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I. Ecos de Cortázar Después de tanto tiempo transcurrido, quizá resulte recurrente abrir el una revista en un blog con la remembranza de un personaje sobradamente conocido como es Cortázar, uno de los escritores más significativos de la narrativa hispanoamericana del siglo XX; no obstante, uno no puede ser desleal con sus filias literarias, por mucho que se obstine el tiempo, o lo que es lo mismo, el devenir literario con sus nuevas galerías de autores. Hay huellas que felizmente perduran en todos los órdenes de la vida, y acaso ese sea el mejor síntoma de que no en todos los casos la vida resulta ser una pasión inútil. Por razones de cronología personal, tuve la oportunidad, hace ya varios años, de ver en televisión la entrevista que Joaquín Soler Serrano hizo a Julio Cortázar en el programa “A fondo” (colección de videos que no hace mucho se vendían en los quioscos, por si a alguien le interesa buscarlos) algunos años antes de acontecer su muerte en París el año 1984 (le sobrevino la leucemia por sorpresa). Siempre he dicho que, para mí, los autores que me interesan son aquellos que su obra es una prolongación de ellos mismos: de sus miedos, de sus heroicidades, de sus miserias, sus reflexiones íntimas o pre-sentimientos. No me interesan, o me interesan desinteresadamente; valga el juego de palabras, los autores cuya obra es mero oficio o talento, camuflando o haciendo un punto y aparte de la realidad de ellos mismos. Ha habido escritores que sus obras son justamente lo contrario a su ejemplo, y eso, en mi caso, es una forma de acabar con el auge del mito. Necesito conocer para amar mejor (decía Oscar Wilde), y aunque el arte es una expresión vinculante exclusivamente a la estética, en mi caso o en mi forma de ver las cosas, arte y artista son un binomio indisoluble. El lejano Erich Fromm escribía en uno de sus libros cómo Himmler, ministro del Interior de Hitler, cuando entraba en su casa después de haber gaseado a miles de judíos, gitanos u homosexuales, solía descalzarse para no hacer ruido y no despertar a su canario. Esta macabra percepción de la delicadeza es realmente un espanto. Llevado este pasaje, aunque de forma exagerada, a la resultante fatal de escribir o narrar lo que está fuera de nosotros, es lo que provoca mi extremismo valorativo; es decir, la desaprobación personal o mi desinterés por ese autor/a en cuestión. Todo artista; en este caso el escritor, contrae una responsabilidad trascendental con su creación porque, en el caso del escritor, desde el momento en que sus obras son leídas, él, y sólo él, es el responsable directo de los efectos que pueda provocar en sus lectores. Cuando, como en el caso de Cortázar, un escritor alcanza la fama, sus seguidores se convertirán en legión. Sus textos se leerán por doquier en infinidad de foros, y muchas serán sus citas o apodícticos a las que un orador de la índole que sea recurrirá para orlarse de forma pomposa o creíble en su discurso. De esta responsabilidad y sus efectos, era perfectamente consciente el escritor argentino: “Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo”. O en otro contexto, pero tratando de dejar clara esa percepción de compromiso del autor con su obra, Julio Cortázar contestaría así a una pregunta sobre la obra del escritor francés André Gide: “André Gide no es tan importante por lo que escribió, sino por la valentía de haberlo escrito”.


Cuando la fama trasciende, el escritor ha culminado su objetivo: enraizarse en el tejido sensitivo y filosófico de la sociedad. Hacerse vigente a través de su propio legado, con o sin necesariamente escuela. Este no es el caso de Cortázar que, al margen de la calidad indiscutible de sus obras, muchos son los escritores que a la postre han basado sus creaciones en estilos paralelos a los del autor argentino nacido en Bruselas. Su literatura marcó un antes y un después en la literatura de habla hispana. De la entrevista televisiva a la que antes me refería, me causó un enorme impacto la forma expresiva del autor, su forma de decir pausadamente, como si el énfasis puesto en cada frase se deslizara machaconamente en la idea con un sentido estético propio. Hablaba de la vida y de la literatura como quien vive un paisaje detrás de un cristal. Más tarde, aceptaría, incluso su declive irreversible sin referirse a él de manera trágica, sin apenas nombrarlo que es la mejor forma de asumirlo con dignidad, y al mismo tiempo despreciarlo para que así no cobre peso en lo que verdaderamente era sustancial para el autor de Rayuela: vivir la vida y la literatura hasta que la muerte le coja a uno por el brazo para sacarlo del paroxismo vital consustancial a todo genio. Julio Cortázar nace, como digo, en la embajada de Argentina en Bruselas en el año 1914, frontispicio de la Primera Guerra Mundial, y tres fueron las mujeres que marcaron su vida: la argentina Aurora Bernárdez, la primera mujer del escritor, y que fuera su amiga a lo largo de toda su vida, acompañándole en los últimos días que duró su enfermedad hasta su muerte acontecida en febrero de 1984; la lituana Ugné Karvelis, una admiradora compulsiva del escritor; y la canadiense Carol Dunlop, quien acompañó a Cortázar en alguno de sus proyectos como 'Los autonautas de la cosmopista' escrito entre ambos, y basado en el viaje de 33 días que ambos hicieran de París a Marsella en una vieja furgoneta Volskwagen a la que apodaron "rojo dragón Fafner" ; seis meses más tarde, a los 36 años de edad Carol Dumlop moría (ironías de la vida) también de leucemia. Nota. (Adjunto a este apartado, el texto leído del emocionante prólogo que hizo Cortázar en el libro a su esposa y compañera de avatares Carol Dumlop. Fichero mp3. Para comprender bien el texto, es necesario saber que en la jerga de lo privado entre amantes, Cortázar llama a Carol “osita”, y él pasa por ser “el lobo”)

SUS VOCES. “…Mi nacimiento fue producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica […] Me tocoó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la Primera Guerra Mundial”. (“Carta dirigida a Graciela (Maturo) de Sola”, París, 4 de noviembre de 1963)

“Tengo recuerdos que me atormentaban un poco cuando era niño… De cuando en cuando me volvían imágenes muy dispersas que yo no podía hacer coincidir con nada conocido y entonces se lo pregunté a mi madre: ‘Hay momentos en que yo veo formas extrañas y colores como baldosas, como mayólicas con colores, qué puede ser eso?’ Y mi madre contestó, bueno eso puede corresponder a que de niño en Barcelona, te llevábamos casi todos los días a jugar con otros niños en el Parque Güell. Así que mi inmensa


admiración por Gaudí comienza a los dos años”. “…había que sacarme un poco al sol porque yo escribía y leía demasiado. Hubo por ahí un médico que le recetó que había que prohibirme los libros por 4 ó 5 meses, lo cual fue un sufrimiento tan grande que mi madre, que es una mujer sensible e inteligente, me los devolvió pidiéndome simplemente que leyera menos, cosa que yo hice en ese momento”. “…Y yo seguía escribiendo algunos poemas en donde yo trabajaba un poco por mi cuenta… Mi madreen quien yo tenía plena confianza vino una noche antes de que me durmiera a preguntarme un poco avergonzada, si realmente esos textos eran míos o los había copiado. El hecho de que mi madre pudiera dudar de mí, fue como la revelación de la muerte, esos primeros golpes que te marcan para siempre. Aprendí que todo era relativo, que todo era precario, había que vivir en un mundo que no era ese mundo de total confianza, de total inocencia”. (Programa “A fondo”, de Joaquín Soler Serrano, TVE, 1977)

“Fui enfermizo y tímido con una vocación por lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros de escuela más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, de elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás” “Mi madre dice que empecé a escribir a los 8 años, con una novela que mi madre guarda celosamente a pesar de mis desesperadas tentativas por quemarla”. “Escribí cuentos por Poe. Eso fue una fatalidad, porque de niño desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Los leía a los 9 años y, por Poe, viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento…”. (“La vuelta a Julio Cortázar en 80 preguntas”, entrevista de Elena Poniatowska, revista Plural nº 44, mayo de 1975)

Todas estas voces nos sitúan en una idea aproximada sobre el germen inicial del conspicuo escritor argentino. Los miedos, los desengaños, la forma tan intensa de iniciarse en la desolación de los primeros traumas, esos primeros flecos de intensidad desbordante apuntaban a un ser distinto; o como poco, al perfil de una persona especial. Cortázar, además, como suele ocurrir en quien necesita nutrirse de otras realidades, estaba abierto a numerosos perfiles del arte. Era un indagador de multitud de cosas, y por eso se interesó también por el mundo de la música, la fotografía, el deporte, el cine, la filosofía y la antropología, etc. Pero esta disolución en el mundo creativo, nunca fue óbice para que el escritor se sustrajera de su responsabilidad a la hora de calibrar las injusticias del mundo. Tomó partido por los más oprimidos y los derechos humanos, pero lo hizo siempre con su peculiar estilo. La articulación de la palabra justa para denunciar, lejos de un ánimo crispado y de todo dogmatismo. Uso inteligente de la palabra como voz e intención, como instrumento de denuncia para poner énfasis en la explotación de los pueblos y las desigualdades en el mundo. “… la entrega a una causa es siempre una entrega amorosa. Yo no creería en el socialismo como destino histórico de América Latina si no estuviera movido por razones de amor.”


II. Versos elegidos







III. Quevedo y su siglo APUNTES BIOGRÁFICOS. Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, fue el tercer hijo del matrimonio Pedro Gómez de Quevedo y Villegas y María Santibáñez, nació en Madrid el 17 de septiembre de 1580 (resaltar que tras la reforma gregoriana que entró en vigor en 1582, el 17 de septiembre pasó a ser el día 27 del mismo mes) en el seno de una familia de la aristocracia cortesana. Su padre, de origen montañés, ocupó puestos de cierta relevancia en la corte de Carlos V, y más tarde en la del monarca centralista Felipe II, aunque más por su observancia moral en consonancia con la época (catolicismo a ultranza), que por su alcurnia. Los dos hermanos del escritor, Pedro y María, murieron muy pronto. La siguiente en edad a él, Felipa, nacida en 1583, pasaría a ser sor Felipa de Jesús, carmelita descalza del convento de Santa Ana en Madrid, y la siguiente hermana, Margarita, nacida en 1985, tendría dos hijos, uno de ellos llamado a ser el segundo señor de la Torre de Juan Abad. La última, la más joven, María, nació en 1586 y murió con tan sólo 19 años. Quevedo, en un intento por dar a su nombre cierta notoriedad nobiliaria, cambiaría los apellidos paternos, Gómez y Santibáñez, tomando el nombre de Francisco de Quevedo y Villegas (este último el de su abuela paterna). No hay casi nada escrito sobre la infancia de Quevedo, aunque todo lleva a pensar que, debido a las ocupaciones cortesanas de sus padres, debió tener una infancia bastante solitaria. Su primer biógrafo Pablo Antonio de Tarsia nos dejaría estas descripciones del escritor: “…era de mediana estatura, pelo negro y algo encrespado; la frente grande; sus ojos muy vivos, pero tan corto de vista que llevaba siempre anteojos; la nariz y demás miembros proporcionados; y de medio cuerpo hacia arriba fue bien hecho, aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia adentro; algo abultado, sin que lo afease; muy blanco de cara.” Además de dedicarse a la reflexión de tipo religioso y al estudio, había una fuerza interior que tiraba de él para situarlo en la vida exterior, en la devoción por lo heroico y la vida cortesana, también hacia la burla, el desenfado y la ironía. Quevedo fue un gran perspicaz, y a sus lentes les tocó tamizar todo tipo de conspiraciones, mezquindades y heroicidades acontecidas en la vida cortesana de la que se rodeó. Practicó la pluma con una maestría estética y temible, cultivando en abundancia tanto la prosa como la poesía, pasando a ser una de las figuras más complejas e importantes del Siglo de Oro español. Fue un sobresaliente en los estudios, y con tan sólo 16 años dominaba perfectamente el griego y el latín. Estudió en Alcalá de Henares, cuyo ambiente recreó en El buscón, que nos da una idea acerca de la vida universitaria en aquella época. Abandonó la universidad de Alcalá en 1601, tras cuatro años de actividad escolar en los que acabó licenciándose en Artes. Los primeros lances amorosos de Quevedo se intuye que debieron ser en la universidad, y de los cuales sacaría una experiencia traumática que ya no le abandonaría nunca, acabando por convertirse en un misógino, aunque a ello quizá pudieron contribuir sus complejos derivados de sus taras físicas; no obstante, hay


textos en los que Quevedo da muestras de una sensibilidad feminista, lo que una vez más nos sitúa frente a la controvertida, cuando no contradictoria, personalidad del escritor. Le atraía la notoriedad, y según se dice, fue un hábil manejador de la espada, aunque esto último no se sabe muy bien si es sólo parte de su leyenda. En medio de tanta muerte en el seno familiar; incluyendo la de sus padres, Quevedo aprendió muy pronto a reflexionar sobre la muerte, y a entenderla perfectamente vinculada a la vida. No me resisto, al hilo de este comentario, a plasmar aquí el que, a entender de muchos, probablemente es el mejor soneto que ha dado la literatura universal, aunque es un poema de amor con el que, en este caso el poeta, trata de hacerlo trascender más allá de la muerte : AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE (Poema a Lisi [¿Luisa de la Cerda de la casa de Medinaceli?]) Cerrar podrá mis ojos la postrera Sombra que me llevare el blanco día, Y podrá desatar esta alma mía Hora a su afán ansioso lisonjera; Mas no, de esotra parte, en la ribera, Dejará la memoria, en donde ardía: Nadar sabe mi llama el agua fría, Y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un dios prisión ha sido, Venas que humor a tanto fuego han dado, Medulas que han gloriosamente ardido, Su cuerpo dejará, no su cuidado; Serán cenizas, más tendrá sentido; Polvo serán, mas polvo enamorado.

En el terreno político su gran valedor fue el Duque de Osuna, y la amistad entre ambos provocó envidias que derivaron en sospechas sobre supuestas conspiraciones de ambos. Sea como fuere, lo cierto es que, todavía en nuestros días, hay demasiadas sombras sobre el que fuera sobresaliente figura de las letras españolas. Veladas por el tiempo y la imprecisión de los datos, quedan sin esclarecer fielmente algunos episodios quevedianos; como por ejemplo, su prematura salida de Alcalá de Henares para llegar hasta la corte de Valladolid; Quevedo, según dicen algunos estudiosos de este siglo, lavó la afrenta que un caballero hizo en público a la supuesta dama Catalina de la Cerda, casada con el Duque de Lerma. El escritor mató al caballero en duelo. ¿Fue a Valladolid huyendo del hecho luctuoso que supuso la muerte de su madre, o fue a ponerse al servicio de la Duquesa de Lerma buscando una compensación por su gesto, o simplemente huía? De lo que no hay duda es que Quevedo fue un hombre de acción. En 1606 vuelve a Madrid en busca de notoriedad y fortuna bajo los auspicios del Duque de Osuna, de perfil muy parecido al del escritor, y que se convertiría en su protector. Acuciado por su mermada economía tras la muerte de su madre, emprende pleito por la posesión del título nobiliario del señorío de La Torre de Juan Abad en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real). En 1613 viaja a Italia por deseos del propio Duque de Osuna, virrey de Nápoles y Sicilia, y éste le encarga al escritor arriesgadas misiones para defender su virreinato que comienza a desestabilizarse. Al protegido (Quevedo), le toca asistir a secretas reuniones con representantes de Milán, Nápoles y de


la Santa Sede; conversaciones en las que busca frenar las ambiciones del Duque de Saboya. Los favores realizados por Quevedo y rentabilizados por el duque de Osuna, le proporcionan, entre otros pagos, hacerse con los hábitos de la Orden de Santiago. Sus enemigos dieron por hecho que participó en “La conjuración de Venecia”, y a partir de aquí, y con la caída en desgracia del Duque de Osuna que, posteriormente moriría en 1624, así como su enfrentamiento personal con el Conde Duque de Olivares valido de Felipe IV, al que al principio admiraba y defendía, el escritor entraría en un declive político y físico que ya no le abandonaría hasta su muerte. Cuando cayó en desgracia el duque de Osuna en 1620, Quevedo fue arrastrado en la caída, y desterrado a sus posesiones de La Torre de Juan Abad, después, sufrió presidio en el monasterio de Uclés (Cuenca), y arresto domiciliario en Madrid. Determinante a su desgracia, fue la nota anónima que Felipe IV descubrió bajo su plato en diciembre de 1639, el conocido Memorial compuesto de noventa pareados, y atribuido supuestamente a Quevedo. Es represaliado y entra en la prisión del monasterio de San Marcos (León), que hoy es un lujoso parador. Cuando es liberado, en 1643, es un hombre acabado y se retira a sus posesiones de La Torre de Juan Abad para después instalarse en Villanueva de los Infantes donde el 8 de septiembre de 1645 murió. Nuevamente, y por defender ahora con virulencia la propuesta que el Apóstol Santiago fuese elegido el patrón de España, en pugna con los carmelitas que proponían a Santa Teresa, se vuelve a ver Quevedo castigado al destierro de nuevo en La Torre de Juan Abad. Esta calamitosa etapa hizo de Quevedo un hombre esquivo y cada vez más huraño, entrando, finalmente, en una profunda crisis religiosa aunque siguió desarrollando una frenética actividad literaria. Se casa tardíamente en 1634 (contaba Quevedo con 54 años) con la viuda Esperanza de Mendoza que tenía tres hijos. Detrás de esta decisión por sorpresa, se dice que pudiron estar los consejos de Inés de Zúñiga, esposa del valido Conde Duque de Olivares, y también los deseos y el empeño del Duque de Medinaceli, y muy posiblemente la dote personal de la viuda fuera otra razón. Su matrimonio fue una brevedad, y tampoco le proporcionó ninguna felicidad al gran misógino que se separó de la viuda de Juan Fernández Heredia a los pocos meses. La obra literaria de Quevedo es inmensa y controvertida. Hombre muy culto, amargado, agudo, cortesano, escribió las páginas burlescas y satíricas más brillantes y populares de la literatura española, pero también una obra lírica de gran altura y unos textos morales y políticos de gran profundidad intelectual, con los que ha conseguido consolidarse a través de la historia de las letras como el máximo representante del barroco español. Criticó con aguda sagacidad los vicios y debilidades de su tiempo, e hirió con su destreza en las letras de manera cruel a sus enemigos, como en el conocido soneto contra su eterno enemigo Góngora, que ya es paradigma del conceptismo literario: "Érase un hombre a una nariz pegado...". En su poesía amorosa, de corte petrarquista en la que lo que cuenta es la hondura del sentimiento, Quevedo vio una posibilidad de explorar los territorios del amor que dan sentido a la vida y al mundo, ejemplo de ello es el soneto que anteriormente he compendiado. De su prolífica obra en verso, se conservan casi 900 poemas. De su prosa cabe señalar: "La vida del Buscón llamado don Pablos"; "Política de Dios y gobierno de Cristo"; "Vida de Marco Bruto"; "Los sueños" y "Los nombres de Cristo".

FRASES CÉLEBRES DE QUEVEDO > Sólo la muerte tiene hielo bastante para apagar el fuego de la envidia y dejar ceniza de compasión. > Nadie ofrece tanto como el que nada puede cumplir. > Me moriré de viejo y no acabaré de comprender al animal bípedo que llaman hombre; cada individuo es una variedad de especie. > El ocio es la pérdida del salario.


> Sólo el que manda con amor, es obedecido con fidelidad. > Ninguna cosa me da más horror que el espejo en que me miro; cuando más fielmente me representa, más fieramente me espanta. > Muchos son limpios de manos porque se las lavan, no porque no roben. > Muchos son los buenos, si se da crédito a los testigos: pocos, si se toma declaración de su conciencia.

El Siglo de Oro es un episodio fundamental en la historia de las letras españolas. Su divulgación se ha hecho a través de numerosos soportes: cómics, películas, novelas, etc. Nota. Algunas referencias textuales se han extraído del libro “Quevedo” de Enrique Ortenbach de Ed. LUMEN


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