El rastro de Lovecraft Cuentos misteriosos y fant谩sticos
Selecci贸n y pr贸logo de Carlos Sandoval
Título original: El rastro de Lovecraft (Antología de cuentos misteriosos y fantásticos) © De la selección: 2015, Carlos Sandoval © De esta edición: 2015, Editorial Santillana S.A. Avenida Rómulo Gallegos, Edificio Zulia Piso 1, Boleíta, Sector Montecristo Teléfono (58 212) 280 94 00 Telefax (58 212) 280 94 54 Caracas - Venezuela www.santillana.com.ve ISBN: 978-980-15-0767-3 Depósito Legal: lf6332015800100 Impreso en Venezuela por: Alterprint, C.A. N° de ejemplares: 2000 Primera impresión: marzo de 2015 Una editorial de Santillana que edita en Argentina · Bolivia · Brasil · Colombia · Chile · Costa Rica · Ecuador · El Salvador · España · EEUU · Guatemala · Honduras · México · Panamá · Paraguay · Perú · Portugal · Puerto Rico · República Dominicana · Uruguay · Venezuela Dirección Editorial: Lisbeth Villaparedes Edición y corrección: Elvia Silvera y José Manuel Rodríguez Coordinación de arte: Mireya Silveira Diagramación: José Pérez Duin Ilustraciones de cubierta e interiores: Rosana Berti Retoque de imágenes: Evelyn Torres Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.
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EL ASCENSOR Mercedes Franco
A
ndrés nunca tomaba aquel ascensor. Podía tomar cualquier otro pero ese jamás, bajo ningún respecto, a ninguna hora. Los vecinos lo llamaban simplemente: «El Ascensor». Resultaba fácil reconocerlo: aunque sus características eran exactas a las de los demás del edificio, él era único, distinto; en cierta forma, especial. No envejecía. Lucía siempre recién construido, pulido el acero de la puerta, contrastando su joven aristocracia con los otros ascensores viejos, ruidosos y destartalados. Exhibía en los 90 su prístina cavidad setentosa y su piso inmaculado, como si todos los días lo limpiaran. Hasta salía de él un aroma a flores silvestres, mientras los otros olían a perro mojado y a orina. Permanecía cerrado, brillante como un espejo, pero cuando alguien se paraba en el pasillo frente él, se abría como invitándolo a entrar. Y así duraba unos minutos, abierto, hasta que la gente, temerosa, se iba y tomaba el de al lado. Luego volvía a abrirse en otro piso, donde hubiese alguien deseando subir o bajar. Pero nadie lo tomaba. La gente lo consideraba maléfico, endemoniado. Por lo menos embrujado. Decían que en ese ascensor, a mediados de los setenta, encontraron muerta a una bella y famosa bailarina que fue asesinada en un extraño ritual, según las investigaciones de la policía. Y según los 27
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vecinos, seguía apareciendo desde entonces en ese mismo ascensor. A Andrés le impresionaba aquella leyenda, justamente porque amaba el ballet y hasta lo practicaba a solas. Era locutor de la emisora «Fe y Alegría», pero soñaba con ser una estrella como Nureyev. Cuando terminaban los años 70, las torres residenciales de Parque Central, recién estrenadas, constituían el orgullo de Caracas. Eran edificios rectangulares con nombres vernáculos: Tajamar, Caroata, Catuche, y se comunicaban mediante puentes y plazoletas. Había apartamentos amplios y lujosos, algunos dúplex, y en la planta baja de cada edificio brillaban numerosos restaurantes, librerías, tiendas y bares. Todo un moderno complejo habitacional, con ascensores de última tecnología. Pero poco a poco, en apenas veinte años, aquella altiva construcción se fue viniendo a menos por falta de mantenimiento y vigilancia. Hasta una ola de chilenos, que habían hecho de Parque Central su segundo hogar, tuvieron que batirse en lenta retirada ante la incontrolable criminalidad que, ya a finales de los 90, había convertido a Parque Central en un lugar tenebroso, de los más peligrosos de Caracas. Eran los primeros días de octubre cuando ocurrió lo inevitable: entrando a su querido Tajamar, un malandro, navaja en mano, encaró a Andrés. El arma lucía desafiante, y su dueño también. Obediente, Andrés entregó el reloj, el celular y la cartera en la que, apenas, había ciento cincuenta bolívares. El antisocial condujo a Andrés hasta el pasillo y, parados frente al ascensor, este se abrió. —¿Y no tendrás más plata allá arriba, chamo? Vamos a tomar este ascensol —dijo el malandro—. 28
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Andrés lo detuvo de un tirón: —¡Cuidado! Ese no. Allí no puedes entrar. Es que… está dañado. —Suéltame, becerro, ¿qué te pasa? Se ve en buenas condiciones, pana. Está nuevecito. Camina o te quiebro. ¿A qué piso vamos? —Al ocho. Entraron en la cabina, que subió eufórica, se pasó el 8 y llegó al piso 14. Allí se abrió, impetuoso. —¡Qué broma es esta? —dijo el malandro. Salieron al pasillo y escucharon una música bailable. Provenía de un apartamento con la puerta abierta. Allí estaban reunidas varias personas y el hielo tintineaba en los vasos de fino cristal. Era una fiesta y había una bailarina en malla negra, que destacaba entre las demás mujeres por su insólita belleza. Al ver a Andrés le sonrió con cariño, como si lo conociera. El malandro guardó la navaja y enarboló un revólver 38: —Bueno, vamos dándole ya, si no quieren que los quiebre aquí mismo, vamonós, los celulares, las joyas y las carteras en esa cesta que esta ahí. Esto es un atraco. —¿Los celu… qué? ¿Qué es eso, estás loco? —dijo un tipo con cara de matón. —Vámonos ya, chamo —dijo Andrés al malandro. Cuando el ladrón volteó, el tipo con cara de matón aprovechó y le dio un botellazo. Después de desmayarlo, lo esposó a una columna atravesada en el medio del apartamento y le quitó el arma. Andrés se quedó mirando aquel racimo de desconocidos que lo observaban, a su vez, con curiosidad. —Hola, mi gente… No los conozco pero bueno, la fiesta está muy fashion y les aclaro que yo no andaba con ese tipo —balbuceó. 29
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—Claro que andabas con él, hablas igual de raro —dijo el que tenía cara de matón. La bailarina se acercó. —¡Hola, guapo! ¿Quieres un whisky? —Gracias. Andrés ajustó la servilleta al vaso y pensó que así debía ser la prima ballerina del Lago de los Cisnes: pelo negro, con reflejos azulados, recogido en un moño; tez blanca, nacarada, ojos brillantes como de piedras húmedas; labios rojos como la sangre. El tipo perfecto. Una chica rubia le ofreció a Andrés una bandeja con diversos quesos y galletas, y el chico aceptó y tomó algo de picar, dándole las gracias. Desde una esquina, un joven apuesto lo miraba intensamente, lo que lo hizo entornar los ojos, complacido. Solo cuando había saboreado a placer cuatro galletas con Roquefort y se había tomado el whisky, notó que el joven apuesto hablaba en tono recriminatorio con la bailarina, quien le pidió que se fuera de la fiesta. Al rato, el cara de matón se acercó a ella y también comenzaron a discutir. Andrés reparó en una mujer cuarentona vestida con ropa juvenil que mostraba las piernas tras una minifalda y le sonreía intrigante. Había también una morenaza vestida de blanco que lo miraba mucho. Decidió que era mejor irse, escabullirse, pero en ese momento observó que la bailarina dejaba tras de sí un rastro de sangre por donde se desplazaba. Eran apenas pequeñas gotitas, casi imperceptibles, en el piso de granito blanco del apartamento, pero Andrés se percató de este curioso detalle. El muchacho sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. En eso escuchó un diálogo que lo sobresaltó aún más. —Si lo vamos a hacer debe ser ya —dijo la mujer de blanco al cara de matón—. No preguntes y no discutas. 30
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Ahora es el momento, aprovechando la música y que entraron esos car’e cangrejos. Ellos cargarán con la culpa. Y si no, su amante. —Pero ese balurdo ya se fue. ¿Además, dónde lo hacemos? —dijo el hombre, atragantándose con un trozo de queso. —En el baño. Lo preparé todo. —Y te vestiste de blanco. Bien preparada que estás. —Parece mentira que me digas eso. En aquel momento, Andrés se acercó a la bailarina, que conversaba con una señora delgadísima, de lentes gruesos. Pero vino la de blanco y la tomó del brazo. —Gaby, ¿me acompañas al baño? Estoy un poco mareada. —Un momento, tengo que hablar con usted, señorita Gaby —interrumpió Andrés. —¡Hola, guapo! ¿Quieres hablarme? —¿Sabe? El ballet es mi pasión. Pero hay algo más importante que debo decirle. Creo que deberíamos ir a mi casa. —¿Ahora? —Ya. Andrés la llevó a un rincón y, con una sonrisa, le dijo entre dientes: —No debe entrar al baño con ellos. La matarán y la cortarán en trozos. Y después la pondrán en el ascensor, y entonces usted seguirá apareciendo en ese ascensor porque su alma… La bella mujer lo interrumpió desgajando una risa húmeda y suave: —Se lo que tratas de hacer. No lo intentes. Ni se te ocurra.
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Luego se volvió hacia la dama de blanco: —Pero ¿qué le dieron ustedes a este muchacho? ¡Tiene un pasón gótico! —Y riendo todavía se fue con ellos al baño. Andrés rio también. Los saludó disimulando su angustia y se quedó pensando: «¿por qué me pediría que no intentase nada? Entonces era cierto y ella lo sabía. Pero entonces ¿por qué se iba con ellos sin luchar? Quizá yo estaba equivocado. A lo mejor solo habían ido al baño a arreglarse. Y yo preocupándome. Qué tontería. Tal vez todo eso del asesinato era un cuento, una de esas leyendas urbanas, una conseja más». El joven apuesto que había visto antes apareció de nuevo. Pero esta vez no pareció fijarse en él. Buscó con la vista a Gaby y encendió un cigarrillo, distraídamente. Andrés miró su reloj: las doce en punto. Era mejor irse. El malandro ya no estaba esposado a la columna. Bailaba salsa con una chica rubia, hacían muy buena pareja. Salió del apartamento y, al recorrer el pasillo, el ascensor se abrió ante él, reluciente y casi festivo. Mejor opción eran las escaleras, por si acaso, y además no eran muchos pisos. Cuando iba por el 10, el ascensor se abrió de nuevo ante él. La bailarina estaba dentro y desde allí le sonreía, melancólica. —¿Te ibas sin despedirte? —No, bueno es que… es un poco tarde. Y… pero me alegro de que estés bien. —Sí. Es tarde —respondió ella en un murmullo. Siguió sonriendo y Andrés se acercó al ascensor para besarla en la mejilla. De pronto, la linda cabeza cayó con un ruido sordo y rodó hasta un rincón del ascensor. El cuerpo se desarticuló en segundos: caían las piernas, los brazos, el torso y los pies, cada cual por su lado, empapados de sangre. 32
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Andrés se paralizó. Se le clavaban por todo el cuerpo pequeñas agujas que lo inmovilizaban. Solo después de unos instantes reaccionó. Corriendo, se precipitó por las escaleras. El ascensor se cerró rabiosamente. Andrés bajó de manera atropellada las dos escaleras que le faltaban y llegó al piso 8. Abrió la puerta del apartamento y entró jadeante. Sus padres estaban asombrados: era la primera vez que llegaba tan tarde a cenar, eran casi las nueve. —Hola. Voy un momento a mi cuarto. —Tu comida está en el microondas, hijo. El joven decidió no comer y meterse a la cama. Ya entre las suaves sábanas, recapitulaba: «el ascensor era una máquina del tiempo. Eso estaba claro. Si uno lo aborda retrocede a la noche del asesinato. ¿Un portal en el tiempo? Pero eso abre la posibilidad de alterar los hechos. ¿Y si se logra impedir el crimen? Las doce en el apartamento de Gaby; las nueve en mi apartamento. ¿Cuál era la hora real? Por otra parte, es indudable que actué muy tarde. Tal vez si hubiese abordado a la bailarina apenas al llegar… porque el asesinato ocurrió a las doce, justo a la medianoche, según mis cálculos». La idea que tuvo Andrés fue llegar la noche siguiente más temprano y hablar con Gaby, a las ocho, por ejemplo. O sacarla de allí con alguna excusa. De que la iban a matar, ni hablarle. Nada de revelarle ese secreto. Ella ni siquiera podía creerlo. Tendría que inventar una excusa, fingirse enamorado, algo para sacarla al pasillo, bajarla por las escaleras y buscar a su familia, a alguien que pudiera protegerla. Salvarle la vida. Al otro día, apenas llegó de su trabajo y de su clase de ballet, entró en el ascensor prohibido. Subió directamente 33
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al piso 14. En su reloj eran las ocho. La fiesta estaba en su apogeo. Apenas vio a la bailarina se acercó. —Gaby, estás bellísima. Oye, tengo unos discos espectaculares. Tienes que venir un momento a mi apartamento para que los escuches —y la tomó del brazo—. Un ratito. Después volvemos a la fiesta. —Espera, ¿te conozco? —dijo la muchacha soltándose y frunciendo el ceño. —No. Bueno, sí. Nos conocemos desde ayer, pero es como si ya te conociera de toda la vida. Enseguida se arrepintió del lugar común y trató de enmendarlo. —Es que hablamos mucho anoche, estuve ayer con un amigo, me ofreciste un whisky, ¿recuerdas ahora? —La verdad no —sonrió ella—. Pero eres muy guapo. Se lo que tratas de hacer. No lo hagas. Te lo ruego. Nervioso por la actitud de la bailarina, Andrés guardó silencio: «¿era eso lo que decía, que era inevitable que ella muriera? ¿Y si cambiara algunas cosas, no cambiaría el resultado? En algunas películas ocurre». Esta vez se sentó un rato al lado de la cuarentona en minifalda y trató de echarle los perros a la dama de blanco. La invitó a bailar y notó, con verdadero estremecimiento, que sus ojos eran totalmente amarillos, amarillo limón. No eran ojos de gente. Y ante la afortunada negativa de la mujer a bailar, se acercó de nuevo a la bailarina: —Gaby, quiero hablar contigo, es importante. Apareció el ladrón de la noche anterior. Campanilleaba un whisky con aire satisfecho, abrazado a una rubia, y fumaba displicente. —¡Amigo Andrés! ¿Qué hubo bróder? —le saludó el ladrón. 34
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—Gaby mira, tocan nuestra canción —dijo un muchacho moreno y fornido, sacándola a bailar. La muchacha se deslizaba al ritmo de la salsa con gran maestría. Andrés no pudo menos de observarla y después miró instintivamente su reloj: las doce y cuarto, y allí estaba Gaby, bailando, y no estaba el matón, ni el rubio, y la de blanco dormitaba en una poltrona. «Lo hice —se dijo, exultante de felicidad—. Cambié las reglas y no pasó nada. Ahora sí puedo irme. Salvé una vida. Ya no habrá leyenda ni ascensores maléficos». Salió y tomó el ascensor, que parecía esperarlo, y enseguida entraron el rubio atractivo y el malandro. —Hola bróder. El ascensor subió hasta el piso 22, que aún estaba en construcción, y allí se abrió. Al otro día, apareció un joven locutor de «Fe y Alegría» muerto en un ascensor. Y la policía nunca supo explicar nada de aquel caso, único en Parque Central. De la bailarina Gaby Flores nadie habló, como no fuese para decir que era un prodigio de la danza moderna, que estaba triunfando en Caracas y pronto se iría a París.
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Nunca fue tan claro el amor
Harry Almela Las memorias de Mamá Blanca
Teresa de la Parra Con el susto al cuello
Fedosy Santaella
Los cuentos que integran esta muestra han sido fraguados, directa o lateralmente, sobre la base del imaginario fantástico y de horror cósmico de H. P. Lovecraft, el extraordinario narrador norteamericano que creó una mitología que hoy forma parte no sólo del universo literario, sino de la cultura popular (cómics, cine, juegos de rol). La particularidad de la compilación descansa en que los textos han sido compuestos por escritores venezolanos afectos o cercanos a ese mundo extraño que constantemente pone en entredicho los límites entre la realidad y la ficción.
De los dioses a los héroes en la mitología griega
Frank Salcedo El fantasma de la Caballero
Norberto José Olivar Los cuatro reinos. Travesía en Tierras Neutras
Andrés Hidalgo
EL RASTRO DE LOVECRAFT
ALFAGUARA SERIE ROJA
Sin duda, una novedosa propuesta narrativa que pondrá los pelos de punta a muchos lectores.
Carlos Sandoval EL RASTRO DE LOVECRAFT
Otros títulos PUBLICADOS EN ESTA serie
El rastro de Lovecraft Cuentos misteriosos y fantásticos
Selección y prólogo de Carlos Sandoval
Carlos Sandoval Crítico literario. Narrador. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Magíster en Literatura Venezolana (UCV). Magíster en Literatura Latinoamericana (USB). Docente-investigador adscrito al Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela. Profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello. Ha recibido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio de Narrativa “Daniel Mendoza” VIII Bienal de Literatura del Ateneo de Calabozo, 2000; Premio Municipal de Investigación Literaria 2001 (Alcaldía del Municipio Libertador); Premio a los Trabajos de Investigación del Personal Académico de la Universidad Católica Andrés Bello 2002; Premio del I Concurso de Crónicas de la Revista Clímax 2006; Premio I Bienal de Literatura “Julián Padrón”, mención novela corta, 2010. Entre sus publicaciones destacan: De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012. (Caracas: Alfaguara, 2013), Propuesta para un canon del cuento venezolano del siglo XX (Coordinado junto con Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares) (Caracas: Equinoccio, 2014).