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"¡Una Copita!" "¡Una copita y nos vamos!"
Tomas Sarmiento
Siempre empezó así. Y dos botellas de Rioja más tarde, seguía. Nunca supimos cómo ni cuándo parar y era la profundidad de la bodega la que terminaba poniendo la hora final.
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El Gordo y yo siempre anduvimos juntos. Para todos lados. En todo momento. Desde la primaria pasando por el día en que (él, ingeniería, yo, periodismo) nos dimos cuenta de que nos habían aceptado en la misma universidad. Lo compartimos -casi- todo. Hasta una novia, dos años de por medio, en la secundaria.
“¡Una copita, bro!” Y ya era hora de dejar los libros. “¡Una copita, man!” Y mandábamos al mundo entero al buzón de mensajes. Nuestras conversaciones eran superficiales o profundas, deshilvanadas, eternas. Podíamos pasar de disputar quién era el paradigma
del hombre de acción, si Sherlock Holmes o Phileas Fogg, a discutir cuántas se había tomado Erasmo al escribir un particular pasaje del “Elogio.” De política (ambos social demócratas, él un poco más socialista) a la Proporción Áurea evidente en los muslos de alguna chica que nos atrapara el ojo al pasar.
Muchos, que nos conocieron a medio camino, llegaron a creer que teníamos “algo” no resuelto. Incluso la que, luego, se convirtió en su ex esposa, je je. Quién sabe. Éramos, sí, almas hermanas. De los que se terminaban las frases. De los que podían retomar una conversación exactamente en el mismo lugar, con el mismo entusiasmo, con años de distancia entre cada frase.
No me acuerdo exactamente cuándo fue que una botella de vino -polvorienta, medio avinagrada, “rescatada” de un cajón en el estudio de su papá abstemio- se convirtió en la intermediaria de nuestras divagaciones. Debíamos tener 14, 15 años, y la certeza de que seríamos castigados a ocho manos si alguien se llegaba a enterar de nuestra temprana y poco elegante primera borrachera. Lo fuimos.
Sé que poco a poco se fue colando y haciendo parte esencial de la dinámica, incluso cuando otros romances pasajeros o duraderos -la marihuana, el ron, el tabaco- se injertaron en ese “Ménage à Trois” etílico-intelectual que nos habíamos liado.
No era que fuésemos sólo nosotros. Era que siempre era el uno o el otro el que ponía la mesa y siempre, creo, quedó claro que los demás eran más que espectadores, pero un poco menos que protagonistas, del meollo entre nosotros y el Tanat, el Cabernet, el Duero o el Nero d’Avola.
Porque esa disputa nunca se resolvió, je je. Yo, firmemente latinoamericanista, siempre juré por Chile y Argentina -y más tarde, México- como la nueva Tierra de Gracia de la enología. Él, por el contrario, pensaba que todo lo que no hubiese sido cosechado en España, Francia o Italia era, no una pérdida de tiempo pero, al menos, derivativo.
“
Una copita.” Ese día, de todos, no me pude quedar a la segunda. Ese día tenía un compromiso irrenunciable con un par de piernas interminables, mezcladas los ojos más expresivos que había visto. Y un par de botellas de Nebbiolo tomaron mi lugar en la plática y el Gordo, mi querido Gordo, tuvo otra cita con un taxista distraído de camino a casa. Me enteré por una llamada de su ex.
Una copita, man. Una copita siempre.