FRAGMENTOS . . . SOBRE ARQUITECTURA
“. . . si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios, o del Demonio, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema . . .” Federico García Lorca
. . . Fragmentos que discurren sobre arquitectura que proponen puntos de encuentro y de ruptura . . .
Cuando la arquitectura es una actividad que es asimilada durante toda nuestras vidas, es evidente que algunos devenimos arquitectos desde el momento mismo en que emprendemos el camino que inauguran los estudios universitarios; muchos otros devenimos arquitectos desde el momento mismo de nuestro nacimiento, pero no como consecuencia directa de una engañosa noción de “genialidad” sino debido a un conjunto de experiencias transversales que determinan nuestro arraigo en esta particular manera de aproximarnos al mundo y a la “alteridad”. Desplegar el mismo rasero para “enjuiciar” a unos y a otros, para promover así su “normalización” bajo el amparo de un sistema educativo ingenuamente fundamentado en la “introyección” sistemática de información “barnizada" de autoridad al estudiante, es en lo personal, una desafortunada incongruencia. Es imperativo que favorezcamos con prestancia, el establecimiento de un pensamiento crítico y autónomo en estadios tempranos de aprendizaje que permita la reformulación de las preguntas a un escenario cambiante de manera “automática” pero que paulatinamente se transfigure en . . . acto reflejo “natural”. Debemos estimular la construcción de un pensamiento flexible que lidie con las reales circunstancias de un mundo que se reformula con gran velocidad. Este pensamiento debe ser un “taller” de ensayo y experimentación que funcione al mismo tiempo como una “fabrica” en constante marcha y revolución, desgarrando así las telarañas del siempre aventajado status quo y reivindicando a la eternidad un fragmento de presente que se halla en perpetua e inacabada “génesis” de sí mismo. Este “laboratorio” de continua producción intelectual, mestizo de taller y fabrica, deberá estimular aquella curiosidad que fue común a nuestra infancia y capacitaba para anticipar la aparición de esporádicos fenómenos en esta realidad; inéditos para el individuo pero
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ya celebres para los ciclos de la historia. En este híbrido entre producción artesanal e industrial, si la presencia del docente debe ser una suerte de “mal necesario”, el estudiante deberá recibir de este experiencias y certezas particulares que abonen el camino exploratorio hacia la inventiva y la creatividad relegadas, nunca verdades totalizadoras o posturas que nublen el horizonte con dogmas y formas de pensar autoritarias y “estrechas”. De requerir su presencia el docente deberá proceder como un guía; estratega y “administrador” de recursos que se hallan representados en las capacidades de los estudiantes, una “presencia” transversal que acompañe e incentive la creación en medio del debate en abandono constante de una actitud paternalista. Consecuencia de estas posturas que aún prevalecen y de programas curriculares que se yerguen “estructurados” e inflexibles, varias disyuntivas entre arquitectura y ciudad se han establecido en verdaderos e infranqueables paradigmas, gracias a una pedagogía disgregadora de la propia disciplina. Asimismo, que sean cinco o seis asignaturas de construcción, una o dos más de historia, cinco o cuatro años de carrera, es completamente irrelevante cuando los contenidos de las asignaturas “yacen” henchidos de obsolescencia, o bien, cuando restamos tiempo para imaginar, reflexionar y elaborar nuestro criterio para abarcar la vetusta y roñosa empresa artesanal de manufacturar maquetas “hiperrealistas” que pretenden explicar y suplantar a la realidad; tareas cuyas herramientas de elaboración comprometen la integridad física de quien las “sueña” desvelado. Una rotunda negligencia. Los arquitectos acometemos el proceso creativo en nuestras mentes, reservorio inagotable de insumos rememorados, y el “ideal” aguardado es la sustentación de aquella creación presentando argumentos “racionalmente posibles y alcanzables”; la potencial levedad en la “lucidez” de las ideas debería significar por lo menos el “escarnio público”, sobre la base de que cualquier obra de arquitectura debe de abstenerse de erigirse como accesorio de decoración dentro de la “matriz urbana” de una ciudad; un edificio producido sin un propósito debería ser asimilado a un “extraño sin rostro”. Sin embargo, no solo los pretendientes de los consabidos “15 minutos de fama” que el sistema de concursos promueve padecen de confusión o “delirio” teórico al momento de explicar sus proyectos; de tanto en tanto, se proclaman juzgamientos que aprovechan los vacíos de una disciplina que aún no puede pretenderse como “científica” para sustentar verdaderas entelequias “en boga” que se fraguan etéreas y gráciles gracias al carácter mediático “fugaz” propio de nuestro tiempo. Entonces persiste aún la ausencia de un conjunto de ideas explicitas que propongan un rumbo; una suerte de manifiesto . . . una hoja de ruta. La “congregación” formal de dichas ideas proporciona la construcción ideológica requerida para la “demostración” teórica de aquellos proyectos, pero la trascendencia del sustrato ideológico se expande, al punto de constituir la única fórmula de validación de arquitecturas del pasado para su
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incorporación en el sustrato intangible de la memoria colectiva, es decir, su indexación como obras que merecen ser sujetas a conservación. En este escenario, de una disciplina difícilmente definible como “científica” que desea explicar sus procesos y respaldar sus resultados, los discursos se “actualizan” o reinterpretan, unas veces con torpeza y maneras caprichosas, otras veces con destreza e intenciones objetivas. Enfrentamos entonces la dialéctica dúctil entre ideas abstractas que se asignan a formas o lenguajes semejantes materializados en épocas distintas; el ángulo recto como epitome del proceso de industrialización y resultado de la racionalidad de los sistemas de producción “en serie” de principios del siglo XX, o bien, el ángulo recto como representación de otra racionalidad que demanda el uso justificado de la mano de obra o de los recursos naturales, en el paradigma contemporáneo de la sostenibilidad. Dialéctica entre ideas y formas que rinde también la formación de discursos que evolucionan o se improvisan; divergencia entre “arquitecto” y “diseñador”. El primero es consciente de su proceder así experimente, en tanto que el segundo no se compromete con un ideario limitándose a manipular a discreción los elementos del lenguaje; de vez en cuando construyen demagogias para la sustentación provisional de sus proyectos, guarecidos en una prolífica experimentación. Sin embargo, también impuesto por el descubrimiento de la disciplina misma se instauran juicios que atrofian; la noción de tipología es como una “camisa de fuerza” o apretada vestidura que pretende explicar el proceso al tiempo que congela su evolución y adormece la arquitectura frente al “marasmo” publico existente puesto que sus interiores se advierten independientes de cualquier cambio o temática social. Pretender dilucidar los secretos que guarda la arquitectura mediante un inventario de sus actuales y potenciales fisonomías es un camino que se rinde agotado con solo avanzar unos cuantos pasos. La tipología solo trasciende hasta cuando se pronuncia su “nombre” . . . es un claustro, es una torre . . . ¿ Luego qué ?. En ocasiones he presenciado la formulación de posiciones que desconocen el “marco teórico” de cada época y comparan apresuradamente y con ligereza obras separadas por siglos de evolución, para desarrollar planteamientos que justifican el “tabú” que entraña la discusión abierta sobre plagio. En el periodo medieval los cambios verdaderamente sustanciales que sufrieron los diversos sistemas ideológicos, entre ellos la arquitectura, necesitaron de un prolongado e intrincado camino. Comparar catedrales medievales, por ejemplo, que comparten inexorablemente una “técnica” restringida por los avances científicos de la época, en un periodo histórico “extenso” caracterizado por la imposibilidad de la crítica y el señalamiento de las incoherencias y las injusticias involucradas en su construcción, es difícilmente asimilable a la proliferación actual de prismas “levitantes”, que pertenecen al dominio de lo meramente abstracto. Aquellas catedrales, monasterios, palacios o iglesias compartían la “estabilidad” de un lenguaje y una filigrana que
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constituían representaciones de una espiritualidad y jerarquía en “orden” y perpetuidad. Existía la idea de una “salvación eterna” y más aún, “Dios no había muerto” todavía. Había por aquel entonces una sola manera de proceder, un “tratado” o acuerdo generalizado; el lenguaje era limitado por las propias limitaciones de la técnica y las creencias espirituales; eran tantas las articulaciones entre los elementos como la piedra, la argamasa y la fe podían sostener. Bastante fue que Brunelleschi dispusiese arcos apoyados sobre columnas y no sobre pilastras. En contraposición, en la actualidad existen diversas maneras de proceder; la multiplicidad del lenguaje y el repertorio de formas han evolucionado al punto de la indeterminación. Es ingenuo pretender concebir un “tratado” sobre la arquitectura en nuestros días, en la forma de los antiguos. Nuestro vocabulario, aquel de nuestra disciplina y el que nos permite expresarnos sin hablar, es ilimitado y sin referencias explicitas al pasado; va mucho más allá del arco que conocían los romanos o de los órdenes de los griegos, a tal punto que ciertas propuestas contemporáneas proponen espacialidades en las que es simplemente imposible detenerse a detallar si la puerta es puerta, arco o gruta . . . simplemente porque los elementos “clásicos” del lenguaje se han desvirtuado de tal manera que ya no permiten o remiten a dichas referencias. El debate contemporáneo ha suscitado argumentos “experimentales” sobre la alternancia de la envolvente en los edificios como una suerte de “apariencias inestables”; la posibilidad de que un edificio permute su envolvente en concordancia con las tendencias del momento para salir en defensa del deterioro casi “biodegradable” de un edificio público tripartito, es un encuentro incongruente con la noción más difundida que tenemos sobre patrimonio. ¿ Cómo adjetivar a una construcción el título de arquitectura patrimonial, que amerita su conservación y manutención, cuando contempla que su envolvente y por tanto su apariencia cambie periódicamente ? ¿ No es la pretensión de cualquier obra la conservación de su “identidad” y la estabilidad del hecho consumado para perpetuarse en la historia ? ¿ Cuándo nació la idea de la arquitectura publica efímera y hasta ahora nos damos cuenta ? Demasiada apreciación material del objeto ¿ Por qué no regresar al ser humano ? Aquel que es motivo “ultimo” de nuestra creación y que se halla ausente en arquitecturas de papel que replican el estado embrionario de maqueta y a las cuales peregrinamos motivados por la moda y la imagen espectacular. Permanece aún un aroma de fracaso al conjeturar sobre la arquitectura del movimiento moderno y se le acusa de algunos pecados capitales. Pecó por pretender la homogenización de las sociedades y la búsqueda de un hombre tipo o “ideal”. Sin embargo, creo que es justicia rescatar el rigor “ejecutivo” y la racionalidad constructiva, binomio que nos ayuda a vestir de estructuralismo esencial y no a simplemente “revestir” un sistema de pórticos en concreto. Rememoro la cabaña primitiva de Laugier con el orden derrotado en el suelo y sobre el que se
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apoya una mujer que señala la esencia estructuralista de la cabaña construida con troncos de madera en el plano posterior. ¿ No es acaso el mismo mensaje de la estructura domino ? Renuncia del ornato y supremacía de la esencia; lo que permanece. De simplificación extrema y desbordante inmediatez también se ha culpado a las nuevas tecnologías; el problema no radica en la tecnología, sino en el uso que se hace de ella, uso que corresponde a la discreción de cada cual. Una posición resistente a la novedad revela un miedo al cambio; nuevos campos exploratorios se cierran, y la pragmática eficiencia que demanda el mundo contemporáneo nos arremete. La sobreproducción de arquitectos formados en academias, se presenta ante el mercado laboral, como el problema de un “excedente” de profesionales a los que se pide cada vez más la especialización de su trabajo y la compartimentación de su vida individual y que siguen distinguiéndose falsamente por sus academias de origen cuando es evidente que ya todos nos encontramos bebiendo de idénticas fuentes. Sin embargo, es injusto y nocivo considerarnos portadores de una especie de cruz del “subdesarrollo” o “ser” la piel de un estigma marcado con hierro ardiente a expensas de justificar el estado actual de nuestra surreal realidad nacional. Prueba de ello, es que paradójicamente, la realidad de la formación de arquitectos en otros países como España o Italia, se concentra en contadas escuelas en las que se acumulan ejércitos desproporcionados de estudiantes que en masa reclaman otras metodologías de enseñanza. Consecuencia de una desactualización “ubicua” continuamos ingenuamente arraigados en un pensamiento que considera que los estándares de cómo se deben hacer las cosas permanecen absolutos e inamovibles en el contexto de los países que se hace llamar “desarrollados”. Para esta generación, la nuestra, los arquitectos deberán adentrarse en territorios desconocidos con la convicción certera de encontrar fórmulas que vuelvan a seducir a aquella sociedad urbana que ayudamos a construir dotándola de un mundo material sobre el cual realizarse; es tiempo de abandonar la dirección de “orquesta” y devenir diestros “alquimistas”. Si los “dominios” de la arquitectura eran ya vastos y entrañaban operar sobre un entramado de conocimientos especializados, ahora la arquitectura es exponencialmente compleja, un “híbrido de conocimientos” que invierten hasta en el más mínimo detalle y que se remite a la indexación de otras áreas mayores para el necesario entendimiento del mundo que habitamos. ¿ Cuál es el modo de operar en la nueva concepción ? Considero que es el trabajo en equipo, enfocado primordialmente en la generación del ideario arquitectónico que exceda la pretensión generalizada de diseño; menos figuras en solitario y más colectivos a escena, menos virtuosismos formales sin fundamento y más contenidos. Es posible que sea la acertada vía de abordar el caleidoscopio urbano que nos marea y sorprende, también la de entendernos como profesión.
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Conviene citar por esto la existencia en “paralelo” de prácticas arquitectónicas diversas al interior de una nación o cultura, siendo aquellas menos publicitadas las que albergan un denotado encanto por descubrir. En síntesis, una escena bicéfala o dual compuesta por arquitectos experimentados consolidados y por arquitectos experimentales emergentes. Solo por dar un ejemplo, en Francia arquitectos como Jean Nouvel se consideran como un ejemplo de la primera, en tanto que Lacaton & Vassal son claro ejemplo de la segunda. En Colombia recientemente nos hemos quedado sin la “una” y hasta ahora está evolucionando la “otra”. Consecuencia de lo anterior, el camino hacia la identidad es exploratorio, no determinista; puede que lleguemos a algo como puede que no, pero lo importante es abonar el terreno para la existencia de varias prácticas de carácter diverso y plural, y no una figura mesiánica que con su partida haga sentirnos huérfanos y que situé en suspenso el desarrollo normal y concatenado de cualquier tipo de producción cultural que se pretenda verdaderamente como plural y democrática; una sociedad “corona” a sus propios ídolos y es momento de pedirlos audaces y sin miedo. Algunas intervenciones desencadenadas por la divulgación y generalización de la discusión en los medios descentralizados de comunicación como la “Red de Redes” reclaman la concepción de arquitecturas que consecuentemente sean producto de “nuestro proceso histórico”. Sin embargo, considero imposible entendernos como sociedad y constructores del espacio local, sopesándonos como un pueblo “virgen” que aislado contempla el devenir de otras tantas en las que aparentemente no nos vemos reflejados. ¿ Pero acaso cuando nos acomodamos frente a un espejo, muchas veces no estamos “ataviados” de vestiduras que desvirtúan la verdadera percepción de nuestras formas ? Culturas lejanas que se miran una frente a otra sin estar engalanadas de una pretendida “producción histórica local” devienen más que hermanas. ¿ Cuáles son los límites de nuestra proclamada “identidad” ? o ¿ Cuáles son las magnitudes que posee aquello que denominamos como “nuestro” y cuales aquello que pertenece sin enajenar al “resto” de la humanidad ? Pretencioso aseverar que la producción cultural de una nación moderna empezó de cero ¿ Dónde empieza una cultura y donde termina . . . para dar paso a la otra ? La “identidad”, concepto singular entrecortado que algunos sienten como un vacío que se debe llenar. ¿ Es esto imperativo cuando somos del lugar e igualmente somos del mundo ? Somos ciudadanos del mundo, y aun así continuamos arropando nuestra condición con un “nacionalismo epidérmico” que desaparece con la primera capa de sudor: “. . . un país en donde hay en cada esquina una fiesta . . .” propone el anuncio en la televisión al referirse a la venta ambulante que es amenizada por una ola de consumidores; parece más un país de oportunidades al alcance de cada bolsillo. En lo personal, creo que la arquitectura será “colombiana” el día que ya no tenga que serlo ...
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“. . . Yo soy español integral y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; pero odio al que es español por ser español nada más, yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista, abstracta, por el sólo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula, pero antes que esto soy hombre del mundo y hermano de todos. Desde luego no creo en la frontera política . . .” Federico García Lorca
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