En los Jardines del Álcazar

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Desde los Jardines del Alcázar Por Jorge Leonel Otero Chambean Se despertó como todos los días a las 6.00 AM. Calzó sus zapatos más cómodos y se dispuso recorrer los Jardines del Alcázar. A pesar de su rudeza, arraigada por una carrera militar de muchos años, era capaz de apreciar los colores de las bugambilias, los aromas de los ciruelos y la alegría de los helechos. Pero su principal atracción ahí, sin embargo no eran las cuestiones botánicas sino el hecho de que desde esa altura del castillo, se podía apreciar una parte importante de la ciudad, una parte muy importante: el corazón de México. Veía la avenida Reforma, las casas y construcciones que iban dando señal de las transformaciones de una nación que tenía ahí representada a algunos de los hombres más caudalosos del país. Le gustaba estar ahí además, porque al caminar podía mantenerse en forma y porque el aire fresco y la perspectiva que le permitían, fortificaban esa sensación tan agradable que le hacían querer volver cada mañana a ese sitio. Era la sensación del poder. Después de un baño reconfortante, se aprestaba a cumplir la agenda del día. Pero antes tendría que continuar con el ritual cotidiano. Frente al espejo auxiliado por una borla se maquillaba con polvos de arroz. Le hacia parecer más blanco, con más porte. No es que renegara per se del color de la tierra, lo que sucede es que conforme avanzaba en la escalinata del poder, se le hizo costumbre eso de los polvos quizá en un intento por olvidar los avatares de su infancia humilde allá en Oaxaca. -El Secretario Limantour espera verlo Señor Presidente- Le anunció uno de sus auxiliares. -Hazlo pasar. -Dichosos los ojos que le ven ¡Su excelencia! -Buenos días Sr. Secretario. -Le traigo buenas, noticias. El negocio de las puertas del Zar está concluido, en unos días más llegará la carga a Veracruz y podrá usted disponer los objetos para la decoración.


Porfirio Díaz, se arregló con los dedos el bigote, como solía hacerlo cuando se le ocurría alguna picardía. Dos meses atrás recordó el saltó de la silla de Limantour, cuando le planteó el asunto al final de una de esas farragosas sesiones donde se ventilaban las cosas de la hacienda pública. ¡Costará una fortuna! le expresó al escuchar el pedido. A lo que el Presidente señaló: Usted debe tener por ahí algún guardadito, Sr. Secretario. El tono imperioso, hizo saber al responsable de las finanzas, que habría que torcer la ortodoxia económica para cumplir el capricho presidencial. Después de todo no sería ni el primero ni el último. Después de atender al encargado de negocios de Bélgica y la conversación con un empresario de la industria minera llegó la hora de la comida. Soup al `oignon, Pollona D’artagnan con guarnición de papas duquesa, era parte del menú que el Chef francés se había esmerado en preparar ese día. Su esposa Carmen (Carmelita como él cariñosamente le llamaba) era hija de la aristocrática familia Romero Rubio. Ella se había empeñado en cultivarlo en las buenas maneras. Le insistía en el uso de tal o cual tenedor, en el uso de tal o cual copa, pero sobre todo en el gusto por la comida francesa, muy acorde con la época. En la música, en la decoración, en la comida y en general en todas las expresiones culturales esta influencia permeaba en nuestra sociedad. Para las familias de más rancio abolengo y las más acomodadas de nuevo cuño ese toque francés era indispensable para no estar fuera de la moda. En el fondo para el gusto de Díaz, siempre eran preferibles las enchiladas, el mole negro, el coloradito. El agua de chilacayote o una pepitoria, eran mejor postre que las delicias de una Tourte a la provenzal. El día había llegado. Después de los trámites aduanales, traslado y cubierta la instalación en una de las habitaciones que daban al exterior del Alcázar, por fin podía disfrutar esa puerta monumental forrada con lámina exterior de malaquita verde. Ese material mineral propio de los Urales en Rusia, que en su composición contiene cobre, es usado por su color verde azulado y su brillo vidrioso en la elaboración de gemas. Tener una joya como marco a la entrada de uno de los salones principales fue algo que le atrajo casi de inmediato.


El vendedor, con las habilidades propias de su profesión le había mostrado un hermoso catálogo de antigüedades y obras de arte carísimas. Él no era ni con mucho un gran conocedor de arte, pero por alguna razón se había dejado convencer con los argumentos de aquel simpático vendedor. Le había contado una historia fantástica acerca del dueño del lote de las piezas de malaquita que incluía una fuente de dos niveles, que luego luego imaginó colocar en los Jardines del Alcázar. Según sus registros le relató con emoción que habían sido de Nicolás I, Zar de Rusia. Gran estratega militar había salido victorioso en sendas guerras contra Irán y contra Turquía. Y aunque posteriormente sucumbe en la batalla de Crimea, donde muere enfrentado a la alianza formada por Gran Bretaña y Francia, deja honda huella en sus casi treinta años de gobierno como Zar de todas las Rusias. En años posteriores a su muerte en 1855, sus sucesores deciden enviar esos trabajos en malaquita como muestra de los trabajos artesanales de su país a la Exposición Universal de Londres en 1862. Poco más de tres décadas después, el anticuario las incorpora a su catálogo y llega hasta las puertas de Díaz, para promover su venta. La cena sería fastuosa, desde semanas antes se ponían todas las cosas a punto. Se lustraba la platería, se alistaban las vajillas, se pintaban muros, se acomodaban muebles para la gran recepción. Carmelita se afanaba con todos los preparativos. Todo un ejército de trabajadores se necesitaba para remozar el palacio. La lista de invitados se repasaba con cuidado. El embajador fulano, el embajador mengano. Los apellidos rimbombantes aparecían en la lista. Era cosa de echar la casa por la ventana. Había que mostrar a propios y extraños a México como una nación en la que reinaba la paz y en la que el progreso rugía tan poderoso como el ruido de las locomotoras que recorrían las redes ferroviarias que se instalaban por toda la geografía - Foie Gras de pato en pan de Campagne, Escargot Bourgogne. Recitaba Carmelita el menú, cuando fue interrumpida. - Párale Carmelita, tu sabes que yo no sé de esas cosas, tú encárgate. - Pero…


El siguió alistándose para la fiesta. En su traje militar de gala luciría las insignias y múltiples condecoraciones ganadas en añejas batallas. De verdad quería impresionar a todos. Se anunciaba la llegada de los invitados. Con voz sonora fueron presentando a lo más granado de la sociedad y los personajes más representativos de los intereses internacionales asentados en el país. Todos representaban su papel en ese juego de abalorios. En ese baile de máscaras, cuidaban su posición, se dejaban ver por aquí y por allá adulando sin cesar. Felicidades Sr. presidente, qué bella está la fuente de malaquita, qué buen gusto, qué puerta tan espléndida, eran algunos de los epítetos que había escuchado toda la noche. A fuerza de su repetición algunos adjetivos perdían su efecto, su sentido, pero no importaba, al final todos sabían porqué estaban ahí. El pretexto de las antigüedades del Zar Nicolás I, era eso, un pretexto. Todos sabían que para que fluyera la economía, su economía, tenían que codearse con la gente en el poder. Al halagarlo, lo alimentaban para que siguiera extendiendo sus beneficios sobre todos ellos. El positivismo en la ciencia implicaba desligarse de disciplinas que no pugnaran como punto de partida los hechos, lo observable. En la política se procuró instaurar para la sociedad su lema “Amor, orden y progreso” pero como los frutos de los avances se concentraron en tan pocas manos, más pareció perseguir el signo darwiniano de que al favorecer a los más fuertes por ley natural irían desapareciendo poco a poco los indigentes, los menesterosos. Al irse depurando, sólo quedaría el lugar para los privilegiados, los elegidos, los de la tribu ungida por el poder. Sólo entonces podríamos erigirnos en una nación competitiva a nivel internacional. Por eso esa noche se emborrachaban y no sólo por los efectos etílicos, sino porque estaban ahí los arquitectos, los artífices, los iluminadores de ese nuevo país. No estaban ahí para ver si podían, sino porque podían estaban. El clan celebraba de nuevo. A Don Porfirio no le gustaba el vals. Los refinamientos no terminaban de ajustarse a su personalidad por más que buscaba el roce con la aristocracia. Si embargo con tanta miel


con que le endulzaban con cada nuevo saludo se cansaba también y terminaba deslizándose a la pista cuando la orquesta se guiaba bajo las notas de alguna de las composiciones de Juventino Rosas o de Felipe Villanueva. Después del besamanos y de otra casi interminable tanda de elogios y lisonjas se acabó la orgía. El desfile de vestidos, fracs y alhajas costosas había finalizado. Como último bocado todavía caminó unos minutos por los jardines. Quería mirar su joya, la fuente de malaquita, se sentía como todo un Zar. Se imaginó acaso cabalgando con donaire por las estepas. Se fue a dormir a su recámara henchido de placer. Antes, frente al espejo, otra vez, analizaba cada arruga, cada gesto. Su rostro no mostraba ni la más mínima preocupación. Ni la más pequeña angustia se asomaba. Más bien reflejaba satisfacción, se sentía bien. Había escuchado eso de que el poder corrompe, y que el poder absoluto corrompe absolutamente, pero no le importaba, estaba seguro que si no había acabado por la buena o por la mala con las críticas, era porque todavía no se maiceaba lo suficiente para encontrar la buena prensa. Ya habría tiempo para arreglar eso. Ahí estaba él en la cima del mundo. En ese momento sublime ni por asomo se imaginaba lo que sobrevendría años después, tanto en estas tierras locales, como en la Rusia de los zares. Para 1911, a Porfirio Díaz, con la fuerza de la Revolución en marcha, se le obliga a renunciar y a partir en el Ipiranga desde Veracruz con rumbo a Francia. Se daba fin de golpe a su reinado. Caso curioso, el país de origen de la fuente, esa joya de malaquita que adornaba bellamente los Jardines del Alcázar, al igual que la puerta majestuosa que hacia evocar a Díaz a los guerreros cosacos, también enfrentaría grandes cambios. La faz de Rusia se transformaría radicalmente con las fuerzas revolucionarias que aniquilarían al zarismo para instaurar una república socialista. De esta página de la historia universal que inició en 1917 ya no pudo enterarse Porfirio Díaz, pues había fallecido en París dos años antes cuando contaba con 84 años de edad.


Sus restos descansan en el panteón de Montparnasse en París, quizás en apego al afecto inculcado desde siempre a la cultura francesa por su esposa Carmelita, o quizás porque de este lado del charco no se le perdona su apego a la silla presidencial por tantos años.


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