Fernando Ubiergo: El cometa verde

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EL COMETA VERDE

El primer Valparaíso que recuerdo es el de la calle Poniente, en el cerro Bellavista, con la lluvia bajando entre adoquines. Tendría cuatro o cinco años; todo lo que vino después fue distancia. Viviendo en Santiago, aún niño, la imagen y recuerdos del puerto alimentaron mis sueños. A veces el tren fue mi aliado, solo a veces. Desde que puedo recordar, sentía nostalgia de mar. Yo era un niño porteño, de linaje wanderino, que dibujaba uves dobles en sus cuadernos, un niño que llamaba “pepitas” a los ojos de gato y “pan batido” a la marraqueta, auténticas rarezas en la capital. Esta historia comienza un día de la décima primavera, cuando mi padre dijo que haríamos un gran cometa con los colores de nuestro amado club. Un cometa se ubica en la cima entre estos ingenios que, en escala ascendente, comienzan con las cambuchas, hechas en papel de diario y sin esqueleto. Luego vienen las ñeclas que, siendo pequeñas, tienen estructura. Después los volantines, casi siempre cuadriformes, y finalmente cometas y pavos, ambos de envergadura mayor. Cuando mi padre terminó de armar el nuestro, casi doblaba mi estatura. En verde profundo, al centro, tenía pintadas una S y una W. Su diseño de rombo alargado remataba con ángulos agudos en la cola y la puntera, mientras que, en su mitad inferior, unos flequillos blancos rimaban con las grandes letras de su pecho. Dotado de un armazón ligero y resistente, sostenía su piel con varillas de coligüe reforzadas y finos alambres de cobre entrelazados para la torsión, además de unos tensores, dispuestos diagonalmente, que resistirían los fuertes vientos de septiembre, fuerzas G y, eventualmente, la embestida de algún engendro como la pandonga, temible ave desplumada y rabiosa que, en los atardeceres de primavera, baja desde los cerros al poniente de Pudahuel, destrozando todo lo que vuele sin autonomía o alas propias. Un año antes, yo mismo pude oír a don Ramiro contando lo que había ocurrido en la laguna Caren cuando, en medio del festival anual de volantines, atacó furtiva, causando estupor y pánico entre los presentes. Sin hacer comentario o referencia sobre aquella historia, al final de ese día mi padre terminó de dar forma a nuestro cometa, que tendido sobre la mesa del comedor reposaba como un gladiador en vísperas. Esa noche dormí a su lado, contemplándolo, imaginando arreboles y pidiendo vientos del sur. No supe cuánto tiempo transcurrió desde que alguien me levantó, para dejarme luego sobre una superficie que recuerdo algo fría. Por el olor a pintura en el ambiente, supuse me


encontraba en el piso del comedor y abajo del cometa, aún secándose. No pasó mucho para darme cuenta de que la temperatura descendía rápidamente y que una brisa helada se colaba por mi espalda. En segundos, la pequeña brisa se había convertido en un vientecillo penetrante, que me sorprendió boca abajo, con los brazos abiertos y las manos sujetas de algo que no era mi cama. Intrigado y queriendo entender qué ocurría, abrí los ojos y pude ver cómo el techo de nuestra casa se alejaba por debajo de mí. Perplejo, pestañeé repetidamente hasta que mi mente no pudo más y estalló, fragmentando la noche en mil partes inconexas que flotaron a mí alrededor, hasta que una espiral descendente las unió. Paralizado por el asombro y tendido sobre el cometa, no podía despegar la vista del suelo. Desde lo alto, incrédulo, contemplaba pequeños los faroles, las veredas, mi casa, todo. Inexplicablemente no sentía vértigo ni mareos, solo el frío y un pequeño dolor en mi hombro izquierdo. Seguíamos subiendo, pero ahora con una inclinación que me permitía ver más hacia adelante que hacia abajo. “Estoy soñando” pensé, mientras el viento zarandeaba al cometa y yo intentaba balancear mi peso asiéndome de sus costados, con la barbilla apoyada en la parte alta de la S, justo sobre la cruz que forman su eje con el arco transversal y los pies pegados a la base de la W, intentado timonearlo. Lejos de aclimatarme, encumbrado y con el viento soplando en mi cara, más adelante reconocía el centro de la ciudad con sus edificios y avenidas. Por el oriente y del otro lado de las montañas, la luna venía recortando siluetas y en el cielo había un gran lucero. Por alguna razón este trayecto me resultaba familiar, no obstante, siempre lo había transitado pegado a los adoquines. Volábamos por el cielo de Ñuñoa, a unos doscientos metros sobre la avenida Pedro de Valdivia, en dirección al sur. En un santiamén habíamos cruzado media ciudad y yo perdía toda noción de tiempo, sin preguntarme nada, solo veía a mi alrededor, atónito. El cometa se mantenía estable, mientras las luces pasaban fugaces, abajo. De pronto, advertí un movimiento por encima de nosotros. Rápidamente alcé la cabeza y descubrí unos enormes ojos oteándome. Como un rayo, el recuerdo de la pandonga atravesó mi mente y un calor de hielo hirvió mi sangre. “Imposible escapar a sus garras” pensé, mientras, encogido, esperaba el primer guadañazo en mi cuello. Eternos los segundos se sucedieron hasta que una corriente ascendente nos impulsó, situándonos en un mismo plano y al lado del pájaro. Mirándolo, con mi piel erizada, recordé que la pandonga no tenía plumas y a este a le sobraban. Supe entonces que esos enormes ojos eran los de una hermosa lechuza blanca, que apacible volaba y no parecía interesada


en nosotros. Con el alma otra vez en el cuerpo, respiré profundamente y después me distraje viendo cómo se alejaba en inmutable vuelo. Sus alas casi se perdían en la noche, cuando el aire desde todos lados empezó a susurrar una melodía que solo se puede oír y no recordar, aun cuando cada átomo y cada estrella del universo la repite desde el principio de los tiempos. Ignoraba si la gran lechuza oía lo mismo que yo, pero en ese mismo (similar) instante regresó y permitió (que) nos acercáramos hasta quedar a unos centímetros de su cola. De pronto, giró por completo su cabeza y se quedó viéndome de frente, como madre que mira a su polluelo, mientras, elegante, batía sus alas al sur. Más que asombrado, entendí su gesto como un “síganme” y, sin pensarlo, en fila india iniciamos un planeo muy veloz. Volando rasantes sobre la avenida Maratón cruzamos avenida Grecia con los semáforos en verde, elevándonos luego hasta cruzar zigzagueando entre los mástiles y banderas del estadio que, al vuelo de la lechuza, desprendían sus estrellas, una tras otra, formando una estela de luz blanca que bajó danzando sobre las sombras, a esa velocidad en que las formas se estiran y el tiempo no es tal. Así, por un cuarto de segundo, mientras todo fosforecía, los sentidos se expandieron más allá de los horizontes permitidos, deslumbrándome. Maravillado, salí del resplandor sin poder descifrar tanta belleza y por primera vez en el viaje me sentí seguro y con deseos de seguir. Súbitamente, como si planeara por mis pensamientos, el cometa elevó su nariz y trepamos raudos a las estrellas. Abajo ya no estaban las luces de la ciudad y tampoco volví a ver las alas blancas de nuestra guía. Otra vez estábamos solos, moviéndonos al poniente, escoltados por el cinturón de Orión, aún sin poder dejar atrás la emoción del resplandor. A partir de ese precioso y fugaz instante, todo transcurriría más rápido y yo no sabía por qué. Sobrevolábamos el cordón montañoso que separa a Santiago del valle de Curacaví; luego Casablanca, Lo Vásquez y, en minutos, la luna invertida de Peñuelas. Pronto, cuando la humedad empezaba a delinear su territorio, algo en mi intuyó la mar desde las colinas de Placilla. Entonces respiré profundamente, abracé al cometa y me dejé llevar. En un latir, como si el tiempo hubiera elegido un atajo, ingresamos planeando muy bajo por el norte de la bahía. Reflejadas en el agua, las luces del puerto con la humedad se curvaban y fundían. Sobre el agua, salpicados entre gaviotas, cruzamos la línea de tierra frente a estación Bellavista, sobre la plaza Victoria. Al fondo, casi a los pies del cerro, en calle Lira, pendiendo de lo alto vi una S y una W gigantes e iluminadas. Luego, y tal como lo había soñado, nos encumbramos al cerro Bellavista en paralelo a los rieles del ascensor Espíritu Santo. Una vez arriba, no tardé en divisar la casona de mis abuelos, con su cúpula vidriada y los naranjos en flor, mientras en el


patio un niño curaba las alas de una golondrina. En un segundo volvía a ser día y todo olió a jazmín. No lejos oí las voces de mis primos, desafiando la gravedad, derrapando con sus tablas enceradas sobre el pavimento de la subida Labruyere. Repentinamente, cuando nos acercábamos, quedamos suspendidos a poca altura en lo alto de la escarpada subida. Algo extraño sucedía, ya que desde el cometa podía verme en la calle junto a mis primos y, simultáneamente, desde más alto, observarme recostado en el cometa mirando hacia abajo. Mi sensación en aquel momento fue la de estar atrapado entre láminas de un oleograma, o algo así, pues cada movimiento nuestro se replicaba en una secuencia de interminables espejos. Confundido, busqué a mi alrededor por si estábamos reflejados en un ventanal, pero no había tal; solo el silbido del viento entre las calaminas. Repentinamente, como si un rayo hubiera tocado su cola, el cometa se estremeció, giró por completo y remontó veloz sobre las luces, cerro arriba. Otra vez era noche y ya no se oían voces en Labruyere. En la subida, con el intempestivo envión, rozamos una estructura y parte de la cola del cometa se quedó enganchada a la aguja de la iglesia de las Carmelitas. Preocupado, volteé hacia atrás y la vi flamear como grímpola de una edad que ya no era. Así, en vuelo lento seguimos más arriba, guiándonos por las farolas de calle Poniente. A poco avanzar me di cuenta de que el cometa volaba distinto, vibraba y hacía cabriolas, en tanto yo intentaba guiarlo en nuestro ascenso. A duras penas alcanzamos la avenida Alemania. Ya en lo alto y por sobre los tejados vecinos al cine Mauri, divisé la amplia terraza de un torreón. Sin pensarlo giré y nos aproximamos despacio hasta posarnos sobre sus baldosas blanquiverdes. Necesitaba realizar un control de daños a mi nave y también poder descansar o dormir. Instalados sobre el torreón, la perspectiva nos situó al centro de una gran cúpula orbitada por infinitos giros, sin que mediara horizonte entre las luces que brillaban en el cielo y las del puerto. El universo nocturno resplandecía y titilaba a lo lejos y al lado nuestro. Para retener tanta belleza, entendí deberíamos volar más veloz que todas las miradas y dibujar en el aire elipses transversales, una tras otra, todas en un sentido inverso a las manecillas del reloj, excepto el último giro, que debía ser concéntrico y al revés, con su eje alineado al lucero del alba. Este complejo recorrido es el preciso trazado que un cometa verde debe cumplir si se quiere retener el tiempo por un cuarto de segundo. Lo aprendí de mi padre. En ese firmamento de estrellas y balcones, yo imaginaba líneas en el cielo mientras unía los trozos desgarrados a la cola de mi cometa. Mirando hacia la mar, dejé mis ensoñaciones y nos lanzamos sobre una corriente de aire que bajaba desde las antiguas canteras. Iniciábamos así


nuestro regreso, dando un amplio giro que nos llevaría al cerro Mariposas. Mi cometa ya no era tan estable y se hacía difícil poder gobernarlo; el roce con la aguja de las Carmelitas había dañado su timón de cola y se ponía lobo. En minutos, planeábamos por los sinuosos pasajes del cerro Mariposas hasta llegar sobre el paseo Barbosa. Desde allí seguimos la pendiente, siempre en dirección a la mar. Ya encima de avenida Francia vi unas guirnaldas que apagaban y encendían los árboles del parque Italia. Luego, alineadas, vinieron las palmeras de avenida Brasil y, por sobre un largo tren, entramos a la bahía serpenteando entre los barcos dormidos. Después del Molo, bordeamos la costa y con una leve inclinación enfilamos al sur, siempre pegados a la mar. A nuestro lado parpadeaban dos firmamentos tendidos en las colinas de Playa Ancha. Con esa luz en los ojos nos alejamos del puerto, empinándonos casi verticalmente por los acantilados de Puertas Negras con rumbo oriente, justo cuando desde la mar ingresaba una densa capa de niebla que nos dio alcance sobre un haz de luz del Faro Curaumilla. Al interior de esa nube el dolor en mi hombro regresó intenso, haciendo difícil poder sostenerme. Volábamos a ciegas y paulatinamente nos inclinábamos de un costado. Sabía que ya no podría controlar al cometa, aunque nunca supe si fui yo quien lo hizo. Empapados y sin rumbo cierto, volví a oír la melodía que no se recuerda. Cansado, me abracé al cometa, apoyé mi mejilla sobre la W y dormí.

F Ubiergo


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