La misión perdida de Malaquías Verduzco.

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La Misión Perdida de Malaquías Verduzco

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La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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La Misión Perdida de Malaquías Verduzco. 1a. Edición en Portable Document Format (PDF) en 2017. por Catarsis Literaria El Drenaje. Ensenada, Baja California, México. Cel. 9997 431334 Imagen de portada: Marta Aragón Rodríguez. D. R. © Marta Aragón Rodríguez. D. R. © de la presente edición Catarsis Literaria El Drenaje.

Este libro no puede ser reproducido parcial o totalmente sin autorización escrita del titular del copyright.

HECHO EN MÉXICO.

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La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

por: Marta Aragón Rodríguez.

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1. Les cayó de la chingada, a los padrecitos negros, saber que tendrían que regresar a su tierra con una mano enfrente y otra detrás. Habían trabajado muy duro en esta península reseca y caliente para que los pusieran de patitas en la calle porque dejaron de ser bien vistos por los principales de España. No, señor, eso estaba por verse. Así que los mandamases de los frailes negros urdieron un plan: ¡Construirían una misión para guardar en ella todas las riquezas ―obtenidas a punta de azotes y abusos contra toda la paisanada― abundantes en oro, piedras finas y perlas! Escuchar las pláticas de Malaquías me llenaba la cabeza de pájaros que alborotaban con sus plumas el fastidio de las largas noches bajo el cielo raso. Siempre terminaban en el oro que existía bajo la tierra, tan cierto como la presencia del firmamento sobre nuestras cabezas. Hablaba de minas, vetas, tesoros, todo revuelto con anécdotas de su juventud, sus andanzas, amores y putas, que dicho sea de paso había gozado a sus anchas; oír de ellas me daba un cosquilleo muy caliente en la entrepierna y unas ganas de hembra que aplacaba con mis manos o con las visitas clandestinas o descaradas a las paisanas de Arroyo Grande. Pero de toda aquella La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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maraña de palabras, cuentos, invenciones o embustes – quién podría saberlo–, había una historia que brillaba como el vuelo de un pájaro de oro: la misión perdida de Santa Inés de la Sierra. Que hacía figurarme ríos de oro despeñándose hasta la playa; haciéndome sentir el frío del metal en mis manos e imaginarme dueño absoluto de aquel montón de barras de metal dorado ocultas en lugar desconocido. Hacía cinco años que Malaquías y yo andábamos por caminos de sierras y desiertos buscando placeres, piedras finas y, sobre todo: la misión de Santa Inés de la Sierra. ―Se llama así porque los frailes la levantaron en lo más alto de una sierra; y no hay más alta en toda a península que la de San Pedro Mártir de Verona –decía cada vez que andábamos por algún cañón lavando tierra en los arroyitos o en los aguajes–. Por eso es bueno andar por aquí, quien quita y un día demos con ella, valecito. Tú nomás arrímate a este viejo que sabe de lo que te está hablando. ―En una de éstas nos hacemos ricos, ¿no, vale Malaquías? –pregunté entre burla y en serio, porque la historia era mi sueño más deseado. 6

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―Pues lo dirás de chiste, pero es la puritita verdad. Yo sé de lo que hablo. Sus historias empezaban con la misión perdida de Santa Inés de la Sierra y terminaban en alguna anécdota de juventud, alguna de sus tantas aventuras de gambusino. Malaquías Verduzco era un hombre que si no hablaba con alguien, lo hacía con su mula, con el burro de carga o solo; a veces me hartaba de tanta palabra y no le contestaba. Sacaba su cigarro y entre fumada y fumada hablaba entre dientes o de plano se ponía a platicar a gritos con la mula para que yo lo oyera; yo miraba los cerros, me sumía en las sombras de las nubes o seguía el vuelo de los gavilanes en el cielo. Pensaba en que si un día nos hacíamos ricos dejaría esta vida errante y solitaria. Lo primero que haría, dueño ya de todo el oro de la península, sería conchabarme a una chamacona: trataría de convencer a la Chagua Martorell a que dejara a su marido y se juntara conmigo. Con oro en la mano estaba seguro que me aceptaría. Mis pensamientos se esfumaban cuando Malaquías detenía a la mula con un “oooo” largo y fuerte que llegaba hasta mi bestia que también paraba en seco. Era la hora de instalarnos en algún sito –siempre cercano a un aguaje o arroyo, necesario para vivir y para La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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lavar la tierra que escondía chispas de oro en su interior. Malaquías sabía en dónde había agua porque conocía muy bien a la Domitila, con sólo verle el movimiento de las orejas y cómo levantaba la cabeza, sabía que había agua cerca o la olía. Tenía tantísimos años por aquellas veredas que, como las bestias, venteaba la humedad. Nos deteníamos porque tal vez le había gustado el color del terreno o había visto señas de que había oro por ahí o lo había olido, presumía de saber reconocer el olor del oro entre todos los aromas de la tierra. A desmontar, desensillar las bestias, descargar los burros, las alforjas, los tendidos, las bandejas, la polveadora. Instalar el campo, la hornilla entre las piedras Esa era nuestra vida, andar entre peñascos, escarbando en el polvo y lavándolo en las bandejas con agua de los arroyos y aguajes o en seco en la polveadora. Aquel armatoste de madera hechizo que montábamos y desmontábamos en cada lugar en el que parábamos con la idea de que allí sí la haríamos en grande, que nos encontraríamos tantas pepitas de oro como las gallinas encuentran semillas entre piedras. La ilusión era lo que nos mantenía en aquella búsqueda. Cuando nos hartábamos de lavar polvo, asoleados, hambreados, sucios y con ganas de mujer, nos 8

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conformábamos con las escasas chispas y regresábamos a San Telmo, cerca de la costa. Seguro que Petín Arce nos las compraría. Nos pagaba con mercancía, herramientas, cigarros y aguardiente. Todo lo apuntaba en una gran libreta negra. Después de bañarnos, emborracharnos, nos íbamos a darle vuelta a las indias; les llevábamos café y azúcar, a cambio de que nos quitaran las ganas de coger. Luego, a hacer rumbo de nuevo, para donde Malaquías oliera el oro, siempre en dirección de la sierra de San Pedro, a lo mejor, un día de tantos, daríamos con la misión de Santa Inés de la Sierra. Así, contento, descansado, libre de nervios y soledades, escuchaba con atención su plática incesante, sus aventuras y las historias de su vida y de la misión perdida, contadas otra vez con lujo de detalles. Sabía tanto de aquel hombre como si fuera mi padre. Supe que era muy blanco un día que lo vi con las nalgas descubiertas retozando a sus anchas encima de una india. Nunca imaginé que su piel fuera tan clara. El sol lo había tatemado como a un tizón de manzanita. ―Vale Malaquías, no sabía que fueras güero. Ahora pareces leño quemado de prieto que estás –le dije después, cuando andábamos por el camino.

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―Pues para que sepas, desciendo de piratas ingleses y corsarios pichilingues que les robaban el oro a los galeones españoles, cuando iban para Manila y sacaban perlas allá en La Paz. En mis antepasados hay Collins, Smith, Sanders, Green y Cullingford, puro corsario, puro aventurero. ―Así, vale Malaquías, por eso tienes el culo güero y reconoces el olor del oro aunque esté bien enterrado en la tierra –le dije para hacerlo desatinar, porque me encantaba escucharlo cómo subía la voz y se esponjaba como guajolote, nomás le faltaba que le saliera el moco azul y colorado. ―Lo dirás de chiste, valecito, pero así es –me contestó muy digno y orgulloso. Así fue como supe que era hijo de Epitacio Verduzco Peralta y de Merceditas Green Altamirano, y que había nacido en Santa Rosalía cuando los franceses trabajaban la mina de El Boleo sacando cobre hasta que se lo acabaron. ―Pues valecito, para que sepas me bautizaron en la iglesia de Santa Bárbara que fue diseñada por el mismísimo Gustavo Eiffel. ¿Sabes quién es? –me preguntó en un tono que debería sentirme muy honrado 10

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de que él, Malaquías Verduzco Green, se hubiera dignado en darme aquella explicación. ―Ni puta idea, vale Malaquías –contesté sorprendido. ―Diseñó y construyó nada menos que la torre Eiffel en Paris –contestó mirándome desde su altura, parecía que estaba encima de una nube. ―No sé dónde queda eso, vale, ni me lo expliques, porque no conozco otros lugares que no sean estos caminos secos entre las piedras– le contesté con la intención de que no empezara con una de esas explicaciones que me dejaban más confundido que una res a la que le cayó un rayo cerquita. ―Has de saber, vale, que trajeron a la iglesia de Santa Bárbara desarmada en un barco y al llegar a Santa Rosalía, la volvieron a armar. ―La han de haber traído nomás para que te bautizaran, ¿no, vale?– dije para picarle la cresta y se esponjara más de lo que estaba. ―Lo dirás de chiste, pero casi; a don Gastón Flourie no le gustaba que los hijos de sus mineros anduvieran por Santa Rosalía sin quitarles el pecado La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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original– contestó muy orgulloso, casi como si fuera el ranchero más rico de la región o un ricachón de Ensenada. ―Bueno, vale Malaquías, si eres de tanta importancia, ¿qué chingados andas haciendo aquí en el monte llevando esta vida tan jodida?– lo encaré, ahora sí, con toda la intención de hacerlo encabronar porque me caía muy mal cuando se ponía presumido. ―Lo dirás de chiste, cabrón, pero no es así. Mira mis manos llenas de callos, cicatrices y arrugas. Estas manos las forjó ésta California. Cada vereda de esta península una arruga, cada cerro un callo; cada cauce seco, una cicatriz en medio de la arena, de la tierra seca, partida, cuarteada igual que esta cara arrugada de ver tanto sol, de tantas llovidas y secadas a puro sacudirse el frío mojado, de recibir tanto golpe del viento norte cargado de arena. Además, tú qué sabes, si eres más pendejo que mis burros, porque ellos de perdida me escuchan cuando hablo y me comprenden. Tienes años conmigo y aún no sabes nada. La tierra habla, está viva, abre los ojos y deja de estar pensando en que tienes ganas de coger. Piensa en eso hasta que tengas a una vieja debajo de ti, antes de eso, aprende la lengua de las

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piedras, de la arena, del viento, de los cerros y vas a conocer sus secretos. ―¿Sabes qué, vale Malaquías? A mí se me hace que tanto cigarro y tanta habladera ya te descompusieron la cabeza. Estás loco, vale– gruñí con intención de que se callara y dejara de decir tanta pendejada que solo me revolvían los sesos. ―Lo dirás de chiste, pero una vena de locura llena al hombre de aires superiores– contestó mirando a un punto desconocido más allá del camino. Misterios que nomás me embrollaban la cabeza. ―¿No te digo? Yo creo que ahora que anduvimos por El Cuatro, las kiliwa te dieron toloache o fumaste mucho tabaco coyote o mucha mota. Estás diciendo puros desvaríos o de plano ya estás chocheando ―Lo dirás de chiste, pero valecito, tú no sabes las cosas que yo sé. Además, los viejos nos volvemos sabios con el paso de los días. ―No me vayas a salir ahora, vale Malaquías, que diste con la misión perdida de Santa Inés de la Sierra y allí descubriste la razón de la vida y ahora eres un sabio. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Lo dirás de chiste―dijo, y por primera vez se quedó callado. Algo muy frío me corrió por el espinazo y por primera vez, también, en muchos días me di cuenta que Malaquías Verduzco se había vuelto pequeño. Ya no era el hombrón que paleaba polvo buscando oro ni el que le daba con ganas a la polveadora con las mismas intenciones. No supe a qué horas se volvió diminuto, sin dientes, calvo, una pasita perdida entre todas las mudas de ropa que traía encima para aguantar el frío de las montañas. Tampoco me había fijado en aquel brillo extraño de sus ojos que hasta ahora descubría, eran verdes. La cara aún ancha porque la barba gris la abultaba, pero el resto parecía una brizna de yerba al viento. Reparé en sus manos, enormes como siempre, pero ahora huesudas, me hicieran recordar las garras de un águila que vi una vez, temblaban sobre la cabeza de la silla de montar. Seguimos nuestro camino entre los cañones que bajaban de la sierra, en medio de los cauces secos de los arroyos que salían en tiempo de lluvia. Yo guardé silencio, no quise irritarlo más, algo se había quebrado ese día, algo así como un hilo delgado con la resistencia vencida. Malaquías siguió mascullando entre dientes, parecía que hablaba consigo mismo y no con Domitila y 14

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con los burros como era su costumbre. Yo me aislé en mis pensamientos, no me quedaba de otra, las cosas no corrían con la facilidad acostumbrada. Recordé que cuando fuimos a visitar a las indias, no lo había visto durante una semana. Yo andaba muy encanijado con la Teresa Álvarez, una indiona maciza y carnuda. Estar con ella era olvidarse de todo, y sólo pensar en explorar sus oscuras y calientes humedades, ahogarse en su boca mordelona y perderse entre su carne morena y abundante. Teresa Álvarez era lo más parecido al cielo que yo había conocido. Si ella hubiera querido, habría dejado las veredas y las ilusiones de oro y piedras finas, pero ella se iba con quien le daba la gana. No tenía un marido de planta ni reglas ni rienda ni dueño ni dependía de nadie. “Siempre que vienes andas muy ganoso, por eso me gustas”, me decía en la oreja cuando me aplastaba con todo su cuerpo enorme y prieto y me hacía olvidarme hasta de mi nombre. Sí, el viejo había estado ausente de El Cuatro por días. ¿Por dónde habrá andado?, pensé, ¿a dónde canijos se habrá metido todos esos días? No vaya resultando cierto lo de la dichosa misión perdida. 'No vaya resultando cierto' y aquella idea se me metió en la cabeza como las queresas de

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mosca se anidan en la carne o en las matadas frescas de las bestias. A la caída de la tarde acampamos junto a un aguajito. Por primera vez en cinco años que llevábamos recorriendo la sierra no hablamos nada. Malaquías seguía en una conversación para sí mismo. Creo que lo había irritado bastante. Pensé que al día siguiente se le bajaría aquella desacostumbrada luna y volvería a ser el viejo hablador y mentiroso de siempre, pero no, en aquella ocasión el cielo no estuvo de mi parte, un inesperado aguacero nos cayó encima toda la noche. A la mañana siguiente lo encontré sobre su tendido temblando por la fiebre. Desvariaba. ―¿Amaneciste malo, vale Malaquías, te duele algo?– le pregunté muy preocupado al verlo tiritando de frío y ardiendo en calentura. ―Allí esta, mírala. ¿No escuchas las campanas? Llaman a muerto, a funeral. Fray Bruno de Montejano ha muerto– decía en voz alta, con los ojos queriendo salirse de las cuencas. ―¿Quién? ―El cura, el cura se murió. ¿No oyes las campanas?– me contestaba como si escuchara y viera 16

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aquello que decía, pero que por más esfuerzos que hacía yo no miraba. ―No oigo nada, valecito y no me digas que lo digo de chiste, porque es verdad, no oigo nada. Es mejor que hagamos rumbo. Aquí nomás al pie de la sierra, al rancho de los Murillo, Santa Clara y allí pueden ayudarnos. Doña Apolonia es muy buena para curar con yerbas del monte. Haz un esfuerzo valecito y levántate a que te dé el sol y te seques. Déjame ir por las bestias, levantar el campo y nos vamos. El rancho Santa Clara estaba unos veinte kilómetros abajo. Era sitio obligado de quien subía a San Pedro. Allí vivían los Murillo desde hacía generaciones. Criaban ganado y tenían una gran huerta de frutales, las mejores manzanas de la región. Doña Apolonia era la más vieja de los Murillo, decían que pasaba los cien años. Nadie sabía su edad exacta, pero se acordaba del tiempo en que los pai pai y los kiliwa quemaron la misión de Santa Catarina Virgen y Mártir. Era una mujer que dejaba en claro su origen nativo. Tenía la cara ancha como luna oscura, la piel arrugada como las veredas de la sierra. Era gruesa, de andar pesado y voz baja, de manos nudosas y ojos color miel con una luz insólita para su edad avanzada. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―¿Doña Polita, qué tiene el vale Malaquías? – pregunté preocupado a la mujer que limpiaba el sudor de la frente del viejo. ―Está muy malo el Malaquías, muy malo. ¿No sabes por dónde ha andado estos últimos días? ―¿Por qué lo pregunta? ―Parece que le soplaron en la cabeza los tjuep. Es malo andar solo de noche por la sierra. A veces los tjuep andan sueltos y soplan a la gente en la cabeza. ―¿Los tjuep?―Malaquías Verduzco jamás me había hablado de ellos ni de su existencia. Me estremecí. En la mitad de la noche, envuelto en una oscuridad tan espesa como el hollín que se pega a los sartenes y en los desvaríos del viejo, me parecía escuchar rasguños en las paredes y el techo, pensaba que serían los tjuep que venían por Malaquías y que a mí me llevarían entre las patas. Así estuve hasta la primera claridad del día, cuando por fin pude pegar los ojos.

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2. Cayó una lluvia larga que duró días. La miraba desde el cuarto en donde estaba tirado Malaquías. El viejo seguía desvariando, privado en calentura. De repente lloriqueaba y gemía: ―Escucha las campanas. Se oyen cerquita, aquí nomás detrás del cerro. Ya mero llego. Ya casito… Ya casito… ya mero…. Guardaba silencio, resollaba como bestia asoleada. Se ponía como muerto. Yo me moría de miedo y pensaba: “Ya se lo cargó la chingada”, pero luego empezaba a pegar de gritos y a decir cosas. ―Déjenme, suéltenme curas del diablo. Es mío, mío, Déjenme. Se quedaba quieto como difunto. No se escuchaba la respiración, el cuarto se llenaba de sombras y afuera la lluvia no paraba. El silencio se hacía mayor y en mi cerebro, el caer de gotas sonaba como martillazos. Me empezaron a doler cabeza y cuerpo, me palpitaban las sienes y me rechinaban las coyunturas. “Ya se me pegó el mal de Malaquías”, pensé. Fui a la cocina por una taza de café que me aliviara un poco. Allí estaba doña Polita trasteando en la La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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estufa. Me ofreció un taco de frijoles con queso y me dijo que en lugar de café me tomara un bebedizo que tenía en una jarrilla. Le hice caso. Al rato, con el estómago lleno y con la bebida, desapareció el dolor y dejó de pulsarme la cabeza. Afuera la lluvia había quitado el polvo de los matorrales y dejó salir los colores. Se veía todo despejado. Los cerros muy azules y los ramajes frescos y verdes. Entraba por la puerta el aire húmedo, oloroso a salvia, a lentisco y a retazos de humo que salía de la chimenea, era el olor de los ranchos cuando llueve. Me sentí tranquilo y pregunté a la vieja: ―¿Qué son los tjuep, doña Polita? ¿Por qué piensa que le hicieron daño al Malaquías? ―Son los muertos que a veces salen a pasear por el monte en las noches. A veces hacen daño a la gente y les soplan en la cabeza. Dicen que te vuelven loco o te hacen rico, según la suerte que te toque– andaba ocupada con los quehaceres de la cocina, en aquel momento movía ollas y sartenes sobre la estufa. Me quedé pensando. “Creo que a Malaquías lo volvieron loco o… ¿lo habrán hecho rico?” la duda se me clavó en la mitad del pecho y me llenó toda la 20

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cabeza. Eso pensaba cuando entró la Chagua Martorell, la mujer de Fermín Osuna y nieta de doña Polita, por quien yo sería capaz de ir a sacar oro a la mera punta del Picacho del Diablo. La vergüenza hizo que me quedara quieto como piedra. Agaché la cabeza, me sentí muy sucio y muy jodido. La miré de reojo. Si que estaba linda. Alta, morena, con la cabellera roja como un atardecer de octubre. Recordé que Malaquías siempre me decía que la Chagua se parecía a su hermana Rosalía. Su única hermana, que le robó un franchute. Se la quitó y se la llevó a su tierra dejándolo solo, sin familia cuando apenas era un chamaco de doce años. La Chagua me ponía nervioso. Iba a salirme de la cocina cuando doña Polita me puso enfrente otra taza de bebedizo y otro taco de frijoles con queso. No pude salir de allí. Dije “Gracias” y empecé a sorber el té caliente, mirando de reojo el trasero de la Chagua que le movía la falda de un modo que hacía se me pusiera el pito muy duro. Se agachó y le alcancé a ver las piernas. El corazón se me salía por la boca y a Dios gracias, yo traía un pantalón muy aguado y no podía verse el tamaño de mi liacho. “Con razón se llevó el franchute a la Chalía”, me dije y para que no se notara la mortificación, dejé que a mi cabeza entrara aquella La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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historia que de tan contada por Malaquías, me la sabía de memoria, palabra por palabra. “Mamá murió cuando tenía cuatro o cinco años. Sólo me queda de ella un recuerdo borroso y el sentimiento de que alguien me quiso mucho. Me dijeron que murió de tisis. Al poco tiempo la siguió mi padre, pero él se murió a causa del trago. Le dio por tomar mucho después de la muerte de mamá. Aún lo recuerdo con la panza muy hinchada, vomitando sangre y diciendo desvaríos. Nos quedamos solos Chalía y yo. Ella empezó a trabajar en la casa de los patrones y yo haciendo mandados a los mineros. Tenía ocho años cuando murió mi papá y la Chalía trece. La pasábamos bien en lo que cabe. Ella hacía las veces de mi mamá desde que nos quedamos huérfanos. Así la fuimos pasando sin que nos faltara comida ni techo, hasta que todos en la mina de El Boleo empezaron a llamarme cuñado. No había cosa que no consiguiera gracias a mi hermana. Era bien recibido en todos lados. Yo me hacía el enojado, pero bien que me aprovechaba de los enamorados de la Chalía a cambio de un salúdame a tu hermana o de un ayúdame a conchabármela. Fue cuando agarré el vicio del cigarro y el gusto por el trago, no faltaba quien me ofreciera cualquiera de las 22

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dos cosas. Por esos días también aprendí que había oro debajo de la tierra. Eso lo supe gracias a don Patricio Recio, un viejo venido de la Sierra de Durango que había trabajado en las minas del Real de San Miguel del Cantil. Él me mostró las primeras chispas de oro que vieron estos ojos. Aún recuerdo el brillo dorado bajo la luz del sol. “Así como hay Dios en el cielo, hay oro debajo de la tierra”, decía y empezaba a contarme la historia de algún entierro encontrado por alguien en su tierra. Ese viejo me enseñó el gusto por el oro. Salíamos a buscarlo por las serranías, lavando arena de los arroyos en bateas. Así tuve mi primera chispa, del tamaño de un grano de trigo, pero yo la veía tan grande como una pitahaya. “Aún la llevo conmigo como amuleto”, decía y la sacaba de un saquito de gamuza que traía colgado del pescuezo para mostrármela. “La Chalía se puso muy bonita y caminaba de un modo que hacía que todos los hombres la miraran cuando pasaba. Vivíamos felices. Pero en una de éstas, los patrones de la Chalía se regresaron a Francia y en su lugar llegó André Boisson, su esposa Monique y sus hijos. La Chalía entró a trabajar a casa de estos nuevos patrones. Todo iba muy bien, seguíamos en las mismas: La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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la Chalía trabajando en la casa de Monsieur Boisson y yo haciendo mandados a los mineros y gozando de los privilegios que tenía por ser el cuñado más deseado de todos. No me di cuenta de cómo ni cuándo empezaron a cambiar las cosas. No supe a qué horas dejaron de decirme cuñado. La pasaba tan bien entre mi trabajo y las salidas al monte con don Patricio que no percibí el cambio. Una vez, al atardecer, ya casi oscureciendo, llegó la Chalía a casa con mirar extraño. Le brillaban los ojos de manera inusual, tenían una luz extraña, como si tuvieran una lamparita dentro. Lo curioso era que no se veía feliz, sino como estremecida por algo que yo no entendía. Pensé que se le había aparecido un ángel o la virgen. Después pensé que había visto al diablo porque la escuché sollozar por mucho rato hasta que se quedó dormida. Yo agarré el sueño, mucho después, pensando en que aquello no era lo acostumbrado. Al día siguiente, como si de repente hubiera despertado, me di cuenta de que todo había cambiado: ya no me decían cuñado y lo peor era que se quedaban callados en cuanto entraba. Algunos me decían palmeándome la espalda: ¡Pobre chamaco! Yo estaba seguro que aquel “pobre chamaco” tenía más que ver con mi hermana que conmigo. Ella cambió, 24

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dejó de ser una chamaquita y se hizo mujer. Lo curioso era que dejaron de silbarle cuando pasaba y decirle piropos. Cuando la Chalía llegaba a la casa apenas me hablaba, seguía siendo cumplida conmigo, pero ya no jugaba ni me contaba chistes. La casa se volvió silenciosa. Después de que comíamos, se quedaba sentada en el porche mirando el cielo, ausente, siempre con media sonrisa en la cara. Parecía que estaba viendo a la virgen con todo y angelitos. Un día me enteré que Madame Boisson y sus hijos se regresaban a Francia. “¡Qué bueno!”, me dije para mis adentros, así la Chalía volverá a ser la misma, porque a pesar de la pendejez de mis años, atribuía todo a la relación de mi hermana con los Boisson. Hasta que un día, al despegar un ojo al amanecer, me topé junto a la almohada con una carta casi pegada a mis narices. Era de mi hermana. Se iba con André Boisson porque prefería morirse antes que vivir sin él. Las palabras brincaron ante mis ojos y se me apelotaron dentro de los sesos. Apenas si entendí lo que decía y, así sin creer, me fui a buscar a mi hermana a casa de los Boisson. No había nadie dentro. Los muebles estaban cubiertos con sábanas. A mí se me figuraron fantasmas y así me sentí. Vagué por toda Santa Rosalía como perrito sin dueño. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Todos me miraban con lástima. Algunos con un brillo de burla. Don Patricio Recio me dio cobijo. “Te quedaste solo. Vale más que te vengas conmigo a buscar oro en los arroyos. Quién quita y un día te hagas rico”. Pensé en que tendría razón, yo no tenía otra cosa en la cabeza que hacerme rico para irme a buscar al cabrón que me quitó a mi hermana y traérmela de vuelta. Se la había llevado como su puta. André Boisson era hombre casado. Me fui a vivir con don Patricio. Desde entonces empecé la vagancia, este andar por los caminos sin detenerme nunca, sin otro techo que el cielo ni otra cama que el suelo y no más pertenencias que las que puedo cargar encima de mí o de los burros. Tal y como me ves, vale, tal y como me ves.” Luego se quedaba callado, y como era su costumbre, mirando un punto desconocido en la distancia. Volví a mirar a la Chagua. Ella amasaba para las tortillas en frente de mí. Podía ver la línea donde se juntaban sus pechos. Estaba concentrada en su trabajo. No parecía pensar en otra cosa. No tenía hijos. Pensé que si tuviera mucho dinero, tal vez ella quisiera, tal vez ella y yo. Decían que Fermín Osuna era un bueno para nada. Ella estaba absorta en su trabajo, pude verla a mis anchas por unos instantes. Traía un vestido floreado. No 26

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usaba chal, la cocina estaba caliente. Amasaba con rapidez. Tenía la cara brillante por el esfuerzo. La visión de sus manos sobre la masa, me hizo imaginarme que era mi cuerpo bajo sus manos. Casi pude sentir la suavidad de su piel y su calor. Me latía el corazón con fuerza, aquella mujer era el sueño de mi vida. Me sentía acariciado, casi feliz. No pensaba en el viejo enfermo al borde de la muerte. Quería estar allí, emborracharme con el perfume de hembra que salía debajo de las faldillas de la Chagua. “Si hay cielo, me dije, debe estar pegado a esta mujer noche y día”. ―Llévale esto al Malaquías –dijo doña Polita regresándome a la cocina–, a ver si ya puede comer algo el pobre. Era un pocillo con atole de trigo. Olía a leche de chiva y piloncillo. La vieja conocía el gusto de Malaquías por el piloncillo. Me fui al cuarto que compartía con el viejo. Lo encontré en un momento de quietud, pero no parecía difunto. Estaba relajado, dormía y respiraba tranquilo. Me acerqué a él y le moví el hombro. Abrió los ojos y me miró: ―¡Es mío! ¿Qué no entienden? La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Malaquías, soy yo, ¿no me reconoces?–Al escucharme, me miró como si recién despertara.― ¡Ah, sí! Eres tú, valecito. Mira, estaba soñando. ―¿Qué soñabas, vale Malaquías? ―Cosas, vale, pesadillas, no sé, algo –sus ojos parecían mirar cosas extrañas. Los tenía muy abiertos y el ceño fruncido–, ya ves cómo es la fiebre. ―¿Te soplarían la cabeza los tjuep, vale?– le pregunté queriendo indagar que eran los dichosos tjuep. ―¿Los tjuep? ¡Ah, sí, esos! Tal vez, no lo sé. ―y agregó― Tengo sed, vale, dame agua. Le acerqué un vaso de agua y luego le arrimé el pocillo de atole. ―Te mandó esto doña Pola y vale más que te lo tomes. Estás muy débil, tienes más de tres días, privado por la calentura. Empínatelo, porque si no, la viejita se va a encabronar. Ya la conoces. ―Sí, vale más. Para qué le buscamos tres pies al gato, si ya sabemos que tiene cuatro. Fueron días tristes, pero a la vez con mucho de gusto. Ver a la Chagua Martorell hacía que aquellos días lluviosos se volvieran atardeceres de verano, con 28

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algunas nubes oscuras si aparecía Fermín Osuna y se paraba junto a ella. Un tipo sin más gracia y chiste que ser hombre, que lo mismo sería un conejo, zorrillo o caballo viejo. No sé qué le había visto la Chagua. Estuvimos dos semanas en el rancho de los Murillo, por fin el viejo se restableció y pudimos hacer rumbo, pero no hacia San Pedro, sino hacia la costa, a San Telmo. Malaquías estaba delicado. Doña Polita nos recomendó esperar la primavera para volver a hacer campo por la sierra. Pero tal y como imaginé, nuestra siguiente parada fue la mina del Socorro. Allí, a veces, después de la lluvia, las pepitas salían a flor de tierra, como si el polvo llorara lágrimas de oro, pero también lloraba puntas de flecha de pedernal de los nativos que antes andaban libres por los montes cazando venados y berrendos. Ahora vivían refundidos en Arroyo de León o en Santa Catarina, les había cambiado mucho la vida a los paisanos. Pasamos día y medio en El Socorro, montamos la polveadora y nos refugiamos en un viejo cuarto de adobe que aún se mantenía en pie de cuando los Johnson trabajaron la mina. Todavía corría agua por la acequia que habían construido para bajar los arroyos de La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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la sierra a lavar el oro. Decían que sacaron miles y miles de dólares que nadie sabía en dónde quedaron. Contaban que fue antes de la revuelta filibustera. Algunos viejos aún se acordaban y Malaquías hablaba de esto cada que podía. Así me enteré de pelos y señales de aquellos tiempos en que la mina era un lugar lleno de gente buscando oro de placer. Trabajamos duro con la polveadora. Más bien trabajé duro, porque el viejo, en cuanto paleaba tierra, se ponía pálido y empezaba a sudar. ―Siéntate, Malaquías, aún no estás bien. Déjame hacer el trabajo a mí. Mira, está el tiempo bueno y no amenaza lluvia. ―Sí, vale, no lloverá antes de la luna llena y aún faltan días. Sacamos suficiente oro y nos vamos. Espero tengamos suerte, así tendremos con qué vivir durante el invierno, que según parece va a ser muy llovedor, aunque aquí nunca se sabe cuándo será año bueno o año seco. Ha habido años tan secos que se ha muerto toditito el ganado. Me dio gusto verlo animado y dispuesto a sus pláticas interminables. ―seguro, vale, tú habrás tenido ganadito alguna vez, ¿no?― pregunté. 30

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―No, vale, nunca he sido ranchero, aunque no me faltaron oportunidades. Pero tuve la chancita de ser tan rico y próspero como Knud Nilson.– me contestó, y por el tonito comprendí que contaría algo muy sabroso. ―Sí que me sorprendes. Esa historia nunca me la has contado, vale. A ver, soy todo orejas y te aseguro que mejor que las de la Domitila, que ahorita anda medio dormida comiendo ramajes tiernos–. Y me puse listo para escuchar una larga historia de las andanzas de mi compañero y me decía: “A ver qué tan buena está la mentira que se va a echar”. ―Pero antes –dijo–, déjame echarme un trago para aclararme la garganta y pásame el tabaco para fumar a gusto mientras te cuento. Suspiré hondo y tranquilo. Por lo visto los tjuep no le había hecho nada en la cabeza al vale Malaquías. Me dispuse a escuchar su historia y esperaba estuviera lo suficiente larga y entretenida para que el tiempo pasara rápido y no sintiera el dolor de músculos ni las piernas y brazos engarrotados de tanto estar parado paleando tierra y dándole a la polveadora.

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3. Pasamos una temporada invernal larga y húmeda en San Telmo. Después de las primeras lluvias, una capa de tierno pasto cubrió los cerros. La gente andaba contenta, sembraron cebada y trigo de temporal en los potreros para tener pastura en secas y que las reses engordaran con el rastrojo. Los días eran cortos, la mayor parte, lluviosos o sólo nublados. Las noches eran largas y heladas. Malaquías y yo vivíamos en un cuartito de adobe que nos prestó Petín Arce para pasar el frío. La suerte había estado con nosotros y habíamos obtenido buen metal dorado de El Socorro. Malaquías no había vuelto a ser el mismo. Lo notaba ausente, con la mirada perdida en sitios invisibles. La cara transformada por una emoción que yo no entendía. Una luz desconocida brillaba en sus ojos, y el viejo duraba mucho tiempo callado. Cuando salíamos al monte a ver qué encontrábamos, porque nunca se sabía qué sacaría la lluvia de la tierra, iba callado y pensativo, y yo intentaba hacerlo hablar sin. “Ya ni platica con la Domitila”, pensaba apesadumbrado, temeroso de perder al viejo, y no sólo porque lo veía como a un padre, sino porque aquel asunto de la misión perdida yo lo traía metido entre ceja y ceja junto con la Chagua Martorell, 32

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a medio pecho y dentro de las entrañas. Si había oro en ese lugar tenía que encontrarlo. No le quitaba los ojos de encima al viejo. Lo seguía de lejos a donde iba y lo engañaba para que no sospechara mis intenciones, si me notaba curioso. Malaquías Verduzco hablaba de todo lo que pudiera hablarse en esta vida, pero cuando hablaba de la misión perdida, se guardaba cosas importantes para llegar a ese lugar; si es que el viejo no hubiera dado ya con ella y tuviera escondido el oro en algún otro sitio. Yo vivía pendiente de todas sus palabras, actos y correrías. A veces me decía: ―Vale, me voy para el monte, al rato regreso. ―Bueno, Malaquías, nomás cuídate de los vientos encontrados, ya ves lo malo que te pusiste con la mojada, allá en la sierra– le decía más con intención de que no se fuera, pero sin mí, porque así no podría enterarme de sus andanzas. ―Mala yerba nunca muere– contestó esponjado como pavo. ―Eso sí, Malaquías, no has de morirte nunca– dejaba escapar la burla y el veneno escondidos en una cara de “yo no dije nada”.

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―Lo dirás de chiste, pero así es. –dijo, y le picó las costillas a la Domitila y salió a paso ligero. Me quedé mirándolo hasta que se perdió entre los chamizales. Sentía la cabeza como hervidero de gusanos, un mazacote sin pies ni cola, un enredijo sin principio ni fin, y el corazón atiborrado de sentimientos encontrados. Me sentía traidor, pero por otro lado se me aparecía el recuerdo de la Chagua, revivía su falda floreada movida por sus nalgas, que de tan paradas, le alzaban las enaguas por detrás. Sus pechos muy juntos debajo del escote, los cabellos tan rojos como un atardecer, y mandaba al carajo mi lealtad con el viejo. Me fui al cuarto, y allí me eché sobre el tendido con la intención de dormirme, pero en mi cabeza bullían cientos de pensamientos que no me dejaban pegar los ojos y olvidarme por un rato de Malaquías, de la misión perdida, y sobre todo, del ansia que me provocaba el recuerdo de la Chagua, que para mi mala suerte lo sentía en carne viva después de nuestra estancia en el rancho de los Murillo. Terminé divagando; inventaba cosas con la Chagua. La veía en tantas formas, desnuda y dispuesta frente a mí. Disfruté su amor, la tenía entregada, abierta y dulce como una granada. La gozaba con los ojos abiertos, y con mis manos buscaba la calma 34

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de aquella fiebre entre los muslos. Quedé dormido al fin. Me despertó el ruido que hizo la silla de montar al caer, y la voz potente de Malaquías hablando con Domitila. Desperté malhumorado, me pulsaban las sienes, sentía la boca amarga y seca. Me incorporé del tendido y salí a ver al viejo. ―¿Traes las alforjas llenas de chispas de oro, vale Malaquías, o te encontraste una veta de piedra esfín?– arremetí dispuesto a enfrentarme con él. ―Ni lo uno ni lo otro, valecito. ―Entonces, ¿a dónde fuiste? –dije como si yo fuera el patrón o el más viejo de los dos. ―Hasta ahorita, no ha nacido hombre al que tenga que darle cuentas de lo que hago.― y se metió al cuarto a trastear en el fogón, un tibor adaptado como hornilla, que lo mismo servía de estufa que de calentón en los días fríos. ―En esta casa la huevonada es muy grande −gritó desde el interior para que lo oyera–, ya nadie pone café para los que vienen asoleados del monte. La actitud del viejo me llenó de tanto coraje que sentí cómo se me desparramaba la bilis en la boca del La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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estómago. Me dieron ganas de agarrarlo a golpes, de decirle qué quién se creía, que si ya se había olvidado que en días pasados lo salvé de morirse que…, pero no hice nada. En cambio dejé que un pus negro me llenara el pecho y decidí vengarme porque estaba seguro que ya andaba sobre pistas para encontrar la misión perdida, y que iba a dejarme más pelado y pobre, que cuando nos encontramos en un camino desolado, años atrás. No iba a permitir que tal cosa sucediera. Malaquías Verduzco iba a darme mi parte a como diera lugar. Ese día empecé con mis engaños, mis traiciones, me aparté de aquel viejo que me había rescatado de morir insolado por los caminos de la península; del sentir despreocupado y libre de los gambusinos, ese día mi vida se fue por otros atajos, que esperaba me llevaran a la riqueza. Lo dejé en la casa haciendo café y comida. ¿Qué pensaba Malaquías? ¿Qué iba a estar siempre a su servicio? Me alejé, y como un coyote marrullero me fui a buscar las huellas que dejó la Domitila de ida y vuelta. Seguí las de ida por una vereda que se perdía entre los cerros, pero después de la primera vuelta del camino, las huellas desaparecieron. Miré los paredones que se alzaban a los costados y pensé que era imposible 36

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subirlos a caballo por la pronunciada pendiente. Intenté seguir su rastro y fue imposible, mis esfuerzos fueron vanos. Frente a mí la vereda culebreaba entre cerros. Era una de esas travesías que deja el ganado cuando anda buscando qué comer. Caminé por ella durante buen trecho, pero no había señas que alguien hubiera pasado por ahí. En algunas partes aún había cauces húmedos de la pasada lluvia, días atrás. Me regresé; un viento frío subía de la costa y me pegó en la cara, lo que terminó por enfriar mi coraje, pero mis dudas se acrecentaron. “A lo mejor los tjuep borraron las huellas de este viejo coyote y embustero”. Cuando llegué a la casa, lo encontré bebiendo un pocillo con café y fumando. ―¿Ya se te bajó la luna? Vale más que no pienses tanto en la Chagua. Es mujer casada. Tiene marido. Fermín Osuna no está manco. Que no se te note que andas caliente con su vieja. ―El Fermín Osuna es un pendejo que vale para puritita verga. ―Valdrá verga o lo que quieras, pero la Chagua Martorell es la vieja de Fermín Osuna– contestó con aquella superioridad que me encabronaba tanto. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Tú, qué sabes, Malaquías, si jamás te has enamorado de ninguna mujer casada. ―Lo dirás de chiste, pero sí que lo sé. Creo que la única vez que me he enamorado de una mujer, fue de una casada– tenía la mirada cambiada y como siempre que se acordaba de algo que le llegaba hasta el bofe. ―Tú y tus cuentos. Por lo que veo, no hay nada que no sepas o que no te haya pasado. ―Pues lo dirás de chiste, pero pocas cosas tiene la vida que yo no conozca. ―Uta, mano, cómo eres de embustero. Qué tanto habrás vivido si no has salido de estos montes, y el único oro que has sacado apenas te alcanza para no morir de hambre. ¿No te has mirado, cabrón? Renegrido por el sol, viejo, apestoso, más pobre que un coyote, y de pilón borracho. ¿Qué mujer casada iba a fijarse en ti? ―Pues lo dirás de chiste pero hubo una. ―Vas a salir con que una de las patronas francesas del Boleo te quería para ella. Conozco tan bien tus mentiras que adivino lo que vas a decir con tal de saber más que yo. Como si no te conociera.

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―Mmmmm. Esa mujer te tiene sorbido el seso, has de tener el cerebro hecho atole de tanto pensar en la vieja de otro. Pero mira, cabrón irrespetuoso, sí hubo una casada en mi vida. ¿Recuerdas que te conté que por poquito me convierto en ganadero, cuando estuve por un pelito de casarme con la hija de Knud Nilson, la Brunilda? ―Pero nunca dijiste por qué no te casaste con ella. ― No me casé con Brunilda Nilson porque su madre se interpuso– lo soltó de golpe con la intención de sorprenderme, cosa que logró. ― Vas a empezar con tus embustes– contesté sin bajarme del macho: quería hacerlo enojar. ―Es tan cierto como que el Picacho del Diablo es el cerro más alto de la sierra, y de toda Baja California. Entre Brunilda y yo se interpuso su madre, Kathy Nilson– lo dijo muy ceremonioso y con toda la intención de picarme la curiosidad. ―Si así me la pones, puede que te crea. Sólo una vieja iba a querer a un hombre sucio, vago y borracho como tú.

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―¿Qué es lo que dices, pendejo? Sábetelo, baboso: Kathy Nilson era la mujer más bella que han visto mis ojos, y no ha nacido otra por aquí otra que se le parezca. Tenía cuarenta y cinco años y yo veinte. El viejo Knud se la pasaba haciendo negocios, y ella siempre estaba sola; y una mujer sola, a esa edad, tiene sus necesidades. Por aquel tiempo, trabajé una temporadita en el rancho de los Nilson, La Encinilla. Había veces que yo era el único hombre que estaba en el rancho y, pues todo se dio. Me echaba a Brunilda por las tardes, y a la Kathy pasada la media noche. Kathy sabía que me acostaba con su hija, pero por la cabeza de Brunilda no pasaba que amanecía en la cama de su madre, y que salía disparado de su cuarto, en cuanto empezaba a clarear. Así la pasé por un tiempo, durante las ausencias del viejo Nilson. ―Pero preferías a la hija, ¿no vale?– pregunté curioso. ―No, aunque te sorprendas, prefería a la madre porque tenía un trato exquisito –contestó seguro de lo que decía–. Aprendí a quererla, y mucho. Era muy dulce y apasionada. Me enseñó los goces de la carne y aprendí a tener sentimientos dentro del pecho. Por dentro me llenaba de flores, como se llena el monte cuando llueve 40

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harto. Ya te he hablado de mi madre –continuó–, de tener la seguridad de haber sido amado, muy amado por ella. Pues con Kathy Nilson tuve esa seguridad. Pero como suele suceder en la vida, no iba a durar para siempre. Brunilda nos halló ensartados. Cuando abrí los ojos, después de haberme vaciado a mis anchas en las entrañas de Kathy, la Brunilda nos miraba con los ojos llenos de lágrimas. ―¡Puta desgraciada, me robas a mi hombre!― y se le echó encima a su madre. La golpeó, le tiró de los cabellos, le enterró las uñas. Quise quitársela de encima, pero Kathy gritó: “Suéltala, no la toques”. Era su hija, era fácil de entender. Mientras me vestía escuché a Kathy decir: ―Trátame de puta, pero amo a este hombre, y tú no vas a impedirlo. Brunilda le dio una bofetada y la sangre corrió de la nariz de Kathy, quien a su vez perdió el control y se fue encima a su hija como una fiera. “Desgraciada”, gritaba Brunilda. “Malaquías es mío, mío”, decía Kathy. Era una lucha feroz. Intenté separarlas, pero fue imposible. Parecía un par de fieras en celo. Me sentí avergonzado, muy avergonzado por aquella situación La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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inesperada y desagradable. Pero, vale, cuando se trata de mujeres, todo se pone patas arriba. Se pone terrible, incontrolable. Decidí irme de allí esa misma noche. Entonces tenía otra mula, Pánfila. La ensillé y me fui de inmediato de La Encinilla. No quise voltear a la casa, pero hasta mí llegaron los gritos, los chillidos, las palabrotas. Los ecos caían sobre mí como escarcha, que me enfrió tanto como un amanecer de diciembre. Anduve afiebrado, vagando por el monte. Fue la primera vez que Apolonia me salvó la vida, porque sin pensarlo, llegué al rancho de los Murillo; y aquella me salvó con puras cataplasmas de cebolla morada y manteca, y con sus cocimientos de yerbas del monte. ―¿Y qué pasó luego, Malaquías?– Lo interrumpí antes de que la plática se fuera por otro rumbo. ―La vergüenza me hizo poner tierra de por medio por mucho tiempo. Durante años no me acerqué por aquel lugar, hasta que un día me decidí. Allí estaba La Encinilla, igual que siempre, vacía y casi sola. Habitada solamente por el viejo Knud Nilson y Pancho Chávez que se encargaba de cuidarlo. ―¿Y ellas? 42

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―Nadie supo darme razón. Nadie sabía de ellas. Desaparecieron, se esfumaron. Tampoco se sabía de mi historia con la Bruni y con la Kathy. Apenas si me recordaron. Nada, vale, no supe más de ninguna de las dos, pero la que más me dolía era la madre; por ese amor de mujer lleno de intensidad. Aún la recuerdo. A veces sueño que viene y me arropa dentro de su cuerpo, blanco y dulce; me mira con aquellos ojos adormilados que tenía cuando estaba conmigo. Nos quedamos callados por mucho rato. Escuchábamos al viento chiflar por las rendijas. Por la ventana vimos las nubes negras y enormes cabalgar el cielo desde el sur, se acercaban amenazando lluvia. ―Ahí viene el agua de vuelta. Voy a traer un poco de leña antes que llueva. Me salí de la casa. El aire me azotó la cara. Ensillé a la Domitila y me fui a unos varaprietales que están por ahí cerca. Necesitaba estar solo para pensar en mis cosas. Era verdad que la Chagua era casada, pero no había poder humano que pudiera sacarme ese sentimiento del pecho. Pensar en ella, me ponía por encima de mi gratitud con Malaquías Verduzco, quien me había recogido de un camino que salía de San La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Fernando Velicatá, por el que yo caminaba sin saber para dónde ni para qué, muerto de hambre y sed. La pasión me había llenado el pecho de humores negros. Estaba seguro que el viejo me ocultaba algo y que ese algo significaba mucho oro. Todo el oro con el que me había deslumbrado con sus pláticas. Había escuchado la historia cientos de veces, escuchado el nombre de Fray Bruno de Montejano, de los frailes negros, del enorme arcón de oro, de los cientos de barras y de otras cosas que, cuando hablaba de ellas, Malaquías se volvía confuso y vago. Terminé pensando en que “aquellas otras cosas” se trataban de un tesoro mayor y mucho más valioso y que si yo llegara a tenerlo la Chagua iba a ser mía e iba mandar a la chingada a su marido. Regresé con la Domitila que tiraba de un gran mazo de ramas de vara prieta, secas. Eché fuera mis corajes a punta de hachazos. Al poco rato, la leña se amontonaba junto al fogón. ―Mira, qué bueno que dejaste a un lado la huevonada, no vamos a pasar frío en estos días, que no pasa de la noche sin que empiece a llover. Así fue, pasadas las diez empezó a lloviznar. Era como un arrullo aquella música de agua que caía sobre 44

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las láminas del techo, que no dejaban que las goteras convirtieran en diluvio el interior de la casa. Llovió todo el día siguiente. Mantuvimos el cuarto caliente gracias a la leña de varaprieta. Por ratos nos quedábamos callados. Aquellos extraños silencios de Malaquías me inquietaban. Desde su enfermedad, pasaba a cada rato. El viejo hacía planes para ir a sacar “aquello” de Santa Inés. “De seguro, ―me decía―, ha de estar urdiendo cómo dejarme de lado y quedarse con todo, pero se la va a pelar: Qué se cree este viejo cabrón, que no me baja de pendejo; piensa que él es el único con cabeza en toda la Baja California. Por mi madre que se va a llevar una sorpresa.” Estaba echado sobre el catre. Malaquías fumaba sentado junto a la hornilla. El café hervía y llenaba el cuarto con su aroma. Me dio hambre y me paré a preparar una olla de macarrones con carne seca y unas cuantas tortillas de harina para que comiéramos. No quería que nada dejara ver los pensamientos oscuros que hervían mi cabeza, como gusanos entre la mierda de los excusados de pozo. Salía de entre mi ropa ese olor amargo que brota de las letrinas durante las noches calientes del verano. Me sentía sucio, pero luego

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encontraba las palabras exactas que justificaban mis sentimientos. ―¿Vas a hacer macarrón con carne, vale? Muy bueno para el frío. ¿Quieres que te ayude? ―No, valecito, mejor cuéntame algo, estás muy callado… ¿En qué piensas? ―En cosas, vale, recuerdos. Me acuerdo de cosas que ya se fueron. Anoche soñé a la Calina, hace mucho que no me acordaba de ella. ―¿Quién era, Malaquías? ―Una cantinera que fichaba en La Política Alegre, una puta que se vendía por dinero o se daba por puro gusto. La conocí primero pagada con chispas de oro, después… por puro gusto. Ella decía: ―Pa’ ti, Malaquías Verduzco, soy gratis porque estás muy bueno. No me encuentro muchos como tú, así de sabrosos y buenos pa’ coger. No te cansas, manito. Tú sí sabes pa’ que sirve lo que tráis debajo de los pantalones. Hay unos que más tardan en bajarse la bragueta que en tener la monda más chorida que un trapo viejo. Además tienes unos dientitos que me hacen mearme de puro gusto, ¿verdad, manito, que tú si sabes? 46

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―¡Ya ni la friegas, Malaquías, ahora vas a salirme con que pareces burro, y que siempre traes el chile parado; viejo embustero, si parece que no tienes nada debajo de los pantalones! ―Pues lo dirás de chiste, pero es la mera verdad. En cuanto me veía, la Calina dejaba a cualquier cliente, por billetudo que fuera, por mí. A esa vieja le encantaban los pitos grandes. Era una puta hecha y derecha, más que por dinero, lo hacía por gusto. “Para esto es la panocha, para esto y no para otra cosa”, decía cuando la tenía bien ensartada. Valecito −continuó hablando como si hablara consigo mismo−, he vivido todo lo que un hombre debe vivir. Te lo he dicho conozco a esta tierra como a mis manos. El campo, los pueblos, los mares. Subí caminando la Rumorosa. Escuché el viento hablar entre las rocas peladas de esos cerros. Mi vida ha sido andar, sin parar hasta que encuentre eso que sé, eso que aprendí a fuerza de entender el lenguaje de la tierra, de las aguas y del viento. Ha sido un camino muuuy largo y presiento que estoy próximo a encontrarme con mi destino. ―¿Te irás a morir ya, vale?

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―No lo sé, no sé lo qué es, pero hay algo que no alcanzo a descifrar. Puedo verlo en los celajes del cielo, en las sombras que dejan las nubes a su paso y en el murmullo del viento entre los matorrales y piedras. Anoche soñé a la Calina. Ella ya tiene tiempo que murió de tanto hombre, tanto trago y tanto cigarro. También he soñado a Kathy Nilson que creo también murió. Tan blanca, tan rubia y luminosa. Me mira con ojos soñadores, azules como una mañana despejada después de la lluvia. Sonríe, besa mi cabeza y la aprieta junto a su pecho. Me dice que me quiere, que me quiere mucho, y me siento feliz. Luego despierto, abro los ojos y veo este cuarto miserable, escucho tus ronquidos y tu pedorrera. Casi lloro al descubrir que sólo soñaba; si antecitos estaba seguro que era verdad, que ella estaba conmigo. ―Y, vale, ¿No has soñado que encuentras el oro de la misión perdida? ―Mira, aquel que logra llegar a la misión perdida, aunque sea en sueños, se convierte en dueño de la tierra y sus secretos. Las palabras penetraron, filosas como dagas, en mi cabeza. Estallaron dentro, formando verdaderos ríos 48

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de oro, que yo deseaba poseer. Empezó a caer una lluvia suave y continua, que arrulló a un silencio del que no salimos el resto del día.

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4. ―¿Alguna vez has deseado morirte? ―Nunca he deseado morirme, vale. A mí me gusta la vida. Mira, observa, ¿qué ves alrededor? ―Nada, vale, puras piedras peladas, polvo, arena, cerros, matorrales polvorientos y gachos. No veo más que eso, no hay nada que me pegue a la vida, nada. Es mejor morir. Así todo acaba. Dejas de pensar, sentir, sobre todo sentir. Desear y sólo conseguir comer polvo y tragar buches de viento, sólo eso, vale. A ver, dime, ¿dónde está el oro? ¿Dónde? Unas cuantas pepitas que sólo nos permiten vivir de fiado, esclavos de la libreta negra de Petín Arce. ¿Dónde las riquezas, el oro, dónde están? No logro entenderte Malaquías, si sabes dónde hay tesoros, ¿por qué no vamos por ellos? ¿Por qué no conseguimos ese oro que cuentas? El que sacó de la tierra Fray Bruno de Montejano a punta de latigazos en el lomo de los paisanos. Se acabaron, vale. Casi toda la península quedó sin indios, sólo algunos en el norte, que si no queman la misión de Santa Catarina, tampoco estarían aquí. ¿De qué sirvió tanto sacrificio, de qué, Malaquías? ¡Estoy harto de escucharte! De tus promesas y mentiras, de tu sabiduría que vale para pura verga. 50

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Seguimos por estas veredas, asoleados, más prietos que un troncón tiznado; hambreados, sedientos, sucios, polvorientos. Tú, de menos sueñas, pero yo; ¿qué es lo que tengo? Nada y lo que más deseo en la vida tiene dueño. Malaquías me miraba con expresión compasiva. Se paró a la orilla del camino y echó a rodar una gran piedra por el barranco, que conforme bajaba agarraba más aviada arrastrando piedras, palos, troncones a su paso. La vi caer al fondo, se deshizo en pedazos que salieron disparados en el fondo de la hondonada. Luego miró al cielo. Un cuervo volaba en lo alto, hasta nosotros llegaron sus graznidos. ―Si estuviéramos en alguna casa, diríamos que viene alguien de visita− y se puso a rayar el polvo con una varita. Hacía dibujos extraños. Sonrió y dijo: ―¡Ah, qué mi vale tan tonto! Lo que pasa contigo es que tienes muy caliente la cabeza chica, y no te deja pensar bien, y no te va a dejar hacerlo hasta que te eches a la Chagua. Eso puede ser bueno y puede ser malo, malo. Bueno para tu chile que lo has de tener adolorido de tanta puñeta que te haces, pero muy malo para tu vida. Vas a querer más y más de esa mujer, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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porque estás enculado. Las pasiones a veces matan, vale. Sé de algunos que se han muerto por eso. ―¿Si? Otro cuento más de seguro. ―Pues lo dirás de chiste, pero así es. Ese fue el destino del Güero Castañeda. Lo mató Macario Álvarez, el marido de la Pin, una kiliwa mancornadora que se puso a jugar con dos hombres: el marido y el otro. En esta ocasión llevó las de ganar el querido que mató al Güero; no le sirvió de mucho, porque terminó por comer gaviota en la cárcel de Ensenada. ―¿Gaviota? ―En la cárcel de Ensenada les dan caldo de gaviota a los presos. Ya sabes a qué le tiras; esa pasión te está haciendo agua el cerebro. ―Quisiera que te saliera algo nuevo del hocico. Tus cuentos me tienen harto. Estoy hasta la verga de ellos– contesté enfadado y con unas ganas tremendas de que por fin empezara el pleito. ―Mira, vale, te tengo mucha paciencia, pero ¿sabes algo? No abuses, porque va a salirte el tiro por la culata cualquier rato, y a mí me va a valer una chingada que andes con la luna, y atorunado por falta de vieja, 52

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porque el día que decida ponerte una chinga, te la voy a dar y te vas a acordar de mí el resto de tu vida, que por lo que veo, vale pura mierda, porque no ves más allá de tu sombra; sólo oyes el ruido sin sentido de tu cabeza y lo único que hueles son los pedos que te echas. Así que vale más que te calmes− y se fue a tirar otra piedra al voladero. Era más grande y arrastró con ella troncones, piedras y ramas. Cuando cayó al fondo, rebotó en varios pedazos que se fueron rodando más abajo. ―¡Cómo no quieres que ande con la luna, si no quieres decirme cómo encontrar el oro de Fray Bruno! ¡Nomás me engañas, Malaquías!– Exploté, con el deseo que de una buena vez por todas, me soltara sus secretos. El viejo se me quedó mirando de arriba abajo. Tenía una expresión de lástima. Me sentí miserable, insignificante y tonto. Luego de un tiempo de verme de aquel modo, dijo: ―¿El oro, vale? Ése, ése tienes que encontrarlo por ti mismo− y se fue derechito a montarse en Domitila. No tuve más remedio que seguirlo. Íbamos para el cañón de Valladares a lavar arena del arroyo que corría allí, que siempre era generoso con nosotros y nos La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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daba algunas pepitas. Cuando íbamos nos parábamos en lo más alto de la cuesta para rodar piedras enormes. Diversión de locos, pero qué más podría esperarse de un par de vagos con el cerebro cocido por un sol, capaz de derretir las piedras cuando brillaba con toda su fuerza. Malaquías cabalgaba adelante cabestreando los dos burros barcinos. Yo iba detrás en el macho prieto, rumiando lo que hervía en mi cabeza. El viejo iba dejarme fuera del oro, no iba a darme una sola chispa, nada. Decidí espiarlo, fuera a dónde fuera. No iba a burlarse de mí con sus marrullerías. Era el mes de marzo, corrían los arroyos de las lluvias de invierno. Los matorrales tenían renuevos tiernos. El ganado de los rancheros ramoneaba por las laderas. Hacían veredas angostas entre el pasto que aún estaba verde. Había flores en el camino. Malaquías pretendía que lo viera: la vida renacía a pesar de las inclemencias, pero yo no quería ver aquello. Ni reconocer la belleza de la vida. Estaba amargado. El fracaso de aquella existencia errante y miserable, me apachurraba, me doblaba la espina, me volvía un hombre sin esperanzas. La rabia se hacía nudo en mi estómago. No podía entender la felicidad del viejo, su tranquilidad, su satisfacción. Malaquías Verduzco era 54

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un hombre satisfecho, casi podría decir que pleno; palabra que le escuché decir al maestro de San Telmo en un discurso en las fiestas del 16 de septiembre. Malaquías me dijo: ―Eres pleno cuando no te falta nada, cuando estás completo y feliz. Así era ese condenado viejo, pleno, parecía que no le faltaba nada y eso acrecentaba la idea de que ya estaba sobre las pistas del oro de Fray Bruno y que no iba a decirme, iba a dejarme igual de solo y hambriento como me encontró en el camino que salía de San Fernando de Velicatá. Ya habían pasado cinco años de pepenar pepitas de oro por el suelo como gallinas y apenas lográbamos medio llenar el buche de macarrón y frijoles, y de vez en cuando, alguna lata de atún o sardinas en tomate, que aparte de los conejos, codornices y los escasísimos venados que lográbamos cazar, eran nuestros mayores lujos. ¡Riqueza de porquería que vale para puritita chingada! De nuevo pasó un cuervo encima de nosotros, graznó como si avisara algo. “Visitas”, pensé, pero quién podrá venir a vernos. “Nadie, nadie está tan loco como nosotros”.

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Pasado medio día, llegamos al arroyo de Valladares. Estaba caudaloso por el deshielo de la cumbre de San Pedro. Aún había nieve en los sitios sombríos de la sierra. Por las tardes y en las noches, después de un día soleado, la nieve derretida bajaba arrastrando troncos y lo que encontraba a su paso, por los causes que abría para bajar hasta los valles y que muchas veces, no alcanzaba a desembocar en el mar. Era un día luminoso, fresco. Bajamos la cuesta por una vereda hasta llegar al arroyo. Olía a yerba del manso y, del monte llegaba el aroma a salvia y a lentisco. Las abejas zumbaban entre las flores. Hicimos alto en un sitio donde el agua hacía un represo y corría mansa. ―Aquí anduvo el león, apenas hace un rato −dijo Malaquías sin acordarse de nuestra pasada discusión−. Las huellas están frescas, y los ramajes aún se mueven como si acabara de irse. Creo −continuó al bajarse de la mula− que en denantes, aún están mojadas. Debe de haber huido en cuanto nos escuchó acercar. Por poquito y nos toca verlo, con lo que me gustan los pumas. Una vez, la Chepa Espinoza Cañedo –empezó a contar con voz muy alta–, kiliwa muy entrona y fuerte, mató a una leona vieja que se encontró en el gallinero. 56

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El pobre animal ya no podía cazar y se metió a comerse las gallinas, pero esta fregada india la mató de un tiro en la cabeza. Con Josefa Espinoza Cañedo, kiliwa de Arroyo León no se jugaba. Se casó con un texano mestizo de cherokee y cada uno hacía vida aparte como les daba la gana. De repente, se encontraban por los caminos, porque ella se la pasaba sacando miel de los enjambres para vendérsela a don Lorenzo Leyton y la cera la llevaba a vender a una tienda de abarrotes de Ensenada, Casa Preciado, y con eso compraba provisiones para ella y sus hijos, porque tenía una sarta de chamacos que se la pasaban bañándose encuerados en el arroyo, y comiendo melones y sandías que sembraban los Ochurte en Arroyo de León. Cuando se encontraba con su marido en los caminos del monte, éste le decía: ―¿A dónde vas, Josefa? ―Voy chingar tu madre. Déjame pasar, voy muy apurada. ¡Quítate del camino! Eran famosos sus pleitos, vivían de las greñas, pero estaban llenos de chamacos. En la noche arreglaban todas sus peleas en el tendido, pero al levantarse el mal humor volvía a apoderarse de ellos. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Este Josefa es un kiliwa muy malo− decía el Tom moviendo la cabeza cuando hablaba de su mujer. Pasó un cuervo graznando sobre nuestras cabezas. “Viene visita”, dijo en las orejas de la mula. “¿Quién podrá venir a vernos hasta acá, Domitila, ¿tú qué piensas?” La Domitila movió la cabeza como si le dijera que sí, que alguien venía. Los burros empezaron a rebuznar de gusto cuando les quitamos de encima la carga. Por lo visto el viejo seguía molesto. Por un momento desee que llegara esa visita que anunciaban los cuervos, para quitarme de encima aquel malestar que nos separaba como una pared muy gruesa y muy alta. Hicimos nuestro trabajo en silencio, lo que le tocaba a cada uno. Malaquías frió un sartén de papas y yo hice unas tortillas de harina. En las alforjas traíamos lo indispensable para sobrevivir en el monte: dos sartenes, una olla, un comal, la cafetera, las provisiones guardadas en saquitos que se hacían de las piernas de pantalones viejos, en fin, lo indispensable. También traíamos las bandejas para lavar oro, y la mitad de un cuerno de toro que nos servía para prospectar el polvo de las piedras que molíamos; los sacos de dormir amarrados de los tientos de la silla, junto con una muda de ropa limpia. Empezaba a oscurecer cuando vimos 58

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que las bestias miraban para el camino que bajaba hasta el arroyo. ―Parece que alguien se acerca −dijo Malaquías−, si los cuervos y las bestias no se equivocan. Cuando anuncian visita, viene porque viene. Escuchamos una voz que se acercaba cantando: “A la orilla de un palmar yo vide una joven bea, su boquita de coral, sus ojitos dos estreas”. Malaquías se incorporó de un salto: ―El único que canta siempre esta canción es Epifanio Dueñas, don Pifas… ¡No puede ser, desde hace tiempo lo hacía bien muerto y enterrado! “Soy huerfanita, ayyyyyy, no tengo padre ni madre ni un amigo que me venga a consolar”. El canto se diluía entre el viento y las ramas, pero al llegar al punto en que cantaba: “y solita voy y vengo como las olas del maaaaar”, apareció un viejecito montado en un burro blanco, cabestreando otro cargado con alforjas de cuero pinto de colorado. Era un hombre diminuto de cara pequeña y contraída por la falta de dientes. Traía una cachimba entre las manos, que en cuanto terminó de cantar se la metió a la boca y empezó a echar humo. Hasta mí llegó el olor a tabaco, a burro sudado y a viejo La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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roñoso. Malaquías lo miraba sorprendido, tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si estuviera ante un aparecido. ―No, Malaquías Verduzco, no estás viendo un fantasma. Todavía ando por aquí, vivito y coleando. El que si estiró la pata ya, fue Patricio Recio, dejó este mundo hace tiempo. ―Don Pifas, ¡Cuánto tiempo! Casi no puedo creer que andes por estos caminos, animoso y aún buscando sin cansarse… ―Ni detenerme jamás… Cada día que pasa me parezco más a la Baja California. Mira mi cara está más cuarteada que un cerro pelado por la lluvia− bajó del burro en medio del humo que salía de su cachimba. Era diminuto, apenas más alto que un chiquillo de doce a catorce años. Flaquito, vestido con un overol de mezclilla, camisa de cuadros y un viejo saco de lana gris. Un sombrero de fieltro grasiento y de alas caídas lo protegía del sol, le tapaba la cabeza de cabellos blancos y enmarañados. La cara era redonda, con la boca desdentada, sumida entre las mejillas. Usaba barba, las cejas eran peludas y escondían unos ojitos muy vivos,

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de mirada inquieta. Le ayudé a desensillar y a bajar las alforjas. ―Pásale al café, Pifas −invitó Malaquías muy comedido, mientras yo me hacía cargo de los burros y la carga− y a comer algo, has de venir hambreado. Tenemos papas fritas y tortillas de harina. La noche llegó con un leve resplandor amarillo sobre las siluetas de los cerros. Por el occidente se alzó un delgado gajo de plata, era la luna nueva que se columpiaba en el cielo, jugaba con el lucero de la tarde que brillaba junto a un pico de la luna. Yo hice mi tendido junto a la lumbre, hacía frío. Los viejos conversaban, yo dividía mi atención entre las palabras que pasaban sobre mí haciendo remolinos como plumas al viento y el cielo que poco a poco se iba llenando de estrellas. Pronto la luna y el lucero se perdieron en el horizonte y el firmamento se volvió hondo, oscuro tapizado de millones de ojos que me miraban. Deseé que toda aquella inmensidad me cayera sobre el pecho y me aplastara. Así terminaría este destino; en eso las palabras dejaron de rodar como hojarasca al viento y penetraron en mis oídos.

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―¿Todavía buscas por los caminos, aún no paras de vagar queriendo encontrar lo inhallable, Epifanio Dueñas? ―No busco lo inhallable, Malaquías. Tú sabes que busco algo real– contestó el viejecito con un tonito que indicaba que lo que hablaba era cierto. Imaginé sus ojillos reflejando la luz de la lumbre y dándole duro a la pipa porque hasta mí llegaba el olor a cachimba rancia. ―Las historias de Patricio Recio. Recuerdo que le dije muchas veces que contaba puras patrañas. Ahora sé que no es así. Ese viejo hablaba con la verdad en la boca. Poco a poco he ido entendiéndolo. Sí, éste es un camino muy largo. Sigo tus mismos senderos. Ahora tú eres un anciano que apenas hace sombra, y yo un viejo que se achica día con día. ―Debemos seguir sin perder las esperanzas. Es nuestro destino, Malaquías. ―Así es, Pifas. ¿Quieres más café? ―Sírveme otra taza y échale bastante azúcar – contestó Pifas–, lo dulce me calienta los huesos. ¿Sabes? Cuando venía para acá, olfatee un olor extraño. Subía del pie de la sierra. Luego las piedras empezaron a hablar, murmuraban cosas, palabrerío, estaban muy 62

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alborotadas. En eso pasó un cuervo y dijo: “La muerte pasó por el rancho de los Murillo y se llevó a Fermín Osuna”. Figúrate, Malaquías hay luto bajando los cerros, se murió un hombre. Tú sabes que los cuervos no se equivocan. ―Sí, Pifas, anduvieron volando encima de nosotros avisando que venías. Así que te enteraste que Fermín Osuna murió. ¿Estás seguro del nombre?– Preguntó curioso mi compañero de andanzas. Sí, Malaquías, lo dijeron los cuervos. Creo que las piedras lo vieron pasar volando en el viento. Estaban muy inquietas. Eso pasa cuando la gente se va contra de la voluntad de la Tierra. Lo hicieron irse, Malaquías. A ese hombre lo despacharon para el otro mundo. ―¿Y qué más dijeron las piedras? ¿Te dijeron quién lo hizo? Malaquías, no sabía si por preocupación o por chismoso, decidí que era por lo último, lo conocía bastante. ―No, nunca dicen tal cosa. Está prohibido. Un destino roto debe dejarse ir, seguir, volar para tener otra oportunidad de terminar lo empezado– Contestó don Pifas muy ceremonioso, demostrando que era más sabio

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que Malaquías por haber andado más tiempo en las veredas. Las palabras volvieron a remolinear sobre mi cabeza como pájaros agitados. No pude comprender más. El contenido de “La muerte pasó por el rancho de los Murillo y se llevó a Fermín Osuna”, me taladraba la cabeza. “La Chagua es viuda ahora”. “Es libre y puede tener otro marido. Quiero ser yo ese hombre para tenerla, abrirla con mi verga y dejarla preñada. Será mía cuando la preñe y tenga un hijo mío, pero para esto necesito oro, mucho oro. ¿Dónde estará el oro que dicen estos viejos desgraciados que hablan a medias, que dicen mucho y no dicen nada. Ojalá y les caiga un rayo y se los cargue la chingada, para sacarles la verdad de las tripas hediondas”. Empezó a clarear y yo seguía con aquella fiebre que me llenaba la cabeza de palabras, todas acerca de la Chagua y de mí. Escuché los pasos de las reses cuando bajaban a tomar agua. El escándalo de las chacuacas, los pájaros y las palomas que alborotaban en el aire con sus gritos. Decidí levantarme, cuando me acerqué para prender la lumbre, la encontré encendida y a don Pifas preparando café y poniendo a cocer frijoles en una olla.

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―No pegaste un ojo en toda la noche, muchacho. ¿Qué piensas tanto? −me preguntó con una vocecita maliciosa−. Las noticias no te dejaron dormir, ¿verdad? ―¿Cuáles noticias? No sé de qué me habla. Don Pifas empezó a reírse. Se estremecía todito. Le pegó el jalón a la cachimba, me llegó el penetrante tufo a tabaco agrio, por lo que veía a todos los viejos les importaba un carajo consumir cosas rancias, ya fuera tabaco, queso, manteca o la ropa añeja que usaban, como el cebo enranciado que les estilaba de los cabellos, de las orejas, de los sobacos, de toda su persona. Malaquías volaba para el mismo rumbo: a despedir aquel tufo descompuesto, igual que este viejito roñoso que se burlaba de mí y me echaba el humo de la cachimba en la cara sin la menor consideración. Me encorajiné harto, pero me tragué la rabia: ¡Tenía demasiados problemas con Malaquías como para echarme otro más al lomo! ―¡Ah, qué muchacho éste! −dijo con aquella sonrisa sin dientes− Así es que no sabes de qué hablo. ¡Pobre de ti, pobre! Mejor ándate con cuidado. No te metas a la boca del coyote, porque te va a comer, yo sé La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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bien lo que te digo, lo sé muy bien– advirtió con mirada espesa. Preferí no contestar, aunque por dentro echaba lumbre y me preguntaba lo que podría saber ese viejito hediondo con un pie en el otro mundo, y me quería dar lecciones. Para consejos era suficiente con escuchar los de Malaquías experto en decir lo que debía hacerse, como si a uno la cabeza no le diera para otra cosa que hacer caso de las ideas que le pasaran por la mente. Don Pifas era otro Un Malaquías corregido y aumentado, parecía mal de los gambusinos. Era hora de que me apartara de aquella vida, si no iba a terminar igualito que ese par de viejos chiflados que hablaban hasta con las piedras y repetían los cuentos que les contaban. ¡Bonito futuro me esperaba! Pero no podía hacer a un lado que ese par estaba tras las pistas del tesoro de Fray Bruno de Montejano y más me valía no demostrar ni una pizca de coraje. Me dispuse a preparar el desayuno. Llegó Malaquías con una ristra de codornices. Las desplumo y destripó y me las arrimó para que las guisara en el sartén. No había mejor cosa en este mundo que las codornices empanizadas con harina. Al rato, los malhumores mañaneros se disiparon con la panza llena. Don Pifas comía que daba gusto verlo, no les dejaba 66

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nada de carne a los diminutos huesos de las chacuacas, los chupaba hasta dejarlos pelones. Estaba tan contento que los ojillos le relumbraban de gusto. ―¡Hace mucho que no comía chacuacas! ¡Qué rete buenas están, bendito Dios!− la boca llena y la grasa escurriéndole por la barba. Era un milagro que hubiera soltado la cachimba, y no nos estuviera emponzoñando con el olor a tabaco viejo. Acabado el desayuno, dejé a Malaquías y a don Epifanio con su plática y, pala al hombro, me fui arroyo abajo a lavar tierra en las bandejas. Busqué un sitio apartado de los dos viejos que me tenían cocido el hígado con su palabrerío y tanto misterio. Llegué a un sitio sombreado por encinos, sauces y alisos. Buen lugar para que el sol no me achicharrara la cabeza que me pulsaba por el desvelo pasado y la rabia contenida. Pensé que ya sin mí, ellos hablarían a sus anchas de sus secretos. El deseo de enterarme me carcomía el corazón, pero estaba tan molesto y harto de escucharlos que preferí alejarme. Si Malaquías a veces se ponía muy pesado, don Pifas le llevaba ventaja, era una garrapata pegada en el fundillo. Aquella risita aguda, perforaba los oídos y todo lo que decía iba a encajarse derechito

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en el hígado. Ya me las arreglaría para enterarme de sus misterios. Saqué un cigarro y me puse a fumarlo con calma. Mis pensamientos volaron estremeciendo mi pecho. “La Chagua es viuda ahora; tengo que ser su marido”. El cielo estaba limpio, la brisa fresca movía el pasto y las flores blancas de la yerba del manso. En el represo abundaba el berro. Corté una rama y empecé a masticarla. El sabor picante me llenó la boca y me ardió al caer en el estómago. Bebí agua de la cantimplora y me fui a sacar arena de la orilla del arroyo. Eché un poco a la bandeja y empecé a lavarla. Giré la bandeja para que lo más pesado se asentara en el fondo. Fui tirando el agua sucia de polvo, hasta que quedaron en el fondo las piedrecillas más pesadas. Algo me hizo detener la bandeja. Una colilla de arena se detuvo en la batea. No podía creerlo, en medio de aquello brillaba una pepita de oro puro, tan grande como un garbanzo. Me puse muy contento y continué lavando arena. Al cabo de un rato tenía en mi poder una gran cantidad de chispas tan grandes como garbanzos. Nunca había visto tantas ni de tan buen tamaño y eran mías, porque nada iba a decir a los viejos. Ese oro era para llevárselo a la Chagua, ella tenía que ser mi mujer a como diera lugar. 68

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Estaba decidido. Una idea me asaltó y se me clavó a medio pecho. Una desazón me hizo dejar de buscar oro y regresarme enseguida al campo: Debía ir al rancho de los Murillo. No fuera el diablo y a otro se le ocurriera ganarme con la Chagua. Tenía que ir de inmediato y esperaba que aquel oro fuera suficiente, o de menos sirviera para apalabrarme con ella. Al llegar le dije a Malaquías. ―Tengo que hacer, rumbo, vale, necesito bajar. Tengo un dolor muy fuerte en el costado. Voy con doña Pola para que me de algún remedio. ―Huele a oro recién lavado −dijo Pifas alzando la nariz cual toro al ventear el agua− Aquí hay oro cerquita, muy cerquita. A mí se me hace −empezó a decir, pero interrumpí: ―Mira con lo que sale, pues le ha de llegar el aroma de tanto oro que trae escondido debajo de los calzones −dije ganándole el tirón.― Como a los pedos, el que primero lo huele es porque debajo lo tiene. De seguro de tanto hablar de tesoros ya hasta los pedos le apestan a oro, ¿no se le hace, don Pifas? ―Cabrón −me interrumpió Malaquías−, es mejor que te largues de aquí. Traes la luna bien canteada. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Vete, a que te quiten el coraje y para que dejes de hacerte tanta puñeta, se te van a secar los sesos y vas a quedar más pendejo de lo que estás. ―Sí, es mejor irme antes que me vuelvan loco entre los dos con tanto embuste. Ya hasta saben lo que dicen las piedras y ventean el oro. Han de oler la cagada seca que traen pegada en el fundillo, que ya creen que se les volvió de oro puro. ¡Viejos de mierda!– Les grité sin el menor respeto. ―¡Lárgate a la chingada de aquí, cabrón y deja de estar jodiendo! ―¡Me voy a la verga! ―¡A ensartar la verga, dirás, que estaremos viejos, pero no pendejos– gritó Malaquías para acabarla de rematar. Ya no pude contestar nada, la rabia me taponeó la boca. Le piqué a la mula y salí al trote de allí. Iba camino abajo cuando me pareció oír voces que salían entre las piedras, murmullos como de plática cerrada. ―Sí, Pifas, lleva el oro escondido. El pendejo cree que con eso va a comprar a la Chagua. ―Y lleva su buen bonchecito. 70

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―¡Para lo que va a servirle al cabrón. No sabe en lo que se va a meter. ―Déjalo, Malaquías. Tú bien sabes que se aprende a golpes. ―Sí pues, cómo te decía… Las voces se diluyeron entre la brisa, se confundieron con el murmullo del agua. Debo estar igual de loco que ese par de viejos. Vale más que le pique las costillas a la mula y me aleje de aquí cuanto antes.

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5. El sol me punzaba como un clavo en la cabeza, me sentía somnoliento. Decidí echar un sueño debajo de los encinos. Desensillé la mula y la solté para que comiera pasto en los alrededores. Tiré la silla en el suelo y estaba a punto de echarme sobre ella, cuando un chillido me puso alerta. A unos pasos de mí una serpiente me avisaba su cercanía, pero no iba una maldita víbora a detener mi sueño. La maté a pedradas con una rabia, que más que contra el animal era contra la miseria de mi vida. Muerto el reptil, le corté el cascabel, lo desollé y le saqué las tripas. Colgué el cuerpo pelado sobre la rama del encino, luego me tiré sobre la silla. Sobre mí murmuraban miles de hojas, dejaban ver retacitos de cielo y el revoloteo azul de los pájaros belloteros que volaban de árbol en árbol con sus alas azules. Algo de paz se metió en mi cabeza y en mi pecho, me quedé dormido y no desperté hasta el siguiente día, cuando la claridad deshizo el resto de oscuridad que aún quedaba. Tendido sobre la hojarasca, tenía la cara llena de hojas y ramitas secas, los ojos lagañosos y de mi boca amarga, salía un olor como de mierda. Me dolía el cuerpo, estaba hambriento, deseaba una taza de café caliente y el calor de la lumbre. Pensé 72

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en los dos viejos, que a esas horas estarían haciendo lo mismo y hablando de sus cosas. “De seguro”, pensé, “ya andarán sobre las pistas de la misión perdida, contándose lo que saben, las rutas y veredas a seguir, el punto exacto.” Se me llenó el hígado de bilis, y se me espesó la saliva. “Más les valdrá que compartan ese oro conmigo”, exclamé en voz alta como loco, “porque si no”, me detuve un momento para gritar: “¡Soy capaz de rebanarles el pescuezo!”, “¡Destriparlos”, seguí, “y cortarlos en pedacitos para tirarlos por el voladero como si fueran piedras!”. Con este grito eché afuera todo el veneno que traía en el estómago y que me ponía la sangre negra. Me gruñeron las tripas, sentí el dolor del hambre, que como cuchillo me rebanaba. Junté unos leños y prendí lumbre. Dejé que se hiciera brasas para que se asara la víbora. Con ella calmé el hambre. Recuperado me fui al arroyo, me desnudé y lavé mi ropa que hedía a cuchitril de marrano. Allí me estuve, tallando y tallando, como si me lavara el alma de una mugre muy pegada, muy dura de salir. Tendí mis garras entre las piedras y fui a bañarme con el jabón de castilla que guardaba entre la muda de ropa limpia. Me enjaboné muy bien y después dejé que el arroyo corriera sobre mi cuerpo. El agua fría cortaba mi piel como La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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navaja. Al rato me acostumbré al frío y allí me quedé con la intención de que el agua se llevara la mugre que tenía pegada como si fueran miles de garrapatas. No me sentía lo suficientemente limpio como para salir, así que dejé pasar el tiempo, y salí con los dedos pachichis. Me vestí, comí el resto de la víbora, me lavé el hocico con jabón, lo sentí amargo pero nada podía quitarme el olor a ponzoña de mi estómago, nada. Me fui a buscar a la mula, porque ya era hora de acercarme a Santa Clara y vérmelas con la Chagua; algo muy caliente se derramó en mi interior, que luego me bajó hasta las verijas. Hasta mí llegaron los ruidos del rancho, las voces de los vaqueros arreando las reses en el corral. Me sentí inquieto, con la respiración contenida, el estómago encogido. A la vuelta del camino apareció la casa de adobe con techo de cuatro aguas forrado de tejamanil; de la delgada chimenea de la cocina brotaba un hilillo de humo. Una figura vestida de negro recogía algo en el jardín, por sus movimientos ágiles supuse que se trataba de la Chagua y que andaría cortando alguna verdura para la cocina. Le piqué las costillas a la mula para que apurara el paso. Los minutos se alargaron. Por fin llegué frente a la entrada del rancho en el momento que la Chagua se metía a la casa. 74

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Me recibió un vaquerillo tan flaco como una hebra de hilo, un par de piernas con tejana y botas con las puntas arriscadas. ―Pásale, vale, ¿a quién buscas? ―A doña Apolonia para que me dé un remedio, vengo muy malo– dije haciendo cara de enfermo. ―Ah, pos pásale –muy servicial el vaquerillo– ¿Quién le digo que la busca, valecito?. ―Dile Verduzco.

que

el

compañero

de

Malaquías

Al rato me encontraba sentado en el porche junto con la vieja que me miraba directo a los ojos. ―Así que vienes sin el Malaquías, muchacho; y te bajaste hasta acá porque te sentiste muy malo. Un dolor en el costado, dices, pero para mí traes más hambre que enfermedad. Pásate primero a la cocina para que te eches un taco, luego veré qué tan malo estás. Ha de ser el costado derecho, muy cerquita del corazón. Ahí merito les duele a los muchachos a veces– lo dijo mirándome con sus ojos que parecían de gavilán, fijos y muy abiertos. Sentí que leía cada palabra, cada intención y sentimiento que traía dentro; no de balde era La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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la mujer más vieja de los alrededores, decían que se acordaba de cuando los kiliwa quemaron la Misión de Santa Catarina y nadie de aquellos tiempos que no fuera ella, andaba caminando por estos rumbos, más bien lo hacían por los del más allá. Me llevó a la cocina y me sirvió frijoles guisados, machaca, tortillas de harina y un pocillo de café con nata endulzado con piloncillo. Sentí que mi cuerpo se calentaba con la comida, iba a echarme un trago de café cuando entró la Chagua a la cocina, andaba vestida de negro, cubierta con un chal que le tapaba la cabeza. Entró y apenas dijo un “Buenas”. Trasteó un poco en la alacena, pero al darse vuelta se topó conmigo que estaba sentado comiendo. Por primera vez nuestras miradas se encontraron. Sentí que un relámpago verde me penetraba en la cabeza. Nunca había visto sus ojos, parecían dos cuentas de piedra esfín en su cara morena. ―Buenas tardes, señora– dije haciendo un esfuerzo sobrehumano por contestar sin bajarle los ojos. Ella me miró por unos instantes, me recorrió de arriba a abajo. Se detuvo en mi boca y regresó a clavarme sus ojos en los míos. Luego sonrió y preguntó: 76

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―¿Vienes cargadito de chispas de oro y te vas a gastarlas al pueblo? Quedé sorprendido con la pregunta y no supe qué contestar, sólo tragaba gordo y tartamudeaba. Se echó a reír y salió de la cocina. ―¡Ah, qué mi nieta! –dijo doña Polita moviendo la cabeza y suspirando– parece como si no se le acabara de morir el marido. ¡Pobre Fermín Osuna, ya no camina por estos rumbos! Después de decirlo se acercó y empezó a revisarme mirando directo a mis ojos. Cuando terminó: ―Creo saber cuál es el mal que traes. Lo imaginé nomás de verte. Estás malo del pecho, junto al corazón, por eso te duele tanto. No te deja dormir porque piensas mucho. Tienes los ojos gastados por estar viendo cosas que quieres, por desear lo que no tienes y que a lo mejor no es para ti. Ve tú a saber, ni que fuéramos adivinos para saber el porvenir. Parecía que hablaba para ella misma y no conmigo. Sus ojos se fueron muy lejos. Tenía las manos puestas en mi torso, sentí un calorcito muy agradable, y por un tiempecito me reconcilié con la vida, con los viejos, con la tierra. Luego me soltó y se alejó: La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Ahorita vuelvo, voy por una yerba muy buena para tus males. Aquí espérame porque tengo que ir al monte a buscarla. No había dejado de temblar la puerta al cerrarla, cuando la Chagua entró, se había quitado el chal. Traía un vestido negro de tela muy delgada. Voltee a verla y vi que sus senos se movían al caminar. Pensé que no traía puesto otra cosa que la delgada tela del vestido. Vi sus pezones duros debajo, se estremecían cuando trajinaba por la cocina, igual que las nalgas. Sentí que se me paraba la verga. Estaba pegado a la silla, no podía moverme ni dejar de verla caminar de aquí para allá. Se sentó enfrente a mí, dejando al descubierto gran parte de sus tetas. ―De modo que traes mucho oro y vas a gastarlo en San Telmo o en Ensenada– tenía los ojos puestos, con toda su fuerza, sobre mi cara. ―Traigo algo, sí, señora. Siento lo del Fermín, ahora usted está sola sin su marido. ―Dime la verdad. ¿Sientes que Fermín se haya muerto? Contéstame, no quiero que me mientas.

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Me quedé callado, agaché la mirada. Sentí los ojos de ella como lumbre sobre mi nuca. Después, en un arranque de valor, contesté: ―No, señora, no siento ninguna tristeza que el Fermín se haya muerto. Me miró con descaro y rio. Se levantó con un estremecimiento de chichis y de nalgas y salió de ahí. Me quedé mirándola, sintiendo que iba a venirme allí mismo en los pantalones. En eso entró doña Polita: ―Parece que se te acaba de aparecer el diablo. ¿Qué te pasa? ―Nada, doña Polita, es este malestar que no me deja– dije sobándome donde dolía. ―Bueno, aquí encontré las yerbas, no batallé mucho para hallarlas. Un poco de tójil, lentisco y salvia, pero voy a necesitar que te quedes aquí por tres días. ―Está bueno, doña Polita, traigo con qué pagarle, no se preocupe. ―Me preocupa más curarte de tus males que el oro que traes –dijo, luego empezó a canturrear y a decir cosas entre dientes–. Parece que se le apareció el diablo, sí, de seguro vestido de negro. Eso ha de ser, para qué le La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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busco si ya sé. Vale más que lo espante, y que se vaya a hacer daño para otra parte. Fúchila, no quiero chamucos aquí. Mientras la mujer preparaba sus cocimientos, yo miraba por la ventana que estaba junto a la mesa, el campo abría como una sábana salpicada de matorrales y colinas chatas. Veía el jardín que rodeaba la casa, el árbol de paraíso junto a la entrada, el cerco de postes de guata, el rosal de enredadera cubierto de racimos de flores blancas. Más allá, la huerta de manzanos y frutales, la enramada de parras, y después de la entrada, la vereda que conducía a los corrales y al enorme álamo donde estaba el sillero, sitio obligado para todos los que llegaran. En eso vi que se acercaba un jinete montado en un macho alazán. Se detuvo frente al sillero y dejó amarrada a la bestia. Con pasos firmes se dirigió a la entrada. Vi a la Chagua tras el árbol salir rápida al encuentro del recién llegado: era Miguel Tejeda, un muchacho muy joven y bien parecido. De una raza distinta a la de por aquí. Era muy alto, de pecho ancho, de piel bonita, un gran bigote castaño enroscado hacia arriba y los ojos color de cielo. Todas las mujeres de la zona hablaban de él porque les gustaba. Era de Jalisco, decían que de Los Altos, de Tepatitlán, donde había 80

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mucha gente como él, muy clara y fina. Cuando llegó traía una hermana. Apenas duró, se la llevó un geólogo gringo para el otro lado. Cuentan que la trae por todos lados con él. Miguel Tejeda no tendría más de veinticinco años, calculaba que seríamos de la misma edad, aunque de físicos muy diferentes: yo soy moreno, correoso, de cabello y ojos oscuros, barbón y pobre; un vago miserable. Sentí celos al ver a la Chagua salirle al paso a Miguel. Conversaron un rato bajo la sombra del paraíso, parecía que discutían. El hombre se dio la media vuelta y se regresó por donde vino. Al poco rato jinete, y macho se perdieron. Todo ese tiempo, la Chagua estuvo recargada en el tronco del árbol, parecía mirar el paso del jinete. Cuando desapareció, la Chagua regresó a la casa, traía una jarra con agua, la estrelló junto a una piedra. Al entrar a la cocina exclamó: ―Se me cayó la jarra, nana, vengo por otra para ir al pozo por agua fresca– Luego se empinó para sacar un pichel de la alacena y en un momento, la luz transparentó la silueta de su cuerpo de guitarra bajo los trapos negros. Me estremecí, olvidé que era una mentirosa, que había quebrado la otra jarra a propósito. La observé de reojo, sus nalgas temblaban debajo de la La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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falda, eran abultadas y redondas, salían de una cintura pequeña, que bien podría abarcar con mis manos. En su espalda colgaba una trenza encarnada y un resplandor de cabellos rojos rodeaba su cara morena, cubierta de pecas diminutas. Me echó una mirada honda que oscureció sus ojos. Era difícil saber en qué pensaba. Se iluminaron, brillaron como piedra esfín contra la luz. Me sonrió con una risa que me hizo agua los huesos y sin dejar de reír ni mirarme, salió de nuevo. ―Bebe el té antes que te pongas más malo me dijo doña Polita y me regresó de golpe a la mesa― Ahí te encargo que no tomes trago, ni una gota tan siquiera, y si aguantas, no fumes tampoco. De menos no fumes tanto. ¡Ah, qué muchacho éste, si no te pones abusado, pues… no vas a curarte, tú! Me sirvió un pocillo con el cocimiento de yerbas, que olía tan fuerte como si anduviera en medio del monte, y estaba tan amargo como bilis. Me lo tomé sin pensarlo; la risita de la Chagua me hacía cosquillas en el estómago y en las talegas. ―Mira –dijo doña Polita–, puedes dormir en el porche, en el catre que está doblado en un rincón. Pídele a la Chagua unas cobijas para que no pases frío, tú. Al 82

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rato te hablo cuando esté la sopa. Ve y tiéndete en el catre, a ver si duermes aunque sea un ratito. Le hice caso a la mujer. Los tijerales del techo estaban oscuros por el paso del tiempo. Empecé a soñar con los ojos abiertos. Volví a escuchar la risa de la Chagua que me hizo cosquillitas en la punta de la verga. La sentí encima de mí con el vestido abierto y los senos derramados sobre mi barbilla. Sentí sus manos abriendo mi bragueta y buscando a mi cachorón hambriento, deseoso de entrar en ella, de sentirla húmeda, caliente y… ganosa, muy ganosa. Me quedé dormido, y me soñé andando por caminos largos y pedregosos que me conducían al toque de una campana lejana. Me despertó doña Polita. ―Es hora de más cocimiento. Vente a la cocina y te echas un taco porque ya es tarde. Los hombres del rancho andaban en la campeada, sólo estaban doña Polita, la Chagua y el vaquerillo que me recibió al llegar. Se llamaba Chuy Castro, de los Castro de Santo Domingo, buena gente, de la región, noble y trabajadora. Las casas de esta familia eran limpias, impecables, ni una sola bacha encontrabas en los patios barridos. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Cenamos un guiso de papas con carne seca y frijoles. Las tortillas de harina no hicieron falta ni el café con nata y piloncillo. Comimos en silencio; la Chagua estaba sentada frente a mí. De vez en cuando se sobaba el pecho y me dejaba ver el inicio de sus chichis, bajo la tela se veían los pezones, los imaginé oscuros y carnosos, deseé lamerlos. A duras penas comí, la veía de reojo a cada rato, ella se estremecía cada vez que se paraba por algo. ―Mira, tú, en lugar de componerte, empeoras – dijo doña Polita, maliciosa–. Ponte a comer y haz fuerzas para aliviarte. Sin bocado, de nada van a servir los remedios que te estoy dando. Mira pues, contigo. Hice un esfuerzo y me acabé el plato. Miré de reojo de nuevo a la Chagua, me miraba con ojos muy pícaros y se reía igual. Le eché un trago al café. El Chuy Castro iba sobre su tercer plato de comida. Se la bajaba con buches de café, y seguía comiendo sin tenedor, a punta de grandes bocados envueltos en tortillas. ―¿Quieres más, Chuyito? ―Pos, pos, si no falta nadien, me sirvo otro poquito– y se sirvió de nuevo guisado y frijoles, y se arrimó otras tres tortillas. 84

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A mí se me revolvió el estómago, apenas pude acabarme la comida. Lo que me urgía era otra cosa: una puñeta para aliviar las ganas de hembra. En eso, el Chuy interrumpió: ―¿A qué vino Miguel Tejeda al rancho? ―¿Cuándo vino ése y a qué?– preguntó intrigada doña Polita. ―Pues, el Chuy ha de saberlo, él fue el que lo vio, ¿no, Chuy?– preguntó la Chagua como si quisiera desviar la conversación lejos de ella. ―Pos, se me afiguró ver entrar por el camino a un macho alazán igualito al del Miguel Tejeda. Luego lo vi recular por el camino. Fue como de entrada y salida. Ai, quedaron las güellas de ida y de güelta. Si no era él, alguien vino, quedó el rastro por el camino y en el sillero. ―¡Mira qué bien aprendes, ya hasta seguir huella sabes!– se burló la Chagua. ―Eso lo sé desde Santo Domingo. Mi apá me enseñó a seguir güella desde chiquito. ―Pues qué vaquero resultaste, Chuy, pero lo habrás soñado porque yo no he visto al Miguel por La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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aquí– la Chagua se excusaba con una voz que dejaba bien claro que no sabía nada. Luego se paró a recoger los platos. “Mentirosa”, pensé, “Yo mismo la vi hablar con él”. Pensamientos que se hicieron pedacitos cuando se agachó a recoger mis trastes sucios. Me acercó las chichis al brazo, las tuve pegadas ahí por unos momentos. Sentí que me caía un rayo, un reatazo me erizó los huevos y me puso la monda como piedra, dura de por sí desde antes. Deseé salir de inmediato, pero temí que se me notara el bulto. Cuando se puso de pie doña Polita, aproveché para despedirme. Dije un “Gracias por la cena, y que pasen buena noche. Hasta mañana si Dios es servido” y salí para irme al monte a curarme el mal. Regresé al rato y me tiré en el catre. Me encontré con dos cuiltas, de retazos viejos, y una almohada de lana de borrego, con una funda hecha de la manta de los sacos en que venía el azúcar. Imaginé que ella –empezaba a ser “ella”– la había lavado, planchado y puesto con sus manos. Olía a limpio, a fresco, a yerba del manso del arroyo. Recargué mi cabeza con placer y seguí soñando con ella. Entre dormido y despierto, acariciaba mi entrepierna. Cuando sentí unos labios que me besaban el ombligo, y unos dedos suaves me 86

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acariciaron los huevos. Abrí los ojos, allí estaba ella, con el vestido abierto hasta abajo. Tomó mi mano y la puso en una chichi. La sentí suave, grande, le pasé los dedos por el pezón y se endureció. Empecé a acariciarla. Ella bajó la boca hasta mi verga y empezó a besarla. Yo estaba desnudo, agitado. Se me montó en el vientre, sentí su sexo húmedo y velludo en el estómago. Empezó a tallarse y me metió un pezón en la boca, luego me besó metiendo toda la lengua dentro. La abracé y recorrí su espalda y sus nalgas con mis manos; las abrí para meterle los dedos. Ella me besaba con furia, me mordía los labios. Se tallaba sobre mí. Se tiró de espaldas y dejó sus piernas abiertas frente a mí y empezó a tocarse. Era mañosa, había llevado una lámpara para que la viera. Abrió las piernas, me mostró la panocha, y empezó a jugar con ella. Se retorcía encima de mí, su espalda me tallaba el pájaro. Gemía y trabajaba con dedos livianos, se los metió dentro y siguió jugando con su cuerpo, sus gemidos se volvieron gritos que iban subiendo y subiendo. Al estallar me bañó de líquidos el vientre. Los sentí correr sobre mí como un río. Ella reía gustosa. Se fue calmando y preguntó: ―¿Te gustó?

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Yo dejaba que su imagen penetrara en mi cerebro. Memorizaba todas las líneas de su cuerpo, que como veredas me perdían en un mundo desconocido. Con las indias, era cosa de ensartarlas y darle hasta venirnos, pero aquello era como un sueño, algo así como cuando me puse hasta el tronco de yerba y sentí que volaba entre las nubes. Las imágenes me penetraban como burbujas en los ojos, esas pompas que se hacen con jabón y que parecen hechas de arco iris bajo el sol, y que flotan livianas por el aire. La sentí lamer y probar sus propios jugos sobre mi ombligo. Se rió y me dio a probarlos. El sabor a hembra era delicioso. Cerré los ojos como si al hacerlo se concentrara en mi lengua. Cuando los abrí, las pompas de jabón habían reventado. La Chagua me miraba muy seria: ―Ya te di. Ahora tú qué vas a darme a cambio. Le enseñé la verga dura entre mis manos y le dije: “Esto, voy a darte todo esto. Voy a culearte”. Ella se rio despectiva: Eso cualquiera me lo da. Todos se mueren por tenerme debajo de ellos, creo que hasta me darían todo lo que tienen, y sacó un cigarro de la bolsa del vestido. Lo encendió y se puso a fumar. ¿Quieres ver cómo se lo fuma mi panocha?

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―Claro que quiero ver eso. ―Pero tienes que darme algo a cambio. ¿Qué tienes para mí? ―Oro –dije ahogándome– Te doy pepitas de oro si te fumas ese cigarro con la panocha y te las doy todas si me dejas culearte a mi gusto. ―Sale. Hacemos trato– y volvió a montarse. Se tiró de espaldas y me puso la pucha enfrente. Yo le acaricié el vello, muy abundante, picaba mis manos. Iba a besarla, cuando ella aventó mi cabeza y me dijo: ―Mira, mira cómo fumo con la panocha. Al decirlo se metió el cigarro y empezó a juguetear con él dentro, pero la gracia estaba en que lo sacaba para metérmelo a la boca. Yo probaba el sabor a hembra. El olor quedaba atrapado dentro de mi boca, y me hacía volar hasta las nubes. Por fin se terminó el cigarro. ―Ahora, déjame culearte. Voy a darte todo el oro, pero déjame que te meta toda la verga. Quiero sacarte hasta los sesos. ―¿De veras, así de tanto? Quiero ver qué tan bueno eres. A ver, anda, móntame. Como me vas a dar La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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todo tu oro, te voy a dejar que te me subas arriba, porque ¿sabes?, yo soy la que monta siempre. Me gusta cogérmelos a mi gusto, pero a ti voy a dejar que te pongas encima. Me incorporé de un salto, y de un movimiento rápido la tumbé de espaldas, la abrí de piernas y se las sostuve abiertas entre mis brazos. La penetré sin preámbulos. Sentí el calor de su cuerpo y me vacié por completo dentro de ella. ―¿Eso era todo? ¿Hasta allí llegaste? ¿Eres de los que terminan antes de entrar? ¡Valiente idiota me vino a tocar!– dijo enfurecida y burlesca. ―No, Chagua, no era todo –le dije–. Apenas empiezo. Y era cierto, apenas empezaba. Mis pensamientos se fueron, colgaban de las sombras de mi cabeza. Yo sólo estaba en aquel presente que me daba el cuerpo caliente y húmedo de ella. Luego de lamerle y besarle el cuerpo entero, de hacerla gritar con mi lengua en su pucha, de encenderme como un troncón de manzanita en llamas, la cogí como bestia, como perro enloquecido. Sentí sus entrañas hirvientes en mi verga y no sólo eso, la penetré por el culo. Ella estaba como una 90

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perra en brama. Me respondía, se me entregaba con un deseo enorme. No quise pensar en que sí sería por mí o por otro. Me daba lo mismo: ¡Yo era el que estaba dentro de ella esa noche! Esa noche la Chagua era mía. Esa noche, esa mujer, esa puta fue mía, la pagué con mi oro, con mis sueños miserables, y la cogí peor que si fuera un animal en brama, peor que una bestia, que un perro que se ensarta en la pucha de una hembra. La mordí, la llené de chupetones. Le abrí tanto las piernas que le tronaban los huesos. Éramos dos animales haciendo algo muy alejado de los sentimientos, pero cerca de la carne. Gritamos, sudamos, nos embarramos con mi leche, la puse a lamerla de mis piernas. Lo hizo. Me retaba a que hiciera más, y hacía más. No hubo sitio de nuestro cuerpo que no exploráramos con los dedos, con la lengua, con la boca, con la verga. Fue un viaje por el sentir del cuerpo. ―Chagua, quiero preñarte, que seas mi mujer, llenarte el vientre con un hijo. ―Qué dices, loco. Mira lo que se te ocurre. ¿Dónde viviríamos? ¿En el monte, bajo los árboles, en una cueva, debajo de cielo? Yo no quiero vivir así. Deseo una casa, un pie de ganado para tener de dónde sacar para comer. No quiero vivir sin saber qué vamos a La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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comer el día siguiente o siempre de fiado. No, lo que tú me ofreces, no me interesa. Hoy estaba de buen humor – continuó–, estaba ganosa de hombre y mira, creo que me he llevado una sorpresa contigo. Al decir esto, se quedó callada. ―¿Por qué? ―No te cansas, manito. No te cansas– dijo atragantada por la risa. ―Lo mismo me dice la Teresa, una kiliwa de Arroyo que le encanta tragar monda. ―¿Igual que yo? ―No, muy diferente. Tú eres distinta. Eres una puta bien hecha. ―¿Por qué me dices puta, cabrón?– preguntó enojada. ―Por esto–y volví a subírmele arriba y meterle la verga. Al rato gritaba de gusto, al punto que perdió el sentido cuando se vino y me dejó empapado de líquidos. Así nos clareó la noche, casi salía el sol, cuando la Chagua se metió a la casa por una ventana de la parte trasera, porque doña Polita, que muy madrugadora andaba trasteando en la cocina. Me vestí, y me fui 92

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directo a buscar la mula, después de bañarme en el arroyo. Entré a la casa a despedirme. Doña Polita me ofreció desayuno después de darme un tazón de cocimiento de yerbas. ―Así que te vas, muchacho. Sí, creo que es lo mejor para ti, que te vayas, antes que el chamuco te pesque en su telaraña. Mira, te voy a dar las yerbas. Tú viniste a otra cosa y ya la conseguiste –me dijo, pero como si hablara con ella como era su costumbre– y vale más que hagas rumbo ahora y no cuando ya no puedas. Dijiste que estabas enfermo y no sabes qué tanto. Tienes pus negra dentro del pecho y eso es muy malo. Si te dejas ese mal, se vuelve incurable. Tómate las yerbas, tómalas por tres días seguidos y si puedes tómalo como agua de uso– dijo mirándome a los ojos con aquella mirada que podía leer en mi interior. Temí que adivinara lo que habíamos hecho la Chagua y yo, pero creo que ya lo sabía. Esa mujer se las sabía de todas, además, era muy difícil que no se hubiera enterado con los gritos de la Chagua que hacían eco en la noche, junto con el ulular de los tecolotes y los chillidos de las lechuzas. Entró la Chagua a la cocina, andaba de negro, envuelta hasta la cabeza con chal también oscuro. No sé por qué se me vino a la cabeza la imagen de una viuda La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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negra. Tal vez fue por la trenza roja que salía entre el chal: la mancha que tenían las viudas negras, conocidas por devorar a sus machos. Me hizo una seña de que saliera al jardín. La seguí hasta un sitio detrás de la casa. Me mostró el cuello lleno de chupetones. No le había dejado ningún pedacito limpio. ―Mira lo que me hiciste, cabrón. Voy a tener que andar tapada hasta que se me borren por tu culpa. ¡Qué bravo eres, eh! Nunca me había topado con uno que cogiera igual que un perro en brama ni que tuviera un pito tan gordo y sabroso– y se relamió los labios con la lengua. ―Tú no haces malos quesos. No estabas muy enojada que digamos cuando te tenía metida la verga hasta los sesos. ―Bueno, no discutamos. ¿Te vas? ―Sí, ya te di el oro. ¿A qué me quedo? Y como te dije: quiero que seas mi mujer y preñarte con un hijo mío. ―¿Y? ¿Qué vas a hacer para lograrlo?– preguntó con los ojos puestos en los míos.

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―Conseguirlo –contesté–, es la única forma de darte la vida que deseas. ―¿Más que el que me diste hoy?– sus ojos se iluminaron por la ambición. ―Mucho más. Muchísimo. He de conseguirlo aunque pase por encima de algunos. Serás para mí, Chagua. No me importa que tenga que comprarte con tu peso en oro. No me importaría matar para tenerte para mí, así seas más ponzoñosa y puta que una viuda negra. ―Mira tú, lo que dices, loco– y su cara se llenó con una expresión como de duda, como de cierto temor. ―Ven a despedirme– y la atraje hacia mí para abrazarla, pero al sentir su cuerpo junto al mío y oler aquel aroma a hembra que le salía de adentro, me dieron ganas de cogerla de vuelta. La arrastré y la puse contra la pared de la casa, le alcé el vestido y la hice mía otra vez. Ella volvió a derramarse en mis piernas. Dejó caer su cabeza sobre mis hombros y agitada dijo: ―Vale más que te vayas ya. No han de tardar en regresar los hombres. Mis hermanos, mi apá. Vete, ándale. Párale ya a esto. No tienes llenadero.

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―Ni tú. Volveré, Chagua, con mucho oro para comprarte. ―Ándale, vete ya y no prometas cosas que no vas a cumplir. ―Dejaré de ser el hijo de mi madre si no cumplo al pie de la letra esto: Volveré con mucho oro para que seas mía y de nadie más– le aseguré con aquella voz desconocida, que salía desde mis tripas. Me alejé del rancho Santa Clara. El sol me daba en el rostro. Me sentía otro hombre, y al reparar en ello, recordé a Malaquías y a don Pifas, y le piqué a la mula para llegar cuanto antes a Valladares, no fuera que ese par de viejos roñosos hicieran rumbo para otra parte.

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6. Me sentía liviano, libre de una carga de años. La mula caminaba ligera, subíamos para llegar a Valladares. Urgido por el oro de Malaquías le picaba a la bestia para que anduviera más de prisa. La primavera empalagaba el aire con el dulzón de las flores entre la yerba y los matorrales florecidos. Un constante zumbar de abejas. Se atravesaban por el camino las chacuacas seguidas por sus pollitos tan altos como medio pulgar. Me causaba risa verlos huir ante cualquier ruido. Era un ruidajo de plumas, trinos, cantos e insectos volando. La primavera espesaba la mañana, invitaba a echarse debajo de un árbol para ver pasar las nubes. Estuve tentado a hacerlo, y recrear la noche pasada, cada instante de aquel sueño revivirme en las entrañas de la Chagua, porque me había metido en ellas a mi antojo, las veces que quise, las que el tiempo nos dio y las que este cuerpo pudo. Su memoria andaría en mi cabeza y en mi pecho por donde quiera. Nada volvería a ser lo mismo. La sentí gozar, dejarse ir como yegua bronca. Se dejó besar y me besó. Se dejó explorar y me exploró. Nada de su cuerpo me fue negado, la hice a mi puro gusto y al sentir del momento, como una puta pagada moneda tras moneda: la compré con el oro de La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Valladares y en aquel momento iba derechito a conseguir el de la misión perdida de Santa Inés de la Sierra. El camino se me hizo corto, tiré algunas piedras al barranco. Luego bajé al cañón por donde corría el arroyo de Valladares. Un palabrerío incomprensible brotó entre las piedras: entraba en los terrenos del par de viejos roñosos. Por ahí andarían buscando sus cosas, burlándose de mí. Llegué al campo, allí estaba todo, menos los gambusinos. No había señales ni de ellos ni de las bestias. Una parte de los trastes, algo de provisión. Parecía que lo habían dejado para cuando regresara. No tardarían en regresar. Junto al agua me encontré la trampa repleta de chacuacas. Por un instante me sentí agradecido, luego pensé que andarían buscando la misión y un hilillo de pus amarga me cayó en el estómago. Recordé a doña Polita y su visión de mis males, sentí coraje. “Voy a tirar sus yerbajos a la chingada”, “Van a servirme para pura monda. Lo que necesito es oro para ir por ella” Al recordarla sentí un cosquilleo en la punta del chile. “De veras que las mujeres se le meten a uno hasta los huevos; pero ésta más que ninguna”. Una boruca que salía de las piedras me hizo ver que por ahí andaban los viejos hediondos. 98

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Maté las chacuacas, las desplumé y destripé. Les saqué las mollejitas y los hígados para freírlos junto a la carne. Mientras se freían hice unas cuantas tortillas y puse a cocer frijoles. Al rato comía codornices empanizadas. Recordé las veces en que nos encontrábamos con los vaqueros en sus campos y nos brindaban huevos de toro empanizados. Nada como un taco de huevo de toro frito o revueltos con huevos de gallina. “Huevos con huevos”, se burlaban los vaqueros. Comidas de hombres bajo el cielo, sin mujeres y llenos de historias al calor de las lumbradas. Éramos de la misma clase, deseando siempre una mujer para dormir con ella, pero siempre terminábamos con las putas o las indias, que venía siendo lo mismo; había que llevarles a cambio café, azúcar, cualquier cosa que les diera gusto o alimento. Amor comprado, al fin de cuentas, amor de putas; quería una para mí, para mí solo. Después de comer me fui arroyo abajo con una pala y las bandejas. Deseaba que la suerte fuera buena conmigo y me encontrara algunas chispas. Fui al mismo lugar de la última vez, pensando que tal vez se repitiera lo del otro día, pero no encontré nada ni una sola migaja. Ni allí ni en los demás lugares en que anduve prospectando. Me regresé al campo, de nuevo aquella La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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guasanga que no se entendía. “Por ahí vienen el par de embusteros”, pero de nuevo fue sólo una ráfaga de brisa entre las hojas de los encinos, revoloteo de pájaros belloteros, alboroto de chacuacas. Nada, el campo estaba vacío, silencioso. La ceniza de la lumbre volaba con la brisa. Preparé café y cené chacuacas. Puse mi tendido, y como estaba solo, me acosté pelado, tenía ganas de acordarme de la Chagua. La sentí en la carne. Mi paladar recordó su sabor a hembra madura y mis manos la piel suave y el tacto de los vellos de su empeine. Revivía la noche pasada, aún no me vencían ni el sueño ni el cansancio. La luna en cuarto brillaba a medio cielo, alargaba las sombras de la noche que murmuraba entre las ramas. Bullicio de voces. Esta vez eran de mujer, igual que cuando van en bola a lavar al arroyo. Fue un chispazo, pero la imagen de la Chagua se desvaneció para llevarme frente a mi madre: la Coti le decían, la vi lavar mi ropa junto a las demás mujeres. Lavaba mis pantalones remendados y vueltos a remendar. Nunca supe quién fue mi padre, yo sólo era 'el hijo de la Coti', la mujer que vendía su cuerpo para vivir; por eso tengo metido entre ceja y ceja el pagar por el amor de una mujer. La Coti discutía con las otras mujeres que la trataban sin respeto por ser la 100

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mujer de todos, la que daba la panocha por un cinco; los hombres al verla querían llevársela a la cama. La primera vez, a los catorce años, se fue con un hombre que la dejó abandonada en El Mármol. Regresó a casa y recibió desprecios, burlas y el acoso descarado de los hombres. Pero le pagaban y desde entonces vendió su cuerpo a quien se lo pidiera. Uno de tantos fue mi padre. Cuando llegué a preguntárselo, respondía que no se acordaba, uno muy guapo porque yo lo había sacado a él. Se reía y me abrazaba. La Coti era muy alegre, risueña y mal hablada; pero el trago la hacía olvidar que era pobre, que era puta y que tenía un hijo que mantener. Mi vida fue rodar, mendigar, trabajar por un taco de frijoles, porque a ella le pagaban con pachas de aguardiente; cualquiera se la echaba por un trago o por cigarros. Un día se empedó con alcohol de madera, ese que se usa para frotación: y no despertó más. Lloré harto. No recuerdo nunca haber llorado antes ni después. Esa fue la única vez, un llanto que salía desde mis tripas, dolía la carne y las lágrimas corrían sin parar. Ahí estaba la Coti tirada, muerta como un pajarito que le agarró la helada fuera del nido. No pegué ojo en toda la noche. Cuando llegó el primer borracho, nos encontró

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a los dos, a mi madre difunta y a mí paralizado, mudo y bañado en lágrimas. Las voces se perdieron cañada abajo, seguían hablando, riéndose; se me figuró que se burlaban de mi porque empezaba a estar tan deschavetado como los gambusinos que enloquecían por tanto sol que les pegaba en la cabeza, por tanto buscar entre piedras y arenales, como si fueran gallinas, el oro de la tierra. Una brisa suave que venía de la sierra movió las hojas de los encinos, olía a pino de las cumbres, a trementina, a salvia real, a piedra limpia. Eso tuvo el poder de arrullarme; por un momento mi cabeza se limpió de pensamientos, se me borró la Chagua, mi madre, la tristeza y la rabia que me producían los dos viejos mugrientos, y por fin, tranquilizado por aquella brisa perfumada pude dormir. Desperté y despuntaba el sol tras los montes, resplandeciendo detrás de las copas de los encinos. Me vestí, prendí la lumbre, hice café, comí chacuacas y estaba a punto de irme a prospectar al arroyo cuando escuché un rebuzno largo que venía del lado de la sierra. Al rato voces que cantaban: “A la orilla de un palmar yo vide una joven bea, su boquita de coral, sus ojitos dos estreas”. La mula miraba para el rumbo de la sierra, 102

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muy quieta como si esperara a alguien. Al rato aparecieron Malaquías y Epifanio Dueñas cantando a grito pelón. Gusto y rabia mezclados se me clavaron en el pecho: aparecían el par de viejos pinchurrientos e iba a enterarme de todas sus trampas. ―¡Mira, Pifas, quién regresó al campo! ―¡Puaf! ¡Hasta acá me da la peste a panocha de puta y chile exprimido! ―Creía que ya no te acordabas cómo huelen las panochas de las putas, Pifas. ―Cuando las hueles una vez, no se te olvidan nunca. Tienen el mismo olor pegajoso del oro: ¡Te gusta, lo buscas y te empicas con él! ―¿A poco fuiste muy chingón y te echaste a muchas putas, Pifas? ―Me eché a muchas putas, demasiadas, pero también tuve mujeres de las otras, vale– contestó con seriedad. ―¿De las otras? ―¡De las que te quieren! Esas huelen muy bonito, mejor que las putas; lo sabes muy bien tú,

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cabrón. Se entregan como si fueran el mar, te sacan chispas como si fueras de oro. ―Sí, vale Pifas, así es –dijo Malaquías y se quedó callado unos instantes, como si mirara dentro de su cabeza–; este pobre cabrón nomás a putas ha llegado. ―¿Y sabes por qué?– continuó don Pifas, con aquella conversación que se volvió en mi contra. ―No, vale Pifas, no lo sé. A ver, dime. ―Porque es un pendejo y eso no es catarro para que se quite de un día para otro; figúrate. ―¡Ja, ja, ja! La carcajada de Malaquías me pegó en la punta del hígado y las palabras del otro viejo se me clavaron como alfileres. De modo que sólo era eso para ellos: ¡un pendejo sin cura posible! Pero cómo dicen por ahí: “El que ríe al último, ríe mejor”. Ya los haría tragarse sus carcajadas. ―Ya no huele a oro recién sacado, nomás me llega el tufo a resabios de pucha pagada con chispas de oro recién lavadito. ¿No hueles a lo mismo, Malaquías? ―Sí, vale Pifas, venteo un olorcito de esos.

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―Cerquitita, vale Malaquías– agregó don Pifas sacudido por la risa contenida. ―¿Quiubo, valecito, ya regresaste de Santa Clara? Ya no te miras malo, muy al contrario, te ves muy aliviado, muy pero muy aliviado– gritó Malaquías dirigiéndose a mí. ―Estoy mejorcito, Malaquías y ustedes, ¿para dónde andaban?– contesté haciendo grandes esfuerzos por no demostrarles que me estaba cargando la chingada. ―Luego, luego la curiosidad… Por ahí, vale, andábamos por ahí vagando un poquitito. ―De segurito andaban buscando la misión perdida, ¿no?– Les dije como si les escupiera la cara. ―Luego, luego directo al grano. A ver, dime, ¿por qué te preocupa tanto que demos con ese lugar? ―Ha de querer el oro de fray Bruno. No te digo que está pendejo, si ya lo tengo bien camelado. Si supiera, si tan siquiera imaginara lo que necesita para llegar allí– interrumpió don Pifas sin un asomo de burla esta vez.

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―Porque no quiero me dejen fuera cuando encuentren la pachocha. ―¿Y qué te hace pensar tal cosa, vale, estás tonto o qué?– preguntó Malaquías encarándome y con un coraje que empezaba a salirle por la punta de la lengua. ―Mmmm, Malaquías, éste no sabe ni cómo se llama. Está más verde que una piedra enlamada o un limón sin madurar. ¡Anda perdido, mira pues! ―Nomás decía, no vaya siendo que el diablo meta su cola– contesté tratando de no hacerlos enojar, no fuera la de malas y me mandaran a la chingada. ―Mira, cabrón, al diablo tú lo traes metido adentro con tanta pendejada que haces. Te fuiste a ver a la Chagua y le diste el oro que sacaste arroyo abajo, el oro que conseguiste; porque nos dimos cuenta, si no estamos pendejos como tú. ―¡Ah, qué muchacho tan tonto! Si olía a puro oro recién lavado. ¡Mira pues!– Agregó el sabelotodo de don Pifas y le dio un jalón a la pipa. El olor a tabaco y a cachimba rancia se me metió por la nariz y me dieron ganas de vomitar por el coraje y por aquella peste.

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―Y no sólo eso, Pifas, fue y se lo dio a la Chagua; y me corto la cabeza si ella no lo mandó por más. ¡Por eso se regresó y anda tan preocupado por dónde andábamos!– gritó Malaquías alterado. Sus palabras me golpearon la cabeza. Sentí que algo frío se derramó en mi estómago. ¡Con este par de viejos mugrosos no se podía tener secreto a salvo! A esas horas y nomás con verme, ya sabían cuantas veces me había cogido a la Chagua y por dónde. ―Lo bueno, Pifanio, es que viene bien servido. De menos no va a andar atorunado por un tiempecito, porque va a tardar mucho en regresar a Santa Clara, ¡Esa vieja es muy cara, vale!– continuó Malaquías, ahora con tono burlesco. ―Sí pues, tú, pero por lo que venteo, ¡es bastante entrona! Ji, ji, ji, ji –al decir esto, don Pifas se estremecía por la risa. No paró de reír por mucho rato con los ojos llenos de malicia. ―Bueno, es hora de que te enteres para dónde andábamos. Fuimos a traer carne. Cazamos un venado, porque necesitamos provisión porque vamos a ir muy lejos, bastante lejos. Nos vamos para el desierto de San Dimas, valecito. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―¿A qué vamos, Malaquías?– pregunté con aquella curiosidad que me costaba tanto disimular. ―A lo que nos trae por aquí: a buscar oro. ¿Qué te parece? No contesté, pero sentí alivio. ¡Iríamos a buscar oro! Tal vez, en una de esas, descubriría por fin, en dónde estaba la misión perdida. En las alforjas del burro barcino traían los cuartos del venado. Eran de buen tamaño. Les ayudé a sacarlos y entre los tres nos pusimos a cecinar la carne, para salarla y ponerla a secar antes de irnos. Al terminar, asamos un poco de carne en las brasas. Hice tortillas y comimos aquel banquete, acompañado de frijoles. Al anochecer aún estábamos llenos. Bebimos café. ―¿A que no saben qué me encontré por el camino?– preguntó Malaquías para picarnos la curiosidad. ―Deja que adivine éste –dijo don Pifas– ya la olfatee. ―A ver, valecito, ¿qué me encontré por allá en un aguajito perdido entre las piedras?– me preguntó 108

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Malaquías como si se tratara de que íbamos a jugar a algo muy divertido. ―Si no es oro, no tengo la menor idea, Malaquías. Vale más que me lo digas. ―Mira –dijo al mostrarme un manojo de mariguana seca.― A alguien se le olvidó su guardadito. Estaba sobre unas piedras, secándose. Tal vez era de otro vago como nosotros. Tomé un poco para no hacerle el mal completo. Bueno –agregó–, vamos a probarla para que la plática se ponga buena. Se puso a picar la hierba y a liar unos churros de mota. Al poco fumábamos al amparo de la lumbre y de un cielo lleno de ojos muy brillantes. Un resplandor rojizo salía de los cerros del poniente y la luna engordaba acercándose a la llena; a los minutos don Pifas era un temblor de risas, Malaquías empezó a hablar cosas muy alejadas de sus embustes. Yo lo escuchaba y veía como el mundo que salía de su boca se hacía real, podía tocarlo. Don Pifas seguía muerto de la risa, tirado en el suelo, riéndose con la noche, parecía que las estrellas le hacían cosquillas y jugaban con él como si fuera un bebito. Malaquías hablaba, hablaba, hablaba mucho. Un río de palabras salía de su boca. Yo, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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con los ojos abiertos veía cómo todo se volvía real y alcanzable. ―¿Has pensado alguna vez en el tiempo? – preguntó como si hablara con otro Malaquías que traía dentro– ¿No te has fijado que eres el mismo desde que naciste? Sientes igual, en realidad mejoras, en lugar de envejecer, rejuveneces. Cada día que pasa eres más joven. Entonces, ¿quién inventó la mentira del tiempo? Derrotar el tiempo es el secreto –continuó con voz que se iba haciendo profunda y despejada de carrasperas y de toses de cigarro–; encontrar la manera de que el tiempo se diluya igual que la bruma en la mañana, que desaparezca. Así alcanzarás la cumbre, el fin último. Sabrás el por qué de las cosas, desbaratarás las mentiras que te hicieron creer, porque todo esto es una mentira, una mentira cruel que te hace pensar que eres pobre, cuando en realidad eres rico. Eso fue lo que no entendió fray Bruno, no lo entendió jamás, se confundió el muy pendejo, el grandísimo tonto y mandó todo al carajo. Si hubiera entendido, no hubiera descompuesto las cosas. Todo lo echó a perder el pendejo. Se confundió con el oro. ¡Idiota! No supo escuchar a las piedras, al viento, a los cuervos, ahora es difícil saber, es difícil encontrar en dónde está, muy difícil, sí, muy difícil. 110

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Se quedó callado por un rato, entró en una especie de sueño, roncaba con la baba escurriéndole de la boca. Yo empecé a ver una torre, un campanario, que salía entre unos cerros llenitos de piedras quemadas por el sol. Vi a un fraile con hábito negro azotando a unos indios muy altos, muy fuertes con el cabello brillante y negro como alas de cuervo. En otro lugar, pero al mismo tiempo, la idea del espacio y el tiempo rompían sus paredes. Todo sucedía al mismo tiempo. Era extraño, sobrecogedor, un kemey kiliwa danzaba vestido con un pachugó en un lugar secreto en la cumbre de una montaña. El pachugó, hecho de cabello humano resplandecía bajo el sol. El kemey cantaba con una sonaja hecha con el caparazón de una tortuga. Tenía la cara y el cuerpo pintados de blanco y negro. Cantaba y danzaba. La capa, tejida de fibras vegetales y cabellos humanos entrelazados, danzaba como si tuviera vida, junto con él. El hechicero movía a los elementos para liberar a sus hermanos: los cuervos graznaban sobre su cabeza, los coyotes le ladraban a la luna y un puma cazaba un becerro al amparo de la noche. Los vaqueros lo mataban en venganza, la tierra lloraba cuarzo, lastimada. El cura azotaba, obligaba, exigía trabajo a los kiliwa y a los pa ipá como si fueran bestias de carga. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Unos labraban el campo; otros cargaban pesados bultos de tierra; otros más escarbaban en una ladera sacando el mineral; otros lavaban el polvo en bandejas de metal junto a un arroyo; fray Bruno se cogía a unas indias carnudas; otras parían sus mestizos; otras embarazadas del fraile se convertían en mujeres de los soldados de cuera. El apellido Montejano se desparramaba entre la gente. Fray Bruno escondía el oro en un lugar desconocido. La Chagua se burlaba de mí, me metía los dedos en el fundillo, me quitaba todo el oro y me besaba los huevos, me lamía el ombligo. Se burlaba de mí, ella misma se mamaba las chichis y me miraba burlona. Don Pifas se carcajeaba a mis costillas, Malaquías le decía: “No te rías tan fuerte porque me perforas la cabeza y no me dejas recordar lo que tengo que recordar”. Mi madre estaba debajo de un borracho por unos cigarros Faros. Yo quería ver en dónde guardaba el oro el puto fraile y no podía, no podía verlo y empecé a llorar de rabia. El sol muy alto ya en el cielo, me pegaba en la cara. Hacía mucho que había amanecido. ―¿Qué más le pusiste al cigarro, Malaquías? ―Toloache para ver como miran los kemey, los hechiceros kiliwa– contestó sin otra explicación.

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―¿Para ver como miran los kemey? ―Sí, ¿Qué no viste nada?– preguntó como si deseara que le contestara algo que deseaba saber. Callé. Había visto muchas cosas, algunas de ellas sabidas o latidas como corazonada, menos la que deseaba ver con todas mis fuerzas: no pude adivinar en dónde había guardado el oro fray Bruno de Montejano, pero no iba a decirle esto a Malaquías, no iba a decirle nada en venganza de sus secretos, sus burlas, sus desprecios. ―No me acuerdo, Malaquías– mentí y lo hice con tal gusto que casi me relamía los labios en frente suyo. ―¡Cuéntaselo a mi chile que no tiene orejas! – dijo en un arranque, luego continuó en el mismo tono– Está cabrón para que yo te crea que no viste nada. Sí viste, vale, pero no quieres decirme. Desde que se te metió la Chagua en el entrecejo ya no eres el mismo. Te has vuelto altanero, mentiroso y traidor –guardó silencio por unos instantes sin quitarme la vista de encima, sus ojos parecían taladros, por un momento me sentí desnudo–, porque me traicionas, desgraciado cabrón, crees que no me doy cuenta. No de balde soy más viejo. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Vale, no vi nada, pero si te refieres a lo que soñé, entonces, puede que sí vi algo. Tengo recuerdos vagos de algunas cosas– repliqué para remediar aquello. ―Más te vale, cabrón hijo de la chingada. A ver, dime, ¿qué soñaste? que viene a ser lo mismo ―Muchas cosas, un revoltijo. Una bola de cosas pasando al mismo tiempo y en el mismo lugar, no había diferencia. Yo estaba en todo y todo estaba en mí, como si fuéramos lo mismo, sin ninguna diferencia. Era algo muy extraño que no puedo explicar. ―Mj, pero ¿no viste alguna cosa en especial? ¿Algo relacionado con la misión? Me quedé callado por un rato con la cabeza gacha, sin darle la mirada al viejo. Por fin en un arranque de sinceridad le dije: ―Vi a un fraile escondiendo oro en algún lado, pero en eso desperté, te lo juro Malaquías. No vi en dónde chingados escondió las barras de oro. ―¡Ah, eso fue lo que viste! Yo esperaba algo más. ―¿Algo más importante que encontrar el oro de fray Bruno de Montejano?– pregunté impresionado 114

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porque se preocupara por otra cosa que no fuera el tesoro de Fray Bruno. ―Es en lo único que piensas, ¿no? En el oro, como si sirviera de algo tenerlo. ¿Qué no te has dado cuenta que de nada sirve estar lleno de oro? ¿No te has dado cuenta?– Me dijo y su mirada me traspasó como si yo fuera líquido. ―¿No creo que haya en la vida mejor cosa que tenerlo, no, Malaquías?– dije convencido de mis palabras. ―Sigues sin entender, vale. Tiene razón el Pifas cuando dice que nomás eres un pendejo. Me quedé solo en el campo, don Pifas quién sabe para dónde andaría a aquellas horas. Aún me sentía como si flotara. Me sentía parte de los encinos y también, sentía a todo el cielo dentro de mí. Aquel cielo tan azul y tan limpio con un gavilán haciendo piruetas o volando en picada para cazar un ratón o algún gorrión descuidado. No, no podía entender nada. Lo único que entendía era que no había podido ver en dónde había escondido el dinero Fray Bruno de Montejano. Amodorrado aún, regresé al tendido a echarme otro sueño. Fue hasta media tarde cuando regresé de un La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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sueño espeso cargado de visiones que no entendía. Igual que en la noche anterior todo se revolvía como si fuera una misma masa en que todo sucede: yo era parte de todo y todo era parte de mí, a la vez tomaba parte de lo que pasaba y era espectador, todo a un tiempo. Fray Bruno hablaba en lengua extraña con un fraile muy anciano, tan arrugado y sarmentoso como las viejas parras de las misiones que se retuercen entre los adobes de la ruinas. Discutían, el viejo parecía advertirle algo, fray Bruno le contestaba con palabras que parecían chillidos de víbora de cascabel. Veía a los kemey en sus danzas, cantaban sus plegarias a las fuerzas de la naturaleza, a los cuatro puntos cardinales. Pedían, decretaban. La vida seguía su curso, veía nacer un encino y luego volverse añoso, veía a los pumas cazar a sus presas y a la montaña murmurar sabiduría entre sus grietas, pero yo quería ver en dónde escondió el oro fray Bruno, pero por más esfuerzos, no logré saber nada. Desperté llorando de rabia. Don Epifanio me veía con su cachimba en la boca, fumaba, se reía con aquella risita molacha. Estaba sentado frente a mí, con una taza de cocimiento en las manos. ―Tómate esto, muchacho, parece que andas pasado de yerba. 116

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Me incorporé del tendido y me eché un trago de la bebida. Estaba tan caliente que me quemó el hocico. El viejo me hizo señas para que me aguantara y me empinara aquel cocimiento que sabía a demonios y que me quemaba por donde iba pasando. ―¿Qué viste? ―Nada, don Pifas, no vi nada. ―Más bien será que no viste lo que querías ver, ¿verdad? –me preguntó– ¡Ah, qué tú! Te falta mucho por andar, por aprender, pero se me figura que no vas a alcanzar a saber nada nunca, vale. No creo tengas las talegas suficientes para hacerle frente a la vida como se debe. A mí se me hace que no. ¡Pobre del Malaquías! Cree que vas a componerte. A mí se me hace que no vas a arreglarte nunca. Como decía uno de Jalisco: “No tienes patas de jinete”. ―¿Y usted qué tanto sabe de mí? ¿qué le da derecho de regañarme como si fuera su nieto? Yo no soy nada suyo, mejor guárdese sus sermones para otros. ―¡Ah, qué tú! Bien dice el dicho que “para pendejos no se estudia”, pero no te enojes, que “sólo los tamales se enhojan” Ji, ji, ji, ji.

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La risita se me metió a la cabeza como si fuera un tornillo abriéndome los sesos. Ahora tenía que soportar sus chistecitos. Preferí quedarme callado, pues el hambre me rajaba las tripas. ―Mejor voy a atizarle para comer algo, me rajo de hambre. ―Sí, vale más y así me convidas alg– dijo don Pifas sin la menor intención de ayudarme. “Viejo huevón”, pensé cuando levantaba el tendido. Lo puse a asolear un rato sobre unas piedras. En el fogón, aún había unas cuantas brasas, les puse ramas secas encima y soplé. La lumbre prendió enseguida, cosa de echarle unos leños y ya. Preparé café, tortillas y un gran sartén de arroz con carne de venado. Estábamos comiendo cuando Malaquías llegó al campo. Dimos cuenta entre los tres de todas las tortillas y de todo el sartén con carne. Al rato, fumábamos en silencio. ―¿No hallaste preguntó don Pifas.

chispas,

vale

Malaquías?–

―No Pifas, no hallé ni una puta pepita de oro ni siquiera del tamaño de un grano de arena. Hoy la tierra se quedó callada. 118

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―A veces pasa, por más que busques no encuentras nada. ¡Ah, qué tú! Así la vida, “a veces que el pato nada y a veces que ni agua bebe”. ―Lo dirás de chiste, pero así es. Me iré a dormir, ando cansado y debemos agarrar fuerzas; pasado mañana, Dios mediante, haremos rumbo para el desierto de San Dimas, valecitos. ―Es mejor irnos a planchar oreja un buen rato. Las estrellas nos miraban dormir con sus ojitos brillantes, que parpadeaban por millones. Eran tantos que daba miedo. Aquella profunda oscuridad era temible. Al rato, salió la luna que cada día engordaba un poco para llenarse como panza de embarazada. ¡Qué bonita es la luna!, pensé, ¡Una vieja rete chula! Ojalá y todas las pinchis mujeres fueran como ella: Nada dice y nada pide. Viéndola, me quedé profundamente dormido.

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7. Apenas clareaba cuando salimos del arroyo de Valladares, cabalgábamos en silencio. Don Pifas iba delante, Malaquías en frente de mí; lo observaba, se veía viejo y encorvado, enflaquecido. Desde que enfermó a principios del invierno no había recuperado su natural exagerado y fuerte. Sentí pena por él. Tal vez las yerbas de doña Polita o la cogida de la Chagua me calmaron el corazón un poco. Decidí poner los ojos en otro lado, no me agradaba ablandarme, prefería tener el pecho rabioso y con ganas de pelear por lo que me tocaba de ese oro. Los picos de la sierra se alzaban al oriente, el sol salía en aquel momento como un trozo de oro fundido y empezó a calentar la mañana. Goteaba la humedad de la noche pasada, el frío se deshacía al compás de las pisadas de las bestias. Don Pifas empezó a cantar “A la orilla de un palmar”, creo que no sabía otra canción o era la que más le gustaba. Me concentré en el panorama. Del norte, apareció volando una bandada de cuervos. Eran cientos, oscurecían el cielo, hasta nosotros llegaba la infinidad de graznidos. ―¡Hay reunión de brujos, valecitos!

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―Yo creo que más bien, se murió uno y van todos a acompañarlo en su partida– agregó don Pifas. ―Así se van a juntar cuando te mueras, Pifas, pero serán puros tecolotes– contestó Malaquías. ―Lo dirás de chiste, como tú dices, pero es cierto, igual que cuando se murió el finado Tambo, hubo reunión de lechuzas y tecolotes en todos los árboles que estaban alrededor, cuando lo estaban velando, vale, y lo mismo pasará contigo, qué crees ¿qué van aparecer puros ángeles del cielo? ―Pues lo dirás de chiste, pero sí. De menos llegarán palomas blancas. ―Si poquito falta para que te prendamos veladoras en vida, vale, nomás te falta que te salgan alas– agregué en tono burlesco. ―Pues sí, pero a ti ni las cucarachas irán a verte. ―¡Uy, no te calientes plancha vieja, solo juego contigo!– contesté a la defensiva. ―Pues más te vale, porque, de un tiempecito para acá, no sabe uno a qué le tira contigo. Los cuervos se volvieron una mancha en el cielo, luego ya no los vimos y seguimos nuestro camino, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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porque llegaríamos a nuestro destino a la metida del sol o tal vez más tarde, según nos fuera. Antes de mediodía, llegamos al Real de las Güilotas, un lugar abandonado, que en años pasados fue un poblado minero muy próspero, de donde se sacaba oro de unas vetas muy ricas, ahora acabadas. Eran dos o tres casitas desperdigadas en un terreno plano, rodeado de colinas chatas y pedregosas, con restos de maquinaria oxidada y almacenes en ruina, en los que se alcanzaba a leer: Henderson & Johnson, Minning, Co. y otros letreros parecidos. Hacia el norte se veía la sierra de Cusiyay con sus picos escarpados y altos sobre el desierto. Recuerdo una vez que llegamos al Real de las Güilotas y empezó a temblar. Era un temblor muy fuerte, que duró bastante. Nos tuvimos que tirar al suelo por el susto; me acuerdo que mirábamos hacia el norte, rumbo a la Sierra de Cusiyay, y vimos como se levantaba un polvaredón como si una mano gigante sacudiera los cerros. Difícil de olvidar algo como esto, pero en esta tierra pasan tantas cosas, no de balde Malaquías dice que tiene a la Baja California tatuada en las manos. Llegamos donde el chino Siu, Héctor Siu su nombre completo, quien tenía una casa que funcionaba 122

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como tal y también como tienda de abarrotes, talabartería, ferretería, botica, cantina, casino y casa de empeño. Allí podía adquirirse todo lo que se necesitara, hacer toda clase de negocios y además divertirse, porque tenía dos putas que prestaban sus servicios a los hombres que andaban muy urgidos de hembra, emborracharse o jugar póker o malilla si ese era el gusto. Dentro del salón que servía de tienda, había un mostrador equipado con una balanza vieja y una botella de licor en medio de una charola llena de copitas de vidrio. Un buen trago jamás caía mal y menos cuando venías cabalgando desde antes del amanecer. El lugar del chino Siu era una casa, como la mayoría de las casas de la región, cuadrada de paredes de adobe grueso, el techo de cuatro aguas techado con tejamanil, con las paredes encaladas, las ventanas cubiertas con hojas de madera, que oscurecían el interior del changarro. Allí dentro olía a borracho, a mercancías, a vaqueta, cigarro y a pucha de puta sin bañar. Todo mezclado con el petróleo que se quemaba en las lámparas siempre encendidas, y la peste a meados que entraba de afuera, pero nada de esto importaba cuando llegabas sediento y con hambre del camino.

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Siu era un chino gordo, de cabeza y cara redondas. Sus ojitos desaparecían cuando reía por algún cuento que le contaban o cuando alguien quería hacerle trampa. También tenía una gran libreta negra como la de Petín Arce allá en San Telmo. Necesitábamos provisiones. Esta vez, Malaquías le abonó unas pepitas de oro. “Te alcanza hasta pa las putas”, le dijo el chino. “Si me das a la Flor de Loto, hacemos trato, Chino”, contestó Malaquías. “Plimelo chingas a tu male que a Flol de Loto, viejo mugloso”. Malaquías soltó la carcajada. “No te enojes, Chino; nomás queremos provisiones, trago, cigarro y algo de comer. A la Flor de Loto nomás me gusta verla” “Vale más polque al hombre que llegue a tocal a Flol de Loto, le lebano el pescuezo”. Esto último lo dijo con una voz tan fuerte para que lo escucharan todos. De una esquina salió la voz de un borracho: “Por eso yo quiero mucho a la Nomeolvides”. La Nomeolvides y la Querendona eran las putas del changarro. Una blanca y la otra prieta, una gorda y la otra el puro hueso. “Pala todos gustos”, decía el chino. La Nomeolvides era blanca, gorda y chichona, mientras la Querendona era flaca, flaca, flaca, pero decían que para contrarrestar su falta de carnes, era muy 124

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mañosa. La clientela se dividía en partes iguales: unos le iban a una por carnuda, y a la otra por experta, que además se decía tenía perritos. Sucias, sudadas y sin bañarse entre cliente y cliente, eran muy solicitadas por los hombres que llegaban allí a verlas, no más limpios y perfumados que ellas. La Flor de Loto era otro asunto. Encontrarla en la tienda era como hallarse una pepita de oro enorme. Era una china muy joven. Cuando estaba presente, un olor dulce sobresalía entre la peste acostumbrada. Todos guardaban silencio, reverencia. Se paraba detrás del mostrador a escribir, como escriben los chinos, con un pincelito embarrado en tinta negra, unos garabatos que iban de arriba para abajo. Era blanca, blanquísima, peinada con una melenita negra como de plumas de cuervo y la boca pintada de rojo escarlata. Casi siempre usaba vestidos con grandes flores rojas estampadas y de cuello alto. Era delicada, parecía una muñeca de porcelana. Sólo hablaba con Siu en una lengua que sonaba como cristales al viento, como el cantar del agua entre las piedras. Aquella vez no encontramos a Flor de Loto. Nadie sabía el parentesco que la unía al chino Siu; nadie sabía nada, ni donde dormía, nada, porque él nunca quiso contestar sobre este asunto. La gente mal pensada decía que la La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Flor de Loto vivía en un subterráneo que había en la casa, que por eso era tan blanca y delicada; jamás le daba el sol, pero sólo eran habladas o quién sabe, con esos chinos misteriosos, cualquier cosa era posible. Comimos un banquete preparado por la Nomeolvides, porque la Querendona atendía a un cliente en un cuarto cercano. Hasta nosotros llegaban los gemidos y los gritos de hombre que era atendido por la flacucha, y por el escándalo que hacía se notaba a leguas, que la estaba pasando bastante bien. La Nomeolvides nos preparó un platón con sardinas, cebolla picada y chiles en vinagre que comimos con galletas saladas, ¡la gloria! La Nomeolvides casi nos ponía las tetas en la cara cada que se acercaba a servirnos algo. Don Pifas, entre bocado y bocado, no le quitaba los ojos de encima. Ella sonreía con sus dientes de oro y la boca pintada de rojo encendido. ―Nada como una puta gorda, blanca y chichona para perderte encima de ella, ¡Ah! Lástima que estoy tan viejo, pero ¡qué bonito es lo bonito!— dijo con la boca llena de sardinas y los bigotes embarrados de aceite. ―Ni te has de acordar cómo se coge a una puta, Pifas. A mí se me hace, que se te olvidó hace mucho. 126

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―No me vengas con tus cosas, Malaquías, porque ni de chiste se te ocurra decirlo. Fui muy buen culeador. Hubo putas que no me aguantaron todos los palos que les echaba. ―Ya, Pifas, no empieces a presumir que te está oyendo aquí la señora. ―Pues lo dirán de chiste, pero mi abuela me contaba de un Epifanio Dueñas que cada que venía a verla, mejor se escondía porque la dejaba más muerta que viva– dijo la mujer, que para mi sorpresa, comprendí que ya había probado la herramienta de Malaquías; porque era él único que decía: lo dirán de chiste. ―No les dije, has de ser nieta de la Amapola, una puta carnuda, chichona y blanca. Con razón me ha gustado tanto verte, me la recuerdas. Abueleaste –dijo don Pifas esponjado como un guajolote– Te quedaste chato, ¿no, cabrón? – agregó dirigiéndose a Malaquías ―Siempre has de salirte con la tuya, viejo hablador y ni quien te gane en lo chingón. ―Pues no, si los dichos son muy sabios, ya ves que hay uno que dice: “Sabe más el diablo por viejo que por diablo” y es cierto. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Hay que apurarnos porque la chispa camina y se hace tarde, tenemos que llegar antes del anochecer al desierto, valecitos. Acuérdense que para llegar hasta allá necesitamos andar la jornada completa– agregó Malaquías para dar fin a la plática. Descansamos un ratito, mientras bebíamos café, luego llenamos las alforjas con provisiones, conseguimos otra pala y un talacho. Nos subimos a las bestias e hicimos rumbo hacia el sureste, ya habíamos rodeado la sierra, ahora la tendríamos por el costado contrario, por el lado que se despeña a tajos hasta el desierto, en el reino de mou pilkuyak, el borrego cimarrón. Dejamos atrás las colinas chatas, tapizadas de cardones y peñascos. Ante nuestros ojos se abrieron los arenales, planos y amarillos. En algunos sitios los ocotillos floreaban rojos en la punta de sus ramas retorcidas. De los nopales y lechuguillas salían ardillas y juancitos. De repente saltaba una liebre orejona o algún coyote, y en el cielo, volaba algún gavilán en busca de caza. Los zopilotes daban cuenta del cadáver de una res. El desierto, muerto en apariencia, está lleno de vida que se disimula entre los tonos ocres de su territorio. Las víboras de cascabel aquí son amarillas 128

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como la arena y no negras como las de la sierra que se esconden entre la hojarasca seca de los encinares que vuelven la tierra oscura. Pasábamos por un lugar donde empieza la sierra de San Pedro o termina en ese sitio de tajo y de golpe, llena de cortes, de piedras heridas. Un borrego cimarrón, mou pilkuyak, le dicen los kiliwa, con su cornamenta enroscada y su pelaje dorado estaba sobre un risco. Al vernos echó a correr entre las peñas. Seguimos caminando, en silencio, hasta don Pifas había dejado de cantar. El camino era largo, sediento, con el sol encima de nuestras cabezas o en la espalda. Aves de rapiña partían el cielo con sus chillidos, no había ningún cuervo, de seguro estaban en su reunión de brujos. El sol se ocultó entre los picos rocosos de San Pedro Mártir. La luz declinó, pero luego de pasar una colina chata, Malaquías dijo: “Hemos llegado”. Era un sitio entre las rocas que formaban parte de la sierra, una rinconada con aguaje grande y un mezquital que daba sombra. Había cardones, ocotillos, mezcales y lechuguillas. Un poco más allá, un nacimiento de aguas termales, sulfurosas; y aún después, sobre un montón de piedras estaban cientos de cuervos: ¡La reunión de brujos!

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Eran los que habíamos visto por la mañana de ese día. Descansaban sobre las piedras, sobre los mezquites, cardones y choyales. Parecían vigilantes, como si aguardaran por alguna cosa o esperaran por alguien. Los restos de la luz del día los hacía parecer fantasmas. Nos quedamos callados por un momento, mirando el espectáculo; además, desde los cuervos nos llegaba un aroma muy pesado, cargado de oscuridad y malos presagios. ―Miren –dijo Malaquías– ¡Nos están esperando! ―¡Cuidado con lo que hablan! –exclamó don Pifas con expresión de alarma– La piel de la tierra está muy sensible, ¿no lo sienten? ¿No perciben el aire pesado, espeso? Duele respirar –agregó–, es mejor quedarnos callados. Descarguen los burros y pongan los tendidos, lo mejor es irnos a dormir, que ahorita andan sueltos los espíritus de la tierra, no vayan a golpearnos con sus aires. Rápido, vamos a echarnos al suelo. Desmontamos y soltamos la carga. Cada quien se hizo cargo de su tendido y nos echamos en ellos. Un adormecimiento muy pesado nos golpeó los ojos, nos quedamos dormidos y nos invadieron los sueños. La

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noche se hizo tan larga como semanas, las historias fluían detrás de los párpados. Me vi frente a un altar de piedra cubierto de manteles finos. Un cáliz de oro resplandecía en el medio y un sacerdote muy viejo oficiaba misa con letanías que se repetían en murmullos que chocaban las paredes. Los clamores se convirtieron en cascabeleos de serpiente. Iba a estallar mi cabeza por el sonido, y todo resplandeció con luz blanquísima; hería los ojos, nos transformaba en soles. El sacerdote se convirtió en Malaquías y don Pifas en el acólito, que levantaba las vestiduras sacerdotales al tiempo que sonaba las campanillas y movía un incensario. La claridad se tiñó de humo y el olor llenó la iglesia. Cáliz en mano, Malaquías se acercó a mí a darme de beber bacanora y me puso una hoja de yerba en la boca. “Come y bebe mi esperanza”, dijo “y sabrás mi secreto”. La iglesia estaba hecha de barras de oro cubiertas de barro y capas de cal. Todo era de oro por adentro. El sacerdote anciano lloraba sangre, crucificado en una cruz de piedra, y un cura más joven le abría la carne a latigazos. Pronunciaban al revés las palabras, de atrás para delante, de ayer a hoy, en espirales. Todo resplandecía de oro, al alcance de mi mano; era cuestión de rascar las La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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capas de cal y barro. Desperté porque el sol me pegó a media cara, don Pifas y Malaquías no estaban, los cuervos tampoco. Me levanté con punzadas en la cabeza, me tronaban las sienes, me sentía mal. Mi cabeza estaba llena de una bruma que enredaba mis pensamientos, los escondía, los hacía espesos y confusos. No me acordaba por qué estaba en aquel lugar. Sólo recordaba los cuervos y que Malaquías y Epifanio Dueñas andaban conmigo. Sentí un temor muy fuerte que me hizo sudar frío. Luego de orinar y vaciar las tripas, fui a ver el campo y me encontré con restos de la lumbrada, el café aún caliente y una olla con frijoles cociéndose en las brasas. Andarían por ahí el par de viejos sarnosos. Esperaba que no anduvieran lejos. Bebí un pocillo de café y comí de un guiso que dejaron para mí. Mientras comía, llegó hasta a mí una guasanga de voces y paladas en la arena. El viento traía la bulla, pero luego se alejaba, se hacía chiquita, desaparecía. Terminé de comer con la intención de salirlos a buscar. Al poco caminaba en medio de aquella tierra amarilla y pelona, barrida por un viento que soplaba desde el mar lejano. El sol subía por el cielo y empezaba a calentar y el viento seguía trayendo las voces y las paladas de 132

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arena y luego se las llevaba. Era difícil adivinar de dónde venían, pero suponía que debía caminar para donde salía el sol. Era un plano grande, amarillento, con ramajes secos aquí y allá, algunas nopaleras y mezcales. Se alzaba un cardón o un ocotillo con sus brazos levantados hacía el cielo. Un vaho caliente brotaba de la tierra arenosa y cubría a la planicie con una bruma que lo volvía borroso. El viento seguía acercando y alejando la alegata de voces, parecían discutir. Empezó a picarme aquella curiosidad malsana, las viejas dudas a supurar pus negra y sentí la rabia sorda que me golpeaba cada vez que pensaba que los viejos iban a ganarme el oro. Eché a andar más aprisa, apurado como si me correteara el chamuco. Apareció un punto negro en la lejanía. Se acercaba. Pensé que sería alguna res desbalagada, pero al tiempo descubrí que era un hombre, cuya figura oscura parecía venir derechito a mí. Me detuve a esperarlo. Primero, la lejanía hacía su imagen borrosa, parecía un espejismo como los que se forman en las carreteras, largas y rectas, pavimentadas. Se acercaba y se alejaba, al compás que la habladera iba y venía. Empecé a sudar frío. La figura y las voces daban vueltas alrededor, el sonido de la arena me

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estallaba en la cabeza. Sentí que paleaban polvo sobre mi cadáver. El hombre se detuvo justo frente a mí. Me clavó los ojos durante un rato. Pude ver el polvo del camino, el sudor que goteaba de su frente convirtiéndose en lodo. La barba negra salpicada de canas, las ropas oscuras, el sombrero grasiento cubriendo los cabellos apelmazados, los zapatos gastados, la vieja mochila al hombro, la pala en la espalda, la batea colgando. “Otro gambusino”, pensé. ―¿Me estabas esperando? ―La verdad, sí. Me detuve a esperar, al ver que alguien se acercaba. ―No ahora, ¿Me esperabas desde antes?– insistió. ―No, no espero a nadie, más bien busco a alguien. ―Los cuervos me dijeron que viniera para acá, que alguien me aguardaba. ―Debe de tratarse de Malaquías Verduzco o Epifanio Dueñas– dije aliviado.

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―No, esos no me esperan. Ellos son caminantes como yo. Buscamos lo mismo. A veces me topo con ellos y platicamos. Cuentan mentiras divertidas. La pasa uno bien con ellos y me ayudan con piedras para el camino. ―¿Con piedras?– pregunté. ―Los caminos se construyen con piedras– dijo al tiempo que sacó un cigarro a medio fumar del bolsillo del saco. Lo encendió y le dio dos tres chupadas largas que se metió hasta dentro del pecho. Lo dejó salir y me cayó todo el humo en la cara. Olía a tabaco rancio y a dientes viejos. No pude evitar hacer de lado la cara. ―Eres delicado, no te gusta el olor de los caminantes. ―¿Olor de caminantes? –repliqué– A mí sólo me llegó una peste a humo rancio y hocico hediondo. ―¡Ah, qué tú! Se ve que no eres hombre de andar. Seguro no llevas ninguna piedra –dijo antes de darle otra chupada al cigarro y volverme a echar el humo en la cara–, ¿no sabes que las piedras es lo más importante para recorrer el camino? ¿No te lo ha enseñado Malaquías?

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―Ese loco cuenta puras patrañas, ¿qué cosa buena puede enseñarme? ―Debes aprender a escuchar los mensajes escondidos en sus exageraciones. ¿No tienes un trago de agua? Traigo mucha sed. Le di de beber de mi cantimplora. El hombre no me dejó una sola gota. ―Traía sed, amigo. ―Sí, mucha; el camino es largo y la libertad está muy lejos todavía. ―¿La libertad? ―Sí –contestó– ¿para qué otra cosa se camina entonces? ―Para buscar oro, para qué más. ―¡Ah, qué tú! –dijo con una risa a medias– Encontrar oro es para irla pasando; sólo para eso sirve, y para pagar putas, trago y cigarros, nada más. Lo importante es lo otro, lo principal. ―¿Lo otro? –pregunté con la esperanza que supiera algo de la misión perdida– ¿Qué es tan importante y tan principal? 136

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―Eso sólo se sabe al andar el sendero –contestó y se quedó mirando a un punto incierto del paisaje–. Son cosas que un hombre debe encontrar solo. ―¿Qué? ―Libertad, ¿acaso hay algo mejor? Mira, voltea a tu alrededor: ¡Todo es mío! ¡Soy dueño de todo! ¿Lo dudas acaso? ―¿Piedras pelonas, choyales, nopaleras, sabandijas? ¿Ésa es tu riqueza? Toda esta tierra seca y sin nada ni siquiera agua. Camina en medio de esta soledad y te mueres de sed si no te muerde primero una víbora de cascabel o te insolas– le contesté en defensa de la claridad de mi pensamiento que empezaba a embrollarse como un nido de ratones y me desviaba de mi meta: el oro de Fray Bruno de Montejano. ―¡Ah, qué tú! Mira, no me he muerto y me la vivo recorriendo el desierto. Jamás me ha faltado el agua. Esta tierra es generosa, muy dulce en su aridez, sólo hay que saber buscar y ya sabes: “El que busca encuentra”– y empezó a ventear la brisa como si fuera animal del monte. ―De seguro has de ser mestizo de berrendo, esos que nunca toman agua. De tanto andar entre las La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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piedras ya se te pegó; al rato sólo comerás lechuguillas, cardones y choyas igual que ellos. ―Todo se aprende en el desierto, aquí no pasas ni sed ni hambre ni pasas frío ni calor ni los vientos te tumban ni los rayos; tampoco te hacen daño las tormentas que caen. Encuentras más piedras para construir el sendero que en ninguna otra parte. ¡Mira, ve, aprende a mirar en las sombras del desierto! Las sombras hablan una lengua misteriosa, conocen la ruta, te guían a través de la penumbra de los días– y se quedó mirando las sombras errantes de las nubes cuando pasaban por el desierto. ―Bueno, ¿y a dónde te lleva tu dichosa travesía?– pregunté ya de plano para seguirle la corriente. ―A dónde ha de ser: a la misión perdida de Santa Inés, allí merito llegas, ¿no lo sabías? ―No, no lo sabía, pero ya que nos encontramos frente a frente, tienes qué decirme cómo se llega a la misión perdida de Santa Inés. Dímelo, gambusino. ―El camino te lleva directo a la misión, pero este camino no se encuentra, se construye; las que se

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encuentran son las piedras y tú no tienes ninguna, muchacho. ―¿Cuáles piedras, cuál camino? Estás más loco que Malaquías y don Pifas. Tanto sol, tanta piedra, tanta sed y tanta hambre terminan por chamuscarles el cerebro. Debería irme de aquí antes de que termine igual de desatrampado que ustedes. Estaba desesperado y confundido, pero pensé que aquella no era la mejor idea; nada sería posible para mí sin el oro de la misión, que por lo visto, cada vez tenía más pruebas de su existencia y para muestra, tenía, en aquel momento, a ese loco enfrente de mí. ―Pensándolo bien, deberías decirme cómo llegar a la misión. Vayamos a buscarla y vamos a partes iguales con el oro, ¿qué dices? Las carcajadas se esparcieron por el viento, fueron a chocar contra las piedras y regresaron a mis oídos, así la burla fue doble. Me sentí indignado, nunca podía ganarle a un gambusino viejo ni podía comprender sus misterios, sus palabras a medias, descabelladas. “Puras loqueras”, me dije, “pero no puedo dejar de creer en ellas. Estos viejos son como los borrachos y los niños”. Se estremecía de risa, se La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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agarraba la panza, se puso rojo de tanto reírse y yo parado frente a él como un tonto. “¡Ay, si estos viejos no tuvieran la gracia de hacerme sentir tan bruto!”. ―Es mejor que me vaya, ¡Ah, qué tú! De veras que estás pendejo –y volvió a soltar la carcajada y a estremecerse por tanta risa.― Mejor empieza a juntar piedras y construye tu camino. ―¿De cuáles piedras sintiéndome igual de loco.

junto?–

pregunté

―Ellas te encontrarán a ti, te gritarán cuando pases, pero tienes que saber su lengua, su idioma –y se echó a andar–. Es hora de que vaya a buscar a mis putas con el chino Siu, me han de estar esperando. Adiós, por ahí nos encontraremos en otro cruce de caminos y espero que para entonces tengas muchas piedras. Lo vi alejarse. El viento movía su saco negro, la pala y la bandeja de gambusino chocaban entre sí con cada paso. Sentí pena en la mitad del pecho, pero no supe si por el viejo o por mí. Sentí un impulso y grité: ―¡Qué te vaya bien! Pero nunca me dijiste cómo te llamas.

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―Nicanor Arce, el Cuervo, de profesión gambusino. Las palabras revolotearon como alas negras en el viento y llegaron a mí. “El Cuervo”, dije, “me parece que los viejos roñosos lo mencionan cuando hablan de sus cosas. Sí, es de los mismos, gambusino, loco y andariego, y para allá voy que vuelo si no encuentro ese maldito oro”. Desanduve el camino. El rumor de voces se alejaba, creí que era mejor regresar al campo, aquel par de locos quién sabe en dónde andarían aquellas horas. Era tarde, el sol bajaba por el cielo, palidecía. Preferí poner cuidado a las piedras, quien quitaba y alguna me pegara un grito, pero nada pasó: las piedras estaban mudas, quietas como almejas cerradas, no podía abrirla si no era a golpes. Hice el intento y quebré una que me pareció que tendría algo dentro, pero no había nada en ella, nada, sólo aquel olor seco que salía de las piedras rotas, sólo eso. Llegué al campo cuando el sol estaba por esconderse detrás de los cerros de la sierra, así que con esta claridad alcancé a encender la lumbre. Hice unas pocas de tortillas y asé un trozo de carne seca de La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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venado, lo acompañé con los frijoles que ya estaban cocidos y con una taza de café recién hecho. Me senté a comer sobre una piedra que daba al oriente, en aquel momento el sol se escondía detrás de los montes, y la luna salía sobre el límite del desierto de San Dimas. Se veía enorme, redonda, enrojecida. Un movimiento exacto como de reloj: en el plenilunio, al meterse el sol, sale la luna. Lo mismo pasaba al amanecer, pero de modo contrario: el sol salía por el oriente y la luna se metía por el poniente. En ambos casos, la luna tenía un tinte rojizo o sonrosado, pálido, como si se dispusiera a dormir al atardecer, y si recién se levantara del sueño al amanecer. Había visto eso muchas veces, Malaquías me explicó que esto pasaba el día que llenaba la luna, porque los astros se movían en el cielo con movimientos mecánicos y exactos como si formaran parte de un reloj y se lo había enseñado… ¿quién? No recordaba quién, hablaba tanto el carajo viejo, que terminaba enredándome los sesos. Me quedé mirando un buen rato a la luna, hasta que alta en el cielo, brillaba como charola de plata. Esa noche no me dejaron dormir los coyotes en un concierto de ladridos que enchinaba el cuero. Parecía que todos los coyotes del desierto ladraban al mismo 142

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tiempo, como si le cantaran o contaran sus cosas a la luna. Pensé en Benito Peralta, pa ipa de Santa Catarina; contaba los cuentos de su gente, los pa ipá; habían andado por estas tierras, habían existido y no eran un sueño que se olvida para convertirse en secreto de los peñascos. Benito Peralta sabía de los misterios de las piedras igual que los gambusinos locos, parecían andar la Baja California y tal vez otras partes. Contaba un cuento que se llamaba Pa Yuu Bchay, Hijas del Tecolote. Lo escuché una vez que anduvimos prospectando oro en Santa Catarina. Sentados alrededor de una lumbrada, fumando y tomando café. A lo lejos empezó a ladrar una manada de coyotes y el pa ipá dijo: ―Esta es historia de mi gente; de un coyote muy enamorado, que por andar detrás de las mujeres le pasó algo muy malo, ¡pobre coyotito! Hace mucho tiempo, en había seis muchachas muy bonitas y detrás de ellas andaba un coyote; que como era muchacho, les decía muchos piropos. Pero un día las muchachas, enfadadas del coyotito, se escondieron de él en el cielo. El coyote las perdió de vista y anduvo buscándolas días enteros, por todas partes. Deseaba saber qué había pasado con ellas. Un día escuchó que le gritaban, pero no supo de dónde venían los gritos. Volteó para arriba y se dio La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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cuenta que las muchachas le gritaban desde el cielo. Allá estaban las Hijas del Tecolote, las seis juntas brillando. Pensó en qué podría hacer para subir hasta ellas y al no encontrar solución se quedó parado, muy triste. Las muchachas lo vieron y le mandaron un cinto desde allá, para que lo agarrara y ellas lo pudieran subir. El muchacho subió y subió en un viaje que duró muchos días. Cuando vio que ya estaba cerca, les gritó a las muchachas: “¡Jalen más rápido para llegar pronto!” las muchachas jalaban y jalaban y cuando estaba a punto de alcanzarlas, estiró la mano; pero una de ellas soltó el cinto y ahí va para abajo el pobre coyotito. Bajó y bajó y bajó hasta que se quedó seco. Cuando cayó en el suelo era puros huesos que se desparramaron por la tierra. Estaba muerto. Pero aquí en la tierra el coyote tenía una abuelita que tenía tiempo buscando a su nieto y no lo encontraba, hasta que topó con los huesos y dijo: “Estos huesos son los de mi nieto, no hay de otra”. Se puso a recogerlos hasta hacer un montoncito con ellos. Los molió y con el polvo hizo muchas bolitas que puso en una olla de barro. Las tapó y se puso a llorar la noche entera; de madrugada escuchó los ladridos de muchos coyotes. Se quedó sorprendida pensando en que su nieto era el único coyote y estaba muerto, pensaba ¿de dónde 144

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habría salido tanto coyote? y fue, sin llorar, a asomarse a la olla que encontró vacía. El polvo de los huesos había escapado de la olla formando muchos coyotes que se desparramaron por toda la tierra; y por esto hay coyotes en el mundo. De no haber pasado no conoceríamos a los coyotes. Salieron de los huesos y poblaron la tierra. Se quedó callado por un rato, como si mirara dentro de su cabeza. Le dio un sorbo al café y prendió un cigarro; dio una chupada larga y añadió: ―Si no fuera por ese coyote joven y enamorado, no andarían estos ladrando por ahí en el monte. Pero, ¡ah, qué muchachas tan malditas! Hay unas mujeres muy malditas, capaces de matarlo a uno, ¿verdad, Malaquías? ―Así es Benito; mujeres muy malas, sí, capaces de desollarte vivo o de caparte, como una mujer capó a un hombre una vez hace mucho– dijo Malaquías dispuesto a empezar una más de sus historias. ―Mejor no me cuentes Malaquías, vale más que ni cuentes eso— lo paró en seco el paisano a sabiendas de dónde iba a parar la plática, que era preferible no traerla a echarnos a perder la noche con tanta maldad. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Tendrás razón, Benito, tendrás razón. Es mejor no acordarse de cosas tan feas. ¡Pobre hombre! Yo lo conocí– terminó de contar Malaquías, aguantándose el deseo enorme por entrar en detalles de aquel suceso, como lo es el hecho que un hombre pierda los compañeros, y todo por culpa de una mala mujer.

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8. Conozco esta tierra como a mis manos. Cada vereda, una arruga. Cada cerro, un callo. Cada cauce seco, una cicatriz. Sé cuando el viento se enoja y cuando al cielo le da por llorar. He aprendido la lengua de las piedras que me cuentan lo que guardan sus entrañas. El mismo lenguaje de los cuervos que abren el cielo, de coyotes que esconden sus ojos de oro detrás de matorrales; víboras que duermen bajo piedras y del viento zumbando entre las ramas. He aprendido a escuchar la voz de la península; voz profunda y rocosa que brama entre los cerros. He aprendido sus secretos. Vago por caminos solitarios en busca de chispas de oro, que a veces brotan en el polvo o se esconden en el lecho de los arroyos. Las busco en cañadas profundas, entre las aguas que muestran sus secretos. Mi vida es buscar, hacer caminos de piedra y arena, para encontrarme con el llanto dorado de la tierra; porque la tierra llora y sus lágrimas ruedan debajo del suelo. Aprendí el lenguaje de la península, las palabras que ella y yo utilizamos para entendernos en el silencio. Lo que no se dice frente a los que no comprenden, tan grande su ignorancia. Dicen que soy un viejo para entretener a la gente en días lluviosos o en noches largas La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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del invierno. Qué poco saben, qué poco imaginan, qué poco ven. Tienen ojos y no ven más allá de su sombra. Oídos y sólo escuchan palabrerío sin sentido. Nariz y lo único que olfatean son los olores de sus tripas. No han descubierto que el oro huele, el agua canta, las ramas guían y las piedras cuentan historias. Creen que sólo soy un embustero y se ríen de mis relatos. Nadie ha descubierto el sitio en donde la realidad se desvanece y se abre el paraíso, donde el llanto de la tierra fluye, donde comprendes quién eres y a qué has venido. Por esto abro veredas, quiero encontrar ese lugar. Me quedé solo en este mundo, sin nada que me arraigara a ningún sitio, cuando era un chamaco apenas entrado a la adolescencia. Me dio cobijo un viejo gambusino llamado Patricio Recio; originario de la Sierra de Durango, se había venido a trabajar a las minas de El Boleo en Santa Rosalía al sur de la península. Le decíamos don Patricio; un hombre muy flaco, muy blanco, con ojos color aceituna. Pronto perdió la claridad de la piel que traía de su Durango natal. Decía ser originario de un pueblo diminuto, llamado Canelas, escondido entre montañas cubiertas de pinos, arroyos y huertas de frutales, donde todo era humedad y el color verde se reflejaba hasta en los ojos 148

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de la gente. Contaba que allí nacían las mujeres más lindas de Durango y que allí estaba enterrado todo el oro de la sierra, cada noche contaba la historia distinta de un entierro. Así llamaba a los tesoros ocultos: entierros. Yo lo escuchaba fascinado; en mi soledad y abandono me acogí a la guía del viejo por no saber qué hacer ni a dónde ir y, además, porque fue la única mano que se tendió para ayudarme. Ignoro si hubiera habido para mí un mejor destino que éste, pero hasta la fecha, jamás me he arrepentido de haberme convertido en caminante, andariego; un gambusino que busca en las entrañas de la tierra; un hombre cuyos ojos aprendieron a ver entre las sombras y a escuchar los misteriosos murmullos de la tierra, porque sé que tiene su corazón en un lugar secreto. Lo sé porque lo he soñado: la caverna donde palpita el sentir de la tierra. Una gruta cubierta de cristales de cuarzo amarillo, que resplandecen con el sol interno de la tierra: corazón palpitante y amoroso de nuestra madre, donde se generan y confluyen todos los manantiales. Entrar allí es privilegio de unos cuantos y sólo se va en sueños. Son muy afortunados los que tienen este sueño: son los hijos favoritos de Tonantzin, como un día me dijo un hechicero nahua que se llamaba la Madre Tierra: Tonantzin, Nuestra Madre. Desde ese La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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día, así la llamo: Tonantzin, algunos dicen que era el nombre secreto de la Virgen de Guadalupe; los aztecas habían disfrazado a Nuestra Madre de virgencita católica, para seguir venerándola sin problemas. En el camino se escuchan muchas cosas y se aprenden otras tantas. Los senderos se cruzan y te encuentras con otros caminantes que comparten sus conocimientos. Entre nosotros no hay egoísmos, sabemos bien que la sabiduría es una fuente de la que todos podemos beber. Don Patricio era muy platicador, a veces se reía de mi ignorancia. Debo haberle costado al viejo sus buenos corajes. Crecí sin la mano dura de un padre, sólo con la mano blanda de mi hermana Rosalía que en mala hora me robó un franchute. Aún me duele mi hermana. A veces la sueño y me pregunto: cuál sería su fin. Espero que su vida haya sido feliz, que no le haya faltado nada por conocer como mujer, como hembra; porque hay algunas mujeres que la vida sólo se les da a medias, que la pasan marchitas y consumidas como flores olvidadas. ¡Ah, las mujeres! Son el jardín de la vida, el paraíso de los hombres, aunque hay algunas, y muchas para desgracia nuestra, que son demonios: convierten paraíso en infierno, es cuestión de suerte. Yo 150

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no me quejo, probé la miel y olí el perfume de muchas que ahora me acompañan en sueños y sus recuerdos me arrullan. Soñar es otro misterio, se aprende a viajar a los puntos donde convergen las realidades. Cuando sueñas viajas a una realidad paralela, a lugares que existen sobrepuestos a este mundo que es creación de los ojos y la mente. En los sueños aún anda don Patricio, a veces lo veo, me lo encuentro en las encrucijadas y me cuenta nuevas historias, secretos de los caminos por los que ahora transita; allí todos convivimos en paz, sin ignorantes que descompongan la armonía que debe reinar en la vida. Allí todo resplandece, brilla, existe, todo es posible. Un día conocí a las sirenas, desde entonces he deseado volver a ver alguna, pero casi no bajo al mar. Por los caminos de los sueños nos encontramos los caminantes, los gambusinos: don Patricio, al gambusino que lo enseñó a él y todos los demás que nos dejaron su herencia como de padres a hijos, ¡una cadena de eslabones de oro! El oro, la búsqueda del oro, esto también hay que entenderlo y ser cuidadoso. La tierra es generosa y a veces nos muestra sus maravillas, así como las mujeres, cuando quieren, se alzan la falda y nos muestran lo que La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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nos gusta. Igual es la tierra, al fin mujer, da sólo cuando quiere y en esto reside la prueba, la interrogante, las decisiones: ¿Qué debe hacerse con el oro y para qué sirve? Descubrir la verdad escondida en esta fortuna, es el fin último de un hombre; muy pocos aciertan en lo correcto, muy pocos. Los gambusinos somos una raza aparte, terminamos fragmentados en arena, en polvo, desaparecemos, dicen. Aún no he visto la tumba de un gambusino. Nunca he encontrado la lápida que dice aquí yace Patricio Recio, gambusino de profesión; todo son decires; yo aún ando por el camino buscando, construyendo mi propia senda con pasos de piedra, buscando mi libertad. Sé que llegará el momento en que pueda ser y no ser, estar en todas partes al mismo tiempo; en que pueda ser niño, adulto y anciano, y desentrañaré los misterios del tiempo y por fin seré libre por voluntad propia. Fueron muchas historias las que me contó don Patricio Recio, la de don Galación Herrera, de don Conrado Peña, de la piedra del cerco, el entierro de la Piedra de los Parajes, las cuarenta mulas cargadas de plata del indio Rafael, la del Real de Pilones, la de San Miguel del Cantil, la de Heraclio Bernal y muchas más.

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Pero hubo una sobresaliente y lo curioso era que no sucedió en Durango, pasó aquí en la península. Don Patricio en su natal Durango era minero, como lo era aquí en sus primeros días en Santa Rosalía. Se había venido a las minas de El Boleo junto a muchos sinaloenses que vinieron a trabajar a Baja California. Por aquel tiempo andaba de vago por el estado de Sinaloa, se había ido a seguir a una mujer hasta allá, que a fin de cuentas, resultó casada. Decepcionado se vino para acá en busca de otros aires. Cuando llegó, embarcado desde Guaymas, se quedó impresionado por la aridez del paisaje. Fue un par de manos más para los patrones franceses, y así anduvo hasta que topó con Eliseo Domínguez, viejo flaco, carcomido por el sol y el viento, como todos los gambusinos y le llenó de pájaros de oro la cabeza. Yo conocí a don Eliseo cuando estaba tan anciano que su cuerpo parecía una rama seca, doblada y marchita. Siempre que lo veía me asaltaba la pregunta ¿Y ahora qué sigue?, porque el andar entre gambusinos era esto: ¿Ahora qué sigue? Siempre algo nuevo que perseguir, arenas que prospectar y muchas chispas de oro por encontrar. Pronto intuí que debajo de aquella búsqueda había otra que no era visible a simple vista, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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que se ocultaba en las medias palabras, en las miradas, en las rutas a seguir, los lugares a llegar, había un misterio en todo. Don Eliseo y don Patricio conversaban a media voz muchas veces y siempre cuando suponían que yo dormía. Pescaba palabras sueltas, nombres, hechos, pero nada me quedaba claro, nada, sólo aquel misterio que estaba seguro, guardaban las piedras en su interior. Empecé a quebrarlas, las más gordas y compactas. Las abría pero sólo encontraba su seno limpio, primitivo como agua cuajada, y el olor seco y sobrio llegaba a mi nariz. Me gustaba aquel aroma tan simple, me llenaba los pulmones y me despejaba la cabeza. Pronto descubrí que las piedras sufrían cuando yo las abría sin otro propósito que destriparlas como los médicos destripan a los muertos para ver qué tienen dentro. Empecé a escuchar sus lamentos, su dolor y me di cuenta que no era necesario abrirlas, que tan sólo tenía que aguzar los oídos para escuchar. Aprendí a oírlas, después a entenderlas. Terminé conversando con ellas. Las veredas de los gambusinos son largas y silenciosas; a veces la única compañía son las piedras y qué compañeras tan agradables, sabias y divertidas, aunque no dicen todo, no son como las bolas de cristal de los videntes. Las piedras son sabias, enseñan. No 154

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resuelven, guían; y creo que su enseñanza más bella es la libertad, con ellas aprendes a romper las ataduras, los apegos, las tristezas, todo aquello que hace la vida de los hombres un camino equivocado. Con las rocas uno conoce la luz de la libertad. Soy un hijo de las piedras. Algún día mi alma se esparcirá en el aroma seco de las rocas. Seré peñón de mar y desierto, cardón, choya y lechuguilla, cuervo volando en el cielo, arena danzando con el viento, espuma de ola y amante de sirenas. ¡Ah, las sirenas! Si los hombres conocieran a las sirenas. Si abrieran los ojos y vieran entre las olas, descubrirían sus cuerpos de pez de escamas nacaradas, sus cabellos de espuma y su piel de perla. Las sirenas son bellísimas, pero tienen un secreto, el misterio más exquisito que un hombre puede descubrir lo tiene el cuerpo de una sirena: su sexo como anémona palpitante, mordelona, con pétalos que lamen como lenguas y dientecillos que te hacen llegar a siete paraísos. Es imposible coger a una sirena porque ella te coge a ti, te devora, te exprime, y en ella dejas media vida, pero vale la pena ponerte en ese extremo: ¡Ves a Dios! ¡La Gloria llena de ángeles, santos y vírgenes! Pero, ¡ay!, tienes que ser cuidadoso, su canto es peligroso; pero no es el peligro más grande, lo es probar su leche. El que toma leche de sirena queda La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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atrapado en la arena por toda la eternidad y será liberado hasta que el arcángel Gabriel toque su trompeta el Día del Juicio Final. Esto me lo contaron las rocas de la playa, muy creyentes de las viejas escrituras. Yo me cuidé mucho de gustar los pezones de la sirena que amé, porque un hombre sólo puede cohabitar con una de ellas, sólo una vez en la vida; no hay hombre que lo resista dos veces, por esto, los gambusinos nos hacemos viejos y encorvados pronto, por causa de las sirenas. Este es un secreto muy bien guardado, nadie lo cuenta, es un tesoro que se encuentra al andar el camino, y te acompaña el resto de tu vida. Sí, mi camino me ha llevado a conocer maravillas. Era un muchacho cuando topamos con don Eliseo en un cruce de caminos. Esa noche acampamos juntos y dejamos que el sueño se acercara a nosotros en medio de aquellas pláticas largas que sucedían junto a la lumbrada. Nuestras caras brillaban enrojecidas por las llamas. Bebíamos un cocimiento de poleo que, para nuestra buena suerte, habíamos encontrado por ahí. ―¿Ya hablaste con el muchacho de la misión perdida de Santa Inés? ―No, Eliseo, no lo hago aún. 156

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―Pues deberías. Creo que ya está listo. ―Tienes razón, ya entiende la lengua de las piedras. ―Vale más que empieces. Don Patricio se quedó callado un momento. Dio un sorbo largo a su bebida y encendió un cigarro. Se tomó su tiempo, parecía que no sabía cómo empezar aquella historia que me tenía en ascuas. ―Esta tierra –empezó– ha sido muy dura para los europeos que vinieron con la intención de apoderarse de ella, porque andaban buscando oro. Decían que para propagar la fe católica, pero no era cierto, querían oro. Guardó silencio y se quedó mirando en la oscuridad como si viera aquella historia en el cuero de la noche. Tomó poleo y le dio otra chupada al cigarro para agarrar aire. ―Esto que cuento lo dice la gente y no los libros. En los libros todo está bonito, bien; los europeos son los buenos y los indios los malos. Según ellos nos vinieron a redimir, a salvarnos, pero querían riquezas, tierras, digan lo que digan. Se contaban historias que La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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había ciudades de oro y que por aquí había una isla de amazonas. Esto era lo que querían, lo que buscaban, el sueño de curas y militares. No niego que los habría buenos, justos, algunos, sí, pero la mayoría soñaba con oro. El primero en llegar fue Hernán Cortés –continuó después de una respiración profunda y sentida–, llegó a La Paz. Después vinieron otros, pero a todos los derrotó el calor, el hambre, la sed, el desierto y los nativos. Hicieron varios intentos de conquistarla pero fracasaron. Exploraron la península, que creyeron isla en un principio, hasta las costas de la Alta California. Estos fracasos no duraron para siempre; habían de venir los frailes negros y ellos sí tuvieron éxito. No voy a entrar en detalles, no tiene caso. Lo que sí diré es que transformaron la vida de los naturales que antes de ellos, eran libres, desnudos y fornicadores. Los curas les metieron la idea del pecado, mala cosa; los bautizaron, los vistieron, los pusieron a trabajar para ellos y los contagiaron de sarampión y viruela. Los indios murieron por miles. Se acabaron, se murieron. Nomás quedan unos cuantitos en la parte norte de la península y también se están acabando, porque se quedan sin su territorio original. ¡Pobres indios! Los curas si pudieron con esta tierra inhóspita, construyeron misiones para 158

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evangelizar a los indios y enseñarlos a vivir al modo europeo. Los indios qué sabían de eso, estaban acostumbrados a vivir al día, sacaban qué comer y el resto era para pasarla bien, cantar, bailar, conversar, ayuntarse, lo bueno de la vida. Los frailes llegaron y les impusieron sus costumbres, otra lengua, otras creencias y les prohibieron las propias. Los dejaron desprotegidos y les enseñaron el trago. Pero los curitas entre evangelizaciones, mandamientos, enseñanzas de una nueva vida, pronto descubrieron que en esta tierra había oro y en los mares, perlas, y pusieron a los indios a sacarlos para su beneficio, para el rey de España, decían, para el papa. Don Patricio se detuvo unos instantes, le dio otro sorbo al poleo y otro jalón al cigarro. Sostuvo el humo dentro por unos instantes y luego lo dejó salir por nariz y boca con fuerza; su cara reflejó satisfacción, agrado, bienestar. Luego, cruzado de pierna sobre una piedra, continuó: ―Luego de un tiempo, por envidias o no sé qué cosa, los frailes negros fueron expulsados de la península. Como la península no podía quedar desprotegida, vinieron otros a continuar el trabajo misional de los frailes negros, primero vinieron unos La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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curas que no duraron mucho tiempo aquí, luego, luego arrancaron para el norte que no es tan seco y duro como el sur. Allá fundaron muchas misiones que ahora pertenecen a los gringos, pero que en aquellos tiempos pertenecían a la Nueva España porque no éramos México todavía. Luego vinieron otros curas y esos sí que hicieron de las suyas. Construyeron las misiones de adobe y ponían a trabajar a los indios como si fueran bestias. Los frailes negros dejaron misiones hechas de piedra, fuertes, bellas, pero estos frailecitos de hábito pinto, las hicieron de barro. Eran frailes huevones, más interesados en sacar provecho de la indiada que en hacerlos cristianos. Aún los viejos se acuerdan de tantas cosas, de los castigos y los golpes. De cómo los cazaban como bestias salvajes y los traían cabestreando de los caballos como reses broncas. Los encerraban en las misiones y después a darle con el azadón, la pala y el talacho. Tuvieron que aprender a sembrar a fuerzas. También los enseñaron a vaquerear, aunque esto les agradaba mucho más, porque les gustaba montar, lazar y herrar reses, en esto, eran más libres. Los curas no los dejaban acostarse con quien les diera la gana. Ellos estaban acostumbrados a meterse unos con otras, eran libres, para ellos estaba bien hacerlo con quien les 160

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viniera en gana y cuando les diera la gana, pero esto para los curas era pecado; ¡pobres indios, los encerraban en cuartos separados porque era malo lo que para ellos siempre había sido bueno! En fin, para qué hacer largo este cuento que está lleno de puras tristezas. Volvió a dar un sorbo muy largo de poleo y le dio otra chupada al cigarro, que por estar hablando tenía una pavesa muy larga que colgaba hasta sus dedos. ―Los frailes negros fueron los primeros en levantar misiones en la península, pero algo pasó que los expulsaron de México. Los curas lo supieron antes y tomaron precauciones. Construyeron una misión en un lugar de muy difícil acceso, en la parte más alta. Llamaron a este sitio la misión de Santa Inés de la Sierra. El encargado de estos trabajos era Fray Bruno de Montejano y la intención era resguardar todos los tesoros que habían acumulado durante el tiempo que estuvieron en la península, que a pesar de la aparente pobreza del terreno, les brindó buenas ganancias de oro, perlas y piedras finas, que decidieron esconder en esa misión a la que regresarían cuando fuera oportuno, y de incógnito.

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La mayoría de los frailes negros eran hombres piadosos, entregados al servicio de su ministerio, aunque no todos; los hubo que explotaron a los indios, los azotaban para hacerlos trabajar como bestias de carga y se echaban al plato a las indias más bonitas. Fray Bruno de Montejano era uno de ellos. El resto de los curas sabían de esta manera de ser de fray Bruno y para que no se saliera de sus cabales y abusara mucho de los indios hicieron que lo acompañara un cura ya viejano, muy prudente y de carácter tranquilo, que se llamaba Fray Antonio Espinoza de los Monteros. Prepararon a los frailes con buenas provisiones, bestias suficientes, ganado de todas clases, herramientas, soldados de cuera, y un buen grupo de indios con todo y mujeres, con la consigna de regresar cuando la misión estuviera terminada y funcionando; lo que quería decir que ya tuvieran cosecha y el modo de sacar para vivir sin depender de nadie. Pero lo más importante de todo: Iba con ellos un paisano que conocía muy bien las montañas de la península. Ese indio era del norte y conocía todo el territorio. Se llamaba Emeterio Ochurte, pero todos lo conocían por Mltí, que significaba coyote. Mltí los llevaría a un sitio bueno para levantar una

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misión y no ser encontrados con facilidad. Además, estarían cerca de su gente, los ñakipá. Don Patricio se detuvo de nuevo por unos momentos; se quedó callado como si ordenara sus pensamientos y recuperara el hilo de aquella historia, que a mí me había tenido sin perder palabra. Volvió al poleo y al cigarro que casi se consumió sin ser fumado. ―La expedición caminó por días; arreaban ganado y gente que andaba detrás de ellos también cargando cosas, cuidando gallinas y chiquillos. Por fin llegaron a un sitio muy bonito entre las montañas y allí se establecieron, y empezaron a hacer los trazos para levantar el asentamiento; fray Bruno era un hombre muy enérgico y decidido. Robusto, coloradote y calvo. Hasta nosotros ha llegado la historia completa, se cuenta de gambusino a gambusino, como de padre a hijo. Ahora te toca a ti, Malaquías, apréndetela de memoria porque, fíjate bien, o encuentras la misión o se la cuentas a otro: es la consigna. Al decirlo se tomó la cabeza con las manos y se quedó en esa posición un rato. Don Eliseo lo veía con ojos compungidos, parecía que aquello les causaba una pena muy grande. ¡Qué lejos estaba entonces de saber La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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que yo me daría de topes contra una roca por las mismas razones que aquellos viejos! ―Los días pasaban, fray Bruno urgió a fray Antonio a que bendijera el sitio y los trabajos. Le pusieron a la misión Santa Inés de la Sierra en honor a una chiquilla que fray Antonio cuidaba como a una nieta, desde que quedara huérfana; era muy probable que fuera hija de algún cura que no aguantó la castidad. La madre murió de sarampión y la chiquilla enfermó de lo mismo al poco tiempo. Fray Antonio la encontró en la casa de una india que la cuidaba. Sintió tanta pena por ella que la recogió y la llevó a la casa de los curas, y allí, auxiliado por las mujeres que estaban a su servicio, la salvó de una muerte segura. El viejo sacerdote se encariñó con la niña que era muy hermosa; tenía en su hechura, lo mejor de las dos razas, y se quedó con ella para criarla como si fuera su hija. Para ella fueron las natas, los quesillos, las frutas y los pollitos. La bautizó como Inés del Rocío, porque decía que era un canto al amanecer, y le puso por apellido el suyo propio. Cuando emprendieron el viaje a construir la nueva misión –continuó contando don Patricio–, la niña iba con ellos; fray Antonio la enseñaba a leer y a escribir en sus ratos libres y cuando más grandecita, los 164

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misterios de los números y del latín. Inés del Rocío era despierta y aprendía rápido. Tenía intenciones de llevarla a España cuando terminarán con aquel trabajo, y conseguirle un buen marido, o que vistiera los hábitos si tenía vocación de servir a Dios en alguna orden religiosa de prestigio, de las favoritas del sumo pontífice. Los trabajos continuaron; pronto estuvo levantada la iglesia, la casa cural, la cuartería para los fieles y para los soldados, las acequias, los corrales, los terrenos labrantíos para granos y frutales. Al poco de empezar el trabajo, Mltí fue por su gente, los ñakipá, y estos aunaron sus fuerzas con los indios que venían del sur. Fray Bruno no dudó en aplicar castigos ni en usar el látigo. En cuanto terminaron la construcción, se fueron hacia la otra misión para transportar los bienes acumulados por los frailes negros a través de los años trabajados en la península. Regresaron al tiempo con mulas e indios cargados con riquezas que fueron a parar a un almacén, que estaba pegado a la iglesia, y guarecido con puerta doble y cerradura de siete llaves, mismas que traía fray Bruno pegadas al cordón con el que se ataba la sotana, no fuera el diablo y alguien quisiera entrar y se pasara de vivo. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Pero sucedió, para malas o buenas del destino, que fray Bruno descubrió en las cercanías un filón de oro que afloraba en un arroyito de las cercanías. Al poquito traía en chinga a toda la indiada lavando arena en bateas para su beneficio particular. Luego dieron con otro placer por las cercanías, pero este no estaba cerca del agua. Estaba a media jornada de la misión. Hacía a los indios ir y venir hasta la misión con bultos de tierra que sacaban del placer y así traía, a punta de látigo a toda la paisanada trabajando para sacar oro. Fray Antonio le pedía prudencia, que estaba bueno que aumentara los caudales de la misión, pero que no abusara de los pobres nativos. Fray Bruno era orgulloso y déspota, no hizo el menor caso. A los días, se recibió en Santa Inés una noticia que trajo Mltí: Los frailes negros habían sido expulsados de California. Todas las misiones estaban a merced de los soldados y hacían de las suyas en todas partes. Fray Bruno le dijo que no se lo dijera a nadie, mucho menos a la soldadera. A cambio le ofreció suficiente oro para que se fuera a buscar la vida en otro lugar. “Aquí en esta tierra el oro no me sirve de nada”, contestó Mltí, “dame bestias, reses, herramientas y una mujer que me siga”. “Tendrás

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razón”, contestó el cura y le dio lo que quería: “Ahora vete de aquí y no vuelvas más”. ―¿Y no volvió interrumpiendo la historia.

nunca

Mltí?

–pregunté

―No regresó –contestó don Patricio–, pero contó la historia cuando estaba muy viejo. No sólo él la contó, también otros que se enteraron de más cosas que sucedieron en Santa Inés. ―La misión de Santa Inés quedó aislada e ignorada por el resto del mundo. Jamás regresó nadie a buscarlos. Pese a que fray Antonio era viejo, era un anciano muy saludable y longevo que sólo enflaquecía, encorvaba y perdía cabellos, pero se mantenía vivo y sano a la par de fray Bruno que era mucho más joven y quien se había obsesionado por sacarle todo el oro a la región. Maltrataba a los indios, los obligaba a punta de látigo a transportar tierra en el lomo para lavarla en la misión, o los ponía a lavar la tierra en seco por medio de fuelles. Aquellos nativos estaban siempre polvorientos y medio muertos de sed y hambre, pero el cura estaba dominado por el oro; como una especie de fiebre que no lo dejaba vivir, más pariente del vicio que al sano deseo de favorecer a la orden de los frailes negros; y también La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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le había pegado otro mal: no se le iba viva ni una india, mucho menos las jovencitas. La mayoría de los niños que nacían en la misión eran hijos suyos. De nada servían palabras y consejos de fray Antonio, fray Bruno se comportaba como dueño absoluto de almas y tierras. ―Sírveme otra taza de poleo, Malaquías –me dijo interrumpiendo la plática. Le serví la bebida muy bien endulzada y le prendí un cigarro que le acerqué junto con el pocillo. Le sopló al té y le dio dos o tres fumadas al cigarro que saboreó a sus anchas. Luego siguió. ―Pasaron los años y aquella misión seguía llenando sus arcones de oro en greña. Muchos indios habían desertado y huían montaña abajo hasta la costa y el desierto. Los soldados alcanzaban a rescatar a algunos y los regresaban cabestreando como a reses broncas a punta de azotes y golpes. Otros, para su fortuna, lo lograban. Aquellos pobres paisanos sufrían de mataduras y llagas a causa de las cargas. Dolencias que fray Antonio e Inés del Rocío curaban con emplastos de yerbas y ungüentos que preparaban, la necesidad los había vuelto ingeniosos y creativos. Inés del Rocío se había convertido en una mujercita muy 168

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linda, de cabellos negros y ojos amielados. Alta y esbelta, de formas graciosas y muy bien puestas en su lugar. Todos en la misión andaban vestidos de cuero o de lana, ya que fray Antonio había construido un telar para tejer y vestirse con estos géneros porque la reserva de telas que tenían en la misión se había terminado. Las mujeres nativas pronto fueron diestras para tejer en el telar y confeccionar ropa para todos. Unos cuantos buches de poleo y jalones de cigarro, y continuó. ―Hubo una sequía muy grande, porque en aquella región, así era: había diez años llovedores y diez secos. Entró la época de las sequías. De años con inviernos duros de cielos muy limpios y azules. Se murió casi todo el ganado, se secaron los aguajes y los arroyos, hubo hambre, murió hasta gente, sobre todo niños. Fray Antonio e Inés del Rocío ayudaban a los enfermos como podían. Fray Bruno en sus andanzas buscando agua, encontró una piedra de donde fluía una delgada capa. Todo alrededor de aquella roca estaba verde y lozano. El cura lamió de aquella agua y se sintió reconfortado. Regresó a la misión casi saltando, como si fuera un chiquillo.

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No dijo nada, la generosidad no era su fuerte, pero todos los días iba a beber agua de aquella piedra misteriosa, porque se sentía mejor cada día. Pronto había recuperado el cabello y la lozanía de la juventud. En cambio, todos los habitantes de Santa Inés estaban enfermos y débiles. Las indias enflaquecidas, eran huesos forrados de cuero, caminaban encorvadas y sin gracias. Todas las mujeres, menos una: Inés del Rocío, que conservaba la frescura y belleza de la juventud, gracias a los cuidados de su tutor que se las ingeniaba para que la muchacha no sufriera hambre. Fray Antonio, al descubrir las intenciones que fray Bruno tenía con Inesita del Rocío, le dijo: “No hagas lo que tu corazón ennegrecido te pide, Bruno. Te ordeno que acates mi disposición como superior tuyo. Te prohíbo que mires siquiera a Inés. Te prohíbo hasta que pienses en ella” Pero el malvado cura respondió: “¿Qué puedes hacerme, fray Antonio? ¿Qué podrías? La Iglesia, el Santo Padre de Roma, los obispos, priores o cuanto cura que camine por la faz de esta tierra, se olvidaron de nosotros. Nada puedes hacerme. Hace mucho que dejaste de ser mi superior y si te he sostenido en este lugar es por lástima. ¿No te has dado cuenta que descubrí el secreto de la vida y de la muerte? 170

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¿No me has visto bien, viejo cegato? ¡Mírame, soy joven de nuevo! Y ¿sabes? Voy a casarme con Inés del Rocío y tú oficiarás la misa”. No aceptaba una respuesta negativa. Fray Antonio lo miró largo rato: “No harás tal cosa. Juro por Dios y por la Virgen Santísima que no harás tal cosa”. Don Patricio tenía la voz temblorosa, como si fuera a entrar a un terreno lleno de peligros, de espinas, de trampas traicioneras. Salió la luna que se acercaba al cuarto menguante; amarilla y proyectaba una luz mortecina y triste. A lo lejos ladraron los coyotes y los tecolotes ulularon en las arboledas, estábamos acampados cerca de un arroyo. ―Desde ese día –continuó don Patricio–, fray Bruno se dejó de fingimientos y acosó abiertamente a Inés del Rocío. La pobre niña estaba asustada. Hasta ese momento nadie había puesto –fuera de fray Bruno, claro– los ojos en ella de aquella forma. Era considerada lo mismo que el cuadro de la Inmaculada Concepción que adornaba la iglesia, y que según fray Antonio era obra de un pintor español muy afamado que en vida había llevado el nombre de Bartolomé Esteban Murillo y que para esas fechas tendría como cien años de muerto. La niña estaba asustada, huía de fray Bruno La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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como del chamuco, que dicho sea de paso, no era otra cosa por joven y bello que se viera. Y como le había dicho fray Antonio en una ocasión: “Por más joven que te veas, Bruno, eres un viejo carcomido y decrépito por dentro, así tengas la apariencia de muchacho”. Era verdad, se veía joven, pero olía a viejo, pensaba como viejo y actuaba como viejo rabo verde. Se dedicó a acosarla, a decirle que era muy bella y que si ella quisiera, pondría las riquezas del mundo a sus pies hasta convertirla en reina. Inesita del Rocío nada sabía de estas cosas y no entendía las intenciones del cabrón cura. Se estremecía de miedo cuando el fraile tocaba sus hombros para decirle algo y volteaba la cara cuando le echaba encima el aliento podrido, porque lo tenía más viejo y hediondo que el mismo demonio. Llegó el día en que le dijo que quería casarse con ella, que ellos, por estar olvidados por la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, ya no eran curas, pero que para agradar a Dios y guardar las apariencias y las buenas costumbres, fray Antonio podría unirlos en sagrado matrimonio. La niña le dijo que no, que igual que Santa Inés, ella no habría de casarse con nadie, pero el malvado fraile siguió insistiendo e insistiendo y la niña negándose. Aquello se le volvió una obsesión, 172

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igual que la que tenía por sacar oro y del que ya, unos pobres paisanos enflaquecidos y enfermos, sacaban a duras penas. Don Patricio volvió a detenerse, le costaba terminar aquella historia. Don Eliseo rayaba el polvo con una ramita, sumido en sus pensamientos, porque la historia ya la sabía, él se la había contado a don Patricio, lo que me hizo comprender que ninguno de los dos había encontrado la misión; que yo era su heredero y lo que era peor, debería encontrarla un día o a quién que fuera digno de escucharla de mis labios. ―Fray Bruno acosaba a la niña a todas horas como un loco poseído y ella huía de él y lo rechazaba con más fuerza. Hasta que un día, fray Antonio viendo aquello, comprendió lo peligroso de la situación y le dijo al cura: “Si llegas a tocar a mi protegida, te voy a maldecir. Tal vez ya no tenga ninguna autoridad sobre ti y tal vez ya no seamos curas, como dices, por haber sido abandonados por nuestra Santa Madre Iglesia, pero te aseguro: mi maldición te alcanzará hasta la raíz de los huesos. Tenlo por seguro, pagarás muy caro el crimen si llegas a cometerlo”. “Tu maldición se me resbala por el lomo y por los testículos”, contestó fray Bruno. “Veo que ya perdiste la última dignidad que te quedaba, ya no La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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respetas a nadie ni nada, pobre de ti, Bruno, hasta dónde te han llevado tus instintos. “¡Qué Dios se apiade de ti y de nosotros por estar cerca de ti!”. El anciano salió con el alma hecha pedazos, muerto de preocupación y con la firme determinación de sacar a Inés del Rocío de allí y llevarla a las rancherías habitadas por los ñakipá o los kolew que acampaban, por su vida errante, en las cercanías. Se fue derechito a buscar un par de bestias para salir cuanto antes de ese lugar que había comprendido que estaba maldito por aquel cura de las mil chingadas. Pero el chamuco siempre tiene sus secuaces; todo mundo quería a Inesita, menos una india joven que prestaba sus favores a fray Bruno y que era su incondicional. Le fue con el mitote al cura y éste se fue a espiar a la Inesita. La enfrentó cuando estaba en la iglesia, había ido a despedirse de la Inmaculada. Estaba hincada orando frente a la imagen, cuando entró fray Bruno: “Por última vez te pido que te cases conmigo”; ella armándose de valor y siguiendo las enseñanzas del curita anciano, contestó: “Primero muerta que ser suya, no tengo más marido que mi Señor, Cristo”, “¿Ah, sí?” y de un golpe la tumbó en el suelo. La abrió de piernas, la abofeteó hasta dejarla sin sentido, la mordió y le arrancó los pezones y en un arranque, la estranguló. El 174

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cuello de la chiquilla se rompió como si fuera de paloma. Ya muerta el cura la desfloró sin delicadeza, peor que si fuera una bestia, y le hizo sodomía al cuerpo inerte de la niña; la penetró por el ano con toda la violencia que fue capaz. El cura era un hombre fuerte y estaba fuera de sí. Ya que aplacó sus deseos añadió: “Sólo muerta y mía ibas a poder salir de aquí. Ahora sí, que te lleve tu protector a enterrarte”. Le escurría la sangre por la boca, sangre inocente de su víctima. Fray Antonio, al ver la tardanza de Inesita, fue a buscarla a la iglesia y se encontró con aquel espectáculo. Su niña muerta a los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción. Destrozada, sangrante y mutilada a mordidas. Al ver a fray Antonio, Bruno huyó a la sacristía en busca de algún objeto para matar al anciano, pero apenas había dado la vuelta cuando la maldición de fray Antonio Espinoza de los Monteros le cayó por la espalda: “Te maldigo, Bruno de Montejano, a que quedes preso en esta iglesia y en esta misión por toda la eternidad. En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, per sécula seculorum, amen”. La voz tronó por toda la nave de la iglesia y Bruno no pudo dar un paso más ni pronunciar una sola palabra, quedó convertido en una estatua viva; respiraba La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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y su corazón latía, pero lo único que podía mover eran los ojos, que se abrían y cerraban llenos de terror. Fray Antonio sacó el cuerpo de la niña y ayudado por los indios y los dos soldados envejecidos y enfermos que quedaban, salieron de la misión de Santa Inés de la Sierra. La única que se quedó fue la india que traicionó a fray Antonio, pero al poco tiempo andaba loca y hambrienta por los caminos y nadie le tuvo piedad. La muerte de Inés llegó al sentimiento de todos los paisanos de la región. La enterraron junto a las piedras de un camino que después les concedería favores; la llamaron la Piedra Hechicera, porque para ellos hechicera era lo mismo que santa. Fray Antonio se quedó con los nativos, pero no duró mucho, su pobre corazón se debilitó bastante por la pena. Lo enterraron debajo de un pino y conservaron su recuerdo que se fue pasando de boca en boca hasta que se hizo propiedad de los gambusinos. Pero no todos los buscadores de oro merecen conocer la historia de la misión de Santa Inés, porque nadie ha podido encontrarla jamás. La expresión de su cara indicaba que seguiría diciendo más. Se tomó su tiempo, se acabó cigarro y poleo. Dejó la taza de lado y continuó. 176

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―La vida del gambusino es dura; un caminar sin detenerse apenas, es hacer camino a base de piedras que se encuentran en el andar –al decir esto movió la cabeza de un lado para otro y se quitó el sombrero para sobarse la cabeza pelona. Luego se rió y pude ver sus encías molachas–, pocos lo comprenden, hay quienes tardan mucho en entender esto de las piedras del camino, luego te ríes por lo tonto que habías sido hasta antes de encontrarlas. Otra cosa es el oro. Hay que cuidarse de los que sólo buscan oro, a esos se los comen las piedras, no sirven; se regresan luego a la vida común y corriente porque no saben ser libres. El gambusino aprende a vivir en libertad, sin apegos; nada lo ata ni detiene sus pasos. Hay algunos que parece que van muy bien en la búsqueda del camino, pero a veces algo los pierde, los confunde. Pueden ser peligrosos por tontos. Una vez uno de tantos con los que topamos en los cruces de sendas, dijo que los gambusinos éramos como los Caballeros de la Mesa Redonda en busca del Santo Grial. Nunca entendí el significado de esas palabras, pero me gustaron. Ese gambusino venía de otras tierras y por aquí andaba; lo encontramos en un cruce de rutas. A veces sale uno que otro de esos. Nos enseñan otras cosas, lo que han aprendido en otras veredas, en otros La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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cruces lejanos. Creo que nuestro Grial es encontrar la misión perdida de Santa Inés, liberarla de su maldición y que Fray Bruno de Montejano vaya a dar con su alma al infierno, porque no merece otro lugar. Ahora don Eliseo te dirá lo último. Ándale viejo, ahora te toca a ti. Don Eliseo levantó la cabeza y sacó una bacha vieja que prendió antes de hablar. Ya que le dio un buen jalón dijo: ―El que encuentre la misión perdida y libere a Fray Bruno de Montejano podrá abrir los arcones del oro, pero… ―¿Qué – pregunté ansioso. ―No se puede quedar con el oro, porque… ―El oro pertenece a la tierra y hay que devolvérselo– completó don Patricio como juez que dicta sentencia. Con estas últimas palabras cayó un silencio pesado y espeso del que no pudimos salir el resto de la noche. Nos fuimos a dormir y a la mañana siguiente, don Eliseo Domínguez ya no estaba con nosotros. Por muchos días no volvimos a tocar el asunto, hasta que don Patricio Recio le dio el punto final diciendo: 178

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―Mira, Malaquías Verduzco, lo que le falte a esta historia y lo que no entiendas, tienes que encontrarlo por ti mismo y para esto tienes que andar este camino, ¿nos vamos?

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9. La noche estuvo plagada de pesadillas; la Querendona y la Nomeolvides cogiendo con los curas de hábitos negros, que hacían fila para montarlas. Los jóvenes preferían a la Querendona, flaca y con mañas; los dejaba exprimidos como limones; pero los frailes ancianos se iban con la Nomeolvides para perderse en su abundante y blanca carne, ahogarse entre sus tetas enormes. Para unos era nomás meterse y ya, todo acababa. Pero otros se llevaban su buen rato y hubo quienes hasta repetían. Las putas se mantenían con las piernas abiertas en espera de otro cura. Al final se les cayó el rojo de los cachetes y de los labios pintados, quedaron tan descoloridas como velas de difunto. Cansadas y adineradas, porque cada cura les pagaba con un taleguito de oro: “Ya pueden letiralse y mandalme a sus hijas a puteal en mi tienda”, dijo el chino Siu detrás del mostrador, que era el altar del templo. “Me he de haber fumado mucha yerba antes de dormir; de dónde me sale tanta puta pesadilla”. Los caminos se juntaban, parecían acordeones y todos iban a dar a la iglesia de la misión perdida. Su torre llegaba al cielo, tenía un cinto de nubes y se escuchaban las campanas de plata. Don Pifas y Malaquías rezaban 180

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salmos vestidos con sotanas negras. Se fumaban un churro de mota y lo acompañaban con mezcal. Trechos largos de andar por el camino, caminos cruzados, caminos, caminos y más caminos. Apareció la Chagua, con la blusa abierta sus pechos se movían con los pezones hinchados. Sacó una lengua muy larga como de víbora, partida en dos y se lamió los pezones. Aquella lengua larga y negra se enredó en mi cintura para luego meterse en la cañada de mis nalgas, y estaba a punto de entrar a mi culo, cuando desperté sudando y con ganas tremendas de cagar. Me fui al monte a vaciar las tripas, me limpié con un puñado de zacate seco, pero estaba tan modorro que no vi a la hormiga colorada que iba dentro. Me picó una nalga y el dolor fue tan fuerte que me bajó hasta la pierna. Adolorido y muerto de rabia, regresé al campo. Hice de comer y me fui a explorar. Caminé para el lado por donde se alzaba la sierra y di con un nacimiento de agua caliente. Me bañé con aquella agua que olía a huevo podrido, pero que tuvo el poder de dejarme limpio y descansado. Por el camino encontré un quiote tierno de lechuguilla, lo traje para asarlo entre las brasas. Comía de su carne jugosa cuando escuché la guasanga de los viejos sarnosos. Se escuchaba un La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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embrollo, una alegata encanijada, parecía que no podían ponerse de acuerdo. Las voces iban y venían con el viento, también las paladas y el ruido de arena. Luego el silencio, roto por el zumbar del viento. La nalga me dolía, las hormigas coloradas son muy bravas. El desierto se extendía plano en frente de mí. Plano y grande; amarillento y ventoso. Las moscas también zumbaban sobre las plantas que se arrastraban por el suelo. Vi pasar un gavilán, más soledad, más silencio. De nuevo el vocerío, el ruidajo, se acercaban cada vez más. Hasta que claramente pude escuchar: “A la orilla de un palmar, yo vide una joven bea, su boquita de coral, sus ojitos dos estreas”, pero a dos voces. Se acercaba el par de viejos mugrientos. Sentí una punzada en la panza, dolor que siempre me daba cuando tenía que vérmelas con ellos. Los odiaba. Hacía mucho que ya no tenía ni respeto ni admiración por el hombre que me rescató en un camino solitario saliendo de la misión de San Fernando de Velicatá. Sólo aversión y el deseo de sacarle el secreto de la misión a patadas, a golpes, como fuera. A él y al otro, a los dos. Matarlos, descuartizarlos y tirarlos como piedras al voladero, para que nunca los encontraran. Quién iba a preocuparse de un par de vagabundos más pobres que una lagartija 182

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asoleándose sobre las piedras, más viejos y miserables. ¡Bah! Por mí que se los cargue la chingada. Mis pensamientos se afilaban, cortaban los restos de piedad que me quedaban, de vergüenza y sinceridad. Poco a poco quedaba mi corazón mondo y lirondo como una bola de billar; despojado de lo bueno y decente. Era alguien capaz de matar con tal de conseguir riquezas. Había cambiado, no supe a qué horas me transformé en un hipócrita que fingía una estupidez que estaba muy lejos de tener y una ignorancia que no era tal. Hasta mí llegó el tropel de las mulas, venían al trote. Recordé el dicho que se les decía a las putas: “A cuánto y al trote, me pelas el garrote”. Me reí de las ocurrencias: pelar el garrote, pues a mí ese par de viejos me iban a pelar el garrote, aunque no quisieran. Escuché el prolongado “ooo” que salió de la boca de Malaquías para detener las mulas. Pararon en seco. Los escuché apearse de las bestias, conversar. Llegaron al campo. ―Qué hubo, vale, ¿Nos extrañaste? ―La verdad los anduve buscando por todos lados. Hasta aquí llegaba la guasanga que traían. ―¿Hasta acá se oía?– preguntó don Pifas entre dientes porque traía la cachimba en la boca. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Un ruidajo de la chingada– contesté haciéndome el molesto. Para lo que me importaban los chingados viejos que por mí, se podían ir al infierno. ―Mira tú, Malaquías, si apenas abriste la boca y eso sí que es extraño y éste hasta nos oyó alegando y paleando arena. ―Bueno, vale –preguntó Malaquías antes de carraspear y escupir un gargajo al suelo–, ¿No te encontraste a nadie por ahí? ―Sí –dije–, me encontré con un pinchi gambusino más loco que la chingada; Nicanor Arce. Salió de la nada y a la nada regresó igual. ―¡El Cuervo!– dijo don Pifas abriendo los ojillos perdidos entre miles de arrugas por tanto fruncirlos por el humo de la cachimba. ―¿No te dijo pa dónde iba?– preguntó Malaquías luego de escupir otro gargajo. Con la cantadera se había irritado la garganta. ―Iba con las putas del Chino Siu, al Real de las Güilotas. ―Ese no pierde el tiempo –y don Pifas llenaba la cachimba con tabaco picado que sacó de una cajita 184

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metálica que siempre traía en el overol–; ya nos veremos las caras cualquier rato. De segurito debe traer muchas novedades del camino. ―Así es, Pifas, no andas errado ni tantito –dijo Malaquías–. Ese cabrón vago, ha de traer lo suyo bien guardado en las alforjas; pero como dijiste, ya nos toparemos con él. Bueno –agregó preguntándome– ¿No tienes café y alguna cosa para calmar el hambre? ―Sí, hay café caliente y quiote asado. Comida de indios, pero ahorita preparo algo– dije servicial, cuando en realidad tenía ganas de torcerles el buche. Al poco rato comíamos frijoles y un guiso de carne seca con arroz, tortillas y café. La gloria para los vagabundos que vivimos sin más techo que el cielo y sin más colchón que el suelo duro y pelón. Luego sesteamos un rato. Cuando desperté, don Pifas andaba paleando arena para irla a lavar al aguaje. Al rato regresó con una chispa de oro de buen tamaño y ninguno se quedó con las ganas de ir a prospectar un rato. Malaquías regresó con dos hermosas pepitas de oro, grandes y brillantes; yo me regresé sólo con las ganas y con una rabia sorda escondida detrás del hígado.

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Esa noche comimos una liebre que andaba por el campo. Tierna y sabrosa, igual que el quiote de lechuguilla que asamos para la cena. Después de comer y de limpiar los trastes con agua caliente y devolverlos a las alforjas, nos pusimos a conversar como acostumbrábamos antes de dormir. ―Ahora sí vas a ir con nosotros– dijo Malaquías dirigiéndose a mí. ―Pues, ¿a dónde vamos, Malaquías? ―Vamos para el Agua Caliente. Aquí nomás abajito, unas dos horas de camino, para el lado del sur – contestó. Tosió y carraspeó muy fuerte y aplacó la ronquera con un buche de café–. Allí hay mucho oro, lo sé, lo venteo hasta acá. ―Pues ojalá y sea cierto –le dije–. Siempre dices eso y no encontramos nada. Empiezo a cansarme de esta vida tan pobre como de cachoras viejas entre las piedras. Quiero hallar oro, Malaquías, tengo cinco años contigo con esa esperanza. Si tan sólo me dijeras en dónde está la misión perdida, se acabarían mis penas. ―Sí, vale –me interrumpió de golpe–, podrías ir por tu puta y ser feliz con ella para siempre. Esto es lo que piensas, ¿no? Pero tengo que decirte que estás 186

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pendejo, no debes de creer en la lengua de las putas. ¡Mienten! ¿No lo sabías? Cuando una puta te quiere, no te pide nada a cambio, te quiere y ya, es todo. Pero, ¡ay, Dios! Cuando te pide algo a cambio y más cuando te pide oro: ¡No sabes en lo que te estás metiendo, valecito, no lo sabes! Se me hace que la Chagua además de puta es zorra y tú, eres más bruto que la Domitila. ―Tengo ganas que un día estés de acuerdo conmigo, que me ayudes llevándome a donde hay oro. Para irme de inmediato a la chingada de aquí. Me tienes harto. ¡Cállate ya, que yo sé lo que hago! ―Tranquilo, vale –dijo Malaquías–, no te encabrones. Mañana nos vamos para Agua Caliente y allí vas a encontrar mucho oro. Vas a verlo, si no, dejo de llamarme como me llamo: Malaquías Verduzco Green. Me calmé porque no me convenía dejar salir aquel odio que me carcomía las entrañas. Quería a los viejos tranquilos hasta que soltaran la sopa. Luego que se los tragara el desierto, el diablo, la chingada, lo que fuera, pero que estuvieran lejos, lo más lejos posible. Desperté en la madrugada, porque los viejos hacían mucho ruido, olía a café y a comida. Una luna La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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llena carcomida aún brillaba en el cielo, próxima a perderse por el poniente. Entre las piedras, ladraba un coyote y un tecolote ululaba en la lejanía. ―Levántate –dijo Malaquías mientras trajinaba por el campo alistando cosas–, vete por las bestias para ensillarlas y hacer rumbo, pero tómate una taza de café antes para que despiertes. Le hice caso, tomé café y me fui por las bestias. Ensillamos, comimos algo, levantamos el campo e hicimos rumbo para el Agua Caliente. La salida del sol nos encontró en camino; parecía una rendija dorada saliendo allá por detrás del mar lejano. Al poco rato nos caía encima como plomo derretido. El día estaría caliente, sí, eso anunciaba la mañana. Caminábamos en silencio, parecía que nadie tenía ganas de hablar. Las dos horas previstas por Malaquías se volvieron seis. Llegamos a Agua Caliente pasado el medio día. Teníamos sed y hambre. Sin hablar y con evidente mal humor, descargué alforjas y desensillé bestias. Les golpeé las ancas con fuerza para que se fueran a beber agua y a comer yerbas y ramajes al monte, que por cierto eran muy escasos.

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―Este vale ya anda atorunado de vuelta –dijo don Pifas sin soltar la cachimba–, vale más que encuentre oro para que se regrese a Santa Clara a calmar el ánimo. ―Sí pues –contestó Malaquías– Más vale que mi olfato no me engañe y abunde el oro entre estos arenales, ¿no, vale Pifas, o tú que venteas por aquí? ―Oro, Malaquías, oro hasta para atrancar las puertas del infierno– contestó el anciano y soltó una de sus acostumbradas risas burlonas. Pensé que se reían de mí como siempre. Me fui a buscar algo de leña y encendí una lumbrada para preparar café y comida; al poco bebíamos y comíamos de una lata de sardinas en tomate sobre galletas saladas. ―Esta comida me recuerda las chichotas de la Nomeolvides, quisiera que esta galleta fueran sus pezones para darles una mordidita– dijo don Pifas. ―Pues, vale Pifas, será una mamadita porque no tienes ningún diente –contestó Malaquías y soltó la carcajada–. ¡Qué viejo éste! ¡No se te quita lo caliente y cogedor!

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―Ni se me quitará nunca porque en la vida me han capado, vale Malaquías. Mira, mamadita o mordidita, pero te apuesto a que la Nomeolvides se va a mear a gotitas de ganas que le meta el pito. Lo juro por el santo nombre que me pusieron mis padres y el cura en la pila bautismal. Malaquías soltó la carcajada antes de decir: ―Cámbiale a la plática porque alguien aquí en el campo se va a poner más atorunado de lo que ya está. No es mala res el vale, pero cuando se le mete una vieja en las verijas la cosa cambia y ya no es el mismo. ―Así es, Malaquías. Una vieja maldita separa hasta los ángeles del mismísimo Dios que está en la Gloria– dijo don Pifas y se quedó mirando para el cielo. El silencio calló sobre el campo. No hablamos por mucho rato, sólo se escuchaban los sorbidos al café, el zumbar del aire y de las moscas sobre la yerba escasa y raquítica. Luego la voz de Malaquías quebró aquel silencio que se esparció como hojarasca. ―Nomás que baje el sol tantito nos vamos para las aguas termales que están aquí cerquita. Hay que sestear antes de irnos, para que le demos con ganas a la pala. 190

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Nos echamos sobre los sudaderos de las monturas y pusimos éstas como almohadas. Al rato escuché los ronquidos de los viejos que dormían a pierna suelta con los sombreros en la cara. Por fin pude dormir un poco y soñar otro de aquellos sueños que me perseguían últimamente; esta vez sólo pude soñar a la Chagua. Igual que en el otro sueño, estaba desnuda, cubierta tan sólo por una blusa delgada y abierta, que me dejaba ver sus pechos a medias. Lo que más me gustaba era ver los pezones duros debajo de la blusa. Ella, sin dejar de mirarme se descubrió una chichi y me la enseñó. Luego sacó aquella lengua oscura, azulosa y partida en dos de la punta como las de las víboras y se relamió los pezones sin dejar de verme. Después estiró y estiró aquella lengua y me repasó los labios y me la metió hasta la garganta; era tan suave, salivosa y dulce. Se salió para recorrerme el pecho, meterse entre mis calzoncillos y enredarse en mi verga. Me la acariciaba con suavidad, luego con rapidez y fuerza, para después lamerme los huevos y volver a enredarse en mi pito y hacerme una puñeta. Desperté en el momento en que terminaba. Sentí mi leche correr entre las piernas: me había vaciado en los calzones. Para mi buena suerte, los viejos dormían. Fui a bañarme al aguaje cercano. Eran La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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dos nacimientos de agua: uno termal y el otro dulce, cuyas corrientes se juntaban en uno más adelante. Me bañé en la reunión de aguas y de paso lavé mi ropa. Al estar bañándome recordé el sueño y al revivir la sensación de la lengua en mi pito, se me paró de vuelta, pero mis manos no se comparaban ni de chiste, al roce húmedo y fuerte de la lengua de la Chagua. Cuando regresé al campo, los viejos me esperaban listos para irnos. Sin decir palabra, montaron las bestias, habían ensillado la mía también. Yo estaba tranquilo, el sueño y mis manos me habían calmado. Cabalgamos una hora para llegar al sitio que había dicho Malaquías. Era un lugar muy bonito. Había, igual que en donde teníamos el campo, dos nacimientos de agua: uno termal y otro de agua dulce, pero estos eran más grandes y botaban entre unos peñascos altos que estaban en la punta de una hondonada estrecha. El agua bajaba en saltos y formaba charcos en cada caída: tres para ser exactos, para después correr cada uno por su lado. De los charcos de agua termal salía un vapor que dejaba un fuerte olor a minerales, como a cola de chamuco, a podrido. En cambio, de los charcos de agua dulce brotaba un olor fresco a berro y a yerba del manso. Abundaban a los lados los matojos y se 192

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escuchaba en ellos el alboroto de palomas y de chacuacas. El canto dulce de las palomas, el zumbido de las moscas, de las abejas y de los caballitos del diablo, que volaban entre la hierba con sus alas rojas o azules. Era un sitio pequeño, en medio de aquella soledad y aridez, lleno de vida. Por el contrario, el lado de las aguas termales era árido y de colores extraños. Nos instalamos en un arenal del lado del agua dulce. Al rato paleábamos arena y la lavábamos en las bandejas. En silencio, los tres en puntos alejados uno del otro. Ninguno podía ver si el otro sacaba oro. Lavé muchas bandejas de arena para encontrar una mísera chispa, una sola, pequeña, una cosita de nada. La guardé en la taleguilla que siempre traía colgada del pescuezo. Seguí lavando arena, polvo y nada. No encontré ninguna pepita en lo que restó de la tarde. “Este cabrón mentiroso me volvió a engañar”, me decía. “Esto me pasa por creído, por andar haciéndoles caso. Vale más que me anime a sacarles los secretos a golpes para mandarlos de una buena vez por todas a la chingada”. Nos regresamos al campo a la metida del sol, con la suficiente claridad para encender la lumbrada y preparar comida. No abrí la boca en todo ese tiempo. Amasé para las tortillas. Le eché sal a los frijoles que La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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habíamos dejado cociendo en las brasas. Preparé café y Malaquías hizo el guiso. Don Pifas caminaba de un lado para otro con la cachimba en la boca y bebiendo café de un pocillo. Al rato comíamos sentados sobre piedras. ―Sería bueno bañarnos aquí que hay agua caliente y que dicen es buena para las reumas. ―Y luego te arrancas a ver a la Nomeolvides, a ver si te reconoce limpio y sin apestar a patas–, le dijo Malaquías muy burlón. ―Ay, esa chiquitita se va a dar gusto conmigo. Voy a medirle los entresijos con mi reata. ―¡Ah, qué Pifanio! Ahora me vas a salir que tienes la reata muy grande ¡viejo hablador! ―Dices eso porque nunca me has visto. ―¿Y cómo voy a verte si jamás te bañas ni meas delante de uno? ―Pues mañana vas a saberlo –replicó–Será muy buen día y nada anuncia lluvia ni frío. Mañana voy a bañarme, pues tengo unos añitos que no lo hago y ya va siendo hora. ―Bueno –dijo Malaquías – y a ver quién tiene el pito más grande y queda más guapo. ¿Y tú, vale, no vas 194

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a ver si tienes la reata más grande que este viejo hablador?– me preguntó. ―No compito con viejos apestosos; en lugar de eso, prefiero cogerme una vieja, que yo si puedo. No como ustedes que sólo se acuerdan de cuando podían. ―Vale, estás amargado. Ese desear tener tanto oro, te está pudriendo el pecho y ¿sabes algo? Así nunca vas a encontrar nada. Te apuesto que no sacaste nada hoy. Tu amargura lo ha de haber hecho arena. Empiezas a darme lástima, tan joven y tan pesimista. Estás agarrando el lado equivocado del camino. Así jamás darás con la misión perdida, jamás.― lo dijo mirándome a los ojos, pese a la oscuridad, gracias a los lengüetazos del fuego. ―Eso está por verse, Malaquías, está por verse– y me fui derechito a echarme en el tendido. Ellos siguieron contando cosas, muertos de la risa. Yo rumiaba una rabia que supuraba desde mi pecho a todas mis entrañas. Al día siguiente nos fuimos a las pozas de agua. Yo a lavar arena y ellos a lo mismo, pero con la intención de bañarse al medio día, cuando estuviera más calientito. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Seguí sin sacar una puta chispa de oro. Ellos, no lo sé, de repente gritaban de gusto, yo seguía paleando arena y polvo para ir a lavarlo. Por un momento pensé si sería cierto lo que me dijo Malaquías que mi amargura convertía el oro en piedras o en arena. Deseché la idea diciéndome que era una más de las patrañas del viejo, pero seguí sin encontrar una sola pepita. Ni una sola. A eso del medio día, porque tal y como lo había anunciado don Pifas, amaneció el día con un calorcito muy agradable, el par de viejos se encueraron quedando pelados, tal y como su madre los echó a este mundo. Estaban llenos de costras de mugre vieja, oscuras de tanto tiempo, pegadas al cuerpo. Tenían el cabello largo, con unas guedejas apelmazadas que les colgaban de la cabeza como si fueran un montón de trenzas; las de don Pifas blancas, grises las de Malaquías. No sé de dónde sacaron jabón y se lavaron los cuerpos de cachoras arrugadas hasta dejarlos limpios. Estaba impresionado: ¡Los dos eran blanquísimos! Me quedé sorprendido, siempre los había visto más prietos que un troncón quemado. No pude evitar verles el liacho y don Pifas era el más dotado. Tenía una verga larga que le llegaba casi a media pierna y los huevos le colgaban casi hasta las rodillas, debió de haber hecho pedazos a las mujeres que 196

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tuvo. Malaquías era menor, aunque no hacía malos quesos. A este par de viejos les han de haber sobrado las mujeres en sus años de juventud. Cuando Malaquías, luego de vérselas con el baño, que no era asunto que le agradara mucho, le dijo a don Pifas al verle el pito: ―¡Con razón se le salen las lagrimitas a la Nomeolvides nomás al verte, si pareces burro meso! ―Te lo dije. Epifanio Dueñas no miente nunca – y soltó la carcajada al tiempo que se enjabonaba los huevos– Tuve lo bueno para que las mujeres me quisieran. ¡Si este pito hablara, lo que contaría! ―¡Ya, no presumas! ―¿Y de qué murió el quemado? ¡De puro ardor! ¿No, Malaquías? ―¡Bah! Era verdad que no los soportaba, muy cierto, pero esto me causó mucha risa. El par de viejos, más para allá que para acá, peleándose en serio por saber cuál de los dos tenía el chile más grande, igual que un par de chamacos que acaban de descubrirse la verga, que es la mejor parte que tiene un hombre y que lo hace más macho y más chingón frente a los otros. “No cabe La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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duda que genio y figura hasta la sepultura”, dije antes de seguir paleando arena y buscar, inútilmente, pepitas de oro en aquel mundo de piedrecillas y polvo. Pasó el día entero y regresé al campo con el cuerpo molido y con una chispa diminuta, que valdría cualquier cosa. Para solucionar mis problemas necesitaba miles de estas, miles para poder tener a la Chagua conmigo siempre. Entre las conversaciones de los gambusinos yo no tomaba parte ni partido al final ellos quedaban, iguales o más amigos que nunca. Ese parecito se entendía tan bien, como si hubieran nacido juntos. Era tan mísera la cantidad de pepitas que había encontrado que enfrenté a Malaquías: ―Viejo embustero. Tú y don Pifas son un par de mentirosos, me hicieron creer que aquí había mucho oro y no hay nada, nada, nadita de nada. Ya no tengo fuerzas de tanto palear arena, mal comer y descansar a medias. Apenas he sacado dos o tres putas chispas. Me estoy hartando de todo, de ustedes, de esta perra vida, más triste y desgraciada que la de los coyotes y cachoras del desierto que apenas sacan para mal comer y medio vivir. Fíjate como están de flacos, pespelacos, y las cachoras como están de arrugadas, pachichis, igual que 198

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tú y don Pifas. ¿Es ésta tu riqueza? ¿La maravillosa vida de la que hablan ustedes, malditos locos? ―Mira, cabrón –me dijo Malaquías–, esta pinchi actitud que tienes nos está dando en la madre a todos. Todo el oro se está volviendo arena por tu causa. Vale más que te calmes. ―Me calmo pura verga; no voy a calmarme hasta que me digas en dónde se encuentra la misión perdida. Si tú y el otro loco quieren seguir viviendo esta perra vida es cosa de ustedes, pero yo no la quiero. ¡No lo quiero más! Dime, por una chingada ¿Dónde está la misión perdida de Santa Inés? Dímelo por esta monda y puta vez. Dímelo y me largo y no vuelves a verme nunca; me voy y no he de molestarte jamás. ―¡Ah, que tú! –me contestó. Mientras don Pifas estaba dibujando garabatos en la tierra con una ramita y escuchando nuestro alegato– No sabes lo que pides, vale. De veras que no tienes ni la menor idea. Además en ese estado en el que estás, es inconveniente la menor información. No se debe ir a buscar la misión en ese estado, sería contraproducente. Es mejor que te calmes. Vete mañana para Santa Clara y allá piensas bien las cosas. Regresas cuando te sientas bien. Ahora vamos a La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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fumar yerba, para ver si se nos aclara la visión y puede, si esto es lo que te toca, que veas en dónde está ese oro que quieres. Las palabras tuvieron el poder de calmarme. Había algo en su voz que me tranquilizó. Al poco rato fumábamos yerba. Don Pifas, de inmediato, se tiró al suelo muerto de la risa. Malaquías entró en un estado silencioso y se quedó quieto como piedra. Yo empecé a ver cosas. Igual que las veces anteriores, todo se sobreponía sin principio ni fin ni espacio, todo sucedía al mismo tiempo como un mazacote sin pies ni cabeza. Todo pasaba, todo se hablaba. Un cura con las manos manchadas de sangre, inmóvil, con los ojos muy abiertos me miraba y su boca quería decirme algo, pero no podía. Dos tumbas entre las piedras y el ir y venir de paisanos en una ruta que iba del desierto a las montañas y de allí al mar y al revés y en esta ruta nacían, se amaban, morían guerreaban, lloraban, danzaban cubiertos con capas de cabellos negros y cuerpos pintados de claros y oscuros. Todo nacía y moría o moría primero, para nacer después en una rueda que no paraba de girar. Escuché la historia del mundo y también la vi. Así me encontró el sol de la mañana siguiente. Cuando desperté los viejos no estaban, habían 200

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desaparecido; no estaban ni en las charcas de aguas termales. No estaban por ningún lado, ni ellos ni sus mulas, solo las alforjas, los trastes, la comida. Me puse a revisarlas y me encontré dentro una talega repleta de chispas de oro. No quise buscar más, en aquel momento decidí irme a Santa Clara. Hice algo de lonche para el camino y fui a buscar a mi mula para ensillarla y salir de inmediato. Le llevaría aquel oro a la Chagua. Mi rabia se esfumó por encanto pensando y disfrutando por anticipado el gusto que le daría al ver todo ese oro junto, y que con él podríamos comprar un ranchito para irnos a vivir. Estaba feliz y canté “A la Orilla de un Palmar”, la canté a grito pelón, muerto de gusto, porque por fin, podría llevarle suficiente oro a ella y estaba seguro, segurito, que ella se iría a vivir conmigo por el resto de nuestras vidas.

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10. Cabalgaba feliz, con el viento en la cara y el pecho extendido por el gusto. A trote ligero quería devorar la distancia de un bocado, pero llegar a Santa Clara era un día bien andado. Tenía que bordear la sierra por el norte, por los valles que se abren entre San Pedro Mártir y la sierra de Cusiyay. Allí estaba emplazado Real de las Güilotas, la única parada antes de llegar a Santa Clara. A menos que me dieran ganas de mear en el camino, me echaría de tirón toda la jornada. El sol estaba altísimo cuando llegué al Real de Las Güilotas. Me fui derechito al tugurio del Chino Siu. Tuve suerte, Flor de Loto escribía con sus bellos garabatos en una pesada libreta y hacía cuentas con un gran ábaco de madera que movía con rapidez. Sus deditos parecían alas de paloma sobre el artefacto y sus manos volaban sobre la libreta dejando un rastro de pinceladas negras. Tenía la cara polveada de blanco y las mejillas resaltadas con colorete. La boquita apretada en corazón, pintada de rojo escarlata y los ojos eran gajitos de luna oscura. A los lados de su carita redonda, caía suave y brillante una melena negra y corta. Una flor adornaba su cabello. Traía un vestido de seda roja. Era una flor encarnada en medio de aquella penumbra, de 202

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aquella peste diluida por un olor, que salía de ella, dulce y con un dejo amargo como huelen las amapolas blancas que florecen en mayo y junio por los terrenos de la costa. Verla, daban ganas de dormir un sueño largo junto a ella, y ser amado por aquella delicadeza que salía de toda su persona. Pero era tan inalcanzable como las vírgenes de bulto de las iglesias o los ángeles. Por un momento pensé si se iría conmigo cuando tuviera en mis manos el oro de la misión. Una idea fugaz que desapareció pronto de mi cabeza: “No sería suficiente todo el oro de la misión ni de la península para quedarme con ella”, y seguí mirándola de reojo, mientras tomaba unos tragos. Era difícil quitar los ojos de encima a tanta belleza. Por un único momento me olvidé de la Chagua, porque la Flor de Loto no permitía que otra mujer ocupara tu cabeza ni tu corazón cuando la tenías enfrente. Al poco se retiró del lugar, dejando tras ella un vacío luminoso y perfumado. No pude ahogar un suspiro, lo mismo el resto de los hombres presentes, que no habían abierto la boca durante el tiempo que Flor de Loto estuvo ahí. La cantina-tiendaburdel volvió a animarse. Volvieron las carcajadas y las burlas. Algunos les gritaban a la Nomeolvides y a la Querendona que les apartaran turno. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―¿Dónde dejaste al Malaquías y al Pifanio? – preguntó el Chino Siu. ―Se fueron a buscar sus cosas. ―¡Mmmm, con esos viejos nunca se sabe! A lo mejol, un día llegan aquí más licos que todos y no van a quelel ni hablalnos. Ya ves cómo es la gente. ―¿Lo crees así?– pregunté con la intención de que soltara lo que sabía. ―Los ojos de la gente dicen muchas cosas, muchas. Los tuyos dicen demasiado. Es mejol que andes lejos de ellos polque no sigues su misma veleda; no, tú andas pol otlos lugales, y te voy a dal un consejo, aunque no se los dé a nadie, nunca. Endeleza tu vida, vas pol malos sitios, vas a alepentilte mucho y selá talde. La vida no tiene vuelta. ―¡Ay, Chino! Nunca los has batallado. Tienen el cerebro chamuscado, hacen puras pendejadas. ―No dilé más –cortó–. Y no digas que nadie te lo adviltió cuando estés alepentido hasta los huevos. Comí una lata de jamón del diablo, con chiles serranos en vinagre y galletas saladas, que me bajé con una taza de café negro y azucarado. Salí para hacer 204

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rumbo, ya le había dado agua y grano a la mula, que aún comía con el hocico metido en una bolsa de cuero que colgaba de su cabeza. Al salir topé con el mismísimo Nicanor Arce, el Cuervo. Estaba borracho, tirado en el suelo, en la sombra del techo que sobresalía de la casa. Dormía con la boca abierta, llena de moscas. Tenía la camisa abierta y la panza descubierta y en ella se veía un gran tatuaje. Un camino por las montañas que desembocaba en un punto con una cruz y una iglesia con campanario alto. Aquello me causó un fuerte impacto. Mi mente se llenó con una sola idea: el tatuaje era una señal para dar con la misión de fray Bruno de Montejano. El tatuaje era hechizo, rudo, mal hecho como si hubieran usado ceniza en vez de tinta. Las líneas eran grises, representaban un camino largo que parecía atravesar toda la sierra y perderse en uno de tantos cañones que daban a la costa pacífica. Era claro que se trataba de la sierra de San Pedro y que el sitio marcado con una cruz estaba situado al sur, por la vertiente occidental de la sierra. Allí había cientos de cañadas, hendeduras, hoyas y cuevas. ¿Cuál sería el punto exacto? ¿Se trataría de la misión perdida?, me preguntaba. Si no, ¿Qué caso tendría el dibujo de una iglesia que parecía eso: una misión bajacaliforniana? La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Memoricé el tatuaje. Hice cuenta de las curvas, interpreté las subidas y las bajadas. Las partes altas de las bajas. Lo memoricé como si lo hiciera con las chichis de la Chagua o los bellos labios de Flor de Loto, que también merecía ser aprendida. Le di una patada al Cuervo para de despertarlo y me explicara aquello, me aclarara el misterio, pero estaba tan borracho que bien podría haberlo matado allí mismo, sin ningún sufrimiento. El sol bajaba rápido por el cielo. Se acercaba al poniente y no quería que me agarrara la noche en el camino. Me monté en la mula e hice rumbo para Santa Clara al puro trote. El gusto que traía cuando salí del Agua Caliente había desaparecido. Llevaba en la cabeza un hervidero de pensamientos que no me dejaban ver con claridad. Pensé que el oro de la misión perdida estaba a mi alcance. Luego me decía que podría ser uno de los tantos embustes que contaban los gambusinos. Me veía convertido en un ranchero muy rico casado con la Chagua o con la Flor de Loto si le alcanzaba el precio. Al igual que Pifas y Malaquías soñar era lo único que teníamos seguro y no se pagaba ni cinco centavos o un peny por un sueño. Incluí a la Flor de Loto en mis esperanzas de ser rico, poderoso, y feliz con una mujer bella. 206

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Le di vuelta a la sierra y corté camino para llegar a Santa Clara antes que anocheciera. Iba metiéndose el sol cuando divisé la casa del rancho. Hasta mí llegó el vocerío de los vaqueros en el corral, los golpes de hacha cortando leña, los mugidos de las vacas y los de los becerros queriendo mamar las ubres de sus madres; las campanadas de las caponeras que guiaban a las bestias o a la chivada; el olor a humo saliendo de la chimenea impregnado del aroma de pan en el horno. Aquello estaba vivo, lleno: los hombres estaban en el rancho trabajando, lo que significaba que iba a costarme ver a la Chagua, sino que tal vez, sería imposible. Me armé de valor y me dirigí al rancho. Me recibió el Chuy Castro, quien se fue a decirle a doña Polita que yo la buscaba. Ella mandó que me llevara directo a la cocina. ―¿Ya de vuelta? ¿Dónde dejaste al Malaquías? ―Anda para el desierto buscando oro. Me pegó de vuelta la dolencia, por eso vine otra vez. ―A ver –dijo–, déjame revisarte los ojos. Se acercó hasta donde estaba y luego de pedirme que me sentara, me revisó. Me puso la cabeza en el pecho por un buen ratito y después me tomó el pulso. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Sigues en las mismas. No te tomaste las yerbas que te di –me dijo moviendo la cabeza de un lado para otro– No te digo pues, con estos muchachos que no hacen caso para nada. Así cómo te vas a curar, si estás más malo que antes. ¡Ah, qué tú que no entiendes! Mira –agregó–, ve y busca a la Chagua. Dile que venga a la cocina a ayudarme para ir por las yerbas. Por ahí anda en el lavadero. No podía creer lo que acababa de escuchar: “Ve y busca a la Chagua”. Casi salí corriendo de la cocina y me fui a buscarla detrás de la casa, para donde estaba el lavadero. Allí estaba ella, agachada en una tina sobre una mesa, tallando ropa en un lavadero hecho de lámina. Me paré a verla un rato. Sus nalgas se movían y el vestido se alzaba mostrando sus piernas suaves y bien formadas. Me acerqué y le puse el liacho duro en las nalgas y le dije en el oído: ―Ahí te habla tu nana en la cocina. Dice que vayas. Sin voltear, puso sus manos sobre mis pantalones y me acarició el bulto. Yo la abracé y la besé en el cuello y en la espalda. El recuerdo de la Flor de Loto

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desapareció como por encanto. Se volteó a besarme en la boca, pero al verme dijo: ―¡Ah, eres tú! Se me quedó mirando con cierta desilusión, pero en un instante se borró el desencanto de los ojos y dio paso a una mirada caliente que se los entrecerró. Me besó en la boca y me metió la lengua hasta adentro para jugármela un rato. Sus manos desabrocharon mis pantalones y me sacó el pito. Empezó a jugar con él y a darles pellisconcitos a mis huevos. Se me puso tan duro y tan caliente que me vine ahí mismo en sus manos. Ella se llevó mi leche a la boca y empezó a lamerla sin dejar de mirarme. ―¿Así que mi abuela me quiere en la cocina para que la ayude?– y tragó un poco de semen que le escurrió por los labios. Luego me besó metiéndome la lengua y echándome dentro un buche de mi vaciada: ―Sabes bueno, ¿eh? –dijo– Trágatelo, ándale. No pude tragar aquello y lo escupí. Fui a enjuagarme con agua limpia. ―Eres una puta marrana, Chagua, pero me gusta todo lo que haces. Haces que no viva en mis cabales y La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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que no piense en otra cosa que en meterte la verga y sacarte hasta las tripas. Ella se rió, volvió a besarme para embarrarme en la boca los restos de leche que le quedaba en los labios. Me tomó las manos y las metió dentro de la blusa para que le acariciara las chichis. Le tomé los pezones entre los dedos hasta que se le agrandaron. Me besó con más fuerza y me mordió la lengua. El dolor me hizo soltarla y rió a carcajadas. ―Es mejor que vaya a la cocina. Mi nana me está esperando. Allá te quiero. Tárdate un poquito, mi apá anda por aquí, no vaya a darse cuenta– se lavó los restos de semen y se fue. Me quedé viéndola mientras se alejaba. Tenía la cintura pequeña y las nalgas grandes, que se movían como culebra. Entró en la cocina y luego vi a doña Polita salir rumbo al monte con la última claridad de la tarde, casi anochecía. Me dirigí a la cocina con pasos lentos. Me encontré a la Chagua trajinando. No me miró. ―No era yo a quien esperabas, ¿verdad? ―¡Mira lo que dices, loco! ¿A quién iba a esperar sino a ti, tonto? 210

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―A Miguel Tejeda– contesté a rajatabla. ―¿A ese, cabrón? No –y un ligero temblor en la voz–; yo no espero a ese más que pura chingada. ¿Contento? Luego, rápida como gata me empujó para que me sentara en una silla y con mayor ligereza aún, me desabrochó los pantalones para dejar fuera mi chile y se sentó encima para tallarlo con su raja. Puso mi cabeza en sus chichis y me metió un pezón en la boca. Se lo mamé muy suave. Después de lamer la sal de su sudor quedó la dulzura de la carne suave. Y así, con movimientos expertos y ayudada por sus manos, encajó mi verga en su entrada que se abrió poco a poco hasta que estuvo toda adentro. Se movía como loca encima de mí. Gemía y resollaba como bestia en celo buscando su propio placer. Me decía que siguiera mamando sus pechos para que termináramos antes de que llegara alguien, yo la chupeteaba a mis anchas y le metí un dedo en el fundillo. Ella gritaba y abría su pucha para tallarla en los pelos de mi empeine. Por fin, luego de giros y brincos, estalló en un gusto muy mojado que me empapó la ropa como si se hubiera meado.

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―¡Qué rico estuvo esto! ¡Esto sólo pasa con pitos grandes y gordos como el tuyo! –dijo al tiempo que me desmontaba e iba a limpiarse con un trapo.― Ahora vete porque van a pensar que te measte. Cámbiate de ropa. Ándale apúrate –y se componía la ropa y el pelo, se ponía los calzones que había guardado en un cajón de la alacena– nos vemos después, por ahí te caigo en la nochecita. Pero no regresó en toda la noche la chingada puta marrana y yo que ardía para que me hiciera todas esas cochinadas que le pasaban por la cabeza. Amanecí desvelado y me levanté con los primeros gallos del amanecer. Fui a la cocina, doña Polita andaba levantada a esas horas. ―¿Amaneciste mejor, muchacho? ―Sí, señora– contesté de muy buena manera. Aquella vieja me agradaba. ―Qué bueno, porque voy a pedirte un favor– lo que me agradó mucho, porque no tenía ganas de darles la cara a los hombres del rancho. ―Usted dirá, doña Polita, para qué soy bueno.

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―Ve a traerme un poco de tójil, de salvia, yerba de la golondrina, del manso y del pasmo y de poleo, que necesito para tus curaciones. Tú sabes buscarlo, ¿no? Pero luego de que tomes café y comas algo. No quiero que me digas que costal vacío no se puede enderezar, no vayas a salirme como uno que vino a pedir trabajo. Después de que le dimos de comer y comió hasta hartarse, nos salió con que costal lleno no podía doblarse. El trabajador más flojo que hemos tenido. ―No se preocupe conmigo no va a pasar así. La mujer se rió mucho. Me sirvió café y un plato con huevos fritos, frijoles guisados y tortillas de harina. El desayuno me supo a gloria. Hacía muchísimo que no comía un par de huevos estrellados. Después salí rumbo al monte. No había dado unos pasos cuando vi a Miguel Tejeda saliendo del rancho. Pasó junto a mí y no me dirigió el saludo. “Puta marrana y embustera”, pensé, “Por este cabrón no vino conmigo anoche. Desgraciada méndiga, mentirosa y puta” Me fui hecho la mocha, encabronadísimo, con la lanceta de los celos clavada hasta el culo. “Pero vamos a ver de qué cuero salen más correas, si del mío o el de Miguel Tejeda; nomás que le enseñe la talega de oro a la cabrona puta interesada”. Dije a voz en cuello porque ya iba en donde nadie La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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podría escucharme. “Puta embustera, marrana, cochi”. Caminé de prisa para que se me bajara el coraje. Anduve por todos los cerros buscando las yerbas que me encargó doña Polita. Por último me acerqué al arroyo a buscar el tójil entre los alisos, donde se daba. Trepé a uno y corté una buena cantidad. Luego me eché sobre el zacate junto al arroyo con la intención de dormir un rato. Me despertaron unos chapoteos en el agua. Alcé la cabeza y distinguí que alguien se bañaba. Me levanté a espiar entre las ramas de un fusique. Era la Chagua, se bañaba desnuda en el arroyo. La pude ver a mis anchas. Se enjabonaba las chichis y se metía las manos entre las piernas para lavarse el culo y la panocha. Podía ver sus vellos enjabonados colgar entre los muslos y la espuma resbalar por sus nalgas y muslos. Se lavó la cabeza y se la enjuagó muy bien. Lugo se sentó en una piedra para tallarse los pies, los codos y las rodillas con arena. Volvió a enjuagarse toda y salió a secarse con una toalla. Me encantó verla secarse entre las piernas y desde donde estaba pude ver cómo se esponjaban los vellos de la panocha que eran abundantes y rojizos. Tenía los pezones erizados por el agua fría y la carne dura y amoratada. Brillaba con las gotas que resbalaban desde su cabeza a los pies. 214

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Estaba seguro que me veía desde donde estaba, pero fingió no hacerlo. Antes de vestirse se agachó a secarse los pies, vi su raja velluda y gorda. Me dieron ganas tremendas de irme a gatas y meterle lengua, así por atrás. Y después ensartarla como la marrana caliente y puta que era. Pero me quedé quieto y vi cómo se alejaba con la cabellera roja, mojada, sobre la espalda y cargando la ropa sucia envuelta en la toalla. Como no se me había bajado el coraje, no la seguí. Me quedé allí tirado, mirando el cielo entre los árboles. Al rato escuché el tropel de reses y caballos; los gritos y silbidos de los vaqueros que llevaban las reses a pastar a la sierra. Me levanté y vi cómo se perdían en medio de la polvareda que dejaban a su paso. Los gritos y silbidos tardaron en esfumarse. El rancho estaba de nuevo sin hombres y con el coraje desaparecido por encanto, me dirigí a la casa para entregarle las yerbas a doña Polita. La encontré limpiando frijoles sobre la mesa. Esa mujer jamás estaba desocupada, pese a los tantísimos años que, decía la gente, tenía; para mí eran puras mentiras, la vieja estaba demasiado fuerte y entera para que fuera verdad que se acordaba de cuando quemaron la misión de Santa Catarina. Lo contaba para que la gente creyera que sabía cómo no hacerse vieja y lograba La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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que nos sintiéramos un poco temerosos delante de ella. A doña Polita la tratábamos bien y con respeto, no había de otra. ―Qué bueno que ya regresaste, muchacho –me dijo–, casi es mediodía y has de tener hambre. Te voy a dar un taquito para que aguantes el hambre de aquí que llega la hora de comer. Siéntate y ayúdame a limpiar frijoles. ―Mire, doña Polita –le dije con entusiasmo de poderle ayudar con lo que yo sabía hacer–, deme todo el frijol que tenga; lo limpiaré al estilo gambusino. Sólo présteme una bandeja honda y agua. Puse los frijoles en la bandeja y los cubrí de agua limpia y empecé a girar la bandeja para que las piedras se asentaran en el fondo y la tierra se lavara con el agua; y así girando y girando la bandeja, iba sacando los frijoles de arriba que estaban ya limpios porque las piedras estaban asentadas en el fondo. Iba agregando agua limpia y girando la bandeja y sacando los frijoles de encima, hasta que al final sólo quedaba una hilera de piedras en el fondo. ―¡Mira cómo me ahorraste trabajo!

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―Hay que ponerlo a secar para que lo guarde limpio y no se gaste los ojos. ―Gracias –contestó con la cara atravesada por una sonrisa enorme y sin dientes–; tendré más tiempo libre para ir al monte por yerbas. Habías de enseñar a la Chagua a limpiar frijoles así. ―Pues es cosa de que ella quiera, doña Polita – contesté muy serio, pero bien dispuesto–, nomás que diga y le enseño cómo a su nieta. ―¡Ay, pero ésa es una cabrona que nomás hace lo que quiere! –dijo frunciendo el ceño– No sé a quién sacaría, no tengo la menor idea. ¡Ay, Dios con esta gente que hace lo que le da la gana! Y tú –agregó alzando la voz–, vale más que te andes con cuidado con ella, no vaya el diablo a meter su cola, porque ahora sí que la fregamos. Me comía un taquito de frijoles cuando la Chagua entró a la cocina. Traía puesto un vestido muy fresco, de color muy claro, llenito de flores azules chiquititas. Por enfrente tenía una botonadura que le llegaba hasta el borde de la falda, abierto hasta donde se le veía el comienzo de los pechos. El cabello lo traía suelto y esponjado. La cocina se inundó por un olor a La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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jabón de castilla y agua fresca de arroyo. Su cara limpia brillaba y por donde pasaba, se llenaba de aquel olor a mujer recién bañada que no puede esconder del todo el perfume a hembra sudorosa, con la raja caliente de aroma fuerte. Se me puso duro el pito. La miraba de reojo y ella me ignoraba con esa sangre de cochi que sacaba cuando le daba la gana. Me salí de la cocina sin decir palabra y fui a sentarme al porche a mirar para el monte, tratando de no pensar y dejar que el tiempo pasara de largo para que llegara la noche y cambiaran las cosas. Pero no tuve que esperar tanto. ―¿Por qué no me hablaste en el arroyo? – preguntó a mis espaldas– ¿Andas encabronado? ―Te esperé anoche. ―Me quedé dormida –dijo–, estaba muy cansada. ―Mira tú, qué casualidad –contesté sin mirarla– también Miguel Tejeda se quedó dormido por aquí. Lo vi salir del rancho antes del amanecer. ―¡Ah, estás celoso! Esto es lo que pasa contigo, piensas que te cambié por Miguel –dijo con tono burlesco–; se te olvida que tú y yo tenemos un trato. Me has prometido cosas, no vayas a resultarme un 218

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embustero como todos. Cómo se te figura que voy a cambiarte por el Miguel, si ése está más pobre que una rata de excusado viejo. ¿Tú crees que yo pasaría la vida junto a un vaquero muerto de hambre, que ni tan siquiera es dueño de un becerro, de un caballo o de menos, de un burro? Miguel Tejeda no tiene nada – continuó como si hablara con ella misma–, nada de nada; apenas es dueño de la ropa que trae puesta y de la silla de montar. No quiero vivir la vida que Miguel Tejeda me ofrece, porque, para qué te echo mentiras, me ha pedido que me vaya con él, pero yo no quiero. Deseo tener un rancho, ser una señora. Ya tuve la experiencia de Fermín, no salí de perico perro aquí en el rancho, trabajando en la cocina, lavando ropa, sola por las noches cuando se iba a las campeadas. Yo quiero un hombre que me tenga como reina y que duerma conmigo todas las noches y tú, tú tienes oro y con ese se puede conseguir todo –al decirlo se acercó a mí, me abrazó por la espalda metiendo sus manos en mis pantalones y empezó a besarme el cuello y a lamerme las orejas–, con tu oro seríamos ricos, pasearíamos y tendríamos carros bonitos como la gente que vive en el pueblo y, además, otros serían los que trabajen para nosotros. ¿Cómo se te ocurre pensar que voy a preferir a La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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Miguel Tejeda que a ti, cómo se te ocurre tal cosa? –me decía entre besos y lamidas de cuello, las manos acariciándome el chile, apretándolo entre sus dedos y buscando mis huevos para acariciarlos. Me dijo al oído: ―Te quiero bañadito, bien bañadito en la noche, mi amor, y… te espero en mi cuarto nomás que mi nana se vaya a dormir; ponte abusado para que te vayas luego, luego. ¿Entendiste? ―Sí, pero ya que empezaste, acábale, ¿no?– contesté apenas, de entrado que estaba. ―No, te quiero muy ganoso, porque quiero jugar mucho con esa verga grande, gorda y jugosa que tienes, mmmm, se me hace agua la boca– y se fue corriendo rumbo a la cocina. Me le quedé mirando, las nalgas se le estremecían al caminar al compás de los pasos, segurito no traía calzón ni chichero. Me quedé con el pito a medias y muy encabronado: ―Pinchi puta marrana, hija de toda la chingada, ¿Qué vergas irá a hacerme que me quiere bañado y bien bañado?– Me estremecí todito con una sonrisa en la cara que no podía quitarme de encima. El día pasó lento y yo estaba como en una nube pensando en las palabras de la Chagua que me 220

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aseguraron que yo era el preferido, que me quería a mí porque yo podría darle todo lo que ella deseaba. Ahora sí, después de esto, me iría a buscar la misión perdida. Deseaba intensamente darle carretadas de oro a la Chagua. La noche se acercaba por los cerros. En el cielo volaban los tapacaminos y el aire se llenó con un alboroto de chacuacas y cantos de paloma. Los murciélagos salieron de sus escondites. Todo quedó en calma. El poniente se llenó de llamaradas y la primera estrella apareció. Se acercaba la hora. Chuy Castro iba y venía por el rancho con sus piernas largas. Al verme sentado en el porche gritó: ―¡Qué a gusto te la pasas, güevón! ¡Ven a ayudarme a encerrar los becerros! ―¡Que trabajen los pobres, yo tengo mucho dinero!– contesté sin moverme del sillón. ―De seguro traes la talega llena, pero de piojos, gambusino lamido y muerto de hambre– me gritó encabronado y se fue a la carrera rumbo al corral. Yo me reí para mí porque casi era un hombre rico, casi; era cosa de días, estaba seguro. Todo era cuestión de obligar a Malaquías a que me dijera en cuál cañada de la sierra estaba Santa Inés. Estaba seguro que La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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el viejo sabía cuál exactamente. Ese oro iba a ser mío. Llegó la oscuridad. Escuché los pasos de doña Polita arrastrarse dentro de la casa y salir a tocar la campana para indicar que la cena estaba lista y que era hora de presentarse a la mesa. Me levanté, me fajé bien los pantalones y metí la camisa dentro. Me acerqué a la cocina. La mesa estaba servida, iluminada por una lámpara de petróleo. Doña Polita, la Chagua y el Chuy Castro me esperaban. ―Pásale, muchacho. Comimos en silencio. Me encontraba con los ojos de la Chagua que me miraban fijos y con un mundo de cosas dentro. Se reía y absorbía los tallarines como si fuera mi pito, me miraba y reía. Yo apenas probé bocado. El Chuy comió por mí y por él. Doña Polita se miraba algo cansada, también comió poco. La Chagua convertía cada bocado en una provocación. La cena se hizo larguísima. Me serví café, lo bebí rápido, di las gracias y salí de la cocina. Me fui directo al arroyo a bañarme con agua fría. Sobre todo el liacho y el fundillo, no fuera que a la puta marrana, se le ocurriera meter sus narices por allí, estaba tan loca, que cualquier cochinada era posible que saliera de su cabeza. Regresé estilando de limpio, oloroso a jabón. Me dirigí a la casa, 222

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ya a oscuras. Encontré unas mantas sobre el catre. “Pobre doña Polita, pensé, atenta en todo y a todos”. Le di la vuelta a la casa, sabía bien en dónde estaba el cuarto de la Chagua. Toqué la ventana y escuché: ―Pásale. Entré; una lámpara de petróleo estaba encendida sobre el buró. Ella desnuda sobre la cama, tenía las piernas abiertas y jugaba con su panocha gorda. Me quedé parado mirándola calentarse y empezar a gemir. Subía las manos y se tocaba los pezones, después regresaba a acariciarse abajo, a meterse los dedos y probar la humedad con su boca. Sacaba la lengua y se metía los dedos sin dejar de tocarse. Hacía aquello sin dejar de mirarme, gozaba verme mirándola. Sacó una vela y empezó a metérsela por la raja, a meterla y a sacarla: se estaba cogiendo sola delante de mí hasta que se vino en medio de jadeos, gritos y revolcándose como culebra sobre el colchón. ―Ven, acércate con tu Chagüita, ven chiquito a que te quite la ropa para que te bese el pitito y te lo chupe. Ven, corazoncito mío, acércate. La voz era cariñosa, como miel recién sacada del enjambre. Me acerqué y me desvistió para luego La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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acostarme junto a ella; empezó a besarme y a tocarme la verga con todo y huevos. Me decía palabras muy dulces en el oído y me metía la lengua. Estaba abandonado a sus caprichos. Me dejaba hacer lo que ella quisiera. Me sentía flotando en el cielo sobre una nube. Sentí mi verga dentro de su boca, me la apretaba con sus labios y me la repasaba de arriba abajo con la lengua y la cubría de besos. Cuando estaba a punto de vaciarme, rápida como gata montés se montó, y moviéndose como si bailara sobre mí, empezó a buscar su propio gusto. Se jugaba los pezones para que la viera hacerlo y cuando estábamos por venirnos, se inclinó sobre mí y me metió la lengua en la boca y la enroscó con la mía para morderme en el momento exacto en que terminamos los dos. Allí se quedó un rato con mi verga dentro. A esa puta le gustaba que se la metieran, le gustaba mucho. Hasta pasado un rato se acostó a mi lado y abrazada a mí, con sus piernas enroscadas en las mías y acariciando mi cabello, empezó a hablar: ―Ahora sí, corazoncito, cuéntame del oro. ―Traje un poco, Chagua, ¿quieres verlo, lo traigo en el bolsillo de adentro de la chamarra.

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No había acabado de decir esto cuando la Chagua ya estaba hurgando entre mi ropa. No le costó mucho dar con la talega. Se acercó a la luz y dejó caer las chispas de oro sobre su mano que brilló muy bonito y pude ver el deseo de más, mucho más, en su cara. ―¿Te gusta, Chagua? –pregunté– ¿Crees que es suficiente? ―No, claro que no es suficiente. Necesitamos más para ser dueños de mucho –y me miraba con una mirada fría, llena de dudas y cierto desencanto–. Me dijiste que sabías en dónde había muchísimo oro. Recuérdalo. Necesitamos mucho, en cantidad para poder irnos de aquí. Lo prometiste. ―Pero, Chagua, con eso nos alcanza para empezar un ranchito, con un pie de ganado. Podríamos irnos y empezar juntos una nueva vida; los dos somos libres, no hay nadie que nos lo impida. Tú eres viuda y yo soltero, ¿qué dices de esto? ―Que no te pase por la cabeza que soy una mujer conforme. Ya lo fui mientras estuve casada con Fermín Osuna y no me quedaron ganas de volver a lo mismo. Métetelo bien en esa cabeza tontita que tienes: quiero las cosas en grande o ¿qué acaso no lo valgo? La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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¿Quieres ver lo que vas a gozar si me traes ese oro que dices?– me preguntó clavando su mirada en mis ojos. ―Sí, Chagua, quiero gozar todas tus marranadas, pero para traerte ese oro tengo que sacarle el secreto a Malaquías Verduzco, compartirlo con él y don Pifas. ―Por lo que veo, una multitud; luego se encuentran modos de quedarse con un buen pedazo. Dicen que el que reparte y comparte, se queda con la mayor parte. ¡Ah, qué tú! ¡No me salgas ahora con que no tienes imaginación. Y a propósito, ¿no quieres ver algo de la mía? Para que te den ganas de ir a buscar ese oro, mañana mismo. Al decirlo, se regresó a la cama y empezó a besarme la boca subida en mí a horcajadas. De nuevo me ahogaba su lengua dentro y sus dientes mordiendo la mía. Me soltó y empezó a besarme de la boca hacia abajo y a lamerme. Con ella encima era difícil hacer algo, sólo dejarse hacer y obedecerla cuando ponía mis manos en donde ella quería. Siguió besándome por el pecho, panza, ombligo hasta llegar a mi empeine. Allí me arrancó los vellos a dentelladas y se metió mi verga a la boca de sopetón y me la mamó como becerro hambreado. Luego me lamió los testículos y se siguió 226

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con la lengua por el caminito entre mis talegas y mi fundillo. Entonces, abrió mis nalgas y empezó a besarme el culo; me metió la lengua y después los dedos, mientras tenía mi verga en la boca. Algo me hizo dentro del fundillo con los dedos que creo vi a Dios en el cielo y al diablo en el infierno, y me vacié en su boca. Mi leche chorreaba por sus labios hasta gotearle los pezones. Ella lamía aquello sin dejar de verme a los ojos. Se lo tragaba como si fuera segual y me miraba verla haciendo como si fuera un gusto muy grande que la viera. Luego dijo con la vela en la mano: ―Te toca a ti; aunque lo único que deseas en este momento es dormir, pero antes –dijo poniéndose a horcajadas en mi cuello para que me quedara su pucha en la boca– quiero que me hagas gozar con tu lengua y con tus labios, ándale, empieza. Aquello era enloquecedor, tener su raja en la cara, a sus vellos rozándome, los labios y su olor fuerte me penetraba hasta los sesos. Tenía el cuello mojado por su humedad y la suavidad de sus muslos en cuello y hombros. Me ayudaba abriendo sus labios gordos y sacando aquel botoncito hinchado para que lo jugara con mi lengua. Por último, se tiró de espaldas:

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―Cógeme con la vela como si fuera tu pito. Lo hice, pero ella se puso tan loca y tan caliente que terminaba y volvía a terminar como si fuera una cascada hasta que por último se contorsionó en un espasmo y se vació en mis manos como si se hubiera orinado. La vela, mi mano y sus vellos estaban empapados, chorreaban un líquido que probé creyendo que era orines, pero no lo eran, tenían un olor dulzón igualito que su panocha. Nos quedamos dormidos. Desperté hasta que vi al lucero de la mañana brillando entre las cortinas. Me levanté y fui a mear afuera de la casa. No sé si me sentía feliz después de las cochinadas de la Chagua, no lo sé. Me sentía confuso, pero decidido a irme ese mismo día a buscar de una buena vez por todas, la misión perdida porque deseaba más de aquello; quería a esa chingada puta marrana, y le traería el oro en carretadas.

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11. Llegué al Real de las Güilotas antes de medio día, cansado, porque había dormido poco la noche pasada. Con la Chagua las cosas eran así. Se dormía a ratos. Me tiré bajo la sombra del techo, allí sobre la tierra pelona y arenosa, después de haber bebido y comido algo. No había sido día de suerte, Flor de Loto no estaba en el interior de la tienda. Sólo alcancé un pedacito del aroma que se desparramaba alrededor de ella y se quedaba flotando en el lugar. Sentí el piquete de la desilusión en medio del pecho, aunque la Chagua era la razón por la que deseaba tener mucho oro, la Flor de Loto era inalcanzable, tan alta como las nubes, como el vuelo de un aguililla o un gavilán, como rayo de luna o de sol, los dos muy lejos de mí. Dormí un tiempo breve, una pestañeada que compusiera mi cuerpo y me despejara para seguir mi camino. Al despertar pregunté a los borrachos que dormitaban junto a mí por Malaquías, por don Pifas y por el Cuervo. Nadie sabía nada. Entré al tendejón a beberme un trago para largarme cuanto antes y comprar algunas provisiones para el camino, unas latas de sardinas, de Spam o, de carne de cabeza, galletas saladas y chiles en vinagre. Las ganas de café me las aguantaría, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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al fin con algo de poleo o de salvia por las mañanas sería suficiente como otras tantas veces. Los ojillos del Chino Siu me miraron dudosos: ―¿Así que te dijo Malaquías que sacalas todo esto en su cuenta? ―Sí –mentí– él va a pagarlo cuando regrese del desierto, por allá anda todavía y ya se les ha de haber acabado el lonche. ―Más te vale que no digas mentilas –me dijo al tiempo de que abría su libreta negra y me llegaba un olor de amapolas del campo– polque si Malaquías no paga, te voy a mochal los huevos, cablón embustelo. ―No seas desconfiado, Chino Siu, Malaquías va a pagarte todo. ―Más te vale, más te vale. Con Chino Siu no se juega, tengo el colazón dulo y neglo. Del interior me llegaban las risitas de la Querendona y la Nomeolvides que atendían a unos clientes en aquel momento. Pensé en lo que se sentiría perderse en la carne abundante de la Nomeolvides. “Colchón y almohada”, me dije, o sentir las mordidas de los perritos de la Querendona. “Par de putas cochis, 230

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igual que la Chagua, que no haría malos quesos en la cantina-tienda de Héctor Siu”, pensé antes de salir: ―Ahí nos vemos a la vuelta, Chino, si Dios lo permite– dije mientras pensaba en que me valía un pito lo que Dios me permitiera. Estaba decidido a conseguir lo que quería quisiera, con o sin Dios; así tuviera que pedirle ayuda al mismo chamuco. Al rato cabalgaba sobre las planicies del desierto. Hacía calor, sobre mi cabeza volaba un cuervo y graznaba. “No vaya siendo que me tope con alguien”, me dije, “nomás que sean don Pifas y Malaquías está bien; pero si se trata de otro, ya la chingué, no traigo ganas de encontrarme con desconocidos”. Mis pensamientos andaban por caminos que me llevaban a dónde yo quería llegar: a la riqueza, a la comodidad, a la compañía de la Chagua y sus cochinadas en mi cama o ¿de la Flor de Loto? “Por qué no las dos”, me dije con fuerza, con una voz como si ya fuera el patrón de muchos, el dueño de voluntades y de la tierra. Empecé a sentirme poderoso, jefe, dueño de tener siempre la razón y de que me besaran el culo por interés. “Besar el culo”, pensé. “Me hizo ver a Dios y al diablo”, me dije, “¿qué otras cochinadas sabrá?”; y el deseo de tener por fin ese oro en mis manos, me hizo picarle las costillas a la mula La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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que aligeró el trote. De nuevo el cuervo graznó encima de mi cabeza. Frente a mí se extendía el plano amarillento del desierto, salpicado de ocotillos y mezcales. Un punto negro apareció al horizonte que danzaba con la bruma que brotaba de la tierra. Se fue haciendo más grande hasta que se convirtió en la figura oscura de un hombre que caminaba directo a mí. Aquello me resultó familiar: ya había pasado antes. “¿Cuántas veces?”, me pregunté, “¿Cuántas veces he vivido esto? ¿Miles?” Las ideas revolotearon como vuelo de pájaros en mi cabeza. El hombre se acercaba, como se había acercado miles de veces. Mi mente empezaba a recordar aquello: Era Nicanor Arce, el Cuervo, que venía derechito a donde estaba. Me detuve al topar de frente con él. ―¿A dónde vas, Nicanor Arce? ―A donde siempre, adónde más. A la casa de los cuervos, mi casa– contestó con ojos peleadores. ―¿Y dónde queda eso? ―En la punta de mi verga gorda y rozada de tanto cogerme a la Querendona– contestó sin dejar de mirarme y sin borrar de sus ojos el pleito que estaba empezando. 232

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―Pinchi puto de mierda –contesté encorajinado por la desvergüenza del Cuervo– seguro traes tu casa y a todos los cuervos de la Baja California dentro de tus calzones hediondos, empicados con la leche seca que te sale de repente. Han de estar muertos de hambre los pobres. ―No te digo, no se te quita lo pendejo –sin quitarme los ojos de encima–. Tú no entiendes. La casa de los Cuervos está en un lugar que no te importa. Jamás podrías llegar allí. Nunca. ―Eso es lo que crees, borracho de mierda – contesté rápido y directo a su cuerpo como mordida de víbora de cascabel–, cuando estabas tirado, durmiendo la borrachera ahí donde el Chino Siu, con la bocota abierta y llena de moscas que comían de tu baba seca, te vi el tatuaje que traes en la panza. La casa de los cuervos es la misma que la misión perdida de Santa Inés. A mí no me engañas; ya sé que andas detrás de lo mismo que el Malaquías y don Pifas. ―¡Ah, qué tú, estás más pendejo que la otra vez que te vi! –me contestó moviendo la cabeza, con una media sonrisa que transformó su cara en algo muy triste– La verdad me das lástima, mucha lástima. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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―Pues vale más que en lugar de lástima, sientas coraje –le dije–, porque ahorita me voy a bajar de la mula y te voy a agarrar a golpes hasta que me digas en dónde está esa maldita misión de una buena vez. Me apeé de la mula, dispuesto a matarlo si era necesario, pero no se iba a ir sin decirme lo que yo quería saber. ―¡Mira pues, contigo –dijo–. Pobre muchacho, estás mal de la cabeza. No había terminado de decir esto cuando le solté un golpe directo a la panza, pero mi puño se fue de paso y fui a dar al suelo. Cuando me incorporé, alrededor mío, flotaban un montón de plumas negras que desperdigó el viento. “Debo tener el cerebro cocido, tatemado por el sol, y por eso veo visiones y escucho cosas que no son”, me dije preocupado. Me estuve allí por unos momentos, sin saber qué hacer ni qué pensar. La mula, pacífica, comía yerba, movía la cola muy quitada de la pena, como si no hubiera pasado nada. “Vale más que haga rumbo y me largue de aquí ahorita mismo”, y me subí a la mula y eché a andar a trote ligero, para alejarme de allí cuanto antes, no fuera el chamuco a pegarme otro susto. Al rato 234

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pasaron unos cuervos y graznaron encima de mí. “Malditos cuervos engañadores”, y me sumí de nuevo en el hervidero de cosas que traía en la cabeza. Hice rumbo para el suroeste, hacia donde estaba situada el Agua Caliente, donde había dejado el campo de Malaquías. Llegué a la caída de la tarde, aquello estaba más solo que las ruinas de San Fernando de Velicatá. Se escuchaba al viento zumbar entre las ramas y chocar contra los pedregales. Se oía el gorgoteo de las aguas termales y el viento traía su olor azufrado y el canto de las palomas que tristes cantaban entre las ramas. Ni siquiera se escuchaba el alboroto de las chacuacas ni se veía volar a los tapacaminos cuando tomaban agua del represo. Pronto caería la noche y decidí quedarme a dormir en aquel sitio. Herví agua y cocí un poco de poleo para animar la panza y abrí una lata de Spam; calenté la carne sobre las brasas. Comí con galletas saladas y dejé algo para desayunar al levantarme. Tendí el saco de dormir sobre los sudaderos de la montura y puse la silla de montar como almohada y me eché a dormir con un cielo estrellado que parecía iba a caerme en la cabeza. Las estrellas brillaban de todos colores, parecían diamantes vivos. Me sentí abrumado por aquella inmensidad que parecía al alcance La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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de mi mano y sentí un miedo desconocido; me sentí tan pequeño como pulga de rata, como gorupo de gallina, así de miserable e insignificante. Empecé a temblar como si hiciera mucho frío. La noche se llenó de ruidos, de sombras de las sombras. A lo lejos los tecolotes cantaban. “Cuando el búho canta, el indio muere, no será cierto, pero sucede”, pensaba temeroso. Mi deseo de ser rico, muy rico no me había dejado contemplar la idea de la muerte que me podía suceder en aquel preciso momento. Alguna estrella errante podía caer justo encima de mi cabeza y hacérmela mierda y adiós sueños. Pensé en todas las posibilidades de morir en aquella noche solitaria. Me sentí lleno de escorpiones, sentí miles de viudas negras metidas entre mi ropa y que cientos de víboras de cascabel me asechaban fuera del tendido. Me hice bolita, como niño dentro de su madre. Empecé a sudar frío, dominado por un tropel de pensamientos negros que me mataban de mil formas. Recordé que traía un churro de yerba en la bolsa de la camisa. Siempre me prevenía con uno antes de dormir, no fuera el diablo y me llenara de miedo. Prendí el carrujo y me lo fumé como si se me fuera en aquello la vida. Al rato estaba más alegre que si estuviera en un baile de San Telmo para el 16 de Septiembre y no me 236

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acordaba del miedo. Los búhos seguían cantando en la oscuridad. “Canten, tecolotes hijos de la chingada, que por hoy no se les hizo, cabrones. Se van a pelar la verga conmigo”, grité a todo pulmón. No supe a qué horas me quedé dormido. Soñé a la Chagua toda la noche. La veía enseñándome el oro y riéndose mucho. Detrás de ella, Miguel Tejeda también reía, pero él lo hacía a carcajadas. Se repitió toda la noche sin parar. Parecía que iba a romperme la cabeza en pedacitos, pero no podía, no podía, no podía. Desperté con la cara caliente por el sol encima de mí. Me dolía la cabeza y sentía el cerebro lleno de una niebla espesa y oscura. Cocí un poco de poleo y comí el resto del Spam porque me sentía con un hambre de la chingada. Ensillé y me largué de allí enseguida, no sabía por dónde andarían el par de viejos cochinos. Mis malos pensamientos me llevaron a suponer que andaban por los cañones de la sierra buscando la misión perdida e hice rumbo hacia el poniente hasta donde se alzaba la Sierra de San Pedro escabrosa y difícil. Me aventuré por una brecha angosta que hacían los animales en su búsqueda de zacate. Era arriesgado, lo sabía, pero aún traía el envalentonamiento de la yerba que había fumado y me animé a subir la sierra por ese lado. No sé, si fue la suerte o fueron los La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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cuervos que a cada rato graznaban encima de mi cabeza como si me indicaran el camino. En unas horas me encontré cabalgando sobre la cumbre de la sierra. Durante la travesía vi a los borregos cimarrones saltar entre los cantiles. Hubo momentos en los que tuve que apearme de la mula y caminar por aquellas vereditas angostas y empinadas, que por fin me condujeron hasta los pinares. Unos venados descansaban bajo los pinos, los pájaros volaban entre las ramas y el cuervo seguía graznando sobre mi cabeza. Pronto descubrí que me conducía hacía algún lado. Decidí hacerle caso, si alguien en el mundo sabría en donde estaban Malaquías y don Pifas, era ese cuervo o cualquier otro. Pronto dejé los pinos atrás, el cuervo me guiaba por veredas intrincadas, muy difíciles. En algunos sitios apenas cabíamos la mula y yo. En otras caminaba y cabestreaba a mi montura. El cuervo volaba frente a mí. Volaba y graznaba, yo lo seguía sin detenerme, aquello parecía una carrera loca. Era casi el oscurecer de aquel día en el que no me había detenido ni a mear. El cuervo se posó sobre una piedra muy alta y graznó. No supe a qué horas desapareció. Prendí una lumbrada, de nuevo, cocí algo de poleo y de salvia que encontré por ahí y calenté una lata de carne de cabeza. Estaba hambriento, 238

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me gruñían las tripas. Tomé agua hasta que me sonaba dentro del estómago cuando me movía. Tendí sobre los sudaderos, la silla de montar como almohada y me tiré allí luego de quitarme zapatos y sombrero. El sueño me llegó al momento y nada soñé, nada. Desperté con la primera claridad porque no aguantaba las ganas de mear. Oriné sobre las piedras, vi el vapor de mis meados brotar como humo de la tierra fría. Desayuné, bebí poleo, me lavé la cara en el arroyo y me fui por la mula que comía zacate y ramas por allí cerca. Le di un poco de grano que traía en las alforjas. La ensillé y me dispuse a irme. En esas estaba, cuando de nuevo apareció el cuervo posado sobre las piedras y echó a volar en frente de mí en cuanto le di a la mula. “Cuervo loco, igual de zafado que los viejos”, pensé dispuesto a seguirlo hasta tener en frente a los gambusinos. Seguimos bajando por aquellas veredas casi intransitables y desconocidas. No reconocía ninguno de los lugares por los que pasábamos, parecía que caminaba por sitios desconocidos y desérticos. Pronto la tierra se volvió plana y amarilla, sin una sola planta o nacimiento de agua. El sol me pegaba de lleno en la coronilla, me sentía mareado, acalorado, hambriento y

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con sed, pero no podía detenerme y la mula también parecía entender el mandato del cuervo. Al poco rato aparecieron las dunas que bordeaban al mar. Eran blancas, salpicadas de matas rastreras de color verde oscuro. Las patas de la mula se hundían en la arena y su andar se volvió dificultoso. Eran tres hileras de dunas de arena blanquecina y caliente y al finalizar la última, apareció el mar que se extendía en una línea larga de norte a sur, de sur a norte. Una larga fila de olas con penachos blancos que iban y venían. Zumbaba cuando se alejaba de la arena. El sol resplandecía sobre las olas como si fuera espejo. Los delfines saltaban oscuros sobre el agua. Las gaviotas volaban sobre mí. Otra vez el cuervo había desaparecido. Grupos de aves de pico rojo descansaban en la orilla, los pelícanos mar adentro. Un peñón rocoso sobresalía a cierta distancia, y hasta mí llegaban los ladridos de los lobos marinos. Podía verlos desde la playa, alzando los hocicos al cielo. En aquel lugar no había la menor seña de los gambusinos. No entendía por qué el cuervo me había conducido hasta allí. Tal vez me llevaba por la ruta que habían seguido los viejos roñosos, pero por lo pronto, no estaban allí. Me causó extrañeza no sentir coraje ni desilusión. Parecía que 240

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caminaba por veredas que no me llevaban a ninguna parte o, pensé, yo no sabía “mirar” como lo hacían los gambusinos viejos y, como me habían dicho muchas veces; no podía ver más allá de mis narices y me era imposible encontrar sus rastros. No había la menor huella de que hubiera oro por ahí. Era una playa lisa, larga, bordeada por hileras de dunas que corrían junto con el listón de espuma de las olas. ¿Quién me manda seguir a un cuervo, como si un ave pudiera ser guía de persona? Atardecía, sentí hambre al tiempo que me gruñeron las tripas y eructé con sabor a vacío. Me quité los zapatos y me fui a buscar almejas pismo. Hundía los pies en la arena hasta que sentía en mis plantas un bulto gordo y ayudado por un cuchillo, saqué varias almejas grandes, de concha blanca. Las abrí y lavé la carne rosada en la playa. Me las comí crudas y todas. Me quedé dormido. Desperté muy entrada la noche. El mar zumbaba con ese compás que tiene de ir y venir. Abrí los ojos y lo vi: Brillaba con una luz muy extraña, las olas, la espuma, la arena, todo estaba brillante como si tuviera luz propia. Me metí al agua y mis pies brillaron. Sentí el deseo de bañarme en aquel mar de luz. Me desnudé y regresé al agua. Pronto yo también era de luz. La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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En eso, escuché un canto hermoso, más bonito que el canto de los cenzontles y que los pájaros de la sierra o el canto triste de las palomas; aquello era algo que a mí se me figuraba más del cielo que de la tierra. Pensé que así cantarían los ángeles en la gloria. Me adentré en las olas y de pronto apareció ella. Flotaba con una cabellera que parecía de plata y una piel húmeda que semejaba estar hecha de lo mismo que fabrican las tazas y platos de china. Vi sus pechos enormes y blancos. Lo más extraño era que de la cintura para abajo tenía el cuerpo de pez, llenito de escamas tornasoles. Ella nadó alrededor mío sin dejar de cantar en una lengua que se metía hasta el fondo de mi cabeza diciéndome cosas. Luego se puso boca arriba para enseñarme su sexo que era como una flor de pétalos carnosos que palpitaban alrededor de una abertura cerrada. Yo entendí que deseaba que la gozara un rato. No podía dejar de mirarla, tenía los pezones hinchados y el sexo muy excitado. Me calenté mucho al verla y no tenía otra cosa en la cabeza que meterle la verga en aquella flor que se me figuraba sería mejor que cualquier cochinada que inventara la Chagua. Dominado por el deseo, estiré mis manos para tentar aquel increíble sexo carnoso, pero en cuanto mis dedos tocaron los pétalos, ella gritó como si le hubiera 242

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enterrado un puñal afilado y la flor se escondió entre las escamas. Se alejó nadando y con ella se fue la luz. El mar se volvió negro y furioso. Una ola enorme me lanzó a la orilla y no supe más de mí hasta el otro día. El cuervo me esperaba más allá de las dunas, echó a volar cuando me acerqué a él. Frente a mí se extendía un terreno plano de color amarillento. Nada crecía allí, parecía que estaba sembrado de piedras, las cachoras corrían a esconderse debajo de los pedruscos o en los agujeros donde vivían. Aquella planicie parecía que no iba a terminarse nunca. A medio día, el sol caía sobre mi cabeza, me chorreaba el sudor por debajo del sombrero. Había dejado de pensar, y apareció en mi cabeza la imagen de ella, la mujer marina que se había acercado para estar conmigo, pero que huyó en cuánto la toqué. “¿Por qué?”, me pregunté muchísimas veces, “¿por qué se fue y con ella la luz extraña?” No encontré ninguna respuesta que me hiciera sentir bien. No encontré ninguna, pero una idea empezó abrir brecha en mis sesos: empezaba a estar igual de loco que los viejos sarnosos, igual de destrampado que ellos que veían cosas y se entendían con las piedras. “Voy detrás de un cuervo”, pensé, “solamente a un gambusino loco se le ocurre tal cosa. Vale más que los encuentre lo más La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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pronto que se pueda para retirarme de esta vida que al final me llevara a la loquera total”. Caminé todo el día por aquel desierto, que la verdad, me era desconocido, Malaquías Verduzco que se decía conocer a la Baja California como a sus manos, jamás me había llevado por ese lugar. Por momentos sentí que soñaba, que estaba dentro de un mal sueño y que de un momento a otro iba a despertar. La noche me encontró encima de la mula, no tenía ni hambre ni sed ni sueño ni cansancio. Lo único que deseaba era seguir para encontrar a Malaquías; así pasó la noche entera y media mañana calentada por un sol como de infierno, hasta que por fin apareció a lo lejos una mancha oscura, borrosa, bailaba con la brumazón que salía de la tierra. El cuervo aparecía de vez en cuando y graznaba sobre mi cabeza. La mancha se agrandó y al poco tiempo vi que se trataba de una casa en medio de aquella soledad. Me gruñeron las tripas y sentí la boca reseca por la sed y hasta entonces reparé que la mula apenas daba paso. Era una casa de adobe de un solo cuarto, por las ventanas entraba el desierto y a medio patio estaba una noria, con una polea para sacar agua en un balde. Me acerqué y le di de beber a la mula y yo también calmé aquella sed que me abrasaba el cuerpo. Más allá había 244

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un corral vacío; por el estiércol supuse que era para encerrar chivos que los lugareños deberían andar pastoreando en esos momentos. Me acerqué a la casa para tocar la puerta, pero no había tal puerta. Saludé y me contestó una voz que me dijo que pasara. Era una mujer muy anciana, que de tan jorobada parecía un ovillo. Tenía el pelo como si fuera de nubes y la piel cuarteada como el desierto; no tenía dientes, pero en medio de aquella insoportable vejez, brillaban unos ojitos como de cielo. ―Has de venir cansado –dijo con acento de gringa– llegar aquí a veces dura toda la vida. Es bueno que comas algo, debes estar debilitado de tanto andar porque es muy largo el camino para llegar aquí. Cuando dijo esto me acercó un pedazo de pan duro y otro de queso de chiva oreado. Me lo comí y sentí un sueño que casi me cerraba los ojos. ―Échate por ahí en un rincón y duerme, aquí no hay camas; mi hija y yo dormimos en el suelo, es mejor, la tierra es tibia y suave y nos acoge en sus brazos. No te preocupes por tu mula, ella sabrá cómo encontrar comida, los animales siempre saben.

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Me tiré en el suelo y me quedé dormido. Soñé sueños blancos, vacíos. Desperté cuando escuché los cencerros de los chivos. La anciana dijo: ―¡Hasta que despiertas! Llevas más de una semana durmiendo. Me quedé sorprendido; me sentía como si hubiera dormido sólo unas horas. Entró la hija, casi tan vieja como la madre, sólo un poco menos encorvada y más ágil. También tenía el cabello de nubes y los ojos azules y brillantes. ―Bueno –dije– cómo es que viven aquí tan solas dos mujeres sin nadie que les ayude. Cómo llegaron. ―Estamos aquí por causa de un hombre –dijo la más joven–, al que amamos las dos, pero que cuando vio que nos peleábamos por él, huyó. Cada una salió a buscarlo por su lado, pero no lo encontramos nunca. ―Hasta que nuestros caminos se cruzaron – completó la más anciana con un sentimiento que parecía que lo que hablaba había pasado un día antes – y nos quedamos a esperar que él nos encuentre a las dos. ―Mientras cuidamos a las chivitas –agregó la otra– así ayudamos a que el tiempo no pase tan lento. 246

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―¿Y cómo se llaman, si puede saberse, señoras? ―Kathy y Brunilda Nilson. ―Y el hombre que esperan se llama Malaquías Verduzco si no me equivoco– dije al tiempo que me levantaba y salía a buscar a la mula para largarme de allí cuanto antes. Pensar en Malaquías me revolvía el estómago. Me fui echo la mocha, no tuve que despedirme ni agradecerles su hospitalidad porque estaban muertas, hechas polvo que el viento desparramaba por el desierto. No quise recordar aquello. Mis pensamientos se centraron en encontrar a ese par de desgraciados y sus fregaderas. Se me metió en la cabeza que debía buscarlos en Valladares y para allá hice rumbo. Me costó mucho trabajo encontrar el camino a Valladares, había tantas veredas desconocidas, por fin di con una que me resultó familiar y me fui por ella. Pronto me encontré con las piedras, árboles y matorrales conocidos, por fin andaba en mis terrenos. Empecé a subir por la vereda, la cuesta de Valladares estaba cerca; el cuervo regresó a volar y graznar encima de mi cabeza. “Espero que ahora sí anuncies a ese par de cabrones, cuervo del demonio”, le La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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grité con todas mis fuerzas. Por fin llegué a la parte más alta de la cuesta, desmonté para estirar las piernas y tirar algunas piedras al voladero. En esas estaba cuando escuché una voz a mis espaldas: ―¿Te diviertes, vale? Malaquías Verduzco estaba detrás de mí. Por fin iba a vérmelas con el maldito desgraciado. Venía solo, don Pifas no lo acompañaba. ―¿Adónde dejaste a hediondillas? ―Epifanio Dueñas ya no camina por estas veredas, ya no está aquí– contestó mirándome a los ojos como si quisiera ver mis pensamientos o adivinar mis intenciones. ―Pues me das buenas noticias; así seremos menos. ―¿Menos? ¿para qué, puede saberse? ―No te hagas inocente, Malaquías, que no te va. ―¿Inocente? ¿De qué o por qué, vale? ―Seremos menos a la hora de la repartición del oro de la misión– le contesté como flecha al aire.

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―¿Todavía andas con eso, vale?– preguntó asombrado– ¿No fue suficiente el oro que te dejé en el Agua Caliente? De seguro no le alcanzó a tu puta. ―No le digas puta. Esa vieja es mía, para ella quiero el oro, para convertirla en reina. ―Y tú en el rey de segurito, ¿no, vale? –lo dijo en tono burlón haciéndome arder las tripas– ¡Ah, qué tú, no cambias para nada, sigues igual de pendejo! ¿Qué pasaría si supieras que te he mentido todo el tiempo, que no hay tal misión perdida, que sólo son cuentos de gambusino? ―No, Malaquías, esto sí que no voy a permitírtelo. Ahora me cumples porque me cumples– lo agarré del cuello y lo zarandeé. ―Son mentiras, viles mentiras mías. Te las dije para mantenerte interesado y anduvieras conmigo por los caminos. Nada de lo que te decíamos era cierto. Tan solo era una artimaña que usamos los gambusinos para no andar solos– me miraba a los ojos con una expresión en la que no entraban las dudas. ―¡Mientes, Malaquías Verduzco, mientes con tu lengua sarnosa!– y empecé a apretarle el pescuezo.

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―No miento, vale, la misión no existe, son historias de gambusinos locos como yo. Nadie la ha encontrado nunca, nadie sabe dónde está; es una historia que se cuenta de gambusino a gambusino para alejar la soledad del monte, de las veredas. ―Nicanor Arce trae un mapa tatuado en la panza. Yo lo vi con estos ojos que se han de comer los gusanos. La misión perdida de Santa Inés de la Sierra, si existe: ¡Vi ese puto mapa, yo lo vi!– estaba totalmente negado a aceptar las verdades que salían de la boca de Malaquías. ―Ese pobre es el más chiflado de todos. Vale más que te olvides de la misión y vámonos a buscar chispas como siempre lo hemos hecho. Así somos felices y libres. Creer en esa misión es una esclavitud, no te deja ser libre, vale, no te deja; y lo único que vale la pena de esta vida es la libertad, que en esto jamás te mentí. Mira, Epifanio Dueñas se desbarrancó en un loco afán por encontrar la misión perdida. En esto terminó el pobre viejo loco, desquebrajado y muerto en un barranco hondo y oscuro que está en La Corona, en San Pedro. Vente conmigo, valecito, ahora sí te prometo decirte en donde abundan las chispas de oro para que te consigas una vieja que te haga feliz. Creer en la misión 250

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perdida de Santa Inés de la Sierra no es bueno para una cabeza débil como la tuya–trataba de convencerme a seguir por los caminos con él. ―¡Qué cabeza débil ni qué la puta chingada! – grité mientras le apretaba el buche– ¡Ahora me vas a decir en dónde está, porque si no lo haces, Malaquías Verduzco, hasta aquí llegaste! Empezó a ponerse morado y me hizo señas como si fuera a decirme por fin aquel secreto que me había emponzoñado por dentro. Aflojé un poco. ―¿Para qué chingados quieres ese oro, vale? Si la Chagua se fue con Miguel Tejeda para el rumbo de Tecate. Compró un rancho y se largó con el Miguel para allá. Para eso le sirvió el oro que le diste, vale, para largarse con otro, y a ti te mandó por más, para que te fueras y poder irse. Vámonos a nuestra vida de antes, vale, volverás a ser feliz y libre, te conseguirás otra vieja, una indiona carnuda y caliente o una vieja decente del pueblo. La Chagua sólo quería tu oro para largarse con Miguel Tejeda, su mero macizo. Cuando escuché estas palabras, mis ojos vieron todo rojo y le apreté el cuello a Malaquías hasta que se puso morado; y no contento con eso, agarré una de las La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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piedras que iba a tirar al voladero y se la estrellé en la cara. ―¡Cabrón embustero! —grité a voz en cuello– ¡No me vengas ahora con cuentos y con más embustes! ¡Hasta aquí llegamos tú y yo, porque la misión perdida de Santa Inés, sí existe y voy a encontrarla! Por primera vez en todo el tiempo que pasé con Malaquías Verduzco, no me contestó nada. Las piedras de los cerros empezaron a llenarse de cuervos, graznaban lastimeros. La tarde se volvió gris y espesa y aventé el cuerpo del viejo por el voladero; rodó hasta el fondo con gran estrépito. Después de eso me dediqué a tirar piedras por el precipicio. No podía olvidar que la última vez que vi la cara de Malaquías, era la mía. Al día siguiente hice rumbo para buscar la misión perdida de Santa Inés. Si la Chagua se había ido a Tecate con Miguel Tejeda, yo iría a comprarla con costales llenos de oro; o en el mejor de los casos, a lo mejor podría llegarle al precio a la Flor de Loto. Sí, de algo habría de servirme tantísimo oro.

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12. A veces pienso en todo lo que hablaba Malaquías, sus cuentos, sus andanzas, aquellas ideas locas que tenía sobre las piedras, sobre la libertad y aquella búsqueda que jamás pude entender. Hasta la fecha no he podido comprender que significaba todo el embrollo de cosas que contaban él y los otros: el camino hecho de piedras, las piedras hablando lenguas secretas, de algo más allá de hacerse ricos con oro. Locuras, locuras, viles locuras y embustes para enredarte los sesos. Fui más listo que ellos: ¡Jamás creí una sola de esas fantasías! Me concentré en lo verdadero: el oro que Fray Bruno de Montejano escondió en la misión de Santa Inés de la Sierra. Decían que terminó encantado por una maldición que le echó el otro frailecito. Verdad o mentira, quién puede saberlo; estoy seguro que la tal misión perdida es cierta. El cabrón viejo loco quiso burlarse de mí antes que lo matara diciéndome que todo eran mentiras. Mentiras, mis huevos; es cierto, pero las pagaste, viejo embustero, terminaste sepultado con todas tus putas piedritas del camino, con toda tu dichosa libertad. Ahorita has de estar platicando muy a gusto con las piedritas que tienes encima. A ver si ellas te creen tus historias. A ver si de una buena vez por todas La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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te dicen y encuentras, allí con ellas, eso que andabas buscando con tantas ganas: la libertad o cualquier chingadera de esas que te encantaban. Hice bien en apartarme de esos gambusinos locos, deschavetados, buenos tan sólo para vagar por el monte, para vivir como cachoras asoleadas sobre las piedras. Las piedras, ¡bah!, yo no me conformo con el aire seco que tienen dentro, que se te mete a los pulmones y te deja vacío. Yo quiero oro y mucho. Quedé harto con tanto cuento, tanta promesa y tanto secreto. Ahora sigo mi propia ruta, sin piedras, sin historias ni mentiras. Mi camino estará cubierto de barras de oro y de chispas tan grandes como huevos de pájaro. Una ruta que me llevará derechito a los muslos de la Chagua o los brazos de la Flor de Loto. Sí, esto es mi deseo y sé que en cualquier rato le pego al clavo y me hago rico, muy rico. Entonces todo el mundo será mío, mío, mío. No sé cuántos días llevo caminando. Los cuervos me siguen, ignoro si me guían o esperan a que muera para comer mi cadáver. Son cientos, oscurecen el cielo y hasta parece que anochece. Luego me esperan parados sobre las piedras altas o encima de los árboles. Me aguardan a que amanezca, luego me persiguen como 254

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perros hambreados y me graznan encima de la cabeza. Terminé por no hacerles caso, los imagino como una sombra que vuela encima de mí. Parece como si caminara en círculos y no saliera del mismo lugar, y ellos ahí se quedan, junto, encima. Todas las cañadas de la sierra se parecen, como si fueran una sola y yo no doy con la maldita misión. Malaquías quiso burlarse todo el tiempo, por último quiso hacerme creer que todo eran puros cuentos suyos y de otros más locos que él, pero qué equivocado estaba, la misión de santa Inés de la Sierra, existe porque existe, lo digo y es suficiente. Empiezo a desesperarme de tanto andar. La mula cada día que pasa está más flaca por las malpasadas, es puro cuero y pellejos, igual que yo que nado dentro de la ropa; me he encogido de tanta hambreada, tanta sed y tanto mal dormir, pero “el que quiere azul celeste que le cueste”, decía mi madre, que espero se acuerde de su hijo allá en dónde se encuentre. Los sueños me habían abandonado, se habían vuelto blancos, vacíos. Las piedras hablaban, hablaban mucho, una guasanga, algarabía de palabras, pero yo no entendía ninguna, a veces creía que se burlaban, muchas veces creí escuchar que me decían tonto, pendejo, inservible, bueno para nada. Palabras, palabras, La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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palabras. En ellas estaba Malaquías burlándose. De nada sirvió que lo matara, aún no se me quitaba el gusto de que estuviera pudriéndose en el barranco, porque para él no hubo cielo; esperaba estuviera asándose en las lumbradas del infierno, picoteado por los trinches de los chamucos. Un embustero como él no merecía otra cosa. Maldito viejo mal parido, aún seguía preso en las piedras, seguía burlándose, diciéndome, tonto, pendejo, nunca la vas a encontrar porque no existe, es sólo un cuento der gambusinos. ¡Mírate, ya eres un gambusino loco más por los caminos de la Baja California!; ¡Mírate, pendejo! Un gambusino loco más, no, yo no era eso, nomás que encontrara el oro me iría por la Chagua, se la quitaría al Miguel Tejeda con costales llenos de oro. La chingada puta marrana no iba a decirme que no, la conocía, le encantaba mi verga, claro que le encantaba que se la sambutiera hasta el cerebro, cabrona cochi y puta. Oro y verga para ella. En fin, si me da la gana me compro a la Flor de Loto, estoy seguro de que el Chino Siu me la dará por algunos costales de oro. Si en este mundo no hay nada que no pueda comprarse. Libertad y felicidad, tonterías de Malaquías Verduzco. De qué le sirvió tanta libertad, tanto camino alegre, allá está en el 256

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fondo del voladero de la cuesta de Valladares y nada ni nadie podrá sacarlo de allí. Quedó debajo de todo el pedregal que le eché encima, no fuera a salirse el cabrón; un día había de pagármelas todas juntas y le llegó: lo tiré para el barranco y lo sepulté bajo montones de piedras. Dicen que “quien ríe al último, ríe mejor” y espero que en donde se encuentre esté oyendo mis carcajadas. ¡Pobre cabrón! Por momentos sentí lástima, sí que me la dio el desgraciado, pero era más fuerte la rabia y no le tuve piedad; no la merecen los viejos argüenderos; ésos deben ir a quemarse con el chamuco y a que les ensarte el trinche por el fundillo, sí, así mero. No sé qué pasa con la gente de hoy en día. Estos caminos son solos, callados, a veces interrumpidos por el palabrerío de las piedras que nada dicen, o por los encuentros con vaqueros que suben a la sierra con su ganado, o con los borregueros vascos y sus rebaños que también suben a los valles de la sierra a pastorearlos. Me saludan, a veces me dan un cigarro o algún trago de pisto, luego se van y me quedo solo en este caminar de días y días; no sé cuántos llevo ya, en busca de la misión. El otro día me encontré con unos chamacos malmodientos, groseros, no sé de dónde sacan tanta La Misión Perdida de Malaquías Verduzco.

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cosa, mira que decirme El viejito de los Cuervos. ¿De dónde habrán sacado tal cosa? ¡Viejito, bah! Está bueno que esté enflaquecido por las malpasadas, por apearme de la mula, pero ¿viejito? ¿de dónde sacarán tanta chingadera? Me gritaban: ―¿A dónde vas Viejito de los Cuervos? Cabrones cuervos, mira la fama que me hacen, ya ni la chingan. Si trajera un rifle ya los habría matado a todititos, a tiro limpio, pero, pendejo no la pensé bien, también eché la mula, los burros y la carga para el barranco. No quería dejar rastros de Malaquías. ¡Pobres animales nomás rebuznaban de agonía! Pero qué otra cosa podía haber hecho. Se me fueron las patas y no me quedé con el rifle, ni modo. Dicen que “para pendejo no se estudia” y es la mera verdad. A veces me escucho hablar igualito que los viejos. ¿Será cierto lo que dicen los chamacos cuando me encuentran, que soy el Viejito de los Cuervos? ¡Bah, estoy desvariando por tanto sol y tanta hambreada! Hace días oigo una campana, la oigo, el sonido viene enredado en el aire, sale entre los pinos y las piedras o a veces lo traen los cuervos en sus graznidos. Tiene días que oigo los tañidos, llaman a misa o a 258

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muerto. Me acuerdo cuando murió Filemón Castillo allá en Loreto; las campanas lloraban tristes, nunca las había oído tocar así, el sol le pegaba al campanario, la gente estaba de luto. Las campanadas van y vienen con el viento, no sé de dónde salen. El otro día vi una veredita que no había visto antes. Corría para abajo junto al arroyito de La Berrenda. Nunca he ido para allá, tengo la corazonada que allí mero es. La verdad, me muero por encontrar la misión, no aguanto tanto cuervo, tanta mugre, tanto piojo. Tengo baleros de mierda seca en el fundillo igual que los borregos. La ropa se me cae en pedazos. No sé cuántos días tengo en este camino, ya perdí la cuenta. No sé qué me pasa, de verdad, y esa campana que no deja de sonar.

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La Misión Perdida de Malaquías Verduzco de Marta Aragón Rodríguez. Editado para su lectura en PDF en enero de 2017 en Ensenada, Baja California, bajo el cuidado de la Catarsis Literaria El Drenaje.

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La búsqueda de la felicidad, aquel derecho inalienable que todos debemos perseguir, nos permite recorrer desiertos, pasar hambres, cruzar los caminos más escarpados, porque nada es más importante para la felicidad que primero saberse libres de poder ir en su búsqueda. Esa es la metáfora que guarda La Misión Perdida de Malaquías Verduzco, la primera novela de Marta Aragón Rodríguez. Un joven, abandonado desde niño, por la violencia y los vicios, recorre los caminos de Baja California, junto a Malaquías Verduzco, de profesión gambusino, cuya infancia y juventud ha tenido los mismos paralelismos que la vida del muchacho. Niños abandonados por sus padres, solo saben de alcohol, sexo, criar ganado, y perseguir el oro que guarda la tierra, ya sea en minas, o en los arroyos y aguajes de la serranía agreste. Con una pluma educada, con base en las lecturas que le ha dado la vida, Marta no escatima la ficción literaria en esta su primera obra, para narrarnos un fragmento de la vida en aquella fiebre de oro, que tocara también a la Baja California. Adán Echeverría.

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