Pagina de Historia

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Página de historia Cuento de Azorín Fotografías de Carlos Molyneaux


Fotografías: Carlos Molyneaux Diseño editorial y transcripción: Daniel Villar Corrección: Renée Ferraro Montevideo, octubre 2009. Extraído de la edición de 1956 © Afrodisio Aguado, S.A., Madrid.


PÁGINA DE HISTORIA

La atalaya se levantaba en lo alto de un cerro; estaba labrada con gruesos sillares; tenía dos pisos y un terrado. En la planta baja había cocina, cuarto para aperos de labranza, cuarto para vituallas; en el piso de arriba estaban los aposentos vivideros. La puerta daba al campo; una ventana, en la parte posterior, permitía contemplar el mar. Colocados en la azotea, frente al Mediterráneo, Alicante quedaba a la izquierda. El cerro lo cubría un tomillar; tocaban las faldas del monte por una parte en el mar y por la otra opuesta se descendía hasta una hondonada en que crecía un pomposo higueral; la tierra era fresca y en el tiempo adecuado —a fines de junio—, entre las anchurosas y ásperas hojas negreaban las brevas o albacoras rajadas de blanco; en el otoño, los higos dulcísimos. Había también algunos cerezos. El lugar cautivaba por su amenidad y su silencio. Pasado este cortinal, la tierra se abría en anchas grietas rojizas; de trecho en trecho se veían ramblizos áridos, sin una mata, propios de las cercanías de Alicante; el terrazgo bermejo está a veces cruzado por vetas verdes o amarillas. Pere Llop, o sea Pedro Lobo, había sido curtidor; su padre practicaba este oficio y se lo enseñó al hijo. Alentaba un 3


germen de ambición en Pere Llop; dejó el oficio, muerto el padre y se fue a Flandes. En Flandes guerreó bravamente; sufrió todas las penalidades de rudas campañas y no profirió nunca palabra desabrida.Cuando tornó a Madrid se le vió, según se acostumbraba, en los patios de Palacio con un papel en la pretina; esperaba ocasión propicia para echar el memorial en el coche del rey, y el momento no llegó nunca. Cansado de pretender, bajó a Cartagena y se embarcó para Italia. Un bergantín de corsarios apresó la galera en que él iba. Estuvo seis años cautivo en Fez; ejercía allí el oficio aprendido en la infancia: curtía pieles; al oficio de curtidor había añadido el de talabartero; sobresalía en el adobo y obraje de pieles blancas; tenían los cueros blancos manufacturados por él nitidez y suavidad admirables; daba gozo contemplarlos e irlos palpando con el pulpejo de los dedos; en monturas, bolsos, cinturones y otros efectos, ponía él curiosos dibujos en ocre y verde. Su señor le dió libertad a los seis años de cautiverio y Pedro estuvo un año más en Fez y luego regresó a España. En España acabó por retraerse a la atalaya levantina. Se levantaba antes del amanecer Pere Llop y escrutaba el horizonte al hacerse el día, como primera operación; luego vacaba a sus menesteres. Su principal ministerio en la atalaya consistía en encender en la azotea una hoguera en cuanto avizorara en la lejanía vela enemiga; de noche, las llamas serían el aviso alarmante; de día lo sería el humo. Diez años llevaba en la atalaya Pere Llop y no se había 4


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ofrecido ocasión de encender la hoguera; los haces de leña estaban siempre preparados en la azotea. Pere Llop se apañaba él solo; limpiaba la casa, cocinaba, cultivaba una huertecita con verduras. Comía sobriamente; su ordinario lo formaban ollas y potajes al mediodía y gachas o migas por la noche. Como iba a Alicante cada ocho días, de allí traía el pan y las demás parcas mantenencias. El pan estaba amasado con harina de trigo duro o moruno, rico en gluten, el trigo que se consume en Marruecos y en nuestro levante; pero Pedro Llop gustaba de cocinar las migas con torta de cebada; se han comido estas sabrosas tortas en la tierra alicantina hasta hace cincuenta años; el pan que se comía hasta esa fecha —y que aún se sigue comiendo en pueblos y campos— es el moreno sin sal. Pere Llop soñaba a veces, y soñaba despierto; lo que a él más le placía era colocarse frente al mar y dejar correr sus pensamientos. Pero las tareas de la casa y el cultivo de la huerta le robaban todo su tiempo. Llegó, por tanto, a una conclusión perentoria: le faltaba una mujer. Sí, una mujer de años que le aliviara de tan minuciosos trabajos. Estuvo en Alicante a visitar a unos parientes y después de explicar su anhelo, le dijeron: — ¡Está aquello tan solo! Y luego, el peligro… Lo mismo le dijeron en otros pueblos donde estuvo con igual incumbencia; Pere Llop volvió a la atalaya resignado a la soledad. Estando una tarde, a primera hora, en la azotea, columbró en la lontananza una vela; el bajel se 6


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fue acercando y Pedro, conocedor de las embarcaciones morunas, vió que el enemigo se proponía desembarcar. Prendió fuego a la leña hacinada y una negra columna de humo fue ascendiendo hacia el azul blanquecino del cielo de Levante. La embarcación había llegado ya a la costa, y unos treinta hombres, treinta moros, desembarcaban. Nadie respondía a la señal de alarma dada en la atalaya. Pere Llop, desde la altura, observaba cómo la morisma invadía con grandes cestos el higueral e iba despojando de sus ricos dones a las higueras. Volvieron los invasores al barco con su botín; zarpó la nave y se perdió en el horizonte. El humo negro de la hoguera continuaba ascendiendo en la serenidad de la tarde. Bajó al higueral Pere Llop y comprobó que no habían sido desgajadas las ramas. Tornó a subir lentamente, meditativo y cabizbajo, a la atalaya. Poco antes de llegar vió que en el poyo de la puerta estaba sentada una mora. Tenía a par de sí una cestita con brevas y cerezas. Pere Llop la habló en árabe. — No me hables en árabe —dijo ella—; no soy mora, sino española. Se sentó en el poyo junto a ella Pere Llop —era la desconocida mujer de unos cincuenta años—, y los dos comenzaron a comer en silencio las brevas y las cerezas.

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