. Como era habitual en los domingos, estaba totalmente borracho. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Con su permiso. ¿Cómo le va, doctor? Qué bueno que nos visite, y usted también, argentino. Qué bueno contar con gente como ustedes. Con respeto... — ¿Cómo anda, hijito?—, le preguntó Doña Paula con una gran ternura. — Porque mi santa madre, señores...—interrumpió Mariano—No, ustedes no saben... porque primero murió mi padre y esta santa mujer se quedó sola con nosotros y… —señalando con la mano hacia el piso— éramos ansí de chiquitos. Después se fue mi hermano mayor y ella sacó fuerzas para criarnos, ella solita... — Vaya, m’hijito, vaya acuéstese a descansar— con todo su amor le dijo su madre. — Con todo respeto, yo… —Mariano se echó a llorar— sé que ustedes son gente grande, por eso con respeto. Pero ansí como ven a esta mujer, ella sola pudo salir con nosotros. Ella con la ayuda de Dios, siempre con Dios. Ustedes no saben todo lo que hemos pasado. Con todo respeto, ¿no tendrán un cigarrito? Ándele, argentino, uno de esos tabacos que usted fuma—. Se refería a los puros que de vez en cuando yo solía llevar al ejido. — No, Mariano, hoy no traje puros. — Y ¿no tendrá uno en el “mueble”? (carro). — No, seguro que no—, le respondí. Miré a Arturo y le hice una seña para ver si nos marchábamos. Doña Paula la captó en el acto y me levantó la mano, en un gesto que yo ya había aprendido a interpretar como “Ahí quédese”. — M’hijito, váyase a su cuarto y descanse, después se da una vuelta para despedirse de los amigos. Era tal el amor que sentía en el modo en que se dirigía a su hijo, que hasta golpeó mi soledad. Cuando mi madrina se dirigía a su hijo no quedaba nadie a su alrededor, estaba ella y él solos. Se dirigía a él como si fuera un chiquillo que requería toda su ternura y su comprensión, con una paciencia infinita, no sólo sus palabras, todo su cuerpo hablaba de cariño y dulzura. Se levantó de su silla, tomó la cabeza de su hijo entre sus dos manos, le dio la bendición y lo acompañó hasta la puerta, no sin antes decirle: “Vaya con cuidado, m’hijo, que Diosito lo acompañe”. Como buen terco insistí: “Madrina, si quiere nos vamos para que usted atienda a su familia”. Su mirada me lo dijo todo, pero para ella no fue suficiente y acotó: Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Jorge, ahora usted se cree que yo tengo tiempo para perder con borrachos. No me queda mucho tiempo y si encima lo pierdo con éstos cuando están tomados, no vamos a llegar a ningún lado y no se trata de eso. Ustedes quédense aquí que ahora justo empieza lo bueno y no vamos a distraernos con cosas de gente corriente. Arturo me miró sorprendido, y para que mi amigo se sorprendiera, sí debía ser algo importante. Conocedor y estudioso de Las enseñanzas de Don Juan, me dijo al trasponer el umbral: “Jorge, he presenciado uno de los actos más impecables de ‘desatino controlado’ que he visto en mi vida. Hasta creo que esta vieja ha hecho de su vida un permanente desatino”. Yo le respondí: “Aquí en el rancho, vivo lo que he leído en muchos libros. Carl Rogers diría que mi madrina estableció una relación empática con su hijo, tuvo la habilidad de ponerse en sus zapatos, y no sólo ponérselos, sino caminar con ellos. A pesar del tiempo que hace que vengo, nunca deja de sorprenderme. Estoy seguro de que ella tiene en claro algo que no alcanzo a comprender. Permanentemente me está bombardeando con estímulos, con experiencias, te diría que casi límites, y sin embargo algo se me escapa. Me voy con la sensación de que no termino de hilvanar el mensaje; sólo estoy convencido de que me llevo una parte de las piezas, pero que no son suficientes para tener el rompecabezas terminado. Ella me muestra algo y yo intuyo que ese algo no lo puedo percibir con mis sentidos ordinarios. Como si hiciera un juego que a mis sentidos le resultara incomprensible, esto me genera cierta tensión, no sé si llamarle angustia, pero esa tensión me hace estar alerta, expectante, pareciera que algo fuera a ocurrir de un momento a otro, como si algo estuviera por cambiar mi vida de una manera irreversible, contundente”. Arturo es de muy pocas palabras, sólo se limitó a mirarme. Guardó silencio y en ese silencio nos fuimos comunicando todo el viaje de regreso. No esperé mucho, al día siguiente, a primera hora de la mañana, partí para el rancho. No había podido dormir en toda la noche, me había metido a buscar en mis apuntes, en los libros, en las fotocopias, hasta creía comprender qué era empatía y mientras buscaba me iban asaltando mil y una preguntas en torno a la experiencia que había vivido con mi madrina. Esa vez ni siquiera tomé conciencia del camino, que a mi sentir unía la cabeza al corazón. Trataba de estar en el “aquí y ahora”, pero me resultaba muy difícil, mi mente se negaba rotundamente a acompañar a mi cuerpo. Divagaba por las anécdotas y cuentos orientales: — Maestro, ¿cómo se llega a la verdad? — Sigue caminando.
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Me deleitaba viendo la estela de tierra que dejaba la camioneta atrás. La tierra caía como en cascada por la luneta trasera, creo que hasta con los ojos vendados podría haber recorrido ese camino. Me conocía cada pozo, cada curva, cada piedra y, por más que cada tanto lo arreglaban, al poco tiempo volvía a estar idéntico, como si estuviera programado para reciclarse y continuar manteniendo su misma identidad. La vía del tren corría paralela al camino y cuando me topaba con los largos trenes de carga, éstos me hacían compañía durante un buen trecho, algunas veces hasta jugaba carreras con el gusano de fierro, se trataba de llegar antes que él al recodo que forma el camino antes de entrar en la estación de Soledad. Allí tenía que atravesar las vías, pero si el tren ganaba, tenía que esperar que hiciera en la estación de Soledad las maniobras necesarias para salirse de la vía central y esperar que el tren proveniente del sur pasara hacia Monterrey. A veces, el esperar y ver las maniobras me resultaba entretenido, sobre todo cuando los vagones de carga estaban llenos de graffiti; otras, como en esa ocasión, quería ganarle y no demorarme ni un segundo en atravesar las vías y llegar lo antes posible al rancho. Tenía un montón de dudas y sentía que la única que me las podía aclarar era Doña Paula. Las locomotoras, cuatro para ser preciso, iban dejando su estela de humo y el olor a diesel por todo el desierto; entré en el último recodo casi derrapando, la camioneta brincó la vía y casi enseguida el tren dejó oír su silbato largo, quejumbroso y penetrante. Yo ya estaba del otro lado, ahora corría hacia los cerros que franqueaban la quebrada, pasaría las tres vueltas del río seco, treparía por la cuesta que separaba la última curva del río y el ejido de Sabanillas, desde la cima vería el rancho de mi madrina al final del camino, y para mi suerte constataría desde lo alto que no tenía visitas, ni camioneta ni carro se habían aventurado entre semana. Me aseguré de que ningún chico anduviera por el patio de tierra y me estacioné frente al muro del rancho. A pesar de que todavía era temprano el calor estaba arreciando, sin lugar a dudas con el correr de las horas se haría insoportable. No me equivoqué, pero a la sombra del techo de adobe y paja, con el aire venteando por las aberturas, hasta podría decir que estaba confortable. — ¿Qué le pasa, que anda tan deprisa? — Es que tenía muchas ganas de verla. (Cogí su mano y la besé suavemente) — ¿Cómo ha estado? — Bien, madrina… Es que ayer me fui con muchas dudas. — A ver, ¡Mona!, aquí está tu compadre, hazle un cafecito y unas gorditas. Primero vamos a almorzar algo y luego vemos, si es que hay algo que ver. Se come un aguacate y hay un queso de cabra que me manda mi consuegro, está bien rico, ándele, pruébelo. Tráete unas tortillas, Mona, que estén bien calientitas.
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— Mire, madrina, ayer, cuando vine con Arturo... (Doña Paula me hizo una seña con la mano, invitándome a guardar silencio). — Buena persona el doctor. Ahora cuando se vaya usted le va a llevar una bolsita de frijoles, me da pena que no me quiera cobrar, pero ahí usted le dice que esto se lo mandamos nosotros, porque nosotros necesitamos de él. Si no fuera por gente como ustedes qué sería de nosotros, aquí en el rancho, lejos de todo, sin una ayuda… y le dice que cuando estén los chivitos le mando uno, para que se lo coma con usted. En ese momento, Mona y su cuñada Tema abandonaron la cocina; me quedé sólo con mi madrina y una taza de café humeante frente a mí. Las tortillas dejaban escapar un aroma a casa, a hogar, ese hogar que hacía mucho había abandonado buscando todavía no sé qué cosa, pero sí sabía que esa búsqueda me había llevado hasta aquí, y delante de mí estaba esa mujer increíble a quien yo había hecho depositaria de toda mi confianza, de todas mis inquietudes. — Madrina, ¿ya podemos hablar? — Termine el café, cómase unas gorditas con esos frijolitos que cosechamos en la labor y ya va a sobrar tiempo para hablar. Mi madrina encendió un cigarro, ese día fumaba Faros. Como siempre, procedió a su ritual de acariciarlo, amasarlo hasta que el tabaco saliera por los extremos del papel. Miró a su alrededor como buscando a quién encargarle la tarea de encenderlo, hice el intento de levantarme, pero nuevamente su gesto con la mano me detuvo. Se levantó, caminó hacia el fogón y tomó un palo encendido, giró la cabeza de costado y regresó aventando una profunda bocanada de humo. Se sentó en el extremo de la mesa y relajándose miró hacia fuera, su mirada fue más allá de los límites conocidos y con una voz profunda, tranquila, próxima pero a la vez lejana, me dijo: — ¿Qué quiere saber? — Cuando estuve ayer y entró Mariano, ¿qué fue lo que realmente pasó? — ¿Usted dónde estaba? — Yo estaba aquí, junto a usted, justo donde estoy ahora. Usted sabe que siempre me siento aquí. — Sí, yo sé que ese es su lugar. Pero yo le pregunto, ¿dónde estaba usted? — Pero, ¿por qué, Doña Paula?, si yo estaba aquí.
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— Usted puede haber estado aquí, pero si hubiera estado aquí no vendría hecho un loco al otro día a preguntarme qué fue lo que pasó ayer. Si usted hubiera estado aquí, usted hubiera hecho lo que tenía que haber hecho, es decir “agarrar” lo que tenía que “agarrar” y dejar de perder el tiempo tratando de explicarse tonterías. — No le entiendo. — Vamos de nuevo. Si usted no sabe qué es lo que pasó aquí mismo anoche, quiere decir que usted no estaba aquí mismo anoche. Ahora, ¿le queda claro? — ¿Puedo haber estado y no entender qué es lo que pasó? — Lo veo muy difícil, pero si así le gusta verlo... Mi madrina encogió los hombros, dio otra pitada fuerte al cigarro y siguió mirando hacia afuera. Yo me estaba desesperando, se me había producido un vacío en la boca del estómago y un mareo que me orillaba al vómito, esta sensación se adueñó de mi cuerpo. Doña Paula me miró de reojo y se puso a reír. — ¡Ay, qué compadre este! Si no es para preocuparse tanto por tan poca cosa. — Es que, madrina, yo me di cuenta de que usted anoche trató de enseñarme algo... — No, Jorge, yo ayer me desprendí de algo y era para que usted hubiera estado abusado y lo hubiera recogido, pero quién sabe por dónde andaba y se le escapó. Tal vez, la próxima. — Madrina, ¿puedo decirle lo que yo percibí? — Si eso lo ayuda, pero dudo que sirva para algo. — Yo, madrina, estaba platicando con usted y Arturo, de repente entra Mariano... — No entró de repente, hacía rato que merodeaba por la puerta, sólo que usted no se dio cuenta. — Bueno, es cierto, no me di cuenta. Entra Mariano y usted lo atiende, lo escucha, lo consuela y con todo cariño le dice que se vaya a descansar... — Así fue. Pobre m'hijito.
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— Bueno, por eso, por qué cuando él se fue y nosotros le preguntamos si quería que nos fuéramos para que usted pudiera dedicarse a su familia, nos dijo: “¿Cree que tengo tiempo para perder con borrachos?”. ¿Cuál de las dos era doña Paula? ¿La que trataba con todo cariño a su hijo o la que nos respondió tan duro a la realidad que estábamos viviendo en torno a un hombre borracho? — Ay, Jorge, Jorge… ¡Cómo vamos a batallar con usted y su cabezota! Si le doy una muestra de mi actuación, lo que me llevó gran parte de mi vida: ser impecable, lo único que consigo es que usted se haga bolas y encima me juzgue. ¿Cómo voy a hacerle con usted? — Téngame paciencia. — No está tan fácil. Voy a tratar de explicarle, aunque no sé si tenga sentido darle más palabras. Ustedes los lectores mientras más palabras aprenden más creen conocer la realidad, y las cosas no van por ese camino. A ver, ¿qué está viendo ahora?— Tomó la hoja de un cuaderno arrugado y sucio e hizo, a mi entender, unos símbolos compuestos de rayas y círculos, al finalizar me lo extendió. — A ver, dígame, ¿qué ve, qué está viendo? — Bueno, yo veo algo así como un cuadro y un círculo, más allá hay como una montaña y la línea del horizonte y... Mi madrina se rió a carcajadas, y hasta Mona, mi ahijada, dio vuelta a la cara para dar rienda suelta a su risa, eso sí, evitando faltarme al respeto. Doña Paula me retiró el cuaderno y lo tomó con una mano mientras que con la otra aferró la pluma y empezó a hablar como si fuera una niñita en el colegio: — Aquí dice que si usted no se apura va a perder el último tren, entonces ya no van a aparecer tantas oportunidades y se va a quedar como el huerquillo al que siempre lo dejan al último. Entonces (dándose todo el tiempo del mundo para pronunciar “entonces”), cuando salga el sol por este lado— señalando el dibujo—, ¿usted se ve aquí? — No, madrina. — Claro, cómo se va a ver si ni siquiera está. Por eso le digo, cuando salga el sol por este lado y usted no esté, ya va a ser demasiado tarde. Entonces vamos a empezar por el comienzo… (siguió hablando como quien le habla a un niño, o a un tonto, que era lo peor) ¿Qué es ser impecable? — Bueno, impecable es algo que no tiene mancha. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Impecable es alguien que no tiene pecado. Usted ¿conoce a alguien que no tenga pecado? — Yo, la verdad es que no sé si conozca a alguien que no tenga pecado. Doña Paula pegó un salto de su silla, fue tan abrupto su movimiento que me hizo brincar hacia atrás, no me di cuenta en qué momento me puse de pie, pero allí estaba yo y mis rodillas, que no sabía porqué me temblaban. Mi madrina levantó la mano derecha hacia el cielo, mientras extendía la izquierda hacia la tierra, y mirando a lo alto, atravesando el techo con su mirada, pronunció con total solemnidad: — ¡Esta vieja chorreada en este rancho mugriento juró no ofender ni a Dios ni al mundo! Yo elegí, por obra y gracia de mi Dios misericordioso, ser una limosnera, no poseer más que estos andrajos y vivir de las sobras de mi gente: los pobres del mundo. Y con la misma solemnidad tomó asiento, tampoco supe cómo de nuevo me encontraba sentado al frente de mi madrina, sentí que la mandíbula me colgaba y que no podía articular palabra. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando volvió a mirarme a los ojos ya era el atardecer. Quise decir algo, mi madrina me sonrió y me dijo: “Ya vamos a cambiar de opinión, por lo pronto vamos a comer algo… ¡Mona!” En un instante estaban Mona y Tema, su nuera, preparándonos un guisado de cabrito, salsa roja hecha en el molcajete, unas gorditas de harina de nixtamal, unos aguacates criollos, un queso fresco de cabra y los infaltables frijolitos. Se comía muy bien en casa de mi madrina. El contactarme con mis sentidos primarios, la secreción de saliva frente al aroma del guisado, lo suavemente irritante de la salsa, los colores, los sabores, todo hizo que volviera la tranquilidad a mi cuerpo y que me invadiera una paz que hacía varias horas había perdido. Mi ahijada puso al frente un plato con gorditas calientes, pues sabía que me encantaban; en un pequeño plato, un montículo de sal fina y al lado, un limón de corteza muy delgada. Ya me conocían el gusto en el rancho. Tomé el limón sin dejar de mirar todo el concierto gastronómico que me rodeaba y dejé correr las gotas sobre una tortilla humeante, le agregué una pizca de sal y la enrollé como si eso formara parte del ritual. Con el estómago lleno me sentía más seguro de empezar el interrogatorio, sin esperar que mi madrina, avezada en estas lides, dijera: “Yo primero”. Y así lo hizo. Apenas las mujeres terminaron de levantar las mesas y sirvieron sendos cafés humeantes, disparó la pregunta: — ¿Le quedó claro lo que es impecabilidad? Si usted busca el conocimiento, como dice que lo busca, y no es antes impecable, el poder se lo echa en un Gobierno del Estado de Nuevo León
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dos por tres, el poder se lo acaba y de usted, del que nosotros conocemos, no queda nada. Hay que prepararse para el poder ¿Cómo? Renunciando a él antes de tenerlo. Si usted no renuncia al poder y eso es lo que busca, antes sería mejor no haberse metido nunca a tratar de averiguar el devenir de las cosas. Sólo alguien impecable puede servir a Dios, sólo alguien que haya jurado no ofenderle ni a Él ni al mundo; porque quien ofende al mundo, a Él le está ofendiendo. ¡Mucho cuidado! Lo único que nos puede acercar al conocimiento es el servicio, el servicio desinteresado a éstos, a todos estos pobrecitos que no tienen nada. ¿Usted se cree que yo siempre fui así? No, yo no era esta persona, yo era una persona instruida, trabajé en la corte de Edimburgo, Texas, sólo que entre esta gente me hice así, rústica como ellos, porque a ellos me propuse servir, y cómo iba a servirlos si no vivía como ellos, si no sentía como ellos, si no sufría lo que ellos mismos sufrían. — ¿Usted sabe, madrina, que hubo un poeta indio llamado Rabindranath Tagore?, él escribió un pensamiento que decía algo así: “Dormía y soñaba que la vida era alegría, desperté y descubrí que la vida era servicio, serví y descubrí que el servicio era alegría”. — Muy bonito, pero si no lo vive, no le sirve de nada. Ése es el problema de los lectores, que se quedan con la cáscara del huevo pero no saben nada del sabor de la clara y de la yema. Se atascan como marranos, pero sólo de la cáscara, y no saben que lo sabroso está adentro. Escriben páginas y páginas, del viento, de la tierra, de los ríos, de los cerros, de la mujer, de los hijos, hasta del sexo, pero no tienen la capacidad de sentir. Tal como le dije, se quedan sólo con la cáscara del huevo, por dentro hay sólo un vacío, un vacío inútil, un vacío de soledad, de egoísmo, de mezquindad. ¿Usted dice que quiere aprender? ¿Qué es lo que quiere aprender? Sólo viviendo, Jorge, sólo quitándose el pan de su boca y dándoselo a ese que lo necesita, a ese que tiene hambre. ¿Cómo quiere que le enseñe eso? ¿Verdad que está difícil? Tal vez, usted venga aquí y diga: “A ver qué me puede enseñar Doña Paula”. Desde ya le digo: nada. Aquí sólo platicamos, como diría el compadre Tito, “nos hacemos sapos”, pero para aprender sobran todas las palabras. Claro, nosotros platicamos y así se nos pasan las horas y por ahí, a lo mejor pasa algo importante y alguno de nosotros agarra algo. Tal vez, pero es difícil. — ¿Entonces qué, madrina? — Si usted quiere podemos empezar de nuevo, busque las preguntas que lo inquietan, pero no lo haga sólo con la cabeza, trate de unir... Y mi madrina se señaló el corazón, dirigiendo su mano hacia la cabeza. Repitió Gobierno del Estado de Nuevo León
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varias veces el mismo movimiento como si se tratara de un pase hipnótico; mientras su mano subía y bajaba me iba ganando una paz, un relajamiento de todos los músculos, sobre todo los de la espalda, ni siquiera me había dado cuenta de que en el transcurso de la plática se habían tensionado. En ese estado de calma empecé a buscar la idea que me había llevado aquella mañana al rancho. Comprendí que realmente me había asustado la posibilidad de que mi madrina no fuera sincera. ¿Por qué a su hijo lo había tratado con tanto afecto y luego había pronunciado esas palabras tan duras? No sabía cómo planteárselo, aunque sabía que no era necesario formular ninguna pregunta, ella ya sabía qué me inquietaba. De repente empezó a hablar como si continuara, ahora en voz alta, un diálogo que sostenía con alguien invisible o con ella misma. — La gente, y en este caso usted, cree que la imagen que tiene de usted es una copia de usted. Cree que usted es una verdad en este mundo. Que sufre, s ríe, camina, y hasta cuando mira alguna parte de su cuerpo se dice con orgullo: Este soy yo. Entonces llora, ríe, come, piensa, y todo por ese que usted llama yo. Muy poca gente se da cuenta de que está actuando, y como no se da cuenta de que está actuando, se va muriendo, creyendo que es uno mismo el que se está muriendo, sin ni siquiera darse cuenta de que el que se está muriendo es un desconocido para uno. — Pero, madrina, ¿cómo es posible?, yo creo que éste que está frente a usted soy yo, y creo que pese a todas mis sombras me estoy conociendo cada día un poco más. — Ese es el problema, que usted cree muchas cosas y da por sentado otras, y ninguna de ésas son reales. A decir verdad hay muy poco de real en usted. Usted es un montón de cosas que leyó y que como salen en los libros usted cree que son verdad, y vive dando por hecho un montón de cosas de las que no comprende nada. Después andamos a los tumbos y también creemos que esas maromas son reales y nos hacemos bolas con todo. Mientras mi madrina hablaba me empezó a ganar una tristeza. En pocas palabras había hecho una síntesis de toda mi vida. Sentía que me estaba quitando el soporte que me había sostenido por años. Ese intelecto del que me enorgullecía empezaba a desgranarse, tenía ganas de ponerme a llorar, de pedirle que por favor me ayudara; que comprendía lo que me decía, pero no sabía cómo salir de esa prisión. Sabía que yo mismo la había construido y ahora no sabía cómo salir de ella. Me había convertido en prisionero y carcelero de mí mismo. De repente me observé, o mejor dicho, percibí una imagen inédita de mí: encorvado, mirándome las dos manos cruzadas sobre mis piernas, con vergüenza, sin el valor necesario de levantar la cabeza y mirar a mi madrina a los ojos. Después de ese doloroso silencio, mi madrina retomó la palabra: Gobierno del Estado de Nuevo León
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— El otro día, Jorge, para que usted comprendiera el significado de todo esto que ahora le estoy platicando hice una actuación impecable, pero usted quién sabe por dónde andaba. Sólo un actor impecable puede darse cuenta del derivado de las cosas. Sólo un actor puede elegir sus personajes para poder conservar la energía que le permita ser impecable. Si usted anda por ahí llorando y cree que eso es sufrimiento, o si anda desbalagándose y a eso le llama vivir, usted se está muriendo y ni cuenta se está dando. El sufrimiento real no tiene nada que ver con lo que la gente llama sufrimiento. La gente sufre porque las cosas no son como ella quisiera y si usted escuchara y se diera cuenta de lo que a veces es la causa de su sufrimiento no lo creería; pero una, como eligió estar aquí, tiene que poner las orejas y no hay más remedio que escuchar y a ver cómo le hace. En todos los años que decidí ser esta que usted ve, nunca nadie vino a decirme que sufre por piedad hacia la gente y el mundo. Entonces, ahora le voy a explicar. Como madre de Mariano, ¿se cree que no me duele que mi hijo ande borracho por esos caminos?, a la buena de Dios, porque quién sino Él lo puede proteger entre toda esa bola de borrachos con quienes se junta. Pero como la mujer impecable que soy, no puedo ponerle afición a los temas de borrachos, porque mi misión va más allá de lo personal. Yo no tengo tiempo de detenerme a pensar en lo que a mí me gustaría, yo soy obediente de Dios y lo que Él me manda eso es lo mejor para mí. Para juzgar sólo Él, a mí me toca obedecer. Espero que ahora sí comprenda. Tenemos que seguir trabajando porque no nos queda mucho tiempo. — ¿Por qué, madrina, dice que no nos queda mucho tiempo? — No me haga caso, sólo decía; quizá porque se está haciendo de noche y se va a tener que ir con cuidado. Y ya no ande tan desesperado en el mueble, vaya más tranquilo. La gente de por acá ya no quiere ni que le eche un “raid” porque siempre anda volado. Bueno, Diosito lo ha de guiar. Me puse de pie, le besé la mano y le pedí su bendición. Trajo una cubeta del cuarto de al lado llena de agua bendita, salpicó mi rostro y luego todo mi cuerpo, me tomó con ambas manos la cabeza y pronunció una larga oración, clamando por la protección de Dios sobre mi persona. Volví a besar su mano y me despedí. Al pasar el umbral que separaba los dos espacios, uno resguardado del rocío de la noche y el otro abierto hacia la inmensidad, sentí en mí la profundidad del cielo, las estrellas e intuí el reflejo de la luna todavía oculta. Un grillo dejaba oír su canto y el ladrido de algún perro a lo lejos me hizo recordar esa hermosa metáfora de Federico García Lorca en uno de sus poemas (“La casada infiel”):
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Sin luz de plata en sus copas los árboles han crecido y un horizonte de perros ladra muy lejos del río. Abrí la puerta de la camioneta, no tenía ganas de marcharme, había tanta paz en mi corazón, tanta paz en ese lugar, o quizá el lugar espejeaba mi estado interior. No importaba, nada importaba demasiado en ese momento. Al mirar hacia el costado vi la silueta de mi madrina recortada contra el marco de la puerta, encendí la luz interior del carro y me despedí levantando la mano, ella me devolvió el saludo. Esta vez partí despacio, sin ninguna prisa, sin ninguna pregunta. Tal vez mañana me vuelva a ganar ese deseo ineludible de encontrar una respuesta que le dé sentido a esto que llamo mi vida; mientras tanto, el cielo está hermoso. Un par de liebres cruzaron retozando el camino y el viento se metió en el carro para hacerme compañía. Ni el más mínimo recuerdo enturbiaba mi deleite, todo era perfecto. No pude evitar sonreír al contemplar la quietud de la mente, era como mirarme sobre un espejo de agua cristalina, apenas ondeada por la suave brisa. No supe cómo ya abandonaba el camino de terracería y entraba en la larga avenida de García. Llegué a casa y, más por costumbre que por necesidad, cogí un libro, pero en el instante de hacerlo sentí en mi interior una pequeña inquietud, mi lago comenzaba a agitarse, volví a dejar el libro en el estante de donde lo había tomado y quitándome los zapatos, me arrojé sobre la cama. Así me sorprendió la madrugada, así me despertó mi compañero, el viento fresco de la alborada. Me tapé como pude con el cobertor y seguí durmiendo hasta que el sol develó la realidad de las cosas: formas y sombras. El nuevo día me deparaba más sorpresas, ahora sí las preguntas se agolpaban nuevamente en mi mente, pero sin agobios, eran sólo preguntas que buscaban una respuesta, que buscaban armonizar con la experiencia.Había entendido que uno de los pilares de la terapia humanista era la empatía, la cual, junto a la aceptación incondicional y la congruencia, permitían al facilitador generar el clima necesario para despertar la confianza y la apertura en el “cliente”. El “cliente” no se sentía ni evaluado, ni juzgado, sino aceptado incondicionalmente, sin importar lo que hubiere hecho ni el proceso por el cual estuviera transitando. La empatía permite tener la capacidad de comprender al “cliente”, poniéndote en sus zapatos, “como si” fueras él. Remarco el “como si”, porque la identificación con el “cliente” podría llevar al facilitador a un nivel de enajenación en el cual correría el riesgo de perder la posibilidad de acompañar a éste en su proceso. El “como si” protege tanto al “cliente” como a su acompañante, de que no se cumpla el dicho bíblico: «Un ciego intenta guiar a otro ciego». Tal vez lo que vi en mi madrina fuera más allá de mi comprensión intelectual de lo que era empatía; lo que sí me quedaba Gobierno del Estado de Nuevo León
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claro es que si de eso se trataba, se requería una gran capacidad, un gran entrenamiento y una constante actitud de servicio para poder ser verdaderamente empático. Esto, sin hablar de la enorme sensibilidad y experiencia de vida para poder comprender y respetar los procesos por los que atraviesa “el otro”, aun cuando éstos difieran de todo nuestro bagaje cultural. Estando atento a esta nueva enseñanza de mi madrina, empecé, cada vez que ella me daba la oportunidad de estar presente cuando recibía a sus visitas, a comprender cómo entablaba ella esas relaciones. En cierta ocasión, estaba almorzando en el rancho y de repente entró una señora acompañada por un hombre mayor y un muchacho de unos 30 años. Me extrañó que mi madrina no repelara por esa intromisión. Yo había visto otros casos y no habían permanecido ni un minuto ante su presencia. Con mucha firmeza les decía que si no estaban impuestos a pedir permiso o a esperar que se los invitara a pasar. No sólo eso, sino que, para mi sorpresa, esa vez Doña Paula se puso de pie e invitó a sentarse a la mesa a la señora y con mucho cariño le acarició el rostro al muchacho, a quien casi se le saltaron las lágrimas. El señor, que se veía bastante acabado, sostenía con sus manos un sombrero norteño y miraba el piso; cuando levantó la mirada para responder el saludo de mi madrina, tenía los ojos rojos. A mí se me había quedado atragantado el pedazo de taco de cortadillo e hice ademán de levantarme. No sé cómo me vio mi madrina si me estaba dando la espalda, pero una sola mirada suya bastó para que en el acto yo desistiera de mi propósito; como pude, terminé de tragar el bocado, pero no pude volver al plato. Ese cuadro sin palabras se me hacía patético, pareciera que todos tenían un propósito al estar ahí y yo no encontraba cuál era el mío; en esas situaciones se me olvidaban todas las palabras de mi madrina: “Jorge, yo lo hago quedarse para ver si agarra algo”. Traté de relajarme, observar y sentir todo lo que acontecía a mi alrededor. Doña Paula tomó la palabra: — Yo sé, m’hijito, por todo lo que has pasado, yo conozco de esas noches de soledad, pero esa parte ya es historia, ahora hacia delante y con buen paso. — Gracias, Doña Paula, por todo lo que hizo por mí— dijo la madre del muchacho. — Qué menos podía hacer, pobrecita, yo sé del sufrimiento de una madre, pero le dije que a su muchacho lo traíamos sano o, ¿qué se cree que íbamos a andar perdiendo el tiempo? Y ahora verá, le voy a dar unas hierbas para que se haga unos baños y enseguida se nos olvida todo el mal paso— dirigiéndose al señor— ¡Y a ver si usted le echa un poco de ganas! Ya se nos Gobierno del Estado de Nuevo León
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está acabando, no puede andar así todo amola’o. Ahora verá, también le voy a dar algo. Si ya el mal trago pasó, ahora nos queda jalar para adelante, de nada nos va a servir andar llorando por lo que ya pasó — Así es, Doña Paulita—dijo el señor— son muchos años que nos conocemos... — Ni tantos, no se haga el igualado ahora, ¡qué tanto nos conocemos usted y yo!—. Doña Paula lanzó una carcajada y se cubrió con la mano la boca. — Cierto, mire que han pasado años, desde que se casó con ésta, si hasta me acuerdo cuando se la robó de por allá, creo que de Los Fierros, si mal no recuerdo. Pero yo ya me olvidé de todo eso, ¿para qué recordar cosas que estorban y no ayudan? Las historias —me miró— entorpecen la mente, la llenan de cosas inútiles. ¿Sabe por qué son inútiles? — No, madrina. — Porque ni siquiera son ciertas, son sólo una partecita muy pequeña del derivado de las cosas, pero no puede abarcar todas las cosas, sólo una parte; entonces se queda rengo y los rengos no pueden ir muy lejos, salvo que tengan un buen “mueble”, y para eso hay que fregarse, ¿ahora comprende? —Y añadió, volteando hacia el muchacho— Y a ti, ¿cómo te va?, ¿tienes algún plan? — Ninguno por ahora, sólo buscar alguna chamba. — Te vas a ir bien tranquilo hasta que pase un tiempo, si es posible te me vas a ir de aquí. — ¿A dónde? — Qué importa a dónde, míralo a éste— señalándome a mí— viene desde Argentina y ha tenido que viajar mucho para llegar hasta aquí. Te puedes ir a cualquier lado, no te digo que para siempre, sino por un tiempo. Tú vas a saber cuándo volver, pero ahorita te me mandas mudar –— y mirando a la madre— Usted me entendió. ¿Le queda claro? La mujer asintió con la cabeza y mi madrina agregó: — Cuidado con los marranos porque aunque uno no quiera salpican de eso que huele. Ahorita si me disculpan, voy a despedir a mi compadre y enseguida estoy con ustedes. Mi madrina se levantó de su silla, se ayudó sosteniéndose de la mesa y una vez de pie llamó a su hija: “¡Mona!, sírveles a los amigos unos taquitos para almorzar”. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Ellos respondieron: “Gracias, Doña Paulita, pero ya almorzamos”, y mi madrina les dijo: “Pues almorzarán dos veces. Sírveles, m’hijita, y a mí no me vengan”. —Usted —dirigiéndose a mí— sígame. No me hice repetir la orden otra vez, ya estaba de pie pidiendo permiso y siguiendo a mi madrina al cuarto contiguo. — Siéntese, señor—. A veces así me trataba y se quedó mirándome como esperando que empezara a hacer mis habituales preguntas, sólo me limité a decirle: — ¿Qué le pasó? — ¿A mí o al pendenciero ese? — Sí, al muchacho. — Lo metieron al “bote” por mal llevado, pobrecito, puede que se haya sosegado, pero era bastante difícil, pudo haber terminado peor y la cosa no acaba aquí porque el muchacho al que hirió tiene hermanos y ésos no son de arrear con mecate, son muy pesados. Veremos qué se puede hacer. Por lo pronto tenemos que sacarlo de aquí porque los otros lo van a buscar y este tonto no es de los que se rajen, aunque ahora quién sabe, después del susto que le metieron estuvo en el “bote” cerca de un año. ¡Pobre madre! Si los hijos pensaran en su madre no andarían metidos en las cantinas armando pleitos, ahí tiene las consecuencias. — ¿Y el padre? — ¿Qué tiene el padre? — ¿Qué acaso no sufre? — El padre tiene gran parte de la responsabilidad. Si desde chico lo hubiera puesto a jalar no andaría de grande metido en esos pleitos de cantina. Ése, así como ahora lo ve, todo amola’o, lo llevaba desde huerquillo a esos lugares, y ¿qué quiere?, una vez que se ladea ya no lo endereza ni a palos. Ahí tiene, para que aprenda: a los hijos, mecate corto, porque si se los suelta ya para pronto es tarde. Así como mi rancho es grande, mi corazón lo es más, ¿se cree que yo no me pongo en el lugar de esos padres y también en el del muchacho?, ¿ha estado alguna vez en la cárcel? — Durante un año fui todos los sábados a visitar a un amigo que cayó en Gobierno del Estado de Nuevo León
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desgracia. — Entonces ya conoce algo de lo duro que es estar preso. Ahí la gente no tiene compasión. Durante treinta años iba casi todos los días a tratar de arrancar del penal a esos pobres hijos que estaban ahí encerrados. Me iba con mi rebozo y me hacía pasar por sus madres y veía qué podía hacer por ellos. Fueron años muy duros. Las pobres madres me esperaban para que les diera razón de sus hijos y alguna esperanza. Tiene que sentir lo que ellas sentían para realmente comprenderlas; si no las comprende, siempre se va a apartar del camino de los que sufren. Para comprender el sufrimiento hay que pasar por el sufrimiento, igual que para conocer si el chile pica no hay otra que probarlo. Bueno, ya se me secó la lengua de tanto hablar, voy a regresar con esta gente. Llévese este paquetito de hierbas y se toma una al levantarse y una al acostarse, es para que no se torture tanto pensando, mientras arreglamos, como dice usted, la cabezota. — Gracias, madrina. — ¿Cuándo se va a dar otra vuelta?, así lo esperamos con un chivito. — No se moleste, madrina. — ¿Cuál molestia?, no es ninguna molestia. — ¿Qué le parece el sábado? — Aquí lo esperamos. Que Diosito lo bendiga. — Gracias, madrina, y hasta el sábado. No podía con mi genio, tenía que platicar con alguien, pero era demasiado tarde para ser sábado, seguramente que la mayoría de mis conocidos se estarían preparando para salir a cumplir con sus compromisos. Pero, ¿qué pasa conmigo? Nunca tengo un compromiso los fines de semana que no sea ir al ejido. Bueno, también es cierto que ya se deben haber cansado de invitarme y de siempre escuchar la misma excusa. ¿Qué tal algún libro? Quizá no sea el magnífico plan, pero siempre han resultado una excelente compañía. Además aprovecharé para leer algo de Carl Rogers acerca de la empatía, estoy seguro de que aclararé más de una duda.
Congruencia A lo largo de los años que compartí con mi madrina nunca vi en ella un acto que no fuera la resultante de su propia impecabilidad. A partir de escuchar su solemne
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juramento hecho quién sabe cuántos años atrás, en el que se comprometía a no ofender ni a Dios ni al mundo, estaba seguro de que toda su existencia era la manifestación de su congruencia. Incluso cuando dormía. Todo indicaba que no podía pasar nada importante en las horas que faltaban para que sucumbiera, no sabía si el día o yo. Estoy seguro de que quien se sentía así era yo, para colmo no tenía ningún interés en modificar mi actitud. No obstante, en un arranque de voluntarismo, me dirigí a la camioneta y enfilé para el ejido. Esta vez iba entrenándome en un ejercicio que había estado comentando con unos amigos. Consistía en ampliar al máximo el ángulo visual e intentar mantenerlo todo el tiempo hasta llegar a nuestro destino. Por supuesto, se me cruzaban tantas ideas, que cada rato me veía obligado a retomar el ejercicio. No obstante, el tiempo transcurrió más deprisa que de costumbre. Los nietos de Doña Paula rodearon la camioneta y comenzaron los saludos: “¡Eh, argentino!, ¿me da para comprar?”. Ese parecía ser el saludo obligado de los niños en el ejido, como también eran obligados los pleitos si yo no era lo suficientemente equitativo, dándoles a todos por igual. De todas maneras, siempre había pleitos entre los niños. Esquivándolos como pude, llegué a la puerta de la cocina y me asomé: — Buenas tardes, madrina. — Pásele. ¿Cómo le ha ido? — Bien, ahí como Dios quiere. — Siéntese. — Sí, madrina. — ¿Un cafecito? — No, gracias. ¿Y Mona? — Se fue con Nabor a Los Fierros, a visitar a sus suegros, pero no deben tardar porque iban con Verónica —hija de Nabor y Mona— y más tarde se va a poner fresco. No anda muy bien su ahijada. — ¿Qué le pasa? — Anda con los bronquios medios cargados. Pero qué bueno que viene, lo estaba esperando. Tenemos tema de qué platicar. — ¿De qué se trata? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— El tema va a ser el que usted quiera. Digamos que hoy usted me puede preguntar. — De haber sabido, madrina, me venía preparado. — ¿Cuál preparado? Míreme, ni siquiera he dormido. — ¿Y eso? — Es que anoche me la pasé ayudando a sacar gente de un camión que se estaba incendiando en la carretera a Saltillo. — ¿Y en qué se fue desde aquí hasta la carretera? Al terminar la pregunta percibí algo extraño, mi madrina bajó la vista al piso y se quedó mirando la brasa que dibujaba el cigarro. No quise insistir con la pregunta, pero me ganó la curiosidad: — Qué, ¿la vinieron a buscar? Se levantó en silencio y se dirigió al fogón, muy cabizbaja, como si buscara alguna respuesta que pudiera hacer comprensible para mí, sin embargo eludió el tema: — ¿Le hago un cafecito? — La acompaño, madrina. Volvió con dos tazas de agua humeantes y colocó sobre la mesa el tarro abierto de Nescafé y una bolsa con azúcar. — No crea que no le voy a responder, sólo que estaba buscando cómo. Creo que lo único importante es que estuve allí en la carretera a Saltillo y ayudé a mucha gente a poder salir de entre los fierros retorcidos antes que se quemaran. — ¿Cómo le hizo, madrina? — Bueno, ya le he dicho que yo soy natural y me resulta muy difícil poder contarle a usted, sin asustarlo, de todo este mundo en el que yo me muevo. — Inténtelo, madrina, tal vez si usted me ayudara, poco a poco yo podría ir comprendiendo más. — Si eso es lo que estamos haciendo.
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— Madrina, ¿lo que usted me quiere decir es que puede estar en dos lugares al mismo tiempo? — No, no se puede estar en dos lugares al mismo tiempo, necesitaría dos conciencias y sólo tenemos una. — ¿Entonces? — Entonces, anoche yo estaba acostada aquí, con mi nieta, y estaba en la carretera a Saltillo porque allí era donde me necesitaban, ¿comprende? — Más o menos. — Bueno, ya es algo. Vamos despacio. — Madrina, ¿me quiere decir que usted está consciente de todas las horas del día? — Jorge, ¿me quiere decir que usted no está consciente de todas las horas del día? ¿Cómo le hace para estar vivo y no darse cuenta? Si usted no se da cuenta, ¿cómo puede decir que es libre?, ¿cómo puede decir que es responsable?, ¿dónde está cuando pierde la conciencia?, ¿se da cuenta que las preguntas que hacemos a veces, son absurdas? — Aunque a veces me doy cuenta de que pierdo la conciencia estando despierto. ¿Por qué no puedo decir que siempre me estoy dando cuenta de lo que está pasando? Estoy seguro de que cuando duermo no estoy consciente de nada. — Yo le puedo asegurar que nunca duermo. Siempre mi conciencia vela. — Madrina, pero eso es imposible. — Para usted y para la mayoría de la gente que andan tan ocupados roncando, no para mí. Anoche vinieron por mí unos médicos, había entre ellos algunos que ya había visto, a otros era la primera vez que los veía. Yo pensé que venían a buscarme porque había alguna operación médica, nunca pensé que se trataba de sacar gente de un camión. Así que dejé mi mascada de seda, que es la que uso para operar, y me fui con ellos. — ¿Y después? — Después, nada. Sólo que no pude descansar en toda la noche. La semana pasada también me vinieron a buscar, había algunos de los que vinieron anoche, pero esa vez fuimos a una Cruz Verde, no sé bien a cuál, la cuestión Gobierno del Estado de Nuevo León
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es que ahí estábamos. Enfrente de mí había un niño, batallaba mucho para respirar porque tenía un problema en los pulmones. Entonces uno de los médicos me miró y dijo: “Hoy le toca operar a Paulita”. Cuando estoy en esas operaciones, ya le platiqué, tengo una mascada de seda blanca, entonces la extiendo sobre la parte que voy a operar y sobre esa tela hago mi trabajo. El hecho es que ahí lo dejé al angelito descansando, ya respiraba bien, así que nos fuimos a ver a otros enfermos, nunca faltan. — Madrina, me doy cuenta de que batallo en entender cómo es eso. ¿Usted me está tratando de decir que tiene integradas las 24 horas del día a su experiencia de vida? — No sé qué es lo que me pregunta, pero yo no estoy tratando nada, yo le estoy contando algo y usted está haciéndose bolas. Además, no entiendo otra manera de vivir. Si usted tiene 24 horas al día, cómo puede desafanarse de algunas de esas horas, ¿dónde se esconde o qué? Yo me doy cuenta de lo que me pasa durante todo el día, si no, ¿qué le voy a reportar a Diosito cuando me llame? No le voy a decir: “Durante ese tiempo no sé qué estuve haciendo, a lo mejor estuve dormida, ¿quién sabe?”, tiene que hacerse responsable de todo lo que le pase. — ¿Tiene eso algo que ver con el regalo que le traje el otro día y usted se lo dio a su nieta? — Muchas veces le he dicho que todo tiene que ver con todo. Aunque lo del regalo forma parte de como yo he decidido ser. — ¿Cómo está eso, madrina? — Por ejemplo: ¿quién es usted? — ¿Cómo? — Sí. ¿Quién es usted? ¿Usted ya tomó la elección de quién ser? ¿Usted decidió cómo cruzar este puente que nos separa de la muerte? Si usted no eligió quién ser, es que todavía ni se ha dado cuenta de quién es. Mire qué difícil andar por el mundo sin ni siquiera saber quién es uno, y encima, andarse muriendo como un desconocido. Entonces lo primero que tenemos que hacer es saber quiénes somos y luego decidir quiénes queremos ser. Por ejemplo: míreme a mí (se puso de pie y con mucha gracia dio una vuelta), yo soy una limosnera. Yo elegí ser esta limosnera y como limosnera soy impecable. Por eso no le puedo aceptar regalos nuevos; yo me visto con las “garras” que los demás tiran, yo me alimento con las sobras de los otros, por eso nunca
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como con los demás, salvo cuando usted me insiste mucho, por no despreciarlo. ¿Ha visto dónde duermo? Sígame. Poniéndose de pie, se dirigió al cuarto contiguo a la cocina y me señaló una vieja cama toda desvencijada, la cubrían unas mantas todas raídas y era, sin lugar a dudas, la más pobre de todas las que allí estaban. — ¿Se da cuenta? Y esto no es porque soy humilde o porque soy pobre, sino porque yo decidí ser esta. Ya le dije que no quiero ofender ni a Dios ni al mundo. Cuando a este rancho mugriento viene un hermano en desgracia, aquí encuentra consuelo. Algunos pensarán: “¿Qué me puede dar esta vieja chorreada?”, pero otros, los que verdaderamente necesitan que una les tire un mecatito para que puedan salir del pozo, ésos ven otra cosa. Yo no voy a ofenderlos con que soy más que ellos. Ellos vienen, como usted ha visto, porque sufren y ¿quién soy yo?, una limosnera, nadie que vaya a ofenderlos. Por eso me visto de “garras”, como las sobras, y cuando vienen los que me necesitan miro el piso para que mi mirada no los ofenda, para que no se sientan juzgados por esta vieja que vive de las limosnas. Aquí siempre encontrarán consuelo los desposeídos de todo y también encontrarán palos los que se andan mezclando con marranos... ¡Ah, porque también hay de esos! Mi fuerza, Jorge, no está en las cosas de este mundo, por eso no le pongo afición a qué me voy a poner y a ver qué como hoy; ni a que si la del rancho aquel dice, y que si el otro me miró feo, y que “mire, Doña Paulita, hay que hacer algo para que éste se tranquilice”; y que “se me fue la muchacha”. Así uno se acaba. Entonces ¿qué queda para lo que usted dice, “lo sagrado”? Yo le voy a contestar, lo único que queda es el eco de las cosas, y es el eco de las cosas lo que queremos evitar, lo que atormenta nuestra mente. Una mente atormentada no nos sirve para nada. Hay que interrumpir el eco de las cosas para “agarrar” el derivado de las cosas. Es como si tiene aquí un mecatito y lo va recogiendo, primero le da una vuelta, y otra y otra, y cuando menos se da cuenta ya tiene un ovillote —mientras platicaba, mi madrina iba haciendo la mímica de que se envolvía un mecate en la mano— Después veremos qué hacemos con tanta cuerda pero, mientras tanto, ya tenemos algo y lo más importante: nos alejamos del eco de las cosas. — Madrina, creo que me quedan muchas cosas en claro. Al poco tiempo que la conocí me preguntaba: ¿por qué vive así? Yo sé que usted podría vivir muy bien, he visto mucha gente que le trae cosas: dinero, mercadería, ropa, animales y un montón de regalos, hasta carros, que usted no ha aceptado. — Así es, Jorge ¿para qué? Si no voy a llevarme ninguna de todas esas cosas que usted dice y es más lo que me van a estorbar que otra cosa. Más vale ir ligera que cargar cosas que nos van a entorpecer la caminata. Además, tal Gobierno del Estado de Nuevo León
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como le he dicho, si ya elegí ser una limosnera quiero vivir como limosnera y para ello tengo que confiar en Dios, Él me va a proveer de lo que necesito cada día. Si yo me afanara o el miedo me llevara a meterle ruido a mi cabeza, yo ya no sería impecable, ya no sabría cuál es mi misión en la vida, ya pensaría algo y haría otra cosa distinta a la que pensé. Creo que esto tiene que hacer, darse cuenta de quién es y elegir quién quiere ser para cumplir con su trabajo, de lo contrario, va a andar como anda la mayoría de la gente por este puente: sin asunto.
Reflexiones Tres cosas me llevaba como tarea: La primera era la concepción de la unidad temporal de mi madrina. Ella no segmentaba su vida en horas de sueño, horas de diversión, horas de trabajo, es decir, como lo hacemos la mayoría de las personas. Para ella todo el tiempo era una simultaneidad de experiencias que se daban aquí y ahora; claro, que el aquí y ahora de ella era un continuum que no admitía ninguna interrupción. Para que nos comprendamos, en ningún momento ella separaba o diferenciaba la experiencia de permanecer en un estado de vigilia a la de estar dormida. Ella permanentemente estaba aprendiendo, por lo tanto no hacía ninguna distinción entre despierta o dormida, ya que ella estaba siempre despierta, aunque estuviera acostada en su cama y todo indicara que dormía. La experiencia no sólo se reducía a estar siempre despierta, sino que además, en cierto estado que explicaré más adelante, ella podía trasladarse de un lugar a otro y cumplir con el propósito que tenía en su vida: Estar al servicio de Dios y de los demás. Sé que no es fácil de entenderlo, tampoco de explicarlo, pero así era. La segunda era su concepción de inmediatez. Todo se daba en un “aquí y ahora”, dentro del cual tanto el pasado como el futuro adquirían su verdadera significación. Si las cosas no eran vistas bajo esta perspectiva entraban, a los ojos de mi madrina, bajo la categoría de chismes. Quienes le ponían afición a los chismes hacían perder el tiempo a la gente que estaba comprometida con el verdadero trabajo, por lo que, si uno quería estar en el trabajo, no debía ponerle atención a esta gente. Y por último, mi tercera tarea era buscar un concepto de congruencia que involucrara las otras dos cuestiones. Ya no se trataba de ser congruente cuando se estaba interactuando con el otro, tampoco abarcar sólo las 16 horas de vigilia; ahora ser congruente adquiría, para mí, un nuevo significado, un significado que a la vez era un desafío. Estaba integrado a una concepción espacio-temporal diferente, a una dimensión que se manifestaba siempre en un “aquí y ahora”. Cuando le comenté a mi madrina las tareas que me llevaba, me dijo: “No le va a servir de nada meterse en sus libros y escarbar más lejos. Es que ¿acaso no Gobierno del Estado de Nuevo León
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entendió nada?, ¿cómo va a buscar en otro lugar y más tarde las respuestas que debe encontrar ahorita mismo, aquí mismo? Olvídese, Jorge, vaya y haga lo que tiene que hacer, aunque, sepa que de nada le va a servir, a lo sumo terminará repitiendo la lección como el perico, y como se la habrá aprendido, creerá que por fin agarró algo”. Al abandonar el rancho me ganó, otra vez, cierta decepción. Me sentía incapaz de aventar todo a la basura, es más, ni siquiera sabía cómo hacerle, pero iba creciendo en mí algo, algo que no podía denominarlo ni tampoco abarcarlo, algo que pudiera llamar no ordinario, para sacarlo del contexto en el cual me había movido toda mi vida. Cogí, debo confesarlo, uno de los libros que más me habían subyugado en mi vida: Perspectivas desde el Mundo Real, de G.I. Gurdjieff, y, como era costumbre lo abrí para leer el párrafo que apareciera ante mis ojos. El libro y su texto me eran bien conocidos, ya que lo había leído por lo menos las tres veces que él aconsejaba leer sus libros. Abrí una de sus páginas y continué leyendo hasta que mi vista se posó en los siguientes párrafos: Debemos esforzarnos por la libertad si nos esforzamos por el conocimiento de sí. La tarea de un más amplio conocimiento y desarrollo de sí es de tal importancia y seriedad, demanda tal intensidad de esfuerzo, que es imposible intentarla descuidadamente y en medio de otras cosas. La persona que emprende esta tarea debe darle preeminencia en su vida, la que no es tan larga para permitirse el malgastarla en trivialidades. ¿Qué podría darle al hombre la posibilidad de emplear el tiempo ventajosamente en su búsqueda, sino la libertad de toda clase de apego? Libertad y seriedad. No la clase de seriedad que se asoma bajo cejas fruncidas y labios arrugados, ademanes cuidadosamente reprimidos y palabras filtradas entre los dientes, sino la clase de seriedad que significa determinación y persistencia en la búsqueda, intensidad y constancia en ella tal, que un hombre, aun cuando descansa, continúa con su tarea principal. Gurdjieff, G. I., 1973: 52
Era tal el compromiso de Doña Paula que logró algo que para nosotros, los hombres ordinarios, es incomprensible, algo que a nuestros ojos raya en el absurdo pero, para ella, formaba parte de su cotidianeidad: la integración de la dualidad como parte de la manifestación misma de la vida. En ese filo caminaba mi madrina, con la soltura de alguien que sabe bien lo que tiene que hacer. En la convergencia de lo que tenía y de lo que quería se manifestaban su impecabilidad y su congruencia. Ella, aun cuando descansaba, continuaba su tarea principal, su misión en la vida. Por mi parte, sentía que algo importante de la tarea lo tenía resuelto, pero todavía me faltaban otros aspectos. Sabía que la Gestalt había tomado partes importantes del budismo, del taoísmo, del sufismo y del existencialismo. Sobre todo, en lo referente al “aquí y ahora”. No me costó mucho encontrar entre mis libros alguno que hablara del tema. Gobierno del Estado de Nuevo León
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El existencialismo considera a la experiencia humana como una permanente actualización. Esa actualización se da de una manera continua, en la inmediatez de la propia existencia. El ser humano está de manera constante re-creándose a sí mismo, participando de un todo, confiriéndole, por lo tanto, a la realidad, un carácter holístico. No es el individuo aislado el que vive la experiencia; es para él, inmerso en el contexto, para quien cada cosa que lo rodea adquiere una significación que le es propia. El ser humano influye y es influido por el medio en el cual interactúa. Se nutre y nutre a ese entorno que se le manifiesta pletórico de posibilidades y esas posibilidades se le presentan en cada instante de su existencia. Tanto en el budismo Zen como en el taoísmo, sería imposible dividir la experiencia en categorías espacio-temporales, ya que bajo la perspectiva de estas enseñanzas el Universo es uno, y el uno contiene a todas las cosas. Tal vez la manera más ejemplificadora es cuando en el budismo Zen el maestro le dice a su discípulo: “Abandona el cuerpo y la mente”. Esto al parecer acabaría con toda división, ya no sería yo y el mundo, sino esa hermosa imagen de una gota en el océano, el uno en el uno. Existe un diálogo en uno de los libros más completos y claros que he leído de budismo Zen, a continuación lo transcribo: Estudiante: Hace como una hora durante el zazen, de pronto el dolor de las piernas desapareció, las lágrimas empezaron a correr sin darme cuenta y sentí como si me derritiera por dentro. Al mismo tiempo me sentí envuelta por un sentimiento de amor. ¿Qué significa todo esto? Roshi: Al practicar zazen con energía y devoción, se destruye nuestro sentido de alineación de las personas y las cosas. El hombre ordinario piensa dualísticamente: piensa en términos de sí mismo y aquello opuesto a él y esto es lo que causa su sufrimiento puesto que da pie al antagonismo y al aferramiento que a la vez llevan al sufrimiento. Pero a través del zazen esta dicotomía poco a poco se desvanece. Entonces la compasión se profundiza y amplía naturalmente, puesto que tus pensamientos y sentimientos ya no estarán enfocados en un “yo” no existente. Esto es lo que te está pasando. Por supuesto que es muy gratificante, pero debes ir más lejos. Continúa concentrándote de todo corazón. Kapleau, R. P., 1988: 129
Lo mismo ocurre en el taoísmo. Este pensamiento se refleja desde los dos primeros versos expresados en el Tao: I El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao.
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El nombre que se le puede dar no es su verdadero nombre. Sin nombre es el principio del universo; y con nombre, es la madre de todas las cosas. Desde el no-ser comprendemos su esencia; y desde el ser, sólo vemos su apariencia. Ambas cosas, ser y no ser, tienen el mismo origen, aunque distinto nombre. Su identidad es el misterio.Y en ese misterio se halla la puerta de toda maravilla. II Todo el mundo toma lo bello por lo bello, y por eso conocen qué es lo feo. Todo el mundo toma el bien por el bien y por eso conocen qué es el mal. Porque el ser y el no ser se engendran mutuamente. Lo fácil y lo difícil se complementan. Lo largo y lo corto se forman el uno del otro. Lo alto y lo bajo se aproximan. El sonido y el tono armonizan entre sí. El antes y el después se suceden recíprocamente. Por eso, el sabio adopta la actitud de no obrar y practica una enseñanza sin palabras. Todas las cosas aparecen sin su intervención. Nada usurpa ni nada rehúsa. No espera recompensa de sus obras, ni se atribuye la obra acabada, y por eso, su obra permanece con él. Lao Tse, 1995: 13
Todo está compuesto de polaridades, y las polaridades se manifiestan con simultaneidad. Si nos damos cuenta de la simultaneidad en el “aquí y ahora” de nuestra experiencia, habremos eliminado la ansiedad y la angustia que se produce por estar desfasados en el tiempo, por vivirnos en esa percepción de separatividad. El Aquí y el Ahora se refiere a estar en el momento presente. La Angustia y la Ansiedad surgen cuando se pasa del Ahora al Futuro. Salana Penhos, H., 1996: 21 Gobierno del Estado de Nuevo León
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En el sufismo encontramos la misma idea de la unidad, conteniendo ésta a una dualidad que se manifiesta con simultaneidad. Es la presencia de la realidad la que tiende a eliminar los opuestos y permitir a nuestro ser captar el Todo, sin juicios y sin discriminaciones. Los cuentos sufíes provocan cierta gracia, tal vez porque su estructura presenta una respuesta que no es la esperada por una mente racional, por lo que las respuestas parecen absurdas. Frente a este absurdo, la mente no puede encontrar una solución lógica y la respuesta a la tensión acumulada es la risa. Algo similar ocurre con los koanes dentro del budismo Zen, si bien éstos no mueven a risa, su estructura no nos permite un fácil acceso a una respuesta racional, en sentido ordinario, sino que nos demanda un esfuerzo, el cual una y otra vez sucumbe en los vanos intentos de encontrar una respuesta que satisfaga la expectativa rutinaria de nuestros pensamientos. Por ejemplo, ¿cuál era tu rostro antes de haber nacido? Si estuviéramos abiertos a la experiencia holística que representa la vida, aplazando el juicio y fluyendo como lo hace el viento o los ríos, tal vez comprenderíamos el verdadero significado de los koanes o de los cuentos sufíes: — ¡Felicítame!— gritó Nasrudin a su vecino—. Acabo de ser padre. — ¡Felicitaciones! ¿Es un varón o una niña? — ¡Sí! Pero, ¿cómo te diste cuenta? Idries Sha, 1985: 67
La mayoría de las escuelas orientales nos invitan a percibir la aparente polaridad de las cosas como lo que realmente son: partes complementarias de una misma realidad. Sin esta complementariedad no existiría el equilibrio, éste cobra vida y presencia en los opuestos: vida-muerte, luz-oscuridad, amor-odio, atracciónrepulsión, y así en todo lo manifiesto- inmanifiesto. Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke abordan en su libro, La enfermedad como camino, desde una perspectiva psicológica e histórica el problema de la desintegración del ser humano a partir de su percepción antagónica de la dualidad y no como partes complementarias de una misma realidad: El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin duda más importante texto del budismo Zen, dice así: “Si queda en nosotros la más mínima idea de la verdad y el error, nuestro espíritu sucumbirá en la confusión”. La duda que divide las polaridades en elementos opuestos es el mal, pero es necesario pasar por ella para llegar a la convicción. Para ejercitar nuestro discernimiento, necesitamos siempre dos polos pero no debemos quedarnos atascados en su antagonismo, sino utilizar su tensión como impulso y energía en nuestra búsqueda de la unidad. El ser humano es pecador, es culpable, pero precisamente esta culpa lo distingue, ya que es prenda de su libertad. Dethlefsen, T. y Dahlke, R. 1993: 68 Gobierno del Estado de Nuevo León
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Mi madrina vivía conscientemente esta dualidad, conteniéndola en sí misma, en cada acto de su vida. Por esto, a los ojos de la mayoría de la gente su comportamiento era absurdo, o dicho de manera más elegante, excéntrico. Pero era esa capacidad de contener los opuestos la que le permitía ser un gran contenedor de la experiencia humana, incluso de aquella que pareciera absurda o siniestra a los ojos acostumbrados a mirar pero no a ver. Ella vivía apartada del juicio al prójimo; al contrario, en su impecabilidad contenía al prójimo, lo acompañaba en el trecho del camino que él se dejara acompañar. En su congruencia ella había hecho realidad la cita bíblica: No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócritas! Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano. Mateo: 7, 2, 3, 4 y 5
Para Carl Rogers, el concepto de congruencia está vinculado al auto concepto que tenemos de nosotros mismos y a su manifestación en la interacción entre el organismo y el ambiente. De esta relación surge un constructo al que denominamos “yo”. En la medida que la manifestación de la auto percepción responda a las necesidades reales del organismo nos acercaremos a la congruencia. El problema es que muchos de los valores que aceptamos como válidos son tomados de otras personas y no constituyen experiencias propias del organismo. Bárbara Engler, en su libro Teorías de la personalidad, comenta acerca de Rogers: Las experiencias que ocurren en la vida son simbolizadas, ignoradas, negadas o distorsionadas. Si una de éstas es simbolizada, es aceptada en la conciencia, percibida y organizada en una relación con el yo. Las experiencias son negadas o distorsionadas si parecen ser inconsistentes con la estructura del yo. Rogers no cree que la estructura del yo deba estar formada con base en la negación o distorsión. Engler, B., 1996: 331
La posibilidad del desarrollo de la conciencia de un individuo va a estar dada por la coincidencia que exista entre su auto concepto y lo que es percibido como realidad. Es fundamental responder a la necesidad que existe en asumir esa congruencia entre el yo y la necesidad del organismo en actualizarse. Cuando las experiencias negadas o distorsionadas son las que marcan las pautas de la manifestación, existe en el individuo una sensación de ansiedad y angustia. Esta manifestación incongruente genera una tensión en la relación con uno mismo y, por ende, con los demás. Si profundizamos un poco más en el concepto de tensión, Gobierno del Estado de Nuevo León
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nos daremos cuenta de que ésta se produce al existir una fuerza que tiende a deformar un cuerpo, en términos de Rogers a un organismo, impidiéndole fluir con naturalidad. Cuando la persona actúa congruentemente con el concepto que tiene de sí misma, sustentado en su propia experiencia organísmica, podemos decir que la persona está adaptada psicológicamente. La congruencia nos posibilita un contacto pleno con la realidad, un intercambio de experiencia a través del propio organismo, sin que esta experiencia se encuentre mediatizada por las tensiones que origina la distorsión o negación de las experiencias anteriores. Esta congruencia debe darse en un continuum llamado “aquí y ahora”, en donde las experiencias anteriores o las proyecciones futuristas no atenten contra el organismo, disociándolo en el tiempo. De esta manera, ni la ansiedad que se genera por tratar de predecir el futuro, por demás incierto, ni la culpa que surge en contacto con un pasado irreversible pueden distorsionar la experiencia de vida. Ahora sí, las tres partes que habían conformado mi tarea encontraban un sentido. Además, sentía que la tensión que originalmente tenía ante tanto choque que se generaba con Doña Paula, disminuía paulatinamente. El rompecabezas adquiría forma, y la forma correspondía a un modelo en el que los conceptos se eslabonaban, era como si todo encajara, como si se estableciera una comunión entre lo exterior y lo interior. Mi mente se detenía para contener los opuestos, mientras mi intelecto roía los huesos de dinosaurio que le había arrojado con tanta información. Me daba cuenta de que mientras mi cabeza se encontraba ocupada tratando de dilucidar algún tema que revestía cierta complejidad, mi mente se detenía en una actitud contemplativa. Lo mismo me pasaba después de un gran esfuerzo intelectual o frente a una situación que mi mente considerara extremadamente absurda. Ahora podía continuar con mi libro, tal vez quieran continuar su lectura, tal vez quieran adentrarse en un mundo donde la secuencia narrativa no coincide, a propósito, con la cronología de las experiencias ¿Es que acaso la mente respeta el tiempo cronológico? ¿O ésta ha inventado su propio tiempo? Ahora sí podía descansar, sentía que había cumplido con mis expectativas, había organizado un cúmulo de conocimientos dispersos; ahora tenían forma, imprecisa, tal vez, pero era un buen comienzo, el inicio de mi propia congruencia. Sentía que podía contactarme con mis pensamientos y reconocerlos como propios; me energetizaba el contacto tan postergado con mi emoción, ésta me impulsaba a discurrir entusiastamente y percibía, simultáneamente, la sensación corporal con una actitud dispuesta a la acción, a la ejecución de lo que pensaba y sentía. Creo que nunca había logrado ese estado de comunión entre mi ser y el entorno. Si esto era la congruencia, acababa de enamorarme de ella. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Capítulo III Día de Muertos
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Capítulo III Día de Muertos 48. Ching, el pozo de agua Abajo está la madera, arriba el agua. La madera desciende al interior de la tierra a fin de elevar el agua. Es la imagen de un pozo de palanca de la antigüedad china. La madera no hace referencia a los cubos que en la antigüedad eran de barro cocido, sino a la vara de madera mediante cuyos movimientos se extraía el agua del pozo. La imagen alude asimismo al mundo vegetal que en sus arterias eleva el agua de la tierra. El pozo del que se extrae el agua contiene, además, la idea de un inagotable don de alimento. I Ching, El libro de los cambios, 1995: 269
Jugando en el espacio/tiempo Me levanté con el alba, miré su foto sobre la improvisada repisa de mi cuarto. Hacía días que estaba inquieto, otra noche que pasaba sin poder conciliar el sueño. Sentía que me faltaba el aire. Como si el aire se hubiera vuelto espeso y cada inhalación fuera un acto voluntario. Comprendí a los asmáticos y me contacté con el miedo a la asfixia ¿Pero era el miedo a la asfixia, o había un miedo anterior que producía esa situación tan desesperante? Como sea, no pude dormir y me levanté con la boca pastosa, seca, los labios partidos y el cuerpo sudoroso. Busqué una toalla, me quité la ropa y con el cuerpo dolorido me sumergí en la cortina de agua. Mi cabeza estaba embotada, los pensamientos fluían en cámara lenta, no sé cómo pero ya me encontraba sentado en mi camioneta rumbo al panteón de Rinconada. Sintonicé la radio, quería escuchar una voz conocida, una voz que me conectara al mundo. ¿A cuál mundo?, a cualquiera. Quería aferrarme a algo conocido. Felipe (compañero de estudios) recién comenzaba a conducir su programa “En voz alta”. Su voz, a pesar de las noticias habitualmente trágicas, me hizo recordar otros escenarios más afables. Disfruté de su compañía por varios kilómetros hasta que entré en el camino sinuoso de la carretera que conduce a Saltillo. Ahí la señal comenzó a ser difusa, hasta perderse casi por completo. Apagué la radio, lo que implica: me quedé solo. La salida lateral irrumpió en mi sueño, apenas logré salir hacia el costado y tomar la calle principal de Rinconada. Primero me pareció extraña, pero sabía que no me perdería, ya la había transitado otras veces, no muchas pero sí las suficientes como para saber que no había otra calle asfaltada en todo el pueblo. Más deteriorada, Gobierno del Estado de Nuevo León
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por momentos los baches y el asfalto comido por el tiempo captaron mi atención. Tal vez fueron unos segundos, después volví a la nada. Estacioné la camioneta en el mismo lugar donde lo dejé el año pasado. Miré a mi alrededor, no había nadie, eso me sorprendió, esperaba encontrar mucha gente. Miré la hora: 7:30. ¿Sería todavía muy temprano? Tal vez. Entré al panteón. Cementerio de pueblo chico. En un perímetro de aproximadamente hectárea y media, bardeado con bloques de cemento, veía unos cuantos montículos de tierra y las diferencias sociales, aun en el camposanto. Algunas tumbas con sus lápidas talladas y hasta con esculturas religiosas, otras con una cruz de madera mal enterrada y otras invadidas de maleza que impedía ver los límites entre el piso y la tumba. Mirando hacia ambos lados lo atravesé de extremo a extremo, hasta llegar a la tumba que tenía por sola inscripción a mano: “Doña Paula Banda Calderón”. Me senté en una piedra justo a los pies de la tumba: — Hola, madrina. ¿Cómo ha estado? Al parecer aquí no los tratan muy bien. He visto mejores panteones que este... — Jorge, Jorge, nunca me interesó aparentar nada en vida. ¿Se cree que me va a interesar ahora, después de dos años de muerta? Acaso no es usted el que no se cansa de repetir lo que le dije el primer día que llegó a mi casa. Para que sepa, no he cambiado, sigo siendo la misma. Lo que no aprenda allí no se lo van a regalar aquí. — Madrina, ¿qué sentido tiene todo esto? (Mirando alrededor y viendo el paisaje desierto, donde lo único que crecían eran tumbas). — ¿Usted qué cree? — No lo sé. Lo único que sé es que extraño los diálogos y los cortadillos que me comía en el rancho, en su compañía. A veces siento que la soledad me pesa aquí, sí aquí, en el centro del pecho y vuelve a asaltarme el miedo de “morir como un perro”. ¿Recuerda? — Claro que me acuerdo, pero al parecer el que no se acuerda es usted. Yo le dije: ¿cuál perro?, si de lo que estamos rodeados son más de marranos que de perros (Risa) Usted no se haga problemas, que ahorita le doy una enderezada para que deje de hacerse bolas. Usted no va a terminar como ningún perro. No, señor. No sería yo esa que abandone a un amigo, ¿o usted se cree que sólo porque estoy muerta voy a dejar de dar lata? Nada de eso. Ya le dije una vez que usted no es esa persona que se ande quejando. Usted no nació para Gobierno del Estado de Nuevo León
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tener miedo a nada, sólo respetar lo que es, lo que se tiene que respetar. Todo lo demás se va acomodando mientras seguimos al pasito. — Madrina, ¿dónde está? — ¿Usted qué cree?, ¿no me está escuchando acaso? — Sí, pero eso es mi imaginación, yo me estoy acordando de cómo eran nuestros diálogos y por eso ahora los evoco. — Espere, Jorge, una cosa es estar muerta y otra muy distinta es ser pendeja. Yo le estoy hablando, y ahorita mismo me estoy encabronando porque no he venido aquí, al lado suyo, para que usted me salga con esas cosas que ya se le deberían haber quitado. No me haga sentir que perdí siete años de mi vida acompañándolo para que no llegue a ningún lado, ni para que no tenga la habilidad de agarrar ni un puñado de tierra de toda la que lo rodea. Mire a su alrededor y deje todo lo que le molesta para ser usted mismo. Ahorita tiene otra oportunidad. Los restos de todos los que están bajo tierra son pura podredumbre, ya no les queda nada de la vanidad ni de todo lo que se cansaban por aparentar o en sostener las mentiras. ¿Recuerda cuando le decía espere a que vuelvan? Aquí ya se siguieron de largo, aquí cada uno es lo que es... — Madrina, entonces ¿qué sentido tiene seguir vivo?, si al final todos vamos a terminar igual, bajo esos montículos de tierra. — No se equivoque, bajo esos montículos de tierra ya no queda nada. ¿No me escuchó? Todo lo que era vanidad allí quedó. Ahora lo único que queda es lo que somos. — ¿Y qué somos? — ¡Ah!, ahora quiere que la chamba suya la haga otro. Esto está fácil. Pero yo no puedo quitarle la oportunidad de que usted lo descubra. ¿Cómo va a darle valor a lo gratis? Le va a costar y pagará con el orgullo y con la soberbia, la envidia también es buena moneda de pago, y también haber andado como el chuparrosas, ¡ja! ¡ja! — Madrina, pero le vuelvo a preguntar lo mismo ¿Cuál es el sentido de seguir batallando por la vida? — En la pregunta está la respuesta. Eso, encontrarle el sentido a la vida. Y si se tomara un tiempo y mirara a su alrededor se daría cuenta de que tal vez la respuesta esté en el final. Tal vez el final sea el principio de todas las cosas. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Pregúntese: ¿Qué piensa? ¿Qué siente? ¿Cree realmente que está rodeado de muerte por el solo hecho de estar en el panteón? Mire un poco más allá de los muros, un poco más allá de la barda. ¿No ve los cerros? ¿no ve el sol que se levanta tras la montaña? Dígame, Jorge, ¿no le parece una buena razón para estar vivo? Recuerde: que su cabeza siempre esté donde está su cuerpo. — Madrina, me siento vacío... vacío — Ojalá lo estuviera. El problema no es que esté vacío, el problema es que está lleno, pero lleno de cosas que no le sirven. Se tendría que aligerar un poco para dejar de andar cargando el mundo sobre sus espaldas. Vuelva a mirar a su alrededor. Todos éstos se creyeron alguna vez que nadie podía cambiarlos, así, igual que usted, y ¿qué lograron?, ¿usted cree que vivieron más que cualquier otro? Jorge, si no agarramos las cosas en su propio tanto todo va a seguir igual, sin que nada importante suceda en su vida. Usted se cree que por vivir cansado, lleno de preocupaciones va a lograr cazar esa liebre que se le ha estado escapando una y otra y otra vez. — La pregunta de siempre… ¿cómo?, ¿cómo?, ¿cómo? Supongamos que ya sé todo lo que estoy haciendo mal. Pero ¿cómo desprogramo la cabezota para empezar a hacer las cosas bien? — Bien, por lo visto usted cree que tiene... ¿cómo dijo?, desprogra... no sé qué... la cabezota. El problema es que usted no tiene la solución y cree que lo va a arreglar con eso. La solución no está en usted. No al menos como usted cree. No se puede recetar usted mismo. Usted sabe cómo se siente pero no tiene la palabra justa para romper el encantamiento de la mente. Tenemos que encontrar las palabras precisas, las palabras de la verdad, solo conociéndolas usted se libera del tormento de la mente. Mientras tanto, no le queda más que ir de aquí para allá como ahora. Si no tiene asunto, mejor se queda en un lugar para no andar corriendo riesgos innecesarios. Por ejemplo, ¿qué está haciendo usted aquí? Yo ya lo vi desde que salió de su casa bien recio, y siguió recio por esa carretera que está bien peligrosa, como alma que se las trae... y ¿para qué? Pone en riesgo su vida, su mueble... imagínese que le pasa algo, ¿qué será de sus muchachos? Y de su pobre madre, ¿qué me cuenta?, ¿cree que podría sobreponerse a un dolor tan grande como lo que representa la muerte de un hijo? — Madrina, me está diciendo lo mismo que me decía cuando estaba viva. ¿No se supone que la visión de alguien que está más allá de todo este relajo sería diferente? — Ya le dije que no podemos cambiar de un momento para otro. Quizás de un momento para otro nos morimos, pero no porque hayamos muerto nos Gobierno del Estado de Nuevo León
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vamos a volver más listos de lo que éramos. ¿O usted se cree eso de los premios porque sí? Váyase quitando esas ideas de la cabeza. Nada se consigue si no entiende y avanza. Si no hay veintes usted sigue pobre, si le caen veintes y tiene la maña de guardarlos, entonces hablamos. Mientras tanto no le queda más remedio que escucharme. Para algo vino, de perdido que no se vaya con las manos vacías. Claro, no depende de mí si usted no quiere “agarrar” algo. Durante mucho tiempo he tratado de acompañarlo como mejor he podido... — Y lo ha hecho muy bien, Doña.... — No me interrumpa, que se me va lo importante por quedarnos en las apariencias. Le decía que he tratado de acompañarlo como mejor he podido. También sé que no ha sido fácil ni para usted ni para mí, porque todo esto para usted es nuevo y como usted nunca había conocido una persona así, natural como yo, más difícil le debe resultar. Pero ni modo, así nos tocó a los dos. Yo, sin saber porqué mi destino lo puso en mi camino, y sin embargo, a tratar de “agarrar” lo que me toca si es que me toca algo, y usted, a tratar de hacerse cargo de lo que pueda cazar. En ese camino que trazamos juntos pero separados han sucedido muchas cosas, algunos las llaman buenas y malas, yo a todas las llamo “cosas”. Sería imposible vivir sin que las cosas pasaran; cada una a su ritmo pasa y vienen otras para reemplazar a las que se acaban de ir, y así se nos hace de noche para luego reanudar otro día. Se da cuenta, Jorge, si sólo pudiéramos contemplar el curso de las cosas. ¿De dónde nacen?, ¿hacia dónde van? ¿qué importancia tienen? Y tratando de encontrar respuestas nos pasamos en averiguaciones: que si dicen que ésta viene de tal lado y que siempre no, que viene de tal otro y el chisme no para, y la cabezota empieza a crecer y surge el tormento. Es muy poco, por no decir nada, lo que puede hacer una mente atormentada. Yo lo que le dije es que vamos a “agarrar” las cosas en un tanto, desde la raíz. Pero, para “agarrar” las cosas desde la raíz sin dañar la planta, ¿qué hay que hacer? Con voz experta le dije: — Primero hay que cavar alrededor de la planta... — Eso, eso es la que hemos estado haciendo y allí estamos atorados, en que la raíz de esta planta es muy sensible y no está acostumbrada a aguantar vara, por eso nos vamos al pasito. Hasta donde lleguemos es bueno. — Doña Paula, acláreme qué es eso de que usted es natural. — Se lo he explicado varias veces, pero al parecer usted necesita que le machaquen. Soy así. A mí nadie me enseñó nada. Yo ya vine así. Yo no tuve Gobierno del Estado de Nuevo León
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que hacer como los mentalistas que van a estudiar sus cosas o como los lectores, que andan presumiendo con palabras que les son ajenas. Nunca me gustó saludar con sombrero ajeno. Yo así soy, siempre he sido así, desde que era bien huerquilla me he ganado unas buenas palizas con esas varillas de retama por andar de metiche: Que tómese esta hierbita que le va a hacer bien a ese dolor de panza, que dese un baño de agua de rosas, y que esto y que lo otro, y ¡órale que otra vez la jaladera de orejas por andar de médica! Pienso que mis papás sufrieron mucho por ser yo como soy. Con siete años ya venían a consultarme desde bien lejos y ¿qué podía hacer yo, si apenas levantaba una cuarta del suelo? Podía imaginarme a Doña Paula con lágrimas en los ojos, recordando aspectos de su infancia — ¡Imagínese! Yo ni sabía lo que hacía, pero era como si una voz me dictara lo que tenía que recetar y allí estaba yo, a veces creyéndome mucho y otras sin saber qué estaba haciendo. Fue muy duro... — Pero, y ahora que ya no está en este mundo, ¿de qué le sirvió todo eso? — Lo más triste: De casi nada. Como usted puede ver alrededor de su persona las cosas siguen pasando, al igual que cuando yo estaba compartiendo la mesa con usted. Las cosas no se acaban ni se van a acabar, pero nosotros sí nos acabamos, así que es mejor buscar una manera mucho más útil de pasar el puente que nos separa entre la vida y esto que llamamos muerte. Pero, ¡aguas! Le dije que “casi” de nada y usted con el “casi” ya la hace. Pero desde aquí ya no puedo hacer recetas. — ¿Qué, le quitaron el recetario? — No es eso, ahora sólo puedo acompañarlo a ver si todo lo que le enseñé fue suficiente para que la planta no se vaya en vicio y dé fruto. Usted no pierda de vista el movimiento de las cosas, aunque no se deje hipnotizar por las cosas. Si se va con las cosas ya lo habremos perdido y todo el trabajo habrá resultado inútil. Todo esto ya se lo dije cuando tomábamos café, sólo le estoy refrescando la memoria. Es como si hubiera estado paralizado de las piernas y sólo pudiera caminar con muletas, pues bien, ahora hay que quitar las muletas y ver cómo resultó la operación. — ¿Y usted qué piensa, madrina? — ¡Ah!, cierto que soy su madrina, y cada vez que se le empiezan a poner difíciles las cosas me lo recuerda. Creo que ni con eso se libra, aunque usted sea mi ahijado no le sirve para escaparse de la realidad. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Madrina, ¿por qué a veces me parece que escucho cosas contradictorias? Usted me ha dicho muchas veces que no busque fuera de mí, y hace un rato me dice que yo no puedo darme el diagnóstico y recetarme ¿En qué quedamos?, ¿necesito a alguien para que me ayude o puedo hacerlo yo sólo? — A veces sí y otras veces, no. Lo verdaderamente difícil es saber cuándo uno y cuándo lo otro. — Pero, madrina, ¿todo es así, doble? — Doble sería una forma de decir, pero no sería lo correcto. Yo no le diría doble, sino de muchas formas y de más contenidos. Las cosas para mí no son y no eran lo mismo que para otras gentes. Tiene que aprender que todo depende de muchas cosas y que no basta la cabezota para atraparlas, y sin embargo, hace falta una buena cabezota para mantenerse en un tanto. — ¿Qué es mantenerse en un tanto? — ¿Qué entiende usted cuando yo le digo: hay que mantenerse en un tanto? — Bueno, yo entiendo que uno tiene que quedarse quieto hasta que haya comprendido la verdadera naturaleza de las cosas. — Uno no se puede quedar quieto, ya que todo se mueve y bien rápido. Lo mejor sería no tomar decisiones porque cuando uno decide, deja de lado muchas cosas importantes. Por allí cortamos la pierna que no era y la otra sigue mala. — ¿Cómo es posible? A mí siempre me enseñaron que tenía que tomar decisiones y que eso era un signo de madurez. Que mientras más decisiones tomara y las llevara adelante, eso hablaría bien de mí. — Como le dije hace un rato: A veces sí y a veces no. Sin embargo, la mayoría de las veces no es usted el que toma las decisiones. Son las cosas y la gente las que lo empujan a tomar las decisiones. Por eso lo mejor es no tomar ninguna decisión hasta saber quién es el que va a dar el paso al frente para que lo fusilen. ¿Para qué o quién va a ser ajusticiado? En cuanto a lo que usted dice que todo lo que digo tiene otra cara, quiero decirle que así es. Todo lo que yo digo tiene no una sola cara sino muchas caras. Algunas más simpáticas que otras y algunas muy feas, pero ni modo, así es esto de querer “agarrar” las cosas. — Madrina,”agarrar” las cosas, ¿tiene que ver con la conciencia?
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Mi imaginación voló hasta centrarse en una imagen conocida y allí volví a encontrarme con mi madrina. Miró hacia el piso, inclinó la cabeza y escupió una hebra de tabaco, luego dirigió su mirada al cigarro que hacía girar entre sus dedos. Hizo un gesto con la boca acompañado de un leve movimiento de hombros. Todo esto me indicó que no iba a ser fácil obtener una respuesta, al menos una respuesta convencional. — ¿Para qué quiere saber qué es la conciencia? — He escuchado muchas veces decir que la conciencia juega un papel muy importante cuando el hombre busca el verdadero conocimiento. — ¿Dónde lo escuchó? — Bueno, en algunos de los grupos en los que he andado, también en cursos o en pláticas y lo leí en libros que tratan acerca del conocimiento. — ¡Ah!, lo leyó. Ustedes los lectores creen que porque se aprenden el nombre de las cosas, ese es el nombre real de las cosas. Lo único que tiene es el nombre, pero no tiene la palabra “efectiva”. La palabra “efectiva” es la que puede ayudarlo a “estallar” la cabezota. — ¿Y cuál es esa palabra? — Ésas no salen en los libros y cada cosa tiene su palabra “efectiva”. De nada le serviría conocer la palabra efectiva de la conciencia. — Pero, madrina, ¿cómo puede ayudarme para que comprenda..? — A lo mejor le sirve que la conciencia es “darse cuenta”, pero no con la cabeza. Ustedes los lectores creen que todo pueden atraparlo con la cabeza, pero uno no puede darse cuenta o volverse, como usted dice, consciente con la cabeza. La cabeza tiene que “estallar” para poder “agarrar” algo de la realidad, y cuando esto pasa usted sabe lo que tiene que saber, las cosas están en un tanto, y esa palabra ahora es “efectiva”. — Madrina, ¿por qué hablan de que existen diferentes niveles de conciencia? — Se lo he dicho muchas veces, la gente habla porque no sabe hacer otra cosa, y mientras más habla, más cree que sabe. Lo único que hacen es ponerle afición al chisme y a repetir lo que dicen otros que aprendieron del chisme ¿Cuáles niveles? O está dormido o está despierto; o se da cuenta o no se da cuenta. Lo demás es puro borlote, puro cuento.
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— Pero, por ejemplo, hay gente que tiene mucha capacidad, otra tiene un poco menos y también hay gente que no tiene nada de capacidad. También hay gente negra, morena y blanca ¿Por qué no puede haber diferentes grados o niveles en la conciencia o en el darse cuenta? — Ese es el problema suyo, Jorge, y el de muchos otros que se pierden con las palabras: el creer que lo que vale en este mundo sirve para el otro. Todo lo aprendido en este mundo en el que usted vive, entre todas esas palabras, no sirve para nada en el “otro mundo”. Todo lo que usted cree es lo que no lo deja ver “lo otro”. Si quiere ver la televisión de verdad tiene que ponerla en el canal verdadero, si no, va a perder mucho tiempo. — ¿Cuál es ese “otro mundo”? — Vamos despacio. El “otro mundo” está aquí, sólo que no puede verse con los ojos comunes, hay que tener otros ojos para ver lo real. — Madrina, ¿entonces no podemos ir progresando poco a poco, haciéndonos cada vez más conscientes, comprendiendo cada día un poco más? — Claro que no. Esa es otra trampa de la cabezota. La cabezota le hace creer que el “otro mundo” funciona como éste, y el “otro mundo” no tiene nada que ver con éste. Mire hacia fuera. Estábamos sentados en el lugar de siempre, al menos así vivía ese instante. Doña Paula en la cabecera de la mesa, con sus pies sin tocar el suelo, mirando a través del hueco que dejaba la puerta abierta. Yo, en mi lugar, a la izquierda de Doña Paula y casi de frente hacia la abertura. Mi cuerpo estaba levemente inclinado, de tal manera que podía observar a mi madrina y con solo ladear la cabeza, mirar el desierto que se extendía tras el umbral de la puerta. Giré la cabeza y observé los matorrales, el cielo, la tierra navegando en cada brisa, en cada impulso del viento. No sé cuánto tiempo pasó, sólo recuerdo que la voz de mi madrina en un susurro me sacó del trance: — ¿Qué ve? — Veo el paisaje. — No. Más que eso, descríbame que está viendo. — Veo el cerro, los matorrales y árboles chaparros. Tal vez sean mezquites, en Argentina les decimos chañar. También veo rocas, el cielo azul... — Fíjese en el medio de ese cerro. ¿Qué ve? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Como una sombra, como si estuviera un poco más oscuro que a su alrededor. — Trate de olvidarse de sus ojos, de los ojos con que ve todos los días. Trate de ver sin los ojos. En ese instante se produjo en mí un vacío. No sabía con qué estaba viendo, sentí que el que observaba era todo mi cuerpo; no veía nada diferente, pero había desaparecido el observador, era como si me hubiera fundido en el desierto. Como si el observador y lo observado fueran lo mismo. — ¿Y, Jorge, ahora qué ve? La voz de mi madrina volvió al rescate. Sentí una pequeña convulsión y traté de explicar la experiencia que acababa de tener, me había puesto sumamente ansioso, pero mi madrina hizo un gesto que yo ya conocía, para que no hablara. — Mire, Jorge, le voy a decir lo que hay en el centro del cerro. Hay una cueva, cuya entrada está tapiada así (se ayudaba con las manos para dibujar en el aire la posición de los tablones que cubrían la entrada a la cueva). Las tablas no llegan hasta mero arriba, sino que dejan todo un hueco. Por ese hueco se asoma la cabeza de un hombre que mira como hacia el poniente, tiene un brazo sacado por el hueco, está como esperando a alguien. A un costado de la puerta de tablas hay una canasta con comida, pero está cubierta con un mantel de cuadrados rojos y blancos, y más hacia la izquierda hay un mezquite del que cuelga una ropa, como si la hubieran puesto a secar. — ¿Y qué hace ese hombre ahí, madrina? — Quién sabe, pero allí está. — Madrina, y ¿por qué yo no puedo verlo — Tampoco sé porqué usted no puede ver lo que yo veo. Tal vez sea porque las cosas del otro mundo nunca se pueden “agarrar” con las cosas de este mundo. Mire, Jorge, váyase a caminar hacia ese cerro. Desde aquí se va caminando tranquilo hasta donde llegue. Como no está muy alto, lo bueno sería que llegue hasta la mera punta y desde allí me manda un saludo. ¿Qué le parece? — Muy bien, madrina, hacia allá voy. La tarde declinaba y las sombras comenzaban a dar los mismos matices a todo el entorno. Volví a sentir esa inquietud que me producía el enfrentar todo mi bagaje intelectual, teórico, con la forma de ver las cosas de mi madrina. Me venían Gobierno del Estado de Nuevo León
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a la mente conceptos como los de desarrollo gradual, paso a paso, desarrollo de la conciencia, esfuerzo sostenido, voluntad, y mientras acudían estas ideas empecé a ver la analogía entre el camino hacia la cima del cerro y el progreso gradual. Creí haber encontrado la respuesta. Estaba convencido de que mi madrina me había enviado al cerro para que encontrara el significado del esfuerzo. Así continué con mis especulaciones. A medida que avanzaba iba viendo con más claridad el entorno. Desde lo alto se divisa más lejos, al acercarse a la cima hay menos obstáculos que entorpezcan la visión, y así iba mi mente hilvanando una y otra cosa. Seguí las indicaciones de mi madrina al pie de la letra. Al llegar a la cima agité el brazo varias veces, seguro de que mi madrina me estaba observando. Inicié el retorno con la confianza de que había encontrado algo; sin embargo, no estaba feliz, sentía que todo era demasiado obvio y, conociendo a mi madrina, sabía que no era por ahí. Para llegar a esas conclusiones no hubiera hecho falta realizar esa caminata, era todo muy lógico, muy simple, muy predecible, algo estaba mal, pero no sabía qué era. — Listo, madrina. Misión cumplida. — ¿Cómo le fue?, ¿se dio cuenta de algo? — Muchas ideas llegaron a mi cabeza. Por ejemplo, tenía que ir paso a paso, viendo cómo a través del tiempo iba avanzando; la importancia del esfuerzo; el mirar hacia atrás y darme cuenta de la distancia recorrida; cómo al llegar a la cima veía el cielo y podía observar qué pasaba más lejos... — ¿Algo más? — Sí. Sin embargo, siento que hay algo más que no logro atrapar. Todo esto que le digo me parece muy simple, mas no es lo simple lo que me molesta, sino una sensación de que hay algo más, pero no sé qué es. — Bien. El asunto es como ya le dije, usted trata de usar las cosas que sirven en este mundo para tratar de “agarrar” las cosas del otro mundo, y así no va a “agarrar” nada. Jorge, usted salió de aquí, de esta cocina, atravesó esa puerta y se dirigió hacia el cerro ¿Fue así? — Así fue, madrina. — Usted tenía un propósito y era llegar a la cima y desde allí saludarme ¿Vamos bien? — Sí. — La cabezota nos hace creer que todo está separado, así como las palabras Gobierno del Estado de Nuevo León
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en los libros están separadas unas de otras y la cabeza les da un sentido, el que la misma cabeza quiere. Es fácil pensar que usted y la punta del cerro no son lo mismo, que están separados y que hay toda una distancia que los separa. Eso es de este mundo y es real en este mundo, pero no en el que usted dice que le interesa. En el “otro mundo” no hay distancia, todo es aquí y es ahorita. — ¿Por qué me ha dicho muchas veces que tengo que ir “agarrando” las cosas como si llevara un morral y que ahí las tengo que ir juntando para cuando se ofrezcan? — ¿Se da cuenta cómo nos enredan y nos hacen bolas las palabras? Usted tiene que ir “agarrando” las cosas en un tanto para que cuando esté listo para pegar el salto, o como le he dicho, para cuando la cabeza estalle, usted sepa de qué se trata, y no quede peor de como estaba. Todo es lo mismo, la cabeza se afana en separarlo y mientras más palabras se aprende, más separado va a quedar, más solo, aunque esté rodeado de mucha gente y de muchas cosas. — Entonces, ¿no es como una escalera, por la cual uno va subiendo paso a paso hasta llegar a la punta? Se limitó a mirarme con cierto dejo de tristeza, como quien mira a alguien que a pesar de estar al lado de lo que busca, no lo ve. Tal vez mi madrina tenga razón, he leído tanto, poseo tantas palabras, podría describir paso a paso el desarrollo gradual de la conciencia, hasta he experimentado experiencias cumbres, inducidas y espontáneas, sin embargo, siento esa tensión permanente entre el deseo de saltar al abismo, deponer el control y el miedo a perderme de vista, a confundirme en un torbellino en el cual mi propia identidad pudiera desvanecerse. Me sentía atrapado en el universo mecanicista de Newton o en el relativista de Albert Einstein, pero mi madrina vivía en armonía en un universo cuántico. Para ella no había distancias, todo lo vivía en una simultaneidad permanente, todo se daba cita en una visión unitiva donde no había separatividad. Los días eran un instante, las horas eran un instante, no había espacio entre lo que llamamos sueño y vigilia, es más, no había sueño, había un estar permanentemente despierto. Estoy seguro de que nunca leyó y ni siquiera escuchó hablar de Teilhard de Chardin ni de Assagioli o Ken Wilber, pero de lo que sí estoy plenamente seguro es que ella vivía en un instante, en un permanente y consciente instante. — Madrina, si no existen diferentes niveles de conciencia, ¿por qué hay diferentes niveles de personas? — ¿Usted se refiere a que por qué hay gente que parece más buena que otra?
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— Sí, porque no podemos decir que somos todos iguales, yo veo que hay gente que se preocupa por los demás y otra que vive fregando a los demás. — Nada de eso tiene una verdadera importancia. Véalo así, hay dos bienes en el mundo, uno es el bien menor y el otro es el bien mayor. El primero puede llevarlo a ser una “buena” persona. Cuando actúa en el otro, en el bien mayor, nada de eso importa, sus actos no pueden ser juzgados por la gente corriente. Tal vez digan que está loco o que es un santo, no tiene ninguna importancia. Se lo vuelvo a repetir, lo que sirve aquí no es siempre “real”. Aquí, entre nosotros, la gente cambia porque le conviene cambiar, porque se cansó de sufrir o porque descubre más beneficios siendo así que siendo asá, detrás de ellos siempre hay un propósito, siempre esperan ganar algo a cambio de ser así. En el mundo que yo vivo nada de eso sirve o importa, a decir verdad, nada es importante, sólo estar despierto para “agarrar” las cosas como son. Haga de cuenta que usted está dormido y, mientras duerme, sueña. De repente, usted mismo o algo lo despierta, entonces deja de soñar. Usted comprende que todo lo que estaba en su sueño era pura fantasía, que no eran imágenes de realidad. Algo parecido es cuando la cabeza “estalla”. Primero la luz, como cuando hay una explosión puede ser que primero vea una luz muy pequeñita, pero a medida que se va acercando ya lo encandila y por un tiempo no va a ver nada y todo va a ser como una gran “lucezota”. Nada va a ser lo mismo para usted, nunca más usted va a ser el mismo. Sin embargo, aquí se va a quedar, ¿qué le hace uno si todavía no le toca el tiempo de irse? Como yo, aquí estoy entre toda esta gente, viviendo entre las cabras, pero yo soy otra, no ésta que parezco ante los ojos de los demás, yo ya estoy en el otro mundo. Por eso, cuando usted me llame, no lo haga por mi nombre de pila o con el nombre que me conoce la gente, llámeme por mi verdadero nombre, mi nombre “efectivo”. Jorge, no hay distancia, la distancia la pone la cabezota. Y si no hay distancia ¿Cómo va a creer que paso a paso va a llegar a algún lado? Entienda de una vez por todas, no hay un lugar a dónde ir. Todo está aquí. No se quede atrapado en eso que usted dice… ¿Cómo es que le llama? ¡Ah, sí!, niveles. ¿Cuál nivel? Eso lo inventaron los mentalistas y lo repiten los lectores. Usted no le ponga afición al chisme y con eso por ahora tiene. Mi madrina vivía en un mundo holístico donde la sincronicidad, los campos morfogénicos, el universo holográfico y todas esas palabras que adquieren nuevos significados con el avance de la ciencia, se daban cita en un ser humano, un ser humano cuya dimensión trascendía lo personal y lo proyectaba a un universo único, en el cual la palabra libertad, la palabra compromiso, la palabra ética, se manifiestan insignificantes para abarcarlo. Tal vez sería más fácil comprenderlo en sus propias palabras: “Esta vieja chorreada, en este rancho mugriento juró no ofender ni a Dios ni al mundo”. ¡Y vaya si lo cumplió! Gobierno del Estado de Nuevo León
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Un viento frío me trajo abruptamente del rancho de mi madrina, de repente me encontraba de nuevo sentado en una piedra a los pies de su tumba. Unas voces me hicieron girar la cabeza, los primeros visitantes entraban al panteón: había llegado la hora de partir. Me levanté de mi improvisado asiento. El sol ya estaba en lo alto. Tomé una tarjeta personal y le escribí unas líneas a Mona, la hija de Doña Paula, la deposité sobre la tumba, seguro que la encontraría y partí sin mirar atrás. Lo más duro en la relación con mi madrina, cuando la visitaba, eran siempre los retornos, lo eran cuando vivía y lo seguían siendo después de muerta. Tal vez porque me regresaban a un mundo lleno de contradicciones, mis propias contradicciones, a mi falta de congruencia. Esta vez no fue la excepción. Su voz volvió a cobrar presencia, una presencia de imágenes en los que se embonaban los recuerdos con la nueva experiencia que iba surgiendo, y a ésta se le suma, en este instante, el recuerdo, y al recuerdo las palabras que busca mi mente para ser fiel a este presente: — ¿Recuerda, Jorge?, usted es la escalera, ¿recuerda la plática que tuvimos con Miguel, aquella vez que platicamos de la neblina? — Claro que la recuerdo, pero yo no abrí la boca. — Ni falta que hizo. Como si el parabrisas se transformara en una pantalla de cine, empezaron a acudir las imágenes tal cual como había sucedido, tenía todas las escenas ante mis ojos. Recuerdo a Miguel sentado de espaldas a la abertura que oficiaba de puerta. Doña Paula en la cabecera de la mesa, como era su costumbre, y yo de frente al desierto, en mi lugar favorito. Doña Paula, al menos cuando yo estaba, no dejaba que nadie más lo ocupara. ¿Quién era Miguel? Otro de los personajes que merodeaba el rancho para ver, al igual que yo, qué se le pegaba de ese conocimiento extraño que poseía Doña Paula. Nacido en Colima, egresado como arquitecto de Harvard, con maestría en la misma Universidad, un año becado en Japón, con cursos en Italia, etc., etc. ¿Qué hacía allí? Lo que ya dije: buscar algo, tal vez una respuesta. ¿A qué?, a sus propias preguntas. — Mire, Miguel, es que hay algo especial. No sé qué es, pero algo especial... La neblina por donde pasa el agua va llevando ecos de la noche. El agua y el rocío que van cayendo como rosas en la arbolada. Una neblina que se lleva el sol... te vas con la neblina y luego llegas con el sol. (Sancho Mezcua, como se refería mi madrina al astro rey).
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Doña Paula se levantó de la mesa y se dirigió al fogón a buscar un poco de agua de la olla negra de grasa y hollín. El vapor subía suavemente. Con sus manos curtidas por mil fogones, retira la olla del fuego y con una taza vierte el agua hirviendo en unos jarros. Como en un ritual sin tiempo busca el tarro de café instantáneo y saca una cucharada generosa, la vacía en el jarro y revuelve concienzudamente. Repite los mismos movimientos un jarro tras otro, hasta que todos quedamos servidos. Entonces se sienta. Nos mira y repite: — Es una historia triste... Miguel le pregunta: “¿Por qué, Doña Paula, por qué es una historia triste?”. Y ella le responde: — ¡¿Por qué?! ¿No entiende? ¿No le pone usted sentimiento a estas historias? Lo necesitas en la soledad... Caminas, vas por el mundo como un sonámbulo, sin esperanza. Sólo Dios, y la compasión de saber que somos una escalera al cielo. Necesitamos un tanto de razón, un tanto de compasión para ser los hombres grandes. Muy despacio, muy calmada la cosa, hay que llegar a la compasión por la humanidad. Doña Paula hace silencio. Coge su taza de café y le da un prolongado sorbo. Se queda un rato observando el vapor que se desprende de la taza y continúa: — Las cosas... se hacen con sacrificio y sufrimiento, si no nunca llegamos a la compasión de lo humano, de la pobreza. ¿Y de dónde nace? de tener conciencia... conciencia de los esfuerzos y sacrificios de tus papás. Claro, uno puede sufrir por andar neceando y ese sufrimiento, lejos de mejorarnos, nos hace peores personas. El que sirve, el sufrimiento que sirve es el de la renuncia, dándonos cuenta de a qué estamos renunciando. Si desde el comienzo no se da cuenta del sacrificio de sus papás, usted no puede darse cuenta de nada de lo que sigue. Allí uno renuncia sin haber comenzado a andar. ¿Se da cuenta? Se hizo un silencio denso, pesado. Yo no pude dejar de pensar en mis padres, uno enterrado en el país en que nací; el otro, viviendo muy lejos de donde yo moraba. Me ganó una profunda tristeza. ¿Qué será de mi madre?, ¿cuántos días pasaban sin saber nada de ella? Levanté la mirada del suelo y vi a Miguel taciturno, sumido en sus propios recuerdos, tal vez parecidos a los míos. Miguel rompió el silencio. Después de escucharlo me pareció que para salir del marasmo que nos envolvía y que se iba haciendo tangible: — Doña Paula, me he sentido un poco cansado. ¿Qué será? Doña Paula adquirió una postura más digna, hasta solemne, como quien se Gobierno del Estado de Nuevo León
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aprestara a dar una receta magistral convalidada por muchos años de experiencia profesional en el arte de curar: — Lo que tiene que hacer es poner un vaso de agua junto a la puerta, en la ventana o cerca de la cabeza. Con eso puede “agarrar” espíritus que son sombras que no podemos agarrar. Es un trabajo que tiene que hacer, que desarrollar. En mí fue, como tantas veces le he dicho, natural, pero usted tiene que desarrollarlo. — ¿Cómo, Doña Paula? — Yo le enseñaría a usted las partes espiritistas, más cercas, más abundantes que lo de nosotros... lo de nosotros es de muchos años. Necesita como 18 ó 16 rosas rojas, rosal rojo para las prácticas de la santidad, mentalidad... Santidad es revelar, hacer parte redonda. Mentalidad es revelar lo que hay en la sierra. Espiritista... es mortal... platica con el muerto. El paraíso es un silencio. Tranquilo, callado. Para su nacimiento hay que hablar con los que fueron efectivos santos o apóstoles. No pensar. Hay que encontrar cuáles fueron las efectivas promesas de los que platicaron de la santidad. Pero, hay que pagar renta por estar en el paraíso. Es una lectura muy bonita porque enseña a conmover montañas... La sabiduría de nosotros debe ser la comprensión. “Designorarse” de lo que hablaron los hombres cuando salieron al encuentro de lo que tenía el mundo con la tierra. Señales se dieron de que no tenía que haber inocentes. Doña Paula hizo un profundo silencio, no sé por qué Miguel se levantó y salió a la noche. Mi madrina me miró como si saliera de un trance. No pude quedarme callado, la pregunta la tenía en la garganta: — Madrina, ¿por qué le habló a Miguel de esas cosas? — Eso es para él. Él sabe de qué le hablo. Claro que si usted aprovecha y “agarra” algo, mejor para usted. — Pero a mí se me hizo muy raro. — Tal vez ya se lo arrebató la noche y hoy no le tocaba. Ni modo, quizás otro día. — A lo mejor mañana se me da. Ya que pensamos quedarnos, ¿tendría un rincón para tirar un petate? — Usted sabe que sí.
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Volví a poner atención a la carretera. Tengo que estar aquí y ahora, al menos eso me dije. Venía del cementerio y mi mente no paraba ni un segundo, estaba disociado, una parte de mi ser iba de regreso por la carretera, la otra seguía en el rancho, y como si esto fuera poco, el eco de las palabras de mi madrina, en los momentos que estuve sentado en su tumba, seguían martillando mis sienes. Sin embargo, tuve la fortaleza de decirle a mi madrina: “Ya recordé la escalera, pero junto a ese recuerdo acudieron otros a mi mente”. La respuesta no se hizo esperar: “Por algo será, quizás ahora le sean útiles para algo”. El destino estaba empeñado en no soltarme. A los pocos metros de mi “aquí y ahora”, volvió mi recuerdo al rancho. El día siguiente también fue para Miguel. Como si Doña Paula me estuviera dando una lección, prácticamente me ignoraba, aunque yo sabía que no era así, sino que había algo que se me escapaba, que no podía asirlo. Mirando directamente a Miguel, comenzó a hablar: — Tenemos que averiguar dónde está la raíz. El primer viento que dio el primer suspiro a la tierra, y como raíces son reveladas en la tierra. El primer suspiro... Tenemos que comprender... Esta es una escuela que requiere fortaleza para no decir: “Me reúno con mujeres. Me reúno y divierto con hombres”. La fortaleza, la fuerza, la usa uno para alentar muchas grandes cosas. Si no, será dominado uno muy fácilmente. Doña Paula miró a Miguel de reojo, él estaba leyendo lo que había hecho el fin de semana anterior, cuando había salido con un par de amigos y un grupito de “amigas”. Miguel, como ella lo sabía, quedaba al descubierto en sus “andanzas” y esta prueba que le daba era parte de su increíble percepción, algo que no dejaba de asombrarme. No contenta con el golpe que le había asestado, prosiguió: — Yo no desperdicio mi energía en cosas que no... ayudan a la sabiduría. La energía hay que usarla bien. Se trata de entender las señales que se presentan... ¿Por qué se abre una puerta? ¿Por qué cae algo? ¿Cuál es el sentido de las señales? Miguel, acusando el impacto y no pudiendo esgrimir nada para justificarse, le dijo cabizbajo: — Sí, ya veo lo que dice. Pero, si uno estudia todo eso, si uno vigila el sentido de las señales, ¿cómo sé lo que estoy aprendiendo?, ¿cómo sé que estoy aprendiendo algo? — Usted puede estar aprendiendo cosas ahora mismo, sin que usted lo piense... Me descubrí en la carretera de nuevo apretando con desesperación el volante, Gobierno del Estado de Nuevo León
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las manos sudadas y el corazón palpitando intensamente. Recordé el conocimiento directo practicado por los sufíes y por los budistas Zen. Todo un sistema dirigido a romper con la estructura cognoscitiva lineal, lógica, racional; existe otra forma de abordar la realidad, otra manera de percibir esto que llamamos realidad, otra forma de bucear en lo profundo para desentrañar un conocimiento mucho más acorde con la necesidad del alma. Volví a ver el abismo a mis pies, y sin embargo, no podía pegar el salto. No todavía, no todavía. Leopoldo había sido mi maestro en Argentina, había aprendido de él todo lo que sabía al conocer a Doña Paula, entre todos sus conocimientos había uno que incorporé rápidamente a mi vida, ya que lo corroboré una y otra vez: “La finalidad es el principio de todas las cosas”, mi madrina me lo había repetido, exactamente con las mismas palabras. Entonces me dije: Si la muerte es la finalidad de todas las cosas, tendría que partir desde allí para encontrarle un sentido a este trayecto lleno de curvas que cada vez se me tornaba más absurdo. ¿Sería la muerte la finalidad o sólo un nuevo nacimiento? No quise ir a mi oficina. Recordé un libro que me regaló la novia de mi hijo cuando vio cuanto me interesaba el tema: 101 historias Zen. Tenía una dedicatoria, reconocí la letra de Aníbal: «8 de julio del ‘99 Montse: No he leído mucho de Zen, pero lo poco que leí me llegó a tocar. Espero que puedas profundizar más sobre el tema y de paso yo también. Por eso te lo regalo. Así compartimos más cosas juntos. Te quiere, Aníbal».
Entre sus páginas encontré una en cuyo borde superior había un ideograma chino y más abajo su traducción: El portal sin puerta, de Ekai, llamado Mu-Mon, trascrito por Nyogen Senzaki y Paul Reps. Una sentencia cautivó mi atención y no pude dejar de sonreír: El gran camino no tiene puertas, millares de caminos entran en él, cuando uno cruza su portal sin puertas camina libremente entre el cielo y la tierra. Nyogen Senzaki y Reps, P., 1998: 109
Hoy, 2 de noviembre de un año que fenece, de un milenio que inicia, transité un espacio entre el cielo y la tierra. Sé que mi madrina mora en ese espacio, que ella “Camina libremente entre el cielo y la tierra”. Yo, por mi parte sigo buscando la puerta. Intelectualmente comprendo, pero sé que la verdad está un paso más allá:
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La iluminación se produce después de que el camino del pensamiento esté bloqueado. Nyogen Senzaki y Reps, P., 1998: 111
Reflexiones Cada cita con Doña Paula, con ella mientras vivía y con su espíritu ahora que partió, me deja la misma sensación: nada real puede existir en la separación. La separación no es amor, el verdadero amor es la fuerza que todo lo une, pero, ¿de dónde surge?, ¿cómo contactarme con ese sentimiento que elimine mi ego, que disuelva de una vez y para siempre una concepción falsa de “mi yo”? Doña Paula me repetía que era necesario que “estallara” la cabeza, que sólo así podía llegar a “ver” la realidad; que existía una forma de captar la realidad, donde la razón y lo aprendido eran un verdadero estorbo. La razón servía para las cosas de este mundo, pero no para “agarrar” lo verdadero, no para las cosas que tenían un sentido por sí mismas. Como dijera el gran maestro sufí Jalalud Din Rumi: Además de los principios de la razón hay otros principios de la luz y gran precio para ser ganados por el amor a Dios. Además de esta razón tuya, Dios tiene otras razones que te procurarán alimento celestial. Por tu razón carnal puedes procurarte alimento terrenal, por la razón dada por Dios puedes subir a los cielos. Cuando, para conseguir el permanente amor de Dios sacrificas la razón, Dios te da una recompensa diez veces mayor, sí, setecientas veces mayor. Jalalud Din Rumi, 1998: 300
Cada vez me quedaba más claro que existen otras maneras de abordar la “realidad”, y que esas otras maneras eran más incluyentes de todos los seres y las cosas que me rodeaban. Hasta la separatividad producida por la división del tiempo me confundían en presencia del recuerdo de mi madrina. Lo había acabado de vivir en el panteón, estaba seguro de que no me había movido del panteón y sin embargo, había estado con ella en el rancho, había subido a una sierra. ¿Cuándo habían acontecido todas estas experiencias? ¿En qué tiempo? ¿Podemos amar en esta dimensión en la que nos encontramos separados, escindidos unos de otros? Creemos que tal como somos podemos amar, pero no es así; por eso estamos frustrados. El amor es una dimensión distinta. Si tratas de amar a alguien en la dimensión del tiempo, fracasarás en el intento porque en ella no es posible amar. Osho, 1995: 24
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Doña Paula jugaba con el tiempo, nunca percibí en ella la separatividad, ni siquiera cuando estaba en su lecho y aparentemente dormía dejaba de ser la misma. Si me acercaba, solamente abría los ojos y me decía: lo estaba esperando, lo vengo acompañando desde el cruce de García, o desde que salió de su casa. Nunca se refirió a acontecimientos en el pasado sin jugar con un tiempo absurdo que rompía una y otra vez la linealidad de la percepción. Había en su discurso un permanente aquí y ahora, a tal punto, que muchas veces me perdía en el relato porque estaba permanentemente esforzándome en darle una secuencia lógica, lineal, temporal y, lamentablemente, perdía muchos significados preciosos. Dividimos el tiempo en tres: pasado, presente, futuro. Esa división es falsa, absolutamente falsa. El tiempo es, en realidad, pasado y futuro. El presente no forma parte del tiempo; es parte de la eternidad. Lo que pasó, es tiempo; lo que ha de llegar, es tiempo. Lo que es, no es tiempo, porque nunca pasa, siempre está aquí. Este ahora es eterno. Osho. 1995: 23
Por eso esta narración a veces se transforma en absurda desde la perspectiva del tiempo, porque no puede existir el tiempo en presencia de Doña Paula. La sucesión de palabras puede hacernos creer que a una cosa le sigue otra, y así, sucesivamente. Esto sería incurrir en un grave error, perderíamos el espíritu de la narración, la narración misma forma parte de la desestructura a la que me sometía Doña Paula. Este era su ejercicio, llevarme de un tiempo a otro sin importarle mi desconcierto, divirtiéndose con él, facilitándome el proceso de aceptar todo aquello que de ordinario rechazaba por no estar integrado en mi proceso cognitivo. El absurdo, no sé qué nombre pudiera darle, volvía a cobrar presencia en mí, lo está haciendo mientras escribo estas líneas. Sé que ya nada puede volver a ser igual, tampoco lo deseo, a pesar de sentir que tengo sólo unas piezas del rompecabezas, que me falta mucho por desaprender y la sensación, más aún, la certeza, de que he emprendido un camino sin retorno.
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CapĂtulo IV Bienvenido a Monterrey
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Capítulo IV Bienvenido a Monterrey 45. Ts’uí. La Reunión (La Colección) Son regentes del signo el nueve en el quinto puesto, y en segundo término, también nueve en el cuarto puesto. En el hexagrama son únicamente estos dos trazos Yang los que ocupan puestos más elevados, reuniendo así en torno de ellos a todos los trazos Yin. La Secuencia Cuando los seres se encuentran unos a otros, van aglomerándose. Por eso sigue el signo: La Reunión. Reunión significa aglomeración. El Dictamen La Reunión. Logro. El rey se acerca a su templo. Es propicio ver al gran hombre. Esto traerá el logro. Es propicia la perseverancia. Ofrendar grandes sacrificios aporta ventura. Es propicio emprender algo. La Imagen El lago está sobre la tierra: la imagen de La Reunión. Así renueva el noble sus armas para enfrentarse a lo imprevisto. I Ching, El libro de los cambios, 1995: 703-705
Verano Fue el 31 de agosto de 1989. La canícula me recibía con un calor espantoso. El chofer que fue por mí al aeropuerto se llamaba Jaime, hace mucho que no sé nada de él. Me cayó muy simpático, hablaba bastante pero realmente yo no le entendía nada y no porque no fuera clara su dicción, sino porque usaba un montón de palabras que yo antes nunca había escuchado. Así que mi improvisado cicerone señalaba los cerros que corrían paralelos al cauce seco de un río (entendí se llamaba Santa Catalina y después aprendí que era Santa Catarina), que faltaban pocos días para cumplirse un año en que un tornado bajó de los cerros y el agua iba de orilla a orilla; que los “paracaidistas” de la época de no sé quién se habían tirado no sé por qué sobre los cerros, y que después ya no los habían podido sacar. Yo, ante todo esto, me imaginaba que había sido una guerra, que los “paracaidistas” a los que se refería Jaime, habían tomado posesión de los cerros y Gobierno del Estado de Nuevo León
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había sido muy difícil quitarlos de esa posición. Bueno, para qué continúo. Como se darán cuenta, yo no entendía nada y lo poco que entendía lo componía de tal manera que no tenía nada que ver con un sentido más o menos aceptable de esto que por convención llamamos realidad. Sin dejar de sonreír y muy feliz de haberme guiado por una parte de la ciudad, de la cual evidentemente se sentía muy orgulloso, me dijo Jaime al frente de una enorme plaza: “Licenciado, hemos llegado”. El viaje desde el aeropuerto hasta mi primer destino fue muy ameno, a pesar de que ya estaba sintiendo síntomas de cansancio. Hacía más de 20 horas que había salido de mi casa. El carro tenía muy buen clima, así que la temperatura exterior había pasado a ser una anécdota o al menos una mala percepción, pero cuando me bajé frente al Mesón del Olivo, donde me esperaban mis nuevos jefes, pensé —bueno, si se puede decir que con ese calor se puede pensar— “No, esto no debe ser cierto. No, no puede ser que sea cierto, este calorón nadie puede aguantarlo. ¿Cómo se puede vivir con este clima?”. Imagínense, acostumbrado al verano en mi provincia de Córdoba, Argentina, en el que los aparatos de aire acondicionado ni hacen falta. Para colmo, yo venía del pleno invierno, con temperaturas entre 5 y 15 grados. El contraste con los 46 a los que me enfrentaba era demasiado para mí. De repente, todo el agobio del mundo se empeñó en aplastarme. Como pude, me mantuve de pie rogando que en el restaurante hubiera aire acondicionado o de perdido unos cincuenta abanicos de techo. Creo que no caminé más de setenta metros entre el estacionamiento y la puerta del restaurante, ya estaba convencido de que estaba en el lugar incorrecto y en el momento no preciso. Es decir, que no veía muchas posibilidades de sobrevivir. De entrada, en el restaurante me recibió la sombra, y el fresco del aire climatizado fue como una bendición. El chofer me guió por el salón hasta una mesa un poco separada de las demás, allí dos hombres de aproximadamente mi edad se ponían de pie dispuestos a recibirme. Uno era gordito, con cara de bonachón, el tiempo me demostraría que su presencia física era totalmente congruente con su actitud. Raúl, al decir de mis paisanos era, y debe seguir siendo, un “buen tipo”. El otro, delgado, de cabello muy canoso y bigote oscuro era un poco rígido, contrastaba con lo afable de Raúl, no obstante, me cayó muy bien. Hablaba poco, era mesurado pero sumamente claro. Después aprendería de Pipe uno de sus argumentos: “Jorge, hay que ser preciso, conciso y macizo, y no profuso, confuso y difuso”. Me gustó tanto este dicho que lo utilizo muchas veces como argumento con mis alumnos. Después del protocolo me dijeron que tenía que ponerme a “chambear” de manera urgente porque tenían muchísimos pendientes, a lo que les respondí que no tenía ningún inconveniente, siempre y cuando me dijeran qué era eso de “chambear”. Me relajé sobre la silla y me dije: “Jorge, bienvenido a tu nueva casa”. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Sin querer abundar mucho en detalles les comento que, desde el trayecto del aeropuerto al restaurante del gordo Javier Olivo, sospeché que me iba a costar bastante aprender este “nuevo idioma”. En el restaurante lo confirmé, y le dije a mi reciente amigo: "Pipe, hoy he comprendido que nos separa un mismo idioma", cosa que le causó mucha gracia y sé que hasta el día de hoy saca este argumento a colación cuando la situación lo amerita. Por aquella época, al centro de Monterrey no lo rescataba nadie. Era horrible y, para colmo, estaba hospedado en un hotelucho localizado en medio de la parte vieja, que es lo mismo decir simplemente en medio, porque todo era viejo, sucio y feo. Cuando ahora paseo por el Barrio Antiguo me deleito caminando por sus callecitas, por sus bares, cafés y alguna que otra galería de arte. Nada de eso había cuando llegué. Como no conocía nada y temía perderme, cosa que sucedió más de una vez, andaba solamente a tres cuadras a la redonda. Recuerdo la primera noche: enfilé hacia una nevería que tenía un cartel grande en la entrada, un rectángulo verde con una cereza roja y la leyenda Helados Sultana, ahí, en la calle Zaragoza, me acuerdo muy bien, porque desde entonces he sido fiel a esa marca, ni los gringos con sus nieves importadas pudieron convencerme. Empecé a trabajar el mismo día en que llegué y ese mismo día conocí a todos mis nuevos compañeros de trabajo. Me recibieron como sólo en México saben hacerlo, con calidez y afecto. Con el correr de los días me demostrarían que no se trataba sólo de una cuestión protocolar, sino que era algo que genuinamente sentían. Me demostraron con hechos que realmente querían que me sintiera muy bien y me integrara lo más rápido posible a la empresa, al estado y a México. Ser creativo publicitario, sin entender el lenguaje ni los modismos del país al que uno emigra, significa entrar perdiendo. Además, no quería ni pensar en la posibilidad de regresarme, creo que si lo pensaba lo haría así que me puse a charlar, luego cambié el verbo por platicar, con la gente. ¿Con quiénes?, con mi prójimo, es decir, con quienes tenía más cerca. Me fascinaba descubrir en otros modismos, en otros refranes populares, el sentimiento y la sabiduría popular. Muchos eran diferentes, aunque el sentido fuera exactamente el mismo. Por ejemplo, recuerdo que producía mucha hilaridad cuando yo hacía, a través de un refrán, alusión a cómo nos condicionan las experiencias dolorosas del pasado cuando enfrentamos una situación aparentemente similar. Yo acostumbro decir, según tradición de Argentina: el que se quema con leche, ve la vaca y llora. En más de una ocasión, cuando iniciaba el refrán y como si fuera obligatorio interrumpir y que el interlocutor lo continuara, se modificaba la segunda parte. Es decir, yo empezaba: el que se quema con leche… y mi interlocutor añadía: hasta al jocoque le sopla…, terminándolo de una manera diferente a como yo lo había aprendido. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Se abría ante mis sentidos otro mundo, un mundo que me seducía, que me invitaba a expandirme, a acrecentar mi propio mundo, mi propia cultura y también, a empezar a ver como nuevas muchas de las cosas aprendidas y repetidas mecánicamente. Por ejemplo, los refranes o frases con las que me crié y repetía sin poner mucha atención en su significado. No faltaron los chistes, las situaciones cómicas, las duras enchiladas que me puse cuando me decían: “Prueba de esta salsita, que al fin y al cabo no pica casi nada”. Aprendí a desconfiar del juicio acerca del picante y de la tolerancia de los mexicanos al sabor fuerte de las salsas; de no hacerlo así, no hubiera sobrevivido. Recordando las situaciones cómicas, tengo presente el primer reporte verbal de una ejecutiva de cuentas: “Jorge, tienes que hacer la campaña de productos a Pastelerías Monterrey, aquí tienes un brief, aunque lo más urgente es realizar una promoción a las conchas y a las empanadas de cajeta...”. Me quedé mirándola, convencido de que me estaba tomando el pelo, ahora diría “madreándome”. Al parecer Cristina, así se llamaba mi reciente compañera de trabajo, tuvo un par de amigos argentinos y reaccionó rápidamente: “¡Ah, no!, no es lo que tú crees, ya sé lo que significan concha y cajeta para los argentinos, pero aquí es otra cosa”. Otra experiencia simpática fue el día que salí manejando de la agencia el carro que me habían asignado. Me acompañaba un ejecutivo de cuentas pues nos dirigíamos a visitar a un cliente, de repente mi acompañante me dice: “¡Aguas!, ¡aguas con el perro!”. De más está decirles que yo miraba para todos lados buscando un charco de agua o un animal, específicamente un perro, y lo único que encontré fue un policía uniformado con toda la intención de aplicarme una infracción por no respetar el límite de velocidad en una zona escolar. Encima, mi flamante compañero de trabajo me dice: “Te avisé”. Yo a esas alturas no sabía si reír o llorar. Así que opté por tratar de explicarle que esa expresión que había utilizado no convencería a ningún argentino del mensaje que quería transmitir. Ahora sí, estaba convencido de que aprender a hablar en términos mexicanos era una necesidad de vida o muerte. Pasando ese encuentro divertido, y a la vez nefasto, me puse a leer cuanto autor de historietas, cuentos, novelas, corridos, ensayos, comedias, etc., cayera en mis manos, la mayoría de los libros eran prestados por solícitos amigos, tal vez tan preocupados como yo de que aprendiera rápidamente la manera usual de expresarse por estas tierras. De esta manera empecé a compartir mis noches y fines de semana con Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Julio Torri, Alfonso Reyes, Guadalupe Loaeza, Irma Salinas, Rosario Castellanos, Enrique Krauze, entre otros; pero no sólo leía a los grandes de la literatura mexicana, sino también cuanto escrito anónimo cayera en mis manos, además de letras de rancheras, corridos y ni hablar de las películas, desde las de Cantinflas, Tin Tan y los hermanos Almada; con los años terminé siendo un adicto del nuevo cine mexicano. Así fue como frente a mis ojos desfilaron las películas Danzón; Como agua para chocolate; Dos crímenes; La tarea; Gobierno del Estado de Nuevo León
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Santitos; La ley de Herodes; Todo el poder; Sexo, pudor y lágrimas; El callejón de los milagros; Amores perros, por citar las que me gustaron y obviando todas aquellas que se opacaron por el despliegue del nuevo talento. Con estos notables amigos y amigas: escritores, directores de cine, pintores, escultores y gente común de la calle logré dos cosas inmediatamente: la primera, ya no estaba tan solo y la segunda, me ayudó a comprender la visión de un pueblo a través del lenguaje de su propia gente.
Más allá de películas y libros No iba a poder pasar mucho tiempo sin alguien con quien conversar de los temas que más me interesaban; si bien éstos eran variados, los estudios acerca de las religiones comparadas, el desarrollo de la conciencia y todo lo que tuviera que ver con las escuelas de autoconocimiento seguía gravitando en mi interés de manera preponderante. Sabía por experiencia que en torno a las librerías llamadas esotéricas se juntaba una serie de personajes, algunos sumamente interesantes. Al menos así era en Argentina, pensé que aquí sería igual y no me equivoqué. Averigüé dónde había una librería de estas características y hacia ahí me dirigí. Estaba debajo de la Macroplaza, junto a otras tiendas. El dueño de la librería que abarcaba temas de filosofía oriental, ciencias ocultas, medicina alternativa y otros temas diversos pero emparentados, era conocido por el apodo de “El grillo”. No recuerdo el nombre de la librería, pero sí recuerdo muy bien a su dueño. Pregunté por él a un dependiente y en el acto apareció. Voy a obviar su descripción, baste saber que era una persona que desde hacía mucho tiempo estaba dedicado a la venta de libros de esoterismo y era un gran conocedor de la bibliografía y de los autores de varios de ellos. Le comenté acerca de mis inquietudes, de las actividades que había desempeñado en Argentina y de mi interés de contactarme con gente que estuviera trabajando en los caminos del autoconocimiento. Ya hablaré más adelante de algunos de éstos. Después de un par de horas de plática, en las que con toda generosidad compartió su tiempo, muy solícito me pidió mi número de teléfono y me dijo que alguien me llamaría en el transcurso de la semana, un ingeniero llamado Carlos G, y así fue. No habían transcurrido más de dos días cuando en mi oficina recibí una llamada telefónica del mentado ingeniero. Concertamos una entrevista para el mismo día y esa noche reanudé mi “trabajo” (autoconocimiento) junto con otras tres personas. Volver al “trabajo” sobre el autoconocimiento me llenaba de esperanzas, por fin me reencontraba con gente con quien compartir un mismo lenguaje, una misma búsqueda. Al poco tiempo constituíamos un grupo de unas doce personas. Para Gobierno del Estado de Nuevo León
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contactarlas realizamos un improvisado cartel y lo pegamos en cuanta librería o escaparate nos permitieran. El anuncio decía: “Cuarto camino – Gurdjieff – Laboratorio de autoconocimiento” A continuación poníamos los días, la duración de cada una de las jornadas y los números de teléfono para la inscripción. El pequeño cartel, hecho con una fotocopiadora, en tamaño oficio y distribuido por nosotros, dio inicio a toda una época de Trabajo y compromiso sobre lo que consideramos sagrado: “trabajar” sobre sí mismo. Durante cuatro años el trabajo en las oficinas del ingeniero Carlos G. se desarrolló de manera ininterrumpida. Se abarcaron los ejercicios y las prácticas más variadas. En ese espacio, compartíamos junto a otros “buscadores” ese algo que nos hermanaba: la necesidad de encontrar respuestas a muchas interrogantes acerca del verdadero sentido de la vida. Tal vez nada nuevo, pero yo encontré, también en ese espacio, el cariño y el respeto de un grupo de amigos. Gimnasia, ejercicios de “observación de sí”, de “recuerdo de sí”, sacrificios conscientes, super esfuerzos, viajes, conducción de grupos que día a día tenían más miembros, fue parte de nuestra dedicación. En ese entonces mi vida transcurría entre el trabajo ordinario y ese otro Trabajo, que prometía la transformación de la vida del ser humano que se entregara a él, en algo consciente, en algo que justificara el hecho de estar muriendo. Todo este trabajo empezó a cambiar cuando conocí a Doña Paula, y fueron las mismas palabras citadas por Gurdjieff las que me hicieron desistir de la conducción de estos grupos: «Mata, Señor, a aquel que sin saber nada, osa enseñar a los demás el camino que conduce a las puertas de Tu Reino». (Gurdjieff, G.I. 1995. p. 224), muy similares en su significado a las de Jesús: « ¿Es que acaso puede un ciego guiar a otro ciego?». Cierto o no, sentí que, de una manera u otra, estaba siendo un impostor. Además percibía que toda la gente que se acercaba a nuestros grupos iba buscando todo hecho. Tal vez eso me provocaba cierta angustia, ya que era consciente de que aparte de enseñarle un puñado de técnicas, no era mucho lo que yo podía hacer por ella. Yo era consciente de que ni siquiera podía hacer nada por mí, si a esto sumábamos que la mayoría de las personas que asistían no traían una actitud de trabajo que les permitiera cumplir con las cosas más insignificantes que asignábamos, el cuadro era más o menos patético. A decir verdad, y como nos pasa habitualmente, las personas que acudían al incipiente grupo esperaban que Carlos o yo satisficiéramos todas sus inquietudes y dudas. Fue así como cierto día, en medio de la reunión del grupo de Monterrey, me Gobierno del Estado de Nuevo León
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levanté y le dije a Carlos: “Ya no estoy dispuesto a perder más el tiempo con todos estos. ¿No te das cuenta de que ninguno quiere, realmente, trabajar? Lo único que hacen es venir aquí como parásitos. Creo que para mí se acabaron los grupos. Si algún día uno de ustedes quiere trabajar en serio, ya sabe dónde encontrarme”. Me levanté y me fui, ocultando, tal vez, la impotencia de asumir mi propia carencia de un conocimiento verdadero, un conocimiento que mitigara esa ansiedad que me acompañaba permanentemente y que frente a los “otros” se manifestaba en su verdadera dimensión.Hoy me doy cuenta, puedo decirlo con certeza, que lo que me hizo reaccionar de esa manera tan poco considerada fue mi temor a no poder satisfacer las expectativas de las personas que nos rodeaban, muchas de ellas esperanzadas en que pudiéramos brindarles algunas respuestas a sus innumerables preguntas. Sí, en aquella época sentía que tenía que responder a las expectativas de los demás. Estaba convencido de que no era posible estar solo en ese camino, los demás nos brindaban la posibilidad de retroalimentarnos en los instantes que nuestras fuerzas flaqueaban, y que esto nos permitiría mantener una actitud persistente en el Trabajo del autoconocimiento. Al pasar el tiempo y comentarle a Doña Paula esta necesidad, me dijo: — Jorge, ya no tiene que perder el tiempo con los lectores, ahora le toca a usted realizar un trabajo de verdad, el trabajo que lo puede llevar a que su cabeza encuentre esa luz que anda buscando. — Doña Paula, ¿podré solo? — ¿Cómo solo?, ¿para qué estoy yo? — Pero es que usted me dijo que no podía ayudarme, que usted es “natural” y que sería muy difícil transmitirme su percepción de las cosas. — Sí, es cierto. Pero podemos crear ciertas condiciones para que aprenda, por usted mismo, a “agarrar” las cosas del otro mundo. — No me queda muy en claro, pero confío en usted. — No le queda de otra, salvo que quiera empezar de nuevo todo de nada. Me puede contar qué hacían en grupo. Yo los he visto, he estado ahí varias noches en que ustedes se juntaban, pero quiero que me lo diga con sus palabras, y quiero que se fije bien en lo que dice, porque quiero que me lo diga con palabras de verdad. — Doña Paula, ¿usted cree que yo le mentiría? — No es que usted me mienta, ese no sería el problema. Lo serio es que usted se mienta, ahí sí que estaríamos en problemas…y muy serios. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Entonces tal vez, Doña Paula, sería conveniente que conociera el Cuarto Camino en las propias palabras del responsable de haberlo traído a Occidente. Déjeme que vaya por uno de sus libros al carro. Si bien no tengo aquí ninguno de él, tengo el de uno de sus discípulos. Bajé uno de los libros que a mi modo de ver eran sumamente claros respecto de este camino. No me quedaba mucho tiempo de luz, y la verdad es que ya con mi vista me resultaba muy difícil leer a la luz de un candil. Además, lo que menos hubiera pensado es que le terminara leyendo a Doña Paula, pero sabía que si ella lo aceptaba, por algo era. Cogí el libro y busqué el fundamento del nombre: “Cuarto Camino”, me pareció un buen comienzo. Después de tantos años de estar en este camino, se lo hubiera podido explicar con mis propias palabras. Sin embargo, quise seguir al pie de la letra los conceptos de la tradición, no quería tergiversar nada para que Doña Paula tuviera una idea de primera mano y no mediatizada por mis propias apreciaciones: — Mire, madrina, Gurdjieff, así se llama el hombre que difundió estas ideas, dice que existen tradicionalmente tres caminos, a estos caminos los llama: el camino del faquir, el camino del monje y el camino del yogui. El primero de estos caminos centra todo su esfuerzo en alcanzar la inmortalidad a través del cuerpo físico… Doña Paula asentía con mucho interés con su cabeza, como si estuviera escuchando a un maestro. Sus ojos tenían un brillo extraño. Sin embargo, continué: — El segundo, el del monje, es el camino de la fe, de la emoción, del sentimiento religioso; y el tercero, es el camino de la inteligencia, del intelecto, del conocimiento. Sin embargo, Gurdjieff propone un Cuarto Camino y, aunque todos los caminos persiguen lo mismo, la inmortalidad, cada uno, como le explico, tiene una forma diferente de alcanzarla. Ahora le leo qué dice Gurdjieff del Cuarto Camino… — Órale, órale… —, comentó Doña Paula con manifiesto interés. — Bueno, voy a saltarme esta partecita y empiezo desde aquí: … el Cuarto Camino difiere de los otros, en que exige del hombre ante todo, la comprensión. El hombre no debe hacer nada sin comprender, salvo a título de experimento, bajo el control y la dirección de su maestro. Cuanto más comprenda un hombre lo que hace, tanto más valor tendrán los resultados de sus esfuerzos. Es un principio fundamental del Cuarto Camino. Los resultados obtenidos en el trabajo son proporcionales a la conciencia que uno tiene de ese trabajo. No se requiere “fe” en ese camino, por el contrario, la fe de cualquier naturaleza que fuera, es aquí un
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obstáculo. En el Cuarto Camino, un hombre tiene que asegurarse por sí mismo de la verdad de lo que dice, y en tanto que no haya adquirido esta certidumbre, no debe hacer nada. Ouspensky, P.D., 1968: 79
— ¿Continúo?— le pregunté y añadí—, ya no veo tan bien que digamos, porque se puso oscuro de golpe. Mi madrina hizo un gesto con la mano, el cual yo interpreté como que había sido suficiente. —Me sorprende, Jorge— dijo con voz solemne— Si la gente comprendiera lo que está escrito ahí, haría falta muy poca cosa para pegar el salto que le digo. Pero estoy segura que lo único que ve es el chisme, y todo queda en puro cuentos de vieja. No le voy a preguntar qué es lo que dice, usted tampoco lo entiende. Es decir que lo escucha, pero no con la mente clara, sólo lo escucha con la cabezota y ésa convierte todo en inmundicia de marrano, y para qué sirve seguir juntando mugre, si con la que tenemos ya está bueno. Este es el riesgo de los libros, los lectores aprenden un montón de palabras y creen que esa es la realidad, no por saber un montón de nombres de las cosas uno tiene poder sobre las cosas. Para tener poder sobre las cosas uno tiene que saber las palabras efectivas. Nada más. Pero déjenme contarles cómo fue que empezó esta historia. Cómo conocí a Doña Paula.
El contexto antes del primer encuentro Llevaba unos seis meses en Monterrey. El proceso de integración todavía no llegaba a su culminación. A decir verdad, después de doce años tampoco, sin embargo, creo que he hecho adelantos importantes, de perdido no me han vuelto a multar luego de ser advertido y me queda claro que la expresión ¡Aguas! se refiere a un llamado de atención inmediata, algo así como ¡Alerta! En Argentina te dirían: ¡Cuidado! Toda la tensión emocional que había acumulado desde mi llegada a Monterrey, el esfuerzo por acoplarme a un sistema de vida, entiéndase desde la comida, hábitos, manera de relacionarse, etc., causaron estragos en mi organismo. Terminé en el Centro del Diagnóstico, en consultorios privados, busqué a mis antiguos médicos homeópatas y con gusto hubiera acudido con cualquier curandero o chamán, si alguien me hubiera recomendado o llevado con alguno. La enfermedad parecía agravarse sin que todavía tuviera un diagnóstico claro. Día tras día perdía peso, mi cuerpo sudaba copiosamente y ya no estábamos en el verano norteño. El pulso, el cual siempre había hecho gala de excelente, se había vuelto tan tembloroso que me era imposible sostener una taza Gobierno del Estado de Nuevo León
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de té sin derramar parte de su contenido. Aparte, y como si fuera poco, había empezado a sentir calambres musculares en diferentes partes del cuerpo. Hasta que al fin, un médico homeópata me mandó a realizarme unos análisis que contemplaban un perfil tiroideo. Cuál sería la grata sorpresa al descubrir que mi pobre tiroides estaba multiplicando por tres los valores normales de tiroxina. A todo esto ya estaba cayendo en estados alucinatorios, de repente mi cuarto se llenaba de hadas y duendes. Frente a estas visiones yo me preguntaba qué era lo que me estaba pasando. Después comprendería los efectos de la autointoxicación y el porqué de los efectos que padecía. Digo grata sorpresa, porque a partir de ahí me empezaron a medicar con base en un diagnóstico cierto y no al azar, como venía sucediendo. No obstante la buena voluntad del médico, el problema continuaba. El próximo paso fue enviarme a que me realizaran un gamagrama de tiroides. Recuerdo que tuve que presentarme en ayunas en un conocido hospital, me dieron a beber un líquido radiactivo y estuve un par de horas en una camilla para cumplir con los requisitos. Los resultados no fueron muy halagüeños, tenía una inflamación de la tiroides y la solución que brindaba el hospital era que había que radiar la glándula para suprimir la producción de tiroxina. En esa época tenía 36 años, vivía solo, me veía con un futuro incierto y encima privado de una glándula. A pesar de mi ignorancia en lo que se refiere al sistema endocrino, no era tan ignorante como para desconocer las consecuencias de esta intervención. A decir verdad, estaba desolado, una depresión me fue invadiendo paulatinamente a partir de conocer el remedio sugerido después del diagnóstico. Lo que inicialmente fue una grata sorpresa se convirtió en la causa de la tristeza que me inundaba. Para colmo, no podía diferenciar entre qué era causa de mi problema de tiroides y qué era causado por mi sentimiento de soledad, desarraigo, incertidumbre. Así podría seguir enunciando una extensa lista de justificaciones. Se acentuaban los auto reproches. ¿Para qué abandoné mi país? Al menos allá hubiera contado con el cariño de mi familia, de mis amigos. Aquí no conocía a casi nadie, y era tan poco el tiempo compartido con esos recientes conocidos con quienes ni siquiera existía la confianza como para decirles mi verdadero estado de ánimo, que más me deprimía. Si no fuera por la sensibilidad de una cliente, difícilmente hubiera librado sin consecuencias trágicas el trance. En efecto, Nelda trabajaba como secretaria de redacción de un periódico empeñado en recuperar el mercado, y nuestra agencia de publicidad y mercadotecnia le brindaba asesoría en las campañas que se estaban planeando. La secretaría de redacción es un desafío para cualquier intelectual que se precie de ser brillante. En mi deambular por diferentes países, y conectado al periodismo, había tenido la oportunidad de conocer a algunos de los secretarios de redacción de importantes medios gráficos, pero nunca había conocido a ninguna mujer en ese puesto. Con esto quiero decirles, y espero que sea claro, Nelda era más que brillante para haber accedido a él.
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Fue después de una junta realizada en el periódico para definir el concepto rector de la campaña, que Nelda se acercó y me preguntó: — Jorge, ¿qué te sucede? Te veo deprimido. — Gracias por interesarte en mí, realmente lo estoy—, y sin ningún respeto le aventé todo el rollo de cómo me sentía: de mi salud, del diagnóstico, del miedo que le tenía a una intervención quirúrgica, de la solución que me ofrecían a través de la cauterización de la tiroides, etc., etc. Y lo más sorprendente, al menos para mí en ese momento, fue que Nelda me escuchó con respeto y cariño. — Jorge, te voy a dar un número de teléfono para que mañana mismo te pongas en contacto con un médico amigo. Él es alguien muy especial, se llama Arturo, pídele a su hermana una cita y no dejes de ir—. Y me narró en qué circunstancias de su vida había conocido a Arturo y cómo la había librado de la mesa de operaciones. Como dice el dicho: De lo perdido, lo que aparezca… me puse en contacto con el médico de mi reciente amiga. Cuál fue mi sorpresa que, al cabo de seis meses de un tratamiento que me llevaba aproximadamente de cuatro a cinco horas todos los sábados, estaba curado y además trabé amistad con Arturo, el médico recomendado, con quien hasta el día de hoy me une una de las relaciones de amistad más significativas que he tenido en mi vida. Simultáneamente a estos acontecimientos, apareció de manera curiosa —porque lo conocí por una chica con quien yo empezaba a salir— un joven inquieto llamado Mario, con un gran talento creativo, quien se convirtió en poco tiempo en un importante proveedor de la agencia de publicidad en la que yo trabajaba. Sostuvimos un par de pláticas acerca de áreas que a él le interesaban, como hacer proyectos de inventos que iban desde un carro propulsado con turbinas hasta la construcción de un plato volador. Entre estos temas, apareció un día algo relacionado con una mujer a quien se le atribuían poderes especiales, sobre todo una forma de curar que rayaba en lo milagroso. Les comenté que toda la literatura que caía en mis manos era rápidamente devorada sin piedad y con voracidad por un servidor, ya que consideraba que esta actitud iba a reducir el tiempo de integración a las costumbres, para mí extrañas, de los mexicanos. Pues bien, entre los libros figuraban algunos de chamanismo, recuerdo uno, especialmente, que narraba las experiencias curativas de Pachita, una curandera de Parras, Coahuila; otro del Niño Fidencio; de María Sabina y de varios curanderos famosos de diferentes regiones del territorio mexicano. Sobra decirles que cada uno de estos textos acrecentaba mi curiosidad y mi imaginación, por demás exuberante, en torno a estos temas, así que no hice esperar la manifestación de mi interés de partir cuanto antes a visitar a esa señora que respondía al nombre de Doña Paula, y que vivía a la vera de un camino de terracería en un ejido de García, Nuevo León. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Doña Paula venía avalada por este pintoresco conocido, quien había irrumpido en mi vida como tantos otros que, así como aparecieron, partieron sin dejar otra huella que el recuerdo. La relación de Don Mario (así lo llamábamos por la formalidad con la que platicaba) con Doña Paula, se iniciaba desde que ella había tratado con éxito al hermano de aquél, de una fobia que lo tenía prácticamente recluido a un radio muy limitado de su vivienda, so pena que si se alejaba de él caía en un estado de pánico o como le llaman ahora, “ataque de ansiedad”. Con esos antecedentes, al domingo siguiente nos montamos Don Mario y un servidor en una camioneta y partimos para Sabanillas, nombre del ejido en el que vivía la mentada señora de poderes mágicos.
El primer encuentro — ¿Se acuerda de mí, Doña Paula?—. Así se dirigió mi guía a una señora chaparrita, de rostro añoso y quemado por muchos soles. — No. — Usted trató a mi hermano… — Será, pero sigo sin acordarme. — Yo soy el hijo de fulanita y menganito, hace un par de años vinimos por usted y la llevamos para que viera a mi hermano. Vinimos con perenganita… — Y ahora ¿qué quiere?— interrumpió la anciana, a la cual, a pesar de sus años, se le veía mucho carácter. — Bueno, traigo a este amigo... — Sí, pero ahora no tengo tiempo— y mirándome a los ojos me preguntó— ¿Y usted, cómo dijo que se llama? — Jorge— respondí. — Jorge cuánto— inquirió. — Jorge Estrella. — Ahora no puedo atenderlo, pero venga el miércoles— y ya casi dándose vuelta— Usted no es de aquí, ¿no? — No, soy argentino. ¿A qué hora puedo venir, señora?
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— A ver ¿a qué hora sería bueno?.. venga, si le parece, a eso de las diez. — Hasta el miércoles entonces, Doña Paula. — Si Diosito quiere. El miércoles — Buenos días, Doña Paula. — ¿Quién era usted? — Vine el domingo con fulano, usted me dijo que regresara hoy. — Sí, pero hoy no puedo atenderlo. No me han traído la medicina. — ¿Y cuándo le parece bien que regrese? — A ver si para el sábado ya me han traído la medicina. — ¿A qué hora le parece bien, Doña Paula? — Véngase el sábado como a esta hora. El sábado — ¿Y usted, a quién espera?— preguntó Doña Paula, asomándose por la puerta entreabierta de la cocina. — Buenos días. A usted, Doña Paula. — Sabe, seguimos sin la medicina. Es que no ha habido ningún viaje y tengo que traerla de por San Luis Potosí. Por aquí no se consigue. A ver cuándo se echa una vuelta. — ¿Qué día puede ser? — El martes quizás tengamos suerte. — Hasta el martes, entonces. — Primero Dios. ¿Cómo me dijo que se llamaba? — Jorge, Jorge Estrella. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— ¿Y el que lo trajo no vino? — No, pero le mandó saludos. — Está bien. Que Diosito lo acompañe. El martes — Buenos días— saludó Doña Paula al verme sentado debajo del jacal para cubrirme del sol. — Buen día— respondí poniéndome de pie. — ¿A quién espera? — A usted, ¿se acuerda?, usted me dijo... — Yo sé lo que le dije, pero estamos mal con usted. Necesito unas ratas para hacerle un caldo, pero estos huercos no han ido a traerlas... — Está bien, será mi suerte... — Dese una vuelta el fin de semana o más adelante. — Hasta luego… Me fui pensando con coraje e impotencia: “pinche vieja y pinche suerte la mía, que ni siquiera esta vieja quiere atenderme. Tan poco soy, no valgo nada.” Hasta ese día había conservado la paciencia, o mejor dicho, tenía esperanzas de que en el próximo viaje pudiera entablar una conversación que aliviara las tensiones, no sólo de mi cuerpo pues ya había tomado cuenta de que éstas provenían de mi alma. En ese instante sentía que perdía las esperanzas. Sentía que la vida me arrebataba una oportunidad, no tenía en claro cuál era esa oportunidad, pero tenía un sentimiento de pérdida. Con estos sentimientos me alejé del rancho, sentía que las lágrimas se me escapaban, me subí a mi carro y sin mirar hacia atrás me fui tragando la angustia. No transcurrió mucho tiempo cuando me encontré con el alto murallón de piedra que enmarcaba la quebrada. De repente, cruzando el río seco, me solté a reír a carcajadas, y reía y lloraba; una emoción para mí desconocida se había apropiado de todo mi ser. Tenía ganas de reír, de bailar, de llorar, de cantar, gritar, insultar, zapatear, correr, volar; y sin esfuerzo, en ese supremo instante una luz de comprensión inundó mi ser. Al rato pude verbalizarla de esta manera: Pero, ¡qué bruto he sido!, tantos años buscando lo sagrado y no me había dado cuenta de que mi trabajo, mi verdadero trabajo es venir. Es recorrer este intrincado camino de tierra, lleno de abruptas Gobierno del Estado de Nuevo León
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barrancas, de piedras, este desierto en el que cada planta lucha denodadamente por sobrevivir un día más, tan sólo un día más. ¡Cuánto tendría que aprender de ese desierto! ¡Cuánto tenía para enseñarme ese pequeño cactus rodeado de tierra ardiente! ¡Cuánto, ese enorme cuervo que se había convertido en mi silencioso acompañante de cada día, en mi aparentemente inútil peregrinar! Parecía que una parte de mi inconsciente se hubiera desbloqueado, que toda la ansiedad que me embargaba hasta hacía unos instantes y cuya causa había depositado fuera de mí mismo, se liberaba, dándome cuenta de que era yo el que la provocaba, o mejor dicho, era todo ese sentimiento que subyacía en mi inconsciente y al cual no tenía, por lo pronto, acceso. De repente recuperaba el poder sobre mí mismo, sobre mi estado emocional. Esto generaba una energía que inundaba todo mi ser. Retorné, cantando a todo pulmón, a otro desierto. A un desierto más cruel, tal vez el más cruel de todos: la gran urbe, donde la indiferencia acompaña a la mayoría de las almas desoladas. Pero esta vez había aprendido algo. La aridez de la tierra, la aridez de la gente del ejido me permitió comprender un poco esta otra realidad, y me enfrenté a los hombres-cactus, a los carros-piedras, al asfalto-tierra ardiente, a los postesmagueyes, como si fueran parte de mi muerte y, a la vez, la verdadera razón de mi existencia. Doña Paula me había dado mi primera lección. Por lo pronto era su paciente y, como la palabra lo indica, decidí ser un buen paciente. Ahora recuerdo esa canción de Alejandro Lerner que, casualmente, se llama “Y todo a pulmón”, que comienza así: “Qué difícil se me hace, mantenerme en este viaje lejos de la transa y la prostitución. Defender mi ideología, buena o mala, pero mía, tan humana como la contradicción”. Si había algo que en ese período me pudiera caracterizar eran mis contradicciones, a tal punto que recuerdo el obsequio de un amigo, que hacía una clara alusión a mi conducta recurrente, era una estampa de un hombre con las manos en los bolsillos y que a modo de los globos de las historietas decía: “Antes era un indeciso, ahora no estoy seguro”.
Reflexiones Aunque Doña Paula no me recibiera, algo se produjo en mí y ese algo me acompaña desde entonces. Es una mayor confianza en el proceso por el cual me toque atravesar. Esto no quiere decir que mis sentimientos o estados emocionales queden inertes o anulados, por el contrario, vivo todas esas contradicciones y sentimientos. Sin embargo, existe la confianza en que después de la experiencia quedará una comprensión más amplia, como una confirmación de que era necesario atravesar por esa vivencia. No es una comprensión que pueda ser intelectualizada, es como un sabor, como una Gobierno del Estado de Nuevo León
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certeza de que esa experiencia en particular tuvo un sentido y que ese sentido amplió mi percepción de la realidad. El Desarrollo Humano la llama tendencia formativa o tendencia actualizante. Esta tendencia, tal como la plantea Carl Rogers, no es privativa de los seres humanos, sino que es una de las características de todos los seres vivos, es algo así como un precepto universal, cósmico, por el cual todo ser busca cumplir con el móvil de su existencia. Por difíciles que parezcan algunas experiencias humanas, el ser siempre va a estar buscando su realización. Refiriéndose a las personas «…cuyas vidas han sido terriblemente desbaratadas», Carl Rogers agrega: Las condiciones en las que esa gente se ha desarrollado han sido tan adversas, que frecuentemente sus vidas parecen anormales, retorcidas, apenas humanas. Sin embargo, se puede confiar en su tendencia direccional. La pista para comprender su conducta es el hecho de que luchan, en las únicas formas de las que según su percepción disponen, para avanzar hacia el crecimiento, hacia la existencia. A las personas sanas, sus esfuerzos les pueden parecer grotescos y fútiles, pero ellos son el intento desesperado de la vida por realizar su propia existencia. Esta potente tendencia constructiva constituye la base fundamental del enfoque personalizado. Rogers, C. 1995: 64
Curiosamente, una de las cosas que más me llama la atención de la tierra árida de García, Nuevo León, es esa lucha desesperada por sobrevivir de cada una de las especies que ahí cumplen con su ciclo vital. Cada planta, cada animal, se debate en su espacio para ver el amanecer siguiente, y cuando llega la escasa lluvia es una bendición que a todos colma. Es como si cada ser cumpliera con una función específica, como si se aferrara a esa tierra que lo vio nacer y lo verá morir, pero esa tendencia actualizante no sólo lo mantiene con vida, sino que lo impulsa a su desarrollo pleno, aprovechando al máximo sus posibilidades. Así, tal cual, sentía mi vida. Como si permanentemente estuviera buscando mis propios espacios, aquellos que me permitieran encontrar las respuestas que me desatoraran, así percibía en ese momento mi existencia. Todo mi ser era un dique en el cual se acumulaba información, experiencias de vida, pero no veía una salida, una válvula que pudiera direccionar hacia algún lado. Como agravante, sentía que la pared del dique comenzaba a resquebrajarse. Doña Paula se convertía en una esperanza, la esperanza de que alguien me pudiera decir qué hacer con tantas cosas acumuladas. El camino de terracería se convertía en el sentido inmediato de encontrar respuestas a tantas preguntas; por lo pronto me había hecho reír, hacía mucho que mi ansiedad me impedía hacerlo. Al llegar a casa me recosté en el viejo sillón comprado en una venta de garaje. No me sentía solo, ahora me acompañaba un camino, mi propio camino, aunque fuera de terracería. Sabía que tarde o temprano descubriría su sentido. Cogí el libro de poesías de San Juan de la Cruz y lo abrí al azar:
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Corazón desnudo Para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son de Dios… los cuales son en tres maneras: temporales, sensuales, espirituales. Y porque los unos y los otros ocupan el corazón y le son impedimento para la desnudez espiritual, cual se requiere para el derecho camino de Cristo, si reparase o hiciese asiento en ellos, de todos ha de desnudarse. Donde es de notar que no sólo los bienes temporales y deleites corporales impiden y contradicen el camino de Dios, más también los consuelos y deleites espirituales, si se tienen con propiedad o se buscan, impiden el camino de la cruz del Esposo Cristo. De la Cruz, S. J., 1998: 123
No pude leer ninguna otra poesía del famoso místico cristiano. Entrecerré los ojos y traté de comprender esa realidad que él nos trasmite más allá de las dualidades, más allá de toda posible separatividad; esa realidad que nos invita a fundirnos en un abismo de infinitud, en ese mar de la conciencia plena. Abraham Maslow describe los valores que forman parte de esta sensación o vivencia, a la cual él llama “valores-S”, que son los valores propiamente del Ser y que forman parte de lo que denomina “experiencias cumbres”: 1. Totalidad (unidad; integración; tendencia a la unicidad; interconexión; simplicidad; organización; estructura; superación de la dicotomía; orden). 2. Perfección (necesidad; justicia; determinación; inevitabilidad; conveniencia; equidad; plenitud; inmejorabilidad). 3. Consumación (terminación; finalidad; justicia; estar terminado; realización; finis y telos; destino; hado) 4. Justicia (rectitud; orden; legitimidad; autenticidad) Gobierno del Estado de Nuevo León
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5. Vida (proceso; no estar muerto; espontaneidad; autorregulación; funcionamiento pleno). 6. Riqueza (diferenciación; complejidad; intrincación). 7. Simplicidad (honestidad; desnudez; esencialidad; estructura abstracta; esencial; esquemática). 8. Belleza (rectitud; forma; vida; simplicidad; riqueza; totalidad; perfección; terminación; unicidad; honestidad). 9. Bondad (rectitud; apetecibilidad; inmejorabilidad; justicia; benevolencia; honestidad). 10. Unicidad (idiosincrasia; individualidad; ausencia de comparabilidad; novedad). 11. Carencia de esfuerzo (facilidad; ausencia de fatiga; empeño o dificultad; atractivo; funcionamiento perfecto). 12. Alegría (diversión; placer; gozo; viveza; humor; exuberancia; carencia de esfuerzo). 13. Verdad; honestidad; realidad (desnudez; simplicidad; riqueza; rectitud; belleza; puro; limpio y carente de adulteración; consumación; esencialidad). 14. Autosuficiencia (autonomía; independencia; carencia de necesidad de ser uno mismo; autodeterminación; trascendencia; del medio; separación; vivir de acuerdo con las propias reglas). Resulta obvio que no se excluyen mutuamente. No son distintos o separados, sino que se entrecruzan y compenetran mutuamente. Básicamente son todas facetas del Ser y no partes del mismo. Maslow, A. 1998: 116 y 117
Qué distante de todo eso veía mi mundillo de conflictos y contradicciones. Traté que este sentimiento no me generara más ansiedad de la que ya de por sí cargaba. Respiré profundo y me puse en contacto con mi cuerpo, este cuerpo que me había rescatado de tantos naufragios, de tantas pesadumbres, este cuerpo que ahora se negaba a andar corriendo en los amaneceres para mitigar mi angustia, que se negaba a cansarse para poder dormir por las noches, y en contacto con él y con mi respiración me quedé suavemente dormido. Gobierno del Estado de Nuevo León
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CapĂtulo V Argentina, 1976
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Capítulo V Argentina, 1976 7. Shi. El Ejército Arriba: Kun, Lo Receptivo, la Tierra. Abajo: Kan, Lo Abismal, el Agua. Este hexagrama se compone de los dos trigramas: Kan-Agua y Kun-Tierra, simbolizando así el Agua subterránea acumulada en la Tierra. De la misma manera las fuerzas militares se reúnen en la masa del pueblo; invisibles en tiempos de paz, pero siempre a disposición como fuente de poder. Los atributos de los dos trigramas son: Peligro en el interior y obediencia hacia el exterior. Esto alude a la condición del Ejército que en su núcleo presenta peligro, mientras que hacia el exterior muestra disciplina y obediencia. I Ching, El libro de los cambios, 1976: 92
Nos amontonábamos contra la puerta de entrada, era la segunda o la tercera lista que aparecía en la vitrina. El grupito que quedaba se fue apartando con mi llegada, una persona se quedó y mirándome de frente, me dijo: “Estás en la lista”. No hacía falta más, todos sabíamos que estar en la lista significaba estar expulsado de la Universidad, además de todas las otras posibles consecuencias, como pasar, en cualquier momento, a engrosar la lista de desaparecidos. Ahora, había una causa por la cual luchar. Esperé, no sé cuánto tiempo. Para ellos no tenían importancia las esperas, pero al fin estaba al frente del Mayor, Mayor de Aeronáutica y flamante Interventor de la Facultad. Me invitó a sentarme y luego me cedió la palabra. Le pregunté cuál era el motivo de mi expulsión, a lo que me respondió que tenían una denuncia en la que se me atribuía ser comunista, yo contesté que no era cierto... “Mire, Mayor, no me molesta que me expulsen por decir lo que pienso o por ser un gritón. Tampoco me molestaría que me expulsaran por no agradarme la izquierda ni la derecha, lo que realmente me duele es que me expulsen esforzándose en encasillarme en algo que no es verdad. Salvando las distancias, quiero recordarle que hace más de cien años hubo un hombre, quien luego llegaría a ser presidente en nuestro país, que en una situación tal vez muy similar a ésta, tuvo que huir atravesando la Cordillera de los Andes y en una roca dejó una inscripción que durante generaciones nos la hemos ido transmitiendo. ¿Recuerda? Ese hombre fue Domingo Faustino Sarmiento y su pensamiento ha vencido al tiempo: ‘Bárbaros, las ideas no se matan’”. Me levanté, le di la espalda y sin saludar me alejé de su oficina, de la Facultad y de todo aquel absurdo mundo que se pintaba de botas y de uniformes verdes. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Tenía que irme, salir de ahí, era un lugar irrespirable, la ciudad se había convertido en un laberinto en el que el miedo se enseñoreaba de todo. Yo no sentía miedo, poco a poco me invadía un coraje para mí desconocido, me daba cuenta de que estaba perdiendo mis sueños, que una maquinaria enferma, absurda, iba aplastando todo a su paso. Creía que había llegado la hora de abandonar mi país, ya no era mío, ahora era de ellos, y para que no te quedara ninguna duda te lo recordaban cada minuto con muertos, con tiros, con allanamientos, con las atrocidades de las que te enterabas o que vivías a cada instante. Un amigo de mi familia vivía en Venezuela, era director de una estación de radio; fui a verlo a San Luis, nunca había estado en esa provincia. Me recibió muy amable, pero no pudo hacer mucho por mí. Regresé un tanto decepcionado. No obstante, nada me iba a frenar, al menos eso creía. Ya no me importaba a dónde, sólo quería irme, alejarme de los rostros conocidos que apresaban y desaparecían. Tuve que ir al atardecer. Tenía que hacer fila toda la noche para poder tramitar el pasaporte. Llené papeles, pasé por puertas y cerca del mediodía salí a la calle. Cuando regresé por mi documento, transcurrida una semana comenzó una nueva pesadilla. “¡Acompáñeme!”, retumbó la voz. Me hicieron subir una escalera, luego me metieron en un cuarto que servía de oficina. Un policía de civil estaba sentado tras el escritorio y dos más de pie. La puerta del cuarto daba a un pasillo por el que no dejaba de pasar gente, con y sin uniforme, todos apestaban a policía. — ¡Quítese la ropa! Sin preguntar, sabía que con ellos era inútil, me fui quitando los zapatos, el pantalón y así, hasta quedar completamente desnudo. — Levante los brazos y dé la vuelta contra la pared— inspección de rutina, no había golpes ni heridas punzocortantes ni balazos—. Quítenle los cordones de los zapatos, el cinturón, vacíenle los bolsillos y llévenlo al sótano hasta que lo interroguen. Hacía frío allá abajo. Una silla de madera frente a la pared blanca. La pared blanca y el ruido de pasos permanentes a mis espaldas. Nadie me había preguntado nada, yo tampoco había abierto la boca, ya sabía que todo era un juego pero que en este juego de vida o muerte no había sentido, sólo la estupidez humana lo alentaba. Pasó el tiempo ¿Cuánto? No lo sé, me enteraría afuera, por los días que había estado desaparecido. Sólo sé que una de las noches hacía mucho frío, estaba aterido, temblaba como una hoja sacudida por el viento; y un sargento, movido por no sé qué sentimiento extraño, me prestó una frazada.
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— ¡Súbanlo!— escuché la voz estridente que provenía de la planta alta. Alguien me dijo: “¡Arriba!”. Y de repente, sin saber cómo me respondieron las piernas, subí una y otra escalera conducido por dos guardias, por dos carceleros, hasta otra habitación. En ella había un hombre de espaldas. — ¡Siéntese!— retumbó la misma voz, antes de que el engranaje de la estupidez empezara a moverse. Agregó, en el mismo tono, sin darse vuelta: “¡Déjennos solos!”, y escuché el sonido de la puerta a mis espaldas, que se cerraba con firmeza. Se volvió hacia mí, era un tipo joven vestido de civil, barba y cabello pelirrojo, que pudiera haber pasado por uno más en la calle. Arrojó un libro sobre el escritorio, no pude dejar de leer la portada: ¡Sésamo, ábrete!, por Jorge Estrella. No pude dejar de sorprenderme y les aseguro que, en aquella época, pocas cosas podían sorprenderme. “¿Vos lo escribiste?”, parecía la pregunta obligada y llegó: — ¿Vos lo escribiste? — No, nunca publiqué nada. — Lo que pasa es que tenés la mala suerte de llamarte igual que éste (señalando el libro), hace tiempo que lo estamos buscando. — Lo sé, me expulsaron de la Universidad. — Ya te reincorporaron. Para colmo es parecido a vos, te vas a tener que cuidar un tiempo, porque a pesar de que ya pasamos tus datos para que no te jodan, hay muchos loquitos entre nosotros, y si te agarran, sos "boleta" (asesinado). Salí a la calle, el sol golpeó mis ojos. No me importó, miré como un alucinado el cielo azul, ¡Dios! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo?
Culpable — Mire, Doña Paula, yo sé que tengo la culpa... — ¿Cuál culpa? Si no andamos buscando a nadie para ponerle el saco. ¿Para qué se lo pone usted? Ninguna culpa... — Es que yo sé, madrina, que hice mal las cosas. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Sígale con eso. Usted hizo las cosas como mejor podía en ese momento. Aparte, las cosas no están todas dichas. Al rato vamos a ver. Mire, usted deje que hagan todo el borlote que quieran, al rato usted dice: “Bueno, ustedes ya movieron, y dijeron, y que para aquí y que para allá, ahora me toca a mí”. Entonces allí vamos a saber dónde estaban las cosas. Pero si se está poniendo en el papel de que usted es el que tiene la culpa, no vamos a saber cómo deviene el asunto. Por ahora déjelos, como ya le he dicho en otras ocasiones, usted déjelos, al rato los ponemos en un tanto, entonces sí vamos a ver quién es quién. — Madrina, es que yo dije... — Ya sé lo que usted dijo y que quiere seguirlo repitiendo. Sosténgase, tranquilícese y vamos al pasito. Me costó muchos años el saber por qué me sentía culpable en aquel angosto túnel. Hacía muchos años que había leído El proceso, de Franz Kafka. Cuando lo leí me pareció una novela fantasiosa, hasta pensaba: “ese tipo sí que estaba bien loco”. Toda su narrativa, aparte de parecerme irreal, imposible, absurda, me parecía llena de angustia, una angustia sólo explicable conociendo la frustración de su autor. Sin embargo, aquel 24 de noviembre de 1976 me encontraba en la misma situación que Joseph K. Me habían ido a buscar, no sabía por qué me habían arrancado de mi casa, de mis seres queridos, y a pesar de todo, una parte muy importante de mí se sentía culpable. En ese momento, no hubiera podido decirles de qué. Era una culpa profunda, ontológica, ancestral. Me preguntaba una y otra vez si realmente nunca había estado metido en nada, me hacía preguntas tan absurdas como: ¿no eres del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)? Me había convertido en mi propio carcelero, no necesitaba guardianes. Creo que si me hubieran dejado solo no me hubiera ido, allí hubiera seguido, esposado, con los ojos vendados y con ese enorme muro que se iba levantando sin prisa pero sin pausas entre mi mente y eso que aprendí a percibir como “realidad”. Una pistola sobre la sien derecha —todavía, cuando me acuerdo, vuelvo a sentir el caño duro y frío sobre el costado de mi cabeza—, aceleró la construcción del muro. ¿Miedo? Lamentablemente no, algo peor, algo contra lo que tuve que batallar mucho tiempo. — A ver, batí (dime) ¿quiénes son los que venden la revista Estrella Roja en la Facu? (Facultad). Escuché el cerrojo de la pistola, pero entre él y yo había un muro, un grueso y pesado muro, un cruel y despiadado muro, un muro que me arrastró durante años a la peor de las muertes: a la indiferencia. El tiempo se detuvo. Grité tras el muro: Gobierno del Estado de Nuevo León
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“¡No sé!”. Del otro lado del muro me gritaron: “¡Ya vas a cantar! (confesar) ¡Llévenselo!”. Tal vez ellos también vieron el muro. Tal vez, en su simplicidad de máquinas familiarizadas con la muerte entendieron que yo, una parte de mi yo, ya era inalcanzable; o tal vez vieron una pared igual a la que los atormentaba cada día, o peor, cada noche de su absurda y aburrida vida, o quizás debiera decir, de su absurda y aburrida muerte. Cuando salí, en ese entonces, encontré que poder caminar por esa ciudad, ahora totalmente extraña, era un hecho fortuito y azaroso. La libertad, tan hablada y enseñada en mi formación, pasó a ser una verdadera utopía. La vida acababa de darme un curso práctico e intensivo acerca de mi falacia: mi libertad era algo ingenuo de mi ser, mi libertad era un concepto, un simple concepto que acababa de hacerse añicos. Ahora simplemente andaba por las calles, mas no era libre; el andar por las calles era sólo una circunstancia que podía ser modificada en cualquier momento, sin que mediara ninguna causa aparente, sin que hiciera o no hiciera nada. Debería empezar cuestionándome el inicio de este párrafo: “Cuando salí...” ¿Salí? Así, de golpe, empecé a transitar el absurdo. Mi mente se expandió sin desearlo, o mejor dicho: así, de golpe, había pegado un salto a un vacío en el que todas las posibilidades se daban cita, todo se volvió unitivo, todo tuvo cabida, todo, todo lo aprendido se desdibujó cuando la pistola fue gatillada en mi sien y esperé el estampido que nunca llegó ¿Por qué? Nunca lo supe, quizás el destino me tuviera deparadas más sorpresas. Lo único cierto es que nunca pude juzgar a los militares que me detuvieron, siempre sentí que para ellos, para su forma de pensar, yo soy y seré siempre culpable. Gracias a Dios. — Otra vez lo agarré ensoñando. — Más quisiera, madrina, me agarró con mis pinches recuerdos. — ¿No se da cuenta de que gracias a eso que tiene para recordar, usted es el que es ahorita? — Bueno, pero no está para presumirse — Vea, Jorge, toda su posibilidad está aquí y ahorita. Esto no es nuevo, se lo he dicho de muchas maneras. Atrás no quedó más que el eco de las cosas, y usted sigue trayendo aquí ese eco que lo asalta y lo atormenta. Por eso es que hay que acallar el eco. El eco atormenta la mente, y una mente atormentada no puede “agarrar” gran cosa. Donde hay eco no hay vacío y donde no hay vacío nada puede entrar. Tiene que “agarrar” eso, si no va a andar por los caminos sin nada que lo guíe, viendo sólo la sombra de las cosas.
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— Pero, cómo, madrina. ¿Cómo ponerle un límite a la mente? ¿Usted se cree que yo no quisiera decir basta? — Asómese a la puerta y dígame qué ve. — Veo la montaña, la maleza, piedras, cactus, veo un rancho con una empalizada, veo un molino de viento... — Bien, ¿y lo ve al viento? — No, pero lo siento. — Y desde aquí adentro, ¿ve el sol? — No. — Sin embargo, puede sentir el calor. — Sí. — Así le pone un límite a la mente, sintiendo las cosas que no se ven. Váyase hasta la cruz, siéntese allí donde usted siempre se sienta y escuche el viento. Para escuchar el viento su mente tiene que estar en un tanto con el viento, y si se cruza algún pájaro, que su mente busque la comprensión en el canto del pájaro; sienta el sol y se va a dar cuenta cómo la mente puede ser aquietada, poniéndola al nivel de las cosas de Dios. Después viene y cambiamos de opiniones. Tal vez hasta comprenda qué es la libertad, la verdadera libertad. — ¿Cómo supo, madrina, que estaba recordando esa etapa de mi vida? — Quizá porque mi mente está nivelada a las cosas que quiero saber. Ahora váyase hasta la cruz, y luego se echa unas gorditas. Salí de la cocina y, al bajar el escalón que me separaba del amplio patio de tierra, el sol me encandiló por un momento, sentí el aire caliente del mediodía. Unos perros flacos se me acercaron meneando sus colas, con las cabezas agachadas; un marrano pasó corriendo y un par de gallinas hurgaban entre la basura buscando algo para comer. El viento levantaba pequeños remolinos de tierra que quedaban suspendidos por un rato. Las piedras rojizas delimitaban los senderos del rancho, tomé uno al azar, pasé por el costado de la casa de Mariano y desde ahí divisé la cruz y su base de piedras blanqueadas con cal. La cuesta era suave, sin embargo, siempre se me hacía más empinada de lo que realmente era, como si me costara arribar a mi destino pero, una vez allí, sentía que me desplomaba, un gran cansancio se apoderaba de todo mi ser. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Junto al cansancio una gran calma me iba inundando, lentamente, hasta invadir cada resquicio de mi cuerpo, cada resquicio de mi alma. Me sentaba en mi improvisado banquito de piedra volcánica y giraba mi vista hacia el poniente, a donde tantas veces viera el ocaso, la caída del sol, la muerte de la tarde que siempre culmina en una nueva resurrección. Y ahí me quedé sin hacer nada, percibiendo todo. Mi mente se fue aquietando, y a medida que lo hacía me resultaba más y más difícil hilvanar un pensamiento. Desistí de hacerlo y todo comenzó a tener sentido, como un concierto en que los pájaros, las cigarras, las gallinas, los lejanos ladridos de los perros, el viento, el silencio, todo estaba en perfecta armonía, lo único que tenía que hacer para disfrutarla era quitarme del medio, aquietar mi mente, contemplar la maravillosa perfección de lo que me rodeaba. No sé cuánto tiempo estuve en ese estado. Me levanté y regresé al rancho. Doña Paula estaba sentada en el rincón de siempre, abarcando con su mirada el horizonte que se abría tras la puerta. Iba a decirle lo que había experimentado, hizo un gesto para mí más que elocuente, guardé silencio, ella sonrió y me dijo: “Ya están sus gorditas, ándele que no se le enfríen”. Comí en silencio. Al terminar le dije: “Madrina, pájaro que comió, voló”. Ella me respondió: “Diosito lo ha de ayudar”. Así abandoné, por ese día, el rancho. Cuando di la vuelta con la camioneta para enfilar hacia el sendero volví la vista, Doña Paula estaba junto al marco de la puerta y con la mano me saludaba, bajé el vidrio y le devolví el saludo. Al mirar por el espejo sólo vi la nube de polvo que levantaba la camioneta. Llegué a mi casa, no había nadie. Busqué en el antiguo mueble una de mis pipas, la llené de tabaco, lo apisoné como si tuviera todo el tiempo del mundo, la puse en mi boca y acerqué el encendedor hasta la tronera. Aspiré con fuerza, una y otra vez, hasta que el humo y el aroma dulzón del tabaco comenzaron a elevarse. Me senté en el sillón de la sala y empecé a descubrir las curiosas formas que tomaba el humo a medida que ascendía, desde ahí se desparramaba indolente pero lleno de vida por la superficie áspera del techo. Miré el sillón contiguo y me imaginé que Doña Paula compartía ese momento. Fue tan intensa mi necesidad de que ella estuviera en ese instante conmigo que, sin quitar la vista del sillón, le pregunté: — Doña Paula, he comprendido que la quietud de mi mente me libera de los recuerdos dolorosos del pasado, pero, ¿cómo me puedo liberar de raíz de ellos? — No se va a liberar de ellos hasta que no se libere del miedo. El escuchar esta respuesta me hizo sobresaltarme, me asusté, ¿cómo podía responderme si ella no estaba allí? Seguro que era mi imaginación, pero por qué la escuché con tanta claridad. ¿Qué me estaba pasando? Pero mientras en mí sucedían todas estas cosas volví a escuchar su voz: Gobierno del Estado de Nuevo León
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— ¡Déjese de perder el tiempo!... Justo ahora que estamos por entrarle a algo interesante. — Pero, Doña Paula, ¿cómo le hace? — Eso no importa ahorita. Aprovechemos este tiempo, le decía que no se va a liberar de nada hasta que no se libere del miedo. — Doña Paula, yo no tengo miedo... — No, tiene pánico. — Pero, si usted sabe por todas las cosas que he pasado y todas las que he enfrentado y nunca me he rajado. — Todo resentimiento, todo coraje, es miedo. Si realmente fuera valiente no tendría que andarlo presumiendo, ni andar a los gritos ni confrontando a la gente. Todo eso es la pura manifestación del miedo. Y si no lo quiere ver es porque tiene demasiado temor para enfrentarse con él. A mí no me tiene que tratar de convencer de que usted es muy valiente. A decir verdad, a mí no me importa si usted es valiente o un cobarde, al que le tiene que importar es a usted, de perdido para conocerse un poco más. Lo que sí puedo asegurarle es que nunca se va a liberar del coraje, del resentimiento y de todos esos recuerdos que atormentan su mente si antes no se libera del miedo. Y éste es muy canijo, no lo va a dejar así nomás. Porque usted se levanta y se va así como así, y a veces quedan cosas por aclarar, ésta es una de ésas. ¿No le parece? Sobre todo lo que tenemos que ver es la raíz de ese sentimiento. Porque si lo vamos a arrancar hay que arrancarlo de raíz si no vuelve a crecer una y otra vez, y como le dije, el miedo es muy canijo. — Bueno, Doña Paula, ¿cuál es la naturaleza del miedo? — Al parecer es el tiempo. Mírese usted mismo, algo le pasó hace un montón de años y todavía sigue cargando con ello, así que no puede ser otra cosa que el tiempo, ya que yo no veo que todavía lo estén apuntando con un revolver en la cabeza. Me parece que algo se le quedó en la cabeza en ese tiempo y no se lo ha podido sacar en este otro tiempo. — Pero hasta los animales tienen miedo. — Sí, pero no cargan con él. Vuelven a vivirlo cuando se sienten de nuevo amenazados. Fíjese, por ejemplo, veamos una rata. ¿Qué hace una rata cuando alguien la ataca?
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— Huye. — Así es, si puede huye o al menos eso intenta, pero primero se queda como paralizada, como si no supiera qué hacer, como si no supiera qué es lo que realmente está pasando. Luego huye, pero si se da cuenta de que no tiene salida, si se da cuenta de que está acorralada, la rata se volverá y atacará. ¿Cree, Jorge, que la rata tuvo miedo? — Estoy seguro que sí… que tuvo miedo. — Bien, entonces podemos decir que el miedo hace que alguien, igual que la rata, se quede quieto, huya o ataque. — Así es. — Lo mismo pasa en el hombre, el miedo lo deja quieto, lo hace huir o lo hace atacar. Toda agresión parte del miedo, todo resentimiento tiene su raíz en el miedo, toda indiferencia tiene su raíz en el miedo, toda huida es provocada por el miedo. ¿Entiende ahora? — Pero, ¿y en mi caso? — Pregúntese: ¿Por qué estoy resentido? ¿Por qué tengo tanto coraje por lo que hicieron los militares? ¿Por qué mi odio?
28 de noviembre de 1976 No sabía cuál era la profundidad del túnel, lo único que sentía era que las paredes se me venían encima. Estaba convencido de que era muy angosto y su altura no superaba el metro setenta, esto era obvio, ya que tuve que agachar la cabeza después de haberme dado un golpe cuando me apuraban a empujones. Las esposas no eran tan molestas, tal vez un poco; lo espantoso era esa venda en los ojos. Estaba sentado en un banco de cemento empotrado contra la pared, y ésta, por su forma abovedada, me obligaba a estar medio inclinado hacia adelante. ¡Ay!, cómo me acordaba de Espronceda, ese famoso escritor de Salamanca, cuando en una de sus prosas dice algo así: «Loado sea Dios que me echó al mundo con tantos dones, no para mi ventura sino para su divertimento, porque uno a uno me los ha ido quitando todos». Lentamente me di cuenta de que no estaba solo, otros sentidos se me desarrollaban rápidamente. Podía sentir la respiración de uno, dos, tres... y así aprendí a distinguir seis personas aparte de mí. Unas estaban a mi lado; otras, enfrente, adiviné Gobierno del Estado de Nuevo León
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que sentadas en un banco similar al que me encontraba. Había transcurrido una hora, o dos, quién sabe, es espantoso el chiste que nos hace el tiempo cuando cambiamos las circunstancias. Allí comprendí la relatividad, sentí una vocecita que pronunciaba mi nombre, al comienzo no la reconocí, pero poco a poco se me fue antojando familiar. Además me llamaba por mi segundo nombre: Ulises, eso estrechaba el núcleo de mis conocidos a dos campos: el primero a mi infancia, a los amigos del club con quienes me crié desde los tres hasta los 18 años, o al más reciente, a mis compañeros de Facultad. — ¡Ulises, soy yo, María Inés... levanta tu cabeza y mira por debajo de la venda! — ¡A ver si guardan silencio!, ¿o quieren que se la hagamos peor?— gritó una voz aguardentosa, acostumbrada a gritar, acostumbrada a imponerse en ese mundo donde los otros deambulábamos entre sombras. Sí, en eso el gritón no mintió, a muchos se las hicieron peor que a los que la libramos. La señora De la Peña, delegada gremial del Banco Social, estuvo detenida con nosotros, luego engrosó la interminable lista de desaparecidos. Hasta tuvo tiempo de hablarme de sus hijos, era muy valiente, sólo le apenaba dejar a sus niños solos. Dios la bendiga y perdone a sus verdugos. Allí, en el túnel, mi cabeza funcionaba a mil kilómetros por hora. ¿Qué hacía allí?, ¿por qué me habían traído?, ¿qué había hecho de malo? Seguro que habían detenido a alguien que tenía mi dirección, de ser así, me interrogarían, o ¿habrá sido por aquella vez que increpé al director de la Facultad cuando él estaba haciendo una apología del nazismo?, ¿qué estoy haciendo aquí?, ¿hasta cuándo estaré aquí? Si al menos pudiera ver. Todo esto y mucho más pasaba por mi mente; pero, sobre todo había algo, algo invisible, algo que gravitaba en mí con un sentimiento de culpabilidad. Comprendí que prefería estar donde estaba a ocupar el lugar de mis captores. Eso me convertía en cómplice de los "zurdos", de los "bolches", de los "troskos", o de los "maoístas", como llamaban habitualmente a los militantes de izquierda. Es decir que, sin quererlo, había caído en un silogismo idiota, pero a tono con la realidad que se vivía en Argentina. Así de fácil: si no pertenecía a “A”, a la fuerza tenía que pertenecer a “B”. Y aunque no me interesara en absoluto ni por “A” ni por “B”, la vida me ponía del lado de “B”, ya que “A” me consideraba su enemigo. En honor a la verdad, tengo que confesar que tenía muchos amigos "zurdos" y ninguno militar o policía, al menos hasta ese momento. No podemos negar que los militantes de izquierda eran en su mayoría gente informada, y de perdido se podía discutir y cambiar puntos de vista, mientras que con los "canas" (policías) lo más sabio que podía hacerse era mantenerse todo lo alejado que uno pudiera. Claro, ahora me habían alcanzado y sentía que me estaban pasando por arriba.
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Pero estos mismos pensamientos hacían que una parte de mí se sintiera, a pesar de no haber militado nunca en agrupaciones ni de izquierda ni de derecha, culpable. Por lo tanto, y siguiendo la mentalidad simplista de la época, estaba donde tenía que estar. No sé por qué mecanismo psicológico, ante los captores la mayoría de la gente se vuelve sumisa, se transforma en un cordero. Sin embargo, a pesar de sentirme culpable, lo reconozco, nunca pude dejar de sentirme un ser humano, nunca me callé ni dejé de decir cómo me sentía, ni de repetir lo que pensaba de la violencia y del atropello del que me sentía víctima. Nunca, ni siquiera con una pistola amartillada en la cabeza dejé de defender aquello que consideraba la parte más sensible y humana de mi vida. Si me la hubieran quitado, nada, a partir de ese momento, habría tenido sentido. Por la condición en la que me encontraba, lo más probable era que nunca pudiera identificar a mis captores. Ese pensamiento me acompañó muchas veces en el transcurso de mi vida ¿Les habré estrechado la mano, alguna vez, a los que me detuvieron? Aunque parezca un cuento oriental ellos sabían quién era yo y yo no podía saber quiénes eran ellos, al menos esto se daba en lo físico porque en lo psicológico, en lo ideológico, yo llevaba la delantera; ellos me prejuzgaban y yo tenía la certeza, por sus procedimientos, de la clase, o tal vez debería decir la calaña de personas que eran. Bienvenido Franz Kafka. El Proceso era una realidad, lo único que cambiaba era el protagonista: en vez de llamarse Joseph K, se llamaba Jorge Estrella. — ¡Esta vez sí que lo agarré lejos! Todavía ni siquiera había salido del túnel. La inercia de mi recuerdo fue lo que hizo que me preguntara ¿qué hace Doña Paula en el túnel? de repente vi una sombra enorme que traía más oscuridad a mi visión. Me caí de la piedra sobre la cual dormitaba y mi estrepitosa caída fue acompañada por la risa de Doña Paula y el coro de todos sus nietos. — ¿Ven lo que les digo? Si se duermen al sol les pasa lo que al argentino: ya no van a saber dónde andan, si aquí o allá. Para eso hizo Dios la sombra, para que nos guarde de los espejismos de la mente, para que nuestra mente atormentada repose. — Es que, madrina... yo hubiera jurado que me encontraba en mi casa y que salía de un recuerdo, no sé cómo regresé a la cruz... — Déjese de jurar tan rápido, es mejor saber a dónde uno anda. — No, madrina, lo que pasa es que me dormí con todo este rollo del Subcomandante Marcos y no pude evitar recordar algunos pasajes de mi vida. Son algunas cosas de las que ya hemos platicado.
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— Sería mejor que se quedara un rato aquí mismo para que el viento se las lleve y ya deje de andar cargando con ellas. Es muy difícil tener un objetivo en la vida si hay tantos recuerdos. Los recuerdos nos enturbian la vista y ya no podemos ver lejos, sólo vemos hasta nuestra nariz, entonces nos tropezamos con las cosas que son importantes, pero no nos damos cuenta y ahí se quedan, esperando a alguno más abusado. ¡Ay, Jorge!, si yo le contara ya no hablaríamos de lo que nos importa, sólo nos acordaríamos de los chismes… y no se cambia nada con los chismes, ¿o sí? — Tiene razón, madrina. — Mire, desde hace rato que lo estoy viendo y también estaba viendo su programa de televisión, estoy convencida que de nada le sirve ese programa. Hay programas mucho muy buenos en la tele, pero hay que saber elegir el canal; en cambio, usted ve lo primero que le ponen y allí se me queda. Nada de eso. Tenemos que trabajar mucho para que todas esas historias sean sólo eso: historias. Ahora véngase adentro a que nos echemos un cafecito, y mientras se lo sirven yo me fumo mi cigarrito. Ya no ande con esas historias. ¿Estamos? — Hacía mucho que no recordaba… ¡qué raro! — ¿Cuál raro? Si a la labor no se le quita la maleza, se llena de mala hierba. Hay que estar abusado, estar al tanto con las cosas, si no ahí seguimos con las manos sin nada, el costal vacío, entonces sí que estamos amolados. — Así es, madrina. — Vea, compadre, todo ocurre aquí. Todo es ahorita, esto se lo voy a repetir hasta que se me seque la lengua, así que agárrelo rápido para que no lleguemos a esa situación. Aquí está lo que le llaman pasado, aquí merito, junto a usted y a mí. También, aquí está lo que le llamamos mañana, así que si no nos ocupamos de ahorita, todo lo que vivimos no sirvió de nada, y como no sabemos si mañana Diosito va querer que estemos, ¿para qué nos vamos a ocupar de mañana? No sé por qué a la gente le gusta ir cargando todo sobre la espalda y así se va doblando, pero ni así tira las cosas que le pesan. Si uno les dice: “Tiren todo eso que los está doblando”, ni caso le hacen, porque creen que uno les dice eso para quedarse con todas sus mugres ¿Qué le vamos a hacer? Diosito los ha de ayudar. Y también a los que lo maltrataron allá en su tierra, también tiene que ayudarlos a ellos; sería conveniente que los incluya en sus oraciones, ahí les echa un padrenuestro para que los haga más buenos. — Madrina: mataron, violaron… De mucha de esa gente ni siquiera se supo Gobierno del Estado de Nuevo León
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qué fue de su vida o de su muerte. Algunos fueron mis amigos. En ese mismo túnel abusaron de una compañera, yo estaba allí y no pude hacer nada. ¿Es que tengo que olvidarme de todo eso?, ¿tengo que olvidarme del día que fui a buscar a una compañera y el padre me dijo que huyera, que unos encapuchados se la habían llevado y que me andaban buscando? ¿Cómo olvidar? A los 50 días apareció, la bajaron de un camión y la dejaron cerca de la estación del ferrocarril. Había estado en un campo de concentración, nunca hablamos de lo ahí sucedido. ¿Por qué? Tal vez ambos queríamos olvidarnos. y lo único que hicimos fue postergar el encuentro con el pasado, porque un día, como usted sabe, me tuve que enfrentar con él, con todos esos recuerdos ingratos. — Lo primero que le voy a preguntar es si usted quiere olvidarse, porque si no quiere, tampoco tiene que olvidarse. Y lo segundo es: ¿de qué le sirve cargar con todo ese dolor? — Madrina, a veces, cuando estoy solo, cuando llego a mi casa me asaltan imágenes y recuerdos de toda esa época. ¿Cómo poder superar esa parte de mi historia? En esa época aprendimos a vivir con miedo, más aún, aprendimos a vivir dentro del miedo. Se sentía en la calle, en las casas, en nuestro propio cuerpo. Un día iba caminando con mi hijo, en aquella época Ulises tenía cerca de dos años. No recuerdo para qué tenía que ir al centro de mi ciudad de Córdoba, de repente se empezaron a escuchar tiros. En ese instante no supe si la gente que caía era porque se tiraba al suelo para protegerse o si había sido alcanzada por las balas. Levanté a mi hijo y lo cargué en mis brazos, corrí hacia un pasaje y me tiré al piso cubriendo a mi niño con el cuerpo. Esa sensación de saber que salías pero ignorar si regresarías, era una constante. Los autos a toda velocidad, los balazos, las mentiras, la prepotencia de las armas se adueñaron de la ciudad. Nosotros, los que no estábamos en ningún bando, los que luchábamos por ser mejores personas y creíamos que con esto bastaba, los que no comprendíamos ni la irracionalidad ni la tortura ni la muerte absurda, estábamos compartiendo el mismo destino que los verdugos de uno y otro lado. Madrina, ¿cómo puedo hacer para olvidar? ¿Dónde está el botón que me haga acallar los gritos de los torturados, de los sacrificados, de las mujeres violadas? — Jorge, también he visto horrores, continúo viendo no sólo aquellos que presencié con estos ojos, sino todos aquellos que vi a través de ojos como los suyos. ¿Qué ganamos con apegarnos al recuerdo?, ¿de qué nos sirve seguir ligados con acontecimientos que pertenecen al pasado? — Madrina, si uno estuviera convencido de que esos acontecimientos pertenecen al pasado, tal vez sería más fácil olvidarlos, el problema es que se siguen repitiendo, en diversas partes del mundo siempre hay alguien que está Gobierno del Estado de Nuevo León
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aplastando a otro. Hasta hoy, en mi país siguen clamando las abuelas por sus nietos nacidos en prisión, las madres fueron asesinadas y ellos fueron dados a sus asesinos, a sus captores. ¿Cree que será fácil curar tanto dolor? — Ésa es otra historia. Entonces tendríamos que plantearnos qué hacer, si es que podemos hacer algo, por esa gente que vive bajo esas penas. Mientras tanto vamos a hacer algo por usted, de nada nos va a servir pensar en la gente si no podemos hacer algo por nosotros mismos. La pregunta sería: ¿qué puedo hacer aquí y ahorita por esa gente que sufre? Si no puedo hacer nada, tampoco voy a cargar con lo imposible; y si puedo hacer algo, lo hago y ya, tampoco quiero cargar con lo posible. — Doña Paula, estuve dos años en terapia, sacando todas estas cosas que viví y que habían quedado tapadas, pero que no me dejaban tranquilo. Sin embargo, creo que todavía me ha quedado mucho rencor, mucho resentimiento. Estoy seguro de que usted se da cuenta de ese sentimiento que traigo atorado. Siento como un nudo aquí, en la garganta, cuando recuerdo estas cosas. — Venga, Jorge, vamos a salir a caminar. — ¿Dónde vamos? — No importa mucho hacia dónde nos vayamos. Tal vez lo importante sea que vamos a buscar algo que le sea útil, antes de que sea demasiado tarde y ya no lo recuperemos. Siento que todas esas ideas que guarda en su cabeza lo están arruinando, tenemos que buscar a la tierra. Se ha olvidado de los pies y con la cabeza sola no podrá llegar a ningún lado. Es mala amiga la cabeza, cuando no se ha logrado tender el puente entre la cabeza y el corazón. El cuerpo es noble, pero necesita que lo sujeten, si no, agarra por donde quiera y allí se nos desbalaga. Por eso es que conviene trabajar todas las partes juntas, para que vayamos todos en uno y no que vivamos separados. Así una parte anda por cada lado. Si algo pasa, nadie se quiere hacer responsable. La cabeza le echa la culpa a los sentimientos, éstos al cuerpo, el cuerpo a sus necesidades y así no se puede, así nadie aguanta vara. Le aseguro, Jorge, que hay que aguantar. Si no aguanta se quiebra, y si se quiebra, se acabó la única posibilidad que tenía de hacerla ahorita. Venga, vamos a ver qué nos dice la tierra, a ver si “agarramos” algo para alejar el tormento de la mente. Creo que va a estar bien duro el hueso, pero usted dice qué quiere. A ver cómo le va. Salimos a la explanada de tierra, el sol estaba rodeado de un halo rojizo y un viento suave agitaba ligeramente los escasos matorrales; el desierto se extendía por doquier y las montañas quebraban la tarde con su presencia. De entre la leña, Doña Paula cogió una vara. Mientras la miraba como una investigadora responsable de su Gobierno del Estado de Nuevo León
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trabajo dijo para sí misma: “Ahorita verá”. Al mismo tiempo que comprobaba la resistencia y flexibilidad de la rama con una serie de pruebas, miraba hacia la distancia, como buscando algo, como tratando de precisar algo. Cogiendo la rama por uno de sus extremos dibujó un círculo en el suelo y puso la rama de punta en el medio. Luego miró el sol y posteriormente la sombra que proyectaba la vara. Me miró y dijo: “Vamos para allá”. Tomamos un sendero que le saca la vuelta a la casa por el oeste; le dimos la vuelta a la aguada y pasamos entre ésta y el corral de las chivas, enfilando hacia el sur. Nos dirigimos a la entrada occidental de la labor, pero continuamos bordeando la alambrada. El sendero se angostaba y la maleza se hacía más tupida. De repente miré las manos de Doña Paula, no sé, pero algo me había llamado la atención: en una mano llevaba extendida la rama como si fuera ésta la que la guiara y en la otra, un cuchillo de mango de hueso apuntaba hacia el suelo. No me había percatado en qué momento mi madrina había tomado el cuchillo, pero, como iba muy ensimismada, no me atreví a sacarla de su aparente trance. Levanté la vista y contemplé las montañas, se encontraban detrás de una fina nube de tierra. El viento empezó a soplar más fuerte, entonces Doña Paula extendió el brazo con el cuchillo y me detuvo con su antebrazo, sin mirarme me dijo: “Creo que hemos llegado”. Iba a preguntar ¿a dónde? pero algo me calló, no pude articular palabra. Ella me miró y casi en un susurro murmuró: “No deje que el viento se lleve todo lo que acaba de ‘agarrar’”. En ese instante un remolino, de esos que se hacen en los desiertos, envolvió a un mezquite, se quedó girando a su alrededor por unos segundos y luego se alejó en dirección opuesta a donde nos encontrábamos. Doña Paula me miró y con seriedad agregó: “Vamos bien”. Seguimos caminando un trecho sin apartarnos del sendero. La postura de Doña Paula parecía más relajada. Volvió a detenerse y señaló un maguey con la rama, aventó el cuchillo al piso y sin mirarme dijo: “Vaya a pedirle permiso y corte unas cuatro hojas de las más grandes, tenga cuidado con las espinas”. Tomé el cuchillo y me sentí un tonto ¿Cómo le iba a pedir permiso al maguey? No sabía si era un chiste, giré mi cabeza y esperé que Doña Paula me dijera algo, sin embargo, ella estaba de espalda haciendo unos círculos con la vara sobre la tierra. Con el cuchillo en la mano recorrí los seis pasos que me separaban de la planta, a medida que me acercaba era como si la planta creciera. Dirigí el cuchillo hacia una de las hojas y percibí, en todo mi ser, el temblor que emanaba del maguey. Me detuve, no sabía qué hacer, realmente me parecía estúpido. Allí estaba yo, con un cuchillo en la mano frente a un maguey que estaba temblando de miedo y yo percibiendo su temblor, y poco a poco su miedo. De repente sentí la voz inconfundible de mi madrina: — Si no le pide permiso no va a poder— a lo que le repliqué: Gobierno del Estado de Nuevo León
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— ¿Cómo le pido permiso? — De la misma manera que alguien a usted le debe haber pedido permiso, sólo que con más respeto. Usted está a punto de mutilarlo, pero si le explica que necesita sus hojas para un trabajo él comprenderá y no habrá ningún problema. Ahora, si usted no le pide permiso a esta planta no podrá cumplir con su trabajo, y como ya la ha amenazado es muy probable que cada vez que vea un maguey tenga que salir corriendo. Así que no le queda otra cosa que pedirle permiso y cortar de una vez las cuatro hojas que necesitamos para hacer el trabajo. Miré el centro del maguey y con todo respeto me dirigí a él: “Querida hermana planta, te pido permiso para cortarte cuatro de tus hojas, las necesito para un trabajo que me va a solicitar mi madrina. No te molestaría de no ser una necesidad, espero que me comprendas y yo agradeceré tu generosidad”. Dicho esto levanté el cuchillo y lo hundí en la hoja carnosa. De la hendidura brotó un reguero de savia fresca, sentí en todo mi ser una resignación y sabía que no venía de mí, sino de la propia planta. Miré a mi madrina, necesitaba preguntarle si era necesario, pero ella seguía de espalda. Como un cirujano terminé mi tarea, las cuatro hojas quedaron apiladas en el suelo. Sin girar la cabeza, Doña Paula me dijo: “Levante las hojas y vámonos”, cosa que hice de inmediato. No me atrevía a preguntar nada. Puse las hojas unas encima de otras y arriba deposité el cuchillo. Doña Paula iba caminando apresuradamente sin decir nada. Al llegar al rancho, todavía sin voltear la cabeza, me dijo: “Deje eso en la puerta, después le quita las espinas”. A un lado de la puerta bajé las hojas y llevé el cuchillo a la cocina, lo metí en una cubeta llena de agua y me senté en la silla que Doña Paula me tenía asignada. Mi madrina estaba muy pensativa, pero de repente algo cambió, me miró, sonrió, y dijo: — ¿Qué tal si ahora nos echamos un cafecito bien calientito? — Madrina, ¿me va a explicar o no? — Al rato, qué apuro tiene. Ya tiene que aprender, si nos apuramos no logramos nada, mientras más rápido queramos ir todo sale más lento. Así que mejor nos vamos calmados, ¿no le parece? — Está bien, pero tengo muchas preguntas. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Al ratito nos ocupamos de las preguntas, primero nos ocupamos del cafecito. Como siempre, Mona ya estaba allí, al lado del fogón, avivando el fuego y poniendo una cacerola con agua sobre la parrilla. El fogón proyectaba una sombra sobre la pared y las llamas que empezaban a levantarse grababan en los objetos que estaban colgados imágenes antojadizas. De repente me sentí hipnotizado. Doña Paula había encendido un cigarro y el humo se sumó a la danza espacial que poblaba el recinto. El sol caía en la tarde, el canto de los pájaros era cambiado por el de los grillos y una que otra rana que habitaba la presa, formada de tierra apisonada, que servía para almacenar la poca agua de lluvia. Traté de salir del trance mirando más allá de ese escenario, pero caí en otro; el viejo camino de tierra se teñía de rojo, los cerros que contrastaban en la puerta cobraban un color violeta, y los otros colores no los podría describir, eran únicos y a la vez maravillosamente naturales. Algunos animales se cruzaban de un extremo al otro de la puerta, eran animales fantásticos, con reminiscencias de aves, marranos, perros, gatos, pero diferentes, se asemejaban más a los animales mitológicos que a los animales de granja que hoy conocemos. El movimiento de mi comadre sirviéndonos el café me hizo percatarme de que el penetrante aroma subía lentamente hasta mis fosas nasales. — ¡Ah!, ya está aquí. Lo atrapó la tarde—, dijo sonriendo mi madrina. — Sí, ya estoy aquí, al menos eso creo—, le respondí. — Ahora sí le voy a decir para qué son esas hojas de maguey, pero no me puede hacer ninguna pregunta hasta después que haga lo que le voy a decir. ¿Estamos? — Está bien, madrina. — Lo primero que va a hacer es quitarles esas espinas que tienen en los bordes y la uña que tienen en la punta. Luego va a prender un fuego y esperar que se hagan brasas, después va a poner las hojas sobre las brasas hasta que se cocinen. Cuando ya estén medias oscuras, usted se va a dar cuenta, las quita y las raspa con una piedra para sacarles un poco de carne. Con las cuatro hojas descarnadas se mete en el baño y se encuera. Agarra fuerte una hoja por la punta más delgada y se azota los pies y las piernas hasta que la hoja se deshilache toda, después toma otra y otra, hasta que no quede ninguna. Mi madrina debe haber visto mi cara de perplejidad, porque hizo un gesto que me hizo recordar mi promesa de no hacer ninguna pregunta hasta después de haber cumplido la tarea.
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Cuando abandoné el rancho era de noche. La luna todavía no se levantaba. Esperaba como en tantas noches que se me cruzara algún animal, no sé por qué, pero me gustaba ver a las liebres o a los zorros cruzarse por mi camino. A veces tenía la suerte de ver a un tejón o a una familia de zorrinos; cuando esto me pasaba disminuía la velocidad y veía cómo se alejaban, a veces presurosos y otras a paso lento, como intuyendo que yo no era de temer, que no tenía intención de hacerles daño. Ya lanzado al camino de terracería era como si la camioneta reconociera cada hondonada, cada curva, cada cruce del río, cada charco de agua. Yo disfrutaba el camino y disfrutaba recordar cada palabra de las que me decía mi madrina. Al llegar a mi casa armaría de nuevo los diálogos, las escenas y las anotaría en la misma libreta que ella me prohibió llevar conmigo cuando la visitara. “Nadie puede tocar la campana y escuchar misa —me había dicho— así que mejor se deja de hacer esas rayas en la libreta y nos ponemos en un tanto con las cosas que están pasando aquí”. Al evocar esa amonestación no pude dejar de sonreír. Sin embargo, al recordar la tarea que me encomendó sentí un escozor en las piernas y en los pies, no sabía el porqué de esa sensación pero, de repente y sin haber hecho nada todavía, me dio como una urticaria que poco a poco se fue mitigando al bajar las hojas de la camioneta. Llegué a mi casa y no quise perder un minuto; no había hecho todo aquello para quedarme a mitad del camino. Coloqué un par de bolsas de carbón en el asador que tenía en el patio y, una vez encendido, acerqué un ventilador para usarlo a modo de fragua. No bien estuvo el carbón bien prendido tiré sobre la parrilla las cuatro hojas de maguey, a duras penas pudieron entrar todas. Al cabo de una hora, aproximadamente, ya estaban, según mi parecer, listas para ser descarnadas. Sin embargo, tuve que esperar un buen rato hasta que se enfriaran lo suficiente porque era imposible manipularlas. No obstante, no me iba a ir a dormir sin cumplir mi tarea. ¡Qué ingenuo!, pensaba que iba a poder dormir. Al fin ya tenía mis hojas listas con las fibras colgando como látigos. Dudé un segundo antes de comenzar la flagelación de mis piernas. Antes de asestar el primer golpe me dije que no iba a provocarme ningún daño físico, así que, si me dolía, en el acto iba a desistir de esa azotaína. Tenía una pésima imagen de la flagelación y de todos esos penitentes que se desgarraban la carne pretendiendo agradar al Creador. Siempre había visto estos actos como algo enfermo, y de repente, me veía a mí mismo haciendo cosas parecidas, claro, con las que no estaba dispuesto a lastimarme. Me metí en la regadera y comencé la faena siguiendo el refrán al mal paso darle prisa. Realmente no era doloroso, el golpe se amortiguaba por la fibra todavía carnosa de las hojas, así que en unos veinte minutos había terminado con las hojas deshechas, esparcidas por todo el baño. Decidí, antes de darme un regaderazo, recoger todo el mugrero que había hecho, así que bajé a buscar una bolsa de esas del supermercado y me puse a meter en ella lo que había quedado desparramado por Gobierno del Estado de Nuevo León
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piso y paredes. Una vez que hubo quedado todo limpio, me dije: “Bueno, ahora te toca a ti”. En el momento que me metí debajo de la regadera empecé a sentir un leve escozor, como una picazón suave, parecida a lo que había sentido en el trayecto desde el rancho hasta la puerta de mi casa, la verdad es que no llegaba a sentirse como una sensación desagradable. Pensé que una vez que me enjabonara las piernas y los pies pasaría de seguro. Claro que no fue así, como tantos pronósticos hechos en mi vida y que fallaron, ésta no fue la excepción. El escozor creció y creció hasta hacerse insoportable, me rascaba con ambas manos hasta hacerme sangrar las piernas, me puse alcohol, una crema con vitamina A, otra con vitamina B, y mientras más cosas me ponía, era como si estimulara más la reacción alérgica que tenía en mis piernas. Cuatro días estuve con las molestias que me obligaban a cada rato a descalzarme, subirme los pantalones y rascarme frenéticamente hasta lastimarme las piernas. Todavía no comprendía cuál había sido el propósito de tal tarea, pero si éste había sido dejar de pensar con la cabeza y estar pendiente de los pies y de las piernas, había funcionado. Nunca antes mis piernas y pies fueron objeto de tantos cuidados. Masajes con agua tibia, con agua caliente, y si éstos no funcionaban, probaba con agua fría, alcohol, cremas, talco… todo lo que se me cruzaba por la cabeza y pensara que podría funcionar, en el acto lo ponía en marcha, pero sólo el tiempo hizo que las ronchas desaparecieran. También pasó algo curioso: a la irritación de mis piernas tenía que sumarle la irritación de todo mi sistema nervioso. Andaba de mal humor, como si me hubiera puesto en contacto con mi agresión, no con un enojo cualquiera sino con la fuente de mi agresión, y ésta se mezclaba con una sensación de miedo. Creo que nunca había sido tan consciente de la relación entre el coraje y el miedo como hasta ese instante. Entre rascarme y todo el trabajo de la oficina no pude ir al rancho hasta el sábado. Como siempre, mi madrina ya me esperaba; no me pregunten cómo, pero lo cierto es que lo sabía. — ¡Órale!, pásele, compadre. Que cómo le ha ido. — Yo creo que bien, madrina, sólo que ráscale y ráscale, pero me imagino que usted ya lo sabía. — Pues, que para eso era. — ¿Por qué? — Porque, si no, usted ya se nos iba. Usted no se daba cuenta pero ya su cabeza lo estaba jalando para arriba y después no íbamos a encontrar quién lo bajara. Teníamos que hacer algo para traerlo aquí, todavía usted tiene que hacer cosas aquí, y para eso, hay que tener los pies en la tierra. ¿Sabe cómo lo veía? —dijo riéndose— Como una calabaza de esas que hacen los gringos para esa fiesta rara. La calabaza tenía dos piecitos bien pequeños y no podía sostenerse Gobierno del Estado de Nuevo León
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y ahí iba de un lado a otro, siempre por caerse, tambaleándose como borracha y llevándose todo por delante. ¿Cómo va a andar así por la vida? Después yo no iba a saber si saludaba al argentino o si saludaba a la calabaza. — Madrina, y ¿por qué no me lo dijo? — ¿Para qué? No hubiera servido de nada. Enseguida usted se hubiera puesto a pensar y a darle vueltas por aquí y por allá, y nada hubiera servido para jalarlo para abajo. Así estuvo bien. Lo atrapamos por los pies y no le dimos chance de pensar, entonces pudimos sacar el cuerpo que se estaba comiendo la calabaza. — Madrina, ¿por qué habla en plural? — ¿Cómo? — Sí, usted habla como si fuera más de una persona, habla como si fueran dos o varias. Dice: “lo atrapamos...”, “no le dimos...” — ¡Ah! Ahorita entiendo. Sí, así hablo. Así hablamos. — ¿Por qué? — Pos verá... no está fácil. Creo que mejor ahora no hablamos de eso porque ya veo que se lo vuelve a tragar la calabaza. Usted esté ahorita aquí, tranquilo, vamos a ver cómo el sol se levanta y cómo las sombras se hacen pequeñas y a ver qué nos enseña nuestro padre Mezcua (el sol). Él puede ahuyentar las dudas, mis respuestas sólo pueden generar intranquilidad en su alma, al menos por hoy no vamos a tratar nada de la cabeza. Serénese y deje que la claridad del sol lo ilumine, así su mente alcanza el reposo. ¿No ha ido hasta la cruz? — No, todavía no, madrina. — Vaya, dese una vueltecita y luego se viene para que nos echemos unos taquitos de barbacoa que nos trajo el compadre David. — Bueno, madrina, al rato regreso. — Pero no se demore mucho. — Está bien. El calor arreciaba, el sol estaba en el cenit, casi nada proyectaba sombra. Gobierno del Estado de Nuevo León
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El brillo intenso de la atmósfera me hacía entrecerrar los ojos, ni una nube le daba movimiento al paisaje, todo estaba estático, detenido. Las piedras volcánicas de color rojizo estaban extendidas de tal manera que siempre dudaba si alguien las había acomodado o si así estaban desde siempre. Me descubría pensando estas cosas absurdas y me agarraba un coraje, no entendía qué me pasaba, por qué me permitía pensar esas tonterías. Qué me importaban las piedras, además, ¿quién perdería el tiempo acomodándolas de una u otra manera? Divisé la cruz, un vapor se levantaba en torno a ella, o mejor dicho como si se estuviera formando un espejismo, porque todo alrededor de ella se agitaba, tal vez, rodeada de fantasmas que se empeñaban en darle algo de movimiento para diferenciarla de la quietud de su entorno. Me detuve un instante y levanté la vista hacia el sol, recordé las palabras de Doña Paula y traté que mi mente fuera inundada por sus rayos. No sé si por el calor, por la presencia del espejismo que no se disipaba o porque estaba condicionado por las palabras de mi madrina, pero, de repente, sentí la cabeza llena de oro fundido. Ningún pensamiento, ningún movimiento, sólo cierta pesadez, un brillo interior y el oro derretido que bajaba lentamente por mi garganta. Incliné la cabeza para dar un paso más, no pude, me dejé caer en el suelo de tierra, entre todas esas piedras rojas distribuidas de manera curiosa y sólo volví en mí cuando uno de los nietos de Doña Paula me tocó con su pie y me dijo: — ¡Eh!, argentino, ya le dijo ‘buelita que no se quedara dormido al sol. Como pude me levanté, me dirigí a la pila de agua y sumergí la cabeza. El agua fue una bendición, un bálsamo. Giré rápidamente y sentí los ojos de mi madrina clavados en mi ser. Se llevó la mano a la boca y sus hombros se movieron convulsivamente, se estaba riendo. Volteó y se metió de nuevo en la cocina. La seguí, me senté en mi lugar, la miré y ella se llevó la mano derecha hasta el borde de la comisura de sus labios y con un movimiento corto y brusco me indicó que no hablara. Después de quedarse un largo rato observando la inmensidad que se abría tras el umbral de la puerta, sin mirarme, empezó a hablar: — La cabezota le sirve para las cosas de este mundo, pero para las cosas del otro lado del mundo, para lo que a nosotros nos interesa, la cabezota no sirve para nada. Trate de imaginarse a un carcelero ¿Dejaría el carcelero escapar a su prisionero?, ¿verdad que no?, ¿sabe por qué?, porque la razón de ser del carcelero es que haya un prisionero. Para que no se haga bolas, aquí no estamos hablando de si el carcelero es bueno o malo, eso no nos importa a nosotros. La labor del prisionero es tratar de escapar, y la del carcelero, evitar que el prisionero se escape. Sólo los muy hábiles escapan.
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— Madrina, ¿de qué depende esa habilidad? — La cabezota puede hacerle creer que hay una forma para escapar, entonces usted se pone a estudiar, a investigar, y le pone afición a todas las cosas, aunque siempre lo que más lo va a distraer es el chisme; y así se pasa toda la vida entre los libros que encuentre en la cárcel. Toodo rodeado de libros, y más allá de los libros, los barrotes gruesos que le impiden ir a donde usted quiere. Sólo si para la cabezota, si se aleja del ruido que producen las personas y las cosas, sólo así, tal vez pueda “agarrar” y entender que el preso y el carcelero tienen el mismo origen, por lo tanto comparten el mismo destino: el chisme dentro del “bote”. Mientras más bonita la cárcel más difícil es escapar de ella. Por eso casi nadie se da cuenta de que está preso, porque se pasan la vida colgando adornitos para que la jaula se vea bonita, bien arregladita. Para que los directores de la cárcel no batallen, han creado todo un sistema mucho muy efectivo: fiestas, reuniones, iglesias, escuelas de mentalidad o todo eso que a la gente la entretiene. En esos lugares le hacen creer a la gente que ya es libre, o peor tantito, que nunca estuvo y menos que está presa. La cabeza nos aprisiona y ve sólo una parte, por eso es que tenemos que hacerla estallar. Porque si no estalla sigue viendo esta misma mala película toda la vida. Pero, ¿puede acaso la cabeza liberar a la cabeza? ¿Puede acaso la cabezota, que es la responsable de todos nuestros males, sacarnos de la prisión? ¿Usted qué piensa? ¿Podrá la mente liberar a la mente? — Creo que sería imposible sin ayuda. — ¡Hasta que por fin! Así es, el preso no puede salir solo de la cárcel, necesita de la ayuda de alguien que se haya escapado. Para algunos, muy pocos, la cárcel no existe, es sólo lo que tejió la mente; tampoco existe para ellos el carcelero y el prisionero, los dos son una misma persona. — ¿Por qué? — Las preguntas de ese tipo para lo único que sirven es para reforzar los barrotes. Ya le dije que no es con la cabezota que uno puede escapar. Para romper los barrotes no sirven las palabras o las preguntas, o el esfuerzo que hacen los lectores; todo eso no sirve de nada. Para salir de la cárcel, una buena pala o una buena sierra, o dinamita si es necesario, pero de nada sirve una cabezota entrenada para pensar como preso o como carcelero. Ser libre es otra historia. Una vez que sea libre tendrá que aprender a vivir como libre, allí son leyes y reglas diferentes a las que están en la prisión.
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En prisión hay un horario para desayunar, para comer, para bañarse, para dormir, para todo. En cambio, cuando uno es libre, ¡ya! Ahí es donde está el verdadero comienzo de la vida. Para empezar, no duerme y tampoco hay horarios para nada, porque nada es tan importante como para hacerse bolas. Pero mejor no perder el tiempo platicándole a un preso de lo que es la libertad, o peor tantito, cuando tal vez ni siquiera se ha dado cuenta de que está preso. — Muchas veces he sentido que no puedo hacer nada por mí mismo, muchas veces me he sentido atrapado y no sé qué puedo hacer para salir de ese sentimiento. — Para empezar, esto es más que un sentimiento, esto es una realidad, tal vez la primera realidad que debamos enfrentar. Cuando uno se da cuenta del estado en el que se encuentra, no le queda otro camino que intentarlo o morir en ese intento. Pero son muy pocos los que están dispuestos a arriesgarlo todo por ese salto al vacío que se llama libertad. Prefieren seguir como hasta ahorita, llorando y riendo por cosas que no son, siendo seres sentimentales que hoy sienten así y mañana asá. Utilizando de ejemplo eso que usted cada tanto dice, que no quiere morir como un perro, ¿cómo no?, si ahí vamos con el collar, la cadena y moviendo la cola cuando nos tiran un hueso. Aquí, lo que yo le digo no es buscar un hueso; aquí, lo que yo le digo es buscar el huesotote. El único hueso que puede darle sentido a todas estas cosas que nos rodean. — ¿Cómo? —Para empezar ninguna pregunta tiene respuesta, porque si le pone una respuesta ésa no es cierta y usted se confunde más; y como ya le puso palabras cree que las cosas son así, como usted las llama, y para nada. No va por ahí. Puede ir por cualquier lado, pero no por ahí. No sé si usted se ha dado cuenta, pero desde que nos conocemos hemos estado haciendo algunas cosas. Algunas le deben haber parecido tontas; sin embargo, usted las hizo. Si se conectara con la sensación que le provocaba cada hecho, tal vez comprenda algo, tal vez se dé cuenta de la imposibilidad que tiene la cabezota de liberar a la cabezota, por eso le digo que una mente atormentada es una mente atormentada, y ninguna cabeza en esas condiciones puede hacer nada por uno. Lo único que nos queda es que la mente estalle, o arrojarnos en manos de la providencia a ver si ésta se apiada de nosotros y nos regala algo. Este camino es más difícil aún, porque hace falta algo que casi nadie conoce: la fe. — Madrina, me siento atado de manos, de pies, con los ojos vendados y no sé qué puedo hacer, me siento desolado.
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— Tal vez sea un buen comienzo, de perdida se está dando cuenta de la imposibilidad de que uno solo puede hacer algo. Y realmente así está, hecho tamal. Pero no pierda lo único que puede salvarlo: la esperanza. — Si la cabeza, la razón, mis pensamientos, no pueden ayudarme, ¿quién podrá hacerlo? — El preso tiene que conocer la prisión, conocer los horarios de los guardias, de los que vigilan las torres, la resistencia de los barrotes, la altura del muro, darse cuenta de quién muere y quién sobrevive en la cárcel. Él tiene que conocer muy bien la prisión. Sin embargo, eso es lo de afuera; si se queda ahí, de nada sirvió todo lo que trabajó para conocer lo que le rodea. A partir de allí comienza lo verdaderamente bueno. El preso se tiene que dar cuenta de quién es él y qué está dispuesto a arriesgar a cambio de su libertad. Si arriesga poco, el resultado va a ser poco; si arriesga mucho, el resultado puede ser bueno. Nada va a garantizar que pueda escapar. He conocido a algunos que justo cuando estaban por escapar les dio miedo, y vuelta de nuevo atrás. A hacerse mensos de nuevo y a ver si la vida les da otra oportunidad que, por cierto, no nos brinda muchas. El preso cree saber lo que está dispuesto a arriesgar, eso no lo sabe hasta la mera hora de fugarse. Bien, ahora él tiene que saber con qué cuenta. No con qué herramientas cuenta, sino cuál es su capacidad, cómo está su temor o su valor en cada momento de su vida, cuáles son sus miedos, qué le gusta, qué no le gusta, conocer cada parte de su cuerpo, sus enojos, por qué se enoja, hay que tener nervios de acero cuando uno planea una fuga, en síntesis: tiene que conocer todo, tanto del cuerpo, de las emociones y de lo que produce su cabeza. Ahora bien, ya conoce todo, ahora puede saber si con lo que tiene puede intentarlo. Aquí pueden pasar dos cosas: la primera es que se dé cuenta de que ya está listo para intentar escapar; la segunda, es que comprenda que necesita mejorar algunas cosas. Si es esto último, ahí nomás se pone mano a la obra, a trabajar duramente. Para todo esto, usted se dará cuenta que tiene que haber un gran y profundo deseo en ese hombre, si no, ¿para qué se va a esforzar uno?, más vale quedarse de huevón y no correr ningún riesgo. Pero si está el deseo, difícilmente puede contenerse y hasta la calle no para. No vaya a creer que con la fuga se acaba todo, digamos que en la calle comienza lo verdaderamente difícil. — ¿Por qué, madrina?, ¿acaso la calle no significa que uno ya es libre, que uno puede hacer por sí mismo sin depender del carcelero o de la prisión? — Jorge, usted ha vivido toda su vida preso, todo lo que usted aprendió le sirvió para vivir en prisión, pero no sabe nada de lo que es vivir afuera, porque nadie le enseñó a vivir en libertad. Para usted la libertad es sólo una palabra Gobierno del Estado de Nuevo León
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más. Usted nunca la experimentó, entonces, ¿cómo va a saber moverse en ella? — Doña Paula, ¿cómo se le hace entonces al salir de la prisión?, ¿puede sobrevivir alguien en un medio que no conoce? — Ése es el segundo desafío, por eso le dije que ahí empezaba el verdadero trabajo, todo lo otro fue sólo lo indispensable para comenzar, realmente, a trabajar ¿Cómo ponérselo en palabras? Mire, lo que aprendió en prisión servía para la prisión, allí hay leyes y papeles que afuera no sólo no sirven, sino que estorban. Si sigue afuera con los mismos papeles, es casi como si siguiera preso. Fíjese que le digo casi, no igual, porque siempre existe la posibilidad, cuando uno está afuera, que lo socorra la sociedad de los que se escaparon de la prisión. — ¿Cómo es eso, madrina? — (Riéndose) No me haga caso, fue sólo una broma, aunque haya algo de cierto. ¿Recuerda que platicamos que para salir de la cárcel hacía falta la ayuda de alguien que estuviera afuera? Bueno, si alguien lo ayudó a salir, no creo que lo deje a la buena de Dios, sino que tenía interés en que saliera. Tal vez vio en el preso algo, algo que pudiera ser útil para la misión que él tenía en la Tierra. ¿Quién sabe? — Madrina ¿usted cree que estoy metido en la cárcel? — Hasta con traje a rayas. — ¿Usted está tratando de ayudarme a salir? — Hacemos lo que podemos. — ¿Cuál cree que es mi principal obstáculo? — No creo, estoy segura. Es su cabezota, como usted mismo la llama. — ¿Qué puedo hacer? — En primer lugar, dejar de darle de comer. — ¿Cómo es que le estoy dando de comer a la cabezota? — Así, preguntando. Cada vez que usted hace una pregunta su cabeza se pone como un marrano enfrente de una batea llena de mugre. ¡Ja!, ya lo tengo, ahora me atasco, ahora voy a comprender y es inútil, nada puede “agarrar” la cabeza, de nada puede servir una pregunta que busca una respuesta bien armadita. Cuando pare la cabezota no le va a “caer un veinte”, le van a llover centenarios. Mientras tanto, continúe dándole algo al marrano, de perdido Gobierno del Estado de Nuevo León
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para que no moleste tanto. — Doña Paula, concretamente, ¿qué me quiere decir cuando se refiere a que mi cabeza debe estallar? — En primer lugar, Jorge, concretamente un ladrillo o una piedra es lo más concreto que puede encontrar por aquí. En segundo, cuando yo le digo que su mente debe estallar, lo que le estoy diciendo es que su mente debe estallar. — Pero, madrina, ¿qué significa estallar la mente? — ¿Usted vio cómo estallan los petardos? Pues así, como si fuera un petardo. Se amontona pólvora y luego se le arrima un cerillo y ¡pum! La mente estalla, hay como un relámpago y todo se llena de luz. Si no hay pólvora ya puede estar arrime y arrime fuego y nada, no estalla. A veces hay pólvora, pero como la mente está atormentada, es como si la pólvora estuviera mojada y tampoco estalla. Otras no hay nada más que tormento, entonces estamos atrapados, sin ninguna posibilidad, al menos por el momento. — Madrina, y ¿qué representa la pólvora? — La pólvora es la cantidad de conocimiento real que haya acumulado. Lo que sepa de usted mismo. No lo que la vida hizo de usted, sino lo que su persona es. Lo que la vida hizo de usted es triste, porque lo llenó de chismes y usted cree que se puede construir algo cierto sobre los chismes, pero ni modo, no se puede hacer nada en ese terreno, sólo encomendarse a Dios para que se apiade de nosotros. En ese estado no hay camino, no hay brújula para navegar. En ese estado no sabemos hacia dónde vamos, y lo más probable es que lleguemos, por lo tanto, a cualquier lado. Por el contrario, si tenemos la oportunidad de guardar algo real de la vida, de haber salvado una parte de nuestra realidad, es posible que podamos hacer un buen estallido, entonces nos encontraremos con nuestro verdadero destino. Desde el punto de vista del preso, éste se encontrará en la calle, confundido, a lo mejor desesperado, pero con posibilidades reales de ser él mismo. Aquí el capitán sabe que es capitán, todavía no tiene mucha experiencia, pero si lo toma un viejo marino, puede enseñarle muchos trucos para aprender a navegar bien despierto. — Madrina, ¿quién puede acercar el cerillo para que la pólvora explote? — Cualquier experto en explosivos. Cualquiera que se dé cuenta que hay suficiente pólvora y que los cartuchos están en el lugar indicado. — ¿Cuál es el riesgo? — Depende. A algunos se les ha explotado la pólvora y han volado por los aires. Imposible hacerlos regresar. Otros hasta se han muerto o quedaron mutilados, ¿quién sabe? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Pero, ¿cómo puede la pólvora explotar sola? — Todo es posible. A veces algunos irresponsables se largan a experimentar con drogas, alcohol u otra babosada y así les va. Lo que sí quiero que le quede claro es que nunca el pensamiento, o como usted dice, la cabezota, puede encender la pólvora. Para encender la pólvora hace falta que la realidad sea “agarrada” de otra manera, con otras herramientas, con cerillos especiales. — ¿Puede la intuición encender la pólvora? — Tal vez. Yo no le he puesto nombre, para qué le voy a poner nombre. Mejor pensamos que si le ponemos nombre no es la mejor forma de intentarlo. — Madrina, ya no sé qué decirle. — Mucho mejor así. El silencio entró por la puerta. Un perro se metió bajo la mesa a husmear algunas sobras, se encontró un pedazo de tortilla seca, primero gruñó y luego gimió con miedo. Pensé: así somos también los seres humanos, primero agresivos hasta que logramos obtener lo que queremos y después gemimos con miedo, no vaya a ser que alguien nos lo quite. Un marrano cruzó el patio y detrás de él, la majada de cabras que descendía del cerro rumbo al corral. La tarde se detuvo un instante, miré de reojo a mi madrina. Como era habitual, a esa hora ella estaba contemplando algo a lo cual yo no tenía acceso. Esperé. Después de un rato de observar el cambiante paisaje de colores, mi madrina se puso de pie y me dijo que se iba a recostar un rato. Tomé su mano, le di un beso y partí en silencio. No vi a nadie alrededor del rancho, todos habían desaparecido, hasta los animales que hacía un rato merodeaban por un mendrugo. Miré el horizonte donde el sol se había sumergido y un tenue resplandor rojizo lo denunciaba. Pensé en la prisión, en mi cárcel, en mi traje a rayas y en mi deseo de escapar de algo que en realidad no existía y que, sin embargo, se manifestaba con toda crueldad. Había construido mi propia cárcel y ahora me preguntaba ¿podré destruirla? Por el camino de regreso recordé a esos “locos embriagados por Dios”, a esos exploradores de la conciencia que se atrevieron a plasmar en poesía, cuentos y relatos la maravillosa experiencia de vivir la unidad con el espíritu divino. Tal es el lenguaje de los sufíes, un lenguaje que trasciende la linealidad de la lógica, la linealidad obtusa de la razón, para sumergirse en el océano insondable de la analogía, para comulgar con lo sagrado en una experiencia directa, no mediatizada por métodos o sistemas. Gobierno del Estado de Nuevo León
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No pude pasar por alto a mi madrina, tal vez ella no conozca nunca a Kabir, a Rumi, a Omar, a El Ghazali, a Omar Khayyam y a tantos otros, pero tampoco necesita conocerlos pues su actitud, su impecabilidad, su manera, a mis ojos absurda, de abordar la realidad, la ponen más allá de los métodos convencionales. Doña Paula se encuentra mucho más allá de una verdad limitada por las definiciones, más allá de una verdad que constriñe, que estrecha cada vez más y que llega a asfixiar a los que de una u otra manera nos sentimos impelidos a la búsqueda de lo sagrado. Recordé en mi desandar el camino un poema de Rumi: Si hay un amante en el mundo, oh, musulmanes, ése soy yo. Si hay un creyente o un eremita cristiano, ése soy yo. Las heces del vino, el copero, el trovador, el arpa y la música. El amante, la vela, la bebida y la alegría del bebedor, ése soy yo. Los setenta y dos credos y sectas del mundo no existen: juro ante Dios que todo credo y toda secta están en mí. Tierra, aire, agua y fuego y hasta el cuerpo y el alma, la verdad, la mentira, lo bueno y lo malo, lo sencillo y lo difícil desde el principio hasta el fin, el saber y el aprender, el ascetismo, la piedad y la fe, todo eso soy yo. El fuego infernal, podéis estar seguros, con sus limbos flamígeros, sí; y el Paraíso y el Edén y las huríes, la tierra y el cielo y todo cuanto contienen, ángeles, genios y humanidad, todo eso soy yo.
Después de recordar tan hermosos pensamientos, me propuse que al llegar a casa tendría una cita con los sufíes. Estaba seguro de que, al escucharlos, seguiría escuchando a mi madrina; no había diferencia en su amor al mundo, en su respeto de no reducirlo a un concepto frío y vano, y la experiencia viva y desbordante de los sufíes. Me alentó un nuevo recuerdo, el de un hermoso poema de Omar Khayyam frente a los implacables mecanicistas: ¡Oh, ignorantes! ¡La senda no es esta ni es aquella! Idries Sha, 1996: 229
Imbuido de estos pensamientos llegué a casa. El estar con mi madrina transformaba mi energía, los retornos cambiaban con el correr de las horas y de los días en una experiencia que se iba resignificando a sí misma. Era como si en mi ser se hubiera plantado una semilla que día a día iba creciendo, incluso aquellas sentencias o anécdotas aparentemente intranscendentes iban redimensionándose hasta convertirse en algo imposible de soslayar, en algo ciertamente significativo. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Así que, en el instante mismo en que llegué a mi casa no dudé ni un segundo, quería continuar conectado a la experiencia, y tal como lo fui hilvanando en todo el camino de regreso, creí que conectándome con los poetas sufíes iba a lograr dos cosas: la primera, alejarme de los autores muy racionalistas, y la segunda, conectarme a través del lenguaje poético y de los relatos con el sentimiento que me estaba desbordando y necesitaba ser reencauzado, no reprimido. Por Doña Paula me daba cuenta de que había otra forma de percibir la realidad y que esa forma ordinaria, a la que yo estaba impuesto, se debía justamente a la existencia de una manera preestablecida de observar lo que nos rodea. Toda nuestra percepción entra en esa forma y en ella encuentra significado a través de nuestro proceso racional. Lo comprobé en los chispazos de vislumbre de realidad que compartí junto a mi madrina. Carlos Castaneda dice que lo que llamamos realidad es la consecuencia de la “descripción del mundo” y la resultante de nuestra “historia personal”. El mundo, tal cual nos fue descrito y tal como nosotros lo hemos experimentado, se mantiene de esa manera gracias a nuestro diálogo interior. De manera permanente estamos sosteniendo con nuestra razón un mundo, al parecer inexistente, salvo en nuestro pensamiento lógico. Nuestra posibilidad es parar ese diálogo interno, reemplazarlo por el silencio interior. (Castaneda, C. 1986). Si algo me quedaba en claro a partir de la relación con Doña Paula, era que el verdadero conocimiento requería de un nivel de percepción diferente del ordinario. La cárcel a la que se refería mi madrina era, justamente, la cárcel de nuestros sentidos, aprisionados en una lógica que nos impedía vivenciar de una manera directa la realidad. Lo que pudiera experimentarse como una experiencia análoga entre el sujeto y su entorno se transforma en una experiencia mediatizada por un juicio condicionado y condicionante, hecho que nos atrapa en una existencia de “todos los días lo mismo” o “siempre más de lo mismo”. Me cuestionaba sobre la posibilidad de que existieran otros órganos sensoriales fuera de los conocidos. Así como el cuerpo físico posee cinco sentidos conocidos ¿pudiera existir otro aún no descubierto? También barajaba la posibilidad de la existencia de otro cuerpo, y que fuera este otro cuerpo el que tuviera sus propios sentidos perceptivos. Si esto fuera posible ¿cómo ponerme en contacto con ese otro cuerpo? O tal vez me debiera preguntar, ¿todos poseemos ese segundo cuerpo que nos posibilitaría acceder a esa “otra” realidad? Evidentemente no podía solo con el paquete. Recordé el trabajo que me costaba abordar el pensamiento sufí, me parecía absurdo y lo más cruel es que ellos aceptaban ese calificativo. Pero, por ser absurdo los llevaba a transitar una dimensión mucho más vasta, una dimensión que mi intuición me decía: ellos me contienen, a mí
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y a la descripción de lo que llamo realidad. ¿Acaso no decía San Agustín que las causas del mundo fenoménico pueden ser comprendidas por la razón, pero lo que hace a la esencia de las cosas sólo puede ser captado por la intuición? ¿No sería la intuición ese otro sentido que estaba buscando para percibir esa “otra” realidad? ¿No sería la intuición el órgano sensorial de ese otro cuerpo? Tal vez buscamos, como en el cuento del Mulá Nasrudin, donde creemos que hay más luz, pero no por eso estemos en lo correcto: — ¿Qué has perdido, Mulá? — Mi llave —repuso Nasrudin—. Al cabo de un rato de ayudarle en su búsqueda, el vecino preguntó: — ¿Dónde se te cayó? — En casa. — Entonces ¿por qué estás buscando aquí? — Porque aquí hay más luz. Idries Sha, 1996: 104
Este cuento del Mulá Nasrudin deja en claro cómo «el mecanismo de la racionalización es uno de los que impide con efectividad el aumento de la percepción». He encontrado una gran similitud entre los relatos y los cuentos que me contaba mi madrina y los cuentos sufíes, muchos de ellos, como ya dije, se me antojaban absurdos. Sin embargo, con el correr de los días iban actuando de una extraña manera, digo extraña porque no podría explicarlo con palabras sin que mi propio relato me suene absurdo. Era como si cada relato, una vez narrado, cobrara una vida independiente y empezara a ejercer una influencia en una parte de mi inconsciente. Como si actuara a la manera de un detonante, o como un portero que empieza a dejar pasar cosas por una puerta prohibida o clausurada desde hace tiempo o desde siempre. Mi madrina me contaba un sueño o una visión, pero lo hacía de manera recurrente, era siempre el mismo, sin ninguna variable perceptible. Al finalizar el relato me preguntaba siempre lo mismo: “¿Qué le parece, qué puede significar?”. A fuerza de haberlo escuchado una treintena de veces me lo aprendí de memoria: “Salí por esa puerta. El cielo estaba azul, pero de un azul profundo. No así como está la mayoría de las veces por aquí, así con tierra. Era bien azul. De repente aparecieron unas nubes blancas, y entre las nubes un guerrero con una lanza. Al principio no lo distinguía bien. Yo veía algo que se movía entre las nubes, pero, ¿cómo me iba a imaginar que había un guerrero? Pero el guerrero no estaba solo, iba montado Gobierno del Estado de Nuevo León
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en un caballo que echaba espuma por la boca y él le jalaba con fuerza de las riendas. El sol le pegaba en toda una armadura color oro y tenía un casco con crines de caballo. Al llegar al borde de las nubes el caballo se levantaba de patas y el guerrero me miraba, entonces me señalaba con la punta de su lanza. Se quedaba un buen rato, hasta que el sol ya no lo alumbraba y las nubes lo envolvían. Ahí lo dejaba de ver. ¿Qué le parece, qué puede significar?”. Recuerdo otro que, si bien no me lo narraba con tanta frecuencia, era como si dependiera del momento, de mi estado de ánimo, o no sé de qué otra variable. Lo cierto es que podía pasar meses sin contármelo, pero llegaba un día en que me lo volvía a narrar. Yo sabía que ese día y todos los que transcurrieran durante esa semana, serían para mí importantes: — Fíjese, Jorge, anoche fui a la cárcel, y allí estaba como siempre. Pero me llamó la atención que en los muros, donde siempre están los guardias, no había nadie. Yo me dije: “habrán salido a comer algo”. Así que me puse a esperar, pero como pasaba el rato y no aparecía ninguno, me dirigí hacia la puerta. Tampoco había nadie en la puerta y eso sí se me hizo más raro. Empujé la puerta, esa puerta grandota, ¿vio?, la que está en la entrada del penal. Yo tenía que llevarles un poco de comida y algo de ropa a unos muchachos. Pobrecitos… Bueno, ya estaba adentro y ahora ¿qué le hacía si ya estaba adentro?, seguí caminando por el patio… ¡y nadie! No había nadie, era como si todos se hubieran ido, todo estaba abandonado. Crucé el patio y me metí por donde están los calabozos, todas las puertas estaban abiertas y todo estaba medio oscuro. Pero yo seguí, alguien tenía que haber quedado, aunque fuera para cuidar. Para acabarla no sé cómo llegué a los muros, por ahí por donde se pasean los guardias y vi algo que se movió. Avancé con un poco de temor y veo, ahora con claridad, un hombre con el cuerpo desnudo, llevaba un arco y unas flechas; yo creí que me iba a disparar pero seguí caminando, ¿qué otra cosa podía hacer? Y aunque no me lo crea, desapareció. Cuando yo creía que estaba todo perdido porque ahí estaba él con todas las flechas, desapareció. ¿Qué le parece, qué puede significar? Yo indefectiblemente le contestaba: “No tengo la menor idea, madrina, y ¿a usted qué le parece?”. Ella se quedaba un rato pensativa y me decía: “No, si de eso se trata, que usted le piense”. Este desarrollo gradual de la conciencia interna es característico del método súfico de Nasrudin. El chispazo de iluminación intuitiva que originan los relatos es en parte un pequeño esclarecimiento por sí mismo y no una experiencia intelectual. También es un paso hacia la reinstauración de la percepción mística en una mente cautiva, despiadadamente condicionada por los sistemas de adiestramiento de la vida material. Idries Sha, 1996: 104 Gobierno del Estado de Nuevo León
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A la importancia que tienen, sin lugar a dudas, los relatos por sí mismos, quisiera agregarle la importancia del narrador. El narrador cautiva con el relato, se mete en nuestro ser y ejerce un influjo del cual es difícil sustraerse. El relato aparece vinculado al relator como si ambos pasaran a formar parte de una unidad indivisible. Cuando mi subconsciente elaboraba los relatos de Doña Paula, en otro nivel de mi conciencia, indefectiblemente, aparecía mi madrina. Su mirada, sus gestos, su tono de voz, todo se conjugaba en esa unidad que impactaba una parte desconocida de mi ser. Cuando mi madrina comenzaba a narrar, las primeras veces yo la interrumpía para decirle que ya me había contado esa historia, ella hacía caso omiso a mi interrupción y continuaba con el relato. Fue así como descubrí que había algo más allá de la simple narrativa. Esto se complicó el día que ella me dijo que debía consultarle a otras personas acerca del significado de estos relatos. Cierto día, me vi narrando a un par de amigos los relatos de mi madrina, y descubrí que en el narrador, a medida que el relato avanzaba, también se operaban ciertos cambios en la percepción de lo que llamamos realidad. Al contar la historia, al escucharla, iba descubriendo nuevos significados, por lo general esos significados estaban muy ligados a cuestiones emocionales profundas, por la intensidad o por lo olvidadas. Así que me dediqué a contar los relatos que me transmitía Doña Paula, al finalizar la narrativa concluía preguntando: “¿Qué les parece, qué puede significar?”. Algunos osados intentaban dar alguna explicación racional a estos relatos, pero por lo general la razón terminaba arguyendo alguna ridiculez y optaban, al final, por callarse. Era como si le diéramos a nuestra mente racional un enorme hueso, y mientras ésta se entretiene royéndolo, el cuento actúa en otros niveles de nuestra conciencia. A fin de llegar al Camino sufí, el buscador debe comprender que en gran parte es un producto de lo que ahora llamamos condicionamientos: ideas y prejuicios fijos, respuestas automáticas derivadas del entrenamiento ajeno. El hombre no es tan libre como cree. El primer paso que debe dar el individuo es dejar de creer que comprende, y comprender realmente. Pero al hombre le han enseñado que puede comprenderlo todo por el mismo proceso, el proceso de la lógica. Esta enseñanza le ha perjudicado. Idries Sha, 1996: 170
Así como cité la famosa frase de San Agustín: «En el interior del hombre habita la verdad», Rumi, uno de los más claros hombres de la tradición sufí, nos dice: «Jesús está en vuestro interior, buscad su ayuda». Estas narraciones o cuentos, al parecer absurdos, nos llevan a contactarnos con nuestro interior, nos invitan a una autoexploración por un territorio desconocido, que muchas veces nos asusta, un espacio que para mantenerse en él nos exige de un Gobierno del Estado de Nuevo León
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valor al cual no estamos acostumbrados. Pero en esa internalización, tal vez sea posible encontrarnos con la Verdad o con Jesús, el premio bien vale el desafío. Estos cuentos, estos diálogos con Doña Paula me permitían dar nuevos significados a la manera de ver y sentir “mi” historia, me posibilitaban darme cuenta de que había diferentes encuadres y que, también, podía aspirar a romper con un discurso que se había convertido en mi propia prisión. Cuando le preguntaba a mi madrina si era posible que me transmitiera todo lo que ella sabía, me reiteraba: — Jorge, yo soy así, “natural”. Siempre, desde que recuerdo, yo era ésta. — Madrina, entonces, ¿para mí no hay esperanzas? — Nadie dijo eso. Yo puedo acompañarlo un trecho por el camino, pero las cosas las tiene que “agarrar” usted solo, y si se le escapan yo ya no puedo hacer mucho. — Madrina, ¿se puede aprender solo? — Tal vez. Pero yo no lo aconsejo. Yo no me atrevería a meterme por todos esos lados sin un buen guía. Me buscaría el mejor de todos, uno que sepa dónde hay que poner los pies para que no nos lleve la fregada. ¿O usted le confiaría su vida a cualquiera?, y aquí estamos hablando de la vida, no de moco de guajolote. Todos los hombres, cuando llegan a cierta fase del mero desarrollo personal, creen que pueden encontrar por sí solos el camino del discernimiento. Los sufíes lo niegan, porque se preguntan cómo una persona puede encontrar algo que no conoce. –Todos se han convertido en buscadores de oro –dice Rumi –, pero en general ninguno lo conoce cuando lo ve. Si no puedes reconocerlo, únete a un hombre sabio. Idries Sha, 1996: 173
— Madrina, ¿es posible que un hombre pueda alcanzar el verdadero conocimiento sin ningún esfuerzo? — Voy a suponer que cuando usted habla de encontrar la verdad, tanto usted como yo entendemos lo mismo aunque difícilmente sea así. Mire, Jorge, el hecho de que yo le haya repetido muchas veces que yo soy así, “natural”, no quiere decir que no haya pagado un precio, ya le he contado que pagué un precio y que el precio fue muy alto. Ni modo. Así me tocó. Nadie se apropia de nada de lo cierto sin pagar un precio. Lo que funciona en la política o en los negocios de los marranos no funciona con lo que usted llama verdadero conocimiento. Digamos que son otras leyes las que mandan del otro lado de este mundo. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Entonces, madrina, ¿hay que esforzarse? — A veces sí y a veces no. El problema es saber cuándo sí y cuándo no. Porque a veces nos esforzamos y nos gastamos sin asunto y nadie nos devuelve toda la energía que tiramos; si no tenemos energía no tenemos trabajo, y si no tenemos trabajo no podemos darnos cuenta de nada. Para alcanzar a ver otros programas de televisión hay que fregarse. Nadie le va a venir a poner la mesa para que usted se siente a tragar. Usted se tiene que cocinar los frijolitos, y poner los huevitos, y hacerse las gorditas, y poner todo en un platito y ahora sí, a ver si le queda fuerza para comer algo o se lo arrebata alguno más abusado. Ya le he dicho, se tiene que andar bien abusado. Camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Según el criterio sufí, lo que vemos, sentimos y experimentamos en la vida ordinaria incompleta es sólo una parte de la totalidad. Hay dimensiones que sólo podemos alcanzar mediante un esfuerzo. Idries Sha, 1996: 175
— Hay que tener cuidado, Jorge, porque a veces uno se está esforzando, pero para engordar al marranote. — ¿Cómo está eso, madrina? — Uno puede llegar a creer que porque está sudando mucho ya anda en el camino, pero lo que está haciendo es alimentar esa parte más oscura de usted. Y aunque ya hayamos hablado mucho de esto, es necesario que se lo repita: la cabezota es un gran marrano que mientras más le da de comer más hambre tiene y hasta que no se traga todo, no le para, y cuando se para es porque ya es tarde. Ya, si llegamos a ese estado, no hay ninguna posibilidad para usted de nada. Porque no sé si sabía, pero esta es la única oportunidad que tenemos de hacer algo con nosotros mismos, después, sólo Dios. Pero yo creo que después está difícil. Aunque mucha gente, sobre todo esos que están en la mentalidad, digan que después de muertos volvemos a nacer y otras cosas más raras, yo no creo mucho en esas cosas. Por las dudas no me confiaría en eso y hago la tarea ahorita, no sea cosa que para mañana sea tarde. Lo mismo le aconsejaría a usted, más vale, échele todas las ganas ahorita y pídale a Diosito que no le falten las fuerzas para cumplir con lo que tiene que hacer. De mañana no nos vamos a ocupar ahorita, sería perder el tiempo. — Entiendo lo que usted me dice, pero siento que me habla a diferentes niveles. Hay una parte de lo que me dice, que lo escucho y mi cabeza me dice: suena lógico. Pero sus palabras me quedan flotando, no sé por dónde, y Gobierno del Estado de Nuevo León
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empiezan a actuar independientemente de la cabeza. ¿A qué se debe eso? — Lo que usted llama cabeza es muy útil para las cosas corrientes. Si la gente ordinaria no tuviera cabeza, tal vez las cosas del mundo estarían peor, ¿quién sabe?, pero si nos queremos ocupar de cosas del otro mundo, de ese mundo al que a usted le interesa entrar, las cosas que funcionan en lo corriente no sirven. Los ojos ven la realidad ordinaria, para ver la otra realidad hacen falta otros ojos. — ¿Dónde estarían ubicados esos otros ojos, madrina? — Están distribuidos en diferentes partes, pero los primeros que tiene que abrir son los ojos del corazón. Sólo despertando a ésos usted podrá pensar en despertar los otros. Pero antes hay que tender el puente que va de aquí hasta aquí — dijo señalándose, como si empezara a persignarse, la frente y luego el centro del pecho. — Madrina, ¿y qué voy a poder ver con los ojos del corazón? — Cierre los ojos. Ahora párese y camine por la cocina, luego vaya hacia el patio y se da una vuelta por la pila de agua y después regresa. Cerré los ojos e hice el recorrido que me trazara mi madrina. Me paré y apoyé suavemente la palma de la mano sobre la orilla de la mesa. Así me fui desplazando hasta la punta opuesta. Sabía que al frente de ese extremo, aproximadamente a unos tres pasos largos estaba la puerta que daba al patio. El soltarme de la mesa acrecentó mi inseguridad. A pesar de tener los ojos cerrados, el resplandor que provenía de la puerta era bastante fuerte, así que extendiendo los brazos di los tres pasos que me separaban de la abertura. Apoyé las manos en el marco y extendí el pie derecho hacia el primer escalón, queriendo tantear su firmeza, ya que era una piedra superpuesta a un montículo de tierra apisonada. Bueno, ya había bajado el primero, los otros dos fueron más fáciles. No había tomado conciencia de lo disparejo del piso de tierra hasta ese momento. Trataba de utilizar mi imaginación para reconstruir el trayecto y sus obstáculos. A duras penas logré llegar hasta la pila de agua, a unos 40 metros del lugar en los que se encontraba Doña Paula. Pensé que el regreso sería más fácil, pero nada de eso: fue más difícil. A la dificultad del ejercicio se sumaba una ansiedad creciente, no sé a qué se debía, pero era como si un temor inundaba poco a poco mi emoción. Antes de llegar a la puerta sentí la voz de Doña Paula: “Ya puede abrir los ojos”. De nuevo nos encontrábamos sentados en la mesa de la cocina. — ¿Qué me puede contar, Jorge? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Al principio pensé que me iba a resultar muy fácil, pero a medida que transcurría el tiempo me iba sintiendo cada vez más inseguro. Pensé en lo duro que debe ser quedarse ciego. — Lo mismo sentiría yo si dejara de ver con los otros ojos, no con estos de mi cuerpo. Para mí las cosas tienen sentido porque las veo de una manera diferente a como usted las ve. Cuando las veo con los ojos del corazón, la diferencia es parecida a cuando usted andaba a ciegas y luego volvió a abrir sus ojos. La realidad no es la misma para usted cuando tiene los ojos cerrados a cuando los tiene abiertos. Usted está acostumbrado a ver con los ojos del mundo. Yo, aparte de ver con esos ojos, veo con los ojos del corazón, y cuando se requiere, veo con otros ojos más profundos, pero hasta para mí sería difícil ver siempre con los otros. Para eso tendría que vivir sola y ése no es mi destino. — Madrina, ¿por qué no nacemos con todos los ojos para ver la realidad? — No sería justo. No todos nacen para guaje. Unos son para una cosa y otros son para otras. El verdadero problema son ustedes. — ¿Quiénes? — Usted y otra gente como usted, que están entre uno y otro lado. Por ejemplo: yo soy esta que usted ve. Pero a pesar de ser natural, yo, como ya le he dicho, me elegí. Yo soy una mendiga porque es lo mejor para mí. Este es mi papel en el mundo, ser una pordiosera. Este papel lo represento con toda la dignidad de ser la mejor pordiosera y no hay orgullo en eso, porque siempre encuentro en el camino gente más pobre que yo. Usted ha visto que todas las cosas nuevas que usted o la gente me traen se las reparto a ellos, a los que las necesitan. A unos les doy unos huaraches, al otro un abrigo, al otro una camiseta, al otro una chamarra, y ahí voy, dando todo. Con lo único que yo me quedo es con las “garras” que ellos desprecian. Decidí ser la más pobre entre las pobres. Igual con la comida, ha visto que muy pocas veces lo acompaño a comer, y sólo cuando usted insiste mucho y yo no quiero faltarle. También decidí comer sólo las sobras, lo que los demás dejan. Ese es mi trabajo y no viene al caso tratar de explicárselo. Para que me entienda mejor, lo que trato de decirle es que yo sé cuál es mi papel, pero como le decía, hay gente como usted y como otros que están buscando su propio papel. Entonces algo se agita adentro de ustedes y los lleva de un lado a otro, a veces sin ningún resultado que no sea cansarse o deprimirse porque no encontraron nada, y otras veces, alguno tiene suerte y logra “agarrar” algo. Lo más probable es que desista de seguir buscando, y al poco tiempo, hasta lo que había encontrado lo tire por ahí en algún rincón y se olvide. A lo mejor alguno más abusado lo encuentra en ese rincón y se lo lleva. Por aquí han pasado muchos como usted. Sienten algo o alguien les platicó que en Sabanillas vive una vieja mugrienta Gobierno del Estado de Nuevo León
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que tiene algunos poderes y que habla de una manera extraña, entonces se dejan caer por aquí. La mayoría lo único que encuentra es una vieja que habla cosas sin sentido, que no sabe leer ni escribir, y un rancho lleno de moscas; hasta se diría que la vieja es medio mensa o que está un poco tocada. Otras veces, yo los ayudo a que vean eso o cosas peores y, por el bien de ellos y el mío propio, ya no vuelven. A veces se pierden algunos que hubieran sido valiosos para el trabajo que nos interesa, pero ya están muy debilitados por la vida y no tienen de dónde sacar lo que necesitan. Hace falta mucho valor para esto. Cuando los veo que se van yo sólo digo “Diosito los ha de ayudar”. Como usted puede darse cuenta, no es fácil, pero es lo mejor que puedo hacer por ellos. Si no existe aunque sea una partecita de alma dispuesta al sacrificio es mejor no entrarle, porque una vez adentro está difícil rajarse. — Madrina, y ¿por qué yo? — Lo mismo me he preguntado, y me pregunto muchas veces que usted viene ¿y por qué el argentino? Pero no soy yo la que decide. Lo que decide son las señales. O ya se olvidó usted… — ¿Olvidarme de qué? — De aquella noche en la que estaba en ese grupo y que en el mero medio había un viejo parado con su bastón de mando, y que el viejo los señalaba a uno por uno, y que cuando lo señaló a usted, bajó esa cosa como un diamante a su cabeza... No la dejé seguir. Volví a pegar un salto hacia atrás de la silla, no sé cómo lo hice, aunque fuera la segunda vez que me ocurría, el susto fue mucho mayor que la primera. ¿Qué actuaba en mí para que mi cuerpo reaccionara de esa manera, impulsándome como un resorte hacia atrás, salvara los obstáculos y me viera de repente con la pared en la espalda? Nadie podía saber de esa experiencia, aquí, en México. Aparte había ocurrido hacía 20 años y hasta yo dudaba de su realidad. Ni siquiera me atrevo a escribirla, fue demasiado absurda. Hasta casi me había olvidado de ella. Pero ahora la volvía a tener presente. Empecé a dudar de mi cordura. No podía saber eso Doña Paula, era imposible. ¿Cómo pudo describir esa escena y empezar a narrar la experiencia? Estaba más que seguro que nunca se lo conté a nadie. La única gente que realmente sabía todo lo ocurrido era quienes participamos del grupo con Leopoldo. Junto al salto se me erizaron, literalmente, los pelos de la nuca; sentí un escalofrío y una leve convulsión en todo el cuerpo. Caí abatido en la silla, a la vez que en tono de súplica le pregunté a mi madrina: — Madrina, ¿cómo supo de esa experiencia? — No tiene mucha importancia cómo supe, porque usted no entendería. Lo Gobierno del Estado de Nuevo León
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único que le puedo decir es que eso es ver con los otros ojos. Y los otros ojos me permiten darme cuenta de esas señales que los ojos del mundo corriente no pueden ver. Si yo no lo hubiera visto no podría hablarle de esto, o ¿ha escuchado que yo le haya hablado al lector o a los otros, como le hablo a usted? Y le aseguro que cuando yo lo vi, antes de que mis ojos me mostraran la señal, usted para mí no era más que otro de esos que vienen a husmear y se van rápido, no sea que se les pegue algún piojo. — Madrina, ¿me puede hablar de esa experiencia? — ¿Usted me pide que yo le hable de lo que usted vivió? ¡Qué compadre éste! Jorge, le diga lo que le diga, para usted no tendrá ningún sentido si no aprende a ver con los otros ojos, y cuando vea con los nuevos ojos ya no le va a importar lo que yo le tenga que decir. Primero hay que recorrer el camino que va de la cabeza al corazón. — Madrina, ¿cómo fue que vine a parar aquí? — Lo trajo un marrano. — No me refiero a eso. Él tal vez fue la circunstancia, pero si no hubiera sido ése, ¿me hubiera traído otro? — Téngalo por seguro que si no lo hubiera traído el marrano, usted hubiera llegado de cualquier forma. La luz no lo hubiera dejado solo. — ¿Qué luz? — La que le entró en la cabeza esa noche del viejito del bastón. No sé por qué, pero yo ahí estaba. Nadie me vio y yo vi todo. Es que a veces uno anda muy lejos y ni sabe cómo llega hasta ahí. — Madrina, entonces, ¿usted conoce mi país? — Bueno, a decir verdad yo no sabía ni qué país era, ni qué era lo que estaba haciendo ahí. Yo estaba mucho más nueva y simplemente iba a donde me llevaban. — ¿Cómo a donde la llevaban, es que hay más gente? — Más de las que usted se imagina. Pero no puedo responderle a las preguntas que en su cabeza están apareciendo porque nunca me interesó saber de dónde vienen o quiénes son. Lo único que sé, por nuestro trabajo, es que hay muchos médicos y que son de todas partes del mundo. Algunos que todavía están en Gobierno del Estado de Nuevo León
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este mundo y otros que trabajan desde el otro lado. Aunque a la hora de la chamba nos juntamos todos. Jorge, si se quiere quedar usted sabe que esta es su casa, yo tengo que salir un momentito. — No, gracias, madrina. Aprovecho para despedirme, así voy a estar un rato con mis hijos. — Ahí me saluda a sus muchachitos y, cuando hable con su mamá, le manda mis saludos. — El próximo sábado me doy una vuelta, madrina. — Dígame si viene a la hora del almuerzo para que lo esperemos con un cabrito. — Bueno, madrina, aquí estoy el sábado a mediodía. — Tráigase a sus muchachos. Y que Diosito lo bendiga. Váyase con cuidado, que me han dicho que anda manejando muy recio. — No se preocupe, madrina, me voy despacio.
Reflexiones Siempre me pareció una contradicción lo que enseñan algunas escuelas y el concepto que maneja Krishnamurti acerca de la necesidad o no de un maestro. Al contrario de este maravilloso pensador, al que muchos tienen por iluminado, tanto los sufíes como Doña Paula transmiten la necesidad de que es imposible alcanzar otro nivel de percepción sin la ayuda de alguien que haya transitado el camino. Con el tiempo aprendí a descubrir que no era una contradicción, sino que eran dos maneras de asumir un compromiso con uno mismo. Krishnamurti nos invita a que nuestra mente cese de pensar, el camino que nos sugiere es el estar permanentemente aquí y ahora, y pone énfasis en que no existe un método o un sistema para lograrlo. Por el contrario, cualquier medio racional es una nueva trampa, la cual se vuelve más sutil cuanto más organizada se encuentra. La mente es esclavizada por la propia mente, por eso es muy difícil que sea la mente la que nos libere. La creencia no tiene nada que ver con la percepción; al contrario, la creencia impide la percepción. Si tiene una fórmula, una tradición o un prejuicio, si es hindú, judío, árabe, o comunista, etc., entonces esa misma división engendra antagonismo, odio, violencia, y lo incapacita para ver la realidad. En cualquier división entre el concepto y la acción tiene que haber conflicto; este conflicto es neurótico, insano. Krishnamurti, J.1998: 194 Gobierno del Estado de Nuevo León
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Esta división a la que alude insistentemente Krishnamurti, entre el observador y lo observado, entre un pensamiento formado en el pasado y la capacidad de observar la realidad, es lo que genera esta sensación de separatividad, y por ende, violencia en el ser. La percepción carente de responsabilidad y compromiso por parte del observador hace que exista el enjuiciamiento del “otro” y de “lo otro”. Esta actitud nos impide vivir y apreciar la realidad como algo único e irrepetible, y requiere una permanente autoafirmación del yo o del ego, para tener una percepción engañosa de la continuidad y control sobre una realidad inexistente, salvo en nuestra fantasía. Este hecho nos impide ser realmente creativos o descubrir cosas nuevas en nuestro entorno y en nosotros mismos, ya que la percepción es sustituida por el diálogo interno, en la búsqueda de mitigar el temor de abandonar lo conocido. A esto atribuye la causa de todos nuestros males. Este planteamiento guarda una estrecha analogía con la forma de percibir la realidad que tenía Doña Paula: “La cabezota no puede ‘agarrar’ nada por sí misma; para ‘ver’, la cabeza tiene que estallar”. Esto lo interpreto como una forma de detener este monólogo interior que nos da la idea de separatividad, agudizando nuestra neurosis y limitando nuestra capacidad de ser. Por ello es que acentuamos gran parte de nuestro “conocimiento” en el juicio a todo aquello que percibimos como amenazante para nuestra estructura cognitiva, o tal vez deberíamos llamarla “estructura egoica”. Krishnamurti insiste en que nunca el “conocimiento”, que pertenece al pasado, puede observar con frescura y libre de prejuicios el instante presente, por lo que esta percepción condicionada no puede liberar la mente. El cerebro es el resultado del tiempo, ha sido condicionado a través de miles de años. Su pensamiento es la respuesta de la memoria, del conocimiento, de la experiencia, ese pensamiento nunca podrá descubrir nada nuevo porque es el producto de ese condicionamiento; es siempre lo viejo; nunca es libre. Cualquier cosa que el pensamiento proyecta está dentro del campo del tiempo; puede inventar a Dios, puede concebir un estado intemporal, puede inventar un cielo, pero todo eso es aún producto de sí mismo y, por lo tanto, del tiempo, del pasado y es irreal. Krishnamurti, J., 1998: 195-196
Doña Paula tenía una apreciación muy definida con respecto a los que ella llamaba “lectores”, y se refería de una manera muy particular a la soberbia y pedantería que este tipo de prácticas generaba en quienes rendían culto a los libros. Coincidentemente, los sufíes guardan cierta analogía con la forma de transmitir ese “algo”, de lo que mi madrina intentaba enseñarme, sin que medien otras palabras que no sean las que surgen de la experiencia directa con nuestro entorno inmediato. Dicen al respecto: Algunos tienen la impresión de que el Buscador (salik) puede alcanzar esta iluminación leyendo libros sobre el sufismo y haciendo prácticas personales. Esto no es correcto teóricamente ni ha sido corroborado por la experiencia, aparte de nuestra cognición interna sobre su falsedad. Un Guía es absolutamente esencial. Idries Sha, 1996: 375 Gobierno del Estado de Nuevo León
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Cuando leo a Krishnamurti o a los sufíes no puedo dejar de maravillarme de sus mentes prodigiosas, cómo logran desentrañar desde los hechos más simples hasta los más complejos, un conocimiento que intuyo y percibo como verdadero. Sin embargo, no puedo negar que, luego de experimentar esta sensación, me gana un estado de angustia en el cual me contacto con la impotencia de revertir mi discurso interior en una experiencia en el silencio. Mi mente es mi tirana. ¿Dónde esta el botón para apagarla aunque sea momentáneamente? Me siento impotente ante su propuesta de detener mis pensamientos. Yo soy de los que se suman a la necesidad de ser conducidos, al menos por el tiempo necesario para aprender a valernos por nosotros mismos, a darnos cuenta de que es posible dejar de recrear y sostener el mundo con nuestro diálogo interno, que éste es posible transformarlo en ese silencio interior que trazará el puente entre nuestra cabeza y nuestro corazón. Por otro lado, el Desarrollo Humano me invitaba a generar la confianza que surge de la existencia de una “sabiduría organísmica”, la que busca de una manera u otra, incluso a través de las más profundas crisis, actualizar el verdadero “yo”. Pero cómo confiar en esa sabiduría, acaso es suficiente haberlo leído o que nos lo hayan contado o intentado transmitir en un aula compartida con otros seres humanos tan llenos de miedo como nosotros mismos. Arrojarse a la vida con la suficiente confianza como para saber que nuestro ser interno nos llevará a un feliz puerto, no es un camino trazado. Carl Rogers lo señala en diferentes puntos de su obra: Digamos que la motivación para el aprendizaje y el cambio surgen de la tendencia auto realizadora de la vida misma, de esa inclinación del organismo a fluir en todas las direcciones de desarrollo potencial, en la medida en que estas experiencias sean enriquecedoras. Rogers, C. 1996: 251
Tengo que confesar que esta corroboración que realizaba, o mejor dicho que buscaba en la literatura después de convivir con mi madrina, me alejaba, aunque sea por un momento, de la ansiedad que me generaban sus comentarios. Al finalizar mis pesquisas entre los textos que tenía a la mano, ya no sólo tenía la seguridad de que la intuición estaba en el lugar correcto, en el momento preciso; ahora tenía pruebas de que estaba donde tenía que estar, que mi esfuerzo sostenido por todos estos años me había llevado a ese pequeño caserío y que esa búsqueda, a veces obstinada, estaba dando frutos.
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CapĂtulo VI La noche de San Juan
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Capítulo VI La noche de San Juan 30. Li, Lo Adherente, El Fuego El fuego no tiene forma definido, sino que adhiere a las cosas que arden y así brilla en su claridad. Como el agua desciende desde el cielo, así el fuego asciende llameante desde la tierra. Mientras que K’an simboliza el alma encerrada en el cuerpo, Li simboliza la naturaleza en su radiante transfiguración. El dictamen Lo adherente. Es propicia la perseverancia, pues aporta el éxito. Dedicarse al cuidado de la vaca trae ventura. Lo oscuro adhiere a lo luminoso y perfecciona así la claridad de lo luminoso. Lo claro, al irradiar la luz, requiere la presencia de lo perseverante en su interior, para no quemarse del todo y estar en condiciones de iluminar en forma duradera. Todo lo que expande luz en el mundo, depende de algo a lo cual quedar adherido para poder alumbrar de un modo duradero. Así el sol y la luna adhieren al cielo; los granos, las hierbas y los árboles adhieren a la tierra. Así, la doble claridad del hombre predestinado adhiere a lo recto y, por consiguiente, es apto para modelar al mundo. El hombre que permanece condicionado en el mundo y no es independiente, al reconocer este condicionamiento y entrar en dependencia de las fuerzas armoniosas y benignas del orden universal, obtiene el éxito. La vaca es símbolo de máxima docilidad. Al cultivar el hombre dentro de sí esta docilidad, esta voluntaria dependencia logrará una claridad nada hiriente y encontrará su puesto en el mundo. I Ching, el libro de los cambios, 1995: 200
Las hogueras ardían por doquier y los rostros iluminados por el fuego y por la noche parecían fantasmas emergidos de un cuadro de Goya. El círculo se dividía en dos mitades bien diferenciadas, a simple vista, por la ropa: elegantes en unos, harapienta en otros. Si nos deteníamos a observar un poco más, nos dábamos cuenta de que además de la ropa había rasgos diferentes, como si unos pertenecieran a otra raza, sus huellas denotaban que a quienes conformaban uno de los semicírculos sí los había alcanzado el mestizaje: narices un poco aplanadas, pelos negros enrulados, ojos oscuros, pómulos levantados, bocas anchas, estaturas más bien bajas. Estas características contrastaban con los rasgos europeos de la contraparte del frente: longilíneos, más bien altos, cabellos que iban desde un castaño claro hasta el rubio dorado, pieles blancas, ojos claros.
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En el medio del círculo los dos pequeños gladiadores arremetían una y otra vez uno contra otro. Revolcados entre la tierra y la ceniza ya no había diferencias de razas ni de vestimentas, eran iguales, por ese momento cualquiera de los dos pudiera haber pertenecido a cualquier bando. Creo que tenía unos cinco años, no sentía los golpes, tal vez mi contrincante tampoco. Para mi corta edad era de contextura fuerte y en un breve tiempo tuve a mi desconocido enemigo debajo, aprisionado por mis brazos. El olor a humo era insoportable y cuando vi el rostro asustado, avergonzado y vencido de mi contrincante, me puse a llorar, y sobre las voces y los gritos de las dos pandillas enfrentadas se fue elevando un sollozo y más tarde un llanto que prorrumpió en grito. Era mi voz que surgía desde lo más profundo de mi pequeño ser: “¡No quiero pelear!, ¡no quiero pelear!, ¡no quiero pelear!”. Alguien se apiadó de mí, nunca supe quién fue, pero una mano me levantó en vilo y me alejó de aquel infierno. A veces, cuando contemplo una fogata o el fuego de un hogar, de las llamas surge un montón de rostros y entre ellos se mezclan amigos y desconocidos, con sus caras tiznadas por el humo. En ese instante dantesco recuerdo el destino de aquel pequeño gladiador, que al igual que yo fuera empujado al ruedo, él para ser derrotado por otro niño igual a él, que a la hora de la victoria lloró y gritó: “¡No quiero pelear!, ¡no quiero pelear!, ¡no quiero pelear!”. El día siguiente de aquel acontecimiento que guardo en mi memoria, amaneció frío, como todos los meses de junio en mi antiguo país. Con pasitos cortos, las manos en las bolsas de mis pantalones, me fui caminando despacio por la cortada Santos Vega, así se llamaba la calle que desembocaba en el corredor verde por el que circulaban las vías del tren. Al final de la breve caminata llegué a los rieles en cuya orilla había sido la contienda. Tal vez con el temor de encontrar tirado sobre la hierba seca el cuerpo inerte de mi contrincante. Respiré con alivio al contemplar sólo los montículos de ceniza que rodeaban la arena. Corrí hacia las barrancas y miré el caserío mísero del frente; entre sus calles, las cuales dibujaban absurdos laberintos, corrían un montón de niños, traté, entre todos ellos, de identificar al que peleó conmigo, pero fue inútil. Me quedé parado en el borde de un abismo que se me hacía insondable, contemplando la nada y uno que otro cometa que empezaba a elevarse con sus fuertes coloridos, contrastando con el cielo de color plomizo del frío invierno del Sur. Retorné cabizbajo. No había nadie de este lado de la “frontera” delimitada por las dos pandillas, estaba solo y regresé a mi casa. En el camino de regreso me formulé, tal vez, mi primera pregunta en torno a la violencia: ¿Por qué? Había algo que todavía no me explicaba. ¿Por qué se tenía que pelear? ¿Por qué si a mí me dolía tanto oír cuando se peleaban mis padres, tenía que repetirlo? ¿Es que acaso yo tenía que aprender lo mismo? ¿Esto era la vida: pelear, pelear y pelear? Regresé con la cara húmeda en lágrimas y cuando mi madre me preguntó: “¿Hijo, qué le pasó?”, le respondí: “Nada, se me metió una basurita en el ojo, pero ya me la quité”. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Pasaron tres años, y en esas mismas vías, brincando por sobre los vagonesen movimiento, nuestro deporte favorito, un niño fue arrollado por el tren. Más tarde me enteré de que fue el mismo niño con el que me peleé en la noche de San Juan. Estuve convencido de que en aquella noche, sin proponérmelo, había cambiado su destino. En mi mente infantil, poblada de rituales mágicos, estaba convencido de que por haberlo vencido le había arrebatado algo para él importante, lo había transformado en un perdedor, por eso el tren había cobrado su fácil presa. Este sentimiento me acompañó durante mucho tiempo. Pobre niño. ¿Por qué tuvo que morir? Tal vez, porque desprovisto de simpatía, acompañado de su miseria a pesar de contar sólo con 8 años, todo lo que se argumentara a su favor fueron pobres monedas para completar el soborno a la muerte. Sus tristes ojos negros no sufrieron ningún cambio; quizás porque hacía tres años, en medio de las hogueras, ya había una parte de él muerta. Las burlas se elevaban sobre los vencidos y a los vencedores los cargaban en hombros entre vítores y palmadas. Al poco tiempo, nadie se acordaba de él. Los trenes volvían a ser potros de hierro a los que había que domar y, para ingresar a nuestra pandilla, de la cual yo era el más chico, había que correr sobre sus lomos, por lo menos desde la cortada Santos Vegas hasta la calle Urquiza, donde el tren forzosamente tenía que aminorar su marcha para atravesar el paso a nivel, cosa que aprovechábamos para descolgarnos de los vagones y regresarnos caminando. Sobre un montículo de tierra, al lado de la vía una pequeña cruz blanca aferraba un recuerdo, siempre tenía flores, y a pesar que durante muchos días espié para ver quién le llevaba esas flores blancas, nunca pude descubrir a nadie, tal vez era otro fantasma. Pasaron los años ¿Cuántos? Muchos. ¡Qué importa!, cuando volví a la vía, todo se había empequeñecido. El caserío del frente de la barranca ya no existía, su lugar había sido usurpado por un barrio residencial y sus antojadizos laberintos habían sido cambiados por calles perfectamente trazadas. Ningún cometa se alzaba, ni de este ni del otro lado del barranco. A todo le habían robado la magia, ya nada interesante volvería a pasar en ese lugar otrora mágico, hasta la muerte se marchó con tanta pulcritud. “Mi” espacio, se había convertido en un ladrillo más de la gran urbe en que se transformó la ciudad. Ya nunca volveré a la cortada, ya no existe, sólo gracias a mi imaginación puedo recordarla, con eso me basta. — ¡Eh, argentino! Échenos la mano con el marrano. Si lo atamos, usted lo puede jalar con la camioneta hasta el fogón. — ¿Cómo? — ¿Qué le pasa, amigo?, ¿lo ha hipnotizado el fuego, o qué? El fogón ardía. Unas cazuelas de chicharrones pendían de unos ganchos. Los Gobierno del Estado de Nuevo León
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niños corrían de un lado para otro y los preparativos de la boda mantenían a todo el mundo ocupado. A todos menos a mí, hasta ese momento, que me había dejado llevar por el fuego, los gritos y el recuerdo a ciertos abismos olvidados de mi mente. — Argentino, ¿nos echa la mano? — Claro, ahí estoy puesto. ¿Dónde está el marrano?, ¿tienen un mecate?, ¿qué les parece si lo amarramos de las patas y luego lo atamos de la defensa? — ¡Órale! Ya estuvo. El marrano iba dejando un surco de tierra marcada por un reguero de sangre. Me detuve al frente del fogón y descendí de la camioneta, más por mostrarme solícito que por el deseo de ayudar en esa macabra escena. Sin embargo, el grito de mi madrina llegó al rescate: — ¿Dónde se mete? Venga para acá, si usted es el padrino no el cocinero. Ahí déjelos que se las arreglen como puedan, yo tengo tiempo de echarme un cigarrito y tomarme un café con usted. — Madrina, si usted me consiente tanto, aquí me van a empezar a hacer el feo. — ¿Cuál feo? Y si así fuera, peor tantito para ellos. Usted venga aquí conmigo y vamos a platicar de lo que usted quiera. — ¿Seguro? — Nada es seguro, pero hacemos el intento. — Madrina, ¿qué pasa después de la muerte? — ¿Qué le importa? — ¿Cómo? Si usted me dijo que podría preguntar lo que yo quisiera. — Por eso... Aproveche a preguntar algo que sea de utilidad y no algo que no le va a servir de nada. El hablar de lo que pasa después de la muerte es como si usted quiere saber lo que pasa en la casa de su vecino. ¿De qué le sirve? De nada. Mire, Jorge, usted lo único que tiene es esto, y esto es aquí y ahora. Como si fuera poco, no sabemos qué hacer con este aquí y ahora. ¿Para qué nos vamos a meter con una tarea más difícil? — Doña Paula, pero, ¿a usted nunca le interesó qué hay del otro lado? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Yo no estoy hablando de mí, yo estoy hablando de usted. Yo le estoy diciendo que usted no pierda el tiempo para saber qué hay del otro lado, porque de este lado ya tiene suficiente. — ¿Y qué, madrina, con esos que creen en la reencarnación?, esos que dicen que uno se va y vuelve indefinidamente. — ¿Sabe lo que creo?, que están locos. Que es una buena manera de eludir el compromiso que tienen con esta vida. La única que Dios les ha dado está aquí, y que en vez de ocuparse de mejorar y hacer el bien se andan distrayendo con cosas que ni siquiera pueden conocer. No me diga que a usted no le parece sospechoso que le pongan tanta afición a lo desconocido y descuiden dónde tienen las obligaciones. Usted no pierda el tiempo con esas cosas. Esas cosas lo distraen y le hacen perder el rumbo. — Pero, Doña Paula, los budistas dicen... — No sé quienes serán esos, pero estoy segura que son bastante flojos para no ocuparse de lo que tienen en sus narices y andarse preocupando donde no tienen asuntos. — Entonces, Doña Paula, ¿no existe nada después de la muerte? — Cuando se le mete algo es duro de quitarlo. Mire, yo no he dicho que no haya nada después de la muerte. Tampoco he dicho que usted no pueda regresar a esta vida después que se haya muerto, lo que yo le estoy diciendo es que a duras penas podemos con todas las cosas de ahorita y usted le quiere meter más ruido a la boda. Si con los músicos tenemos. Deje en paz a los del otro lado, ellos sabrán cómo resolver sus cosas, y usted dedíquese a éste, que con eso tiene bastante. — Creo que me quedó claro. — Más le vale, si no lo seguimos hasta que lo comprenda. Yo creo que es muy fácil; primero nos vamos a ocupar de lo que es primero y luego de lo segundo. Todavía no nos hemos muerto y Jesús dice: “Bástele al día su propio afán”, y como nosotros somos obedientes, nos vamos a ocupar de lo del día. Si alguna vez nos sobra el tiempo, después de haber trabajado como el burrito y tenemos fuerzas y ganas de hablar de lo que no nos es útil ahorita, entonces hablaremos de qué es lo que pasa después de la muerte. O mejor dicho, qué le puede pasar a usted después de su muerte, porque sepa que a todos no les pasa lo mismo. Mejor que desde ahorita se prepare para que lo que a usted le pase no sea lo que le pasa a la mayoría. Y ahora, no se hable más del tema.
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— Madrina, ¿todavía me queda chanza de hacerle otra pregunta? — Sí, al fin y al cabo hay un montón de gente jalando y a nosotros nos tocó descansar. — ¿Cómo podemos comunicarnos con lo superior? — Espérese. Siempre tan apurado. Ya hemos dicho que lo primero es lo primero, y usted quiere empezar por la última parte del libro. ¿Qué entiende usted por comunicarse con lo superior? — Bueno, a mí me enseñaron que comunicarse es hacer común algo entre dos o más personas. — Bueno, no sólo entre dos o más personas. Usted me está diciendo que quiere comunicarse con Dios, o con lo superior. Eso porque usted tal vez crea que Dios es una persona ¿para usted Dios es una persona? Mejor no nos metemos en un lugar del que no estemos seguros de salir. Por lo pronto vamos a decir que, como en casi todo, también hay tres para comunicarse. Están los dos que están interesados y después siempre aparece un metiche. ¿Puedo comunicarme con Dios sin poderme comunicar conmigo? ¿Se puede parar la cabeza y hacer silencio para escuchar la voz de adentro? ¿Puedo comunicarme con Dios sin poderme comunicar con los otros? ¿Por dónde debo empezar? ¿Qué es lo que debo hacer para realmente comunicarme? Usted cree que son sólo habladurías. No, no lo son. Es muy difícil eso que usted dice. Nosotros sabemos mucho de todo, pero es sólo chisme. De las cosas que importan sabemos muy poco. No, si no es tan fácil. El problema es que nosotros hacemos de todo poca cosa. Como el sebo que se derrite, una vez que lo agarra el fuego no deja nada, así como el fuego somos a veces nosotros. Vaya a ver la sartén con chicharrones ¡Nooo, si están que se desparraman! Al cabo de un rato quedan menos de la mitad, y cuando se terminen de cocer no queda ni la tercera parte. Así hacemos con todo. ¿Cómo voy a hablar conmigo misma? Y ¿cómo voy a tener algo en claro para decirles a los demás si yo no lo tengo claro? Lo que primero tengo que hacer es saber qué quiero decir y a quién, y cómo. Después viene lo otro. — Pero, ¿cómo voy a saber lo que quiero decir? — Usted ya sabe, porque lo hemos platicado mucho que todo esto que llamamos realidad es puro chisme. Que unos dicen que güiri güiri y que los otros le siguen, y el chisme no se acaba y ya no hay nadie que lo pare. Así andan pobrecitos la mayoría de los hijos del Señor, de un chisme en otro chisme y sin poder hacer nada. Entonces, lo primero que tenemos que hacer es parar el chisme. Porque, ¿dónde nace el chisme? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— En la cabezota — Ándele, en la cabezota. Entonces, lo primero que hay que parar es la cabezota. Porque si no para la cabezota, no puede parar el chisme y con el chisme no llegamos a ningún lado. ¿Está claro? — ¿Qué pasa cuando se para la cabezota? — Ya no hay chisme. Por un lado. Pero lo más interesante es lo que pasa cuando ya no hay chisme. Porque la naturaleza no puede dejar nada vacío. Entonces, donde hubo chisme tiene que aparecer otra cosa y esa cosa es lo que nos interesa, esa cosa es nuestro asunto. Lo triste es que no se puede hablar de ello, porque si hablamos de ello ya lo convertimos en chisme. Y parece que estamos en el mismo lugar que empezamos. ¿No le parece a usted que estamos en el mismo lugar en el que empezamos? — Bueno, sí y no. — Eso ya suena interesante. A ver cómo está eso. — Madrina, yo creo que si volvemos a ponerle palabras a eso nuevo que empieza a manifestarse en nuestra mente, estamos haciendo una teoría o como usted le llama: “un chisme”. Es como si tuviera que volverme respetuoso de eso nuevo. Siento, además, que no tendría herramientas para clasificarlo o para describirlo. — Bien, Jorge, por ahí va, está cerca. Tome todo esto que le dije como un chisme, para que no llene de nuevo su cabezota de otro cuento. Entonces, vamos a quedar en que para podernos hablar a nosotros mismos y juntarnos con eso que en nosotros es verdad, tenemos que aprender a parar el chisme. A ver cómo le hacemos. Si lo hacemos, si somos capaces de hacer esto, si logramos detener el güiri güiri y escuchar al que sabe dentro de nosotros ya tendríamos algo qué decir, que no sean palabras huecas. Ahora sí, podríamos intentar entendernos con el otro, ponernos en un tanto. Pero no lo vamos a hacer hablando. No, señor. Lo vamos a hacer escuchando. Entonces, cuando escuchemos, el que sabe dentro de nosotros va a sopesar las ideas, va a desechar las que sean chisme y le va a poner atención a las que sean realidades y a ésas les va a contestar, si es que hay alguna y si él considera que vale la pena romper el silencio. Si no, se queda callado, al fin de cuentas en boca cerrada no entran moscas. ¿Va agarrando algo? — Creo que sí, madrina. — ¿Cuál creo? ¿Sí o no? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Es que no estoy muy seguro de comprender todo lo que usted me está diciendo. Una parte mía está segura de que lo que está escuchando es así, y la otra duda si está comprendiendo todo. — Eso es todo. Me doy cuenta de que está agarrando. Por último, nos queda la plática más interesante, con eso que usted llama lo superior. Primero vamos a cambiar de opinión acerca de a qué nombramos como superior. La forma más simple es decir que es todo aquello que usted siente por sobre usted, por encima de todo y por sobre las cosas de este mundo. Podríamos decir que también llena todo lo desconocido y lo conocido, lo ordinario y lo extraordinario. También que es todo aquello y todo esto, que aunque usted no sepa bien qué es, usted le obedece y respeta. Y aquí está la sorpresa: cuando detengo el chisme y se empieza a manifestar en mí eso otro, me doy cuenta de que lo que tengo adentro y lo superior tienen las mismas palabras, se entienden sin ningún lector de por medio, sin que tenga que agarrar algún libro porque no alcanzo; con eso pueden platicar de las cosas como son. Esa es la verdadera comunión, más allá del ruido que hacen las que usted llama cacatúas. En ese lugar, todo y todos nos entendemos. Hay que fregarse para llegar a ese lugar, y no se vaya a creer que es estar ahí y se acabó. Uno sufre mucho ahí, pero ya no por uno, ya no es el sufrimiento mezquino, ya no es el sufrimiento egoísta, ya uno sufre dándose cuenta, ya uno sufre por que ese es el camino que eligió, ya uno sufre para ganarse la verdadera libertad. Ahora acompáñeme a ver cómo van los preparativos para la boda. Al fin y al cabo, para cuando termine de rumiar todo lo que le he aventado ya será una nueva semana. ¡Ah! por cierto, si usted me hubiera preguntado acerca de la muerte, hubiera sido otro cantar. Sobre la muerte hay mucho que platicar, pero después de ella, nada. — Con lo que me llevo, ya tengo bastante por ahora. A decir verdad, no sé por dónde empezar. Afuera del rancho todo era ajetreo y algarabía, adentro de mi cabeza todo era una revolución. Si no hubiera yo sido el padrino de la boda, me hubiera montado en mi camioneta y hubiera huido del patio de tierra. ¿Hacia dónde? Creo que se lo sospechan. Estaría inspeccionando mi biblioteca, buscando calmar la ansiedad que me producían las palabras de mi madrina. Así que allí estaba, atrapado en el padrinazgo mexicano, experimentando ese nuevo papel que siempre me había llenado de curiosidad. Ahora tendría compadres y comadres. Ese pensamiento me distrajo de la plática que había mantenido con mi madrina. Me senté y recosté la espalda sobre la pared del rancho, había un pequeño zócalo de material y más allá se extendía la explanada de tierra humedecida, lista para el baile. Unos hombres extendían los cables de la fuente de energía para los instrumentos de los músicos; otros acomodaban mesas y sillas, acarreaban bolsas de hielo, cajones de cerveza y refrescos, todos hacían algo, chicos y grandes, sólo yo Gobierno del Estado de Nuevo León
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observaba. Entre todo el movimiento, Doña Paula impartía órdenes a diestra y siniestra. En un momento, pasó cerca de mí, me miró, sonrió y me dijo: “yo soy la directora de la orquesta”, y siguió compenetrada en su papel. Entre el tumulto de gente se iba abriendo paso, todos la saludaban con respeto, de repente sentí una necesidad imperiosa de preguntarle algo: — ¡Madrina!, ¿cómo paro la cabezota? — (Sin siquiera voltearse) Mantenga la cabezota donde está su cuerpo. A partir de ahí, lo único que hubo fue boda. Hasta terminé bailando en la pista de tierra remojada. Antes que empezara a clarear me estaba despidiendo de mis recientes ahijados y de mi ahora comadre, Doña Paula. — Padrino, ¿por qué no se queda a descansar aquí con nosotros? Le preparamos un cafecito…— me invitó mi reciente ahijada de boda. — Gracias, Mona, pero mejor me voy para casa porque están mis hijos solos y no les avisé que no llegaría a dormir. Quizás estén preocupados. Pero entre semana vengo a visitarlos. — Váyase con cuidado— con voz firme dijo Doña Paula—. Al fin y al cabo más vale llegar tarde seguro y no ir arriesgándose por esos caminos con tantos locos sueltos. — Descuide, comadre—estrené la nueva relación que tenía con mi madrina, ahora también era mi comadre —, me voy bien despacio. — Que cómo están sus hijos, y si tiene noticias de su mamá me le manda muchos saludos. Diosito la cuide para que esté bien la pobrecita. — Cómo no, yo se los doy de su parte, comadre. Como era habitual en mí, después de saludar a Doña Paula hacía un recorrido para despedirme de sus hijos, de sus nueras y de los niños que iba encontrando a mi paso; luego me subía a mi carro, mientras Doña Paula y su hija aguardaban en el marco de la puerta de la cocina, abría la ventanilla y me despedía nuevamente con un saludo de mano. Ahora sí podía arrancar y partir. Como siempre reflexioné, ahora le tocaba a mis idas y venidas, no sólo al rancho, sino a mis permanentes idas y venidas, sobre las veces que me sorprendió la vida en los andenes de los trenes, en los aeropuertos, las terminales de autobuses; las bienvenidas y las despedidas, formaban parte inherente de mi vida, eran una constante. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Recuerdo una, especialmente significativa. Era de noche y el frío invierno se enseñoreaba en mi provincia de Córdoba. Sentado frente a mí, fumando un cigarro como era habitual en él y deleitándose con el aroma del humeante café expreso, se encontraba mi padre. En unas dos horas saldría su tren. Su mirada navegaba con lentitud sobre sus recuerdos, como si al conjugarse el vapor de la taza humeante con el denso humo del cigarro se generara un espacio en el que se daban cita los fantasmas de los sueños. No sé, no recuerdo quién rompió el silencio. Creo que fui yo. En aquella época tenía un montón de reproches. A mis 26 años había acumulado una extensa lista. A saber: ¿Por qué nos abandonaste? ¿Qué culpa teníamos nosotros si éramos unos niños de 3, 6 y 8 años? ¿Por qué a la hija de tu segundo matrimonio y a los hijos de tu mujer les diste todo lo que necesitaban para crecer, y a nosotros nada? ¿Por qué a pesar del talento de mis hermanas ellas tuvieron que abandonar sus estudios para ponerse a trabajar por tu falta de apoyo? ¿Por qué a tu hija cuando cumplió 15 años le regalaste un carro, mientras a nosotros estaban por desalojarnos por no tener dinero para pagar la renta? Una larga lista de porqués, todos ellos para mí sin ninguna respuesta que no fuera el resentimiento contra ese hombre que estaba sentado frente a mí y era mi padre. Un resentimiento que se mezclaba con la profunda admiración que sentía por él y el amor de un niño de seis años, el cual seguía viviendo en ese hombre de 26 que era yo. Y empecé, tranquilo, también yo me había contagiado del ritual del café. ¿Papá, por qué…? Y así fueron brotando uno a uno. Sin lugar a dudas eran un reproche, una larga ristra de reproches, pero no salidos del coraje, sino salidos del dolor, de ese dolor profundo que a veces se instala en el alma como un tornillo y es difícil de quitar. Le conté de mi hermana más pequeña, quien había empezado su carrera de Medicina y que, siendo una alumna brillante, tuvo que desertar en tercer año porque su trabajo de medio día no era suficiente para completar el ingreso que la familia necesitaba para subsistir. Entró a trabajar en una nevería, en la cual trabajaba cerca de doce horas por día. Le conté de mi impotencia, de mis esfuerzos, de mis madrugadas a las cinco de la mañana para ir a buscar el furgón de repartos y visitar 60 changarros diarios, repartiendo cigarros; de las dos veces que me asaltaron; de cuando mi compañero no vio a una señora y la atropelló. De cuando asesinaron a mi patrón porque se resistió a que lo despojaran del dinero recaudado en el día. De mi hermana mayor trabajando como secretaria y deambulando de una empresa a otra para sortear los intentos de abusos. De la carrera que tuve que abandonar aunque era mi vocación porque trabajaba todo el día. De cuando a los trece años entré a trabajar en una carnicería, y a los quince acomodaba carros en una cochera. De mis estudios de noche, y también le conté de lo cansado que llegaba a mi casa.
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Le compartí cómo me sentía, siendo todavía un niño, al luchar además por mantener mis calificaciones para que no me quitaran la beca de estudios. También le hablé de la vez que fui seleccionado para recitar una poesía y no pude ir porque no tenía zapatos; de mis experiencias como vendedor de cremas, sellos de goma, libros, avisos publicitarios, etc. etc. Tenía dos horas para hacer un cuadro comparativo de las injusticias, de las diferencias existentes entre la nueva casa que él había formado y lo que había sido nuestra realidad. A todo esto, deberíamos sumar algo que todavía me genera un poco de inseguridad: la amenaza mensual de desalojo por atraso en el pago de la renta. Siempre debíamos cuatro, cinco o seis meses de renta. Bueno, para qué abundo en detalles, los que han pasado por alguna de estas situaciones lo comprenderán en el acto y los que no, batallarán para hacerlo o no lo comprenderán nunca. Mi padre me escuchó, en ningún momento me interrumpió. Era la primera vez que sentía que todo su ser estaba receptivo. Terminé de platicarle esa parte tan dolorosa para mí de la historia, de mi propia historia. Él hacía unos momentos que se había quedado cabizbajo, levantó su mirada, tenía los ojos brillosos por las lágrimas contenidas, cogió la taza de café y le dio un pequeño sorbo como para aclararse la voz. Esa noche escuché la voz áspera, ronca, de mi padre: — Hijo, han pasado tantas cosas. No he sido un buen padre con ustedes y a juzgar por como han salido los hijos de mi mujer y la hija que tuve con ella, tampoco he sido un buen padre con ellos. Pareciera que todo lo que más he amado en mi vida lo he destruido. Creo que de nada te serviría que te pidiera disculpas. Sin embargo, quiero decirte algo. Los he visto, tanto a ti como a tus hermanas, luchar, forjarse como seres íntegros; tus logros te pertenecen, son tuyos, incluso a pesar de mi falta de apoyo, eso debe de enorgullecerte. También me siento orgulloso de tus hermanas. No puedo decir lo mismo de mi otra hija y de los hijos de mi mujer, tú sabes que los corrí de la casa. A mi manera, estoy seguro que no fue la mejor, los quiero, y creo que hice lo mejor para ustedes: apartarme de su camino, y eso lo demuestra el que cada uno de ustedes está preparado para vivir con dignidad. Ahora, hijo, esto que te voy a decir quizá te parezca cruel, pero puedes usar toda tu vida para culparme y decidirte a ser un mediocre porque tu padre te abandonó, o partirte el alma y hacerte cargo de tu propia vida. No va a ser fácil, pero no veo otra manera, es muy difícil reparar el pasado… El largo silbato del tren anunciaba su pronta partida. Con movimientos lentos apagó el cigarro y bebió el último trago de café. Se puso de pie, seguí sus movimientos, tal vez un poco más ágil. Cargué su maletín de mano y lo acompañé en silencio hasta el andén. Buscó en las bolsas del saco su boleto y levantó la vista buscando el número de vagón. En la puerta del vagón el guarda lo invitaba a apresurarse, era el último en subirse, dejé su maletín en el suelo y nos dimos un largo y sentido abrazo. Me reencontraba con mi padre. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Desde ese instante, hasta el día de su muerte cuatro años más tarde, no hubo reproches ni reclamos. Me decidí a amarlo y a respetarlo. Como nadie puede ser indiferente al amor, él hizo lo mismo y fuimos los mejores amigos. No pasaba un día, si él se encontraba en nuestra provincia pues viajaba mucho, sin que nos habláramos y repitiéramos el ritual del café. Sé que sin ese encuentro mi vida no hubiera sido la misma, tendría un montón de interrogantes que nadie podría responder. Sé, también, que la respuesta de mi padre a muchos les pudiera parecer una justificación, pero a mí no. Yo vi sus ojos, yo escuché su corazón hablándole a su hijo amado, yo sentí su soledad, su tristeza, su deseo de que todo hubiera sido diferente, yo sentí en él mis propios sueños, mis propios deseos, mi propia sangre fluyendo por sus venas y la suya entremezclándose con la mía. Aquella noche, aquel andén, aquella estación de ferrocarril, aquel instante cambió mi vida. El salto y el ruido que sentí debajo del carro me sobresaltaron. Una piedra había golpeado el carro. Miré hacia atrás, no alcancé a divisarla, la tierra engullía todo. Otro tren se dibujaba en el horizonte y yo seguía paralelo a la vía. Jugué con las palabras, vida, vía, y después de escoger un número al azar me puse a contar los vagones. También el tren quedó atrás, junto con los recuerdos. Divisé la silueta del panteón y supe que estaba llegando a García. Quería estar en casa, reencontrarme con mis hijos, ahora me tocaba estar del otro lado, ahora era padre ¿Estaría haciendo bien las cosas? ¿Qué es hacer bien las cosas? ¿Me llegarán a amar mis hijos como yo amé a mi padre? Me di cuenta de que las respuestas no me importaban por mí, sino por ellos. Dios quiera que un día se encuentren con esa relación profunda y significativa que puede surgir en el encuentro de padre e hijo. Yo estaré siempre esperando ese encuentro. La mañana se había enseñoreado y la ciudad había adquirido su ritmo habitual, el llegar a mi casa se había convertido en una necesidad imperiosa. Al cerrar la puerta de la calle y sentir el olor inconfundible de mi hogar todo mi ser se relajó, esperaría a que mis hijos regresaran de la Facultad. Empezaba un nuevo día.
Reflexiones Demasiado doloroso para reflexionar. Pareciera que hay que tomar cierta distancia para poder hacerlo y hasta ahora no he podido. Tal vez mi conciencia me guarda lo más difícil. Mi única reflexión pudiera ser una invitación al encuentro, desde una realidad que no sea la histórica, sino que sea mucho más liberadora, mucho más comprometida, y con la capacidad de desdibujar un mapa lleno de recuerdos y reemplazarlo por la infinita ternura de los reencuentros. Gobierno del Estado de Nuevo León
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CapĂtulo VII La recurrencia de las pesadillas
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Capítulo VII La recurrencia de las pesadillas 47. Kun, la opresión, el agotamiento El juicio Los tiempos de adversidad son el reverso del éxito; sin embargo la tribulación puede conducir al éxito, si le sobreviene al hombre capaz. Cuando un h zombre fuerte se encuentra ante la adversidad, se mantiene sereno a pesar del peligro; esta serenidad es la base de sus éxitos posteriores. La imperturbabilidad es más fuerte que el destino. El hombre que deja quebrantar su espíritu, seguramente no tendrá éxito. Mas, si la adversidad lo doblega solamente, crea en él la capacidad para reaccionar. Esta fuerza tendrá que manifestarse paulatinamente. Ningún hombre inferior tiene la capacidad. Sólo el Gran Hombre crea buena fortuna y se mantiene sin mácula. Suele carecer de influencia exterior; sus palabras no tienen efecto. Por eso es importante durante el tiempo de la Adversidad, mantener la fuerza interior y ser parco en palabras. I Ching. El libro de los cambios. 1976: 281-282
Sentí la dureza del FAL (fusil-ametralladora liviano) en mi estómago mientras una mano me arrojaba contra la pared. Un teniente que parecía escapado de alguna mala serie de televisión gringa daba órdenes a gritos al resto de los soldados, éstos corrían por toda la casa con sus pesadas botas. En pocos segundos todo era un desastre. Un sargento me tenía encañonado, lo miré fijamente a los ojos, los encontré vacíos, no percibí nada. Un niño lloraba, era mi hijo, no había ningún otro niño en la casa. Todo se transformó en una pesadilla, mi mente no encontraba ninguna respuesta, a decir verdad ni siquiera la buscaba. Había escuchado contar a mis compañeros de Facultad acerca de los allanamientos de domicilio que estaba realizando el ejército en sus hogares, en operativos conjuntos con la policía. Sin embargo, esto superaba mi imaginación. Irrumpieron a eso de las tres de la mañana. Escuché un violento sonido de láminas, después deduje que habían sido las compuertas traseras de los camiones de asalto; todavía medio entre sueños escuché el ruido de las botas corriendo por el asfalto y los gritos que surgían de todos lados, por último el golpe feroz, despiadado, contra la puerta de calle de la casa. No sé cómo, pero ya me encontraba abajo, encendiendo la luz del pequeño vestíbulo de la casa de mi madre, la cual compartíamos con mis hermanas, mi esposa e hijo. “¡Aquí vive Jorge Luis Estrella!”, vociferó el teniente de guantes de piel negra, Gobierno del Estado de Nuevo León
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cuyo rostro, a pesar del tiempo, no he podido desdibujar. “Jorge Ulises Estrella”, corregí. No alcancé a terminar mi nombre cuando fui arrojado violentamente contra una esquina de la entrada, e inmediatamente encañonado por una pistola y un rifle automático. Todo sucedía tan deprisa que parecía una película, y lo peor del caso era que todavía no tomaba conciencia de que el protagonista era yo y, por supuesto, toda mi familia. Mi hermana menor dormía en el cuarto contiguo al nuestro. Siempre se había caracterizado por tener un sueño muy profundo, al decir nuestro, podríamos tirar la puerta abajo y ella no se despertaba, esta vez no fue la excepción. A pesar de todo el alboroto, ella seguía plácidamente durmiendo. Luego me enteré de que cuando los soldados encendieron las luces y la encañonaron con sus armas, ella los miró, se dio vuelta, se tapó la cabeza y dijo: “estoy soñando”. No les quedó más remedio que levantarla como ellos están acostumbrados a levantarse, a los gritos. Una gran sabiduría la de aquel que dijo: “Todo reprimido es un represor”. Tal cual, en este caso fue infalible. Durante tres horas se ocuparon sistemáticamente en dar vuelta a toda la casa. No quedó cajón, closet, puerta que no se abriera, colchón que no se tirara al piso. Y delante de toda mi familia, de mi mujer, de mi bebé de ojos azules y carita sorprendida, me cargaron en un camión, me esposaron, me vendaron los ojos y lo último que escuché antes del pesado y ruidoso movimiento de los hombres máquinas fue el clamor de mi madre. Lo demás fue una pesadilla, no puede haber sido cierto. Creo que nunca más volví a ser el mismo. Comprendí en carne propia el sentido de esa película que se llamó Todos estamos bajo libertad condicional. Me di cuenta de que el concepto de libertad "exterior" es una fantasía de nuestra mente. No existe nada tan frágil, en cualquier lugar del mundo, como nuestra pretendida libertad exterior. Quizás allí comenzó mi búsqueda, tal vez, a partir de ese momento en el que comprendí mi propia fragilidad, decidí buscar algo más real, algo que no se agote tras unos barrotes, algo que no pudiera destruir una bala o un golpe, siempre irracionales. Recuerdo, en este momento, aquel diálogo entre un capitán inglés y Mahatma Gandhi cuando este último estaba en prisión y el militar le decía que lo único que había conseguido era estar privado de la libertad, a lo que el gran líder de la revolución pacifista respondió: “Yo, estando tras estos barrotes, soy libre; usted, allí afuera, es el prisionero.” Pero, en esa época, como en tantas otras de mi vida, lo único que hacía era sobrevivir y además, intentar sobrevivir con una fuerte formación católica. Doce años con los sacerdotes franciscanos habían sido suficientes para que mi concepto del bien y del mal estuviera muy cristalizado y limitara mis posibilidades de cuestionarme más profundamente mis principios. Mi vida, en ese entonces, transcurría con esa Gobierno del Estado de Nuevo León
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frase gastada por la clase media: “Pobre pero honrado”, y trataba de no profundizar en ella, de perdido hoy me pregunto qué es ser honrado y cuál es el significado de la pobreza. El solo hecho de preguntármelo me abre la puerta a otros horizontes, al menos a la posibilidad de cuestionarme si quiero seguir repitiendo mecánicamente ese paradigma, si puedo intentar vivirlo de manera más consciente o simplemente abortarlo de mi repertorio. Por esta misma formación católica, lo primero que hice fue refugiarme en la oración. Una oración silenciosa, una sumisión que no sabía de dónde me venía, si de la impotencia de saber que nada podía hacer o de la convicción de que nada iba a pasarme. Por supuesto que esa convicción surgía de algún lugar fuera de toda lógica. Por el contrario, creo que la lógica indicaba que mis posibilidades eran mínimas. Con el tiempo esta sumisión se transformaría en rencor, en un sentimiento de agresión hacia mis captores. El origen de ambas tal vez, fuera el mismo: El miedo. Quizás debería comprometerme más en esta respuesta, estoy seguro de que el origen de ambas fue el miedo, y ahora sí, tal vez, eso fue lo que más coraje me dio: el reconocer mi vulnerabilidad. No importa qué tan seguro creyera estar, qué tan a salvo me sintiera, nada de esto era cierto, nunca iba a estar seguro, nunca iba a estar a salvo. Independientemente del juicio de mis captores, comprendí que ni yo, ni mis hijos, ni mi compañera, ni los millones de habitantes de mi país estábamos a salvo. Quizás nunca lo estuvimos, pero ahora lo sabíamos, ahora estábamos conscientes de nuestra vulnerabilidad. Eso fue lo espantoso. Lo realmente espantoso, al menos durante el período que duró la denominada “guerra sucia” en Argentina, fue comprender la relatividad de nuestra propia seguridad y la de los seres que nos rodeaban. En aquella época el sentimiento de vulnerabilidad estaba totalmente vinculado al de incertidumbre, y la incertidumbre generaba angustia y ansiedad. La oración dio lugar a la creación de otro espacio, un espacio distante de mis captores, distante de la pesadez de la máquina de guerra desgarrando nuestras calles, un espacio de vacuidad, de ausencia, de silencio, ni siquiera quedó el monólogo interior, ni siquiera la especulación de qué sería de mí. De mí, de mi derredor, de los demás, no quedó nada, literal y realmente nada. A mi alrededor empezó a surgir un muro. Sus paredes eran blancas, lisas, pulcras, se extendían por doquier, ni siquiera mi vista podía encontrar sus límites, sus bordes. El silencio producía un silbido continuo, penetrante, nada podía sucederme detrás del muro, pero a la vez me condenó a una prisión de la cual tardé diez años en poder escapar. No puedo negar que el muro funciona, claro que funciona y lo hace muy bien, todavía, cuando veo militares puedo sentir el recuerdo de sus paredes opresivas y su blancura absurda, su blancura de nada. Gobierno del Estado de Nuevo León
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La camioneta en la que viajaba me sacó de los recuerdos, los brincos entre las piedras, la tierra y el sol me lanzaron a otra realidad, no sé si mejor o peor, pero sí muy diferente. Me dolía la espalda, no había manera de sostenerme y el olor rancio de la gente de campo se mezclaba haciendo imposible que siguiera recapitulando aquellos pasajes de mi historia. Y a decir verdad, ¿qué era mi historia comparada con todo lo que vivía aquí y ahora? De nuevo el olor penetró en mi nariz, justo cuando el “mueble” disminuyó su marcha, traté de separarlo: tierra mezclada con un sudor dulzón y pesado, hierbas aromáticas del campo y el olor medio ácido del sexo cuando no se oculta tras los perfumes de jabones o se atenúa con el agua, por allí inexistente. Recordé el libro El perfume; ahora sabía cómo se podía estructurar el conocimiento a partir de los olores, cómo ese sentido tan primitivo sigue vivo en nosotros, suavizado, tal vez, pero hay tantas cosas que se han ido suavizando, pareciera como si nos fumigaran con anestesia todos los días. Es la única explicación que a veces encuentro para justificar tanta indiferencia. Sentí la piel reseca, ardiente; las mujeres cotorreaban de una boda, pero como lo hacían todas a la vez, no alcanzaba a entender nada. Un viejo con su sombrero de paja, de piel apergaminada, piel como cuero curtido por mil soles y arrugas que parecían pictogramas tallados con mano dura, observaba la inmensidad; haciendo gala de un equilibrio asombroso un par de muchachos jóvenes estaban sentados en la compuerta trasera, hablaban bajo y de repente se quedaban en silencio. ¿Qué hacía allí?, ¿qué buscaba?, entre esa gente, en ese desierto, donde lo único que había visto eran unas cuantas lagartijas, algunas liebres o conejos, un par de zorros, muchas serpientes de cascabel y tierra por doquier, árida, pero llena de una vida desesperada. En ningún lado como en esa tierra semidesértica, había sentido el deseo de todos los seres de aferrarse a la vida con tanto ahínco, con una obstinación que lleva al matorral más insignificante a convertirse en un sobreviviente implacable. ¡Oh, sorpresa! Dije sobreviviente implacable, tal vez encontré la respuesta a mi pregunta, tal vez eso haga aquí en esta tierra: observar a otros con los cuales la vida me ha hecho empatizar sin que me diera cuenta. Las personas, las plantas, los animales que pueblan estas tierras viven un delirio de vida, tienen que estar conscientes de que están vivos, pueden morirse sin siquiera darse cuenta. Tan lejos de las fuentes en las que abrevamos los intelectuales, tan simples, tan llanos, tan parcos y, sin embargo, tan repletos de la sabiduría silenciosa de esta tierra. ¿Dónde quedó el teniente de guantes de piel negra? Parecía sacado de una caricatura grotesca, de un remedo del absurdo, con su voz chillona, castrado por su miedo; sí, sentí más su propio miedo que el mío, o mejor dicho su miedo que se Gobierno del Estado de Nuevo León
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mezclaba con el mío hasta confundirse en una masa pegajosa, informe. Tal vez en mi inconsciencia no me daba cuenta qué sucedía. Me parecía tan absurdo que quizás me refugié en alguna de las tantas películas o en una novela de ficción ¿Qué tal Fahrenheit 451, de Bradbury? La cuestión era que yo seguía siendo yo y podía mirar a los ojos a mis captores, y lo único que veía eran máquinas deshumanizadas en sus uniformes de correas, pistolas, botas y estupidez. Como me pasaba a menudo, había vuelto a caer en la trampa de mi mente; cada tanto me pasaba, aun a tantos miles de kilómetros del escenario de estos acontecimientos volvía mi mente a caer en el sopor de la trampa de los recuerdos. Volvía a aparecer el rostro de la violencia. Tenía que hacer algo para liberarme de esta cárcel sin barrotes, de esta cárcel que existía porque, como ahora, yo le estaba dando vida. Pero, ¿cómo? cómo liberarme de los fantasmas que acuden presurosos a una cita a la que nadie los invitó y sin embargo, llegan puntuales, siempre llegan. Otro brinco de la camioneta volvió a sacarme del recuerdo, del sufrimiento, y otra vez sentí el olor, pero esta vez lo sentí muy cerca de la vida. El otro, el de los militares que sacrificaron tanta juventud inocente, era un olor pestilente en el que se mezclaba grasa, pólvora, acero y muerte. El olor de la camioneta me supo a vida, a riqueza, a sueños, a despertares de cara al sol, a atardeceres que sucumben con el ajetreo de los pájaros buscando sus nidos, a hierbas, a hombres y mujeres que le apuestan cada mañana a la vida. En ese momento me sentí vivo, me sentí libre, me sentí responsable de mí mismo, comprendí que allí estaba muy cerca de lo que buscaba. Más tarde encontraría conceptos que me ayudarían a entender con la cabeza aquello que en ese instante comprendía con el corazón. Si quisiera sintetizarlo con una expresión diría, refiriéndome a ese instante, ¡Aquí se vive! Claro, después comprendería el sentido del viejo dicho: No todo lo que brilla es oro. Pero lo hermoso era que en ese momento, para mí, allí estaba la “realidad” y ellos como parte de la realidad; no había conceptos, ni palabras, ni imágenes entre ellos y la realidad; a veces creo que ni sueños, tal vez, ni siquiera esperanzas, como si nada se interpusiera entre esos instantes y la percepción.
Una televisión en el desierto La camioneta se detuvo y la voz de Doña Paula me sacó del trance: — ¿Qué le pasó a su mueble? Cuando me levanté hoy a la mañana vi que lo dejó aquí afuera ¿O ahora se decidió a viajar de aventón? ¡Mona! — vociferó— Aquí llegó tu compadre. Prepárale unas gorditas y pon unos frijolitos. ¡Ándele, atienda bien a su compadre!, pon agua para un café. Pásele, siéntese. ¿Cómo le ha ido? Gobierno del Estado de Nuevo León
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— ¿Qué tal, madrina? (Tomé su mano y le di un beso). Tuve que dejar el carro porque me quedé sin batería, no me di cuenta y dejé la luz de adentro encendida. Esta mañana tuve que pedir un aventón e ir a buscar una batería nueva, así que espero que ahora arranque. Pero en este viaje de vuelta venía viendo televisión. No para la cabezota. — Sí, pero el canal equivocado. Si usted quiere “agarrar” el canal correcto deje la cabeza de lado. Póngale un hasta aquí y va a ver televisión ¡Qué digo televisión! ¡Televisionzota! — ¿Cómo está eso, madrina? — Primero coma, luego vamos a cambiar opiniones. Mona, mi ahijada de boda y también comadre, ya que le había ayudado a bautizar una niña, trabajaba afanosamente en la cocina; Tema, la nuera de Doña Paula, hacía gorditas de harina de nixtamal y dos de sus niños acarreaban leña hacia el fogón que empezó a crepitar rápidamente. Con gran diligencia me atendían las mujeres del rancho bajo la mirada supervisora de Doña Paula, a quien no se le pasaba ni el vuelo de una mosca; todo giraba a su alrededor, no había ninguna duda de quién mandaba en el rancho, ¡qué digo en el rancho!, su radio de influencia llegaba mucho más allá del propio ejido de Sabanillas. — Madrina, ¿me explica? — Espere, si no andamos corriendo, primero termínese el café mientras yo me echo el cigarrito. Hay tiempo de sobra. Tomaba el cigarro con los dedos de la mano derecha y, en un ritual atemporal, comenzaba a amasarlo entre los dedos hasta que parte del tabaco salía por sus puntas, se lo quitaba con delicadeza, miraba la tarea realizada y con un gesto de satisfacción se dirigía a las mujeres y ordenaba: “A ver, tráeme fuego”, o “tú, chico, enciéndeme el cigarrito”. Daba una fuerte fumada, contemplaba cómo el humo denso subía hasta las vigas y se desvanecía, me miraba y decía: — Bueno, ¿qué quiere saber? — Lo de la televisión… ¿cómo elijo el programa? — En primer lugar, no corra. El peor pecado que han inventado ustedes en la ciudad es el de ir cada vez más rápido. Como si tuvieran un lugar a dónde ir, ni siquiera se dan cuenta de que se los está llevando la fregada, no importa, quieren llegar más rápido. No se dan cuenta de que todo está aquí (se señala la cabeza). Si la cabeza no estalla, si no se pone en un tanto con las cosas, todo Gobierno del Estado de Nuevo León
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lo que creemos que agarramos no sirve. Ustedes, los de la ciudad, creen que mientras más cosas tengan les va a servir de algo, o mientras más palabras de las cosas se aprendan, más conocen. Vea, Jorge, es todo al revés: mientras menos cosas cargue la cabeza, menos atormentada va a estar, entonces usted puede ser más libre. Pero si se quiere aferrar a todos esos libros que lee y cargar a cuestas con toda esa gente que a usted no le interesa, o con carros, cosas y toda esa basura, no habrá con el tiempo ninguna diferencia entre usted y un marrano. Tiene que entender. Si su cabeza está ocupada en lo propio, en sus historias, no va a tener espacio para lo que nos interesa a nosotros. No es haciendo como usted se va a dar cuenta de lo que es realmente importante. Pare la cabezota, y va a ver lo que tiene que ver. No corra y se va a dar cuenta que no hay ningún lado a dónde ir. Todo está aquí, frente a su propia nariz y no lo quiere ver. — Madrina, ¡claro que quiero verlo! — Eso es lo que usted dice. Pero si quiere verlo ¿para qué le anda poniendo tanta afición a las cosas y a lo que la gente dice? ¡Aguas con los lectores! Hay mucha cerrazón en sus cabezas, y si llegan a “agarrar” algo de las cosas, tienen que pasar muchos años para vaciar la cabeza de tanto ruido. El Camino Integral depende de la disminución, no del aumento: para corregir tu mente, confía en el no hacer. Deja de pensar en complicaciones y de aferrarte a ellas. Conserva tu mente despejada y plena. Mantén tu mente clara como el cristal. Evita fantasear y deja que emerja tu pura percepción interior. Calma tus emociones y mora en la serenidad... Recuerda: si puedes cesar toda tu incansable actividad, aparecerá tu naturaleza integral. Lao Tsé, 1995: 79
Abrí mis oídos y se llenaron de silencio, el canto de un pájaro inundó la cocina. Doña Paula sonrió y señaló el espacio, en el cual todavía flotaba el trino.
Algo acerca del silencio Posterior al eco del trino sobrevino el silencio. Comprendí que éste retornaba porque el ruido se había marchado. Sin embargo, nada indicaba que no regresaría; es más, continuaba latente, como si algo señalara que todo volvería al bullicio, el mismo que la mayoría de las veces reinaba en el rancho. Me dirigí a Doña Paula y fue como si la sacara de un letargo, primero me miró con dulzura, me sentí como un niño abandonado, Gobierno del Estado de Nuevo León
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luego sus ojos volvieron a arder como dos carbones, profundos, penetrantes, repetí la pregunta que se había perdido en el aire: “Doña Paula, ¿qué pasa con el silencio?”. Con ese fino humor que la caracterizaba me respondió: “Lo acaba de romper”. Y rió con picardía. Luego se puso solemne, en esos momentos sufría una verdadera transformación, se alejaba del lenguaje ordinario o cotidiano y se expresaba de una manera sorprendente: — Escuche, Jorge… el ruido sólo se ha marchado, cuando regrese invadirá el espacio que hasta ahora ha guardado silencio. Lo real, lo que siempre está es el silencio, el alboroto es sólo un intruso, lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a él. El ruido es como esa parte egoísta que todos tenemos, realmente no viviría por sí misma, necesita que permanentemente la estemos alimentando, si no la alimentamos se muere, pero como no sabemos vivir sin ella casi siempre la estamos engordando. Si la cabezota se parara no habría egoísmo, y por lo tanto, tampoco existiría la maldad. Por eso, si las cosas que producen el ruido se sosegaran, reinaría de nuevo el silencio. Esto fue suficiente, era la señal que estaba esperando para entablar un diálogo sobre un montón de dudas que tenía, sabía que era inútil forzarlo. Doña Paula me estaba dando pie a iniciarlo y no iba a desaprovecharlo. — Doña Paula, ¿el ruido exterior es el mismo que el interior? — Sí y no. — ¿Cómo está eso? — No es tan sencillo, verá. La naturaleza del ruido es una naturaleza dependiente, como todas las cosas que nos rodean, incluso nosotros mismos. Existimos porque existen todas las cosas que nos rodean, de no ser así nosotros seríamos sólo un chisme más entre todas las palabras de los lectores. Desde ese punto de vista el ruido está porque nosotros estamos. Sin embargo, creo saber a lo que usted se refiere, usted quiere saber si su cabezota está produciendo todo este alboroto o si el alboroto es independiente de su cabezota. Desde una parte, y como le digo, el alboroto está porque usted y yo estamos. Si no estuviéramos, ¿cuál sería el barullo? Ahora veamos del otro lado de la tortilla. ¿Puede mi cabezota guardar silencio a pesar de todo el borlote que empiezan a hacer los que viven en este rancho? ¿Puede mi corazón estarse sosegado de tanto clamor? ¿Puede mi cuerpo estarse quieto, en reposo a pesar de tanto grito? Ahora yo le pregunto dónde está el ruido: ¿adentro o afuera? — En los dos lados, es como si fueran independientes pero a la vez se relacionan, porque frente a todos esos ruidos me inquieto, me agito, y pienso acerca del ruido y no acerca de lo que me interesa. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Lo que le interesa realmente es el ruido, por eso lo mete adentro. Mire, yo escucho lo mismo que todos, a veces puro alboroto, pero no soy tan tonta para meterlo adentro, si se cuela por mis ventanas ya estoy toda confundida y no sé si estoy afuera o estoy siendo dueña de mi cabeza. — Pero es muy difícil conservar la calma cuando las cosas de afuera se agitan. — Eso es lo que usted dice, pero no es lo que yo digo. Lo que yo digo es que lo de afuera es lo de afuera y lo de adentro es lo de adentro, y que yo desde adentro decido cómo estar frente a lo de afuera. Si yo perdiera esta capacidad de decidir yo sería otra, sería como un chango. Usted vendría a visitarme y yo no tendría una palabra efectiva para decirle, tendría que andar buscando las cosas debajo de las piedras, como alguna vez lo hice. Ahora ya no necesito estar buscando entre las macetas para saber qué es lo mío y qué es lo “otro”. A veces lo “otro” hace ruido, ya no me afecta, yo lo espero en silencio. Sólo cuando comprenda esto será capaz de darse cuenta de que tampoco hay un afuera y un adentro, pero, por lo pronto, así lo tiene que ver, después ya no importará. ¿Cree que pueda con eso? La pregunta quedó flotando en el aire y crearía el espacio para otro tema. Aunque las paradojas de Doña Paula me producían un estado de enajenación mental en que no sabía si se estaba burlando o utilizando un método desconocido, algo sucedía en alguna parte del discurso lógico, a tal punto que éste quedaba interrumpido, expectante. Otras veces me preguntaba qué pretendía Doña Paula con ese juego que la mayoría de las veces se tornaba en algo absurdo y me generaba una angustia indescriptible. Con el tiempo llegaría a respetar esta manera de transmitir “algo”, algo que se encontraba fuera de la percepción ordinaria de los sentidos y de la propia mente.
La ‘forma de ser’ No sabía si intentar responder a la pregunta: “¿Cree que pueda con eso?”. A decir verdad no sabía ni siquiera a qué se refería, así que intenté salirme por la tangente y justificarme. A final de cuentas, era algo que había aprendido a hacer durante gran parte de mi vida y si casi siempre me había funcionado, ¿por qué esta vez no lo haría? — Doña Paula, es que mi forma de ser es así, ¿cómo poder cambiarla, si es que fuera necesario hacerlo? — Ése es el problema. Usted está atrapado en su “forma de ser”. Ha convertido a su “forma de ser” en una prisión y todo usted está preso. La “forma” que Gobierno del Estado de Nuevo León
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atrapó a un hombre y pasó a ser más importante que él. ¿Qué le parece? — No suena tan bien. — No. He visto a mucha gente morir atrapada por su “forma de ser”. Algunos empiezan a batallar para respirar porque su “forma de ser” los tiene realmente acorralados. Otros viven toda su vida en prisión, creyendo que son libres porque su “forma de ser” se hizo lista, entonces les hace creer que son ellos los que deciden… bueno, de todas maneras están fregados. — ¿Puedo hacer algo para liberarme de mi “forma de ser”? — En primer lugar, ¿cómo va a poder hacer algo para liberarse de su “forma de ser”, si usted se siente muy orgulloso de ella? Es más, si alguien quiere liberarle, aunque sea un pie de ella, usted sería capaz de matarlo. No, Jorge, usted tiene una “forma de ser” bien maciza y necesitaría un trancazo muy fuerte para que reaccione y se dé cuenta de la trampa que creó. — Entonces, ¿no puedo hacer nada? — Tal vez, si aceptara que no puede hacer nada podría dar el primer paso. No es haciendo como uno puede liberarse de la “forma de ser”. El primer paso es darse cuenta que está atrapado en algo que usted creó y que sigue allí porque le está dando muchos beneficios. — ¿Cuál beneficio?, si usted dice que me está matando. — ¿Se da cuenta? Ni siquiera puede reconocer que está atrapado, para usted sigo siendo yo la que le está diciendo que está atrapado. Esta “forma de ser” ha aprendido mucho y le ha permitido sobrevivir a muchas cosas, lo único es que cobra un precio muy caro, tan caro que uno deja de ser alguien para convertirse en una forma. — Doña Paula, ¿y usted tiene una “forma de ser”? — Claro que no. Lo que usted ve es lo que a mí me conviene para que usted pueda comunicarse conmigo. Así como le confié que tengo varios nombres, también tengo varias formas de ser, son como los vestidos de las niñas ricas, ellas se ponen un vestido para cada ocasión y yo me pongo una “forma de ser” para cada ocasión. Entonces no daño al mundo, no ofendo a Dios ni a los hombres. Estoy en comunión con todos. Además no tengo que defender ninguna forma; si ésta ofende, la tiro y se acabó, empezamos de nuevo. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Tampoco me enojo o me ofendo si sé que yo uso esa forma pero no soy esa forma. Imagínese si después de todo lo que he vivido estuviera dispuesta a morirme en mi propia jaula, ni aunque fuera de oro. ¿No le parece? — Me siento un poco confundido. — Espere, ¿se siente confundido o tiene miedo? Es importante que se dé cuenta de la diferencia, aunque las dos sensaciones son defensas bien conocidas de la “forma de ser”. — Creo que es miedo, como si me sintiera descubierto. — Eso es, a la “forma de ser” no le gusta sentirse descubierta, ella quiere ser la dueña de todas las situaciones y cree que tiene derecho a meterse en todos los asuntos, por eso en cuanto se siente amenazada, como ahora, no le gusta. Dentro de un rato comienza a hacer su enojo. — ¿Esta “forma de ser” es lo que la gente llama personalidad? — Es sólo una parte de ella, es la parte que más creemos que somos nosotros. Es la que vivimos defendiendo, nos enfermamos por ella, pagamos mucho dinero, hasta matamos si creemos que corre peligro. Y lo curioso es que no es real, es sólo un personaje de un circo, un circo cruel, tan cruel que nos hace morir por una mentira. — ¿Es como si fuera nuestra sombra? — Creo que quiere decir otra cosa, pero no, la sombra nos pertenece, es una parte de nosotros mismos, tenemos que aprender mucho de nuestra sombra. Ya hablaremos un día de la sombra, o mejor, un día saldremos a pasear con ella y le enseñaré a escucharla, se va a sorprender de todo lo que sabe su sombra de usted, ella de perdido no tiene que cargar con una “forma de ser”. La sombra es una parte respetable de nuestra persona, toda persona que se respete a sí misma tiene que tener una buena sombra. Para que comprenda esto tiene que observarse, tiene que ver qué le molesta, qué le gusta, y descubrir en las cosas simples, en sus berrinches, en sus risas, en todo lo que usted hace, a quién responde, quién está al frente y detrás de todo esto, y así descubrirá que usted no está solo, que hay algo que se está alimentando de usted, cuando lo sienta descubrirá que está engordando a una forma, y así, simplemente es una forma, y las formas pueden ser cambiadas de acuerdo a los fines que usted persiga.
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La niebla Detrás de la niebla viene el poder. Doña Paula.
— Doña Paula, me demoré un poco porque casi no se ve el camino por la niebla. Me miró con curiosidad, de arriba a abajo, y volvió a repasarme con la mirada, como si buscara algo en mi cuerpo. Era tan obvia su actitud que me sentí obligado a preguntarle: — ¿Pasa algo, Doña Paula? — Al parecer no, pero podría pasar. En ese momento no supe qué pensar, salvo que era otro de los juegos mentales a los que me exponía Doña Paula. Sin embargo, no pude dejar de volver a sentir el famoso escalofrío, al cual no me acostumbraba, por mi espalda. De repente me asaltó el miedo de que pudiera tener algún animal adherido a mi ropa. La voz de doña Paula me sacó del ataque de pánico en el que estaba cayendo. — ¿Qué vio? — Casi no vi nada. A duras penas sólo el camino que me trajo a Sabanillas. En ningún momento se abrió la niebla, así que lo hice como pude y aquí estoy. ¿Es que tenía que ver algo?—Como si no escuchara mi pregunta volvió a preguntarme: — ¿Y qué más?—. Me quedé en silencio, confundido, sin saber qué decir. — ¿Dónde estaba la niebla?— volvió a inquirir. — Ya le dije, a lo largo y ancho de todo el camino. Empezó en el río, pasando el panteón hasta que crucé todo el cañón, ya desde aquí no puedo verla. — Hábleme de la niebla. ¿Cómo era? — Era como son todas las nieblas, no sé que puede tener una niebla en particular. Tal vez un poco más cerrada que otras a las que me enfrenté en mi vida, pero…
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— ¿Qué le pasa? Me parece que está tratando de “agarrar” algo. — Bueno, no sé por qué, pero recordé otra niebla, cuando tenía unos 17 años. — ¿Cómo estuvo eso? — Fue una época muy extraña en mi vida. Un amigo de mi familia tenía un rancho en las sierras…—. Doña Paula me interrumpió abruptamente. — Deje de lado el chisme, hábleme de la niebla, eso es lo que nos trae ahorita. — Salí de la casa cuando recién amanecía, el zacate estaba mojado, conservaba el rocío matinal, mis tenis se humedecían rápidamente. No sé cuánto caminé, pero de seguro que no fue tanto, tal vez un par de horas. La niebla llegó de improviso, en ese instante yo estaba en la cima de una sierra. Vi que empezaba a subir, desde el arroyo, velozmente, y de repente estaba rodeado, lo primero que observé fue cómo mis piernas iban siendo cubiertas por un manto espeso, giré y traté de buscar alguna referencia en los árboles o en otras sierras, pero ya fue inútil, mi vista no podía ir más allá que unos cuantos centímetros. En ese instante tomé la peor decisión, después me lo explicaron detenidamente, salí corriendo, tropezando con piedras y ramas. Sentía que la niebla me engullía, que si me atrapaba no iba a poder salir de ella. Me desesperé. Subí a una loma, casi sin ver dónde colocaba los pies, recuerdo que una lechuza salió escandalosamente de entre unas piedras, mi corazón dio un brinco, pero ni así me detuve, al contrario, más iba de un lado al otro, como alguien enloquecido. Llegué a una cima, ya no había piedras, el zacate húmedo me brindaba tranquilidad, sentí una voz interna que me decía: siéntate. La obedecí. Doblé mis piernas y las abracé, cruzando mis manos, metí la cabeza entre mis brazos y así me quedé, tratando de recuperar mi respiración, es más, recuerdo que puse toda mi atención en la respiración, hasta que logré que se transformara en un hálito profundo, acompasado. Me quedé aletargado, sin importar el tiempo, me sacó del trance el sol, calentándome la espalda ¿Dónde me encontraría? Estaba perdido. Lentamente me puse de pie, tenía el cuerpo misteriosamente relajado, aspiraba el aroma de las hierbas mojadas y del vapor que se desprendía de la tierra. Traté de observar alrededor, giré mi cabeza hacia uno y otro lado, y cuál sería mi sorpresa que allí, a menos de veinte metros de distancia, bajando una pendiente suave, se encontraba la casa, el lugar de donde partiera. No lo podía creer, era más fácil que fuera un espejismo que una realidad. Corrí hacia ella, pero no desaparecía, no se desdibujaba, seguía aguardándome. Recuerdo el eco de mis pisadas corriendo por la galería, el huir de los pájaros asustados. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Me derrumbé en una hamaca que había colgada de sendos ganchos clavados en la pared de piedra, y la risa empezó a entremezclarse con mi llanto. El cielo brillaba como hacía mucho no lo hacía y el olor dulzón de la miel de abejas impregnaba el aire ¿Qué fue? ¿Qué pasó allá arriba? No lo sé, tal vez nunca lo sepa, pero ahora que me preguntó lo recuerdo vívidamente, hasta se me pone la piel chinita. — ¡Espere! Qué bien que cuenta sus historias. Es un buen narrador, pero no vaya tan deprisa, que para saber el significado es que estamos aquí; si no es para saber el verdadero nivel de las cosas, para qué vamos a perder el tiempo ¿No le parece? No quiero que se vaya creyendo que perdió el tiempo. A ver, Jorge, descríbame la niebla, como si fuera una persona que recién conoce y que usted quiera enterarme. — Era un vapor parecido al que se desprende de las ollas cuando está hirviendo agua, pero más denso, más apretado. Como si bajaran las nubes del cielo y se quedaran un rato aquí, a nuestro nivel sobre la tierra. De vez en cuando soplaba el viento, y se abría algo similar a una pequeña puerta invitándome a pasar, si yo la seguía más me perdía, porque una vez que pasaba por esa puerta se volvía a cerrar. Al mirar hacia atrás ya no había más que niebla, igual, pareja, cerrada. De nuevo el viento, otra vez una puerta por la cual se podía ver un espacio con árboles y divisar un poco más hacia lo lejos, y nuevamente la decisión de aceptar la invitación de pasar, seguida por la frustración de sentir que cada vez estaba más perdido. Al principio me rodeó como si desconfiara de mí, porque no me envolvió, sólo se limitó a rodearme y dejar unos centímetros entre ella y yo, pero a medida que fue cobrando confianza me fue abrazando completamente, tanto, que batallaba para verme las manos y no se diga los pies. Fue desesperante, hasta que decidí sentarme y esperar, ahí todo cambió. Empecé a sentir una paz que invadía mi alma, me encantaba sentir mi respiración acompasada y el ritmo de mi corazón que iba espaciando sus latidos. Sin embargo, sigo sin entender qué pasó. — Oiga, Jorge, no me describió la niebla como se lo pedí, pero está bien, así lo vamos a dejar por ahora ¿Cómo vamos a entender si no nos preguntamos? ¿Alguna vez se había preguntado por lo que le dijo ese día la niebla? — No, la verdad no. ¿Qué me dijo, Doña Paula? — Cómo voy a saberlo si yo no estaba, y parece que usted tampoco, si no, sabría bien claro qué le entregó la niebla. Ya le he explicado muchas veces que son las cosas las que nos enseñan, y que si no aprende a amarrarlas se va a tener que pasar el resto de su vida como su amigo el pelón, buscando entre los libros y repitiendo como loro junto a los lectores. Jorge, hay que ponerse buzo, no toda la gente tiene la oportunidad que a usted le dio la niebla Gobierno del Estado de Nuevo León
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de “agarrar” algo en comprensión verdadera. No un chisme más en su vida, no, sino comprensión verdadera. ¿Entiende eso? — Sí. — Bueno, a ver ¿cómo estuvo eso? — No, yo dije que sí entiendo esto último que me dijo, pero ayúdeme a comprender el significado de la niebla, qué es lo que tengo que aprender. Se levantó de su silla como sopesando las últimas palabras, como meditando si me debía explicar algo o si mejor se quedaba callada. No sé si esto era mi percepción o si era real. Buscó en la bolsa de un saco que colgaba de una silla y sacó una cajetilla arrugada de cigarros. La planchó entre sus manos y con suma delicadeza sacó un cigarro, al cual contempló por largo rato entre sus dedos, como si esperara de él una respuesta. Ni me miró, sólo se limitó a hacer un gesto para que la siguiera. Me levanté rápido y fui hacia la puerta donde me aguardaba. Flexionó tantito sus rodillas e hizo un gesto con la mano, extendiendo todo el brazo como si alisara la tierra. Luego fue subiendo la mano como si acompañara una suave melodía que sólo ella escuchaba, para finalizar señalando con el índice el firmamento. — Ahora, dígame. La miré, aguardé un rato, no sabía si abrir mi boca o quedarme callado, sentía que no tenía la respuesta, y realmente no sabía si su pregunta la esperaba. De repente mi boca se abrió y comenzó, primero tímidamente y luego con más seguridad, a hablar. — Desde la superficie de la tierra, tal vez desde sus profundidades empieza a brotar la niebla, es como si fuera una planta que necesita crecer, desarrollarse. Toda la información que posee es de la entraña misma de la madre Tierra. Nos invita a detenernos, nos invita a hacer un alto en el camino, a quedarnos inmóviles, a guardar silencio para que escuchemos su mensaje. Si obedecemos el llamado de la madre, si reposamos sobre su regazo, podremos escuchar los cuentos de los antiguos y aprender de ellos. Cuando nos reclinamos en su vientre empezamos a comprender el ascenso de las cosas y los seres. Lo que en un comienzo nos impedía ver empieza a disiparse, a subir primero sobre el tronco de los árboles, luego sobre sus copas, sobre los cerros y finalmente se eleva llevando nuestra oración hacia lo alto de los cielos… Algo me obligó a hacer silencio. Comprendí que ya no había nada más que decir. Giré la cabeza y contemplé a Doña Paula. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sonrió iluminando todo nuestro entorno. Lentamente su rostro se fue transformando, sus ojos empezaron a brillar como dos teas, sus facciones se endurecieron y asintió con un suave y lento movimiento de cabeza. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— Ya decía yo que no era tan tonto... Antes de que pudiera replicar y adivinando mi intención, me interrumpió abruptamente, cortando el aire con su mano extendida y agregó: — No pierda el tiempo con eso, menos cuando agarró algo, no vaya a ser que se le escape... Había en Doña Paula algo que no podía precisar, no podía comprender cómo una anciana analfabeta, metida en un ejido de una zona semidesértica de México, pudiera haber accedido a un sistema de vida del cual yo sólo tenía referencia a través de complicados libros orientales o de complejos psicólogos humanistas o transpersonales. — Madrina, ¿cómo desarrolló esa manera de percibir el mundo? — Yo soy así, natural. Yo ya vine con esto y no se crea que es fácil. Cuando era tan solo una niña agarraba un carrizo y lo ponía en un charco de agua, cuando mis padres me preguntaban qué estaba haciendo, yo les respondía que estaba escuchando cosas del otro mundo. Era muy triste soportar las burlas de todos. También fue muy triste la vez que estaba cortando unas flores de un jardincito que tenía y sentí que esas flores eran para mi hijo. A las dos horas me vinieron a avisar que mi hijo estaba muerto. ¿Cómo quiere que le enseñe? Yo le puedo decir algunas cosas, pero… lo otro, lo que a usted le interesa, sólo Dios. Me quedaba en silencio, tratando de nivelar mi mente con la de mi madrina, ella miraba a través de la puerta de la cocina, siempre abierta, yo miraba su rostro de rasgos indígenas, silencioso. De repente giraba y me sonreía, como si hubiera estado viendo cosas de ese otro mundo. — ¿No se come un taquito? — Gracias, madrina, al ratito; voy hasta la cruz a estirar un poco las piernas y al rato regreso. Al cabo allí hay gente esperándola. — Yo no tengo ningún asunto con esa gente, usted quédese aquí, enseguida ellos se van. Sólo se acuerdan de uno cuando precisan algo. Y gritándoles desde la cocina se dirigía al grupo de personas que aguardaba pacientemente bajo la enramada del patio: “¡Eh!, ¿se les perdió algo o qué andan haciendo por aquí?”.
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Una mujer que se veía joven pero avejentada se acercó hasta el marco de la puerta que separaba la cocina del patio y se dirigió con toda deferencia a Doña Paula: — No, Doña Paulita, yo soy la nieta de ‘Ña María y vine a verla porque tengo a mi niño malo. Le traigo los saludos de mi ‘buelita. — ¿Y quién dice que es su abuela? — ‘Ña María. — Pues fíjese que no conozco a ninguna de ese nombre. — Yo soy hija de Clotilde. — Menos. Pero pásele o qué espera, con la resolana que hay su muchachito se va a poner peor. — Él es mi esposo, Doña Paulita. — Sí, cara de sinvergüenza que tiene. ¿Cómo te trata, m’hijita? — Bien, Doña Paulita. — Si se te descalabra, acá te lo compongo de un solo tirón. — (El esposo) Mucho gusto, Doña Paula. — Lo de un gusto está por verse. — (Doña Paula, dirigiéndose a mí) Venga compadre, venga a ver qué lindo huerquillo. ¿Qué tiempo tiene? — (La madre) Nueve meses, pero está malito y ya lo he llevado con muchos doctores y no le hallan. — Ahorita verá. ¡Mona!, consígueme un poco de grasa de cabrito. Ahorita verá. — Madrina, ¿le parece que ahora me vaya a caminar?, así la dejo atender tranquila. — No, si usted a mí no me intranquiliza. Se quiere ir justo cuando va a empezar lo mero bueno. Quédese ahí sentado y no se mueva mucho. Metió en una sartén negra de tanto hollín un poco de grasa de cabrito, a eso Gobierno del Estado de Nuevo León
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le agregó un manojo de romero, un puñadito de orégano y lo puso al rescoldo. La grasa comenzó a freírse y el aroma a romero fresco, mezclado con orégano inundó toda la cocina. — A ver, ¡pero muévase, mujer! tráigame el crío, descúbrale el pechito. ¡Ay, qué bonito que está el mugroso! Sus pequeñas manos se sumergieron en la grasa entibiada con su aliento y empezó a frotarle el pecho al bebito, luego lo arropó bien y le dijo a la madre: — Llévatelo al cuarto de al lado y allí le das el té que te voy a mandar. Dile a ese que viene contigo que se quede allí afuera, no me gusta que estén haciendo nada en mi casa. La mujer, con los ojos llenos de esperanza tomó su bebé y se fue dando las gracias hacia el cuarto contiguo a la cocina, allí se acababa el rancho. Al esposo no tuvo que decirle nada, Doña Paula había hablado lo suficientemente fuerte como para que él se enterara sin necesidad de repetir su orden. De nuevo nos quedamos solos. Se levantó, agarró una jarrita de peltre y vertió agua de una jarra, le agregó un manojito de hierba y lo puso a las brasas, a un costado del fogón. Me miró con seriedad, como toda la experta que era, y me dijo: — Manzanilla cimarrona, muy buena para toda inflamación de estómago, hígado e intestinos, alta y baja palpitación— hizo un gesto sobre el vientre — también es muy buena para los envaramientos. Cuando hubo vertido la infusión en un vasito de vidrio, llamó: “¡Mona!”. Al instante, no sé de dónde apareció; allí estaba Mona, tan servicial con su madre como siempre y sin necesidad de que le dijera nada, tomó el vasito y se lo llevó a la habitación de al lado. — ¿Y de qué se dio cuenta?— me preguntó Doña Paula. — ¿Cómo?— respondí. — Ve, ni siquiera se da cuenta de que no se da cuenta de nada, y después dice que usted quiere aprender. Hay que estar más abusado. No se nos pueden escapar así tan fácil las cosas. No señor. Si su cabeza no puede parar, no vamos a ir a ningún lado. ¡Pero qué compadre este! No nos podemos dormir. — ¿De qué me tengo que dar cuenta, madrina? — ¿No vio el pela’o ese con que anda esta pobre vieja?, mal entraza’o, con la Gobierno del Estado de Nuevo León
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pulserota de oro, y la pobrecita casi en andrajos. Tiene la leche de los pechos avinagra’os de tanta angustia y usted no se da cuenta de nada. O qué se cree, ¿que un niño con leche angustiada puede estar bien? El pobrecito está resintiendo todo lo de su pobre madre. Esto yo lo veo seguido, un pela’o soberbio, seguro que hasta le pega a la pobrecita. Déjeme, ya verá. Saliéndose al patio le grita al hombre: “¡Usted!, váyase más lejos que no me gusta que ande merodeando por el patio”. Ahora, dirigiéndose a mí: “Es que un “ca’ón” como ese se robó a mi nieta de 16 años, sólo para darle mala vida”. — Madrina, y ¿por qué yo no me doy cuenta? ¿Por qué yo no vi? Ahora que usted me lo dice lo veo claro, pero ¿por qué antes no? — Mucha soberbia. — ¿Cómo? — Lo que escuchó. O quiere que se lo grite. — No, pero ¿por qué me lo dice? — Usted tiene llena la cabeza de “sus” cosas y no hay espacio para las cosas de los demás. Mucho ruido, mucho egoísmo, mucho tormento en la cabeza. La cabeza le roba toda la libertad, la cabeza le impide ver eso que usted quiere ver, pero no hay espacio para su cabezota y otra cosa. La cabeza de un lector es un marrano bien gordo— y riéndose—, un marranote. ¿Ha visto usted los marranos cuando les ponen la comida ahí en el tronco? Ese hueco. Todos se atragantan y se empujan, por allí llega el marranote y: “A ver, háganse a un lado que aquí estoy yo”. Y hasta que no se atasca, no para. Pero, ¡aguas!, ¿nunca le conté el cuento del marrano y el burrito? — No, madrina. — Pues ahí le va. Había una vez un burro que a la caída del sol llegaba todo golpeado al corral. Se le veía cansado, lleno de mataduras y tierra, iba hacia el agua y luego a comer algo de hierba seca y luego se tiraba a descansar donde tuviera un espacio. En el mismo corral vivía un marranote, que casi no se podía mover de gordo. Cada vez que llegaba el burro, el marrano le decía: “¿Y, cómo te fue hoy, burrito?” A lo que el burro casi no respondía por lo cansado. Entonces continuaba el marrano: “Nooo, si tú vieras qué bien me trata la patroncita, si ya hasta parezco de la familia. Pa’ que veas, hoy cuando te fui’tes con el patroncito, escuché que le decía: ‘A ver si le das de comer bien al marrano para que esté gordo y en esta Navidad le hacemos tamales’”. Por eso le digo, Jorge, cuando a usted le estén dando palos como al burrito, agradezca; mientras Gobierno del Estado de Nuevo León
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que, cuando le soben mucho el lomo, desconfíe, no le vaya a estar pasando como al marrano y lo estén engordando para hacerlo tamales. Usted siempre diga: Diosito me ha de ayudar. — Doña Paula, usted sabe que una vez llegué a casa de mi madre y me había ido de la fregada: un cliente no me había pagado, mi novia me había dejado… Bueno, para qué le cuento, era una de esas malas rachas por las cuales me ha tocado pasar… — Bendito sea Dios. — Entonces le digo a mi mamá: “Mira, mamá, me pasó esto y esto…”. Mi madre me interrumpe y me dice, como usted dijo recién: “¡Bendito sea Dios!”, Y yo le pregunté: “¿Qué tiene que ver Dios, si me va de la patada?” A lo que ella respondió: “Dios no tiene que ver nada si te va mal, yo digo que bendito sea Dios que no te saca la mano de encima y todavía te sigue enseñando, porque cuando veas que te deslizas sobre aceite y en tu vida no pasa nada, allí te debes comenzar a preocupar”. — Mucha sabiduría en su santa madre. Pobrecita, ¿se cree que ella no se preocupa de saber que usted anda navegando tan lejos? A veces se preguntará: ¿dónde andará mi hijo, por qué lugares, habrá alguien que le arrime una tortilla si tiene hambre? Sólo las madres conocemos esas penas. Luego se quedaba mirando la nada, como navegando en un mundo para mí inaccesible. Era tal la quietud de sus ojos mirando la distancia, que no me atrevía ni a moverme, como si cualquier movimiento fuera capaz de romper el hechizo. Al rato, no sé cuanto tiempo habría transcurrido, era imposible medir el tiempo cerca de Doña Paula, me miraba, me sonreía como si recién acabara de llegar y me estuviera dando la bienvenida. — ¿Otro cafecito, compadre? — Ni hablar, ya me voy, madrina. — Diosito lo ha de acompañar — Ahí les deja mis saludos a Mona y Nabor. — Que cómo están sus hijos y que cómo está su mamá. — Yo le mando sus saludos Y con un beso en la mano me despedía de mi madrina. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Atrapado por el ‘conocimiento ordinario’ Coloqué la batería nueva en el carro y me comprometí con Mariano, el hijo de Doña Paula, a que si la batería que había desechado tenía algún arreglo, en mi próximo viaje se la llevaría. Arranqué el carro y, como muchas veces en esos viajes de retorno, comenzaba mi delirio. Cada vez que arrancaba el carro, estacionado al sol en la puerta del rancho, no podía hilvanar un solo pensamiento, era como si supiera que era imposible utilizar mi cabeza para dar explicación a lo que allí me sucedía. Todavía no sabía si era el lugar o qué, había llegado a sospechar que ése era un lugar de poder. Una parte mía se iba, pero otra, no sé cuál, se quedaba y me alcanzaba un poco más tarde. Para ser más preciso, creo que esa otra parte, para mí todavía incomprensible, me daba alcance cuando atravesaba el cañón que unía los dos recodos del río seco. Hasta ese lugar muchas veces llegué llorando, riendo o cantando, pero justo allí mi cabeza empezaba a girar como si estuviera en una licuadora. Como si el filo que separara la ficción de la realidad hubiera encontrado un puente y ese puente fuera la unión de dos brazos del viejo cauce. Mi mente se debatía entre mis experiencias, todo el material leído en los libros y las vivencias al lado de mi madrina. Nunca comprendí tanto el famoso cuento del Mulá Nasrudin: Hallándose en la plaza del mercado, Nasrudin se puso de pie y dijo a la multitud: “¡Oh pueblo! ¿Queréis el conocimiento sin dificultad, la verdad sin falsedad, el logro sin esfuerzos, el progreso sin sacrificio? Enseguida se apiñó gran cantidad de gente que gritaba: “¡Sí, sí!”. ¡Excelente!— dijo el Mulá— sólo quería saberlo. Podéis estar seguros de que si alguna vez llego a descubrir algo semejante os lo haré saber. Idries Sha, 1986: 138
Mientras estaba cerca de ella yo sentía que entraba de su mano a un mundo todavía inaccesible para mí, pero cuando me alejaba sentía que había llevado parte de ese mundo conmigo y que no sabía moverme solo en él. Su presencia me hacía sentir que la verdad estaba al alcance de mi mano y que podía obtenerla sin esfuerzo, sin falsedad, sin sacrificio. Pero, al partir de su lado comenzaba a sentir cierto desasosiego. Volvía a asaltarme la misma pregunta que les he compartido casi obsesivamente: ¿cómo era posible que alguien, en un ejido miserable, pudiera haber accedido a un Gobierno del Estado de Nuevo León
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conocimiento al cual yo lo creía privativo de los “grandes arquetipos” de la humanidad, o al menos de los grandes filósofos, psicólogos o pensadores? Sé que ya les he compartido esta pregunta, tal vez sea repetitivo dos o tres veces más, pero yo me lo cuestionaba cien o mil veces al día. ¿Por qué mantenía una forma reflexiva que a veces rayaba en lo absurdo, y presentaba ante mis ojos cosas que yo hubiera descartado por fantásticas como si fueran reales? Pero lo más sorprendente es que de una manera u otra me metía en esos relatos y allí me encontraba viviendo esa “realidad no ordinaria”. A veces este método, si es que era un método, me provocaba una gran angustia. Mi mente se atormentaba, como si en cualquier momento fuera a ser cierto lo que ella me decía: — Es que su cabeza tiene que estallar, sólo así las cosas estarán en un tanto, si no, todo es un sueño más de la cabeza— y agregaba con cierta picardía infantil— y ya estamos cansados de sueños, ¿no? Lo que queremos es “agarrar” las cosas desde su raíz. Y terminaba haciendo un gesto con la mano que más se parecía a un mudra (signos sagrados hindúes realizados con posturas de manos y dedos), que a una mímica. Levantaba la mano abierta y cerraba el puño en el aire, giraba la mano y se la llevaba hacia el pecho. Yo miraba ese movimiento esperando ver qué era lo que estaba atrapando. Ella veía algo que a mí se me escapaba, ella lo había atrapado de nuevo. Esa parte del conocimiento estaba entre la palma de su mano y sus dedos, yo estaba seguro de ello. Pero ¿de dónde me venía esa seguridad? Todo, o mejor dicho casi todo, se me hacía absurdo. Tal vez, el entorno de estos buscadores de la verdad tuviera ciertas afinidades. Quizá sea un cambio en la percepción, la única manera de acceder a la Realidad. Pero, ¿es que acaso no todos observamos? ¿Por qué algunos, al dirigir la vista al mismo lugar que nosotros, perciben algo diferente? y al contárnoslo, nosotros lo incorporamos como un nuevo paradigma, pero la verdad es que nunca pudimos acceder de manera directa, por nosotros mismos, a esa forma diferente de percibir la realidad. Por lo tanto, nos conformamos con que otros nos platiquen de sus “viajes” porque nuestra barca nunca se atrevió a zarpar. Yo estaba dispuesto a no quedarme en la orilla. Como sea, estaba decidido a partir rumbo a ese universo para mí desconocido, en dirección a esa percepción no ordinaria de la realidad, camino a esa dimensión más allá de la rutina, de lo obvio, de la muerte. Volvía a sentir el miedo de morir como un perro, sin conciencia de mi propia extinción, sin siquiera darme cuenta de que me estaba muriendo, que desde el mismo instante de mi nacimiento había comenzado mi viaje inexorable hacia mi muerte. Estaba agonizando y quería que mi agonía tuviera un significado; un significado que Gobierno del Estado de Nuevo León
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fuera más allá del ciclo biológico de nacer, crecer, reproducirse y morir. De nuevo la vía del tren, tendría que cruzarla para atravesar la vieja estación de Soledad ¿Sería ahora? ¿Pasaría el tren y yo no me daría cuenta? ¿Y si no es ahora, cuándo sería? ¿Cuándo vendría por mí la señora que termina con los sueños? Mi única esperanza en ese momento era Doña Paula y a ella me aferraba, casi con desesperación. Después me diría que la distancia entre ella y yo era, justamente, mi desesperación, que si no dejaba de “buscar” nunca iba a “agarrar” nada: — Mire, Jorge, haga de cuenta que usted está loco. — ¿Cómo es eso, madrina? — Sí, mire, no le estoy diciendo que usted esté loco, sino que vamos a hacer de cuenta que usted está loco. Por ejemplo, que a usted le contaron un cuento. Bueno, como un cuento, y ese cuento se lo contaron una y otra y otra vez. La verdad es que se lo contaron tantas veces que usted se lo terminó creyendo, el resultado es que ahora usted se ha dado cuenta de algo, como si hubiera “agarrado” un pedacito chiquito de luz, no mucho, pero algo. El problema es que no encuentra la salida del cuento, y allí está atrapado en el cuento. — Madrina, ¿qué puedo hacer?, ya no quiero estar atrapado en un cuento. — Tranquilo. Usted no puede hacer nada. Al contrario, mientras más trate de hacer, peor le va. Haga de cuenta que está atrapado en una tela de araña, mientras más se mueva y mientras más trata de salir, más se atrapa. ¿Sabe por qué? — No, por ahí me confundo más. — Muy fácil —riéndose a carcajadas— Porque sólo los tontos creen en los cuentos. — Madrina, me quiere decir tonto. — Ni Dios permita. (Muy seria) Usted es un señor que va a estar por encima de mucho personal. Yo no sería ésa si pensara que usted es un tonto. Claro, a veces, tal vez un poco desesperado, y la desesperación aleja la posibilidad de “agarrar” cosas en el ensueño. — Es que, ¡me lleva, madrina!, no entiendo nada. — Al rato. Tiene que saber que nada es real mientras su cabeza no estalle. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Mientras usted le siga poniendo afición a salir del cuento y se enfurruñe todo y se haga bolas (Mientras me iba diciendo esto se había puesto de pie haciendo gala de un histrionismo que le hubiera servido para ganar un premio de la Academia), ni soñando lo saco de la película. Reflexiones La camioneta seguía devorando tierra y el cañón se abría como un tajo en la roca de los cerros que rodeaban el pequeño valle, poco a poco iba recuperando mi mente lógica, empezaban los cuestionamientos, las dudas, las preguntas y los intentos de respuestas, de las llamadas satisfactorias. Me costó más de diez años dentro del Cuarto Camino, a veces trabajando en grupo, otras solo, para poder acceder a estos conceptos, sólo conceptos; y ahora Doña Paula me aventaba a la caverna de Platón, diciéndome que yo era una de esos prisioneros con las manos encadenadas viendo sólo sombras. Pasó ante mi cabeza el título del libro de Gurdjieff, La vida es real sólo cuando yo soy, al llegar a casa recurrí a leer uno de sus párrafos: Para nosotros, gente contemporánea —continuó leyendo el secretario—, el mal principal es que al alcanzar la edad responsable adquirimos, gracias a las diversas condiciones de nuestra existencia ordinaria establecidas por nosotros mismos, principalmente como consecuencia de eso anormal que llamamos “educación”, una presencia común que corresponde sólo a esa corriente del río de la vida que finalmente se vierte en “regiones inferiores” y, entrando en ella, permanecemos pasivos y sin reflexionar en las consecuencias de ese estado nos dejamos llevar más y más por la corriente. Mientras permanezcamos pasivos, en el curso del resto de nuestra existencia tendremos que someternos como esclavos a los caprichos de toda clase de eventos ciegos y como resultado servir inevitablemente sólo como medios para las construcciones evolutivas o involutivas de la naturaleza. Gurdjieff, G. I. 1995: 119
Estaba más claro en las palabras simples y directas de mi madrina: mi cabeza me impedía ver la realidad, o lo que es lo mismo, mi cabeza atormentada me impedía ser “yo mismo”; por lo tanto, la vida para mí no era real, era un simple y mediocre cuento. Además, me encontraba atrapado en el cuento y, para acabarla de amolar no podía hacer nada para salir de él; al contrario, mientras más lo intentara, más iba a quedar atrapado en la tela de la araña. De esta forma, no era nada más que otro eslabón de la cadena alimenticia de la naturaleza, esperando que la araña, o lo que fuera, viniera a merendarme. Me pasé mi vida comiendo carne, vegetales, minerales, pero nunca me había puesto a pensar que también yo pudiera ser el bocado de alguien, y tal vez ese alguien se considerara superior a todas las especies, incluyéndonos, de la misma manera que nosotros, no sé por qué estupidez, nos sentimos superiores a los demás seres de la creación. Revaloré las palabras de Freud refiriéndose a este punto. Claro, con la resistencia de no quererme ver confinado a su imagen, pero sí Gobierno del Estado de Nuevo León
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con la humildad de replantearme esta posibilidad a los fines de reducir mi propia prepotencia frente a los demás seres de la creación: En el curso de su desarrollo hacia la cultura, éste (el hombre) adquirió una posición de dominio sobre sus semejantes en el reino animal; no contento con tal supremacía, comenzó a colocar una barrera entre su propia naturaleza y la de aquéllos; negándoles la posesión de la razón, se atribuyó un alma inmortal y un origen divino que le permitió destruir el nexo comunitario entre sí mismo y el reino animal...Todos sabemos que hace poco más de medio siglo, las investigaciones realizadas por Charles Darwin y las de sus predecesores y colaboradores, pusieron final a la soberbia. El hombre no constituye un ser diferente ni superior a los animales: ha surgido de la raza animal y está ligado más estrechamente a algunos de sus miembros y de modo más lejano, a otros. Goble, Frank, 1970: 16
Estoy seguro de que nosotros, los que nos hemos adherido a las corrientes humanistas y transpersonales no estamos totalmente de acuerdo con este concepto del gran maestro Sigmund Freud. No queremos vernos reducidos al nivel de los animales, tampoco nos gusta vernos reducidos a un listado de pulsiones inconscientes, pero también es cierto que nuestra soberbia nos está poniendo en peligro, por lo tanto está poniendo en peligro a todo el sistema. Esa posición de “dominio”, de la que habla Freud, tendría que haber venido aparejada de una posición de responsabilidad frente a los demás seres que comparten nuestro hábitat, en vez de aprovechar esa “superioridad” para tiranizar a las demás especies, hasta el punto del exterminio de varias de ellas. Ahora volviendo a mi sentimiento ¿Qué hay de nosotros? ¿Por qué la cadena alimenticia ha de finalizar siendo nosotros comensales y no siendo nosotros también platillo? Tal vez, vuelva a aparecer aquí nuestra soberbia bíblica: «Te enseñorearás entre todas las especies». Y si es que hay alguna posibilidad de escabullirse del menú, ¿cuál es esa posibilidad? Me atrapaba la idea de que yo había encontrado a mi Don Juan y que, al igual que a Carlos Castaneda, me iniciaría en una serie de conocimientos que me permitirían entrar en una “realidad aparte”. No podía dejar de hacer el parangón entre el “cuento” de Doña Paula y la “descripción de la realidad” de Don Juan. También, de diferente manera, me había explicado la confusión que se originaba en mi mente a partir de mi “experiencia personal”, de como ésta fragmentaba el Todo, quedándome con una partecita y haciéndome luchar y desgastarme defendiendo esa pequeña parte de “nada”. Mi experiencia personal conformaba todo un “mapa”, en términos gestálticos, que me alejaba del “territorio”. Si quería tener una percepción holística de la realidad debería deponer mis juicios racionalistas, ya que sentía que éstos me alejaban de todo y de todos. Era yo y los demás, pero los demás eran inaccesibles por mi incapacidad Gobierno del Estado de Nuevo León
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de contenerlos. Mi recipiente estaba lleno de lo mío, y lo mío impedía el acceso de lo otro. En síntesis: mi ego hacía imposible cualquier contacto con una realidad diferente a la de mi propia percepción. El atreverme a hacer esto implicaba la posibilidad de exponerme y no pensaba sacarme las “máscaras”, aunque me diera cuenta que eran éstas las que me mantenían en el “atolladero” La Gestalt me había suministrado algunas herramientas, me sonaban bastante conocidas, hasta el punto que un día me atreví a decir, sin valorar el esfuerzo de los que estructuraran esta terapia: “Se fusilaron todo de las disciplinas orientales”. Reconocía en ella las fuentes del budismo, del taoísmo, del sufismo, después comprendería que nadie se había “fusilado” nada, sino que la Gestalt reconocía las fuentes de donde había abrevado. Había estructurado una serie de conocimientos a partir de la fenomenología, el existencialismo y del aporte de la filosofía oriental, sobre todo del budismo Zen. Quizás fuera esta mezcla de pensamientos orientales lo que más me atraía a esta organización del conocimiento. En contacto con Doña Paula sentía que ella utilizaba muchas de estas técnicas gestálticas u orientales, sobre todo una que raya en el absurdo y que al comienzo no lograba comprender. A pesar de haber leído que en el budismo Zen se utilizan con frecuencia koanes (acertijos y adivinanzas), cuando me vi envuelto en estos interrogantes paradójicos, y sintiéndome impelido a dar una respuesta lógica a una pregunta, aparentemente también lógica pero con un alto componente absurdo, pensé que me estaba volviendo loco. Ahora me quedaba bien en claro la diferencia entre teoría y práctica, sobre todo en lo referido a este tipo de conocimientos que escapan a nuestra formación academicista. ¿Qué es lo que persigue este tipo de acertijos o preguntas paradójicas? Cuando Doña Paula hacía estos tipos de cuestionamientos en el acto yo intentaba una respuesta. Ella no me decía si estaba bien o estaba mal, por lo general se quedaba mirando el piso y haciendo un gesto que yo interpretaba como “Es inútil, nunca va a ‘agarrar’ nada”; si le pedía retroalimentación en cuanto a mi respuesta me miraba, levantaba las cejas en un gesto que yo volvía a interpretar como “Si a usted le parece que esa respuesta estúpida resuelve algo, está perdiendo el tiempo”. Un día, casi desesperado, de regreso del rancho fui a mi pequeña biblioteca y tomé un libro en el cual recordaba que citaba algunos ejemplos de esta práctica de aprendizaje utilizada por los monjes budistas, para mi fortuna encontré el siguiente caso: Dos monjes miraban ondear una bandera y discutían al respecto. Uno de ellos afirma que “la bandera se está moviendo” y el otro insiste en que “lo que se mueve es el viento”. Un maestro que por allí pasaba les dice: “Son sus mentes lo que se está moviendo”. Los preceptores aseguran que ni siquiera esta última respuesta es la definitiva o verdadera.
Salana Penhos, H. 1996: 18
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Si a este juego intelectual le sumamos un alto contenido histriónico, donde mezclamos el cuerpo y las emociones, el resultado puede llegar a ser una suerte de granada sin seguro colocada en el cuerpo, sin saber dónde. La respuesta está fuera, posiblemente, de la linealidad del pensamiento. La lógica se da contra una pared y hay que salir a buscar la respuesta en un área inexplorada de nuestra mente. Una parte mía quería aferrarse al raciocinio, y la otra me impulsaba a buscar en otro lado, pero al ser ese otro lado algo desconocido me infundía temor. Mi madrina era una especialista en generar ciertos espacios en los cuales las cosas perdían el centro de gravedad que yo les había conferido. Quiero compartir una de estas experiencias: había tenido una serie de problemas emocionales, una nueva ruptura de pareja, y ya no tenía el justificativo de que la culpa era de ella. Después de tres separaciones había decidido hacerme cargo de la parte que me correspondía. Claro que en el escenario habían intervenido una serie de variables que particularizaban esta nueva experiencia. A decir verdad, esto es puro rollo: me sentía de la patada, me sentía el hombre más infeliz del mundo, sentía que toda la culpa era mía y que nunca iba a poder ser feliz en pareja y ese hecho me angustiaba más todavía. Hubiera hecho cualquier cosa por recuperar el “amor”. Me sentía carenciado, necesitaba sus caricias, volver a verla aunque fuera una vez más, no soportaba la idea de que pudiera estar con otro hombre. Bueno, para qué continúo, si alguna vez pasaron por una separación me comprenderán y si no, ojalá nunca me entiendan. Como les platicaba, estaba viviendo una situación que me hubiera gustado saltarla. Mi refugio era el rancho, mi consuelo era mi madrina, así que allá iba todos los días. No alcanzaba a salir del trabajo, a veces ni iba y ya salía corriendo a toda velocidad para llegar al rancho. Si Doña Paula estaba ocupada, allí me hacía nopal, me quedaba quietecito al sol, ni aunque se me asentaran las moscas me movía. A lo sumo me iba caminando hasta la cruz, la cual estaba a unos ciento veinte metros del rancho, aunque creo que sería conveniente referirme a ella. El rancho de Doña Paula estaba justo al finalizar el ejido, parecía que la calle de tierra desembocaba en la puerta de entrada de su casa. El rancho se veía como una estructura sólida, construido en piedra y con pequeñas aberturas cubiertas por madera. Si uno hacía un rodeo a la casa podía divisar la cruz, ésta se levantaba sobre una loma y se asentaba sobre un montículo circular de piedras que a modo de cilindro le servía de base. Era una cruz de hierro forjado, humilde pero con personalidad. Lo que más me llamaba la curiosidad era la base de piedra, estaba blanqueada con cal y poseía numerosos nichos o huecos a su alrededor. En los nichos podían verse cosas extrañas, por ejemplo una trenza con un moño, un ramo de flores de plástico o el velo de una novia, pero lo más común eran las veladoras. Nunca se amontonaban las ofrendas, cada día que iba ya no estaban las que había visto el día anterior. Allí había, y todavía debe estar, una piedra que parecía un tronco petrificado y que yo usaba a modo de improvisado banco. Allí me sentaba mirando al poniente y no me levantaba hasta que el sol ocultara sus rayos entre las montañas que rodeaban a Sabanillas. Gobierno del Estado de Nuevo León
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Lentamente me levantaba y como arrastrando los pies volvía a asomarme por la puerta de la cocina... — Qué tal, madrina, ¿se puede o sigue ocupada? — Pásele. ¿Cómo le ha ido?, ¿cómo le va? — No sé. ¿Cómo me ve? — Ya se le va a pasar. Aparte tiene que andar muy abusado. — ¿Por qué? — Es que han mandado una camioneta desde el sur para que le hagan pasar un mal rato. — ¿Cómo está eso, madrina? — Como lo está oyendo. Dice: —señalando unos dibujos que terminaba de hacer con un pedazo de lápiz— una camioneta amarilla con redilas amarillas viene desde el sur, como por más allá de México, y vienen unos hombres morenos, malos, y usted se tiene que andar con mucho cuidado. Si se llega a topar con esta camioneta, o la ve por su casa o su trabajo, usted córrale. Me parece que a éstos los contrató alguien para que le metan un susto. — Pero, ¿por qué, madrina? — ¡Ay, qué muchacha esta!, mire que querer andar de pleito. — No, madrina, si lo que yo menos quiero son pleitos. — Ándele, para que vea como es cierta clase de gente. — Y ahora ¿qué voy a hacer? — Nada, sólo estar bien abusado. Como debió estar siempre. — Pero, ¿quieren matarme o qué?— Y allí mi madrina miraba al piso y hacía un gesto como diciendo “quién sabe”. — No importa, usted no debe preocuparse—, me decía mi madrina. — Cómo no voy a preocuparme, me está diciendo que vienen unos tipos a querer matarme y encima dice que no me preocupe. Gobierno del Estado de Nuevo León
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— En vez de preocuparse yo le digo que se ponga abusado. Por ejemplo, no le abra la puerta a nadie, antes fíjese bien y si no es un conocido ni para qué le abre, y si llega a ver una camioneta amarilla que viene para aquí, usted se me va para allá… (haciendo un gesto con sus manos). A partir de ese instante toda mi atención y mi preocupación estuvieron en la camioneta amarilla, soñaba con la camioneta amarilla. Mi dolorosa pérdida emocional había pasado a un plano muy remoto, ahora todo mi ser estaba alerta. Era como si Doña Paula me hubiera inyectado unos cuantos litros de adrenalina. Salí de la angustia del abandonado a vivir un estado paranoico que me llevaba a levantarme por la madrugada y espiar por la ventana a ver si no estaba la camioneta amarilla estacionada al frente de mi casa. Un par de cuchillos de monte estaban al alcance de mi mano, por cualquier cosa. Claro, al poco tiempo no me importaban ni la lamentable pérdida emocional ni la truculenta camioneta amarilla. De nuevo iba al rancho a tratar de “agarrar” algo que valiera la pena. La camioneta amarilla fue mi koan, mi pregunta sin respuesta, quería saber con mi cabeza ¿Por qué me querían matar?, ¿qué había hecho para merecerme tal suerte? y no encontraba ninguna respuesta lógica, pero no podía negar que estaba las veinticuatro horas del día alerta, me daba cuenta de todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Mi percepción se había vuelto holística, mis oídos se habían sensibilizado a tal punto que identificaba rápidamente los pasos de las personas conocidas; mi olfato, mi vista, mi intuición, era como si estuviera bajo el poder de una fuerte droga que me hacía estar en todo momento aquí y ahora, alerta, sumamente alerta. No podía creer que mi suegro fuera capaz de hacer una cosa así, sabía que era medio delincuente, al fin y al cabo había llegado a nuestra casa refugiándose de las transas que había hecho en el sur. También era cierto que yo le responsabilizaba de mi separación, me resultaba más fácil echarle la culpa a alguien que hacerme cargo de mi falta de capacidad de tener una pareja, y qué mejor que a mi suegro, al fin y al cabo mi compañera se había refugiado en su padre. Una noche hasta estuve a punto de golpearlo porque según yo me había faltado el respeto, cualquier excusa me era válida para responsabilizarlo de todo lo que me sucedía. Pero, de ahí a que hubiera contratado gente para que me matara, me resultaba medio increíble, aunque uno nunca sabe dónde o con quién se mete. ¡Ah! Estas frasecitas estereotipadas, uno nunca sabe con quién se mete, me recuerdan la forma de pensar de mi madre, tan afecta a los refranes y... creo que me estoy volviendo loco, y esto es sólo por recordarlo. No sé bien qué es volverse loco, pero mi cabeza funcionaba a mil revoluciones por minuto, todo giraba; trataba que todas las piezas encajaran de alguna manera que parecieran lógicas, tal como me contaron que era la realidad, y sin embargo, ésta estaba totalmente desarticulada. Y encima la camioneta de redilas amarillas. ¿Qué habré hecho mal?, me preguntaba y como única respuesta me respondía: “Todo. Hiciste todo mal y ahora está por llevarte la fregada.” ¿No tendré una nueva Gobierno del Estado de Nuevo León
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oportunidad? “Quién sabe, a ver cómo te va con la camioneta”. Me di cuenta de que me estaba preguntando y respondiendo a mí mismo ¿Sería esto la locura? Todo eso quedaba atrás, ahora los kilómetros pasaban y lo único que iba dejando era una estela de polvo. Me gustaba mirar por el espejo retrovisor y ver sólo la tierra; como que venía de la nada, de una nube de nada, como que no había un atrás, sólo podía ver el adelante. Tal vez todo era un sueño, tal vez sea sólo eso, un sueño; pronto sonará el despertador, me levantaré de la cama, iré derecho al baño y un regaderazo me va a demostrar que era un sueño, sí, eso es lo que está pasando. Atrás quedaba la tierra, el camino de terracería y de nuevo estaba en la puerta del panteón de Dolores, la larga avenida que transitan los muertos. Recordé la Avenida de los Muertos en Teotihuacan, desde la Pirámide del Sol hasta la Pirámide de la Luna. En el otro extremo del panteón, la pequeña tienda donde de vez en cuando paraba a comprar un trozo de pulpa para que me hicieran un cortadillo en el rancho. De nuevo me falló la premonición, no estaba durmiendo, y la garganta reseca me indicaba que sería una buena idea parar a comprar una botella de agua fresca. El tendero y su esposa me conocían por tantas veces que paraba de ida o de vuelta, siempre solícitos me sonreían y a mí me parecía que ellos sabían de dónde venía y qué era lo que me estaba pasando. ¿Me estaba volviendo paranoico? A veces trataban de sacarme plática y yo la evadía hablando del calor o de cualquier otra cosa intranscendente. Aunque estaba seguro de que ellos sabían que yo iba a visitar a Doña Paula y ahí quería dejar todo. Al llegar a mi casa buscaría de nuevo un marco conceptual, algo que aliviara la tensión emocional que estaba viviendo, pero… ¿cómo?, si ya había llegado a mi casa. No importa, no voy a ponerme a ver esos detalles, tal vez fui y regresé, tal vez nunca salí del rancho, tal vez se han superpuesto dos o más historias. ¿Qué importa? El propósito es oponer al intelecto una barrera que el pensamiento lógico no puede penetrar, es decir, se pretende lograr que la persona descubra que la respuesta es “no responder” la pregunta. El budismo Zen enseña que con cada momento de iluminación va cediendo terreno el modo de pensar racional del individuo y que surge en él un conocimiento nuevo y más profundo. Esta transformación es acompañada por la capacidad de disfrutar el presente, sean cuales fueren las circunstancias y la sensación de vivir sin ataduras en el mundo cotidiano. Salana Penhos, H., 1996: 18
Todo era perfecto, el único pequeño inconveniente era que todavía no había llegado al punto de “disfrutar el presente”, y que mi madrina se convertía en un ser cada vez más enigmático. Además, seguía sin poder responder a mis propias preguntas: Gobierno del Estado de Nuevo León
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¿Quién era Doña Paula? ¿Dónde había aprendido esa forma de percibir la realidad? Sin darme cuenta ella misma se había convertido en mi koan, en mi enigma a resolver, y por lo que llevaba experimentado, era inútil tratar de seguir intentando a través de mi proceso lógico y racional. Lo único que percibía con certeza era que estaba en un camino sin retorno, tan cierta era esta percepción que aún continúo en el mismo camino, un camino a cuyo término intuyo el cumplimiento de la promesa que me hiciera mi madrina: “Jorge, le prometo que usted no va a morir como un perro”. Esta frase, dada su importancia, ha gravitado a lo largo de este relato. Para calmar la ansiedad que embargaba todo mi ser después de las fuertes vivencias en el rancho buscaba algún libro que me permitiera ordenar mis pensamientos. Cogí El camino del despertar. No necesité bucear entre sus páginas, tan solo abrí una de sus solapas. También eso era mágico, encontraba los mensajes que necesitaba al alcance de mis manos, en el momento preciso y en el lugar adecuado: Según el budismo chan (Zen), todos estamos presentes en la naturaleza del Buda, cada uno es un despierto que se ignora como tal. De esta manera carece de sentido obtener el despertar, estado en el cual desaparece la distinción sujeto-objeto así como las nociones de pérdida y obtención. Sin embargo, el hombre corriente debe realizar el Despertar y, para hacerlo, debe recorrer un camino al término del cual redescubre ese inconcebible e inexpresable estado. Despeux, Catherine, 1991, (solapa).
Si bien algunos textos budistas emplean el razonamiento y la lógica, otros recurren a metáforas. Éstas no buscan explicar sino volver accesibles los puntos esenciales de la doctrina y suscitar, de esta manera, el estado del despertar. Recordé el comentario de un amigo que vivía en la celda contigua a Sai Baba, ese santo que vive en India y que es, para sus seguidores, la encarnación de Dios en la Tierra; es, para ellos, el Dios viviente: — Jorge, una vez un periodista gringo le preguntó a Sai Baba: “¿Usted es Dios?”. A lo que Baba le respondió: “Usted también, sólo que no se ha dado cuenta”. Darnos cuenta, darnos cuenta, parecía que esa era la clave, pero me faltaba la receta. Me sentía igual que el cuervo en el relato del Mulá Nasrudin: Cierto día, Nasrudin se dirige a su casa con un pedazo de hígado y la receta para hacer pastel de hígado. De pronto, un ave de presa se lanza sobre él y le arrebata de la mano un trozo de carne. Mientras se aleja en el cielo, Nasrudin le increpa: “¡Pájaro estúpido! Ya tienes el hígado, pero ¿qué harás sin la receta?”. Idries Sha, 1996: 121 Gobierno del Estado de Nuevo León
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Como ser humano sabía que contaba con todo para acceder a cualquier conocimiento, pero también estaba dándome cuenta de que no tenía la receta, no tenía el cómo, y todavía creía que había un cómo, que tenía que existir una forma, un método para lograr llegar a ese estado de conciencia acrecentada en el que las cosas y los seres adquirieran sentido, o de otra manera: en el que yo mismo tuviera sentido, un sentido propio, un sentido de pertenencia a mí mismo, un yo real, no este montón de fragmentos que trato de descubrir cada mañana para no perderme totalmente de vista, para poder reconocerme como un ser humano. Enterré mis recuerdos de pareja, enterré la camioneta de redilas amarillas, al fin y al cabo todo estaba en mi cabeza. Una cabezota atormentada que se resistía a estallar, pero dispuesta a seguir adelante, a pedir, a clamar ayuda. Lo único que “tenía” era a Doña Paula y a ella me aferraba como el náufrago que se aferra a lo que sobrevivió del naufragio. Toda mi existencia se reducía, en ese momento, a tratar de rescatarme, a salvar lo único que me quedaba: mi vida. Resignificar una pesadilla es invocar a todas las pesadillas, ya que pareciera que una invoca a todas las que se han ido tejiendo a partir de aquélla. Es como una madeja cuyos nudos centrales no pueden desatarse hasta no haber desenredado los que están más cerca de la superficie. El miedo al abandono, a ser arrojado en esa intemperie con sabor a muerte, provoca aquello de lo que se trata de huir. Es tanto el empeño por escapar del dolor, que vivimos doblegándonos una y otra vez ante el sufrimiento. Parece difícil de comprender cómo la mente asocia una y otra vez escenas que se convierten en detonantes del miedo introyectado. Los militares, la violencia, los gritos, las imposiciones, las huidas, las armas, son pésimos aprendizajes; y sin embargo, una y otra vez volví a encontrarme con ellos, de tal manera que llegué a cuestionarme si realmente estaban afuera o formaban parte de mí mismo. Me costó mucho trabajo erradicar estos fantasmas de mi mente, y Doña Paula fue la partera para brindarme la oportunidad de un nuevo nacimiento. Siento que tuve que morir a muchas cosas, entre ellas a mi propia y gastada narrativa.
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Cap铆tulo VIII Reflexi贸n final
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Capítulo VIII Reflexión final 40. Hsieh. La Liberación Aquí el movimiento se abre paso y sale del peligro. El impedimento quedó eliminado, las dificultades están en vía de solución. La Liberación no se ha cumplido todavía, sino que precisamente ahora se inicia, y sus diversos estadios encuentran expresión en este signo. El Dictamen La Liberación. Es propicio el Sudoeste. Si ya no queda nada a donde uno debiera ir, es venturoso el regreso. Si todavía hay algo a donde uno debiera ir, entonces es venturosa la prontitud. Se trata de una época en la cual comienzan a disolverse, a disiparse tensiones y complicaciones. En tales momentos es preciso retirarse cuanto antes hacia las condiciones comunes o normales: he aquí el significado del Sudoeste. Tales épocas de viraje son muy importantes. Semejante a una lluvia liberadora que afloja y disuelve la tensión de la atmósfera haciendo estallar brotes y pimpollos, también un tiempo de liberación de cargas oprimentes obtiene efectos salvadores y estimuladores que se manifiestan en la vida. Pero hay por cierto algo muy importante al respecto: en tales épocas es necesario que nadie intente exagerar el valor del triunfo. Es cuestión de no avanzar más allá de lo indispensable. Retornar al orden de la vida no bien alcanzada la liberación, he ahí lo que aporta ventura. Cuando aún quedan restos por elaborar es cuestión de hacerlo lo más pronto posible, a fin de que todo quede bien aclarado y no se presenten demoras o dilaciones. La Imagen Trueno y lluvia se levantan: La imagen de la Liberación. Así el noble perdona las faltas y exime de culpa. La acción de la tormenta purifica la atmósfera. Así procede también el noble con respecto a las faltas de los pecados de los hombres que provocan estados de tensión. Mediante su claridad promueve él la liberación. Sin embargo, cuando las transgresiones surgen a la luz del día, no se detiene para insistir en ella; sencillamente pasa por alto las faltas, las transgresiones involuntarias, tal como va perdiéndose el sonido reverberante del trueno, y perdona la culpa, las transgresiones deliberadas, al igual que el agua que limpia todas las cosas y quita toda suciedad. I Ching. El libro de los cambios, 1995: 238, 239 Gobierno del Estado de Nuevo León
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Nació un 5 de marzo de un año desconocido, en un lugar indeterminado. Partió de esta dimensión el 17 de agosto de 1997. Al decir de ella misma, ese día se completó. Recogí su última mirada, su último suspiro, su última bendición, y con ella el pacto de no traicionar su enseñanza. Desde ese instante han sucedido muchas cosas en mi vida. Como si un ciclón hubiera arrasado todo a mi alrededor, como si una catarsis profunda hubiera reconstruido todo el mapa sobre el cual me movía. Todavía mis estructuras están tambaleantes, pero ni aún así he perdido el propósito de mi existencia: trascender. Sé que en el camino de la búsqueda de la trascendencia tendré que replantearme muchas cosas, muchos objetivos, y también sé que en este camino estaré solo, al menos durante un tiempo bastante prolongado, quizás hasta que sepa con certeza que por lo que estoy muriendo vale realmente la pena. ¿Quién fue, o quién es, Doña Paula? Esta interrogante tan solo puedo responderla desde mi propia experiencia, y sé que ésta va a ser muy limitada. Para mí Doña Paula fue mi madrina, mi amiga, mi maestra, de ella aprendí a darle a mi existencia una dimensión totalmente diferente. El proceso de asimilación de su presencia, de su contacto con mi vida, adquiere con el tiempo nuevas significaciones, más profundas, más comprometidas. Doña Paula ha sido y es una presencia que no pasa, que se queda, que se enraíza como los mezquites de esta tierra semiárida del Norte. Cuando están llenos de savia vital, brindan sombra a los peregrinos y descanso a todo aquel que se acerque, y cuando mueren, siguen dando calor y luz con la lumbre que producen sus ramas y troncos. Ramas y troncos inagotables. Al igual que ustedes, estoy seguro, conocí a mucha gente, algunos más interesantes que otros, al menos así me han parecido. Pero Doña Paula rompía todo supuesto, era difícil sustraerse a su presencia, era difícil no sentir desnudada el alma en su presencia. Yo no fui la excepción. Su presencia me cautivó y allí me quedé formando parte de su rancho. A decir verdad, sigo formando parte del rancho, de sus piedras, del fogón, de las aberturas que ofician de puertas y ventanas, de los atardeceres, de los silencios, de los juegos detenidos en el tiempo, de los niños, del paisaje, de la vida y de la muerte. De todo lo que se mueve o agita en esos parajes tan diferentes a los citadinos. Durante esos ocho años de presencia física, de amistad y de aprendizaje junto a mi madrina, no sólo llegué a descubrir un mundo inexplorado por mi mente, sino algo mucho más importante: aprendí a contactarme con mis verdaderos sentimientos, a reconocerlos, a aceptarlos, a vivirlos en toda su intensidad y a no dejarme arrastrar por ellos. Fueron años ricos en vivencias, en experiencias. Reí, lloré, tuve miedo, cambiaron cosas externas y me di cuenta de cosas internas. Mi vida empezó a transitar por dos caminos paralelos pero en dos dimensiones diferentes: Uno el presente, el Gobierno del Estado de Nuevo León
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otro el pasado. A la luz de una nueva visión del mundo enseñada por mi madrina, era necesario recapitular todo el bagaje de experiencias y resignificarlas. Ni siquiera puedo decir que se trate de un proceso consciente, es como si a medida que voy viviendo empiezan a surgir recuerdos que adquieren un nuevo sentido, y este nuevo sentido se encuentra perfectamente embonado en un cúmulo de conocimientos que propenden a la libertad. En esa búsqueda de la libertad junto a Doña Paula, el tiempo pasó de una percepción lineal: pasado, presente y futuro, a una percepción total, integrada, simultánea, única. Un tiempo que se daba aquí y ahora, permanentemente aquí y ahora. Doña Paula me decía que difícilmente se puede hacer algo si no tenemos la capacidad de comprometernos, y en ese compromiso tenemos que poner todo, incluso la propia vida, y que si no estamos dispuestos a poner todo es “mejor no entrarle”. Hoy, me queda muy claro que solamente el compromiso total puede ejercer alguna influencia sobre nuestra percepción de la realidad, y si esto no es hecho como un acto heroico, como un saltar al vacío sin pedir ninguna seguridad, lo más probable es que no obtengamos nada. Al referirse a ese compromiso total, hacía alusión a que para alcanzar el verdadero sentido de la vida había muchos caminos, que tal vez todos fueran válidos, menos uno, y ese que no era válido era la cobardía: — Jorge, nunca un cobarde puede ver la verdad, aunque esté frente a ella no podrá verla. El cobarde se siente amenazado por todo, cuanto más por la verdad que pide todo a cambio. Uno no puede ver la verdad si no renuncia a todo lo que cree que es, a todo lo que cree que sabe. Si usted cree que sabe algo, la verdad no puede entrar; si usted se cree alguien importante la verdad no puede entrar. Cómo va a entrar la verdad donde la cabezota llena todo el espacio con la importancia que usted se da y está llena de las cosas que a usted le interesan. Para aceptar esto hace falta valor ¿Usted cree tener el valor para parar la cabeza? ¿Usted cree que tiene el valor necesario para seguir por un camino desconocido por todos? ¿Está usted dispuesto a trazar su propio camino? ¿Está dispuesto a morir, si es necesario, en el intento? Así era mi madrina, íntegra, impecable. Su ejemplo me acompaña en cada instante de mi vida, en las flaquezas, en las alegrías; ella vive en mi corazón, ella me acompaña en mi desafío permanente de ser yo mismo, de ser yo el artífice de mi propio camino. Ella me enseñó que: “El mundo tiene muchas formas de ser visto y sólo el trabajo interior nos puede dar una forma ‘especial’ de ver el mundo. El trabajo interior comienza por parar la cabezota, por poder poner a tono nuestra mente con el canto de un pájaro y develar qué es lo que el pájaro dice, por ponerse en un tanto con el viento, por ‘agarrar’ las cosas importantes, por aprender a leer en el libro abierto de la vida. Las respuestas no están en los libros. Los libros se entienden sólo cuando un Gobierno del Estado de Nuevo León
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hombre se transformó en maestro y ¿a qué maestro le interesa leer libros si él ya sabe? El conocimiento de los lectores es pedante, incierto y nos mete en el sueño. La única realidad es poder verla, allí no hay duda. Si hablo de algo que no conozco soy una tonta, sólo los tontos hablan de lo que no saben”. Así es el conocimiento vivo que dejó sembrado en el mundo. Todos los que la conocimos, todos los que compartimos su mesa, no podemos ser indiferentes a esa huella indeleble que quedó grabada en nuestra alma. Algunos de los que nos sentábamos a su mesa nos cruzamos de vez en cuando, algo de nuestra vida cambió. Algunos no saben, todavía bien, qué es lo que cambió. En otros, fue tan evidente que no podemos negar que alguien con la fuerza de un huracán arrasó con parte de nuestra existencia, justo con la parte cuyo peso se nos hacía insoportable. Cierto día me preguntó, luego de garabatear en un cuaderno con un lápiz: — ¿Qué me puede decir de esto? — Bueno, yo veo unas rayas y unos círculos—, respondí. — No me refiero a lo que hay en esta hoja, sino al significado de estas rayas y estos dibujos. A ver qué es lo que dicen. — La verdad, madrina— cogí la hoja y la giré en diferentes sentidos— es que no alcanzo a ver ningún significado. A pesar de que se me hacen extraños esos símbolos. — ¿Se da cuenta?, tanto leer para nada. Ni siquiera puede aprovechar la oportunidad de ver una parte de la verdad. Así es la cabeza de los lectores. Lo que aquí puse no puede ser comprendido con la cabeza del lector. El ser instruido lo aleja de “esto”, y “esto” es lo importante. — Madrina, ¿cómo puedo hacer para poder entender, para poder ver eso que usted llama “esto”? — En primer lugar, no puede la cabeza estar en el recuerdo y “agarrar” algo de lo que es cierto. Le he dicho muchas veces que a mí me resulta muy difícil poder decirle el cómo, porque yo soy así, natural. Cómo puedo explicarle algo que para mí es así, porque siempre viví así. Sin embargo, lo voy a intentar: usted está separado en un montón de pedazos... — ...Fragmentado. — Si así le gusta, fragmentado. Entonces un pedazo de usted está en un lugar, en un tiempo, y otros pedazos de usted están por cualquier otro lado. Usted Gobierno del Estado de Nuevo León
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se refiere a usted mismo, cuando habla, como si fuera un montón de Jorges, y sin embargo se esfuerza en tener una sola imagen. Yo veo un montón de pedazos luchando entre sí y tratando de unirse con un propósito que todavía no tiene en claro. Lo peor es que todo eso que sólo existe en su cabezota es separado una vez más por eso que usted llama tiempo. Y ahí anda usted con una agenda de tiempo, y que si mañana va a hacer esto y pasado va a hacer esto otro; y que cuando era chico y que cuando sea viejo, y que lo que me hicieron y en lo que me equivoqué. Todo lo pone fuera de usted, sin embargo, ese sueño está sólo en su cabezota. — Bueno, madrina, pero volvemos al punto de partida: ¿qué es lo que puedo hacer? — Nada. — ¿Cómo nada? — Usted cree que todo se va a solucionar haciendo algo. Ya se va a dar cuenta de que no se puede hacer nada. Nunca la cabeza va a liberar a la cabeza. La cabezota lo metió en la trampa, ¿cree que lo va a dejar salir así como así? Si eso es lo que cree, va a perder mucho tiempo. Para que le quede claro: nunca la cabezota va a soltar a la cabezota, porque las dos son la misma cosa. — ¿Y entonces? — Por lo pronto, renunciar a esa enfermedad de siempre querer hacer algo. Y peor tantito, creer que la forma de salir es hacer algo… o creer que hay que salir de algún lado. Todo eso lo fabrica la cabeza. Nada de eso es verdadero. Todo eso responde al tormento de la mente. — Madrina, ¿por qué la mente está atormentada? — No importa tanto porqué está atormentada, lo importante es que la mente tiene que estallar si es que quiere “agarrar” algo de lo que es real. — ¿Es que hay algo que no es real? — Tal vez no. Pero en usted es sólo una palabra, porque no se ha dado cuenta que todo es real. Mientras siga separando todo, los frijoles por un lado, la carne por el otro, el arroz por otro, nada va a tener sentido para usted y la mente, o como a usted le gusta decir, la cabezota, seguirá atormentada. — Madrina, pero si separamos todo para aprender. El tiempo mismo está
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dividido, en horas, minutos, segundos. Hablamos de un ayer, de un hoy, de un mañana... — Y usted, Jorge, ¿se cree que porque la gente habla, lo que dice es verdad? La gente habla porque no sabe hacer otra cosa, pero no necesariamente es verdad lo que dice. Es más, la mayoría de lo que dice es puro chisme, hasta ahí les da su cabezota, hasta el chisme. ¿A qué le ha llevado a la gente dividir el tiempo?, ¿la ha hecho más feliz? Lo único que ha conseguido es que vivan como locos detrás de nada. Imagínese corriendo toda su vida detrás de nada, a la nada que deja le llama pasado, y tras la nada que corre la llama futuro, y a esta nada de ahorita, que es la única cierta, le ha puesto presente. A todo le ponen nombres y por ese hecho creen que saben, pero no ven nada y siguen muriendo por nada. Es muy triste ver eso, y más triste es que uno no puede hacer mucho, en la mayoría de los casos sólo puede tener lástima y pedir a Diosito que tenga piedad por tantos locos corriendo por nada. — Pero, madrina, ¿y el tiempo? — ¿De qué tiempo me habla? ¿Del que inventaron los hombres? ¿Podríamos decir que el tiempo es real? ¿Una máquina que se mueve y marca las horas es el tiempo? Mire, Jorge, fíjese para afuera, fíjese cómo todo se mueve. A decir verdad, todo se mueve. El hombre vio ese movimiento y a eso le llamó tiempo... Sí, lo que pasa es que nunca los lugares son los mismos lugares, porque como están vivos siempre están cambiando. No hay nada que sea lo mismo. Al contrario, nada ni nadie es lo mismo, en un solo segundo ya se murieron a lo que eran y son otros aunque ellos crean que son lo mismo, porque ni siquiera se dan cuenta que no están siendo los mismos. Ni siquiera se están dando cuenta que se están muriendo a cada instante para renacer a otra cosa, una cosa diferente. El viento entró por la puerta entreabierta golpeándola contra la pared, yo me asusté y mi madrina sonrió mirando la puerta abierta, luego miró hacia el patio de tierra y dijo: “El viento está de acuerdo conmigo, ya no tengo nada más que decir”. También yo me quedé en silencio, tratando de entender algo de todo aquello, pero mientras más me esforzaba, más me alejaba de la comprensión. Era como si mi cabeza empezara a girar en un torbellino de palabras donde las nuevas ideas se mezclaban con las viejas. Como si todos los archivos fueran removidos una y mil veces, pero de repente, como si todo el sistema entrara en un conflicto tan grande, tan imposible de resolver, que tronaba, y en ese preciso instante surgía, no sé de dónde una paz, un silencio, que antes nunca había experimentado. En esa quietud, en esa ausencia de pensamientos, desde mi rincón, desde ese lugar que se había transformado en mi centro observaba el vacío. Un vacío insondable, único. Un vacío del que sólo podía sacarme la palabra o la sonrisa de mi madrina. No sé cuánto tiempo Gobierno del Estado de Nuevo León
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estuve así, pudiera haber sido la eternidad. Me levanté, me arrodillé frente a mi madrina y pronuncié quedito: “La bendición, madrina”. Recorrí los kilómetros que me habían traído hasta ese punto del universo sin ser yo, sin ser el que pensaba, sin ser el montón de ruidos conocidos. Se cruzó una liebre y otra y otra, sonreí: ¡Dios! ¡Estoy vivo! ¡Increíblemente vivo y no me había dado cuenta! Grité, grité todo lo fuerte que pude. Lloré, tanto que tuve que detener el carro, caí en convulsiones provocadas por un llanto visceral, mi cuerpo se sacudía con espasmos tan violentos que ni siquiera me daban tiempo de volver a inspirar, perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, el asiento estaba húmedo, la boca seca y me ardían los ojos, afuera veía cómo soplaba el viento. Me estremecí, por primera vez lo sentía vivo, allí afuera estaba un ser al que yo desconocía y dentro del auto había otro ser que también desconocía, pero que me había propuesto conocer. No más muertes de partes desconocidas, no más partes, no más fragmentos esparcidos por el mundo. Quise regresar al rancho, necesitaba contarle a Doña Paula todo lo que había vivido, pero mi cuerpo me detuvo, mi cuerpo me obligaba a vivir en plenitud ese instante, a no empezar a poner mi atención fuera de mí. Comencé a reír por su complicidad, por su sabiduría atávica, comprendí que en el camino no estaría solo, que tendría poderosos aliados. Aliados a los que nunca había escuchado. Recordé cada una de las palabras de Doña Paula y al llanto le sobrevino la risa, pero una risa desconocida, una risa liberadora, una risa que nunca antes había emergido de mi ser. Ahora comprendía el significado de los dibujos en el cuaderno de mi madrina. Pero esos dibujos habían dejado de ser el mensaje para Jorge, los dibujos representaban el absurdo de nuestra mente estática, soberbia, corriendo detrás de metas que dan vueltas en círculos interminables, círculos que acaban en una extinción absurda. Tan absurdo como la aguja del reloj analógico girando y girando sobre su propio eje sin moverse del mismo cuadrante. Los dibujos también representaban el caballo atado a la noria de la molienda, estaba tan condicionado que, cuando lo desataban del yugo, lo único que había aprendido era a seguir dando círculos. No había mucha diferencia entre esos dibujos y mi propia experiencia de vida. Lo único que había hecho, hasta entonces, era repetir los errores. Recordé ese refrán árabe: Si vives en el error, tendrás experiencias en el error. Nadie se convierte en sabio por haberse equivocado muchas veces. Sentía la necesidad de comprender el sentido de mi propia existencia y tenía la certeza de que la respuesta estaba en mí, pero me daba cuenta que pese a todo mi esfuerzo nunca había logrado nada más que algunos trucos. Hoy eran más lo que me molestaban que lo que me ayudaban a conocerme. Sin embargo, en ese supremo instante comprendí, sin que mi cabezota interfiriera, parte de lo que mi madrina había tratado de explicarme en cada visita al Gobierno del Estado de Nuevo León
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rancho. Fue todo mi ser el que lo comprendió, sin palabras, sin ejercicios predeterminados, sin esfuerzos. Simple y llanamente comprendí con toda la sensación de mi organismo, en ese instante me sentí vivo, más vivo que nunca. Salí del carro, miré el cielo, sentí el viento y empecé a sacarme la camisa, sentía la necesidad de desnudarme, quería que el viento acariciara todo mi cuerpo, más aún, quería que el viento acariciara todo mi ser. Y lo hizo, por Dios que lo hizo. Empecé a bailar y recordé a Zorba el griego, y me olvidé de él, del viento y de mí mismo, y nunca antes fui tan yo mismo como en ese instante. Lo demás fue subirme al carro y regresar, aunque ya nunca regresó el mismo. Comprendí, en un solo instante, a lo que se refería Osho cuando hablaba de Zorba: Me gustaría que fueses a la vez Zorba el griego y Gautama el Buda, simultáneamente. No me conformo con menos. Zorba representa la tierra con las flores y el follaje, las montañas, los ríos y los mares. Buda representa el cielo con todas las estrellas, las nubes y los arco iris. El cielo sin la tierra estaría vacío. El cielo no se puede reír sin la tierra. La tierra sin el cielo estaría muerta. La unión de ambos, y nace un baile en la existencia. El cielo y la tierra bailando juntos… hay risa, hay alegría, hay celebración. Si un hombre puede ser un auténtico Zorba no estará lejos de ser un Buda. Habrá hecho la mitad del camino. Y la primera mitad es la más difícil, porque todas las religiones se oponen. Osho, 2000: 79
Sí, desde entonces algo se desprendió, algo estalló en mi pecho e iluminó mi cabeza. Por fin encontré la semilla de la que me había hablado Doña Paula, sabía que faltaba mucho, que esto era sólo el principio. Contemplé la lucecita a lo lejos, sabía que no estaba afuera, y sin embargo, me indicaba que hasta en la percepción del túnel había una abertura, sólo me restaba dar un paso más, sólo un paso más, y esa era toda la realidad. Leo y releo este libro, intento sentirme ajeno, distante, trato de encontrar los eslabones que forman esa cadena que llamamos historia, cuyo último eslabón sería este instante y me descubro en cada fragmento, en cada recuerdo. Vuelvo a cobrar presencia en el relato y a través de él invoco a todos los que me acompañaron en ese trayecto tan significativo. Siento como si mi médula espinal estuviera graficada en las líneas, en los párrafos que he ido creando a partir de un movimiento de mi interioridad. Comprendo la necesidad del movimiento del alma, sin éste sería imposible profundizar en las relaciones interpersonales. Recuperar nuestra historia a través de la narración es un buen intento de integrarnos, de madurar, de liberarnos de la ignorancia que nos mantiene sumidos en el sufrimiento. Sufrimiento generado en ese tiempo pretérito e inexistente, en el cual se eslabonan alternativamente la culpa y el miedo, produciéndonos ansiedad y por lo tanto, una pérdida en nuestra calidad de vida Gobierno del Estado de Nuevo León
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El relato se produce en el “aquí y ahora”, esto es importante tener siempre presente, es un continuum que se manifiesta cada vez que alguien toma la palabra y empieza a eslabonar una historia. Esta historia no tiene nada que ver con el pasado, las únicas conexiones con el pasado son algunos hechos dispersos, los cuales son rescatados y resignificados con los “ojos nuevos” de un narrador permanentemente actualizado por las nuevas vivencias. Vivencias que evidentemente prometen un horizonte mucho más claro, mucho más pleno. Si la narración no se actualizara implicaría que el narrador siempre es el mismo, que se ha condenado a no devenir, a no desarrollarse, a quedarse atrapado en un tiempo que fue y que, por lo tanto, ya no existe. El continuo cambio brinda nuevos significados, nuevos símbolos, nuevas interpretaciones, y cada una de ellos nos acerca a ese contacto tan ansiado con nuestro self. La narración, como todo lo existente, forma parte de ese proceso de continuo cambio, se actualiza, se enriquece o empobrece, a veces parece que muere y otras que es rescatada por el protagonista o por otros, cuyas percepciones brindan nuevos y diferentes matices al relato. Como sujeto que se ha dejado seducir por las historias de “otros”, me debo el regalo de intervenir con mi propia historia; como narrador me permito recrear mi propia vida, y partiendo de la evocación de los recuerdos rompo la linealidad del tiempo para narrar los “hechos” a la luz del hoy, del “aquí y del ahora”. Los recuerdos surgen en la mente de golpe, de manera inesperada, tal vez respondiendo a hechos que actúan como detonantes, o tal vez siguiendo un ritmo para nosotros desconocido. Estas imágenes se extinguen bajo las mismas reglas, de repente, como si fueran exorcizadas parten o se desvanecen, dejando, sin embargo, toda una carga emocional en el cuerpo, o regresando a esa parte del cuerpo en donde habían quedado grabadas en el hecho histórico. Si quisiéramos ser más representativos diríamos que nuestra historia está escrita en cada centímetro de nuestro cuerpo, en nuestros músculos, en nuestros huesos, en el ritmo de nuestras respiraciones y de nuestro corazón. Como lo he venido expresando, el relato posee un poder sanador, poder que se manifiesta tanto en quien lo escucha como en quien lo narra, si es que ambos se abren a la experiencia de ser tocados por la magia creadora y recreadora de la narración. En este caso, quien narra se sumerge en su inconsciente, profundizando, buscando nuevas respuestas a la luz de las nuevas herramientas que posee, con la finalidad de sanar, de deconstruir aquello que se transformó en una barrera para acceder a una libertad más plena. Como narrador puedo compartir el hecho de la sanación, no puedo hablar del milagro de la sanación, no ha sido un hecho de radiación de manos o de una palabra mágica, tal vez fue el hecho de un montón de palabras encadenadas al sentimiento. Gobierno del Estado de Nuevo León
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El hablar desde mí mismo, de mis propias experiencias, me confiere poder y responsabilidad sobre mis sentimientos, pensamientos y actos; y como todo entra en ese vaivén comunicacional, también soy receptor de las necesidades de exteriorizarse de los demás, enriqueciéndonos mutuamente en ese intercambio de vivencias y significados. Entre estos dos encuentros significativos, quien narra ve y se enriquece con las diferencias, y en una danza dialéctica su propio ser las integra en la narración, generándose una nueva experiencia, más allá de diferencias semánticas o interpretativas. Por un lado Doña Paula, por el otro, y muchas veces de manera paralela, el Desarrollo Humano. El resultado: una experiencia de vida, una oportunidad para quitar los velos de una mente, muchas veces mecánica, muchas veces enajenada por el dolor de los recuerdos, y así, volver a sentir ese dinamismo propio de nuestro ser. Vuelve a cobrar presencia la experiencia de vida y la nueva oportunidad de invocarla a través del relato, a ejercer su poder sanador sobre el narrador, exorcizando aquellas experiencias cuya lectura había sido incompleta, en la mayoría de los casos por no disponer de los recursos necesarios para una interpretación más liberadora. El poder comunicar mis experiencias personales en una relación que para mí ha sido, y sigue siendo, significativa, me llena de gozo, y aunque me había propuesto no poner ninguna cita en las conclusiones, creo que no sería justo si no compartiera estas palabras de Carl Rogers, ya que expresa mejor que nadie lo que quiero compartir: Experimento una sensación de satisfacción cuando me atrevo a comunicar mi realidad a otro. Esto está lejos de ser fácil, en parte debido a que lo que experimento varía en cada instante. Normalmente hay un desfase de tiempo, de momentos, días, semanas o meses, entre la experiencia y la comunicación. Tengo una experiencia, seguida de una sensación, pero sólo me atrevo a comunicarla cuando se ha enfriado lo suficiente para arriesgarme a compartirla con otro. Sin embargo, cuando logro comunicar lo que hay de verdadero en mí en el momento que ocurre, me siento auténtico, espontáneo y vivo. Rogers, C., 1994: 22
Doña Paula también nos invita a recrear ese mundo en el cual podemos sentirnos auténticos, espontáneos y vivos, nos invita a un mundo que existe, que vive, que palpita, lleno de significados por sí mismo, que nos permite compartir lo que hay de verdadero en nosotros, nos conmina a la libertad, a la responsabilidad, al compromiso, y una y otra vez insiste en el perjuicio que trae aparejado el eludir el encuentro con el verdadero ser, con el verdadero sentido de la vida. Entonces Doña Paula nos invita a detener la mente, a no utilizar la lectura como un escapismo más, a guardar silencio, a buscar esa comunión con la sabiduría interna.
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Tal vez la única diferencia real entre estas dos posturas son los escenarios diferentes, los caminos, los atajos, pero no así sus metas. La promesa es la misma: la libertad del ser. No me siento capaz de concluir nada ¿Por qué? Porque el relato se sigue hilvanando, cada vez aparecen en la vida de este narrador nuevas vivencias, y éstas se manifiestan como si generaran un efecto dominó, impactan de manera importante en cada uno de los significados de los signos y símbolos acuñados en mi vida. Es a partir de este autoconocimiento como nos transformamos en seres libres y responsables, con la capacidad, ahora sí, de comprometernos; el relato nos posibilita descubrirnos. El escenario, en el que todos los recursos se dan cita no pudiera ser otro que la cotidianeidad. Ese estar siendo e intentar darme cuenta a cada instante, que soy yo mismo el protagonista, que soy yo quien mueve, quien siente, quien piensa. El detener el monólogo interno es la gran oportunidad de que el "otro” cobre realmente significado en mi existencia; de lo contrario, el ego, en su necesidad permanente de autoafirmaciòn, tal como lo expresáramos, no deja cabida a nada ni a nadie. En cuanto a los lectores, sé que algunos que se aventuren a leer este trabajo se preguntarán “¿será esto cierto?” y otros más audaces se atreverán a decir: “es un relato de ficción”. A ambos grupos quisiera decirles que estas preguntas carecerían de una verdadera importancia, y me atrevería a proponerles que intenten narrar sus propias vidas, entregándose al relato con pasión, en cuerpo y alma. Que abran las compuertas de los recuerdos y que los dejen salir, en el orden que sea, tal como los vayan sintiendo. Les aseguro que les va a costar cerrar las compuertas que contenían tantas alegrías, tantas tristezas. Cuando se vacíen de esa tensión interior que producen las historias contenidas, quedará un gran espacio vacío y el flujo de vuestra propia vida, que con su propio caudal retomará su verdadero rumbo. Por mi parte, como narrador he respetado los verdaderos nombres, tanto de lugares como de personas, a efecto de que si algún escéptico quisiera constatar esta historia, pueda hacerlo. Estoy convencido, al finalizar este trabajo, de que me he convertido en una mejor persona; que el tiempo y dedicación al estudio y práctica de lo aprendido han colaborado en este desarrollo, y lo más importante: que puedo decirlo sin temores o falsas modestias. Este desaprendizaje me llevó a una resignificación de mis verdaderos recursos, lo que se traduce en una mayor confianza en mi propio self, en una mayor tolerancia hacia mis propias equivocaciones, a vivirme más en un tiempo presente, con una conciencia atemporal, a aceptar y hasta apoyar lo inevitable. El aprender a respetarme me hizo aprender a respetar a los seres que me rodean, aprendí a ser más asertivo, a
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acercarme a aquellas personas con las que me interesa relacionarme y a tomar distancia de aquellas personas a quienes permitía abusar de mí por la necesidad de ser aceptado y querido. En síntesis, soy un ser humano en proceso de reencontrarme cada día, a cada instante, conmigo mismo y con los demás en una mayor libertad, responsabilidad y compromiso.
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Glosario Constructo: Deriva de la observación de patrones repetidos de los eventos. La personalidad de un individuo se forma a partir de un sistema de constructo. Una persona utiliza los constructos para interpretar el mundo y anticipar sucesos. Los constructos que ella emplea definen su mundo Si se quiere entender a una persona debe saberse algo acerca del sistema de constructos que ella utiliza, los eventos incluidos bajo estos constructos, la manera en que éstos tienden a funcionar y el modo en que están organizadas sus relaciones para formar un sistema. Holístico: Es el estudio del todo, relacionándolo con sus partes pero sin separarlo del todo. Es la filosofía de la totalidad. Koan: Literalmente: documento público. Acertijo dado por el maestro al discípulo para provocar un impacto intelectual y despertarle a una dimensión más allá del intelecto. Los koanes han sido recogidos, sistematizados y utilizados durante siglos para instruir y probar a los estudiantes en el entrenamiento Zen. Existen unos mil setecientos koanes registrados. El mejor koan es aquel que provoca una indagación perpleja que surge de modo natural de nuestra propia experiencia y que no puede abandonarse hasta haberla resuelto. Todos los fenómenos del universo son un koan. Sabiduría organísmica: Es nada más y nada menos que la capacidad natural del ser humano o del organismo, de saber lo que necesita. Self: Para Jung, el arquetipo más importante es el de self (empleamos aquí el término self que quiere decir “sí mismo”, por su aceptación literal en la psicología de habla hispana). El self es la unidad última de la personalidad. El self, en palabras de Omar Joray, es el encargado de que lo complejo se transforme en unidad, que lo oculto se transforme en evidente, que la dificultad se transforme en facilidad, que uno se adapte a las circunstancias (según como las circunstancias lo indiquen y no como uno quiere) y el self permite ver claro nuestras intenciones, de las cuales nacen obras y consecuencias. Sufismo: En el sufismo coexisten diferentes métodos que persiguen la purificación del alma humana, la consecución del Conocimiento divino y la realización de la Realidad Divina, a través de las enseñanzas espirituales que brinda la Revelación (El Corán y la Sunna, principalmente), de forma secundaria a los dichos y experiencias de otros profetas y los santos, y la práctica de un camino espiritual a través de la guía de un maestro autorizado. El sufismo es el camino que pretende purificar el corazón, que es el órgano donde se concentra el espíritu, siguiendo el dicho profético que dice: "en el ser humano hay un trozo de carne que si está sano, todo él está sano, y si está corrupto, todo él está corrupto, y ese órgano es el corazón". Es el camino del amor profundo a Dios. Según un maestro actual, Shaij Nazim al-Qubrusi: "es otorgar a cada cosa su realidad", o como dicen otros, "vestirse con las más nobles características" (makarim al-ajlaq) Transpersonal: El término Psicología transpersonal suele englobar a una serie de pensadores y psicólogos que habiendo desarrollado diferentes estilos terapéuticos tienen en común la aceptación de la espiritualidad del ser humano. La Psicología transpersonal considera que la psique es multidimensional. Existen diversos "niveles de conciencia", cada uno tiene diferentes características y se rige por distintas leyes. Tal como sostiene Stanislav Grof: «el mayor problema Gobierno del Estado de Nuevo León
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de la psicoterapia occidental parece ser el hecho de que, por diversas razones, cada investigador ha fijado primordialmente su atención en un determinado nivel de conciencia y ha generalizado sus descubrimientos a la totalidad de la psique humana». Esta corriente surge a finales de los años 60 y, pese a contar con brillantes exponentes como Abraham Maslow, Stanislav Grof y Ken Wilber, ha sido ignorada sistemática en el ámbito académico de la Psicología. No se enseña prácticamente en ninguna universidad aun siendo, probablemente, la corriente psicológica más abarcadora de todas.
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Coordinación general y edición Guadalupe Elósegui M. Coordinadora de Investigación
Diseño y formato: Emilio Federico Campos Hernández
Portada Se me subió (Oaxaca), de Lorena Rodríguez Ayala. Acrílico, 150 x 110 cm. Colección privada.
Lorena Rodríguez Ayala Nació en Monterrey, N. L., México, el 14 de septiembre de 1972. Autodidacta, desde niña estuvo en contacto con la pintura en el taller de su madre, la maestra y pintora Elsa Ayala. Estudió mercadotecnia en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), donde montó su primera exposición individual en 1992. A partir de entonces y hasta la fecha, ha mantenido una sólida trayectoria que la ha llevado a exponer en importantes galerías y museos nacionales y de países como Estados Unidos, Canadá, España y Hong Kong, entre otros. En octubre del 2003 fue seleccionada entre 700 artistas de más de 85 países para formar parte del proyecto “Imagining Ourselves” del International Museum of Women de San Francisco, California, en Estados Unidos. Su obra ha aparecido en diversas publicaciones. “Yo pinto manos, pinto el cuerpo humano, pinto a la mujer en diferentes aspectos, retrato a la mujer latina pero no sometida y triste, sino fuerte y actual; reflejo en imagen y en idea las tradiciones y costumbres de la bellísima Latinoamérica y en especial de mi México mágico, pero en un contexto más contemporáneo”.
Mujeres del campo Doña Paula: un salto al vacío se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2006, en los talleres de: El tiraje consta de 1,000 ejemplares más sobrantes para reposición.