2
Una semana Editorial Los editores de Viernes hemos querido conmemorar el número 100 del semanario, con una selección de cuentos publicados hasta ahora en nuestras páginas. Desde el principio hemos incluido narraciones breves que tienen la virtud de ofrecer lecciones de vida y apuntar más allá de lo narrado. Estamos convencidos de que un cuento es un poema contado. La diferencia es que el cuento (es decir, el buen cuento) es un poema entretenido y muchas veces el poema (es decir, el mal poema) resulta ser un cuento aburrido. Aquello que en el poema es metáfora, evocación, recuerdo encapsulado, en el cuento es lo mismo, pero más entretenido. Y a veces más profundo. Y es que la función del cuento no es entretener sino contar. Así como la del poema no es aburrir sino alumbrar. La unicelularidad del cuento forma parte del gran todo narrativo cotidiano: el mapa imaginativo expresado en la infinitud de la espora narrativa cerrada y abierta al mismo tiempo. En ese sentido, el cuento breve es, por excelencia, la quintaesencia de las artes narrativas. Metáfora perfecta que a fuerza de ser irrepetible lo representa todo. Todo el dolor. Todo el consuelo. Todo el clamor. Todo el silencio. Todo el misterio. El cuento es una espina, una astilla invisible que se hunde en carne viva. Pero sus florescencias también mitigan la sed y curan las heridas. El cuento es en suma, lo que no se cuenta, pero se sabe; lo que no se dice, pero se grita; lo que no se mira pero se siente. Como un poema. Sólo que más entretenido.
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El espejo que no podía dormir
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico. Augusto Monterroso/Guatemala
Instrucciones para dar cuerda al reloj
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure, porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj. Julio Cortázar/Argentina
Diálogo sobre un diálogo
A. Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernandez repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que pueda sucederle a un hombre. Yo jugaba con una navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo. Z (burlón).- Pero sospecho que al final no se resolvieron. A (ya en plena mística).- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos. Jorge Luis Borges/Argentina
Director General: Héctor Salvatierra. Subdirector General Técnico: Rodrigo Carrillo Digitalización: Boris Molina. Museo de la
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El sexo de los ángeles Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato nunca confirmado de que los ángeles no hacen el amor, quizás signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales. Otra versión, tampoco confirmada, pero más verosímil, sugiere que, si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos por la mera razón que carecen de erotismo, lo celebran en cambio, con palabras, vale decir, con las orejas. Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y sentarse, mediante el intercambio de miradas, que, por supuesto, son angelicales. Y si Ángel para abrir el fuego dice “Semilla”, Ángela para atizarlo responde “Surco”. El dice “Alud” y ella tiernamente “Abismo”. Las palabras se cruzan vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos, Ángel dice “Madero” y Ángela “Caverna”. Aletean por ahí un ángel de la guarda misógino y silente y un ángel de la muerte viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe. Sigue silabeando su amor. El dice “Manantial” y ella “ Cuenca”. Las sílabas se impregnan de rocío y aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan en el aire, sus expectativas. Ángel dice “Estoqueo” y Ángela radiante, “Herida”, él dice “Tañido” y ella dice “Relato”. Y en el preciso instante del orgasmo intraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos se estremecen, entremolan, estallan y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
La sentencia
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo. Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el
día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido. Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron: -¡Cayó del cielo! Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó: -Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así. Wu Ch’eng-en/China
Instrucciones para llorar Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del Estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Mario Benedetti/Uruguay
DIRECTORIO:
3
o. Edición: Otoniel Martínez. Diseño Gráfico: Héctor Estrada y Scarlett Pérez. Corrección: Jorge Mario Juárez. Internacionales: Édgar Quiñónez. a Tipografía Nacional: Thelma Mayén. Hemeroteca del Diario de Centro América: Álvaro Hernández.
Julio Cortázar/Argentina
4
Abecedario
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El canalón
Estuvieron despiertos mucho rato, fumando, mientras el viento se paseaba por la casa, arrancando pedazos de pared y haciendo caer piedras; del piso de arriba saltaban trozos de revoque que se estrellaban en la planta baja con estrépito. Él sólo veía de la mujer una tenue silueta, un contorno rojizo, cada vez que se avivaban las brasas de los cigarrillos: la suave curva de sus pechos bajo la tela del camisón y el perfil de su cara en reposo. Al ver la fina hendidura de sus labios, aquella leve entalladura de su rostro, sintió una oleada de ternura. Habían sujetado bien las mantas a los lados, y se apretaban uno contra otro. Aquella noche no tendrían frío. Los postigos golpeaban y por los cristales rotos de las ventanas silbaba el viento. Lo que se oía arriba, entre los restos del tejado, eran verdaderos aullidos, y en algún sitio algo batía con fuerza contra una pared, algo duro y metálico, y ella murmuró: —Es el canalón. Hace tiempo que está suelto. — Le asió la mano y prosiguió en voz baja— Aún no había estallado la guerra, yo ya vivía aquí, y cada vez que llegaba a casa y veía ese trozo de canalón colgando pensaba: «Tienen que mandarlo reparar». Pero no lo mandaron reparar. Colgaba torcido, uno de los ganchos se había caído. Yo lo oía golpear cuando hacía viento, lo oía las noches de tormenta, desde esta cama. Vino la guerra y siguió igual. En la pared se veían las marcas del agua, un reguero blanco con los bordes gris oscuro, de arriba abajo, cerca de la ventana y, a derecha e izquierda, unas manchas redondas, con el centro blanco y aros grises alrededor. Después, me fui muy lejos, trabajé en Turingia y en Berlín, y cuando la guerra terminó y yo regresé, el canalón seguía igual. Media casa se había hundido, yo había estado lejos, había visto mucho sufrimiento, muerte y sangre. Me dispararon con ametralladoras desde unos aviones y pasé miedo, mucho miedo… y, mientras, ese pedazo… de zinc seguía colgando, echando la lluvia al vacío… porque la pared se había caído. Las tejas saltaron por los aires, los árboles fueron derribados, el yeso se desprendió de las paredes, cayeron bombas,
muchas bombas, y ese pedazo de zinc seguía colgado de un solo gancho, sin ser alcanzado ni arrancado por la presión de las explosiones. Su voz se hizo más suave, casi cantarina, y ella seguía oprimiéndole la mano. —Mucho ha llovido durante estos seis años — dijo—. Mucha gente ha muerto, muchas catedrales se han hundido; pero cuando regresé el canalón seguía ahí, y las noches de viento lo oía golpear. ¿Me creerás si te digo que me gustaba? —Sí —dijo él. El viento había cesado, la noche estaba serena y el frío se hacía sentir. Se subieron las mantas y metieron los brazos. En la oscuridad ya no se divisaba nada, ni su perfil veía él, aunque la tenía tan cerca que sentía su respiración: el soplo ligero y cálido de su aliento era tranquilo y regular, y él pensó que se habría dormido. Pero, de pronto, dejó de percibirlo y buscó sus manos. Ella las asió con fuerza y él notó su calor y pensó que aquella noche no tendría que pasar frío. De pronto, se dio cuenta de que ella estaba llorando. No se oía nada, sólo por el movimiento de la cama dedujo que ella se frotaba la cara con la mano izquierda, pero tampoco podía precisarlo y, sin embargo, sabía que lloraba. Se inclinó sobre ella y volvió a sentir su aliento, que parecía resbalarle por la piel como un suave fluido. Ni siquiera cuando le rozó la fría mejilla con la punta de la nariz pudo ver algo. —Anda, échate —dijo ella en voz baja—. Vas a coger frío. Él no se movía, quería verla, pero no vio nada hasta que, de pronto, ella abrió los ojos. Entonces vio el brillo de sus ojos y el débil fulgor de las lágrimas. Ella estuvo llorando mucho rato. Él le tomó la mano y volvió a arrebujarse en la manta. Y le sostuvo la mano hasta que sintió que ella aflojaba la presión de los dedos y se soltaba lentamente. Él le rodeó entonces los hombros con el brazo, la atrajo hacia sí y también se quedó dormido y durante el sueño sus alientos se entremezclaban como caricias… Heinrich Böll/Alemania
Hablaba y hablaba... Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro. Max Aub/Francia
El perro que quería ser humano En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto. Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna. Augusto Monterroso/Guatemala
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
5
El amigo del agua El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que, a su debido tiempo, comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes. Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras, le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle. Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano, mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”. Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta. Adolfo Bioy Casares/Argentina
Te quiero a las diez de la mañana…”
Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del odio que guardo para mí. Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te digo que tengo hambre o sueño. Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío? Jaime Sabines/México
Los conspiradores No queremos dejarla en paz. Antes de suicidarse, B llamó a sus amigos. No dijo lo que intentaba ni alcanzamos a imaginarlo. B no había hecho simulacros ni ensayos generales. Nadie acudió al llamado. El abandono es injustificable. Pero, como es de suponerse, tenemos paliativos, coartadas. El teléfono suena a medianoche. Hay sobresaltos. No somos los que fuimos. Ahora cada uno tiene deberes y necesidad de levantarse temprano. El suicidio es una crítica radical a nuestro modo de vida y, en primer término, un asesinato simbólico. Todos sentimos que matamos a B, y ella, en venganza, acabó con nosotros. Nos sobrevaloramos al pensar que una palabra nuestra, un gesto solidario, los consuelos de la filosofía cristiana o estoica, la esperanza de la revolución mundial, la memoria de los buenos momentos en compañía, el despliegue de nuestras propias humillaciones y fracasos, un sarcasmo oportuno y escarnecedor… algo hubiera bastado para conjurar el suicidio. Más que en nuestro íntimo sufrimiento, en estas maniobras se revela el horror de estar vivo. Nos sentimos tan culpables que nadie quiere cargar la culpa. Entre habladurías y reproches directos, sostenemos una campaña cerrada para que alguno de nosotros expíe el remordimiento colectivo -y le haga a B en la muerte la compañía que no supimos hacerle en vida-. José Emilio Pacheco/México
6
iernes
Muerte de un rimador
Agapito Pito era un rimador nato y recalcitrante. Un buen día, viajó a un extraño país donde toda rima, aunque fuese asonante, era castigada con la pena de muerte. Pito empezó a rimar a diestra y siniestra sin darse cuenta del peligro que corría su vida. Veinticuatro horas después fue encarcelado y condenado a la pena máxima. Considerando su condición de extranjero, las altas autoridades dictaminaron que podría salvar el pellejo solo si pedía perdón públicamente ante el ídolo antirrimático se alza en la plaza central de la ciudad. El día señalado, el empedernido rimador fue conducido a la plaza y, ante la expectación de la multitud, el juez del supremo tribunal le preguntó: -¿Pides perdón al ídolo? - ¡Pídolo¡ Agapito Pito fue linchado ipso facto.
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El Eclipse
Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había opresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida. -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura. Los indígenas lo miraron fijamente, y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante, bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba, sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles. Augusto Monterroso/Guatemala
Otto–Raúl González/Guatemala
Sueño del fraile
Transitaba por un corredor y al cruzar una puerta volvía a transitar el mismo corredor con algunos breves detalles que lo hacían distinto. Pensaba que el corredor anterior lo había soñado y que éste si era real. Volvía a trasponer una puerta y entraba a otro corredor con nuevos detalles que lo distinguían del anterior y entonces pensaba que aquél también era soñado y este era real. Asi sucesivamente cruzaba nuevas puertas que lo llevaban a corredores, cada uno de los era para él, en el momento de transitarlo, el único existente. Ascendió brevemente a la vigilia y pensó: “También ésta puede ser una forma de rezar el rosario”. Álvaro Mutis/Colombia
Atardecer en la playa La señorita Gálvez no tiene tiempo de pensar en la última vez que vio a su hermano, el que murió ni de imaginar la última vez que verá al que es por morir, en cosa de meses. No tiene tiempo tampoco de ver el mar ahora que está en una terraza con vista a la playa, ni sabe si tendrá tiempo de recordar el barco que ve cuando ya no lo tenga enfrente. Ni mucho menos tiene tiempo de tratar de averiguar por qué, a veces y sin aviso, piensa en una carretera solitaria por la que va, con árboles y en invierno, como si saliera de una biblioteca o estuviera al lado de José, con quien se iba a casar pero se fue, o se murió, o la olvidó. No tiene tiempo de adivinar por qué sueña con gente que se fue como José, o que se murió como José, si sabe que cuando ella estuvo con ellos no pensó mas en ellos de lo que cualquiera pensaría. No tiene tiempo de hacer caso a los recuerdos que llaman de pronto a su memoria; los rostros, las palabras de la gente a la que quiere. Ni tienen tiempo de detenerse a imaginar qué están haciendo esas gentes a las que quiere, si se encontraron al fin con quien se iban a encontrar, si les fue bien o si están tristes. La señorita Gálvez no tiene tiempo porque no quiere saber más de la cuenta, ni imaginar lo que la cuenta no quiere que imagine. Ese barco es la vida que va pasando, y ella también está muriendo, y va siendo olvidada por la gente, hecha a un lado, como recuerdo, a favor de brisa que hay que hay que sentir, el libro que hay que leer, la gente a la que hay que oír porque está aquí, ahora, y el presente es lo único que tiene. Bárbara Jacobs/México
Gavetas
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El juramento del cautivo
El Genio dijo al pescador que lo había sacado de la botella de cobre amarillo: -Soy uno de los genios heréticos y me rebelé contra Salomón, hijo de David (¡que sobre los dos haya paz!). Fui derrotado; Salomón, hijo de David, me ordenó que abrazara la fe de Dios y que obedeciera sus órdenes. Rehusé; el Rey me encerró en ese recipiente de cobre y estampó en la tapa el Nombre Muy Alto, y ordenó a los genios sumisos que me arrojaran en el centro del mar. Dije en mi corazón: a quien me dé la libertad, lo enriqueceré para siempre. Pero un siglo entero pasó y nadie me dio la libertad. Entonces dije en mi corazón: a quien me dé la libertad, le revelaré todas las artes mágicas de la tierra. Pero cuatrocientos años pasaron y yo seguía en el fondo del mar. Dije entonces: a quien me dé la libertad, yo le otorgaré tres deseos. Pero novecientos años pasaron. Entonces, desesperado, juré por el Nombre Muy Alto: a quién me dé la libertad, yo lo mataré. Prepárate a morir, oh mi salvador. De la noche tercera del libro de Las Mil y Una Noches.
Capitulo 7/ Rayuela Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua. Julio Cortázar/Argentina
7
Amando a Lucrecia
Esta noche es él quien pregunta por ella. Recorre las calles bajo la lluvia, arrastrando el deseo de volver a verla. -Mi hermosa Lucrecia- susurra, escondido bajo el consuelo de su abrigo. Dos ancianas le miran fijamente cuando pasa por su lado -Hasta los viejos saben que te amo-. Las gotas de lluvia golpean su cuerpo, mientras un adolescente fija en él su atención. Dos chicas jóvenes, cuchichean entre ellas, esbozando una mueca. Atrás quedó el tiempo en el que ella buscaba su consuelo, sumida en lágrimas y reproches. En aquellos días, no escaseaban mujeres y cualquier sonrisa se le antojaba más hermosa que la que ya tenía. Pero ahora, estaba solo. Y la necesitaba. Las miradas furtivas de los transeúntes no dejan de atravesarle. Él es la mejor atracción de la noche: Un vagabundo solitario, ataviado con un viejo abrigo gris, lleno de agujeros de bala. Tras sus pasos, un rastro de sangre, que es pisado por niños, perros, drogadictos. Por todos, menos por él mismo. Y finalmente, ante él la casa de su amada. La joven Lucrecia, de tan solo 15 años. Las viejas botas suben los escalones despacio, haciendo crujir la madera bajo su peso. Él intenta llamar al timbre, golpear en la puerta, pero no puede dejar de llorar. Está demasiado arrepentido para molestarla, así que se queda allí parado, bajo la lluvia del cielo y la de su alma, gimoteando como un bebé. Mientras tanto, el ojo de Lucrecia le observa desde el otro lado, a través de la mirilla. Es el tercer día que vuelve y a ella aún no le ha dado tiempo de deshacerse del cadáver. Su nueva pareja se acerca a ella cuarteando la penumbra y se sitúa a su espalda. El corazón que guarda en su pecho se excita ante el terror de la joven y en muestra de agradecimiento, la abraza desde atrás, murmurando el sinsentido. El cuerpo del mendigo, aguarda en la bañera, unos metros más allá. Aún le queda una pierna por cortar, pero está demasiado avergonzado para molestarla, así que se queda allí parado, bajo la lluvia del grifo y la de su alma. Yuriko/Japón
Posesión de ayer
Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión, perdura en el hexámetro que le plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos. Jorge Luis Borges/Argentina
8
Reporte en V
Mucho Gusto
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis; luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir. -No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar, y me lo juró. El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza. -Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio -y le tendió la mano-. -Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndole con sus dedos huesudos-, Franz Kafka, para servirle. Mario Benedetti/Uruguay
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Olor a cebolla Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla. -Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla. -Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana? -No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla. La mujer era la imagen de la paciencia. -¿Quieres lavarte las manos? -No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla. -Tranquilízate. -No puedo, huele a cebolla. -Anda, procura dormir un poco. -No podría, todo me huele a cebolla. -Oye,¿ quieres un vaso de leche? -No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla. -No digas tonterías. -¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla! El hombre se echó a llorar. -¡Huele a cebolla! -Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla. -¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste! La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar. -¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla! -Como quieras. La mujer cerró la ventana. -Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no. La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido. La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente. El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga. -¡Ay! El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía. Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio. -¿Qué pasa? La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho: -Nada, que olía un poco a cebolla. Camilo José Cela/España
La Co
Hace días pasé a ver a mi amigo, el per limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció u —Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos —¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo c —Es extraño… ¿Por qué, pues? —Y mira porqué… ¡Ven acá! Misha me llevó a la mesa y extrajo una ga —¡Mira! Yo miré en la gaveta y no vi definitivamen —No veo nada… Unos trastos… Unos c —¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez Una colección memorable. Y Misha apiló en sus manos todos los tras —¿Ves este cerillo quemado? —dijo, cerillo—. Este es un cerillo interesante. El a panadería de Sevastianov. Casi me atraganté espalda, si no se me hubiera quedado en la encontrada en un bizcocho, comprado en la manos, sin pies, pero con uñas. ¡El juego de la en un salchichón, comprado en uno de los m bañaba alguna vez en una sopa, que yo tomé una albóndiga, en la misma estación. Esta co ambos en un mismo pan de Filippov. El boqu lo encontró en una torta, que le fue obsequi obsequiada en una jarra de cerveza en un t me lo tragué, comiéndome una empanada e —¡Admirable colección! —Sí. Pesa libra y media, sin contar todo lo he tragado yo, probablemente, unas cinco, s Misha tomó con cuidado la hoja de periód vuelta en la gaveta. Yo tomé en la mano el el pan.
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Colección
El asesino
riodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se un vaso. s por el pan! convido con pan, pero a un amigo nunca.
aveta:
nte nada. clavos, trapitos, colitas… z años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos!
stes y los vertió sobre una hoja de periódico. mostrándome un ordinario, ligeramente carbonizado año pasado lo encontré en una rosca, comprada en la é. Mi esposa, gracias, estaba en casa y me golpeó por la garganta este cerillo. ¿Ves esta uña? Hace tres años fue panadería de Filippov. El bizcocho, como ves, estaba sin a naturaleza! Este trapito verde hace cinco años habitaba mejores almacenes moscovitas. Esa cucaracha reseca se mé en el bufete de una estación ferroviaria, y este clavo en olita de rata y pedacito de cordobán fueron encontrados uerón, del que quedan ahora solo las espinas, mi esposa iada el día del santo. Esta fiera, llamada chinche, me fue tugurio alemán… Y ahí, ese pedacito de guano casi no en una taberna… Y por el estilo, querido.
o que yo, por descuido, alcancé a tragarme y digerir. Y me seis libras… dico, contempló por un minuto la colección y la vertió de vaso, empecé a tomar té, pero ya no rogué mandar por Antón Chéjov/Rusia
Bíblica Levantó el sitio y abandonó el campo… La cita es para hoy en la noche. Ven lavada y perfumada. Unge tus cabellos, ciñe tus más preciosas vestiduras, derrama en tu cuerpo la mirra y el incienso. Planté mi tienda de campaña en las afueras de Betulia. Allí te espero guarnecido de púrpura y de viento, con la mesa de manjares dispuesta, el lecho abierto y la cabeza prematuramente cortada. Juan José Arreola/ México
Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni que estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni qué había estado haciendo. No podía recordar nada. La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, y cintas transportadoras, y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas. Tomó uno de los revólveres acabados de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada. Recogía el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas. –¿Quién Soy? –le dijo pausadamente, indeciso. El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no le había escuchado. –¿Quién soy? ¿Quién soy? – gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista. Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo. Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más. Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia. “¿Quién soy?” , le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta. Pero el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr. Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer
pulsó un botón rojo en la pared. Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente. “¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!” – bramaron los altavoces. Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando. Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella. La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado. Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. “¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que solo quiero saber quién soy!” Dispararon, y los rayos de energía le abatieron. Todo se volvió oscuro… Les observaron cómo cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó. “Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando”, dijo el guarda. “No lo entiendo”, dijo el segundo, rascándose la cabeza. “Mira ese. ¿Qué era lo que decía? Solo quiero saber quién soy. Eso era”. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien.” Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva. Stephen King/Estados Unidos
9
10
Contando el tiempo
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Un pequeño error de cálculo Regresa el Cazador de su jornada de caza, magullado y exhausto, y arroja el cadáver del tigre a los pies de la Recolectora, que está sentada en la boca de la caverna separando bayas comestibles de las venenosas. La mujer contempla cómo el hombre muestra su trofeo de ufanía, pero sin perder esa vaga actitud de respeto con que siempre la trata; frente al poder de muerte del Cazador, la Recolectora posee un poder de vida que a él le sobrecoge. El rostro del Cazador está atirantado por la fatiga y orlado por una espuma de sangre seca; mirándole, la Recolectora recuerda al hijo que parió la pasada luna, también él todo sangre y esfuerzo. Se enternece la mujer, acaricia los ásperos cabellos del hombre y decide hacerle un pequeño regalo: durante el resto del día, piensa ella, y hasta que el sol se oculte por los montes, le dejará creer que es el amo del mundo. Rosa Montero/España
Corrido Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quien sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz. Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio. La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su pileta de piedra. La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su calle. La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista. —Oiga amigo, qué me mira. —La vista es muy natural. Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar.
El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero. La muchacha cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se derramaba. Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto. Los que la quisieron estaban en el último suspenso, como los gallos todavía sin soltar, embebidos uno y otro en los puntos negros de sus ojos. Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo. Ésa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco con el sarape. De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro. Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno le queda tantito resuello. Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar y hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado la tiznada. Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora. Juan José Arreola/México
Tragedia María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga. Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo. Pero la parte que ella sacó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos. Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante. ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo? Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo. Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aun sigue feliz, muy feliz, sintiendo solo que es un poco zurda. Vicente Huidobro/Chile
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El Puente
318 palabras Cuento fantástico - Un puente que tiene vida, y siente como cualquier humano. Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta esas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse. Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme. Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mÍ. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz. Franz Kafka/Rep. Checa
11
El nacimiento de la col
En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la mas linda rosa nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios. Eres bella - Lo soy – dijo la rosa. Bella y feliz- prosiguió el diablo-. Tienes el color, la gracias y el aroma. Pero… ¿Pero?... No eres útil. ¿No miras esos árboles llenos de bellotas? Esos, a más de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Roda, ser bella es poco… La rosa, entonces –tentada como después lo sería la mujer- deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura. Pasó el buen Dios después al siguiente. Padre, dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza-, ¿queréis hacerme útil? Sea, hija mía- contestó el Señor, sonriendo. Y entonces el mundo vio la primera col. Rubén Darío/Nicaragua
La Francesa
Me dice que está aburrida de la gente. Las conversaciones se repiten. Siempre los hombres empiezan interrogándola en español. “¿Usted es francesa?” y continúan con la afirmación en francés. : “J´aime la France”. Cuando, a la inevitable pregunta sobre el lugar de su nacimiento ella contesta “París”, todos exclaman “Parisienne”, con sonriente admiración, no exenta de grivoiserie como si dijeran “comme vous devez éter cochonne¡”. Mientras la oigo recuerdo mi primera conversación con ella: fue minuciosamente idéntica a la que me refiere. Sin embargo, no está burlándose de mí. Me cuenta la verdad. Todos los interlocutores le dicen lo mismo. La prueba de esto es que yo también se lo dije. Y yo también en algún momento le comuniqué mi sospecha de que a mí me gusta Francia más que a ella. Parece que todos, tarde o temprano, le comunican ese hallazgo. No comprenden –no comprendemos- que Francia para ella es el recuerdo de su madre, de su casa, de todo lo que ha querido y que tal vez no volverá a ver. Adolfo Bioy Casares /Argentina
Cuentos largos
¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una página! ¡Ay, el día en que los hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol que un hombre le dé concentrado en una chispa; el día en que nos demos cuenta de que nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta lo suficiente; el día en que comprendamos que nada vale por sus dimensiones –y así acaba el redículo que vio Micromegas y que yo veo cada día-; y que un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo y hacerlo universo! Juan Ramón Jiménez/España
12
Tragaluz
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
El Recto
Historia de Ts’in Kiu-Po Ts’in Kiu-Po, natural de Lang-Ya, tenía sesenta años. Una noche, al volver de la taberna, pasaba delante del templo de P’onchan, cuando vio a sus dos nietos salir a su encuentro. Lo ayudaron a andar durante un centenar de pasos, luego lo asieron del cuello y lo derribaron. -¡Viejo esclavo -gritaron al unísono-, el otro día nos vapuleaste, hoy te vamos a matar! El anciano recordó que, en efecto, días atrás había maltratado a sus nietos. Se fingió muerto y sus nietos lo abandonaron en la calle. Cuando llegó a su casa quiso castigar a los muchachos, pero éstos, con la frente inclinada hasta el suelo, le imploraron: -Somos tus nietos, ¿cómo íbamos a cometer semejante barbaridad? Han debido ser los demonios. Te suplicamos que hagas una prueba.
El abuelo se dejó convencer por sus súplicas. Unos días después, fingiendo estar borracho, fue a los alrededores del templo y de nuevo vio venir a sus nietos, que lo ayudaron a andar. Él los agarró fuertemente, los inmovilizó y se llevó a su casa a aquellos dos demonios en figura humana. Les aherrojó el pecho y la espalda y los encadenó al patio, pero desaparecieron durante la noche y él lamentó vivamente no haberlos matado. Pasó un mes. El viejo volvió a fingir estar borracho y salió a la aventura, después de haber escondido su puñal en el pecho, sin que su familia lo supiera. Era ya muy avanzada la noche y aún no había vuelto a su casa. Sus nietos temieron que los demonios lo estuviesen atormentando y salieron a buscarlo. Él los vio venir y apuñaló a uno y a otro. Kan Pao/China
Un sueño En un desierto lugar de Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mi escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular…El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben. Jorge Luis Borges/Argentina
Tenía la heroica manía de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos. Su vida era un sufrimiento acerbo y una espantosa pérdida. Iba detrás de familiares y criados, ordenando paciente e impacientemente lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda. Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos con voz débil que pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros, las cajas de las medicinas. Y cuando murió y lo enterraron, el enterrador le dejó torcida la caja de la tumba para siempre. Juan Ramón Jiménez/España
Blancanieves se despide de los siete enanos Prometo escribiros, pañuelos que se pierden en el horizonte, risas que palidecen, rostros que caen sin peso sobre la hierba húmeda, donde las arañas tejen ahora sus azules telas. En la casa del bosque crujen, de noche, las viejas maderas, el viento agita raídos cortinajes, entra solo la luna a través de las grietas. Los espejos silenciosos, ahora, qué grotescos, envenenados peines, manzanas, maleficios, qué olor a cerrado, ahora, qué grotescos. Os echaré de menos, nunca los olvidaré. Pañuelos que se pierden en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos. Leopoldo María Panero/España
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Crianzas
Siempre imagino que mi madre tiene nada mas que veinticinco años (la edad que ella tenia cuando yo nací), de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toses, pensar como una viaja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico como siendo tan joven se acuesta tan temprano. Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que en seguida recupera sus veinticinco años. Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque se que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de veinticinco: a nuestros funerales una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer. Cristina Peri Rossi/Uruguay
Carta a Jamie
Bueno, la Navidad con todos sus viejos horrores ha vuelto a caer sobre nosotros. Los negocios están llenos de fantástica basura y todo lo que uno quiere no está. Gente con expresiones tensas y doloridas revisa objetos de cristal distorsionado y de cerámica, y es atendida, si esa es la palabra correcta, por idiotas especialmente contratados, en libertad condicional de instituciones psiquiátricas, algunos de los cuales, mediante un esfuerzo especial, pueden distinguir una tetera de un picahielo. Raymond Chandler/Estados Unidos
La víbora y la culebra de agua Una víbora acostumbraba a beber agua de un manantial, y una culebra de agua que habitaba en él trataba de impedirlo, indignada porque la víbora, no contenta de reinar en su campo, también llegase a molestar su dominio. A tanto llegó el enojo que convinieron en librar un combate: la que consiguiera la victoria entraría en posesión de todo. Fijaron el día, y las ranas, que no querían a la culebra, fueron donde la víbora, excitándola y prometiéndole que la ayudarían a su lado.
Empezó el combate, y las ranas, no pudiendo hacer otra cosa, sólo lanzaban gritos. Ganó la víbora y llenó de reproches a las ranas, pues en vez de ayudarle en la lucha, no habían hecho más que dar gritos. Respondieron las ranas: — Pero compañera, nuestra ayuda no está en nuestros brazos, sino en las voces. En la lucha diaria tan importante es el estímulo como la acción. Esopo/Grecia
13
Epitafio de una perra de caza La Galia me vio nacer, la Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo de mi dueño o de mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis ladridos. ¡Madre desdichada! La muerte me alcanzó al dar a luz a mis hijos. Y, ahora, un estrecho mármol cubre la tierra donde yo descanso. Petronio/ Imperio romano
14
Ventanas
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Hache dos O
Ni puede dejar de nadar. Avanza, pero siempre vuelve al lugar de partida. No sirve, seguro que no, mejor nadar a crol. Aún no ha probado el otro estilo, pero no le funcionará. A mariposa es agotador. Un rato de espaldas, o mejor se deja llevar por la corriente. Los pies no siguen el ritmo, los brazos se fatigan al cortar el agua. Quizá buceando pueda salir a flote. ¿Y si lo intenta al revés? No hay nada que hacer, salvo nadar, y nada y nada en círculos en esta agua incierta. Y ahora se hunde, se ahoga en un mar de dudas. Almudena Albi/España
Ladrón de sábado
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir. A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y. mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es
ella. Ana se queda dormida en un dos por tres. A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad. En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala. Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece. Gabriel García Márquez /Colombia
Árbol de fuego Es el niño primero de la clase, extraño niño de sobresalientes y matrículas. Por las tardes abunda en sustancia, y en el parque soslaya la facilidad de los cerezos y los arces y trepa, con dificultades, a lo más alto de un árbol de fuego. Abajo, intuyendo la caída que algún día tendrá que llegar, espera sin prisas otro niño, éste mas discreto tras sus gafas: el que fantasea en la clase en el último pupitre bajo el mapa, donde nunca llegan los premios del maestro. Hipólito G. Navarro/España
Felinos
Algo sucede entre el gato y yo. Estaba mirándolo desde mi sillón cuando se puso tenso, irguió las orejas y clavo la vista en un punto muy preciso del ligustro. Yo me concentré en él tanto con él en lo que miraba. De pronto sentí su instinto, un torbellino que me arrasó. Saltamos los dos a la vez. Ahora ha vuelto al mismo lugar de antes, se ha relajado y me echa una mirada lenta como para controlar que todo está bien. Ovillado en mi sillón, aguardo expectante su veredicto. Tengo la boca llena de plumas. Raúl Brasca/Argentina
iernes
Guatemala, viernes 4 de septiembre de 2015
Lección de sueño -No vuelvas a pensar en eso, esta misma tarde lo resolveré. -Pero ¿cómo? Desde hace días estoy así. -En un Minuto te lo explicaré. -… conozco las causas, no creas. Las he analizado, y en esta temporada parecen haberse reunido muchas. Llevo varias noches sin dormir; lo hago si tomo alguna pastilla. Y no puede ser. Le tengo horror a esa falsa dulzura de los somníferos. Anoche el in-somnio fue total. -Te entiendo; escúchame bien. Esta tarde compraré las otras semillas adecuadas y verás cómo todo pasa. -Dime que harás. -Lo mismo que hizo la abuela en mi infancia. Hubo días en que no lograba dormirme; tenía miedo a la oscuridad y al vacío de las noches. Mi abuela lo descubrió, y esas tarde dijo: “Dejamos de dormir cuando los pájaros comen semillas del sueño. Te han estado rondando y por eso sigues en vigilia. Desde hoy será perfecto. He cosido dentro de esta bolsita las semillas que los pájaros quieren. Voy a colocarla junto a tu almohada, y ellos no picotearán las que pertenecen a tu sueño”. José Balza/Venezuela
15
Novela policíaca Lo que mas me molestó, irritó, por lo que me juré no volver a hacerlo más, por muy motivado que estuviera, por mucha fama que estuviese esperándome, fue que, tras ordenar de una forma coherente toda la historia en mi cabeza, dar los antecedentes de lo ocurrido, explicar la importancia de la mujer rubia en todo esto, atar cuanto cabo permaneciera suelto y procurar no dejarme ningún cadáver sin mencionar, todo narrado despacito y con buena letra, hora tras hora, al final del interrogatorio al policía solo se le ocurrió decir quién era yo, que después de tantas preguntas como hizo ya se le había olvidado incluso de qué se me acusaba. Paul M. Viejo/España
A ritmo de taxímetro Nombre y apellidos: Santiago Lozano Romero. Número de licencia:12.728. Número de matrícula M-7839-SK. Número de DNI:39776358C. Número de permiso:20.389. Caducidad: 06/2003.¿Cuántas veces lo habré leído? Seguro que puedo calcularlo. Le dieron el taxi en noviembre del noventa y tres. Poco antes de casarnos.. Estamos en marzo del dos mil. De noviembre a marzo hay cuatro meses. Seis años y cuatro meses. Doce por seis setenta y dos más cuatro setenta y seis. Setenta y seis meses sin faltar un solo jueves a ver a su madre. Beatriz Cuevas/México
En el insomnio El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome un taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente. Virgilio Piñera/Cuba
La niña
La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: “Sabe hablar algunas palabras de español. Quizá alguien español la quiera”. La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños. -¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver? La niña miraba al suelo. -¿Ser nice?- y todos se reían-. Me custa el socolate. –Y todos se burlaban. La niña cayo enferma. “No tiene nada”, decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando, la niña se sintió morir. Y dijo: -Me muero. ¿Está bien dicho? -Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español. Juan Ramón Jiménez/España