Finalistas del I concurso "Entre líneas"

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ÍNDICE

Título

Pág.

Barisal City

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Diario de un muerto

8

Diario del sueño herido

17

El precio de la memoria

22

El proceso de la escritura

27

El viaje de los domingos

28

Historia de vida

32

Huellas de barro

35

La pulsera

39

No hay luz al final del túnel

44

No me repitas que no sabes

47

Poesía

55

Se ruega silencio

58

Teclas negras y blancas

63

Una ilusión opaca

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Barisal City

Miguel Pérez Perez

-

¡Abul! ¡Baja ahora mismo que llegamos tarde!

Abul es un niño bengalí de nueve años de edad aunque aparenta tener menos por su corta estatura. En puntillas y estirado lo máximo posible, Abul se aferra al borde de la cornisa de la azotea. Desde ahí puede divisar los pocos edificios levantados sobre el horizonte de Barisal City. A lo lejos de su mente se pierden los gritos de su madre. Hoy no tiene ganas de ir a misa, tiene ganas de explorar el mundo.

-

Este chico me pone de los nervios. ¡Abul! ¡Que bajes!

-

No insistas mujer. No quiere oírte. Id vosotros, yo me quedaré con el muchacho.

-

Pero padre, debemos ir a misa toda la familia.

-

Déjale por esta ocasión Sunetra. Ya habrá otros muchos domingos.

-

¿Estas seguro de querer quedarte?

-

Si, tranquila. Además el dolor de cadera ha empeorado y me vendrá bien no moverme mucho. Rezad por mí en la iglesia.

Abul mira desde lo alto cómo el ferry con sus padres, hermanos, tíos, primos y vecinos se aleja hacia una de las torres repartidas por el horizonte. Desde ese lugar, Abul puede contar 29 torres que sobresalen del nivel del mar. Pero se pregunta cuántas habrá bajo él.

El abuelo sube lentamente las escaleras de los tres pisos hacia la azotea.

-

¿Qué te sucede pequeño? -pregunta mientras toma asiento en el último escalón. Justo en el último momento de sentarse, se fija en el pequeño camaleón que a punto ha estado de aplastar-.

-

Abuelo, ¿cuántas torres hay debajo del agua?

-

¡Uy!, ya ni me acuerdo -afirma el viejo mientras se pasa las manos por la cabeza. El calor es sofocante incluso para los que viven allí-. Era muy pequeño, poco mayor que tú, cuando el mar alcanzó la ciudad.

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-

¿Qué sucedió?

-

¿Acaso no te lo han contado en la escuela? -El muchacho asiente pero el viejo sabe a qué se refiere con esta pregunta-. La verdad es que nunca he llegado a creerme las historias que se cuentan sobre lo que sucedió. A mi parecer, llovió tanto por aquellas fechas que los ríos y el mar se unieron en uno solo, tragándose la tierra a su alrededor.

-

En la escuela, el profesor Shawkat nos dijo que el mar subió porque hacía mucho calor.

-

¡Ja, ja, ja! -Ríe el viejo desde su escalón enseñando las encías desnudas de dientes -. Un hombre extranjero me contó algo parecido. Me contó que en algunos sitios caen del cielo gotitas blancas muy frías que se acumulan en los picos de las montañas y que pueden cubrir grandes extensiones de tierra. Y que cuando hace calor, esas gotitas se convierten en agua. Majaderías propias de un loco.

-

¿Tú crees?

-

Gotitas blancas y frías me dijo… -repite para sus adentros -.

-

¿Quién era aquel hombre, abuelo?

-

¿Eh? -el anciano vuelve a su ser-. Cuando el agua alcanzaba la cintura de mi padre, llegaron personas enviadas por el gobierno. También vinieron de muchos otros países, con ridículos cascos de color azul, para obligarnos a abandonar nuestros hogares. Miles y miles de personas lo dejaron todo y nunca regresaron.

-

¿Y por qué te quedaste?

-

Yo no decidí huir, muchacho. -Sentencia el viejo-. Mi padre me dijo algo muy sabio aquellos días: hay dos tipos de personas, los que huyen porque tienen algo que perder, y los que nos quedamos porque nunca hemos tenido nada. Ni siquiera miedo. -El muchacho mira fijamente a su abuelo con unos ojos negros intensos y curiosos. Algún día entenderá esa frase-.

-

Éramos catorce hermanos y mis padres en una casa de placas metálicas y de madera junto al lecho del río.” -Prosigue-. El río era oscuro y no podíamos beber directamente de él. No había pesca para alimentarnos. En una pequeña parcela de tierra vivíamos más personas de las que podrías imaginar. Éramos los más pobres entre los pobres y apenas teníamos para comer. La gente mataba por comida. Perdí a varios hermanos por falta de alimento cuando mis padres tuvieron que decidir quien comía y quien no: no había para todos. Mi madre también murió, consumida por el hambre y la pena de enterrar tantos hijos. Comencé a trabajar en una fábrica extranjera siendo más joven que tú. Cosía zapatillas hasta que se me hinchaban los dedos, pero aún dolorido, tenía

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que volver todos los días porque no te aseguraban el trabajo. Algunas tardes ayudaba a mis hermanas en la cosecha del arroz. Curiosamente, la misma empresa que vendía zapatillas también controlaba los cultivos, entre otras muchas cosas. Cuando llegaron las lluvias intentaron llevarnos a un campamento en la India pero mi padre se negó y nos tuvimos que quedar. -

¿Y que sucedió?

-

El agua que caía se acumulaba y el río tomó la ciudad. La gente empezó a huir cuando el agua alcanzó el metro de altura. Nos metimos en este edificio, que ya estaba abandonado, junto con otras doce familias que también se quedaron. El agua se tragó todos los edificios poco a poco. Este edificio era uno de los más altos de la ciudad, con seis pisos de altura, y el agua inundó tres de ellos. Y entonces comenzó la etapa más penosa de mi vida.

-

¿Por qué? ¿Qué pasó?

El anciano se toma su tiempo. No quiere revivir ciertos momentos pero su nieto tiene el derecho y la obligación de escuchar y aprender.

-

No dejó de llover en semanas. No lográbamos que las ropas se secasen y la gente enfermó. Los extranjeros se fueron con los últimos exiliados. Durante meses sobrevivimos a base de comida y medicinas abandonadas en edificios cercanos. En una ocasión encontramos, incluso, una cabra abandonada. Sin embargo, las enfermedades se complicaron. Seis de mis hermanos fallecieron. Entramos cincuenta y nueve personas en aquel edificio y a los tres meses solo quedábamos la mitad. Tirar los cuerpos de mis hermanos a través de una ventana fue lo más desgarrador que me ha sucedido. La situación se complicó cuando las lluvias cesaron y millones de mosquitos invadieron las ruinas de la ciudad. Algunos murieron infectados de enfermedades que no lográbamos controlar. Tuvimos que abandonarlos en aquel edificio de allí para que no contagiasen al resto. -Señala con un esquelético dedo un edificio cercano con dos plantas por encima del agua -. Ninguno logró sobrevivir. La comida comenzó a faltar y los adultos se pelearon entre ellos. Algunos decidieron irse a otros edificios o a tierra adentro, a los campamentos. Mejor olvidar aquella época. -El viejo habla ausente-.

La azotea se queda en silencio durante unos instantes. Un silencio roto por el romper de

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las olas contra los muros del edificio y el graznido de una bandada de aves marinas que sobrevuela sus cabezas. Las sábanas puestas a secar ondean con el viento. El cielo está despejado.

El niño no sabe si saciar su curiosidad o impedir que el anciano siga recordando. Puede casi palpar con los dedos de su mano toda la tristeza que destila aquella persona sentada junto al muro roto. El abuelo prosigue hablando como si no estuviese allí.

-

Nos dimos cuenta de que estábamos solos en la ciudad. De todos aquellos edificios -se da la vuelta y se estira un poco para señalar al niño, que oculta el horizonte de torres grises- solo un puñado estaban ocupados. Los chinos vinieron para ayudarnos y reubicaron a todo el mundo en los edificios más cercanos a este. Nos dieron comida, medicamentos, utensilios, ropa, tecnología e incluso trajeron plantas y animales domésticos. Personalmente agradezco que trajesen libélulas para terminar con las plagas de mosquitos por encima del resto de cosas. Fue una época de luz tras tanto tiempo en las tinieblas. Sin embargo, un buen día, no regresaron y la gente estuvo en las azoteas durante horas buscando en el cielo manchas negras con aspas. No volvimos a ver aquellas máquinas voladoras nunca más. Luego nos enteramos, por un barco indio que atracó una noche, que el mar había crecido en muchos puntos del mundo, no solo aquí. Y desde entonces tuvimos que apañárnoslas nosotros mismos. -Su cara vuelve a recuperar su color natural y el tono de su voz deja de sonar melancólica-. Un estudiante de medicina y una joven de la Cruz Roja lograron hacerse con suficientes plantas como para cultivar un pequeño jardín farmacéutico; una anciana, que era responsable de la antigua biblioteca, se convirtió en la maestra y nos enseñó a escribir y leer; el párroco logró hacer funcionar una vieja embarcación solar para comunicar todos los edificios; en cada bloque se montaron huertos familiares y se distribuyeron los trabajos. Por primera vez en mi vida pude pescar en estas aguas. Peces de este tamaño. -El viejo separa los brazos casi un metro con cara de orgullo- . Un grupo de ancianos eran los encargados del control de la comida y de la toma de decisiones.

-

Como tu ahora.

El anciano asiente.

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-

Vivíamos en una pequeña comunidad que ha crecido hasta lo que ves. -El abuelo se yergue sobre sus raquíticas piernas-. Ahora hay enseñanza, educación, comida y paz. Ahora vivimos mucho mejor que antes. -Se acerca a su nieto y le sujeta de un hombro mientras miran el horizonte azul-. Así que no pienses en los que quedó bajo el agua sino en todo lo que levantamos sobre ella.

Ambos se quedan un momento en silencio.

-

¿Y cómo eran esas máquinas voladoras, abuelo?

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Diario de un muerto

Pablo García Prieto

- ¡CULPABLE!-. El estruendo de aquel martillo de tamaño considerable hizo que se produjera un gran silencio, y poco después un gran estruendo de voces que se alzaban desordenadas y entremezcladas en el aire. La sala era un caos, cada uno parecía preocuparse de sus asuntos. La gente chapoteaba ajetreada sobre las palabras, era inaudible cualquier tipo de sonido limpio y decantado.

Todos parecían tener un tema demasiado trascendental del que hablar como para fijarse en el reo que marchaba cabizbajo mirando al suelo entre la multitud bulliciosa. El juez, un señor mayor con pose apesadumbrada y voz rasgada, golpeó reiteradamente con el martillo, mandando callar a la sala.

Poco a poco el estruendo fue disminuyendo hasta que apenas eran audibles unos leves murmullos, que huían divagando de entre aquellas mentes cotillas y maleducadas a las que no parecía importarles lo que acababa de ocurrir en aquella sala.

La condena a muerte de Juan José Abadía no parecía preocupar prácticamente nada (claro que también aquellas gentes estaban acostumbradas a este tipo de condenas prácticamente semanales a las que acudían como quien va al cine a ver una película).

Nuestro protagonista, después de cuatro días de juicio, testimonios falsos, egos disparados, discusiones y abogados inoperantes, estaba completamente destrozado. Solo quería dormir y despertar como si aquello no hubiera sido más que una horrible pesadilla. En aquel cuartito, con no más que un par de bancos, compartía miradas vacías y silencios con otros tres reos que, probablemente, padecerían el mismo mal que Juan. Nadie decía nada, todos parecían igual de desolados que Juan, sentados como apestados en aquel cuartillo de no más de 7x9 metros donde un ventanuco apenas iluminaba lo suficiente como para distinguir las facciones del rostro. Al cabo de un par de horas, uno de los policías que estaba al otro lado de la puerta entró y, sin mediar palabra, cogió a Juan del brazo, lo agarró con fuerza, y se lo llevó prácticamente tirando de él. Le montó en un camión blindando, rápidamente se cerraron las puertas y todo quedó a oscuras. Juan notaba como el camión oscilaba en cada curva. Durante

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aquel viaje no pudo dejar de pensar en su condena: ¿Quién sería aquel abogado al que supuestamente había matado? ¿Por qué habían declarado aquellos dos testigos contra él? ¿Cómo era posible que sin haber hecho nada estuviera camino del corredor de la muerte? Todas estas preguntas le asolaban y le vaciaban por dentro, como el que estruja una esponja. Él estaba seguro de que era inocente, él no había matado nunca a ningún abogado, simplemente era un humilde inmigrante venido de México, como muchos otros, en busca de un trabajo y de un sitio donde formar una familia.

Poco después el camión se paró y uno de los policías abrió la puerta. La luz lo cegó durante unos segundos, el guardia le ordenó darse la vuelta, este obedeció de inmediato y entonces le vendaron los ojos. Durante un largo recorrido fue guiado por aquel policía que no parecía saber muy bien donde estaba el destino, al igual que él, aunque lo suponía. Cada cierto tiempo se le pasaba por la cabeza la posibilidad de salir huyendo, claro que con los ojos vendados no llegaría muy lejos. El ajetreo era grande en aquel lugar: distinguía algunos saludos, carcajadas, conversaciones que transcurrían animadas, gritos e incluso algún llanto. Por lo que podía suponer aquel lugar era inexpugnable, lleno de guardias, de códigos, de puertas que se abrían y cerraban. Así siguieron caminando durante un par de minutos, mientras poco a poco el bullicio comenzó a cesar, convirtiéndose en un silencio cada vez más penetrante. Ya tan solo conseguía escuchar sus propias pisadas y las puertas que chirriaban abriendo y cerrándose. Entonces se pararon. El guardia que lo sujetaba del brazo lo empujó con fuerza y chocó contra la pared haciéndose daño en el hombro. De repente se cerró bruscamente una puerta y el policía gritó - Ya te puedes quitar el antifaz-. Juan, que seguía doliéndose del golpe en el brazo, obedeció sin rechistar. Al quitarse el antifaz, su corazón dio un vuelco. Estaba en un cuchitril de unos 3x4 metros, apenas iluminado por la luz del ventanuco que daba al pasillo y una bombilla de bajo consumo. A su izquierda había una cama y, en la esquina opuesta a la cama, había lo que parecía un servicio que no era más que un pequeño agujero en el suelo, el cual desprendía cierto hedor. Los muros debían de ser bastante gruesos ya que no era capaz de escuchar absolutamente nada. En la esquina superior izquierda, justo encima de la cama, había lo que parecía ser un tubo de ventilación.

El vacío era inmenso en aquel cuartillo, en aquella celda, porque eso era lo que era, una celda en el corredor de la muerte. Era su billete hacia la silla eléctrica, su vida tenía ya fecha de caducidad. Esta idea lo acompañó todos los días en las largas horas de espera y aburrimiento. Sus horarios eran un tanto especiales, claro que cuando pasaron un par de semanas, se

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acostumbró a recibir el desayuno a las 5 a.m., la comida a las 11 a.m. y la cena a las 3 p.m. Los primeros días de estancia fueron los más duros, las horas parecían no pasar, no escuchaba prácticamente nada. Algunas voces de los guardias que charlaban atolondrados, reían, o debatían acalorados por los pasillos. De vez en cuando, estos también gritaban recriminando algo a alguno de los prisioneros.

Un día, uno de los guardias abrió la puerta y le dijo con tono chulesco -Tú, levanta coño, ya llevas dos semanas aquí, tienes derecho a pedir lo que quieras. En cinco minutos vengo y me lo dices. Si no, te quedas sin nada-. Éste cerró la puerta con contundencia dejando tras de sí un hilo de voz que mascullaba insultos y desprecios racistas hacia Juan. La inquietud y el nerviosismo parecían devorarlo, quería meditar bien qué quería, ya que no sabía cuándo se le iba a presentar otra oportunidad como esa. En su cabeza daban vueltas cientos de ideas, todas buenas. Cada vez estaba más nervioso, el tiempo pasaba y no era capaz de decidirse entre tantísimas cosas. Así comenzó a oír los pasos del guardia que se acercaba a su celda. Estos resonaban con estruendo en su cabeza marcando el tiempo como el tic-tac de un reloj. Juan parecía quedarse sin tiempo y como consecuencia sin ese algo que tanto le podría ayudar a sobrellevar los días allí. De pronto, el guardia abrió la puerta, lo miró fijamente, y le dijo - ¿Ya lo sabes?-. Juan no era capaz de responder. Aquella acumulación de tensión lo había dejado completamente en blanco. Pasaron un par de segundos y el guardia dijo -Se acabó, te quedaste sin tiempo-. Esas palabras parecieron despertar a Juan de su ensoñación, pero ya era demasiado tarde, el guardia había salido cerrando la puerta tras de sí. De repente, como un flash, se le vino a la mente con contundente clarividencia lo que deseaba. Se levantó corriendo y comenzó a golpear la puerta gritando - ¡ya lo tengo, ya lo tengo! ¡“Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez!-, repitió gritando varias veces. Por el ventanuco pudo observar como el guardia se daba la vuelta hacia la celda. Caminaba acalorado haciendo ademanes con las manos. Al cabo de unos segundos, abrió la puerta y sacó su porra. Con violencia comenzó a gritar mientras le golpeaba en la cabeza y en el torso - ¡Maldito sudamericano hijo de puta! ¿Quién te crees para andar gritando y golpeando de esa manera? En tu puto país de cerdos Comunistas haces lo que quieras ¡pero aquí mando yo!-. Le dio una última patada en la cabeza y se marchó cerrando con un portazo que resonó por toda la cárcel.

Juan yacía en el suelo, con el rostro empapado en sangre, sudando, completamente dolorido, sollozando. El dolor de los golpes no lo dejaba dormir, pero así tuvo tiempo para pensar sobre “Cien años de soledad”. Él recordaba cómo de pequeño su madre le había dicho

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una y mil veces que debía leer aquel libro tan magnifico. Quería aprovechar su estancia allí, en soledad, para leer aquel libro y, así de paso, cumplir uno de los deseos de su madre. Pero tendría que esperar otra oportunidad.

Los días pasaban sin más entretenimiento que el de observar el parpadeo de la bombilla cada vez que la silla eléctrica se ponía en funcionamiento. En el mes que llevaba allí habían sido ya 17 los reos fallecidos. Cada vez que esta parpadeaba le gustaba lanzar un rezo por ellos, pero sobre todo le gustaba imaginar la vida de cada uno de los fallecidos y así pasaba horas imaginado las historias de cada uno de los que cruzaban el corredor de la muerte. Era horrible y a la vez fascinante imaginar cada uno de los casos, el dolor que probablemente sufrirían sus familias.

Un día que permanecía tumbado sobre su cama dura y fría, imaginando una de aquellas historias sobre un joven apuesto que mató a su novia por celos y que ahora iba camino del cielo, escuchó un ruidito en el tubo de ventilación. Se subió a la cama y estirándose como pudo alcanzó el tubo. Allí oyó una voz leve, probablemente de la celda de al lado, que decía -Psss, ¿hay alguien ahí?-. Emocionado ante la posibilidad de poder hablar con alguien se apresuró a contestar -Sí, sí, estoy aquí, me llamo Juan-. La otra persona al otro lado respondió –encantado, yo me llamo Richards, pero puedes llamarme Riki-. Así pasaron unas horas charlando ajetreadamente.

Al día siguiente, exactamente a la misma hora, después del almuerzo, volvieron a quedar para hablar. Esta vez Juan comenzó a contarle a Riki su incidente con el guardia en el momento de pedir su deseo. Riki le preguntó con cierto interés - ¿Cuál era tu deseo?-. Juan le respondió con rapidez –“Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez-. La respuesta causó en Riki una profunda curiosidad que se acompañó de una multitud de preguntas a las que Juan no estaba seguro de poder responder, ya que del libro solo sabía que su madre y sus profesores se lo recomendaron siempre con muchísima insistencia. Pero sin duda la pregunta que prendió la mecha fue -¿Sabes de qué va el libro?-. De aquí surgieron cientos de divagaciones e hipótesis que oscilaban entre la historia de un ser solitario hasta la historia sobre Hispanoamérica y sus gentes. Pasaron horas y horas sumidos en este tema y, después de mucho divagar, llegaron a la conclusión de que el libro narraría la historia de un viejo que vivió durante 100 años de soledad en un pueblo abandonado, sobreviviendo con lo que la naturaleza le ofrecía. Pero no eran más que hipótesis, que eso sí, daban para extensas conversaciones

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sobre la soledad, la vejez, el tiempo, el olvido y cualquier tema que tuviera relación con 100 años de soledad. Uno de los días, surgió el tema del encarcelamiento de Riki. -¿De verdad envenenaste a tu abuela?- preguntó Juan, estupefacto. -Sí, así es, pero qué podía hacer si ella lo quería así. Yo oía como suplicaba todas las noches volver junto a mi abuelo, que en paz descanse-. Juan, que escuchaba atento, preguntó -¿De verdad era tanto el dolor de tu abuela, como para matarla?-. Riki respondió -Qué debía hacer yo, sino liberar de su espalda el peso de una vida sin más objetivo que la muerte, porque morir con objetivos por cumplir es duro, pero más duro es vivir habiendo cumplido todos tus objetivos. Yo debía matarla, ella quería morir. Su esposo volaba en el cielo y estoy seguro de que su forma inmortal velaba junto a ella todas las noches, pero a mi abuela no le bastaba con la fidelidad de su espíritu. Ella quería ser también espíritu, por eso la ayudé a morir, para que pudiera volar con él...-.

Después de una larga charla, de corazón a corazón, y después de que Juan le hubiera contando su infortunio y su historia, de cómo fue condenado aún siendo inocente, se despidieron, porque el guardia caminaba apresurado por el pasillo, parloteando distraído con otro de los guardias. Parecían no darle demasiada importancia al hecho de que estaban custodiando a un montón de muertos en vida, a un amasijo de personas condenadas, no sé si a cien años de soledad pero, desde luego, a la soledad más absoluta que oscilaba entre la esperanza de poder salir de allí y las ganas de morir cuanto antes.

Las conversaciones continuaron prácticamente como el único entretenimiento dentro de aquella celda. Les gustaba hablar sobre fútbol, sobre comida, sobre sexo, sobre películas, pero también sobre temas trascendentales como la soledad, la fortuna, la vida, la muerte, etc. Les gustaba imaginar el mundo exterior, divagar sobre los posibles cambios en sus ciudades, en sus países, algunas veces con más acierto y otras con menos. De vez en cuando, Juan y Riki compartían incluso las imaginerías sobre los reos que cruzaban el corredor de la muerte hacia la silla eléctrica. Imaginaban aquellas historias de temas amorosos, políticos, escabrosos; cualquier invención era buena para hacer pasar el tiempo. Había pasado ya casi un año desde que entró, y ya eran 46 los reos que habían fallecido.

Un día, mientras conversaban distraídos, riendo, se volvieron a escuchar los pasos del guardia. Los dos se callaron y se bajaron de la cama. Juan pudo percibir cómo el guardia abría la puerta de la celda de Riki. Juan pegó la oreja al tubo de ventilación y escuchó un fuerte griterío seguido de una serie de golpes. Oyó cómo el guardia le decía a su compañero -

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Llévatelo a la habitación número 23-. A Juan se le vino el mundo encima, sabía perfectamente a dónde se lo llevaban. “La habitación 23” era un cuartillo en el cual a veces encerraban a los reos 30 días antes de ser ejecutados, un lugar desde donde podían ver la silla eléctrica. Se decía que era así para que los reos pudieran hacerse a la idea de que iban a morir. Con toda la pesadumbre y la pena del mundo se levantó y se asomó por el ventanuco que daba al pasillo. Allí vio como vendaban los ojos a Riki. La pena pareció inundarlo por completo, no era capaz de creerlo: un hombre condenado por su compasión, condenado por amor, condenado por resucitar a un muerto en vida. Estaba allí, de pie, sellando con sus labios el llanto, mirando a Riki. De repente este comenzó a andar, arrastrado por el guardia. Cuando pasó por su puerta Juan no pudo más que tartamudear unas leves palabras que Riki percibió, a decir por su giro de cabeza. -Adiós amigo...-, esas fueron las dos palabras que dejaron tras de sí un terrible llanto, el cual humedeció el rostro de Juan durante horas.

Durante los días posteriores volvió a su anterior estado de soledad. Ya no era capaz de imaginar, ni de sonreír. Estaba sumido en la pena por la pérdida de aquel buen amigo, su único amigo en las largas horas de la cárcel. Así pasaron los días hasta que, una mañana, el guardia abrió la puerta mientras dormía y le dijo - ¡Tú, levanta sudaca de mierda! ¿Quieres algo? Llevas ya un año aquí, tienes derecho a pedir lo que quieras-. Sin dudarlo, dijo con una voz pletórica y orgullosa - Sí, quiero “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez-. El guardia lo miró, sorprendido por la respuesta. Soltó una leve risotada y salió de la celda cerrando la puerta tras de sí. A la media hora volvió de la biblioteca de la prisión sujetando el libro con su mano derecha, y se lo dejó a través del ventanuco mirándolo con una sonrisa burlona. Juan no lo podía creer: después de un año, por fin, tenía el preciado libro. Se moría de ganas por recorrer todos los rincones del libro y degustar cada palabra con el máximo entusiasmo que le fuera posible. No podía esperar más y comenzó a leer: - “...Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo...”-. Leía como paladeando cada palabra. Con la precisión de un reloj, descubría cada una de las palabras del libro, a las que parecía desnudar, silabeando cada una de ellas. La lectura era tan sumamente intensa que no hacía otra cosa más que releer cada palabra. Tanto era así, que parecía ser él el que estaba delante del pelotón de fusilamiento, parecía ser él el que vivía en aquel pueblo, Macondo.

Leía una página por día, dejando descolgar la incertidumbre en la última palabra de cada página. Así se aseguraba la emoción y la tensión durante todos los días que le permitiera

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el libro. Los días pasaban intensísimos, leyendo y releyendo cada una de las páginas, como el cirujano que con un pulso de precisión milimétrica, entre el silencio y la tensión, logra extirpar con acierto cada uno de sus objetivos. La diferencia estaba en que el cirujano tenía alguien que le secaba el sudor y a Juan nadie se lo secaba.

Después de cada lectura, se permitía el lujo de imaginar los paisajes, los lugares, las gentes descritas y acertar a aventurar la continuación del capítulo, creando él nuevos parajes, nuevos personajes y nuevas aventuras. Así, durante los días posteriores fue avanzando en la historia dando rienda suelta a su imaginación, brindándose la oportunidad, cada vez que leía una de las páginas, de huir de aquella celda, de aquella cárcel. Estaba solo, pero convivía con una serie de personajes y de aventuras que hacían olvidar sus 100 años de soledad en aquella celda. Habían pasado ya 15 días desde que comenzó a leer el libro, es decir, 15 páginas de este. Pero eran ya 30 días desde que su querido amigo Riki fue arrastrado a “La habitación 23”, lo que significaba que, si todo seguía según lo previsto, hoy sería ejecutado en la silla eléctrica. Esto le causó una tremenda conmoción que lo hundió de nuevo en la miseria y la depresión.

Todo estaba completamente en silencio, y esperaba con impaciencia y dolor el momento de escuchar aquel zumbido que desprendía el sistema eléctrico, y ese parpadeo que indicaba que 2400 voltios estaban atravesando a alguna persona más allá del pasillo. El silencio precedía a la catástrofe, las horas pasaban y nada parecía acontecer, aunque Juan seguía plenamente concentrado mirando por el ventanuco del pasillo. De repente, atisbó a distinguir un leve zumbido, parecido al que hace un enjambre de abejas. El vello se le erizó y la bombilla, como era menester, comenzó a parpadear. Inmediatamente la angustia se deshizo en llanto y el llanto en un breve y conciso – Adiós, mi buen amigo Richards, se acabaron para ti tus 100 años de soledad...-.

Pasaron varias horas hasta que se hubo recuperado del shock. Cogió el libro y lo abrió como quien, temeroso, se asoma a una gruta inhabitada. Respiró hondo y reemprendió la lectura. Página 15 del libro, una página importante, era el día de la muerte de Richards. De esta manera comenzó a leer – “Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos...”-. Esta primera frase pareció ser un guiño hacia él y hacia su buen amigo Richards, parecía ser la sentencia que los condenaba no solo a la muerte, sino también a la soledad. Siguió leyendo como hacía siempre, con gran interés, flotando entre las letras y las palabras del libro, que nunca lo dejaban indiferente.

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Así paso los días y los meses leyendo con atención. Qué bien entendía ahora a su madre y a aquellos profesores que tanto insistieron en esta lectura. Qué maravilloso haberse encontrado con aquellas diez décadas de soledad para degustar con tanta paciencia y tranquilidad aquel mundo mágico de Macondo, con sus generaciones perdidas en el tiempo. La lectura estaba ya a punto de concluir. Él ya no era Juan, ahora estaba completamente convencido de que él era todas las generaciones, todos aquellos personajes, todos aquellos parajes y, sobre todo, él era aquellos 100 años de soledad.

En aquella celda era capaz de abrirse a aquel mundo mágico que no existía más que en el libro y en su mente, pero que al fin y al cabo era su mundo, menos mísero y arrogante que el que había condenado a un inocente a un siglo de soledad.

Le faltaban nada más que las últimas palabras para concluir aquella lectura cuando un guardia entró en la habitación. Lo levantó gritando y lo sacó de allí. Le puso unas esposas, le vendó los ojos y se lo llevó consigo. Juan quería volver a por su libro, pero el guardia le negó la petición con un rudo golpe en la cabeza.

El pasillo era completamente oscuro e irrespirable. Una vez lo hubo cruzado, llegó a una sala completamente iluminada con una luz blanca. Al fondo estaba la famosa silla eléctrica que parecía mofarse de la vida con una pose altiva. El guardia le paró en seco y le quitó la venda, y un señor mayor que debía acumular el mayor número de tics que había visto en su vida dijo con voz cansada – Juan José Abadía ha sido condenado a muerte por homicidio en primer grado por un tribunal popular de Florida, el día jueves 16 de octubre de 1992 a las 17:35 horas-. Las gafas le colgaban apenas por un ápice de la nariz redonda y grande y la papada le sobresalía de la camisa que como una soga se abrochaba hasta el último botón.

Le sentaron en la silla, colocándole los grilletes y el aparejo metálico en la cabeza. Todo quedó en silencio. Entonces pensó, como el que escribe un diario - “Muchos años después, frente a la silla eléctrica, el inocente Juan José Abadía había de recordar aquella tarde remota en la que el juez gritó ¡Culpable!...”.

El señor de la nariz grande dijo con voz quejosa -Antes de morir, ¿tiene usted algún deseo, algo que decir?-.

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Juan respondió -¿Podría leerme las últimas 3 líneas del libro “Cien años de soledad”?El señor le miró fijamente y mandó traer el libro. Una vez tuvo el libro en las manos comenzó a leer -”....Que todo lo escrito en ellos era irrepetible, desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad, no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra...”-. Juan, que miraba fijamente al horizonte, dijo con una sonrisa – Amén y Gracias...-.

Así fue como un zumbido recorrió la sala, las bombillas parpadearon y otro en una celda rezó diciendo –...En las historias silenciosas yacen los héroes, en la soledad están mis suspiros y, en el olvido, todas las generaciones del silencio y la soledad....-.

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Diario del sueño herido Paloma Martín-Esperanza Montilla

Bruce Springsteen y su flamante guitarra acústica inundaban la pantalla del viejo televisor. Las cervezas se apiñaban en la barra. Un sofá granate, raído, de los años cincuenta, junto a tres mesas vacías y varios taburetes completaban el mobiliario de lo que había sido, en tiempos mejores, una sala de conciertos. Observé como pude a mi alrededor. Canturreaba "Born in the USA", en un ambiente caldeado por el intenso calor de agosto, y el constante humo de mis cigarrillos. − Disculpe, tiene que marcharse. Cerramos ya.-una voz lejana, distante-. La primera vez que pisé Chicago llevaba cuatro dólares en el bolsillo, medio cigarro en la boca y una mochila cargada con embutido y mudas limpias. Tenía diecinueve años y el mundo parecía tan pequeño que podía cogerlo con las seis cuerdas de mi guitarra. Salí de Madrid en silencio una mañana de sol y nubes, de esas en las que ni hace frío ni calor, ni sientes alegría ni desconsuelo. Nadie me salió a despedir, porque a nadie avisé de mi huída. Y digo huída porque aquello fue de locos. Dejé atrás la ciudad que me vio caer al pozo de la amargura, deseando salir de él por dónde había entrado. En aquellos años ochenta ya no quedaba hueco para un soñador más, y mientras mi amigo Mario se ahogaba en aquella extraña enfermedad llamada SIDA, yo me escapaba para no verlo morir, en el penúltimo acto de mi innata cobardía. El último fue Chicago. "Qué valiente fuiste", me dijo años después mi madre, a la que la pena le había hecho estragos, surcando su rostro y secando sus ojos. Ahora me río de aquellas palabras, en mi madurez, a mis cincuenta años, en este Madrid mellado del que ya no queda nada de Andrés Heredia. Por cierto, ese soy yo, disculpe mi desconsideración. Pensará que soy un desgraciado, o tal vez un hombre que tiene una buena historia que contar. Historia. Eso es lo que pensaba hacer cuando llegué a Chicago, y sin embargo, la vida me devolvió otra patada al encontrarme con el mal sueño del amor. Este pesimismo surge de entre las sombras. Discúlpeme otra vez, hoy es una tarde fría y las palabras se escriben con fuego de melancolía. Todo mi dinero se había esfumado en el billete de avión. En Madrid conseguí las suficientes pesetas como para permitirme comprar el billete en el último asiento de la aeronave.

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Trabajé limpiando las botas de los empresarios de una multinacional en la que mi padre era el último mono, y al amanecer repartía el pan recién hecho en Casa Manuela por el vecindario del barrio de la Paloma. Ayudé al cura de la basílica a cerrar sobres y organizar partidas bautismales, y durante todo el verano fui el socorrista de La Stella, la piscina más antigua de la ciudad, que se llenaba de familias que morían de calor en aquel Madrid abandonado en los meses de julio y agosto. Con todos estos trabajos de medio pelo, conseguí las pesetas que necesitaba, me acerqué a Barajas cual paleto en la Gran Manzana, y adquirí el billete que según pensaba, me reportaría a la gloria. Y es que, en aquellos años, todavía nos hablaban del sueño americano, y aquí, Andresito "el ingenuo", pensó que con sus tres canciones escritas a lápiz en una cuadrícula arrugada, podría convertirse en un Rolling más. Nada más desembarcar, escuché a tres yanquis gritones señalando un taxi. Yo, con mi inglés del instituto, decidí arriesgarme y echarme a andar. No sé bien cómo, conseguí hacerme un hueco entre la maraña de calles y en una tenducha que me recordaba a la de Paquito, el de mi barrio, pero en versión peliculera, pregunté al buen señor dependiente por algún sitio donde dormir gratis. Me señaló hacia no sé muy bien dónde, pero antes de que anocheciera di con un albergue para muertos de hambre en el que pasé una buena temporada. Sólo me quedaban tres dólares -tuve que usar uno para el servicio de ducha-y la guitarra con la que pensaba ganarme la vida. En mi inquietud y mi ego, me pasee por el Grant Park tocando canciones de rock and roll barato que me reportaron una pequeña cantidad de dinero con la que conseguí salir adelante. Por las mañanas fregaba el suelo de la estación Kedzie, cubierta por la Línea Marrón del Chicago EL, y así en dos meses en los que me alimenté de embutido, leche y pan americano, conseguí el dinero suficiente para alquilarme una habitación del piso de la señora Sandler, que cubría la taquilla de mi estación. Fue entonces cuando dejé de llorar por las noches. A veces lloraba del miedo, a veces de nostalgia y otras de la angustia que me carcomía por haber dejado a Mario postrado en la cama de La Paz, por aquella maldita enfermedad que se estaba cargando a la mitad de los músicos que el mundo iba a perderse. Sin lágrimas, mis ojos empezaron a querer ver la ciudad en la que estaba sobreviviendo. Fue así como decidí dedicar una cuarta parte del día a conocer Chicago. Pasee por los bares sin gastar en cerveza, aprendí la organización de la ciudad y los nombres de las calles, busqué lugares donde darme a conocer y dediqué las horas a observar a los músicos de la calle, que como yo, llevaban una vida de perros.

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La señora Standler me remendó las mudas que empezaban a desgastarte, y en toda su bondad, me compró un libreto en el que aparecían los garitos de la ciudad que tenían micrófono abierto. De todos a los que fui, salí por la puerta de atrás, cabizbajo y con más pena que gloria. Seguía dejándome las manos en mi pelea con la fregona y la roña de la estación y cambié de alimentación. El embutido se había acabado, y la navidad empezaba a hacerse presente en aquellas músicas cursis que, si bien detestaba en Madrid, en Chicago, lejos de casa, parecían ser sonidos del corazón que me transportaban a las caricias que llevaba meses sin sentir. Conté aquel 21 de diciembre tres meses desde la huída, hice recuento, e imaginé que a estas alturas Mario habría muerto y el barrio de la Paloma estaría de luto. Así que decidí rezar un padrenuestro de ateo por mi amigo, y volví a la realidad de mis días de "sueño americano". Durante aquellos días de festejos, seguí acercándome a los garitos de micro abierto a los que nadie parecía acercarse. Las cuerdas de la guitarra comenzaban a desgastarse de tanto agitarlas esperando que de ellas saliera la buena suerte, y yo...con mi cobardía de siempre, pensé que tal vez era el momento de volver a casa. En el bolsillo de mi pantalón vaquero aún conservaba la cuadrícula con las tres canciones a lápiz, que empezaban a borrarse, desgastadas por el tiempo y la frustración. Antes de tomar cualquier decisión sobre la vuelta a Madrid, decidí sumergirme en las calles de la ciudad al atardecer para pasear conmigo mismo, en un utópico acto de meditación que pensé que me resolvería los problemas. Me encaminé hacia el parque y me decidí a llevar conmigo "El Banquete" de Platón, por lo que cambié de rumbo en dirección a la Biblioteca. Fue entonces cuando apareció. Con su fina melena azabache y un jersey que le llegaba a las rodillas descendía las escaleras de la entrada de la Biblioteca cargada con una pila de libros de poetas malditos. Faltó un traspié de sus zapatillas raídas para dar paso a la que fue la historia de amor de mi vida. Así la conocí, a Maggie, mi pequeño libro de sabiduría americano y la causa directa del cielo y la gloria. Después del encontronazo que nos obligó a conocernos, empujados por el supuesto destino, paseamos días y sobre todo noches por las calles de Chicago. Al menos ya tenía una razón para quedarme en la ciudad. Pasamos juntos aquella Navidad de 1959 y brindamos con vino de cartón en el fin de año que dio paso a los sesenta. El día uno se llenó de voces que gritaban "Los años 60, señores, bienvenidos". Nunca entendí bien si proclamaban prosperidad, el Apocalipsis, o modernidad. Supongo que las tres cosas a la vez, ¿no? La música pisaba fuerte, me quedo con eso.

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De Maggie recuerdo los paseos en bicicletas oxidadas por la orilla de Chicago, su cámara fotográfica que hoy llamaríamos "vintage" y su pelo negro, que no dejaba de crecer. Y claro...sus ojos color miel. Pero no es momento de alabar los rasgos físicos de Maggie, porque...sí. Claro. Me partió el corazón. Y lo asumo ahora, a mis cincuenta, cuando ya nada queda de ese Andrés que quiso comerse el mundo y se dio de morros. A los dos días de conocer a Maggie y de haberla besado en cada farola, di con un sueño en el la sala de conciertos Smith. La Smith estaba raída por el tiempo, pero en ella se respiraba el sabor del rock and roll. Al menos eso creía pensar yo cuando, dos semanas después, estaba subido en su escenario con un bajista, un guitarrista que tocaba como un demonio y un vocalista que intercambiaba notas con un saxofón descolorido. Los conocí en la estación dónde seguía limpiando una mañana de frío, 2 de enero de 1960. Sacaron sus bártulos y se pusieron a tocar una especie de villancico en versión rock que me resultó tan sublime que a los dos minutos había cogido mi guitarra de la taquilla y entonaba con ellos una melodía que salía del alma. Así fue como me topé con la música, cuando la creía perdida. Los días siguientes transcurrieron en la sala contigua al cochambroso garito donde ensayaban y las horas en la estación Kedzie acompañados por viandantes que soltaban un dólar cada treinta minutos. Maggie nos consiguió un hueco en la Smith, y allí estábamos, con una treintena de personas que parecían disfrutar de nuestro sonido. Nos llamábamos Mountain. Supongo que un nombre ridículo, pero eran otros tiempos. En los 60 nada sonaba ridículo. A los dos meses, teníamos un pequeño club de fans de estilo hippie alternativo y un par de homosexuales que saltaban como los que más cuando entonábamos "The way", nuestro hit. No es difícil imaginar lo que pasó después. Productora, promociones, programas de televisión... Dimos con un tipo llamado Luigi, que decía ser italiano aunque su acento no se lo creía ni su madre, que nos promocionó por todo Chicago. La sala Smith se quedaba pequeña, y yo me creía un Beatle en The Caverne. Los cuatro dólares con los que llegué a Chicago se multiplicaron añadiendo bastantes más ceros a mi cuenta corriente. Pero nunca abandoné a la señora Standler, le había cogido tanto cariño que pensé que me quedaría huérfano de madre americana si me iba. Así que no me fui. Le puse baldas nuevas en el salón y ella me siguió cocinando estofado de carne para cenar. Por su parte, Maggie estaba más guapa que nunca, con su cámara al cuello, fingiendo que estaba enamorada de mí. Dicen que lo que pronto llega, pronto se marcha. Lo máximo que alcancé con Mountaine fue tocar aquel verano en el festival del Grant Park rodeados de los mejores grupos

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de la ciudad y con un público que se volcó en el concierto. Después, Jimmy, el bajista, nos abandonó para irse a fumar puros a Cuba mientras gritaba hurras por Fidel. Era el guapo del grupo, así que perdimos al público femenino en un abrir y cerrar de ojos. La señora Standler enfermó y Maggie me dejó una nota que decía "Me voy a Roma con Luigi. Adiós Andrés". Así fue como llegué al principio de esta historia. A la sala Smith vacía con un Bruce Springsteen tocando "Born in the USA". Creo que en mi caso...volví a morir en USA. A menudo me pregunto qué hubiera pasado si nunca hubiera salido de Madrid. Mario murió en la Navidad de 1959 y Maggie me mandó una postal de felicitación por mi cumpleaños desde Miami Beach al mes de abandonarme. Como un perro malviví durante más de veinte años en Chicago. Y al final, intentando borrar el recuerdo de la Biblioteca y el pelo azabache de Maggie, volví. Tal vez los vientos del norte cesen algún día y consiga hacer frente a que perdí la vida por un sueño. Pero ya ven: es sueño la vida, y los sueños, sueños son.

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El precio de la memoria

Jorge Luis Gruenholz Barroso

Decidió entrar a la biblioteca a echar un vistazo. Ya había estado varias veces en el campus y no había tenido ocasión de conocerla. Esta vez había terminado pronto de gestionar un par de asuntos administrativos y el campus estaba casi desierto debido al retraso en el comienzo de las clases, además era viernes. Seguro que no habría estudiantes usando las instalaciones y eso le ahorraría la desazón que le provocaba el sentirse observado por aquellas jóvenes que le miraban como si fuese un pederasta. Los veinte años de diferencia en la edad también le habían creado prejuicios en su juventud. Subió las escaleras y accedió al hall de entrada. No se parecía a una biblioteca municipal. Había hileras de ordenadores con cubículos separados por paneles que daban privacidad al usuario. Al mismo tiempo aislaban acústicamente y –pensó probablemente así evitan que varios alumnos compartan una mesa y se distraigan o hablen molestando a los demás usuarios. Descubrió que se trataba de una forma más de fomentar el individualismo del actual Sistema. El trabajo en equipo, aunque obligatorio en algunas asignaturas, se limitaría a la división del trabajo en partes y la posterior composición a cargo del miembro más voluntarioso del “equipo”. Nada que ver con el trabajo en equipo que él había conocido en los años 80 cuando los profesores de instituto cargados de ideas renovadoras intentaron rebelarse contra un sistema educativo que al final ganó por goleada y dejó la herencia de varias generaciones marcadas por el culto a la individualidad. Pasó a la zona de lectura y encontró nuevas hileras con los conocidos cubículos, pero esta vez sin ordenadores. Frente a cada puesto había una cómoda silla y en el panel frontal se podían ver dos enchufes: uno blanco y otro rojo. Pensó que la diferencia en el color tendría algún significado, pero aunque buscó por los paneles informativos no encontró explicación alguna. La mayor parte del espacio de aquella sala estaba ocupado por los estantes de libros. Había unas escaleras de caracol. Decidió subir por ellas y descubrió una sala de lectura sin estantes. La escalera seguía hasta otra planta. Imaginó que al final del nuevo tramo de escalera habría una sala similar y evitó la subida. Al bajar se acercó al mostrador de préstamo e información.

Quería preguntar por un libro que ya había buscado infructuosamente en la página web del campus. El año anterior había sugerido su adquisición para los fondos de la biblioteca y quería saber si había tenido éxito. Más tarde descubriría que su propuesta no había prosperado.

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Probablemente el libro ya no se editaba. Era el manual de estilo de Romera que la mayoría de profesores de la mayoría de carreras de la mayoría de universidades de España recomendaban. Todos echaban la vista a un lado frente al innegable hecho de que ese fabuloso manual ya no se editaba y era imposible de encontrar porque quién disponía de una copia no se deshacía de ella. Por lo tanto la única forma de conseguirlo era solicitando la reedición y hasta ahora nadie lo había hecho. Cuando estaba a punto de abrir la boca para hacer la pregunta, la bibliotecaria levantó la cabeza del documento que estaba leyendo y él ya no pudo empezar la frase. La imagen que tenía delante le desconcertó. Hizo un esfuerzo y torpemente articuló las palabras que salieron atropelladas de su garganta que ahora se había convertido en un nudo.

Ella contestó negativamente y entonces el estuvo seguro. Se dio la vuelta dando las gracias y se dirigió al ordenador del catálogo. Mientras lo consultaba miró de reojo en varias ocasiones para comprobar la reacción de ella, pero sin éxito. A pesar de los 20 años transcurridos, recordó aquella cara. Ella había sido su musa durante dos cursos. Compañera de clase en una carrera que él luego no terminaría. Se pasaba horas contemplándola. Ella siempre tímida se sentía abrumada por el acoso de su mirada. Inevitablemente cuando él se había acercado a ella para invitarla a salir ella le había rechazado con excusas y alguna que otra mentira. Él no le había dado importancia y la vida continuó para los dos por rumbos muy alejados. Hasta ese día en que de nuevo se encontraban. ¿Habría terminado ella aquella carrera? ¿Entonces qué hacía trabajando como bibliotecaria? No tenía datos para analizar las posibilidades porque la relación con ella se había limitado al cruce furtivo de miradas y dos o tres conversaciones truncadas por la timidez. ¿Era posible que ella no le hubiese reconocido!

No había mostrado signos de familiaridad. La duda comenzó a corroerle. ¿Y si no era ella? Pero, si era ella tenía que volver al mostrador y presentarse. De pronto una sensación muy desagradable le invadió por completo. Que humillante sería tener que extenderse en explicaciones sobre quién era y qué situación les había unido en el pasado. Y si después de todas las explicaciones ella seguía sin recordarle, sería como para suicidarse. Y al contrario, si conseguía que ella le recordase y sólo sirviese para constatar que había hecho bien en rechazarle y menos mal que su vida había transcurrido por otros rumbos: eso si que era para suicidarse, pero allí mismo, en los lavabos del campus metiendo el secador eléctrico en el inodoro y después metiendo un pie descalzo para morir electrocutado. ¡Qué desagradable!, pero es que un doble rechazo puede ser mortal.

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A medida que los pensamientos fluían la temperatura corporal iba en aumento, era como tener fiebre. Se alejó hacia los puestos de lectura más cercanos y se sentó. Entonces se dio cuenta de que si alguien le veía sentado a la mesa sin nada que leer parecería estúpido o cuando menos extraño. Se levantó y buscó en el estante más cercano algo interesante para hojear. Por suerte era la sección dedicada a viajes. Encontró un ejemplar en alemán titulado viajes legendarios por Alemania. Lo escogió y volvió a la mesa. Comenzó a hojearlo. Estaba repleto de ilustraciones románticas de finales del siglo XIX sobre lugares pintorescos de Alemania. Sin duda un ejemplar que le habría hecho muy feliz en otras circunstancias. Intentó dirigir su mirada espía hacia el mostrador de información y se percató de que desde el punto en el que se encontraba una columna le impedía la visión. Ahora ni siquiera podía verla. Tendría que levantarse si quería observarla. Mejor sería esperar un rato. Mientras esperaba recordó cuantas veces había soñado con besarla y cuantas veces había imaginado como sería un beso de aquellos labios. Comenzó a revivir la sensación que había imaginado. Siempre había pensado que sus besos serían todos como el primero. El primer beso de amor no se parece a ningún otro, pero él estaba convencido de que existían determinadas personas cuyos besos no podían caer en el hastío. Siempre serían como el primero. Ya estaba saboreando esa sensación, imaginando, ensoñando. Que bonito sería que de pronto la ensoñación se hiciera realidad, pensó, saliendo levemente del mundo onírico. Ahora que él no podía verla ella podría levantarse de su puesto y acercarse a él por detrás de los estantes. De pronto aparecería junto a él y le sorprendería con una sonrisa sincera y familiar. Pero en lugar de eso lo que ocurrió fue que el móvil empezó a sonar. ¡Qué vergüenza el móvil encendido en la biblioteca! Menos mal que no había nadie para reprochárselo excepto, claro la bibliotecaria. Cuando atinó a apretar el botón de rechazar llamada ya llevaba casi un minuto sonando. Era imposible que ella no lo hubiese oído. Se levantó para rodear la columna que le impedía la visión, pero ella ya no estaba allí. Tampoco pudo encontrarla por ningún rincón de la sala. Se dirigió al lavabo, necesitaba refrescarse y pensó que lo mejor sería mojarse la cara con agua fresca. Cuando regresó a la sala el mostrador seguía vacío. Se acercó a la mesa en la que había dejado el ejemplar de viajes legendarios y allí estaba ella, hojeándolo. Se había sentado acercando la silla del puesto contiguo. De esa forma la otra silla estaba vacía al lado invitándole a sentarse junto a ella. Sin pensarlo, obedeció a su primer impulso. Se acercó y suavemente movió la silla para sentarse. Ella no levantó la vista del libro. ¿Se estaba haciendo la interesante?, pensó. Pasaron dos minutos así sentados el uno junto al otro mirando las ilustraciones. Ella iba pasando las páginas. El miraba sin ver. Su cerebro estaba en otra parte. Aunque no la veía porque sus cabezas estaban casi juntas y no

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podía girarse para mirarla, la imagen de su cara ocupaba toda su capacidad visual. El resto de sus capacidades estaban absorbidas por un cúmulo de sensaciones que iban desde el nerviosismo descontrolado hasta la euforia. Tenía la misma sensación que le había ido abandonando a lo largo de su vida cada vez que había tenido ilusión por algo nuevo. Era una sensación que tenía muy bien identificada. A veces iba acompañada de olores y otras veces de texturas, pero era la inconfundible sensación de disfrutar de algo por primera vez. Él sabía que la sensación era efímera, pero siempre podía recordarla. No se acordaba de todas las ocasiones en que la había sentido, pero había algunas que no se le olvidaban. No siempre correspondían a cosas nuevas. A veces se trataba de cosas que había adquirido de segunda mano, pero aún así para él se trataba de un estreno y la sensación era la misma. También tenía esa sensación al comienzo de las estaciones del año. Sentía un placer indescriptible cuando los primeros rayos de luz otoñal empezaban a asomar por las últimas tardes del verano. El olor del aire en los primeros días de la primavera siempre le traía esas sensaciones de algo que empieza, como de algo nuevo sin serlo. El dulce aroma desprendido por el cabello de ella le embriagaba. Todos sus sentidos estaban alerta. Incluso el tacto estaba detectando las vibraciones emitidas por el cuerpo cercano. Se produjo un efecto electrizante, quizás por la tensión y los cabellos de ella comenzaron a flotar y rozaron la mejilla de él. En ese momento se giró hacia ella. Como si se tratase de un espejo el cuello de ambos se giró al mismo tiempo y el encuentro se hizo inevitable. Las pupilas de ambos se movieron con rapidez encontrándose y descubriendo el lugar del deseo. Ambos sintieron a la vez un clímax de deseo y se produjo el más dulce de los besos. Ese primer beso que había tardado 20 años en llegar. El beso se prolongó lo que sus pulmones permitieron, que no fue mucho debido al ahogo propio de la ansiedad. Llegó un momento que ambos necesitaron más. El deseo se hizo irrefrenable. Ella le tomó de la mano y le llevó hasta el despacho que había detrás del mostrador. El suelo era de moqueta y podía servir. Al cabo de unos minutos de pasión permanecieron abrazados hasta perder la noción del tiempo. Como nadie les molestó, pasaron las horas y el deseo volvió a surgir. Ella quiso llevarle a su casa, pero él se negó y propuso pasar allí el fin de semana. Ella sabía lo que iba a pasar e intentó explicárselo, pero el no comprendió. Había que cerrar la biblioteca y salir de allí antes de que llegasen los vigilantes nocturnos. Podía ser muy embarazoso si les sorprendían en esa situación. Se habían dejado llevar por las emociones y ahora llegaba el momento de volver a la realidad. Salieron hacia el aparcamiento y subieron al coche de ella. El se dejó llevar. Estaba flotando aún por la emoción del primer encuentro amoroso. Ella también parecía feliz. Al dar el contacto una música familiar sonó en el equipo de sonido del coche. La melodía les transportó y al cabo de unos minutos llegaban a la casa. De pronto él sintió

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escalofríos. Eran los nervios. Subieron al piso y tomaron algo caliente para recuperar fuerzas mientras llegaba un pedido de comida oriental que hicieron por teléfono. Su mente estaba repleta de sensaciones. Seguía nervioso como un niño el día de reyes. Llamaron al timbre. Ella estaba arreglándose en el aseo y le pidió que abriese él. Fue a la puerta para recibir el pedido, pero al abrir en lugar del empleado del restaurante se encontró con una cara que le resultó familiar. Era una chica de unos 18 años. Ella le miró con cara de sorpresa y algo más que él no supo identificar. Se saludaron fríamente como sin saber bien cual era el protocolo adecuado. Aún no habían cerrado la puerta y se presentó el chico del restaurante con el pedido. Le pagó y fueron al salón a esperar que ella saliese del aseo. Mamá dijo ella, ¿has visto a Papá? El no comprendió, las luces del salón se hicieron más intensas y las imágenes se quedaron fijas en su mente, aunque todo parecía estar en movimiento. La sensación de mareo iba en aumento. Sintió nauseas. Gritó. Entonces ella salió y lo abrazó. Hay algo que tengo que explicarte, le dijo al oído. Sentados los tres, él escuchó lo que tenían que contarle. Hacía seis años que le habían diagnosticado una enfermedad rara parecida a la amnesia, pero más compleja. Aproximadamente cada seis meses perdía totalmente la memoria de todo lo acontecido durante los últimos veinte años. Siempre desaparecía durante uno o dos meses y volvía a aparecer de la misma forma. Los médicos no habían conseguido avanzar nada en el estudio de su problema y la única solución que habían propuesto era encerrarle para que no se perdiese cuando volviese a fallarle la memoria. Ellas se habían negado porque les parecía inmoral encerrar a alguien cuyo único problema era la pérdida temporal de la memoria. Al principio las etapas de lucidez, por llamarlo de algún modo eran más largas, pero últimamente se estaban acortando. Ya era la sexta vez que ocurría en el último año. Cada vez que él reaparecía la convivencia con ellas hacía que recordase algún pequeño detalle de su vida en común, pero normalmente era tan poco que habían perdido la esperanza. Padre e hija habían estado muy unidos antes de la enfermedad y ella sufría mucho al ver que su padre no era capaz de recordar ni su nombre. Lo que hacía unas horas era la felicidad absoluta se había convertido en un momento en un sufrimiento terrible. De pronto pensó en todo lo que había sucedido en la biblioteca y notó como los ojos se le llenaban de lágrimas. Miró a su hija y entonces comprendió el gesto de su rostro. Era una pena profunda. Siempre había pedido a Dios que mantuviese en él el fuego del primer amor y vaya que si. Se lo había concedido, pero a qué precio. Sintió que había vendido su alma para conseguir semejante placer efímero. Quiso pedir que le devolviesen la oportunidad de rectificar, pero ya no era posible. La suerte estaba echada y no había marcha atrás.

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El proceso de la escritura Álvaro Sarró Fuente La libreta de tapas azules descansa sobre la mesa. El anciano se acaricia el rostro. Barba de varios días y costras de antiguos tajos. No resulta fácil deslizar la cuchilla sobre un pellejo moribundo. Sus ojos relucen, húmedos y cansados. Me analizan. Cuando habla, las palabras brotan resecas. Redactar una frase con absoluta corrección gramatical está al alcance de cualquiera. Sacar jugo a las palabras o transmitir emociones primarias a través del orden y el estilo resulta mucho más complicado. Pero lo verdaderamente peliagudo es encontrar imágenes nuevas e impolutas, temáticas que nadie haya reflejado, escenas visionadas a través de un nuevo prisma. A un escritor hay que evaluarlo por su inventiva, su creatividad, su imaginación, su capacidad para remover las entrañas del lector. Así que, cuando escribas si es que escribes, olvida las leyes gramaticales. Déjate ir. Lo primordial es que la información fluya. Así lograrás expresar lo intangible. El color del parque bajo la luz crepuscular. O qué evocan exactamente los rayos de sol cuando se filtran por una ventana plagada de cercos de polvo y gotas de lluvia. Recuerda que se escribe mejor con el trasero incómodo, así que no te relajes. Y si te rugen las tripas durante el proceso, alégrate. La concentración te habrá hecho olvidar la comida, el desayuno o la cena, o quizá todas a la vez. Eso significa que estarás en ruta. Habrás logrado lo más difícil. También debes olvidar esas metáforas gastadas que algunos emplean para definir la escritura. Escribir equivale a reventarse un grano enorme. Es un vicio, una necesidad inexcusable. Requiere concentración. Frunces el ceño. Aprietas los dientes. Nunca llegas a sentirte del todo limpio por dentro. Nunca dejas de sentir ese placer. O se bloquea, o fluye. A veces, duele... Fuera anocheció hace tiempo. La biblioteca de mi barrio cierra sus puertas. He de volver, mamá se habrá enfadado. El viejo agita su huesuda mano antes de terminar. «... y siempre deja marca, y la marca es para siempre.»

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El viaje de los domingos

Sergio Luque Ortiz

Zaida aguardaba los domingos con gran ilusión. Tras soportar estoicamente toda una semana de quehaceres ayudando a su madre, cuidando de sus hermanos pequeños o labrando el yermo y pequeño terreno detrás de su casa, finalmente tendría su particular recompensa.

Los domingos amanecían con el murmullo al alba de las despedidas de sus padres. Era aún muy temprano cuando el hombre se marchaba hacia la capital para vender su mercancía en el bazar. La niña sentía entonces una punzada de libertad en el estómago. Él no volvería hasta bien entrada la noche, así que disponía de toda la jornada. Nada de escuela, ni juegos en la calle y mucho menos salir sola, todo aquello estaba prohibido para las niñas desde el cambio en el poder. Ella no lo entendía muy bien, eran cosas de mayores, le decían, y era precisamente su ingenuidad lo que le daba el valor. Cuando su madre no la vigilaba, se vestía con las ropas del hermano menor, casi tan alto ya como ella, y se calzaba unas alpargatas abandonadas en un rincón. Después salía a la calle refugiando sus rizos negros en un gorro y, bajando la vista al suelo, caminaba sigilosa como un gato por las calles gastadas de la ciudad. Nadie la reconocía, perdiéndose entre el bullicio. A veces se cruzaba con otras mujeres, vestidas de los pies a la cabeza con una larga túnica negra como dictaba la norma. Sólo los ojos quedaban a la vista, distraídos en los puestecillos o en el cuidado de sus hijos. Zaida conseguía disimular y ser un chico más, sin despertar sospechas y sintiéndose liberada por un día. Sabía que, de ser descubierta, podría recibir un castigo muy severo. Había escuchado historias parecidas que aún le erizaban el vello al recordarlas. Sin embargo, se armaba de valor pensando en las horas que le quedaban por delante.

Tras cruzar la ciudad, las callejas por fin desembocaban en la zona alta. Allí aún se apreciaban vestigios de otro tiempo, en el que los edificios se labraban en mármol y las calles eran de un empedrado uniforme. Por fin llegó junto a un edifico majestuoso en su porte pero sobrio en sus formas, de ladrillo rojo y amplios ventanales. Estaba coronado por una bóveda

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que dejaba filtrar la luz del sol en su interior, aunque parecía amenazar con venirse abajo con el soplo de viento. Aquella zona de la ciudad se construyó en un tiempo remoto que Zaida no había llegado a conocer, pero del que algo había leído precisamente allí, en la biblioteca general. Ese edificio no se parecía a ningún otro, y no sólo por su aspecto. Era la única biblioteca que quedaba ya, y a la que la chica no podría haber entrado si hubiese acudido con su pelo suelto. Sin embargo no había mucha gente por allí, apenas entraba nadie ya que estaba en el punto de mira de las autoridades. Decían que era un lugar de infieles, donde se reunían para conspirar contra el pueblo y sus líderes. Que de allí salían ideas revolucionarias, antipatriotas y mil cosas más. Tales eran los fantasmas que se agitaban en torno a la biblioteca de la ciudad que nadie la visitaba, por miedo a ser acusado de traidor. Así pues, no le sorprendió que nadie le impidiera el paso, ni que la sala principal se encontrase vacía, acogiendo sus pasos con un ligero eco. Sus altos techos absorbían cualquier ruido y lo devolvían con cierto estruendo al silencio sepulcral que se respiraba. Un hombre que se encaramaba a una escalera con torpeza, se giró al escuchar el ruido a su espalda. Sonrió sin sorpresa, como si la esperara. Bajó despacio y se acercó a recibirla con los ojos llenos de amabilidad. Ibrahim, el bibliotecario, era quien le había contado todas aquellas historias acerca de aquel lugar, de los años pasados y del miedo de la gente. La niña no lo entendía, puesto que era precisamente allí donde ella encontraba la paz que no hallaba en las calles. Se perdía durante horas en la lectura de algún libro de aventuras, de intriga o de historia. No tenía ninguna predilección, devoraba con ansia cualquier cosa que Ibrahim le recomendara, tal era el hambre que había pasado desde que abandonó la escuela por obligación hacía unos años. Hasta que descubrió la biblioteca y la forma de escabullirse hasta allí cada domingo, Zaida no había leído ni estudiado. Siempre había sido una gran alumna, así que ese fue uno de los cambios que más le costó asimilar.

El viejo Ibrahim, que la observaba sin intriga tras sus cansadas gafas, tenía reservado para ella un raído y pequeño tomo. Según le adelantó, contaba el fantástico viaje de vuelta a casa de un hombre, y en el que vivía increíbles aventuras. Todo lo que necesitaba para pasar el día, pensó Zaida zambulléndose en su sillón favorito, junto a un ventanal, dispuesta a leer con avaricia. Allí se pasó un buen rato, hasta que el hombre, anticipándose a ella, se acercó con unas ciruelas frescas.

- Son para ti- le dijo.- Parece que no hayas comido nada en todo el día, y el viaje de vuelta a casa puede ser largo.

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Zaida sonrió agradecida, sin imaginar que él, en el fondo, lo estaba aún más. No tenía muchas visitas durante la semana, y por supuesto ninguna de alguien de su edad, así que también había terminado por esperar con ilusión la llegada del domingo. Le resultaba muy satisfactorio descubrir en alguien tan joven aquel amor por los libros. Y aunque dada la situación, se preguntaba con tristeza si tenía sentido, a Ibrahim le reconfortaba comprobar que tanta represión no había acabado por completo con las ganas de aprender. Ella sin embargo se inquietó un poco ante la repentina idea de que aquel hombre tan inteligente pudiese sospechar algo. Él la miró de forma tranquilizadora.

- Sigue leyendo, aún queda un rato para que cerremos.

La niña sonrió y volvió a las páginas de su libro, segura de que, supiese o no algo de su particular aventura, guardaría su secreto.

Cuando levantó la vista del tomo de nuevo, un rato después, reparó en que ya atardecía. Era el momento de volver a casa, o quizá su madre se preocuparía. Como siempre, el tiempo parecía detenerse o correr a su antojo cuando estaba leyendo. Zaida se acercó al mostrador y devolvió el libro al bibliotecario, quien le insistió para que se lo llevara a casa. Confío en ti, le dijo, sé que volverás. Pero el miedo asomó a los ojos de la niña tan de repente, que él no quiso insistirle, comprendiendo que llevar un libro encima quizá fuese peligroso en aquellos tiempos.

- Comprendo. No te preocupes, te estará esperando aquí la próxima semana. Los dos lo haremos.

La niña no dejó de darle vueltas a sus palabras, mientras se alejaba de allí. Le sorprendía que un adulto pudiese pensar en un libro de ese modo, como algo que tuviese vida propia y pudiese esperar a quien lo lee. Era algo infantil, ridículo, se dijo a sí misma casi como un reproche. Si a ella no le estaba permitido comportarse como una niña, tampoco aquel hombre debía pensar de ese modo. Y sin embargo, en su regreso a casa y fascinada aún por la lectura, no pudo evitar imaginarse a sí misma como una heroína, enfrentada a terribles enemigos, escapando de sus emboscadas por estrechas callejuelas, tal y como le ocurría al protagonista del libro.

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Más tarde, mientras esperaba el sueño acostada sobre el suelo, oyó llegar a su padre tras la agotadora jornada. Escuchó cómo hablaba con su madre, las órdenes que le daba. Al día siguiente les esperaría una nueva y dura jornada de trabajo. A Zaida no le importaba demasiado. Esa tarde había aprendido a creer en la magia. Si ella aguardaba el reencuentro, quizá era cierto que también el libro podría hacerlo. Al fin y al cabo, ¿cuál era la razón de existir de un libro, sino que sus historias fuesen leídas?, que alguien las imaginara, las contara. Si no se abren sus tapas, no existe, pensó. Y en cuanto a ella, inmersa en aquella reducida vida, ciertamente sus domingos de lectura eran su gran aliento. Un auténtico viaje. Así pues, por qué no. Tal vez fuese cierto que uno no podía existir sin el otro y que, por tanto, las páginas de esa mañana la esperarían con ansia para terminar de contarle la historia de aquel héroe llamado Ulises.

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Historia de vida Elena María Carchenilla Perea

16 de junio de 2009. Ese fue el último día que pude disfrutar de la compañía de Alejandra. Era una chica rubia y de estatura media, tenía veintidós años y estudiaba Comunicación Audiovisual muy cerca de mi “hogar”. Se puede decir que desde esa fecha mi vida no es todo lo apasionante que yo quisiera. Sí, de vez en cuando vienen a visitarme, me hacen un par de carantoñas, pero luego “si te he visto no me acuerdo”. Y es que, aunque pueda parecer que la vida de un libro es fácil, frecuentemente resulta triste y aburrida. El recuerdo más antiguo que tengo lo puedo situar hace varios años. Me encontraba en un lugar sin luz, cerrado y con olor a cartón viejo. Estaba repleto de libros como yo. Oí decir a uno de ellos que una máquina llamada “imprenta” nos acababa de dar la vida a todos nosotros. Yo me negué a creer que mi madre fuese una máquina, y menos con ese nombre tan extraño. El caso es que, sin saber muy bien cómo, acabé expuesto en la estantería de unos grandes almacenes situados en el centro de una gran ciudad a la que algunos entendidos llamaban Madrid. Allí, había multitud de libros como yo: más grandes, más pequeños, más bonitos, más simples… Pensé que aquel lugar era perfecto para pasarlo bien y hacer buenos amigos. Pero fueron pasando los días y nadie se percató de mi presencia. En algún momento, llegué a pensar que “Luna Nueva” (uno de los libros de la saga Crepúsculo) me lanzaba una mirada, pero si fue así, desde luego no fue nada agradable. Si esa era la forma de vida de un best-seller, prefería quedarme solo en la estantería de Ciencias de la Comunicación. Al cabo de dos meses, vino un chico preguntando expresamente por mí. No sé lo que le habrían contado pero parecía interesado en llevarme a su casa. Yo no sabía si sería correcto aceptar su oferta, pero sin que nadie me preguntara, de repente me vi metido en una incómoda bolsa de plástico. He de decir que no se estaba tan mal dentro de la bolsa, pero no llegué a entender muy bien su función, pues ni siquiera me protegía del frío invernal que por aquel entonces recorría las calles de Madrid. Durante todo el tiempo que estuve metido en la bolsa,

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de lo único que me pude percatar fue del ruido estremecedor de las calles, el olor a humo y, por supuesto, el frío. Lo demás fue todo un misterio, pues el diseñador de la bolsa se olvidó de incluir en su diseño “ventanas” o algo que se le pareciera. Al final, acabé en la casa del chico. Estaba nervioso, no sabía lo que quería de mí, ni qué iba a hacer conmigo. Me sacó de la bolsa y, muy discretamente, me colocó en una mesa que, por el olor, yo diría que era de madera de roble. Y ahí me dejó, como quien pide a los Reyes Magos el último modelo de un juguete que sale en todas las revistas, lo utiliza el primer día y se olvida de él. Así me sentía, olvidado, marginado y aburrido. De todo esto, aprendí a escuchar, pues no tenía otra manera de entretenerme. Descubrí que el chico se llamaba Carlos y, aunque vivía en Madrid, tenía un marcado acento andaluz que delataba su procedencia. Me sorprendió escuchar que había pagado por mí cuarenta euros, y al parecer, según el criterio de Carlos, era un libro caro. La verdad es que yo no entendía muy bien el concepto del dinero, pero esperaba haber valido más, que soy de tapa dura y llevo pegado a mi espalda un DVD complementario de una calidad que más quisiera “Luna Nueva”. Pasaron tres meses hasta que, finalmente, Carlos me hizo caso. Leyó en voz alta mi nombre: “Comunicación Estratégica” y, poniendo mala cara, con un lápiz fluorescente en la mano comenzó a leerme. Estuvo horas y horas, leyendo y “pintarrajeándome”. Yo no me veía muy guapo con ese color amarillento pero suponía que debía de estar muy de moda, porque era el color que más utilizaba. Por lo menos ahora, después de tantos meses, me hacía caso. Pero sufrí lo mío: además de pintarme con ese color amarillento, estuve varios días metido en una mochila sin saber por dónde se salía, me tiró al suelo, me usó de posavasos, me arrancó un pedacito de una de mis hojas, y un sinfín de barbaries con las que no me voy a alargar. Pero una cosa sí que tenía clara: era un libro incomprendido y poco querido por Carlos, y sabía que iba a durar poco con él. Y, efectivamente, al cabo de pocos meses me abandonó en un pupitre de la clase 206 de la universidad. Allí pasé interminables horas solo, aburrido y con la luz apagada, hasta que una señora muy amable, aparentemente vestida de uniforme, me recogió y me llevó al lugar más ansiado por cualquier libro del mundo. Era un lugar inmenso, lleno de libros como yo, justamente iluminado, silencioso, cálido… Era la biblioteca. Siempre había soñado con un lugar así, y allí estaba, viviendo un sueño. Y cuando pensaba que nada podía ir mejor, vino Alejandra en mi busca. Sí, me buscaba a mí, exclusivamente a mí. Pero la vida de un libro de biblioteca es así, no te puedes encariñar con los lectores, porque a las dos o tres semanas les obligan a devolverte al lugar del que te cogieron. No sé cuál es la sanción o la condena que imponen si no somos devueltos en la fecha que corresponda, pero la mayoría de

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los libros solemos volver a la biblioteca justo a tiempo. Que algún lector entusiasta, o estudiante aplicado, nos coja de vez en cuando es para nosotros como vivir unas “minivacaciones”, y después: vuelta a la rutina. Ésa es nuestra vida. Sin embargo, con Alejandra fue distinto. Me trató excesivamente bien. Me compró una funda suave de color azul cielo sólo para mí, me llevaba siempre en sus brazos junto a su carpeta color turquesa, y acariciaba mis páginas con suma delicadeza. Era la lectora perfecta. Y el día que me enteré que tenía que devolverme a la biblioteca, no pude evitar ponerme triste y furioso a la vez. Me escondí como pude detrás de otros libros con portadas más llamativas, pero acabó encontrándome. Me llevó a la biblioteca, y aunque todos los libros de mi sección se alegraron de verme, yo nunca fui el mismo. Quería volver con Alejandra, quería sus manos sobre mis páginas, quería su funda suave en mi tapa dura, la quería a ella. Pero se fue. Y, aunque todavía hoy, mantengo la esperanza de que algún día vuelva, ya ha pasado más de un año y no he vuelto a saber nada de ella. Tal vez haya encontrado un libro mejor. ¿Quién sabe? Yo seguiré esperándola, hasta que encuentre un lector mejor.

Porque los libros no siempre tienen la vida que se merecen.

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Huellas de barro

Ana Luz Bullón Moreno

Era un día lluvioso, de esos que reflejan los árboles en el suelo. Como cada día mis zapatillas se arrastraban de camino a la rutina, llenándose cada vez más de barro. Mis pies, aún dormidos, parecían no fijarse en el lugar donde descansar a cada paso, hasta que finalmente un apoyo fallido en un charco los empapó haciendo que el frío penetrara por mis dedos mientras mis ojos se abrían repentinamente cayendo en una acera vacía, llena de lluvia. Una especie de escalofrío empezó a ascender desde los pies hasta las rodillas, y luego el aire lo elevó hasta mis riñones; mi cuerpo empezó a temblar. Mi pelo pasó de estar húmedo a mojado, pues siempre me he preguntado qué tipo de persona sería capaz de inventar un objeto tan artificial como un paraguas, que no deja que el agua te despierte, te haga respirar… Además, en un día como aquél, en el que el viento no sopla fuerte, las gotas de lluvia habrían sido el más deseable placer para cualquier nómada del desierto, así que ¿por qué despreciarlas?

Seguí caminando, aumentando el ritmo de mis pasos simultáneo al de los latidos ocultos de un solitario corazón.

Fue exactamente a las ocho y trece de mi reloj cuando me di cuenta de que algo no iba bien… la rutina se había quebrantado por algún motivo sobrenatural. La calle estaba desierta, ni siquiera otro ruido que no fuera el de la lluvia cayendo precipitadamente por los canalones se atrevía a penetrar las aún dormidas calles de la ciudad. Ni siquiera la biblioteca, que en una época de exámenes como aquella parecía no dormir, permanecía con las luces apagadas. Pero, ¿qué fue lo que delató a la anomalía? Definitivamente no fue la tranquilidad que había traído el rocío, ni tampoco la cantidad de agua por kilómetro cuadrado que pudiera estar cayendo… fue mucho más que eso… ¡la luz! Todos hemos vivido un día lluvioso en el que parece no salir el sol, pero en el que tampoco son necesarias las farolas. Sin embargo, el brillo del cielo señalaba que estaba caminando bajo la más oscura de las noches primaverales. ¿Dónde estaba el sol? Como contrariando al presente común, miré al suelo, y dando una vuelta de ciento ochenta grados me di cuenta de que el barro de mis zapatos había ido dejando una senda de pisadas que la lluvia había respetado a pesar de la fuerza con la que se precipitaba hacia los charcos. Una corazonada me dio cuerda, como se le da a un pollito de metal para que pique el suelo vacío sin parar, para seguir mis huellas consciente de lo estúpido de la acción, pues yo misma

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las había generado, pero con un sentimiento que me hacía dudar de cuál había sido su inicio. Poco a poco me fui internando en un sendero de pisadas que me hicieron caminar hasta que mis pulmones no me dieron señal alguna de poder inhalar más aire y, entonces, simplemente paré. El sonido de unas ruedas sobre el asfalto giró mi cuello mecánicamente. Una furgoneta cuyo conductor no podía ver desde el ángulo de mi perspectiva avanzaba por la calle desierta, pero un fallo visual debía de estar engañándome, pues mi cuerpo tuvo que reaccionar demasiado rápido para no ser atropellada por el vehículo. Era extraño; iba en dirección contraria, avanzando hacia atrás, con una velocidad normal, con un ritmo usual, pero hacia atrás. Y justo en el momento en que iba a ver al conductor, el reflejo de la luz anaranjada de una farola cegó su reflejo en mis pupilas, y cuando estas volvieron a su tamaño original ajustado a una proporción de luz como aquella, el automóvil giró la esquina y poco después había desaparecido.

No sé durante cuánto tiempo caminé, puede que minutos, quizás horas, pero la luz del día no aparecía… al sol no le había sonado el despertador, y yo cada vez estaba más alejada del centro urbano. Mi sudor se mezclaba con la lluvia y mi estómago empezó a oprimirse cuando mis zapatos se dieron cuenta de que para mis pies el suelo por el que caminaban era totalmente nuevo, ¡pero no para mis huellas!

La intensidad de la lluvia había aumentado embarrando el camino que se extendía hasta lo que mi visión era capaz de captar, y cuando quise darme cuenta, me había convertido un punto en medio de una recta infinita. Una sensación de vacío empezó a agobiarme, mi respiración aumentó su ritmo, avancé apresuradamente, el miedo se extendió por mi cuerpo como la sangre impulsada por el corazón recorre cada tramo venoso, y todos mis sentidos, alerta, intentaban percibir cada detalle que el orvallo intentaba ocultarme. Las farolas se apagaban a mi paso como por casualidad, y un sólido viento congeló mis mojadas orejas, medio tapadas por una fina capucha.

Un giro radical. Pasos. El sonido de una masa corporal que hunde en el fango parte de sus extremidades. Inmóvil, absorta en la figura que podría aparecerse delante de mí en pocos segundos, intenté emitir algún tipo de sonido, pero el terror había petrificado mis cuerdas vocales. Sola, en medio de una oscuridad demasiado húmeda, esperé quieta como una escultura antropomórfica mojada por las olas en medio de la tempestad. Y cuando mi cuerpo se recompuso, serenándose lo suficiente como para desconfiar de lo que mis sentidos me habían

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hecho creer, algo rozó mi pierna. Salté. Sólo mis ojos, suficientemente independientes, eran capaces de moverse enviando información constante a mi mente. Y entonces lo vi, era un perro, quizás un Golden Retriever, pero su pelaje estaba empapado y le daba un aire callejero y siniestro. Casi sin darme cuenta fui arrastrada por el animal, que había cogido mi bufanda con sus dientes, hasta el final de una calle que parecía el final del inmenso camino y el comienzo de una nueva senda. Justo en ese cruce de contradicciones recordé. Un inmenso flashback invadió mi mente con miles de imágenes entrecortadas que luchaban por ordenarse para tener algún sentido, y entonces rememoré cada uno de esos últimos minutos, y todo cobró sentido perdiendo cualquier rumbo posible o imaginable.

Avancé apresuradamente, el día se había presentado de pronto. El reloj de la plaza mayor marcaba las once y dieciocho, y las calles estaban colapsadas por el humo de los coches. Miles de personas corrían de un lado a otro, como si nada sobrenatural o extraño hubiese alterado sus rutinas. Sin embargo, ninguna imagen se definía en mi mente, era incapaz de precisar algún rostro, como ese miope cuyas gafas se acaban de esfumar y siente pavor ante un medio que de pronto le es desconocido; las luces se difuminaban en grandes lunares en movimiento. Corrí, me precipité calle arriba hacia la única avenida que aún sin ver habría reconocido en cualquier lugar… el camino a casa. Entré como un ladrón que teme ser descubierto, expectante ante lo que podría encontrar, y cuando llegué a mi cama, ésta estaba ocupada. Una joven yacía bajo las mantas. No la reconocí, pero fue al tocar su gélido rostro cuando comprendí, cuando me di cuenta de que hace tiempo que no sentía, que fingía mis emociones, que todo era irreal; falso. Toqué mi pecho una, dos, tres, hasta cuatro veces, pero allí no había nada… La carcasa que palpaba estaba vacía, exenta de vida. Caí, tropecé mil veces, y comprendí que ella no despertaría nunca… Deslicé mi espalda sobre la pared, encerré mis piernas en un abrazo y dejé que mi mirada se perdiera en el infinito de un espejo que solo podía reflejarse a sí mismo, la eternidad contenida en una refracción ilimitada…

No sé cuantos minutos, días, horas pasé allí sentada, esperando a que algo sucediera, a que aquél cuerpo se levantara sin mí; pero un día me miré yaciente en la cama y lo acepté. Rememoré esa última noche en la que el destino me había llevado hasta un callejón demasiado oscuro, donde mis huellas habían pisado por última vez, donde la luz de la farola había brillado en mis ojos hasta que estos no pudieron volver a abrirse, donde la lluvia fue cómplice

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silenciosa del crimen, borrando cada vestigio, cada impresi贸n, cada marca que pudiera recordar a mis huellas dactilares.

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La pulsera

Gonzalo Torres Garnica

No podía apartar la vista de las manos de su amigo. David jugueteaba alegremente con la pulsera que ella había comprado. Toqueteaba las pequeñas esferas de brillantes de vivos colores y tiraba de ellas para ver cuánto resistía el fino hilo elástico que las sujetaba. — David, no juegues con la pulsera. Que la vas a romper…-le advirtió la joven-. — No te preocupes, que tengo mucho cuidado -respondió él quitando importancia al asunto-.

Helena se ponía cada vez más nerviosa, hasta el punto de que le resultaba imposible centrarse en su lectura. No le gustaba que jugaran con sus cosas, y menos con su flamante y recién adquirida pulsera de bolas. Por no mencionar el hecho de que su amigo David era un manazas. A través del rabillo de ojo vigilaba cada uno de los amenazadores gestos de su amigo, esperando que el hilo elástico aguantara los envites de aquel niño grande.

El cristal de la mesa vibró y Helena escuchó un zumbido dentro de su bolso de las Supernenas. Automáticamente introdujo la mano, extrajo su teléfono móvil y miró la pantalla incandescente. Era Óscar. No había podido hablar con él en toda la mañana y se moría de ganas por saber qué tal le había ido en el concierto. — Ahora vuelvo, que no me quiten la silla -le advirtió a David al tiempo que se levantaba rumbo a la puerta de la biblioteca-.

David asintió medio embobado, mirando aquellos redondos reclamos de brillantes colores. Colocó la pulsera en su muñeca y, una por una, giró las bolitas sobre sí mismas de la misma forma que un bebé toca el chillador de un corre pasillos. Aquella sensación le resultaba de lo más reconfortante.

Y mientras él se encontraba absorto en sus jugueteos, ocurrió lo esperado. El fino hilo cedió sobre la yema de su dedo y las bolitas cayeron como una lluvia de plástico que repiqueteaba

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contra el suelo. — ¡Hostia!

Las diminutas esferas rebotaron cada una en una caprichosa dirección. Aprovechando que cogían algo de altura después de ser rebotadas, David trató de cogerlas con un hábil movimiento de su mano. Sin embargo lo único que consiguió fue golpearlas con tanta fuerza que se dispersaron aún más.

Observó paralizado cómo cada una de las bolitas emprendía su particular viaje a través de la sala de estudio. Unas atravesaron fugazmente el laberinto de sillas, otras brincaron hasta acomodarse bajo las mesas repletas de estudiantes y unas pocas rodaron a escasos metros de los pies de David. Aquella estampida de colores se hizo notar en el lugar, y toda la gente de alrededor se giró para ver qué sucedía.

David se moría de vergüenza. Los estudiantes de alrededor, espectadores involuntarios del espectáculo, se agachaban para rescatar del suelo las aventureras bolas de la pulsera. Él directamente no sabía ni por dónde empezar. Helena le iba a matar. Por no mencionar el pequeño detalle de que toda la biblioteca le miraba.

Rojo como un tomate, se arrodilló y sobre las palmas de ambas manos amontonó las piezas que tenía más cerca. La chica de la mesa de al lado se dirigió hacia él y, con una sonrisa divertida, depositó un par de bolitas en el pequeño montón. Tenía los ojos claros y a David le pareció particularmente atractiva. — No son mías, son de una amiga -dijo, tratando de disculparse con una forzada sonrisa-.

No recibió ninguna contestación de la chica, que se limitó a asentir y a sonreír. Viendo que el asunto no mejoraba, se apresuró a recoger todas las bolitas antes de que su amiga volviera y le pillara in fraganti. Por suerte, los estudiantes se mostraban de lo más colaborador en su afán por devolverle las piezas a David. Él aún sentía el ardor de su rostro colorado y, por unos instantes, se sintió el instigador de una espontánea colecta. Les dedicó un tímido “gracias” a todos aquellos que se habían tomado la molestia de echarle una mano.

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Una vez hubo recuperado el grueso de las bolitas, echó un vistazo en derredor para avistar alguna pieza rebelde. Sin embargo, no consiguió descubrir ninguna ni entre las mesas, ni a los pies de las estanterías ni tampoco en el suelo de los amplios pasillos.

Además, tenía un montón considerable. Pensó en contarlas, pero al instante desechó la idea: ¿Cuántas bolas podría tener la pulsera? Dudaba que Helena las hubiera contado. —Nadie cuenta esas cosas —sentenció pensando en voz alta mientras asentía convencido. Barajó rápidamente varias excusas en su mente. — No te lo vas a creer, he ido a sacar los apuntes de la carpeta y se me ha enganchado la pulsera. Menos mal que he podido recoger las bolas otra vez…-susurró con tono de pena-. — ¡Vaya tela! Se acerca una chavala y me dice que menuda pulsera tan bonita, que si se la puede probar. ¡Y va la muy torpe y la rompe! -susurró algo más alto, gesticulando con indignación-.

El joven se dio cuenta de que mentir no era precisamente su punto fuerte. Le diría a Helena la verdad. Le contaría que estaba jugando con la pulsera y que ésta se había roto. Entonces su amiga le replicaría el típico “te lo dije”, seguido de “es que eres un torpe, no se te puede dejar nada”. David estaba dispuesto a no escuchar tales frases, y se demostraría a sí mismo, a Helena y al mundo entero que no era ningún manazas. Le haría un nudo al hilo elástico de la pulsera y nadie sabría nada. El plan perfecto.

Debía ponerse manos a la obra lo antes posible. Sin titubear, atravesó fugazmente el pasillo y se acercó a la ventana para saber si su amiga seguía distraída. Allí estaba ella, fumándose tranquilamente un cigarro, con un pie en el bordillo de las escaleras mientras charlaba con Óscar. Sonreía y ponía ojitos melosos a las palabras de su interlocutor. David lo interpretó como una buena señal: la conversación entre los tortolitos se prolongaría el tiempo suficiente. Al menos eso esperaba él.

En el veloz camino de vuelta hacia su mesa, se encontró con la mirada de la chica de ojos claros. Ella sonrió de nuevo antes de desviar su atención a los apuntes de su mesa. Quizá en otra situación le hubiera hecho un comentario, pero por mucho que quisiera entablar una

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conversación, no podía retrasarse. Recogió de la mesa la solitaria cuerdecilla elástica, ahora desnuda, huérfana y desarreglada.

Una a una, se dispuso a atravesar las bolitas con el hilo elástico. La tarea no resultó nada sencilla, ya que el endeble extremo se doblaba sobre sí mismo y se resistía a entrar por los agujeros. De vez en cuando David desviaba la mirada hacia la puerta, esperando que Helena no entrara de un momento a otro.

Cuando acabó, cogió ambos extremos de la pulsera y los juntó para hacer un nudo. Tenía que trenzar un buen lazo para que no se volviera a romper. En juego estaban una bronca de su amiga y su propio orgullo: él no era ningún manazas. Ignorando su tembloroso pulso y con algo de maña consiguió hilar las dos partes de la fina cuerda.

Inmediatamente se detuvo a contemplar su hazaña. Las bolitas pendían del recién unificado hilo. Le dio un par de meneos en el aire para comprobar su resistencia, haciendo que las esferas entrechocaran. Tras verificar que el nudo aguantaba procedió a colocarse de nuevo la pulsera en la muñeca. Despacio y con cuidado tiró nuevamente de la cuerda, esperando que no cediera otra vez. Como el nudo no se desprendía, decidió dejarlo todo como estaba y acomodó la pulsera en el centro de la mesa, cerca de los apuntes de Helena.

Echó un último vistazo, por si su amiga le espiaba en secreto. Aún no había entrado. David apretó el puño, victorioso, y se congratuló de su pequeña victoria. A continuación vendría la parte más fácil. Acercó las hojas y disimuló, dibujando en su rostro la más absoluta de las concentraciones.

Pocos minutos después volvió su amiga. La charla con Óscar había resultado de lo más divertida, y precisamente por ello se había quedado con ganas de verle. Cuando vio a David estudiando en silencio, supo que algo raro pasaba. Conocía de sobra a su amigo y notaba en la situación algo sospechoso. ¿Desde cuándo David miraba concentradamente sus apuntes? Además, siempre que el chico estudiaba mordía lápices o tapaderas de bolígrafos. Helena tomó asiento y, sin mediar palabra, ordenó sus hojas. Vio su pulsera en el centro de la mesa y la cogió. Al tocarlas notó que el plástico de las bolitas desprendía el característico calor humano de quien las ha retenido entre sus manos durante mucho tiempo, seguramente porque su amigo las había estado toqueteando. Ella suspiró resignada y se colocó la pulsera en la

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muñeca. Al instante el hilo se desprendió y todas las bolas cayeron al suelo, rebotando con estruendo y rodando en todas las direcciones.

Helena se cubrió la boca con las manos. Todo el mundo se giró hacia ella al escuchar el ruido. La pobre chica se moría de la vergüenza. Desvió su mirada hacia David, que la miraba fijamente con los labios apretados, aguantando la risa. Repentinamente, su amigo estalló a carcajadas. —

¿Qué te hace tanta gracia? —inquirió ella con una mezcla de embarazo e

indignación.

David no paraba de reír. Finalmente, entre risas contestó como un bobalicón. — Es más gracioso cuando le pasa a los demás.

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No hay luz al final del túnel

María Ballesteros del Prado

Sonaba "Hard to be a girl" de Adam Green, cuando me di cuenta que los caprichos tienen fecha de caducidad. Cuando deseo algo me gustaría hacerlo inmortal y placentero. No estoy dispuesta a formar parte de un circo que no me tiene como estrella. Quiero mis lentejuelas, mi chistera y mi chaqueta de maestra de ceremonias. No me vale que me proporciones placebos. Y no, no voy a volver a comer de tu mano (aunque eso sea algo que tú has asumido). A veces me siento tan deprimida que decido pintarme los labios de color rojo para simular que estoy a punto de escupirte sangre a la cara, para mancharte y que tengas que volver a casa a cambiarte de ropa porque te he puesto perdido. Bueno, de estar perdido tú sabes bastante, así que no voy a decirte qué tienes que hacer para disimular y construir un guión que no sabes cómo termina. Es difícil ser una chica y más si tienes un par de tetas bien puestas.

Quedan prohibidos los escotes y las camisas transparentes si no vas acompañada de otra mujer que pueda reírse contigo de lo patéticos que resultan los hombres por la noche. El largo de la falda me da igual, un poco de muslo nunca viene mal. He decidido que esto es pura melancolía, que es una tristeza hermosa y no destructiva. Fuera la ciudad ardía, pero nosotros ardíamos por dentro. Creo que vamos a sobrevivir a esto; sólo nos hemos “semisuicidado”. Y si, esto sale de mi piel y no de mi cerebro. La intuición no me pertenece, está en el aire. Por eso me he dado cuenta de cómo eres. Gracias al viento, se te han levantado algunas escamas y no he visto ni rastro de tu corazón. Por la noche y por el día, Dios y la muerte son nuestros temas favoritos de conversación. Quiero meterme ahí y ver qué pasa aunque me pueda electrocutar. No me agrades. No seas mediocre. Sé que mi historial delictivo en el fondo te interesa. No te engañes, nadie ha visto la luz al final del túnel. La luz se ve al principio, cuando nacemos.

Luego, poco a poco, se va apagando hasta quedarnos a oscuras. Nunca has sido delgado. Pero conmigo te comportabas como si fueras papel de fumar. Podía malearte, arrugarte y romperte. Creo que lo hice en ese orden. Cuando nos mirábamos el tiempo se detenía, pero luego yo decidí poner en marcha el plan que nos mataría. No lo hice a propósito. Simplemente me dejé llevar. No recuerdo haber sufrido más por ningún hombre. En serio. Sé que fue por mi culpa, pero tú me hiciste comer barro como castigo. Creo que a día de hoy cada vez que me ves la cara recuerdas lo bien que jodí nuestra historia. A mí no me importa pedir

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perdón porque sé que no siempre tengo razón. Después de no haber llegado al fondo del asunto, me siento tranquila. Cuando parecía que todo iba bien, todo mi alrededor se levantó en pie de guerra para recordarme que eras una autentica mierda. Dudo de si alguna vez te quise o sólo me utilizaste como florero. Nunca tendrás una relación perfecta.

Ya te encargas de que quién alguna vez estuvo contigo sepa lo que se está perdiendo. Quieres que las mujeres que estuvieron contigo sientan celos de tu novia actual. Siento decirte que ya no vales nada. De cintura para arriba sigues teniendo miedo. Y de cintura para abajo, te falta vergüenza. Las lágrimas que derramé tenían la misma composición que el ácido, pero por suerte me quedaba algo de amor propio. No te necesito. Ni a ti, ni a tu rencor. Me quedo con las veces que fuiste servicial. Supongo que todos hemos aprendido una lección. Me hizo mucha gracia cuando me dijiste que fui la mujer a la que más quisiste. Tú fuiste el hombre del que más me reí. No hemos perdido ninguno de los dos. Hemos ganado al no estar juntos. De ti, aprendí que el rencor es una camiseta pegada al cuerpo que no te puedes quitar nunca. Creo que tú conmigo, descubriste que significa estar enamorado. A estas alturas tu vida me da igual. Sé que cuando me ves, incluso ahora, te gustaría besarme. Te gustaba beber y besarme a partes iguales. Conviví con tu amante hasta el final de nuestros días. Nunca me gustó bañarme en tu piscina porque no quería que vieses bien mi cuerpo. Tú, sin embargo, te despojaste de las tonterías y te bañaste solo. Asistí a la premier de tu estreno sin saber a lo que iba. La película no estuvo mal. Creo que me sentí poderosa cuando me di cuenta que haga lo que haga te voy a superar. Tu amante es rubia. No te importaba discutir conmigo por ella. Hubo noches que me recorrí barrios enteros en busca de calma. Grité bastante y me quedé destemplada observando cómo tirabas tu vida por una alcantarilla. Nadie de tus amigos me quiso jamás. Ellos también preferían a tu amante. Conmigo disimulaban. Hacían de tripas corazón. Te quise, pero no me enamoré de ti. Descubriste muchas cosas a mi lado mientras que yo abandonaba mi vida para formar parte de la tuya. Quise construirte una biblioteca de sueños, pero tú no tenías ninguna gana de imaginar una vida mejor. No tienes ni idea de música, ni de músicos. No sabes qué es una Les Paul. Es una pena que la cagaras tanto. Me empujaste en el andén por culpa de tu amante, menos mal que no estaba cerca de la vía... Después de eso, me costó quererte. Cuando encuentres a alguien igual de idiota que yo, llámame para pasar el testigo. Es importante que la saga continúe. Nos encantaba refugiarnos y hacer que no pasaba nada. Recuerdo quedarme sola limpiando mientras todos lo pasabais bien. Pensé en envenenaros. Pero eso son muchos años en la cárcel y yo todavía tengo cosas que hacer. No se te ocurra volver a preguntar por mí. Tienes lo que te mereces. Yo ya no tengo nada tuyo. Creo que sigues con tu amante. Ándate con ojo,

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cualquier día de estos te abandona. Tu casa siempre olía bien. Y tú también. Incluso tu frigorífico resplandecía, pero creo que era por la etiqueta de la Coca-Cola light. Lo mejor de tu casa era esa alfombra de esparto en la que me gustaba tirarme a partir de la tercera copa de vino. Nunca ponía la cabeza debajo de la mesa. No me fiaba de esas borriquetas idiotas. Lo peor de tu casa eran los discos de Steve Ray Vaughan. Lo mejor era tu colección de champús y la foto de Bacall y Bogart que te hice poner en la mesilla de noche. Creo que era la única chica morena de tu familia. Las mechas color rubio ceniza de tus primas me rechinaban bastante, pero más me rechinaba lo idiota que me hacías sentir cuando decías más de cinco cumplidos seguidos. Por aquel entonces estaba más gorda que ahora, y cuando me veo en fotos me doy vergüenza. Paseando cerca de la vía, recuerdo que me dijiste una de las peores frases que un hombre medio calvo me ha dicho jamás: "Mi madre dice que eres vulgar". En ese momento, el comodín del público no estaba disponible. Así que tuve que decidir la respuesta correcta yo sola: a) salir corriendo; b) escupirte en la cara; y c) darte una bofetada. Decidí no escoger ninguna de las opciones porque soy una señora. Y como tal, me puse las gafas de sol, me encendí un pitillo y te pregunté que si tu madre te seguía poniendo los supositorios porque tú eres incapaz de meterte nada por el culo. Ni siquiera en casos de emergencia. Cuando no me hacías ni caso me pasaba las noches bebiendo. Si fuera deportista, diría que el año que me ignoraste participe en unas olimpiadas en las que fui medalla de oro haciendo barra fija. A partir de la tercera (bueno de la segunda) te ponías bastante insoportable. Ya sé que el látigo siempre funciona. Me despedí sabiendo que no entiendes cómo quiero ser. No te voy a escribir poemas sobre decepción. Mi alegría se ha oxidado. No me quieres, pero sé que me recordarás.

Yo sigo con ganas de comerme el mundo, y tú ni siquiera tienes hambre.

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No me repitas que no sabes Santiago José Olivares Pajares

Erase una vez un momento embriagador. Un aullido aterrador. La mejor medicina era uno mismo. No era necesario decir nada. A lo lejos del horizonte podía percibirse una pompa de jabón. Está lloviendo. Sin ninguna duda, no podía ser peor. La secuencia no debía tratar de ser espeluznante, pero revolvía por dentro al autor. La casa estaba encerrada en el auspicio. La noche estaba encendida. A través de la ventana se asomaban las montañas con sus sombrías laderas en la lejanía. Más cerca, era el sauce el que lloraba a la noche. El gris se desparrama en la paleta. El frío ensordece el viento del sur. La calle cortaba impunemente el tiempo silbando por las esquinas, y los recodos de tiempo se agolpaban alrededor de las casas. Él fuma un cigarrillo. Sentado a la vera de la ventana, sorbe el canuto y deja escapar su vida entre ese humo negruzco. Tampoco le debía importar mucho que en esos suspiros se perdiesen sus recuerdos de un tiempo futuro. Esnifa un poco y se rasca el ojo y la ceja izquierda. Como si de un autómata se tratase, giró de nuevo su cuello en busca de una nueva imagen que resultaba ser siempre la misma. La ventana. Y el sauce. Y las lágrimas invisibles de su alma. Apretando fuertemente los labios logra una nueva bocanada de un placer que se impregna en sus pulmones y se olvidará al momento de él. Es la única luz que ilumina su verdad palpable. Sobre la cama, un puñado de discos. Sus únicos mensajeros. Y unos libros raídos sacados de la biblioteca del sótano. Con apuntes y líneas de vida y de sangre. Sus únicos mensajes. Ya nadie viene a tocar en su puerta, ni a hacer sonar su timbre, Ni siquiera para regalarle un saludo, una sonrisa, un canto de chiquillos en busca de un aguinaldo, o un embargo. Nada. Las escaleras se cubrieron de tiempo y de polvo, y las alfombras ya no conocieron otros pies. Más aún, solo conocieron sus cabellos, después de algún día de más y alguna copa de menos, bien por un día de escalofríos de caricias frías del amor, o con la saliva escapando mientras rechinan los dientes, situado en posición fetal, o bien por buscar las estrellas en su

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techo. Ha visto cosas que no ha contado a nadie.

Sus All Star están desatadas, sus jeans gastados. Su pelo a merced y su cara… Su cara dejó de ser el espejo del alma para ser el epitafio de esta. Rara vez torna y mira hacia adentro. Un pequeño sarpullido de frío invernal se hace en sus brazos. El horizonte no dice nada. No hace nada. No sirve para nada. Y muy pocas veces algo de lo que se encuentra entre medio dice algo. De hecho, nunca llegó a conocer nada etéreo. Solo una vez, esa vez. Pero de aquello ya había pasado mucho tiempo, pero quizá nunca pasaría el suficiente. Todo se volatilizaba.

Había sido por aquello por lo que se redujo toda la vida en un minuto, en una imagen, en un sentimiento, en un llanto constante de arena, en un movimiento callado. Era por esto por lo que estaba fumando. Por lo que buscaba consejo en las estrellas. Por lo que buscaba consuelo en el vacío. No te hace falta llorar.

En todo lo que veía no encontraba nada nítido, todo se cubría de ruido. Quizá sucedía que lo único que podía ver ya era algo que no necesitase mirar con los ojos. Tenía infinidad de cosas que ofrecer, tesoros que nadie más poseía, palabras que ningún otro conocía. Pero, ¿para qué? ¿Para quién?

Nunca había escuchado tantas voces hasta que se quedó solo. Lo cierto era que la única compañía fiel que tenía era la de aquella ventana, aquella imagen, aquella perspectiva de la nada más visible. Ni siquiera aquel licor, aquella bebida, aquel sudor frío o aquel vidrio mojado. La verdad es que nada más necesitaba para vivir.

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Como un camino por el que se adentra errante. No sabe a dónde va, pero sabe que algún día llegará.

El calor solo se lo brindaban esos abrazos de aquellas cuatro paredes. Tiene muchas historias que contar, pero a nadie le interesan. A nadie le iban a interesar. A ninguno le iba a gustar escuchar verdades.

Las noches de sábado eran diferentes. Las luces de colores de allí a lo lejos se encendían y se apagaban al son del pom-pom de un corazón que golpea aturdido. Pero quedaba bastante para el siguiente sábado. De hecho, ya no sabía diferenciar muy bien un día de otro. Todo era igual, absolutamente conocido, totalmente previsible.

Nunca le había gustado romper nada, pero en aquella ocasión había sido necesario. De hecho, cualquier imagen de ella venía ya rota desde hacía mucho tiempo. Y no se arrepentía. Las palabras se rompen, las fotos están rotas, el tiempo se quiebra, los sentimientos se diluyen y los recuerdos se quedan a merced de la dictadura del tiempo. Pero hay algo que no se quema, que no se destruye, que pasa impertérrita cualquier criba y que en ninguna ocasión desciende de las colinas del pensamiento. Nunca supe lo que es. Y creo que nadie lo sabe.

Seguramente la necesidad de la felicidad.

Pero le da igual. Algunas veces conoció la risa, pero nacían sordas y venían vacías de contenido.

Antaño fue un loco. De rojo, verde, naranja, amarillo, blanco… De colores. De pelo rizado de ideas, de ojos claros de intenciones, de orejas picudas de talento, de

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labios gruesos de citas, de nariz inocente de faltas, de manos hábiles al descuido, de inteligencia surrealista (fuera de toda realidad)... Era un chico encantador y encantado. Y lo más grande es que a todo aquel al que invitaba a su sueño no paraba de soñar hasta que no se le apagara el gesto. De cualquier modo, no recibió nunca gracias, o no como él quería recibirlas. Y todo se esfumó, de un día para otro, incomprensiblemente, sin motivos…sin razón. Y fue por su culpa. Ella le había despertado de aquel sueño con aquel grito. Todos lo saben, aceptan, lo saben. Todos ayudan, aceptan ayuda. Y no pudo soportar tanto silencio. Y no pudo soportar tanto al silencio.

Pese a todo, no es hombre más fuerte aquel que nunca cae que aquel que más veces se levanta de una caída. Y la muerte prematura de su hermano Bill, el abandono de su padre y el suicidio de Roy, su mejor amigo, eran caídas suficientes para ser tan fuerte como la roca. O las constantes peleas que tuvo con Marta en los meses que compartieron lascivias, o la traición de su gente en asuntos del barrio, e incluso la puta aquella que le agarró los huevos con la mano y le escupió en la boca. Lo dicho, copiloto experto en caídas.

Pero nadie le había hecho despertar de esa manera. Le costó volver a acostarse, pero lo hizo. Y se durmió de nuevo. Pero nunca más soñó. O al menos nunca volvió a soñar de aquella manera.

Para el tiempo hay más medidas.

Se estremeció y buscó el suelo de la calle. Otra bocanada de alquitrán. Por allí podía pasar cualquier chiquillo, señora, señorita o gato pendejo, pero no era relevante. No decían nada.

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Semanas atrás había comenzado a encontrar fugaces luces en sus minutos de ahogo del sueño. Eran pequeñas personitas, que a medida que fueron repitiéndose en sueños iban haciéndose cada vez más imponentes, más nítidas.

Apenas le dejaba tiempo a mirar por la ventana. Solo quería dormir para intentar concretar las visiones, ver aquellas caras, empezar a sentir cosas. Pero todo fue nefasto. Eran luces pasadas, imágenes de aquél niño guapo que algún día debió ser, y no le hizo sentir nada. No le dijeron nada aquellas caras. Como todo lo demás.

Compungido, sorbe de nuevo el cigarro y resopla a un lado, girándose de nuevo hacía el balcón de las delicias.

De nuevo, volvió a incrustar su mirada en la profunda obscuridad del interminable manto de la Luna. Acercó su boca al cristal y dejó su vaho sobre él con un sonoro soplido. Entonces, lo dejó morir mientras lo miraba con gran interés.

Al cerrarse el núcleo, miró cómo pasaba por debajo de su ventana una señora llevando a su perro. Después, hizo lo mismo. Volvió a soplar al vidrio. Ahora mira a la Luna cómo se alza y va apareciendo poco a poco detrás de esa pantalla de vaho. Sorprendentemente, la oscuridad de sus ojos se desvanecía con aquel oasis de ruido visual e iba ganando una luminancia que nunca le había conocido. Aparecieron sus ojos, y sus pupilas se encharcaron. No pudo más. Se puso de pie en un impulso y vi caer una lágrima sobre el tapiz.

Aún esperaba muchas cosas de su pasado, pero en ese preciso instante ya se había acabado. Final de la próxima parte.

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Apretó los dientes y se arropó en un gesto de fuerza positiva. Se fue corriendo hacia la puerta y salió del cuarto en un suspiro.

Nunca pude saber, ni él ni yo, si alguna vez aquellas All Star llegaron a rozar el suelo en esa relación de pasos. Pero nunca nos importó.

Sonó el golpe de la puerta y solo quedó el olor añejo y el embrujo de una historia que acababa por fin de ver la luz.

En un instante, todo se hizo luz, y todo lo que estuvo cerrado en la secuencia, se abrió.

Alguien gritó:

¡¡¡ Corten!!! Es buena.

Y como un resorte, todos nos pusimos en pie y aplaudimos.

Ya la tenemos en la lata. Enhorabuena chicos.

Y me fui. Como se va alguien orgulloso de haber hecho un buen trabajo.

Nadie me dio las gracias, y casi nadie me miró cuando la luz se hizo magia. Pero yo sonreí. Y aplaudí.

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Me giré, le di dos besos a Davne, mi querida script, y apuré un último sorbo de mi café con nata y virutas de chocolate blanco.

Dejé mi silla, agarré mi teléfono y me fui al otro lado del set. Marqué aquel número que ya no recordaba pero que un tiempo fue mi lugar de residencia.

Sonó un leve timbre y descolgó una voz de mujer.

-Tengo una cosa que te interesará – le dije. -¿Quién eres? -¿No sabes quién soy? -¿Eres tú? -Seguro que es que no me recuerdas… -Seguro.

Yo sabía que mentía. Y lo que es peor, ella también sabía que estaba mintiendo.

-En realidad yo soy tú. Y tú eres yo.

Y se hizo un breve silencio. Siempre le estaba repitiendo la misma frase. Cuando tenía un problema, cuando se sentía agobiada, cuando estaba feliz, o cuando se sentía excitada.

Por eso aquellas All Star, eran mis All Star

Ahora entiendo por qué nunca me acordaba de mí.

Y colgué. Me volví al resto del equipo y besé de nuevo a Davne, mi amor "pletórico".

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Entonces busqué un cristal en el que reflejarme y vi el cristal de la ventana de la secuencia. Me acerqué y me senté como el actor lo hizo en la grabación. Miré a la Luna y después me miré en el cristal. Nunca antes me había visto mejor.

Y cogí aire y llené de vaho aquél cristal. Con el dedo índice de la mano derecha escribí en grande:

SOY EL MEJOR

Me levanté, vi a mi gente, y me fui hacia ellos repitiéndolo sin cesar.

Y si gané o perdí me da igual.

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Poesía Adela Estévez Campos Se encontró con el hombre completamente esférico, desaliñado y en chanclas que todas las noches dormía las sucesivas borracheras en un banco de la calle Embajadores, en la tienda de los pollos asados. Él estaba recitando poemas del marqués de Santillana a una atónita mujer vestida con el traje típico de algún país andino. – ¡Lavapiés es un sinsentido magnífico, no hay duda!!!! – Se dijo, pero ya no pudo deshacerse del sonido de aquellos versos en todo el día. Volvió a verlo dormido en su banco varias noches al volver a casa y cuando ya pensaba que la historia que recordaba, probablemente no había ocurrido, se tropezó con él en la farmacia, declamando a Machado con aquella hermosa y profunda voz que parecía proceder de otro cuerpo, ante un público absorto de pensionistas con recetas. No se atrevió a interrumpir a pesar de que necesitaba, cada vez más, una explicación y, al acabar los poemas, el pudor la obligó a abandonar la farmacia sin haber descubierto nada de la doble vida del misterioso rapsoda. La tercera vez, lo vio desde el coche y no pudo escuchar el poema, pero era obvio que la mujer que tenía delante le atendía con fascinación, totalmente inmune a su apariencia. Empezó a recorrer obsesivamente la zona buscándolo con la esperanza de volver a oírle recitar, pero él parecía esconderse durante el día para reaparecer por las noches dormido en el banco, tan cercano al coma etílico que hubiese resultado inútil cualquier tentativa de reanimación. Preguntó en el asador de pollos: no, no lo habían visto antes, había entrado siguiendo a aquella mujer recién llegada al barrio, le había dicho sus poemas y se había ido. Una conversación con la dueña de la farmacia tampoco aclaró nada: había entrado varias veces, siempre siguiendo a mujeres de todas las edades y después de recitar una o dos piezas que ellas, en todos los casos, habían escuchado embelesadas, se había ido despidiéndose con un gesto leve de cabeza. Una de aquellas noches, por fin, se paró a contemplarlo mientras dormía y ya no pudo dejar de hacerlo: siguió observándolo noche tras noche, memorizando cada milímetro de su rostro

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abotargado, la barba de un día, el enorme cuerpo redondo, las chanclas de las que asomaban mugrientos calcetines. Le costaba asociar aquella imagen con la voz profunda y hermosa de su recuerdo, cuya ausencia cada vez le dolía más, pero aquel cuerpo inerte era la única prueba de que realmente existía, de que la había oído. Cuando empezó el frío y se descubrió a sí misma arropándole con pasión de amante con su mejor edredón arrancado minutos antes de su propia cama, sintió un horror tan profundo que decidió no volver más al banco, una resolución que consiguió mantener durante una interminable semana en la que leyó casi toda la estantería de poesía de la biblioteca del barrio, sólo para confirmar que lo que necesitaba no estaba allí. La octava noche volvió, pero él ya no estaba; en el bar le dijeron que una ambulancia se lo había llevado días atrás porque los jubilados que ocupaban el banco durante el día habían comprobado al llegar por la mañana que ya no había interrupción entre sus estados nocturnos de inconsciencia. Viuda de aquella voz que nunca más volvería a oír, se encerró en casa, incapaz de trabajar, de leer, de vivir… Sus amigos, hartos de luchar contra algo que no comprendían, fueron rindiéndose poco a poco, viendo como se consumía. Un día, uno de ellos, que conocía su historia, le hizo escuchar un audio-libro de poemas de Machado, recitados por un actor de voz grave. ¡No era lo mismo! Pero consiguió que se levantase de la cama. Así que al día siguiente le llevó otro, esta vez de Lorca y ella se duchó, se vistió y bajó al supermercado a hacer la compra. Después del tercero, ya fue ella la que empezó a ir a buscarlos a la biblioteca, a comprarlos, a bajárselos de Internet: las voces la arrullaban, le ayudaban a superar el dolor, le daban sentido y belleza a las palabras, ellas eran la poesía. Buscó fotos de sus actores favoritos, de hombres desconocidos, para contemplarlas mientras escuchaba las grabaciones una y otra vez, pero después de varios días, comprendió que nunca podría imaginar las voces en otro cuerpo que aquel que había memorizado en tantas noches junto al banco, así que dejó de intentar ponerles rostro. Y un día lo oyó de nuevo. Estaba, como ahora hacía siempre que podía, sentada en el sillón de su casa escuchando poemas y su voz volvió a envolverla. Las lágrimas la cegaron mientras absurdamente intentaba leer un nombre que no conocía escrito en la carátula del audio-libro que había traído de la biblioteca, hecho años atrás por los alumnos de un taller de verso.

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Después de intentar sin resultado saber algo más sobre aquellos alumnos perdidos y de buscar en vano un ejemplar por todas las librerías, pagó la multa correspondiente a la bibliotecaria tras contarle una historia increíble sobre lo que su perro había hecho con el audiolibro y se quedó con él. Ahora ha vuelto a su rutina de siempre, pero como no se resigna a que, aunque bellísimos, el repertorio de su amante sólo incluya tres poemas, sigue buscando en las bibliotecas, en las librerías, en Internet, por que está segura de que, en algún momento de su vida, aquel hombre completamente esférico y desaliñado debió de participar sin ninguna duda en otro taller de verso…

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Se ruega silencio

Pastor Gómez, María José

Ayer vi por última vez a mi marido. Quizá sólo creí verlo porque pasé por delante de una cafetería a la que solíamos ir juntos. Estaba sentado al lado del escaparate, con la mirada perdida hacia el exterior. Tenía ese aire melancólico que le sienta tan bien. Pensé, por un momento, que me echaba de menos y que lamentaba haberme echado de su lado. Al minuto siguiente, mi egocentrismo cedió el paso a la realidad y me di cuenta de que, si parecía triste, no era por mí. Decidí aceptar que, en realidad, ese hombre nunca me había amado. Ese pensamiento me acompañó el resto del día. Afortunadamente, era un día festivo y pude dedicarlo por entero a llorar mi pena. Sólo a posteriori he podido tomar conciencia de lo mal que me ha tratado un hombre que decía que amaba por primera vez. Es increíble cuanto daño puede llegar a hacer una buena persona. Toda esa infelicidad incomprendida me ha llevado finalmente a esta tristeza medular que parece haber pasado a formar parte de mi esencia. Dice la psicoterapeuta que ya es hora de dejar la medicación y volver al mundo real. ¿A qué mundo real quiere que vuelva? Antes de caer en la depresión, yo tenía un trabajo real, con un salario real y responsabilidades reales. Cuando empezaron mis problemas personales, mi jefe realmente se mostró comprensivo… al principio. Después, me llamó un día y me dijo que cada vez se hacían menos auditorías, que la esperada recuperación iba muy lenta… Aquí no sé si se refería al país o a la lentitud de la acción de los antidepresivos. Su empatía con mis problemas personales se había agotado y pensaba que ya habían pasado las semanas suficientes como para que me hubiera recuperado. Ahora estoy sin trabajo y sin casa. Odio compartir piso. Ya lo hice cuando era estudiante. Aunque esta vez también he tenido suerte, son gente maja. Dicen las chicas del piso que lamentan verme triste, pobrecita, pero no percibo que haya en sus voces nada que compartan conmigo. Afortunadamente, todavía mantienen los lazos que las ligan con sus ciudades de origen. De vez en cuando, se van el fin de semana a ver sus madres. Así no tengo que hacer el esfuerzo titánico de sonreír agradecida cuando me dicen cosas como “venga, mujer, tienes que animarte.”

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Cuando fui al servicio de desempleo, la funcionaria me indicó que había que pedir cita. Un ordenador me pidió los datos y me asignó la cita cuando mejor le pareció. Cuando volví con toda la documentación, otro funcionario se susurró a sí mismo unos cálculos, al parecer, inapelables. Miraba los papeles y hablaba consigo mismo con el secretismo solemne de una consagración laica. El cambio de estado laboral ya es oficial: estoy en el paro. Afortunadamente, el Estado me devuelve algo del dinero que me han ido reteniendo todos los meses de la nómina, desde que empecé a trabajar. Siempre me fastidió que me quitaran el fruto de mi esfuerzo. Una vez calculé cuanto me quitaban para seguridad social y desempleo y lo resté de la hipoteca. Hubiera podido amortizar una parte del principal o nos habríamos ido más de vacaciones, ¿qué te parece, cariño, nos animamos a descubrir Hong Kong juntos? Dice la terapeuta que tengo que dejar de pensar a dos. “Las depresiones, en parte, tienen que ver con la no aceptación de la realidad, dice y me da un ejemplo, hay gente que se obstina en no aceptar la muerte de un familiar y cronifica su luto”. Las chicas del piso me dicen que debería empezar a salir. La terapeuta me dice que salga, que haga cosas que me gusten. El problema es que no hay nada que me guste. Intento buscar un trabajo, por necesidad, pero la búsqueda de empleo no me gusta. A mí, lo que me gustaba era mi trabajo. Era divertido revisar las cuentas de las empresas. A veces, también era desesperante. ¡Cuánto inútil hay en este país llevando la contabilidad de la empresa! Para mí, llevar los libros es una ciencia. Los números, las estadísticas… la organización de los datos, en suma, me da seguridad. Siempre fui buena calculando. Además, las matemáticas no son más que otro lenguaje al que traducir la realidad para poder manejarse con ella. La contabilidad es, simplemente, el instrumento que permite conocer la realidad de la empresa. La estadística clasifica el mundo real y permite analizarlo. El mundo real, el mundo real… dice la terapeuta que tengo que volver al mundo real, que me tengo que atrever a tratar con gente otra vez. Pero a mí me da miedo echarme a llorar. Eso no es ser una profesional. Aunque he sido muy infeliz, al menos, tenía mi trabajo. Los números no mienten, no hacen sufrir, son de verdad. Hay quien quiere ver expectativas en las cuentas de las empresas, los políticos ven armas electorales en la tasa de desempleo, las frustradas creen ver sus trofeos cuando vuelven de las rebajas… Lo que yo veía en mi trabajo con los números era mi despliegue de capacidades. Además, tenía un buen salario. Cierto que a veces era frustrante tener que maquillar los informes con palabrería. Algunas veces me sentía escribiendo cuentos para hacer decir a las palabras la versión suave de la cruda realidad de los balances. Pero eso lo hacía mucho mejor mi jefe. Hacíamos un buen equipo. Hemos trabajado bien este año. Mejor dicho, trabajamos bien durante una temporada.

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La última vez que hablamos, me dijo que seguro que encontraría algo, que lamentaba que ya no hubiera recursos para proporcionarme un servicio de outplacement, aunque me lo merecía, “pero seguro que no lo vas a necesitar”. El maestro de las buenas palabras despedía a la maga de los números, chamán de los balances. --¿Por qué no buscas algo que te mantenga ocupada, mientras encuentras otro trabajo? me sugiere la terapeuta-. Necesitas algo con un horario fijo; eso te ordenaría los horarios, te centraría el sueño y podrías dejar definitivamente la medicación para dormir. Así que me he inscrito en un curso de especialización de mi antigua universidad. En realidad, no quiero hacerlo, me da miedo hablar con alguien, me da miedo hablar con quien sea, no quiero que se me note que podría echarme a llorar sólo porque alguien me roza sin mirarme, al cruzar una puerta. “Mejor me busco algo por internet” contesto. “No, no, necesitas algo útil y social a la vez” me dice esta mi mejor amiga, a la que pago dos veces por semana, por recomendación de la psiquiatra que empezó a tratarme la depresión del corazón roto. “Es que no quiero tratarme con nadie” respondo. “Pues incluso aunque te admitieran en el convento de Lerma, tendrías que tratar con alguien.” dice ella con ironía y remata con firmeza: “Además, no creo que los hábitos te combinen con los zapatos de marca”. Me he matriculado en un título propio llamado “responsabilidad social para economistas: las propuestas sociales del movimiento 15M y el libre mercado”. “¿Te ha gustado volver a la Rey Juan Carlos?” “No, yo no quería. Esto ha sido idea tuya. Debería haber empleado el dinero en irme a Hong Kong” “Vale, ¿quieres ir con tu exmarido o con todos los ex amigos que ya no tienes, porque se han puesto de su parte?” “Bueno, vale, pero no me gusta volver a ser estudiante, ir a clases y vivir en un piso compartido. Mi vida ahora es de juguete y, a veces, ni siquiera puedo con ella.” “¿Por qué no aprovechas el colchón del paro para disfrutar este curso? Quizá te interese el tema del curso de verdad”. Francamente, lo dudo. Cuando he llegado a la universidad, lo primero que se me ha ocurrido ha sido meterme en la biblioteca. Hay algo de sagrada protección en el silencio que sólo se encuentra en las bibliotecas. Además, el hecho de que todo esté tan ordenado y los estantes sean simétricos da un ambiente de mucha paz. Después de serenarme un poco en la biblioteca, pude ir al edificio departamental y buscar el seminario 147. ¿Sabes que me he reencontrado con un compañero? No, no es que haga el curso. Está de profe. Bueno, no me extraña, era un tipo un poco raro, sacaba todo matrículas, pero eso no era lo más raro. Decían que vivía en un colegio mayor y sólo estudiaba. No tenía amigos, no le interesaban las chicas.

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No lo recordaba bien, lo cierto es que nunca hablé con él cuando estudiábamos hace diez años. Creo que él tampoco se acordaba de mí. ¿Qué si estoy a gusto en las clases? Bueno, es bastante más relajado que cuando cursaba el grado. Parecen más bien discusiones, pero en buen plan. Aún no me atrevo a hablar, aunque a veces me preguntan. Por cierto, ¿sabes quien sí que se acordaba de mí? El viejo profesor de “historia de teoría económica”. Al menos, ha hecho ver como que se acordaba, aunque siempre lleva impresas las fichas para profesores que rellenamos en la página web de la universidad. Recuerdo lo mucho que me estresaba su asignatura, bueno, a mí y a muchos. ¿A quién le importaba lo que pensaran de la situación económica en la Escuela de Salamanca, en el siglo XVII, por ejemplo? ¿Es que eso te iba a servir de algo cuando te ficharan para un departamento financiero? ¿Sabes qué…? Este catedrático mayor tiene una fundación y es ponente en este curso por el acuerdo entre su fundación y la fundación de la universidad. Ahora me gusta mucho lo que cuenta en la clase, aunque más bien son conferencias con coloquio, no son clases, menos mal, no quiero ir a clase y examinarme. No podría soportar tanto estrés. “Eso está bien, que midas tus fuerzas, pero tienes ya que normalizarte. ¿Te va gustando más el máster?” No, no es un máster, es un título propio. El máster ya lo hice después del grado. Pero sí, ya me gusta más, aunque los compañeros son bastante mayores que yo. En realidad, el chico este que estudió mi grado, este que te dije que se quedó en la universidad, sí, pues ese profesor y yo somos los más jóvenes. Los demás son prejubilados de banca o de grandes empresas, vaya, que son gente que no necesita buscar otro empleo, como yo, más bien necesitan un objetivo en la vida. Aquí no voy a encontrar amigos con los que irme a Hong Kong. “Está bien que tengas una ilusión, como este viaje, pero no es muy realista que pienses en hacer un viaje tan caro en este momento. ¿Por qué no intentas hacer algo que te guste pero con un presupuesto ajustado a tu subsidio de paro? Lo que quiero decir es que estás acostumbrada a otro nivel de ingresos y tienes que bajar las expectativas” Ya, vale, pero no voy a ser estudiante toda la vida, sólo por estos meses. Si después de este curso no me sale nada, emigro. Mis padres emigraron a Suiza y volvieron. Aunque no sé si volvería aquí. En realidad, ni siquiera sé si me iría. La verdad es que no sé que hacer. “No tienes que decidirlo ahora. Por el momento, intenta disfrutar de lo que estás haciendo”. Cada día que tengo que ir al curso, paso por la biblioteca. Salgo con tiempo de casa y voy a leer a la zona de revistas. No me gusta el punto de acceso a internet, es demasiado ruidoso. Pero me gusta la zona de revistas, porque los estudiantes de grado todavía no las consultan, así es que está bastante tranquila. Abro el portátil y me conecto a las bases de datos.

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Me da la sensación de que, por un momento, vuelvo a tener algo parecido a un punto de trabajo. Nunca tuve un despacho como tal. Nadie lo teníamos en la consultora, porque, en realidad, estábamos más tiempo en las empresas de los clientes que en la propia. Sólo íbamos a reuniones o para dejarnos ver. En estos sitios es importante dejarse ver. En realidad, la mayor parte de los informes los redactaba en casa, con tranquilidad, pero en la empresa española hay que estar. Todavía hay mucho jefe que confunde calentar la silla más horas con trabajar más. Ahora estoy en la biblioteca, estoy tranquila. Puedo pensar sin que me molesten las chicas del piso. He encontrado un asiento lo suficientemente cerca de las estanterías como para que, si me da por llorar, pueda ir a refugiarme al final de un pasillo que no visita casi nadie. Además, como hay que encender la luz de cada pasillo, es fácil que ni siquiera se me vea, en el improbable caso de que aparezca alguien a consultar algún artículo sobre la evolución de la economía africana. “¿Todavía sigues llorando sin control? Eso me preocupa. Me gustaría que fueras dejando los antidepresivos, eso sí, poco a poco” Ya no lloro, es verdad, no me había dado cuenta. Será que ya no me quedan lágrimas, sólo me queda la pena. Hace mucho que no lloro, pero tengo miedo de que vuelva a pasarme. Aunque ya no recuerdo la última vez que lloré sin poder evitarlo… “Entonces habla con la psiquiatra, ya puedes dejar los antidepresivos. Hasta la semana que viene.”

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Teclas negras y blancas Marta Baena Sanz

Lucas abrió los ojos de golpe. Eran las tres de la mañana pero en cuanto le venía a la cabeza una melodía determinada, tenía que levantarse y plasmar las notas en alguna partitura o papel que tuviera al lado.

Corrió al piano, colocó sus manos sobre las teclas y cerró los ojos con fuerza para tratar de recordar cada uno de los sonidos que le habían llegado a la mente mientras pensaba en ella. Extendió las manos y deslizó los dedos sobre las teclas negras y blancas de su piano de cola, instalado en el salón de la vieja casa de sus padres. Era tarde, y mañana tenía clase, y aún todavía más importante, tenía un examen. Pero nada podía pararle cuando una inspiración como aquella le asaltaba en plena noche, cuando relajaba su mente y dejaba fluir su imaginación.

Las notas salieron directamente desde su alma y se convirtieron en sonido, y ese sonido se convirtió en signos musicales escritos en un papel. Un viejo papel arrugado que había visto encima de la mesa de su escritorio al levantarse a toda prisa, que había cogido sin reparar en su contenido. Al darle la vuelta leyó “concurso de relatos cortos” de la biblioteca de su Universidad.

No le importó lo que fuera, necesitaba algún rincón para dejar impresa aquella melodía. Y por eso, escribió y escribió, sólo pensando en ella. A Sara en cambio sí que le importaba aquel papel arrugado que sostenía en sus manos. Estaba sentada encima de su escritorio, con la ventana abierta, y fumando un cigarrillo, ya que como buena escritora, o aprendiz de escritora, no se había podido resistir al vicio que tanto caracteriza a los literatos.

Miraba al cielo con un toque de desesperación, y después al papel arrugado que llevaba habitando en su mochila por lo menos un mes, cuando lo leyó y lo introdujo sin volver a prestarle atención hasta que hace apenas unos días lo había reencontrado. “Entre líneas” murmuraba, otro concurso de literatura al que quería presentarse y que sabía de antemano que

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no ganaría. Su pasión era escribir, no conocía otra manera de abrirse al mundo, pero los últimos intentos que había llevado a cabo habían sido todos fallidos. No sabía si sería capaz de entregarse en otro escrito y que volviera a salir mal parado. Ella sabía que no siempre se puede ganar, pero la idea de perder no la motivaba para intentar nada.

Claro que le importaba perder. Perder significaba fracaso, otro escrito que no podría leer el mundo porque unas cuantas personas, que se había erigido como jueces de arte abstracto, habían decidido que ella no era la que merecía el primer premio. Le dio una calada más profunda que las anteriores a su cigarrillo, arrugó con fuerza el papel del concurso y lo lanzó por la ventana. Contempló en su caída como se perdía hasta quedar confundido con la oscuridad y oculto ante su mirada.

Volvió a mirar al cielo. No tenía estrellas ni luna, sólo se veía el reflejo de las farolas que estaban lejos de su casa. Y entonces pensó “y si esta vez sí”.

Apagó el cigarrillo contra el alfeizar y tiró la colilla a la papelera. Se sentó corriendo en el ordenador, abrió un documento nuevo, puso en marcha la primera canción que encontró en el escritorio de su portátil, y cerró los ojos esperando a que la música despertara su inspiración.

Lucas continuaba tocando las notas y escribiéndolas en el papel. Cuando creía que los ritmos no encajaban, o que algún sonido era discordante con el resto de sus compañeros, simplemente lo eliminaba. Y volvía a empezar la estrofa hasta que daba con la mezcla adecuada.

Sus manos parecían no poder parar, y sus dedos se movían incesantes buscando las palabras. A Sara se le empañaban los ojos escuchando aquella canción. Sentía que con aquella música instrumental tocada con piano, que mantenía una estructura constante pero decidida en todo momento, podría llegar a cualquier parte. Podía transportarse a cualquiera de los mundos a los que su imaginación le permitiera viajar.

Tanto sentía aquella melodía, que parecía como si ella misma estuviera tocando aquellas notas con sus dedos, que sin embargo, lo que hacían eran escribir sobre las letras de su teclado, negras y blancas.

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Lucas y Sara permanecieron al menos una hora más, cada uno en su dimensión paralela al mundo, creando aquello para lo que habían nacido. Y fuera apreciado o no por los demás, para ellos siempre sería arte.

Sara al final no consiguió ganar el primer premio de aquel concurso, pero consiguió que saliera entre los mejores, y que se publicara. Lucas sin embargo, consiguió con su música darle a Sara la confianza que necesitaba para poder escribir aquellas líneas.

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Una ilusión opaca Cristina Sanz Diéguez

“Dicen que una mirada vale más que mil palabras pero, en mi caso, tu mirada vale más que mil palabras mías”. Eso es lo que le dije sin cortarme, sin pudor, después de tanto tiempo observándola, viéndola pasar delante de mí. Impotente por no ser capaz ni de decirla un simple: “Hola, ¿qué tal?”. Su mirada me llenó de tantos sentimientos… Y desde el primer día que la vi

no pude sacarla de mi mente, de mis pensamientos.

Todo empezó una mañana. Era una mañana como otra cualquiera. Era lunes, empezaba una nueva semana con la misma rutina de siempre. Puse un pie en el suelo pero el otro no quiso seguirlo, así que sucedió: ¡me quedé dormido! Cuando abrí los ojos eran las 8.16 de la mañana. Era demasiado tarde para llegar a tiempo al trabajo por lo que llamé para avisar de que iba a llegar tarde por problemas familiares.

Fui a desayunar a ese bar donde suelo ir los domingos. Siento pasión por Ramón (el dueño del bar). Es un gran tipo y, ¡del atleti! Me pedí lo de siempre: un café solo con hielo y un “mediterráneo”. Tenía que aprovecharme de que, relativamente, no tenía ninguna prisa. Al terminar me dispuse a ir al trabajo, pero decidí pasarme antes por otro de mis sitios favoritos: la biblioteca de mi barrio.

Era muy antigua y olía como tal. Me encantaba entrar allí. De pequeño me pasaba las tardes sentado en ese taburete de la esquina con la señora Fermina, una mujer estupenda que siempre me preparaba la merienda: un vaso de leche y un donuts, ¡como la quería! Me acuerdo del día que fui, como de costumbre, era una tarde gris, pero el sol se dejaba ver entre las nubes. Así que no parecía un día demasiado triste. Cuando llegué, la biblioteca estaba cerrada. Me sorprendió y, asustado, corrí hacía la casa de la señora Fermina. Cuando llegué al segundo piso había mucha gente. Todos con cara de tristeza. Me colé entre ellos hasta que me topé con su hijo Fabio, el mayor de todos. Me miró con los ojos encharcados en lágrimas y me dijo: “Ha dejado eso para ti, era la merienda de hoy”. En la mesa del cuarto de estar estaba mi vaso de

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leche con mi donuts. No podía creérmelo. Salí corriendo y me senté en la puerta de la biblioteca con la esperanza de que fuese mentira. Pero la señora Fermina no apareció.

Ahora la biblioteca la lleva su nieto, todo un galán y, además, empresario. Aunque algo serio, bajo mi punto de vista. La verdad es que no se por qué entré, tenía la sensación de que buscaba algo pero no llegaba a adivinar lo que era. Hasta que a lo lejos la vi. Era alta, rubia y algo rellenita, para qué engañarnos. Aun así, su cara, su sonrisa y…su mirada. La mirada más dulce que jamás había visto. Era tan…perfecta, tan…serena. Hasta me pareció que sonreía, pero debió ser una ilusión de mi mente. Y yo, yo como un estúpido parado en medio de la biblioteca mirando a una chica que no iba a hacerme ni caso. Pero ahí seguía, haciendo el ridículo, la gente me miraba pero yo no podía moverme. Esa belleza. Esa escultura me había dejado inmovilizado. A los diez minutos (según mis cálculos) ella pasó por mi lado. No me miró. Ni siquiera de reojo. Me dirigí a la sección de terror a pasear mi mirada por los libros pero mi mente no asimilaba esa información. Mi mente no dejaba de pensar en ella. Nunca lo hizo a partir de ese momento.

Pasaron un par de semanas y, por motivos de trabajo, tuve que ir de nuevo a esa biblioteca que tan bien me hacía sentir. Buscaba bibliografía para un trabajo bastante importante con el cual mi vida podría cambiar considerablemente. Después de tanto buscar encontré el libro perfecto: Contabilidad financiera: Un enfoque actual. Dispuesto en el mostrador para solicitarlo, noté una sensación cálida, como si se acercase alguien a mí. Giré la cabeza y allí estaba ella, esa ilusión opaca que me inundó dos semanas atrás. Dejó un libro y observé cómo salía de lugar. Miré al nieto de Fermina y le pregunté si solía acudir esa chica a menudo. Su respuesta fue: “A diario”.

Me fui a casa con esas dos palabras revoloteando en mi cabeza. Tenía que encontrar la forma de verla a diario. Pero, ¿cómo iba a hacerlo si estaba en el trabajo? Después de meditarlo largo y tendido, tomé una decisión. Quizá no era la más adecuada, podría ser el detonante de mi vida pero, sin lugar a dudas, me había enamorado. Era un sentimiento nuevo para mí. Nunca había tenido esa sensación tan maravillosa. Tengo que decir que estuve casado y tengo una niña preciosa. Aun así, esos golpecitos en el estómago al ver a una persona nunca, jamás, lo había sentido.

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A la mañana siguiente fui al trabajo. No debía demorarme porque si no, no la vería. Entré en el despacho de mi jefe. Le miré. Me miró. Le puse la carta de dimisión encima de la mesa. No me lo creía ni yo. Después de años intentando encarrilar mi vida, ahora voy, ¡y me enamoro! Estaba desaprovechando la oportunidad de ser alguien importante.

Salí del despacho más deprisa de lo que imaginaba, no quería llegar tarde. Al llegar no la encontré. No hacía nada más que buscarla pero nada. Como no tenía nada que hacer me senté en mi taburete favorito. Llevaba alrededor de tres cuartos de hora en la misma posición cuando, como una lluvia de estrellas fugaces que no te esperas, apareció por la puerta.

Suspiré y la observé. Me fijé en un curioso detalle: todos los días que la había visto llevaba la misma ropa, un pantalón vaquero y un jersey azul celeste. Ese día, tercera vez que la veía, llevaba la misma ropa y hasta el mismo peinado. Me pareció raro a la vez que misterioso. Tenía que atreverme a acercarme a ella. Así que cogí aire, me levanté y me dirigí hacia donde se encontraba. Al llegar a su altura…pasé de largo. No me atreví. No tuve valor a decirla nada. Volví a observar impotente cómo se marchaba por la puerta.

El camino a casa me pareció eterno. No dejaba de pensar en mil formas de acercarme a ella. Pensé en escribirla una carta (demasiado típico), en presentarme con flores (muy atrevido), en seguirla hasta su casa (algo violento). Llegué a casa, me quité los zapatos y me tiré en el sofá. Todavía no había encontrado la solución. Me levanté del sofá, me puse una copa y seguí pensando. Cuando miré el reloj eran las 4.10 de la madrugada y aun no sabía ni que ponerme al día siguiente. Aturdido me fui a la cama. Tenía que levantarme en cuatro horas.

Sonó el despertador, me levanté de un salto y me metí en la ducha. Me esperaba un duro día. Llegué a la biblioteca y, lo mismo de siempre, me senté en el taburete para esperarla. Hoy había venido un poco antes para sobornar al nieto de Fermina y que me diese su nombre, tenía que saber más de ella.

Entró. Cada día me quedaba más atónito con su belleza. Iba otra vez con la misma ropa. Hoy no tenía la intención de hablarla, simplemente quería observarla. Conseguí su nombre: ¡Sara Builto Fernand! ¡Qué nombre tan bonito! Ahora que lo pensaba…tenía cara de llamarse Sara. Sara…

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Estuve dos horas con el ordenador de la biblioteca, buscándola. No encontraba nada hasta que se me ocurrió mirar en periódicos antiguos. Y…encontré su historia. Me quedé atónito. Resulta que hacía menos de cuatro años había muerto su hermano en una reyerta callejera. Sara estaba muy unida a él. Tanto era así, que el fallecimiento de éste la dejó un grave trastorno: día tras día volvía a replicar el día anterior al desgraciado fallecimiento. Tal vez para no dejar que su hermano se fuese del todo, pensé yo.

Al saber todo esto, tenía aún más curiosidad por saber lo que Sara hacía cuando abandonaba la biblioteca. Al día siguiente la seguí. Y al siguiente. Y al siguiente. Todos los días a las 11.05 de la mañana se dirigía al Parque del Recuerdo, se sentaba en un banco de la entrada y se quedaba ahí leyendo el libro que había cogido en la biblioteca. Al pasar una hora exacta, se levantaba de repente llorando y salía corriendo.

Me dejó tan desconcertado que estuve varios días sin ir a verla. Llegué a comentárselo a un amigo. Bueno, amigo entre comillas porque lo único que me dijo fue: “Deja de seguir a una enferma que encima está gorda”. Estuve a punto de tirar la toalla con Sara pero el corazón tira más que la razón.

A la semana siguiente volví. Fernando, el nieto de Fermina, me preguntó que qué era lo que ocurría con esa chica. Sin pensarlo, mi respuesta fue: “No es una chica cualquiera, es la mujer de mi vida”. No hizo falta decir nada más.

Hoy era el día. Hoy me iba a acercar a ella. Después de tres meses, tenía que tener el valor de hacerlo. Entonces entró. Hizo lo mismo que todos los días pero…algo se interpuso en su camino. Sara se tropezó con un hombre bajito, con barba y zapatillas de estar por casa. Además, apestaba. Él la empezó a insultar. No voy a mencionar esos insultos porque eran bastante duros. Sin pensármelo, me acerqué, le empujé y le miré desafiante. Era la primera vez que notaba que Sara me miraba. Eso me hizo ponerme aún más nervioso. El individuo se fue sin decir nada y, antes de que me diese tiempo a girar la cabeza, Sara había desaparecido.

Por primera vez en mi vida, ni siquiera en el entierro de mi madre, lloré. Lloré durante todo el día. Tomé la decisión de tirar la toalla con Sara. Tenía que aceptarlo, ella nunca se fijaría en mí. Ya había quedado claro.

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Empecé a echar currículums en múltiples empresas pero nada. En ninguna me llamaban. Estaba sentado en la barra del bar de Ramón, leyendo el periódico cuando una mano se posó en mi hombro. Sentí una sensación difícil de describir, era una mezcla entre calor y libertad. Una sensación agradable a la vez que familiar. Giré la cabeza y el mundo dejó de girar. Era Sara.

Los ojos me brillaban. Estaba muy nervioso. Me levanté de golpe y mis palabras fueron: “Vamos a la calle, fumemos”. Nos miramos durante un par de minutos hasta que, al fin, escuché su voz: “Gracias”. Sonreí. Volvía escuchar su preciosa voz: “¿No vas a decirme nada?”. Seguí sonriendo. Ella volvió a hablar: “Pues nada, gracias por lo que hiciste hace un mes en la biblioteca. Sin conocerme me ayudaste. Gracias de verdad”. Y yo…no podía dejar de sonreír, ¡como un idiota! Cuando quise reaccionar, ya se había marchado.

Volví a retomar los comienzos. Volví a seguirla. Creo que Sara se percató. Había descubierto mis métodos. Así que un día dejé de seguirla. Fui directo a la biblioteca. Ella estaba allí. La miré, sonreí. Me miró, sonrió. Ninguno de los dos nos acercamos. ¿Por qué tenía tanto miedo?

Pasaron seis meses y me olvidé de Sara, o eso era lo que yo quería pensar. Una mañana, al ir a por mi coche para salir de viaje al pueblo (para ver a mi sobrino que acababa de nacer y, así, pasaba el fin de semana con mi hija), me encontré una nota en el parabrisas. La cogí sorprendido.

Lo firmó con un sol, ¡qué curioso! Pero ahora, después de tanto tiempo, ¿por qué vuelve a aparecer? Ya había empezado a salir con alguien y no quería hacerla daño. Además, mi vida volvía a estar encarrilada: había recuperado mi antiguo trabajo. Estaba hecho un lío. No dejaba de pensar en ella. Necesitaba verla y dejarlo todo claro.

Me dirigí a la biblioteca. Habían pasado ya ocho meses desde que la vi por primera vez, en ese mismo sitio, y allí estaba yo: esperándola de nuevo. Ese día no fue y tampoco fue al parque. Yo estaba en el bar de Ramón cuando decidí ir a su casa. Siempre supe dónde vivía pero nunca tuve el valor de ir. Estuve en su portal casi cinco horas hasta que apareció. Ella sonrió de tal forma que supe que esa iba a ser una de mis mayores aficiones: verla sonreír. Me

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acerqué a ella sin apartar la mirada y la dije: – Dicen que una mirada vale más que mil palabras pero, en mi caso, tu mirada vale más que mil palabras mías. – Me acerqué a ella con la intención de besarla pero puso su mano en mi pecho y me alejó. – Estoy enferma y enamorada de ti desde hace un año y cuatro meses. Siempre te miraba, aunque tú no lo notases. Siempre has estado a mi lado y nunca me has dejado sola. – Dijo mirándome intensamente a los ojos – No puedo dejar que me beses, aunque yo lo desee tanto como tú. No puedo hacerlo porque sé que ese beso quedará en el olvido. Me muero, David. – Nunca lo he mencionado pero sí, me llamo David. – ¿Cómo que te mueres? – Dije yo, intentando contener las lágrimas. – Yo voy a estar contigo, como siempre. Vamos a salir de esto juntos, ¿quieres?

Sara sonrió y me besó. Estaba sucediendo lo que llevaba dos años esperando. Por fin la tenía entre mis brazos. Era la mujer que amaba. La mujer que me quitaba el sueño.

Era muy feliz. Pasábamos mucho tiempo juntos. Sara conoció a mi hija. Íbamos al zoo, al cine, salíamos a cenar…todo era demasiado bonito. Aunque también había cosas malas, como sus visitas al médico. Entre su trastorno y su enfermedad, yo había adelgazado dieciséis kilos. Aparte, había gastado muchísimo dinero en diferentes especialistas médicos. Pero ella se merecía todo eso y más.

Una tarde, en casa, la miraba mientras ella sonreía. Sin pensarlo dije: – Estoy en casa cuando...mi brazo derecho está en tu tripa, mi brazo izquierdo esta en tu pecho y mi boca, mi boca esta en tu cuello. “Estoy en casa cuando...te aprieto fuerte contra mí y puedo sentir cada respiración, cada latido, cada caricia...” “Estoy en casa cuando...me miras, da igual como me mires. Puede ser esa mirada de comprensión que borra cualquier resquicio de soledad que quede en mí. Puede ser esa mirada llena de dulzura que hace que me sienta tan afortunado. Puede ser esa mirada tan tierna que me obliga a protegerte de cualquier daño. O puede ser esa mirada llena de amor que, simplemente, hace que te quiera cada día más.”

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“Por eso… – Suspiré – ¿Quieres casarte conmigo?” – Por supuesto que quiero casarme contigo.

Yo no podía ser más feliz. A los dos meses, Sara y yo contrajimos matrimonio. Nos fuimos a vivir juntos y yo conseguí la custodia de mi hija. Éramos muy felices.

A los cuatro meses, se acabó el cuento de hadas: Sara murió. Mi vida calló en un abismo, perdí el trabajo, a mi hija, mi casa, mi dinero…y a mi mujer.

Ahora duermo en un banco del Parque del Recuerdo. Vivo de eso, del recuerdo que tengo de ella. Escribo estas líneas sabiendo que mi vida está tocando el fin. Pero, puedo asegurar, que no me arrepiento de haber hecho todo lo que hice por ella. De haber luchado junto a mi mujer. De haber dado todo lo que tenía.

A partir de ahora pasaré el resto de mis días con ella. Mis días no tendrán fin. Como el amor que siento hacia Sara.

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