La carcajada divina - Cristian Ezequiel Guarinos (Formato A4)

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PRÓLOGO

L

os escritos son, de nuestras labores espirituales, el fruto. Interpretando esta sentencia en un sentido literal podríamos decir que el riesgo de publicarlos está en que dicho fruto se recoja demasiado verde, debido a la ansiedad, o demasiado maduro, debido a las interminables disquisiciones de las que puede ser objeto. Publicar a la edad de veinticuatro años estos ensayos, algunos de los cuales han comenzado a germinar hace cinco, cuenta con el irremediable riesgo de haber cosechado demasiado pronto. Consuela el hecho de saber que el posterior descontento es siempre congénito a toda creación. Sé que habrá cosas que merecen desarrollo o anulación, pero también sé que seguirá habiendo cosas dignas de desarrollo o anulación independientemente del hecho de que sean publicadas ahora o dentro de muchos años. Hacerlo ahora da respiro por contar con mayor margen temporal de retractación. La sentencia de Alfonso Reyes es, para tales circunstancias, una suerte de ansiolítico: “Publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo borradores”. Esta publicación representa para mí una purga. Una posibilidad de desembarazo de cuestiones largamente gestadas para abrir la atención a otras, para centrar las energías en alguna novedad desanclándolas de su viciosa recurrencia hacia los mismos escritos, las mismas palabras, las mismas frases cuya monotonía ya me incitaban a su aborrecimiento. En un sentido filosófico, me estimula a la osadía Epicuro con sus decires: “Que nadie, por joven, tarde en filosofar”.En un sentido práctico y empírico, me alienta el hecho de contar con la solicitud de mis alumnos y conocidos para quienes siempre carezco o del tiempo o de las ganas de ponerme locuaz y aclarativo. Y en un sentido aún más práctico y conformista, espero que dicha publicación sirva como un mecanismo de control por el medio del cual mi mamá corrobore que desde que me fui de casa no ando en ninguna actividad extraña o, para ser más preciso, ando en la más extraña de todas llamada filosofía.

Cristian Ezequiel Guarinos Junín, enero de 2013


LA CARCAJADA DIVINA I A menudo se habla de reglas para la producción filosófica. Han sido recurrentes los intentos de establecer una especie de recetario que evidencie cuál es el camino a seguir para encontrarse dentro de una predicación lícita, dentro de la especificidad del discurso filosófico. Cuando una filosofía quiere aprender a caminar siempre tropieza con cuestión de las reglas. ¿Con qué debemos cumplir para la producción de lo que los académicos llaman discurso filosófico?... una respuesta emerge naturalmente: ¡no tenemos idea! Pero esta respuesta lejos de abrumarnos, o de hacernos creer que el conocimiento de la propia ignorancia es una credencial a la virtud, nos abre un camino interesante de recorrer, pues una de las características mas agraciadas de la filosofía consiste precisamente en no ser jamás un saber acabado, en tener que reinterpretarse a sí misma y al mundo siempre. Es inútil un inventario de claves para el acceso a la misma, pues no hay leyes a priori. Lo que hay es filosofía. Puede hablarse de ciertos procedimientos más o menos estables en las distintas corrientes filosóficas, pero es muy difícil hablar de la filosofía en general; sobre todo cuando se concibe a ésta como una criatura viviente, polimorfa, en continuo ciclo vital y no como un sistema homogéneo, cerrado y anquilosado en su mismidad. Es el filósofo, al igual que el artista, quien crea sus propias reglas como consecuencia indirecta de su obra. Cada gran filósofo ha desarrollado la imagen de lo que él cree que debería ser la filosofía y esto abarca desde las problemáticas tratadas hasta el estilo. El filósofo no obedece prescripciones sino que, para ser precisos, las crea. Él es quien convence, queriéndolo o no, a los demás filósofos a recurrir a su recetario de verdad. Por lo cual antes de toda regla, está la creación. Esto se evidencia por el hecho obvio de que alguien ha creado las reglas. A menos que se crea en la revelación de las mismas como obra de una gracia «supraterrena», lo cual ha sido empleado por sobrado tiempo y no ha establecido -a pesar de intentarlo- ninguna cláusula al devenir interpretativo de la filosofía, quizás justamente porque la filosofía difiere por completo de la cláusula. Donde no hay dinamismo, no hay filosofía. “La serpiente muere si no puede cambiar de piel”1. La problemática es el corazón de toda creación conceptual2, es en torno a ella donde dicha operación tiene lugar. La problemática que aquí nos convoca es la de la risa. Como punto de partida comenzaremos con un esbozo de su definición cuya precariedad amerita al desarrollo analítico de la misma:

La risa es efecto -prolongado o no- de la revelación de la insustanciabilidad de una realidad instituida, en virtud de una posible y novedosa incongruencia con la misma.

II Cuando dicha insustanciabilidad se devela reímos, y, si se quiere negarla tratando de devolverle inmediatamente a la realidad su consistencia originaria, sólo se enfatiza más la risa. Esto se debe a que la paradoja se agrava por la coalición directa de los contrarios sustanciabilidadinsustanciabilidad, sentido-sinsentido, estabilidad-inestabilidad, orden-desorden, mesura-desproporción, etc. Todo intento de devolver la consistencia a una realidad evidencia que no la tiene, que la ha perdido y que es susceptible de perderla nuevamente. Esto habrá sido experimentado por cualquiera que haya intentado sofocar la risa frente a una situación dada. La risa amenaza con implosionar el sentido del orden, nos acecha tras el mínimo ademán, mientras más tratamos de alejarla más nos convulsiona. Tratamos de apaciguarla, suspendemos la respiración, las manos transpiran, la voz se entrecorta. Queremos regresar al orden que antecedía pero es inútil, pues todo regreso supone un «haber abandonado», y este abandono provisional del sentido es la clave de todo reír. Decimos que es provisional porque de no ser así lo que se considera sinsentido formaría parte de lo que se considera orden y ya no sería sinsentido. Es decir que si el rey momo fuera un monarca de extenso reinado, lo cómico en él no formaría parte de un mundo alternativo, así como tampoco nos causaría risa. Lo cómico es tal por ser una divergencia de lo habitual. Si continuamente conviviéramos con personajes grotescos ya no los consideraríamos como risibles. Sócrates (o Platón, si se quiere incurrir en minucias de distinción entre ambos) postula un mundo alternativo cuya permanencia es constante, eterna… Quizás por ello mismo Nietzsche lo califica de “un bufón que fue tomado en serio”3. El mundo inteligible es su bufonada, su divergencia de lo habitual, pues lo habitual no pasa a ser otra cosa que una ilusión, precariedad ontológica, una copia, algo insustancial. La incidencia fundamental que esta idea ha tenido a lo largo de toda la historia de la filosofía es una muestra sobrada de ese «tomarse en serio» una bufonada; Platón representa la comedia más larga de la historia de la humanidad. El hombre está incapacitado para la risa creadora porque su vida esta organizada según un sentido racional, según metas y directrices repartidas a granel por los «comediantes». Estos, que deberían causarnos risa, son quienes nos privan de ello. Nos traen un nuevo orden de la realidad pero con una pretensión de estabilidad, de permanencia. Se postulan como portadores de la verdad y quieren reír de lo que difiere de dicha verdad como artilugio para generalizar la sujeción a la misma. Por eso lo que los comediantes llaman risa suena siempre hueco y estéril. Hoy la filosofía tiene la posibilidad inexplorada de reír viendo cómo los inmaculados caminos trazados por el espíritu humano no son más que meros garabateos de niño4. La risa del filósofo artista es la que pone a danzar los conceptos, los saca de su entumecimiento, sacude el polvo que vela

Mito del origen de la muerte según los Qiang DELEUZE, Gilles y GUATTARI, Félix; ¿Qué es filosofía? 3 NIETZSCHE, Friedrich; “El problema de Sócrates”; V; El crepúsculo de los ídolos; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 51. 4 NIETZSCHE, Friedrich; Gaya Ciencia. 1 2


su momificación predisponiéndolos a configuraciones novedosas y concreciones felizmente provisionales. Desde el rechazo del caos-devenir los doctos generaron un fundamento estático5. Lo propio del concepto es anquilosar el tiempo a costo de la abolición de las diferencias individuales. Reduciendo la realidad a la arquitectura intangible de las ideas, el «ser» es una invención de quien sufre el «devenir» -nos dice Nietzsche en sus escritos póstumos-. El filósofo artista que ríe rompe con la verticalidad ontoteológica mezclando, enredando y distorsionando su directriz.

III La risa tiene en sí cierta perversión, nos devela los rostros como máscaras, nos desprovee de lo obvio. Pero a la vez tiene algo de curativo, nos liberta de la subyugación de lo inmutable ofrendándonos lo provisorio, lo dinámico, lo liviano, la máscara sobre la máscara. La risa afirma el cambio incesante, aligera cualquier situación contraria a nuestro deseo. Es recurrente oír hablar de la risa como un bálsamo, como cura. En este sentido la risa contribuye a la conservación, aunque reducirla a esta función resultaría insuficiente. La risa no sólo conserva al individuo, sino que también contribuye a su aumento por ser una forma de exceso, de desmesura, de rebasamiento, de plasticidad de lo real. Esto siempre y cuando la risa tenga algo de generativo6, es decir que no sólo desarme un orden instituido sino que además de ello devele una posibilidad novedosa, entendiendo por tal una posibilidad que no formaba parte de la institución dislocada. La risa generativa por consiguiente sólo es posible si en la realidad diluida se diluye también el agente de dicha acción predisponiéndose a ensayar otro orden. Es imposible tal acontecimiento si la risa sólo es negadora de una otredad, si es burla en el sentido trivial, si únicamente se empeña en la conservación del individuo dentro de sus límites. Esta risa es vicio dialéctico, busca disminuir y depotenciar al contrario para afirmarse. La ironía Socrática se mueve dentro de estos parámetros. Su burla sutil es una especie de petición, una solicitud al lector para que no tome en serio a su adversario. Sócrates hace creer que desea las cualidades de su contrario sólo para negarlas luego y así afirmar su individualidad. Necesita, según el proceder dialéctico, negar toda exterioridad para decirse sí a sí mismo7. Pero tender únicamente a la conservación malogra el reír, pues este no es mera conservación sino vitalidad que desborda los límites de la individuación, que devela otro mundo a la par del instituido. Se ha hablado de la «función social» de la risa, de que «la risa es siempre risa con otros»8, pero en éste sentido se continúa dentro de los parámetros de conservación, pues la risa actúa como una especie de regulador del orden. Reímos de cualquier apartamiento de lo habitual, el causante de nuestra risa se avergüenza e intenta volver al orden anterior. La risa que provoca vergüenza calibra al individuo nuevamente en lo habitual. No deja de ser risa de una exterioridad, de mera conservación y con una significación totalmente contraria a la que sosteníamos al comienzo: aquí la gracia no está en el ensayo de un orden alternativo sino en quien abandona el orden, asemejándose a una concepción casi disciplinar de la risa. Por otra parte, es de desconfiar la afirmación «siempre se ríe con otros» si por otros entendemos un grupo de personas, pues esto no es una condición indispensable del reír sino más bien un contexto ocasional. Basta con leer aquel relato de Georges Bataille en el cual describe uno de sus éxtasis y su risa estando completamente -y podríamos decir necesariamente- sólo:

“Entonces era yo muy joven, caótico y lleno de embriagueces vacías: una ronda de ideas inconvenientes, vertiginosas, pero llenas ya de preocupaciones, de rigor y crucificantes, tenían libre curso…En ese naufragio de la razón, la angustia, la decadencia solitaria, la cobardía, la mala ley, encontraban su sitio: la fiesta empezaba de nuevo un poco más tarde. Lo cierto es que esta exburancia, junto con el choque con lo “imposible”, estallaron en mi cabeza. Un espacio constelado de risas abrió su abismo oscuro ante mí. Al cruzar la calle de Four, adivine esa “nada” desconocida, repentinamente… negué esos muros grises que me encerraban, me abalance en una especie de arrobo. Reía divinamente: el paraguas se había cerrado sobre mi cabeza y me cubría (me cubrí a propósito con este sudario negro). Reí como quizás no había reído nunca, el fondo mismo de cada cosa se abría, puesto al desnudo, como si yo estuviese muerto…”.9

IV En la carcajada entusiasta de los sátiros dionisiacos, al igual que la de las saturnales romanas o ritos carnavalescos tan comunes en la Edad media, la risa era la expresión de una desmesura, de sobreabundancia. Las festividades dionisiacas retratadas por Eurípides10 nos muestran cómo la perdida de la individuación subsume a la irreverente Tebas en la locura, a tal punto que Agave destroza a su hijo, el rey Penteo, y se dirige a la ciudad con su cabeza en una vara. Puede verse aquí cómo la irremediable desgracia cae sobre Agave una vez que recobra su lucidez y toma conciencia de sí mismo y de su acto. La pérdida del sentido de sí aparece como un estado peligroso, que propicia los más grandes horrores. La fiesta dionisiaca en Eurípides no deja de tener cierto matiz de maldición o castigo, pues no retrata la exuberancia divina los ritos dionisiacos sino que hace hincapié en las consecuencias de dichos ritos. Pero la interpretación nietzscheana se centra, no en las desgracias que acarrea la disolución del individuo, sino en el gozoso éxtasis de tal acontecimiento. En estas festividades se unificaba el hombre con el hombre, la individuación y lo subjetivo era disuelto en lo universal humano. Todas las jerarquías sociales, que tendían a afirmarse y remarcarse en los actos oficiales, en estos espectáculos eran eliminadas11. «¿Qué he de hacer? ¿Servir a mis esclavas?», se pregunta el Rey Penteo al ser incitado por Dioniso. El noble y el humilde aunaban sus voces para sostener la fuerza embriagadora del coro báquico, el bufón reía del bufón, la comunicación era familiar e inclusive se permitía groserías y excesos de confianza en el contacto corporal.

CRAGNOLINI, Mónica; De la risa disolvente a la risa constructiva: una indagación nietzscheana ; versión digital en www.nietzschena.org BAJTÍN, Mijail; La cultura popular en la edad media y el renacimiento ; Alianza Ed.; versión de J. Forcat y C. Conroy; 2003; p. 35. 7 Rasgo esencial de las naturalezas plebeyas. Véase: NIETZSCHE, Friedrich; La genealogía de la moral . 8 BERGSON, Henri; La risa. 9 BATAILLE, Georges; De la experiencia interior. 10 EURÍPIDES; Las bacantes. 11 NIETZSCHE, Friedrich; I; El origen de la tragedia; Ed. Edad; Madrid; 2008; p. 65. 5 6


La consagración de la igualdad se manifestaba en este estado de liberación provisional de todo lo instituido. Todo era risa, ligereza; lo oficial, visto desde estos ritos, se presenta ahora como insustancial. Ahora podemos reírnos de lo más sacro, incurrir en la paradoja de una misa profana. Este tipo de festividades, que son perceptibles en todas las culturas del mundo nos develan un posible mundo alternativo y, a juzgar por la regularidad de las mismas, necesario. El cambio provisional de las perspectivas del mundo vivifica y dinamiza, ponen al hombre en contacto con la relatividad de las verdades, lo liberan de las ataduras de lo permanente para que jueguen a ser otros. Un fragmento de Heráclito nos dice, oportunamente: “En el cambio se descansa”. Nunca terminé de comprender por qué la tradición pictórica12 nos transmite al mencionado sabio llorando cuando uno se espera de tal hombre lo contrario. ¿El devenir le sentaba demasiado implacable e impiadoso?... Quien conoce realmente de qué se trata «la verdad» y su precariedad congénita, no puede más que reír hasta desvanecer. Por ello no es menos enigmático que sea Demócrito quien ríe13. ¿Acaso será esa risa el apóstrofe final de una fatalidad fisiológica insostenible? ¿Por eso reías de tan buena gana Demócrito, porque descubriste a fin de cuentas el garabateo que representaba todo sistema, inclusive el tuyo, para la vida? En ese caso muestras una grandeza inaudita y te comprendo mejor que nadie, en la situación contraria sigo sin entenderte del todo…

V La risa pone de relieve la insignificancia y la insustancialidad de todo, inclusive de lo más sagrado. Este carácter desacralizador de la risa es aplicada por Nietzsche a los sistemas conceptuales, develándolos como meras perspectivas provisionales. La risa es el golpe de gracia de esos sistemas a los fundamentos, a los grandes ideales, a lo estable y permanente. Se devela de esta forma que el punto medular detrás de estas grandes empresas no era más que el hombre jugando consigo mismo al tesoro escondido: labraba artificios primorosos y jugaba a desconocerlos para encontrarlos como ya hechos desde siempre, se convencía de que descubría cuando estaba inventando… como no queriendo convencerse de la abismal humanidad que hay en todo, como rechazando el caos que le supone la falta de un centro estable, de un núcleo cálido al cual aferrarse para no zozobrar en la nada. La muerte de Dios significa el develamiento de esta carencia de fundamento donde los cimientos especulativos se desmenuzan dejando también en el aire a los sistemas filosóficos y morales. Es sobradamente conocido el prejuicio de que el «buen» pensar siempre estuvo relacionado a la seriedad, sintiendo a la risa como un ejercicio impropio de tales labores o, para ser más precisos, como la contrapartida de todo pensar verdaderamente filosófico. Quizás esto se deba a una inversión de la causalidad de origen: no es la filosofía una actividad seria sino que han sido los filósofos aquellos que imprimieron su ánimo en ella; un ánimo gravoso, convaleciente, ceñudo, decadente y senil. El posicionamiento anímico que implica una actividad no es nunca algo azaroso, ni una consecuencia natural de la actividad misma, sino que es un síntoma que se ha grabado como pauta metodológica, una máscara que pretendiendo ser impersonal delega sus márgenes a la multiplicidad. Quien determina el ser de algo también está estableciendo las determinaciones de aquellos que participarán de dicho ser. Nietzsche resignifica la risa dándole una jerarquía esencial dentro de la filosofía. 14 El filósofo del futuro es aquel que ríe. Se ha dicho que la risa rebaja lo espiritual a la esfera de lo carnal. La comedia posee esta característica, la de centrarse en la materialidad. En la tragedia las alucines a la corporalidad del héroe son mínimas: nada debe recordar lo corporal, el héroe pareciera moverse en un ámbito puramente ideal; cualquier alusión a lo terreno puede degenerar en comedia. Según Napoleón el hecho de sentarse convertía la tragedia en comedia15, y esto es aquí aplicable, pues si el héroe se sienta manifiesta su corporalidad. Lo referente a las particularidades corporales hace susceptible de risa a lo más elevado. Lo trágico ha sido opuesto a la comedia por razones puramente sensitivas (dolor-alegría, seriedad-jocosidad), pero la interpretación nietzscheana nos invita a repensar el fenómeno trágico en un sentido más amplio. Si el héroe trágico es un mensaje de alegría16, risueño, jovial y danzarín, la risa tendría una significación más profunda. Se trataría de una risa que desborda toda impedimento, toda circunstancia, en vistas del fin elevado que procura conseguir. Es la risa del entusiasta la de un divinizado que ríe porque afirma su voluntad acérrima. El héroe no obedece prescripciones, se revela contra los dioses mismos si es necesario, él es el dueño de su destino y lo ama como se ama lo necesario: sin miramientos. La muerte no importa, la gloria sí. La imagen oscura y seria de la tragedia parecería poner el acento en la muerte siempre voraz y victoriosa. Pero la muerte no es el fin del héroe, pues si así fuese sería demasiado fácil ya que la totalidad de los humanos, tanto el noble como el plebeyo, cumplirían con ese fin sin esfuerzo alguno. La muerte para el héroe trágico es sólo la consecuencia de la persecución de un fin. He aquí un punto de convergencia entre la ética y la estética, unidad hoy inexistente. El héroe trágico no obedece reglas morales, sino que se crea las propias en vistas de su ideal, del para qué de su existencia. Pero al mismo tiempo no impone al género humano un imperativo definido a imitar, una regla universal. Al contrario, muestra cómo su osado obrar despierta la cólera de los dioses subsumiéndolo en la desgracia, el dolor y la muerte. Por lo tanto, no puede decirse que el héroe muestre un modo de obrar digno de imitar por su utilidad o provecho. Este accionar que encoleriza o agrada a los dioses, a contracorriente de muchas religiones, no intenta imponerse como norma. El punto de convergencia de la ética-estética es lo que llamaremos la regla inútil. Regla porque el héroe se impone a sí mismo un obrar determinado, una directriz a su accionar. Pero dicha directriz está en función del fin al cual la voluntad se encamina. La regla siempre es regla «para mí» por que se ordena a mi finalidad. Vivir la vida según prescripciones ajenas no es vivir sino ser vivido. El noble no puede vivir con la moral plebeya, y los plebeyos que quieren vivir según una moral noble son «comediantes». Por otra parte, decimos «inútil» porque no asegura ningún provecho general, ninguna utilidad. No soborna ni endulza con ninguna promesa sobre los beneficios de su cumplimiento. Al contrario, muestra y afirma sus horrorosas consecuencias. Esta inutilidad es un rasgo puramente artístico, no responde a ninguna función técnica. Lo que sugiere la regla inútil es la glorificación de la voluntad propia, un divinizarse, un ponerse en el centro del destino, un amar lo que no puede ser de otra forma, un amar lo necesario. ¿Cómo no iba a reír divinamente el entusiasta que accediera a tal estado de plenitud?...

Hendrick Jansz ter Brugghen, Óleo: Heráclito llorando, 1628. Ibíd., Óleo: Demócrito, 1628. 14 CRAGNOLINI, Mónica; De la risa disolvente a la risa constructiva: una indagación nietzscheana ; versión digital en www.nietzschena.org 15 BERGSON, Henri; La risa. 16 DELEUZE, Gilles; Nietzsche y la filosofía. 12 13


LA SABIDURÍA DEL PERRO IMPÚDICO O DE LOS CÍNICOS Una de las pocas filosofías en las cuales he hallado el placer agregado de la risa fue en la de los cínicos. Quizás esto se deba a la forma en la cual los testimonios sobre ellos nos han sido dados, que no son ni más ni menos la forma en que los cínicos transmitían su perspectiva sobre el mundo. Se trata de anécdotas que describen performances ético-estéticas de gran ingenio y sagacidad. Se ha dicho: «Sólo pueden contarse anécdotas sobre ellos»; esta acusación con intenciones despectivas no es, ciertamente, para nada displicente. Es cierto que sólo pueden contarse anécdotas sobre ellos, pero esto no representa solamente una limitación pues es también la única posibilidad de su estudio. Los testimonios directos con los que contamos para el conocimiento del cinismo son mayoritariamente doxografías, es decir, menciones y juicios recogidos por otros autores. El doxógrafo, en casos como el presente, merece abandonar la categoría de «autor menor» con la que recurrentemente se le identifica, y ser ponderado en virtud de su criterio selectivo, pues ha hecho perdurar lo que nosotros consideramos dignísimo de hacerlo. Salvando las distancias, el poeta Píndaro no se consideraba un servidor del vencedor olímpico destinatario de sus himnos, sino que más bien era obra del poeta que el vencedor perdurara en la memoria de generaciones enteras. Análogamente, en el caso de los cínicos se borra la frontera entre el filósofo y el doxógrafo, justamente porque si esté último faltara no habría filósofo. Poco importa que medie entre nosotros y el cinismo una interpretación, ¡como si existiera un caso en el cual no la hubiera!... Por otra parte, una filosofía incompleta, como en relieve17 diría Nietzsche, suele ser más eficaz que una explicación completa, se deja hacer más al intérprete, hay menos cláusula, por lo que podríamos decir que los cínicos son «contemporáneos» en virtud de meras vicisitudes históricas. También se ha dicho que «no son dignos de ninguna consideración filosófica». Esto se develará falso al percibir cómo todas las performances cínicas se encaminan, en un sentido general, a la deconstrucción del modelo antropológico imperante. Subyace en ellas una acérrima crítica de las convenciones de lo sagrado, lo político, lo educativo, etc. Siguiendo a Nietzsche, Michel Onfray señala que el cínico es la figura emblemática de la auténtica filosofía definida como “la mala conciencia de su tiempo”18. Es interesante ver qué subyace en la ácida reacción cínica, ver por qué Diógenes llamaba a los gritos: «¡Hombres, hombres!», y cuando concurrían varios los ahuyentaba con el palo diciendo: «Hombres he llamado, no porquería». O por qué encendía durante el día un farol, pregonando: «Voy buscando un hombre honesto». Para tratar de comprender esta repulsión hacia las formas culturales imperantes de la época, desarrollaremos algunos de los muchos planos en los cuales la crítica cínica se manifiesta. El sustrato del cinismo lo representa la afirmación absoluta del orden natural y, consecuentemente, se buscará la experimentación de una vida en consonancia con dicho orden. La civilización es una forma de perversión, como mucho tiempo después sostendrá Jacques Rousseau19. El proyecto cínico es el retornar al salvajismo primordial pues la naturaleza dispensa todo lo necesario para la conservación del individuo. Cuando Diógenes vio en Megara las ovejas cubiertas con pieles y desnudos los muchachos, dijo: «Entre los megarenses más vale ser carnero que hijo». La satisfacción de un deseo, así como la adquisición de un placer, pertenecen a la simplicidad de la naturaleza, por lo cual, era omitido su ocultamiento y no dudaban en realizar tales acciones ante la escandalización del público: copulación, alimentación, masturbación, etc. La vida feliz se basa en la frugalidad, en la austeridad, en el recato, la mesura, la modestia. Es preciso el alineamiento del deseo a lo naturalnecesario. Quien consiga tal cosa, extirpando lo inútil y el lujo, tendrá una vida feliz. La pregunta que surge de estos planteos es si el cinismo agota toda su potencia filosófica en ser una moral de conservación…ello es lo que sugiere una lectura primeriza. Creemos que hay en el ímpetu cínico un deseo de mostrar en que consiste la conservación. Pero esto no representa una finalidad, sino un transito. Pues solamente una vez resultas las necesidades naturales, se puede aspirar a un crecimiento, a una superación. De lo contrario se seguirá creyendo en el lujo como finalidad, cuando este no es en realidad una forma sofisticada de conservación. De lo que se trata, esencialmente, es que la conservación no monopolice todos los impulsos vitales de la existencia. La aparente contradicción manifiesta entre naturaleza y cultura no es tan tajante. El cínico no esta en contra de la cultura en un sentido genérico, sino de aquella forma de la misma que omite y desconoce el sustrato natural sobre el cual se asienta. El acatamiento a la satisfacción de los deseos naturales y necesarios es un imperativo que ésta presente también en Epicuro. Éste en sus Máximas distingue entre los deseos naturales necesarios (el agua para la sed) y los deseos naturales innecesarios (bebidas refinadas). Diógenes admiraba la fidelidad al deseo que no sucumbe a «poder hacer», “a los que pueden casarse y no se casan; a los que les importa navegar y no navegan; a los que pueden gobernar la República y lo huyen; a los que tienen oportunidad y disposición para vivir con los poderosos y no se acercan a ellos”20. Es una muestra de soberanía espiritual decir no, los grandes despreciadores son también los grandes veneradores21. El otro tipo de deseos es descrito por Epicuro como no-naturales y no-necesarios. Un ejemplo de ellos son los honores. También los cínicos coincidirían con esto. Aquí es clara la ruptura con la concepción del hombre virtuoso presente en la sociedad homérica, pues sus valores fundamentales (el honor y la valentía) son ahora transvalorados a innecesarios. Para los cínicos las victorias helénicas son meras casualidades y no les entusiasman. El honor y la gloria mundana son adornos de la malicia. El triunfo militar no es prueba, a sus ojos, de ninguna superioridad humana22. Su visión quiebra con el ideal titánico; prueba de ello es que consideraban justo el castigo a Prometeo y rechazaban el fuego que éste hurtó a los dioses. Prometeo representa la civilización, ese lugar donde las personas viven del consenso, en el sedentarismo, en la repetición de lo NIETZSCHE, Friedrich; “Lo incompleto considerado como lo eficaz”; Cap. 4: Del alma de los artistas y de los escritores; Humano demasiado humano ; Ed. Edaf; Madrid; 2006; p. 149. ONFRAY, Michel; Cap. 2: “Diógenes o el gusto del pulpo”; El vientre de los filósofos; Perfil Libros S.A.; Bs. As.; 1999; p. 25. 19 ROUSSEAU, Jacques; Emilio o de la educación . 20 LAERCIO, Diógenes; “Diógenes”; Vol. 2; Libro VI; Vida de los filósofos más ilustres; Ed. Orbis; Bs. As.; 1985. 21 NIETZSCHE, Friedrich; “Prólogo”; IV; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 8. 22 REYES, Alfonso; “Cinismo”; punto IV; La filosofía helenística . 17 18


habitual y lo previsible. La relación de Prometeo con lo civil podría hallarse en su etimología: Prometeo significa «pre-vidente», el que prevé y se anticipa a los hechos, el que dispone o prepara medios contra futuras contingencias. La previsión desmesurada de la civilización somete la vida a lo idéntico, quebrantando el espíritu cosmopolita cínico. Por ello, cuando le dijeron a Diógenes: «Los sinopenses te condenaron a destierro», éste respondió sin alterarse: «Y yo a ellos a quedarse». La vida social, para los cínicos, implica un sacrificio injustificado. Sin embargo la sociedad ve al cínico como alguien que se ha sacrificado inútilmente. Todos los senderos de la vida social conducen a la conservación en última instancia, aunque su laberíntico recorrido impida percibirlo. El ideal social de trabajo no es más que una elucubración innecesaria. El trabajo esta disociado de las actividades concretas de conservación, lo cual permite el exceso del mismo. Nadie siente que trabaja lo necesario. Siempre se siente en falta ante un complejo de necesidades cada vez más colosales y masivas. La pobreza del cínico no es una pobreza dogmática, o un requisito, sino que es el tributo que debe pagarse para conservar la libertad. Si Diógenes pudiera gozar de riquezas sin doblegar su libertad no tendría nada que objetar. El sabio es, según la ocasión, vicioso o asceta. El problema seria no poder dejar de ser ninguna de ambas. También debemos tener en cuenta que ascetismo no tiene aquí connotaciones masoquistas. Las mortificaciones son para Diógenes una necedad, pero más tonto aún seria desvivirse por algo que uno ya posee de base. Trabajar, inmolar el espíritu para conseguir la tranquilidad que se tenía cuando se era pobre, manifiesta un ideal tan absurdo del obrar humano que sólo tiene cabida en el humor popular. El rechazo de Prometeo y, consecuentemente, del fuego, condicionó la dieta cínica basándola en la omofagia (ingestión de carne cruda). De las distintas versiones sobre la muerte de Diógenes, hay una que señala éste hábito alimenticio con la causa de su fallecimiento23. ¿Qué más puede ser más ilustrativo del ideal de retorno al salvajismo primordial, que el hecho de ingerir carne sanguinolenta?... La filosofía cínica se presenta como un arte del buen vivir; en ella, la existencia feliz es posible, y no existe juicio negativo sobre la vida. Alguien le dijo a Diógenes: «Vivir es un mal», a lo que él respondió: «¡No el vivir, sino el vivir mal!» Esto indica que no es inherente a la vida la negatividad y el lastimero juicio con el cual siempre los «más sabios» la han enturbiado24. Por su parte Antístenes, el fundador de la secta Cínica, estando muy enfermo se preguntó: «¿Quién me librará de estos males?», y Diógenes, su discípulo, mostrando un puñal contesto: «Éste». A lo que Antístenes replico: «De los males digo, no de la vida». El mal no se deduce analíticamente del vivir. Todo depende de la determinación que de ella se haga. El ethos cínico es lo que Michel Foucault llama un «cuidado de sí»25. Su ascetismo, que va más allá del sentido moral de la renuncia, es un ejercicio que busca la elaboración de sí mismo mediante la auto-transformación. Este trabajo sobre sí, que no es más que la forma concreta de la libertad, se manifiesta en el ethos. Este representa un modo de ser y comportarse (ética) que son visibles a los demás (estética). El modo de ser del hombre cínico, determinado por la práctica de su libertad, no difiere de su aparecer ante los otros. Teoría y praxis se encuentran en tal comunión que es imposible pensar ambas instancias separadas. Los cínicos no son simples predicadores de moral, como diría Schopenhauer, sino que prioritariamente viven su elección porque ésta se encamina a transformar al «sí mismo». No existe para ellos la dicotomía del alma en menoscabo del cuerpo, al contrario, sostenían que el trabajo del cuerpo concibe fácil soltura para acciones valerosas. El cuerpo segregaría, a contraflujo del platonismo, sus caracteres al alma. Es inevitable pensar en éste punto en Nietzsche hablándonos del cuerpo como un sabio desconocido y para ser mas precisos en Zarathustra diciéndonos “hay más razón en tu cuerpo que en tus pensamientos mas sabios”26. Con respecto a la educación, la imitación del alumno, ya sea teórica o práctica, es impensable. El maestro cínico (como el maestro zen, o Zarathustra mismo diciendo a sus alumnos que quizás los engañó) rompen con la relación educativa verticalista en la cual en maestro aparece como una figura indiscutible de verdad (ipse dixit27: “El mismo lo dijo”, decían los pitagóricos refiriéndose a su mentor). El maestro como sentido incuestionable de lo real, es deconstruido en esta línea por el maestro que enseña, mediante su anti-pedagogía del recuerdo, a desaprender lo aprendido, a depurarse de la cultura defectuosa. Cuando un alumno le solicito un escrito a Diógenes, éste le contesto: «Necio eres, que buscas los higos pintados y no los verdaderos, dejando la verdadera y efectiva ejercitación y yéndote a la escrita». El conocimiento por el conocimiento mismo no sirve, la filosofía no es un mero ejercicio abstraccionista. La filosofía, podríamos decir que es -a riesgo de cometer una frase de calendario- una filosofía para la vida, para la existencia lúcida y alegre. Todo lo que no tenga implicancias en ella es pueril. Ilustrativo de ello es aquella situación en la cual Diógenes, al probarle uno con silogismos que tenía cuernos, tocándose la frente le dijo: «Yo no los veo». Igualmente, cuando otro afirmó que no existía el movimiento, el cínico se levantó y se puso a pasear. Anti-teórico, anti-dogmático y anti-escolástico, cuenta con la carcajada como todo instrumental y con la sátira como todo procedimiento filosófico. Los cínicos poseían un deseo de aprender cuya obstinación llegaba a la terquedad. Diógenes deseaba ser discípulo de Antístenes, pero éste que a nadie admitía, lo rechazo. Diógenes insistía reclamando al gran maestro que lo formara. Ya cansado de su impertinencia, Antístenes alzó su bastón amenazando con golpearlo. El aspirante a discípulo, fiel a su acérrima convicción puso la cabeza debajo diciendo: «Descárgalo, pues no hallarás leño tan duro que de ti me aparte con tal que enseñes algo». El deseo de aprender no puede ser apaciguado por nada. No hay azote que aleje al pretendiente. El mismo Diógenes dio a alguien que quería ser su discípulo un pescado para que se lo colgara al cuello y con él lo siguiera. Pero la vergüenza hizo huir al posible aprendiz, a lo que Diógenes replicó: «Un pescado deshizo tu amistad y la mía». El pretendiente huyo del cínico por carecer de esa avidez que está por sobre todo, sobre el dolor, el ridículo, la vergüenza o lo que fuere e inclinarse a afirmar la religación con los patrones generales de las costumbres. Según se atestigua en diversos escritos, Diógenes era prosélito de la formación integral del individuo. Se sabe que instruyó a los hijos de Jeníades en diversas disciplinas, los adiestró en el montar a caballo, disparar con flecha, tirar con honda y arrojar dardos; sabían de memoria varias sentencias de los poetas y de Diógenes mismo, y para que mejor aprendiesen, les enseñaba todas las cosas en conjunto. Antístenes por su parte, predicaba que el criterio de la virtud está en los actos, no en las razones. No hay para él otra pedagogía que el ejemplo propio o ajeno. Los razonamientos están de más. Basta presentar el caso y el consejo en breves máximas y apotegmas. De aquí el estilo aforístico tan común en los cínicos del siglo IV. Antístenes cree en el aprendizaje de la virtud, la cual consiste en bastarse a sí mismo (autarquía). Esta creencia en ONFRAY, Michel; “Diógenes o el gusto del pulpo”; El vientre de los filósofos; Perfil Libros S.A.; Bs. As.; 1999; p. 30. NIETZSCHE, Friedrich; “El problema de Sócrates”; I; El crepúsculo de los ídolos; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 47. 25 FOUCAULT, Michel; “Sexualidad y poder, y otros textos”; La ética del cuidado de si como practica de la libertad ; Ed. Folio; Barcelona; 2007; p. 63. 26 NIETZSCHE, Friedrich; “De los despreciadores del cuerpo”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 24. 27 CICERÓN; I; capítulo 5; De Natura Deorum ; Ed. Alba Libros; Madrid; 1998; p. 14. 23 24


el aprendizaje de la virtud muestra un «optimismo pedagógico» también presente en los sofistas. Una vez más, es notable -en un nuevo plano- el quiebre con la tradición poética, especialmente con el innatismo de Píndaro quien sostenía: “La gloria tiene su pleno valor cuando es innata. Quien sólo posee lo que es aprendido es hombre indeciso, jamás avanza con pie certero. Sólo cata con inmaduro espíritu mil cosas altas”28. La virtud se adquiere con trabajo constante, no viene dado por un carácter inmanente a la naturaleza de la persona. La avidez cínica por aprender y depurarse de lo innecesario era tan grande que, al igual que un hambriento sin consideraciones en pormenores gastronómicos, no se privaban de aprender y deducir de la naturaleza sus pautas de conducta. De allí es conocida su voluntad de aprender de los animales, se ha criticado esta deducción, pues en la naturaleza no hay moralidad sino suceder de acuerdo a causas. El cínico aprende de la naturaleza sus artilugios para conservarse, pero quienes ejercen la mencionada crítica no consideran la moral como un artilugio de conservación. Diógenes no tenía mayores inconvenientes en hallar el bálsamo de su miseria viendo un ratón que andaba de una a otra parte sin complicación alguna en su existencia. Con relación a lo divino, el cínico es el irreverente por antonomasia. Cuando Antístenes fue iniciado en los misterios órficos, el sacerdote le dijo que los iniciados en tales misterios eran participes de muchos bienes en el hades, a lo que él cínico respondió: «Pues tú, ¿por qué no te mueres?». La sobrevaloración del transmundo nihiliza ésta vida, pues contrapone a ella una instancia donde abunda aquello de lo que aquí se carece. Cuentan que Diógenes, habiendo visto a una mujer postrarse ante los dioses indecentemente, le dijo: «¿No te avergüenzas, oh mujer, de estar tan indecente teniendo detrás a Dios que lo llena todo?». Lo que dice Diógenes aquí se corresponde con un procedimiento cómico bastante usual. Como se ha mencionado en el ensayo anterior, la risa rebaja lo espiritual y elevado a la esfera de lo carnal. Por ello, la comedia tiene la característica de centrarse en la materialidad. Lo referente a las particularidades corporales hace susceptible de risa a lo más sagrado, como sucede con la mencionada escena cínica. Para terminar, algunas consideraciones del cinismo con relación a la política. Lo principal es que dicha relación es nula. Los cínicos no aceptaban los beneficios de la vida civil por lo que tampoco estaban sometidas a sus obligaciones. No existe para ellos ningún tipo de jerarquía o estamento social, con lo que la dominación se devela como una fábula. Cuando Diógenes estuvo en venta como esclavo y un posible comprador le pregunto qué sabía hacer, él contesto: «Yo sé mandar, ¿quién quiere comprarse un amo?». Ha sido infinitamente contado aquel episodio en que el gran Alejandro se le acercó y le dijo: «Pídeme lo que quieras», a lo que el cínico replicó: «Que te quites, me tapas el sol.» Alejandro trataba de efectuar una exhibición de señorío, de ejercer algún tipo de dominación. Pero Diógenes estaba fuera del esquema político, por lo que la dominación, entendida como un ejercicio del poder unidireccional y anquilosado, representa un impulso vacuo. El poder es un complejo de relaciones cuyo centro de gravitación no es único, no está constreñido a un sistema jerárquico de márgenes varados. Y en esté juego múltiple, el harapiento can también ejercía poder sobre el Magno. ¿Qué mas prueba de ello su decir?: «Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes»…

28

PÍNDARO; citado en A. Agazzi; op.cit., Vol. II; p. 41.


TRÍPTICO SOBRE UNA PROSTITUTA DE LA ANTIGUA GRECIA INTRODUCCIÓN Diógenes, el andrajoso y sucio cínico, era misteriosamente acreedor gratuito de los favores venéreos de una prestigiosa mujer de la antigüedad griega. Según los testimonios, en ella se daban cita toda la belleza y la gracia que los dioses podían prodigar. Era conocida con el nombre de Phryné, oriunda de Tespias donde nació alrededor del año 328 a. C.29 Es difícil describir acertadamente su profesión sin predisponer a una idea distorsionada de la misma. Phryné fue y es, la más prestigiosa en la profesión de Hetaira. Este quehacer consistía en una prestación de compañía sofisticada que si bien incluía el sexo entre sus servicios, esto no significaba que las hetairas fueran simples consignatarias de la incontinencia griega. Esa tarea era exclusivamente de las Pornai30. Las hetairas estaban mucho mejor consideradas por realizar una labor mucho más compleja. Su compañía no apuntaba solamente a la complacencia sexual y es por ello que abrieron una perspectiva más amplia del goce, podríamos decir que conciliaron la afrodita terrestre y la celeste31. Cuando los filósofos Epicúreos eran motejados de «cerdos» daban a entender que tal impugnación solo hablaba mal del acusador por considerar que el hombre no era capaz de otros placeres diferentes a los del cerdo. De la misma forma las hetairas no respondían solamente a deseos carnales, sino además a espirituales, son ellas quienes ligan el gusto griego por la conversación y lo intelectual a la figura de lo femenino y he aquí su importancia. Se inaugura con ellas el gusto y el culto griego por lo femenino en un sentido más radical, pues antaño veían en la mujer un simple medio de procreación y cuidado de la descendencia. En vistas a ejercer dignamente éste complejo sistema de compañía las hetairas se esmeraban en demasía por su educación (poesía, música, danza, pintura, gimnasia, etc.), a tal punto que eran las mujeres más cultivadas y sofisticadas de su época. Esto les permitía ser participes en las conversaciones de los ociosos atenienses, así como también participar de los celebres simposios (allí no se admitían esposas) y sus opiniones eran tenidas en cuenta sin menoscabo alguno por su oficio. La afamada Phryné tuvo tanto éxito profesional que aún perduran testimonios de la gran fortuna que acopio mediante sus labores. Cuando Alejandro destruyó a Tebas, ella quiso reconstruirla con su fortuna a condición de que en la puerta principal de la ciudad se leyera la siguiente inscripción: «Alejandro destruyó estas murallas y la hetaira Phryné las levantó de nuevo».

I. EL PARADIGMA DIVINO | PHRYNÉ Y PRAXÍTELES | La certificación más enérgica de la excepcional belleza de Phryné la representa el hecho de que su cuerpo haya sido el criterio-rector a la hora de figurar a la divina Afrodita. Este hecho relaciona a la célebre hetaira con dos colosales personalidades artísticas de la época: el pintor Apeles y escultor Praxíteles. Durante la celebración de la fiestas Eleusianas, Phryné se despojó de su vestimenta y se metió en el mar. El público observaba embelesado con un sorpresa que solo era proporcional a su fascinación. Casualmente, el pintor Apeles era parte de aquella turba erotizada y se inspiró en aquel episodio para su Afrodita Anadiómena (Venus saliendo de las aguas), obra que será recreada posteriormente por muchos pintores hasta convertirse en un tópico de dicho arte. El escultor Praxíteles, por su parte, además de ser su amante se inspiró en ella para la creación de varias esculturas de la diosa Afrodita. Se sabe que su famosa Venus de Cnido es una representación de Phryné. Así Praxíteles inmortalizo a su amada. Lo que los iconófilos ven detrás de la figura de la diosa es a la apoteótica Phryné, la hetaria. Este caso devela el molde carnal de la divinidad y es un magnífico testimonio de la teogonía griega como una «divinización de lo existente», del hombre que glorifica lo mejor de sí, que ha divinizado a su especie, que labra su imagen en la gloria superior de lo sacro. Pero es usual pensar el procedimiento inverso de poner por causa lo que es consecuencia. Esta es la corrupción de la razón32 de la cual nos habla Nietzsche. Se toma lo difuso, la forma volátil emanada y se pone dicha emanación como causa. La avidez por abrir una brecha entre la supuesta causa y el efecto, lleva a postular la divinidad de la forma más antagónica posible a la naturaleza humana. La creciente depuración teológica de los rasgos humanos (físicos, psicológicos, morales) ya es perceptible en Jenófanes, quien es considerado por los pensadores cristianos como un precursor del monoteísmo, lo cual nos invita a redefinir la idea de que las vísperas conceptuales del cristianismo son exclusivamente platónico-aristotélicas. Jenófanes nos dice que dios no es “ni en figura ni en pensamiento semejante a los mortales”. La reacción en contra de la representación humana de los dioses fue creando, progresivamente, un ámbito de indeterminación. Podríamos denominar a dicho procedimiento minimalismo gnoseológico: se trata de la preservación de un espacio depurado de todo rasgo, de hacer del menos un más, de dar lugar, progresivamente, a una estructura intangible que será finalmente llamada dios, a la cual no puede accederse por lo factual -pues ha sido clausurada toda fisonomía- sino sólo mediante un salto de fe. Jenófanes dice que dios “permanece siempre en el mismo lugar sin moverse, ni le conviene emigrar de un lado a otro”; la figuración más cercana a esta idea de divinidad sería un cuadro monocromático: no dice nada, pero a la vez esta en potencia de decirlo todo por su carencia total de DIEZ CANSECO, Vicente; Diccionario biográfico universal de mujeres célebres; Tomo II; Madrid; 1844. Antecedente etimológico de pornografía; sig. vendida. 31 ONFRAY, Michel; Capítulo I: “De la falta”; Teoría del cuerpo enamorado ; Ed. Nacional Madrid; Madrid; 2003; p. 53. 32 NIETZSCHE, Friedrich; “Los cuatro grandes errores”; El crepúsculo de los ídolos; Ed. Edaf; Madrid; 2006; p. 75. 29 30


determinaciones. Esta idea de dios representa el máximo orden (estatismo-permanencia), con los mínimos medios. Es famosa la sentencia jenofánica de aversión a la fisonomía humana en lo referente a la divinidad “Sí, y si bueyes y caballos o leones tuvieran manos y pudieran pintar con

ellas, y producir obras de arte como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses con forma de caballo y los bueyes con forma de buey”. Los dioses griegos, errantes peregrinos, no nacen como respuesta de una súplica de transmundo. Ellos representan más bien lo contrario, cristalizan y encumbran lo que se considera lo más digno de lo humano, aquello que en virtud de sus gracias nos solicita inmortalidad. Son de esta tierra, pero son cumbre. No están más allá de las cumbres o lo están sólo provisoriamente. Se impone uno de los estadios del devenir como ser y este representa una ficción consoladora para quien sufre el cambio y quiere evitar que caduque la belleza digna de permanencia. El problema es cuando se invierte la prioridad ontológica y la ficción deja de ser tal para ser causa de su causa, para constituir el hospedaje de aquellos que quieren habitar su propia fábula, de aquellos que sufren en demasía el devenir e incapaces de glorificarlo se inclinan por abandonarlo. Jenófanes reaccionó agriamente ante la concepción de los dioses trasmitida por la tradición homérica y hesiódica, tanto por su humanización como por su carácter plural. Es él quien inaugura el gusto por lo incorpóreo y único, la avidez nihilista por el trasmundo y esa ponderación perversa de la carroña. Sin duda hay una diferencia sutil pero descomunal (“el abismo más pequeño es el mas difícil de saltar” según Nietzsche), entre la divinización de la carne en la teogonía griega y el venidero sometimiento de la carne bajo el espíritu. Lo contingente se disfraza de absoluto. Una mascara más contra las impiedades del tiempo, o, en el caso de Phryné, una glorificación del instante.

II . L A M O D E R A C I Ó N C O M O P E R S P E C T I V A D E L O P R O B I O | PHRYNÉ Y XENÓCRATES |

La hermosa Phryné, haciendo gala de sus encantos, aseguraba que ningún hombre podría resistírsele. Esta confianza la llevó a apostar una suma cuantiosísima de dinero a que rendía al filósofo Xenócrates, hombre célebre por la austeridad de sus costumbres y por una mesura que llegaba al punto devolver los regalos que se le hacían y rechazar todo tipo de distracción mundana, limitándose a pasear con un rostro grave y severo haciendo gala de su platónico desamor a todo lo terreno. Phryné hizo lo que estaba a su alcance para seducir al filósofo, lo que representa un énfasis inusual para una criatura cuya excepcional belleza siempre le había concedido toda rendición sin esfuerzo alguno. Pero en ésta circunstancia todo esfuerzo fue inútil. De ello se convenció definitivamente Phryné al leer las primeras líneas de una carta que le enviaba Xenócrates: “ Por fin me he determinado a escribirte Phryné, para enseñarte a distinguir la virtud de la estupidez”. La bella hetaira resignada se negó de todas formas a pagar la suma de la apuesta bajo el argumento de “haber apostado rendir a un hombre y no a una estatua” . La carta de Xenócrates abundaba en elogios a la filosofía y reproches a la vida intemperante: “Sería yo indigno del nombre de filosofo si pudiera amarte: querría más bien que me aniquilasen, mira pues el aprecio que hago yo de una

hermosura que has prostituido de esta suerte cuando antes consentiría en no existir. Yo no he nacido para ser lisonjero ni para mentir: así es que errarías el camino asociándote a un hombre cuyas inclinaciones son tan contrarias a tus deseos.”33 La figura del filósofo aparece aquí claramente enemistada con el cuerpo y con el amor terreno. Desear (de-sidere: sig. etim.: «dejar de mirar los astros») significa abandonar la actitud contemplativa propia del sabio, apartar la mirada de lo celeste y rebajarla a la tierra donde los cerdos embuten el hocico. Aún así, preferir la muerte a un amor indigno es ser demasiado enfático, pareciera que el filósofo estaba a la espera de una excusa para el aniquilamiento. Se deja entrever en éste fragmento una pulsión de muerte disfrazada de procedimiento racional, cual Sócrates apurando la cicuta, que lo invita a hospedarse en aquel transmundo perfecto e imperecedero que se ha inventado. “Tu me brindas, Phryné, a que haga experiencia de tus lascivos abrazos, y yo los rehúso, no por temor de abandonar mi cuerpo a esta flaqueza, sino para convencerte de que se subordinarlo a la voluntad de mi alma.” El ideal de vida: subordinar el cuerpo al alma. Una mentira doble: 1°) escindir al hombre en cuerpo y alma; 2°) creer que uno de los términos (cuerpo-alma) debe imperar sobre el otro. El hombre, desde esta perspectiva antropológica, es una contradicción radical hecha carne, un ser irreconciliable con la vida por que la felicidad está fuera de ella en esa fabula transmundana que el amante de la sabiduría esta ávido de habitar cuando su alma abandone la escoriosa envoltura carnal que de tantos pesares la embarga. “¿Qué deseas de mi Phryné? Tú no puedes ofrecerme sino el resto de la concupiscencia de los otros, y la profesión que ejerces destruye los frutos

del amor: las mujeres de tu clase pecan contra la naturaleza y contra las leyes, venden lo que se ha establecido para usarse libremente. Tu, Phryné, no sólo haces disoluta a la juventud, sino que seduces también a los ancianos y pretendes fundar tu tiránico imperio sobre nuestros corazones, nuestra riqueza, nuestra salud y nuestra libertad”. Es curioso como el ser más bello de la antigüedad, desde la perspectiva moralista, se convierte en la criatura más baja y, por si fuera poco, en la causa de todos los males. Xenócrates hace de su negación un manifiesto. En vez de decir simplemente no a las lujuriosas propuestas de la hetaira, se extiende en argumentaciones que no hacen más que denotar un interés excesivo en la cuestión, una meditación finísima para librarse de las pasiones que lo gobiernan. En vez de negarse prefiere declarar la guerra a sus apetitos atacando a aquella que los suscita e identificándola con la figura del mal. He 33

Ídem. cit. 28.


aquí un testimonio de la misoginia que se hará sobradamente corriente en el Medioevo, donde se ha predicado que «la mujer es la puerta al infierno» y se la ha hecho responsable de la perdida e imposibilidad de todo estado de gracia: “¿No sabéis que cada una de vosotras es una Eva? La

sentencia de Dios sobre vuestro sexo sigue vigente en este siglo: la culpa debe existir también necesariamente. Vosotras sois la puerta del Diablo, sois las transgresoras del árbol prohibido, sois las primeras infractoras de la ley divina, vosotras sois las que persuadisteis al hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras destruisteis fácilmente la imagen de Dios que tenía el hombre. A causa de vuestra deslealtad incluso ha de morir el Hijo de Dios”34. Según esta tradición la mujer subsume al hombre en la bestialidad. Opuesta a esta reflexión es la perspectiva de lo femenino presentada en el Poema de Gilgamesh35 donde Shamhat, una prostituta sagrada, redime a Enkidu de su bestialidad; esta pareciera ser una lectura inversa a la figura bíblica de Eva. En una la mujer aparece como promotora de la bestialidad, en otra como quien exime a la bestia de tal condición.

III . L A B E L L E Z A I N I M P U T A B L E | PHRYNÉ E HISPÉRIDES | Eutias es el nombre del delator, aquel que llevo a Phyné a comparecer ante un tribunal bajo la acusación de impiedad36. Posiblemente Eutias obrara bajo el impiadoso instinto del amante no correspondido. Ante éste enjuiciamiento, la defensa de Phryné estuvo a cargo del afamado orador Hispérides, a quien las musas le habían tendido con dadivosa mano todas las gracias del decir. Sin embargo, a pesar de su talento, el orador no podía despertar en los jueces ninguna persuasión. Su entusiasmo se plasmaba en un discurso agitado y pasional, que en elucubraciones de argumentos y contra-argumentos, intentaba herir la sensibilidad de los jueces. Pero estos, inmunes a toda predica se mostraban ilesos y fríos. Algo exasperado, el orador optó por un recurso extremo e inusual en una defensa jurídica: se dirigió a la acusada y, arrancándole sus velos, expuso su cuerpo desnudo a los jueces, quienes se sorprendieron inmediatamente de su belleza sin tener tiempo de recurrir a ninguna fórmula pitagórica de simetría, o policletiana -según la cual un cuerpo armónico debe medir siete veces su cabeza-. Es natural que a partir de aquel hecho se haya abolido todo el orden del proceso y que los jueces, creyendo ver a la misma afrodita en persona, no osarán condenar a la telúrica divinidad pues el crimen sería doble.

AMSTRONG, Karen; “Tertuliano”; The Gospel According to Woman; Elm Tree Books; Londres; 1986; p. 52-62. Narración de origen sumerio, considerado el escrito más antiguo de la historia (compilación arcadia: 1300 a.C.). Algunos pasajes bíblicos se inspiran en esta obra. 36 LACROIX, Paul; Historia de la prostitución en todos los pueblos de mundo ; J. Pons Editor; Madrid; 1870. 34 35


EL DIOS DEL JARDÍN I. INTRODUCCIÓN

«Un jardincillo, unas higueras, un poco de queso y tres o cuatro buenos amigos, -ésta es la verdadera opulencia de Epicuro». Nietzsche Que un sistema de pensamiento perdure a través del espesor de los siglos no es un hecho azaroso. Responde a cierto criterio selectivo, a una criba que, funcional a lo que se ha instituido como el «verdadero saber», selecciona rechaza, ensalza y omite. De Epicuro, uno de los autores más prolíficos de la antigüedad, sólo nos queda una ínfima porción y no responde ésta pobreza, justamente, a un hecho azaroso. Si no fuera por el feliz entusiasmo (siempre propicio) de algún doxógrafo o adepto, no hubiera quedado ni rastro de sus trescientos volúmenes37. Que no son casuales estas descomunales pérdidas lo corrobora el hecho de que tampoco son casuales las descomunales conservaciones de las obras de otros filósofos38. Resulta evidente que no hubo interés en que perdurara una filosofía que iba a contramano de toda avidez transmundista, que no veía al cuerpo como un enemigo, que ubicaba la felicidad en la vida, no por fuera de ella. Por ello, podemos decir que la aversión ideológica de algunos contemporáneos y posteriormente de cofradías religiosas, llevó gradualmente a la pérdida de la magnánima obra epicúrea, dejándonos sólo retazos mezquinos. Teniendo en cuenta la dificultad cuantitativa que representaba la obra a extinguir, nos es licito pensar que el esmero de los discrepantes no escatimo en resentimientos. Epicuro representa esa mirada terrestre, anunciadora de una filosofía que ha dejado atrás el soborno del transmundo y es, por lo tanto, una filosofía vital, una tentativa de reconciliación del hombre con la vida y el mundo terreno que se habita. Puede adivinarse tras esta idea el motivo de la simpatía que Nietzsche siempre expresó hacia Epicuro. No hay en éste una concepción de la vida despreciada mediante la institución de una ficción como sustrato último de la realidad, por lo que la vida no es presentada -en contraposición a las ficciones reinantes- como algo irreal, precario, insuficiente. Es por ello natural que Nietzsche sintiese a Epicuro como un aliado contra las fuerzas reactivas. Conociendo la direccionalidad de dichas fuerzas hacia el acontecer nihilista que nos embarga, resulta tentador imaginar cómo hubiese sido el curso de la filosofía si su historia fuera de corte epicúreo y no platónico, ¿qué implicancias vitales hubiese tenido en la humanidad habitar el mundo, y no una sombra acreedora de los caracteres de perfección de los que constantemente aquí se carece? El «dios del jardín», como se lo ha llamado, ha suscitado y sigue hoy suscitando alabanzas y oprobios en proporciones más o menos idénticas. Su filosofía es un bálsamo contra dolores y sufrimientos, siendo el fin de la misma la vida feliz. A ello debe tender todo razonamiento y discurso. Por esto, la palabra del filósofo sólo sirve si remedia algún sufrimiento, si es ejercida como una medicina para las enfermedades del alma. En caso contrario de nada valdría. Tal es así que Epicuro sostiene que si el hombre careciera absolutamente de turbaciones y temores no sería para nada necesario el filosofar, pues si no hay dolor tampoco es necesaria su cura. Epicuro nos induce un aroma noble y hermoso, quiere la felicidad humana como finalidad y todo su sistema esta subordinado a ella. No quiere recurrir a argumentos laberínticos, ni enmascarar sus postulados como si ellos se dedujeran naturalmente del diálogo y de una puesta a consenso. El lector percibe rápidamente que los medios no han sido inflamados para disimular la carencia de un fin o para imponerlo como necesario. No. Epicuro enuncia claramente, con esa mezcla de severidad y dulzura del buen amigo. El estilo de un filósofo siempre dice tanto o más que su filosofía, nos da una pauta discursiva, de escritura, de ritmo, de patencia de la finalidad que preside todo su curso. La felicidad tal cual él la concibe es un estado posible dentro de la vida y el mundo que se habita. Sabemos que estas dos instancias, felicidad y vida, no siempre se vieron en comunión, pues la felicidad ha sido considerada sólo posible tras la muerte, como nos dice Platón con su «uranotropismo» característico. Para este último, la plenitud sólo se adquiere mediante la muerte, es decir, cuando el alma rompa con el pesado y viscoso lastre del cuerpo.

II. C A N C I Ó N D E C U N A F I L O S Ó F I C A E N C U A T R O P A R T E S Remediar el estado de temor e inquietud en el hombre es una condición indispensable para la vida feliz y, consecuentemente, para la «ataraxia»: el estado de santa serenidad y quietud buscado. En virtud de ello, Epicuro póstula el «tetrafármaco» o los cuatro postulados para la imperturbabilidad del alma, para la eliminación del temor. Quizás aún hoy la condición fundamental para la felicidad siga siendo la misma que proclamó Epicuro: no tener miedo. Quizás la felicidad siempre se propició de igual manera. Lo que cambiaría hoy sería simplemente el contenido del «tetrafármaco» epicúreo, es decir, el a qué se le teme, y procedimiento que demostraría -aunque sea con argumentos triviales- como ese miedo como es infundado. Si nos tomamos el trabajo de pensar un tetrafármaco epicúreo para nuestra actualidad, nos encontraríamos con una irremediable desventaja. La cuestión del miedo hoy suena trivial y hueca, aunque se conviva constantemente con él, aunque se patentice a diario evidenciando todas las precariedades del ser… La pregunta ¿A qué le temés? nos suena a charla de compromiso en la cual no se sabe de que hablar, y no nos dice absolutamente nada… El tetrafármaco epicúreo expresa una finalidad clara: eliminar el miedo. Pero a la vez, nos muestra el detonador de ese miedo, es decir: su contenido. Quizás muchos de los miedos que Epicuro busca extinguir, hoy no ejercen la misma perturbación que en su época, cuyo

Dato transmitido por Diógenes Laercio (Libro X de Vida de los filósofos más ilustres). Los epicúreos tenían una idea de Dios totalmente inconveniente al cristianismo. Los platónicos, en cambio, poseían la idea de un dios espiritual y eterno, y unieron a él la idea de providencia desarrollada por los estoicos. La concepción de dios así generada resulto muy próxima a la idea bíblica del dios creador. En el libro XVIII de la Ciudad de Dios, San Agustín pone de manifiesto claramente que entre los variados motivos para que los cristianos se sintieran especialmente atraídos por la filosofía platónica, el principal fue la concepción que ésta tenía de Dios y que habían llegado incluso a intuir la trinidad. 37 38


clima espiritual es muy diferente al actual. Hoy puede que los miedos sean distintos (o se manifiesten como tal) pero es igualmente interesante la sentencia de que su eliminación es la condición de toda felicidad. He aquí los cuatro postulados epicúreos:

1. « D I O S N O S E H A D E T E M E R » Epicuro no niega la existencia de lo divino como se ha creído, sino que más bien postula a los dioses como ociosos y apáticos hacia lo humano. Sacrifica el beneplácito de una recompensa transmundana y con ello sacrifica también, por consecuencia, el temor a los dioses. No se esperará de ellos ninguna ayuda, pero tampoco se les temerá. Es risible para Epicuro aquella religiosidad popular que mediante sacrificios exige tributos a la providencia divina. “I. El ser feliz e incorruptible (la divinidad) ni tiene él preocupaciones ni se las causa a otro; de modo que ni de indignaciones ni de agradecimientos se ocupa. Pues todo eso se da sólo en el débil.” Como bien lo destaca H. A. Gianneschi en su estudio sobre Epicuro39, quizás la acusación de impiedad y ateismo, de la cual fueron acreedores los epicúreos, responda a resentimientos de otra índole, es decir, debido a la insubordinación e indiferencia de los epicúreos en cuestiones políticas. Pues no hay ningún dicho epicúreo donde se niegue la existencia de los dioses, sino más bien lo contrario. Seguramente a la religiosidad venidera, que tanto ha prohibido y juzgado a Epicuro, le era inentendible la idea de una teología de la «no mediación» (dios-hombre) como requisito para la vida feliz. Lucrecio, el genial poeta epicúreo, nos formula la misma premisa en su bello poema : “La naturaleza de los dioses debe gozar por sí con paz

profunda de la inmortalidad: Muy apartados de los tumultos de la vida humana, sin dolor, sin peligro, enriquecidos por sí mismos, en nada dependientes de nosotros, ni acciones virtuosas, ni el enojo, ni la cólera les mueven.” 40

2 . «L A M U E R T E N O E S N A D A P A R A N O S O T R O S » Todo bien y todo mal se determinan bajo la guía rectora de la sensación. La muerte nos priva de toda sensación y por ello mismo de todo parámetro. Consecuentemente no podemos decir que ésta sea un mal o un bien, sino la imposibilidad de determinación de todo bien y todo mal. No podemos experimentar la muerte. Estamos en constante y radical desencuentro con ella: “ Cuando nosotros somos, la muerte no es. Cuando la muerte es, nosotros no somos.” Lo que generalmente se teme no es la muerte sino sus vísperas, el dolor que antecede a la muerte. Pero la muerte en sí misma no representa un mal para nosotros por las razones anteriormente expuestas. Morir no tiene la significación Platónica de separación cuerpo y alma. Para Epicuro el alma perece con el cuerpo, su sutil materialidad se disgrega. No hay en Epicuro una visión de la vida como medio para otra mejor, púes nunca verá lo bueno aquel que considere que lo venturoso esta siempre por venir, que es siempre de otro tiempo, de otro mundo, o de otra vida. Por ello ni apura ni reniega de la muerte, sino que la acepta despidiéndose de la vida satisfecho, con agradecimiento, como quien se va de un convite placentero y amistoso.

3. «EL DOLOR ES FÁCIL DE SOPORTAR» Cuando un dolor es duradero conlleva a la inhibición de la sensación, se naturaliza haciéndose soportable. Lo cuantitativo del tiempo apacigua lo cualitativo del dolor. Pero cuando la cualidad del dolor es insoportable tampoco se ha de temer, pues traerá a corto plazo la muerte. Lo cualitativo del dolor nos priva del desarrollo temporal-cuantitativo. En resumen un dolor extenso equivale a insensibilidad y un dolor intenso equivale a la muerte, y esta como se ha dicho anteriormente, no es nada para nosotros.

4. «EL BIEN ES DE FÁCIL ADQUISICIÓN» Las necesidades naturales sustanciales para la existencia son mínimas y de fácil consecución. El sabio atiende a lo indispensable para su conservación depurándose de todo lujo o exceso y, con él, de la perturbación que traería su posible carencia. Es rico quien domestica el deseo no quien lo satisface, pues no todo deseo es necesario y lo necesario es de fácil adquisición. Ni naturales ni necesarios, el honor y la fama no contribuyen a la verdadera felicidad. Epicuro nos diría: ¿Cómo algo que terminará padeciéndose puede ser considerado indispensable para la felicidad? El famoso terminará hastiado de ser sólo un punto de choque de la mirada del vulgo y su intersubjetividad rastrera, pues la muchedumbre no puede ponerse de acuerdo más que en nimiedades. Delegaríamos demasiado si consideráramos que lo grande tiene origen en lo múltiple o está amarrado a ello; lo grande tiene siempre un origen sutil e individual antes de la adhesión cuantitativa de la masa. Por ello Epicuro nos dice: “Jamás pretendo contentar al vulgo; porque lo que a él le agrada, yo lo ignoro y lo que yo sé bien lejos está de su comprensión.”

39 40

GIANNESCHI, H. A.; Epicuro: Dioses, religión y piedad. LUCRECIO, De rerum natura; traducción de José Marchena.


III . F Í S I C A : S E R Y C U E R P O La Carta a Heródoto es un resumen didáctico de la concepción epicúrea de la naturaleza. Allí, Epicuro nos dice que el universo es siempre idéntico, no puede dejar de ser lo que es para ser otra cosa porque fuera de él no hay nada; no tiene a qué contraponerse, o mejor dicho, a qué mudar. El universo se compone de cuerpo y vacío, siendo el segundo el lugar donde los cuerpos se ubican y se desplazan. Fuera de estas dos instancias nada puede entenderse. A su vez, los cuerpos pueden ser concreciones o cuerpos simples. Mientras las concreciones son agrupamientos de cuerpos simples, éstos últimos, indivisibles e inmutables (átomos), son los principios de todas las cosas, perseveran a la disolución de las concreciones y son llenos por naturaleza: no tienen en qué ni cómo disolverse. Por ello nos dice Epicuro que lo corrompido pasa a ser otra cosa, pues no pueden dejar de ser; si pasara a la no existencia ya todo se hubiera acabado. Para la conciliación o equilibrio de los cuerpos y el vacío, el universo debe postularse como infinito e ilimitado, pues si el vacío fuera infinito y los cuerpos finitos estos estarían dispersos e imposibilitados, por la inmensidad, de formar concreciones. Si en el caso contrario el vacío fuera finito y los cuerpos infinitos estos no tendrían lugar donde estar ni donde moverse (universo-bloque). Lo finito no puede ser continente de lo infinito. Posibilitados por el vacío, los átomos se presentan en continuo movimiento, residiendo alejados entre sí o menguada su trepidación cuando están consignados a complicarse. Tienen figura, magnitud y gravedad, pero -a diferencia de Demócrito- Epicuro sostiene que no son perceptibles sensitivamente en su forma simple sino sólo en sus concreciones o configuraciones complejas. La física de Epicuro tiene para con la de Demócrito una afinidad que no puede traducirse como equivalencia pues hay una diferencia fundamental a pesar de las acusaciones de plagio de las cuales Epicuro ha sido acreedor. Este consideraba que la necesidad, entronizada como dominadora absoluta, no existe. Algunas cosas son fortuitas, otras dependen de nuestro arbitrio. De no tener otra opción sería preferible seguir el mito de los dioses que ser esclavos de la fatalidad de los fisiólogos, pues el honrar a los dioses deja al menos la esperanza de la misericordia, en tanto los físicos sólo dejan inexorable necesidad. Demócrito, por su parte, trata la necesidad como forma de ser de la realidad. Ve al azar como un fantasma, como una manifestación sintomática del propio desconcierto del hombre y como algo contrapuesto a todo pensamiento vigoroso. Como buen fisiólogo, Demócrito está interesado en el universo material; el hombre no le interesa, no lo ve como algo diferente del resto de lo existente y, por lo tanto, lo deja encadenado al imperio de la casualidad mecánica, al cosmos de las causas eficientes. He aquí una de las diferencias fundamentales: azar-necesidad. La consecuencia de esta diferencia, en apariencia trivial, reside en la forma de explicar los fenómenos físicos particulares: Epicuro postula un triple movimiento del átomo en el vacío: 1- Caída en línea recta (coincidencia con Demócrito). 2- Desvió de la línea recta (discrepancia con Demócrito). 3- Rechazo de numerosos átomos (nueva coincidencia con Demócrito).41 Los átomos son empujados por su peso hacia abajo, en línea recta y todos a una misma velocidad. Tanto Demócrito como Epicuro coinciden en el movimiento rectilíneo del átomo en el vacío y en su idéntica velocidad de caída, aunque por razones diversas. Demócrito considera que la velocidad de caída es idéntica porque todos los átomos poseen el mismo peso. Epicuro, en cambio, considera que los átomos tienen entre sí diferentes pesos pero esto no altera la velocidad de caída en el vacío, como mucho tiempo después sostendrán Galileo y Newton. Las variaciones de velocidades que se observan en el mundo empírico responden a que los cuerpos se ven impelidos en su caída por el agua, el aire u otra resistencia. Ahora bien, los átomos en caída describen trayectorias paralelas los unos con respecto a los otros, lo cual implica que nunca se entrechoquen para la formación de cuerpos complejos. Y aquí viene el retoque fundamental de Epicuro, el clínamen: una desviación (ínfima e imperceptible) de la verticalidad, que permite el choque entre los átomos perturbando la fatalidad de la recta, y despliega una generalización de mezclas fortuitas. Podemos considerar la postulación del desvió de la línea recta por dos motivos. Un motivo físico: si todos los átomos tienen el mismo movimiento jamás podrían chocar unos con otros formando concreciones. La caída del átomo difiere de la recta y por ello propicia las aproximaciones, mezclas y uniones. Se busca negar el ser como línea recta determinada y para ello se niega tal movimiento con otro, con la desviación. Decimos que el desvió ‘propicia’ las concreciones porque el clínamen no es el punto de ruptura con el determinismo, pues se trata simplemente de otro movimiento. La libertad comienza cuando el determinismo colisiona consigo mismo, cuando los dos movimientos encuentran un punto de unión: en el choque. El otro motivo para postular el clínamen es puramente ético: dar fundamento ontológico a la libertad y, consecuentemente, posibilitar la moralidad, pues ésta sólo es posible si podemos elegir entre opuestos sin ninguna coerción determinista, si podemos sustraer el alma humana de los encadenamientos causales. Lucrecio, el gran poeta epicúreo, nos dice que la desviación quiebra las fati foedera (los pactos del destino). Para Epicuro el destino no es más que motivo de indiferencia y risa: “El sabio ríe del destino, al que algunos consideran como dueño y señor ”. Si bien el clínamen da respuestas a la física, la física no puede dar respuesta a tal desviación. La desviación no responde a una causa física y esto no va, como ha creído Cicerón, en detrimento de Epicuro, pues explicar la desviación desde una perspectiva física nos situaría nuevamente en el determinismo del cual se quiere escapar. El clínamen se da espontáneamente, en lugares indeterminados y azarosamente, por lo que es imposible saber el cómo y el cuándo de dicho fenómeno. Se da en cada átomo en un instante diferente, pues si todos los átomos se desviaran simultáneamente no habría colisión sino cambio de un paralelismo vertical a uno oblicuo. Epicuro, mediante la postulación del clínamen, suaviza los taxativos márgenes que existían entre la física y la ética, escapando a la fatalidad de los fisiólogos y a la intervención divina (Aristóteles no desprecia tales principios, más bien nos empalaga con ambos: poniendo como principio de la cadena causal un motor inmóvil o Dios, además de considerar el azar un desconocimiento de las causas). El clínamen, por consiguiente, representa el punto de encuentro entre la física y la ética mediante la introducción de un factor de indeterminación que permita abolir el determinismo, tanto de la materia como de los dioses. Conocer la naturaleza tiene, para Epicuro, un valor pragmático: libera de temores y supersticiones. Pero dicho liberación debe evitar el cambio de sujeción, es decir, pasar de un determinismo a otro. La adhesión al fatalismo habla de un miedo a cargar con la propia determinación de nuestro ser, un miedo a asumir la libertad que es inherente al hombre. Delegar esa responsabilidad en una instancia ajena a nosotros mismos habla de un miedo a la libertad contra el cual parece haberse precavido también Epicuro.

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MARX, Karl; “Desviación de los átomos de la línea recta”; Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro; Ed. Ayuso; Madrid.


Dejamos, a razón de concentrarnos en otras cuestiones, la discusión circundante en torno a la autoría del clínamen. Básicamente dicha discusión se da entre dos perspectivas encontradas, una de las cuales sostiene que Epicuro no es el creador pues no hay en su obra ninguna alusión a la misma, ni siquiera en la Carta a Heródoto donde se hallan los postulados fundamentales de su física. En realidad no es tan preocupante la falta de alusión de Epicuro si se tiene en cuenta la ínfima porción que nos ha llegado de su vasta obra. Por otra parte, Lucrecio expone la doctrina del clínamen embebiéndose, supuestamente, de textos epicúreos hoy perdidos. A fe de su conocida fidelidad al maestro, es de suponer que dicha lealtad no flaquearía en un punto de tanta relevancia teórica. Por otra parte, Cicerón, gran conocedor del mundo griego, al criticar la teoría del clínamen se la atribuye directamente a Epicuro sin ninguna dubitación. Una tercera referencia a la autoría de Epicuro la hallamos a través de Diógenes de Oenoanda, un entusiasta propagador de la doctrina epicúrea que mandó a grabar sobre un enorme muro las máximas de su maestro para que todo el poblado gozase de aquella sabiduría. Entre sus fragmentos, encontrados en el año 1884, se hallaba una alusión al movimiento arbitrario de los átomos en caída establecido por Epicuro e ignorado por Demócrito42. Prescindiendo de este hallazgo, la teoría del clínamen era únicamente conocida hasta ese momento por escritos de Lucrecio y Cicerón.

IV . L A A U S T E R I D A D C O M O P R E D I S P O S I C I Ó N A L G O C E Epicuro tiene una visión amable de la vida. Su filosofía es un llamado al disfrute de la vida terrena y una iniciativa de divorcio del hombre con su amor a lo inmortal y al tiempo ilimitado. Por ello se preguntaba por qué no parten de esta vida pudiendo hacerlo aquellos que sentencian «bueno es no haber nacido»… Para Epicuro, el bien está identificado con el placer, de él se parte para toda elección y rechazo: “Yo no tengo cosa alguna por buena excepto la suavidad de los licores, los deleites de Venus, las dulzuras que percibe el oído y las bellezas que goza la vista”. Esta idea ha suscitado interpretaciones dispares y contradictorias. Hay testimonios que interpretan a Epicuro como un ser maltrecho por los excesos, mientras que otros testimonios nos hablan de un ser cuya modestia tenía por suficiente al pan y al agua: “ El mayor placer está en beber agua cuando se tiene sed y comer pan cuando se tiene hambre”. Que el placer sea el fin último no significa que debemos darnos todos los placeres. La prioridad es cualitativa. No se elige lo más abundante sino lo que más deleita. Los placeres desmedidos que acarrean el doble de dolor por su consecución van totalmente en contra de la filosofía epicúrea cuya ecuación debe ser siempre medida y balanceada. Muchas veces, incluso, para que prime el deleite tiene que elegirse el dolor; por lo que no se ha de elegir siempre todo deleite, ni se ha de huir siempre de todos los dolores si ello es conveniente para un venidero goce. A razón de ello, la interpretación literal de la correspondencia entre placer y bien puede conducir a errores, pues -como se ha dicho- ni se eligen siempre todos los placeres, dado que estos pueden acarrean el doble de dolor, ni se evitan siempre todos los males, ya que estos pueden acarrear el doble de placer. Por consiguiente, el deleite es el principio y el fin del vivir felizmente, de él parte toda determinación de las acciones y a él se tiende. Epicuro distingue entre deseos naturales necesarios e innecesarios, y deseo no naturales. Mientras los deseos naturales necesarios son aquellos que atañen a la conservación del individuo, los naturales innecesarios son los que representan una elucubración de la conservación, como por ejemplo un alimento refinado para saciar el hambre. El deseo natural innecesario varía el deleite, pero la aflicción puede ser resuelta de una forma más simple. Quien se habitúa a lo necesario devuelve la simplicidad a lo que originariamente fue simple, a la vez que se templa contra los vaivenes de la fortuna. Las necesidades no naturales son, por ejemplo, los honores, la riqueza, etcétera: “La felicidad y la dicha no la proporcionan ni la cantidad de

riquezas ni la dignidad de nuestras ocupaciones ni ciertos cargos y poderes, sino la ausencia de sufrimiento, la mansedumbre de nuestras pasiones y la disposición del alma al delimitar lo que es por naturaleza”. Estos deseos no naturales no contribuyen a la conservación, ni son necesarios para la existencia feliz. El placer que busca Epicuro no se refiere por consiguiente a los placeres desmesurados o lujuriosos; quien lo acusa de tal cosa desconoce su doctrina o, más bien, adhiere a la línea inmediata y simplista del aborrecimiento. Lo que en realidad se busca es una sobriedad que indague las causas de toda elección y rechazo. Esta virtud del prudente es lo más estimable y precioso de la filosofía, y el medio más eficaz para la consecución del placer. A diferencia de Aristípo, Epicuro considera preferible el deleite, como tranquilidad y carencia de dolor (estable-catastemático), al goce y regocijo que causa la satisfacción de un deseo. Como puede apreciarse, el verdadero placer epicúreo es un estado de quietud, de serena calma, de ataraxia, que se asemeja a la felicidad suprema de la que gozan los dioses que se ha figurado. El placer no es un añadido a un ser en falta, algo que viene a completarlo, sino un gozar de sí mismo y de su perfecto equilibrio: «Así como los que tienen fiebre, a causa de su enfermedad, de continuo siempre

están sedientos y desean las cosas más perjudiciales, así también los que tienen su alma en mal estado sienten siempre que todo les falta y se precipitan con avidez a los más variados deseos».

“Si alguien adopta la teoría de Demócrito y afirma que, debido a sus colisiones con otros átomos no tienen la libre circulación, y que, por consiguiente, parece que todos los movimientos están determinados por la necesidad, vamos a decir a él: «¿Usted no sabe, quien quiera que son, que en realidad hay un movimiento libre en los átomos, que Demócrito no descubre, sino que Epicuro d a la luz, - un movimiento de viraje, como prueba de los fenómenos». La consideración más importante es la siguiente: si se cree en el destino, toda amonestación y la censura son anulados, y ni siquiera los malvados pueden ser castigados con justicia, ya que no son responsables de sus pecados” . Inscripción Epicúrea, de Diógenes Oenoanda; frag. 54; traducción al inglés de Martin Ferguson Smith. 42


V. «VIVE OCULTO» “Dice Aristóteles que para vivir en soledad hay que ser animal o dios. Falta aclarar que hay que ser lo uno y lo otro.” F. Nietzsche 43 La apatía hacia cuestiones políticas, sociales, culturales y agonales es un punto de encuentro evidente entre el epicureismo y el cinismo. Aunque los epicúreos se llaman a un apartamiento más silencioso y ecuánime, que dista mucho de las acidas reacciones cínicas contra lo establecido, muchos de sus sentencias son paralelas. La indiferencia Epicúrea hacia la política es natural si se contempla el contexto de desmembramiento. La ataraxia sólo es asequible mediante la indiferencia a las cuestiones políticas porque estas cuestiones son fuente de una perturbación constante. ¿Cómo no temer a la dictadura de los fortuitos azotes que golpean hacia fuera y de revés hacia adentro? ¿Cómo vivir tranquilo cerca de un imperio sumamente bélico capaz de interpretar toda diferencia como antagonismo?... La política y su lógica binaria de contraposición (si no se está con A, se sigue necesariamente que se está con B) no puede ser sino una fábrica de odio y de miedo a ese mismo odio que el juego bicéfalo produce. Toda división grosera reduce la realidad a la encrucijada de esto o aquello, pro o contra, cuando la exuberante complejidad de lo real es algo irreducible a tales categorías. Estos identifican a aquellos como la figura del mal, y aquellos proceden de forma idéntica; ambos con idéntico grado de convicción. El problema es no ser ni estos ni aquellos, y su dificultad fundamental estriba en creer que eso es un problema, que fuera de dicha lógica binaria nada existe. Para inducirnos en la toma de alguno de los extremo se apela a una especie de fatalidad insípida: "todos estamos de aquí o de halla, corresponde a la naturaleza humana estarlo, zóom politikon, etcétera…" “Pobre de ti si intentas situar tu silla entre en pro y un contra”, nos dice con mucha razón Zarathustra44. El alejamiento de lo político puede deberse a los temores que tal actividad suscita. Los enemigos ideológicos pueden ser, según el mandatario de época, enemigos políticos. Con Epicuro comienza a trazarse una individualidad aislada de la polis, se disocian los fines individuales de los fines colectivos45. Quizás hoy esto no nos diga demasiado pero el ideal de vida modesta y de existencia recatada va a contrapelo de toda la cultura griega del honor, del reconocimiento público y del afán desmedido por lo agonal -notas que se consideraban distintivas y esenciales de lo griego-. El ciudadano apartado de la vida pública y retraído políticamente se denominaba, con una significación muy diferente a la actual, «idiota» (ídios: lo personal, lo particular). Es curioso que Epicuro elija para su vida feliz la no intervención en la vida pública, cuando dicha abstención era vista como un mecanismo de punición: el ostracismo expresaba esa pena y a la vez el bien del que dicha pena nos privaba: la vida social en la polis. El epicureísmo incita al idiotismo y a la apatía por lo agonal: “El que conoce los términos de la vida… sabe que para nada necesita de asuntos que comportan competición”. La relación con el conjunto social no le interesaba en lo más mínimo. El jardín epicúreo, ese conjunto dentro del conjunto, contiene todo lo que el filósofo necesita: amistad, el mayor bien que la sabiduría ofrece para la felicidad de la vida. Huir del vulgo significa huir también de sus producciones: “Toma tu barca, hombre feliz, y huye a velas desplegadas de toda forma de cultura”. He aquí lo que se podría interpretar como otro punto de contacto con el cinismo. En su relación con lo social, lo agonal, lo cultural, Epicuro pareciera seguir los postulados de su física haciendo de toda su filosofía un arte sutil del desvío imperceptible.

NIETZSCHE, Friedrich; Cómo se filosofa a martillazos; Sentencias n° 3; Ed. Edaf; Madrid; 2006; p. 37. NIETZSCHE, Friedrich; “De las moscas del mercado”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 39. 45 NIETZSCHE, Friedrich; Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas : “Está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar como «egoísmo selecto», «epicureismo inmoral de la cultura».” 43 44


E S C R I T O D E L O S D O N E S 46 Hemos mencionado casi tangencialmente la sentencia de un poeta-educador: Píndaro. Recordemos sus versos: “La gloria tiene su pleno valor

cuando es innata. Quien sólo posee lo que es aprendido es hombre indeciso, jamás avanza con pie certero. Sólo cata con inmaduro espíritu mil cosas altas”. Lo que Píndaro nos dice es que hay cierto carácter inmanente dado por la naturaleza misma que es inasequible por mucho que se empeñe en asimilarlo quien lo pretende. Para él, hay una perfección a la cual sólo se llega por una virtud innata. A pesar de la antigüedad en la que el poeta emitió su juicio sobre el asunto, éste refleja una problemática siempre actual e inacabable en el ámbito de la educación. Es decir, entre los defensores del don natural y quienes sostienen que éste es creado con trabajo y posteriormente cobra la apariencia ilusoria de algo natural e innato en quien lo posee. Pensamos, naturalmente, en quienes admiramos como iluminados o bendecidos por el don, la gracia, el azar, la naturaleza o lo que fuere. Pero lo que no se percibe es el proceso que hay detrás de ese supuesto don. Nietzsche en su obra Humano, demasiado Humano considerará que la auténtica inspiración artística, más que proceder de arrebatos de inspiración que aparecen súbitamente y de forma espontánea en la inteligencia del artista, surge más bien, del esforzado sacrificio y mesurada reflexión que requiere la producción de cualquier obra creativa. Por tanto, el genio creador basará su inspiración, más que en los talentos naturales o en las dotes innatas, en su tenaz y constante laboriosidad. Estamos habituados, según Nietzsche, a contemplar lo que consideramos perfecto, a gozar de ello como si hubiese surgido por arte de magia. Pero a lo que no estamos habituados es a plantearnos «el problema de su creación». El artista sabe que la impresión de espontaneidad de su arte surte mejor efecto, por lo cual favorecerá deliberadamente esa ilusión y se postulará como un intermediario o médium entre lo divino y el público; de esta forma dispondrá al alma del oyente a que crea en el surgimiento espontáneo de lo perfecto. El gran escritor Edgar Allan Poe manifiesta lo interesante que hubiese sido que un autor describiera paso por paso la marcha progresiva que siguió hasta la realización definitiva de cualquiera de sus obras.47 Tal tarea no ha sido realizada y la causa más poderosa de dicha carencia es, según Poe, la «vanidad de los autores». Para él, muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática: “Experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos”48. Luego, el autor se propone explicar la génesis de uno de sus poemas más famoso, El cuervo, con el propósito de demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar, y que aquella obra avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático. Los artistas están interesados en que se crea en su inspiración, en su iluminación por una gracia superior, cuando en realidad su imaginación produce todo el tiempo cosas dispares, buenas, malas, mediocres, y de entre ellas combina, rechaza y selecciona. Al escuchar una sinfonía de Beethoven tenemos la impresión de que esa perfección ha surgido relumbrante de la mente del compositor, cuando se sabe que poseía interminables bocetos de cada parte de su obra, con reformulaciones, aniquilaciones, variantes, etc. "La improvisación artística está a un nivel muy bajo en

comparación con las ideas artísticas elaboradas seriamente y con esfuerzo. Todos los grandes hombres son grandes trabajadores, infatigables, no solamente en inventar, sino también en rechazar, en pasar por la criba, en modificar, en arreglar"49 -afirma Nietzsche. Como puede verse en la citada obra, el autor prioriza el esfuerzo y el ánimo de la voluntad respecto a la supuesta y gratuita inspiración que puede advenir inesperadamente en el espíritu del artista: “¡Guardaos de hablar de dones naturales, de talentos innatos! Podemos citar hombres grandes de todo género que fueron poco

dotados. Pero adquirieron la grandeza, se convirtieron en genios. Todos ellos tuvieron esa robusta conciencia de artesanos, que comienzan por aprender a formar perfectamente las partes antes de arriesgarse a hacer un todo grandioso"50. Se establece aquí que la grandeza del arte depende más de la esforzada laboriosidad que de la posesión de cualidades innatas propias de un determinismo. El genio se conquista, la grandeza se adquiere: con un gran «optimismo pedagógico» se postula la conversión en genios de grandes hombres naturalmente poco dotados. Nietzsche se inclinará por la opinión de que la «inspiración» es consecuencia de un trabajo tenaz y de una prolongada actividad imaginativa. De ahí que considere que la inspiración sin más, que irrumpe de forma gratuita al margen de la voluntad del artista, es un hecho que se da en escasas ocasiones y no constituye una garantía del buen hacer creativo. La aparente creación espontánea no se trata más que de la liberación de una energía creativa acumulada con el paso del tiempo. La ausencia de actos creativos no es una fase estéril para la producción artística, aunque las apariencias puedan indicar lo contrario51. Más bien, brinda la oportunidad más idónea para que el artista, adentrándose en sus ideas y pensamientos, pueda extraer lo mejor de sí, de sus posibilidades creativas. Esto es lo que nota Nietzsche como factor de incremento interior al describir esta situación: "El capital no hace más que acumularse, no ha caído del cielo de golpe"52. Para concluir, la pregunta que a nosotros nos atañe es cuáles son las implicancias educativas de adherir al innatismo de Píndaro o a la acérrima y laboriosa voluntad de Nietzsche. Dejando atrás la pretensión de establecer la verdad sobre el asunto o de adherir a uno u otro, lo que debe ocuparnos es ver las implicancias o consecuencias que se deducen de cada postura. La ideología del don es narcotizante para la voluntad, ¿por qué?... porque es el camino más cortó al ideal. Ello nos hace pensar que lo grande va a caer gratuitamente sobre nuestro ser, independientemente de que mi voluntad se esfuerce en su búsqueda. Por eso se toma el camino más corto haciendo de lo bueno algo que trasciende al hombre y a su decisión de conquistarlo. Si el camino no está naturalmente dispuesto para el tránsito no se esforzarán en recorrerlo. Si el ideal se posee de forma genuina y

Extracto de una clase. Conservatorio de Música Juan R. Pérez Cruz, 2012. POE, Edgar Allan; The philosophy of composition ; versión digital www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/poe01.html 48 Ídem.cit. anterior. 49 NIETZSCHE, Friedrich; Af. 155; Humano, demasiado humano ; Ed. Edaf; Madrid; 2006; p. 137. 50 Ídem cit. anterior; Af. 163; p. 142. 51 La ausencia no es carencia, así como tampoco el silencio es vacío, pues en música tiene el mismo potencial de sentido que el sonido mismo. Es usual, sin embargo , interpretar el silencio como falta a remediarse, como hueco incómodo a llenar inmediatamente. Basta para confirmar lo dicho, con remitirse a cualquier medio de comunicación audio-visual. 52 Ídem cit. 47; Af.156; p. 138. 46 47


verdadera, se debe superar todo obstáculo, pero careciendo de él no se puede justificar el esfuerzo que requiere su consecución y no queda más que adherir a la ausencia del un don. En el ámbito educativo si alguien no puede dicen: «No hay nada que hacer, la naturaleza no lo ha dotado para ello». De esta manera, los educadores defensores del don se convierten en «promotores de la resignación». Como vemos, lo que se busca es delegar la responsabilidad de consecución del ideal en una instancia ajena a la voluntad del pretendiente. Este es un procedimiento bastante común y con manifestaciones análogas a las del Don. Por ejemplo, en cierta sabiduría popular que prioriza el azar o lo fortuito como origen de lo grande, la de pensar que cayéndosenos una manzana en la cabeza podemos tener una idea maravillosa es una historia que al pueblo le encanta, pues nos hace creer que lo grande está a la vuelta de la esquina, al alcance de cualquiera y no requiere esfuerzo alguno. Por ello son tan populares y felizmente contados estos anecdotarios, porque nos hacen creer que lo valioso no se conquista sino que se encuentra por casualidad, cayéndosenos en la cabeza, por accidente, o por cualquier cosa que no dependa de una voluntad empeñada en conseguirla. Esta sabiduría popular de democratización de los derechos del genio, como los partidarios de los dones o talentos naturales, tienen un efecto nefasto sobre el espíritu: lo narcotizan haciéndole saber que es inútil el esfuerzo que tiende a lo grande, porque lo grande sólo cae del cielo en forma de manzana, de don natural y/o divino.


L A I N T E RP R E T A C I Ó N M O R A L D E L O S F E N Ó M E N O S “No hay fenómenos morales, no hay nada más que una interpretación moral de los fenómenos.”53 Nietzsche

Ha sido puesto en duda el valor de la verdad. La tradición evitó relacionarla con la voluntad concreta. Quién quiere la verdad y para qué la quiere no fue motivo de consideración hasta Nietzsche abrió el ser como realidad de perspectivas, o para ser precisos, dicha consideración sólo había sido considerada como una argucia sofística que nada tenía que ver con lo que se consideraba como verdad. Esta aparece ahora como interpretación en la cual se expresa una voluntad, lo que significa la abolición de la dualidad metafísica fenómeno-cosa en sí. Un fenómeno no es una apariencia cuya precariedad ontológica está subyugada a una realidad trascendente, sino que es un síntoma, lo cual nos induce a pensar que las características que la tradición atribuyo al «verdadero ser» son las características de la nada. Fabular otro mundo no es más que un síntoma de una vida que decae, una venganza a esta vida con la figuración consoladora de otra mejor; por ello, Zarathustra afirma: “¡Hermanos míos, yo os exhorto a que permanezcáis fieles al sentido de la tierra, y nunca prestéis fe a quienes os hablen de

esperanzas ultraterrenas! Son destiladores de veneno, conscientes o inconscientes. Son menospreciadores de la tierra, moribundos y emponzoñados, y la tierra le resulta fatigosa. ¡Por eso desean abandonarla!”54. Al comprender la verdad como interpretación en la cual se expresa una voluntad, los valores superiores que constituían el verdadero mundo no han resistido la pregunta por el para qué de esos valores. El dominio de ideas, considerado el «mundo verdadero», no concede vitalidad; aquí el padre de todo valor es la negación, pues éstos no se crean actuando sino conteniéndose de ello, reaccionando. La moral es un sentido otorgado a una porción de la realidad por el hombre, no posee en sí ninguna legitimación de un orden metafísico. Bueno y malo no representan cualidades de las cosas mismas sino que son una fuerza que se apodera de los objetos, una interpretación de los fenómenos. Resulta extraño hablar aquí de fenómenos ya que con la abolición del mundo verdadero también ha caído el aparente 55. Hablaremos, por consiguiente, del objeto como porción de la realidad en la cual se manifiesta una fuerza (pues no hay ningún objeto neutral, es decir: que no esté ya poseído) mientras otras pugnan por dominarlo. Interpretar moralmente un objeto es, para ser más precisos, una mala interpretación, pues se carece del conocimiento de la distinción entre lo real y lo imaginario. A propósito de ello, dice Nietzsche: “En verdad, los hombres se han dado a sí

mismos su «bueno» y su «malo». En verdad, no los tomaron de otra parte, no cayeron sobre ellos como una voz del cielo. Para conservarse, el hombre empezó por implantar valores en las cosas. Por eso se llama «hombre», es decir, «el que da la medida».”56 Introducir en un objeto un sentido moral no dice nada del objeto sino de quien introduce ese sentido. La moral, por consiguiente, tiene un valor puramente sintomático. Aquel que enuncie una valoración no hace otra cosa que echar mano a un artilugio que le permita conservarse, suplir su debilidad, perseverar. Pero tender únicamente a conservarse es ya un síntoma de decadencia, pues perseverar es sólo una consecuencia indirecta de querer ser más, de crecer, de desarrollar las fuerzas, de la voluntad de poder, de la vida. Ésta no es sólo conservación sino también aumento. Estas son sus dos notas fundamentales. Toda moral de decadencia sólo hace hincapié en la conservación. Es preciso dirigirnos a quien enuncia una valoración e interpreta moralmente la realidad. ¿A quién beneficia la instauración de un determinado valor? ¿Quién habla detrás?... Pues no se conocerá el objeto si no se conoce la fuerza que en él se manifiesta. Un valor acrecienta el poder de alguien y disminuye el de otros. Quien pugna por establecer un valor es precisamente quien acrecentará su poder. Desde la analítica deleuzeana57 las fuerzas activas y reactivas son la cualidades que expresan las relaciones de fuerzas que pugnan sin renunciar a su poder, ya que las fuerzas inferiores no dejan de ser fuerzas, el obedecer se relaciona con el poder igual que el mandar. Las fuerzas activas son las superiores o dominantes, tienden al poder, a apropiarse, a apoderarse, mientras que las fuerzas reactivas son las inferiores o dominadas que ejercen su fuerza mediante el resentimiento, la prodigiosa memoria, la denuncia y la culpabilidad. Es preciso trazar la distinción entre los sentidos morales y los sentidos extramorales que se han apropiado de la realidad, cuyos efectos han sido anti-vitales (tipo reactivo) y vitales (tipo activo) respectivamente. Hallaremos, por consiguiente, una moral noble que estriba en una fuerza activa, plástica, capaz de transformarse, de rebasar los límites de la individualidad, de procurar aumento, un poder tal que podríamos denominar «dionisíaco», y una moral de esclavos regida por las fuerzas reactivas que sólo se develan en relación con fuerzas superiores. Nietzsche encuentra un emparentamiento desde el punto de vista etimológico en diversas lenguas del concepto bueno con noble, excelente. Así como de malo con vulgar, plebeyo, bajo58. El juicio bueno no procede como elogio de aquellos a quienes se les ha procurado bondad, sino que han sido los nobles quienes se consideraban a sí mismos y a su obrar como buenos. «Nosotros los veraces», proclamaba la aristocracia griega; esto surge de una afirmación y los malos aparecen como una consecuencia y sólo contribuye a solidificar la afirmación. Los «veraces» son quienes tienen realidad, quienes son verdaderos, en ellos hay una sobreabundancia de poder y riqueza que se ofrece y se prodiga. Los juicios de valor aristocráticos tienen como fundamento una poderosa corporalidad, una salud desbordante, junto con las actividades que son causa de su conservación: la guerra, la caza, la danza, todo lo que implique un obrar fuerte y con ánimo alegre.

NIETZSCHE, Friedrich; “Máximas e intermedios”; Más allá del bien y del mal; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 108. NIETZSCHE, Friedrich; “Prólogo”; III; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 51. 55 NIETZSCHE, Friedrich; “Historia de un error”; VI; El crepúsculo de los ídolos; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 66. 56 NIETZSCHE, Friedrich; “De las mil metas y de la única meta”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 44. 57 DELEUZE, Gilles; Nietzsche y la filosofía ; Ed. Anagrama. 58 NIETZSCHE, Friedrich; “Primer tratado”; La genealogía de la moral ; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 276. 53 54


La valoración sacerdotal, en cambio, se rige por la impotencia; de aquí que sean los peores enemigos. Con la impotencia como base sólo incuban odio hasta hacerlo sumamente espiritual y nocivo. El sacerdote aparece como el máximo odiador así como también el más ingenioso, pues sólo mediante el ingenio puede intentar suplir su condición fisiológicamente desfavorable y verse a sí mismo como demasiado bueno. Esta moral que procede mediante la extirpación, el «castracionismo», constituye una praxis enemiga de la vida, es la fuerza contra la fuerza, pues atacar las pasiones implica atacar la vida desde su raíz. Las fuerzas activas del cuerpo, el «sí mismo», ese sabio desconocido, es silenciado y por consiguiente es extirpada la posibilidad de apropiación, que significa -precisamente- de creación. Las voluntades débiles eligen el «castracionismo» y la extirpación pues son incapaces de imponerse a sí mismos la rectitud que predican. Esta acérrima enemistad contra la sensualidad descubre un individuo incontinente y degenerado incapaz de decir no a un estímulo, un asceta imposible. La moral como contranaturaleza condena los instintos de la vida: ésta termina donde comienza el «Reino de dios». ¡Qué diferente a la teodicea helénica donde todo lo existente estaba divinizado, donde la existencia se reflejaba en una gloria superior independientemente de lo bueno y lo malo! El caso del régimen sacerdotal constituye un esquema paradigmático de las fuerzas reactivas. La voluntad de nada utiliza las fuerzas reactivas como medio e instaura los denominados valores supremos. La reacción considera la acción que no emprende y cree poseer un derecho natural sobre ella. La inversión del sentido primigenio de lo bueno y lo malo constituye la más espiritual de las venganzas. Este acontecimiento, que ha envenenado la existencia con la paciencia de siglos, logró invertir la ecuación aristocrática ( bueno=noble=poderoso=bello=feliz=amado por los dioses) y ha instituido un régimen de valoración en el cual sólo los desgraciados son los buenos. Los que sufren, los indigentes, los enfermos, los enfermos, los feos, son los únicos bienaventurados, mientras que los nobles y los potentes son ahora los malvados, los crueles, los condenados. La virtud será, por consiguiente, motivo de castigo, nada debe encumbrarse en un pueblo de enanos. La diferencia engendra odio, las fuerzas reactivas niegan su diferencia constitutiva e invierten el espejo, no se consideran como fuerzas pues esto equivaldría a aceptar su inferioridad, su diferencia. Prefieren en cambio volverse contra sí y contra la vida, vengarse sigilosamente desde sus cuevas. “En tu alma se asienta la venganza. Allí donde tú muerdes,

una costra negra se forma: el veneno de tu venganza hace bailar, como un torbellino a las almas. ¡Torbellinos de venganza encrespa en el alma tu veneno! Así os hablo en parábola a vosotros, los que levantáis torbellinos en el alma, ¡vosotros, predicadores de la igualdad! ¡Tarántulas sois para mí, y vengativos ocultos!”59. Esta inversión en la cual todos los valores anémicos se glorifican manifiesta su anti-vitalismo sólo cuando ya nos haya enfermado. Experimentar esa valoración conducirá a la revelación de su sinsentido, de su nihilismo, entonces se comprenderá con una mueca de hastió que los valores que han regido y rigen nuestra existencia estaban llenos de nada. Superar este régimen de valoración implica atravesarlo en toda su extensión, catar sus ideas y experimentar su amargo sinsentido. Sólo entonces nos será lícito invertir la inversión. Es necesario enfermarse, convalecer y luego afirmarse, vivir. El pueblo de enanos ha vencido, su envenenamiento ha sido exitoso. ¡Un momento! ¿Cuándo ha ocurrido esto?, ¿Cuándo el lacayo robo la corona del rey con un sigilo que sólo denota ingenio?... La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento se vuelve creador. Aquellos seres privados de la legítima acción sólo pueden compensar su carencia con una venganza imaginaria. Esta ficción separa al noble de lo que puede, se priva a la fuerza de su integridad, es decir, de ir hasta el final de su poder. El plebeyo se ha entronizado, ¿tenemos un nuevo rey-reactivo o sólo un rey-activo al que se le ha hurtado su potencia? Las fuerzas reactivas aunque luzcan ahora una dorada corona continúan siendo menores, ellas proceden mediante el contagio, no se convierten en fuerzas activas, más bien hacen que estas se les unan separándolas y sustrayéndoles su poder. Los esclavos siguen siendo esclavos y los nobles han sido víctimas de su virulento despliegue. Mientras la moral noble es un triunfante decirse sí a sí mismo, la moral de esclavos dice de antemano no a todo lo exterior, a todo no yo y este no es su obra creadora. Esta mirada hacia el exterior, en vez de hacia sí mismo, forma parte del resentimiento. El resentido no puedo y quiere que nadie pueda, es paralítico y paralizante, pobre y empobrecedor, pastor y rebaño. Para surgir necesita de un mundo contrario y exterior. Su acción es, para ser precisos, reacción. El modo de valoración noble ve en su contrario una imagen pálida y tardía que sólo contribuye a decirse sí de manera aún más agradecida. Todo no yo solidifica la afirmación, no la funda. Por lo cual esta perspectiva es radicalmente diferente de la venganza del impotente que parasita eternamente de su contrario, pues el noble no necesita configurar artificiosamente su felicidad mirando a sus enemigos. Los hombres ulcerados por el resentimiento y la hostilidad acaban por convertirse en más prudentes que cualquier raza noble, más racionales. Si se retrotrae esta idea a la primera obra de Nietzsche, El origen de la tragedia, puede hallársela como la «mesura apolínea», como la atención estricta a los límites de la individuación. Es realmente curioso que en el caso de la moral altruista ni siquiera se atienda al individuo, pues se huye a otro y se pretende hacer de esta huida una virtud. ¿No es esto lo más hondo del abismo? No se busca el provecho propio pero porque se está incapacitado para hacerlo: aquí me cuelgo del prójimo procurando su conservación. ¿Acaso es esto digno de ponderación? Así lo creen las mil voces que pululan por doquier. La moral altruista es una forma de decadencia que se disfraza del otro para ocultar su propia incapacidad de afirmación. El «amor al prójimo»: un eufemismo plebeyo, un desamor a sí mismo. En la moral de esclavos la impotencia se viste de bondad, el miedo de humildad, el sometimiento de obediencia, su inevitable espera de paciencia, el no poder en no querer. Apesta bajo estos sublimes ropajes un alma famélica y malograda. Los débiles se disfrazan de fuertes, quieren ser los fuertes, ¿pero cómo, no eran éstos los malvados?... Imaginemos con qué extrañeza el noble habrá mirado al Santo, ese castrado ideal, en un grado de contranaturaleza tan impactante que el noble dudo de sí: «¿Qué es ese hombre tan anti-natural, tan anti-vital?... tendrá su razón de ser. ¿Por qué la vida habría de volverse con tal violencia sobre sí misma? ¿No seremos nosotros los malos?». Comenzará a germinar la mala conciencia, la bestia empezará a enfermarse, se amansará, se debilitará, se hará menos dañina. El mejoramiento pretendido por la moral sólo ha producido la caricatura de un hombre odioso de sí mismo, pues se han tomado todos los recaudos para la crianza de un hombre exento de todo rasgo noble. Enfermar ingeniosa y pacientemente a un hombre superior, que desconoce las telarañas del resentimiento que lo inmovilizan pacientemente, es la única forma de debilitarlo, pues a la nobleza le es ajena la nocividad plebeya y su ingenio para envenenar. La bestia luce ahora inofensiva; lo terrible aquí es que esa bestia que ya no hiere, ni guerrea, tampoco inspira amor, ni esperanza, ni voluntad… Estamos cansados del hombre, sufrimos un alma que ha salido mal, estamos heridos, somos nuestra herida. Con el olvido de la astucia de jugar a guerrear se ha olvidado todo lo grande.

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NIETZSCHE, Friedrich; “De las tarántulas”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 75.


Todo lo bajo sabe que los peligros de los que debe precaverse para conservarse son mucho mayores, por lo que su alma ama las guaridas. Calla, no olvida. Se humilla, se empequeñece provisoriamente, se enrosca sobre sí mismo, se agazapa incubando veneno y aguarda la oportunidad de destilarlo. ¿No es acaso Sócrates un amante de las guaridas del espíritu? ¿No es acaso la dialéctica su artilugio de conservación? La vida como algo que debe ser juzgada es la última luz de un astro que declina, de un ocaso… El resentimiento del hombre noble se desarrolla y se agota en una reacción inmediata, no incuba veneno. “Un hombre como ese sacude de sí con un sólo movimiento muchos gusanos que en otros anidan profundamente”60. Es una nota distintiva de las naturalezas fuertes, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza configuradora, el no poder tomar enserio durante mucho tiempo a los enemigos y a los infortunios. Un capítulo de Así hablo Zathustra61 relata una particular escena que podría interpretarse en estos términos. Zarathustra, mientras dormía, es picado por una víbora cuyo veneno es letal; al reconocer al profeta el reptil quiere huir, pero éste la retiene y le da las gracias por haberlo despertado. No solamente le agradece el bien que le ha hecho al interrumpir su sueño sino que además le hace saber la insignificancia de su nocividad: “¿Ha muerto alguna vez un dragón por el veneno de una serpiente?”. Por último, le devuelve su veneno, pues Zarathustra no considera a la víbora lo suficientemente rica, ni siquiera para prodigar maldad y veneno. Entonces el reptil lame la herida causada pues no es un enemigo digno de honra ni respeto. El hombre noble reverencia a sus enemigos, se exige para sí un enemigo digno de honra y agradece la posibilidad que le brindan éstos de arrojar su lanza, de guerrear, de tender a la superación de sí mismo. El enemigo no es, como comúnmente se considera, alguien a destruir. El polimorfo William Blake lo expresa magníficamente: “Sé mi enemigo por amor a la amistad”. El hombre del resentimiento, en cambio, ve en el enemigo su obra, su creación, la sangre que le procura el olvido de su anemia. El malvado enemigo es un eco mudo que grita: ¡Tú eres el bueno!... Una vez que el círculo se barre y quedan en su interior los buenos (quienes lo han barrido), la moral de esclavos hace pasar como una operación voluntaria, como un mérito, su debilidad. ¿En qué consiste este ingenioso artilugio de autoengaño? En interpretar la mísera condición de debilidad como obra de la libertad. De esta manera el hombre vulgar justifica su estado como algo querido, buscado y logrado, y así se acredita el mérito de ser lo que es mediante la simple fórmula de la resignación. Vivir de acuerdo a una idea no es aquí otra cosa que idear de acuerdo a la vida. “Esto me disgusta. ¿Por qué? Por qué no estoy a su altura. ¿Se ha dado alguna vez respuesta semejante?”62. Este fragmento me recuerda a la fabula del zorro que no alcanzaba las uvas y ya rendido las juzga amargas, no puede más que negar lo que ya le estaba negado de antema intentando imponer su negación como algo más originario, más primigenio. No puede más que implantar el defecto en aquello que su voluntad no ha alcanzado, pero que sí ha deseado. Una elegante y sutil resignación. Obra de libertad es nuestra condición. Nos hemos librado de los engañadores sentidos, renegamos de ellos, del cuerpo, de los deseos, del hombre, de la vida… Ahora estamos libres y una duda nos asalta con la violencia de un rayo… ¿Libres para qué?63 ¿Para ser como el Santo en el bosque: un oso entre los osos, un pájaro entre los pájaros…? Vivir es querer ser diferente, crecer, diferenciarse, desarrollar las propias fuerzas. ¿Qué hago con mi libertad? Un santo en el bosque compone canciones y las canta, llora, ríe, y murmura, así alaba a su dios. ¿Acaso merecemos la libertad? Ser libre para superarse mediante la creación de una ley propia es lo que requiere una transformación del espíritu que afirme la existencia. Volverse niño es crearse un bien y un mal mediante la libertad que ha propiciado el león64, es la noble razón de ser de la libertad.

NIETZSCHE, Friedrich; “Primer tratado”; La genealogía de la moral; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 290. “De la picadura de víbora”. 62 NIETZSCHE, Friedrich; Máxima 185 en Más allá del bien y del mal ; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 119. 63 NIETZSCHE, Friedrich; “Del camino del creador”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 48. 64 NIETZSCHE, Friedrich; “De las tres transformaciones del espíritu”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 17. 60 61


ELOGIO DE LA SOFÍSTICA INTRODUCCIÓN No desconocen la importancia de la sofística aquellos estudiosos que cifran acertadamente en dicha escuela a los fundadores de una tarea educativa sin precedentes en la Grecia antigua65. El aborrecimiento ligero, y de manual, con el que recurrentemente se los empaña corresponde a una actitud más bien heredada por la tradición, la cual trasmite, como por osmosis, sus apetencias y sus antipatías. El conocimiento de la sofística nos es legado, en su gran mayoría, por los escritos de sus antagonistas ideológicos cuya animadversión es manifiesta y hasta exagerada. Los sofistas se caracterizaban por ser profesores ambulantes que iban de ciudad en ciudad procurando que los jóvenes accedieran a una educación general y superior. Tenían gran prestigio y preponderancia social, eran grandes oradores y pedagogos. Fueron criticados por cobrar sus cursos por quienes creían que la sabiduría no era una actividad lucrativa. Se consideraban capaces de enseñarlo todo, enseñaban a defender una postura (tesis) y su contraria (antitesis). Se abandona en ésta escuela el ideal del guerrero tan buscado por la educación poética. Lo que se anhela es un hombre que se exprese bien, que sea elocuente; esto es indispensable en un sistema político que se basa en la intervención directa del ciudadano66. La guerra se da ahora en el ámbito del lenguaje y el arma fundamental es la palabra. La educación sofística era más democrática que otras dirigidas solamente a las clases gobernantes; si bien se exigía un pago por la enseñanza impartida, esto no era restrictivo en el caso de que no pudiera pagarse. Los sofistas enseñaban el arte de hablar bien (elocuencia), el arte de escribir bien (gramática), el arte de razonar bien (dialéctica) y el arte del lenguaje métrico (poesía). Para ellos, enseñar la virtud era educar en la elocuencia. Sócrates y Platón se opusieron a los sofistas criticando sus métodos y su relativismo moral, ya que un habilidoso orador puede tornar buena una causa injusta y viceversa. Para los sofistas, la educación es un arte que nos forma y es lo más importante. Ésta cultiva a la naturaleza humana teniendo como centro las artes del lenguaje. El estudio de la gramática, la retórica y la dialéctica iniciada por los sofistas marca el rumbo de la educación en los siglos siguientes, sobre todo en la Edad media donde se denominará a esas tres disciplinas como «trivium». El otro gran componente de la educación medieval es el «quadrivium» (aritmética, geometría, astronomía y música), que también fue impulsado por los sofistas, especialmente por Hippias. Estos conjuntos de disciplinas fueron la base de la educación por cientos de años67. Los sofistas se caracterizaban por su optimismo pedagógico, es decir, por la creencia de que todo puede ser enseñado, inclusive la virtud. Sócrates pone en duda el optimismo de los sofistas para transmitir virtudes ciudadanas, y, como ya hemos visto, Píndaro -así como Platón en su diálogo Menón- sostendrá que la virtud es innata, es un regalo de los dioses.

I. SOBRE EL DIÁLOGO GORGIAS DE PLATÓN ( E X T R A C T O D E U N A C O N F E R E N C I A 68 )

Gorgias es un diálogo heterogéneo tanto en las problemáticas tratadas como en los personajes intervinientes, ya que Sócrates no sólo conversa con Gorgias, sino también con los discípulos de éste: Polo y Calicles, cada uno de los cuales introduce nuevas cuestiones. Debido a la señalada multiplicidad de problemáticas y a la extensión del diálogo (El Gorgias es el cuarto diálogo en orden de mayor extensión dentro de las obras platónicas) voy a centrar mi charla en una serie de problemáticas aducidas especialmente en la primera parte de la obra; allí Sócrates dialoga con Gorgias -principal representante del arte que se pondrá en cuestión- y con Polo exponiendo la definición y valoración socrática del arte de la Retórica. En principio, Sócrates se muestra interesado en hablar con el orador de Leontini para presentarle dos cuestiones fundamentales: primero, saber qué es lo que proclama y enseña, y segundo, cuál es el poder de su arte. Ya se trasluce aquí lo que Sócrates intenta develar, a saber: qué objetos hay bajo el dominio de ese arte y cuál es su poder, su potencia, es decir, qué puede lograrse mediante su ejercicio. Polo, quien se apresura a responder, dice que Gorgias cultiva “la más bella de las artes”, respuesta que no satisface a Sócrates ya que se ha dado una de las cualidades de ese arte pero no se ha mencionado el arte en cuestión. Debido a la imprecisión de esta respuesta es el mismo Gorgias quien especifica que su arte es la Retórica. Gorgias es orador, de los mejores. Sócrates establecerá como pauta dialógica la abstención de todo discurso extenso y propondrá un dinamismo basado en preguntas y respuestas cortas, lo cual, de alguna manera, privará al orador de su gracia y lo situará indefenso en el terreno vallado por Sócrates. Es sabido que el resultado de una contienda entre un cocodrilo y un jaguar depende esencialmente del territorio en que se desarrolle. Lo que se evidencia aquí son diferentes métodos de discurrir. Los retóricos, como oradores, realizan exposiciones continuas siendo ellos mismos quienes sustentan su perspectiva e intentan llevarla desde su individualidad a la multiplicidad de los oyentes mediante un discurso que embriague, que encienda. Sócrates, por su parte, instaura una forma dialéctica en la exposición de razones que se basa en preguntas y respuestas cortas. Este método requiere de la colisión con una otredad para configurar la verdad que nos presenta, presupone aquí que la negación del otro significa la

ROJAS OSORIO, Carlos; Filosofía de la educación. De los griegos a la tardomodernidad ; Medellín: Ed. Univ. de Antioquia; 2010. MIRANDA, Rosario; Los sofistas; I.B. de Araucas La orotava; Las Palmas de Gran Canaria; 1997. 67 Ídem cit. 63. 68 Brindada en Extensión universitaria de la UNNOBA, 2011. 65 66


afirmación propia. La dialéctica socrática es una doble mentira pues, primero, presupone que hay una «verdad», y, segundo, que ésta es asequible en virtud de un método que tiene para con ella una exclusividad plena. Sabemos por Nietzsche que antes de Sócrates se rechazaban las formas dialécticas, eran malas maneras, era una descortesía evidenciar la ignorancia ajena.69 Además lo verdaderamente importante no es tenido siempre a flor de boca y a punto de ser largado ante el primer individuo que se encuentre por la calle. Por eso para Nietzsche la forma dialéctica que instaura Sócrates en el mundo griego es una acción del resentimiento plebeyo, es una venganza del impotente. Ridiculizar poniendo al otro en la obligación de demostrar que no es un idiota es un procedimiento impiadoso y vulgar. Con Sócrates los griegos se vuelcan a la dialéctica, ella representa una actividad en la cual se canaliza la pulsión agonal de los helenos -una variante de lucha, de competición- que se hiso muy popular hasta el punto de convertirse en una especie de deporte nacional griego. Sócrates desea dialogar, entrechocar razones cual si esto fuera un ascenso gradual a la verdad. Gorgias busca un discurso que embriague, siendo él mismo quien sustenta su verdad en un desarrollo de argumentos continuos. Éste considera que el objeto de la retórica son los discursos. Pero ello no es una particularidad distintiva de la retórica según Sócrates ya que muchas disciplinas se ocupan de discursos. Por ejemplo, la medicina trata discursos sobre enfermedades y la gimnasia sobre el buen o mal estado de los cuerpos. Cada una de las artes posee discursos que tratan de su objeto, por lo cual no se puede definir la retórica por su filiación al discurso, ya que éste también es común a otras artes que no se denominan precisamente Retórica. Gorgias, quien se ve obligado a explayarse sobre la cuestión, nos dirá que la Retórica tiene una relación muy particular con el discurso, ya que en este arte toda la actividad y la eficacia se producen a través de la palabra. Si bien es cierto que otras artes recurren a la palabra, también recurren a operaciones manuales haciendo de los discursos una excepción, un complemento. Pero el caso de la retórica es distinto, ya que la palabra tiene un lugar primordial y toda la eficacia de este arte se realiza exclusivamente mediante ella. Hemos dicho que la retórica es un arte que se ocupa de discursos, pero tal concepción implica una pluralidad demasiado amplia, ya que los discursos -como bien sabemos- no tratan todos de los mismos objetos sino que cada arte posee uno particular, y Sócrates interroga en vista a una unidad conceptual, a una definición, a un trazado de límites sobre lo que la Retórica es esencialmente, más allá de toda cualidad compartida con otras artes. La imprecisión de la idea de discurso es la grieta por la que Sócrates introduce nuevamente la pregunta por el objeto: ¿Sobre qué objeto ejerce su eficacia la retórica valiéndose del discurso? A ello Gorgias responde: “Sobre el más importante y excelente de los asuntos humanos.” La imprecisión señalada en este caso hace referencia a lo relativo de las valoraciones «importante» y «excelente». Por ejemplo, un médico dirá que él procura el mayor bien: la salud; el maestro de gimnasia dirá lo mismo con respecto a la fuerza y a la belleza; y lo mismo dirá el banquero con respecto al dinero. Por consiguiente, el problema aquí es determinar cuál es ese bien que Gorgias estima como el más «importante» y «excelente». Este bien es, sin más prolegómenos, la persuasión: la dominación a través de la palabra. De esta manera, el médico, el banquero y el gimnasta serán sus esclavos, no importan los bienes que ellos procuren porque los ejercerán en beneficio del retórico que los persuada de hacerlo. Sin embargo, Sócrates señala que la persuasión no es exclusivamente ejercida por la retórica. Si nos preguntamos qué persuasión y sobre qué objeto se ejerce la aritmética, diremos que de una persuasión didáctica respecto a los números par e impar y a su cantidad. Es entonces cuando se reformula la pregunta en los siguientes términos: ¿Qué persuasión produce la retórica y acerca de qué objeto? Gorgias responde: “Es aquella que se ejerce en los tribunales y las asambleas acerca de lo justo y lo injusto” . Aquí el orador nos enuncia lo que considera el objeto de la Retórica, a saber: la justicia, pero también da una característica contextual del ejercicio de su arte. El retorico se dirige a multitudes, sólo frente a ellas puede hacer efectivo su arte. En vistas a demostrar que Gorgias no sabe qué es la justicia, Sócrates realiza la distinción entre «saber» y «creer». Según lo planteado, las creencias pueden ser verdaderas o falsas, pero el saber no admite tales características. El verdadero saber, es decir: el platónico, es unilateral en el sentido de que no pude haber juicios contrarios sobre un mismo objeto y que ambos valgan. Según el proceder dialéctico, uno de ellos debe imponerse sobre el otro. No hay lugar para una armonía de contrarios, dos perspectivas diferentes no pueden cohabitar la idea; algo no puede ser y no ser al mismo tiempo. Esto es lo que subyace en el principio lógico de contradicción que aquí es visto como un requisito del conocimiento racional pero que es señalado posteriormente por Nietzsche como uno de los prejuicios de los metafísicos de todos los tiempos. Por ejemplo, desde la perspectiva platónica lo bueno es diferente de lo malo, la creencia en la antinomia de valores es evidente, pero Nietzsche nos diría que no se trata más que de una perspectiva provisional y que lo bueno puede ser idéntico en su núcleo a lo malo, presentado como su contrario. La persuasión del orador nace de la creencia y no de la enseñanza de lo justo y de lo injusto. El orador, por consiguiente, no instruye sino que sólo persuade. Que la retórica persuada mediante la creencia significa que puede ejercitarse de manera verdadera o falsa, por lo cual los discursos de los oradores pueden persuadirnos de cualquier cosa, tanto de un determinado juicio como de su contrario. Al respecto, Gorgias nos dice que el poder de la retórica no debe ejercerse indistintamente contra todo el mundo aunque ello le resulte fácilmente realizable al orador. Si esto ocurriese, la culpa no sería ni del arte ni del maestro, sino de quien lo ejercita sin justicia. Al considerar la posibilidad del mal uso de la retórica, Gorgias es conducido a una contradicción que cierra su intervención. Para Gorgias es una condición necesaria el conocimiento de la justicia por parte de quienes pretenden convertirse en oradores; ya sea por un conocimiento previo o por transmisión del maestro, la justicia, el objeto de la Retórica, es algo que debe conocerse. Si alguien conoce la justicia deseará obrar siempre de manera justa, ya que tal forma de obrar le procurará un bien mayor. De aquí se sigue que el orador no pueda nunca desear obrar injustamente, y que Gorgias, al considerar esto como una posibilidad, sea conducido a una contradicción. A modo de cierre, me gustaría señalar brevemente una de las cuestiones destacadas en esta nueva discusión: ¿Qué es la retórica para Sócrates? Es una práctica que busca producir cierto agrado y placer. Para él, la Retórica no tiene nada de bello ni de arte, pero requiere un espíritu sagaz, decidido y apto por naturaleza para las relaciones humanas. Lo fundamental en ella es la adulación entendida como el simulacro de la parte más agradable de un arte; cuatro son las formas de adulación: la cosmética, que finge la salud corporal (adulación de la gimnasia), la culinaria, que finge saber qué es bueno para la salud (adulación de la medicina), la sofística (adulación de la legislación) y la retórica, que es simulacro de una parte de la política: la justicia. Para Sócrates, la Retórica es a la Justicia lo que la cosmética es a la gimnasia: una imitación parcial, un simulacro de las virtudes que prodiga un arte.

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NIETZSCHE, Friedrich; “El problema de Sócrates”; El crepúsculo de los ídolos; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 51.


II . D E L A V E R D A D C O N C O N V E N C I Ó N Protágoras (486 A.C) de gran fama y beneplácito, como lo atestigua el hecho de que le halla sido encomendada la honorable tarea de redactar las leyes de la ciudad de Thurii, es uno de los pensadores centrales de la sofística. Sabemos que el agnosticismo radical sostenido en su tratado Sobre los dioses le valió el destierro y la quema de sus libros. Se ha conservado el comienzo de dicho escrito, en el cual se vislumbra el motivo de la condena: «De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto, ya la

brevedad de la vida del hombre».70 Protágoras basa su pensamiento en una concepción heraclítea de la realidad. El ser es plural y móvil. Acoge en su seno los contrarios. Por lo cual, se supone que su tratado Sobre el ser, del que sólo nos ha llegado el título, debió de ser apuntalado claramente por el Pánta rei71 heraclíteo. La materia, único ser posible, fluye constantemente. Este constante cambio no abarca sólo los objetos de conocimiento, sino además el sujeto cognoscente. La sensación, única vía, se transforma. Lo que sentimos, ya no es tal. Toda experiencia está sometida a variaciones. Es por ello que es inadmisible la idea de inmutabilidad, universalidad y necesariedad. Cada sujeto percibe la realidad según sus diferencias individuales, según distintas disposiciones, siempre particularísimas, las cuales acarrean diferentes representaciones del objeto. Por lo tanto, si sujeto y objeto son cambiantes, también lo será el producto de su relación, es decir, el conocimiento. Este será siempre individual, lo cual hace imposible la conformación de una comunidad cognoscitiva.72 No hay, por consiguiente, una verdad establecida y prefijada sobre las cosas. Todo puede ser según se considere, de allí su famosa frase “el hombre es la medida de todas las cosas de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son”. Con ello quiere decir que no hay una verdad objetiva, absoluta y universal, sino sólo verdades relativas y subjetivas, que dependen de la percepción de cada persona. La «medida de todas las cosas» no es el ser humano en general, como ente abstracto, sino cada individuo en particular73. Aristóteles sostiene que la idea de homo mesura infringe el principio de contradicción, puesto que una misma cosa puede ser y no ser al mismo tiempo74. El principio de contradicción sostiene que «algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo una misma relación». La crítica de Aristóteles es algo inconsistente debido a que Protágoras nunca infringe dicho principio, sino más bien contribuye a su correcta formulación, ya que nunca sostiene que algo puede ser, por ejemplo, bueno y malo al mismo tiempo y bajo una misma relación. Se trataría, más bien, de juicios contrarios sostenidos al mismo tiempo pero bajo distintas relaciones. Es decir, que un hecho puede ser bueno y malo a la vez siempre que la contradicción sea sostenida por dos perspectivas distintas del hecho en cuestión. Llevando aún más allá los postulados protagónicos, podríamos sostener con la misma consistencia que también es posible sostener juicios contrarios desde una misma perspectiva sin quebrantar el principio en cuestión. Aquí la relación sería la misma pero cambiaría el tiempo en que se efectúa y esto no implica una contradicción pues el sujeto está sometido a constantes variaciones. Por lo tanto, que considere a algo malo y, en tiempo distinto, lo considere bueno, no infringe el principio de contradicción puesto que la relación es la misma pero no el tiempo. En un sentido radical corromper dicho principio es imposible, no pueden predicarse al mismo tiempo y bajo la misma relación juicios contrarios a menos que se disponga de un discurso polifónico. Podríamos intentar predicando con la mayor velocidad posible, pero de todas formas el instante en que un juicio se manifiesta difiere de aquel en el cual su contrario aparece. Para Protágoras cada hombre individual es el determinante existencial de lo real. Puesto que cada hombre tiene su propia medida de lo real ninguno puede exigir tener una mayor jerarquía de verdad. Si no existe una representación más verídica que otra, se deberá buscar otro criterio. Este será la utilidad. Una perspectiva difiere de otra, no por su veracidad, sino por su utilidad y conveniencia para la sociedad. De aquí se deriva una cuestión ética, el relativismo axiológico. El valor no es algo objetivo, sino que es puesto por el conjunto social y a partir de éste es verificado o considerado verdadero. En palabras de Protágoras: “Sobre lo justo y lo injusto, por naturaleza, no hay nada que sea esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y durante todo el tiempo que dura ese parecer”75. Lo que consideramos verdadero no es más que pareceres útiles a la mayoría. Para Protágoras la virtud puede ser aprendida y por lo tanto debe ser enseñada. Plutarco nos ha transmitido la idea que el sofista tenía de la educación: “La cultura y por lo tanto la educación no brota en el alma si no se va muy profundo” . La educación no puede consistir en una tarea superficial, en una repetición de palabras superfluas y juicios que no involucran el espíritu. La educación debe modificar radicalmente la naturaleza humana, formarla. Esta idea de la educación contrasta con aquellos testimonios que nos hablan del sofista como un vendedor de discursos frívolos, como mercader impiadoso y vulgar. Es algo extraño la consideración que desprecia las manifestaciones elaboradas del lenguaje como algo superficial. Como si la verdad, en éste caso particular, se disociara de la belleza76. La búsqueda de una finalidad estética del lenguaje, inaugurada por la tradición poética y continuada por la sofística, será, en virtud de las pujas de poder, cada vez más sesgada. Bajo el pretexto que fuere, ya sea la escisión del ámbito cognoscitivo por acusación de ficción superflua o inmoralismo por carencia de consideraciones universalistas. Lo que se impone es una nueva fábula que se atribuye la posesión de lo verdadero. Esta es la visión racional y cientificista, de la mano de su tutor Sócrates. Esta perspectiva depura el lenguaje de toda posibilidad estética, borra el espíritu apasionado de quien predica e intenta forjar una lente impersonal (y objetiva) por donde ver la realidad en su forma más pura. Ilustrativo de esta imposibilidad estética de la palabra racional es el hecho de que la comunión de ambas diera como resultado la decadencia del gran arte trágico griego77.

LAERCIO, Diógenes; “Protágoras”; Vol. 2; Libro IX; Vida de los filósofos más ilustres; Ed. Orbis; Bs. As.; 1985; p. 155. “Todo fluye”. 72 BARRIOS GUTIÉRREZ, José; PROTÁGORAS Y GORGIAS. Fragmentos y testimonios; Ediciones Orbis S.A.; Bs. As.; 1984; p. 18. 73 Interpretamos hombre en el sentido individual contando como garantía con el tratamiento de Platón y Aristóteles, quienes seguramente tenían un conocimiento directo de su adversario. 74 ARISTÓTELES; Metafísica; K 6, 1062 b, 12. 75 BARRIOS GUTIÉRREZ, José; “Homo mensura”; PROTÁGORAS Y GORGIAS. Fragmentos y testimonios; Ed. Orbis; Bs. As.; 1984; p. 54. 76 Véase también TSE, Lao; Tao te King; LXXXI: “Las palabras que son verdad no son bellas, las palabras que son bellas no son verdad”. 77 Véase el ensayo siguiente La estética racionalista como fin de la tragedia . 70 71


La verdad debe ser el arma que los feos empuñan para conservarse, pues belleza y verdad juntas representarían un acopio de poder demasiado fastuoso. Lo bello, por consiguiente, comenzará a verse como superficial en un sentido negativo. Toda belleza es cuestión de superficie pero, en un sentido positivo, insinuante de profundidad.

III . O N T O L O G Í A T R I P A R T I T A D E D I S Y U N C I Ó N, CONJUNCIÓN E IMPOSIBILIDAD Gorgias (500 a.C.) produjo gran asombro como orador cuando fue enviado a Atenas para solicitar apoyo bélico contra Siracusa. No sólo tuvo éxito en su misión política sino también como referente de una vasta cultura y elocuencia. Se conservan de él pocos escritos: Elogio de Helena, Defensa de Palamedes, un breve fragmento de su Discurso olímpico en La Retórica de Aristóteles, y dos escuetos resúmenes de su obra Sobre el no ser78, cuyo título marca de entrada una clara oposición al pensamiento de Parménides, quien en su poema Sobre la naturaleza nos dice que por fuera de la buena senda del pensamiento verdadero sugerido por la diosa Dike está el pensamiento inviable de la opinión: del no ser nada puede predicarse, no

es pensable ni decible. Tres son los postulados fundamentales de su pensamiento ontológico: 1) Nada existe 2) Si algo existiera sería incognoscible. 3) Si algo existiera y fuese cognoscible, no se podría comunicar. Las interpretaciones de estos postulados van desde un simple juego oratorio hasta el escepticismo, el nihilismo radical y la negación de un criterio de verdad. Al igual que Protágoras, basa su relativismo en las diferencias estructurales existentes entre los sujetos. Si fueran iguales y no hubiera diferencias particulares entre ellos serían un solo sujeto, no habría multiplicidad de ellos si fuera abolida la diferencia. 1) Nada existe es una proposición condensadora de un razonamiento que administra los términos de la contradicción develando el absurdo siempre congénito al ser. Si algo existiera sería: A) ente o no ente; B) ente y no ente conjuntamente; C) otra alternativa es imposible, ser y nada son términos en disyunción o en conjunción. Otra repartición de los términos ontológicos es irrealizable. Ahora bien, analicemos los posibles: A) Si lo que existe es el ente este tendría que ser eterno o generado. Si es eterno y sin principio, es infinito. Esta infinitud no sólo es temporal sino también espacial. Un ente infinito, por consiguiente, no esta en ningún lugar, por lo que un ente eterno y existente es una noción contradictoria e imposible. Si el ente es generado debe serlo por otro ente existente, que no puede ser eterno por que ello implica inexistencia ni tampoco puede ser un ente también generado por otro por que esto implicaría una progresión sin término al infinito. Tampoco puede ser generado y eterno al mismo tiempo, porque ello implica una contradicción, ni lo que existe puede ser no ente por la misma razón. B) Si lo que existe es ente y no ente conjuntamente, términos contrarios se identificarían en la existencia, lo cual es imposible. No puede subsistir la contradicción si uno de los términos (no ente) se identifica con su contrario (ente). Resumiendo: No existe ente eterno No existe ente generado No existe ente eterno y generado al mismo tiempo No existe el no ente No existe conjuntamente ente y no ente En conclusión: Nada existe. 2) “Si algo existiera seria incomunicable” es un postulado que da cuenta de la inadecuación entre el pensamiento y lo real. Lo pensado no es existente pues de ser así todo lo pensado existiría, hasta las fabulaciones absurdas. No es el pensamiento la vertiente de lo real, no hay equivalencia entre pensar y ser. Por otra parte, si de un sujeto predicamos un determinado concepto, del sujeto contrario debemos predicar el concepto contrario. Así si decimos que “lo pensado existe” también valdría decir “lo no existente no puede ser pensado” lo cual implicaría que nos fuera imposible pensar en un centauro o una sirena, cosa que sin dificultad hacemos. 3) “Si algo existiera y fuese cognoscible, no se podría comunicar”. La palabra es de una dimensión diferente de lo real y por lo tanto es incapaz de transmitir los estados de conciencia del emisor, los cuales, además, difieren radicalmente de los del receptor. La relación palabra y cosa no es unívoca sino equívoca. La complejidad de lo que se quiere transmitir es escuetamente reflejada por la palabra, la cual despierta en el oyente una sensación tardía y difusa de lo que queremos decir. A pesar de la precariedad congénita y natural de la palabra, ésta representa el único medio del que disponemos para comunicarnos. Por ello el retórico buscará perfeccionar este medio con minuciosidad. Incluso no ya para reflejar fielmente la realidad, sino también para crearla. A diferencia de lo que usualmente se cree, hay en Gorgias un posicionamiento ético basado en una moral circunstancial que varía según la condición de quien obre. Comparte con Protágoras su relativismo moral, pero para Gorgias es imposible fijar normas éticas válidas para todos los hombres y ni siquiera para un grupo de ellos. Lo bueno y lo malo está atado a la contingencia de cada ocasión concreta, lo cual imposibilita la formulación de una ley. Su educación se dirigía a todos sin ningún tipo de sectarismo, el fue quien dio impulso a la educación dirigida al público. Sus discursos eran estudiados por los alumnos minuciosamente y de memoria, cada uno contenía aplicadas reglas a seguir para su buena conformación. Un ejemplo particular es el Elogio de Elena. Allí nos dice que el discurso es de un poder tal que se equipara al del destino. “La palabra es un poderoso soberano,

que con un pequeñísimo e invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. En efecto puede eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión…”. 78

Uno de Sexto Empírico y otro anónimo titulado De melisso, Xenophane et Gorgia.


A Gorgias le interesa el uso de la palabra como instrumento, independientemente del uso que de ella se haga. Aconsejaba hacer los discursos sin interesarse demasiado por la verdad, sabía que las decisiones se toman por emociones y no por razones, por ello exaltó siempre el valor de la persuasión. Para él, un buen orador podía hablar de cualquier objeto, para demostrar esto proponía temas abiertos en las asambleas públicas en las que hablaba. Esta capacidad de improvisación contrasta con el proceder oratorio de Demóstenes, quien se creía incapaz de pronunciar discurso alguno si no había hilvanado de antemano minuciosamente sus palabras, por ello le decían que sus discursos «olían mucho a lámparas»79. Ante aquellas acusaciones que ven en el relativismo moral un preludio de la barbarie nos es lícito preguntarnos: ¿procura un mejoramiento del hombre el hecho de que crea estar en posesión de la verdad? La creencia en la imperfección congénita de todo juicio devela una simetría subyacente a esas relaciones siempre jerarquizadas del yo-tú, muy diferente a la idea de igualdad venenosa que todo lo empareja. El relativismo festeja lo plural. La duda es el territorio donde se hallan pares, los dogmatismos convocan a dos para que un tercero muera.

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PLUTARCO; Vidas paralelas.


LA ESTÉTICA RACIONALISTA COMO FIN DE LA TRAGEDIA O LA CASTRACIÓN DE LA PALABRA “Pues bien, una vez que se ha aprobado que se beba lo que cada uno quiera y que no haya coacción alguna, propongo a continuación que se mande a paseo a la flautista que acaba de entrar-¡que toque su instrumento para ella sola, o si quiere, para las mujeres de dentro! -y que nosotros pasemos la velada de hoy en mutua conversación.”80 Platón Durante su período de enseñanza en Basilea, Nietzsche compone su primera obra: El origen de la tragedia, en la cual confluyen sus conferencias dadas anteriormente (El drama musical griego, Sócrates y la tragedia, y La visión dionisíaca del mundo). Dicha obra gira en torno a dos conceptos fundamentales: lo apolíneo y lo dionisiaco, a los cuales se liga toda la historia del arte griego y su desarrollo. Ambos instintos marchan juntos estimulándose recíprocamente a nuevas creaciones y se sintetizan definitivamente en la obra de arte de la tragedia ática. Apolo es el dios de la bella apariencia, de las representaciones oníricas; su fuerza figurativa establece formas estables que dan seguridad, por ello representa la expresión más sublime del «principio de individuación». Apolo convida al hombre con la mesura, es decir, con el conocimiento de sus límites, y, si se concibe como imperativo, como la atención estricta a estos. Ante el quebranto de este «principio de individuación» emerge lo dionisíaco; por lo cual, el «velo maya» -la aparente racionalidad que todo lo reviste- es rasgado y lo subjetivo es disuelto en el olvido absoluto de sí mismo. De esta manera, el hombre se libera de sus limitaciones y es redimido mediante una sensación mística de unidad. Mediante estos conceptos Nietzsche formula el problema del nacimiento y de la muerte de la tragedia, la cual representa la más alta cohesión entre verdad y belleza a la vez que ofrenda una visión de los fines más elevados, de la grandeza. Las dudas que Nietzsche siente acerca de su vocación de filólogo se manifiestan en una crítica que preludia el advenimiento de una nueva interpretación del mundo griego, el cual ha sido siempre regido por la idea de armonía, belleza y medida. Pero esta visión sólo da cuenta de una etapa relativamente estrecha del mundo helénico y, por si fuera poco, de un momento de decadencia. Lo plenamente vital del mundo griego no se halla en esta concepción, sino en artes diferentes de lo apolíneo de la escultura y arquitectura, a saber: en la música y, fuera del arte, en la sabiduría popular. ¿Cómo cuadra la crudeza de la sabiduría silénica en la imagen clásica del mundo griego? Si a esto le sumamos los mitos trágicos y la difusión de cultos orgiásticos que fueron infiltrándose bajo la resistencia de Apolo, se verá que lo dionisíaco representa el trasfondo de lo apolíneo y la necesidad que tienen uno de otro. “¡Con qué asombro debía mirarlo el griego apolíneo! -espeta Nietzsche-. Con un asombro tanto mayor por

cuanto se le sumaba el horror de que en realidad todo aquello no le era tan ajeno, y que su conciencia apolínea no era más que un velo que le ocultaba este mundo dionisíaco.”81 El período más vital del mundo griego no es el estado dórico sino que tal culminación lleva el nombre de tragedia ática, la cual representa la síntesis más perfecta de los dos impulsos artísticos mencionados. Mediante estos Nietzsche arriba a su interpretación del nacimiento de la tragedia. Para él, la tragedia nace del coro de sátiros cuya exaltación lograda mediante el canto y la danza los trasformaba cual si estuvieran poseídos por Dioniso, prestando al olvido todo su pasado así como sus limitaciones de posición social y civil. El coro es el corazón de la tragedia que descarga fuera de sí un mundo apolíneo de imágenes: Dioniso se objetiva en las apariencias apolíneas del drama. Con la muerte del drama musical se creó un enorme vacío, tal es así que llegó a suponerse que también la poesía había llegado a su fin. ¿A qué se debió esta suposición? A la estrecha relación entre la lírica y el arte dionisíaco de la música: la antigüedad veía una unidad entre el músico y el lírico. Esto no ocurre en la Epopeya, en la cual se goza de la pura contemplación de las acciones brindándole así afinidad con lo apolíneo. La poesía es compartida por ambos impulsos estéticos, por lo que el fin del drama musical afectó parte esencial de ésta, lo cual hace razonable el temor de que con el fin del drama musical pereciera también la poesía. Podríamos decir que el lírico contiene en sí lo que luego resultaría, en virtud del disciplinamiento y la escisión, como la poesía por un lado y la música por otro. Esta complejidad se nos escapa. Por ello Nietzsche sostiene que frente a los poetas no podemos más que emitir juicios injustos82 pues el efecto principal de estos descansa sobre un elemento que se nos ha perdido: la música, que daba vida al poema, lo animaba sin interrumpirlo ni perturbarlo dado que era el mismísimo poeta quien le ponía música. Para Nietzsche nuestra grosería artística moderna, bajo el aislamiento de las artes, impiden que seamos capaces de disfrutar juntos el texto y la música. Hoy se nos hace soportable un texto absurdo con una música bella o viceversa, lo que para un lírico resultaría una atrocidad. Las formas fundamentales del teatro de hoy hunden sus raíces en el suelo helénico. Según Nietzsche lo que llamamos opera es una caricatura del drama musical antiguo. Pues carece de la fuerza inconciente de un instinto natural. La génesis de la opera83 está ligada al deseo de renovar aquellos efectos que antaño había tenido el arte musical. Consecuentemente, el primer pensamiento puesto en la opera fue la búsqueda de un efecto perdido, por lo cual de entrada dicho arte queda incomunicado con la raíz inconsciente brotada de la vida del pueblo. La vuelta a lo antiguo se dio de manera docta, acarreando -según Nietzsche- una atrofia del gusto. La mala habituación moderna nos impide gozar como hombres enteros; hemos roto al drama griego en retazos de artes denominadas independientes y ahora también gozamos en retazos. Ni siquiera nos es asimilable la opera, aún siendo el fenómeno que emula esa complejidad perdida. Nos resulta desbordante a tal punto que nos obliga a deglutirla en retazos, oyendo primero la música, entrando después en el libreto, etcétera; todo en fases diferentes para no atragantarnos. ¿Cómo y cuándo comienza la decadencia del gran arte griego? Eurípides representa la agonía de la tragedia. El género que florece es la comedia, la cual representa una imagen inauténtica de la tragedia. Con él, el espectador es llevado al escenario, irrumpe en su realidad cotidiana pasando a

PLATÓN; Banquete; 176-d. NIETZSCHE, Friedrich; capítulo II; El nacimiento de la tragedia; Ed. Edad; Madrid; 2008; p. 70. 82 NIETZSCHE, Friedrich; El drama musical griego; versión digital en www.nietzscheana.org 83 Florencia, siglo XVII d. C. 80 81


primer plano, en un escenario que anteriormente sólo acogía a héroes divinos o semi-divinos. El mito trágico se convierte en una sucesión de acciones racionalmente encadenadas y comprensibles, pierde su carácter religioso y ceremonial. El espectador ve en el escenario su propio doble envuelto en una bella retórica, el pueblo aprende a hablar, “la chusma filosofa”. Aristófanes le reprocha retratar el término medio común de los atenienses. En un pasaje de su obra Las ranas aparece Eurípides tratando de convencer mediante argumentaciones a Apolo para que lo resucite, pero finalmente esté prefiere que regrese a la vida Esquilo. Eurípides utiliza el lenguaje corriente de su época en contraposición con las encumbradas declamaciones de Sófocles, quien sostenía que él retrataba a los hombres como debían ser mientras Eurípides los pintaba como eran. El héroe prometeico es trivializado hasta convertirse en un prototipo en el cual el público se ve reflejado, pues ahora la obra es de una impronta sustancialmente realista. Para Eurípides todo debe ser comprensible. Las modificaciones que introduce no son azarosas o meros caprichos sino que son el fruto de una profunda reflexión y observación de la obra de arte; es el primer dramaturgo que busca conscientemente una estética determinada. Eurípides era un hombre profundamente observador, quizás demasiado para ser buen trágico: su mérito filosófico es un defecto estético. Además era un ávido lector, poseía de una formidable biblioteca, cosa que no era muy común en la época. Él introduce, en sus obras, un prólogo en el cual especifica quienes son los personajes y lo que antecede a su acción, lo cual es visto como una renuncia al efecto de tensión. Sin embargo, con tal decisión Eurípides buscaba que el espectador no se pierda las bellezas poéticas mediante el cálculo de la historia anterior. Su afán de inteligibilidad era tal que en las representaciones de sus obras en las cuales el público emitía bullicios de fastidio ante los decires de alguno de los personajes, Eurípides salía a escena a explicar que dichas palabras eran las de un malvado que al final recibía su merecido84. Debemos tener en cuenta que las representaciones teatrales de la época constituían el principal medio de divulgación de ideas y que congregaba a multitudes que rebosaban en demasía al precario número de integrantes de las corrientes filosóficas existentes85. Eurípides es el poeta del racionalismo socrático, para él lo bello es lo consciente. En Atenas se rumoreaba que Sócrates ayudaba a Eurípides a escribir sus obras, lo cual manifiesta que el público ya por entonces percibía al poeta y al ideólogo en estrecha afinidad. Sócrates es el espectador ideal de las obras de Eurípides, pues es él quien inaugura entre los griegos la mentalidad racional; él ve que los hombres de mayor renombre de su época tienen una idea falsa de sí mismos y no poseen conciencia exacta de su profesión sino que la ejercen «únicamente por instinto», lo cual le es motivo de desprecio. También Platón es contagiado por el socratismo pues considera impropio de la sensatez el gusto por un arte heterogéneo, abigarrado, así como también ve en ello un foco de infección. Los poetas trágicos no cuadran en el Estado ideal. La facultad creadora de los poetas no es una intelección de la esencia de las cosas pues el entusiasmo del poeta lo desprovee de todo entendimiento. Sócrates es la materialización de uno de los aspectos de lo helénico, la claridad apolínea, es el «heraldo de la ciencia» y el aniquilador del drama musical -corazón de todo arte antiguo-, pues ciencia y arte se excluyen en tanto interpretaciones de la realidad. Su optimismo teorético es la causa de que la tragedia se torne realista, pues si hay una estructura racional de universo y ésta tiene que ser llevada a la obra de arte, la tragedia es privada de su gracia dado que no deja lugar a la incertidumbre y a la ambigüedad. La tragedia es un arte propio del pesimismo de la fortaleza, el héroe se precipita ciegamente a su desgracia sin medir consecuencias. La dialéctica es optimista, cree en la causa y el efecto, en la relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad. La claridad y la conciencia dialéctica niegan todo aquello que no sea susceptible de análisis conceptual; aquí el héroe debe defender sus acciones con argumentaciones. Imaginemos a un titán discurriendo sobre lo atinado o no de la hazaña que piensa realizar. La inexorable desgracia que le alcanzará luego, aparecerá como un error de cálculo, y una desgracia por falta de cálculo no despierta compasión sino que es motivo de comedia. «La virtud es el saber. Se peca únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz.» En este optimismo socrático se encuentra la muerte de la tragedia. El héroe virtuoso debe ser ahora el dialéctico; su acción se empasta, se hace menos dinámica, deja de danzar en virtud de argumentaciones y contra-argumentaciones. En la tragedia la disputa dialéctica era imposible debido a la relación de subordinación entre el héroe y los corifeos. Pero cuando se pusieron frente a frente dos actores iguales, dotados de idénticos derechos surgió la rivalidad cuya expresión son las palabras y los argumentos. De esta manera se infiltra en la tragedia un torneo dialéctico .El héroe se convierte en héroe de la palabra. Así el socratismo impidió que la música se fundiera con el diálogo. Ésta no encontró ya su lugar en la tragedia, sus espacios se restringieron a las pausas intermedias de las pugnas dialécticas. La música se separa del drama y se constituye como un arte independiente, en una función desligada de un todo al cual animaba. La dialéctica se destaca cada vez mas por sobre el poder de la música hasta su completo desplazamiento. Nietzsche devela un sentido de lo trágico ignorado, según él, incluso por los griegos y por la visión que el cristianismo ha anquilosado como imagen del mundo griego. El héroe que va más allá de sus límites haciendo caso omiso incluso de la muerte es visto como bárbaro y titánico, y, por consiguiente, merecedor de castigo. El héroe que trasciende su individualidad llegando a lidiar y profanar incluso el orden divino es condenado. Pensemos por ejemplo en Prometeo, ese gran filántropo, cuya osadía le valió un cruel suplicio; o en Sísifo, no en el castigo propiamente dicho como es usual, sino en los motivos que lo condenan a sus absurdos trabajos. Ambos héroes trágicos, concebidos dialécticamente, pecan al trasgredir sus propios límites. La concepción dialéctica de lo trágico refiere a contradicción y negatividad. Pero la visión de Nietzsche es radicalmente distinta y desconocida hasta el momento. El héroe trágico, cuya desbordante vitalidad lo lleva a realizar las más increíbles hazañas, es un héroe alegre, jovial, ligero, danzarín. Cumple con su voluntad propia sin culpa, y esto es motivo de fiesta. Lo trágico por consiguiente es positividad pura y múltiple. Dionisos habla y actúa a través de cada héroe afirmando todo lo que aparece y apareciendo en cada afirmación. Esta afirmación múltiple y pluralista constituye la esencia de lo trágico en la concepción nietzscheana, en la cual no se apela al miedo ni al castigo sino que es forma estética en la cual predomina la alegría de un «santo decir sí». Ésta se relaciona directamente con la afirmación y positividad. La dialéctica somete la vida al juicio, a la justificación, al concepto. La existencia es falta, culpa, debe ser justificada. Si bien los griegos hablan de una existencia culpable o criminal, los dioses son quienes asumen la falta. Ellos son los responsables de la locura, son quienes incitan a la transgresión. La existencia no es envenenada, es inocente y santa. Locura y no pecado esta es la diferencia esencial entre la visión nietzscheana y cristiana que somete la vida mediante el pecado. El héroe trágico es, por consiguiente, un mensaje de alegría, cumple ciegamente su mandato sin cálculo alguno y sin falta alguna, y muere al originar algo superior al él. Él mismo es toda la justificación necesaria de su acción, por sí y porque sí. “Yo me busco y me pregunto a mí mismo”, nos dice 84 85

FREIXAS, Alberto; La sofística de Eurípides; Tres clases en la Facultad de Filosofía y Letras; Bs As; 1935. Ídem cit. anterior.


Heráclito. Las grandes acciones, titánicas y verdaderamente heroicas son un sinsentido o una necedad si se las contempla desde la visión dialéctica. La vida como un espectáculo ajedrecístico priva a la existencia de todo lo grande. En la filosofía de Heráclito, Nietzsche ve la grandeza de un pensamiento trágico. Éste concibe el mundo como constante devenir, nada se halla exento de destrucción, nada persevera en el ser y los conceptos y combinaciones lógicas no suscitan el menor interés debido a la primacía de la representación intuitiva86. La inconsistencia de una realidad que deviene, la falta de un suelo firme que dé seguridad al individuo es, contrariamente a la concepción del mundo llevada a la comedia, un carácter marcadamente trágico. La mentalidad racional que conceptualiza y se apropia del drama no es, desde la visión trágica, más que el anquilosamiento de un instante de equilibrio de una guerra eterna de polaridades opuestas que tienden a su conciliación. Esa permanencia y consistencia ilusorias son, por consiguiente, los efectos de las fuerzas apolíneas que tienden a establecer formas estables y seguras. El devenir no posee justificación moral alguna; la visión de conjunto permite apreciar la armonización de los contrarios, lo cual no es posible en una visión de sucesión. El fuego construye y destruye inocentemente. Las formas estables de la razón se erigen sobre un devenir incesante del cual tienen absoluta necesidad, así como una pulsión artística figurativa sienta sus cimientos sobre la fuerza no figurativa de la música. Nada da una idea mas clara de ésta relación de necesidad de lo apolíneo y lo dionisíaco que un fragmento en el cual Nietzsche se refiere a Aristófanes, quien ya había considerado la muerte de la solemne tragedia como obra de las estocadas de claridad lógica del socratismo y su correspondiente vulgarización del héroe: “No sé de nada que me halla hecho soñar tanto acerca de la naturaleza enigmática de Platón como ese

pequeño hecho que tan felizmente se nos ha transmitido: bajo la almohada de su lecho de muerte no se encontró ni «Biblia», ni escrito egipcio, pitagórico o platónico, sino un ejemplar de Aristófanes. ¿Cómo hubiera podido soportar la vida Platón -aquella vida griega a la cual decía no- sin Aristófanes?”87

86 87

NIETZSCHE, Friedrich; La filosofía en la época trágica de los griegos; versión digital en www.nietzscheana.org NIETZSCHE, Friedrich; “El espíritu libre”; 28; Más allá del bien y del mal; Ed. Edaf; Madrid; 2002; p. 68.


LA RUEDA DE IXIÓN: SCHOPENHAUER Y EL ARTE “¿Qué significa un arte pesimista?... ¿No es ésta una contradicción ?”88. F. Nietzsche Para Schopenhauer nuestros deseos no pueden ser apaciguados, o pueden serlo sólo de forma provisoria. Aunque uno de ellos sea aparentemente resuelto emergerá una pluralidad de los mismos imposibilitados de lograr sus fines. Todo goce, por grande que sea, no justifica el esfuerzo que implicó su consecución. Nuestro fines no son más que una fantasmagoría que se nos alejan siempre un paso y se encarnan en otro objeto develando aquel que le antecedía como una ilusión; así, un deseo satisfecho resulta una ilusión desvanecida y un deseo insatisfecho una ilusión por desvanecerse89. El querer no puede más que pisarse a sí mismo. Nuestra voluntad está condenada eternamente a llegar a su punto de partida porque todo es voluntad o representaciones de la misma. Esta no puede aquietarse ni fijarse de forma duradera. No hay descanso ni dicha que perdure, ni cese para los tormentos de la existencia. Nuestro ser no es más que la posibilidad de su propia desgracia, es dolor, pero un dolor que no es una mera cualidad sino el núcleo mismo del ser. El único momento en que podemos libertarnos de la voluntad es aquel en el cual se contempla, desinteresadamente, una obra de arte. Es éste momento el único capaz de traer paz y plenitud. Quien se con-mueve mirando desde afuera goza agradablemente de lo que en carne propia resultaría un martirio, porque para Schopenhauer la vida no es bella, sólo lo son sus representaciones. Por ello gozamos más de nuestras acciones cuando nos la figuramos como si fueran de otro. El arte, y sólo este, puede liberarnos del tormentoso y avasallador río del querer para entrar en el calmo y lúdico ánimo del artista. Nuestro destino, siempre tétrico, tropieza con una expresión de íntima profundidad que lo sustrae de su condición de tal. El arte no es aquí más de un remedio que no tiene otro don que su dulzor, que evade al espectador de su amarga existencia. Nos dice al respecto Schopenhauer: “Este es el estado sin dolor alguno que Epicuro alababa como el bien supremo y el estado de los dioses, durante ese instante estamos

libres de la afrentosa compulsión de la voluntad, celebramos el descanso dominical de los trabajos forzados del querer, la rueda de Ixión se detiene”90. Según esta interpretación antivitalista de la ataraxia epicúrea, el arte apacigua la voluntad que es una impetuosa artesana de tormentos. En la contemplación estética las cosas dejan de ser estímulos para convertirse en representaciones91, por lo cual el dolor ya no se sufre sino que se goza. Abandonamos así la esfera de la voluntad, para entrar en la de la representación. La imagen nos satura dejando en el olvido la tormentosa existencia, la imposibilidad radical de que el yo entre en comunión con el objeto de su deseo. Como vemos la actividad estética schopenhaueriana se basa en la disociación del mundo en voluntad y representación. Esta última constituye una esfera diferente de yo, de ahí la identificación con lo universal, con la disolución de lo individual, de toda determinación espacio-temporal. Es por ello que el artista, para Schopenhauer, crea formas que cuadran con todos los sentimientos humanos, es una especie de hombre universal que expresa y funde en sí la experiencias de miles de hombres. El objeto estético también es liberado de su individualidad, por lo que comparte con el sujeto la disociación de toda complicación empírica. La visión estética será, por consiguiente, diferente de la visión científica o práctica, pues deja de lado las afecciones singulares para quedarse con la «idea de la cosa». El tiempo y el espacio son despojados de la obra, la rodean desde afuera 92. La idea, molde de infinitas individualidades, se manifiesta en el espacio, no el espacio en la idea. Por ejemplo, la configuración espacial de una escultura no está limitada al espacio real como lo está el mármol que la conforma. Para Nietzsche esta idea del arte es síntoma de un virulento hastío que tiende a propagarse hasta el corazón mismo de lo real, para crear un mundo a la medida de sus limitaciones y naturalizar en toda la existencia su connatural desgracia. La vida, que el pesimismo nos presenta como un error que nunca debió haberse llevado a cabo, es para Nietzsche, de naturaleza inocente y santa. El arte es esencialmente afirmación, bendición y divinización de la existencia. La voluntad es creadora, se erige sobre el mundo para redimirlo, no para condenarlo. Su concepto del arte trágico no es desinteresado, no cura, no remedia, no elimina el deseo ni la voluntad, al contrario: es un estimulante de la voluntad de poder, de la vida. Esto manifiesta una clara oposición con el desinterés que propone Kant en la contemplación de la obra de arte, o con su traducción schopenhaueriana de sin voluntad. Los artistas son los inventores de nuevas posibilidades de vida, escultores de nuevas verdades. Verdad, aquí, significa realización del poder, elevación a la mayor potencia. Lo trágico es alegría, pues no está fundado en una relación entre lo negativo y la vida, sino en una relación esencial de alegría. Para Nietzsche es un escandaloso equívoco entender el arte como puente para la negación de la vida. El efecto debe ser inverso, el arte debe intensificar y potenciar la vida sin incurrir en ese pesimismo romántico en el que la debilidad, el cansancio y la decadencia se expresan mediante conceptos y valoraciones. La idea schopenhaueriana del arte tiene como basamento una concepción de la vida despreciada, por lo cual, el arte se considerará como un artilugio de evasión utilizado por un receptor que necesita para si una ficción consoladora. Ello es lo que expresa Nietzsche cuando al hablarnos de su obra El origen de la tragedia, nos dice: “Esta metafísica de artista se opone a la consideración unilateral de Schopenhauer, quien sólo sabe valorar el arte a

partir del receptor y no del artista: porque el arte conlleva una liberación y redención en el disfrute de lo no real en oposición a lo real (la experiencia de alguien que sufre y desespera de sí mismo y de su realidad)”93.

NIETZSCHE, Friedrich; “Arte”; De los fragmentos póstumos; versión digital en www.nietzscheana.org SCHOPENHAUER, Arthur; “El arte”; El amor, las mujeres y la muerte; Ed. Edaf; Madrid; 2005; p. 143. 90 Ídem cit. anterior. 91 SIMMEL, Georg; capítulo V: “La metafísica del arte”; Schopenhauer y Nietzsche; Ed. Caronte; Bs. As.; 2005; p. 97. 92 Ídem cit. anterior. 93 Ídem cit. 85. 88 89


Estos diferentes pareceres sobre la vida están claramente patentes en las consideraciones que tanto Schopenhauer como Nietzsche realizan, específicamente, en torno a la tragedia y a la comedia. Schopenhauer interpreta la tragedia como un llamado a la resignación. Más allá de toda acción, por titánica que ésta sea, aguarda la desgracia como trasfondo último de todo. Por lo cual, la obra trágica nos convida a negar la voluntad de vivir. Los horrores padecidos por el héroe son la expiación de la falta que representa el crimen mismo de existir. Nietzsche se refiere específicamente a esta consideración en sus escritos póstumos: “Schopenhauer se equivoca cuando hace de ciertas obras de arte un instrumento del pesimismo. La tragedia no enseña la resignación”. La comedia, por su parte, es considerada por Schopenhauer como una afirmación de la vida. Los sufrimientos y los tormentos connaturales a la existencia toman una fisonomía pasajera, liviana, precaria ante un fin inexorablemente feliz. Cae el telón y la obra deja en nosotros una sonrisa que ya no podrá ser trocada en llanto, los acontecimientos (al contrario de la vida) se resuelven de la mejor manera posible. En la tragedia, en cambio, el titán puede ser arrancado a último momento de su dicha, una maniobra sinuosa del destino hace de sus esfuerzos y valentía una pasión inútil. Cae el telón y la obra nos deja la imposibilidad total de una nueva acción. El héroe, el hombre superior, el titán siempre muere. La esperanza y los fines elevados han sido llamados a fenecer. Estas concepciones schopenhauerianas son radicalmente opuestas a la idea que Nietzsche tenía de la tragedia y de la comedia que ya hemos tratado94. La diferencia que subyace todas estas consideraciones es que para Schopenhauer la voluntad, cuyo valor es absoluto, debe prescindir de la vida siendo ésta última sólo una manifestación de aquella. En cambio en Nietzsche la vida, cuyo valor es absoluto, se sirve de la voluntad como medio. La voluntad no aniquila la vida, sino que más bien desarrolla sus fuerzas y es ella misma voluntad. La vida se define como voluntad de poder. Según la perspectiva pesimista la voluntad debe apaciguarse, el arte es ese remedio. Un remedio que nos recuerda a un veneno. Schopenhauer escucha música y Sócrates apura la cicuta ansioso de que la muerte helada le trepe hasta el pecho. Ambos querían apagarse, dejar de ser en este mundo tan cruel y despiadado, no ser nada o ser en un trasmundo más grato y divino.

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Ver ensayo anterior: La estética racionalista como fin de la tragedia .


LA INSTRUMENTALIZACIÓN DEL PODER EN LA CRISIS DE LA SOCIEDAD DISCIPLINARIA INTRODUCCIÓN La crisis de las disciplinas significa la institución de nuevas fuerzas en las sociedades contemporáneas, lo cual implica la re-configuración de prácticas, saberes y hábitos en torno a las mismas y a los individuos. Las sociedades de control son hoy nuestro territorio, aquello que nos constituye y en lo cual estamos inmersos. Ya no se busca disciplinar al individuo, presenciamos el ocaso de la sociedad disciplinaria ante la emergencia de una pluralidad de nuevas fuerzas que pujan por apoderarse de la realidad, por inscribir al sujeto en ámbitos espacio-temporales diversos. Ya no se necesita obreros en las fábricas, distribuidos espacialmente y ordenados temporalmente. Estas coordenadas ofrecen hoy una nueva configuración, el individuo puede ser funcional a los centros de poder aún en el marco de una aparente liberación. Es decisivo un análisis de las sociedades de control para percibir y comprender la lógica subyacente a las nuevas formas de cultura. Un seguimiento de determinadas categorías conceptuales de las sociedades de soberanía y disciplinarias nos permitirá percibir sus quiebres, sus rupturas, su evolución o, a título hipotético, el retorno de formas de ejercicios del poder pertenecientes a otras épocas históricas que aparecen hoy en plena vigencia aunque investidas de una objetividad distinta. Una cuestión que será especialmente tenida en cuenta será el punto de inflexión entre un tipo de sociedad y otra. De la sociedad de soberanía a la sociedad disciplinaria ha habido quiebres y nuevos saberes que regulan las prácticas o viceversa. Hoy, por ejemplo, consideramos atroces las prácticas punitivas ejercidas antes de la institución del régimen carcelario. Esta nueva sensibilidad denota una familiaridad con nuevas concepciones del sujeto, del ejercicio del poder y del castigo. El cuerpo no debe pagar ya con sufrimientos, sino que se inscribe en el marco social de manera diferente. El punto donde la investigación debe converger es al pasaje de la sociedad disciplinaria a las de control para centrarnos en ellas y analizar y producir saberes en torno a la instrumentalización del poder en dicha sociedad con las renovadas concepciones que ello implica. En definitiva, se tratará de arribar a conceptualizaciones nuevas, a un conocimiento de la instrumentalización del poder en las sociedades de control, mediante el análisis de las sociedades de soberanía y disciplinarias, las cuales, como se verá en el desarrollo de los capítulos, son de una lógica muy diferente. La idea fundamental del presente trabajo será analizar la convergencia de las prácticas y saberes de la sociedad de soberanía (capítulo I) y disciplinaria (capítulo II) en las sociedades de control (capítulos III y IV), ese nuevo monstruo donde ciertos mecanismos destinados al castigo o la disciplina penetran en el entramado social y se instituyen en él. La instrumentalización del poder en las sociedades de control no se restringe al castigo ni a la disciplina de un grupo de delincuentes, va más allá de ello y se instaura en el corazón mismo de la sociedad. Ante un panorama puramente posmoderno se intentará desarrollar una nueva fisonomía del poder basado en el ejercicio del control, que trae consigo sus verdades o, para ser más precisos, sus saberes, sus prácticas, su materialización en máquinas y tecnologías, y todo un repertorio de sujeciones en un espaciotiempo cuya plasticidad ofrece una nueva configuración.

PALABRAS PRELIMINARES Gilles Deleuze realiza una analítica del poder donde nos lo presenta como un ejercicio descentralizado y de carácter fundamentalmente plural95. En lenguaje nietzscheano, la realidad está compuesta por una pluralidad de fuerzas que pujan por establecerse. La verdad carece ya de legitimación. Los esfuerzos por encontrar el origen, la esencia exacta de las cosas, su posibilidad más pura, su forma inmóvil, dieron como resultado algo muy distinto. No existe una forma primaria sino esencias construidas, elaboradas por quienes instituyeron su interpretación como realidad del objeto. En este marco interpretativo contemporáneo los hechos no se presentan como una realidad acabada, de existencia original y primaria. Creer tal cosa significa la muerte de toda interpretación96. La característica fundamental de esta hermenéutica es que no hay sino interpretaciones y que éstas deben proseguirse siempre. ¿Qué significa esto? Que no hay nada absolutamente original que interpretar, hay máscaras sobre máscaras pero no hay rostro. Todo es en su sustrato último interpretación y es preciso que ésta se prosiga al infinito. Siempre queda algo por decir sobre lo dicho. De esto se deduce que una interpretación será siempre establecida por un quién, como ya nos lo anticipaba de manera profética el sofista Hippias. Nietzsche no nos dice algo diferente cuando liga el origen de ciertas palabras a las clases superiores, las cuales no descubren un significado sino que imponen una interpretación. Carecemos de significados originales, de un sustrato último de la realidad idéntico a sí mismo, de una verdad platónica, por lo que no hay un poder supremo que explicaría toda la multiplicidad de los acontecimientos como una mano negra que mueve todos los hilos de lo social y lo cultural. El poder no se ejerce de manera unilateral, el pueblo teme al rey y el rey teme al pueblo97. La multiplicidad de formas de cultura son centros disgregados de poder, polaridades diversas que se atraen y repelen configurando todo tipo de saberes y prácticas. Nos encontramos, en principio, ante una pluralidad de fuerzas que pugnan por ejercer su poderío. Los modos de ejercer éste poder se han manifestado históricamente en distintas concepciones de lo bueno y lo malo, la normalidad y la anormalidad, en saberes que deben cumplir formas lícitas de expresión para ser considerados racionales, y en distintos tipos de castigos, los cuales implicaron desde la aplicación del dolor al cuerpo de los condenados hasta el resarcimiento económico ante la falta. El poder en ejercicio echa mano de artilugios que le sean ante

DELEUZE, Gilles; Nietzsche y la filosofía; Ed. Arena; Madrid; 2006. FOUCAULT, Michel; Nietzsche-Freud-Marx; Carlos Rincón; Revista Eco N°9 113/5; Bogotá; Colombia; p. 48. 97 Ver capítulo II de este ensayo. 95 96


todo efectivos para sus fines, prescindiendo de toda verdad inmutable, ejerciéndose más allá de todo bien y todo mal, tomando formas que le aseguren su provisorio estatuto en el devenir histórico. Prescindiremos de una valoración ética de los mecanismos ejercidos por el poder, ya que cada uno de ellos resulta positivo o negativo de acuerdo a su efectividad en las sociedades y formas de cultura en las que surgen. Tampoco importa una historización de la aplicación del poder y de las instituciones que lo sustentan, sino más bien esclarecer y evidenciar la racionalidad subyacente a las prácticas punitivas y disciplinarias98 para entender la sociedad de control.

I. EL CUERPO COMO BLANCO DE REPRESIÓN PENAL En su obra Vigilar y castigar99, Michel Foucault realiza un minuciosa análisis del sistema penal de la época clásica, éste deja entrever entre sus mecanismos de punición una acción del poder centrada exclusivamente sobre el cuerpo. Si bien es cierto que además del suplicio había otros métodos de castigo como la deportación y la multa, estos eran acompañados de manera suplementaria por castigos físicos ligeros como el látigo y la marca. El suplicio se trata de una pena corporal capaz de producir una determinada cantidad de sufrimiento. No se buscaba simplemente dar muerte sino hacer de ella muchas muertes, retener la vida en el sufrimiento y en el dolor lo que se crea necesario para cumplir la condena o conseguir la manifestación de la verdad que el sistema penal buscaba ávidamente. El cuerpo del infame debe ser marcado de tal manera que su delito y castigo perdure en la memoria de los hombres. En esta práctica punitiva, la justicia se manifiesta en todo su poderío y esplendor sobre el cuerpo de quien ha atentado contra el orden soberano. Los quejidos del infame ante el público son una prueba del desmesurado poderío de la justicia. La función instructiva de los suplicios sigue surtiendo efecto aún después de la muerte: los condenados eran expuestos quemados y mutilados allí donde todos pudieran verlos. Debía manifestarse visiblemente el poder soberano exponiendo a la vista de todos las consecuencias del accionar insurrecto del infame. El pueblo era instruido mediante la manifestación pública de la pena, sabía, de esta manera, cuál sería su suerte si incurría en la osadía del crimen, de la anormalidad o de la transgresión a las leyes. Este carácter de espectáculo es sólo exclusivo de la aplicación del castigo ya que todo el procedimiento penal en el cual se elaboraba la sentencia se llevaba a cabo en secreto, inclusive para quien sería acusado. El establecimiento de la verdad del crimen era un derecho exclusivo del soberano y sus jueces, el pueblo sólo percibía sus efectos, no intervenía en ningún aspecto de su elaboración. Con esto el soberano hace saber que el derecho de castigar no pertenece a la multitud, que ese poder es exclusivo de su persona y nadie, a excepción de unos pocos, puede intervenir y subvertir sus dictámenes. Es una manifestación de poder no hacer general la decisión de castigar. El rey, semidiós, decide sobre lo múltiple. Si bien este ejercicio secreto y centralizado hace pensar en cierta arbitrariedad en el poder de castigar, lo cierto es que se obedecían reglas aunque elementales y, como se vera de inmediato, con sus falencias en la institución de la verdad penal. En el siglo XII se encontraban distinciones como pruebas directas (testimonios) o pruebas indirectas (por argumento), plenas o semiplenas100, cuya combinación reglada podía determinar al sospechoso culpable. La verdad en la esfera penal es por consiguiente algo complejo, aunque, sistematizada su consecución, imperaba cierto relativismo porque un testimonio era anulado si provenía de un vagabundo y tenido en cuenta si provenía de una persona de consideración. La verdad, por consiguiente, a pesar de su pretendida objetividad, incurría en falacias dependiendo de quien la emitiera (ad hominem101), haciendo de la justicia una opinión más o menos fundada. Uno de los mecanismos fundamentales que se conforman en esta penalidad es el de la confesión, en la cual el cuerpo del condenado juega un papel central. Que el condenado confiese constituye una prueba indubitable, tan sólida que no es necesario añadir otra. La verdad se manifiesta en todo su esplendor sin la necesidad de un trabajoso entramado de indicios. El cuerpo del acusado contribuye a la producción de la verdad y a legitimar todo el proceso penal que se realizaba en secreto, corroborando que el poder se manifiesta de manera justa y acertada. Las relaciones poder-saber se exhiben de manera plena en la confesión. Al ser ésta un mecanismo tan valioso para la configuración de la verdad penal, será buscada mediante todas las coacciones posibles, como por ejemplo: el juramento, o más efectiva aún, la tortura física. Esta permitía arrancar una verdad que luego será repetida como confesión espontánea y natural. Pero, analizado en profundidad, este mecanismo de obtención de la verdad mediante el suplicio tiene un carácter sumamente equivoco. Alguien sometido a los tormentos del dolor puede confesar cualquier cosa con tal que el mismo cese, o un culpable podría soportar los sufrimientos para evitar la condena. El film Los fantasmas de Goya102 muestra una particular escena en la cual es tratada ésta cuestión: un sacerdote perteneciente a la Inquisición es sometido a torturas y para que estas cesen debe firmar un documento con una proposición totalmente absurda; finalmente la firma al no soportar los tormentos, deslegitimando el procedimiento que él mismo utilizaba para conseguir la verdad. La acción del poder sobre el cuerpo busca el alumbramiento de la verdad y también, como acaba de verse, instituir una verdad, crearla, inventarla. El suplicio manifiesta el hecho delictivo, pero también puede inventarlo haciendo del condenado un pregonero de un crimen inexistente. Dolor-verdad es un sistema de configuración de prácticas y saberes fundamental en la época clásica. Las prácticas mediante las cuales se obtenía la verdad, que podía ser un hecho o una invención procurada por los métodos del sistema penal, estaban sumamente regladas. Obedecían a una duración, a momentos, instrumentos utilizados, intervenciones de los jueces, etc. El sometido fracasaba confesando y triunfaba resistiendo. El dolor era la criba por la que debía pasar el condenado para manifestar o no su culpabilidad. Los jueces percibían las fallas de este sistema de configurar la verdad, por lo que se cuidaban de someter a tormentos a acusados de delitos demasiado graves, ya que si resistían deberían dejarlos en libertad y no podrían imponerles la pena de muerte. El suplicio tiene por consiguiente el doble oficio de medio y de castigo; como tal, figuraba inmediatamente después de la pena de muerte. No era sólo un mecanismo de conformación de la verdad sino también el castigo ante una verdad ya manifiesta. El cuerpo supliciado tiene, pues, un papel central: es el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad.

FOUCAULT, Michel; “¿Qué es castigar?”; La vida de los hombres infames; Ed. Acme; Bs As.; 1996. FOUCAULT, Michel; “El cuerpo de los condenados” y “La resonancia de los suplicios”; La vida de los hombres infames; Ed. Acme; Bs As.; 1996. 100 FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Bs. As.; Ed. Siglo XIX; 1991; p. 42. 101 Latín, “dirigido a la persona”. 102 Dirección: Miles Forman; guión: Jean-Claude Carriere; 2006. 98 99


Una vez determinada la culpabilidad del infame, el cuerpo tiene nuevamente un lugar central en la ceremonia del castigo. Este es expuesto públicamente, supliciado, humillado. La verdad del crimen, que durante todo el procedimiento penal se mantuvo en secreto, ahora se manifiesta y es apreciada por todos. El suplicio garantiza la articulación de lo secreto con lo público, es una ocasión para afirmar la disimetría de las fuerzas reydelincuente, ley-delito. El condenado corrobora el correcto accionar de la justicia mediante la proclamación de su culpabilidad. Eran usuales las retractaciones públicas frente a las iglesias, los gritos de arrepentimiento y los discursos de patíbulo. El infame instaura el suplicio como momento de la verdad confesando su crimen. La justicia es servida. Su presa autentifica y, de alguna manera justifica, el tormento que sufre. La función del suplicio es alumbrar la verdad. Esto queda fuertemente en evidencian en los suplicios simbólicos cuya realización está íntimamente ligada al crimen cometido: se le taladra la lengua a los blasfemos, se quema los impuros, se corta la mano que dio muerte, etc. La condena queda de esta forma ligada a la falta, produce y reproduce, hasta a veces con teatralizaciones, la verdad del delito. Crimen-castigo debe ser un binomio a perdurar en la memoria colectiva. El infame es quien ha ultrajado la soberanía, ésta se restaura manifestándose en todo su esplendor, desmesuradamente. El infractor atenta contra la persona misma del príncipe que reafirma enfáticamente su poder satisfaciéndose de una ofensa personal a través del verdugo, que es quien despliega la fuerza oficiando de engranaje entre el mandato y la ejecución. El suplicio reafirma el poder, lo reactiva, no se busca una proporcionalidad de la infracción y la pena. Este es un atenuante posterior de la acción sobre el cuerpo, surgido como reacción a las crueldades del régimen. El poder del soberano se manifiesta desenfrenadamente, su accionar debe reafirmar su poder, debe dejar bien en claro quién es el rey de una forma enfática y grabarse, de esta manera, en la memoria del pueblo. La efectiva realización de la ceremonia punitiva está asegurada por la articulación, en torno a la misma, de todo un aparato militar (soldados, jefes, arqueros) cuya función es evitar todo impedimento o interferencia en el suplicio por parte del público. La conformación del ritual no es más que otro despliegue del inmenso orden del soberano. Es necesario impedir toda evasión, alboroto o simpatía hacia los condenados. Esta organización hace pensar en un temor tácito, de parte del poder soberano, a la sublevación del público que presencia el castigo. Aquí se manifiesta el carácter plural del poder, ya que no hay una forma unilateral de ejercerlo. El poder es, por consiguiente, un entramado complejo de fuerzas fluctuantes: el pueblo teme al rey pero el rey teme también la sublevación social. El poder es un juego sutil de relaciones de fuerza muy distinto de la dominación, que sería más bien la cristalización de una de las configuraciones de relación del poder. La dominación es un ejercicio exclusivo del rey, es unidad. Pero el poder esta por doquier, es pluralidad. Las funciones del pueblo en el ritual punitivo son varias. Se lo convoca para ser testigo del castigo, para atemorizarse e, inclusive, incorporarse al poder que castiga. El condenado es ofrecido a los insultos, al desprecio general, a la burla y a las exaltaciones de violencia pública. El pueblo es invitado a tomar parte en la venganza del soberano, a sumarse a la fuerza que castiga. Esto significa incrementar su poder mediante la conglomeración de una pluralidad de fuerzas individuales que se anexan a la unidad monárquica. El accionar del pueblo contra los enemigos del rey es una forma de mostrar la adhesión al régimen. También es cierto, como se ha dicho, que los mecanismos del poder son susceptibles de ser intervenidos y contrariados por el colectivo social. Tal es el caso del rechazo popular ante las condenas injustas, la rebelión, las aclamaciones de compasión y el enojo por la sentencia. La asistencia del público no representa necesariamente adhesión al régimen (aunque fuera convocado para ello), ya que este espectáculo también ofrecía otras curiosidades. La gente gustaba de ver al condenado, que ninguna consecuencia peor podría ya tener, maldecir a los jueces, a las leyes, al rey, etcétera, y de esta manera decir lo que nadie se atrevía, lo prohibido, el tabú103, lo que el miedo hacía callar. La articulación del poder entre el soberano, que es quien decide el castigo por haber sido alcanzado indirectamente por el crimen, y el verdugo, que es quien despliega la fuerza y la violencia, es bastante singular. El verdugo es quien se asemeja más directamente al criminal, es quien debe tratar físicamente con él. Por su parte, el soberano no se identifica tan íntimamente con la violencia y el encarnizamiento que el suplicio genera, aunque de él dependa la orden de su realización. El verdugo es salpicado por la sangre mientras el rey permanece en el ámbito intangible del mandato. He aquí una separación de la sentencia y la ejecución que será cada vez más grande y patente hacia el advenimiento de las sociedades disciplinarias, sobre todo en instituciones como la cárcel que ha merecido la crítica de haber quedado disociada de la legalidad del sistema. El poder soberano goza del lujo de articularse en agentes que accionan a su voluntad, que se identifican con él pero que no son él mismo. A quien se aborrece, en todo caso, es al verdugo, cuya patencia física central en la ceremonia punitiva lo hace vulnerable a las reacciones públicas por su salvajismo y crueldad. Podemos relacionar este auge del castigo supliciante con factores socio-económicos, aunque sin reducirlos a ellos como causas únicas. La carencia de una economía de tipo industrial hace de la fuerza de trabajo y, por consiguiente, del cuerpo, algo de poco valor y utilidad comercial. Un cuerpo que puede inscribirse en un sistema de producción y contribuir a solidificar sus fuerzas no sería desechado tan fácilmente por el sistema penal. El cuerpo no era contemplado por su utilidad ni existía un sistema que permitiera verlo de este modo. Es algo desechable por estar estigmatizado por un mal que no contribuye al orden social, sino que atenta contra él. El criminal es irrecuperable, imposible de domesticar. El cuerpo es portador de un alma maligna y esta es una condición irreversible, por lo que nunca podrá integrarse como miembro positivo de la sociedad. Castigar se tornará con el tiempo en menos honroso que ser castigado, por lo cual el poder de castigo se articulará en múltiples agentes. El sistema punitivo, que en la época clásica estaba tan concentrado, se desgranará en una multiplicidad de fuerzas que intervendrán activamente en el proceso penal. Sus intervenciones conformaran la sentencia o vendrán a racionalizar una sentencia ya tomada, a la cual sólo les atañe justificar. El soberano, que acaparaba todo el derecho de decidir la condena, cede el dominio en este ámbito y la decisión del castigo se disuelve en la pluralidad. Poco a poco, el suplicio comenzará a ser intolerable. El encarnizamiento, la violencia, la sed de sangre del verdugo, resultarán amenazantes para la sociedad entera. La infamia se invierte, el verdugo aparece ahora como un personaje aborrecible y el criminal es digno de compasión. Esta nueva simpatía llevará inclusive a una resignificación estética del crimen, a su apreciación bajo formas más complejas que la mera falta. Tal caso podemos encontrarlo, entre otros, en la obra Tomás De Quincey: “Todo en este mundo tiene dos caras. El asesinato, por ejemplo, puede verse por su lado moral (...) o puede verse desde el punto de vista estético,

como lo llaman los alemanes, es decir, en relación con el buen gusto. (...) La gente empieza a darse cuenta de que en la composición de un bello

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FOUCAULT, Michel; El orden del discurso; Tusquest ed.; Bs. As.; 2008; p. 14.


crimen intervienen algo más que dos imbéciles, uno que mata y otro que es asesinado, un cuchillo, una bolsa y una callejuela oscura. Un designio, señores, la agrupación de las figuras, luz y sombra, poesía, sentimiento, se consideran ahora indispensables para intentos de esta naturaleza".104 La intención de disminuir el sufrimiento, las mil muertes que el suplicio prodiga, se ven plasmadas en maquinarias concretas que hacían efectiva la muerte sin ninguna prolongación de los sufrimientos. La guillotina, por ejemplo, es una maquinaria de castigo totalmente adecuada a estos fines. Si bien la muerte era segura se disminuía el pasaje hacia ella, no se retenía la vida en el dolor. La muerte se da en un instante indivisible, visible, y con un grado mínimo o nulo de sufrimiento. La vida es suprimida casi sin tocar el cuerpo, de manera discreta y rápida. Este artilugio nos devela la intención, cada vez más acentuada, de reducir la acción sobre el cuerpo del condenado. Se crea la necesidad de castigar de otro modo desechando la venganza física de soberano que habituaba al pueblo a la sangre y al terror. La creciente benignidad del aparato judicial (introducida por reformadores como Beccaria y Bergasse, entre otros) llevará a la reducción considerable, desde fines del siglo XVII, de los castigos crueles y violentos, desplazándose, cada vez más, la punición a la transformación y corrección del individuo, produciendo un reacondicionamiento del poder de castigar.

II . L A P U N I C I Ó N C O R R E C T I V A : DISCIPLINA Y APACIGUAMIENTO DEL SUPLICIO

Sociedad disciplinaria hace referencia a un ejercicio del poder centrado especialmente en la transformación del individuo. Bajo esta noción, Foucault analiza los diversos métodos de coacción ejercidos en tres instituciones icónicas: la escuela, la fábrica y la prisión. Disciplinar, en primera instancia, hace referencia a la creación de hábitos mediante una reglada sujeción espacio-temporal del individuo. Entre las múltiples modificaciones que se advierten en el pasaje a la sociedad disciplinaria, podemos señalar como fundamental la desaparición de los suplicios y, como se anticipaba en el capítulo anterior, la emergencia de un carácter puramente correctivo de la punición. Los castigos dejan de ser inmediatamente físicos. Surge, paulatinamente, una discreción o recato con respecto a los sufrimientos infligidos al cuerpo. La represión penal cambia de objetivo; desaparece el cuerpo descuartizado, marcado, supliciado, expuesto en espectáculo público. Los límites que definían una acción como criminal permanecen, en cierto sentido, invariables. Lo que cambia no es lo penado sino aquello sobre lo que la pena recae. El asesinato, la violación, etc., siguen estando por fuera del límite de lo permitido, pero el trasgresor se hace acreedor de otro tipo de castigo, de otra forma de lidiar con la condena. A fines el siglo XIX el castigo deja de ser teatro. La ceremonia punitiva ya no es comprendida. El castigo, sospechosamente, comienza a emparentarse con el delito. El verdugo, de esta manera, supera en escabrosidad al delito que procura impedir, habituando al pueblo a un salvajismo superior a aquel contra el que reacciona. Se siente el suplicio como un ejercicio de la crueldad que reaviva la violencia. El verdugo comienza a ser, en esta inversión, el criminal, y el condenado es ahora objeto de compasión y hasta de admiración. La violencia influye negativamente en los espectadores, aún estando el verdugo investido en un régimen de legalidad. Castigar resulta algo peor que ser castigado. La ejecución de la pena tiende a convertirse en una parte secreta del proceso penal. Este relajamiento de la acción sobre el cuerpo es un tratamiento radicalmente distinto al que el sistema penal de la época clásica realizaba. En la prisión, la deportación o los trabajos forzados, el cuerpo es considerado como un instrumento o medio que está en función de un sistema de coacción con sus obligaciones y prohibiciones. El dolor no forma parte ya de la pena, o mejor aún, tiende a reducírselo al mínimo, ya que cierto fondo supliciante persiste, de manera sutilísima y al margen de la ley, en los mecanismos de penalidad moderna. Por ejemplo: la prisión posee, aunque disimulados, suplementos que atañen al cuerpo, como la ración alimenticia, la privación sexual, los golpes, el encierro. La atenuación de la severidad penal sobre el cuerpo implica un cambio de objeto, un desplazamiento de su punto de aplicación. Se buscará, pues, un castigo que actúe sobre el alma, la voluntad, el pensamiento, los hábitos y los gestos. La justicia debe ahora actuar sobre una realidad intangible instrumentándose con técnicas, discursos científicos y saberes, inaugurando todo un régimen de verdad. El verdugo será ahora reemplazado por una pluralidad de técnicos: vigilantes, médicos, psiquiatras, psicólogos, educadores. Toda una serie de agentes del no sufrimiento hacen su entrada en escena, vienen para corroborar que el dolor ya no es lo que interesa infligir al cuerpo. La pena no será ya considerada en función del crimen. Lo que se procurará con ella será impedir la posible repetición de la falta. El ejercicio del castigo debe ser mesurado, económico, se debe castigar lo suficiente como para impedir la reincidencia. La función de la pena está volcada al devenir, a la búsqueda de un determinado efecto. Basta sólo con quitar el deseo que hace atractivo el delito. Éste debe configurarse como algo indeseado e inimitable, tanto de parte del castigado como de aquellos que actuaren análogamente. El castigo debe impedir que el crimen recomience, debe mostrarlo como algo indeseable, como una mala empresa, ya no mediante la supresión de la vida sino mediante la sujeción de la misma a un sistema de coerciones. No se decide la muerte sino que se administra la vida. Se exige, como un medio para superar la arbitrariedad de la condena que imperaba en el régimen soberano, lo que llamaremos una democratización de lo legal, es decir: que las leyes sean claras y accesibles a todos mediante su publicación. Nada en el castigo debe recordar a la arbitrariedad humana, el delito debe deducirse del castigo cual si se tratara de una causalidad. La ley debe asimilarse a una necesidad de las cosas, actuar como una fuerza natural, ser aceptada sin esfuerzo. Lo cual significa un cambio considerable al carácter casi secreto que tenían los procedimientos penales clásicos de los cuales nadie tenía conocimiento ni posibilidad de intervención. El cuerpo, que antiguamente era propiedad del rey, pasa a ser ahora un bien social, un bien útil mediante el cual el condenado deberá pagar a la sociedad por su daño. Se redefine la inscripción del cuerpo en las relaciones de poder. El inepto puede transformarse, ser perfeccionado y manipulado105. El cuerpo dócil aparece como una sustancia generosa capaz de formarse en hábitos, gestos y costumbres que le eran ajenas. Los métodos de sujeción de las fuerzas del cuerpo que le imponen relaciones de docilidad-utilidad es lo que podemos llamar disciplina. Mediante ella se busca un aprovechamiento máximo de las capacidades y utilidades del individuo. Antes de relacionarla con instituciones concretas, vale aclarar que la disciplina es esencialmente una fisonomía del poder, un modo 104 105

DE QUINCEY, Tomas; El asesinato como bello arte ; Ed. Alianza; Madrid; 1994. FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Ed. Siglo XIX; Bs. As.; 1991; p. 140.


particular de su ejercicio que prioritariamente será analizado en relación a las instituciones, aunque no se reduce completamente a ellas, ya que la disciplina como ejercicio particular del poder rebasa lo institucional y se inserta en el corazón mismo de lo social. Entre los mecanismos centrales utilizados por la disciplinas se encuentra la distribución de los individuos en el espacio. El colegio, el internado, los cuarteles, ofrecen un vasto ejemplo de un espacio cerrado cuyo interior es heterogéneo y parcelado de tal manera que cada individuo tenga su lugar determinado. El espacio debe ser útil, contribuir a la eficacia sin comunicaciones que entorpezcan el disciplinamiento. Este sistema de configuración espacial es común en fábricas desde fines del siglo XVII. Los cuerpos son aislados y localizados en el espacio de tal manera que su seriación constituye la composición de la fuerza de trabajo. Por lo cual, la disciplina no es sólo la sujeción espacio-temporal del individuo sino la composición de un aparato eficaz. El obrero se distribuye de acuerdo a un sistema de relaciones que hace eficaz la producción. Los cuerpos ofician de piezas de una máquina compuesta, como bien lo muestra el film de Charles Chaplin Tiempos Modernos106. Los sistemas de enseñanza incorporaron este mecanismo asignando lugares individuales, lo cual posibilita el trabajo y el control simultaneo con un número considerable de alumnos, y de esta manera poder jerarquizarlos, recompensarlos, castigarlos, etc. En fin, de tener el mayor número de efectos posibles. Otro mecanismo107 importante que hace a la disciplina es el empleo del tiempo. Se establecen ritmos, ciclos de repetición, de tal manera que el tiempo utilizado sea depurado, medido, exacto y aplicado. El cuerpo debe ajustarse a un accionar en un marco temporal totalmente delimitado para intensificar la utilidad de todo instante. El tiempo disciplinario se impone paulatinamente en la práctica pedagógica separando la formación en estadios, fases o ejercicios de dificultad creciente. El alumno será calificado de acuerdo a su pasaje por cada serie. La disciplina por consiguiente no disminuye las fuerzas del cuerpo ni tiende a apaciguarlas como en el caso del régimen soberano. De lo que se trata de encauzarlas, entrelazarlas de tal manera que se multipliquen y sean utilizables en su máxima potencia. La punición correctiva fabrica individuos útiles a partir de modestos procedimientos que son completamente sutiles si se los compara con los grandes rituales del soberano. La disciplina es el arte de la mesura, del recato, de una acción sobre el cuerpo mínima pero significativa. Para hacer efectiva sus sujeciones la disciplina necesita de un régimen de vigilancia continuo. Pero sería insuficiente señalar la vigilancia como una mera medida de control si tenemos en cuenta la íntima relación poder-saber. La observación permanente procura, además de control, material para la configuración de nuevos saberes. Todas las instituciones disciplinarias producen y sustentan saberes108. Vigilar se constituye como una función específica de toda institución disciplinaria; en el caso de la prisión, por ejemplo, dicha función tiene, inclusive, personal especializado para ello, así también en las fábricas, en las que la vigilancia pasa a ser un operador económico indispensable. Los vigilantes son también vigilados, el poder se ejerce en todas direcciones y se ciñe sobre sí mismo formando un sistema integrado. El panóptico de Bentham109 es la manifestación arquitectónica de ese deseo de perpetua vigilancia, una invención tan eficaz para sus fines que funcionaba automáticamente aún cuando nadie estuviera en él. El condenado, sometido a un campo de visión continua, reproduce las coacciones del poder; basta sólo con saberse observado. Este artilugio representa la manifestación ideal del accionar disciplinario: una acción automática, sutil, constante, sin cuerpo a cuerpo y totalmente económica en cuanto a sus medios. Si bien los mecanismos disciplinarios penetraron en el entramado social dejando de ser algo exclusivo del sistema penal, en toda institución disciplinaria funciona un pequeño mecanismo de punición que sanciona o gratifica los usos eficaces o ineficientes del espacio-tiempo, del cuerpo, de la palabra, de la sexualidad, etc. La penalidad disciplinaria es un castigo leve (privaciones, humillaciones, castigo físico) que sanciona principalmente a quien se aleja de la regla, al inepto. Castigar es, en el régimen disciplinario, ejercitar. El castigado no sólo tendrá que hacer nuevamente aquello en lo que ha fallado sino, además, hacerlo de manera intensificada. El fin del castigo disciplinario no es algo distinto de ella, su fin es efectivizar la disciplina misma. Esta sanciona para encauzar al individuo, lo pone del lado de la verdad, de lo correcto, lo sitúa allí donde se quiere que esté. El examen110 constituye un elemento de la disciplina que permite dicha operación, en la cual la mirada del poder normaliza clasificando, calificando y castigando. Es un momento del proceso disciplinario en el que el poder despliega su fuerza y establece su verdad. Se manifiestan visiblemente las relaciones de poder-saber. La disciplina corrobora su accionar efectivo mediante el examen, ésta ha permitido en las instituciones educativas la elaboración de una pedagogía puesto que a través de él se objetiviza la práctica educativa manifestando sus resultados. La actividad disciplinaria va acompañada de toda una acumulación documental, de saberes que se producen y perduran como datos útiles para su ejercicio. El individuo se constituye como un caso, como un objeto de conocimiento que hay que clasificar, normalizar, excluir, etc. El relato sobre un hombre era una manifestación del poder que poseía. Se narraba sobre aquel que era digno de perdurar en la memoria de los hombres por sus acciones épicas, productoras de toda una literatura de relatos encomiásticos. La escritura como procedimiento disciplinario invierte las relaciones de poder. Aquel sobre quien se escribe no es ya el héroe de la epopeya sino el personaje objetivo de un documento que se utilizara eventualmente. La descripción biográfica del individuo es parte del proceso de dominación, deja de ser exclusiva de la exaltación heroica. El individuo pasa de ser hombre memorable para ser medible. Las relaciones de poder-saber atraviesan todas las instituciones disciplinarias, inclusive en la cárcel donde comienza a desarrollarse una tipología de los delincuentes, una criminología. Se clasifican los crímenes y los castigos, se individualizan las penas de acuerdo a los caracteres singulares de los delincuentes. Esta institución, que podríamos ver como un ícono de la sociedad disciplinaria, desde finales del siglo XVII se instituye como forma universal de castigo, todas las penas establecidas hoy en día son privativas de la libertad. Si bien anteriormente se practicaba el encierro, éste se daba al margen del sistema penal. Poco a poco la prisión fue constituyéndose y ocupando todo el espacio del accionar punitivo. Las críticas que la prisión ha recibido desde su institución en el sistema penal han sido diversas111. Se ha dicho que impide al poder judicial controlar y verificar la aplicación de las penas. La ley no penetra en las cárceles. La sanción, como se ha anticipado en el capítulo I, se disocia de la aplicación del castigo. Otra de las críticas al sistema carcelario es la de crear una comunidad homogénea de criminales, un foco de maldad en el corazón mismo de la sociedad, mediante la reunión de infames que se encontraban dispersos, los cuales se evocan definitivamente a la criminalidad funcionando la cárcel como una fábrica de sus futuros reclusos. Por otra parte, al proporcionar la prisión Dirección y guión: Charles Chaplin, 1936. Se entenderá por mecanismo un modo de ejercer el poder que busca obtener un determinado efecto. 108 Criminología, Pedagogía, etcétera. 109 FOUCAULT, Michel; Vigilar y castigar; Ed. Siglo XIX; 1991; p. 199. 110 Ídem cit. anterior, p. 189. 111 FOUCAULT, Michel; ”La sociedad punitiva”; La vida de los hombres infames; Ed. Acme ; Bs. As.; 1996; p. 37. 106 107


alimentos, vestidos, trabajo y hasta estudios, procura mejores condiciones de vida que las que llevan los obreros. La película de Charles Chaplin que citábamos anteriormente no muestra esta problemática: el protagonista encuentra en la cárcel unas condiciones de vida mas gratas que las que llevaba en libertad, y una vez liberado incurre en distintos delitos para volver a la cárcel donde llevaba una mejor vida. La sutilización de la severidad penal que veíamos como el pasaje de una sociedad a otra se convierte en una crítica recurrente a la cárcel, la cual no es vista como una pena verdadera, se le objetó no ser lo suficientemente punitiva. La intervención disciplinaria es una de las respuestas que se han elaborado contra las críticas fundamentales hacia el sistema carcelario. Para evitar conformar un ejército de maleantes se debe aislar cada uno de ellos en el interior de las prisiones, deben moralizarse mediante el trabajo, la instrucción y la religión. Se desarrolla en torno a la prisión toda una serie de instituciones parapenales de prevención y de múltiples saberes cuyo fin es evitar el sufrimiento del condenado y encausarlo por la buena senda de la legalidad.

III . C R I S I S D I S C I P L I N A R I A Y S O C I E D A D E S D E C O N T R O L Deleuze señala en un texto breve pero significativo, titulado Posdata sobre las sociedades de control, la emergencia de un nuevo tipo de sociedad. Este nuevo fenómeno implica una ruptura con la sociedad disciplinaria. Para percibir con más claridad esta nueva fisonomía del poder, debemos advertir aquellos síntomas que hacen de la sociedad disciplinaria algo del pasado, algo que ya no somos. “Reformar la escuela, reformar la industria, el hospital, el ejército, la prisión: pero todos saben que estas instituciones están terminadas, a más o

menos corto plazo. Sólo se trata de administrar su agonía y de ocupar a la gente hasta la instalación de las nuevas fuerzas que están golpeando la puerta. Son las sociedades de control las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias”.112 Las instituciones disciplinarias padecen, en nuestro tiempo, de una caracterización que las sitúa al borde del colapso. Su anquilosamiento en un régimen obsoleto ya no da respuestas efectivas. Un constante divorcio entre los fines institucionales y los efectos logrados evidencian constantemente sus falencias. La cárcel, por ejemplo, digna de variadísimas críticas y propuestas de mejora que se mencionaban en el capítulo anterior, no ha logrado disminuir la reincidencia de los criminales. Se constituyen en su seno núcleos cerrados donde impera la violencia, y quienes ingresan en ellas son generalmente reincidentes y, en cierta forma, productos de la institución misma. Si bien la institución carcelaria continúa cristalizada en la mayoría de sus aspectos, en el régimen disciplinario podemos ver que el proceso de sutilización de las penas continúa, como bien puede observarse en la ley 26.472113 que establece el beneficio de la prisión domiciliaria. Un criminal puede cumplir su condena fuera del tiempoespacio carcelario. Si anteriormente la cárcel era criticada de ser un castigo laxo, poco punitivo y que brindaba condiciones de alimentación, vestimenta, estudio y asistencia médica superiores a los que tenía los trabajadores (que, dicho sea de paso, no habían atentado contra el orden social), esta ley llevaría la benignidad de las penas a un extremo insospechado. Evitar el dolor de los condenados ha llevado al paradójico resultado de que el sistema punitivo deje fuera de sí a aquellos cuyas probabilidades de padecerlo son mayores. La institución carcelaria expulsa de su seno al criminal cuando su razón de ser es encerrar y disciplinar. La instalación se omite, queda sólo el ámbito intangible de la norma. Si la prisión tiene como finalidad transformar los hábitos delictivos de los individuos y convertirlos en miembros positivos de la sociedad, ¿cómo va a lograrlo expulsando de su seno a los criminales, dejándolos en sus hogares donde no son sometidos al sistema disciplinario de la cárcel? Si era usual la reincidencia de quienes habían sido encerrados en la cárcel, ¿qué será de los que no son sometidos a ella y, por cuestiones disciplinarias, deberían serlo? La sensibilidad colectiva llega al extremo de hacer injustificables las celdas para criminales proclives al sufrimiento, sin tener en cuenta políticas que hacen de la condena algo liviano, pasajero y hasta negociable. La humanidad abolió la disciplina. No insinúo que esto sea bueno o malo, ya que como se aclara en la introducción no se trata de un análisis moral de los mecanismos de poder. El hecho es que si se puede prescindir de un mecanismo de punición éste resulta innecesario. El poder toma otro rumbo, desligándose de sus manifestaciones concretas anteriores. Asistimos a una nueva configuración de fuerzas que es preciso analizar. Si bien la prisión ha acaparado todo el campo del accionar punitivo, ya que la mayoría de las penas son privativas de la libertad, aún subsiste la pena de muerte (aproximadamente en 60 países114) pero con ciertos mecanismos que develan una pretendida discreción con respecto al sufrimiento y a la ejecución. El uso de las inyecciones letales como pena capital, nos muestra un procedimiento mediante el cual el condenado es ejecutado sin dolor. Primero es adormecido hasta la inconsciencia (sodio thiopental), luego se paraliza todo movimiento muscular (pancuronium) y, acto seguido, se induce la falla cardíaca (cloruro del potasio), lo cual completaría la ejecución. Por ello se ha considerado la inyección como la más humana de las ejecuciones, procurando un mínimo de suplicio, un recato tal que nos recuerda las necesidades a las cuales respondía la guillotina. También este ejercicio del castigo responde a un ritual que desliga al ejecutante de su acto. Tal es el caso de la triple inyección. En un mismo instante tres dosis letales se le inyectan al condenado por tres agentes distintos. Una de ellas -o las que sean-, de manera aleatoria, provocará la muerte. El verdugo se desliga de la culpa y del peso de ser el ejecutor. Cualquiera de los tres agentes que inyectaron al condenado puede ser el responsable. Ninguno de ellos sabrá quién fue. El poder de castigar se disemina en una indeterminación que deja en duda al verdugo (o lo convierte en un mecanismo frío y automático), al cual no se podrá cuestionar, repudiar o sancionar. Una pena cuyo verdugo es anónimo es un efecto puro del poder. Un fenómeno puede percibirse con cierta constancia en lo que eran las instituciones disciplinarias, que si bien se diferencian por sus fines, poseen cierta forma análoga de ejercitar el poder. Éste es la desaparición de la sujeción espacio-tiempo. Un condenado puede cumplir su condena fuera de la cárcel, sin la sujeción que el sistema carcelario implica. La cárcel, por consiguiente, pierde el valor que poseía, pierde su función, expulsa de su interior cuando fue concebida para contener. En cierto sentido, se nihiliza, pierde su para qué. Están totalmente divorciados los fines, para los cuales la institución fue erigida, de los efectos que logra. Este desgarramiento entre los fines y los efectos logrados, es lo que denominaremos crisis DELEUZE, Gilles; Posdata sobre las sociedades de control; versión digital: http://www.catedras.fsoc.uba.ar/rubinich/biblioteca/web/adeles.html ; p. 1; revisión: 19/12/2010. www.foroabogadosdesanjuan.org.ar/leyes_nacionales/2472.php ; revisión: 07/04/2011. 114 http://www.esmas.com/noticierostelevisa/internacionales/427474.html ; revisión: 17/03/2011. 112 113


de la sociedad disciplinaria. También la educación se libera de las sujeciones habituales que la disciplina imponía. Por ejemplo, una modalidad educativa usual (cada vez más, quizás) es la educación a distancia, fenómeno conocido como e-learning. No se necesita asistir físicamente a ningún lugar determinado ni cumplir con ningún tiempo prescripto. El rol docente fuertemente centralizado de la educación tradicional desaparece, el alumno es el centro, él es quien debe autogestionar su aprendizaje. Lo presencial desaparece o es reducido al mínimo. También se da este caso en el trabajo a distancia, también conocido como teletrabajo. El empleado es funcional al empleador sin ninguna sujeción espacio-temporal. Ya no se necesita ir a un determinado sitio y cumplir un horario. Se buscan efectos laborales de manera automática, sin el disciplinamiento que era común en las fábricas, lo cual no quiere decir que la eliminación de las sujeciones espacio temporales otorguen algún beneficio extra -como puede parecer en el caso de la prisión domiciliaria-. El empleado o estudiante invertirá el mismo tiempo o inclusive más, sólo que en un espacio librado a su arbitrio. Sabe que si no realiza las tareas asignadas y no cumple los fines que le son impuestos otro lo sustituirá o, en el caso del e-learning, no aprobará. Los lugares de encierro disciplinario impedían la salida, se debía cumplir con determinaciones espacio-temporales. Las sociedades de control obstaculizan la entrada solicitando un estándar que se presupone como necesario. La disciplina en cambio accionaba sobre la docilidad de los cuerpos hasta la consecución de ese estándar. Estas metodologías de trabajo y estudio son viables en virtud de la tecnología informática. Las sociedades de control, como nos dice Deleuze, “opera con máquinas del tercer tipo”115. Sólo es posible que la disciplina haya dejado de solicitar un tiempo y espacio determinados para su accionar, si tenemos en cuenta que las nuevas tecnologías permiten un sistema de red de comunicaciones e intercambio de información descentralizadas y totalmente asequible a cualquiera. Internet es un complejo entramado, un breviario de saberes, de sobre-saberes, un lugar de exposición personal, comunicación, vigilancia y publicidad. Nuestro tiempo asiste a una novedosa configuración del poder. Este pareciera poseer una avidez puramente efectista. Ya no se busca, como podía verse en la sociedad disciplinaria, vigilar un proceso, una trasformación que procure una mejor consecución de sus fines. Hoy el poder busca el efecto desligándose del costoso y trabajoso ejercicio de producirlo, de crearlo. El poder disciplinario producía efectos, las sociedades de nuestro tiempo controlan efectos. Ya no interesa que tal efecto se de en un determinado espacio, ni a un determinado ritmo. Lo que importa es que, cumplido un plazo, esté. El resultado es lo que interesa, el efecto neto. Las sociedades de control tienen la extraña virtud de omitir el disciplinamiento para conseguir sus fines. La sujeción es al resultado, no a métodos para obtenerlo, lo cual hace pensar en un ejercicio del poder extremadamente sutil. Si los métodos de disciplinamiento eran considerados, en relación al cuerpo, como un accionar mínimo y medido en relación a los de la época clásica, la configuración del poder en las sociedades de control nos remite a un accionar inmediato, con una total desaparición de trato cuerpo a cuerpo. El sujeto se virtualiza, se cifra, se vuelve numérico. Si pensamos en los nuevos métodos de trabajo y estudio, el individuo, liberado de coordenadas espacio-temporales y del cuerpo a cuerpo, es solo una serie de símbolos en un ordenador. El sujeto es el último vestigio de una realidad que se evapora. Es un número de DNI que permite su seguimiento y control. La funcionalidad del individuo a los centros de poder puede, en nuestro tiempo, prescindir de la materialidad del cuerpo y su fijación en un tiempo y espacio determinados. El control se ejerce automáticamente, de manera continua. Hoy podemos, gracias a la moratoria ilimitada de las sociedades de control, dilapidar lo que aún no hemos ganado. El mercado aparece como una fuerza que también puede prescindir del accionar espacio-temporal del trabajador. Lo que interesa es el resultado de ese trabajo y del que inclusive no se ha realizado aún mediante el crédito, el préstamo, etc. “El hombre ya no es hombre encerrado, sino hombre endeudado”116. El mercado busca el resultado de la acción laboral en un marco espacio-temporal indeterminado. Las fábricas son reemplazadas por las empresas, entidades sin alma que se ocupan de la venta, no ya de la producción. Su ejercicio del poder es tan modesto que elabora en el individuo el deseo de requerirla. La empresa juega a suplir nuestras necesidades, a producir una mejora vital, trayéndonos «lo nuevo», «lo que todos estábamos esperando», cuando en realidad se trata de imposiciones que ella misma realiza para el cumplimiento de sus fines. Se inscribe en lo social con la premisa de ser quien satisface las necesidades sociales, cuando en realidad suple carencias que ella crea. Señala como falta en el individuo sus creaciones. La empresa y su juego sutil de imposiciones, trae la respuesta a una pregunta que nunca se hizo nadie. Crear el vacío señalando un estado de falta radical es un ejercicio del poder sumamente modesto y recatado. Hacen que el individuo quiera, como parte inevitable de su voluntad, las imposiciones que le son ajenas, la voluntad de otro. La fuerza del mercado radica en que una pluralidad de fuerzas individuales no puedan prescindir de ella, que la vean como una necesidad indispensable. El poder atraviesa el individuo, se encauza a través de él para hacer connatural a su ser imposiciones externas. De lo que se trata, aunque parezca paradójico, es de crear necesidades naturales, lo cual es posible en virtud del marketing, que se vanagloria de ser la dadivosa ciencia o arte que trabaja para satisfacer las necesidades de la clientela. La modulación del sujeto se da en un ámbito sutil e intangible. El dinero es una expresión clara de ello, es un fenómeno sin ser, una pura manifestación. “Tal vez sea el dinero lo que mejor expresa la diferencia entre las dos sociedades, puesto que la disciplina siempre se remitió a monedas moldeadas

que encerraban oro como numero patrón, mientras que el control refiere a intercambios flotantes, modulaciones que hacen intervenir como cifra un porcentaje de diferentes monedas de muestra. El viejo topo monetario es el animal de los lugares de encierro, pero la serpiente es el de las sociedades de control. Hemos pasado de un animal a otro, del topo a la serpiente, es el régimen en que vivimos, pero también nuestra forma de vivir y en nuestras relaciones con los demás. El hombre de las disciplinas era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, en órbita sobre un haz de luz continuo…”.117 La nueva fisonomía del poder en el cual no se requiere inscribir al individuo en un tiempo y espacio determinados es valorada como una utilidad práctica, como una innovadora libertad. Lo cierto es que un análisis un poco más profundo nos devela todo lo contrario. La disciplina se daba dentro de márgenes específicos. Pero que no se dé en ninguno de forma determinada quiere decir que puede darse en cualquiera, que no hay márgenes donde el poder como una haz de luz penetre y coaccione al individuo. Éste lo porta y lo ejercita en cualquier momento y lugar mediante una coacción continua y automática. La autonomía, que pareciera ser un requisito indispensable en las sociedades de control, representa una Ídem cit. 110, p. 3. Ídem. cit. anterior. 117 Ídem, cit. 110, p. 2. 115 116


liberación no del sujeto sino del poder, ya que este no necesita ceñirse a los márgenes de una cárcel o institución cualquiera para resultar efectivo. El individuo puede ser funcional al poder en el marco de una aparente autonomía, sin un cuerpo a cuerpo, sin un espacio-tiempo determinado, sólo vasta con prodigar el efecto neto de su accionar. Sólo vasta ser usuarios de un poder anónimo, sin rostro. Franz Kafka, que según Deleuze actúa como bisagra entre la sociedad disciplinaria y la de control, en su obra El Proceso118 nos muestra un ejercicio del poder completamente distinto al que se ejercía en la sociedades de soberanía y disciplinaria. Josef K, el protagonista, es sometido a un proceso por un poder y una falta que desconoce. Los agentes, inclusive, no conocen el poder ni la norma que los guía.

“Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos…El organismo para el cual trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos inferiores…”. Un poder sin rostro acciona a través de agentes que no saben para quien trabajan. Esto denota un ejercicio del poder sutil, automático, sin cuerpo a cuerpo, un poder que simplemente controla. Esta fisonomía del poder configura un nuevo concepto de libertad y lo repita incesantemente, libertad de trabajo, de estudio, etc. ¿Libertad de qué?, nos preguntamos. Podemos responder que del espacio y el tiempo que la disciplina imponía como necesarias para su funcionamiento. La liberación se da en el plano de las sujeciones espacio-temporales. ¿Libertad para qué?, y aquí la pregunta es algo más compleja y nos sitúa de lleno en un planteo sumamente contemporáneo:

“¿Te llamas libre? Quiero que me digas tu pensamiento dominante, y no que has escapado de un determinado yugo. ¿Eres alguien con derecho a escapar de algún yugo? Pues no faltan quienes perdieron su último valor al escapar de su servidumbre. ¿Libre de qué? ¡Qué importa eso a Zarathustra! Tus ojos deben decir claramente: libre, ¿para qué?...”119 Si nos preguntamos cuál es la finalidad, el para qué, de la libertad que incesantemente se pregona en las sociedades de control, descubrimos al fin y al cabo que es una liberación del poder de los estrechos márgenes institucionales en los que se ejercía. Se otorga una libertad, una autonomía de las sujeciones habituales pero no se suprimen las funciones que el individuo debe realizar. Es una servidumbre incondicional. Se otorga la libertad de cumplir una función en el tiempo y espacio que nos plazca, pero de cumplirla al fin. No hay por consiguiente ninguna benignidad en la libertad que las sociedades de control prodigan, más bien es digno de preocupación que el poder se ejerza sin límites, rebasando lo institucional, y sea portado por el sujeto mismo, que como un autómata lo ejerce sin saber siquiera -cual los funcionarios de Kafka- para quién acciona. La libertad, una invención de las clases dirigentes.120

IV . C O N C L U S I O N E S Tres fisonomías del poder distintas quedan delimitadas: la sociedad de soberanía, la disciplinaria y la de control. Cada una posee determinados mecanismos, saberes, formas de accionar sobre el cuerpo y la voluntad. Es así como percibimos distintos puntos de aplicación del poder y modos de ejercerlo. El cuerpo ha constituido, hasta la institución del sistema carcelario a finales del siglo XVIII, el objeto sobre el cual recaía la violencia en su más enfática manifestación. No es sólo el objeto de aplicación del castigo sino también un elemento indispensable para la configuración de la verdad penal. Múltiples variables conducen a una nueva concepción del cuerpo. Emerge el deseo de un castigo mesurado y comienza a verse en el criminal cierta plasticidad y docilidad que permitirá transformarlo en un miembro positivo de la sociedad. Se vislumbra la posibilidad de inscribirlo mediante el trabajo, la religión y la moral en el sistema productivo. Tenemos aquí dos modos de castigo. Los límites de lo permitido permanecieron inflexibles, pero variaron las formas de establecer la condena. El sistema de transgresiones se nos devela como una constante a través de las distintas sociedades. Los límites de lo prohibido y lo permitido, lo normal y lo anormal, la razón y la locura permanecen, en cierta forma, inmutables. Cambiarán los modos de ejercicio del poder y los saberes en torno a los cuales esas prácticas cobran sentido y se articulan. Un individuo que antes era considerado un servidor del diablo por una acción criminal hoy puede ser considerado un enfermo, un psicópata. El mal se somatiza. El anormal es investido por una cierta racionalidad discursiva aunque es, al fin y al cabo, el anormal. La exclusión en las sociedades de control es algo diferente, ya que abarca de una manera más general la totalidad del entramado social, por lo que un análisis de las sociedades de control centrado exclusivamente en instituciones resultaría ineficiente. Por otra parte, son las instituciones las que incorporan elementos que le son ajenos, instituyendo nuevas fuerzas para, como nos dice Deleuze, «administrar su agonía». La exclusión de las sociedades de control es una idea ciertamente paradójica ya que estas sociedades, en las cuales estamos inmersos y nos constituyen, se basan en un seguimiento continuo. Pero si dirigimos la mirada a sus mecanismos particulares podemos definir a los excluidos del control como aquellos que no prodigan el efecto neto que estas sociedades requieren. Si no se cumple un determinado estándar, si no se paga un crédito, si no se obtiene un determinado resultado, los agentes que lo demandan dejan fuera de su sistema de imposiciones a los ineficientes. Es clara la ruptura, en este plano, que se da con la llamada sociedad disciplinaria. Mientras ésta contenía y retenía al individuo en un espacio y tiempo determinados procurándoles bienestar a partir de toda una serie de agentes, las sociedades de control regulan la entrada. Ya no se contiene, el poder puede ejercerse fuera de límites institucionales, el individuo realiza una función, se cifra, una contraseña es el pórtico, el acceso. La entrada es concedida y regulada. Las nuevas prácticas de control redefinen las relaciones del poder con el cuerpo. La relación cuerpo a cuerpo es cosa del pasado, algo de lo que se puede prescindir. El sujeto se virtualiza, es un operador y en términos empresariales un autogestor. Los individuos son habituados desde temprana edad al uso de tecnologías complejas así como a disciplinas de lógica empresarial en su educación. Es nuestra labor la que nos sugiere Deleuze: descubrir para qué se nos usa hoy, así como ya nuestros mayores han descubierto la finalidad de las disciplinas. KAFKA, Franz; El proceso; Centro editor de cultura; Bs. As.; 2007. NIETZSCHE, Friedrich; “El camino del creador”; Así hablo Zarathustra; RBA Coleccionables; Barcelona; 2002; p. 48. 120 NIETZSCHE, Friedrich; El caminante y su sombra. 118 119


A pesar del anacronismo, podemos encontrar una forma análoga de ejercicio del poder en lo que Foucault llama poder pastoral121. ¿Qué fisonomía de éste poder pueden identificarse con las sociedades de control? En primer lugar, el poder pastoral no se ciñe a los límites de un territorio, ni a los de ninguna institución específica. Por lo cual, difiere del poder disciplinar que requiere de una utilización minuciosa y medida del espacio, también es algo distinto del poder político del soberano que es ejercido sobre un territorio particular. El poder pastoral, como el poder que controla, se ejerce sobre una multiplicidad de individuos móviles, «sobre un rebaño que se desplaza». Lo característico del pastor es reinar sobre una multiplicidad en desplazamiento y tiene como función velar por los individuos, asegurar su subsistencia, alimentarlos, y, a fin de cuentas, beneficiarlos. Ésta es precisamente una de las mascaras con las que se presenta hoy el mercado. Viene a mejorar la vida, aunque, como se ha dicho en el capitulo III, supliendo carencias que nadie tenía antes del mercado. Los antiguos pastores prodigaban la satisfacción de lo que Epicuro llamaba necesidades naturales, el mercado ofrece a los individuos otro objeto aunque con una lógica análoga. El poder se inviste de un halo benefactor. El pastor asegura la salvación del rebaño y de cada uno de sus miembros en particular. Es un poder individualista, vela por cada individuo, lo controla. De una manera análoga, el marketing en las sociedades de control dirige sus anuncios a cada individuo en particular, a un usted que es uno y es rebaño. Pero este pretendido beneficio es también un sistema de coacción. Así como un individuo en la sociedad cristiana del siglo IV d.C. no tenía la libre elección de decir “yo no quiero salvarme”, tampoco hoy podemos sustraernos al control cuando éste constituye el marco social en el cual estamos inmersos. No podemos sustraernos de los sistemas de poder de la sociedad contemporánea sin ser una bestia, un dios, o como agrega Nietzsche, un filósofo. El poder del pastor consiste en poseer la autoridad para obligar a la gente a hacer lo necesario para salvarse. La salvación es obligatoria, el pastor impone su interpretación de la buena senda, así como el mercado impone una necesidad ficticia. La salvación se consigue únicamente aceptando la autoridad del otro, delegando el poder de la propia voluntad. Aceptar la voluntad del otro significa que nuestras acciones deben armonizar con el sí y el no del pastor. El pastor puede obligar a la gente a hacer todo lo necesario para su salvación, está en posición de vigilar, de ejercer, en todo caso, una vigilancia y un control continuo. La característica fundamental de los sometidos al poder pastoral será, por consiguiente, la obediencia. Se requiere de lo que podríamos llamar una docilidad espiritual, ésta difiere de la plasticidad de los cuerpos disciplinados ya que la docilidad del control no tiene por finalidad un hábito, una aptitud, ni siquiera un mérito. La docilidad pastoral implica aceptar la voluntad del otro en el momento en que éste la dé y reconocerlo como un dios, como algo supremo. Pueden percibirse, para concluir, algunos paralelismos evidentes entre el ejercicio del poder pastoral y el que se da en nuestras sociedades actuales. Ciertos mecanismos del poder han retornado, cierta lógica se hace patente aunque con diferentes objetos de reverencia, con pastores sustitutos. Esto no es a fin de cuentas más que lo que Nietzsche llama nihilismo incompleto. Son abolidos los objetos de valoración, reverencia y obediencia pero la lógica que investía los mismos sigue intacta. El nihilismo incompleto es una desustancialización pero no una pérdida de las formas. El trono sigue en el mismo lugar, pero los reyes cambian, se suceden unos a otros. Un nihilismo completo no sólo significaría la abolición del rey sino también del trono, del objeto y de todo el sistema de relaciones.

FIN DE LA CARCAJADA DIVINA

Guarinos, Cristian Ezequiel La carcajada divina: y otros ensayos / Cristian Ezequiel Guarinos; edición literaria a cargo de Natalia Sinde.- 1a edición.- Junín: Ediciones Tilacino, 2013. 182 p.; 15x11cm. ISBN 978-987-29095-1-2 1. Filosofía. 1. Sinde, Natalia, ed. lit. II. Título. CDD 190

Fecha de catalogación: 13/02/2013

Edición y diagramación: Natalia Sinde tilacinoproducciones.blogspot.com.ar

La obra se encuentra bajo licencia BIENES COMUNES CREATIVOS. Ud. tiene derecho a copiar, distribuir, exhibir y representar la obra siempre que: reconozca y cite al autor y no tenga fines comerciales.

121

FOUCAULT, Michel; “Sexualidad y poder, y otros textos”; La ética del cuidado de sí como practica de la libertad; Ed. Folio; Barcelona; 2007; p. 23.


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