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El Merodeador Nocturno Susan Carroll

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Continuación de El buscador de novias, esta novela tiene también como protagonistas a los miembros de la familia St. Leger y sus extraordinarios poderes. Lance St. Leger ha encontrado a la mujer de sus sueños, el amor que según la tradición familiar le está destinado. Sin embargo, se trata de un amor imposible, porque la joven Rosalind ya ha entregado su corazón... a un fantasma. Incapaz de deshacer el entuerto que él mismo ha provocado, Lance es durante el día un pretendiente que hace lo posible por controlar su pasión, y de noche un romántico fantasma que escucha las cuitas de su dama. Y esta doble vida le produce un gran dolor. EL CORAZÓN DE UN FANTASMA Rosalind ignora cómo ha podido colocarse en tan difícil situación. Era una viuda casta y discreta, aficionada a las leyendas del rey Arturo. Deseaba un poco de emoción en su vida rutinaria, y ahora se encuentra dividida entre dos hombres apuestos que buscan su compañía. Y son tan distintos que el corazón de Rosalind siente que no puede renunciar a ninguno de ellos. Lance es un seductor, un hombre que sabe utilizar su atractivo con las mujeres, y en cuanto a sir Lancelot, ¿quién puede ganar en nobleza al fantasma del legendario caballero de la Mesa Redonda? UNA ESPADA MÁGICA, UN HÉROE LEGENDARIO Lance nunca se había tomado muy en serio las tradiciones de su extraordinaria familia... hasta el día en que pierde un importante legado, la espada que encarna los poderes de los St. Leger. Furioso por su descuido, Lance utiliza su facultad de separarse del cuerpo carnal, y vaga en espíritu en medio de la noche. Y así es como encuentra a una encantadora joven que lo confunde con un fantasma y le confiesa su admiración. ¿Cómo desengañarla? Él, que no se siente digno de un amor noble, se convierte en el héroe de los sueños de Rosalind, el valiente sir Lancelot.

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Prólogo

Era esa clase de noche en la que podía suceder cualquier cosa. Mágica. De luna llena. El mar rugía como un dragón, respirando una suave niebla que poco a poco iba envolviendo la tierra. La vigorosa silueta que caminaba sin rumbo por la rocosa orilla de la playa se materializó como una aparición con su cota de malla centelleante y la oscura túnica. Un caballero fantasmal de la corte del rey Arturo que había aparecido en el siglo xix por equivocación y no podía encontrar el camino de vuelta a Camelot. Pero lo cierto es que Lance St. Leger era un hombre ataviado con las ropas que se había puesto para la festividad del solsticio de verano y todavía no se había preocupado de quitárselas. Tenía otros asuntos mucho más importantes en la cabeza. Observó la oscura y silenciosa playa que se abría ante él con rostro ansioso y tenso. Tenía unos rasgos fuertes y hermosos: mandíbula cuadrada, nariz de gavilán y un cutis muy bronceado enmarcado por unos cabellos negros oscuros como el cuervo. Sin embargo, una expresión de cierto cinismo estropeaba la oscuridad aterciopelada de sus ojos, a pesar de ser un hombre relativamente joven, pues sólo tenía veintisiete años. La expresión de desencanto que le curvaba los labios le hacía parecer mayor, dando a su boca un gesto de dureza que desaparecía cuando sonreía. Pero ahora, mientras observaba el casco volcado de un bote pesquero abandonado y el mar barriendo la playa con dedos de espuma borrando las huellas de las pisadas, no sonreía. Estaba seguro de que ese era el lugar donde había sido atacado apenas hacía una hora, sorprendido por algún brillante encapuchado que lo había dejado inconsciente. Cuando se despertó, observó que le habían quitado el reloj y la anilla de sello. Pero eso no fue lo peor de todo. El ladrón también se había llevado la espada, la espada que había permanecido en la familia durante generaciones, un arma tan impregnada de misterio y de magia como el nombre de los St. Leger. Cuando a Lance le entregaron la espada al cumplir los dieciocho años, sintió el poder que albergaba. En cuanto tocó la empuñadura, se produjo algo que le hizo sentirse más fuerte, mejor, más noble. Luego recitó la promesa que todos los herederos St. Leger estaban obligados a pronunciar:

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«Juro que sólo emplearé esta espada en una causa justa. Que nunca la utilizaré para verter la sangre de otro St. Leger. Y que el día que contraiga matrimonio, se la entregaré a mi esposa en señal de mi amor imperecedero, junto con mi corazón y mi alma, para siempre. » Pero de eso ya hacía mucho tiempo. Cuando Lance todavía creía en esas cosas como causas justas, magia y amor verdadero. Cuando todavía creía en sí mismo dio una vuelta alrededor del bote, aunque ignoraba por qué se había molestado en volver allí y lo que esperaba encontrar. ¿Acaso esperaba que al ladrón se le hubiera enternecido el corazón? Que reapareciera para devolverle el tesoro robado, y se inclinara respetuoso mientras musitaba: «Oh, aquí tiene, amo Lance, aquí tiene su antigua espada. Por favor, perdone la impertinencia. Torció la boca con un gesto desdeñoso al pensar en su estupidez. Lanzó un juramento para sus adentros y maldijo tanto al brigante como a sí mismo. Es cierto que en el pasado había cometido muchas equivocaciones, que había deshonrado el nombre de su familia, pero permitir que le robaran la espada era lo peor que podía haber hecho nunca. «No es cierto», le murmuró una voz al oído. «Lo peor fue lo que le hiciste a tu hermano Val.» Pero Lance se negó a pensar en Val. Ya se sentía bastante culpable con la desaparición de aquella espada infernal. Perdió toda esperanza de encontrar algún rastro del ladrón en la playa, se volvió y se dirigió por el sendero hacia el pueblo. A pesar de que recientemente había cesado en el servicio, seguía manteniendo el porte de un hombre que se había pasado casi nueve años como oficial en el ejército de Wellington. Se deslizó silenciosamente junto a la fragua que había al lado de la tienda del herrero y se asomó a la hilera de casitas blancas y aseadas. Aunque un rato antes el pueblo de Torrecombe había sido un alboroto de ruidos y risas, animado con la excitación de las fiestas del solsticio de verano, ahora estaba dormido y no se movía un alma por allí. Lance pensó por un instante en investigar casa por casa, pero inmediatamente desechó la idea. Dudaba que nadie del pueblo se hubiera atrevido a atacarle. Los aldeanos temían demasiado a los St. Leger y sus leyendas. Leyendas de una familia que descendía de un conocido hechicero: el poderoso lord Próspero, que a pesar del final desastroso que tuvo, pues murió quemado en la hoguera, legó extraños talentos y poderes a sus descendientes, de los que Lance había heredado una parte.

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No, estaba seguro. Nadie en el pueblo se habría atrevido con un St. Leger. El ladrón tenia que ser un forastero, un extraño, y aquella noche Torrecombe había estado lleno de ellos por las fiestas. Muchos pernoctarían en la posada y ese era el lugar más adecuado para que comenzara su búsqueda. Atravesó la plaza del pueblo y llegó a la posada Dragon's Fire, un edificio pintoresco, que conservaba las huellas de la construcción Tudor primitiva, con ventanas con parteluces y aleros voladizos. Un mozo de cuadra apareció en el camino de las caballerizas, esperando la montura de algún rezagado. Lance acechaba oculto entre las sombras. Hacía ya mucho tiempo que le prometió a su padre que nunca revelaría a nadie que no fuera de la familia el secreto de su peculiar y terrible poder. Y nadie rompía a la ligera una promesa dada a Anatole St. Leger, el terrible señor del castillo Leger. Dio gracias a que en ese momento su padre estuviera lejos de Cornualles, en un viaje al extranjero con su madre y sus tres hermanas más jóvenes. Ya sabía lo que significaba disgustar a Anatole St. Leger, pensó con expresión torva. Por eso tendría que recuperar la espada antes de que la noticia de su última escapada llegara a sus oídos. Debía hacerlo. Oculto detrás de un árbol, deseó tener la misma clarividencia que poseía su primo segundo Maeve. Le facilitaría mucho en su búsqueda de la espada y estaría... a salvo. El mozo tardó mucho tiempo en desaparecer en los establos. El muy estúpido le hizo más caricias al caballo de lo que el animal podía soportar. Echó un vistazo al cielo e intentó calcular cuánto tiempo le quedaba hasta el amanecer. No le gustaría verse sorprendido ejercitando su extraño talento cuando saliera el sol. Eso podría ser peligroso. De hecho, mortalmente peligroso. Se sintió muy aliviado cuando el mozo, al fin, empezó a moverse para llevar al caballo a los establos. Sólo entonces salió de su escondite y empezó a caminar hacia la posada. Tras un momento de vacilación, recuperó nuevamente la seguridad en sí mismo. Y con un ligero brillo, atravesó la pared.

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1 Lady Rosalind Carlyon se sentó con la barbilla apoyada en las manos y los codos encima de la ventana de bisagras que estaba abierta. Llevaba sus largos cabellos recogidos en una trenza dorada sobre el fino camisón de lino y los pies desnudos le asomaban por debajo del dobladillo. Con unos ojos del color azul sereno de un lago estival, contemplaba, con expresión soñadora, a través de la ventana de uno de los aposentos del segundo piso de la posada del Dragon's Fire, el oscuro y silencioso prado donde antes había estado la feria. Se había pasado mirando casi toda la tarde. Había habido un espectáculo de títeres y un faquir que tragaba fuego, danzas en el prado y tiendas alegremente empavesadas con cintas y banderas según la costumbre de los torneos medievales. Incluso, en un determinado momento creyó que se representaba algún tipo de justa, pero el gentío que había allí arremolinado era tal, que le fue imposible ver algo. Rosalind, impulsivamente, se quitó el chal, preparada para lanzarlo allí en medio, descubrir lo que estaba sucediendo y perderse en todo aquel color y excitación. Pero su doncella la apartó de la ventana. En cuanto mencionó la feria, los ardientes ojos de Jenny Grey se abrieron con expresión de alarma. — Oh, no, señorita — gritó-. Estas ferias de pueblo pueden ser peligrosas. Están llenas de gente ruda y vulgar. No es un lugar para que pasee una joven dama respetable. ¿Qué pensaría su señoría — descanse en paz su noble alma— o sus tías? La mera mención de Clothilde y de Miranda Carlyon, con sus antipáticos ceños, fue suficiente para que Rosalind volviera a toda prisa a la ventana de la posada, dispuesta a hacer lo que le viniera en gana. Después de todo, ya no era una muchachita recién salida del colegio, sino una viuda de veintiún años. Sin embargo, al final claudicó ante los ruegos de Jenny y acabó la tarde acurrucada junto a la chimenea y el desgastado volumen de Le Morte d'Arthur, de Thomas Malory. Después, cuando volvió a sentarse junto a la ventana y miró la plaza del pueblo vacía, se arrepintió de haberlo hecho. La alegre multitud ya hacía mucho rato que se había dispersado, las antorchas se habían apagado y las tiendas desmontado, todo lo cual le produjo una sensación de abandono, de haber sido desplazada mientras el resto del mundo se movía.

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De hecho, lo único que anhelaba era una pizca de excitación, una sombra de aventura. Había tenido tan poca en su vida. Era hija única de una pareja mayor que la mimó con exceso; la única culpa de sus padres fue haberla querido demasiado. Cuando Walter y Sarah Burne fallecieron víctimas de una epidemia de cólera, la labor de cuidar de Rosalind pasó a su tutor, lord Arthur Carlyon, un honorable caballero que le llevaba veinte años. A pesar de la diferencia de edad, pareció que lo más natural y lógico era casarse con él. Hacía más de un año que había fallecido y ella todavía lo lamentaba. Ahora el pueblo estaba en completo silencio, las casas se abrigaban bajo los tejados cubiertos de paja como si les hubieran puesto gorros de dormir y estuvieran durmiendo pacíficamente. Qué tristeza, pensó Rosalind, ser la única que permanecía despierta. Desde la muerte de Arthur tenía dificultades para dormir. La doncella había salido apresuradamente para ir a la cocina de la posada y prepararle una infusión que aseguraba iba a curar el insomnio de su señora. Esperaba que la muchacha tuviera razón. Necesitaba descansar un poco o a la mañana siguiente estaría agotada, y tenía que hacer una visita muy especial antes de continuar el viaje. Hacía tiempo que se había prometido a sí misma que si alguna vez tenía ocasión de viajar por esa parte del país, iría a visitar a un antiguo amigo de su padre, el reverendo Septimus Fiztleger. Sólo había visto una vez al anciano clérigo, hacía ya años, cuando él fue a visitarlos a su casa de Hampshire, pero aun así, se acordaba perfectamente de aquel anciano encantador que la había sentado en sus rodillas. Llevaba los bolsillos repletos de golosinas y un reloj antiguo que le había dejado para que jugara con él. Le pareció más un mago que un vicario, una especie de Merlín con sus mechones de cabellos blancos y aquellos ojos brillantes llenos de sabiduría. Le contó hermosas historias de la tierra de la que procedía, tan diferente de la casa silenciosa y el jardín bien cuidado donde ella estaba creciendo corno una princesa muy bien protegida. Una tierra de acantilados azotados por las tormentas, de agrestes páramos y un castillo de cuento de hadas que colgaba encima del mar. «Cornualles», Rosalind repitió el nombre después de que lo hiciera Mr. Fitzleger, con un énfasis de asombro infantil, segura de que no debía formar parte de Inglaterra, sino que se trataba de un reino mágico. «Y algún día, cuando te hayas convertido en una hermosa dama, Miss Rosalind», le había dicho Mr. Fiztleger con una sonrisa, «debes prometerme que vendrás a visitarme a mi reino junto al mar».

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Rosalind deslizó su manita en la de él y se lo prometió con toda solemnidad. Sin embargo, transcurrieron muchos años antes de que cumpliera su promesa. Ni siquiera estaba segura de que el anciano siguiera vivo, pero por la mañana iría a buscarlo. Estaba cerrando las compuertas de la ventana cuando le sorprendió el ruido que hizo la puerta de su habitación al abrirse de golpe. Jenny irrumpió en el cuarto, pero en sus manos temblorosas no llevaba ninguna taza. Cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella con el rostro tan blanco como el gorro que llevaba y que se le había ladeado. Jadeaba y temblaba al igual que un conejo temeroso que huye de una jauría de feroces sabuesos. En cuanto se recuperó del sobresalto que le produjo la irrupción de Jenny, corrió al lado de la agitada doncella. — ¡Jenny! Pobrecita, ¿qué te sucede? Jenny gimió y meneó la cabeza, incapaz de contestar. Parecía a punto de desmayarse cuando Rosalind la apartó de la puerta y la obligó a sentarse en el mullido sillón que había junto a la chimenea. Rosalind se puso en cuclillas junto a la temblorosa muchacha y la cogió por las muñecas. Cuando observó que su rostro recuperaba un poco de color, le repitió la pregunta. — Querida Jenny, cuéntame lo que ha sucedido. — Oh, milady... milady — fue todo lo que Jenny pudo decir. — Está claro que has tenido un susto terrible. ¿Acaso te ha a dado algún bribón en la posada? ¿Alguien ha intentado hacerte daño? — preguntó Rosalind frotándole las manos. — Alguien n... no — repuso temblorosa-. A... algo. — ¿Qué? Jenny se recuperó lo suficiente para enderezarse un poco y hablar en un tono entrecortado. — ... iba hacia la co... cocina cuando me perdí. Me metí en ese... ese almacén, un lugar oscuro y espeluznante y allí vi al mayor y más terrible... — la voz de la muchacha se quebró y empezó a temblar. — ¿Una rata? — preguntó Rosalind débilmente. — No, milady. Algo mucho peor. U... un fantasma. Rosalind se quedó mirando a la muchacha con la boca abierta. — Es cierto, milady — el gorro de lino de Jenny osciló arriba y abajo mientras asentía con la cabeza-. Lo juro sobre la tumba de mi madre. He visto un fantasma, un terrible caballero vestido con su armadura, como ese del que usted me ha hablado. Yo estaba tan asustada, que ni siquiera pu... pude gritar, se me apagó la vela y no pude

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verlo bien, pero estoy segura de que es el terrible espectro que seguía al pobre sir Gawain. — Querida — murmuró Rosalind-. Lo que te conté de Sir Gawain sólo es una leyenda. Jenny, ¿entiendes?, como las del rey Arturo y sus caballeros. — Pero usted dijo que el rey Arturo era real, milady. Por eso ha venido a Cornualles, a visitar las ruinas del castillo donde nació y las cuevas donde Merlín hacía su magia. — Bien... sí, espero visitarlos — — dijo Rosalind-. Arturo fue un rey de verdad, sin embargo... — Entonces es cierto, el fantasma era real también y sigue merodeando. Jenny estaba tan empeñada y tenía tanto miedo que Rosalind no sonrió porque se sentía culpable. Era culpa suya. ¿Es que nunca aprendería la lección? A menudo Arturo había intentado advertirla. Una cosa era que Rosalind fuera una ávida coleccionista de leyendas, pero debía contener su entusiasmo frente a los criados. Tenía que dejar de llenarles la cabeza con cuentos de vampiros, damas de blanco y merodeadores. Mr. James, el ama de llaves, se había quejado de que ningún criado quería ir a buscar a la bodega una botella de oporto si no lo hacía acompañado. Después de aquello, Rosalind había intentado ser más cuidadosa, pero como su nueva doncella, Jenny, parecía tan poco impresionable y parecía compartir con ella el gusto por cuentos maravillosos y leyendas terribles, se había dejado llevar un poco. Jenny incluso había charlado con los otros criados de la posada cuando bajó a prepararle la bandeja de la cena a su señora y vuelto con un cúmulo de fascinantes chismes locales acerca de un misterioso castillo muy próximo a la aldea y de una extraña familia llamada St. Leger. Ambas habían pasado una cena deliciosa hablando de brujería, apariciones fantasmales y hasta de asuntos más oscuros. Pero ahora a Rosalind le resultaba evidente que había ido demasiado lejos atemorizando a la pobre Jenny más allá de su buen juicio. Procuró consolar a la muchacha y la animó a olvidarse de todo eso y retirarse a dormir, pero Jenny seguía temblando. — No, no milady. Me quedaré en esta silla hasta que amanezca. Le aseguro que ahora no podría pegar ojo. No en esta horrible posada hechizada. Lo que significaba que Rosalind tampoco iba a pegar ojo. La joven suspiró porque ella sólo deseaba remediar el daño que había hecho, aunque no le agradaba

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demasiado la perspectiva. Dio unos golpecitos de consuelo en el hombro de Jenny y dijo: — ¿Qué te parece si voy a ese almacén a echar un vistazo? Si vuelvo contándote que allí no hay ningún fantasma te tranquilizarás. — ¡Oh! — exclamó Jenny con desmayo-. No permitiré que lo haga, milady. ¿Y si ese horrible espectro todavía sigue merodeando por allí? ¿No le dan miedo los fantasmas? — No lo sé — repuso Rosalind sinceramente-. Nunca me he encontrado con uno. Experimentó entonces una cierta inquietud y pensó que quizá sería mejor ir en busca del posadero y pedirle que enviara a investigar a uno de los criados. Sin embargo, a pesar de sus zalamerías, había algo en los pequeños ojos y en las sonrisas arteras de Mr. Silas Braggs que Rosalind encontró repelente desde un principio, y pensó que correría menos peligro si se encontraba con un fantasma que soportando los untuosos cumplidos del dueño de la posada. Además, rastrear los rincones oscuros de una posada por la noche sería toda una aventura, pequeña, pero aventura de todas formas. Rosalind se puso de pie con resolución y se apresuró a coger la vela antes de que se le ocurriera cambiar de opinión. Jenny se debatía entre la admiración y el terror, y rogaba a Rosalind que no fuera, al mismo tiempo que le aconsejaba que tuviera mucho cuidado. La muchacha seguía temblando de tal manera que Rosalind la acostó en su cama. Le envolvió los hombros temblorosos con un chal y la dejó con una caja de chocolatinas entre las manos antes de deslizarse fuera de la habitación y de asegurarle que volvería pronto. Una vez fuera del cuarto, titubeó porque la dirección que había tomado Jenny no le había quedado muy clara. Cuando llegara al zaguán, ¿tenía que ir hacia la derecha o hacia la izquierda? Tendría que ser precavida, no podía arriesgarse a equivocarse de habitación y entrar en la de algún huésped que hubiera tenido la imprudencia de no cerrar su cuarto con llave. Protegiendo la vela de las corrientes de aire, avanzó con precaución. No le fue difícil localizar la puerta que Jenny le había descrito y que ella se temía que podría ser. Se encontraba en el extremo de otro zaguán alargado y Jenny en su huída del fantasma, la había dejado medio entornada. La joven empujó aquella puerta y se asomó a la oscuridad que se abatió sobre ella con cierta trepidación. Esa parte de la posada estaba en silencio y desierta y, desde luego, no era un lugar adecuado para que una joven viuda se paseara sola en medio de la noche.

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Hizo acopio de valor y entró en el almacén blandiendo la vela ante ella como una valquiria sostendría la espada. Tan sólo esperaba encontrar allí dentro algún trozo de tela doblado de forma extraña o la luz de la luna proyectando en la pared formas espectrales... La posada del Dragon's Fire era demasiado alegre y bulliciosa para ser un lugar hechizado. Y menos aún el almacén. Se encontró en una amplia cámara con las ventanas muy altas que permitían que los rayos de la luna jugaran en el suelo de madera. En otras épocas, aquella habitación se reservaba para los huéspedes más ilustres. Las paredes todavía tenían restos de paneles bellamente tapizados y adornadas ménsulas para las velas. Ahora, al parecer, sólo se utilizaba como almacén para cajas, cofres y sillas rotas que se apilaban de cualquier manera junto a una mesa con una pata rota. La chimenea estaba oscura y fría. Rosalind levantó la vela y la dirigió hacia todos los rincones de la habitación. Si era cierto que había habido un fantasma vagando por allí, ahora no quedaba ni rastro de él. Lanzó un profundo suspiro, aliviada por no haber encontrado nada, aunque también con una extraña sensación de desilusión. No se dio cuenta de la presencia del caballero que salió de uno de los paneles de madera, hasta que lo tuvo encima. Todo el cuerpo le empezó a temblar repentinamente y tuvo la sensación de que sus venas estaban siendo traspasadas por astillas de luz, astillas de oscuridad, y que el alma se le hacía pedazos en medio de emociones contrapuestas, la calidez de la familiaridad y el frío helado del desespero. Dio unos pasos tambaleándose, atónita, no muy segura de lo que acababa de sucederle. Temblaba, en los brazos tenía la piel de gallina y se le habían erizado los cabellos de la nuca. Con mucho cuidado, se dio la vuelta. Él se encontraba a unos cuantos pasos de distancia atravesándola con sus ojos. Los cabellos negros, como su túnica y el oscuro acero de su armadura se fusionaban con la noche, un caballero que emergía directamente de las estancias de Camelot. Rosalind comprendió entonces lo que le había sucedido. Acababa de atravesar a un fantasma. Habría gritado si hubiera podido hacerlo, pero sólo consiguió emitir un suave gemido. Dejó caer la vela y se encogió temerosa, alejándose de él hasta donde ya no pudo seguir haciéndolo porque se encontró con la pared.

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La vela se apagó, pero ella estaba atrapada en el resplandor de la luz de la luna que se filtraba a través de los paños de cristal en forma de diamante. Durante lo que pareció una eternidad, él permaneció allí plantado contemplándola como una sombra silenciosa. Y Rosalind, recuperada de la sorpresa estaba a punto de volver a respirar de nuevo cuando él se movió. Empezó a acercarse. Tragó saliva e intentó aspirar el aire hasta los pulmones para soltar un fuerte alarido. El caballero entró en el círculo de luz de luna y la joven hizo un esfuerzo para mirarlo al rostro, creyendo que se iba a encontrar con uno verdaderamente terrible. Alzó la vista tímidamente... y se le paralizó el corazón. La luz jugaba en el rostro de un héroe extraído directamente de las páginas de un cuento de hadas o de los sueños más secretos de una mujer. Pómulos altos y poderosa mandíbula, unos labios que parecían esculpidos y unas cejas tan negras como los cabellos. Era un rostro fuerte, un rostro con demasiado carácter y demasiada vitalidad para ser el de un fantasma. No debía de ser muy viejo cuando murió, porque no superaría los treinta años. Se sintió inundada por una pena inexplicable. Visto de cerca, ya no parecía un espectro horrible y sus oscuros Ojos más que de fiereza tenían una expresión de tristeza y de cansancio. Podría haber hecho el hechizo sólo con esa mirada de alma en pena. — Por favor, no tenga miedo — dijo con voz suave. — Yo... yo no — tartamudeó ella, atónita al darse cuenta que era de verdad. — ¿No va a gritar? ¿O a desmayarse? Meneó la cabeza, incrédula ante la evidencia que tenía ante los ojos. Lo miró llena de sorpresa. No sabía lo que era un fantasma porque nunca había visto uno, pero se los imaginaba más transparentes, más irreales quizás. Había visto cómo atravesaba la pared, ¿verdad? Pero ese cuerpo parecía demasiado sólido. Rosalind tuvo la sensación de que podría apoyar la mano en la mejilla de él, que podría sentir el frío de la armadura y la fuerza tensa de aquellos brazos. Se acercó para tocarle la mano, pero sus dedos atravesaron los de él y un extraño hormigueo le recorrió el cuerpo. Entonces retiró la mano. No había ninguna duda. Fuera quien fuera, no era de este mundo. Y, a pesar de todo, a lo mejor se desmayaba.

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Se apartó débilmente y se apoyó encima de un viejo baúl mientras él clavaba la vista en su mano, flexionaba los dedos y fruncía el entrecejo. Rosalind no habría podido decir si le había ofendido su intento de tocarlo o se había quedado atónito. — Esto... esto me ha impresionado mucho — dijo ella al fin, con una voz que era una mezcla de jadeo y de chirrido-. No debería de haberlo tocado. Lo siento. — No pasa nada, milady. Estoy seguro de que sus dedos son muy suaves. Sólo lamento no haber podido sentir su roce — su sonrisa estaba llena de sincero pesar. — Es un fantasma de verdad — murmuró Rosalind más para ella que para él, como si admitiera el hecho en voz alta para convencerse de que no estaba soñando. — ¿Un fantasma? — repitió algo sorprendido, como si él mismo acabara de darse cuenta de ello-. Eh... sí, eso es exactamente lo que soy. — Pero ¿de quién? ¿Quién... quién es usted? ¿Cómo se llama? — Lancelot. — ¿Lancelot? ¿Du Lac? — preguntó Rosalind boquiabierta. — Eh... ah, sí. Sir Lancelot du Lac para serviros, milady — dijo clavando una rodilla en el suelo. Aquello fue lo más bizarro, lo más romántico que había visto hacer a un hombre. Y lo hizo con tanta naturalidad y tanta gracia, como si hubiera rendido homenaje a las damas durante toda su vida. Lo cual era lógico si era quien aseguraba ser. Rosalind se agarró a los bordes del baúl y se lo quedó mirando como si fuera un pez recién pescado. Sir Lancelot du Lac. Sir Lancelot. El espíritu del caballero más famoso de la Tabla Redonda del rey Arturo. ¿Cómo era posible? ¿Y qué razones tendría un fantasma para mentir? La mayoría de las personas cercanas a ella le habrían dicho que estaba loca por habérselo creído. Sólo su padre lo habría entendido. Walter Byrne fue un estudioso del rey Arturo, ridiculizado con frecuencia por sus colegas porque insistía en que el rey Arturo y sus Caballeros de la Tabla Redonda, existieron realmente. Y ahora ese ser que se arrodillaba ante ella era la prueba de que su padre no estaba loco. La emoción la embargó. La incredulidad fue reemplazada por el pasmo y éste por una corriente de placer inaudito. — Papá tenía razón — murmuró. — ¿Perdón, milady? — ¡Papá tenía razón! — gritó cada vez más convencida-. ¡Sir Lancelot! Esto es demasiado bueno para ser verdad. ¿No sabe que he viajado hasta Cornualles con la esperanza de encontrarlo? — ¿Ha hecho eso? — dijo él levantándose, claramente perplejo-. Quiero decir, ¿habéis hecho eso?

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— No exactamente. Buscaba algo que tuviera que ver con las leyendas del rey Arturo. He venido hasta Cornualles por esta razón, a visitar los famosos lugares como Tintagel y King's Wood y el lago Maiden. Le sorprendería la cantidad de gente que se niega a creer en su existencia y en la de los otros caballeros, y que les parece un cúmulo de sin sentidos. Rosalind lo miró con expresión radiante. — ¡Pero está aquí! ¿Qué prueba mejor se podría pedir? Si lo podía hacer cualquier fantasma desvaído, Sir Lancelot también. Se alejó de ella, se retiró a las sombras y pareció que iba a desaparecer de nuevo. .

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— ¡No! Por favor. Soy un... espíritu tímido. Si reveláis mi existencia, me atacará una multitud de locos boquiabiertos. Y no soporto las multitudes. — No, claro que no — quiso tranquilizarlo ella-. No me refería a que fuera a decírselo a nadie. Si fuera contándolo por ahí la gente pensaría que estoy más loca de lo que ya creen. Nadie tiene que saberlo si no quiere. — Desde luego que no. Aunque creo que me he traicionado a mí mismo porque ya me ha visto esa pobre doncella que ha entrado en esta cámara hace un rato. Jenny. Le ha dado un buen susto — dijo Rosalind con una risita-, Pero no lo ha visto bien. Yo he venido aquí para asegurarle que no había nadie, y eso es exactamente lo que voy a decirle. Prométame que no volverá a aterrorizarla. — Os lo prometo de buena gana. Me apena mucho haberlo hecho. ¿Se encuentra bien? — Oh, bastante bien, La he dejado envuelta en mi chal y comiendo golosinas. El chocolate va muy bien para curar los nervios. Pensó que a él eso le sería indiferente, pero se sintió complacida cuando vio que confiaba en ella y volvía a acercarse al círculo de luz. Considerando el osado guerrero que había sido, le sorprendieron sus titubeos y aquella aura de vulnerabilidad que poseía. Encontró su timidez cautivadora. Ella también lo era, sobre todo cuando estaba junto a hombres jóvenes. Por esta razón le resultó tan cómodo casarse con Arthur, al que conocía desde su más tierna infancia. Si Sir Lancelot hubiera sido de carne y hueso, ella se habría quedado anonadada, incapaz de pronunciar dos palabras seguidas y con sentido, delante de él. Con su abrumadora hermosura, resultaba un extraordinario espécimen de hombre. Aunque no era demasiado alto. Habría encontrado agradable llegarle a la barbilla, si hubiera estado vivo, claro.

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Sin embargo, el hecho de que fuera un fantasma hacía que pudiera satisfacer su curiosidad con holgura aún en su presencia. Rosalind se enderezó y se alegró cuando descubrió que las piernas ya no le temblaban, ni siquiera cuando él la sometió a una inspección con sus hermosos ojos oscuros. — ¿Entonces sois el ángel guardián de esa tal Jenny? — preguntó. — Difícilmente, Jenny es mi doncella. — Rosalind se echó a reír y entonces se dio cuenta de que se había olvidado de presentarse. ¿Qué debía pensar de ella?-. He sido una maleducada — dijo-. Ni siquiera le he dicho quién soy. — Ya sé quién debéis de ser. — ¿Ah sí? — Sí, vos sois la Dama del Lago, la hermosa damisela que llegó del castillo bajo las aguas relucientes del lago Maiden a ofrecer a mi señor Arturo la maravillosa espada Excalibur. — Oh, n... no — exclamó Rosalind con desaliento ante su error. — Pues poseéis los ojos de esa hechicera, unas joyas brillantes, y vais vestida con blancos ropajes. ¿Ropajes blancos? ¿De qué estaba hablando? Rosalind se miró y observó horrorizada que había estado paseando delante de él vestida solamente con el camisón de dormir. Como era de natural impulsivo, había salido de su habitación sin acordarse de envolverse con una bata o con un chal. Rosalind se ruborizó y cruzó las manos sobre el pecho en actitud defensiva. Sir Lancelot debió de darse cuenta de su turbación porque desvió la mirada. Estuviera vivo o muerto, ese hombre poseía el alma de un caballero. Se movió a un lado para que la luz de la luna no la iluminara de pleno. — No son unos ropajes, sólo es mi camisa de dormir — explicó completamente ruborizada. — ¿Entonces no sois mi Dama del Lago? — N... no, lo siento. — ¿Y no tenéis para mí una espada mágica? — Me temo que no — repuso ella con pesar-. ¿Acaso necesita una? — No sabéis cuánto. A Rosalind su respuesta la dejó desconcertada un momento y se preguntó por qué un fantasma, aunque fuera el de Sir Lancelot, necesitaría una espada. Cuando volvió a mirarlo, observó que le brillaban los ojos y que sus labios se curvaban en una sonrisa. De nuevo la embargó la comprensión. — ¡Oh! No hablaba en serio... ¡Se está burlando de mí! — Estáis en lo cierto. Perdonadme, milady.

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Rosalind intentó parecer indignada, pero fracasó. Su marido fue un buen hombre, pero tan serio. Rara vez le hacía una broma y entonces descubrió que no le importaba. La mirada de Sir Lancelot no era de burla, pero tenía una expresión divertida que casi era tierna y la sonrisa le iluminaba los ojos. Cualquier mujer habría perdonado a Sir Lancelot por aquella sonrisa. Y ella ciertamente no era diferente. — Perdonadme — repitió él con mayor suavidad. — Le perdono — repuso ella-, pero sólo porque me agrada ver que después de tantos siglos, todavía conserva el sentido del humor. — Es todo lo que me queda — — dijo él mientras parecía que se sumergía en alguna reflexión que lo inundaba de tristeza, aunque volvió enseguida a fijar su atención en ella-. Entonces, si no sois un ángel de la guarda ni mi Dama del Lago, ¿cómo tengo que llamaros? — Soy lady Rosalind Carlyon — dijo la joven mientras hacía una reverencia y extendía una mano que se apresuró a retirar, recordando la futilidad del gesto-. Soy huésped de esta posada. — Viajando a través de Cornualles en busca de leyendas. — Sí. Reconozco que debe de resultarle extraño porque estoy segura de que las damas no hacían tales cosas en su época. No tenían que ir en busca de leyendas. Vivían en ellas. Pero mi padre era un estudioso del rey Arturo y supongo que yo he heredado su misma afición. Venir a Cornualles, visitar Tintagel, donde nació Arturo e ir hasta el lago mágico donde recibió a Excalibur. Es un viaje que siempre soñé hacer, desde que era una niña. Sin embargo, nunca imaginé que tendría que hacerlo sola — añadió con tristeza. — ¿Vuestro padre? ¿Ya... no está? — preguntó Lancelot. — Todos. Mi padre y mi madre — no pudo evitar que la voz se le quebrara-. Y el año pasado perdí a mi marido. — Lo siento — dijo él-. Vos sois muy joven para ser viuda y quedaros sola en el mundo. ¿No tenéis hermanos? — No. No tengo a nadie — respondió agachando la cabeza porque temía revelar más de lo que debía. A su marido siempre le preocupó que fuera demasiado confiada con los extraños y demostrara una lamentable tendencia a confiar en cualquiera que se mostrara amable con ella. Le rogó que se mostrara más circunspecta. ¿Sus consejos también se extendían para los fantasmas simpáticos?

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Sintió un roce, como si una suave brisa le removiera el cabello. Alzó la mirada y vio a Sir Lancelot que intentaba tocarla para consolarla. Realmente imposible, claro. Frustrado e impotente, volvió a dejar caer la mano. Se miraron a los ojos y en aquel instante, Rosalind percibió una sacudida de reconocimiento, una conexión tan fuerte que no pudo explicar. Era la sensación de que él comprendía su dolor porque al igual que ella, sabía lo que era estar solo. Cuanto más miraba sus ojos, más convencida estaba de ello. Sir Lancelot du Lac no era un extraño para ella. Lo sabía todo de él a través de las leyendas. Conocía su nobleza, su coraje, su caballerosidad. Lo conocía tanto como a su querido Arthur. Se dio cuenta de que todas esas cosas que le había contado lo habían entristecido y se dijo que no podía permitirlo. Sir Lancelot ya tenía suficientes penas. La joven trató entonces de animarlo y le dirigió una sonrisa deslumbrante. — Claro que no estoy completamente sola — dijo-. Me había olvidado de Miranda y Clothilde. — ¿Os referís a unas mascotas, milady? ¿Unos perritos, quizás? — No, a las tías solteras de mi difunto esposo. Ahora vivo con ellas, aunque — hizo una mueca— no ha sido el arreglo más feliz. Lancelot frunció el entrecejo. — ¿Son crueles con vos, milady? — Oh, no. Son unas damas muy respetables, pero tienen unas ideas muy estrictas de cómo debería comportarse una viuda. — Rosalind se ruborizó tras su confesión-. No tienen ninguna idea de la razón de mi viaje. Creen que he ido a visitar a unos ancianos primos de mi marido que residen en Conway. Lo cual debería estar haciendo ahora. Sólo que me he desviado un poco del camino. — Vuestro secreto se encuentra a salvo conmigo, milady — le aseguró Sir Lancelot con solemnidad, aunque en sus ojos brillaba una lucecita. — Os lo agradezco — dijo Rosalind torciendo la boca con una sonrisa de pesar-. De otro modo quizá me encontraría de vuelta en Kent para volver a tricotar calcetines y distribuir potes de jalea de tuétano para los pobres dignos de ello. Y yo hago una jalea horrible. No sabe cómo corren los pobres de la aldea cuando me ven llegar con la cesta. Lancelot se echó a reír, un sonido profundo y cálido, tan encantador como su sonrisa. Necesitaba reír, Rosalind estaba segura de ello. Estaba satisfecha de haberlo divertido, pero le preocupaba que le hubiera dado una mala impresión.

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— No es que me disguste ayudar a los pobres — se apresuró a añadir-. Sólo que preferiría hacer algo más útil que envenenarlos con mi jalea. No quiero que piense que soy insensible o que tengo duro el corazón. Jamás se me ocurriría, milady— dijo él sin dejar de sonreír y mirándola con ternura-. Estoy plenamente convencido de que nunca podríais ser más que una dama bondadosa. Rosalind se ruborizó mientras sentía una absurda complacencia por el cumplido. — Acaba de conocerme — protestó-. Es imposible que sepa si soy bondadosa o no lo soy. — ¿No? — apuntó él suavemente-. «¿Es tan buena como hermosa? Porque la belleza habita en la bondad. El amor pone a su disposición sus ojos para ayudarlo en su ceguera. Y la ayuda mora allí.» — Qué hermoso — dijo Rosalind, aunque no estaba segura de si se refería al verso o al rico timbre de su voz que la llenó de calidez como una caricia y casi le cortó la respiración-. Es de Shakespeare, ¿verdad? Lo he reconocido... — se interrumpió llena de confusión-. Pero Shakespeare ni siquiera había nacido cuando usted murió... ¿cómo es posible que conozca su obra? La pregunta perturbó un poco a Lancelot durante un instante, hasta que pudo reaccionar. — Oh... — dijo entonces-, desde mi muerte he estado en muchos lugares y en muchas épocas. Echaba tanto de menos a los trovadores de Camelot que con frecuencia rondaba por The Globe, donde me cautivó la poesía de ese bardo que usted llama Shakespeare. — ¿Entonces, no siempre... — Rosalind vaciló un momento, temiendo que la palabra «rondar» le ofendiera— no siempre ha permanecido en Cornualles? — Ah, no, milady. Me temo que siempre he sido un espíritu inquieto. Un alma perdida condenada a deambular por la tierra para siempre. Sus palabras la preocuparon y le llenaron la cabeza de imágenes del caballero vagando a través de los siglos, abatido, débil e incapaz de encontrar la paz. — ¿Condenado? — preguntó-. ¿Y por qué? — Como expiación de mis pecados, supongo. — Fue el más bravo de los caballeros de Arturo. No puedo creer que hiciera nada que mereciera un castigo tan terrible. ¿Qué pecado cometió? — Demasiados. Y el peor de todos fue enamorarme de la mujer equivocada. — Oh...

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Se refería a Ginebra, a su pasión enfermiza por la hermosa reina esposa del rey Arturo. Era el relato más romántico y trágico que Rosalind había oído. Lo había leído muchas veces y se había preguntado si le habría gustado sentir una emoción tan tempestuosa. Claro que ella se había enamorado de su marido, lo amaba desde que podía recordar. Pero eso no era lo mismo que enamorarse hasta lo más profundo del alma. — Sentir una pasión como esa — meditó en voz alta-, tan poderosa y tan fuerte que sigue deslumbrando a pesar del tiempo transcurrido... ¿cómo puede ser malo un amor así? — Es evidente — dijo Lancelot con amargura-. Cuando una pasión así es el precio del honor de una persona y de la traición a otro hombre por compartir el lecho con su esposa. — Pero estaba enamorado. Seguramente su razón fue superada... — ¡Fui un adúltero! Y esta es la desagradable verdad del asunto. La dureza de su voz hizo que Rosalind se sobresaltara. — Un hombre siempre puede elegir, milady — siguió diciendo más calmado-. Y cuando lo hace mal, debe padecer las consecuencias. Desgraciadamente el inocente ha de sufrir con él. Y este es el verdadero pecado que lo condena para siempre. Aquellas palabras dejaron a Rosalind un poco desconcertada porque sólo comprendió una cosa: el grado de dolor que vio en el interior de sus ojos. Cualquiera que fuera el pecado del que hablaba, ningún juicio del cielo podía condenarlo con mayor crueldad que como él se condenaba a sí mismo. Permaneció en silencio, perdido en sus oscuros pensamientos, y pareció olvidar que ella estaba allí. Rosalind permaneció apartada, sin saber qué decir para consolarlo, impotente. Pecado, pasión, el tormento del arrepentimiento. No tenía experiencia en esas cosas, era como la novicia de un convento. — Y como si no hubiera cometido las suficientes locuras durante mi vida, ahora pierdo la infernal espada— dijo Lancelot con expresión sombría. Rosalind intentaba permanecer en segundo plano, pero aguzó el oído cuando escuchó sus palabras. — ¿Una espada? — repitió atónita-. Entonces ¿es verdad que está buscando una espada? ¿No estaba bromeando? — No. Pero vive Dios que me gustaría que fuera una broma. Sólo existía una espada legendaria de la que Rosalind había oído hablar.

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— ¿No se referirá a Excalibur? — la joven pronunció el nombre con reverencia. — ¿Qué? Oh... sí, Excalibur — contestó él distraído. — Tenía entendido que cuando el rey Arturo murió, la espada fue devuelta a las aguas del lago. — Allí es donde tiene que estar. Quizá si la hoja se hubiera clavado en el fondo, yo encontraría finalmente la paz. Pero tendré muy poco descanso hasta que encuentre la maldita espada. Rosalind se apretó la frente con las manos porque sentía como si todo aquello estuviera empezando a enredarse demasiado y no conseguía entenderlo del todo. — No lo entiendo — dijo-. ¿Qué estaba haciendo con Excalibur? — Yo tenía que ser el guardián de la espada hasta... hasta el día del retorno de mi señor. Pero permití que me la robara un ladrón. Ahora la espada está en manos de quién sabe qué clase de villanos y yo tengo que encontrarla. Ese aspecto de la leyenda le era desconocido a Rosalind. Pero antes de que pudiera hacerle otra pregunta, la atención de Sir Lancelot se concentró en otro lugar. Miró hacia la ventana y una expresión de horror apareció en su rostro. — ¡Condenación! — exclamó. — ¿Qué sucede? — preguntó Rosalind inquieta, mirando también en aquella dirección. Pero no vio nada excepto que el cielo había empezado a iluminarse con las primeras luces del alba, Lancelot se apartó de ella y se disculpó por haber jurado en su presencia. — Debo dejaros, hermosa dama. — ¡Oh, no! — exclamó ella-. Todavía tengo que hacerle muchas preguntas. ¿Debe irse tan pronto? — Debo hacerlo. El sol ha empezado a elevarse y podría ser peligroso para mí vagar a la luz del día. Podría ser fatal. ¿Fatal? Rosalind parpadeó atónita. ¿Por qué tenía que ser fatal? Ese hombre ya estaba muerto. Sin embargo, apartó todos esos pensamientos de su cabeza cuando vio que él empezó a acercarse a la ventana, dispuesto a partir. — Os agradezco todas vuestras bondades. Y me gustaría saludaros apropiadamente, milady, pero... — sonrió con tristeza-. Lo único que puedo hacer es deciros que Dios os acompañe. Rosalind se acercó a él con expresión preocupada. — Oh, por favor, espere. Debe decírmelo, yo...

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Pero él casi había desaparecido, disolviéndose a través de la ventana; en los ojos de ella había un brillo de pesar. — ¿... lo volveré a ver? — acabó Rosalind con un hilo de voz. Se aproximó a la ventana y lo vio por última vez. El corazón se le aceleró cuando observó un movimiento, una sombra que pasaba contra el cielo gris perla, pero no era más que una bandada de gaviotas que volaban hacia el mar. Sir Lancelot se había ido. Ya no volvería a verlo más. El pensamiento le produjo un extraño dolor en el corazón. Pero cuando el sol apareció sobre el horizonte, disipando la noche y todos sus misterios, Rosalind no pudo dejar de dudar de sus sentidos. Quizá sólo había estado soñando y se había levantado mientras dormía. O su imaginación, demasiado viva, le había hecho una jugarreta. La vida llena de fantasía que había llevado de pequeña, a menudo preocupaba a sus padres. Para su padre el estudio de las leyendas artúricas había sido un ejercicio intelectual. Pero para Rosalind... Aquella noche no era la primera vez que se había recreado en una visión de Sir Lancelot. De niña, llevaba las tazas y los platos en miniatura al jardín para servirle una taza de té a Sir Lancelot, a Sir Bedivere y a Sir Gawain, sus favoritos entre los caballeros de la Tabla Redonda y los martes compartía su pastel con ellos. Los miércoles aparecían las hadas y los viernes los reservaba siempre para una pequeña familia de gnomos que vivían debajo del seto. Sonrió con tristeza al recordarlo. Acaso había perdido demasiado tiempo en los reinos de la fantasía. Pero ¿qué otra cosa podía hacer una niña? No tenía a nadie con quien jugar y a menudo se refugiaba en la imaginación para escapar de su absoluta soledad. ¿Era esto lo que había sucedido aquella noche... se sentía tan desesperadamente sola que había resucitado a Sir Lancelot para que le hiciera compañía? Sin embargo, era muy diferente del caballero de su infancia, una imagen vaga, alta y noble, semejante a un hermano mayor encantador. El ser que acababa de conjurar no despertaba en absoluto sentimientos fraternales en el pecho de una mujer. Con esos hermosos rasgos, esas anchas espaldas y los nervudos brazos. Y esa boca generosa, sensual y sensible. Los cambiantes ojos negros, un instante risueños y, al siguiente, llenos de tristeza. Y esa voz de timbre profundo, al mismo tiempo acariciadora y burlona. ¿Podría siquiera haberlo imaginado? Reflexionó. Y, además... Jenny también lo había visto.

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¡Jenny! — Oh, Dios mío — murmuró Rosalind cuando recordó a su doncella. La había dejado sola, esperándola. Y si Rosalind no quería que la cogieran en una confusión de explicaciones engorrosas, sería mejor que subiera a su habitación rápidamente. Al girarse para alejarse de la ventana, sus pies desnudos tropezaron con un objeto duro. Soltó un gemido de dolor y se tambaleó sosteniéndose en un pie hasta que encontró una silla en la que sentarse. Levantó el pie, examinó el miembro palpitante y movió cautelosamente el dedo gordo. No parecía estar roto, pero estaba segura de que por la mañana tendría un morado. Miró con reproche el objeto con el que había tropezado: una tabla del entarimado suelta, que ahora ya estaba fuera de sitio. Pensó que tenía que hablar con Mr. Braggs acerca de las malas condiciones del almacén, pero si lo hacía debería explicar por qué había ido allí. Rosalind se arrodilló para volver a poner la tabla en su sitio cuando algo llamó su atención. Se acercó más y observó que el entarimado se podía desplazar fácilmente y que debajo del suelo había un espacio. Un escondite para... Rosalind se quedó sin aliento. Se echó hacia atrás sobre los talones, sorprendida, deslumbrada por el objeto que acababa de descubrir. Una espada de indescriptible belleza con la empuñadura de oro finamente trabajada, un cristal resplandeciente montado en el pomo. Durante un buen rato permaneció arrodillada sin atreverse siquiera a tocarla. Luego, con dedos temblorosos, cogió la empuñadura y sacó la espada de su escondite. No fue tarea fácil, porque la hoja era muy pesada, una magnífica hoja de acero forjado con fábulas y sueños, hacía mucho tiempo y en un lugar lejano. Rosalind levantó la espada a la luz, el brillo del cristal casi la cegó cuando esparció una lluvia de arco iris por las oscuras paredes de madera. Y el corazón empezó a latirle con una sensación de temor y de triunfo. Ahora estaba segura de que no se había imaginado aquella mágica noche, ni un precioso segundo de los que había pasado en compañía de Sir Lancelot du Lac. Todo había sido maravillosamente real. Lo había visto y estaba plenamente segura de que volvería a verlo por lo que había encontrado. Había encontrado lo que él estaba buscando. Excalibur.

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2 Lance estaba metido en algún problema. Darse cuenta de ello le atravesó el cuerpo como un tiro a Val St. Leger y lo mantuvo despierto. Se incorporó en el lecho con el corazón palpitante, capturado en algún lugar del mundo de sombras entre la conciencia y el sueño. Se apartó de los ojos los oscuros rizos con dedos temblorosos, unos ojos que poseían una expresión de dolor y preocupación que no correspondía a sus veintisiete años. Miró a su alrededor y se vio tendido encima de la colcha, sudando, aterrorizado y vestido todavía con los pantalones y la camisa. Fijó la mirada cansada sobre una bandeja llena de libros y papeles que de la cama había ido a parar a la alfombra durante la noche, con los restos de una vela apagada mezclados con un soporte de plata en un grumo helado de cera. Había vuelto a hacerlo, se dijo a sí mismo. Estudiar hasta muy tarde y quedarse dormido, para despertarse luego en una... ¿pesadilla? No, tan sólo una sensación de alarma, de que Lance se encontraba en peligro. Un pensamiento irracional, porque no existía ninguna razón para suponer que su hermano no se encontrara es cama, durmiendo después de algún exceso que hubiera cometido en las fiestas del solsticio de verano. Tendría que haberle acompañado, pero no lo hizo porque no le gustaban demasiado las compañías que frecuentaba. Sabía que se había ido otra vez de juerga con ese Rafe Mortmain, y ese solo pensamiento ya fue suficiente para que volviera a ponerse nervioso. Temía que Lance no estuviera a salvo en su lecho. Tan sólo era una sensación, pero era un St. Leger y no podía ignorarla. Sus intuiciones respecto a su hermano gemelo nunca eran erróneas. Arrastró las piernas fuera da la cama e hizo una mueca de dolor cuando sintió la punzada en la rodilla derecha. Buscó a tientas el bastón y caminó cojeando algunos pasos intentando que le desapareciera la rigidez de la articulación antes de salir cojeando de la habitación. El corredor al que daba su cuarto aparecía gris y nebuloso en el completo silencio de la madrugada. Los sirvientes todavía no se habían levantado. Solamente se escuchaba el suave clic del bastón de Val y su respiración dificultosa mientras se dirigía hacia el dormitorio de su hermano mayor. Mayor solamente porque a él y a Lance les separaba el intervalo de un día. Lance había llegado al mundo segundos antes de la medianoche, mientras que Val no hizo su aparición hasta la mañana siguiente.

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A menudo Lance lo atormentaba con ello, burlándose de que a Val le gustara tanto soñar despierto, aún en el vientre de su madre, tanto que no pudo nacer a tiempo. Sin embargo, habían pasado los tiempos en que bromeaba con su hermano, pensó Val con tristeza. Mucho antes de que las inquietudes de Lance le hubieran alejado del castillo Leger, y antes de la herida que le dejó lisiado. Ahora ese bastón, fino y ligero, con empuñadura de marfil, proyectaba una sombra alargada entre ambos. Apoyado en él, Val llamó a la puerta de Lance. Como no respondió, volvió a llamar, esta vez con más fuerza. — ¿Lance? — llamó, rogando que lo recibiera con un juramento y un gruñido mandándolo al diablo para que lo dejara dormir. Pero no oyó nada. Sólo el silencio que agudizó la intuición de Val de que algo iba mal. Puso la mano en el pomo de la puerta, consciente de que a Lance no le gustaría ni su preocupación ni la intrusión en su habitación. Aquello le dolió más que la rodilla, pero no lo detuvo. Abrió la puerta y entró. La mañana parecía no haber alcanzado todavía la habitación de Lance debido a que las gruesas cortinas doradas y carmesí ocultaban casi toda la luz. Adaptó la visión a la semioscuridad y buscó algún signo de que su hermano hubiera vuelto a casa aquella noche, algo que lo tranquilizara. La prueba que necesitaba yacía en una cama con dosel y lo que vio no le tranquilizó en absoluto. Se quedó sin respiración cuando se acercó cojeando a la forma que estaba estirada encima del colchón. Los oscuros cabellos de Lance estaban desparramados en la almohada, los brazos doblados encima del pecho, el cuerpo vestido con lo que parecía una túnica negra y una cota de malla. Pero no fue el extraño atuendo de su hermano lo que provocó que a Val se le detuvieran los latidos del corazón. Fue la manera en que yacía en la cama, tan pálido. No se movía, ni respiraba, parecía una esfinge de piedra tallada en la tumba de un caballero medieval. Parecía que estuviera... muerto. No era la primera vez que había visto así a su hermano, en ese estado parecido a un trance, pero siempre le causaba alarma. Val había estudiado con detenimiento a la familia St. Leger y los dones sobrenaturales que pasaban de generación en generación. Una extraña historia de adivinos, echadores de cartas, lectores de la mente y hasta algunos sanadores poco habituales, como él mismo.

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Sin embargo, nunca se había encontrado con un poder que lo espantara o aterrorizara tanto como el que poseía Lance, con su capacidad para separar el cuerpo del alma y enviar el espíritu a surcar la noche mientras la carne, los huesos y los nervios se quedaban atrás. Lance lo llamaba «el merodeador nocturno». Val conocía el peligro, porque nadie sabía cuánto tiempo podía mantener esa separación y permanecer a salvo separado del cuerpo, ni siquiera qué sucedería si el espíritu de Lance permanecía a plena luz del día. Con la esperanza de que la mañana no estuviera tan avanzada como suponía, se dirigió cojeando hacia la ventana. Retiró las cortinas y observó que el sol estaba justo encima del horizonte, los primeros rayos empezaban a extenderse por el jardín que había abajo. El corazón se le llenó de temor y volvió junto a su hermano; se inclinó y le cogió una mano. ¡Dios santo! Tenía los dedos rígidos y helados, más de lo que había visto nunca en un ser vivo. No sabía cuánto tiempo había estado fuera esta vez, aunque seguro que demasiado se temía, a juzgar por la frialdad de su piel. — Demonios, Lance. Ni siquiera tú puedes ser tan imprudente. Vuelve. ¡Ahora! — murmuró Val, frotando la mano de su hermano e intentando infundir algo de su calor en aquellos dedos helados. Se lo quedó mirando y pensó, desesperado, qué más podía hacer. Ponerle encima más mantas. Quizás así podría retener el poco calor que le quedaba en el cuerpo hasta que volviera. Si no lo conseguía... Pero Val se negó siquiera a considerar dicha posibilidad. Buscó en el vestidor una capa gruesa o algo que sirviera. Mientras lo estaba haciendo, no se dio cuenta que las cortinas se movían como agitadas por una ligera brisa ni que una forma fantasmal brillaba tenuemente en la habitación. Durante un breve instante, Lance St. Leger sobrevoló el lecho y experimentó la extraña sensación de contemplar abajo su propio cuerpo. Se encogió, vacilando. La reunión nunca era agradable y tenía un fuerte presentimiento de que en esta ocasión iba a ser peor que otras veces. Estaba en lo cierto. Cuando su espíritu se fundió en su cuerpo sintió como si se introdujera en una placa de hielo, su cuerpo estaba rígido y poco acogedor. Reunió todas las fuerzas de que fue capaz hasta romper el hielo y entonces se introdujo en un río helado de oscuridad.

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Durante varios segundos permaneció aletargado, antes de comenzar a tomar conciencia de sus manos y pies, agitarlas como manillas que sujetaran a su inquieto espíritu con firmeza. La sensación se extendió a las piernas, a los muslos, por los brazos, los hombros, cada miembro de su cuerpo lo sujetaba cada vez con más fuerza hasta que se sintió sepultado en él. Allí no había aire. No podía respirar. El pánico le dominó y se retorció y forcejeó contra los sofocantes límites de su carne. El corazón, que apenas había estado latiendo, se puso en movimiento con una violenta palpitación, y todo su cuerpo se sacudió espasmódicamente cuando los pulmones se llenaron de aire. Se hundió en el colchón, mientras agradecía volver a respirar. Poco a poco el corazón fue recuperando su ritmo habitual y el calor volvió a sus miembros helados. ¡Demonios! Se había salvado por los pelos, pero había conseguido volver. Ya estaba a salvo dentro de su piel, a pesar de que Lance comenzaba a ser consciente de las razones por las que había escapado cuando, horas antes, se había despojado de su carne demasiado humana. El olor agrio del sudor. Los músculos doloridos que protestaban por el peso de la maldita armadura. El dolor de cabeza que le había dejado el porrazo que había recibido en la playa. Procuró mantenerse inmóvil, no quería moverse, ni siquiera pensar. Algo completamente imposible porque no podía dejar de pensar en la noche que acababa de pasar. Una noche extraña, hasta para los patrones de un St. Leger. Había sido atacado y robado en su aldea, caminado sin rumbo por la playa buscando al culpable e intentando recuperar la desgraciada espada. Y, por si todo eso fuera poco, lo habían confundido con el fantasma de Sir Lancelot du Lac. Ese último recuerdo era el único que le resultaba lo bastante agradable para dilatarse en él: el encuentro con lady Rosalind. Se preguntó quién de los dos se había sorprendido más. Pensó que había sido él. La joven apareció iluminada con el resplandor de la vela y cuando lo atravesó directamente tuvo una sensación de inocencia y asombro tales como no había sentido hacía mucho tiempo. Lo había sentido, él que nunca tenía sensaciones físicas mientras se encontraba en ese estado. Nadie le podría culpar de que ese primer pensamiento hubiera estallado en su corazón, porque había tropezado con un espíritu como él. ¿Qué clase de mujer mortal iba a merodear en una extraña posada ^n medio de la noche en busca de fantasmas? Una mujer que fuera muy valiente o que estuviera completamente loca. Llegó a la conclusión de que Rosalind Carlyon era ambas cosas. Después de tropezar con él, no había salido huyendo y dando alaridos como lo habría hecho

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cualquier persona en su sano juicio. No, ella se había quedado hasta el amanecer, envolviéndolo en la más entusiasta de las conversaciones. Completamente loca. Pero si aquella dama lo estaba, entonces ¿él qué era? El también se había entretenido, había puesto en peligro su vida, se había olvidado del tiempo, porque debería de haber gastado esos momentos preciosos de oscuridad buscando la espada. Fue como si aquella dama lo hubiera hechizado, le hubiera ablandado las duras aristas de su alma. Había sido muy amable con ella, cosa poco habitual en él, conmovido por la tristeza que ocultaba tras su sonrisa, la difícil condición de una mujer que se ha quedado viuda siendo demasiado joven. Un pequeño resbalón de una muchacha vestida con un camisón blanco y los pies desnudos. Le había parecido que necesitaba un campeón y a él le había divertido jugar al héroe para ella, demasiado quizá. Y esa pequeña tontería que había empezado como un mero expediente, una manera de evitar engorrosas explicaciones de quién y qué era, le había entusiasmado. Lance se estremeció al recordar lo absurdo que se había mostrado ante Rosalind. Eso de estar condenado a vagar por la tierra para expiar sus pecados, que lo peor que hizo fue amar a la esposa de otro hombre, dañando su honor más allá de toda reparación. Un absurdo que se aproximaba a la verdad, porque Lancelot du Lac y Lance St. Leger se parecían bastante. Había hablado demasiado, arrastrando recuerdos que quería olvidar. Y ahora, a salvo en su lecho, no tenía idea de qué demonios le había sucedido. Quizá había sido peligroso salir a merodear por la noche después de haber recibido el golpe en la cabeza. Su único deseo, con los músculos doloridos y las pulsaciones en el cráneo, era yacer allí y morir en silencio. Sin embargo, ese privilegio le iba a ser denegado, porque se dio cuenta de que no estaba solo en la habitación. Junto al lecho crujió el entarimado. Alguien... alguien lo estaba arropando, le estaba poniendo encima una pesada prenda y lo cubría hasta la barbilla. Lance hizo un esfuerzo para abrir los ojos y vislumbró a través de las espesas pestañas a la persona que se inclinaba hacia él. Vio un rostro similar al suyo, aunque no idéntico. La misma nariz de gavilán, sólo que más rectilínea, los mismos profundos ojos castaños, sólo que de expresión más suave, la misma mandíbula cuadrada, excepto por el profundo surco en la barbilla. Una versión de sí mismo más enjuta y ojerosa. Val.

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Lance pensaba que no podía sentirse más desgraciado de lo que ya se sentía, pero estando su hermano allí, cualquier esperanza de mantener oculto el disparate de su última escapada, se desvanecía. Reprimió un gemido y apretó los ojos. Sin embargo, el movimiento, aunque ligero, fue suficiente para atraer la atención de su hermano, que se aproximó aún más. — ¿Lance? — murmuró-. ¿Estás aquí? ¿Lance? ¡Contéstame! Lance abrió los ojos y la luz del día le hizo parpadear. — Sí, estoy aquí — repuso con un gruñido-. No es necesario que grites. Los pálidos rasgos de Val enrojecieron de alivio. — Gracias a Dios. Has vuelto y estás bien. Eso era cuestión de opiniones, pensó Lance de malhumor. Quiso preguntarle qué estaba haciendo merodeando por su habitación a aquellas horas, pero la respuesta parecía demasiado evidente después de ver sus ropas arrugadas y la expresión demacrada del rostro. Resultaba obvio que su hermano estaba a su lado desde la medianoche y se había mantenido en vigilia junto a Lance mientras él estaba vagando. ¿Cómo se las había arreglado para saber que se había ido? Otra pregunta estúpida. Emitió un suspiro de desagrado. Val siempre sabía cuándo se encontraba metido en algún problema. Siempre. Temblando de alivio le pasó una mano trémula por su espesa mata de cabellos oscuros. — Esta vez creí que no ibas a llegar a tiempo y te ibas a transformar en un fantasma para siempre. Durante un momento terrible llegué a pensar que estabas... estabas... — ¿Muerto? — se adelantó Lance cuando a su hermano le fue imposible pronunciar la palabra. Se incorporó apoyándose en el codo y apartó el abrigo forrado de piel que Val le había puesto encima-. ¿Qué planeabas hacerme con esto? ¿Amortajarme con él? Yo habría preferido la capa negra de montar. Habría ido mejor con la armadura, ¿no te parece? — No te burles, Lance. Nada de esto resulta cómico. — ¿Acaso parece que me ría? — Lance se incorporó más hasta sentarse, balanceó las piernas sobre uno de los lados de la cama e hizo una mueca porque sintió un agudo dolor en la columna vertebral. ¡Dios! Tuvo la sensación de haber estado durmiendo en un lecho de clavos-. Recuérdame que la próxima vez que entre en trance no lleve armadura — continuó diciéndole a su hermano con un quejido mientras se ponía una mano en la parte baja de la espalda y la apretaba.

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— ¿Por qué te has puesto eso? — ¿Te refieres a la armadura? Si hubieras ido a la feria, te habrías enterado de que se organizaba la simulación de un torneo... — ¡Maldita sea, Lance! — exclamó Val con una expresión de reproche en los ojos-. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Por qué has estado merodeando? No te has preocupado de volver antes del alba. ¿Tienes alguna idea de lo cerca que has estado esta vez de no poder volver? Se dirigió cojeando hasta la ventana y corrió la cortina por completo. Lance soltó una maldición mientras se cubría con una mano los ojos para evitar que la luz lo deslumbrara, un poco molesto al comprobar lo alto que ya estaba el sol. — Demonios — murmuró-. Me he quedado demasiado tiempo hablando con mi Dama del Lago. — ¿Qué? — La Dama del Lago — repitió, sonriendo a pesar de lo mal que se sentía, con el recuerdo de Rosalind danzándole en la cabeza-. Una maravillosa hechicera de cabellos trenzados con rayos de luna y unos ojos del color del cielo. Me lanzó un hechizo. Su voz se suavizó y su expresión debió adquirir un extraño tono, ya que Val se lo quedó mirando como si se hubiera vuelto loco. Luego corrió presuroso a su lado. — Lance, quizá sea mejor que vuelvas a echarte. Me parece que todavía no has vuelto en ti. — Estoy bien — respondió él mientras se frotaba la frente-. Sólo me he mareado un poco al incorporarme demasiado deprisa. Como Val seguía mostrándose profundamente preocupado, procuró hablar de Rosalind de una manera más cabal, quizá también para sí mismo. — En la Dragon's Fire había una joven viuda muy bonita. Cuando estaba vagando por allí, nosotros... «colisionamos». — ¿Un extraño te pescó, merodeador nocturno? — Sí, pero todo fue bien. Se pensó que era el fantasma de Sir Lancelot du Lac. — ¿Y por qué iba a pensar tal cosa? — Porque yo se lo dije. Val frunció el entrecejo. La idea de mentir por la razón que fuera era incomprensible para el honesto hermano de Lance. — ¿Así que has estado utilizando tu poder para hacer la corte a una mujer? — preguntó con tono preocupado. — Qué manera más delicada de decirlo — se burló Lance-. ¿Quieres decir si había planeado seducirla?

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Se detuvo, considerando aquella posibilidad. Desde luego era una manera exagerada de explicar la profunda atracción que sentía. Y, sin embargo, pensar en juegos de cama y su lady Rosalind... casi parecía profano. — No — admitió Lance al fin-. No buscaba una excusa para meterla entre las sábanas. No es esa clase de dama. Es más de tu clase. — ¡De mi clase! — exclamó Val. — Sí, la hermosa doncella que salvas del dragón y luego te arrodillas ante ella como homenaje. A Lance le divirtió observar el rubor que apareció en las solemnes mejillas de su hermano. — Y lo más seguro, la clase de dama que debería mantenerse apartada de un mentiroso como yo — concluyó Lance-. Que será lo que hará, porque la encantadora viuda continuará su viaje hoy, mi pequeña broma no le hará ningún daño y nunca más la volveré a ver. Pensar en ello le produjo una inesperada punzada en el corazón. Pero Lance estaba acostumbrado a apartar de sí las emociones, se puso de pie y le sorprendió descubrir que podía mantenerse derecho sin caer hacia delante. Pasó junto a Val y se quitó la armadura que llevaba. Un proceso arduo y doloroso, porque cuando la pesada coraza cayó al suelo, Lance emitió un gemido de alivio. Hasta el dolor de cabeza se había transformado en un débil latido y empezaba a sentirse como si, después de todo, quisiera seguir viviendo. Si ahora pudiera liberarse de Val. Pero su hermano amenazaba con quedarse permanentemente en la habitación. Clavado en su sitio, y con ambas manos apoyadas en el bastón, lo observaba con una intensidad meditabunda que Lance encontró muy incómoda. — ¿Y esa ha sido la verdadera razón para que merodearas por ahí? — preguntó-. ¿Para gastarle una broma a una pobre dama inocente? — ¿Qué otra podría tener? — replicó Lance, aunque por la expresión grave de Val supo que no le había creído. Val sabía muy bien que algo más iba mal. Lance era muy bueno disimulando, en las evasivas, y en sacudirse los problemas de encima con una sonrisa encantadora. Pero con Val nunca le salía bien y siempre se preguntaba por qué lo seguía intentando siquiera. Ese era el problema, con un hombre que te conoce perfectamente desde el seno materno, pensó Lance mientras volvía a sentarse en el borde del lecho para quitarse las botas.

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Consiguió quitarse una, mientras Val permanecía allí de pie, silencioso, paciente, esperando. Lance tiró la bota a la alfombra con un suspiro de resignación. — ¡Está bien! Si quieres saberlo, salí a merodear en busca de algo que he perdido. — ¿Y qué puedes haber perdido tan importante como para arriesgar la vida por ello? — La espada St. Leger. Val se quedó boquiabierto. — ¿La... la espada de Próspero? — tartamudeó-. ¿La del cristal en la empuñadura? — Esa. A la vez que Val se derrumbaba en la primera silla que encontró, Lance le relató las circunstancias que concurrieron aquella noche, sin ahorrar detalle: su estupidez al utilizar la espada para un disfraz, su ostentación en la plaza de la aldea como si la antigua espada fuera una baratija de latón, la cantidad de cerveza que había bebido en la posada del Dragon's Fire, el momento en que se marchó solo a la playa cuando ya había oscurecido, permitiendo que lo sorprendieran y lo robaran sin ni siquiera poder defenderse. Narró la historia en un tono indiferente, con la intención, como ya venía haciendo desde hacía años, de destruir la fe inquebrantable que tenía su hermano en él. Y al parecer lo iba a conseguir, porque en la familia St. Leger no había nadie tan impregnado de las leyendas como Val, quien le daba mucho más valor a la espada que él. Sin embargo, cuando acabó la narración, Lance no observó ningún signo de condena en el rostro de su hermano. — Dios mío, Lance — dijo casi sin aliento-. Te podían haber matado. Había perdido la espada St. Leger, ¿y eso era lo único que le preocupaba? Le miró con el entrecejo fruncido, entre sorprendido y enfadado. — No habría sido una gran pérdida, te lo aseguro — dijo-. Y después habrías podido heredar el castillo Leger. — Yo no deseo heredar el castillo Leger — replicó Val en voz baja. — Qué coincidencia. Yo tampoco — dijo Lance, mientras se quitaba la otra bota con un violento tirón y la dejaba caer. Desde que se había recuperado, se insultaba con toda clase de vituperios imaginables, y, la verdad, habría sido un alivio que otro se tomara el trabajo de hacerlo por él. Pero su hermano no parecía animarse, y tampoco lo miraba con enfado.

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— ¿Y dices que ni siquiera pudiste ver al hombre que te atacó? — le preguntó. — No, estaba excesivamente bebido — dijo Lance sin rodeos-. Me hubiera dado por satisfecho con reconocer mi propia mano si me la hubiera puesto delante de la cara. — ¿Crees que pudo haber sido uno de esos contrabandistas que últimamente han estado operando en la costa? — Los contrabandistas no suelen hacer negocios bajo una luna llena y con una feria a una distancia relativamente corta. No, fue un bandolero común. — Bandoleros en nuestra aldea — dijo Val con expresión meditabunda y meneando la cabeza con gesto de preocupación-. Ladrones operando dentro de las fronteras de las tierras de los St. Leger. Nunca había sucedido antes... antes... Val titubeó mientras dirigía una mirada de inquietud a su hermano Lance, pero éste lo entendía bastante bien. — ¿Antes de que padre se fuera? — finalizó con un tono duro en la voz-. ¿Antes de que yo me quedara a cargo de todo esto? — ¡No! No me refería a nada de eso. Aunque ya me temía que lo ibas a interpretar mal. — Iba a decir que nunca habíamos tenido tantos problemas antes... antes de que Rafe Mortmain volviera — terminó. Lance se quedó mirando a su hermano con expresión atónita. — ¿Rafe? ¿Y qué tiene que ver Rafe con todo esto? — Nada, espero. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme... ¿dónde estaba él cuando te sucedió todo eso anoche? — Lo ignoro. Nos separamos a primera hora de la tarde. Rafe tenía que salir a patrullar. Recibió una especie de aviso que... — Lance se interrumpió, frunció el entrecejo cuando pensó en los comentarios de su hermano-. No pensarás que Rafe haya tenido algo que ver con el ataque que he sufrido. ¡Dios santo! Ese hombre es el oficial encargado de proteger la costa. — Sin embargo... la implicación de Rafe es una posibilidad que ha de tomarse en cuenta — volvió a decir Val con expresión grave. — ¡Que me condene si ha tenido algo que ver! ¿Qué demonios querría hacer Rafe Mortmain con mi espada? — Todo el mundo sabe que la espada de los St. Leger posee un extraño poder. Y poder es algo que los Mortmain siempre han codiciado. — No tiene sentido — dijo Lance con un gruñido. Se levantó y se golpeó el muslo con un gesto de disgusto-. Nosotros no vamos a participar en este juego, Val.

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— ¿Qué juego? — preguntó su hermano, claramente desconcertado. — El pasatiempo favorito de los St. Leger durante generaciones. Cuando algo va mal, hay que encontrar a un Mortmain para echarle la culpa. — Existen buenas razones. Tú no has estudiado la historia de nuestras familias como Yo lo he hecho... — No me interesan las historias antiguas. — No tan antiguas — le recordó Val-. La madre de Rafe quiso matar a nuestros padres. — Y pagó por ello con su vida — dijo Lance con impaciencia-. Todo esto sucedió mucho antes de que naciéramos nosotros y entonces Rafe sólo era un niño. Te aseguro que no siente demasiado amor por Evelyn Mortmain, la mujer que lo abandonó en París. — Eso es lo que dice él — murmuró Val. — Y — continuó diciendo Lance, ignorando la interrupción-, no creo tampoco que nuestros padres consideren a Rafe una amenaza. Le permitieron vivir con nosotros hasta aquel verano que cumplió dieciséis años. — Hasta que casi te ahogas en el lago Maiden. — ¡Fue un accidente! — exclamó Lance-. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? Recuerdo perfectamente que fue culpa mía, que resbalé y me caí. Y fue Rafe quien me agarró y me sacó. Ese día me salvó la vida. — Y a mí me parece que sólo lo hizo cuando padre y yo aparecimos allí. — Entonces es que te falla la memoria como a todos los demás de por aquí, que sospechan que puede cometer cualquier crimen sólo por la reputación de su familia. ¡Malditos sean todos los Mortmain! — dijo con expresión burlona Lance, considerando que habían sido la tortura de los St. Leger a lo largo de varias' generaciones-. Bueno, perdona si no levanto la copa por ellos. Sólo he conocido a un Mortmain y resulta que es mi amigo. — Los amigos no deberían poner en evidencia lo peor el uno del otro — insistió Val. — ¿Y qué demonios se supone que significa lo que acabas de decir? Val se quedó mirando la punta del bastón con expresión triste y pensativa. — Solamente que he observado que existe un punto oscuro en Rafe Mortmain y al parecer esa oscuridad la transmite a otros. No puedo explicarlo bien, pero cuando estás en su compañía eres diferente. Más duro, más cínico y más irreflexivo. Lance meneó la cabeza, lo que estaba diciendo su hermano le resultaba increíble.

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— ¿Cuándo te va a entrar en esa cabeza dura que tienes? — preguntó con aspereza-. Nadie tiene influencia sobre mí. Si actúo como un irresponsable cuando estoy con Rafe es porque lo llevo en la sangre. Lance entró en el vestidor y se quitó la ropa llena de sudor, el aire helado de la mañana en la habitación enfriaba su carne desnuda aunque no su temperamento. Con la puerta del vestidor abierta fue tirando la ropa hasta que encontró una bata. Estaba completamente seguro de la razón por la cual estaba tan enfadado: porque Val intentaba hacerle dudar de un hombre que a él le gustaba y admiraba, o porque le había dado pruebas a su hermano, una y otra vez, de su falta de valía y, aun así, él continuaba a su lado. Siempre decidido a disculparle, a ofrecer excusas en su lugar, o también a culpar a otro de sus insensateces. Lance se encogió de hombros dentro de la bata y se anudó el cinturón con un gesto violento. Oyó a Val que se esforzaba por ponerse de pie detrás de él. — Lo siento, Lance — dijo en voz baja. Oh, por favor, ahora, como siempre hacía, se estaba disculpando. Lance apretó los dientes. — Tienes razón, claro — continuó Val-. Debería avergonzarme por sospechar de un hombre sólo porque sus antepasados fueron unos criminales. Estoy seguro de que existen muchísimos más sospechosos probables que deberíamos poner en entredicho. Lance se dio la vuelta para mirar a su hermano. — ¿Qué quieres decir con «deberíamos»? — Claro, yo daba por hecho... — Tú siempre das por hecho lo peor — le interrumpió Lance, cerrando de golpe la puerta del vestidor con un impulso brutal-. Cada vez que me meto en algún problema, no necesito que corras a rescatarme. — Yo no lo hago. Sólo... — ¡No necesito que te transformes en mi sombra, ni que montes guardia junto a mi cama como si fueras una niñera! — Yo no hago eso — protestó Val-. Lance, sólo deseo ayudarte. — Creo que una vez ya me ayudaste bastante, hermano, ¿no te parece? — y lanzó una mirada significativa a la pierna de Val. Éste se sobresaltó. Se acercó cojeando a la ventana, pero no fue lo suficientemente rápido para ocultar la expresión de dolor que apareció en sus ojos. Era tan fácil herirle. No existía ningún arte en ello.

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Cuando Val contempló el jardín que había debajo de la ventana, la luz del sol jugó con su semblante cansado y puso en evidencia los surcos que el dolor había provocado en sus rasgos juveniles. Lance pensó que podría contar cada una de aquellas líneas de las que él era responsable. «Un hombre siempre tiene la posibilidad de elegir, milady. Y cuando hace una mala elección, debe sufrir las consecuencias. Desgraciadamente el inocente sufre con él...» Las palabras que le había dicho a Rosalind volvieron a perseguirle. Le dijo que vagaba por la tierra para expiar sus pecados. Aunque en realidad, no tenía que vagar muy lejos. Tener a Val alrededor era como estar obligado a llevar guijarros dentro de las botas. El enfado de Lance se desvaneció y tomó su lugar aquel sentido de culpa que ya le era tan familiar y que tanto le exasperaba. Se dijo que quizá fuera la milésima vez que lo dominaba tras su retorno. Quizá porque después de la victoria en Waterloo, la derrota final de Bonaparte, Lance dio una excusa para quedarse en el ejército y permanecer alejado de su casa. Como hijo mayor y heredero, ya había tenido mucho tiempo para dejar de vagabundear, asentarse en el castillo Leger y aprender las responsabilidades que un día serían suyas, convertirse en la clase de hombre que toda su familia creía que debía ser, y no en lo que era en realidad. Y es que la diferencia entre ambos era abismal. Fue hasta el jarro y la palangana que había en el lavabo, vertió un poco de agua fría y se la echó a la cara, como si así pudiera limpiarse su sentimiento de culpa y su mal humor. El líquido helado despertó su piel desnuda y se sintió mejor... hasta que se vio reflejado en el espejo que había encima del lavabo. Hizo una mueca mientras pensó qué diría su Dama del Lago si pudiera ver ahora a su intrépido Sir Lancelot bajo su forma humana; necesitaba un baño y afeitarse, tenía el cabello despeinado y unas oscuras sombras debajo de los ojos, que descendían de una manera poco estética hasta la boca. Un caballero deshonrado. Ignoraba por qué esa estúpida frase se le había metido en la cabeza, pero se adaptaba muy bien a sus circunstancias.

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Se secó la cara con una toalla y se echó atrás las puntas de los cabellos que estaban húmedas antes de seguir hablando con su hermano. Le iba a decir que saliera de su habitación y lo dejara solo. — Mira, Val. No te preocupes por la espada. Encontraré esa maldita cosa aunque tenga que cabalgar hasta el infierno para traerla — se oyó decir a sí mismo. — Sé que lo harás — le contestó él dirigiéndole una triste sonrisa. — Así es que no hay ninguna necesidad de que te agotes preocupándote por ella... o por mí. Deberías volver a la cama e intentar dormir un poco. Tienes peor aspecto que yo, lo cual es decir mucho. — Sí, tienes razón — dijo Val con una pequeña sonrisa-. Pero quiero que entiendas una cosa. No me veo como una sombra, como dices, que se mantiene vigilante mientras tú estás merodeando por ahí. Tan sólo hace un rato que he venido a tu habitación. Existe otra razón por la que estoy despierto la mayoría de las noches. Lance se sintió aliviado al escuchar estas palabras. Aligeraban un poco su sentimiento de culpabilidad, aunque se quejó: — No vuelvas otra vez con tus infernales libros. Ya sé que a mamá le habría gustado que al menos uno de nosotros fuera un hombre de letras, pero no le agradaría nada que te mataras con uno de esos libros viejos y mohosos. — Ya lo sé, pero eso es una exageración. He estado trabajando mucho para compilar la historia completa de nuestra familia con la esperanza de tenerla acabada antes de que padre y madre estén de vuelta. — Val dio unos pasos y el movimiento transmitió su frustración. Algunos temas le apasionaban y ese era uno de ellos-. He revisado todos los archivos, todos los registros, todas las historias de Cornualles que he podido encontrar y, sin embargo... — se interrumpió y dirigió una mirada de disculpa a Lance-. Bueno, ya sé que esto no te interesa — Es la primera vez que te interrumpes. Val soltó una tímida carcajada. — Sí, supongo que sí — suspiró y continuó-. Es ese maldito Próspero. ¿Cómo voy a completar la historia de los St. Leger si no puedo encontrar la menor información acerca del hombre que presuntamente fundó la familia? Es como si toda referencia a él hubiera sido borrada deliberadamente. — Es probable que haya sido así — dijo Lance encogiéndose de hombros-. Un caballero del que se rumoreaba que fue hechicero, temerario, que hacía un mal uso de sus poderes, que seducía a todas las mujeres con su mirada. Demonios, se parece a mí. También borrarán mi nombre cuando me muera.

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— No si yo puedo impedirlo — replicó Val-. En serio, Lance, ¿nunca te has preguntado qué clase de hombre pudo originar una familia como la nuestra? ¿Por ejemplo, cómo era su vida? ¿Fue feliz? — Lo quemaron en una pira. Eso haría infeliz a cualquier hombre. — Me refería a antes de eso. Con toda la inteligencia y todo el poder que se supone que poseía, ¿estaba satisfecho? Aparte de todas esas mujeres que se decía que tuvo, ¿hubo alguna que para él significó más que las otras? Si mamá no hubiera echado a su espíritu, podría habérselo preguntado. Aquella era otra de las muchas leyendas de la familia, pensó Lance con expresión torva, que el fantasma de Próspero habitó una vez la torre del homenaje. Al parecer fue exorcizado, pero no por el formidable padre de Lance, sino por su madre, esa mujer tan pequeña y de cabellos del color de las llamas. Madeline St. Leger era una mujer práctica, con una poderosa influencia sobre su terrible marido y sus cinco revoltosos hijos. No era de las que toleraban que la paz de su hogar fuera desestabilizada por el espíritu de un hechicero bribón. Lance cruzó los brazos sobre el pecho y contempló a su hermano menor con expresión divertida. — ¿Y si el fantasma de Próspero estuviera todavía por aquí, qué crees que haría? ¿Invitarte a compartir una botella de oporto mientras habla de sus amores contigo? — Supongo que no — concedió Val-. Pero me gustaría saber si encontró a alguien. Si no acabó muriendo amargado... y solo. A Lance le era imposible imaginar por qué a Val le importaba tanto todo aquello, ese era un aspecto de su hermano que él no comprendería nunca. — Eres un romántico incurable. Así se convierte un hombre que ha nacido el día de San Valentín. — Quizá por eso. Y es que últimamente he estado pensando demasiado en asuntos como... Val apartó la mirada de la de Lance y la clavó en la alfombra de una manera que despertó la curiosidad de Lance. No era propio de Val ser tan evasivo y tan reservado. — ¿En qué asuntos has estado pensando? — insistió. — Oh... en eso de estar solo. En estar enamorado — evitó mirar a Lance, estuvo jugando durante un rato con la punta del bastón y Lance empezó a ponerse nervioso.

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Estaba a punto de cogerle de la mano para que acabara ese infernal jueguecito cuando, finalmente, confesó: — No han sido los libros los que me han mantenido despierto durante la noche, Lance. Es otra cosa. Creo que me ha llegado el momento. — ¿El momento de qué? — De tomar esposa — repuso Val ruborizándose hasta la raíz del cabello. Lance se lo quedó mirando. Siempre tan absorbido en los libros, en sus escritos, en los estudios de medicina con Marius St. Leger; nunca había demostrado ningún interés por las damas. No de ese modo. De hecho, en ocasiones Lance todavía se preguntaba si su santo hermano no sería todavía virgen. Retorciéndose azorado, Val continuó hablando. — ¿Recuerdas la conversación que padre tuvo con nosotros un día de otoño en su estudio? Sobre el matrimonio. Y... las mujeres. — Vagamente. Como yo ya sabía todo lo que hay que saber sobre el sexo, me temo que presté poca atención. — Yo sí. Y recuerdo muy bien que dijo cómo los varones St. Leger saben

cuando les ha llegado el momento de casarse. Las noches de insomnio, el fuego en la sangre, la inquietud, unos deseos insoportables... Y yo tengo todos estos síntomas, Lance. Lance entornó los ojos. Por la dolorosa expresión de su rostro, parecía que estuviera hablando de una enfermedad fatal. Y en cuanto a los síntomas que acababa de describir, no diferían mucho de los que él tenía últimamente. Lance se puso rígido, claramente inquieto por la inesperada comparación. Sin embargo, la desechó rápidamente mientras apoyaba una mano en el hombro de Val con una sonrisa condescendiente. — Escucha, hermanito, lo que necesitas es un viaje rápido a la playa. Conozco a la deliciosa hija de un pescador que... — No es eso lo que necesito, Lance — dijo Val con sequedad-. Necesito a la esposa adecuada. — ¡Muy bien! — exclamó Lance levantando las manos. A pesar de toda su gentileza, Val podía ser muy tozudo cuando una idea se le metía en la cabeza-. ¿Y en qué dama has pensado? — le preguntó. Val pareció sorprenderse de que le hiciera esa pregunta. — Ya sabes que yo no soy quien decide.

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— Si no lo haces tú, entonces quién... — Lance miró directamente a los ojos a su hermano menor cuando comprendió lo que había querido decir-. ¡Oh, no, Val! Por favor... por favor dime que no estás pensando en consultar al Buscador de novias. — Estoy a punto de hacerlo. Como Lance soltó un resoplido, Val se puso a la defensiva. — Sabes que no tengo otra elección, Lance. Es el único aspecto de las tradiciones de nuestra familia que hasta tú mismo tienes que comprender. — Oh, sí, ya estoy familiarizado con esta leyenda — murmuró Lance y empezó a recitar con voz burlona como un escolar que se ha aprendido la lección-: Todos los St. Leger son demasiado raros o demasiado estúpidos para que se les confíe la labor de encontrar esposa. Si un St. Leger intenta hacerlo, sólo conseguirá que su matrimonio sea un desastre. Pero si le encarga a ese ser místico llamado Buscador de novias que le encuentre una esposa, encontrará el verdadero amor que durará toda la eternidad. — Vamos, Lance — se quejó Val-. No comprendo cómo puedes burlarte de todo esto cuando nuestros padres lo hicieron. Lance no podía discutirle este argumento a su hermano. Era cierto. No podían existir esposos más devotos que Madeline y Anatole. Sin embargo, frunció el entrecejo y señaló a su hermano: — Nuestros padres son de otra generación. Fíjate a quién tuvieron como casamentero. A un clérigo anciano conocido por su sabiduría y su prudencia. Pero ¿cuando se retiró, quién le sucedió? ¿Quién va a ser nuestro Buscador de novias? Val se agitó nervioso bajo la dura mirada de Lance, pero luego admitió con expresión preocupada: — Effie. Effie Fitzleger. — Eso es. Elfedra Fitzleger, una mujer tan ligera de cascos, que tiene problemas para elegir el color de las plumas de su sombrero, imagínate para elegir a la esposa de uno. — Pues ya ha hecho buenos emparejamientos. Mira a nuestro primo Caleb St. Leger y a su esposa. — ¡Pero si se pelean como perro y gato! — Ya lo sé, pero a ellos les divierte. Sobre todo esa parte que viene después de la discusión. — ¿De verdad es eso lo que deseas, Val? — preguntó Lance-. ¿Una esposa que te lance la vajilla a la cabeza cuando se enfade? — No, Effie me encontrará una esposa más adecuada para mí. Lance se frotó el puente de la nariz en un gesto de

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frustración. Sabía que no era de su incumbencia lo que Val decidiera, pero no pudo evitar hacer un último esfuerzo para razonar con su hermano. — ¿No crees que sería mucho mejor que simplemente confiaras en tu corazón? — Pero... pero no es... — Val vaciló y luego continuó con voz desafiante-. Excúsame, Lance. ¿No es esto lo que tú pretendiste hacer? La pregunta de su hermano dejó a Lance atónito unos instantes, porque no podía negarlo. Él se enamoró apasionadamente de Adele Monteroy, la esposa de su oficial superior. — Sí, fui un loco — admitió a regañadientes-. Siempre he creído que tú eras más juicioso, Val. Pero si sientes la necesidad de reclamar los servicios de un Buscador de novias, es cosa tuya. No necesitas mi aprobación. — No... pero me gustaría que me ayudaras. — ¿En qué quieres que te ayude? — Ya sabes como es Effie. Siempre ha sido reacia a interpretar su papel de buscadora de novias. He ido a verla casi cada tarde desde hace dos semanas y se niega a complacerme. — ¿Y qué esperas que haga yo? — Puedes hablar con ella, intentar persuadirla. Las personas te escuchan, Lance. Te escuchan y te obedecen. En este aspecto te pareces a padre. No, ese era su gran problema, pensó. No era como el legendario Anatole St. Leger. Y ya tenía bastantes dificultades con la maldita espada que había perdido. Lo último que necesitaba era implicarse en la absurda búsqueda de una esposa con Elf Fitzleger. Quiso negarse a la petición de Val, pero una mirada a los ojos suplicantes de su hermana y otra a ese condenado bastón, le convencieron de que podría hacerlo. — Está bien — dijo a regañadientes-. Hablaré con esa ridícula mujer. Te lo debo. — Preferiría que lo hicieras porque eres mi hermano — dijo Val con tristeza-. Pero gracias de todos modos. Los ojos le brillaban con una gratitud que hizo que Lance se sintiera más incómodo porque sabía que no había hecho nada para merecerla. Pero Val estaba resplandeciente. — Nunca sabrás cuánto aprecio lo que vas a hacer, Lance. A mi primer hijo le pondré tu nombre. — ¡No, no por Dios! — exclamó Lance horrorizado-. Ya es suficiente que nuestro padre le permitiera a madre bautizarnos con estos nombres ridículos. Saint Valentine. — ¡Sir Lancelot!

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Cuando eran pequeños habían añadido esos títulos a los nombres que ambos aborrecían y que daban siempre como resultado un intercambio de trompazos en broma y que siempre acababan en una batalla campal. Lance iba a darle un golpe en el hombro a Val, cuando se acordó de su cojera. Dejó caer la mano torpemente, Val se dio cuenta del gesto de su hermano y con una sonrisa tensa, se excusó ante Lance por haberle mantenido ocupado con sus cosas demasiado tiempo. Cuando se dispuso a marcharse, Lance se adelantó y fue a abrirle la puerta. Val salió de la habitación con la cabeza inclinada mientras su hermano mantenía la puerta entreabierta y miraba a través de la rendija. Mientras observaba el avance de su hermano por el pasillo, temió que por una vez en su vida Val no hubiera sido sincero. Quizá la cojera de la pierna fuera la explicación del insomnio que padecía y no las prisas por casarse. Aquella mañana la cojera de su hermano era más pronunciada y eso le hizo más consciente de sus piernas, tan fuertes y rectas. Él no sentía el más mínimo dolor, ni tenía las heridas que habría podido tener si no hubiera sido por la intervención de Val. Mientras cerraba la puerta con un apagado chasquido, Lance se preguntó, como hacía a menudo, si amaba u odiaba a su hermano. Pero lo cierto, es que se odiaba mucho más a sí mismo.

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3 Miss Elfedra Fitzleger sirvió más té a su invitada, los bucles de color dorado cobre oscilaron alrededor de sus afilados rasgos que ya reflejaban el paso a la madurez. Las arrugas que tenía a ambos lados de los ojos contrastaban con su manera juvenil de peinarse los cabellos y la infantil simplicidad del vestido de muselina blanca. A pesar de que ya no iba a volver a celebrar su treinta cumpleaños, Miss Fitzleger sonrió a su invitada como si fuera una joven señorita a punto de entrar en sociedad, sin dejar de hablar. Las citas por la tarde, especialmente atractivas cuando procedían del mundo que estaba más allá de Torrecombe, eran escasas. Por lo tanto, como una araña feliz con una invitada poco entusiasta capturada en sus redes, Effie estaba decidida a no dejarla marchar. Rosalind disimuló un bostezo detrás de su mano enguantada, asombrada de su propia descortesía. Sin embargo, ya era bastante tarde, la noche anterior había dormido muy poco y la charla de Miss Fitzleger le resultaba monótona. A pesar de la cálida tarde de verano, todas las ventanas estaban cerradas y en la chimenea ardía el fuego. Rosalind se encontraba incómoda en aquella silla tan rígida, con el vestido negro pegado al cuerpo, los rizos húmedos pegados a la frente, y sudando debajo del sombrero con bordes de encaje y el gorro de crespón negro. Le maravilló que el calor no ejerciera ningún efecto en su anfitriona. Miss Fitzleger se había envuelto sus delgados hombros con un chal. Cuando insistió en que Rosalind se tomara otra taza de té, sus ojos se desviaron hacia la puerta. — Oh, no, gracias madam — dijo-. Creo que ya he abusado bastante de su paciencia. — Insisto — exclamó la mujer-. Si acaba de llegar. Había llegado hacía media hora. Rosalind había contado cada uno de los minutos con ayuda de los numerosos relojes de la habitación, que hacían tictac sin cesar. — Ha sido muy amable al recibirme — murmuró Rosalind haciendo un gesto para levantarse-. He llegado a su puerta sin anunciarme, y ni siquiera me conoce. — No hacía falta — interrumpió Miss Fitzleger, haciendo que Rosalind volviera a sentarse-. ¿Cómo iba a saber que mi abuelo ha fallecido? Y yo juzgo muy bien a las personas. Todos mis admiradores lo dicen. El señor Josiah Gramble lo decía precisamente el otro día, «Mis Effie», — me llama Effie — hizo una pausa y soltó una risita-. Para un vicario, esto es una picardía y una insolencia. «Miss Effie, es usted tan perceptiva como encantadora. » Y es cierto. He sido bendecida con una

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gran intuición. Desde el primer momento me di cuenta de que usted es una mujer respetable y, además, cualquier amigo de mi abuelo es amigo mío. Rosalind suspiró. Había intentado explicarle a Miss Fitzleger con toda honestidad que había tenido muy poca relación con el fallecido señor Fitzleger. Pero fue tan inútil como rechazar la taza de té que su anfitriona le ponía en las manos. — Mi queridísimo abuelo — siguió diciendo Miss Fitzleger, removiendo el té con una expresión sentimental en la cara— habría estado tan contento de verla. Qué lástima que usted no haya podido venir antes. — Sí — admitió Rosalind con tristeza. Tomó un sorbo del líquido templado e hizo un esfuerzo para no atragantarse. Al parecer el té era lo único que había en la habitación que no estaba caliente-. ¿Y el señor Fitzleger ha fallecido hace poco? — ¡Oh, Dios Santo, no! Mi querido abuelo se fue hace más de diez años y todavía lo echo en falta — Miss Fitzleger agitó las pestañas con un gesto recatado, pero las lágrimas que reprimía parecían bastante genuinas-. Sabe, yo era su nieta favorita. Él me crió cuando mi madre murió. Fui su única heredera. — ¿Entonces heredó esta casa? — Heredé de él algo mucho más importante. La amargura que traslucían aquellas palabras sorprendió a Rosalind, así como la triste mirada que apareció un momento endureciendo sus rasgos y que desapareció enseguida detrás de otra de las afectadas sonrisas de Effie. Cambió rápidamente el tema de conversación y lo dirigió hacia sus caballeros admiradores que, según Miss Fitzleger, poseía en gran número. No dejaba de hablar y Rosalind pensó que al menos durante otro cuarto de hora no iba a poder escaparse. Dejó la taza de té en una mesita auxiliar y entonces se fijó en la colección de relojes de Miss Fitzleger. Entre ellos había uno de bolsillo plano, cerrado con un cristal abovedado que desencadenó en Rosalind un río de recuerdos: de una tarde soleada en la infancia cuando ese mismo reloj estaba en poder de un anciano que permitió que la pequeña lo tocara con sus dedos regordetes. A Rosalind no le sorprendió enterarse del fallecimiento del vicario, pero sí el sentimiento de pérdida que ello le había provocado. Sólo había visto a Mr. Fitzleger unas horas y, sin embargo, lo recordaba como uno de los hombres más sabios que había conocido. Habría podido ser más prudente, pensó Rosalind con tristeza. La loca aventura que había emprendido por la noche en la posada a la caza de fantasmas se

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había desvanecido. Y ahora era la tímida e insegura joven viuda de siempre. Una viuda que guardaba una espada robada debajo del colchón de su cama. Rosalind tuvo una sensación de triunfo cuando consiguió llevar la pesada arma hasta su habitación sin que la viera nadie. Sin embargo, durante las horas que siguieron tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre lo que había hecho. Fuera quien fuera el villano que se había atrevido a poner las manos sobre Excalibur, no le haría ninguna gracia descubrir que el botín había desaparecido del escondite. Seguramente el ladrón tenía que ser alguien que se hospedaba en la posada y si el desesperado bribón descubría que había sido ella quien se la había robado... reprimió un escalofrío. Según los chismes de Jenny, la posada del Dragon's Fire estaba llena de personajes despreciables. Desde el ladino Mr. Braggs a un oficial que tenía alquilada permanentemente una habitación allí: un hombre extremadamente atractivo, pero muy peligroso según decían. — Uno de esos Mortmain, milady — le susurró Jenny-. No se puede imaginar los crímenes que cuentan que ha cometido. Desgraciadamente Rosalind podía imaginárselo. Lo bastante como para considerar la idea de entregarle la espada al juez. Pero le costaba imaginarse contándoselo a un oficial de rostro severo. «Esta espada es Excalibur, propiedad de su legítimo guardián, Sir Lancelot du Lac. La encontré en la posada y he procurado mantenerla a salvo hasta poder devolvérsela.» Sería afortunada si no la acababan considerando una ladrona. Aunque no acabara en la prisión más cercana, Bedlam sería su destino final. Y empezaba a preguntarse si no era allí adonde en realidad pertenecía. Todo parecía tan diferente por la mañana, cuando puso las manos en la empuñadura de la maravillosa espada, con la suave luz del amanecer jugando en la resplandeciente hoja. Se había sentido más fuerte, más valiente, más capaz de negociar con cualquier fantasma, con cualquier villano, con espadas legendarias. Un grito distante de la tímida muchacha que había estado tan mimada y protegida durante toda su vida. Pero ahora... ahora sentía miedo y confusión. Lo mejor que podía hacer era devolver la espada al lugar donde estaba y olvidar que la había encontrado. Sin embargo, en cuanto se le ocurrió esta idea, se dio cuenta de que no podría llevarla a cabo. Por él. Por Sir Lancelot du Lac.

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El gallardo caballero que se había arrodillado a sus pies, un alma perseguida de ojos tristes y sonrisa gentil, condenado a la eterna búsqueda del perdón, de la redención. Durante esos momentos semejantes a un sueño que había pasado con él, descubrió al hombre que había detrás de la leyenda en sus remordimientos demasiado humanos, y le pareció mucho más real que muchas personas vivas que había conocido. A pesar de su búsqueda desesperada, había tenido tiempo de dirigir una sonrisa amable, de decir palabras encantadoras a una joven viuda y hacerla sentirse transformada en algo así como una bella viajera. ¿Iba a devolverle tal caballerosidad con un acto de cobardía? ¿Iba a entregar mansamente la espada al enemigo que se la había robado? ¡No! Ni siquiera podía pensar en tal ignominia. Rosalind apretó los labios con firmeza y se juró en silencio que acudiría al almacén el resto de sus días si fuera necesario, a esperar a Sir Lancelot hasta que Excalibur estuviera a salvo en su poder. Esta idea la reconfortó como si de este modo le quedara una esperanza de volverlo a ver. Aunque cuando se marchó parecía que lo hacía para siempre. Nunca olvidaría sus ojos tristes y ese profundo tono de remordimiento en su voz. «Permitidme saludaros apropiadamente, milady, aunque lo único que pueda hacer sea despedirme.» Saludaros... qué manera más elegante de hablar. El sonido de aquellas palabras le gustó tanto que apenas entendió su significado. Sin embargo, ahora la frase la perturbaba e intentaba recordarla entre las leyendas artúricas que había leído. Los valientes caballeros a menudo le hacían la siguiente pregunta a sus damas: «¿Puedo saludaros, mademoiselle?» Y siempre pedían el favor de... de un beso. Rosalind se puso rígida cuando al fin comprendió el sentido de las palabras de Lancelot. Si hubiera sido posible, le habría pedido un beso de despedida. ¿Y ella habría accedido a su petición? Se llevó un dedo vacilante a los labios mientras consideraba la posibilidad. La rasera noción de tal cosa le pareció una deslealtad a la memoria de su marido, como si traicionara a Arthur con Sir Lancelot. Sin embargo, no se le pasó por alto la ironía de todo eso y sonrió con tristeza. Pero no consiguió dejar de pensar en el beso de Lancelot, y si le hubiese gustado. Habría sido un beso cálido y suave, estaba segura. Condimentado con el romance de uno de los amantes más nobles de la historia. Casi podía sentir la tierna

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presión de su boca sobre la de ella. Sus mejillas se cubrieron de rubor y eso nada tenía que ver con la temperatura de la habitación, mientras un delicioso temblor le recorrió el cuerpo. — ¿Le pasa algo, querida? — la voz de Miss Fitzleger rompió bruscamente el abrazo imaginario de Rosalind. Volvió a la realidad y comprendió que su amable anfitriona había dejado de hablar y la estaba mirando con una sonrisa inquisitiva. Y ella no tenía ni idea de la pregunta que le había hecho. — Bien, yo... yo... — tartamudeó. — ¡Pobrecilla! Hace un momento estaba temblando y ahora le castañean los dientes — dijo Miss Fitzleger con tono cariñoso-. En esta habitación hay corriente de aire. Yo también la noto. Voy a echar unos cuantos troncos al fuego. — ¡Oh, no! — exclamó Rosalind, pero Miss Fitzleger hizo oídos sordos a su débil protesta. Effie echó unos troncos en el infierno que ardía en la chimenea, pero al menos los movimientos de la mujer ayudaron a Rosalind a salir de su ensoñación sobre Sir Lancelot y volver a la sombría realidad de su situación presente. Fijó la mirada en el montón de relojes que había en la repisa de la chimenea y pensó que ya había estado demasiado tiempo ausente de la posada, dejando a su pobre doncella guardando el peligroso tesoro. Mientras Miss Fitzleger estaba de espaldas, Rosalind tuvo el innoble impulso de levantarse y cruzar la puerta y salir corriendo. Se deslizó hasta el borde de la silla con la intención de excusarse por enésima vez ante Miss Fitzleger, cuando ésta la sorprendió con un delicioso gritito. — Oh, querida. He oído que se detenía un carruaje — la mujer estaba radiante-. ¡Más visitantes! Rosalind ignoraba cómo Miss Fitzleger podía oír nada con las ventanas cerradas y todos los relojes en marcha, que en ese momento estaban haciendo sonar la hora. Sin embargo, cuando su anfitriona cruzó velozmente la habitación para asomarse por las cortinas, Rosalind se puso de pie. Con la llegada de nuevas víctimas para Effie, o mejor dicho visitantes, se corrigió Rosalind, al fin se le presentaba una oportunidad de oro para escapar. Sin embargo, cuando Miss Fitzleger se apartó de la ventana, su mirada de alegre expectación se desvaneció. — ¡Dios misericordioso, es él! — exclamó dejando caer las cortinas y apretándose el pecho con manos temblorosas. Su alarma era tan palpable que se la comunicó a Rosalind. — ¿Quién es, Miss Fitzleger? — preguntó con ansiedad.

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— ¡Ese desgraciado de Valentine St. Leger! — Effie se dio la vuelta y volvió a atisbar detrás de las cortinas-. Se ha convertido en un tormento para mí con sus incesantes demandas — gimió-. Y esta vez se ha traído con él a su endemoniado hermano. ¡Menudo par de villanos sin corazón! — ¿Vi... villanos? — esa palabra asustó a Rosalind, consciente como era de la sagrada espada que había jurado mantener a salvo. Y el nombre St. Leger... estaba segura de haberlo oído antes. Jenny los había mencionado. Eran los principales terratenientes de la zona, una familia infame según contaban, que habitaba en una mansión hechizada que se llamaba castillo Leger. Rosalind había escuchado las murmuraciones de su doncella con la habitual delicia de siempre que le explicaba algo nuevo y curioso. Sin embargo, intercambiar leyendas terribles y espeluznantes era una cosa, y otra muy distinta que el objeto de tales narraciones tenebrosas fuera a llamar a la puerta. — ¡Oh, querida! ¡Oh, querida! — exclamó nerviosa Effie, mientras se asomaba entre las cortinas y se retorcía las manos. Rosalind se acercó despacio a la perturbada mujer. — ¿Miss Fitzleger, y qué pueden querer de usted esos St. Leger? — Lo que esos infernales hombres St. Leger siempre desean. Mujeres. — Le ruego que me perdone — dijo Rosalind débilmente-. Pero no la comprendo en absoluto. — Yo tampoco lo he comprendido nunca— repuso Effie-. Al parecer les domina una especie de locura lunática y en su sangre hay un fuego que la hace hervir hasta convertirlos en seres insaciables. Entonces no me dan descanso hasta que les encuentro una esposa. — ¿Una esposa? ¿Entonces usted es una casamentera? — Soy una esclava de esos St. Leger y de sus pasiones. Es un trabajo agotador, querida. Primero utilizo mi talento mágico para encontrar la novia y luego tengo que persuadir a la dama para casarse y entrar en una extraña familia como la St. Leger. A menudo la joven incauta no desea que la empujen a los brazos de un señor lujurioso que apenas puede esperar a casarse para llevársela a la cama. — No me lo puedo imaginar — dijo Rosalind titubeando, con el pensamiento lleno de imágenes de un salvaje de la cornisa poniéndose al hombro a una dama y llevándosela a su castillo. Había oído que en esa parte del mundo la gente era un poco ruda y no tan civilizada como en otros lugares-. Bueno, pero ya no estamos en

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la época medieval — razonó-. Ninguna mujer puede ser obligada a casarse en contra de su voluntad en nuestros días. — Hummm. No conoce a esos St. Leger, milady. Cuando desean algo, pueden ser muy rudos para obtenerlo. Si no mire cómo me obligan a irles a buscar una esposa. — ¿Y por qué no las buscan ellos mismos tal como hacen los caballeros decentes? — No pueden hacerlo. No pueden debido a sus peculiares costumbres y herencia. Dependen de mí. Yo soy su Buscador de novias — Effie se enderezó dándose aires de importancia al mismo tiempo que una expresión sombría le cruzaba el rostro-. Pero usted no sabe lo agobiante que es tener ese poder, lady Carlyon. Me ha arruinado la vida. Rosalind asintió con simpatía pero se apartó de ella. Ignoraba con qué clase de problema había tropezado allí, aunque se dijo que no estaba en sus manos resolverlo. Al parecer, Miss Fitzleger creía poseer una especie de mágico poder para encontrar esposas y esos St. Leger estaban lo bastante locos para seguirle el juego. Jóvenes lujuriosos dispuestos a lanzarse sobre quienquiera que señalara Effie como esposa adecuada, fuera joven o vieja, rica o pobre, una muchacha temblorosa, una respetable matrona o... o hasta una virtuosa viuda. Rosalind tragó saliva inquieta y se dirigió hacia la puerta de la sala pero Effie llegó antes que ella. — Voy a ordenarle a Hurst que les diga que no estoy en casa— dijo Effie-. Si permanecemos calladas, no sabrán que estamos aquí. — Miss Fitzleger, por favor... — empezó a decir Rosalind, pero con un guiño conspirador la mujer salió por la puerta y fue a buscar al ama de llaves. Rosalind se apretó la frente con la mano, temiendo que el calor hubiera afectado su juicio más de lo que suponía. Seguramente había entendido mal las extrañas explicaciones de Effie o la mujer había exagerado bastante. Sin embargo, hubiera lo que hubiera entre su anfitriona y esos St. Leger, Rosalind tuvo la sensación cada vez más arraigada de que debía escapar de allí en cuanto tuviera la oportunidad de hacerlo. Lance St. Leger contempló la casa cubierta de enredaderas que se levantaba ante él y el gesto tenso de los labios reveló lo poco que le agradaba la perspectiva de aquella visita. No estaba de humor para discutir con una recalcitrante buscadora de novias. Especialmente cuando debería estar organizando la caza del ladrón que lo había atacado la noche anterior. Aunque era casi imposible organizar una búsqueda apropiada cuando no podía contarle a nadie que le habían robado la espada.

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Precisamente esta era otra de las maldiciones de ser un St. Leger: la necesidad de parecer infalible ante los ojos de los aldeanos. Lance se preguntaba cómo lo había conseguido su padre durante todos esos años. Probablemente porque Anatole St. Leger era infalible. Él nunca habría permitido que le sucediera algo semejante. La amarga reflexión no ayudó a disipar su mal humor. Cuando llegó a la puerta principal de Effie, miró bruscamente por encima del hombro, disgustado porque Val se había quedado rezagado y estaba todavía a la altura de la puerta del jardín. No era porque la rodilla de su hermano le impidiera su avance sino por la huesuda muchacha que le agarraba la cintura y amenazaba hacerle caer sobre un lecho de rosas. Kate... la pupila de Effie Fitzleger, otro de los ridículos caprichos de esa mujer. Cuando Effie fue a tomar las aguas a Bath hace unos años, al parecer se llevó a la niña de un hospicio y volvió encantada con la perspectiva de jugar a «mamá». La ruidosa Kate pronto curó a Effie de tal idea, lo cual fue muy oportuno ya que de otro modo Effie habría coleccionado niños como coleccionaba relojes. Kate agarró a Val con todas sus fuerzas. Era una gitana con una melena de abundantes cabellos negros, mejillas manchadas y brillantes ojos oscuros. — ¡No, Val! — gritó-. ¡No lo hagas! ¡No! Val intentaba mantener el equilibrio para no caer. — Kate, ya sabes que debo... — le dijo suavemente. — ¡No! No lo hagas. No le pidas a la vieja Effie que te busque una novia. Incapaz de desembarazarse de ella, Val se inclinó y le puso un brazo alrededor de los hombros. Pero ninguna protesta ni juramento ni sus esfuerzos para hacer entrar en razón a Kate surtieron efecto. El semblante de la muchacha se ensombrecía por momentos. Finalmente Lance se vio obligado a intervenir. Desanduvo el camino y separó a Kate de su hermano con un movimiento expedito, ignorando las suaves protestas de Val y los gritos estridentes de la muchacha. Cuando la apartó de Val, se revolvió contra Lance con furia dándole puñetazos y patadas. Él la levantó en el aire y la volvió a dejar en el suelo al otro lado de la puerta. Le sujetó las muñecas con una mano y la dominó con un ataque estratégico haciéndole cosquillas en las costillas. Kate cayó al suelo a sus pies, jadeando y riendo furiosa. — Condenado Lance St. Leger — dijo jadeando-. No peleas limpio. Suéltame. — No hasta que se comporte, Miss Katherine. — ¡Vete al diablo!

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— Con mucho gusto — repuso Lance con un tono cordial-. Y tú conmigo si no corriges tus modales, marimacho. La joven forcejeó para liberarse. Pero cuando vio que no podía hacerlo, alzó la vista y lo miró con sus ojos oscuros llenos de furia. Lance continuó sujetándola con firmeza por las muñecas, aunque cuidando de no lastimarla, ya que Kate era una joven delicada y de huesos pequeños. Su tamaño hacía imposible adivinar su edad y ella no parecía darse cuenta de ello. Alrededor de doce o trece, pensó Lance, aunque había algo en su mirada que a él siempre lo impresionaba. Una expresión tan vieja, tan cansada del mundo, que le angustiaba encontrarla en los ojos de alguien tan joven. Donde fuera que la huérfana hubiera estado durante los primeros años de su vida, estaba claro que había visto y experimentado mucha de la miseria del mundo. La miró con expresión de firmeza y no la soltó hasta que ella consiguió dominarse un poco. — Suéltame — repitió con los dientes apretados. Lance la soltó despacio. — Y ahora, ¿a qué se debe este berrinche, Miss Katherine? Kate se levantó quitándose el polvo de los codos. Tardó bastante rato en replicar, pero finalmente lo hizo. — No quiero que Effie encuentre para Val alguna vieja boba — confesó malhumorada. — ¿Y por qué no, criatura? — Porque... — Kate inclinó la cabeza y desapareció tras la cortina de sus oscuros cabellos de gitana-. Porque quiero casarme con Val algún día. — ¡Qué! — Lance le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo. Los ojos expresivos de la muchacha tenían la sombra de un desafío y la mirada era tan desesperada que hizo que los labios de Lance se curvaran en una sonrisa. — ¿No crees que mi hermano es un poco viejo para ti? — preguntó. Kate meneó vigorosamente la cabeza. — Ya lo alcanzaré si me espera. — Es una petición muy difícil, Miss Kate. Obligar al pobre Val a esperar a una novia hasta que esta acabe de crecer. — ¡Tiene que hacerlo! Si no lo hace, no me casaré con nadie. Y acabaré siendo una vieja solterona como Effie. — No digas tonterías. Tendrás muchos pretendientes. Sobre todo si te decides a lavarte la cara — dijo Lance pellizcándole la barbilla-. Y si estás muy desesperada, siempre puedes casarte conmigo.

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— ¡Uf! — exclamó Kate con expresión digna-. No quiero casarme contigo. Serías un diablo como marido. — Sí lo sería — repuso Lance soltando una risita, pero consiguió arrancarle una sonrisa a la muchacha, sobre todo cuando deslizó en su mano unas cuantas monedas. Se fue apresuradamente por la vereda y luego se volvió para agitar el puño y gritarle a su hermano: — Tendrás noticias mías, Val St. Leger. Y si Effie te encuentra una novia, yo la mataré. Lance se echó a reír, pero cuando se volvió vio que Val estaba horrorizado. El encuentro con Kate había devuelto el buen humor a Lance y cruzó la puerta en dirección a su hermano arqueando ligeramente una ceja. — Ah, qué efectos más devastadores tienen tus encantos sobre las mujeres, Valentine. — Pobre muchacha — dijo Val mirando hacia Kate con expresión preocupada. Siempre he sido amable con ella y no tenía ni idea que albergaba en su cabeza esa extraña intención de casarse conmigo. — Son chiquilladas. ¿No te acuerdas cuando Leonie insistía en que iba a casarse con aquel acróbata que vino hace un año para la feria? — Sí, pero Kate tiene unas emociones más intensas que nuestra hermana. — Tiene un temperamento más ardiente, querrás decir. Bueno, yo no me preocuparía demasiado. Y dudo que Kate haya ahorrado lo suficiente para comprarse dos pistolas de duelo. — Es capaz de pedírtelo prestado — dijo Val, devolviéndole una mirada severa-. Ya sabes que la chica ya discurre bastante sin que tú la animes a hacerlo. — ¡Yo! ¿Qué demonios he hecho yo? — Siempre le haces bromas y te ríes cuando suelta un juramento. Le llenas los bolsillos del delantal con monedas. Y ella se compra dulces que nada más la ayudan a enfermar. Lance frunció el entrecejo. Aquella huérfana le despertaba cierta ternura, tratada con indulgencia o indiferencia, según el estado de humor de Effie. Pero nunca se le había ocurrido que podía estar haciendo a Kate más daño que bien con su imprudente generosidad. — Me temo que tendré que aprender algo acerca de las criaturas — dijo a regañadientes. — Ya lo aprenderás cuando tengas una.

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— No voy a tener ninguna, Val — espetó con voz cansada-. Serás tú quien llenará de herederos la cuna del castillo Leger. Val pareció molesto como siempre que Lance le decía cosas como esas, pero las palabras de su hermano le hicieron recordar para qué habían ido hasta allí. Mientras caminaban juntos hacia la casa, a Lance le divirtió observar el nerviosismo de Val. Su distraído hermano, normalmente tan despreocupado de su apariencia, se retocaba nervioso la corbata y cambiaba la babera de lugar y la ponía encima de las desordenadas ondas de sus cabellos. — No tienes que estar tan tenso — dijo Lance-. Effie no te va a conseguir una novia esta misma tarde. Sin embargo, a pesar de sus bromas, se detuvo ante los peldaños de la puerta principal y le ayudó a arreglarse la corbata. Lance, ataviado con su inmaculado frac color vino, no podía comprender cómo Val siempre se las ingeniaba para parecer que se había vestido en un cuarto a oscuras. — Ponla derecha— gruñó Lance, luchando con el nudo de tela hecho de cualquier manera. Val suspiró pero obedeció y se sometió pacientemente a los oficios de Lance. Eso le recordó a este último que su hermano gemelo parecía mucho más joven que él, con los mechones de cabello cayéndole sobre la frente, sus ojos llenos de sueños de amor eterno y todas esas cosas en las que Lance había dejado de creer hacía tiempo. La expresión de esperanza en el rostro de Val le llenó de una turbación que surgía de sus deseos de protegerlo. — Bueno, ya está — dijo bruscamente, echando un último vistazo crítico a su apariencia-. Pero antes de que Effie te procure una esposa, recuérdame que te envíe a mi peluquero para que te haga un buen corte de pelo. Tu novia podría negarse a casarse con alguien que parece un spaniel en medio de un huracán. — Sí, gracias. Ya me lo recordarás. — Val sonrió, pero una sombra recorrió sus hermosos rasgos-. ¿Crees que mi novia pondrá objeciones a... a esto? — preguntó mientras dirigía la mirada al bastón con el pomo de marfil que apretaba con la mano derecha. Val raras veces dejaba entrever que pensaba en la herida que lo había dejado cojo para siempre. Pero durante breves instantes, en sus ojos apareció una tristeza y una vulnerabilidad que no pudo disimular y que dejó a Lance impresionado. — No — dijo forzando la risa-, estoy seguro de que tu novia tendrá una impresión muy agradable, sobre todo después de que le expliques de qué modo tan

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noble te sucedió, al tratar de salvar a tu despreciable hermano. Las damas admiran mucho esas heroicidades. No lo dudes. — Lance... — empezó a decir Val con expresión de dolor, pero él ya se había dado la vuelta y sus sentimientos fraternales habían dado paso a los de culpabilidad, que le eran tan familiares. Se acercó a la puerta principal de la casa de Effie y llamó con más impulso del necesario. Nadie respondió a la llamada. Igual sucedió cuando lo hizo por segunda vez. Lance contuvo la respiración e iba a llamar con el puño cuando la puerta hizo un crujido y se abrió. Se asomó el ama de llaves de Effie, secándose las manos con el delantal. — ¿Qué desean? — Que tenga a bien informar a Miss Fitzleger que mi hermano y yo deseamos verla. — La señorita no está en casa. — La severa Miss Hurst intentó cerrarle la puerta en las narices, cosa que Lance ya había previsto. A sus espaldas oyó el suspiro de disgusto de Val que ya se preparaba para marcharse. Pero a Lance no lo disuadían tan fácilmente. — Mi querida Hurst — dijo con un tono de voz engañosamente paciente-. Quizá sería mejor que lo volviese a comprobar. Precisamente cuando venía hacia aquí, vi a Miss Fitzleger en una de las ventanas. Hurst se lo quedó mirando mientras unos mechones de cabello gris se le deslizaban del gorro. — La señorita no recibe visitas. Cualquier caballero lo habría entendido. — Cuando encuentre uno, se lo diré. — Lance entró en la casa y Val no tuvo más remedio que seguir a su hermano. Con las manos en sus amplias caderas, Miss Hurst chilló como un gato furioso, pero Lance no le hizo caso. Se quitó el sombrero, lo lanzó a una silla cercana, y echó un vistazo al vestíbulo. Las paredes estaban llenas de más ejemplares de la colección de relojes de Effie; incluso dos bastante grandes, se erigían a ambos lados de las escaleras como solemnes centinelas. — ¿Dónde se ha escondido Effie esta vez? — preguntó-. ¿En el comedor? ¿En el salón? La taciturna ama de llaves apretó los labios, pero una mirada furtiva de sus ojillos le dijo a Lance todo lo que quería saber. — Ah, entonces está en el salón.

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Sin hacer caso de las protestas de Hurst, Lance se dirigió hacia allí, pero antes de que diera un paso más, Effie salió de la habitación y cerró la puerta de golpe tras de sí. Empujó a Lance poniéndole las manos en el pecho y lo obligó a dar unos pasos hacia atrás mientras gritaba: — ¡Fuera! ¡Fuera los dos! Lance no dijo nada, porque aquello lo sorprendió, la reacción era demasiado exagerada, hasta para una persona como Effie. — He hecho lo que he podido, madam — dijo el ama de llaves-. Pero este bruto impertinente... — Silencio, Hurst — la interrumpió Lance en un tono que raramente utilizaba, pero que sus inferiores en el regimiento jamás se habían atrevido a desobedecer. Despidió a la mujer con un gesto enérgico y el ama de llaves se apresuró a desaparecer. Luego se volvió a Effie y le dirigió una de sus sonrisas más encantadoras. — ¿Qué sucede, Effie, es esta la manera de recibir a uno de sus más ardientes admiradores? — le cogió una mano y se la llevó a los labios con un gesto galante-. ¿Cómo puede ser tan cruel? Effie hizo unos pucheros, pero dijo en un tono dulcificado: — Siempre me agrada verle, Lance. No le pide cosas poco razonables a una mujer. Pero a ese no quiero verlo — dijo señalando a su hermano con un dedo acusador. — Pero Effie — dijo Val, adelantándose, con el sombrero en la mano-. Ayer mismo, me dijo que volviera hoy. — Pero hoy no puedo y no me refería a hoy. Estoy ocupada entreteniendo a una dama, una amiga mía forastera. — Estoy seguro de que le agradará que nos presente — dijo Lance suavemente. — No, no le interesará ninguno de los dos. — ¿Será ella? — murmuró Lance. Detrás de Effie vio la puerta del salón que se movía ligeramente, lo que le aseguró que la desinteresada invitada de Effie había estado escuchando a escondidas. Con una sonrisa de picardía en la comisura de los labios, Lance se deslizó alrededor de Effie con un ágil movimiento y abrió la puerta. La mujer que había detrás dio un grito e irrumpió en el vestíbulo, cayendo en brazos de Lance, que la sujetó con sus manos.

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— Buenas tardes — dijo él con una sonrisita-. Jamás una dama había caído a mis pies antes, pero creo que podría acostumbrarme a... Sus palabras se desvanecieron cuando aquella mujer levantó hacia él unos ojos sorprendidos. Debajo del lazo del sombrero negro, Lance descubrió a su Dama del Lago. Las manos se le agarrotaron en los hombros de ella y por un instante, hasta los infernales relojes de Effie parecieron detenerse. Contempló con incredulidad unos rasgos que le eran tan familiares: La suave forma de la boca, la nariz insolente, las doradas pestañas enmarcando a unos increíbles ojos azules. Rosalind... Rosalind Carlyon. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Debería estar muy lejos, siguiendo el viaje a través de Cornualles para encontrar el lugar de nacimiento del rey Arturo o las ruinas de Camelot o lo que diantres estuviera buscando. Pero no. Estaba allí, a punto de caer en sus brazos y entonces sintió una inexplicable satisfacción. Sin pensar en lo que hacía, la acercó más a él, temeroso de que un grito de la dama le hiciera volver a la realidad. De las mejillas de Rosalind había desaparecido todo el color y lo estaba mirando fijamente, como si estuviera viendo un... un fantasma. Lo cual seguramente estaría pensando. Lance parpadeó, apartó las manos de ella, apenas consciente de que Effie estaba llevando a cabo una especie de presentación de mala gana. Sin embargo, él apenas oyó una palabra mientras buscaba en su cerebro una excusa, alguna explicación inteligente de por qué era la imagen del fantasma Sir Lancelot du Lac. Habitualmente era muy bueno resolviendo este tipo de situaciones, pero cuando miró los angustiados ojos de Rosalind, por primera vez en su vida Lance St. Leger se quedó sin palabras. — Lady Carlyon... Rosalind — tartamudeó-. Pu... puedo explicar... ¡Demonios! No, no podía. Aunque no importaba, porque Rosalind no parecía estar escuchándole. Parecía como si hubiera caído en un estado de alucinación, su respiración se había acelerado y temblaba. Levantó unos dedos temblorosos y los acercó a él como si esperara que lo fueran a atravesar. Cuando la palma de la mano chocó con el pecho, dejó escapar un suave gemido. Y la dama que apenas se había inmutado al encontrarse con un fantasma en la posada del Dragon's Fire, cayó desmayada en los brazos de Lance.

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La sostuvo con un juramento de sorpresa y la cogió en brazos. No pesaba más que una niña, como supuso la noche anterior, mientras la levantaba, notó agitado que las suaves curvas que apretaba eran las de una mujer. Un amasijo de confusas emociones le recorrió el cuerpo, pero la que dominó sobre todas las demás fue la de alarma. Lance había visto a damas en pleno ataque de histeria, lanzándole la vajilla al tiempo que lo insultaban o queriendo pegarle un tiro, como aquella bailarina de la ópera, pero ninguna mujer se había desmayado en sus brazos. Lo que ahora necesitaba era a otra dama, una tan práctica como su madre, con su bolsita llena de sales aromáticas. Pero allí, para su desgracia, sólo estaba Effie Fitzleger, y aquella frívola criatura parecía que iba a perder los estribos. —¡Oh, oh, oh! — gemía Effie, apretándose la boca con las manos mientras iba de un sitio a otro mirando a Lance y a Rosalind. Con la dama en los brazos, Lance pidió ayuda a su hermano. — ¿Val? Pero Val parecía estar en el mismo estado. Habitualmente reaccionaba rápidamente en cualquier tipo de crisis médica, pero ahora se había quedado allí de pie, contemplando a Rosalind con expresión aturdida. — ¡Val! — gritó Lance. La dureza del tono lo sacó del trance. Con el entrecejo fruncido iba a acercarse cuando Effie lo detuvo y se apoyó en él gimiendo. — ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Es ella. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? — Effie, no es el momento de histerias — dijo Lance-. ¿Podría hacer algo útil? Llamar a Hurst para que traiga un poco de agua o... o... — Pero es ella — gritó Effie, sacudiendo con vehemencia el brazo de Val-. ¡Su novia elegida! Las palabras de Effie dejaron atónito a Lance durante un instante. En cuanto a Val, dejó caer el bastón y la empuñadura de marfil chocó contra el suelo. Miró a Rosalind y apareció una expresión en su rostro solemne como nunca había visto antes su hermano. Temor, ternura y una alegría que hizo que los ojos de Val brillaran febriles. Sin percibir apenas su cojera, se dirigió hacia Lance con los brazos extendidos, porque para todos se había transformado en un dios salido de un cuento de hadas, preparado para recoger a la dama y despertarla con un beso. La Dama del Lago de Lance. Lance apretó los brazos involuntariamente alrededor de Rosalind, mientras una sensación de posesión irrazonable se apoderaba de él. Se apartó de Val, que

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torció los labios en algo semejante a una mueca cuando vio que su hermano parpadeaba y se alejaba de él. ¿Qué diablos estaba haciendo? Recordó que habían ido allí para eso. Para obligar a Effie a utilizar sus poderes y encontrarle una esposa a Val. Pero él no esperaba que sucediera tan pronto y que la novia fuera... Rosalind. Pero ¿qué demonios le importaba a él? A regañadientes, Lance se preparó para entregar a Rosalind a los brazos de Val, cuando Effie soltó otro chillido. — ¡No! ¿Qué va a hacer? — preguntó. Lance miró a la mujer. — Acaba de decir que lady Carlyon va a ser la esposa de Val. — No va a ser la esposa de Valentine, estúpido — gritó Effie pisando los pies de Lance-. ¡La suya! — ¡Qué! — Lance casi estuvo a punto de dejarla caer al suelo. Se apresuró a sujetarla mejor y apoyó la cabeza de la joven en su hombro, como si le perteneciera. Contempló el pálido rostro y experimentó como si algo se precipitara en sus venas, un arrebato en el corazón que le hizo sentir una extraña ternura. Tuvo que ser muy rápido para mitigar esa perturbadora sensación. — ¡Tómala! — Lance se acercó a su hermano como si de pronto la dama se hubiera transformado en un montón de carbones ardiendo. Pero los brazos de Val cayeron a ambos lados de su cuerpo y el brillo desapareció de sus ojos. — No, Lance — dijo con voz tranquila-. No es mi novia. Es la tuya. — Porque está... está inconsciente — insistió Lance-. En lo que a mí respecta, si la quieres, tómala. Pero Val se apartó moviendo con tristeza la cabeza. — Ya has oído lo que ha dicho Effie. — Esa maldita mujer se ha equivocado. — ¡Eso no es verdad! — se quejó Effie indignada-. Nunca cometo errores. — ¿No? ¿Y cuando...? — empezó Lance, luego se interrumpió, incapaz de creer que estaba iniciando una ridícula discusión mientras sostenía a una mujer desmayada en los brazos. Como era la única persona a la que le quedaba cierto grado de sensatez, estaba claro que tenía que hacer algo con Rosalind. Pasó junto a Effie, atravesó la puerta del salón y buscó un lugar cómodo para dejar a la dama. La posó suavemente en una silla oscura que más parecía un mueble sacado del palacio de un emperador romano que del salón de una dama inglesa. Una vez hecho esto, lo asaltó como una oleada el sofocante calor de la habitación. Esa botarate de Effie había encendido el fuego y cerrado todas las ventanas en pleno verano.

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— Maldita sea — murmuró Lance, no le extrañaba que su Dama del Lago se hubiera desmayado. Oyó que alguien entraba en la habitación detrás de él y en la creencia de que sería su hermano dijo: — Val, abre las ventanas o yo también me desmayaré de un momento a otro. — Valentine no está. Le dije que se marchara — le respondió la agria voz de Effie. — ¿Y quién le ha dado permiso para hacer eso? — exclamó Lance. Effie revoloteó a sus espaldas, estirando el cuello para ver a Rosalind. — Bueno, no creo que esperen que encuentre más novias hoy. Ya lo he hecho y no sé cuándo volverá a funcionar mi poder. Creo que podría desmayarme. — Si lo hace, le juro que la sacaré al jardín y la tiraré al estanque de los peces. Ahora deje de actuar como una tonta y ayúdeme con la dama. — ¡Ohhh! — lloriqueó Effie-. Es usted un miserable. ¡Después de haberle encontrado una esposa! — ¡Yo no quiero una esposa! — Entonces no debería haber venido aquí — le reprochó Effie con los ojos llenos de lágrimas-. Pero ahora es demasiado tarde. Así es que se llevará a la dama de aquí y se casará con ella. Y que no venga ningún St. Leger a pedirme otra vez que le busque una novia. Effie estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación. Lance no la retuvo, estaba demasiado exasperado para hacerlo. Atravesó la habitación, corrió las cortinas y abrió las ventanas. Mientras forcejeaba con las batientes, vio a su hermano que se dirigía hacia la posada donde habían dejado los caballos. Con los hombros hundidos, Val caminaba cojeando como si el castillo en las nubes que se había construido hacía un momento cuando pensó que Rosalind era para él, se le hubiera derrumbado encima. Lance lo vio alejarse, desconcertado. Nunca había visto a Val volverle la espalda a nadie que necesitara su ayuda. Imaginó lo mal y lo herido que debía sentirse y entonces se volvió a sentir culpable. Quiso ir tras él, hacer que las cosas le salieran bien. Pero con Effie lloriqueando por la casa y su Dama del Lago todavía inconsciente, ¿qué podía hacer? Abrió las ventanas restantes y volvió al vestíbulo en busca de alguno de los criados. Pero como era habitual con un ama de casa de carácter débil como Effie, no encontró

a

nadie,

ni

siquiera

a

la

formidable

Miss

Hurst,

que

estaba

inexplicablemente ausente.

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Volvió apresuradamente al salón y buscó algún abanico, sales de olor, coñac, algo que pudiera ayudar. Desesperado, sacó un ramillete de rosas de un jarrón de Sévres y humedeció su pañuelo con el agua que había dentro. Se inclinó sobre la silla en la que yacía Rosalind, le deshizo los lazos del sombrero y se lo quitó. Unos mechones de cabello dorado escaparon del moño y le cayeron sobre los ojos. Lance los apartó y la miró con expresión de ansiedad: estaba muy pálida y seguía sin recuperarse. Seguramente tenían la culpa todas esas capas de ropa en las que las mujeres se introducían. Val se hubiera sobresaltado ante un comportamiento tan poco caballeroso, pero Lance le quitó la pañoleta de gasa sin pensárselo dos veces. Luego la puso de lado y le desabrochó los botones del corpiño y también el corsé que llevaba debajo. Cuando apareció el delicado encaje de la camisa de Rosalind, observó que respiraba mejor. La volvió a apoyar en la silla y le buscó el pulso. Aliviado, lo encontró débil, pero estable. Hizo un esfuerzo heroico para mantener los ojos apartados, pero calibrar los encantos de una mujer era tan natural en él como respirar. Y Rosalind Carlyon estaba llena de encantos... Deslizó la mirada hacia abajo y observó la delicada clavícula y la deslumbrante belleza del abultamiento que marcaba el inicio de los pechos redondos y perfectos bajo la camisa de lino húmeda de sudor y la sombra oscura de los pezones. Disgustado consigo mismo, decidió concentrarse en el rostro. Con un poco de agua del jarrón, humedeció el pañuelo y lo apretó contra la frente de Rosalind, procurando que sus movimientos fueran enérgicos y efectivos. Pero sus dedos se suavizaron cuando estudió su rostro. No era una belleza, no lo era según la moda de entonces. Tenía la nariz demasiado chata, la barbilla demasiado decidida y las mejillas estaban salpicadas de pecas. Y, sin embargo, poseía una dulzura y una armonía que habría cautivado a cualquier hombre. Tenía un rostro gentil, un rostro fresco como las flores de primavera, un rostro como salido de un cuento de hadas de antaño, de doncellas de dorados cabellos que esperaban en cenadores cubiertos de rosas, soñando, con el príncipe azul que se las llevaría en su corcel blanco. Era el rostro de la clase de mujer que... que metería a un hombre en graves problemas si éste no se andaba con cuidado. Lance hizo una mueca. ¿Acaso no lo había hecho ya? Sorprendiéndolo en la posada la otra noche, pasando a través de su alma, distrayéndolo de la búsqueda de su espada.

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Y ahora para colmo, Effie Fitzleger había dicho que Rosalind era su novia elegida... Lance podía respetar muy poco los poderes de Effie como buscador de novias, pero sabía que su familia no estaría de acuerdo con él. Si las palabras de Effie llegaban a sus oídos, tendría a todo el clan St. Leger encima, pidiéndole que se casara y eso, reflexionó seriamente Lance, sería lo último que necesitaba. La única esperanza que le quedaba era convencer a Effie de que en esta ocasión se había equivocado, de lo cual él estaba seguro. Rosalind era una dama encantadora que necesitaba a un caballero gentil, a un caballero cuya alma fuera tan brillante como su armadura. Alguien noble, honesto y sincero. Alguien exactamente como su hermano Val. Después de frotarle las muñecas y llamarla por su nombre, al fin la joven empezó a moverse. Rosalind gimió suavemente, movió la cabeza y abrió los ojos. Su desconcertada mirada deambuló por la habitación y cuando finalmente se detuvo en el rostro de Lance, sus ojos se iluminaron con una alegría tan poco disimulada, que se apoderó directamente de su corazón. No podía recordar que ninguna mujer lo hubiera mirado nunca de aquella manera, como si de verdad fuera el valiente héroe que llega como respuesta a todas sus plegarias. Rosalind movió los labios y el color fue volviendo a sus pálidas mejillas. Cuando sonrió le hizo sentir como el ciego que ve por primera vez los rayos del sol. En aquellos ojos azules brillaba tanta maravilla y delicia, tantos sueños hechos realidad. Tendría que ser la esposa de Val, era perfecta para él. Pero en cuanto este pensamiento le pasó por la cabeza, Lance se inclinó y sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, rozó la boca de Rosalind con sus labios.

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4

El beso de Sir Lancelot fue cálido y tierno, justo como había imaginado que sería. Rosalind suspiró, se sentía todavía como si caminara a tientas a través de un remolino de bruma. Su mente seguía nublada, no sabía dónde estaba o cómo había llegado hasta allí, pero no le importaba porque ya no estaba sola. Él había vuelto. Sir Lancelot du Lac. Parecía un hombre acosado, como si se hubiera abierto paso para volver a su lado a través de un ejército de caballeros hostiles y dragones que escupieran fuego. Pero cuando ella lo miró con atención, sus rasgos se relajaron y adquirieron una expresión de profundo alivio. — Rosalind — murmuró-. ¡Gracias a Dios! Su nombre sonaba tan dulce en sus labios. Ella dejó escapar un suave suspiro. Cada mañana desde que Arthur había muerto, se despertaba del sueño con la sensación de estar sola en el mundo y la pena se apoderaba como un peso de su corazón. Era la primera vez que abría los ojos desde hacía mucho tiempo con una sensación diferente, algo tan ligero y palpitante que tardó unos momentos en recordar lo que era. Felicidad. Una felicidad que le embargaba el corazón y la dejaba aturdida. — Ha vuelto a mí — murmuró con alegre incredulidad mirando a Sir Lancelot. — ¿He vuelto? — sonrió él. Rosalind le devolvió la sonrisa y sus dedos temblaron cuando los pasó por los oscuros y sedosos cabellos. Nunca había imaginado que el cabello de un hombre pudiera ser tan frío y suave, en marcado contraste con el poderoso calor de su piel. La joven continuó su exploración, acarició la curva de la mejilla y la mandíbula de acero con el asomo de la barba que ella dudaba que pudiera desaparecer por completo después de un afeitado. Al principio él pareció sorprendido cuando sintió su roce, luego algo en sus ojos se oscureció. Cogió aquella mano y presionó sus labios contra la palma en un beso que era a la vez apasionado, audaz y abrasador. El calor que inundó su cuerpo le devolvió los sentidos y comprendió entonces que allí había una terrible equivocación. El hombre que se inclinaba hacia ella no era el fantasma de un héroe de antaño. La mano que sujetaba la suya era una mano tierna, pero debajo de aquella ternura podía sentir el calor, la fuerza y el latido de la vitalidad.

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Al mirarlo captó unos detalles que debería de haber observado al principio. No llevaba armadura, ni túnica e iba bien peinado, con los cabellos descansando en el hombro. O al menos así había sido hasta que ella los acarició con las manos. La complicada doblez de una corbata caía como la nieve sobre una pechera dura y un chaleco de seda. La chaqueta del frac estallaba sobre los poderosos hombros mientras que los pantalones... la atónita mirada de Rosalind descendió hasta ellos y luego la desvió rápidamente. Los pantalones moldeaban los musculosos muslos como una segunda piel. Ese... ese no era Sir Lancelot, ese hombre de sonrisa lánguida, mirada ardiente y boca demasiado atrevida. La sensación de calidez fue sustituida por tal inquietud, que a la joven le entraron ganas de gritar. Fue como un brusco despertar del sueño más bello que hubiera tenido nunca. La mirada de Rosalind vagó por la habitación y poco a poco fue consciente de dónde estaba, de cómo había llegado hasta allí y lo que había estado haciendo. Estaba echada en una silla del salón de Effie Fitzleger. Recordó que había tomado el té con ella y que alguien había llegado y Miss Fitzleger no quería ver. Unos visitantes cuya descripción había asustado a Rosalind. Los St. Leger, unos hombres que no controlaban sus pasiones, que al parecer iban por el país pidiendo novias como aquellos romanos de sangre caliente se llevaron a las desgraciadas sabinas. Y precisamente ese St. Leger había tomado posesión de su mano cuando ella nunca se lo habría permitido. Rosalind lo miró y su corazón latió temeroso. Sin embargo, no parecía un vagabundo sin civilizar. El corte de la ropa, demasiado sofisticado para un simple campesino, era el de un caballero. Pero el peligro estaba allí, en la sensual curva de sus labios, en aquellos imposibles ojos oscuros... unos ojos que parecían devorarla con una mirada que podría haber derretido una vela y convertirla en un montón de cera y una mecha chamuscada. Además, allí no había rastro de Effie Fitzleger ni de ninguno de sus criados. La habían dejado sola con ese hombre y a Rosalind le daba miedo pensar por qué. Se liberó de los dedos que la sujetaban y se enderezó en el asiento. Cuando él alargó la mano para acariciarle la mejilla, Rosalind se echó hacia atrás gritando: — ¡No me toque! ¡Por favor! Lance levantó las cejas atónito mientras ella empezaba a temblar pensando que él podía no obedecer su orden. Sin embargo, observó aliviada que él se apartaba.

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— Está bien — dijo con un asomo de sonrisa-. Aunque me creo en la necesidad de decirle que usted me ha tocado a mí y yo no he objetado nada. Para su mortificación, Rosalind tuvo que admitir que era cierto. ¿Tocarlo? Hasta le había permitido que la besara. Un perfecto extraño y todo porque tenía esa sorprendente semblanza con el fantasma de Sir Lancelot. Ahora que ya sabía que no lo era, ese beso ya no le pareció tan dulce... o inocente. — Lo... lo he confundido con otra persona — tartamudeó. — ¡Oh! ¿Y con quién? — hizo la pregunta con el más puro interés, pero en su mirada había una intensidad que la puso nerviosa. — Nadie que usted conozca, un amigo — contestó ella con tristeza. Un amigo galante que ella deseaba que estuviera allí ahora, para ampararla de la alarmante atención de aquel hombre. Lance se acercó un poco más, su presencia física era abrumadora, las anchas espaldas, los brazos largos, las poderosas manos. Llegó hasta ella su aroma, a laurel mezclado con algo más fuerte, más masculino. — Yo deseo que me considere un amigo — murmuró él. ¿A él? Un hombre cuya voz estaba calculada para intimidar, para envolver con su seducción. Rosalind se apartó un poco. — Yo... ya sé quién es usted. Es uno de esos horribles St. Leger. — Mi reputación me precede. Pues sí, soy Lance St. Leger. — ¿Lance? ¿Co... como Lancelot? — Desgraciadamente, sí. ¿Hasta su nombre era el mismo? Encontró que tal coincidencia era muy molesta y desconcertante, hasta cruel. Se apretó la frente con la mano para intentar aclarar un poco toda aquella confusión. Cuando sus dedos encontraron los mechones húmedos que se habían escapado del moño, frunció el entrecejo y entonces se dio cuenta de que no llevaba el sombrero ni el lazo. Pero ese descubrimiento no fue nada comparado con algo que aún la alarmó más. No llevaba puesta la pañoleta. Bajó la vista y a punto estuvo de volverse a desmayar cuando vio que el vestido y el corsé estaban abiertos hasta la cintura y dejaban a la vista el abultamiento de los pechos bajo la tela de la camisa. ¡Dios misericordioso! Ese St. Leger la había desnudado. ¿Para comprobar sus encantos ante la perspectiva de un noviazgo? O aún peor, ¿para probarlos? — Todavía está temblando, querida. ¿No sería mejor que volviera a echarse? — dijo él.

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¿Por qué? ¿Para que pudiera acabar lo que había empezado mientras ella estaba inconsciente? Cuando alargó la mano para ayudarla a estirarse, le recorrió una oleada de pánico. Apartó aquellas manos y se incorporó, intentando ponerse de pie. Le oyó soltar una exclamación pero no lo miró. El corazón le latía alocadamente mientras se dirigía hacia la puerta. Pero sólo había dado unos cuantos pasos cuando la cabeza empezó a darle vueltas. Se habría caído si él no hubiera corrido a su lado, con la velocidad de un lobo que va de caza, y la hubiera sujetado. — ¡Rosalind! — le dijo al oído con voz áspera-. ¿Qué diablos cree que está haciendo? Ella forcejeó débilmente, intentando luchar contra su debilidad, intentando luchar contra él. — ¡Suélteme! — ¿Para qué? ¿Para que se caiga? Tenía razón, comprendió con desmayo. La estaba sujetando y su cuerpo se deshacía contra el de él, absorbiendo todo el impacto de su calor y de su fuerza. Las sensibles puntas de los pezones se clavaban en el pecho de él, cubiertas tan sólo por el fino lino. Estaban compartiendo una intimidad en la que ella parecía estar a punto de convertirse en su amante. Cuando se miraron a los ojos, les recorrió a ambos un flujo extraño, algo oscuro, cálido y profundo. Lance St. Leger ya no parecía el hombre poco civilizado, sino el hombre plenamente capaz de levantar a una mujer del suelo y llevarla a su lecho. Rosalind, con un movimiento frenético, consiguió liberarse de sus brazos y protegerse junto a la repisa de la chimenea. Cuando él avanzó hacia ella, la joven exclamó jadeante: — Si me vuelve a tocar, señor, gritaré tan fuerte que se enterará todo el pueblo. — Yo no haría eso milady. — ¿Por qué no? — Porque conozco la única manera de evitar que grite una mujer. Y la única manera es volviéndola a besar. — ¡Oh! — Rosalind sufrió un sobresalto y buscó algo para defenderse de él. Agarró el atizador de la chimenea, pero él ya estaba a su lado y se lo quitó de la mano antes de que ella pudiera levantarlo.

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— Demonios, Rosalind — dijo él bruscamente-. Sólo estaba bromeando. Se toma las cosas mucho más en serio de lo que lo hace mi hermano. ¿Su hermano? Rosalind recordó que había otro hombre en el vestíbulo, un hombre de aspecto tranquilo con un bastón aunque, al parecer, también se había desvanecido. Habría preferido aquella sombría presencia a la de este St. Leger, más prepotente. Lance puso las manos en los hombros de Rosalind y la obligó a volver a la silla. — Siéntese — ordenó. La joven no tuvo otra opción que obedecer y se sentó en el asiento tapizado. Le temblaban las piernas. Toda ella estaba temblando. Lance se acercó a ella con las manos en las caderas y la miró con el entrecejo fruncido. — Y ahora, ¿qué es lo que le sucede, señora? Rosalind sujetó el corsé y el corpiño abiertos y los apretó contra el pecho mientras se encogía en la silla. — ¡No me sucede nada, señor! Solamente un detalle sin importancia que me revela que mientras yo estaba desmayada, usted ha intentado desnudarme. — Sólo con el propósito de que se recuperara — ni siquiera le hizo el favor de bajar la mirada-. No tuve elección. Se desmayó en mis brazos. ¿Recuerda? Rosalind recordaba, pero tal y como él lo describía, de esa manera tan arrogante, parecía como si ella hubiera sucumbido a sus encantos físicos. — ¿Dónde está Miss Fitzleger? — preguntó Rosalind-. ¿Por qué no me ha atendido ella? — Porque ha subido a su habitación, a punto de desmayarse ella también. No soporta ser superada en nada por otra mujer. Y en cuanto a esa ama de llaves suya, la colgaría si pudiera encontrarla. — Dudo mucho que lo hiciera — dijo Rosalind uniendo los extremos de la tela sobre su escote desnudo-. ¡Debería estar avergonzado! — Seguramente. Pero por una vez mis intenciones eran completamente honorables. — El muy sinvergüenza se atrevía a hacerse el agraviado. Rosalind tembló de indignación. — ¿Llama honorable a desabrochar el corsé de una dama? — Sí, cuando estoy intentando reanimarla. Pero cuando se trataba de una de esas jovenzuelas que aparecían en el regimiento enseñando las rodillas para llamar la atención y para que se les echaran encima, lo primero que hacía era quitárselos. — ¿Ah, sí? ¿Y también las besaba?

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Las mejillas de Lance se cubrieron de rubor, aunque al parecer debido más a la indignación que a la vergüenza. — No sé por qué la besé — dijo-. Seguramente porque me sentí aliviado, porque vi que se recuperaba. Fue tan sólo un beso ligero. Nada que la pueda poner tan nerviosa. Seguramente no creerá que estaba pensando violarla o... — se interrumpió y la miró-. Dios, eso es exactamente lo que usted cree. Para indignación de Rosalind, el muy depravado se echó a reír. La joven se puso a la defensiva. — Bueno, ¿y qué otra cosa podría pensar? — ¡Querida niña! — exclamó él riendo-. ¿Violarla debajo de la mesa del té? ¿A la luz del día, en el salón de Effie Fitzleger con todo el pueblo pasando por delante de sus ventanas? — Bien... yo... yo... — cuando él lo explicó de esa manera, parecía ridículo. — Si hubiera querido acostarme con usted, al menos la habría llevado a un dormitorio y la habría despertado. No me parece nada interesante entretenerse violando mujeres que están en los brazos de uno como un peso muerto. Y, además... Bajó la voz, y dijo con un timbre más íntimo y sugestivo: — ... Nunca violaría a una mujer. No tengo necesidad de hacerlo. Rosalind no sabía lo que era peor, si su arrogancia o la expresión divertida que veía en sus ojos y que la hacía sentir falta de experiencia. Quizás había exagerado, pero no estaba acostumbrada a tratar de cosas tales como besos casuales y que un hombre le desabrochara el corpiño por la razón que fuera. Ni siquiera su querido Arthur la había desnudado nunca. En sus visitas conyugales a su dormitorio siempre había prevalecido el decoro y la modestia, sólo le levantaba ligeramente el camisón. Rosalind deseó hacerle un montón de reproches a Lance St. Leger, informarle de que podría haber encontrado una manera más caballerosa de manejar la situación. Sir Lancelot du Lac lo habría hecho. Nunca se habría comportado de ese modo tan poco caballeroso si ella se hubiera desmayado en sus brazos. Habría encontrado un modo de ahorrarle la vergüenza. Habría sido gentil y considerado. Esas reflexiones, inesperadamente, provocaron que sus ojos se llenaran de lágrimas y entonces Rosalind inclinó la cabeza para ocultarlas mientras parpadeaba furiosa, Entonces, cuando Lance St. Leger se esforzó por ser amable con ella, las cosas empeoraron. Se puso en cuclillas delante de ella y fue a cogerle la mano. — Rosalind, querida...

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— Lady Carlyon— dijo ella apartándose de él-. Nunca le he dado permiso para llamarme por mi nombre, señor — una tontería quizá, considerando las libertades que ya se había tomado. Al parecer, él pensó lo mismo porque entornó los ojos. — Lady Carlyon, entonces. Siento mucho si la he ofendido. Se está recuperando de un gran susto. Y ahora, si se sienta como una niña buena, iré a buscar algo para que se recupere del todo. Rosalind encontró que el modo que tenía él de darle unas palmaditas en el hombro era tan insufrible como el tono dominante de su voz. Cuando se levantó y salió de la habitación, habría dado todo lo que poseía por poder salir de allí. Pero todavía no se mantenía bien sobre las piernas. Y aún la mortificaría más si él se veía obligado a cogerla otra vez, porque no podía abandonar la casa medio desnuda. Mientras él estuvo ausente Rosalind se ató las cintas y se abrochó los botones mientras pensaba lo mucho que detestaba a ese hombre. Lance St. Leger era exactamente esa clase de varón que siempre la ponía nerviosa. Demasiado atractivo para una dama de bien. Arrogante hasta el límite y demasiado seguro de sí mismo. Bajo el ala protectora de Arthur, Rosalind a menudo había observado a hombres de la clase de Lance, pero a una distancia en la que se encontraba a salvo. Bailaban y coqueteaban, revoloteaban y bromeaban y despertaban las risas y el rubor en las mejillas de otras damas. Pero cuando esos hombres dirigían hacia ella sus miradas atrevidas, Rosalind siempre deseaba meterse debajo de la mesa más cercana. Y eso era exactamente lo que deseaba hacer ahora, cuando Lance volvió, demasiado pronto. Apenas se había abrochado el corsé, pero si podía ajustarse el corpiño, éste cubriría la deficiencia. — ¿Necesita ayuda? — murmuró al observar sus esfuerzos. — ¡No! — repuso Rosalind con expresión colérica. Aunque no podía alcanzar los últimos botones, se hubiera muerto antes de permitir que la volviera a tocar. Lance se movió por la habitación llevando en la mano un vaso con un líquido de color ámbar en el interior. — Vamos — dijo-. Bébase esto. Rosalind cogió el vaso y lo olió con expresión de sospecha. El potente olor la echó atrás. — Oh, no. Nunca he bebido coñac. — Esto la hará sentirse mejor — dijo él con un tono de impaciencia-. No es una droga, si es lo que teme. Y ahora vamos, bébaselo. No era de la clase de hombre

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que acepta una negativa. Rodeó con su mano la de ella y llevó el vaso hasta sus labios obligándola a beber. Rosalind lo hizo a regañadientes, pensando que su Sir Lancelot nunca habría obligado a beber licor a una dama. El fuerte líquido casi la hizo toser. Pero cuando Lance la obligó a tomar otro sorbo, el brandy comenzó a hacerle efecto, provocándole un calor revitalizante en las venas. — ¿Mejor? — preguntó. Rosalind odiaba admitirlo, pero si no lo hacía, ese bruto la obligaría a beberse la botella entera de esa cosa horrible. Asintió de mala gana, apartó el vaso y deseó poder hacer lo mismo con él. Estaba demasiado cerca. — Lo dejo aquí — dijo él poniendo el vaso encima de la mesa del té-. Probablemente lo necesitará. Rosalind alzó la vista y se quedó atónita cuando vio que él tenía entre los dedos su pañoleta. — No querrá salir y exhibir su... belleza — dijo con una sonrisa burlona. Con las mejillas llameantes, le arrebató la gasa de las manos. — ¿Ha mirado mientras me desnudaba? — Es usted una mujer encantadora. No lo he podido evitar. Lo siento. Por el brillo que había en sus ojos, Rosalind pensó que no sentía ningún remordimiento. Luego se esforzó por ponerse de pie y esta vez descubrió con alivio que podía permanecer derecha. Dio unos cuantos pasos tambaleantes, se volvió de espaldas a Lance y se colocó la pañoleta alrededor del cuello, remetiendo las puntas dentro del corpiño, al mismo tiempo que pensaba furiosa, «Sir Lance nunca habría mirado». Miró a su alrededor preguntándose qué habría hecho con su sombrero. Él hizo lo mismo, pero al parecer era incapaz de encontrar el gorro de encaje, porque estaba debajo de la silla. — No lo necesita — dijo entregándole el sombrero-. No lo necesita en absoluto. Es usted demasiado joven para ponerse gorros de matrona. Rosalind le lanzó una mirada iracunda y estuvo a punto de discutirle su punto de vista, pero no lo hizo. Tenía muchos gorros de encaje y lo único que deseaba era salir de allí en cuanto le fuera posible. Se puso el sombrero y ocultó los rizos en el interior. Sir Lancelot nunca habría perdido el gorro. Y no habría tenido la descortesía de criticar su manera de vestir. Rosalind se dispuso a salir adoptando toda la compostura de que fue capaz.

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— Le agradecería que transmitiera mi pesar a Miss Fitzleger y le dijera que me interesaré por su salud dentro de uno o dos días, cuando me encuentre mejor. — ¿Uno o dos días? ¿Cuánto se va a quedar en Torrecombe? — preguntó él. — Me temo que no es de su incumbencia, caballero. Buenos días — hizo una inclinación de cortesía y se dirigió hacia la puerta. Sin embargo, la helada dignidad de la salida fue interrumpida cuando él la cogió del brazo. — Voy a acompañarla hasta la posada — dijo con una de esas sonrisas insinuadoras-. Estoy seguro de que no viaja sola. Quizás alguno de sus criados esté más dispuesto a responder a mi pregunta. — Qué... qué atrevimiento, señor — dijo Rosalind furiosa, pero eso no fue nada comparado con lo de que iba a acompañarla hasta la posada. Aunque aborrecía que la intimidaran, comprendió que no le quedaba más remedio que darle algo parecido a una respuesta. — Mi estancia en Torrecombe es indefinida, señor. Quizá me quede una semana o sólo unos días. Todo dependía de lo que hiciera con la espada legendaria. Y Rosalind se preguntó por qué le interesaba tanto la duración de su estancia a Lance St. Leger, porque estaba claro que le interesaba. Lance la soltó y la miró con el entrecejo fruncido. -Unos días — murmuró-. ¡Demonios! Será suficiente. — ¿Suficiente para qué? — preguntó ella temerosa. — Suficiente para que se entere de todos los rumores que corren por este pueblo si Effie es lo bastante estúpida... — se interrumpió y se la quedó mirando con los ojos entreabiertos. — ¿O es que ya sabe bastante acerca de mí y de mi familia? — preguntó, aproximándose más a ella. — N— no, no sé nada — tartamudeó Rosalind, inclinando la cabeza y apartándose de él. Pero nunca había sabido mentir. Lance la siguió, acorralándola contra la pared y apoyando uno de los brazos en ella para que no pudiera salir de allí. — Antes me ha dicho que era uno de esos horribles St. Leger. ¿Qué es exactamente lo que ha oído? Rosalind meneó la cabeza, pero Lance se aproximó aún más. Luego le puso los dedos debajo de la barbilla y la obligó a mirarlo. — Effie debió decirle algo — insistió-. Pero ¿qué?

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Rosalind se retorció mientras pensaba que Lance St. Leger habría sido un buen Inquisidor. Esos ojos no daban cuartel. Y la voz, aunque suave, era capaz de esconder una amenaza. — Miss Fitzleger sólo me ha dicho cosas sin sentido que no he podido entender — espetó ella-. Algo extraño acerca de que usted y su hermano necesitaban desposarse durante la luna llena y que usted tenía la urgente necesidad de casarse. Al parecer, Miss Fitzleger cree que posee un poder mágico para encontrarles novias y cuando lo hace, no importa que la dama esté de acuerdo o no. Que los St. Leger precisamente... — ¿Agarramos a la pobre muchacha de los cabellos y la arrastramos hasta el altar? — ¡Sí! — contestó Rosalind. Al parecer Lance St. Leger estaba menos tenso que ella, ya que le pellizcó la barbilla y la soltó. — Mi querida lady Carlyon, las novias de los St. Leger siempre van al matrimonio por propia voluntad. No he oído nunca que un St. Leger haya tomado esposa a la fuerza. Normalmente nuestras mujeres son tan apasionadas, que el pobre novio en ocasiones es arrastrado al lecho nupcial antes de que se celebre la ceremonia. Las mejillas de Rosalind se cubrieron de rubor. Sir Lancelot du Lac podría haberle enseñado a ese St. Leger una o dos cosas acerca de la virtud de la humildad. Y también a refrenar la lengua y a no hacer tales comentarios en presencia de una dama. — Entonces ¿Effie no le explicó nada de la leyenda? — insistió él. Rosalind contempló la posibilidad de evadirse de su brazo y correr hacia la puerta, pero la palabra leyenda capturó su atención y lo miró sorprendida. Leyenda. Aunque no quería mostrar interés por nada de lo que ese hombre arrogante le dijera, no pudo dominarse. — ¿Leyenda? — preguntó-. ¿Qué leyenda? — La que ha dominado a mi familia durante generaciones. La maldita idea de que para cada St. Leger existe la esposa perfecta, su pareja del alma. El amor ideal que durará toda la eternidad. — ¡Oh! — Rosalind contuvo la respiración-. Esto no parece una maldición. Es hermoso y romántico.

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— No pensará así cuando le cuente el resto — replicó con tristeza-. Según la leyenda, los St. Leger no deben buscar a su esposa ideal por ellos mismos. Tenemos que confiar en los servicios de una persona bendecida con un poder especial para localizar a nuestras esposas, nuestro Buscador de novias. Y ahora, Dios nos ayude, nuestro Buscador de novias es Effie Fitzleger. — Entonces lo que me dijo Effie no fue una exageración. ¿De verdad está obligado a casarse con quien ella elija? — Sí, a menos que quiera que la vieja maldición caiga sobre nuestras cabezas. ¿También existía una maldición? Un delicioso escalofrío recorrió todo el cuerpo de Rosalind, incluso estuvo a punto de olvidarse de cuánto le desagradaba Lance St. Leger porque estaba pendiente de sus palabras. — En el pasado — siguió diciendo Lance-, cualquier St. Leger que ignorara el poder del Buscador de novias y se casara sin su consejo, se veía abocado al desastre. — ¿Qué clase de desastre? — preguntó Rosalind afanosamente. — Mi hermano probablemente se lo contaría mejor que yo. Está haciendo un estudio sobre la historia de la familia. Pero recuerdo a una pobre dama, Deidre St. Leger, que vivió en los tiempos de Cromwell. — Lance frunció el entrecejo como si se esforzara por recordar-. Se negó a casarse con el hombre que habían elegido para ella y en su lugar insistió en tomar un amante. — ¿Y qué le sucedió? — Al parecer tuvo una muerte horrible. No quedó más que su corazón, que está enterrado bajo el suelo de la iglesia. Rosalind apretó las manos a la altura del corazón mientras un escalofrío le recorría el cuerpo. Era una de las leyendas más terribles que había oído nunca. Lo único malo era que tenía que oírla de labios de un hombre como Lance St. Leger. No era un soñador, sino un hombre bien plantado en su tiempo desde la punta de sus brillantes botas hasta el almidón de la corbata. No era en absoluto la clase de persona que cuenta cuentos de hadas. De hecho, parecía impaciente y más que enfadado cuando contaba la historia. — Olvide mi pregunta, señor St. Leger — dijo Rosalind tímidamente-. ¿No cree en esta leyenda? — No demasiado — repuso él encogiéndose de hombros. — Entonces, ¿por qué me la ha contado? Por primera vez, pareció que Lance era incapaz de mirarla a los ojos. — Porque insiste en quedarse en Torrecombe, y creo que debo advertirla antes de que

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los rumores se extiendan por todo el pueblo. — ¿Rumores sobre qué? — preguntó Rosalind débilmente. — De que el poder de Effie ha vuelto a funcionar. Que cree que me ha encontrado la novia perfecta. — ¿Y... y quién sería ella? — preguntó Rosalind con el corazón encogido. Conocía la respuesta antes de que Lance St. Leger se la dijera con una mirada sombría. — Usted — dijo él suavemente. — ¡Oh, no! — gritó ella-. Nunca. Sería como casarse con el mismísimo diablo. — Gracias — replicó él secamente. Rosalind parpadeó. Había sido demasiado desconsiderada, aunque era lo que se merecía. Sin embargo... tenía el fuerte presentimiento que sería más juicioso no enfadar a un St. Leger. — Lo siento — dijo, y deslizando la espalda por la pared para conseguir evadir la trampa de los brazos de Lance, estuvo a punto de golpearse la cabeza con uno de los relojes de Effie-. Pero es que soy viuda. Y reciente. Quería mucho a mi marido. Lord Arthur Carlyon era el hombre mejor y más encantador del mundo. — ¿Arthur? ¿El nombre de su anterior marido era Arthur — murmuró Lance, hablando más para sí mismo que para ella-. Claro. Así debería ser. — Así que ya ve, no me interesa casarme de nuevo. Ahora no. Ni nunca. — Rosalind se arriesgó a mirarlo a los ojos y entonces las palabras de Effie Fitzleger volvieron a su mente. «No conoce a esos St. Leger, milady. Pueden ser muy rudos para obtener lo que desean.» Sin embargo, Lance parecía tomarse con mucha calma su rechazo. — No hay necesidad de que se preocupe, querida mía. La entiendo perfectamente. Se alejó de ella, para su tranquilidad, aunque luego añadió con un suspiro: — Voy a tener que acostumbrarme a verme condenado. — ¿Condenado? — preguntó Rosalind. Oh, casi se había olvidado de la maldición-. No creerá que... que... — ¿Qué me voy a encontrar con un gran desastre si usted no se casa conmigo? ¿Quién sabe? — Lance se esforzó por sonreír-. Y al fin quedaré condenado para toda la vida, no, para toda la eternidad a vagar por el mundo completamente solo. Su voz era más suave, pero a Rosalind lo que le recordaba a Lancelot du Lac eran sus ojos. Esa pena, esa tristeza, esa expresión como de sentirse perdido.

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Sin pensar apenas lo que hacía, puso su mano sobre la de Lance. — ¡Oh, no! Puede casarse con otra. Sólo es una leyenda, después de todo. — ¿No cree en las leyendas? — Bueno, sí, pero sólo en aquellas como la de Camelot o la destrucción de Troya. — Ah, ya veo. Cree en las leyendas antiguas. Es muy conveniente... así está a salvo. — ¡No! No he querido decir... — exclamó Rosalind, impresionada por la manera con la que él la estaba confundiendo. Había vuelto a tomar posesión de su mano, y observaba las cosas que le estaba haciendo con los labios... Besos cálidos. Besos ardientes. Justo el roce de sus labios en la punta de sus dedos, enervándolos como campanillas al viento. Se preguntó por qué no se apartaba de él, pero su gentileza la había sorprendido y desarmado. — Estoy segura de que esta leyenda de la novia elegida no es cierta. Seguro que le irá todo bien — dijo sin aliento, mientras el roce de sus labios en la muñeca le provocó que el corazón le latiera apresuradamente y que, de pronto, no se sintiera segura de nada. Miró a Lance con profundo desasosiego. — Si hoy no hubiera venido aquí. Si no hubiera tentado la maldición pidiéndole a Effie que le encontrara una novia. — No lo hice. — Pero usted dijo... — No, no lo dije. Vine por mi hermano Val. Yo sólo le acompañaba. No estaba interesado en buscar una esposa. Rosalind se lo quedó mirando, atónita. Estaba inclinado sobre su mano y la miraba a través de largas y oscuras pestañas. Vio el brillo y se dio cuenta de que él había sacado ventaja de su preocupación, que de nuevo había sido una estúpida. Apartó la mano bruscamente. — ¡Es usted un villano! ¡Leyendas! Maldiciones — exclamó-. No se cree una palabra de esa leyenda de la novia elegida. Juraría que lo ha dicho todo para burlarse de mí. ¿Es que no hace nada en serio? — No, me temo que no — repuso él con voz cansina-. Y hace bien en recordarlo, milady. — No necesito recordarlo porque no voy a volverlo a ver nunca más — sintió en su rostro la llama de la humillación y se le estranguló la voz-. ¡Y pensar que he llegado a creer por un momento que podía ser como él! ¡Siquiera por un momento!

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— ¿Cómo él? — Lance parecía confundido pero luego sus ojos se iluminaron-. Ah, como ese misterioso amigo suyo al que yo me parezco — añadió torciendo los labios en una extraña sonrisa-. Debe de ser un hombre endiabladamente atractivo. — ¡Lo es! ¡Mucho más atractivo que usted! Lance parpadeó, atónito. — Cuando más lo miro a usted, más me doy cuenta que no se le parece en absoluto — siguió diciendo Rosalind, con una mezcla de furia y de orgullo herido-. Es mucho más alto que usted y tiene las espaldas más anchas. La frente más noble, los cabellos más oscuros y más brillantes, la barbilla mucho más fuerte y más viril. Y en cuanto a los ojos... al menos son una docena de veces más hermosos y más expresivos que los suyos. Lance dio una vuelta y se dirigió al espejo ovalado que colgaba cerca de la puerta. Se pasó una mano por la mandíbula y estudió su reflejo con expresión de extrañeza, como si le sorprendiera escuchar que podía existir un hombre más atractivo que él. Rosalind estaba casi segura de que nadie le había hablado así antes a Lance St. Leger y menos aún una dama tan tímida como ella. Y continuó hablando con profundo sentimiento de satisfacción. — Y en cuanto a las maneras, mi amigo es muy superior. Es amable y cortés y recita poesía. — ¿Poesía? — Lance se miró en el espejo con expresión de enfado y luego apartó la mirada de allí-. ¿Así que ese individuo se dedica a recitarle versos? Debe ser un asno. — Claro que no lo es — saltó Rosalind-. Es valiente y animoso y, sin embargo, gentil. Nunca se lanzaría sobre una dama inconsciente y la besaría. Nunca la abrazaría sin antes pedirle permiso. — ¿Ese tonto les va pidiendo besos a las mujeres? — en los ojos de Lance danzaba un brillo de diversión. — ¡Sí! Y de un modo muy tierno — a pesar de su enfado con Lance, la voz de Rosalind se suavizó al recordar a su galante caballero-. Él diría algo romántico como... «Os ruego el honor de que me permitáis saludaros, señora». Clavó una mirada desdeñosa en él. — Es la manera apropiada de hacerlo. Es el estilo de un caballero. — Entonces que quede claro. ¿Si sólo es cuestión de pedir un beso, me lo daría a mí? — ¡Claro que no! — repuso Rosalind alzando la barbilla-. Aunque me lo rogase.

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Tras darle este último desplante, Rosalind se preparó para salir triunfalmente de la habitación. Pero debería haber sabido que no era tan fácil dominar a Lance St. Leger. Apenas había dado unos pasos cuando él le rodeó la cintura con el brazo y la acercó a él. — El único problema, milady — murmuró, con un brillo peligroso en los ojos-, es que nunca lo pido. Antes de que ella pudiera responder, la echó hacia atrás y Rosalind perdió el equilibrio. Dejó escapar un grito de sorpresa, pero él lo acalló con los labios porque su boca tomó la de ella besándola con ardor. Rosalind, furiosa, forcejeó entre sus brazos, le golpeó la espalda con los puños, pero no podía hacer nada dentro del acero de sus extremidades y ante la insistente presión de sus labios. Si Lance St. Leger quería aterrorizarla, alarmarla para que saliera corriendo de aquel pueblo, no podía haber sido más brutal. Su boca quemaba, asolaba, devastaba la suya, la aturdía de tal modo que ella lanzó un gemido de protesta. Si hubiera sido posible sacar a Sir Lancelot de su tumba para defenderla, ella lo habría hecho. Pero no le quedó más remedio que someterse, temblando en sus brazos. Justo cuando temía que iba a volver a desmayarse, de pronto él se apartó, y la estiró enderezándola. La miró con el entrecejo fruncido y cuando ella le devolvió la mirada, con reproche, le sorprendió ver en sus ojos un asomo de arrepentimiento. Aunque no el suficiente para volverla a tomar en sus brazos y prepararse para besarla de nuevo. — ¡Por favor, no lo haga! — rogó ella, procurando poner las manos entre ellos y apartarlo. Pero él la sujetó por las muñecas, le puso las manos en la espalda y aplastó sus pechos contra la pared de su pecho. Rosalind le dirigió una mirada de súplica mientras sus labios buscaban otra vez su boca. Pero esta vez no hubo brusquedades. Fue más gentil, más persuasivo. Puso los labios sobre los de ella y saboreó, exploró la textura de su boca, obligándola a probar la suya. Un sabor cálido y extrañamente dulce. Rosalind intentó mantenerse rígida, no sentir nada más que el hielo del ultraje, pero le fue imposible cuando su beso se hizo más intenso. Sintió, atónita, que su cuerpo se aceleraba en una respuesta involuntaria, que algo se agitaba en su interior. Quizá porque hacía mucho tiempo que nadie la besaba. Quizá porque nunca la habían besado de ese modo...

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Lance abrió sus labios con los suyos y deslizó la lengua dentro, llenándola con un calor húmedo. Unos deseos que ella nunca supo que poseía se liberaron y avanzaron por los oscuros corredores del corazón. Unos deseos que la despertaron, la excitaron y la asustaron. Cuando él finalmente se apartó, Rosalind jadeaba. — Rosalind — murmuró él en un bronco murmullo. Los ojos oscuros brillaban con inesperada ternura, pasión y deseo... y con el triunfo del hombre que sabía exactamente lo que ella sentía. Su ardor se transformó en vergüenza y se apartó, desesperada por liberarse. El frenético movimiento lo cogió por sorpresa y ella consiguió liberar la muñeca. Cuando le golpeó en la cara, le dolió el puño. Lance se echó hacia atrás con un gemido sordo, se agarró la nariz y abrió los ojos, atónito. Rosalind dio la vuelta y salió apresuradamente del salón, corriendo como si la salvación de su alma dependiera de ello. Val avanzaba cojeando por el sendero de guijarros de Effie, tan afectado por los remordimientos, que ni siquiera se dio cuenta de que la puerta principal de la casa estaba completamente abierta. Apenas podía creer lo que había hecha, abandonar a Lance de ese modo, volverle la espalda y dejarlo con una dama que necesitaba su ayuda. Una dama que por unos momentos pensó que iba a ser suya. Pero cuando se dio cuenta de su equivocación y oyó a Effie declarar que iba a ser la esposa de Lance, de ese Lance que no deseaba una esposa, que parecía incapaz de apreciar esa suerte... se apoderó de él tal amargura, unos celos tan salvajes hacia su hermano, que se sintió profundamente afectado. Había dado varias vueltas por el pueblo antes de conseguir dominar los demonios y volver. Ahora estaba preparado, creía, para comportarse de un modo decente y honorable y desear toda la felicidad a su hermano. Cuando atravesó el umbral de la casa, observó que había un silencio poco habitual. La puerta del salón estaba entornada y él se acercó titubeando porque no quería molestar a los enamorados. La pasión entre un St. Leger y su novia elegida al parecer se encendía rápidamente, en cuanto se encontraban sus corazones. Tan pronto como Lance lo experimentara, Val dudaba que su hermano desperdiciara el tiempo. Asomó la cabeza tímidamente en el salón. No había rastro de lady Carlyon, pero Lance estaba de pie junto a la mesa del té, dando la espalda a Val. Al parecer estaba tomando un trago de coñac. — ¿Lance? — llamó Val.

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— ¿Qué diablos quieres? — la voz de Lance sonaba amortiguada. Val entró en la habitación y le embargó una sensación de malos presagios. Algo había ido muy mal. — ¿Dónde está lady Carlyon? — preguntó ansioso-. He venido a desearte toda la dicha del mundo. — ¿A desearme toda la dicha? — las palabras de Lance acabaron en un juramento. Cuando se dio la vuelta, Val vio entonces que el pañuelo con el que se cubría la cara estaba lleno de sangre. Sus ojos oscuros brillaban encima de la nariz hinchada. — Francamente — dijo-. ¡No imagino mucha dicha con una mujer que prefiere a un fantasma!

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5 Nubes de tormenta se abatieron sobre la aldea durante la semana que siguió a estos acontecimientos, el mar estaba gris y frío, con olas de espuma blanca. De vez en cuando se escuchaban los truenos en la distancia, amenazando una tormenta que no llegaba y produciendo una insoportable tensión en el ambiente. Nadie la sentía tanto como Lance St. Leger. Unas veces irritado y otras absorto, trató de paliar sus emociones cruzando las espadas con Rafe Mortmain. Los dos hombres se dirigieron a la playa situada a corta distancia de la posada del Dragon's Fire, se quedaron en mangas de camisa y sacaron un magnífico juego de floretes de duelo de la caja forrada de terciopelo de Rafe. Aseguraron las botas contra los guijarros de la playa y se enfrentaron, saludándose brevemente antes de iniciar la postura. Luego el acero silbó contra el acero. Solamente era una broma, una pelea amistosa entre Lance y Rafe, como las que organizaban a menudo. Sin embargo, cualquiera que los hubiera visto pelear desde la aldea próxima, habría temido que el odio entre los St. Leger y los Mortmain se hubiera desatado nuevamente. Rafe peleaba con una gracia animal, los rasgos aquilinos concentrados, los cabellos oscuros cortados como un soldado romano y el mostacho recortado. Era un hombre alto, que aventajaba a Lance en varios centímetros y en la acerada precisión de sus movimientos. Lance luchaba con su habitual temeridad, poniendo todas y cada una de sus recientes frustraciones en cada estocada y en cada quite. La frustración de casi una semana de salir a caballo cada día,, siguiendo pistas falsas de la espada de sus antepasados. Y frustración de otra clase muy diferente que le llevaba el recuerdo que no podía apartar... el recuerdo de un beso robado. Su mirada se desvió de Rafe y se clavó en la distante silueta de la posada y en la, hilera de ventanas del piso superior. Si Rosalind se asomara... — ¡Uf! — exclamó Lance cuando la punta del florete de Rafe le deshizo la guardia y le atacó contra el hombro. — Tocado — cantó Rafe suavemente. — Demonios, Mortmain — gruñó Lance, moviendo el hombro lastimado-. Si me das un poco más fuerte, creo que me habrías atravesado aún con la punta protegida.

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— Entonces deja de pensar en tu dama y presta atención. Lance empezó a soltar un reniego, sólo para reprimirse. Insistir en que no había estado pensando en Rosalind, sólo hubiera servido para confirmarlo. Además, conocía muy bien la táctica de Rafe. Manejaba la lengua con tanta agudeza como la espada. A menudo ganaba esas pequeñas contiendas entre ellos simplemente haciendo perder los estribos a Lance. Pero esta vez no lo conseguiría, se dijo Lance. Esta vez no. Se puso a la defensiva y se preparó para el siguiente ataque de Rafe. Este último lo rodeó con toda la gracia de un lobo acechando a su presa. — Lady Carlyon todavía está aquí, en la posada — ronroneó-. Si es esto lo que te preocupa, acabo de verla esta mañana. Como si Lance necesitara que Rafe lo informara de ello. Sabía perfectamente que lady Carlyon no había salido de Torrecombe, se había pasado demasiadas noches de insomnio durante toda la semana, removiéndose mientras pensaba en Rosalind en el Dragon's Fire, sola en la cama... Lance atacó, dio varias estocadas que Rafe rechazó fácilmente. — ¡Yo no daría nada por esa lady Carlyon! — Claro que no — repuso Rafe con tranquilidad-. Sin duda lo dices porque has estado evitando acompañarme a beber a la taberna durante toda la semana. Para mí sería bochornoso rondar a una dama tan... indiferente. Lance apretó los dientes y procuró no escuchar la voz sedosa de Rafe. Lo presionó con una serie de atrevidas estocadas que Rafe paró desafiante. — Nadie sabe que hayas rondado antes a una dama. Claro que no es culpa tuya, con toda esa palabrería de Effie que ha extendido por todo el pueblo que lady Carlyon es tu novia elegida... — ¿Quieres que te cierre la boca de un puñetazo? — exclamó Lance. — Antes de que sepas dónde estás, podrías acabar con un grillete en la pierna. Especialmente si vas por ahí con una de esas extrañas necesidades de los St. Leger que me han contado. — El único deseo que tengo es estrangularte, Mortmain. Lance atacó con un impulso salvaje, pero Rafe dio un ágil brinco hacia atrás con una sonrisa furiosa. — Ya verás, Sir Lancelot. Tu dama podría estar mirando por una de las ventanas y ver tu derrota.

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Lance soltó un juramento y atacó a Rafe. Con un movimiento experto, Rafe le quitó la espada de la mano. Lance tropezó con un trozo de madera y cayó de espaldas. El joven se incorporó apoyándose en los codos y se esforzó por recuperar el aliento, enfadado. A pesar de su resolución, lo había hecho otra vez, había permitido que Rafe le hiciera perder los estribos. — Ríndete, St. Leger — dijo Rafe con un dramático floreo, bajando la punta de la espada y apoyándola directamente en la garganta de Lance. — Vete al diablo, Mortmain — le replicó Lance, mirándolo colérico. Rafe apenas sonrió. Las nubes que recorrían el cielo proyectaron una sombra en su rostro y sus ojos brillaron con una intensidad lobuna. Lance experimentó una sensación de inexplicable malestar, como si por un momento hubieran olvidado que la punta del florete de Rafe estaba protegida y que sólo se trataba de un juego, como los que tantas veces habían jugado antes. Luego Rafe bajó la espada y la extraña expresión se desvaneció en una sonora carcajada. Alargó una mano a Lance y lo ayudó a ponerse de pie. Éste, que se sentía más desconcertado que enfadado, se sacudió la arena de la parte trasera de los pantalones mientras Rafe consultaba su reloj de bolsillo. — Diecisiete minutos — dijo Rafe con una mirada burlona-. Normalmente consigo desarmarte en diez. Debo de estar perdiendo mi estocada. — Quizás esos ocho años que me llevas están empezando a hacer su efecto, anciano — le replicó Lance-. Uno de estos días, voy a hacerlo mejor que tú. — Quizá. Si es que vives lo suficiente para verlo — dijo Rafe suavemente. Cualquiera que lo hubiera escuchado habría dicho que aquellas palabras tenían un tono siniestro. Pero Lance había descubierto en los primeros tiempos de su amistad con Rafe Mortmain que le divertía inquietar a la gente. Lance le devolvió el comentario con un gesto brusco y fue a buscar la espada. Mientras lo hacía no pudo resistir echar otra mirada hacia las ventanas de la posada y lanzó un juramento en voz baja. No podía estar ni cinco minutos sin que sus pensamientos volvieran a Rosalind Carlyon. ¿Por qué seguía en Torrecombe? Apenas había salido de su habitación la semana anterior, pero su mera presencia en la aldea era suficiente para que Lance no dejara de tener problemas. Y, además, estaba la lengua charlatana de Effie, que le decía a todo aquel que quería escucharla que había encontrado una novia para Lance St. Leger. El rumor se había extendido, tal y como Lance temía. La

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horda de los St. Leger lo estaba acosando, parientes lejanos que Lance no había visto en años aparecieron en el castillo, queriendo saber cuándo sería la boda. Y el peor de todos era el hermano de Lance. Val no podía entender que existiera la posibilidad de una equivocación y que Rosalind no le hubiera entregado inmediatamente su corazón a su hermano. Éste no iba a aclarárselo, no le iba a confesar que en lugar de hacer la corte a la novia destinada, la había asustado tanto que había huido de él. Al menos eso era lo que sucedió al principio, Sin embargo, ¿había olvidado ya que su primera intención había sido asustarla? Quizá lo olvidó en cuanto sus labios se unieron. Porque entonces le recorrió una oleada de deseo, dulce y cálida. Una reacción lógica, dado que Rosalind era una mujer muy hermosa. Lo que le sorprendió y le inquietó fueron las otras emociones que se removieron en su interior, ante la inesperada respuesta de la joven. Su beso había excitado a Rosalind, tanto si ella lo deseaba como si no. Lance notó el sabor del deseo en sus labios, lo vio en sus ojos. En algún lugar, bajo la Dama del Lago, bajo la viuda virtuosa, existía una mujer que Rosalind no había descubierto todavía. Una mujer cálida, vibrante y apasionada. Y él no podía dejar de preguntarse cómo podría ayudar a Rosalind a encontrarla... — Cuidado, Sir Lancelot — la voz divertida de Rafe le sacó a Lance de sus pensamientos y lo devolvió a la playa barrida por el viento. Le sorprendió encontrar a Rafe en posición, dispuesto para el duelo con el florete levantado que Lance sujetaba como si lo acariciara. — Será mejor que se lo entregues antes de que te hieras tú mismo. No creo que una partida de esgrima haya sido una buena idea. Estás tan distraído... — Rafe hizo una pausa y dirigió una mirada significativa hacia la posada-. Una trivialidad... diríamos nosotros, ¿molesto? Lance lo miró ceñudo y le entregó el florete, aunque estaba más enfadado consigo mismo que con su amigo, irritado porque permitía que el recuerdo de Rosalind invadiera sus pensamientos. Volvió la espalda deliberadamente al Dragon's Fire y le gruñó a Rafe. — Si estoy molesto, sabes muy bien por qué y no tiene nada que ver con una mujer. No debería estar aquí jugando. Debería estar buscando... Rafe lo interrumpió con un gemido. — Oh, por favor. ¿Es que no puedes pasar un día sin mencionar esa maldita espada de cristal?

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— No, no puedo. Debería estarla buscando... — Lance, ya la hemos buscado. Cada roca y cada grieta entre aquí y Penrith. Entre los dos, hemos rastreado toda la costa, hemos investigado a los granjeros que fueron a la feria aquella noche. Lo hemos recorrido todo. — Entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Olvidarme de ella? Rafe no respondió. Recogió los dos floretes, se puso en cuclillas y se tomó su tiempo hasta que los guardó en la caja. — ¿Esa espada es en realidad tan importante, Lance? — dijo al fin-. Los St. Leger tenéis otros tesoros. Oh, admito que es una hoja magnífica. La admiro, pero a pesar de todo lo que digan, no es más que una vieja espada, ¿no es cierto? — A menos que creas en todas esas supersticiones de que el cristal posee un extraño poder. Rafe lo miró buscando sus ojos. — Tú no lo crees, ¿verdad? Lance se encogió de hombros. — Lo que yo crea no importa. Para mi familia esa espada es mágica, se supone que representa la tradición, el honor, el nombre de los St. Leger. Sobre todo para mi padre. Si no la encuentro antes de que vuelva, no sé cómo se lo voy a decir. Rafe se enderezó lentamente y arqueó una de sus oscuras cejas. — ¿Qué? ¿Le tienes miedo a la regañina de papá? — No le temo a su ira, sino a su disgusto. El hecho es que en una ocasión yo... — Lance se interrumpió, ruborizándose ante la sardónica mirada de Rafe-. No es nada fácil ser hijo de una leyenda. No puedes entenderlo. La sonrisa de Rafe desapareció de su rostro. — No, supongo que no — replicó con frialdad-. Puesto que ignoro quién era mi padre. — Diablos, Rafe, sabes que no me refería a eso — dijo Lance, pero Rafe se había dado la vuelta y caminaba playa arriba donde había dejado el abrigo con ese gestó rígido de la espalda que a Lance le era tan familiar. Normalmente Rafe era un hombre muy sereno. Sólo era sensible a un tema: las circunstancias de su nacimiento. Lance fue tras él. — Rafe, lo siento... — comenzó a decir, pero éste lo interrumpió. — ¿Por qué? — Cogió su abrigo y se lo puso al hombro con un gesto brusco-. No tienes la culpa de que mi madre fuera una actriz ocasional y una puta redomada. Y una maldita Mortmain, por añadidura. Según todo el mundo en la aldea, no deberías ser mi amigo. — No seas ridículo.

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— Estoy seguro de que tu hermano, el santurrón de Valentine, te dice lo mismo. — Ya sabes que no presto atención a lo que dice Val — dijo Lance con impaciencia-. Sobre todo cuando empieza con esas historias de la guerra entre los St. Leger y los Mortmain. Todos esos cuentos acerca de que una discusión por las tierras hizo que los Mortmain atacaran a los St. Leger y los St. Leger les devolvieron el favor. Un montón de viejas tonterías. — Al parecer mi madre no lo consideraba así — replicó Rafe secamente-. Conspiró para destruir a toda tu familia. — No lo consiguió y, de todas formas, todo eso sucedió antes de que yo naciera. Lance siempre se sentía incómodo cuando hablaba del pasado con Rafe. Evelyn Mortmain fue una asesina y una lunática, pero fue la madre de Rafe. Sin embargo, había sido Rafe quien empezó a hablar del tema y Lance no pudo dominar el impulso de preguntarle. — Tú tenías tan sólo ocho años cuando tu madre murió. ¿Te acuerdas mucho de ella? — Sólo de que era muy cariñosa un minuto y al siguiente me golpeaba — dijo Rafe apretando las mandíbulas-. Y que me abandonó en Francia para seguir sus planes de venganza contra tu familia. — Estoy seguro de que habría vuelto si... si... Si Evelyn Mortmain no se hubiera matado en su intento de asesinar a sus padres. Lance permaneció en silencio mientras el hermoso rostro de Rafe se cubría con una expresión sombría, absorta. Estaban tratando unos asuntos que podían comprometer su amistad y, como era habitual, él desvió rápidamente el tema de la conversación. Rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un frasquito y se lo alargó a Rafe. Rafe le dio un trago y luego se lo devolvió con una expresión ceñuda. — Has metido aquí ese condenado coñac francés, St. Leger. — Así es — dijo Lance-. Es tuyo. Rafe le dirigió una mirada indignada y Lance se la devolvió con una sonrisa. — Dejaste caer el frasco la otra noche mientras buscábamos la espada. — Y tú, oportunamente, te has acordado de devolvérmelo — pero el falso resentimiento de Rafe se desvaneció con una carcajada. Cuando le pasó otra vez el frasquito a Lance, cualquier tensión entre ellos había desaparecido.

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Lance bebió un trago de la botella, el líquido ambarino se deslizó suavemente por la lengua. — Es un coñac excelente — señaló en broma-. Tan bueno que me pregunto si en lugar de perseguir a esos contrabandistas tuyos, te dedicas a comprarles el material. — Podría estar con ellos — dijo Rafe-. Porque todavía no he tenido la suerte de coger a ninguno. La queja de Rafe fue más ligera que seria, pero Lance sintió cierta inquietud. Sabía mejor que nadie cuánto aborrecía Rafe su puesto de oficial costero, asignación que le había llevado a esa aislada región de Cornualles. A Rafe le atraía el mar, y se vanagloriaba de haber mandado un barco en una ocasión. Pero cuando la guerra contra Francia finalizó, la mayoría de las corbetas fueron retiradas, entre ellas la de Rafe, y él no era hombre para estar recluido en tierra, la odiaba. Si lograba detener la actividad de los contrabandistas que plagaban últimamente aquella región costera, tendría la oportunidad de conseguir un puesto mejor en el departamento de aduanas. Lance sintió una punzada de culpabilidad por todas las noches que había ocupado a Rafe en la búsqueda de la espada robada, un tiempo que había estado alejado de sus deberes como oficial. Intentó disculparse, expresarle su agradecimiento, pero como era habitual en él Rafe no lo habría aceptado, por lo tanto, no lo hizo. Compartieron el frasquito de coñac mientras contemplaban las agitadas aguas, en medio de un silencio amistoso. Lance no reflexionaba mucho sobre tales cosas, pero no dejaba de maravillarle lo fácil que era ser amigo de Rafe Mortmain. Y su asombro no provenía de las antiguas luchas entre las familias, sino de lo poco que en realidad sabía de ese hombre. De pequeños pasaron un verano juntos. Rafe había vuelto a los dieciséis años, cuando finalmente consiguió llegar a Cornualles en busca de su herencia. Su vida había sido bastante dura, y eso era lo poco que sabía de él. Abandonado en París por Evelyn Mortmain durante el terror de la Revolución francesa, consiguió sobrevivir para descubrir después que su madre hacía tiempo que había muerto. Evelyn había sido la última de los Mortmain y Rafe no tenía ningún pariente. A pesar de las malas relaciones existentes entre las dos familias, el huérfano fue acogido durante un tiempo por los padres de Lance. Y él recordaba que le perseguía como a un querido cachorro. Sin embargo, todo acabó repentinamente

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después del accidente en el que Lance estuvo a punto de perder la vida y Rafe se embarcó sin ni siquiera despedirse. Lance mientras tanto hizo carrera en el ejército y sus caminos no se cruzaron de nuevo hasta hacía poco, cuando volvió a Cornualles. Evidentemente, a Lance le sorprendió la facilidad con la que reanudaron su amistad. ¿Por qué? Se preguntaba Lance. ¿Por qué cuando estaba con Rafe se relajaba y podía ser él mismo? ¿Por qué no le señalaba sus fallos, no esperaba nada, no había disgustos? ¿O era simplemente la inquietud que a ambos les consumía a menudo? Los dos eran unos vagabundos. Lance era consciente de que hasta contemplaban el lejano horizonte con la misma mirada hambrienta. Le dio un codazo a Rafe y señaló un trecho de la playa que ahora estaba oscurecida por la espumosa capa del mar que se adentraba en tierra. — ¿Te acuerdas que de pequeños solíamos correr por aquí cuando la marea estaba baja? — Tú corrías — repuso Rafe-. Según recuerdo, yo simplemente quería alejarme de ti como de la peste, siempre persiguiéndome con ese pony tuyo al que llamabas con optimismo Corcel. — ¡Corcel! — exclamó Lance con una sonrisa-. Me había olvidado de él. Era un noble corcel. — Era una babosa gorda. — Bastante bueno para seguirte el paso, Mortmain. A menos que no te alejaras tan rápido como pretendes. Además, no odiabas mi compañía tanto como pretendes. Aquel día me salvaste la vida en el lago Maiden — a Lance siempre le agradaba recordarle ese hecho a Rafe. — Condenado cachorro — exclamó Rafe-. Te advertí que si intentabas nadar en ese estanque, te enredarías en las cañas. — Y cómo maldijiste cuando tuviste que vadear y liberarme. — Me estropeé el par de botas nuevas que tu madre me había regalado. Debí dejarte allí. No sé por qué no lo hice — la boca de Rafe se torció en una sonrisa poco entusiasta. Diferente de su sonrisa afectada habitual, ésta suavizó la dureza de sus rasgos afilados y la frialdad de sus ojos grises. Un raro atisbo de calor salía de sus pupilas, todo el que Rafe era capaz de dar, y Lance lo observó incrédulo y pensó que era una verdadera lástima. Si hubiera podido abandonar la guardia y mezclarse con la gente de la aldea, seguro que habría terminado cayendo bien a todo el mundo y habría hecho olvidar que llevaba el apellido maldito de Mortmain.

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Sin embargo, Rafe se ocultaba detrás de su uniforme de oficial de aduanas. — Bien, St. Leger — dijo con voz cansada-. Tu compañía es encantadora, pero me temo que debo largarme. Como no voy a heredar un castillo de nadie, me debo a mi trabajo. Ignorando la burla de Rafe sobre su herencia, Lance dijo despectivamente: — ¡Qué! ¿Vas a cazar contrabandistas a la luz del día? No me extraña que no hayas atrapado a ninguno. — Sucede que un informante me ha dado un chivatazo. Es un granjero de los alrededores que podría saber más del negocio local de los contrabandistas de lo que asegura. — ¡Eres un demonio! ¿Y de quién se trata? — Es Andrew Taylor. — ¡Andrew Taylor! — exclamó Lance-. No, seguro que no está implicado. Es uno de mis arrendatarios y es demasiado honesto para siquiera tomar un sorbo de coñac de contrabando. Siempre lo he considerado una persona de fiar. — Ah, es que posees la lamentable tendencia a confiar en la palabra de todo el mundo, Sir Lancelot — comentó Rafe en tono de burla. Se puso el abrigo del uniforme de la marina con botones de cobre amarillo. Era el uniforme oficial de los capitanes que mandaban los barcos de aduanas, aunque Rafe en realidad no estaba facultado para llevarlo. Lance se lo quedó mirando con el entrecejo fruncido mientras Rafe metía el brazo suavemente en la manga. — Rafe, vas con cuidado, ¿verdad? — dijo vacilante-. Tienes un trabajo que no es muy popular. Se sabe que varios oficiales de aduanas han sufrido... han sufrido accidentes inesperados y tú eres un blanco perfecto paseando por la región con este abrigo. Apenas sonrió al escuchar la advertencia. — Si alguna vez me encuentran con un agujero de bala en la espalda, no será debido a mi profesión sino a que soy un despreciable Mortmain. A veces pienso si no hubiera sido mucho mejor que me dedicara a lo que siempre soñé cuando era joven. — ¿A qué? — Me habría gustado ser pirata, ¿te acuerdas? — Oh, sí — rió Lance-. Y en tus momentos más débiles, me prometías que yo sería tu grumete. — El ofrecimiento sigue en pie.

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— Gracias — dijo Lance secamente-. Cuando mi padre vuelva a casa y descubra que he perdido la espada de los St. Leger, quizá te lo recuerde. Rafe continuó sonriendo mientras recogía la caja que contenía los floretes. Cuando se volvió, Lance observó que la expresión risueña había desaparecido de su rostro y que sus ojos grises estaban graves y serios. — No te preocupes por esa condenada espada, Lance — refunfuñó-. Yo... yo te ayudaré a recuperarla. Antes de que Lance pudiera replicar, Rafe giró sobre sus talones y se alejó por la playa, en dirección a la posada del Dragon's Fire. Lance lo vio irse sin sonreír, aunque no le desconcertó su precipitada marcha. A Rafe siempre le costaba revelar el aspecto más tierno de su naturaleza. Y a Lance le inquietaba y le divertía al mismo tiempo esa hosca preocupación de Rafe, su ofrecimiento de ayudar a Lance a seguir buscando la espada aunque era obvio que la consideraba una cuestión intrascendente. Estaba empezando a desesperar, al menos utilizando medios convencionales. Pero considerando quién era, siempre existía otro camino, el de los St. Leger. Había albergado la esperanza de mantener a los miembros de la familia apartados del asunto. Pero el tiempo se le echaba encima, pensó con tristeza. Y no le iba a quedar más remedio que implicarlos.

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6 El castillo Leger colgaba encima de unos escarpados acantilados y el aspecto medieval de la antigua torre del homenaje con sus torres elevadas, ensombrecía el ala más moderna de la residencia. Sin embargo, hasta en esta zona moderna de la casa, las paredes se le caían encima, impregnadas de antiguas tradiciones, recordándole promesas que no había cumplido. Evitó a los criados y se encerró en la biblioteca, esa habitación forrada de libros desde el suelo hasta el techo, la mayoría de los cuales no había tenido la paciencia suficiente para sentarse a leer. Sólo había ido allí porque sabía que era uno de los últimos lugares donde nadie lo buscaría y porque allí podía terminar su tarea sin interrupciones. Una triste tarea que no le agradaba en absoluto... La tarde ya decaía y necesitaba la luz de las velas, así que puso un candelabro encima de la mesa de madera maciza situada en una esquina de la habitación. La suave luz se extendió por el papel, por la tinta y la pluma que esperaban. Sólo un objeto que había encima de la mesa no estaba en consonancia con el pacífico lugar. Como un guerrero que intentara acuclillarse incómodo en el aula de una escuela, la vaina vacía colgaba precariamente del borde del escritorio. La funda que debería de haber albergado una espada, el símbolo de su fracaso. Pasó los dedos por encima del cuero, con tristeza, sabiendo que Rafe tenía razón en lo que había dicho. La habían buscado por todas partes. Era como si el ladrón hubiera aparecido entre la espuma del mar y se hubiera desvanecido de la misma manera, llevándose con él la espada de los St. Leger. El arma nunca podría recuperarse con métodos ordinarios. Y como si esto le causara irritación, Lance se disponía a pedir ayuda. Tenía una prima lejana, hija de Hadrian St. Leger, que había emigrado a Irlanda después de casarse con el novio elegido. Se decía que Maeve O'Donnell poseía un poder muy similar al del abuelo de Lance: la habilidad de encontrar cosas perdidas. El poder de Maeve podía ser la última esperanza que le quedaba a Lance, aunque significara la confesión de su estupidez por perder la espada. Seguramente la noticia se extendería por toda la familia St. Leger y más pronto o más tarde llegaría a la suya. Sólo pensar en ello le hizo sentirse enfermo, aunque sabía que debía continuar. Y no era que Anatole St. Leger esperara grandes cosas de su hijo mayor.

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Suspirando, tomó asiento ante el escritorio y cogió una hoja de pergamino. Sin duda sería la carta más difícil que había escrito en su vida, porque su orgullo estaba batallando contra el impulso de romper la pluma. La humedeció en el tintero, hizo un esfuerzo y empezó: Mi querida Maeve, Después de todos estos años, sólo te acordarás de mí como aquel primo pequeño y fastidioso que un día te puso una serpiente en la red de los cabellos, pero... El ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse le sobresaltó de tal manera que a punto estuvo de verter el tintero encima de la hoja de pergamino. Alzó la vista y vio que su hermano entraba en la habitación. — Demonios, Val — refunfuñó Lance-. ¿Nunca te han dicho que se llama antes de entrar? Sin embargo, Val no escuchó sus quejas. Ni siquiera se había quitado las botas llenas de barro ni su capa de viaje de color café. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió directamente hacia él. Val se inclinó al otro lado del escritorio y anunció sin preámbulos: — Acabo de volver del pueblo, Lance. Ha ordenado que le preparen los caballos. Quiere marcharse mañana. Lance se puso tenso y no tuvo necesidad de preguntarle a Val a quién se refería. Rosalind... se marchaba. Era la noticia que a Lance le habría gustado escuchar.. Pero notó una extraña sensación, como si unos dedos fríos le apretaran el corazón. No hizo caso y continuó escribiendo la carta. — ¡Diablos, Lance! ¿Me has oído? — preguntó Val-. He dicho que lady Carlyon... — Se marcha — interrumpió Lance, sin levantar la vista del papel-. ¿Y qué quieres que haga? ¿Enviarle flores y desearle un buen viaje? — ¡No, diablos! — Val dio un golpe en la mesa con la palma de la mano tan fuerte que estuvo a punto de volcar el tintero-. Quiero que vayas a verla. ¡Ahora! Antes de que sea demasiado tarde. — ¿Demasiado tarde para qué? — preguntó Lance, poniendo el tintero fuera del alcance de Val-. ¿Para que esa maldita mujer tenga otra oportunidad de romperme la nariz? La última vez estuvo a punto de conseguirlo. — Estoy seguro de que te lo merecías.

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— Es muy probable — repuso Lance encogiéndose de hombros con una despreocupación forzada-. Ya sabes cómo soy con las mujeres. — Sí, demasiado bien. Te burlas, coqueteas, atormentas. Intentas seducirlas. Sin embargo, creí que con Rosalind podría ser diferente. Lance siguió con la carta, pero la mirada de reproche de Val le había puesto nervioso, ya que él también había pensado que con Rosalind podría ser diferente. Su dulce y gentil doncella. Su Dama del Lago. Pero ya no importaba porque, finalmente se iba, y se sintió aliviado. Lo que le ponía tan nervioso eran aquellos paseos de Val delante de la mesa. — Por el amor del cielo — dijo Val-. No puedes quedarte ahí sentado y permitir que esta mujer se aleje de ti. Es tu novia elegida, la dama que te está destinada. — Según Effie Fitzleger — le recordó Lance a su hermano. — Según tu propio corazón. Se supone que los St. Leger siempre reconocen cuándo encuentran su verdadero amor. ¿Me vas a decir que no sentiste nada cuando estuviste con Rosalind? — Sí, sentí dolor — repuso Lance frotándose la nariz-. Mucho dolor. «Y la necesidad incontrolable de tocarla, de seguir besándola...» Completó mentalmente. Lance frunció el entrecejo y se inclinó sobre la carta. Se congratuló de haber finalizado con la ardua tarea, a pesar de todas las interrupciones de Val. Hasta que miró la parte inferior de la misiva. Y allí descubrió que en lugar de su firma, había escrito distraídamente otro nombre. «Rosalind». Lanzó un juramento y redujo la carta a una bola. Se levantó y se dirigió a la chimenea, consignando su frustrado esfuerzo al fuego que había encendido para iluminar un poco más la habitación. Para mayor irritación, Val fue tras él, como una fastidiosa mariposa nocturna pegada a su faldón. — ¿Por qué no quieres ir a verla siquiera, Lance? Al menos para disculparte por haberla disgustado. ¿De qué tienes miedo? La inesperada pregunta dejó mudo a Lance durante unos instantes, pero se recuperó rápidamente. — No tengo miedo — dijo, cogiendo el atizador y removiendo los troncos-. Rosalind Carlyon puede tener un buen puño, pero creo que podría defenderme de ella.

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— Sobre todo porque siempre consigues protegerte el corazón. ¿Tienes miedo de que Effie se haya equivocado' ¿Es eso? Deja de engañarte a ti mismo. — No, pues estoy completamente seguro de que se ha equivocado — respondió él mirando a su hermano con exasperación-. Rosalind no me quiere. Ella quiere a alguien... a alguien completamente estúpido, a un caballero de brillante armadura: «Sir Lancelot du Lac» — intentó burlarse Lance, pero no lo consiguió. Y era extraño porque la leyenda del fantasma la había creado él para Rosalind-. Deberías haber escuchado la brillante descripción de su gran héroe. A medida que la oía, empecé a dudar que fuera yo el que había conocido. — Entonces cuéntale la verdad. — Eso demuestra lo poco que conoces a las mujeres, St. Valentine — replicó Lance con tono ácido, devolviendo el atizador a su soporte de hierro-. No quieren saber la verdad. Quieren cuentos de hadas y yo no tengo tiempo para esas tonterías. Tengo asuntos más importantes en la cabeza. — ¿Hay algo más importante que la mujer con la que tienes que compartir el amor durante toda la eternidad? — ¿Y qué hay de la espada que juré proteger durante un tiempo más breve? — replicó Lance levantando la funda y agitándola ante las narices de su hermano-. ¿O te has olvidado por completo? A pesar de la ayuda de Rafe, no he... — ¿Rafe? ¿Rafe Mortmain? — interrumpió Val-. ¿Le has permitido que te ayude a buscar la espada? — Sí. ¿Por qué? — preguntó Lance, mirándolo con expresión de cólera. — Por nada — repuso Val frunciendo el entrecejo. Sin embargo, se recuperó rápidamente y volvió al tema de Rosalind. — Lance... si pierdes a tu novia elegida, no tendrás que utilizar la espada. — No tengo ninguna razón para utilizarla — repuso Lance lanzando la funda sobre la mesa, porque la persistencia de su hermano le alteraba los nervios-. No voy a volver al castillo Leger para caer presa de alguna leyenda infernal. — Entonces, ¿por qué has vuelto? — ¡Diablos si lo sé! — Lance se dirigió al escritorio con las mandíbulas apretadas y Val también lo siguió hasta allí. — ¿Y la maldición, Lance? — continuó razonando su hermano-. Conoces de sobra todas esas cosas terribles que les suceden a los St. Leger que rechazan a la novia elegida. ¿Recuerdas la historia de lady Deidre? — Sí, que acabó con el corazón enterrado bajo el suelo de la iglesia. Pero no creo que deba preocuparme por eso. Yo no tengo corazón — dijo dejándose caer en

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la silla y cogiendo otra hoja de pergamino. Si conseguía cinco minutos de paz, podría volver a escribir la carta, pero sería una labor imposible con Val revoloteando a su alrededor. — Entonces, ¿vas a dejar escapar el mayor milagro para cualquier St. Leger? — preguntó incrédulo-. ¿Ni siquiera vas a mover un dedo para detener a Rosalind? — ¡No! — exclamó Lance-. Si crees que esa mujer es un milagro, ve a hacerle tú la corte. — No sabes cuánto me agradaría... No me tientes, Lance — dijo Val con voz ronca. — ¿Acaso te desagrada Rosalind? — Dios, no. Es un ángel. ¿Por qué me lo preguntas? — Porque pienso que debes detestar a la desgraciada dama — dijo Lance— destinada a casarse con un bastardo como yo. Sabes que nunca voy en serio con las mujeres. No confío en ellas. — No desde que Adele Monteroy... — empezó a decir Val, pero Lance lo interrumpió lanzándole una mirada sombría. — Déjalo, Val — le advirtió-. Déjame solo. Val se lo quedó mirando un rato con una mirada llena de frustración porque deseaba decirle muchas cosas. Pero apretó los labios y se dirigió hacia la puerta. — Nunca te entenderé, Lance. Has sido bendecido con tantas cosas. Y, sin embargo, nunca he visto a un hombre que se empeñe tanto en arrojarlo todo por la borda — dijo amargamente, deteniéndose en el umbral de la puerta. Salió de la biblioteca cerrando la puerta con un gesto de reprobación. Lance apretó la mandíbula y volvió a la carta procurando olvidar la intrusión de Val. Pero la tranquilidad que había ido a buscar allí no quería volver y apenas consiguió escribir dos palabras. Dejó la pluma lanzando una imprecación y hundió la cabeza en las manos. Esa era una de las mayores ironías de su existencia, pensó. Se había pasado la mayor parte de la vida procurando provocar a su hermano, procurando que su hermano pensara de él lo peor, Y, sin embargo, no existía nadie cuya desaprobación le afectara más. Demonios con St. Valentine. No tenía por qué esperar que Lance se casara con Rosalind Carlyon por una leyenda de la familia. — Ve a ver a esa mujer y cuéntale la verdad — murmuró Lance, imitando el tono de su hermano. Subirla a un corcel blanco y vivir felices para siempre.

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Como si eso fuera tan sencillo. Lo habría sido para Val, con todas sus ingenuas creencias y sus ilusiones románticas. Pero no para un hombre cínico y cansado de la vida como Lance... Le había estado haciendo un favor a Rosalind Carlyon al permanecer alejado de ella. Frunció el entrecejo, rebuscó en el bolsillo del frac que había dejado en el respaldo de la silla y encontró lo que buscaba. Abrió las manos poco a poco y alisó un gorro de mujer de lino blanco. Dirigió una mirada furtiva hacia la puerta con el temor que Val hubiera decidido volver otra vez. Entonces su hermano se daría cuenta de que había estado llevando el gorro de Rosalind en el bolsillo toda la semana. Como un caballero idiota acariciando un recuerdo de su dama. Ignoraba lo que le había inducido a ocultarle a ella el gorro. Una de sus malditas bromas, supuso. No le gustaba que lo llevara porque ocultaba sus hermosos cabellos y transformaba a su Dama del Lago en una matrona almidonada y decorosa. Ya era suficiente que llevara todas esas ropas de luto que ocultaban sus encantos. Era demasiado joven para enterrarse por un noble idiota llamado Arthur. Pero no podía remediar la situación. Sus días de caballero errante habían acabado hacía mucho tiempo. Una vez zanjado el desastroso asunto de Adele Monteroy, acabaron también sus estúpidos sueños de amor y de gloria. Se había acostado con muchas mujeres desde entonces y había luchado en muchas batallas sin sentido. Impulsos de deseo y de inquietud se mezclaban con el fuego de los cañones y los gemidos de los moribundos. No fue la carrera de ningún héroe, sólo la de un soldado común y corriente. Un poco más fatigado que la mayoría. No le habría importado que Effie no estuviera segura de que Rosalind Carlyon era la novia elegida. La Dama del Lago había entrado en la vida de Sir Lancelot demasiado tarde. Lanzó un suspiro de pesar, dobló el gorro y lo guardó. Lo primero que haría a la mañana siguiente sería devolvérselo a Rosalind. En cuanto a la espada robada, si no conseguía encontrarla, lo mejor que podía hacer era rendirse a su hermano, junto con su primogenitura y marcharse. Antes sólo deseaba eso, abandonar el castillo Leger, pero ahora pensar en ello le deprimía. Estaba cansado, eso era todo, se dijo Lance. Apartó el papel, la pluma y el tintero y apoyó la cabeza en los brazos, sobre la mesa, y procuró cerrar los ojos y descansar un rato.

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Sin embargo, poco después se quedó dormido. No fue un reposo agradable, sino plagado de sueños inquietantes. Soñó que montaba un corcel blanco y atravesaba la aldea cabalgando hacia las agujas de la iglesia de St. Gothian. Llegaba tarde, llegaba tarde a su boda. Galopaba a través de una multitud de aldeanos que echaban flores y lo felicitaban. Él espoleaba al caballo para que corriera más, pero la armadura que llevaba, hecha de placas de metal brillante, pesaba demasiado. El caballo, aunque se desplazaba, no parecía avanzar y, sin embargo, cuando levantó la vista, ella lo estaba esperando en los escalones de la iglesia. Rosalind, su Dama del Lago, vestida con el camisón blanco y una corona de lirios del valle en los cabellos dorados. Finalmente consiguió saltar del caballo y arrodillarse a sus pies. Ella se inclinó hacia él, con sus brillantes ojos azules, y él fue a buscar la espada que le colgaba del cinto para entregársela, junto con su corazón y su alma, para toda la eternidad. Pero cuando fue a desenvainar la espada St. Leger, se quedó horrorizado al descubrir que la magnífica hoja estaba rota y deslustrada y el cristal, fragmentado. Rosalind se apartó de él, con una expresión de disgusto en el rostro. — No, milady — gritó Lance-. ¡Espera! Te lo ruego. Ella le dirigió una mirada de tristeza mientras se envolvía en una capa del color de la noche. Se ponía la capucha y se alejaba por el cementerio de la iglesia hasta perderse en la niebla. — ¡Rosalind! Por favor. ¡No te vayas! Lance forcejeaba salvajemente para desembarazarse de la armadura. Mientras se esforzaba para ponerse de pie, se cayó de la silla y se despertó bruscamente. Se encontró en el suelo, junto al borde del escritorio de roble y parpadeó, desorientado. Luego lanzó un profundo suspiro. Un sueño. Sólo había sido un sueño ridículo. Y, sin embargo, ¿por qué seguía la niebla, por qué aquella nube de humo pasando ante sus ojos? El corazón le dio un vuelco. A unos cuantos metros de distancia, una figura encapuchada de negro estaba examinando un libro de la biblioteca. — ¿Rosalind? — dijo vacilante, intentando separar la confusión del sueño de la realidad que estaba ante sus ojos. La figura encapuchada devolvió el libro a la estantería y se volvió. Entonces se dio cuenta de que no era su Dama del Lago sino un hombre, un hombre de

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constitución alta y poderosa, los rasgos a la sombra de la capucha que le cubría la cara. Desapareció el último vestigio de sueño y Lance se puso de pie. — ¿Quién es usted? — preguntó-. ¿Qué demonios está haciendo aquí? — Eres un St. Leger — dijo una voz que emergía de las profundidades de la capucha-. Tienes todo el aspecto. Lance dio la vuelta a la mesa, con los músculos en tensión, y se puso a la defensiva ante un posible ataque. — No se mueva y ponga las manos donde yo pueda verlas. Tiene cinco segundos para contestar a mis preguntas; de otro modo yo... La amenazadora figura lo interrumpió con una sonora carcajada. Lance, apretando la mandíbula corrió hacia él e intentó quitarle la capucha. Pero sus manos sólo encontraron aire. Sorprendido, quiso agarrar al intruso por los hombros, pero la negra capa pareció derretirse entre sus dedos. Sintió que un escalofrío helado le recorría la espalda. Levantó el puño y pegó tan fuerte como pudo. Como se temía, su brazo atravesó a la figura encapuchada y le hizo perder el equilibrio. Otro escalofrío le recorrió las venas, tan frío como una tumba. Lance se apartó del hombre, boquiabierto. El extraño ni se inmutó ante los esfuerzos de Lance. Simplemente siguió allí, con los brazos cruzados. — ¿Tienes suficiente? — preguntó. Asintió con la cabeza y consiguió cerrar la boca. — Por Dios — dijo con un suspiro-. ¿Es un... fantasma? — Un joven muy perceptivo — unas manos fuertes y elegantes aparecieron de repente y se levantaron para retirar la capucha. En ese momento Lance vio por primera vez el rostro del intruso. Era un hombre moreno, no poseía la palidez que Lance esperaba en una presencia espectral sino que su semblante estaba lleno de vida y de vigor, dominado por una nariz de halcón y unos labios de curva sensual. Los cabellos de ébano le llegaban hasta el hombro y la barba perfectamente recortada era igualmente negra y lustrosa. Pero lo más imponente eran los ojos, oscuros, de forma alargada y exótica, hipnóticos. Debajo de la capa, vislumbró el brillo de una túnica escarlata, calzones de lana y unos zapatos ligeramente apuntados de los que se llevaban en otros tiempos. Exactamente como el retrato que colgaba en la antigua torre del homenaje y que les fascinaba a él, a su hermano y a sus hermanas desde que eran pequeños: el retrato

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de ese hombre tan extraño que había fundado la familia St. Leger, el terrible caballero del que se rumoreaba que era más un hechicero que un guerrero. — Bien, Lancelot St. Leger — dijo el fantasma suavemente-. ¿Sabes quién soy? — ¡Próspero! — Lance pronunció el nombre con aprensión. — Muy bien — los exóticos ojos oscuros brillaron sardónicos-. Siempre me ha agradado que me reconozcan mis descendientes. — Claro que lo reconozco — dijo Lance-. Cuando éramos pequeños, Val, Leonie y yo solíamos ocultarnos por la noche en el extremo de su torre con la esperanza de poder verlo, aterrorizándonos los unos a los otros con las terribles historias de sus hechicerías. — Ya lo sé — dijo Próspero secamente. Las oía. Pequeñas tonterías infernales. — ¿Nos oía? Pues se supone que había desaparecido. Mi madre lo exorcizó. — La encantadora Madeline posee muchas habilidades, pero el poder de exorcizar no es una de ellas. Ella y yo llegamos a un acuerdo. Mientras los asuntos del castillo Leger estuvieran en buenas manos, accedí a permanecer apartado. — ¿Dónde ha estado todos estos años? — Eso no importa. Ahora estoy aquí. — Sí, ya lo veo — dijo Lance, incapaz de apartar la mirada del hombre. Desde que era un muchacho sólo había creído a medias los cuentos del fantasma Próspero. Mi padre me dijo que siempre estaba confinado en el viejo zaguán y que no le estaba permitido aventurarse en esta parte de la casa. — Tu padre con frecuencia alberga nociones equivocadas. — Si las albergara, me condenaría — Lance, con estas palabras abandonó cualquier referencia a su padre-. A usted no se le permitía ir más allá de la torre del homenaje. — Nunca quise ir más allá de la puerta de la vieja torre. ¿Y si ahora dejamos de hablar de las reglas de mi existencia? — dijo Próspero arqueando una de sus negras cejas. — Oh..., sí claro, por supuesto — tartamudeó Lance. Sintió una oleada de excitación como hacía mucho tiempo que no experimentaba y que le produjo la sensación de volver a ser un muchacho. — ¡Demonios! — exclamó-. Val... tengo que decírselo a mi hermano. Estoy impaciente por ver la cara que va a poner St. Valentine. Lance ya había olvidado la discusión con su hermano y corrió a la puerta. Pero cuando la abrió, Próspero hizo un gesto con la mano. La puerta se cerró de golpe como impulsada por la fuerza del viento y Lance dio un salto hacia atrás al tiempo que lanzaba un juramento. — No se

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lo dirás a nadie — dijo Próspero-. No debes tener miedo. — No tengo miedo. Sólo quería que conociera a mi hermano. No sabe lo ansioso que está Val... — En este momento no me interesa Valentine. Es a ti a quien he venido a ver. — ¿A mí? — el breve arranque de excitación decayó. Lance miró a su antepasado con una sombra de preocupación-. ¿Y qué diablos quiere de mí? — Ya veo que eres tan directo como lo era tu noble padre — dijo Próspero con tono cansado-. Bien, para empezar, hay el pequeño asunto de lo que has hecho con mi espada. — Me parece que ahora es mi espada. — No lo es si vas por ahí haciendo teatro con ella y permites que te la roben en una playa oscura. — ¿Cómo demonios se ha enterado? — preguntó Lance frunciendo el entrecejo. Próspero no se dignó contestar. — Y, además, tienes también otros problemas — siguió diciendo. Señaló la chaqueta del frac de Lance y empezó a flotar como en una ligera brisa. Para horror de Lance, el gorro de Rosalind salió volando del bolsillo y fue a parar a la mano de Próspero. — ¿Problemas de corazón? — preguntó Próspero arqueando las cejas con expresión de mofa y balanceando el gorro de volantes por las cintas. Las mejillas de Lance se cubrieron de rubor. Alargó la mano y le arrebató el gorro a Próspero. — ¿Qué ha estado haciendo, espiándome? — preguntó airadamente-. ¿O acaso lo ha conjurado mi hermano Val? — A mí nadie me conjura, muchacho. — Bien, yo no me fiaría de que St. Valentine no hubiera estado removiendo su tumba — le replicó Lance, ocultando celosamente de su vista el gorro de Rosalind dentro de un cajón del escritorio-. Está removiendo a todos los St. Leger que puede encontrar para que me asedien en esa cuestión sin sentido de la novia elegida. — ¿Sin sentido? ¡Qué! — Próspero lo miró con expresión burlona-. ¿Acaso no crees en la leyenda más valiosa de la familia? ¿Y tú te llamas un St. Leger? — Ya no sé qué demonios creer — murmuró Lance-. Pero ya he conocido el dolor que significa amar a la mujer equivocada. Y no correré el riesgo de tener otro desastre ni siquiera con el consejo de Effie Fitzleger. — Elfreda Fitzleger puede ser una mujer un tanto ridícula, pero sabe muy bien lo que se hace cuando se trata de encontrar una esposa. En algún lugar de ese corazón obstinado tuyo, creo que lo sabes, Lancelot.

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Lance lo miró colérico y le dio la espalda. Estaba empezando a comprender por qué su padre estuvo tan satisfecho cuando Próspero se marchó. El fantasma era francamente molesto. — Debes comprender que, además, existe una maldición relacionada con el rechazo de la novia elegida — siguió diciendo Próspero-. Quizá porque después de ofrecer un regalo como este a algunos mortales, un amor que dura toda la eternidad, si ellos lo rechazan... el cielo encuentra justificado pedir un desquite. — Eso sólo me incumbe a mí. — ¿Estás preparado para que tu Dama del Lago corra ciertos riesgos? A Lance le dio un vuelco el corazón y se volvió para mirar de frente al hechicero. — ¿Está amenazando a Rosalind? — No, lo que quiero es prevenirte. ¿Nunca has oído hablar de lo que le sucedió a la novia elegida de Marius St. Leger? — ¿Al doctor Marius? — Lance frunció el entrecejo cuando oyó que mencionaba al primo de su padre, un hombre tranquilo y reservado-. Es un médico muy competente. Nunca tuvo esposa. — Precisamente. Porque él dilató demasiado la boda después de haberla encontrado. Demasiado ocupado con sus estudios de medicina, intentando salvar al mundo, así era nuestro Marius. Cuando finalmente se le ocurrió que debía casarse, era demasiado tarde. Su Anne murió en sus brazos. — ¡Bah! — exclamó Lance dando zancadas por la habitación, despreciando las palabras de Próspero. Nunca había oído contar esa historia y, sin embargo... Siempre le llamó la atención esa tristeza en los ojos de Marius St. Leger. Se apoyó en la repisa de la chimenea, y cruzó los brazos sobre el pecho con actitud obstinada. — Si me casara con Rosalind Carlyon me caería encima una maldición mucho peor. Simplemente no la merezco. — Ah, bien, así que es eso... — sonrió Próspero-. Si todos los St. Leger hubieran tenido lo que se merecían, hubieran acabado... — ¿Quemados en la hoguera? — sugirió Lance. La sonrisa de Próspero desapareció y dirigió a Lance una mirada sombría. — Muérdete esa lengua insolente, muchacho. A menos que prefieras que te convierta en una rana y pasarte el resto de tu vida en el foso del castillo.

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— Adelante. Sería un gran progreso, porque mi vida últimamente no ha ido muy bien. Siempre y cuando no se espere de mí que vaya a la caza de una novia rana elegida. Las cejas del hechicero formaron una línea recta y Lance se echó hacia atrás, temiendo haber ido demasiado lejos. Pero poco a poco los rasgos de su antepasado se fueron relajando y Próspero soltó una risita. — Me reconozco en ti. — ¿Y eso es un cumplido? — No — repuso Próspero con una extraña mirada que tanto podía ser de diversión como de infinita tristeza. Sólo fue un instante y luego la reemplazó una expresión inescrutable. Se alejó de Lance y se quedó contemplando las lúgubres sombras al otro lado de la ventana. A pesar de la irritación que le produjo a Lance la intrusión del fantasma en su vida, no pudo dominar un sentimiento de cierta admiración hacia Próspero. Era un magnífico diablo, poseía la gracia y la arrogancia de un rey medieval, un aura de magia y de misterio, de poder desconocido. Lance empezaba a comprender por qué Val estaba tan obsesionado por conocer a este escurridizo antepasado suyo. Como Próspero siguió mirando por la ventana como si buscara algún tiempo perdido que sólo él podía ver, Lance dijo: — Perdóneme, señor, pero quiero preguntarle por qué razón se siente tan capacitado para aconsejarme sobre la cuestión de las novias. ¿Cuál fue su gran amor eterno? Nadie ha encontrado ninguna referencia a tal dama ni ningún monumento entre las tumbas de la familia. Próspero apartó los ojos de la ventana. — La historia de mi vida a nadie le importa, muchacho. — Como la mía tampoco le importa a usted. — Es posible que no. — Próspero juntó las manos y lanzó un profundo suspiro-. Ah, bien. Pero aunque no quieras acercarte a Rosalind para conseguir su amor, es probable que lo hagas para encontrar tu espada. — ¿Mi espada? — repitió Lance atónito-. ¿Y qué tiene que ver Rosalind Carlyon con mi espada? Próspero le dirigió una sonrisa irritante y se deslizó sobre una librería, de la que sacó un volumen. Un libro en folio de La tempestad. — Ah, Shakespeare — murmuró, hojeando las páginas-. El tipo ni siquiera se aproximó cuando quiso narrar mi historia correctamente, sólo acertó en el nombre. Aunque algunos párrafos son muy buenos. Escucha este: «De esta magia cerril aquí abjuro...”.

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Se interrumpió en mitad de la frase cuando Lance atravesó la habitación y le quitó el libro de las manos para devolverlo a la estantería. — ¿Qué es lo que sabe de mi espada? — preguntó Lance, que no pudo disimular ni la ansiedad ni la impaciencia que sentía-. ¿Sabe dónde está? ¿Quién se la llevó? — Ignoro quién se la llevó. Pero sé quién la tiene ahora. — Los ojos de Próspero se clavaron en el cajón del escritorio donde Lance había guardado el gorro de lino. — ¿Rosalind Carlyon? — preguntó Lance incrédulo-. ¿Quiere decirme que Rosalind tiene algo que ver con el ladrón que me robó la espada? — No, estúpido. Sólo te estoy diciendo que ahora la espada está en sus manos. — ¿Cómo demonios puede saberlo? ¿Y cómo ha podido llegar a manos de Rosalind? — Pregúntaselo a la dama — fue la réplica vaga e irritante del hechicero. Se alejó de Lance y volvió a ponerse la capucha sobre el rostro. Consternado, comprendió que el espectro se estaba preparando para marcharse. — Demonios, Próspero — dijo-. No piense que va a ir a algún lugar hasta que me dé una respuesta. Pero una ligera niebla comenzó a emerger de la oscura capa del hechicero. La voz de Próspero fue apenas perceptible cuando soltó una risotada. — Si quieres recuperar la espada de los St. Leger — dijo en tono burlón-, entonces será mejor que vayas a ver a la Dama del Lago. — ¡Maldición! ¡Próspero! — Lance se abalanzó detrás de él como si pudiera agarrar al fantasma. Pero éste lo apartó con un relámpago cegador. Lance se tambaleó y se llevó la mano a los ojos. Los frotó con fuerza y un momento después consiguió que desaparecieran las manchas de luz danzante. Cuando finalmente bajó las manos, la biblioteca estaba vacía. Próspero se había marchado y sólo quedaba un vestigio de humo. El gran hechicero se había desvanecido de tal manera que la habilidad de Lance resultaba un vulgar truco de feria. Suspiró con alivio y encontró tan extraña la experiencia, que se preguntó si no sería una extensión del sueño que había tenido. Pero cuando bajó la vista y miró el escritorio de la biblioteca, se dio cuenta de que Próspero se había divertido con una broma de despedida. Allí, chamuscado encima de la superficie de madera, estaba el emblema del dragón de los St. Leger y la mítica bestia parecía sonreírle burlona.

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Se derrumbó en la silla del escritorio. ¿Qué más podía suceder? Pensó. En primer lugar había perdido la espada, luego tenía a la novia elegida que él había rechazado. Y ahora, el espíritu centenario de un fantasma había vuelto para molestar a los St. Leger con su endiablado sentido del humor. — No tendré que entregar mi herencia— murmuró Lance con expresión torva. ¡Cuándo mi padre vuelva a casa, me matará! Se pasó la mano por los cabellos y le irritó observar que los dedos le temblaban ligeramente. El encuentro con Próspero le había puesto más nervioso de lo que deseaba admitir, y él era un St. Leger. Debería ser de acero en tales circunstancias. La experiencia lo llenó de renovada admiración hacia Rosalind Carlyon, por el completo aplomo que la gentil dama había exhibido cuando lo confundió con un fantasma. Sin embargo, siempre que pensaba en Rosalind fruncía el entrecejo. ¿Cómo era posible que lo que le había dicho Próspero fuera verdad? ¿Era cierto que Rosalind tenía la espada de Lance? ¿Qué iba a hacer con ella y cómo podía saberlo Próspero? Lance hizo una mueca. Ese hombre endiablado parecía estar al corriente de todo, claro que era un hechicero, con más de cinco siglos para perfeccionar sus diabluras. Quizá simplemente era eso, una diablura. Quizá Próspero se había inventado la historia de que Rosalind tenía la espada para obligarle a correr a su lado. Sin embargo, poco importaba si se trataba de un engaño. Nunca lo sabría a menos que fuera a la posada del Dragon's Fire y lo comprobara por sí mismo. Se levantó, curvó los labios en una expresión de fastidio y se dio cuenta de que Próspero había conseguido lo que ni Val ni ninguno de sus parientes St. Leger había logrado: obligarlo a ir a visitar a Rosalind Carlyon. Sintió que se le aceleraba el pulso y le molestó comprender que eso no le disgustaba tanto como debería. Lance se encaminó hacia la posada del Dragon's Fire con las mandíbulas apretadas. El día encapotado que amenazaba tormenta había dejado vacía la callejuela, pero notó cómo las cortinas de las ventanas se hacían a un lado a su paso y las cabezas se asomaban a las puertas de las casas. Este era un aspecto de su visita a Rosalind que Lance no había calibrado, la curiosidad que podía despertar. La noticia ya se habría extendido por todo

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Torrecombe al caer la noche. Lance St. Leger finalmente había ido a visitar a su novia elegida. Sin duda habría suspiros de alivio porque los aldeanos eran muy supersticiosos y creían en leyendas y maldiciones. Desgraciadamente iban a tener una desilusión. Lance se preguntó a cuántos les agradaría saber que en lugar de ir a hacer la corte a su novia, quizá se viera obligado a ponerle los grilletes a la dama. Había estado meditando mucho sobre la idea de todo lo que implicaría aquello si Próspero estaba en lo cierto y Rosalind tenía en su poder la espada de los St. Leger. No importaba lo que el hechicero hubiera argumentado, él no tenía otra explicación más que la de que ella estaba implicada con el ladrón que se la había robado. Después de todo, ¿conocía a esa mujer? Hasta hacía una semana no la había visto nunca. Se vanagloriaba de ser duro en relación con las mujeres, pero la idea de que su Dama del Lago pudiera tener algo que ver con un ladrón le produjo una sensación de vacío y de dolor dentro del pecho como no había experimentado en muchos años. No desde la traición de Adele. Recordaba con demasiada claridad cuando estuvo en el campo de batalla la primera vez, con lágrimas en los ojos, pero no por el olor acre de los cañonazos, sino porque después de lanzarse violentamente en la refriega del combate, todavía seguía vivo e incólume. Porque deseaba morir tras descubrir la verdad sobre su querida Adele. Pero fue una locura de los dieciocho años. Pensó que había madurado un poco desde entonces y ahora tenía más juicio. Si Rosalind, con sus grandes ojos inocentes y su dulce sonrisa, era una intrigante, entonces era la actriz más consumada que Lance había conocido. Sabría la verdad muy pronto, pensó torvamente. Entró en el establo de la posada del Dragon's Fire, desmontó y entregó las riendas a uno de los mozos. Agachó la cabeza cuando se dirigía hacia la puerta de la posada y se esforzó por adaptar la vista al interior lóbrego. Ni siquiera la luz de las velas conseguían disipar las sombras de ese día sin sol y la oscuridad dominaba en el edificio de estilo Tudor. Cuando entró en la taberna, le desalentó encontrar las mesas llenas. Para una tarde tan desagradable, parecía como si se hubieran reunido allí la mitad de los arrendatarios y granjeros de toda la zona, inclinados sobre sus cervezas y aspirando sus pipas. Nada más entrar, un silencio premonitorio recorrió la estancia llena de humo. Algunos insinuaron una respetuosa inclinación de— cabeza mientras otros

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disimulaban la sonrisa y cuchicheaban con sus vecinos, lo que le obligó a apretar los dientes. Le alivió observar que Rafe Mortmain no estaba presente. La expresión sardónica en los ojos de su amigo le habría resultado insoportable. Era plenamente consciente de donde estaba mientras sorteaba las mesas en busca del posadero. Mr. Braggs salió de detrás de la barra del bar, secándose las manos en el delantal mientras daba la bienvenida a Lance con una untuosa sonrisa. Éste hizo una mueca de desdén con los labios, y le preguntó por Rosalind con el tono más bajo que pudo conseguir. Pero Braggs respondió en voz alta: — ¿Lady Carlyon? Ciertamente, señor. ¿Debo anunciarlo a una de sus doncellas? — Dígame tan solo dónde puedo encontrarla — replicó bruscamente Lance. — El primer aposento, a la izquierda, arriba... — Gracias — le interrumpió Lance y se alejó de Braggs antes de que éste acabara la frase. Mientras atravesaba la taberna y subía las escaleras hasta la galería del segundo piso, le siguió una marea de murmullos. — ¡Señor! ¿Habéis visto la expresión de la cara del amo Lance? — Al fin se le ha encendido la sangre de los St. Leger. — ¡Oye, Braggs! Será mejor que envíes a alguien a buscar al vicario y el libro de oraciones rápidamente. O el amo Lance tomará a la novia y no se detendrá en bagatelas de casamientos. — No sería el primer St. Leger que lo hiciera — replicó la voz sinuosa de Braggs. La última frase fue acogida con un coro de carcajadas. A Lance le ardían las orejas, se detuvo en mitad de la escalera y tuvo que dominar el impulso de volver atrás y darle un golpe en la cabeza a Braggs. Pero eso sólo habría empeorado la situación. Quizás habría sido mejor buscar a una de las doncellas de lady Carlyon en el comedor privado, al fondo de la posada. Pero Lance pasó por alto tales conveniencias. Por lo que decidió seguir su camino hacia la puerta de Rosalind. Al llegar allí golpeó la madera con los nudillos. Se balanceó de un pie al otro, irritado al descubrir que la mera idea de volver a ver a Rosalind le producía extrañas reacciones en su sangre St. Leger. El corazón le dio un vuelco y comenzó a acelerar las pulsaciones provocándole una sensación casi primitiva y completamente descontrolada.

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Una respuesta palpitante, tan vieja como el tiempo, de la expectación del hombre que va a reclamar... Nada. No había ido a reclamar nada. A excepción, quizá, de su espada. Lance luchó para reprimir la incómoda emoción y volvió a llamar a la puerta. Le pareció que había transcurrido una eternidad sin obtener una respuesta y se preparó para llamar de nuevo cuando la puerta se abrió unos centímetros. Se asomó el rostro temeroso de la doncella de Rosalind. Cuando recordó que Jenny lo había visto una vez en su forma de fantasma, Lance se preparó para escuchar un grito aterrador. Pero, al parecer, no lo reconoció porque se limitó a preguntar: — ¿Qué... qué desea, señor? — Deseo ver a tu ama, a lady Carlyon — dijo Lance. — No está aquí Jenny intentó cerrar la puerta, pero Lance la sostuvo y la obligó a dejarle entrar en la habitación, ignorando las protestas de la asustada muchacha. — ¿Rosalind? — llamó. Sin embargo, la rápida ojeada que dirigió al reducido dormitorio le confirmó que las palabras de la doncella eran ciertas. Sólo vio en el aposento unos cuantos complementos de vestimentas, el lecho, el lavabo y el baúl de viaje de Rosalind entreabierto. Apretó las mandíbulas porque se sintió humillado. ¿Dónde estaba? ¿Dónde habría ido a tales horas y con un cielo que prometía tormenta? Seguro que no había ido a la playa a dar un paseo, pensó Lance con expresión torva, a juzgar por la presencia de la doncella. Del gorro de Jenny se escapaban mechones de cabellos de color frambuesa, colgando fláccidamente sobre el frágil rostro y la joven estrujaba el delantal que llevaba con manos nerviosas. — ¿Dónde está tu ama? — preguntó Lance aproximándose a la muchacha. Jenny se encogió junto a la puerta, pero levantó la puntiaguda barbilla esforzándose por parecer valiente. — Eso... eso no es de su incumbencia, señor. Y ahora... ahora salga de aquí antes de que llame al señor Braggs para que lo eche. — No quiero hacerte daño, muchacha. Pero es urgente que hable con lady Carlyon. ¿Dónde diablos está? Jenny se encogió aún más. — No se lo voy a decir. Podría ser algún bandido.

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— ¿Te parezco un bandido? — replicó Lance. Luego hizo una mueca y se pasó una mano por los despeinados cabellos pensando que quizá sí lo parecía. Al parecer Jenny también lo pensó porque señaló la puerta con un dedo tembloroso. — Salga de aquí — chilló-. 0... o tendré que denunciarlo al juez más cercano. — Yo soy el juez más cercano. Y si no me crees, iré a buscar al señor Braggs para que te lo confirme. — ¡Ohhh! — la piel de Jenny adquirió un tono ceniciento. Lance puso las manos en jarras y una expresión severa. — Y ahora, ¿vas a decirme lo que quiero saber o tendré que arrestarte? Sólo quiero hacerle unas preguntas a tu ama. Referentes a cierta espada robada. Jenny se llevó a los labios unos dedos temblorosos y su actitud de desafío desapareció por completo. Corrió hasta el borde de la cama con los ojos llenos de lágrimas. — ¡Oh, Dios mío! Ya le dije a milady que esa espada de cristal no iba a traer nada bueno. Fue la noche que encontró esa terrible cosa. Le dije que debíamos entregarla al alguacil. ¿Espada de cristal? Lance contrajo los ojos. Así que el viejo Próspero tenía razón. Rosalind tenía la espada St. Leger. Pero la parte más atractiva del relato de Jenny empezó a bailarle en la cabeza. La noche que Rosalind había encontrado esa terrible cosa... la había encontrado. Lanzó un profundo suspiro, sintiendo como si todo el peso del mundo se le hubiera quitado de las espaldas. Quedaban todavía muchas preguntas en el aire, pero Lance se había enterado ya de lo más importante. Su Rosalind no era una ladrona. Volvió a centrar la atención en Jenny con renovada paciencia, lo cual fue muy oportuno, porque la muchacha mostraba signos de iniciar un ataque de histeria. La pobre muchacha había perdido los nervios y se echó a llorar. Lance se inclinó hacia ella y le dijo que utilizara su pañuelo en lugar del delantal. — Gra... gracias, señor — murmuró tragando saliva, pero durante unos momentos no pudo decirle nada más que a él le resultara comprensible. Habló de que Rosalind había encontrado una espada oculta bajo el suelo, que se había llevado el arma para guardarla, ocultándola debajo... debajo... — ¿Debajo de la cama? — preguntó Lance incrédulo intentando obtener la respuesta por la expresión del rostro de Jenny-. ¿Dices que lady Carlyon ha estado ocultando la espada debajo de su cama?

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— De... debajo del colchón — repuso Jenny hipando y asintiendo con la cabeza. Lance pensó en la ironía de todo aquello. Por una vez en su vida que eludía el lecho de una mujer, resultaba que el objeto que había estado buscando y por el que había removido cielo y tierra, se encontraba a salvo bajo las sábanas de Rosalind. Dirigió la mirada hacia el colchón sobre el que se había sentado Jenny. — ¿Y es aquí donde está la espada ahora? Jenny se sonó la nariz ruidosamente con su pañuelo y meneó la cabeza. — No. La señora la ha cogido... se la ha llevado para devolverla... — ¿Devolverla a su propietario? — preguntó Lance apresuradamente porque Jenny amenazaba con empezar a llorar de nuevo. — No, señor — los húmedos ojos de Jenny se abrieron sorprendidos-. ¿Cómo podría hacerlo cuando el propietario de Excalibur hace tanto tiempo que está muerto? — ¿Excalibur? — repitió Lance, anonadado. — Sí, esa espada que el rey Arturo... — Eso ya lo sé — la interrumpió Lance-. Pero, maldita sea, por qué ha tenido que ir con... — se calló bruscamente. Oh, seguramente ni siquiera Rosalind, con la cabeza llena de esas historias románticas... pero no podía ser tan ingenua para creer que había encontrado... Pero una mirada a Jenny lo convenció de que Rosalind también creía haber encontrado la legendaria Excalibur y había conseguido convencer de ello a su doncella. Lance entornó los ojos, luchando entre la exasperación y la risa. ¿Quién debió meterle en la cabeza esa estúpida idea a Rosalind? ¿Quizá las mentiras de algún granuja poco honesto, disfrazado de Lancelot du Lac, que le llenó la cabeza de tonterías? La sonrisa desapareció de su rostro. — La espada que tu ama ha encontrado no es... — dijo con expresión culpable-, no es, bueno, no pensemos en ello ahora. Dime a dónde se ha llevado la espada lady Carlyon. Jenny aspiró mientras se enjugaba los ojos. — Bueno, señor, no era muy seguro seguir ocultando la espada en la posada. No con el bribón que la robó vagando por aquí. — ¿Sabes quién la robó? — dijo Lance poniéndose rígido.

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— No, señor, pero la señora está segura de que la han estado espiando estos últimos días. Y que el villano debe de haber imaginado que ella era la que cogió Excalibur del escondite. Jenny temblaba. — Una... una vez, al salir a tomar el aire, milady pensó que alguien podía entrar en nuestros aposentos. Después, ninguna de las dos nos hemos atrevido a dormir ni a dar un paso fuera de estas puertas. Lance frunció el entrecejo. ¿Se debía todo eso a la fértil imaginación de Rosalind o era posible que su Dama del Lago se encontrara en un grave peligro? Muy posible, pensó Lance, cuanto más consideraba el asunto. Cualquier bribón lo bastante osado para atacarlo a él, un St. Leger, no se sometería fácilmente a perder una pieza obtenida con tanto riesgo. Y qué frustrado debió sentirse su asaltante cuando se dio cuenta de que la espada había desaparecido. No era extraño en absoluto, sobre todo porque el ladrón debía de tener acceso libre a la posada del Dragon's Fire y no le habría costado nada observar que lady Carlyon y su doncella se comportaban de manera extraña. El nerviosismo de Jenny era transparente como el cristal y en cuanto a Rosalind... Lance se estremeció. Su Dama del Lago no le pareció una mujer demasiado discreta. Su secretismo debió levantar sospechas y provocar que vigilaran todos sus movimientos. Lance frunció el entrecejo y se asomó a la ventana. El pálido sol ya empezaba a ponerse en un día que había estado dominado por la sombra. La estrecha calle que atravesaba la aldea estaba vacía y desierta, como lo estarían también los alrededores del pueblo. En algún lugar de esa tierra salvaje y extraña, reflexionó Lance, estaba Rosalind sola, sin protección y con la peligrosa espada. Pero no más peligrosa que la amenaza que podía salir de la oscuridad detrás de ella. Contuvo la respiración y sacudió violentamente a Jenny por los hombros. Jenny, tienes que decírmelo. ¿Adónde diablos ha ido?

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7 Oleadas de niebla recorrían la superficie del lago mientras los últimos y pálidos rayos de luz del día transformaban las lisas aguas en una capa de pulido acero. Rosalind se acuclilló en la orilla, hundió las rodillas en la hierba enmarañada y la humedad se le coló a través de la fina suela de los zapatos. Tembló un poco mientras observaba el agua plateada que se extendía ante ella. Tenía un aspecto fantasmal, envuelta en aquella oscura capa, con el velo negro envolviendo el sombrero y ocultando los rasgos de la cara. La sombría aparición de la mujer que se reflejaba abajo hacía juego con el solitario entorno. A Rosalind le resultó difícil recordar que se encontraba a varios kilómetros del límite del pueblo y que la tierra tenía un aspecto más salvaje y áspero. No había ninguna señal de que allí habitara un ser humano, ningún sonido rompía el silencio del crepúsculo, a excepción de los chillidos de un ave nocturna y la agitación ocasional de las cañas. La guía de viaje la había inducido a creer que el lago Maiden sería un lugar agradable, con aguas centelleantes de un azul profundo en el encantador claro de viejos robles. Pero hasta los árboles tenían un aspecto siniestro, con unas hojas que se adherían a unas ramas retorcidas con desesperada tenacidad. Sin embargo, quizás era lógico que el lugar donde un rey grande y noble se rumoreaba que había emitido su último aliento hablara más de fantasmas que de encantamiento, un melancólico cuento de unos sueños y de un reino perdidos. El joven mozo de cuadra de la posada del Dragon's Fire que la había llevado hasta allí en su carreta, ya le había advertido que ese lugar estaba muy aislado. A Jem Sparkins le había sorprendido mucho aquella urgente necesidad de visitar un viejo estanque en medio de ningún sitio a tales horas, pero como él ya se había aventurado por aquellos lugares en alguna ocasión, el buen muchacho no había puesto objeciones. Casi había insistido en permanecer a su lado. Pero Rosalind tenía que estar sola para cumplir con su cometido. Le costó mucho convencerlo de que la llevara hasta allí y la esperara en el camino. En cuanto ella bajó del carretón, él volvió con expresión perpleja en el rostro, prometiendo ir a buscarla para llevarla de regreso al pueblo. Aunque consideró que el plan era una locura. Quizá lo fuera, reflexionó Rosalind cuando levantó el velo y contempló las oscuras aguas. Pero era una locura nacida de la más pura desesperación. Había pasado una semana atormentada, haciendo lo que podía para mantener a salvo la espada Excalibur, rezando para que Sir Lancelot volviera y la aliviara de

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tan pesada carga. Noche tras noche se mantuvo despierta, a veces mirando por la ventana un cielo vacío e indiferente, a veces recorriendo el almacén, caminando de arriba abajo con los pies desnudos hasta que se le helaban con las primeras horas de la mañana. Pero su héroe fantasmal de ojos hechiceros y sonrisa gentil no volvió, y ella finalmente pensó que no volvería a hacerlo nunca. Consumida hasta el agotamiento empezó a sobresaltarla su propia sombra, daba un salto ante cualquier ruido y le obsesionaba la idea de que sus idas y venidas fueran espiadas por alguien en la posada. No sabía qué temía más, si el terror de que un ladrón pudiera robarle su preciada presa y la atacara para quitársela u otra reunión con ese libertino de Lance St. Leger. A partir del momento en que volvió de casa de Effie, Rosalind temió que Lance volviera para exigirle alguna satisfacción por la manera en la que ella lo había rechazado. Pero para su alivio, él parecía haberse olvidado de ella, a pesar de que todo el mundo, desde el vicario hasta el limpiabotas en la posada cuchicheaban la noticia de que Effie Fitzleger había declarado que ella era la novia destinada a Lance St. Leger. En una situación normal, aquello la habría fascinado. Todo un pueblo que creía de corazón en una leyenda tan romántica como la de los St. Leger y su Buscador de novias. Pero le preocupaba e inquietaba mucho que todos pensaran que ella iba a contraer matrimonio con ese ser diabólico y despreciable. Permanecía en su aposento la mayor parte del día, no quería arriesgarse siquiera a tener un encuentro con Lance, sabiendo que la mortificaría con su sonrisa burlona y sería incapaz de mirarlo a los ojos. Porque ese hombre estaba en posesión de su secreto más vergonzoso. Sabía que ella había respondido a su ardoroso beso, sabía que ella no era tan virtuosa como aparentaba. Rosalind pasó muchas horas pensando en ello, intentando encontrar una disculpa. Estaba sola, era vulnerable, echaba de menos a su marido, echaba de menos las intimidades del matrimonio. Sin embargo, ¿había devuelto alguna vez los gentiles besos de Arthur con tanto deseo, con tanto anhelo? La respuesta era no, pero había reaccionado sin recato al abrazo de un hombre que ni admiraba ni le agradaba. Quizá... quizá la culpa fuera de aquellas extrañas tierras, tan salvajes y ásperas, que se le habían metido en la sangre y habían despertado los primitivos impulsos que no dijo en ningún otro lugar. Hacía mucho tiempo Mr. Fitzleger le

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había dicho que su lejano país junto al mar albergaba una magia única. Quizá no se acordaría de añadir que dicha magia poseía una faceta muy oscura. Rosalind se dijo que el hechizo que la había dominado aquel día no tenía importancia. Que a la mañana siguiente ella y Jenny subirían en el tíburi de alquiler y se marcharían de ese lugar, abandonarían los recuerdos de molestos bribones y de sus aún más molestos besos, dejarían atrás a buscadores de novias y maldiciones, ladrones de espadas y a todos los St. Leger. Pero antes tenía algo que hacer, tenía que conseguir que una leyenda encontrara el descanso... Rosalind abrió los pliegues de la capa y buscó la comprometedora espada que llevaba atada con una correa en la cadera. Jenny había confeccionado un cinturón improvisado para llevarla y tardó un poco en desprender la pesada espada. Levantó Excalibur bajo la débil luz. Cuando agarró la empuñadura y contempló las aguas cubiertas por la niebla, se hizo una pregunta. ¿Existía algún ritual para devolver una espada legendaria al lago místico de donde había salido? ¿Debía esperar a que la oscuridad fuera completa y la luna brillara en el cielo? Todo lo que recordaba de la antigua leyenda era que cuando Arturo yacía moribundo en la orilla, le había entregado Excalibur a Sir Bedivere. Que el temible caballero había lanzado el arma hasta el centro del lago con un poderoso impulso. Claro que le había ayudado la mano complaciente que había abierto la superficie y capturado la espada, llevándosela a las insondables profundidades. Aun cuando hubiera sido terrible, habría agradecido una aparición que le asegurara que se encontraba en el lugar adecuado, que devolver Excalibur a su lago era lo que debía hacer. Que era lo más juicioso. Contempló el arma que sujetaba con las manos, acarició la empuñadura como si la magnificencia de la hoja pudiera aclararle las dudas. Pero el cristal pareció relampaguear a través de la oscuridad como un ojo lleno de reproches. Como si la increpara silenciosamente por abandonar su sagrada confianza. — Pero no sé qué otra cosa puedo hacer contigo — murmuró Rosalind-. Nunca imaginé que sería el guardián de un antiguo tesoro. No soy una heroína legendaria. Yo no soy importante. Sólo soy una pobre y estúpida viuda. Siguió con el dedo el borde dorado de la empuñadura, intentando invocar la imagen de Sir Lancelot, intentando imaginar qué habría deseado él que hiciera. Casi podía escuchar el triste eco de su voz. «Quizá si la espada volviera al fondo del lago, yo finalmente tendría un poco de paz. » Rosalind pensó entonces que si hacía eso, perdería toda esperanza de volver a ver de nuevo a Sir Lancelot.

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Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero hizo lo posible por reprimirlas. Apretó la boca con expresión firme y levantó la espada. — Yo la cogeré, milady — la voz salió de la oscura fila de árboles que había a su espalda. Rosalind bajó la espada y se dio la vuelta conteniendo la respiración. No lo había oído aproximarse, ni siquiera el crujido de una ramita. La elevada silueta que avanzaba hacia ella parecía salir de ninguna parte, de las sombras de un roble gigantesco. El corazón comenzó a latirle rápidamente porque por un momento pensó que era él, Sir Lancelot du Lac, que al fin volvía. Pero esa esperanza se desvaneció rápidamente y se transformó en temor a medida que se iba aproximando y adquiría una forma cada vez más amenazadora. No era el fantasma del héroe... las pesadas botas hacían crujir los helechos bajo sus pies. Iba vestido completamente de negro, con una capucha de seda que le cubría el rostro, con unas aberturas para los ojos solamente. Un terror sin rostro que la transportó a sus peores pesadillas. Rosalind se echó a temblar y apenas podía moverse o respirar. Se preguntó cuánto tiempo haría que estaba allí escondido, esperándola. Una consideración ridícula en un momento como ese, pero el miedo le impedía pensar con claridad. Cuando se acercó más a ella, apretó los dedos alrededor de la empuñadura de la espada y levantó la pesada arma para mantenerlo a raya. — ¿Quién... quién es usted? — preguntó temblando. Él se detuvo bruscamente y se mantuvo a distancia de la punta de la espada. — Soy el propietario de esta espada. ¡Démela! — la brusquedad de la voz fue acompañada de la fría crueldad de los ojos que brillaban debajo de la máscara. Rosalind retrocedió un paso. Sintió que la espada temblaba en sus manos e hizo un esfuerzo para mantenerla firme. — No. Usted es el villano que robó la espada de Lancelot. — Sí, lo hice — repuso él-. Y ya he corrido demasiados riesgos para que me entretenga una maldita mujer. El corazón le dio un vuelco cuando él intentó acercarse más y alzó aún más la espada. — Manténgase alejado o... o me obligará a atravesarlo con ella. Rosalind se preguntó si el miedo y la desesperación que traslucía su voz eran tan evidentes para él como lo eran para ella. Y al parecer sí lo eran, porque él soltó una risita gutural.

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— No quiero hacerle daño, señora. Pero obtendré la espada, todo lo que tengo que hacer es esperar. No tiene fuerza suficiente para blandirla contra mí. Tenía razón, pensó Rosalind con desmayo. Ya sentía la tensión en los antebrazos y en los hombros. En cuanto vacilara, sabía que él la atacaría. Tenía todo el tiempo del mundo. El muy canalla no podía haber encontrado un lugar mejor para reclamar la espada. Qué estupidez más grande había cometido yendo allí sola, con la única preocupación de que si alguien descubría lo que estaba haciendo, pudiera pensar que estaba loca. Debió decirle a Jem que se quedara. O al menos debería haber llevado a su doncella, aunque no podía imaginar de qué le habría servido hacerlo. La muchacha habría sufrido uno e sus ataques de histeria. Pensó en ponerse a gritar, pero allí no había nadie que pudiera oírla. ¿Podría alejarse con rapidez y lanzar la espada al lago antes de que él consiguiera detenerla? ¿O esa acción no haría más que enfurecerlo y la estrangularía allí mismo? Mientras vacilaba, el villano empezó a jugar con ella. Los ojos le brillaban con una expresión divertida, iba de un lado a otro intentando rodearla. Ella lo iba evitando, pero cada vez estaba más cerca. El dolor en los brazos se le hizo irresistible y tuvo que apretar los dientes para evitar que le temblaran las manos. Rosalind soltó un sollozo de puro desespero. Y justo cuando creyó que ya no iba a poder sostener el arma mucho tiempo más, un sonido milagroso llegó hasta sus oídos. Al principio fue débil, luego se hizo más fuerte. El sonido de los cascos de un caballo por el camino que discurría justo al otro lado de la hilera de árboles. El caballo se estaba acercando. Su asaltante también lo oyó, porque de repente se puso rígido. Rosalind sujetó la espada con renovadas fuerzas. — Debe de ser Jem Sparkins que viene a buscarme — dijo la joven-. Un hombre muy valiente. Muy, muy fuerte. Mucho. Será mejor que se vaya de aquí. El villano contrajo los ojos y ella se dio cuenta de que no estaba sonriendo precisamente. — Se ha acabado el juego, señora — dijo sacando una pistola del cinto y apuntándola-. ¡Deme la espada! Rosalind se quedó mirando fijamente el cañón de la pistola y se echó a temblar. El sonido de los cascos de los caballos se fue aproximando y de algún lugar consiguió reunir el coraje para menear la cabeza y rechazarlo.

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El camino no era más que un estrecho sendero que atravesaba un campo. Pero a pesar de la creciente oscuridad, Lance no tuvo dificultad en seguirlo. Lo había recorrido muchas veces en su juventud, aunque hacía ya mucho tiempo que no ponía los pies en el King's Wood. Por allí nunca había habido un bosque propiamente dicho, sólo una densa hilera de árboles con el estanque en el claro, justo un poco más allá. Mientras dirigía impacientemente la cabalgadura hacia el sombrío grupo de robles, se preguntó si Jenny no podía haberse equivocado. Qué mujer, en su sano juicio, pediría que la llevaran allí en medio de la noche con el peligro de que un ladrón desesperado estuviera acechando sus movimientos. Sólo Rosalind, pensé torvamente. En cuanto encontrara a esa maldita mujer, se aseguraría que estaba sana y salva y luego le haría saber que... Un chasquido rompió el silencio de la penumbra. El caballo de Lance dio un respingo. El joven lo tranquilizó y frunció el entrecejo. Había sonado como... como un disparo procedente del bosque. Un pensamiento dominó a cualquier otro e hizo que el corazón se le encogiera y le hiciera olvidar toda precaución. Rosalind. El pulso le latía con tanta fuerza que no oía el sonido de los cascos del caballo. Lance dirigió la cabalgadura hacia los árboles. Las ramas se cerraron como un baldaquín sobre su cabeza, aumentando la oscuridad. Pero la vista de Lance se había adaptado a ella cuando entró en el claro, previendo la posibilidad de una emboscada, con una pistola o un rifle apuntándole a la cabeza. Sin embargo, no vio ningún rastro de armas a excepción de la que era objeto de una lucha desesperada junto al lago. Dos siluetas oscuras forcejeaban, un hombre lanzaba juramentos y una mujer estaba gritando. Algún villano bastardo con una capucha negra estaba intentando arrancar algo que Rosalind apretaba entre las manos. La espada St. Leger. Lance tiró de las riendas, saltó de la silla y corrió a rescatar a la dama. El bribón lanzó un gruñido cuando le oyó aproximarse y soltó bruscamente a Rosalind, al parecer decidido a desaparecer de allí. Se metió entre los árboles mientras Lance corría tras él. Apartó las ramas que le golpeaban el rostro y le desgarraban el abrigo, su persecución dificultada por la oscuridad y las ramas bajas. El bribón era ágil, pero

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Lance estaba acortando la distancia cuando sus pies tropezaron con la raíz de un árbol. Cayó de cabeza. Liberó los pies, dio dos pasos y lo detuvo un fuerte dolor en la cadera. De todas formas ya era demasiado tarde porque pudo ver que el villano tenía un caballo esperándolo justo delante de él. Se quedó quieto contemplando con impotencia cómo saltaba a la silla y desaparecía en la oscuridad. Profirió un juramento, dio la vuelta y volvió al claro a buscar a Rosalind. Observó aliviado que estaba ilesa, aunque temblaba mucho, apoyada en el tronco de un roble próximo a la orilla del estanque. Todavía sujetaba la empuñadura de la espada St. Leger como si su vida dependiera de ello. En el forcejeo se le había caído el sombrero. Pero cuando se acercó, observó la palidez de su rostro. Pálida... recelosa. Se le ocurrió pensar que no parecía muy feliz de verlo, como si él fuera el ladrón enmascarado. Lance no podía culparla, considerando cómo se habían separado la última vez. Procuró recuperar el aliento e hizo una mueca cuando sintió de nuevo el dolor en la cadera. — Ya ha pasado... ya ha pasado todo, Rosalind — dijo jadeando-. Deme, deme la espada antes de que pueda herirse con ella y todo habrá acabado bien. Hizo un esfuerzo para hablar con seguridad, pero en algo debió de equivocarse porque empeoró la situación. Rosalind soltó un grito de horror y se apartó de él, descendiendo hasta el borde del lago. Se dio la vuelta y alzó la espada, y antes de que pudiera adivinar sus intenciones, la lanzó con todas las fuerzas que le quedaban al interior del lago. — ¡No! — gritó Lance. Mientras se aproximaba escuchó un débil chapoteo. Se detuvo a tiempo de no caer y no vio más que oscuridad en el lugar en el que la espada había desaparecido, más allá de las cañas. Rosalind se derrumbó y por un instante, Lance se quedó mudo, sin poder hablar. Luego consiguió mirarla y explotó. — ¡Demonio de mujer! ¿Por qué lo ha hecho? — No tenía otro remedio — dijo ella en voz baja-. Era la única manera de mantenerla a salvo. De ambos villanos. — ¿A salvo? ¿En el fondo del condenado estanque? — Aquí es donde pertenece Excalibur. Ha vuelto al lago encantado. — ¡Maldita sea, mujer! Era la espada de los St. Leger. Ha pertenecido a mi familia durante generaciones.

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Rosalind abrió los ojos y por un momento apareció en ellos una expresión de duda, pero luego se recuperó y meneó la cabeza. — No, está mintiendo. Era... Excalibur. Lance apretó la mandíbula y pensó que no sabía con quién estaba más irritado si con ella o con él mismo, por ser lo bastante ingenuo para creer en su absurda mascarada y todas esas estupideces artúricas. Pero no era el momento ni el lugar para discutir con ella. La poca luz que quedaba estaba a punto de desaparecer y aún oscurecería más, haciendo la labor de la recuperación de la espada mucho más difícil. Se asomó al lago con muy poco entusiasmo, sabiendo por experiencia lo frías y turbias que eran aquellas aguas. Apretó los dientes, se quitó la capa de montar, el abrigo y el chaleco y la corbata. Rosalind observó cómo se remangaba la camisa con una expresión preocupada. — ¿Qué es lo que está haciendo? — Hace una tarde encantadora y he pensado que podría nadar un rato — repuso Lance con un gruñido-. ¿Qué demonios cree que voy a hacer? Voy a recuperar mi maldita espada. — No puede. El lago está encantado. Lance le lanzó una mirada de impaciencia mientras se quitaba las botas y los calcetines. — Aquí hay unos tres metros de profundidad. Lo sé por experiencia — murmuró-. Estuve a punto de ahogarme cuando era un muchacho. Se puso de pie ignorando el grito de protesta de Rosalind y entró en el agua conteniendo la respiración. Como había previsto, las aguas estaban muy frías. Hizo una mueca cuando sintió el lodo en los pies desnudos, el agua metiéndose entre las pantorrillas que cubrían los pantalones y luego hasta las rodillas. Mirándolo desde otra perspectiva, consideró que al fin y al cabo podía sentirse afortunado de que Rosalind no hubiera tenido la fuerza suficiente para lanzar la espada más lejos. Calculó dónde podía estar, se inclinó y empezó a buscar a tientas a través de las peligrosas cañas. Era una tarea ardua, debido al limo que enturbiaba las aguas. Lanzó una maldición cuando perdió pie, se echó hacia atrás porque se había mojado los pantalones por completo. Ya se había hecho oscuro y apenas podía ver nada, el tiempo pasaba y ni siquiera estaba seguro de estar buscando en el lugar adecuado.

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Perdió la paciencia, se movió agitado salpicándose la camisa, la cara y el cabello. Cuando sintió el agua helada en la nuca, musitó unos cuantos insultos contra las malditas leyendas. Maldijo al rey Arturo y a sus corruptos caballeros junto a los St. Leger y sus infernales novias elegidas. Mujeres irritantes que lo inquietaban a uno atravesando su alma, casi le rompían la nariz y luego lanzaban su espada ancestral a un estanque maldito. Cuando los dedos de Lance dieron al fin con la empuñadura de la espada, estaba completamente mojado y fuera de sí. La sacó del agua e inició la vuelta hacia la orilla, refunfuñando. Rosalind lo recibió con un débil grito. Apoyándose en el tronco de un árbol le dijo: — No la saque. No tiene ningún derecho... — Tengo todo el derecho — repuso Lance cuando alcanzó la orilla, chorreando como un sabueso empapado-. Abra los ojos, pequeña estúpida. Esto no es un lago mágico, sino un estanque lleno de agua helada. Y esta no es Excalibur. Es una espada antigua con un cristal en la empuñadura — dijo, lanzando la espada a sus pies. La luz de la luna atravesó la nube que la cubría lo suficiente para revelar el lamentable estado de la espada. Llena de lodo y de restos de helechos del fondo del estanque, hasta el brillo del cristal se había apagado. Y algo pareció apagarse también en los ojos de Rosalind. Se llevó las manos a la boca y empezó a sollozar dulcemente. Lance se agachó y recogió las botas y los calcetines. Apretó las mandíbulas e intentó ignorarla mientras recogía la ropa. Pero nunca había oído llorar a una mujer de la manera que lo estaba haciendo Rosalind, con unos suspiros muy poco elegantes, unos sollozos que quería reprimir heroicamente, pero no lo conseguía. — Ah, no era la espada — consiguió gemir al fin. Entonces le dio la espalda y ocultó la cara contra el tronco del árbol, con el sombrero colgando por las cintas, el velo negro hacia atrás como una serpentina y los dorados cabellos brillando en la oscuridad, mientras sacudía los hombros a causa de toda la pena que estaba sintiendo. — Mire, lo siento — dijo él acercándose a la joven-. Ignora cuántas molestias me está causando esta espada inútil. Y que la lanzara al lago ha sido el desastre final.

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Rosalind estaba llorando como si se le hubiera roto el corazón, sus sollozos lo destrozaban y lo hacían sentir más bajo que cuando se deslizó en el fondo del estanque. — Rosalind — dijo suavizando la voz y apoyando una mano en su hombro, intentando ver su rostro-. Por favor... no podemos pretender que la condenada espada sea lo que usted quiere que sea. No llore por... Se interrumpió y apartó la mano de ella. La tenía caliente y pegajosa. Frunció el entrecejo y se acercó los dedos a la cara para ver mejor. ¡Sangre! — ¿Rosalind? ¿Está herida? — preguntó abruptamente. — Déjeme sola — replicó ella con un murmullo vacilante. Pero él la sujetó por los antebrazos y la obligó, firme aunque suavemente, a darse la vuelta. Estaba lo bastante cerca de ella para ver lo que no había visto antes en la oscuridad. De uno de sus hombros brotaba la sangre de una herida y se confundía con el tono oscuro de la capa. — ¡Dios mío! ¿Qué se ha hecho? — Nada — repuso en medio de hipos, intentando apartarlo-. No es nada que le importe. Pero él no hizo caso de las protestas y de sus manos que intentaban alejarlo. Le quitó la capa y creció la alarma. El corpiño de Rosalind estaba tan mojado como su camisa, pero con una sustancia oscura. Sin dudarlo un instante, le abrió la parte delantera del vestido. — No — protestó ella, apartando débilmente los dedos de Lance-. ¿Es que siempre ha de desnudarme? — ¿Sólo por razones de salud, recuerda? — repuso él procurando tranquilizarla con una sonrisa, pero la sonrisa se desvaneció inmediatamente. Su rostro adquirió una expresión rígida cuando vio la fea herida en el hombro iluminada por un rayo de luna, rodeada de una marea de color carmesí que destacaba sobre la piel blanca. Lance recordó el sonido que le había obligado a entrar en el claro y se le hizo un nudo en el estómago. — ¡Dios mío, Rosalind! ¡Ha recibido un disparo! La joven seguía intentando apartarse de él, pero entonces se quedó inmóvil. — ¿Estoy herida? — dijo, y cuando vio la herida que tenía en el hombro se le escapó un grito.

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Comenzó a temblar cada vez con mayor intensidad hasta que, de repente, se desmayó, dando apenas tiempo a Lance a cogerla en brazos. La llevó a la orilla del estanque, utilizó la capa como cojín y la apoyó contra el tronco de un árbol. Antes de que la luna volviera a ocultarse entre las nubes, la luz plateada iluminó su rostro lleno de lágrimas; la piel mortalmente pálida, los ojos dilatados con una mirada que Lance ya había visto antes, en el campo de batalla, a los hombres aturdidos que se movían a ciegas, apenas dándose cuenta que un disparo les había volado una oreja o parte de un brazo. Rosalind se encontraba en un estado de estupor y si él no hubiera estado tan bloqueado, habría observado que algo iba a ir todavía peor muy pronto. Intentó examinar la herida con mucho cuidado, pero cuando ella dio un respingo y gritó, Lance se detuvo inmediatamente. No encontraba el modo de decirle lo mal que estaba y a él le pareció que ya había perdido mucha sangre. Lo mejor que podía hacer era fabricar un vendaje y sacarla de allí a toda prisa. Tan rápidamente como fuera posible. Fue rápidamente hasta la ropa que antes se había quitado, y buscó la corbata, un pañuelo, algo que pudiera utilizar para taponar la herida. Mientras buscaba, escuchó su respiración acelerada. — Esto... esto debió suceder cuando ese hombre de la capucha me apuntó con la pistola — murmuró-. Quería la espada, pero yo le... le dije que no y yo golpeé la pistola con la punta de la espada y... y se disparó. Hubo un ruido y salió humo y... y sentí una quemazón, pero... pero no pensé... — Es usted una jovencita muy tonta — la regañó Lance bruscamente-. ¿Por qué no le dio la maldita espada? — No podía. Después de haberla encontrado... mi deber era mantenerla a salvo. ¿Su deber? Lance sintió un nudo en la garganta, algo que le subió con un regusto amargo que sabía a vergüenza. Lo tragó con fuerza. — ¡Estúpida! ¡Condenada estúpida! — murmuró, pero era a él a quien maldecía mientras doblaba el pañuelo y lo aplicaba con sumo cuidado al hombro de Rosalind, preparándose para sujetarlo con la corbata-. Lo siento, pero va a hacerle un poco de daño. Tengo que apretárselo. Rosalind se puso rígida pero hizo un gesto con la cabeza que significaba que había comprendido la advertencia. Cuando él anudó la corbata alrededor de su hombro, la joven arqueó el cuerpo. Reprimió un gemido que a Lance le afectó mucho más que si hubiera gritado.

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Cuando acabó de aplicarle el vendaje, observó que las manos le temblaban. — Ya está — dijo-. Tendrá que llevarlo hasta que lleguemos al castillo Leger. Cuando observó que ella se ponía rígida al escuchar sus palabras, Lance se apresuró a añadir: — Para dejarla al cuidado de mi hermano Val. Val es casi médico. Mejor que muchos. Él sabrá qué hacer para curarla. Mientras le ponía la chaqueta del frac alrededor de los hombros en lugar de la capa ensangrentada, la joven lo dejó desconcertado con una nueva pregunta. — ¿Entonces, entonces no cree que vaya a morir? — ¡Dios santo, no! No se morirá pequeña idiota — dijo, pero sus palabras le dieron escalofríos. Puso las manos por debajo de sus rodillas y se dispuso a levantarla con el mayor cuidado. Podría decirle que no lo quería, que no deseaba estar tan cerca de él, que lo odiaba, pero no lo hizo e inclinó la cabeza sobre su hombro. Aunque Lance hacía esfuerzos para no recordar, volvió a escuchar la voz torva de Próspero murmurando antiguas maldiciones y tragedias, y el terrible destino de la novia relegada de Marius St. Leger. «Murió en sus brazos.» Cuando levantó a Rosalind, Lance observó el pálido rostro de la joven y sintió en el pecho un nudo extraño. El soldado que había arriesgado su vida en incontables batallas recordó de pronto lo que era tener miedo.

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8 La noche se abatió sobre el castillo Leger; el cielo poseía una negrura tan implacable que era como si más allá de las ventanas de la habitación de Lance no existiera otra cosa que el vacío. Se paseaba entre las sombras junto a las pesadas cortinas de brocado, sintiendo como si toda la luz que quedara en el mundo se hubiera concentrado en la joven que yacía en medio del halo de luz de las velas. Rosalind Carlyon parecía perdida en la vastedad del lecho con dosel, con los dorados cabellos extendidos por un montículo de almohadas. Había recogido el extremo de una sábana y se había cubierto el pecho desnudo mientras Val la examinaba. Fuera cual fuera la emoción que sintiera Val la primera vez que vio a Rosalind en casa de Effie, no la dejó traslucir. Mostró la seguridad en sí mismo que le era habitual cuando se enfrentaba a una emergencia médica, una transformación que siempre

sorprendía

a

Lance

cuando

ocurría.

La

expresión

soñadora

que

habitualmente nublaba los ojos de su hermano desapareció, para dar lugar a otra más firme y segura mientras daba las órdenes necesarias con absoluta autoridad. Una de las doncellas permanecía a su lado para ayudarlo, acercaba las velas cuando Val se lo pedía y sostenía la palangana mientras él limpiaba la herida con una esponja. La visión de la sangre al parecer no afectaba a Sally Sparkins, que había crecido entre una horda de atropellados hermanos, entre ellos el débil Jem. En cambio fue Lance quien empezó a temblar. En el campo de batalla había visto las heridas más terribles, pero se vio obligado a apartar la vista de la que desfiguraba la hermosa piel de Rosalind y, en su lugar, la fijó en su rostro. Su valerosa Dama del Lago parecía haberse transformado en una niña, los ojos enormes y llenos de temor, las mejillas mortalmente pálidas. Y Lance tenía que conformarse con pasear, apretar los puños y todos los músculos hechos un nudo con una sensación de frustración e impotencia. Cuando la oía gritar con los suaves sondeos de Val, atravesaba apresuradamente la habitación para luego detenerse en seco. Sabía que no podía hacer nada, nada a menos que quisiera empeorar las cosas. Rosalind se encogería nada más verlo, como había hecho antes cuando él quiso cogerle la mano y ofrecerle todo el consuelo que pudiera. Pero podía permitirle que le clavara las uñas en la carne, que le gritara y lo insultara. Sin embargo, Rosalind no había querido ninguna de estas cosas y prefirió aguantar el sufrimiento en medio de un silencio estoico. Había vuelto la cabeza

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hacia Val y le rogó con un murmullo quebrado unas palabras que se hundieron en las profundidades del corazón de Lance: — Por favor... dígale que se vaya. Comprendió entonces que era la última persona en el mundo que podía ofrecerle ayuda o consuelo. El hombre que tanto la había aterrorizado que quería marcharse del pueblo, que la había insultado e irritado por lanzar su espada al lago, que había aplastado sus románticas ilusiones y luego se la había llevado al castillo Leger en contra de su voluntad. Era un milagro que siguiera consciente después de todo lo que había pasado. La enloquecida cabalgada de vuelta por el King's Wood quedaría para siempre como una pesadilla en la mente de Lance. Sujetando con los brazos a Rosalind para asegurarla a la silla, sobre un suelo desigual, la luna desvaneciéndose detrás de unas nubes amenazadoras, el accidentado camino transformado en un trazo confuso, sus temores y los de ella entremezclándose en la oscuridad. Rosalind lloriqueaba y le rogaba que la llevara a la posada y que fuera a avisar al médico del pueblo. Pero Lance había tenido miedo de arriesgarse. Los enfermos el Dr. Marius St. Leger se encontraban por toda la costa y uno no sabía cuándo podía hallarlo en casa. Ignorando los ruegos de Rosalind, Lance galopó sin detenerse hasta el castillo Leger, llevándola casi por instinto a la única persona de la que él había dependido siempre. No importaba lo resentido que estuviera Lance, no importaba lo enfadado e irritado que estuviera con él, porque fuera cual fuera el problema que tuviera... siempre podía contar con Val. Sin embargo, lo que estaba haciendo era lo más duro que había hecho en su vida, entregar a Rosalind al cuidado de Val, permanecer a su lado sin hacer nada mientras su hermano aplicaba en la joven sus conocimientos de medicina. Rosalind continuó consciente y finalmente admitió ante Val lo que no le había querido admitir a él.

.

— Du... duele — murmuró, con los ojos inundados en lágrimas-. No sé por qué a los hombres les gusta tanto dispararse los unos a los otros. Es muy desagradable. — Lo sé. Yo tampoco lo he entendido nunca — replicó Val con una sonrisa forzada-. Pero nosotros haremos que se recupere pronto. Rosalind hizo un valeroso esfuerzo para devolverle la sonrisa y eso a Lance le sentó peor que si hubiera llorado. Val encargó a Sally que continuara limpiando la herida mientras él se levantaba y se secaba las manos en una toalla.

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Sin la ayuda del bastón atravesó la habitación y se acercó a su hermano, con la cojera más acusada de lo habitual. La sonrisa que Val había mantenido mientras estaba junto a Rosalind, desapareció y en su lugar apareció una expresión tan grave que Lance sintió un nudo en el estómago. — ¿Y bien? —preguntó bruscamente— . ¿Tan mal está? — Bastante — murmuró Val-. La bala ha pasado demasiado alto para afectar algún punto vital, pero todavía sigue alojada en el hombro y ha perdido mucha sangre. — Maldita sea — gruñó Lance. — Por suerte no está muy honda. No deberías tener dificultades para extraerla, Lance. — ¡Qué! — Lance se quedó mirando sorprendido a su hermano. Su exclamación provocó que Rosalind lanzara una mirada temerosa en su dirección. Se dominó y bajó la voz-. ¿Qué diablos estás diciendo? No soy médico. Tú eres el que ha estudiado con Marius. — Sí, pero tengo muy poca experiencia en heridas de bala. Tú te has enfrentado a este tipo de cosas muchas más veces que yo. — Sólo en el campo de batalla cuando escaseaban los cirujanos — dijo Lance irritado— y entre esos pobres bastardos heridos tan desesperados que no les importaba qué clase de idiota les operaba mientras les vertieras suficiente whisky en la garganta. Soldados habituados a arriesgar la vida y su integridad. Hombres fornidos con el pellejo tan duro como el suyo, que rugían, maldecían y escupían cuando les examinaban y cauterizaban las heridas. Pero sólo pensar en ser testigo de tal agonía en su gentil Dama del Lago, le heló las venas a Lance. — No puedo hacerlo — dijo con un tono áspero. — Tienes que hacerlo. — Val le agarró de la manga y le dijo con un murmullo que expresaba urgencia-: Si Marius estuviera aquí... pero no está y no hay tiempo que perder. Lance se quedó mirando a su hermano. — Y mientras la estoy torturando, ¿qué diantre vas a hacer tú? — Yo le sostendré la mano — dijo Val en voz baja. Lance pensó que la situación no podía ser más horrible. Pero la resolución que vio en los ojos de Val le demostró lo mucho que se había equivocado. — ¡No! — exclamó. Cuando los labios de Val se apretaron y formaron una línea delgada que Lance conocía demasiado bien, sujetó las manos de su hermano gemelo y las sacudió bruscamente-. ¿Me estás escuchando, Valentine? ¡Te estoy diciendo que no!

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— ¿Entonces por qué me la has traído? — preguntó Val. — ¡Para esto no, demonios! Seguramente tienes láudano o... o... — No utilizo láudano para tratar a mis pacientes. Lance miró a su hermano con espanto. — ¿Quieres decir entonces que te has arriesgado a utilizar ese infernal poder tuyo? Después de... Después de... Lance tragó saliva, incapaz siquiera de poder hablar de aquel día terrible en que había dejado lisiado a Val. — Eres un maldito loco — acabó con dureza. — No, simplemente sé cuánto puedo arriesgar — repuso Val, con el rostro tranquilo, con esa especie de fortaleza de los mártires antes de adentrarse en las llamas-. Ahora puedo controlar mi poder mejor que antes — insistió, intentando apartar suavemente los dedos de Lance de su brazo-. Debes confiar en mí, Lance. Esta vez todo saldrá bien. — ¿Y si no es así? — musitó Lance. — Entonces yo sufriré las consecuencias. — Val dirigió la mirada hacia Rosalind con una expresión que era a la vez tierna y melancólica-. No querrías que tu dama sufriera si pudieras evitarlo, ¿verdad? — No, claro que no, pero... — Entonces, deja de discutir conmigo. No tenemos tiempo. Lo único que estás consiguiendo es atemorizarla. Lance empezó a protestar, pero comprendió que lo que decía Val era cierto. Se había dado cuenta de que Rosalind había estado siguiendo su conversación. No era posible que hubiera oído lo que estaban diciendo, pero debió de captar la tensión que había entre ellos, porque tenía el rostro aún más pálido y macilento. Soltó a regañadientes a su hermano y éste se fue junto al lecho otra vez. Lo siguió, no de muy buena gana como Val habría deseado, aunque pensando que si no utilizaba la fuerza bruta, no sabía cómo iba a poder impedírselo. Nada iba a detener a St. Valentine, pensó con amargura. Lance rondaba a los pies de la cama, desgarrado, desesperado como si tuviera que elegir entre la pálida joven que yacía en el lecho y su hermano. Una elección que temía haber hecho ya, precisamente al llevarle la joven a él. Contempló cómo Val se sentaba en el borde de la cama, tomaba entre las suyas la mano de Rosalind y murmuraba suaves palabras de consuelo. Intentó protestar pero al ver sus doloridas facciones las palabras se le ahogaron en la garganta.

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Ya era demasiado tarde. Vio que sus ojos parpadeaban sorprendidos y observó cómo comenzaba a hacerle efecto la oscura magia de Val que discurría a través de los dedos que le sujetaban las manos a ella. Se agarró a uno de los postes de la cama porque la escena que se estaba produciendo ante sus ojos lo llenaba de dolorosos recuerdos, recuerdos que él hacía esfuerzos para olvidar. Fue como si se deslizara fuera de su cuerpo por la habitación, convertido en una mariposa y aquella no fuera la mano de Rosalind, sino la suya... — ... Agárrate, Lance. Estoy aquí — gritó Val, con el rostro manchado de hollín emergiendo de la acre neblina de humo, la suave voz por encima del ruido de los disparos de cañón y los gritos de los moribundos. — ¡No! — gritó Lance retorciéndose en su propia sangre, incrementándose la agonía de la masa destrozada de huesos y músculos que antes era su rodilla derecha. Dolor... se estaba volviendo loco con el dolor, aunque no hasta el punto de comprender lo que Val pretendía hacer. — ¡Déjame, maldita sea! — Lance, por favor... no te muevas. Sólo quiero ayudarte. — ¡No! — gritó Lance y forcejeó para liberarse. ¿Es que Val no lo comprendía? No quería que lo ayudara. Sólo deseaba morir. Pero estaba demasiado débil y Val era demasiado fuerte. Su hermano lo sujetó con mas fuerza. — Está bien, Lance. Puedo hacerlo. Únicamente sujétate a mí. — ¡No, maldita sea, Val! Déjame — dijo Lance soltando un grito de rabia y de desespero-. ¡Déjame!... — ¿Lance? ¡Lance! El sonido apremiante de la voz de Val le trajo de nuevo al presente. Cuando miró hacia la cama, vio que Rosalind había vuelto a cerrar los ojos, pero ahora tenía la expresión relajada y su respiración era rápida y ligera. En cambio, la de Val se había vuelto trabajosa. Mantenía firmemente sujeta la mano de Rosalind, pero su rostro estaba completamente blanco y gotas de sudor frío le cubrían la frente. A pesar de todo, consiguió dirigir a Lance una sonrisa tensa. — Vamos. Estoy preparado, pero sería bueno... sería bueno que te dieras prisa, Lance. Los ojos velados de Val se dirigieron entonces a la doncella. — ¿Sally? — fue todo lo que dijo. Pero la joven, al parecer, lo comprendió perfectamente. Cogió la caja con el instrumental de Val y se la entregó a Lance con expresión sombría. Había estado al

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servicio del castillo Leger el tiempo suficiente para que todas estas cosas no la sorprendieran. Lance dio un respingo cuando vio los brillantes cuchillos quirúrgicos y deseó maldecir a Val, negarse, pero no podía permitirse el lujo de vacilar ahora que los dos dependían de él, Rosalind y Val, unidos débilmente por el frágil lazo de unas manos y la fuerza del poder aterrador de su hermano. Lance apretó las mandíbulas y estiró los dedos. Cuando sujetó los agarradores de acero de la sonda, reflexionó con expresión sombría sobre la perversidad del destino y de Valentine St. Leger. Por segunda vez en su vida, Lance estaba a punto de convertirse en un instrumento para infligir dolor en su hermano. Y precisamente como sucedió hacía ya tanto tiempo, Val en esta ocasión tampoco le había dejado otra elección. La tormenta que había estado amenazando durante tantos días, estalló finalmente con truenos y relámpagos. El viento y la lluvia azotaban la casa con esa furia que sólo un mar encolerizado podía lanzar contra la tierra. Sin embargo, la tempestad de allá afuera no era nada comparada con la que dominaba a Lance cuando, agotado, bajó al piso inferior: un verdadero remolino de miedo, culpa y recuerdos dolorosos. Se encaminó a la biblioteca, donde le esperaba un decantador de whisky. Cuando cogió la botella le sorprendió observar que las manos todavía le temblaban. Hacía casi una hora que había extraído la bala del delicado hombro de Rosalind, pero seguía temblando como un recluta bisoño que por primera vez ha sido testigo de los terrores de la batalla. Por alguna gracia divina, no había matado ni a Rosalind ni a su hermano con sus desmañados esfuerzos. La dama estaba pálida y débil, pero ya no sufría. En cuanto a Val, se había recuperado lo suficiente para limpiar y vendar la herida de Rosalind. En cuanto la joven abrió los ojos, comprendió que su presencia no era bien recibida ni necesaria. Se retiró de la habitación... buscando un lugar donde poder estar solo sin que nadie lo viera. Disgustado consigo mismo por su debilidad, Lance se tomó un trago de whisky, sintiendo alivio mientras el fuerte líquido comenzaba a correrle por las venas. Lo suficiente para verter la segunda copa sin que el borde del decantador tocara el vaso. Con la bebida en la mano, fue a sentarse en la silla del escritorio y lanzó un suspiro de tristeza. Sus dedos rozaron entonces algo que había en la superficie de la mesa... la espada St. Leger, limpia y con todo su esplendor recuperado.

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Lance se quedó mirándola perplejo. La última vez que la había visto estaba cubierta de lodo y descansaba sobre la mesa del vestíbulo. Uno de los criados debió limpiarla y llevarla allí. 0... Echó un vistazo a su alrededor y el estallido de un relámpago al otro lado de la ventana le obligó a considerar otra posibilidad. Miró con atención mientras esperaba que Próspero emergiera de las sombras, burlándose de él. Sin embargo, observó que estaba completamente solo. La tempestad que había estallado afuera se debía a la naturaleza y no a uno de los trucos del hechicero. Lance dejó el vaso en la mesa y tocó la espada como si necesitara asegurarse de que era cierto que la antigua espada había vuelto al castillo Leger. Y no gracias a él, pensó con cierto desprecio hacia sí mismo. A punto de desmayarse por el disparo que había recibido en el hombro, Rosalind se acordó que Lance se había dejado la espada al borde del estanque. Porque él no pensaba en nada más que en llevarla al castillo. Ella, por el contrario, se negaba a marcharse sin la espada, aunque él la maldijera y la sujetara para que no se moviera. Temeroso de que se le agravara la herida, se fue a buscar el arma y la ató a la silla. Pasó los dedos por el cristal de la empuñadura. Supuso que iba a sentirse más feliz por haberla recuperado, pero sólo podía pensar en lo cerca que había estado Rosalind de perder la vida al proteger valerosamente el arma como él no había hecho. Apartó la espada y entonces se dio cuenta de que algo afilado le pinchaba el dedo pulgar. Frunció el entrecejo y examinó más de cerca lo que le provocaba ese dolor. El cristal, antes tal pulido, con las caras diamantinas tan lisas, estaba astillado y se había desprendido un fragmento pequeño. Cuándo y cómo había sucedido, Lance lo ignoraba, pero no tenía importancia, pensó malhumorado. Había sido su intención devolver la espada a su padre cuando éste volviera. Algo que ya habría sido bastante difícil, pero ahora con el magnífico cristal dañado... — El infierno y el diablo la confunda — murmuró Lance. Esa maldita espada que había pasado incólume de generación en generación en su familia, no había sufrido ningún daño hasta que él la tuvo en sus manos. Estaba maldito. Si no ¿por qué le había sucedido eso precisamente a él? ¿Y por qué siempre acababa otro sufriendo las consecuencias de su estupidez? En primer lugar, Rosalind con una herida terrible, luego Val había tenido que sufrir de nuevo, y ahora la espada de la familia rota para siempre. Y, como ya era

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costumbre que sucediera, Lance St. Leger había salido ileso. Considerando que era un bastardo, llevaba una vida bastante buena. Se bebió de un trago el resto del whisky y cuando consiguió distraerse con sus propios pensamientos, la puerta de la biblioteca se abrió de golpe. Al darse la vuelta y ver a su hermano entrar en la habitación, se olvidó por completo de la espada. Ya había visto bastantes heridas de bala para saber que su Dama del Lago todavía no se encontraba fuera de peligro. Se puso de pie temeroso de que fuera a darle una mala noticia. Pero Val, débil y ojeroso, le dirigió una sonrisa tranquilizadora. — Todo va bien, Lance. He acabado de vendar el hombro de Rosalind y le he dado cordial. — Y cómo... — Lance apenas tenía valor suficiente para hacer la pregunta-. ¿Cómo está? — Mucho mejor, lo suficiente para que pueda dormir. Le he tratado la herida con ungüento de basilisco y, exceptuando el riesgo de una infección, creo que se habrá recuperado a fines de esta semana. — Gracias a Dios — murmuró Lance, sintiendo que le desaparecía la tensión. Observó con detenimiento a su hermano mientras éste atravesaba la habitación. ¿Eran imaginaciones suyas? Se preguntó con ansiedad. ¿O Val tenía el hombro derecho más rígido? — ¿Y tú? — preguntó Lance-. ¿Cómo estás? — Oh, Yo... yo estoy bastante bien. Las dudas de Lance debieron ser evidentes, porque Val echó hacia delante el hombro. — Mira. Compruébalo tú mismo. Ninguna herida. No hay sangre. Si no me crees, adelante, dame un golpe. — ¿Quieres que te haga daño? No, gracias. Val se ruborizó y cuando habló lo hizo con un extraño tono de irritación en la voz. — Sólo lo tengo un poco más sensible, eso es todo. Te aseguro que no hay ninguna lesión permanente. No, pensó Lance con amargura, sólo las profundas arrugas que enmarcaban su boca y aquellas líneas alrededor de los ojos. Cada vez que utilizaba su poder, esa maldita habilidad de absorber el dolor de otra persona, envejecía. Pero él no se detenía a calibrar el precio. Eso no habría sido propio de St. Valentine. Lance sintió que el amor, la ira y la frustración que su hermano siempre le había inspirado le oprimía el pecho. Pensó que nunca le había dado las gracias por

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todo lo que había hecho. No lo había hecho durante todos esos años, y aquella noche, tampoco. No le estuvo agradecido por lo que sucedió en el campo de batalla, pero lo que su hermano había hecho por Rosalind era otro asunto. Sintió un poderoso impulso de darle un apretón de manos, para intentar expresarle de algún modo su gratitud. Sin embargo, eso habría sido lo mismo que confesar que tanto su hermano como Rosalind le interesaban profundamente. Y, evidentemente el hombre duro que era él, Lance St. Leger, no haría algo así. Se sentó tras el escritorio y se sirvió otro whisky, aunque lo puso en la mano de Val. Le sorprendió un poco que su hermano lo cogiera sin protestar. Raramente bebía algo más fuerte que un clarete. Sin embargo, se sentó en un sillón frente a él y se bebió el whisky de un solo trago. Dejó el vaso vacío encima del escritorio y la sonrisa le desapareció del rostro al observarlo y darse cuenta por primera vez de que Lance tenía los calzones y la camisa completamente empapados. — Dios santo, Lance. Pareces salido de las profundidades de un estanque. — Val arrugó la cara y olió-. Y también hueles... — Muchas gracias. — Ahora que Rosalind descansa, sería conveniente que me explicaras algo. ¿Qué diablos has estado haciendo? ¿Dónde encontraste la espada y qué le ha sucedido a Rosalind? Lance encorvó las espaldas imitando su gesto habitual despreocupado de encogimiento de hombros. — Me dijiste que fuera a buscar a mi novia, ¿no es cierto? Pues como no quería venir, le pegué un tiro. — Diablos, Lance... — empezó a decir Val con irritación, pero luego se interrumpió y soltó una carcajada poco entusiasta. Al fin se dio cuenta de que estaba bromeando. Sin embargo, en esta ocasión a Lance le resultó imposible sonreír. — Quizá no fui yo quien le disparó — dijo-. Aunque podría haberlo hecho. — Val miró a su hermano con expresión exasperada. — Cuéntame lo que sucedió — dijo con voz suave. Lace apoyó la cabeza en el respaldo de la silla, reacio a revivir de nuevo los sucesos de la tarde. Como era habitual, la narración resultaría increíble. Pero nadie podía resistirse a St. Valentine. Eran esos ojos de confesor que tenía, llenos de conocimiento del sufrimiento humano, de paciencia y compasión.

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Con un tono de voz carente de expresión, Lance comenzó a explicarle a su hermano todo lo que había sucedido aquella tarde, cómo encontró a Rosalind en manos de aquel villano, su convencimiento de que estaba salvaguardando la espada Excalibur y cómo la había lanzado al lago para protegerla. Lance se lo contó todo, salvo un pequeño detalle: quién lo había convencido para que fuera en busca de Rosalind. Ignoraba por qué se negaba a hablar de Próspero. Quizá porque ahora que había recuperado la espada, esperaba no volver a ver a su perturbador antepasado; quizá porque sabía cuánto habría mortificado a Val haber perdido la oportunidad de conocerlo. Ya estaba bastante disgustado porque no había conseguido capturar al ladrón, por el daño que había sufrido la espada St. Leger y, sobre todo... por la manera desdeñosa con la que había tratado a Rosalind. — Me comporté con ella como un perfecto bastardo — murmuró-. La encontré conmocionada y ni siquiera fui capaz de darme cuenta. Estaba demasiado ocupado maldiciéndola por haber lanzado la espada al estanque, gritándole por creer en Excalibur y en lagos encantados-. Es algo que siempre he hecho muy bien — añadió torciendo los labios con un gesto de amargura-. Desilusionar a los demás, aplastar sus sueños. — Con el valor con el que Rosalind ha luchado por defender esta espada, creo que tu Dama del Lago es mucho más osada de lo que ninguno de los dos imaginábamos — dijo Val con una ligera sonrisa-. No se la doblega fácilmente, Lance, ni siquiera tú. Estoy seguro de que se recuperará. ¿Se recuperará? Se preguntó Lance. De la herida de bala seguro que sí, pero de la herida más profunda que él le había infligido... Lance recordó la mirada de desilusión en sus ojos y no estaba seguro. — De cualquier manera — dijo suspirando-, esta es toda la historia. O, al menos, la que yo conozco. Todavía ignoro completamente cómo Rosalind se vio envuelta en el asunto y por qué el cristal de la espada está roto. Val se inclinó encima del escritorio, cogió la espada y la levantó para inspeccionar el cristal. Frunció las oscuras cejas con expresión perpleja. — Parece como si alguien hubiera robado la espada deliberadamente para arrancarle un fragmento con toda la precisión de un tallista de gemas. — ¿Por qué alguien haría eso? — No lo sé. Cuando encuentres al ladrón pregúntaselo. — Si lo encuentro.

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— ¿No tienes ninguna idea de quién puede ser? — preguntó Val. — No, estaba demasiado oscuro y yo demasiado bebido para cogerlo. Todo lo que sé es que debía de tener mi estatura y mi peso. Quizás un poco más alto. — ¿Como... como Rafe Mortmain? — preguntó Val dudando. Pero cuando Lance lo miró con expresión sombría, murmuró: — Lo siento. Luego Val volvió a dejar la espada encima del escritorio, y dijo: — Bien, quizá Rosalind sabe algo que pueda ayudar a identificar a ese hombre. Puedes preguntárselo mañana, cuando discutas con ella las disposiciones de la boda. Lance frunció el entrecejo, pensando que no había oído bien a su hermano, pero no era así. — ¿Qué boda? — preguntó con un tono siniestro. — La tuya con Rosalind. Durante un rato, Lance no pudo hacer otra cosa que mirar a Val en silencio, sin saber si soltar una carcajada o estrangular al soñador de su hermano. Meneó la cabeza con expresión incrédula. — Verdaderamente, eres incorregible, Valentine. Después de todo lo que ha sucedido, después de saber lo que opino de esa leyenda de la novia elegida, resulta que estás planeando mi boda... — Creí que estabas dispuesto a hacerlo tú mismo. Al fin y al cabo has traído a Rosalind al castillo Leger. Y la has metido en tu cama. — Estaba herida, ¿recuerdas? ¿Qué demonios crees que iba a hacer con ella? — Normalmente tratamos a los heridos en el aposento que hay junto a la cocina — le recordó Val. — ¿Ese sitio? Es... es demasiado pequeño y sombrío. No iba a ponerla encima de esa maldita mesa de roble. — Pero hay más camas en esta casa, aparte de la tuya. — ¡Diablos, Val! ¿Qué insinúas? ¿Cómo puedes pensar que traje aquí a Rosalind por motivos amorosos? Sólo quería que estuviera cómoda, mantenerla a salvo hasta que tú... tú pudieras... — Eso lo sé yo — dijo Val suavemente-. Pero quizá no lo sabe nadie más. — ¿Qué quieres decir? Val suspiró, y luego empezó a explicárselo como si se estuviera dirigiendo a un niño un poco duro de mollera. — Lance, todo el pueblo ha estado conteniendo el aliento, esperando a que cumplieras la leyenda del Buscador de novias cogiendo en tus brazos a Rosalind y llevándotela a tu lecho. Que es exactamente lo que has hecho.

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— ¡Porque la joven estaba herida, demonios! No creo que nadie sea capaz de imaginar que le he estado haciendo el amor a una mujer que tiene una bala incrustada en el hombro. ¿Qué clase de bastardo creen que soy? — Creen que eres un St. Leger. Un hombre cuyas pasiones son incontrolables cuando encuentra a una mujer especial destinada a ser su amor eterno. — Es absurdo — murmuró Lance. — Aunque no existiera la leyenda, está el problema de que te has llevado a casa a una dama sin el acompañamiento adecuado para ella. Estoy seguro de que ni siquiera se te ha ocurrido enviar a alguien a buscar a la doncella de Rosalind. — No, no lo he pensado. Disculpa si me he olvidado de las conveniencias mientras Rosalind se estaba desangrando. — Pues ahora vas a tener que pensar en ellas, Lance. Has puesto a lady Carlyon en una situación lo suficientemente comprometida para arruinar su reputación y su felicidad si permanece aquí sin casarse contigo. — Sería mucho peor si me casara con ella. Tiene que haber una solución menos drástica. — Lance se pasó la mano por los cabellos dejando escapar un suspiro de frustración, incapaz de creerse la situación en la que se encontraba. Apenas salía de un lío que podía haber acabado en un verdadero desastre, cuando ya se encontraba metido en otro. — En cuanto amaine la tormenta, enviaré a buscar a su doncella — anunció. — Con eso no bastará, Lance. — Entonces, mañana obligaré a Effie a que venga aquí y haga de acompañanta. ¿Eso te satisface? — ¿Y esta noche? — ¿Qué pasa con esta noche? — preguntó Lance con impaciencia-. La reputación de Rosalind puede sobrevivir una noche bajo nuestro tejado. Además, sólo unos cuantos criados saben que está aquí y creo que puedo ordenarles que guarden silencio. — No es eso a lo que me refiero, Lance. Alguien ha de quedarse con ella toda la noche por si le sube la fiebre. — Lo hará Sally. Es una chica inteligente. — Deberías hacerlo tú, Lance — dijo Val, tozudo. — ¿Yo? — inquirió Lance arqueando las cejas con expresión atónita ante la sugerencia de su hermano-. ¿Después de todo lo que me has dicho sobre su reputación? ¿Ahora quieres que me quede a solas con ella en mi dormitorio? —

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entrecerró los ojos con un gesto de recelo-. Cualquiera pensaría que quieres que comprometa a Rosalind para tener que casarme con ella. — Claro que no — negó Val acaloradamente, aunque desvió la mirada de la de Lance-. ¿Y si se despierta en mitad de la noche en un lugar extraño y encuentra a un desconocido a su lado? Después de todo lo que ha pasado, se asustará — añadió con un profundo suspiro-. Y se sentirá desesperadamente sola. Lance dirigió a su hermano una mirada sombría. Estaba seguro de que Val intentaba deliberadamente jugar con sus emociones respecto a Rosalind y eso le molestaba mucho. Sobre todo porque la táctica de su hermano estaba surtiendo efecto. La imagen de Val invocando el despertar de Rosalind en plena noche y sintiéndose perdida, sola, atemorizada, le afectó mucho más de lo que hubiera deseado admitir. — Rosalind no conoce a Sally ni a mí — insistió Val-. Al único que conoce es a ti, Lance. — Y me considera un diablo. Creo que preferiría a Satán que a mí. De hecho, sólo existe un hombre en todo Cornualles al que Rosalind le agradaría encontrar junto a su lecho, su querido héroe, Sir Lancelot... Lance iba a decir el nombre completo, pero por extraño que parezca no consiguió hacerlo. Después acabó con un tono suave y pensativo. — Sir Lancelot du Lac — murmuró, como si aquella idea le golpeara con más fuerza de lo que pudiera hacerlo uno de los rayos de la tormenta. Es posible que no se le hubiera ocurrido esa idea absurda si no estuviera un poco loco o un poco bebido. Meterle whisky a un estómago vacío nunca había sido una buena ocurrencia. Sin embargo, cuanto más pensaba en ella, menos absurda le parecía. Adoptar la personalidad de Sir Lancelot du Lac, interpretar al héroe por última vez, hacer que se sintiera segura y cómoda si se despertaba en mitad de la noche. De algún modo Lance consideró que se lo debía. Su desgraciada Dama del Lago ya se había visto involucrada en las leyendas de su familia y en la escapada de Lance con la espada. Iba a salir de Cornualles con una herida en el hombro. ¿Acaso tenía que apartarla de su lado también con el corazón destrozado y todas sus ilusiones románticas convertidas en ceniza? Ya le había quitado a Excalibur. Pero le devolvería a Sir Lancelot, para que conservara su recuerdo para siempre entre las páginas de sus libros sobre Camelot. Lance debió de dejar traslucir algunos de sus pensamientos porque Val se enderezó y lo miró con fijeza.

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— ¡No, Lance! — exclamó-. Me imagino lo que estás pensando y no sería una buena idea. — ¿Por qué no? — preguntó éste-. Me parece que es la solución perfecta. Puedo permanecer al lado de Rosalind sin comprometer su honor. Ninguna dama virtuosa se siente amenazada por un fantasma. — Pero para ti es peligroso. Quien posee un gran poder debe utilizarlo sabiamente. — Es curioso, viniendo de ti. Val se ruborizó. — Y no sólo eso. Porque engañar a Rosalind de este modo, mantener esta absurda pretensión, sólo puede hacer que las cosas empeoren más para ti. — Eso es imposible, ¿no crees? Como Val pretendía seguir insistiendo, Lance lo interrumpió y se puso de pie. — Estoy completamente decidido. ¿Vas a ayudarme o no? Val se lo quedó mirando un rato con los ojos nublados por el temor y la frustración. Pero luego lanzó un profundo suspiro de resignación. — ¿Qué quieres que haga? — Creí que era obvio — dijo Lance con una sonrisa seca-. Ven y ayúdame a buscar la maldita coraza.

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9 Rosalind se hundió en las almohadas, miró temerosa al otro lado de las cortinas del lecho donde la habitación se abría ante ella, un territorio oscuro y desconocido iluminado tan sólo por la luz intermitente de los relámpagos. Cuando el potente sonido de un trueno sacudió las ventanas, dio un respingo y se cubrió con las sábanas hasta la barbilla. Antes nunca había temido a las tormentas y, sin embargo, hasta el viento y la lluvia eran más violentos allí que los pacíficos aguaceros que regaban su jardín en Kent. Los truenos enfurecidos y los relámpagos acuchillaban el cielo y lo rasgaban con la grandeza impresionante que caracterizaba a esa tierra salvaje y a la formidable casa que colgaba encima de los acantilados. Mientras se encontraba en los brazos de Lance y éste la levantó para bajarla de la silla, tuvo una breve visión de aquel lugar espeluznante. En medio del dolor que padecía, atisbó brevemente, en medio de la noche, un edificio junto a las altas almenas y la torre del homenaje de un viejo castillo. Como si el tiempo allí se hubiera desdibujado y los siglos hubieran transcurrido hacia atrás con un parpadeo. El castillo Leger. El mismo nombre del lugar poseía un cierto misterio tenebroso y ahora ella era una prisionera dentro de sus paredes, encerrada a la fuerza por su debilitado estado. Durante un rato había estado dormitando, pero luego la tormenta la despertó por completo. El cordial que Val St. Leger le había obligado a beber debía contener un poco de láudano, porque las punzadas del hombro habían remitido. Pero sin el dolor que la distrajera, no tuvo otro remedio que mirar aquella oscuridad e inquietarse por su doncella, pensando en lo asustada que estaría Jenny cuando viera que su ama no volvía a la posada. La pobre muchacha no podría saber que Rosalind yacía en el último lugar del mundo donde hubiera deseado estar. En el lecho de Lance St. Leger. Cuando la tormenta iluminaba la habitación, veía la huella de su presencia por todas partes. El olor de ese hombre estaba adherido a las sábanas, un olor almizclado y perturbador, y muy masculino. Eso le producía una sensación de tal intimidad que era como si aquellas manos fuertes la hubieran acariciado por todo el cuerpo, pensó con un escalofrío. ¿Por qué insistió en llevarla allí en lugar de al pueblo, cuando ella le había rogado que lo hiciera? Le había dejado perfectamente claro que la siguió solamente para recuperar su espada, que hasta el hecho de que resultara herida no era más que un engorro para él.

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Recordó su voz furiosa y las cosas hirientes que le gritó. «Abra los ojos, pequeña tonta. No existe un lago mágico... No existe Excalibur.. . » Y cuando miró la espada llena de lodo, de pronto le pareció completamente vulgar a la luz de la luna y comprendió que él tenía razón. Pensar de otra manera sería absurdo... tan absurdo como que una mujer hecha y derecha no distinguiera la diferencia entre fantasía y realidad, o que no estuviera segura de que quisiera hacerlo. A pesar de todos los temores y ansiedades de la semana anterior, había sido extrañamente feliz, se había sentido más viva que nunca desde el fallecimiento de Arthur. Porque protegía aquella vieja espada y se creía que era una especie de cruzada para ayudar a Sir Lancelot du Lac. ¿Tenía la cabeza tan vacía y una vida tan estéril que se veía obligada a llenarla con esos sueños locos? Rosalind pensó que sí. Si no hubiera sido así, no le habría dolido tanto renunciar a sus románticas ilusiones acerca de Sir Lancelot. Pero le dolía. Porque sin ellas volvía a ser otra vez la misma joven que se había aventurado en Cornualles. Una viuda solitaria, y nada más. Ese pensamiento provocó que se le hiciera un nudo en la garganta y se agitara inquieta en la almohada. El movimiento hizo que la venda del hombro se le desplazara un poco y se quedó inmóvil. Llevaba puesto un largo camisón de noche de una de las doncellas de los St. Leger y Rosalind palpó debajo del corpiño hasta asegurarse de que la venda le cubría bien la herida. Le sorprendió que el movimiento no le produjera un espasmo doloroso. Como si sólo le hubieran sacado una astilla. Pero le habían sacado la bala que tenía incrustada en el hombro y, sin embargo, no sentía nada. Lance aseguraba que su hermano poseía el don de la sanación, pero eso era casi un milagro, y más aún porque no podía recordar exactamente lo que le había hecho Val St. Leger. Desde el momento en que se sentó junto a ella en el lecho y le cogió ambas manos, los recuerdos de Rosalind se confundían. Pensó que debió desmayarse y, sin embargo, sintió como si algo la arrastrara al sueño, como si un calor dorado se le fuera introduciendo en las venas lentamente e hiciera desaparecer la oscuridad de su dolor. Cuando abrió los ojos, ya había pasado todo, la bala ya no estaba incrustada en su hombro y aquel dolor insoportable había desaparecido. Vio que Lance y Val St. Leger estaban inclinados sobre ella con expresión grave. Aunque Val estaba pálido y ojeroso, toda la angustia parecía haberse hundido profundamente en los ojos de

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Lance... Ridículo, claro, sobre todo cuando en los ojos de Lance sólo había visto burla e impaciencia. Otro ejemplo de que su imaginación corría desbocada. Después de todo lo que había sucedido aquella noche, cabría pensar que finalmente habría aprendido la lección. Pero al parecer no lo había hecho. De otro modo no imaginaría que estaba viendo algo que se movía al otro lado de los postes de la cama. Se le aceleró el pulso y agarró con fuerza el cubrecama. ¿Dónde se habían metido los rayos cuando los necesitaba? Se preguntó desesperada. Mientras hacía un esfuerzo y se incorporaba apoyándose en el codo para observar la oscuridad. Se dijo a sí misma «no seas tonta». Porque allí no había nada, sólo la sombra que proyectaba el vestidor en el otro extremo de la habitación. Pero los vestidores, en general, no poseían la capacidad de cambiar de posición ni de acercarse. Hasta que alcanzó los pies de la cama no se dio cuenta que tenía la forma de un hombre. Alto y de anchas espaldas. Rosalind sintió el corazón en la garganta y por un momento pensó que era Lance que se estaba acercando al lecho, cosa que la alarmó y le provocó que la sangre le corriera por las venas con una extraña excitación. Entonces, cuando un rayo alumbró la habitación, la joven pudo ver que los oscuros cabellos sueltos, los angulosos rasgos del perfil eran de Lance, pero su actitud vacilante y la expresión triste pertenecían a otro hombre. Así como la brillante coraza que encajonaba sus poderosas formas. — ¿Milady? — dijo con aquella voz profunda que tanto había deseado oír desde hacía muchas noches-. ¿Estáis despierta? Rosalind emitió un sollozo de alegría que inmediatamente reprimió cuando se le despertó un desespero aún más profundo. Se hundió en la almohada con los ojos llenos de lágrimas. — Váyase — murmuró-. No es real. — Milady, os aseguro que lo soy — dijo-, Si no lo fuera, no me dolería el corazón al veros tan pálida y desamparada. Rosalind se tapó los oídos con las manos y cerró los ojos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Permaneció así durante un rato antes de atreverse a abrirlos de nuevo, desesperadamente segura de que él se habría ido. Pero seguía allí todavía, contemplándola con tal ternura que a la joven se le rompió el corazón. Cuando Rosalind trató de incorporarse para sentarse, él gritó con expresión de alarma:

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— No, milady. Debéis permanecer echada. Habéis recibido una herida muy grave. Rosalind lo ignoró y buscó a tientas la vela y la caja de yesca que habían dejado en la mesilla junto al lecho. — No es real. ¡No es real! — murmuró-. Sólo son imaginaciones mías. En cuanto encienda la vela, desaparecerá. — No, milady. Os aseguro... — la protesta murió en sus labios mientras ella forcejeaba con la yesca y el pedernal. Las manos le temblaban tanto que tardó en conseguir que saliera una chispa. Pero consiguió encender la mecha. Cuando la vela emitió un suave resplandor, la levantó para que la luz lo iluminara y observó la túnica negra de lana, la coraza que era la de un caballero de otros tiempos y aquel rostro de boca generosa con aquel gesto perpetuo de tristeza, mandíbula firme, nariz de gavilán, y ojos con un brillo de múltiples facetas oscuras, que poseía una belleza masculina intemporal. Rosalind alargó hacia él una mano temblorosa y él se inclinó hacia ella. La joven sintió el deseo de él de coger aquellos dedos y llevárselos a los labios. Pero cuando intentó cogerle la mano, los dedos pasaron a través de los de ella, se diluyeron entre los suyos, como si la carne hubiera desaparecido. No, no había carne, comprendió, sino espíritu. Eso es lo que era, todo su ardor, su pasión y valor, toda su pena, soledad y desespero se mezclaron con los de ella y se transformaron en una insoportable alegría y en un insoportable dolor. Rosalind se echó hacia atrás con un suave grito y estuvo a punto de dejar caer la vela que sujetaba con la otra mano. Luego consiguió poner encima de la mesilla el agarradero de hierro forjado y hundió el rostro en las manos mientras sollozaba y se estremecía. — Oh, Dios... estoy completamente loca. Casi pudo sentir las manos que le acariciaban los cabellos deseando consolarla, impotentes. — Milady, por favor, no lloréis. Os juro que tenéis la cabeza tan sana como la mía. — Eso es difícil de asegurar— dijo ella aspirando-. Porque yo estoy completamente engañada y usted... usted está muerto. — Sí, pero al menos puedo hacerme oír. Rosalind soltó una carcajada que rozaba la histeria. Hizo un gran esfuerzo para respirar profundamente y consiguió dominarse. Levantó la cabeza, se enjugó las lágrimas que le nublaban la vista mientras observaba aquel rostro hermoso, el

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rostro de un hombre que posiblemente no podía existir fuera de sus sueños. Seguramente eso es lo que le habría dicho Lance St. Leger, sin embargo... — Sigue aquí — dijo vacilante y sin dejar de observarlo. — Sí, milady, para vigilaros. Pero no quisiera ser la causa de vuestro desasosiego. Si así lo deseáis, me iré. Rosalind se lo quedó mirando, sabiendo que debía decirle lo que tenía que hacer. Que lo más juicioso era decirle que desapareciera de la habitación y de su cabeza para siempre. Como no decía nada, él hundió los hombros y se volvió lentamente mientras se alejaba de ella con expresión de tristeza. — ¡No! Espere — gritó Rosalind. — ¿Sí, milady? — volvió a acercarse, con los ojos tan anhelantes, en los labios una sonrisa tan esperanzada, que a Rosalind le llegó al corazón. Aunque fuera una locura, en ese instante comprendió que no deseaba curarse. — Por favor, no se vaya. — Me quedaré aquí toda la noche si eso es lo que deseáis. Sólo os pido una cosa. — ¿Qué es? — Que os sequéis los ojos y os echéis sobre las almohadas para descansar. No era una orden brusca como lo hubiera hecho Lance, sino un ruego gentil al que ella no se pudo resistir. Se enjugó rápidamente los ojos, se recostó en las almohadas y lanzó un profundo suspiro. Él la premió con otra de aquellas sonrisas que le llegaban al alma y a su vez, Rosalind le devolvió la sonrisa a Sir Lancelot. — ¿Dónde ha estado? — le preguntó entonces, sin poder reprimir una nota de reproche en la voz-. Le he estado esperando, noche tras noche, en la posada. Encontré esa vieja espada oculta debajo de una tabla del suelo del almacén y pensé que era la que estaba buscando, pensé que era Excalibur. — Lo sé milady — repuso él con tristeza. — ¿Lo sabía? — repitió ella, atónita-. ¿Entonces, por qué no vino? — Perdonadme, milady — se arrodilló junto al lecho y su rostro quedó a la altura del de ella, tan cerca que pudo ver toda la tristeza que expresaban sus ojos, todo el arrepentimiento grabado en su noble frente. Rosalind lo había perdonado antes de que él le diera explicaciones. — Hasta esta noche no he comprendido la verdad. Si hubiera sabido antes que corríais tan

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grave peligro, nada hubiera podido apartarme de vuestro lado. Aunque no sé lo que habría podido hacer para ayudaros. Sir Lancelot levantó una mano con un gesto de tristeza. — Soy un fantasma y ni siquiera puedo blandir una espada para defenderos. Sin embargo, habría entregado mi alma antes de permitir que alguien os hiciera daño. Fueron unas palabras conmovedoras y apasionadas, tan alejadas de los insultos y las maldiciones de Lance... — Me habría gustado que hubiera sido usted quien llegara montado en un caballo a rescatarme — dijo Rosalind con un suspiro-. Y no ese hombre terrible. — ¿Hombre terrible? — Sir Lancelot pareció confundido durante unos instantes-. ¿Os referís a Lance St. Leger? — ¿Lo conoce? — Íntimamente — respondió con una mueca. — Ya me lo imaginaba — Rosalind, en su agitación, se incorporó pero la detuvo una mirada de amonestación de Sir Lancelot y volvió a hundirse en las almohadas-. Su parecido con Lance St. Leger es sorprendente. Aunque no quisiera insultarle — se apresuró a añadir. — Estoy seguro de que no era vuestra intención, milady — murmuró Sir Lancelot con una extraña expresión en el rostro. Pero Rosalind continuaba intrigada. — Sin embargo, es muy raro para que sea sólo una mera coincidencia. Sé que existe alguna relación entre los dos. — Claro que existe. — Sir Lancelot se puso de pie lentamente y se alejó unos pasos, empezó a pasarse la mano por los cabellos y luego se detuvo. A veces olvidaba que era un fantasma, hecho que Rosalind encontraba conmovedor. — Lo cierto es... — vaciló como si fuera a hacer alguna dolorosa revelación-. Lo cierto es que Lance St. Leger y yo somos... — ¿Sí? — lo animó Rosalind, cuando vio que volvía a vacilar. — Lo cierto es que Lance St. Leger es... — añadió dirigiéndole a la joven una mirada indecisa-. Es mi descendiente. Rosalind presintió que eso no era todo lo que quería decir, pero tenía demasiada curiosidad para hacer hincapié en ello.

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— Su descendiente. Lo presumía — comentó-. Pero todas las leyendas que he leído son tan contradictorias. Hay quien asegura que murió sin descendencia mientras que otros dicen que Sir Galahad era hijo suyo. — Ah... sí. Era hijo mío. — Sin embargo, no recuerdo haber leído nada sobre su matrimonio. — Bien... mi hijo, se casó después de encontrar el Santo Grial. Conoció a una dulce y encantadora dama, adquirió un magnífico castillo y... y una de sus hijas contrajo matrimonio con un St. Leger. Supongo que no se relata en las leyendas porque... porque no es un asunto que se considere heroico. Bodas, hijos, pañales. — Pues a mí me parece hermoso — dijo ella con melancolía-. A menudo pienso que si al menos Arthur y yo hubiéramos tenido un hijo... Rosalind inclinó la cabeza avergonzada, aquello era demasiado íntimo para confiárselo a un hombre. Sin embargo, desde el principio sintió una familiaridad con Sir Lancelot que no sabía explicar. Como si no fuera un extraño, sino un amigo cercano y querido. — ¿No podíais concebir un hijo, milady? — preguntó él, en sus ojos un brillo de simpatía. — Lo ignoro — repuso ella con tristeza-. Nuestro matrimonio fue tan breve y estábamos tanto tiempo separados debido al trabajo de Arthur en el Parlamento. Deseábamos un hijo, lo planeamos, pero no vino y luego... luego el tiempo fue pasando. — Es lo que siempre ocurre con el tiempo. ¿Quién debería saberlo mejor que él?, pensó Rosalind con angustia. Su vida había acabado en la plenitud de su juventud. Miró aquellos ojos oscuros mientras se preguntaba qué otros sueños se habrían visto cercenados además de su trágico amor por Ginebra. Tales pensamientos los estaban hundiendo en la melancolía y Rosalind consideró la conveniencia de volver al tema anterior. — Estábamos hablando de sus descendientes — le recordó. — Oh, sí, los St. Leger — dijo, apartándose también él de los recuerdos que lo consumían-. Creo que me estabais diciendo lo mucho que os desagradaban. — Bueno, no me refería a Valentine St. Leger. Parece un hombre amable y gentil. Me gusta mucho más que su hermano. — A mí también — admitió Lancelot con una sonrisa de tristeza. — ¡Pero ese Lance St. Leger! — Rosalind apretó los labios porque no deseaba ofender a su amigo criticando a alguien que llevaba su mismo nombre, pero fue incapaz de reprimir su

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indignación-. Es arrogante y mortificante, tiene mal carácter y es autoritario. No respeta los deseos de una dama. Le rogué que me llevara a la posada, pero me trajo al castillo Leger y me metió en su cama. Y... y tengo un poco de miedo. — No tenéis que temer nada. Yo nunca... Estoy seguro de que él jamás os haría daño. — Me obligó a besarlo. Estoy a su merced. Y no estoy muy segura de que la tenga — añadió Rosalind con un hilo de voz. — ¡Por la sangre de Cristo, milady! Si perdiera la cabeza hasta el punto de amenazar de nuevo vuestra virtud, os juro que lo destrozaría. Los deseos de protección de Sir Lancelot eran tan impulsivos, que Rosalind se sintió halagada y temerosa al mismo tiempo. — ¡Oh, no! — gritó-. Por favor, no diga eso. El caballero la miró con una expresión a la vez de curiosidad y de extraña expectación. — Entonces ¿le gusta Lance? ¿Aunque sólo sea un poco? — ¡No! Sir Lancelot dio un respingo. Quizá su negación había sido demasiado vehemente, pensó Rosalind sintiéndose culpable. A pesar de los gritos de enfado de Lance, no pudo reprimir acordarse de otras cosas, como la suavidad con que la había subido a la silla de montar, o lo poderosos y seguros que eran los brazos que la rodeaban y que la sujetaban con fuerza contra él durante el largo y terrible camino de vuelta al castillo Leger. — Lance St. Leger me salvó la vida — concedió-. Pero estuvo horrible. Me gritó y me insultó. — Ah, estos jóvenes modernos — suspiró Sir Lancelot-. No saben cómo rescatar a una damisela atribulada. — No, no lo saben. Sin embargo, a pesar de la expresión de solemnidad de Sir Lancelot, Rosalind detectó un brillo burlón en los ojos que no pudo reprimir la risa. — Es una tontería ridícula — dijo con una risita-, quejarse del modo en que lo he hecho cuando un hombre te salva. Pero su infame descendiente podría haber sido un poco más galante. No para de lanzar juramentos. — Eso lo hace porque es un endemoniado... es un cobarde villano. El vigor con el que Sir Lancelot calificó el carácter de Lance debería de haber agradado a Rosalind, pero sin razón aparente, sintió el impulso ridículo de salir en su defensa.

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— Supongo que Lance tendrá alguna razón para estar enfadado conmigo — dijo-. Después de todo, lancé la espada de sus antepasados al lago. Miró a Sir Lancelot con expresión melancólica. — Era su espada, ¿no es cierto? ¿No era Excalibur? — Claro que no, milady. Y os ruego que me perdonéis, porque fui yo el culpable de que cometierais tal equivocación. Rosalind apoyó la mejilla en la almohada y lanzó un profundo suspiro. — No, la única culpable soy yo. Me temo que tengo demasiada imaginación. Pero Lance St. Leger me devolvió a la realidad rápidamente. No cree en Excalibur ni en el lago encantado. La joven dirigió a Sir Lancelot una sonrisa de disculpa. — Y me parece que ni siquiera cree en usted. — No lo dudo. No cree en ninguna de las leyendas de Camelot. — Ni siquiera cree en las leyendas de su familia— dijo Rosalind-. Es muy triste, ¿no le parece? — Desde luego — murmuró Sir Lancelot con una mueca de amargura en los labios. — Habría abandonado la espada en el lago si yo no lo hubiera obligado a ir a buscarla. Hasta me amenazó con lanzarme al agua si no dejaba de insistir. — Los hombres se comportan de manera extraña cuando tienen miedo, milady — — dijo Sir Lancelot con expresión grave. — ¿Miedo? ¿Lance St. Leger? ¿De qué podría tener miedo? No estaba herido. — De vos — repuso Sir Lancelot, mirando fijamente hacia las ventanas golpeadas por la lluvia. Vaciló antes de seguir-. Quizá... quizá temía perderos. — Yo no soy suya. A menos que crea usted también en esa leyenda de la novia elegida y que estoy destinada a Lance St. Leger — añadió agitada-. ¿Usted no cree en esas cosas, verdad? — Me temo que yo ya no tengo nada que ver con leyendas o amores, milady — dijo él lentamente-. Quizá la pregunta más importante es, ¿lo creéis vos? — ¡Oh! — Rosalind soltó una risita llena de turbación-. Normalmente estoy más que dispuesta a creer cualquier cosa. Pero me resulta tan imposible creer que podría enamorarme de Lance St. Leger. Aunque... La joven calló, horrorizada, por lo que había estado a punto de confesar. Pero los ojos de Sir Lancelot expresaron que había comprendido perfectamente, como el hombre de mundo que había sido: pasión, tentación, los deseos de la carne. — ¿Aunque qué, milady? — insistió.

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— Cuando Lance me obligó a besarlo — dijo ella con las mejillas ardiendo-, yo..., yo no me quedé indiferente. En los labios de Sir Lancelot apareció una extraña sonrisa. — He oído que besar es una de las cosas que ese granuja hace muy bien. No sorprende que consiguiera azoraros. — Fue más que eso. Me invadió un deseo tan poderoso que llegué a no confiar en mí. Por un instante sentí que habría podido ser suya si me lo hubiera pedido. ¿No lo considera inmoral? Sir Lancelot la miró con aquella extraña y enervante intensidad. — No, milady — dijo advirtiendo que ella se había dado cuenta-. Cualquiera que sean los pensamientos inmorales que estén presentes en esta casa, os aseguro que no son los vuestros. Quizá — añadió con un profundo suspiro— sería más atinado que no confiarais tanto en mí. — ¿Por qué no? Confío por completo — dijo tímidamente-. ¿Acaso no sois mi amigo? — ¿Soy acreedor de tal honor? — Claro que sí. Ni se me ocurriría pensar que se va a ir directo a Lance St. Leger a traicionar mis confidencias. No haría eso, ¿verdad? — No — contestó, pero frunció el entrecejo y Rosalind pensó que, como era habitual, había sido demasiado impulsiva. Esperaba demasiado de su reciente amistad, se había desahogado con él y quizá hasta le había disgustado su comportamiento, tan impropio de una dama. Lo miró con expresión ansiosa y se sintió mortificada. Sin embargo, cuando él volvió a acercarse al lecho, comprobó aliviada que en sus ojos había más ternura y gentileza que antes. — Ahora deberíais procurar descansar, milady — dijo-. Habéis pasado por una terrible prueba. — Pero si me duermo, usted... usted... — vaciló mordiéndose el labio inferior, pero él comprendió enseguida los temores de la joven. — Me quedaré aquí — dijo-. ¿No os he jurado que me quedaría despierto vigilando toda la noche? ¿Y al día siguiente? Pero Rosalind no quiso echar a perder ese instante haciéndole esa pregunta. Procuró consolarse pensando que ya era bastante que él se quedara con ella ahora. Hasta la tormenta pareció remitir con su llegada, porque la lluvia ya no golpeaba las ventanas con tanta fuerza. Se sentó en el borde del lecho y el colchón ni siquiera se hundió bajo su peso fantasmal. Era un hombre de aspecto formidable, con anchas espaldas, miembros nervudos y, sin embargo, ella no sentía en absoluto

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esas palpitaciones que le provocaba la visión de Lance, esa sensación incontrolable de su presencia física. — ¿No os asusta, entonces, compartir el dormitorio con un fantasma? — preguntó Sir Lancelot. — En absoluto. Me siento completamente a salvo. Comprendió por qué él la miraba con aquella expresión de tristeza y se esforzó por sonreírle. No podía tocarla, debía contentarse con apoyar los dedos cerca de los de ella encima del cubrecama, su mano fuerte y bronceada en marcado contraste con la de ella, mucho menor. — Y ahora, deberíais procurar dormir, milady. — Pero si no estoy cansada — lijo Rosalind, aunque se encontraba exhausta. Además, si cerraba los ojos y se dormía, se despertaría a la mañana siguiente y el fantasma galante se habría marchado-. Hábleme, por favor — le rogó. — ¿De qué? — De cualquier cosa. Hábleme de su vida en Camelot. — Eh... bien... — Sir Lancelot parecía muy desconcertado. Quizá temía que a ella le interesaran los aspectos más dolorosos de su pasado, el desdichado asunto con Ginebra. Y Rosalind se apresuró a tranquilizarlo. — Me refiero a que podría hablarme de sus gloriosas hazañas. — ¿Mis gloriosas hazañas? — inquirió con expresión de dolor-. Me temo que no tengo muchas de las que ufanarme, milady. El gran caballero que se había sentado en la Tabla Redonda del rey Arturo, que había entrado en la leyenda por sus gestas de valor y habilidad con las armas, ¿creía que no tenía nada que contar? Le conmovió la humildad de Lancelot, pero insistió con energía. — Oh, por favor, ¿y sus gestas, y sus batallas? Si sólo la mitad de las historias que se han escrito sobre usted son ciertas, es el hombre más valiente que ha existido. Lancelot meneó la cabeza con desaprobación. — Cualquier mentecato con fuerza suficiente y poco cerebro puede atacar y dar tajos con una espada. La auténtica bravura que yo jamás he tenido una vez finalizada la batalla, es la que se necesita cuando el humo se ha desvanecido. Los ojos de Lancelot se oscurecieron con alguna visión interior, no de gloria sino de algo que lo dejaba inmensamente triste.

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— Luego las mujeres iban a buscar a sus muertos, a sus maridos, a sus hijos, a sus hermanos. Lavaban sus heridas y los preparaban para ser enterrados. Soportaban su dolor y se jugaban la vida. Mujeres valientes... como vos. — ¿Cómo yo? — Sí, vos sois la mujer más hermosa y valiente que he conocido. Sus palabras y la mirada de fervor con la que las acompañó hicieron que Rosalind se quedara sin aliento. Fue doloroso tener que desilusionarlo. — Oh, no — dijo-. Siempre he sido más bien tímida, no... no he sido nunca valiente. Tengo tanto miedo de... de... — ¿De qué, milady? — preguntó él cuando ella vaciló. — De morir — murmuró-. He tenido miedo de morir desde que perdí a mi marido, desde que tuve que dormir en el lecho de luto. — ¿El qué? — Es una costumbre de la familia de mi difunto marido. Después de la muerte de Arthur, sus tías solteras, Clothilde y Miranda, me prepararon un lecho especial. Las colgaduras estaban revestidas con crespones y las sábanas y las fundas de las almohadas eran negras. — ¡Dios santo! — Desde luego, yo deseaba honrar la memoria de Arthur. Era un hombre bueno y noble, pero me sentía como si estuviera descansando en una tumba. Como si mi vida hubiera acabado también. Durante muchas noches yací despierta como una niña llena de miedo, sollozando hundida en la almohada. — Dios mío — exclamó Sir Lancelot con pasión-. Yo nunca lo habría permitido. Habría deseado estar allí, con vos. — Yo también lo habría deseado. Cuando estoy en su compañía, no siento temor por nada. Ni siquiera a la muerte. No me parece algo tan terrible reunirme con usted al otro lado. — ¡No, milady! No os permito que volváis a decirlo otra vez. — Supongo que no le agradaría tener que cargar conmigo durante toda la eternidad — quiso dar un tono ligero a sus palabras, casi burlón, pero no debió conseguirlo porque en los ojos de Lancelot apareció una expresión atormentada. — Lo que deseo es... es... — se alzó bruscamente del lecho-. Oh, Dios, Rosalind — dijo con una voz agónica que en nada se parecía a la suya-, ¿por qué... por qué no dejasteis la espada en su lugar cuando la encontrasteis? ¿Por qué no volvisteis a vuestro hogar? — No lo sé — repuso ella con la voz quebrada-. Quizá porque no quiero volver a mi hogar nunca más.

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— Seguramente tendréis la casa en la que vivisteis con vuestro marido. — No, todas las posesiones las heredó un primo lejano. — ¡Qué! ¿Queréis decir que no heredasteis nada? ¿Ni siquiera una renta por viudedad? ¿Al menos un capital para manteneros, bien invertido en unos fondos? Rosalind se lo quedó mirando boquiabierta. Para ser un fantasma, Sir Lancelot poseía una sorprendente mente para los negocios, mucho más que su marido, tan idealista. — No, no heredé nada de eso — dijo-. Arthur siempre hablaba de crear un negocio para mí, pero nunca se decidió a alterar su testamento. — ¿No lo alteró Algo en el tono de voz de Sir Lancelot hizo que Rosalind se pusiera a la defensiva. — Mi marido estaba ocupado en una noble causa— dijo con orgullo-. Era reformista, se dedicaba a mejorar las condiciones de los pobres. — ¿Cómo hizo con su esposa? — el comentario cáustico sonó como si lo hubiera dicho el propio Lance St. Leger-. Perdonadme, milady — se apresuró a decir Sir Lancelot cuando observó la mirada sorprendida que le dirigió Rosalind-. No era mi deseo menospreciar a vuestro marido. Si mi ardor me ha traicionado es sólo porque me preocupo por vos. A Rosalind esas palabras la conmovieron profundamente, pero no podía permitir que pensara que Arthur la había dejado abandonada, porque era demasiado doloroso para ella creerlo así. — No me dejó desamparada. Tengo una pequeña renta que heredé de mis padres, unas cincuenta libras al año — dijo-. Y las tías de Arthur son muy generosas al permitirme vivir con ellas. Aunque... — puso una expresión muy seria-, no estoy segura de que Miranda y Clothilde quieran acogerme de nuevo. — ¿Y por qué no? — Las tías de Arthur nunca me han querido. Siempre me han considerado un poco ligera de cascos, y este último desastre prueba que tenían razón. Si se enteran de que me encuentro en este lecho en lugar de visitando a la prima Dora, como tenía pensado hacer, me echarán a la calle junto con mis libros de leyendas. Intentó sonreír, pero observó que Sir Lancelot tenía el entrecejo fruncido. — No, milady — protestó-. Me resulta difícil creer que hasta las damas de corazón más duro os traten de ese modo. — Lo harían y yo no las culparía. Es posible que haya sido la causa de un terrible escándalo y haya mancillado el nombre de los Carlyon. Sir Lancelot

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murmuró algo en voz baja. Si no se hubiera tratado de su héroe caballeresco, Rosalind habría pensado que era una descripción muy poco galante de sus tías. Empezó a caminar furioso y tan enfadado, que Rosalind se arrepintió de habérselo contado. Su noble fantasma ya tenía bastantes cosas que lo atormentaban: sus amargos recuerdos y los pecados por los que lo habían condenado a vagar durante toda la eternidad. No podía permitir que añadiera sus problemas a la carga que ya estaba obligado a llevar. — Aunque las tías de Arthur me echen — dijo ella procurando tranquilizarle-, ya sé lo que haré. Muchas veces he pensado en establecerme sola. Sir Lancelot detuvo un momento sus pasos para mirarla con un asomo de impaciencia. — ¿Con cincuenta libras al año, milady? — Podría alquilar una casita pequeña si soy muy austera. Y... y dedicarme a coser. Soy muy hábil con la aguja. Sir Lancelot parecía enfadado, pero se horrorizó ante la mera sugerencia de Rosalind. — Es lo que hacen las viudas con pocos bienes, ¿no es cierto? — preguntó-. Es una actividad que se considera respetable. — Respetable, quizá, ¡pero qué infierno de vida! — dijo Lancelot, luego se echó atrás inmediatamente-. Perdonadme, milady, pero no sabéis de lo que habláis — añadió-. Seríais apartada inmediatamente de la sociedad honorable. Nadie os invitaría a fiestas, a banquetes, a bailes. — Ahora no me apetecen las fiestas. — Pero deberíais asistir. Sois demasiado joven para seguir sola. — Sigo teniendo mis libros — dijo dirigiéndole una sonrisa encantadora-. Y mis leyendas. Pero sus palabras, en lugar de tranquilizarlo, parecieron preocuparlo aún más. Sir Lancelot se la quedó mirando con los labios apretados y una expresión de... culpa en los ojos. Pero ¿por qué Sir Lancelot tendría que sentirse culpable con relación a ella? — No existe razón alguna para que toméis una decisión tan drástica esta noche— murmuró él, antes de que ella pudiera hablar, mientras le ocultaba los ojos bajando los párpados-. Debéis dormir. Tenéis el aspecto de estar muy cansada. Rosalind fue incapaz de negarlo. Al parecer el cansancio la había vencido finalmente. Quizá fue toda esa conversación acerca de su futuro lo que había ensombrecido hasta a una personalidad tan optimista como la suya.

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Se arrebujó bajo las mantas, pero antes de cerrar los ojos dirigió una última mirada a Sir Lancelot. Le pareció que estaba distraído y no pudo evitar recordarle su promesa. — ¿Se quedará aquí conmigo toda la noche? — Claro, milady — la expresión sombría de sus ojos fue reemplazada por otra extremadamente tierna-. Me quedaré aquí durante todas las noches que deseéis. Rosalind abrió unos ojos llenos de asombro. — Es una promesa muy temeraria — le advirtió-. Desearía que os quedarais varias noches, aunque por mi parte sería muy egoísta. Procuraré que no tenga que hacerlo, os liberaré. Por esta razón he ido al lago esta noche. »La espada, ¿recuerda? — añadió ella cuando vio la expresión confundida de Sir Lancelot-. Me dijo que si la devolvía al fondo del lago, finalmente encontraría la paz. — Suelo decir estupideces, milady, a veces creo que debería cortarme la lengua. — Entonces, si la espada hubiera sido Excalibur y la hubiera devuelto al lago encantado, ¿no le habría ayudado? — No, milady, he perdido toda esperanza de redención a menos... — ¿A menos qué? — A menos que un día, en lugar de intentar robarle la mujer a otro hombre, encuentre un amor que sólo sea mío. Algo completamente imposible, me temo. La miró con una sonrisa anhelante que era a la vez conmovedora e insoportable y que encontró eco en el corazón de Rosalind. Como si ella también estuviera buscando un imposible, alargó los dedos hacia él. Sir Lancelot vaciló, pero luego también alargó los suyos hacia ella, hasta que su mano reposó sobre la de la joven; la palma contra la palma en medio de un brillo de luz sobrenatural, como si durante un instante fugaz, pudieran tocarse el uno al otro, pero no la carne con la carne, sino como si un alma se uniera a la otra con una extraña sensación de paz, calor y completa felicidad. Al instante, Sir Lancelot se echó hacia atrás y ordenó a Rosalind que descansara. La joven cerró los ojos obedientemente, pero cuando estaba a punto de dormirse, la voz de Lancelot la volvió a desvelar. — Milady, podríais hacerme un gran favor. — Cualquier cosa — murmuró ella con voz somnolienta. — ¿Podríais... podríais darle a Lance St. Leger otra oportunidad? Aquella petición la sorprendió tanto que volvió a abrir los ojos. — ¿Otra oportunidad para qué?

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— Para enmendar su comportamiento. Corregir las equivocaciones que ha cometido con vos. — ¿Y usted cree que ese granuja estará dispuesto a hacerlo? — Creo que sí. Quizá no es tan malo como creemos. Al menos escuchadlo, permitidle que lo intente. Rosalind hundió la cabeza en la almohada, confundida por lo que acababa de decirle Sir Lancelot. Pero como no podía negarle nada, se lo prometió con un murmullo somnoliento, aunque apenas fue consciente de lo que acababa de prometerle. Volvió a cerrar los ojos y el último pensamiento fue que el futuro no iba a ser tan sombrío. Estaba completamente segura de que no iba a volver con sus tías a Kent. Miranda y Clothilde no la querrían de nuevo con ellas porque había cometido una locura imperdonable. Entregar su corazón a un fantasma. Mucho después de que Rosalind se hubiera dormido, el fantasma de Sir Lancelot du Lac siguió junto a su lecho; una silueta bizarra de otra época con cota de malla y túnica negra, que cuando la miraba lo hacía con los ojos preocupados de Lance St. Leger. ¿Por qué esa mujer tenía que ser tan dulce y vulnerable? Reflexionaba Lance con expresión lóbrega. Rosalind agarraba la almohada como si estuviera abrazando a un amante, con los dorados cabellos sueltos sobre los hombros, las mejillas suavemente rosadas como si estuviera sumergida en los sueños más dichosos. Sin duda soñaba con Camelot y sus caballeros de brillante armadura. Lance exhaló un profundo suspiro. Valentine, como siempre, tenía razón. No debía haber continuado con es ridícula mascarada, ya que le había llevado a una relación con Rosalind mucho más profunda de lo que nunca habría imaginado. ¿Qué locura le había obligado a prometerle que Sir Lancelot volvería a su lado todas las noches que fuera necesario? La joven se lo había creído, confiaba en él por completo. Pensaba que era su amigo, le había confiado cosas que él no quería saber. Sobre todo aquella sorprendente confesión: «... Apenas pude dominarme con Lance St. Leger. Por un instante sentí que habría accedido a todo lo que me hubiera pedido.» Era peligroso admitir aquello a cualquier hombre y más aún a uno como él. Lance nunca había sido reputado por su abnegación. Podía dar gracias que en ese momento era sólo espíritu, no tenía carne. Pero cuando llegara la mañana... Contempló con ojos llenos de deseo cómo se enroscaba en la cama, completamente inconsciente de la tentación que le estaba provocando. En cuanto se

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hubiera recuperado lo suficiente para salir, lo mejor que podría hacer sería enviarla fuera de allí. Pero ¿enviarla adónde? Lance era incapaz de lanzarla a la aventura, permitir que fuera echada a la calle por aquellas dos viejas brujas y que se viera obligada a salir adelante sin ayuda... El solo hecho de pensarlo hacía que se le helara la sangre. La soñadora Rosalind no tenía ni idea de la clase de destino que le esperaba a una mujer sin protección, sobre todo a una que llevara la marca de «echada a perder». Cualquier cosa, desde los trabajos más penosos de la llamada pobreza vergonzante hasta la completa degradación de verse obligada a la prostitución para poder sobrevivir. Y aunque consiguiera salvar su reputación, ¿acaso sería mejor el destino que la esperaba? Volver a una existencia deprimente durmiendo en lechos con sábanas negras y vivir amedrentada por dos amargadas arpías. Sintió que la rabia lo sofocaba contra ese lord Carlyon, un idiota idealista que quería salvar el mundo, pero con muy poco cerebro para proteger a su esposa. Pero aunque su querido Arthur no había sabido ocuparse de ella, no entendía por qué él se sentía responsable, de alguna manera, de cuidarla. Pero tenía que hacerlo. Se inclinó sobre el lecho y la contempló con tierna exasperación. Una dama que poseía más valor y entusiasmo que sentido común. Una dama que no importaba lo frío y desapacible que fuera el mundo que la rodeaba, siempre encontraría el modo de creer en los sueños y amar las leyendas. Precisamente como Val, se dijo Lance con cierto estupor. ¿Sería por eso que se sentía impelido a protegerla? ¿Era el mismo sentimiento que siempre había experimentado hacia su hermano gemelo? No le importaba que las ensoñaciones de su hermano lo irritaran, no quería que Val cambiara y se envenenara con la desilusión que a él lo ensombrecía. Ahora sentía exactamente lo mismo por Rosalind. Quizás había sido esa la verdadera razón por la que se la había llevado al castillo Leger: el impulso instintivo de un hombre cuando encuentra algo muy preciado y se lo lleva a un lugar que sabe que estará a salvo. A su propia casa, tras las paredes de su castillo. Lance habría jurado que unos impulsos tan nobles no formaban parte en absoluto de su personalidad. Y eso era, quizá, lo más peligroso de Rosalind Carlyon. Que siempre estaba buscando un héroe y Lance dudaba que él lograra ser nunca lo que ella deseaba. Ahora bien, hacía que un hombre deseara intentarlo.

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— Esta noche te has convertido en mi Dama del Lago — murmuró-. Cuando me has devuelto la espada. Se preguntó entonces si su inocente hechicera sería o no capaz de devolverle también otras cosas. El honor perdido, el amor perdido, los sueños perdidos. Qué pensamientos más descabellados, se reprochó a sí mismo, porque no cambiaban las cosas. Ya había llegado a la triste conclusión que además de los peligros, las decepciones y las heridas que por su culpa había sufrido Rosalind, estaba obligado a infligirle algo más, quizá lo peor de todo. Iba a tener que obligarla a casarse con él. Una decisión asombrosa que debería confundirlo bastante. Sin embargo, en cuanto hizo acto de presencia en su mente, Lance se sintió en paz. Se sentó en una silla a esperar el primer anuncio del amanecer y, por primera vez en su vida, su espíritu inquieto no hizo otra cosa que vigilar el sueño de su dama.

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10 Rosalind se despertó tarde a la mañana siguiente con la luz del sol y una extraña sensación de bienestar para una mujer a la que habían disparado la noche anterior. Habían tratado por todos los medios que se encontrara cómoda, le habían traído de la posada todas sus pertenencias y también a su doncella Jenny y todo el mundo en el castillo Leger estaba dispuesto a satisfacer cualquier deseo suyo, desde llevarle libros de la biblioteca hasta prepararle delicados bocados para despertarle el apetito. Cuando Val St. Leger le quitó la venda que le cubría la herida, el joven manifestó complacido lo bien que estaba progresando, pero le advirtió que se quedara todo el día en la cama. Rosalind aceptó dócilmente sus amables órdenes y al tiempo pensó que él también podría haber aprovechado para descansar, porque al pobre se le veía muy cansado y pálido. En cuanto hubo abandonado la habitación, Rosalind apartó las mantas y aunque sintió un pinchazo en el hombro, consiguió poner las piernas en el borde de la cama y agacharse a recoger el chal de muselina. Se cubrió el camisón con la prenda de luto y se esforzó por ponerse de pie. Quería acercarse a la ventana y, una vez allí, se vio obligada a sentarse en un sillón, aunque se inclinó hacia delante decidida a ver dónde se encontraba. ¿Y qué esperaba encontrar? ¿El muro de un castillo con picas en la parte superior? ¿Un foso de defensa lleno de serpientes gigantes? Sin embargo, a la luz del día el castillo Leger no parecía un lugar tan espantoso. De hecho, las vistas desde la habitación de Lance eran impresionantes. La tierra se extendía ante ella y se perdía en la distancia hasta llegar al acantilado sobre el brumoso mar azul. Justo debajo había un precioso jardín silvestre, con frondosos rododendros de flores rosadas, prímulas, campanillas, margaritas y dedaleras. Solamente una cosa estropeaba la deliciosa escena: que nunca podría explorar el jardín con la única persona que deseaba tener a su lado. Por lo menos no podría hacerlo a la luz del sol. Miró con expresión preocupada el cielo azul mientras se preguntaba qué hora sería y cuánto tardaría en ponerse el sol. ¿Volvería Sir Lancelot al atardecer? Lo había prometido y no era la clase de hombre... o de espíritu que rompe su palabra. Rosalind sintió que se le aceleraba el pulso. ¿Era eso semejante a estar enamorada? La incapacidad de pensar en nada más, ese incontenible deseo de

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volver a ver el rostro amado... tan diferente del delicado afecto que había sentido por su marido. Durante unos instantes se sentía transportada de pura alegría y, poco después, caía en la más profunda desolación. Pero ella tenía más razones que la mayoría de los enamorados para desesperar. ¿Existía algo más desesperante que enamorarse de un hombre que nunca podría ser más que un sueño obsesivo en la oscuridad? Y ni siquiera estaba segura de ser correspondida. ¿Quién era ella para suponer que podría ganar el corazón de uno de los héroes más grandes que habían existido? Un hombre que había enamorado a una reina de tal encanto y belleza que por ella había sacrificado su honor y su alma inmortal. ¿Quién era Rosalind Carlyon para competir con el recuerdo de Ginebra? Nadie. Solamente una viuda apocada con una nariz chata y pecas en la cara. Sin embargo, si Sir Lancelot aceptaba su amistad, ya sería suficiente. Ya no podría volver dócilmente a la vida deprimente que había llevado desde el fallecimiento de Arthur. Su caballero de brillante armadura no podía aparecer bajo el techo de Miranda y Clothilde Carlyon. La casa de esas dos solteronas no era adecuada para citas a medianoche con cualquier hombre, ni aunque se tratara de un fantasma de varios siglos de antigüedad. Lancelot pertenecía a Cornualles, a sus riscos y a sus costas batidas por el viento donde una vez el caballero había montado su corcel y protagonizado atrevidas acciones al servicio de su rey. Y era en Cornualles donde Rosalind deseaba quedarse para estar cerca de él. Y no importaba cuál fuera el precio que tuviera que pagar. Siguió dándole vueltas a estos pensamientos, y preguntándose cuánto debía quedarle de su herencia, cuando de pronto, fue interrumpida por unos golpecitos en la puerta. La puerta se abrió antes de que pudiera responder y no pudo evitar ponerse rígida cuando vio de quién se trataba. Era Lance St. Leger, con su aspecto viril, las botas brillantes, los pantalones como una segunda piel y el chaleco a rayas de seda. No llevaba corbata y la camisa blanca de seda estaba abierta a la altura del cuello revelando una piel dorada por el sol. — ¿Puedo pasar? — preguntó desde el umbral de la puerta. — Bien, yo... yo — tartamudeó Rosalind.

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Durante toda la mañana había estado presintiendo otro encuentro con aquel hombre y temiéndolo. Sin duda era por eso por lo que el corazón le latía con fuerza. Intentó alisarse sus desordenados cabellos. — Prometo que no he venido a molestarla — dijo con una de sus más encantadoras sonrisas-. Venía de los establos y he visto que estaba mirando el jardín; he pensado que le gustaría esto. Sacó el brazo de detrás de la espalda y apareció un ramo de flores. ¿Un ramo de flores? No, más bien parecía que hubiera querido llevarle todo el jardín. Su mano, que era grande, apenas podía abarcar aquella hermosa mezcla de colores: vibrantes rododendros aplastados contra brezos púrpura, lirios y prímulas. Mientras atravesaba la habitación, dejó un rastro de pétalos revoloteando a su paso. Sin decir una palabra, se lo quedó mirando atónita. — Aquí está — dijo él entregándole el ramo-. Me temo que no es un ramo muy elegante, pero no estoy habituado a coger flores para las damas. — No me lo creo — murmuró Rosalind. — Es cierto. Se lo encargo a un criado y él lo lleva a la dama, con una tarjeta mía, desde luego, llena de palabras seductoras. Rosalind se había inclinado para coger el ramo, pero de repente, se detuvo alarmada. — No se asuste — dijo él arrastrando las palabras y con un brillo burlón en los ojos-. Esta mañana no tenía tarjetas. Puso el ramo en las manos de ella. Rosalind lo cogió y se lo acercó, aspirando profundamente, mientras se mezclaban los dulces aromas familiares que tanto la reconfortaban, con los libros de leyendas, el recuerdo de la sonrisa de su padre y las suaves caricias de su madre. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y parpadeó para reprimirlas. — Gracias — dijo. — Bienvenida a esta casa — contestó él gravemente. Debió de ser algo casual en él, no podía saber lo que las flores significaban para ella y, sin embargo, en los ojos de Lance St. Leger había aparecido una extraña expresión de dulzura que suavizó los rasgos arrogantes de su rostro. Rosalind recordó de pronto algo que la noche anterior le había dicho Sir Lancelot. «Quizás el bribón no es tan malo como creemos.»

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Rosalind contempló las flores mientras consideraba aquella posibilidad. Mientras lo hacía, escuchó un ligero chasquido. Cuando levantó la vista, vio que Lance había aprovechado su distracción para cerrar la puerta. Sintió un sobresalto y volvió a dominarla la desconfianza hacia aquel hombre, por lo que al acercársele, se puso rígida. — No se asuste — dijo él con esa voz seductora que ella encontraba tan reconfortante-. Tengo que decirle algo en privado y no me gustaría que nos interrumpieran hasta haber acabado. ¿Acabado qué? Rosalind dejó caer las flores en el regazo y se arrebujó en el chal mientras intentaba ocultar los pies desnudos. Podía recibir a Sir Lancelot en camisón sin ningún problema, pero la simple proximidad de Lance la hacía ser consciente de que tenía el cuerpo desnudo cubierto tan sólo por esa tela fina; Además, había una cama demasiado cerca. — Al menos mi doncella debería estar presente — dijo vacilante-. No es muy apropiado. — Creo que es un poco tarde para preocuparse de lo que es apropiado, ¿no le parece? — Demasiado tarde para usted, quizá, pero yo... — Rosalind, por favor. Yo sólo quiero hablar con usted. Sólo será un momento. No quisiera presionarla, pero el asunto es muy urgente. Rosalind se enderezó incómoda en la silla, incapaz de imaginar qué podría decirle Lance que ella debiera escuchar. Otra regañina, quizás, acerca de las locuras que había cometido la noche anterior, o alguna de sus infames burlas. Sin embargo, no tenía la actitud del hombre que va a coquetear o que está preparando una diatriba. Tenía una actitud sumisa... y determinada. Como Rosalind conocía la persistencia de Lance, no vio el modo de liberarse de él a no ser que simulara un espasmo de dolor y lo obligara a salir en busca de su hermano. Se sentía tan incómoda a su lado que ya estaba a punto de comenzar a fingir, cuando le vino a la memoria la voz de Sir Lancelot murmurándole: «Si pudierais darle otra oportunidad a Lance St. Leger, milady... para enmendarse. Si os dignarais a escucharle.» Rosalind se agitó mientras recordaba la promesa que había hecho medio dormida. «Haré todo lo que me pida...»

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Al recordarlo, lanzó un profundo suspiro. Desgraciadamente, Lance pareció tomarlo como una señal de asentimiento, se acercó a la ventana se apoyó en ella con una postura negligente: el retrato del bribón haragán. Ella se quedó mirando fijamente los pies embutidos en las botas, y le sorprendió observar que tenía un tallo de hierba adherido a la rodilla de sus inmaculados pantalones, que seguramente se quedó ahí cuando se había agachado a coger las flores del jardín. Un mínimo fallo en su perfecta apariencia pero que tuvo el curioso efecto de transformarlo en un personaje menos peligroso. La joven se relajó un poco. — ¿De qué desea hablarme, señor? — preguntó con voz tranquila-. Si tiene algo que ver con lo que sucedió anoche, me temo que tengo poco que decir. Desgraciadamente, no sé nada del ladrón que le robó la espada. No poseo ninguna información que pueda ayudarlo a atrapar... — Ya lo sé — la interrumpió él-. Valentine ya me lo ha dicho. Dice que le preguntó acerca del hombre que la había atacado y que igual que yo, ignora su identidad. — Lo siento — dijo ella meneando la cabeza y contemplando la cascada de flores que tenía esparcidas en el regazo. — No hay razón para que lo sienta, querida. — Sí, sí que la hay — para no volver a arreglarse los cabellos con las manos, Rosalind se entretuvo en separar las flores y disponerlas en un ramillete-. Cuando me estaba cambiando el vendaje, Val me preguntó si me había dado cuenta de que había saltado un trozo de cristal de la espada y yo... no estoy segura. Supongo que debió suceder cuando lancé la espada al lago. Y lo siento mucho más de lo que se pueda imaginar — acabó diciendo con tristeza. — Oh, olvídese de esa estúpida espada — dijo él con un asomo de impaciencia-. No es importante. — Pero su hermano dice que la espada forma parte de la leyenda de la familia. Se supone que tiene que entregársela a la dama de la que se enamore. — Val tiene la costumbre de hablar demasiado. Por lo que sé, la maldita espada sólo ha traído problemas. En parte es responsable del desastre de anoche y tiene la culpa de todo lo demás. Sin embargo — añadió suavizando la voz-, no se preocupe por nada. Es lo que deseaba decirle. Ya he empezado a disponerlo todo. — ¿Disponerlo todo? — Rosalind se quedó con la margarita que iba a poner entre dos campanillas en la mano y se lo quedó mirando con desconcierto.

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— Sí, esta mañana he mandado llamar al vicario y a mi abogado para consultarle acerca del testamento. ¿El testamento? Aquella palabra fue suficiente para que a Rosalind le recorriera un escalofrío por la espalda. — No me voy a morir — dijo-. Su hermano me ha dicho que me estoy recuperando muy bien. — Claro que sí, preciosa — Lance le dirigió una sonrisa extrañamente tierna-. El testamento es para mí. Rosalind enrojeció ante la inesperada palabra cariñosa. — ¿Acaso es usted el que se va a morir? — Confío que no, a menos que usted decida asesinarme en mi lecho. Siempre hay que estar preparado, sin embargo. Rosalind arrancó una hoja marchita de una de las prímulas mientras fruncía el entrecejo. No supo si se debía al fuerte aroma de las flores o a que la brisa del verano había despeinado algunos mechones de cabellos sobre la frente de Lance, pero empezaba a tener serias dificultades para seguir la conversación. Y su malestar no hizo más que aumentar cuando Lance siguió hablando. — También he enviado llamar a una modista. — ¡Una modista! — Sí, una mujer de la localidad. Tiene un estilo un poco provinciano, pero servirá hasta que le encuentre otra más a la moda — cogió las puntas del chal de Rosalind e hizo una mueca de disgusto-. He observado que casi todo su guardarropa es de color negro... Y creo que llevar medio luto trae mala suerte. — ¿Mala suerte para qué? — preguntó Rosalind llena de confusión. — Para casarse. — ¿De qué está hablando? — De nuestra boda, desde luego. Rosalind se quedó boquiabierta. El ramillete que había estado formando con tanto esmero se le cayó de los dedos y fue a parar al suelo. Se quedó mirándole durante un rato, y luego le recorrió el cuerpo una oleada de indignación. — ¡Oh! Por qué, usted... usted... — tartamudeó, incapaz de pensar en el epíteto que le convendría-. Esta es una más de sus horribles burlas. — Le aseguro, querida mía, que estoy hablando en serio. Sonrió, pero en su voz Rosalind captó algo que la llenó de alarma. No sabía lo que la irritaba más, si el atrevimiento de ese hombre llamando al vicario, al abogado y a la modista sin habérselo consultado antes a ella, o la poderosa determinación

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que leía en sus ojos. No era la de un ardiente admirador, sino la de un general que condujera a sus fuerzas a tomar una colina particularmente difícil. — ¡Qué atrevimiento! — exclamó Rosalind-. Hacer tales disposiciones y... no haberse tomado la molestia de decírmelo. — Supongo que la manera clásica de hacerlo hubiera sido poniéndome de rodillas. Esperaba que no me lo exigiera, pero... — lanzó un profundo suspiro y, ante el horror de Rosalind, se dejó caer ante ella y se arrodilló encima de las flores esparcidas por el suelo-. Mi querida lady Carlyon — pronunció, inclinándose para cogerle la mano-. ¿Me haría el honor de ... ? — Oh, cállese. ¡Calle! — Rosalind intentó apartarlo de ella, pero como no lo consiguió lo agarró del hombro para obligarlo a levantarse-. Levántese, por favor. ¿Es que se ha vuelto completamente loco? — Me temo que sí — murmuró él, apretando la mano de ella. — Pero si no deseaba casarse más de lo que lo deseaba yo. — No, no quería — admitió con franqueza. — ¿Entonces por qué hace esto? ¿Lo hace por la leyenda de la novia elegida? Dijo que no creía en ella. — Ya no estoy seguro de lo que creo. El problema es que todo el mundo parece estar seguro. — Lance obedeció a los tirones que le daba la joven y se puso de pie-. Esperaba que podría contener el escándalo. Pensé que si podía traer aquí a Effie Fitzleger para hacer de dama de compañía, todo resultaría bien. Pero además de no haber podido sacar de la cama a esa mujer infernal esta mañana, ya es demasiado tarde. — Lance dirigió a Rosalind una mirada de disculpa-. Lo siento, querida, pero todo el pueblo parece estar enterado de que ha pasado la noche bajo mi techo. Las mejillas de Rosalind se cubrieron de rubor. — ¡Porque estoy herida! ¿O es que no lo saben? ¿No se lo dijo usted? — Podría haberme plantado en la plaza del pueblo e intentar proclamar la verdad hasta caer agotado, pero me temo que no habría salido bien. Es la endemoniada leyenda. En cuanto Effie declaró que usted era mi novia elegida, todo el mundo ha estado esperando nuestros raptos de pasión descontrolada... con o sin la bendición del clérigo. Así ha sucedido siempre. Cuentan que uno de mis tíos abuelos se pasó toda una semana entre las sábanas antes de... Bueno, no importa — se interrumpió Lance precipitadamente-. El caso es que todo el mundo desde el vicario hasta el herrero del pueblo cree que yo he pasado la noche con usted. — ¡Oh, Dios mío! — exclamó Rosalind apretándose con las manos las sonrojadas mejillas. Se temía algo parecido y había procurado olvidarlo. Pero ahora,

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aceptar la realidad que su reputación había sido mancillada era mucho peor de lo que había imaginado. Lance se inclinó hacia ella y le retiró un rizo rebelde de la frente. — Todo irá bien, querida, en cuanto nos casemos. Rosalind le apartó la mano y le dirigió una mirada de reproche. — Su concepto de lo que está bien difiere mucho del mío, señor. ¿Cree que voy a consentir casarme con un hombre como usted en estas circunstancias? Lance dio un respingo como si hubiera recibido una bofetada, pero Rosalind estaba demasiado concentrada en sus propios pensamientos para percibirse de ello. — ¡A mí no me importa caer en desgracia! — gritó la joven. — A mí sí me importa — dijo él, apartándose de ella y apretando la boca hasta formar una fina línea-. Sé la opinión que tiene de mí, y Dios también lo sabe, y tiene razón. En mi vida he hecho cosas reprensibles, pero hay algo que nadie me podría imputar nunca: mancillar la reputación de una mujer inocente. — ¿Qué honor es el que intenta salvar? — preguntó Rosalind-. ¿El suyo o el mío? — El mío — fue su respuesta inesperada-. Ya ve... me queda tan poco. Lance se alejó de ella, pero antes de hacerlo Rosalind se dio cuenta de la expresión sombría que había en sus ojos. Se acercó a la ventana, en el mismo lugar que la noche anterior había estado Sir Lancelot y, por espacio de un momento, el parecido entre el hombre y el fantasma fue más acusado que nunca. Los mismos ojos tristes, la misma expresión obsesiva. Encontró la semejanza tan insoportable que se vio obligada a apartar la mirada. Qué diferente se habría sentido si hubiera sido Sir Lancelot quien se hubiera arrodillado delante de ella para pedirle que fuera su esposa... habría llenado todas sus fantasías infantiles. Cuando pensó en la felicidad que la habría embargado, el contraste fue extremadamente doloroso. Sin embargo, Lance St. Leger no era tan insensible como se suponía. Con su rechazo había herido su orgullo y no estaba en su naturaleza herir a nadie. — Lo siento — dijo suavemente-. Ya sé que intenta portarse bien conmigo, y aprecio el ofrecimiento. Pero debería ver tan claramente como yo lo veo que no sería una buena idea. No soy una mujer dada a la violencia — añadió intentando sonreír-. Ya lo he golpeado en una ocasión y me temo que lo mataría antes de que transcurriera el primer año. — Sólo sería un matrimonio de conveniencia, Rosalind — dijo él mientras una sonrisa fugaz le rozaba los labios-. Ni siquiera me acercaría a usted.

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— Yo había... — Rosalind se interrumpió, horrorizada por lo que había estado a punto de decir. Ya había contraído un matrimonio así y no quería otro similar. ¿Desde cuándo pensaba en su matrimonio con Arthur en esos términos? Se profesaban un gran afecto mutuo, al menos por parte de ella. En sus momentos más sombríos se había preguntado por qué Arthur, tan ocupado, tan preocupado por las causas nobles, se había casado con ella. Quizá, se decía, porque no había sabido qué hacer con una joven a su cargo y pensó que lo más conveniente sería contraer matrimonio. No, Arthur la había amado. Rosalind estaba segura de ello, pero de pronto sintió un inexplicable arrebato de ira contra su querido Arthur. Si no hubiera perdido la vida intentando salvar el mundo, quizá no estaría muerto. No la habría dejado tan sola, sumergida en tantos problemas y en tantas dudas. Seguiría cómodamente unida a él y no se encontraría en esa situación espantosa, en la que las leyendas y las espadas, los heroicos fantasmas y las miradas tristes le embrollaban el pensamiento. Por no hablar de su corazón. Cuando Lance volvió a su lado e intentó cogerle la mano de nuevo, Rosalind se sintió demasiado débil para resistirse. — Puedo no ser el mejor de los maridos, querida — dijo-, pero tampoco sería el peor. Le daría todo lo que deseara. Y aunque no heredara el castillo Leger, tengo fortuna propia. Mientras estuve en el ejército, tuve una suerte diabólica. Hice algunas inversiones arriesgadas y me convertí en un hombre muy rico. — No deseo su dinero, Lance— dijo Rosalind suavemente, luego se detuvo, cuando se dio cuenta de que por primera vez lo había llamado por su nombre. Se sorprendió porque fue algo completamente natural. Lance abrió los ojos, apretó la mano que tenía entre las suyas con renovada determinación. — También puedo darle otras cosas. Un hogar y tanta familia que no sabrá qué hacer con ella. Mi hermano Val ya la adora y estoy seguro de que mis padres estarán encantados con usted. En cuanto a mis hermanas, serían felices de unirse a usted para meterse conmigo. Leome, Phoebe y Mariah la recibirán como a una más. — Oh, por favor — murmuró Rosalind. ¿Se daba cuenta de cómo le estaba retorciendo el corazón, presentando todas esas tentaciones a una mujer tan sola como ella? — Yo... preferiría tener mi propia familia — dijo en voz baja. — ¿Desea tener hijos? Me temo que nunca pensé en mí mismo como padre — frunció el entrecejo y se encogió de hombros-. Pero si lo desea, supongo que podría proporcionárselos.

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En sus labios asomó una sonrisa de picardía. — De hecho — siguió diciendo-, si me aplicara de verdad, apuesto a que podríamos tener un hijo. Rosalind articuló una débil protesta, el rostro abrasándole, y con la cabeza llena de visiones. De sí misma con un bebé de oscuros cabellos, acunándolo entre sus brazos. De las cosas que Lance St. Leger tendría que hacerle para que esas palabras irreflexivas fueran ciertas. Entonces Lance se llevó la mano que sostenía hasta los labios y le rozó los nudillos con un beso tan suave como una mariposa. — No encontraría desagradable hacer a ese niño murmuró-. Esta es una de las ventajas de casarse con un sinvergüenza. Tengo la certeza... de las habilidades que llevaría al lecho nupcial. — Oh, no — dijo Rosalind, aunque no sabía a ciencia cierta qué era lo que estaba objetando... lo que él estaba diciendo o lo que él estaba haciendo. Le fue besando la punta de los dedos y cada caricia de su boca le provocaba un temblor en todo el cuerpo. Hizo un débil intento para apartarlo, pero en lugar de soltarla, Lance se acercó más a ella y apoyó el brazo en el respaldo de la silla. — No me encuentras completamente repulsivo, ¿verdad? — preguntó. — No — admitió Rosalind. Intentó retirarse, pero no tenía sitio para hacerlo. Sintió su mano en la espalda, en los cabellos, jugando en la nuca y el temblor que le recorría de arriba abajo. Lance acercó su rostro, estaba demasiado cerca y no vio otra cosa que aquellos ojos que la hipnotizaban. Intentó apartar la mirada y razonar con él. — Es... es muy atractivo, Lance, y seguro que lo sabe. Pero perdóneme, no siento ninguna pasión por usted. — ¿No? — dijo él alzando una de sus oscuras cejas. Luego le dio unos besos rápidos, ligeros hasta que se detuvo junto a su boca-. ¿Y ahora tampoco? — N... no — dijo ella, intentando parecer firme. Lance le acarició con la nariz los cabellos, las sienes, las mejillas y luego le rozó la piel con su cálida boca. Rosalind ya no aspiraba el aroma de las flores, sólo el olor de él, oscuro, almizclado, masculino. — ¿Y ahora? — murmuró él. Rosalind fue a menear la cabeza, pero él detuvo el movimiento con otro beso que fue siguiendo la curva del óvalo de su cara. La boca fue descendiendo hasta el cuello, explorando y encontrando los huecos más sensibles que respondían con ansia. Rosalind sintió que le faltaba el aliento.

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— Se... se está aprovechando de mí — tartamudeó ella-. Sabe que soy demasiado débil para... para apartarle. — Mmmmm, soy un completo villano — afirmó Lance sin ningún arrepentimiento mientras se acercaba y ponía sus labios sobre los de ella. Rosalind consiguió apartar la cabeza a un lado y apoyar la mano en el hombro de Lance en un débil esfuerzo por mantenerlo alejado. — Oh, por favor — suplicó-. No quiero que haga esto. Lance se limitó a sonreír con un brillo en los ojos que era a la vez pícaro y tierno. Como si el bribón supiera perfectamente que ella estaba sucumbiendo, que no encontraba sus besos tan inaceptables como aseguraba. Por un instante pensó que Sir Lancelot se le habría aparecido a Lance y revelado sus confidencias de la noche anterior. Ridículo, desde luego. Su noble héroe jamás habría hecho tal cosa. Pero cuando Lance volvió a besarla, comprendió con desmayo que se estaba traicionando a sí misma. Con un suave suspiro abrió los labios y le permitió entrar en el interior de su boca. Lance le puso una mano en la nuca y la mantuvo sujeta y cuando el beso se hizo más profundo, su resistencia se fue debilitando y debilitando, hasta que se agarró a su hombro y permaneció allí como si en ello le fuera la vida. Se fundió en el abrazo como una prisionera voluntaria. Luego se dio cuenta de que Lance se había sentado en la silla y ella estaba en su regazo con los labios apenas separados lo suficiente para aspirar el aire. «Esto no está bien. No querías que sucediera», insistió su conciencia. Pero apenas pudo escuchar lo que le decía su mente ensordecida por los latidos de su corazón. Los besos de Lance cada vez eran más apasionados, su lengua jugaba con la de ella insinuándole los placeres sensuales que podía disfrutar con él. Rosalind sentía los poderosos muslos de Lance, la dureza que se había formado bajo sus pantalones. Se retorció en su regazo y la sensación fue a la vez sorprendente y excitante. Cuando el chal se deslizó de sus hombros y fue a caer sobre las flores del suelo, apenas se dio cuenta ni le importó. La mano de Lance buscó entre los pliegues del camisón, vagabundeó por sus caderas, subió por el tronco buscando los pechos. El calor de la mano traspasaba la fina tela, jugueteó con los pezones y provocó que el cuerpo se le llenara de un deseo dulce y profundo. Rosalind se mordió el labio inferior y ahogó un gemido de puro placer.

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Lance hundió el rostro en sus cabellos, su respiración ahora era más rápida y superficial, la voz cálida y ronca junto a su oído mientras murmuraba palabras cariñosas que ella asimilaba con tanto anhelo como las caricias, como una mujer hambrienta de palabras tiernas y de roces íntimos. Rosalind respondió acariciando con la mano el pecho de él mientras murmuraba: — Lancelot... oh, Lancelot. ¿Fue decir el nombre adorado lo que finalmente le devolvió el sentido? ¿O alargar la mano para acariciar la mejilla y recordar el rostro de otro al que nunca podría tocar y cuyos besos nunca podría conocer? Parpadeó como si hubiera recibido una bofetada y apartó la mano rechazando no tanto a Lance como a ella misma. Oh, Dios, ¿qué clase de mujer voluptuosa era? La noche anterior había entregado silenciosamente su corazón a Sir Lancelot du Lac y ahora estaba a punto de dejarse enredar por la seducción del bribón de su descendiente. Cuando Lance intentó besarla de nuevo, Rosalind encontró la fuerza suficiente para desembarazarse de él. Atravesó la habitación y se apoyó en uno de los postes del lecho con las piernas temblándole no tanto debido a la herida como a una debilidad de otra especie. Lance fue tras ella mientras la pasión que le dominaba daba paso a la preocupación. — ¿Rosalind? Agarrada al poste, la joven ocultó el rostro entre las manos, demasiado avergonzada para mirarle. — ¿Qué sucede, querida mía? ¿Qué estaba sucediendo? Pensó Rosalind mientras sentía una fuerte necesidad de estallar en sollozos. Todo, aunque lo más importante era que ella no era «su» querida. Cuando él intentó ponerle las manos en los hombros, ella se apartó. — Demonios — murmuró Lance-. ¿Es la herida? ¿Te he hecho daño? Soy un bruto por haberme olvidado. Deslizó el brazo alrededor de la cintura de Rosalind. Ella se sentía tan débil que aceptó el apoyo, aunque cuando observó que la estaba llevando al lecho se puso tensa. — ¡No! — Vamos, corazón. Sólo quiero echarte en la cama, para que descanses, que es lo que deberías de haber estado haciendo.

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La empujó suavemente hacia el lecho, pero Rosalind, en cuanto pudo liberarse de él, se hundió en el colchón, rodó hacia un lado y se enroscó como una bola, cubriéndose con las mantas como si las frágiles cubiertas pudieran servir de barrera contra la tentación: contra ella y contra él. Lance se sentó en el lecho, a su lado. Sintió el crujido de la cama, el colchón cediendo a su peso con tanta facilidad como ella se había ofrecido a él. Hundió el rostro en la almohada con los ojos llenos de lágrimas y la cara ardiendo por la humillación que sentía. Lance se inclinó hacia ella e intentó que apartara la cara de la almohada. — ¿Rosalind? ¿Te está doliendo otra vez? ¿Quieres que vaya a buscar a Val? — ¡No! — gritó la joven. — ¿Quieres un poco de agua? ¿Un vaso de vino? ¿Qué puedo hacer? — ¡Vete! — gimió ella, pasándose la mano por la cara e intentando ocultarse completamente de él-. Estoy avergonzada. — ¿Avergonzada? — parecía sinceramente confundido-. ¿De qué? — se calló un instante como si meditara el asunto y entonces exclamó-: Oh. Eso. Para indignación de Rosalind, el muy bribón soltó una risita. — Querida mía, no hay nada vergonzoso en la manera en la que has respondido a mi... a mi ardor. Es perfectamente natural. Después de todo eres una mujer apasionada y yo soy un hombre irresistible. Rosalind abrió un poco los dedos, lo suficiente para mirarlo. A pesar de su tono burlón, la estaba mirando con una expresión tierna que la desconcertó por completo. — Y si las leyendas son ciertas — siguió diciendo-, no es culpa tuya en absoluto. Si eres mi novia predestinada, no vas a poder dominarte. — No soy tu novia — resopló ella-. Desearía no haber ido nunca a visitar a Miss Fitzleger aquel día. La sonrisa desapareció del rostro de Lance. — Habría sido mucho mejor para ti que no lo hubieras hecho — concedió-. Es algo que no he entendido todavía. ¿Por qué fuiste a visitar a Effie? ¿Cómo la conociste? — No la conocía. A quien conocí fue a su abuelo. — ¿Al reverendo Septimus Fitzleger? — Sí, lo conocía mi padre. Una vez, cuando era pequeña, vino a visitarnos y me dijo que debería venir a Torrecombe a verlo algún día. — ¿Fitzleger te dijo que vinieras? — preguntó Lance con un tono de voz extraño.

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— Sí, e insistió en ello. Me dijo que cuando fuera mayor debía venir a este reino bañado por el mar. — ¡Dios santo! Lance se había quedado atónito y Rosalind se dio la vuelta y se lo quedó mirando. — ¿Acaso hay algo extraño en ello? — preguntó anhelante. — Sí, me temo que sí — murmuró Lance-. Fitzleger era el hombre más sabio que he conocido. Fue el Buscador de novias de la familia antes que Effie. Si él fue quien te dijo que vinieras aquí... Lance hizo una pausa y alargó la mano hacia la de ella. — Entonces quizás es cierta la leyenda, para ambos. Rosalind se lo quedó mirando atónita, con expresión incrédula, porque no había rastro de cinismo o de burla en los ojos de Lance. Sólo una mirada tan profunda de asombro que ella casi se sintió arrastrada por él. Sin embargo, volvió a hundirse en la almohada y a ponerse a gritar. — ¡No! No quiero ser parte de vuestra leyenda, Lance St. Leger. No puedo. Mi corazón pertenece a otro. — Ya sé que todavía sientes la muerte de tu marido— empezó a decir Lance suavemente-. Pero con el tiempo... — ¡No! Dios mío, ayúdame, no es del pobre Arthur de quien estoy hablando, sino... — Rosalind tragó saliva y luego siguió diciendo-. Es del caballero de quien te hablé cuando nos conocimos en casa de Effie. Lance se quedó asombrado un instante y luego abrió los ojos. — ¿Te refieres a ese que... que es más noble y atractivo que yo? — ¡Sí! — exclamó ella apasionadamente-. Y lo amaré hasta el día de mi muerte. No hay espacio en mi corazón para nadie más. Lance abrió la boca y luego volvió a cerrarla, como si no encontrara palabras que decir, ni un comentario ingenioso ni burlón. Parecía haberse quedado tan atónito que Rosalind sintió cierta piedad por ese hombre arrogante. No imaginó que su rechazo le afectara tanto. — Lo siento — dijo, apretando suavemente sus dedos. No supo siquiera si Lance la había oído. Le dio unos golpecitos en la mano con aire ausente y se alejó de la cama con una expresión aturdida en los ojos. Murmuró algo acerca de que tenía que descansar, se volvió y salió de la habitación. Una vez en el pasillo y con la puerta completamente cerrada, Lance fue capaz de soltar el aliento con un fuerte suspiro. Esperaba encontrar muchas dificultades

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en su propuesta de matrimonio, mucha resistencia por parte de la joven, y tener que utilizar todos sus encantos para convencerla. Pero no había imaginado nada como aquello. Que ella lo despreciaría por un mito, un héroe legendario, un fantasma que él había creado primero para embaucarla y• luego para confortarla. Jamás en su encendida imaginación había pensado que su Dama del Lago se iba a enamorar del condenado individuo. — ¿Qué he hecho? — gimió, mientras se apoyaba en la pared y cerraba los ojos. Aunque quizá la pregunta más importante era... ¿qué demonios iba a hacer ahora?

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11 Lance bajó al vestíbulo de la planta baja e hizo una mueca cuando pensó lo que tenía que hacer aquella mañana. Las puertas del salón más elegante de la residencia Leger se abrieron de par en par. La galería, con sus altas ventanas y las paredes tapizadas con seda Spitalsfield de color verde menta, era el lugar de las celebraciones de los St. Leger desde que Lance podía recordar: cumpleaños, bautizos, compromisos, bodas. La habitación por lo general permanecía cerrada durante la ausencia de sus padres; sin embargo, ese día bullía repleta de criados que iban y venían sacando el polvo, limpiando y retirando las fundas de Holanda de los muebles forrados con delicadas telas de color lavanda y rosa. Debía decirles a las doncellas que volvieran a poner las fundas, pensó Lance de mal humor. No habría boda que celebrar, a menos que se hiciera en el cementerio del pueblo. Porque, ¿en qué otro lugar podría querer casarse una mujer con un fantasma? La situación tenía una cierta ironía, pero Lance no la veía por ningún lado. Lanzó una mirada de disgusto a los preparativos de los sirvientes y luego se dirigió a la paz relativa de la biblioteca. Su primer impulso fue servirse una generosa copa de licor de la botella medio vacía que había dejado con Val la noche anterior, pero en vez de eso, se dirigió hacia la espada St. Leger que descansaba encima de la mesa de la biblioteca. Alzó la hoja que era la fuente de todos sus problemas presentes, se quedó mirando el cristal y vio su propia imagen reflejada en él, ligeramente distorsionada, aunque sorprendentemente clara. Lance estudió su rostro ensimismado. Nunca había pensado que era un hombre engreído, pero se llenó de desaliento cuando comprendió que lo era. Siempre se había jactado de la regularidad de sus rasgos, de la encantadora sonrisa que nunca fallaba a la hora de atraer a las mujeres. ¿Qué tenía Lancelot du Lac para que Rosalind lo prefiriera a él? ¿Era su expresión, la dulzura de su voz? ¿O tenía que ver con la cota de malla que Lance no llevaba? Lanzó un suspiro de frustración y luchó con el poderoso impulso que lo empujaba a volver a su habitación, abalanzarse sobre Rosalind e intentar devolver el juicio a esa mujer, sacarle de la cabeza las nubes de Camelot y devolverla a la realidad del siglo xix.

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¿Podría un fantasma salvarla de la ruina? ¿Podría un noble fantasma proporcionarle una casa decente y un buen matrimonio? ¿Podría darle calor en el lecho y unos hijos? No, en absoluto. Y aunque Rosalind ni siquiera pensaba en enamorarse de Lance, no le era en absoluto indiferente. Entre ellos había nacido una pasión tal que habrían olvidado la herida y cualquier noción de lo que era apropiado y habrían acabado en la cama, si no fuera por ese maldito Sir Lancelot. Al diablo con el noble idiota, pensó irritado Lance, y luego se dio cuenta de que estaba actuando como un amante celoso. Pero ¿celoso de quién? ¿Del rival que él mismo había creado? Por Dios, pensó, pasándose la mano por los cabellos mientras lanzaba un gemido. Después de todo, quizá sí que iba a necesitar un trago. Antes de que pudiera alcanzar la botella, la puerta se abrió de golpe y Val entró cojeando en la habitación. Su hermano no se había recuperado todavía del esfuerzo de la noche anterior y se apoyaba más de lo habitual en el bastón, aunque tenía los ojos llenos de entusiasmo. No había podido sacarle nada de la naturaleza de su visita a Rosalind, pero Lance deseaba que se lo contara. Se estremeció cuando Val llegó hasta él. — ¿Cómo sigue? — preguntó, y luego vio el brillo del arma en la mano de Lance-. ¿Estás ya dispuesto a ofrecerle la espada? ¿Qué ha dicho Rosalind? ¿Cuándo va a ser la boda? — Seguramente cuando el infierno se congele — dijo Lance volviendo a dejar la espada encima de la mesa-. La dama me ha rechazado. Categóricamente. La expresión que adquirió el rostro de Val fue casi cómica. Su sorpresa y decepción no habría sido mayor si lo hubieran rechazado a él. — No sé por qué te sorprende — siguió diciendo Lance con impaciencia-. ¿Qué creías? ¿Qué la leyenda, al fin, iba a triunfar? ¿La felicidad y el amor eterno? — Bueno, no, no exactamente — pero por el color del rostro de Val, a Lance le quedó del todo claro que su romántico hermano lo había estado pensando. — Ya sabes que no soy santo de la devoción de esa mujer — dijo Lance. — Sí, pero creí que serías capaz de hacerla cambiar de idea. Tienes tanto ascendiente con las mujeres. — Tu fe en mis poderes de seducción es conmovedora, Valentine. Pero, al parecer, las únicas propuestas que me salen bien son las indecentes. — ¿Es que Rosalind no ha comprendido que le hacías una propuesta honorable? ¿Que querías salvar su reputación?

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— Sí, pero no le importa. Preferiría irse derecha al infierno que casarse conmigo. — A Lance le sorprendió el desaliento que notó en su voz. Él no había deseado casarse, no debía importarle. Y, sin embargo, le importaba. Se acercó a las ventanas que daban al jardín y se puso a mirar afuera con expresión sombría. Allí había estado apenas hacía una hora haciendo un ramo de flores. Lo que le había dicho a Rosalind era cierto. Nunca había cogido flores para una mujer. Bueno... la boca de Lance se torció en una sonrisa... excepto para su madre, cuando era pequeño. Ninguna de sus amantes habría tolerado un regalo tan humilde, que guardara todavía el olor de la tierra del jardín y tuviera los pétalos húmedos de rocío. Sobre todo Adele Monteroy. Esa mujer tenía a muchos jóvenes botarates como Lance rivalizando entre ellos para presentarle las rosas más exquisitas, demasiado perfectas para ser reales. Pero Rosalind... su Dama del Lago había llevado una existencia triste y solitaria. Ni rosas, ni admiradores, ni elegantes oficiales dispuestos a correr ante la más mínima muestra de su favor. A pesar de su natural alegría, a menudo la melancolía se apoderaba de su mirada. Sin embargo, cuando respiró la fragancia de aquellas flores, se le había iluminado el rostro. Durante una décima de segundo, pareció feliz de verdad, y a Lance le embargó una extraña emoción, la sensación de que se desplazaría hasta los confines de la tierra, para darle lo que deseara. ¿Iba a tener que llevar la cota de malla para el resto de sus días? Lance estaba sumergido en estos pensamientos sombríos cuando oyó a su hermano detrás de él. Casi había olvidado que Val seguía en la habitación. Val pasó el brazo alrededor del hombro de su hermano y le dio un apretón. — Lance, siento que las cosas hayan ido tan mal. El joven se encogió de hombros, intentando sonreír y decir algo ingenioso y divertido para evitar la simpatía de su hermano, pero una vez más no se le ocurrió nada. Se preguntó si Val habría estado tan dispuesto a ofrecerle consuelo si supiera lo lejos que habían llegado las cosas. Ya le había advertido a Lance para que no continuara con aquella absurda mascarada. Val era demasiado inteligente para decirle «te lo advertí», pero saldría de la habitación haciendo un gesto que Lance encontraría igualmente inaguantable. Además, volvería a insistir para que le contara la verdad a Rosalind, hasta él había considerado esa posibilidad. Aunque sólo un instante. Le deprimía pensarlo. Porque no sólo la humillaría, sino que le odiaría y nunca accedería a casarse con él.

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Y aunque se había jurado permanecer soltero hasta el fin de sus días, ahora estaba totalmente convencido de que debía casarse. Apartó la mano de Val que reposaba en su hombro y se enderezó con un gesto de determinación. — Está claro que sólo se puede hacer una cosa. Tendré que encontrar la manera de obligar a Rosalind a que se case conmigo. Se retiró de la ventana y vio que Val lo estaba mirando, completamente consternado. — ¿Obligarla? ¡Lance, no puedes hacer eso! — ¿Por qué no? Tú eres quien ha insistido desde el principio que tenía que salvar su honor, que es mi novia elegida. — Sí, pero... pero... — ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Dejarla que vuelva a casa con esas dos arpías, para enterrarse entre mermeladas y crespones negros para el resto de su vida? ¿O que vague por las calles, donde quién sabe lo que puede sucederle? Val contrajo los ojos y se quedó mirando a Lance durante un rato hasta que su hermano se sintió incómodo. — ¡Por Dios, Lance! — exclamó finalmente Val-. Te has enamorado de ella. — No, sólo es que... no me gustaría verla desgraciada, eso es todo. Nunca pensé que diría estas cosas, pero hasta casarse conmigo sería mejor que la vida que ha estado llevando desde que su marido murió. — Estoy de acuerdo, pero no puedes impedir la marcha de Rosalind a punta de espada. — ¿No puedo? — replicó Lance, deteniéndose junto a la mesa de la biblioteca para acariciar el pomo de la espada St. Leger-. Al menos sacaré de esta cosa algo práctico. — ¡Lance! Lance apartó la espada con una risita lastimera. — No temas, Valentine. No tengo ninguna intención de ejercer la más mínima violencia sobre mi dama. Aunque me temo que sólo existe otra solución. Lance se asustó ante la idea que se le había ocurrido, pero no le iba a quedar otro remedio. — Va a tener que visitarla de nuevo para persuadirla. Es el único al que escucha — dijo tras lanzar un profundo suspiro. — ¿De quién estás hablando? — preguntó Val consternado. — De Sir Lancelot du Lac — dijo con cierta amargura-. Rosalind haría cualquier cosa por él, aunque ignoro la razón. Un maldito idiota en cota de malla —

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añadió frunciendo el entrecejo-. Uno que no hace más que vomitar poesía. Fueron mis besos los que la hicieron desmayar. — Pero Lance, eres... Quiero decir, es... — tartamudeó Val, dirigiéndole una mirada llena de preocupación-. Estás empezando a preocuparme de verdad. No es nada nuevo, pensó Lance. A él le estaba empezando a suceder lo mismo. Pero antes de que pudiera asegurarle a su hermano que no se había vuelto loco, sufrieron una interrupción. Tras una enérgica llamada, una tímida doncella asomó la cabeza por la puerta y anunció que el capitán Mortmain había llegado y solicitaba unos momentos del tiempo del amo Lancelot. Lance intercambió una mirada sorprendida con Val. Había invitado muchas veces a Rafe a su casa, pero éste siempre había sido inflexible en sus negativas a ir allí. No había puesto un pie en el castillo Leger desde aquel verano de hacía ya tiempo en que finalizó su breve estancia con los St. Leger haciéndose a la mar. Por lo tanto, no conseguía imaginar qué era lo que había hecho que dejara de resistirse a visitarlos, pero no iba a tardar mucho en enterarse. La temblorosa doncella acompañó a Rafe a la biblioteca con expresión aterrorizada, pensando seguramente que había permitido que el diablo entrara dentro de aquellas paredes. Cuando la joven desapareció, Rafe vaciló un momento en el umbral, una imagen formidable con el uniforme, el frac de corte militar de la armada a juego con sus oscuros cabellos muy cortos y el mostacho perfectamente recortado. Algo en la actitud de su amigo llevó a Lance a recordar aquel día, hacía ya muchos años, cuando entró en la biblioteca por primera vez, acompañado por la madre de Lance. Entonces la biblioteca se utilizaba como aula de estudio y Lance y sus hermanos levantaron la cabeza de los libros para contemplar con ojos muy abiertos a ese muchacho que Madeline St. Leger había llevado ante ellos. Un joven larguirucho, cuyos brazos y piernas sobresalían de sus ropas raídas, unos mechones de oscuros cabellos sobre la frente que ocultaban a medias los ojos más duros y taciturnos que Lance había visto nunca. Para él y sus hermanos, fue conocer por primera vez a uno de esos seres terribles de los que tantas veces habían oído murmurar a su alrededor. «¡Un

Mortmain!», recordó Lance

el horrorizado susurro que

habían

intercambiado hasta que fueron apaciguados por las palabras de advertencia de su madre:

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«Niños — había dicho Madeline St. Leger con una sonrisa firme y cálida a la vez-, os presento a Rafe. Es un amigo que ha venido a quedarse con nosotros una temporada y espero que le deis la bienvenida.» ¿Un amigo? Lance recordó que fue la primera vez en sus ocho años de vida que se había cuestionado la prudencia de su madre. El muchacho se había inclinado tímidamente ante ellos, con sus finas facciones encendidas y llenas de desafío. Sin embargo, su actitud había sido tan orgullosa que despertó la admiración de Lance y detrás de su comportamiento semisalvaje, encontró algo más en los ojos de Rafe: una ambigüedad, el hambre de un algo salvaje intentando obtener la suficiente confianza para acercarse a una fogata de señales. Ese muchacho arisco hacía tiempo que había desaparecido, transformado en el hombre frío y dueño de sí mismo que Lance tenía ante sí, aunque por un breve instante, las viejas incertidumbres volvieron a aparecer en sus ojos. Curvó la boca en una sonrisa de bienvenida y se adelantó para dar a su amigo unas palmadas en el hombro. — Demonios, Rafe, qué alegría verte por aquí. Es una agradable sorpresa. — Una sorpresa ciertamente, pero tanto como agradable... — la mirada de Rafe se clavó en Val. A Lance le desalentó observar cómo su hermano se había puesto rígido cuando llegó Rafe. Las manos de Val apretaban con fuerza el pomo de su bastón. Val conocía a Rafe tanto como Lance, pero pensó que la situación requería algún tipo de presentación. — ¿Rafe, recuerdas a mi hermano? — El noble Valentine — ronroneó Rafe. Alargó la mano y, por un instante, Lance pensó que Val iba a negarse a estrechársela. Pero su hermano se adelantó arrastrando los pies. — Capitán Mortmain — dijo gravemente, los dos hombres se dieron la mano, las palmas tocándose apenas, en un gesto que a Lance le recordó el propósito original del apretón de manos entre hombres, asegurarse de que el enemigo viene en son de paz y no va armado. Si esto era así, ni Val ni Rafe parecían particularmente satisfechos. La tensión y la desconfianza habían enrarecido el ambiente de la biblioteca. Se hizo un silencio incómodo y Lance se apresuró a llenarlo. Con un tono afectuoso, ofreció a Rafe un refresco y lo invitó a sentarse, pero él declinó ambas cosas.

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— No deseo abusar de vuestra hospitalidad — dijo Rafe-. Sólo he venido a interesarme por lady Carlyon. ¿Se ha recuperado del ataque? Lance observó que Val contenía la respiración. — ¿Cómo te has enterado? — preguntó Val. — Se ha enterado todo el pueblo de la noticia. ¿Cómo si no podría saberlo? — Rafe arqueó una ceja con una expresión que era en parte burlona y en parte de desafío. — Claro, cómo si no — asintió Lance mientras le fruncía el entrecejo a su hermano-. Rosalind se está recuperando y pronto lo estará del todo. — Y no gracias al diablo que le disparó un tiro — dijo Val dirigiendo a Rafe una mirada llena de dureza. Sin embargo, él, o no oyó aquellas palabras o bien las ignoró. — Me complace que la dama se esté recuperando. Fue una imprudencia por su parte pasear sola por el condado. — Rafe se mesó el mostacho antes de preguntar-. Ha habido muchos gitanos circulando por Torrecombe. ¿Qué le sucedió a la dama? Lance le contó brevemente la aventura en el lago y los sucesos que siguieron, callándose algunos de los detalles, tales como la forma en que Rosalind se había visto implicada en el asunto y la mascarada suya al hacerse pasar por el fantasma del legendario caballero. Jamás revelaría el secreto de sus vagabundeos nocturnos a nadie que no fuera de su familia, ni siquiera a Rafe. Aunque en una o dos ocasiones había estado a punto de confiárselo, siempre alguna circunstancia lo había obligado a callar... la promesa que le había hecho a su padre y que era más fuerte que cualquier amistad. Cuando Lance acabó su relato, Rafe meneó la cabeza con expresión de asombro. — Así que lady Carlyon salvó tu espada de ese desaforado bribón. Qué mujer más extraordinaria. — Sí, sí que lo es — dijo Lance con una sonrisa. — ¿Y... y no pudo identificar al asaltante? — No, el ladrón iba enmascarado. — Qué lástima. — Sí, ¿verdad? — intervino Val-. Pero quizá tú puedas descubrir la identidad del villano. — ¿Yo? — Rafe miró a Val con expresión interrogadora y Lance temió que Val fuera a decir alguna impertinencia. Nunca había visto a su hermano de ese humor. El rostro honesto de Val irradiaba hostilidad y sus cálidos ojos castaños se habían vuelto duros como las ágatas.

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— Eres el representante del gobierno de Su Majestad, ¿no es cierto? — preguntó Val-. Es tu deber dado bajo juramento hacer cumplir la ley y encarcelar a tales villanos. Rafe se encogió de hombros. — No soy más que un oficial de aduanas, enviado a cazar contrabandistas. ¿Acaso sabes quién ha atacado a la dama? — No, aunque estoy seguro de que no ha sido un contrabandista. De hecho, me estaba preguntando dónde estuviste la noche pasada, capitán Mortmain. — ¡Val! — exclamó Lance dirigiéndose a su hermano. Aunque Rafe sonreía, había contraído los ojos. — ¿Por qué te interesan mis idas y venidas, Valentine? Lance intervino apresuradamente. — Val cree... eso es, que si estuviste de ronda anoche, quizá viste u oíste algo... — Bueno, creo que me olvidé de mis deberes. Me pasé toda la noche de juerga en la taberna. Toda la noche — añadió Rafe, como si desafiara a Val a contradecirle. Lance temió que su hermano hiciera eso precisamente, pero Val apretó los labios formando una fina línea. — Lo más deplorable es que Lance fuera incapaz de capturar al ladrón — siguió diciendo Rafe, sin apartar los ojos del rostro de Val-. Y dudo mucho que ahora pueda ser capturado. — ¿Por qué? — preguntó Val bruscamente. — Porque ese hombre estaría loco si todavía estuviera rondando por aquí después de haber cometido ese delito, ¿no es cierto? — O sería increíblemente arrogante. — O estaría extremadamente seguro de sí mismo y de su capacidad de engaño. — No importa lo listo que se considere — replicó Val-, yo lo desenmascararé. Lance siguió ese intercambio con una incomodidad creciente, observando la expresión de Rafe, su fina sonrisa y el peligroso brillo en sus ojos. Ya conocía esa expresión de él, cuando parecía disfrutar jugando a que era el diablo, animando al contrincante a que imaginara las peores sospechas y el hermano de Lance habitualmente tan sensible parecía demasiado dispuesto a morder el anzuelo. — ¿Así es que has pensado jugar a policías y ladrones, noble Valentine? — preguntó Rafe. — Te aseguro que no estoy jugando — dijo Val con expresión torva-. Y cuando capture a ese bastardo...

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— ¿Sí? ¿Qué harás entonces? Val sujetó el bastón y se acercó a Rafe. Su amigo continuaba sonriendo, pero Lance conocía demasiado bien esa expresión lobuna en los ojos de Rafe. En otras circunstancias, Val habría desafiado el honor de Rafe y Lance estaba seguro de que se habrían enfrentado con pistolas al amanecer. ¿Acaso el enfrentamiento St. Leger— Mortmain iba a perdurar durante siglos?, se preguntó Lance con exasperación. ¿Había que soportar malos entendidos, sospechas, ofensas al orgullo y personalidades ingobernables? Lance, como hacía siempre, se entrometió rápidamente entre los dos hombres. — Cuando se encuentre a ese villano, será entregado a las autoridades — dijo Lance rotundo-. Hasta entonces, Val, me gustaría tener unas palabras contigo. En privado — añadió con los dientes apretados. — Si nos perdonas un momento, Rafe. — Lance dirigió a su amigo una breve inclinación de cabeza y antes de que Val pudiera protestar, lo cogió del brazo y lo hizo salir al pasillo. Alejó a Val de la puerta de la biblioteca, la cerró y entonces explotó. — ¿Qué diablos crees que estás haciendo, Val? ¿Insultando a un invitado en nuestra casa? — Perdóname si me cuesta mantener una conversación civilizada con el hombre que ha atacado a mi hermano y ha estado a punto de matar a esa dulce dama que descansa allá arriba. — Así que estás seguro que Rafe es el culpable. ¿Dónde están las pruebas, Val? — preguntó Lance en tono jocoso-. ¿O acaso hay que añadir la lectura de la mente a tus otros talentos? — No es necesario leer la mente. Dios santo, Lance, me he mordido la lengua respecto a Rafe Mortmain hasta ahora. Hasta tú tienes que darte cuenta. Ya lo has oído. — Val hizo un gesto furioso hacia la biblioteca-. Todas esas insinuaciones, esas sonrisitas burlonas. Prácticamente nos ha confesado que él es el ladrón. — Baja la voz. — Lance alejó a Val de la puerta para que Rafe no pudiera oírlo-. Rafe ha estado bajo una injusta sospecha durante toda su vida. La burla y el sarcasmo es justamente una manera de defenderse de ella. — ¿Y también lo es su visita al castillo Leger? ¿O es una mera coincidencia que haya venido aquí esta mañana a preguntar por una mujer a la que apenas conoce? La inesperada visita de Rafe también había sorprendido a Lance. — Creo que Rafe hacía tiempo que deseaba venir a esta casa. Interesarse por Rosalind ha sido una excusa — replicó.

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— Claro, una excusa para enterarse de si ella podía identificarlo. — Has olvidado, Val, que Rafe me ha acompañado noche tras noche a buscar la espada que tú pretendes probar que robó. — Hacía ver que te ayudaba a buscarla, del mismo modo que hace ver que es tu amigo. Podría haber estado haciéndote mover en círculos, para desviar tus sospechas... — ¡Basta ya, Val! — exclamó Lance-. No quiero escuchar más acusaciones infundadas contra un hombre que ha sido como... como un hermano para mí. — ¿Como un hermano? — repitió Val atónito-. Suponía que tu hermano era yo. Lance comprendió que le había ofendido. — Al menos Rafe no me agobia con constantes lecciones y no me lleva de la mano como si fuera mi ángel de la guarda. — Eres mi hermano, Lance. Perdona que me preocupe por ti. — Te lo he repetido muchas veces. No quiero... — Ya lo sé. No necesitas ninguna ayuda que proceda de mí — la mirada de Val quedó fija en el bastón y sus dedos apretaron la empuñadura de marfil. Cuando volvió a levantar la mirada Lance observó que los suaves ojos castaños de su hermano casi le imploraron cuando le preguntó-: ¿Qué fue eso tan terrible que hice aquel día? Apenas habían hablado de lo que había sucedido en el campo de batalla, en España, y Lance procuraba pensar poco en ello. Intentó volverse, volver a la biblioteca, pero Val insistió, bloqueándole el paso. — Utilicé el talento que poseo para salvar la vida de mi hermano. ¿Acaso fue algo malo, Lance? ¿Y si la bala me hubiera herido a mí? ¿Tú no habrías hecho lo mismo? — Habría sido diferente — dijo Lance. — ¿Por qué? ¿Porque tú eres el gran Lancelot, porque llevas el nombre de un héroe legendario, mientras que yo sólo soy Valentine, al que bautizaron con el nombre de un santo ridículo? — Tú eres el maldito santo. Acabaste cojo por mi culpa, y ni siquiera te has dado cuenta. — ¡Claro que me he dado cuenta! Todos los días tengo que hacer esfuerzos para montar el rocín más viejo de los establos; todas las mañanas, debido a la rigidez de esta maldita pierna, me pregunto si podré bajar de la cama por mis

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propios medios. Y cada vez que soy consciente de mis limitaciones sé que ya nunca seré capaz de practicar la esgrima... Val interrumpió su apasionada diatriba y suavizó la voz. — Sin embargo, y a pesar de todo, todavía no me arrepiento de lo que hice por ti. — Los dos tenemos bastantes cosas de qué arrepentirnos — dijo Lance-. Yo no te pedí que hicieras ningún noble sacrificio, y encuentro muy difícil perdonarte por lo que hiciste. — No espero que me perdones, Lance. Lo único que siempre he deseado es que te perdones a ti mismo. — Val suspiró pero no dijo nada más, se alejó de Lance cojeando abatido por el pasillo. Lance lo vio marcharse, agitado por esa sensación que le era tan familiar, mezcla de arrepentimiento y de resentimiento. Se preguntó por qué Val no se comportaba como cuando eran niños... darle un coscorrón en lugar de lanzarle esas lúgubres miradas. Luchó contra el impulso de correr tras él. ¿Y para qué? ¿Para acabar con ese asunto de una vez por todas? Hubo un tiempo, cuando eran unos muchachos, cuando él y Val se entendían muy bien, que bastaba una mirada o una amistosa palmada en la espalda para acabar con cualquier disputa. Ahora dudaba que hubiera palabras suficientes en el mundo para arreglar las cosas entre ellos. Y, además... también tenia que arreglar las cosas con Rafe Mortmain. Con un ligero suspiro, esperó un momento para recuperarse y luego empujó la puerta de la biblioteca. Le irritó descubrir que el causante de su reciente disputa con Val estuviera tan tranquilo, mirando un libro. De las regulares facciones de Rafe había desaparecido la expresión de peligro. Hasta parecía que se estaba divirtiendo. — ¿Has conseguido tranquilizar a tu hermano? — preguntó-. No sabía que era tan impulsivo. — Y no lo es. — Lance cerró la puerta a sus espaldas-. A menos que se le provoque deliberadamente. — Ah, es que todo lo que rodea al noble Valentine es tan perfecto que uno no puede resistirse a hacerlo enfadar. Estoy seguro de que tú también lo haces a menudo. — Sí, Rafe, pero es mi hermano, demonios. Yo puedo atormentarlo, pero no los demás.

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— Entonces será mejor que le adviertas que tengo poca paciencia para aguantar acusaciones y sospechas veladas. — Sospechas que tú te has encargado de despertar. — ¿Acaso podía hacer otra cosa? — replicó Rafe y Lance no encontró argumentos para rebatirlo. Era cierto. De cualquier crimen que se hubiera cometido a una legua del castillo Leger, siempre se culpaba al Mortmain de turno. A Lance le ponía en una situación embarazosa que su hermano gemelo se hubiera apresurado a colocarle la soga alrededor del cuello. Procuró disculpar el comportamiento de Val, extraña tarea, pensó con tristeza, porque habitualmente era el otro quien lo hacía. — Val no tenía la intención de implicar a nadie — dijo Lance-. Lo que sucede es que está agotado después de lo de anoche. Ambos lo estamos. — Y mi venida aquí ha sido una intrusión mal recibida. — No digas tonterías. Siempre serás bienvenido en mi casa, creí que ya lo sabías. La sombra de una sonrisa apareció en los labios de Rafe. — Qué extraño. En cierta ocasión, tu madre me dijo lo mismo. Eh... sin jurarlo, desde luego. Esta mañana estoy un poco nervioso — confesó Rafe echando un vistazo a la biblioteca-. Hace tanto tiempo que no venía a esta casa. — Demasiado — comentó Lance. Rafe paseó junto a las estanterías y pasó los dedos por el lomo de los libros como el hombre que busca rozar los recuerdos y que no está seguro de que quiera que resurjan. Los rasgos habitualmente duros de su rostro se cubrieron de una extraña suavidad cuando sacó un libro, luego otro, sonriendo al leer los títulos, como si se tratara de viejos amigos olvidados. — Me acuerdo poco del resto de la casa — dijo-. Pero esta habitación la recuerdo muy bien. Quizá porque tu madre pasaba aquí muchas tardes de verano, intentando que aprendiera algo. — Mi madre lo intentaba con todos nosotros. — Habría podido tener éxito conmigo. Era... tan amable y tan paciente. Tras la muerte de mi madre me quedé en París, abandonado, y fue Madeline la que insistió en que me buscaran y me trajeran a Inglaterra. ¿Lo sabías? — No, no lo sabía, pero parece algo propio de ella. — Tardaron ocho años en encontrarme, pero tu madre no cejó. — Siempre ha sido una mujer muy persistente.

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— A veces desearía que no lo hubiera sido — dijo Rafe con una expresión absorta-. Creo que habría sido mejor que no me hubiera encontrado. Lance frunció el entrecejo y se preguntó por qué Rafe diría eso. — ¿Mejor para quién? — preguntó. — Para toda la buena gente de Torrecombe, claro. Habían dormido en sus camas tan tranquilos durante muchos años creyendo que todos los Mortmain estaban muertos. En cambio, ahora se comportan como si entre ellos hubieran dejado suelto a un dragón. — Quizás ayudaría si tú no te comportaras como un dragón — sugirió Lance. Rafe se encogió de hombros. Se alejó de la librería y luego su mirada se detuvo en la mesa, donde la espada St. Leger brillaba sobre la superficie de caoba. — Ah, St. Leger — dijo arrastrando las palabras-. ¿Todavía tan descuidado con esta magnífica hoja? Cabría pensar que habrías aprendido a tratarla con más respeto después de su milagroso retorno. Rafe levantó la pesada espada, puso el pomo entre ambas manos para que el cristal captara la luz del sol que envió fragmentos de un arco iris que danzó por las librerías y refractó una extraña luz en sus propios ojos. Lance se sintió lleno de una inexplicable sensación de malestar. Cualquiera que hubiera observado la expresión de Rafe en ese momento podría haber pensado que había sido él el que la había robado. Y todo el mundo ya estaba demasiado predispuesto a sospechar lo peor de Rafe Mortmain. Por el bien de Rafe, Lance estaba satisfecho de que su amigo hubiera podido explicar dónde se encontraba la noche anterior. «Me pasé toda la noche de juerga en la taberna.» Pero Lance había estado en la taberna cuando había ido a preguntar por Rosalind. Ahora lo recordaba perfectamente. Y él no estaba allí. Aquello le produjo un escalofrío y un nudo en el estómago. Mientras Rafe seguía admirando la espada, acariciando casi la empuñadura, Lance se lo quedó mirando con el entrecejo fruncido. — Rafe, ¿dónde... dónde estuviste anoche? — Ya te lo he dicho. En la Dragon's Fire. — ¿Toda la noche? — Sí. — Yo estuve allí y no te vi. Rafe se encogió de hombros. — Supongo que debió de ser el rato en que estuve en los establos para hablar con el mozo. No ha estado cuidando bien a mi caballo. — Oh — Lance exhaló un

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profundo suspiro. Debería haber sabido de antemano que Rafe tendría una buena explicación, pero al mismo tiempo se sintió aliviado. La despreocupación de su amigo había conseguido alterar al pobre Val. Rafe era un genio para aparentar culpabilidad. Pero hubo algo en el tono de las preguntas de Lance que llamó la atención de Rafe y miró a su amigo con expresión acerada. — ¿Por qué? ¿Por qué me lo preguntas? — dijo Rafe-. ¿Adónde crees que podría haber ido? — Oh... a ningún sitio en particular. Era simple curiosidad, eso es todo. — ¿Acaso crees que podría haberme plantado en un momento en el lago Maiden para recuperar tu espada y disparar a tu dama? — Claro que no — repuso Lance irritado, aunque fue incapaz de mirar a Rafe a los ojos. Porque durante un instante terrible había sospechado de él y Lance se temió que la duda fuera demasiado evidente para su amigo. Los rasgos de Rafe no traducían expresión alguna. Volvió a dejar la espada sobre la mesa. — Al parecer el noble Valentine no es el único St. Leger que me ve colgado por ladrón. — No seas ridículo. Era sólo que yo... — ¿Has reconsiderado finalmente la imprudencia de tratar como a un amigo a un Mortmain? — ¡No! — Está bien. — Rafe parecía más dolido que irritado, lo cual era todavía peor-. Ya me esperaba que sucedería esto. — Entonces estabas equivocado — dijo Lance con vehemencia-. Eres mi amigo y siempre lo serás. ¡Diablos, Rafe! — se pasó la mano por los cabellos con un gesto de frustración, avergonzado de sí mismo y enfadado con su hermano. El condenado Val y sus sospechas. Era como un veneno, y Lance se negaba a que lo infectara. Atravesó la habitación y se situó al lado de Rafe. — He sido un estúpido. La única excusa que puedo ofrecerte es la tensión a la que he estado sometido. Perdóname. Lance alargó la mano con firmeza y obligó a Rafe a que se la estrechara. Tras una breve vacilación, este último claudicó y devolvió el cálido apretón de manos mientras en sus facciones aparecía una sonrisa poco entusiasta. — ¿Por qué ahora que este maldito asunto de la espada ha acabado, no me acompañas al Dragon's Fire y lo celebramos con una pinta de cerveza?

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Lance iba a acceder entusiasmado, cuando recordó: — No puedo — dijo-. Esta tarde tengo que reunirme con el vicario. — ¿Para organizar mi funeral? — bromeó Rafe. — No. Afortunadamente, mi... mi boda. Rafe arqueó las cejas y durante unos momentos pareció sorprendido. — Vas a casarte con lady Carlyon, supongo. Tu novia elegida — dijo luego secamente. — Sí — repuso Lance con cierta timidez y preparándose para recibir las burlas de Rafe. — Bien, bien — repuso Rafe, ante el sorprendido Lance-. Supongo que debo felicitarte. Ya veo que finalmente has sucumbido a las tradiciones de tu familia. Nunca pensé que llegaría ese día. Al parecer te has convertido en un verdadero St. Leger. Lance vio una extraña expresión, tan perturbadora como taimada en los ojos de su amigo. Le invadió la sensación incómoda de que algo había cambiado entre ellos en esos últimos momentos. Las dudas de Lance y su próxima boda lo habían enturbiado todo. Su amistad ya no iba a ser la misma que antes. Cuando Rafe se hubo marchado, Lance procuró sacudirse esa sensación de melancolía. Se sentía tan frustrado y agotado que no estaba seguro de lo que deseaba hacer: si hundirse en el sillón más cercano o golpearse la cabeza contra una de las librerías. Menuda tarde estaba pasando. En primer lugar, Rosalind lo había rechazado, luego la discusión con su hermano y ahora la fricción con Rafe. Dejó escapar un suspiro de amargura y se preguntó si su padre habría tenido días como ese. Seguramente no. Lance dudaba que su noble padre hubiera dejado nunca que las cosas se le fueran de las manos, como le estaba ocurriendo a él. Se acercó a la ventana de la biblioteca y se asomó, pero esta vez no miró hacia el jardín. Sus ojos se clavaron en el sendero que llevaba a los establos mientras sentía una inquietud que se iba apoderando de él de tal manera que hasta sintió dolor físico. Deseó bajar a los establos, coger el caballo y galopar como solía hacer muchos años atrás. Quería alejarse del castillo Leger con el peso de todas sus esperanzas rotas, entre ellas la imagen de su padre. No estaba seguro de adónde ir. Volver al regimiento, quizá. Hacía tiempo que había perdido todas las ilusiones acerca del encanto de la vida militar, pero al menos las cosas eran más sencillas en el ejército.

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Allí siempre sabía quién era el enemigo. No había un hermano de ojos tristes que le removiera la conciencia. Y lo mejor de todo, ninguna dama soñadora buscando a un caballero de brillante armadura. Sólo mujeres interesadas en el tamaño de la cartera de un hombre. Val podría ocuparse de las tierras hasta que Anatole St. Leger volviera. Lance se removió inquieto mientras se preguntaba qué era lo que lo mantenía allí. Mientras pensaba en ello, el hermoso rostro de Rosalind ocupó sus pensamientos. La vio con tanta claridad, sus preciosos ojos azules, mirando y esperando con ilusión la llegada de la noche para el retorno de su héroe. Se imaginó su desilusión si le fallaba. Dejó escapar un profundo suspiro y se alejó de la ventana diciéndose que no iba a ir a ningún sitio. Tenía que organizar la boda y una novia a la que convencer. En cuanto hubiera persuadido a Rosalind de que se casara con él, se hubiera asegurado de su futuro, estuviera arropada por las tradiciones familiares y le hubiera dado un heredero... bueno, entonces no le importaría a nadie si se quedaba o se marchaba. Primero tenía que solucionar lo de la maldita cota de malla, reflexionó con expresión sombría. Ojalá encontrara las palabras justas que decirle a Rosalind, ojalá tuviera un poco de suerte al fin... Quizás esa misma noche sería la de su última interpretación de Sir Lancelot du Lac.

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12 Rosalind caminaba impaciente delante de las ventanas del dormitorio. El brillo de las velas provocaba reflejos danzantes en los oscuros paños como si una docena de pequeñas linternas se balancearan al otro lado. Luces de las hadas, pensaba a menudo Rosalind cuando era niña, pero ahora anunciaban una magia muy diferente. Llegaba la noche, el momento en que la gran mansión del castillo Leger se iba a sumergir en el silencio y aparecería él. Sir Lancelot du Lac. Su querido amigo. Su galante caballero. Jamás había sentido tanta necesidad de un caballero con una brillante armadura: para rescatarla de los pliegues de terciopelo de la trampa que se cernía a su alrededor, desde el señuelo de una leyenda y la tentación de los besos de un hombre y sus ardientes caricias. Hacía ya rato que había tomado un baño, se había puesto un camisón fresco de lino y, sin embargo, todavía sentía el roce de Lancelot deslizándose en su cuerpo, ardiente, íntimo, atormentándola con las sensaciones de un deseo no querido. Apretó los brazos alrededor de su cuerpo y suspiró mientras una pregunta la atormentaba. ¿Y si no conseguía dominarse y no podía dominar a Lance? Se quedó contemplando el lecho con la cabeza llena de imágenes. Se vio desnuda sobre las frías sábanas, sintiendo el calor de sus ojos oscuros en su cuerpo. Desfallecida, por uno de aquellos besos que parecían tener el poder de debilitarla. Mirándolo con deseo, mientras se quitaba la camisa y dejaba al descubierto el pecho liso, bronceado y musculoso. — ¡Basta ya, basta ya! — gimió Rosalind desfallecida. ¿Qué le estaba sucediendo? Era una mujer que siempre había soñado despierta con castillos y caballeros, con reinos lejanos poblados con hadas amables. Y no con salvajes y ardientes revolcones entre las sábanas con seductores bribones con los pantalones demasiado apretados. Podía casi oír la voz ronca de Lance en el oído. «Eres una mujer apasionada y yo un hombre irresistible. Si eres mi novia predestinada, no vas a poder dominarte.» ¿Y si era cierto? Se preguntó Rosalind, horrorizada. La leyenda de los St. Leger sobre la novia elegida sonaba casi como las antiguas leyendas de Camelot. ¿Y si era cierto que estaba destinada a sucumbir ante Lance St. Leger, a pesar de sus esfuerzos?

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Effie Fitzleger lo había predicho y Effie nunca se había equivocado. Hasta el sabio anciano, el reverendo Fitzleger la había seleccionado, al parecer, para ser la esposa de un St. Leger. ¡No! Rosalind ignoraba por qué razón Lance había sido capaz de despertarle tales tentaciones. Probablemente porque era un hombre muy experimentado, que sabía cómo seducir a una mujer y• Rosalind tenía muy poca experiencia en el trato con esa clase de hombres. El cuerpo podía haberla traicionado, pero sabía muy bien dónde tenía el corazón, en algún lugar entre las brumas del tiempo con un espíritu gentil de una época más noble, cuando los héroes no temían mostrarse tan tiernos como valerosos y osados. — Sir Lancelot — murmuró Rosalind cerrando los ojos-. Por favor, no me falles esta noche. Me siento tan temerosa y tan sola. Te necesito más que nunca. Aunque la oración no fue más que un ferviente murmullo, le dio fuerzas y la ayudó a que la turbadora imagen de Lance desapareciera de su mente. Rosalind dio unos pasos por la alfombra procurando no hacer ruido. Todo el mundo, desde su doncella hasta su médico, Val, creían que ya se había acostado y no deseaba alertar a nadie y que entraran en la habitación para ver cómo se encontraba. Se acercó al tocador y se sentó ante el espejo. Seguramente todavía faltaban horas hasta que llegara Sir Lancelot. Aparecería antes de medianoche y Rosalind quería estar preparada. Aunque ya se había peinado tres veces, cogió otra vez el cepillo y lo pasó por los sedosos mechones hasta hacerlos brillar como una cortina de luz de luna. Hizo una mueca a su propia imagen. Pensó que tenía los ojos más grandes que nunca, que parecía ridículamente joven y que tenía ese semblante que Arthur siempre definía como dulce. Dulce

era lo último que deseaba

ser

esa noche. Deseaba

parecer

deslumbrante, radiante, poseer esa clase de encanto que podía lograr seducir a un caballero fatigado para que deseara quedarse con ella para siempre. La mirada de Rosalind se deslizó desconsolada por las imperfecciones de su figura envuelta en el camisón de noche. Delgada, esbelta quizá, pero muy poco seductora. Y el parche del vendaje en el hombro la ayudaba poco a parecer más atractiva. ¿Estaría la herida lo suficientemente curada para correr el riesgo de retirar el vendaje? Sintió escrúpulos de lo que podría ver cuando Val le había cambiado el vendaje, pero ahora se aflojó la camisa y dejó el hombro al descubierto.

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Dejó la tela sobre una silla y se quedó desnuda hasta la cintura. Luego, con unos dedos ligeramente temblorosos, empezó a retirar las capas de gasa. Le animó el hecho que ni siquiera sintió un pinchazo de dolor. Fuera cual fuera la medicina que Val St. Leger le había suministrado, debía ser milagrosa. O quizá la herida no era tan grave como se imaginaba. Seguramente sólo era un arañazo... Sin embargo, cuando por fin terminó de retirar lo que quedaba del vendaje, se le escapó un grito de consternación. La herida había cicatrizado de manera asombrosa, aun cuando todavía estuviera fea y roja. Pero no se engañaba. Aunque pasara mucho tiempo, siempre le quedaría una señal prominente que le estropearía la blancura del hombro. Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva mientras se decía que no tenía que ser ridícula, ya que debía dar gracias por seguir viva. ¿Qué importaba una cicatriz? No iba a mostrarse ante Sir Lancelot de ninguna manera, jamás sentiría sus tiernas caricias, su suave roce. No poseía la suficiente belleza para seducirlo, aunque él hubiera estado vivo y hubiera sido capaz de amarla. Era una situación absurda y sin esperanza, y a pesar de todos sus esfuerzos, sintió cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Apoyó el brazo en el tocador y hundió en él el rostro dejándose llevar por la desesperación. No sintió el ligero movimiento en el aire y no se dio cuenta de que no estaba sola hasta que escuchó la voz profunda que la llamaba suavemente. — ¿Milady? Rosalind se incorporó sobresaltada y se enjugó las lágrimas. El sonido era muy cercano, justo detrás de ella y, sin embargo, solamente vio su imagen reflejada en el espejo. Se volvió en la silla y tardó un poco en ver la alta figura del hombre. Un caballero con una coraza, cabellos oscuros y rostro fatigado, triste sonrisa y ojos hechiceros. Tan etéreo como la luz de las velas y, sin embargo, más sólido y real que los muros del castillo. Soltó un grito. Los ojos oscuros de Sir Lancelot brillaron ardientes, pero su sonrisa se congeló en una expresión atónita. Sólo entonces recordó que se había quitado la ropa. Cruzó rápido los brazos sobre los pechos desnudos y el movimiento pareció sacar a Sir Lancelot del trance en el que se encontraba. — Lo... lo siento, milady. Es evidente que he venido demasiado pronto. Deseaba... deseaba— si un fantasma

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hubiera podido tropezar, Sir Lancelot lo habría hecho mientras se apartaba de la joven. — ¡Oh, no! — exclamó la joven, temiendo que se desvaneciera con la misma rapidez con la que había aparecido. Se fue a levantar, pero entonces el camisón acabó de deslizarse de su cuerpo y Rosalind volvió a sentarse rápidamente. — Por favor, no se vaya... — murmuró, aunque su rostro quemaba como el fuego. Pero la turbación de Sir Lancelot desapareció cuando miró su rostro y Rosalind se dio cuenta de que él había visto las huellas de las lágrimas a la luz de las velas. A la joven le mortificó más que descubriera que había llorado, que el hecho de que la viera medio desnuda. Se las habría enjugado, pero mover las manos en la posición en que se encontraba era impensable y lo único que pudo hacer fue agachar la cabeza. Observó consternada que Sir Lancelot se arrodillaba ante ella. Entonces la miró con unos ojos llenos de preocupación, y eso fue suficiente para que volviera a romper a llorar otra vez. — Milady — dijo con una voz que para ella fue un bálsamo-. Esta noche esperaba encontraros mucho más animada. — Y lo... lo estoy, ahora que cuento con su compañía. — Sin embargo, estabais llorando. ¿A qué se debe este llanto? — A ninguna razón particular. Es demasiado insignificante para mencionarlo. — Contadme — insistió él. Rosalind se agitó porque se sentía más turbada que nunca. — Si desea saberlo, se debe a que de pronto yo... yo me voy a quedar con esta terrible cicatriz en el hombro — abrió los labios en una sonrisa forzada-. ¿Se da cuenta? Ya le he dicho que era una tontería. Sir Lancelot no la miraba como si estuviera de acuerdo con ella. — Dejadme ver la herida — le dijo. Rosalind meneó la cabeza, horrorizada ante la mera sugerencia de tal cosa. — Por favor. No había manera de poder obligarla a que se aviniera a su petición, aunque no pudo resistirse a la expresión de súplica que vio en sus ojos. Lentamente, a regañadientes, sus dedos se deslizaron por el hombro hasta que la herida quedó al descubierto. A Rosalind le pareció que era mucho más grande y terrible de lo que recordaba. Cuando se atrevió a mirar a Sir Lancelot, no encontró repulsión en sus

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ojos, sino solamente una profunda tristeza. Él levantó la mano y pasó los dedos por la zona de la herida. Rosalind no sintió el roce, pero sí un profundo calor. Fue como si todas sus penas, su consuelo y sus cuidados fluyeran directamente de su alma a la suya y la dejaran temblando. — Es una herida grave, milady — dijo-. Cuánto habría deseado que me la infligieran a mí en lugar de a vuestro hermoso cuerpo. Pero si creéis que esta herida estropeará vuestra belleza, estáis equivocada. Poseéis esa clase de belleza que fulgura desde el interior. Rosalind le dirigió una sonrisa vacilante. — Se lo agradezco, señor, pero como la mayoría de las mujeres, me temo que soy lo bastante estúpida para desear más signos externos. — Esos los poseéis en abundancia — las espesas y oscuras pestañas aletearon mientras deslizaba la mirada por la suave columna de su cuello, el suave abultamiento de sus pechos. Rosalind se dio cuenta entonces de que había bajado los brazos y que casi tenía otra vez los pechos al aire. Debió de haberse movido rápidamente para volver a cubrirse, pero no hizo ningún movimiento y se quedó mirando el rostro de Sir Lancelot. ¿Era posible, se preguntó? ¿Era posible que encontrara tales temores y deseos, tal adoración en los magníficos ojos oscuros de ese hombre? Dejó caer los brazos fláccidamente a ambos lados y creyó ver que su galante caballero estaba temblando. No sabía cuánto tiempo hacía que Sir Lancelot se había arrodillado a sus pies, que ella estaba sentada en el borde de la silla, casi sin aliento. Como dos enamorados tejidos en un antiguo tapiz, captados en un instante de éxtasis, de dulce deseo que nunca se desvanecería y que nunca se colmaría. Sir Lancelot fue el primero en volver a la realidad. Se puso de pie y su espíritu pareció temblar mientras se apartaba de ella. — Será... será mejor que os vistáis antes de que cojáis frío, milady. Rosalind no hizo ningún movimiento. Alargó una mano hacia la espalda de él, con el corazón dolorido ante la imposibilidad de colmar sus deseos hacia aquel hombre que adoraba, cuyo roce nunca podría sentir, cuyo amor nunca podría conseguir. Cuando su mano pasó a través de él, recobró el sentido. Cogió la camisa de noche y la puso sobre sus hombros con dedos temblorosos. Cuando Sir Lancelot se dio la vuelta y quedó frente a ella, la pasión que Rosalind había visto en sus ojos podía haber sido tan sólo imaginaciones suyas.

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— Deseo fervientemente que me perdonéis, milady — dijo-. No debería haberos mirado. Pero es que hacía tanto tiempo que no contemplaba unos encantos como los vuestros. — Está bien — repuso Rosalind, procurando recuperar la compostura-. No me importa que me haya visto desnuda — añadió sonrojándose. — ¿Porque sólo soy un fantasma? — preguntó él con una triste sonrisa. — No, porque... «Porque le amo.» Rosalind se tragó aquellas imprudentes palabras cuando iba a decirlas y se concentró en la cinta del camisón para evitar su mirada. — Porque usted es un hombre de honor y sé que nunca albergaría malos pensamientos sobre mí. — Me concedéis demasiada confianza, milady — murmuró Sir Lancelot con un gesto de sobresalto. Rosalind levantó la mirada sorprendida mientras se preguntaba qué podía haber dicho para ponerlo tan hosco, aunque él rápidamente se ocultó detrás de una de sus cegadoras sonrisas. — En mis ansias por volveros a ver, creo que os he perturbado con mi aparición inoportuna. Permitidme que os salude de un modo mucho más adecuado: Os deseo muy buenas noches, mi encantadora lady Rosalind — dijo, haciéndole una cortés reverencia. — Buenas noches, señor. — Rosalind se levantó y le devolvió la inclinación, con un remilgo que apenas ocultaba el delicioso temblor que le recorrió el cuerpo. ¿Estaba ansioso por verla de nuevo? Sir Lancelot se alejó unos pasos y se la quedó mirando con expresión pensativa. — A pesar de vuestro disgusto por la cicatriz, me agrada veros tan recuperada. Confío en que durante mi ausencia hayáis recibido buenos cuidados. — Oh, sí. Todos son encantadores conmigo, excepto... — ¿Excepto? — insistió Sir Lancelot cuando ella titubeó. Rosalind se mordió el labio inferior. No quería molestar a su noble héroe con su inquietud en cuanto lo veía, aunque no podía remediarlo. Si hubiera sido posible, se habría acurrucado entre los fuertes brazos de Lancelot. Lo que la retenía era saber que habría atravesado el cuerpo del caballero y que probablemente habría acabado dándose un golpe en la cabeza contra la pared. — Es por su descendiente — dijo al fin-. Lance St. Leger. Me ha hecho algo terrible.

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Lance alzó los hombros casi con la resignación de un mártir. — ¿Qué ha hecho ahora? — ¡Me ha pedido que me case con él! Sir Lancelot, por un instante, pareció algo desconcertado. — Ah, por San Jorge. ¿Es que no se va a acabar la villanía de ese hombre? — exclamó. Rosalind sonrió débilmente mientras se daba cuenta de lo absurda que debía de haber parecido su queja. — Es cierto, señor. Su propuesta me ha llenado de inquietud y ha sido mal recibida — se apresuró a decir. La joven recordó la escena y caminó nerviosa por la habitación. — Supongo que la intención de Lance era buena. Seguramente quería salvar mi reputación y cuando lo rechacé, pareció que aquello lo disgustaba de verdad. Habría sentido pena por él de no ser por su reprobable comportamiento. — Yo ni siquiera estaba... yo... quiero decir, ¿qué más os ha hecho ese bribón? — Directamente, nada, pero mi doncella me ha contado lo que ha estado haciendo en el piso de abajo. Jenny me ha dicho que ha visto rollos de telas que han traído para mi ropa de novia y a Lance reunirse con el abogado y el vicario como si quisiera obligarme a casarme con él. — Difícilmente podría hacerlo, querida — dijo Sir Lancelot en tono apaciguador. — Claro — admitió Rosalind a regañadientes. Aunque podía hacer otras cosas, pensó. Esas cosas que la dejaban débil y entregada en sus brazos y amenazaban con hacerle perder el juicio. Y tuvo el presentimiento que si se sometía a la seducción de Lance, perdería... perdería para siempre a su querido Sir Lancelot. Y no es que le perteneciera en absoluto, se vio obligada a reconocer. No, sólo lo llevaba en su corazón. Se dirigió a su galante caballero completamente desesperada. — ¿No hay nada que usted pueda hacer para detener a Lance? — suplicó-. ¿No podría encontrar alguna manera de sacarme de aquí, de ocultarme en alguna casita tranquila? — No, querida mía— repuso él-. No puedo ayudaros a escapar, y no estoy seguro de que lo hiciera si pudiera. Aquellas palabras dejaron atónita a Rosalind. — ¿Por qué no? — Está la cuestión de la leyenda. Si vuestro destino es ser la esposa de Lance... — Usted mismo me dijo que no estaba seguro de creer en esa leyenda.

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— He aprendido rápidamente a respetar las tradiciones de la familia St. Leger— replicó Sir Lancelot-. Aunque dejando la leyenda a un lado, milady, existen unas consideraciones prácticas que habría que hacer. La cuestión de vuestra reputación y vuestras terribles circunstancias. Lance St. Leger puede ser un bribón despreciable, pero os daría un hogar, unas rentas seguras y creo que se esforzaría todo lo posible por haceros feliz. — Parece que todo el mundo está determinado a empujarme a una unión sin amor — dijo Rosalind con la voz ligeramente quebrada-. Creí que había jurado solemnemente rescatar a las damiselas en dificultades. Pensé que usted era mi amigo. — Ah, mi querida Rosalind, soy vuestro amigo — le sonrió con tanta ternura que le hizo daño. Alargó las manos hacia ella, un gesto inútil. — Milady— añadió suavemente-. Yo sólo deseo que estéis a salvo. Rosalind se apartó de él con expresión de reproche. — ¡A salvo! Yo no deseo estar a salvo. Toda mi vida he estado dentro de un entramado de lecturas sobre romanzas y leyendas mientras el mundo se iba apartando de mí. Ya estoy harta. Se dio cuenta de que debió parecerle una joven petulante, pero no había podido dominarse, la rebeldía que subyacía en ella creció en su interior como una dolorosa marea. — Por una vez, me habría gustado encontrar una leyenda para mí sola. Un poquito de pasión, de excitación y... y aventura. — ¿No creéis que Lance puede ser capaz de aportaros tales cosas? Posee una reputación de... — Ya conozco la reputación de Lance — dijo Rosalind con amargura-. Oh, debo admitir que ese hombre tiene un peligroso atractivo y aprovecha todas las ocasiones. Pero no cree en la caballería, en la magia y en los sueños. Simplemente no es... no es... — ¿No es qué, milady? — preguntó. Rosalind levantó la cabeza para mirar a Sir Lancelot y fue incapaz de reprimir el anhelo que denotaba su voz. — No es usted — murmuró. — No, ciertamente Lance no es yo — dijo él con una amargura inexplicable-. Perdonadme, milady, que ni siquiera pueda pretender comprender mal la naturaleza de los sentimientos que os despierto. Pero os aseguro que soy indigno de ellos.

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Rosalind se ruborizó, avergonzada, porque se dio cuenta de que se había delatado. Siempre había sido demasiado impulsiva, demasiado transparente en sus emociones. Estaba claro que había inquietado a Sir Lancelot con su amor no correspondido. Y ese hombre era demasiado caballeroso, demasiado noble para herir voluntariamente a una dama. — Lo siento — dijo tartamudeando-. No he querido agobiarlo... con mi afecto. Ya sé que le es imposible volver. — ¡Ah, milady! Todos los sentimientos tiernos murieron en mí hace mucho tiempo, cuando me deshonré por causa de una mala mujer— vaciló un momento antes de seguir-. Pero si por algún milagro, recuperara la vida y el corazón, entonces ambos os pertenecerían por entero. Rosalind permaneció en silencio, sin aliento, con el corazón desgarrado entre la esperanza y la incredulidad. No debía de haberlo oído bien. — ¿Está... está diciendo que podría amarme? — Sí, milady, hasta el día que... — apareció en su rostro una sonrisa triste-. Os amaré eternamente. Rosalind avanzó torpemente hacia él, con los brazos extendidos, el corazón latiéndole en los oídos. La mano de Sir Lancelot se alargó para rozar la de ella, los dedos parecieron unirse en un resplandor luminoso y, sin embargo, no consiguieron tocarse. Fue la dulce comunión del alma y del corazón. Sir Lancelot no podía besarla, pero la acarició con la oscura ternura de sus ojos que ella sintió fluir de él de una manera que apenas podía creer. — Me... me ama — murmuró. Los labios de Sir Lancelot se abrieron en una sonrisa temblorosa tan llena de maravilla como la de ella. — Sí, señora. Desde el instante en que os vi. — ¡Oh, Dios mío! — Rosalind emitió una risita trémula y sus ojos se empañaron con una alegría demasiado fuerte para poder dominarla-. Entonces no importa nada más. La sonrisa de Lancelot se transformó en una expresión triste mientras apartaba las manos. — No, milady. Mi amor por vos no os puede deparar nada. Debéis comprometeros con Lance St. Leger. Rosalind también dejó caer la mano a un costado mientras su felicidad se nublaba con un doloroso desconcierto.

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— ¿Dice que me ama y, sin embargo, me empuja a que me case con otro hombre? — No existe otra elección, señora. — Sir Lancelot abrió las manos con un gesto de impotencia-. Miradme. Sólo soy un fantasma, una mera sombra de lo que fui y nunca volveré a ser. No podría cuidarme de vos como desearía hacerlo. — Pero si me caso con Lance, ¿no se repetiría otra vez lo de Arturo y Ginebra? — sugirió Rosalind tímidamente. — Sería mi destino, señora. Siempre maldito por tener que amar a la esposa de otro hombre. — No, yo no podría permitirlo. Ni Lance tampoco. — Si os preocupa herir a St. Leger, milady, no lo hagáis. — Sir Lancelot habló con una dureza muy poco habitual en él-. Os aseguro que él no posee una sensibilidad tan frágil que pueda preocuparos. Rosalind se agitó incómoda, se temía que Sir Lancelot estaba en lo cierto. Después de todo, le había dicho a Lance que amaba a otro y eso no le había hecho ninguna gracia. Sin embargo, seguía determinado a casarse con ella. La voz de Lancelot se suavizó, dirigió la mano al borde de los cabellos de Rosalind y el gesto topó con la sensación de futilidad y de anhelo sin esperanza. — Tiene que haber algo bueno en Lance. Seguramente la propuesta que os ha pronunciado... es el acto mejor y más honorable que habrá hecho en toda su miserable vida. Me gustaría, al menos una vez, poderle mirar a la cara y sentirme orgulloso. Os lo ruego, milady. Permitídmelo. Rosalind se retorció las manos y sintió como si su corazón también se estuviera retorciendo. Le era difícil negarle algo a Sir Lancelot, sobre todo cuando la miraba de ese modo, con sus ojos expresando ese amor atormentado, ese desespero y esa ternura. Sin embargo, lo que le estaba pidiendo era casi un imposible. — Si me casara con Lance — argumentó— , ¿cómo podría verle? ¿Cómo podría venir a visitarme cada noche? — No podría. Tendríamos que decirnos adiós. — ¡No! — exclamó Rosalind con el alma en vilo, mirando aterrorizada a Sir Lancelot temiendo que pudiera desvanecerse ante sus ojos. Cuando sus manos pasaron a través de él, aumentó su desesperación. — Pero milady, sería mucho mejor que... — ¡No! — volvió a gritar ella con más fuerza-. ¡Si le perdiera ahora me moriría!

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Lancelot se la quedó mirando perplejo. Un fantasma no podía suspirar, pero emitió un sonido lleno de desaliento y resignación. — Muy bien — dijo-. Continuaré viniendo a visitaros. Pero a cambio debéis prometerme que os casaréis con Lance. — ¿Cómo voy a hacerlo si le amo a usted? — Milady, ya tengo demasiados remordimientos que me atormentan. No permitáis que vuestro amor se convierta en otro de ellos. Si me viera obligado a veros en una vida llena de pobreza y de soledad, no lo podría soportar. Rosalind comprendió la sinceridad de aquellas palabras, escrita en cada uno de los rasgos de su noble semblante. — Vuestra boda con Lance — siguió argumentando Sir Lancelot-, no haría disminuir lo que sentimos el uno por el otro. Se convertiría en esa clase de amor cortesano que los trovadores solían cantar. — ¿Amor cortesano? — repitió Rosalind. — Sí, una moda muy popular en mis tiempos, aunque yo nunca entendí por qué. Una dama respetable se casaba con un noble, le daba herederos, se ocupaba del castillo, un arreglo muy práctico, mientras había entregado su corazón a algún caballero que llevaba a cabo valerosas acciones en su honor y a cambio sólo recibía una sonrisa. Rosalind asintió con la cabeza con expresión soñadora. — Un amor destinado a permanecer puro y casto, insatisfecho. Y, sin embargo, para mí sería suficiente. — ¿Lo sería? — dijo Sir Lancelot dirigiéndole una mirada enigmática. — Oh, sí, ¿existe una manera más elevada de amar? — Es posible que no — repuso Lancelot con una sonrisa llena de tristeza-. Entonces yo juraré que nunca os abandonaré y, a cambio, vos prometeréis hacer cuanto yo os pida. Rosalind luchó un momento con sus dudas, pero no pudo resistirse al ruego que vio en los ojos expresivos de Lancelot, ni a la dolorosa conciencia de que no podía hacer más por el fatigado espíritu de su amor, condenado a vagabundear por la tierra durante toda la eternidad. Sólo había una cosa que podría dar un poco de paz a ese noble corazón. Y quizás era el único modo que pudieran seguir juntos. — Está bien — dijo con un hilo de voz-. Me casaré con Lance St. Leger.

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Una luz parpadeó allí donde no debería de haber nadie, en la alta torre encima del viejo castillo, la zona más antigua y misteriosa del castillo Leger. La cámara donde Próspero, el gran hechicero, una vez había vivido, adentrándose en los conocimientos prohibidos y lanzando sus pérfidas maldiciones. Sin embargo, aquella noche la cámara estaba ocupada por otro espíritu inquieto. Lance St. Leger vagaba sin rumbo en el interior de las gruesas paredes de piedra, buscando el lugar donde había abandonado el estorbo de su cuerpo unas horas antes. La linterna que había dejado ardiendo arrojaba su débil brillo en un esfuerzo por apartar lo que quedaba de la noche e iluminaba la habitación de la torre con todos sus enseres medievales. La cámara parecía detenida en el tiempo, la madera oscura del pequeño escritorio, los pesados cofres rematados con pana, el armario que contenía extraños pergaminos y volúmenes procedentes de los lugares más alejados del mundo; frascos misteriosos y recipientes para el arte de la alquimia, todas estas cosas parecían esperar el retorno del señor y maestro que se rumoreaba había perecido entre las llamas hacía mucho tiempo. El cuerpo de Lance reposaba sobre el lecho cuyos postes de madera maciza estaban tallados con complicados símbolos, reminiscencia de los motivos utilizados por los antiguos celtas. Lance se echó hacia atrás y vaciló sólo un momento antes de someterse al proceso de retorno a su cuerpo. El espíritu volvió a la carne. Esta vez no había estado mucho tiempo fuera, por lo que la sacudida no fue muy fuerte. Un temblor, una bocanada de aire y abrió los ojos mientras salía del trance que él mismo se había inducido. Poco a poco la respiración comenzó a normalizarse. Estuvo echado e inmóvil durante mucho rato, contemplando el fiero dragón de los St. Leger pintado sobre el dosel de madera encima de su cabeza, porque todavía no se sentía cómodo dentro de su piel. Imaginó que las serpientes tampoco se sentían cómodas. Por esta razón siempre mudaban la piel. Si él hubiera podido despojarse con tanta facilidad del sentimiento de culpabilidad que le producía aquellas visitas nocturnas. Había conseguido lo que quería, es decir, convencer a Rosalind que debía casarse con él. Pero era una victoria hueca.

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Se incorporó lanzando un gemido porque la pesada cota de malla le obligó a echarse hacia atrás como si estuviera sujeto con grilletes. Aunque lo prefería a la sensación de tener los músculos rígidos y al dolor de espalda. Se había condenado a sí mismo con esas cadenas de falsedades a cambio de pasar unas buenas noches. Era lo que se merecía después de todo lo que le había hecho a la pobre Dama del Lago: contarle las mayores mentiras, confundirla, engañar a su corazón, demasiado confiado. Y ella se había enamorado del ridículo fantasma que él había creado. Lance ignoraba la magnitud de su amor hasta esa misma noche, cuando ella hizo aquel gesto extraordinario, cuando los finos brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo dejando expuestos todos sus encantos y toda su vulnerabilidad. La cicatriz que tanto la horrorizaba, la suave inclinación de los hombros, la perfecta redondez de aquellos pechos pequeños; todo lo reveló tímidamente a su héroe. Sin embargo, él no era el galante caballero arrodillado a sus pies que ella creía, sino un mentiroso, un cínico que había asediado y probado a demasiadas mujeres. ¿Por qué Rosalind lo conmovía tanto, entonces? Había despertado en él un deseo de pureza que brotaba ardientemente de su alma e iba directamente a la de ella. Desgraciadamente, ahora que se había reunido con su cuerpo, no era esta parte espiritual de su anatomía la que estaba siendo afectada por el recuerdo de la belleza desnuda de la joven. El deseo corría por sus venas con una fuerza cada vez más poderosa y profunda, hasta el punto que le producía dolor y una fina capa de sudor en la frente. Consiguió torpemente deslizar las piernas a un lado de la cama, respiró varias veces mientras luchaba contra la abrumadora sensación. Deseaba a aquella mujer. Dios, cuánto la deseaba, con un ansia que iba más allá de la razón, más allá de cualquier sentido de la decencia. Y lo peor de todo era que no sabía cómo iba a conseguirla, ni siquiera una vez que estuvieran casados. No con Sir Lancelot du Lac llenándole la cabeza con esas estúpidas ideas sobre el amor cortesano, adoración pura y casta desde la distancia. Consiguió ponerse de pie, rígido y contuvo la respiración cuando vio su imagen reflejada en la pulimentada superficie de acero de un escudo en la rugosa pared de piedra. No, esa no era su imagen, pensó Lance amargamente, sino la del odiado rival, el noble amor de Rosalind. Sir Lancelot le devolvió la imagen de un borroso fantasma vestido con la cota de malla, los negros cabellos sueltos y unos ojos profundos.

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— Bastardo traidor — murmuró Lance-. Esta noche te has introducido graciosamente en la vida de la dama. ¡Se suponía que tenías que hacerle la corte para mí, no para ti! «Oh, milady, si mi vida y mi corazón me fueran devueltos por un milagro, os pertenecerían por entero a vos — se imitó Lance a sí mismo con ferocidad-. ¿Qué diablos pensabas que estabas haciendo, soltando tales palabras sin sentido?» — No, muchacho — de las sombras, a espaldas de Lance, llegó una voz llena de humor-. La pregunta sería, ¿a quién diablos le estás hablando? Lance dio la vuelta en redondo mientras se le aceleraban los latidos del corazón. Una silueta espectral familiar se arrellanaba en el arco abierto de la habitación de la torre, en la escalera circular de piedra que a sus espaldas se adentraba, en espiral, en la oscuridad. Sin embargo, lord Próspero emitía un resplandor sobrenatural, con la capa arremolinada en un hombro, la túnica escarlata casi iridiscente mientras observaba a Lance con sus ojos rasgados y exóticos. Recuperado de la sorpresa, Lance sintió casi un desmayo. Ya era bastante malo que lo sorprendieran paseando como un lunático en cota de malla y hablando en voz alta consigo mismo. Pero que lo hiciera ese diablo burlón de Próspero... Lance lanzó un juramento en voz alta. — ¡Tú! Eres la última persona que esperaba ver. — ¿Es eso cierto? — Próspero le dirigió una sonrisa lacónica, como si lo que esperaba Lance no le importara lo más mínimo-. Entonces no deberías estar rondando por aquí, jugando a los caballeros y a los dragones en mi torre. ¿No eres ya un poco mayorcito para hacer estas cosas? Lance se ruborizó. — Sólo estaba descansando un poco en tu lecho. No creo que tú lo necesites. — Tienes razón — repuso Próspero abandonando su actitud negligente y apartándose del arco-. Sin embargo, mi biblioteca es otro asunto. Señaló con dedo acusador en dirección al armario. — Algunos de mis libros y documentos han desaparecido. — ¿De verdad? Probablemente mi hermano los ha cogido. Ya te dije que estaba investigando tu historia. — Ese muchacho debería aprender a ocuparse sólo de sus asuntos. Deberías decirle que devuelva mis libros de una vez — le dijo Próspero. — Díselo tú — repuso Lance-. ¿Por qué no sales volando de aquí y vas a molestar un rato a Val? Yo ya he hecho lo que querías, ya he encontrado tu maldita espada.

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— Ya lo sé — dijo Próspero apretando la boca con una mueca de desagrado-. Pero se ha perdido un trozo de cristal. — ¿Y qué? La espada está a salvo. ¿Es que eso no basta? — Eres un St. Leger, muchacho, y todavía no has comprendido el poder que posee ese cristal, hasta el fragmento más pequeño. Si cayera en manos inapropiadas... — El fragmento perdido yace seguramente en el fondo del lago Maiden — interrumpió Lance-. Y si estás pensando, por un momento, que voy a volver a esas aguas frías y tenebrosas, es que te has vuelto loco. Seguramente estás tan loco como muerto. Si ese fragmento de cristal es tan importante para ti, utiliza tu magia para buscarlo y déjame en paz. Próspero arqueó las cejas adquiriendo una expresión de arrogante sorpresa. — Por todos los dioses que esta noche estás de un humor arisco. Sin duda es esa cota de malla. Nunca me gustaron. — Quizá te habrían gustado si alguien hubiera intentado cortarte en dos con una espada. — Un hombre ingenioso e inteligente siempre puede encontrar una manera más inteligente para evitar un final tan desagradable. — Sí, como ser quemado vivo. Próspero frunció el entrecejo, pero Lance le devolvió la mirada. Por el humor en el que se encontraba, no le importaba en absoluto el enfado de Próspero, aunque el hechicero fuera a reducirlo a un montón de cenizas. Irritado por la mirada burlona del fantasma, Lance hizo un esfuerzo para quitarse el ridículo disfraz y luego lanzó la cota de malla contra el suelo de piedra. Próspero profirió una maldición e hizo un gesto irritado mientras la levantaba en el aire. Abrió uno de los pesados baúles, la metió en el interior, y luego cerró de golpe la tapa. Vestido sólo con la túnica de lana, Lance se encaró a Próspero, como si estuviera dispuesto a cruzar la espada con él. En los ojos de Próspero, sin embargo, apareció una expresión pensativa que remplazó a la de disgusto. — ¿Qué es lo que va mal, muchacho? — le preguntó con voz pausada. La inesperada suavidad de la pregunta cogió a Lance por sorpresa. — Nada — murmuró, dirigiéndose hacia el pequeño escritorio de madera y pasando los dedos con nerviosismo sobre la pluma que estaba allí abandonada. Con un gesto del dedo, el hechicero alejó la pluma cuando Lance la iba a coger. — Al parecer, es esa clase de «nada» que lleva a un hombre a la falta de atención — dijo Próspero observándole con los ojos entornados-. Si no me equivoco,

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tienes el signo inequívoco del St. Leger con la sangre caliente y que se caracteriza por la ineludible urgencia de reclamar una compañera. — No seas ridículo — repuso Lance, frotándose la nuca. Demonios, tenía la piel muy caliente, ardiendo casi. — No veo por qué te atormentas, muchacho — siguió diciendo Próspero como si Lance no hubiera hablado-. Creo que tu dama ya está aquí, refugiada en tu lecho, esperando. — Pero no a mí — dijo Lance bruscamente-. Ella... Le pareció absurdo, pero sintió la extraña necesidad de continuar, atraído por los ojos hipnóticos de Próspero, la sabiduría de siglos que parecían formar el semblante barbado del hechicero, el indicio de compasión que era casi paternal. Esto le llevó a Lance a pensar en su padre, tan lejano e inalcanzable. Y cuando recordó que Anatole St. Leger siempre había sido así, Lance sintió un nudo en la garganta. Aunque su padre hubiera estado en casa, habría sido impensable buscar su ayuda y consejo. ¿Cómo hubiera podido dirigirse al terrible señor del castillo Leger y revelarle que era indigno de ser el hijo mayor y heredero de Anatole? Si le contaba lo que estaba sucediendo sólo conseguiría irritarle y entristecerle. Pero Próspero... Si la mitad de los rumores que contaban de él eran ciertos, había sido como. Lance, salvaje e inquieto, mentiroso y sinvergüenza. ¿Quién mejor para comprender a un bribón de su misma calaña? Lance se dejó caer con desaliento encima de un gran arcón. Apoyó la barbilla en las manos y le contó a Próspero todos los detalles del engaño de que había hecho objeto a Rosalind Carlyon. — Y ahora está dispuesta a casarse conmigo — dijo Lance con expresión fúnebre-. Pero no me quiere a mí. Lo quiere a él. Esperaba que Próspero soltara una carcajada ante aquella situación tan absurda, un hombre rival de sí mismo. Si le hubiera sucedido a otro, él lo habría hecho. Aunque observó un brillo sospechoso en los ojos del hechicero, Próspero replicó con expresión solemne: — Bueno, muchacho, tus problemas tienen una solución muy simple. Lance alzó una mano en un gesto de débil protesta. — No me digas que tengo que contarle la verdad. — ¿Por qué no?

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— Porque adora a Sir Lancelot. Si vieras cómo le brillan los ojos cuando aparece. Está radiante. Si dejo de ser Sir Lancelot, nunca más volveré a ver su rostro iluminado de ese modo. Y yo no conseguiré nada parecido. Era difícil admitirlo. Pero se había vuelto dependiente de las sonrisas de Rosalind, las necesitaba, las deseaba ardientemente tanto como necesitaba el sabor de sus dulces labios. — Ah, te has enamorado de la joven dama— dijo Próspero con expresión soñadora, frotándose la punta de la lustrosa barba. — No, no es eso. Sólo que... — empezó a decir Lance a la defensiva, aunque luego fue incapaz de seguir negándolo. Ni siquiera a sí mismo. Una docena de imágenes de Rosalind aparecieron en su mente. Cómo lo miraba con los ojos abiertos ante cualquier sugerencia de la leyenda, el valor que demostró cuando luchaba para salvar la espada, su optimismo cuando se enfrentaba a los aspectos más tristes de su vida. Su Dama del Lago con su atrevida barbilla, la nariz respingona y aquellos ojos azules. Una hechicera con los pies desnudos, ataviada para siempre con un camisón blanco y una nube de sueños. «Milady... Os amaré durante toda la eternidad.» La voz que retumbó a través de su cabeza era la voz cortesana de Sir Lancelot du Lac. Pero las palabras... Lance titubeó. Aquellas palabras procedían directamente del corazón de Lance St. Leger. — ¡Demonios! — exclamó Lance, atónito-. La amo tanto, que moriría a gusto por ella. Próspero sonrió. — Entonces, te sugiero que se lo digas, muchacho. No a mí. Y... esta vez sin cota de malla. Lance se incorporó con el corazón acelerado mientras consideraba, esperanzado, la posibilidad, aunque recuperó de nuevo el sentido e inmediatamente volvió a sentarse. — No puedo — gimió. — ¿Por qué demonios no puedes? — preguntó Próspero con un asomo de impaciencia. — Porque mi amor por ella no va a cambiar nada — dijo Lance con tristeza-. Le he dado a su legendario caballero, un héroe perfecto. Si ahora retiro a Sir Lancelot, ¿qué voy a ofrecerle en su lugar? ¿Un hombre imperfecto?

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— Te quedarías sorprendido ante la cantidad de mujeres que tolerarían a un hombre a cambio de sentirse amadas y mimadas. Lance se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad y Próspero emitió un sonido que se parecía mucho a un suspiro de exasperación. — Ah, los mortales. Nunca entenderé por qué convertís algo tan simple como el amor en un asunto tan complicado. — Si crees que es tan simple, entonces es que nunca has estado enamorado. — Es muy probable que no — admitió Próspero afablemente-. Elegí a mi esposa por cuestiones más mundanas, como la ambición y la concupiscencia. A pesar de las turbulentas emociones en las que se hallaba inmerso, Lance se quedó mirando a Próspero con expresión atónita. — ¿Te casaste? ¿Sin la ayuda del Buscador de novias? — En mí época no existía. Fui el primer señor de St. Leger, ¿recuerdas? Tuve que confiar en mi propio juicio — la boca del hechicero se torció con una extraña expresión de desprecio-. Yo era un muchacho listo y elegí a una joven honesta de rostro mediocre y enorme fortuna. — No existe ninguna referencia a ella en los documentos de la familia. No está enterrada en las tumbas de los St. Leger, bajo el suelo de la iglesia. — Eso se debe a que mi Agnes tuvo el buen sentido de volverse a casa después de mi muerte. Se casó con un hombre honorable y sencillo que era demasiado sensible para ir tras el conocimiento prohibido y que le dio a la pobre mujer mucha más paz de la que conoció nunca mientras fue mi esposa. En los rasgos habitualmente arrogantes de Próspero surgió una expresión pensativa y pareció que su mirada se concentraba hacia dentro, en los recuerdos que oscurecía el remordimiento. Aquel silencio se dilató tanto, que Lance no quiso interrumpirlo, aunque luego pudo más su curiosidad. — Perdón, milord, ¿crees que es posible que por eso acabarais siendo quemado en la hoguera? — preguntó Lance-. ¿Debido a la maldición por casarte con la mujer equivocada? Próspero dobló la espalda, como si intentara sacudirse los recuerdos. — Basta ya de historias pasadas. Estamos hablando de tu futuro. Si no eres capaz de abandonar esta mascarada por el bien de tu amor, hazlo entonces por una razón más práctica. Tu vida. Estos merodeos nocturnos tuyos son peligrosos. Mucho más de lo que tú piensas.

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— Sí, ya me lo imagino. — Lance dio un golpe con los pies con un gesto de poco interés-. Mi padre ya me lo ha advertido muchas veces. — «Aquel que posea un gran poder debe utilizarlo con sabiduría» — dijo Lance imitando la voz adusta de Anatole St. Leger-. Si cuando me separo de mi cuerpo durante mucho tiempo no vuelvo a él antes de que salga el sol, es muy probable que muera. — ¿Morir? ¡Eso es lo que desearías, muchacho! La fiereza inesperada en la voz de Próspero sorprendió a Lance. Contempló atónito a su antepasado. — El destino que tendrías que soportar es mucho peor de lo que te imaginas — dijo Próspero con voz entristecida-. Estarías atrapado para siempre entre el cielo y el infierno, contemplando caer y desaparecer todo lo que conoces ante el implacable paso del tiempo. Mientras tú continúas incapaz de vivir, incapaz de morir en una eternidad en la que no harás otra cosa que vagar. Durante unos instantes, las palabras de Próspero convulsionaron a Lance; luego soltó una carcajada nerviosa, convencido de que el astuto hechicero sólo intentaba atemorizarle para que abandonara la mascarada de Sir Lancelot du Lac. — ¿Cómo sabes lo que me podría suceder? — preguntó con un tono de burla-. No existe noticia de que un St. Leger haya poseído un poder como el mío. ¿Cómo puedes saber que sufriría tan terribles...? Lance se detuvo, la respuesta le vino de la expresión de profundo desespero que vio en los ojos de Próspero, los ojos de un hombre ya condenado. — ¡Dios mío! — murmuró Lance-. Tú. Tú eras un merodeador nocturno igual que yo. Próspero no dijo nada, se limitó a envolverse en su capa, como si quisiera encerrarse en el aura de misterio que siempre había rodeado su vida. — Limítate a recordar lo que te he dicho, muchacho. Y antes de que Lance pudiera siquiera parpadear, el hechicero desapareció. Le recorrió un helado escalofrío cuando recordó lo cerca que había estado de la zona de sombras de Próspero en una o dos ocasiones. «Atrapado para siempre entre el cielo y el infierno...” Lance se estremeció. La perspectiva era terrible y, sin embargo, hasta la amenaza de un destino tan horrible palidecía ante el otro descubrimiento que había hecho esa misma noche. Ahora que finalmente había comprendido la naturaleza de sus sentimientos hacia Rosalind, nada tenía importancia.

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La fuerza de su amor por ella lo llenaba de pavor, porque era la clase de milagro que no había experimentado desde que era un joven soñador. Y si la única manera que podía ocupar un lugar en el corazón de Rosalind era como el fantasma de un héroe, un merodeador nocturno, entonces seguiría siéndolo. Su dama se merecía cualquier riesgo. Lance levantó la linterna y volvió a la escalera de piedra circular dándole la espalda a la habitación de la torre, y también a la advertencia de Próspero.

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14 La suave lluvia estival golpeaba contra las arqueadas ventanas de St. Gothian, las nubes grises del cielo cubrían como una mortaja el interior sereno de la iglesia y hasta los sonrientes querubines tallados en la pila bautismal parecían estar un tanto sobrecogidos. La iglesia de la aldea era de reducidas dimensiones, la nave apenas podía acomodar a un centenar de almas, pero aquella mañana los bancos estaban vacíos, ocupados tan sólo por un puñado de empleados del castillo Leger, familiares y amigos reunidos para asistir a la boda de Lance St. Leger con lady Rosalind Carlyon. Él, ataviado con su mejor frac azul y una corbata de lazo, estaba de pie ante el altar junto a su temblorosa novia mientras el reverendo Josiah Gramble celebraba el servicio matrimonial con esa voz sonora que sumergía en el sueño a más de un parroquiano. Aunque no fuera algo acostumbrado, Lance sujetaba firmemente con su brazo la cintura de la novia. Para dar apoyo a la pobre niña que todavía se estaba recuperando de sus graves heridas, pensaba la mayoría de asistentes. Sólo Lance era plenamente consciente del temor que dominaba su gesto, porque temía que si la soltaba, Rosalind pudiera cambiar de opinión y salir corriendo. Aquella mañana ella había bajado y le había informado a Lance con una voz apenas audible que había reconsiderado su propuesta de matrimonio y a él le había faltado tiempo para llevarla corriendo ante el altar. A toda prisa había conseguido una licencia especial, avisado al vicario y ni siquiera había esperado que el modisto cosiera el vestido nuevo de Rosalind. Su vestido de novia consistió en las prendas que él sacó del guardarropa de sus hermanas: un vestido de muselina con adornos de ramitas de Leonie, un sombrero de paja de Phoebe y un delicado chal de encaje de Mariah. No era la elegante indumentaria que Lance hubiera elegido para su novia, pero tuvo que admitir que aquella sencillez resaltaba la esbelta figura de Rosalind y su hermoso rostro. Se había transformado de una viuda joven y triste... en una novia joven y triste. Rosalind sujetaba con las manos enguantadas un ramo de brezo, se la veía pálida y temerosa, era tan diferente de la mujer vibrante y risueña que recibía a Sir Lancelot por la noche, que Lance sintió un incómodo dolor en la conciencia. Todavía estaba a tiempo de detener la ceremonia y contarle la verdad.

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Ignoraba qué destino desconocido había señalado a Rosalind para que fuera su novia elegida. Debería dejarla en libertad, entregarle la mitad de su fortuna y dejarla ir. Sin embargo, en cuanto se le ocurrió la idea, los dedos de Lance apretaron con más fuerza la cintura de la joven. Por primera vez durante la ceremonia, Rosalind levantó la mirada del suelo de piedra y la clavó en él. Una mirada de aquel rostro inocente y las buenas intenciones de Lance se convirtieron en polvo. Todo lo que había estado buscando durante su vida inquieta brillaba en sus ojos azules. El honor perdido, las esperanzas perdidas y los sueños perdidos. Cuando llegó el momento de hacer los votos, Lance lo hizo con una voz quebrada por la emoción. Luego llegó la bendición final y el reverendo Gramble cerró el libro de oraciones con una sonrisa de complacencia. Ya estaba hecho. Lance y Rosalind eran ahora marido y mujer. Ella temblaba, pero se mantuvo inmóvil cuando Lance le retiró el velo del sombrero y le dio un casto beso en los labios. Él sólo pretendía darle un beso reverente, pero los labios de Rosalind se pegaron a los suyos con una dulzura y un calor inesperados que lo sorprendieron y provocaron que su corazón comenzara a latir con una esperanza irrazonable. Cuando se enderezó, Rosalind tenía los ojos cerrados. Observó la expresión soñadora en el rostro de la joven y entonces comprendió lo que había sucedido. Se había imaginado que él era Sir Lancelot du Lac. ¿Y por qué no? Pensó Lance amargamente. Era lo que su pérfido rival, él mismo, le había aconsejado que hiciera cuando entró en el dormitorio de Rosalind la noche anterior. Luego ella abrió los ojos y cuando su mirada volvió a clavarse en Lance, fue clarísimo que aquellos maravillosos ensueños habían desaparecido. Antes de que Lance la tomara de la mano y le dijera alguna palabra para tranquilizarla, fueron abordados por Effie Fitzleger que salió de su banco. — ¡Oh, qué felicidad! — exclamó Effie con un arrullo, secándose los ojos con un pañuelo de encaje. Se había pasado casi toda la ceremonia lloriqueando aunque, como sospechaba Lance, no por razones sentimentales, sino porque estaba asistiendo a otra boda que no era la suya. Abrazó primero a Lance, luego a Rosalind sin dejar de repetir sus felicitaciones. A pesar de las quejas de Effie por su papel de Buscador de novias, sentía tanto orgullo por las uniones que propiciaba como su abuelo antes que ella.

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Las felicitaciones de Val, más serenas, se perdieron casi entre la exuberancia ruidosa de Effie. — Confío en que ambos seréis muy felices — dijo dando un apretón de manos a Lance. — Gracias, Val. Ahora que ya me he puesto los grilletes, quizá dejarás de preocuparte tanto por mí. — No sabes cuánto me gustaría — replicó Val, retirando la mano con la misma rapidez con la que la había ofrecido. Su tono alegre parecía tan forzado como la sonrisa de Lance. Desde la tarde de la discusión por Rafe Mortmain se había creado una tensión entre ellos. Aquel día dijeron demasiadas cosas y aún había más que se callaron. Lance era demasiado orgulloso para disculparse y por una vez su hermano, sorprendentemente, se comportó como él. Lance creyó que Val haría algún esfuerzo para disipar el enfado, como siempre. Especialmente durante ese día, en el que él habría necesitado el apoyo y el calor familiar de Val. — Val, yo... — empezó a decir Lance torpemente, pero las sonoras carcajadas de Josiah Gramble ahogaron sus palabras. Effie flirteaba de manera escandalosa con el corpulento vicario, y Rosalind permanecía entre ellos como una sombra silenciosa. — Miss Effie ¿y cuándo será la próxima boda de un St. Leger? — bromeó Gramble-. Confío en que la próxima vez me lo advierta con más tiempo, querida señora. — No tema, señor. Estoy muy fatigada con el esfuerzo que acabo de hacer. Ya conoce mi constitución delicada — dijo Effie, agitando el abanico delante de sus ojos-. Gracias al cielo, no voy a tener que ejercer mi labor hasta dentro de mucho, mucho tiempo. Lance observó la mueca de dolor de Val. — Me parece que ha olvidado algo. ¿Y mi hermano? — intervino con aspereza. — Sí, claro, pobre Valentine — dijo ella encogiéndose de hombros-. Pero no veo las prisas. De hecho, de hecho no hay ninguna novia esperándolo. Lance se puso rígido cuando escuchó esas palabras, y aún más ante la reacción de Val, que se limitó a inclinar un poco la cabeza. ¿Era St. Valentine tan humilde y tan reacio a contestar, ni siquiera cuando se hablaba de su felicidad? Hasta Rosalind sintió el impulso de responder. — Oh, Miss Fitzleger, seguramente debe de estar equivocada — dijo dirigiendo una mirada de simpatía a Val.

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— ¡Uy!, me temo que no. Cuando sucede, lo sé. No todos los St. Leger están destinados al matrimonio. Seguramente Valentine está destinado a cumplir otros asuntos muy nobles, como por ejemplo, una carrera de médico completamente dedicado a su menester y sin tiempo que ofrecerle a una esposa — las plumas del sombrero de Effie se agitaron cuando se volvió y balanceó la cabeza mientras sonreía a Val-. Apuesto a que acabará convertido en un soltero feliz como su primo Marius. ¿Marius? ¿El desgraciado St. Leger cuya novia había muerto en sus brazos? Lance estuvo a punto de intervenir indignado. Iba a dirigirle una agria imprecación pero Effie, con su característico mariposeo, ya había saltado a otro tópico, la ropa nueva de Rosalind. — No, querida mía — dijo, dando unos golpecitos en la mano de Rosalind-. Miss Bell puede ser hábil con la aguja, pero esa mujer no tiene gusto. Antes de dejarla que empiece a dar puntadas, será mejor que me lo consulte. Lance estaba furioso, pero se dio cuenta de que no era ni el momento ni el lugar de corregir a Effie. — No le hagas caso. Ya sabes cómo es Effie — le dijo a Val bajando la voz-. Luego tendré unas palabras con ella. — No es necesario que te molestes. — Lo que necesita es que se la persuada a que se tome en serio su labor de Buscador de novias. Estoy seguro de que si le prometo que voy a comprarle alguna fruslería cara... — Déjalo estar, Lance — le interrumpió Val con una acritud que le sorprendió-. Effie tiene toda la razón. — ¿Razón? — exclamó Lance-. La razón por la que estoy aquí ante el altar es porque fui a consultar al buscador de novias en representación tuya. ¿Qué ha sido de las noches de insomnio y nervios del St. Leger que sabe que le ha llegado el momento de encontrar pareja? — Al parecer, han desaparecido. ¿Desaparecido? Lance se quedó boquiabierto mirando a su hermano. Las últimas noches habían sido para él un puro infierno, noches de inquietud y de nerviosismo, de ardor y de deseo porque necesitaba hacerle el amor a Rosalind. La única paz que hallaba era cuando se sumergía en ese estado de trance y se disfrazaba de Sir Lancelot. ¿Y la necesidad de Val de encontrar una esposa había desaparecido de pronto? A Lance le habría gustado saber cómo diablos su hermano lo había conseguido. Pero antes de que Lance pudiera preguntárselo, Val lo apartó y se alejó.

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Le siguió con una mirada sorprendida, observando en él un cambio que lo asustó. La misma sonrisa gentil, su misma actitud serena, pero le pareció que Val se apoyaba más en el bastón e inclinaba más los hombros. Era como si hubiera otras cosas que encontrar una novia. Como si hubiera perdido toda esperanza de dirimir sus diferencias con Lance. Lleno de culpa y amargura, se decía algunas veces que eso era exactamente lo que deseaba, que se alejara de él. Pero ahora que parecía que lo había conseguido, tuvo que luchar contra la sensación de pánico de que lo dejara de lado. Había ganado una esposa, pero durante la semana anterior tuvo la sensación de que había perdido a un hermano y a un amigo. Lance había invitado a Rafe a la ceremonia. En realidad no pensaba que iría, aunque una parte de él lo esperara. Se esforzó por apartar estos tristes pensamientos y forzó una sonrisa cuando se reunió con los otros invitados a la boda, los empleados que habían trabajado en el castillo Leger durante muchos años y que lo conocían desde niño. El fiel jefe de los mozos de cuadra, Walters, el viejo mayordomo, Will Sparkins, que a menudo cogía a Lance y lo montaba sobre sus hombros a pesar de tener una pierna de madera debido a un terrible accidente en su juventud. Entonces, Nancy, la regordeta esposa de Will, se lo llevó aparte gritando fervientes bendiciones para su joven amo, porque al parecer todavía lo consideraba el pequeño bribonzuelo que siempre le robaba galletas de la bandeja del horno. Mientras Lance recibía sus fervorosas felicitaciones, sus ojos se dirigían al fondo de la iglesia, a la silenciosa figura que antes no había observado. Había un hombre de elevada estatura sentado en la parte más oscura del último banco. Lance se animó. Escapó de aquellos que le estaban felicitando en cuanto pudo y avanzó por el pasillo de la nave mientras sus zapatos resonaban contra las piedras desgastadas grabadas con nombres, monumentos a otros St. Leger que murieron hacía mucho tiempo y que fueron enterrados bajo el suelo de la iglesia. Lance se olvidó por completo de dónde estaba y llamó al hombre en voz alta. — ¡Rafe! Demonios, qué dichosos los ojos. Así que lo has hecho, después de todo. Creí que... El entusiasmo de Lance desapareció al instante cuando la figura sombría se levantó y salió del banco a la luz grisácea que se filtraba a través de las ventanas apuntadas. No era Rafe, sino un hombre mucho mayor, alto y enjuto. El doctor Marius St. Leger, el primo de su padre. Tenía más o menos la misma edad que Anatole St. Leger, pero Marius siempre le había parecido a Lance mucho mayor. Quizá se debía

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a que tenía los cabellos prematuramente canos o las mejillas tan hundidas y las ojeras que acentuaban la intensidad de sus ojos, unos ojos con un brillo tal que parecían consumir al hombre desde el interior. Lance nunca se sentía cómodo en presencia de Marius St. Leger, pero procuraba disimularlo. — Marius — dijo-. Qué... qué sorpresa. — Confío que no sea desagradable. Espero ser un invitado bien recibido — dijo Marius con una triste sonrisa-. Creo que mi invitación ha debido perderse. — Oh, no he enviado invitaciones y no sabía que habías vuelto al pueblo. Oí que te habías ido al norte a ayudar a la mujer de Frederick St. Leger. Pero si hubiera sabido que habías vuelto, desde luego que yo... Lance tartamudeó. Estaba mintiendo y Marius lo sabía. Esto era lo que tanto incomodaba a Lance, el don de Marius de adentrarse en el corazón de los demás y descubrir las emociones más innobles que pudieran ocultarse allí. Sin embargo, el joven sintió el impulso de disculparse, por lo que Marius se apiadó de él y soltó una suave carcajada. — Está bien, muchacho. No me has ofendido, no te preocupes. Tus padres son los únicos a los que vas a tener que dar explicaciones cuando vuelvan y descubran que su hijo mayor se ha casado en su ausencia. — Lo sé — respondió Lance con pesar. Madeline St. Leger lo regañaría, luego reiría y se lo tomaría desde ese punto de vista tan práctico que le era tan característico. Se disgustaría, pero enseguida lo perdonaría como siempre había hecho cuando él se encontraba en un apuro. Pero Anatole St. Leger nunca lo comprendería. Como todo lo demás, la historia de amor con Madeline Breton estaba llena de leyendas. Era indudable que su padre había ganado el corazón de su madre con algo más que una sonrisa, con una mirada de sus impresionantes ojos, tal y como proclamaba la tradición del Buscador de novias. «Dos corazones unidos en un instante, dos almas unidas para toda la eternidad.» El terrible señor del castillo Leger se disgustaría cuando se enterara de que su hijo había convertido en un desastre lo que debería haber sido un simple galanteo. Se sentía apenado, pero dado que se trataba de él, no le sorprendería. Lance soltó un profundo suspiro. — No lo he podido remediar, Marius. Si no hubiera llevado a Rosalind al altar, la habría perdido.

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Entonces se sobresaltó. No deseaba hacer tal confesión, sobre todo a ese hombre que era el amigo más íntimo de su padre. Cruzó los brazos sobre la región del corazón, un gesto que hacían muchas personas cuando se encontraban en presencia de Marius. Aunque fuera inútil. Marius puso una mano en el hombro de Lance y se lo quedó mirando con sus ojos penetrantes. — Ignoro lo que ha sucedido, pero siento que algo va mal entre tú y Rosalind, algo que está haciendo que te sientas culpable. Pero sea lo que sea, Lance, confía en mí. No podrías haber hecho cosa peor que permitir que tu dama se fuera de tu lado. La intensidad de las palabras de Marius sorprendió a Lance hasta que recordó el motivo de las mismas cuando observó los rasgos macilentos del médico perseguido por el recuerdo de su propia equivocación, que alteró el curso de su vida para siempre. Lance se removió incómodo, deseó que Próspero no le hubiera contado que el retraso a la hora de ir en busca de la novia elegida le costó a Marius muy caro, porque su oportunidad de amar murió junto con la desgraciada dama. Lance tuvo el impulso de decir algo, de ofrecerle alguna palabra de simpatía. Pero Marius no parecía esperar nada. En los ojos del hombre sólo había una silenciosa resignación. Dio unos suaves golpecitos en el hombro de Lance y apartó la mano. — Estoy contento de que te hayas casado, que tanto tú como tu esposa estéis sanos y salvos. Me preocupé mucho cuando me enteré de vuestro accidente en el lago Maiden y también me sorprendió mucho. Que un ladrón se hubiera atrevido a poner las manos sobre la espada St. Leger. — ¿Cómo te...? — Lance se interrumpió, frunciendo el entrecejo-. Oh, claro, Val. — No te enfades con tu hermano. Ha estado muy preocupado y necesitaba confiar sus temores a alguien. — Marius vaciló un momento, para luego añadir-: ¿Has hecho algún progreso para aprehender al villano? — No, aunque sin duda Val ya te habrá contado sus teorías al respecto. Marius asintió pero no dijo nada y dio a Lance la oportunidad de cambiar de tema. Pero a él le resultó difícil hacerlo. El primo de su padre era el único hombre que podía apartar de Val las dudas que tenía sobre Rafe Mortmain. Lance no quería preguntárselo a Marius, pero no lo pudo remediar. — ¿Y tú qué opinas de Rafe Mortmain? No creo que nunca... nunca...

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— ¿Haya mirado en el interior de su corazón? — preguntó Marius suspirando. Procuro, si puedo evitarlo, no utilizar mi talento. Ir en busca de los secretos de un hombre hace que con frecuencia se descubran cosas acerca de él que no quieres conocer. Pero... sí. A petición de Val, intenté emplear mi poder con Rafe. — ¿Y? — Rafe no es un hombre fácil de leer, pero me recuerda extrañamente a un perro que tenía Caleb St. Leger. — ¿Un perro? — repitió Lance con incredulidad. — Sí. ¿Recuerdas a ese animal que Caleb llamaba Cannis? Medio domesticado, medio salvaje, la pobre criatura parecía que no sabía a ciencia cierta lo que era. Hasta el día en que se revolvió contra Caleb y estuvo a punto de arrancarle la mano. — Marius sacudió la cabeza con tristeza-. Todavía recuerdo que ese gigantesco primo tuyo lloró como un bebé cuando le obligaron a deshacerse del perro. Lance era muy joven entonces, pero recordaba muy bien el incidente. — No comprendo qué tiene que ver ese perro con Rafe — dijo, frunciendo el entrecejo. — Pues que Rafe es igual que él, medio salvaje y medio domesticado — dijo Marius con expresión sombría-. Deberías tener cuidado, Lance, de no estar demasiado cerca de ese hombre el día en que finalmente se decida a ser una cosa u otra. Las palabras del médico lo incomodaron más de lo que estaba dispuesto a admitir. En ocasiones, había sentido ese tirón en Rafe, una lucha con sus sombras interiores. Pero a diferencia de Val y del resto de los St. Leger no estaba convencido de que finalmente fuera a triunfar su parte salvaje. Por lo tanto, tras agradecer la advertencia a Marius, añadió: — Y ahora es mejor que vayamos a ver a la novia. Aunque ya se ha recuperado de la herida, todavía se cansa mucho. Si quieres acompañarnos al castillo Leger, compartirás con nosotros un sencillo desayuno de bodas. Lance le dirigió una breve inclinación y se encaminó hacia el castillo, mientras el médico lo contemplaba alejarse con el entrecejo fruncido. Marius volvió a sentarse en el banco a esperar. Vio que envolvía con su capa a Rosalind para protegerla de la lluvia y pronto se encontró solo en la iglesia. Solamente uno de los invitados de la boda se quedó atrás. Val avanzó cojeando hacia él, mientras la punta del bastón resonaba en la iglesia vacía. — ¿Y bien? — preguntó Val sin preámbulos-. ¿Has podido hablarle de Rafe? — Lo he hecho.

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— ¿Y ha tomado en cuenta tu advertencia? — No. ¿Acaso esperabas que lo hiciera? — repuso Marius con una sonrisa triste. — Ya sé que Lance no valora en absoluto mis opiniones. Pero confiaba en que si tú intervenías... — Val dejó caer los hombros al tiempo que reconocía su decepción. Marius había sido su maestro, su amigo, como un segundo padre para él. Excepto Anatole St. Leger, no existía nadie cuyo consejo valorara tanto. Pero ahora creyó que había sido una locura pensar que el cabeza dura de su hermano llegara a albergar el mismo sentimiento. Val apretó las manos, nervioso, alrededor del bastón. — Entonces sólo se puede hacer una cosa: encontrar alguna prueba contra ese bastardo. — Confío en que tengas cuidado, Valentine — contestó Marius con expresión preocupada-. Eso puede ser muy peligroso. — No le tengo miedo a Rafe Mortmain — dijo Val con ferocidad-. Pero sin duda, como todos los demás, sólo me crees capaz de empuñar una pluma o este bastón infernal. — Lo sabes mejor que yo, mi querido amigo — le advirtió Marius suavemente. Soy perfectamente consciente de tus capacidades. Quizá el peligro que veo se refiere más a tu hermano y a ti. Me ha producido una gran tristeza ver cómo os enemistáis. Lance considera a Rafe un amigo. Si fueras el único que pusiera en peligro esa amistad, no estoy seguro de que Lance te perdonara por ello. — No me importa el perdón de Lance — dijo Val con amargura-. El asunto no puede ir peor. Marius le dirigió una mirada solemne. — Rezaré para que tengas razón. Cuando Rosalind llegó a la soledad de su dormitorio, la lluvia arreciaba. Se quitó el sombrero que estaba húmedo y el chal y los puso a secar en la mesa del vestidor. Eran parte de la indumentaria que había tomado prestada de las hermanas de Lance que no conocía todavía. Se sentía tan culpable como si se las hubiera robado. Se quitó los guantes y se quedó mirando con desmayo el costoso anillo de oro que ahora le rodeaba el dedo donde antes había estado el de Arthur, más modesto. Había estado durante toda la ceremonia de la boda como una mujer que caminara por un sueño vago y perturbador. Ahora, sin embargo, la realidad la azotaba con más fuerza que el diluvio que golpeaba las ventanas. ¡Dios del cielo! ¿Qué había hecho? Acababa de casarse con Lance St. Leger.

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Le había parecido todo tan sencillo, tan razonable cuando por la noche Lancelot du Lac le murmuró palabras de pasión y consuelo al oído, envolviéndola con su amor cortesano, un completo caballero, de los pies a la cabeza, para adorarla y servirla y un marido por conveniencia y decoro. Pero todo eso era muy diferente a la luz sombría y grisácea del día, cuando estaba ante Dios y ante el vicario jurando solemnemente honrar, amar y obedecer a su marido y mantenerse fiel a él por el resto de su vida. Rosalind tiritaba, se frotó los brazos desnudos bajo las mangas del vestido de muselina. Era como si ya hubiera empezado a engañar a Lance, porque cuando aceptó su proposición, le informó que su amor pertenecería siempre a otro, a otro hombre con el que nunca podría casarse. Lance no le había preguntado el nombre de su rival, cosa que Rosalind le agradecía. No se imaginaba intentando explicar a una persona tan cínica como él, que no sólo se había enamorado de un fantasma, sino que éste era su antepasado, el legendario Lancelot du Lac. Por suerte la única preocupación de Lance había sido convencerla para que se casara con él y lo más pronto posible, sin duda para poder olvidarse de ella y volver a sus correrías. Y, sin embargo... Rosalind retorció el anillo de bodas frunciendo el entrecejo. Lance había sido tan amable y tan paciente cuando la acompañó a la iglesia por la mañana, tan comprensivo ante su nerviosismo. Le había recordado que se trataba de una boda sólo de nombre. Jamás intentaría tocarla si ella no lo deseaba. No esperaba tal caballerosidad de él, así como tampoco que hiciera el juramento con esa voz temblorosa y quebrada. Casi como si... como si de verdad significara algo para él. Ridículo, se dijo. Lance no la amaba más que ella a él. Y ella no estaba planeando deshonrar su matrimonio entregando su cuerpo a otro hombre, sino sólo su corazón. Sin embargo, pensar en ello no le tranquilizó demasiado la conciencia. Le costó enfrentarse a su imagen en el espejo. La joven infeliz con unos rizos ligeramente húmedos enmarcando el rostro demacrado le pareció una extraña. Rosalind se acercó más al cristal del espejo, buscó alguna huella de su antigua serenidad, de aquella dulce inocencia que siempre había lamentado. ¿Sólo fueron imaginaciones o el gesto de la boca se le había endurecido y en sus ojos se atisbaba una cierta malicia? ¿El sonrojo no era más descarado? Continuó su examen hasta que fue interrumpida por una llamada a la puerta del dormitorio.

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— Entre — dijo distraída, sin preocuparse de quién pudiera ser. Su corazón sufrió un sobresalto cuando la puerta se abrió y apareció su marido en el umbral. — ¡Lance! — exclamó apartándose del espejo con una sensación de culpabilidad, tal como si la hubieran cogido desprevenida con un amante. Él hizo el ademán de entrar, sonriendo, pero luego se detuvo. — ¿Todo va bien? — preguntó con el entrecejo ligeramente fruncido-. ¿No has cogido frío después del paseo bajo la lluvia? — Oh, no, no. Estoy perfectamente — tartamudeó ella. De los dos, pensó que era Lance quien estaba peor, porque la había protegido con su capa cuando la suave llovizna se había convertido en lluvia torrencial. El gorro de castor lo había protegido muy poco y todavía tenía los oscuros cabellos húmedos y despeinados de tal manera que le daban la apariencia del caballero que vuelve lleno de sudor del fragor de la batalla. Probablemente el frac también se habría estropeado, pensó Rosalind con una punzada de dolor. Se lo había quitado, pero aún en mangas de camisa, con los pantalones y el chaleco bordado, seguía estando elegante. Extraordinariamente hermoso y viril. Su mera presencia era suficiente para hacerla sentir mujer. Se dirigió hacia la puerta, pensando que no sería oportuno entrar con él en el dormitorio. Tanto si lo había jurado como si no. — Sólo necesito un minuto para refrescarme — dijo-. Sin duda Nancy habrá empezado a servir el desayuno. Nosotros deberíamos... — No hay prisa — la interrumpió Lance, sin apartarse del umbral-. Val y Marius todavía no han vuelto del pueblo. Y a mí me gustaría estar unos momentos a solas con mi esposa. — ¡Oh! — Rosalind se llevó la mano al cuello mientras su corazón comenzaba a latir con desenfreno con una extraña mezcla de alarma y de deseo. — No para eso — se apresuró Lance a tranquilizarla. — Oh — Rosalind inclinó la cabeza, mortificada porque le dio la sensación de que parecía casi decepcionada. — Te lo prometí... y aunque yo no... Bueno, no lo intentaría, al menos no antes del desayuno. Lance lo dijo tartamudeando, algo que Rosalind nunca le había visto hacer. La joven levantó la mirada, sorprendida al descubrir que el arrogante bribón estaba desconcertado. Lance tomó fuerzas lanzando un profundo suspiro. — Lo cierto es que quería verte porque me había olvidado de algo, de algo que no te había dado.

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Lance entró en la habitación y cerró la puerta mientras que con la otra mano sacó la funda que llevaba colgando de la cintura. De aquella funda de cuero sobresalía una empuñadura dorada que a ella le resultó familiar: el fascinante cristal que centelleó a la débil luz de la habitación. La joven palideció. Esto probaba hasta qué punto Lance la turbaba, porque había aparecido en la puerta de su habitación con la espada St. Leger colgada al cinto y ella ni siquiera se había dado cuenta. Hasta ese momento. Mientras desenvainaba la magnífica hoja, el corazón le dio un brinco porque sabía lo que iba a suceder y eso la llenó de pavor. Lance balanceó la magnífica espada entre las manos mientras se aclaraba la garganta. — Es una antigua costumbre que el heredero del castillo Leger entregue a su esposa esta... — Oh, por favor — dijo Rosalind retrocediendo unos pasos-. Yo no la quiero. Su reacción pareció desconcertar a Lance, pero se apresuró a asegurarle: — Ya sé lo que debes pensar, Rosalind. Que esta condenada cosa ya te ha puesto bastante en peligro. Sin embargo, te voy a dar un cofre, donde siempre he mantenido la espada guardada y te prometo que no habrá ladrón en el mundo que sea capaz de atravesar los muros del castillo Leger. — No es eso lo que temo. — Entonces ¿qué es lo que temes, corazón? ¿Corazón? Rosalind dio un respingo. ¿Cuándo Lance la había llamado así? La joven, rápidamente, dio otro paso atrás. — No puedo tener la espada porque sé lo que significa dármela. Me lo dijo tu hermano. — Gracias, St. Valentine — murmuró Lance-. Siempre tan servicial. Lance hizo otro intento de aproximación, pero soltó un sonido de frustración cuando Rosalind se alejó de él y quedó fuera de su alcance. — Rosalind, es otra de las absurdas costumbres de mi familia. No significa nada. — ¡Sí que significa! Si me entregas esta espada, significa que me entregas también tu corazón y tu alma para toda la eternidad. No sería muy apropiado en nuestro caso. Deberías... deberías... Deberías hacer qué, pensó Rosalind, vacilando en silencio. ¿Guardar la espada para dársela algún día a la mujer que amara, a su verdadera novia elegida? Sin embargo, se suponía que ella lo era. Y como se había casado con Rosalind, Lance no

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podría entregársela a nadie más. Se apretó la frente con la mano porque la cabeza le daba vueltas llena de angustia, culpabilidad y confusión. — Por favor — fue todo lo que consiguió decir con un murmullo. Lance estuvo dudando un rato y luego retiró la espada con un profundo suspiro. — Muy bien — dijo-. No puedo culparte. Si alguien me ofreciera un alma y un corazón como los míos, yo tampoco los querría. — ¡Oh, no! — exclamó Rosalind desesperada-. No he querido decir... Pero Lance la acalló con un ligero roce en los labios. — Como es habitual, querida, sólo estaba bromeando. Entonces ¿por qué parecía tan triste, hasta un poco desilusionado cuando volvió a envainar la espada? Rosalind se lo quedó mirando, se sentía desgraciada porque ni siquiera sabía qué decirle. Cuando Lance rompió el embarazoso silencio, Rosalind se sintió aliviada. — Debería dejarte para que acabaras de cepillarte el cabello o lo que tengas que hacer ante el espejo. ¿Tienes todo lo que necesitas para encontrarte cómoda? — S... sí — contestó Rosalind procurando sonreír-. Has sido muy complaciente, señor. Lance se sobresaltó al oír esas palabras. — Luego enviaré a alguien para que saque todas mis cosas de esta habitación. — ¡Oh, no! No es necesario. Después de todo, esta era tu habitación. No me importaría trasladarme a otra. — No. Ya he encontrado una habitación cómoda... arriba, en la vieja torre. Y quiero que te quedes en esta habitación. Da al jardín y, además... — Lance le dirigió una cálida mirada a través de las espesas pestañas-. Me gusta imaginarte en mi cama. Rosalind se ruborizó, desvió la mirada hacia la cama y la apartó sin saber a dónde mirar. Lance soltó una risita mientras le cogía una mano. — Querida, tendrás que acostumbrarte a mis bromas o... — se interrumpió con el ceño fruncido-. Dios mío, Rosalind, estás helada. ¿Lo estaba? Lo cierto es que sólo era consciente del calor de los dedos de Lance alrededor de los suyos. — ¿Por qué no has mandado llamar a tu doncella o a uno de los sirvientes para que encienda la chimenea? — rozó ligeramente con sus manos los brazos desnudos de la joven y ella tembló sin control al sentir el calor de su roce-. Es el condenado vestido — continuó diciendo Lance-. No es el más adecuado para una boda bajo la lluvia. Debería de haberte dado otra cosa.

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Rosalind intentó apartarse, asegurarle que estaba bien, pero en cuanto empezó a temblar ya no pudo detenerse. Y la culpa no era del vestido ni del frío que hacía en la habitación. Era todo. La boda ficticia, el desgarro en su corazón. Enamorada hasta la desesperación de un hombre y, sin embargo, sintiéndose irremediablemente atraída hacia otro. Notó un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas. Inclinó la cabeza, turbada porque exhibía su debilidad ante Lance. Pero era demasiado tarde. Él ya se había dado cuenta y se inclinaba hacia ella y la miraba con expresión preocupada. — Ven aquí— dijo con voz ronca, abrazándola. Rosalind se dejó ir a regañadientes, rígida e inconmovible al principio. Pero era imposible no ablandarse dentro de aquellos hombros fuertes y el consuelo de los brazos que la sujetaban. De pronto Rosalind se dio cuenta de lo fría que estaba, que había estado durante mucho tiempo... quizá desde que Arthur había muerto y la había dejado tan sola. Por supuesto que tenía recuerdos cálidos, y ahora tenía a Sir Lancelot para adorarla, para amarla, para acariciarla con aquellos legendarios ojos de fuego. Pero algunas

veces...

lamentó

su

debilidad...

a

veces

una

mujer

necesitaba

desesperadamente que la tocaran y la abrazaran. Hundió la cara en el hombro de Lance y las lágrimas que había estado reprimiendo le mojaron el chaleco. El joven la meció entre sus brazos murmurándole al oído palabras incoherentes de consuelo y afecto. Parecía como si se estuviera disculpando ante ella por algo, pero Rosalind habría sido incapaz de decir qué era exactamente lo que tenía que perdonarle. No le importaba. El murmullo de su voz era tan suave que Rosalind sintió que su desesperación empezaba a remitir. Se enjugó las lágrimas pero no se apartó de los brazos de Lance. — Te he mojado el hombro — le dijo con un suspiro de disculpa mientras se esforzaba por recuperar el dominio de sí misma. — ¿Es cierto, querida? Entonces mueve la cabeza un poco, el otro está seco. Esa tierna observación no la habría hecho Sir Lancelot, pero como procedía de Lance, Rosalind sintió ganas de reír. Se apartó un poco con una risita trémula. Los brazos de Lance seguían rodeándole la cintura y entonces el joven se inclinó, rozó la frente de Rosalind con los labios, luego los ojos y con sus besos le retiró las últimas lágrimas. Rosalind no hizo ningún esfuerzo para resistirse. Después de todo, estaba intentando consolarla.

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No habría podido decir en qué momento el consuelo se transformó en otra cosa, cuándo el roce de los labios se hizo más insistente y aquellos brazos la apretaron con más fuerza. Sintió que se le aceleraban los latidos del corazón, pero ahora Lance era su marido, recordó. Y tenía todo el derecho a besarla, si lo deseaba. Cerró los ojos e intentó seguir el consejo que Sir Lancelot le había dado. Imaginó que la estaba abrazando su galante caballero. Pero era tan difícil imaginar que alguien la besaba como Lance, urgiéndola a que abriera los labios, la lengua buscando una íntima unión que barría toda razón, como los pétalos de una flor desprendidos por un poderoso viento. Su boca reclamaba la suya con un beso hambriento tras otro. Los besos le sabían a la sal de las lágrimas, a la suave lluvia de verano y al ardor masculino de Lance. Unos besos que la llenaba de ardoroso alborozo, haciéndole casi imposible respirar, imposible pensar. Pasó los brazos alrededor del cuello de él y se colgó de ellos porque temió que fuera a desmayarse. — Rosalind — murmuró su nombre con una voz ronca de deseo. Sus manos vagaban febrilmente por su cuerpo, provocándole escalofríos en los brazos desnudos, desencadenando una corriente de calor que se apoderó de ella como un fuego salvaje. Lance la apretó aún más contra él, como si aún no la tuviera bastante cerca. Cuando la espada St. Leger interfirió, tiró con fuerza de la hebilla de la vaina y la espada de sus antepasados cayó rápidamente a la alfombra. Entonces se inclinó de nuevo hacia ella, y Rosalind se apresuró a responder, adaptando su cuerpo al suyo con una avidez que debería de haber encontrado vergonzosa. Plenamente consciente del deseo que endurecía su masculinidad, la mujer que había en ella se apresuró a responder. El vestido de muselina le molestaba, casi como si esa fina tela fuera una barrera frustrante para los ardorosos deseos que Lance despertaba en ella. Cuando él comenzó a palpar con torpeza los lazos, ella no permaneció inmóvil en absoluto, sino que cambió de postura para que él pudiera proceder con mayor facilidad. Eso fue lo que detuvo a Lance. Acercó su rostro al suyo, apoyó la frente en la suya y su respiración se hizo más rápida e irregular. Rosalind sintió cómo le temblaba todo el cuerpo debido a los deseos reprimidos. — Rosalind, yo... yo lo siento — murmuró jadeando-. Había jurado no tocarte. No soy muy bueno manteniendo las promesas. — Está bien — susurró Rosalind, jadeando también. Jugueteo nerviosa con el botón del chaleco de Lance-. Fue una promesa que nunca esperé que cumplieras.

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— ¿Es eso cierto? — Lance se apartó un poco y se la quedó mirando. — Sí — repuso con las mejillas ardiendo cuando se dio cuenta que había desabrochado el botón superior del chaleco y los díscolos dedos se dirigían al siguiente. — Ahora soy tu esposa — dijo tanto para convencerse a sí misma como a él-. Y mi deber es someterme a ti. — ¡Tu deber! — la pasión que ardía en los ojos de Lance pareció congelarse. Rosalind estaba preparada a volver a su abrazo, pero desconcertada y mortificada vio como las manos de Lance se apartaban de ella. Se alejó unos pasos como el caballero al que acaban de cruzar la cara con un guantelete de acero. — Tu deber — repitió otra vez, obstinado al parecer en esa palabra-. Mi querida Rosalind, jamás en mi vida le he hecho el amor a una mujer por esa razón. Y por todos los diablos que no voy a empezar a hacerlo con mi esposa. — Pero... pero... — tartamudeó Rosalind cruzando los brazos porque de repente volvió a sentir frío. Lance ni siquiera oyó su débil intento de protesta. — Si alguna vez me deseas por otra razón, ya sabes dónde encontrarme — dijo, mientras recogía la espada. Salió de la habitación cerrando la puerta de golpe tras él. Rosalind se quedó allí de pie tan confundida por su comportamiento como avergonzada del suyo. Le dolía el cuerpo de deseo insatisfecho cuando lo cierto era que debía de estar contenta de que él se hubiera marchado. Unos momentos más y habrían estado desnudos, entre las sábanas como una pareja de escandalosos St. Leger que ni siquiera hubiera podido esperar a tomar el desayuno. ¡Y ella no amaba a ese hombre! Entonces ¿por qué sentía ese impulso inexplicable de salir corriendo tras él? Parecía que la media noche iba a tardar en llegar una eternidad. El reloj del salón acababa de dar las doce cuando Rosalind inició el camino por aquella casa oscura que le era tan poco familiar, buscando la puerta trasera que la llevaría a los jardines. Se cubrió los hombros con una pesada capa y salió a la noche que continuaba nublada. Se había levantando un viento fuerte y salado procedente del mar que batía contra la parte inferior de los acantilados y la fuerte brisa hacía que los árboles se balancearan y lanzaran sobre ella pétalos húmedos de lluvia procedentes de los rododendros. Se retiró algunos del cabello y se puso la capucha para protegerse.

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Hasta ese jardín encantador parecía oscuro, frío y solitario en una noche como aquella. Animado con demasiados susurros, ramas rotas y sombras desconocidas. Cuando las oscuras nubes cruzaron el rostro de la luna, Rosalind sintió un escalofrío y deseó estar de vuelta en su habitación. Pero no le parecía adecuado recibir a Sir Lancelot en la misma habitación donde debía de haber dormido con su marido. Le había dejado una nota en la mesilla del vestidor, diciéndole al fantasma que fuera a encontrarse con ella en el jardín. Arrebujándose mejor dentro de la capa, rezó para que apareciera y pronto. El resto del día de su boda había sido una pesadilla, el desayuno de celebración rígido y forzado. Temía enfrentarse de nuevo con Lance, pero él la trató con tal estudiada corrección, que ella sintió el impulso de estamparle en la cabeza la jarra de la crema. Suponía que había herido su orgullo cuando se ofreció a someterse a él por deber marital. Sin duda el arrogante bribón pensaba que todas las mujeres caían en sus brazos. Pero es que ella también lo había hecho. La podía haber seducido en un abrir y cerrar de ojos y cualquier hombre tan experimentado como Lance se habría dado cuenta de ello. ¿Por qué se había detenido? ¿Qué más quería de ella? Seguro que no deseaba amor. Le había dejado muy claro su falta de interés desde el principio, desde que ella le había dicho que ya tenía ocupado su corazón. Ella amaba a Sir Lancelot. Estaba segura. Y cualquier duda que se le presentara se desvanecería en cuanto viera su amado rostro otra vez. Paseaba por los senderos de gravilla del jardín tanto para mantenerse en calor como para tranquilizar su nerviosismo. Mientras el viento le agitaba la capa, cada minuto que pasaba se convertía en una hora. Pero justo cuando empezaba a desesperarse, las nubes se apartaron de la luna y lo vio. Su amante fantasma, alto y vigoroso en su cota de malla y su túnica oscura, esperándola en un extremo del sendero. Rosalind corrió hacia él lanzando un grito de alegría y con las manos extendidas. Pero su alegre recibimiento no obtuvo respuesta. Lancelot permaneció de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos serios, llenos de reproche. Sorprendida por su expresión, Rosalind se detuvo abruptamente. — Milady — dijo él-. ¿Por qué habéis querido reuniros aquí conmigo en una noche tan desapacible? — Porque, porque pensé que sería romántico — tartamudeó ella. — ¿Romántico? ¿Romántico vagar por este jardín en la oscuridad? ¿Tenéis alguna idea

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de lo peligroso que es? ¿Acaso no sabéis que este sendero conduce directamente al borde del acantilado? — No, no lo sabía — contestó Rosalind, sobresaltada ante el tono brusco de su voz. Su encantador Sir Lancelot podía haber encontrado una manera más amable de prevenirla-. No conocía otro lugar donde podernos encontrar. Me ha parecido impropio recibirle en mi dormitorio ahora que estoy casada. — Tales escrúpulos sin duda os honran, milady— dijo Sir Lancelot con aspereza-. Aunque espero que ellos también os hagan pensar que es impropio salir aquí la víspera de una gran nevada. Rosalind le dirigió una mirada de reproche e iba a decirle que no se preocupara cuando se dio cuenta de que él no lo sentiría, porque estaba muerto. Se tragó la respuesta y le horrorizó pensar lo cerca que había estado de iniciar una discusión con su adorado Sir Lancelot. No lo habría podido soportar, sobre todo después de la inquietante escena con Lance. A pesar de que el viento le azotaba el rostro, levantó la cabeza y lo miró con expresión suplicante. — Por favor, no me atribule más. He tenido un día terrible. Sir Lancelot se estremeció mientras en sus ojos aparecía una oscura expresión, que logró que Rosalind se preguntara qué es lo que podía haber dicho para causarle semejante dolor. Sin embargo, los rasgos de su cara se fueron suavizando poco a poco hasta que apareció aquella expresión de tierna adoración que siempre le ablandaba el corazón. — Perdonadme, milady. No deseaba pareceros tan brusco. Para mí también ha sido un día terrible. Estaba derrumbado, desesperado. De la misma manera que cuando reconoció por vez primera su amor sin esperanzas por la reina Ginebra, la esposa de Arturo. El remordimiento le produjo dolor en el corazón a la joven cuando se dijo que ella no había sido la única que había sufrido en su día de bodas. Una vez más, Lancelot estaba obligado a apartarse y ver que la mujer que adoraba pertenecía a otro. Y Rosalind ni siquiera podía cogerle la mano para consolarlo. Lo único que podía hacer era pasar los dedos a través de los de su fantasma y no sentir su roce, sino sólo su dolor y frustración, sus sentimientos y su amor transformándose en los suyos. El viento le echó hacia atrás la capucha y le enredó unos mechones de cabellos sobre los ojos. Lancelot insistió en que se trasladaran a un lugar más

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abrigado. La llevó hasta un banco retirado junto a unos árboles donde la luz de la luna apenas penetraba a través de sus ramas. Rosalind difícilmente pudo distinguir los rasgos de la cara de Sir Lancelot cuando él tomó asiento a su lado. Aunque quizá fuera mejor así. Se parecía demasiado a su marido. Y aquella noche encontraba que el parecido era demasiado turbador. Permanecieron

un

rato

allí

sentados

en

silencio,

hundidos

en

sus

melancólicos pensamientos, hechizados por el murmullo lejano del mar. Finalmente, habló Sir Lancelot, con la voz del hombre que está determinado a ser amable: — Así que ahora ya sois la señora St. Leger. — Sí — admitió Rosalind abatida, aunque procuró describir su día de bodas a Sir Lancelot de la manera más favorable que pudo-. ...y fue en una pequeña iglesia preciosa. Y teniéndolo todo en cuenta, la boda ha sido mucho mejor que la primera. — ¿Es cierto? — Sir Lancelot pareció extraordinariamente complacido al escuchar sus palabras. — Oh, sí. Mi primera boda se celebró con cierta precipitación. Arthur estaba tan ocupado con las próximas elecciones al Parlamento, que estaba muy distraído. Les comunicó a sus parientes que fueran a una iglesia equivocada y se olvidó del anillo. — Aunque Rosalind sonreía al recordarlo, no consiguió reprimir el temblor en la voz-. Siempre esperé que si un día me volvía a casar por segunda vez sería diferente. Esperaba que... — ¿Qué esperabais, milady? — insistió Sir Lancelot cuando observó que ella vacilaba llena de turbación. — Oh, esperaba... que luciera el sol, que hubieran lazos, damas de honor y pétalos de flores. Y todas esas cosas ridículas que sueñan las mujeres para el día de su boda. Un hermoso vestido y una iglesia llena de familiares y amigos. — ¿Y por qué no me lo dijisteis? — preguntó Lancelot abruptamente-. Quiero decir... a Lance. Estoy seguro de que hubiera cumplido todos vuestros deseos. — Lo sé — contestó Rosalind con un suspiro. Cualesquiera que fueran sus otros defectos, Lance era extremadamente generoso-. Pero es que no tenía importancia. No la tenía tal y como se había dispuesto la boda, nunca habría sido una boda de verdad. Ya fue suficiente con Val, Marius y Effie, tan encantadores, tener que aceptar todos sus deseos de un largo y feliz matrimonio en medio de todo el fingimiento. Me sentí muy desgraciada y culpable. — ¿De qué os sentíais culpable, milady?

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Rosalind contempló atónita el rostro en sombra de Sir Lancelot, sorprendida de que él, entre todos los hombres, le preguntara tal cosa. — De que todos me creyeran la novia elegida de Lance y de que él y yo seamos las dos mitades de una gran historia de amor. Y de que yo lo vaya a traicionar. — Rosalind se retorció las manos debajo de la capa-. Ahora comprendo lo que quiso decir sobre vivir atormentado por el pecado que lo persigue en su vagabundeo por la tierra. Yo acabaré del mismo modo cuando muera. — ¡Mi querida, pequeña y encantadora Rosalind! — la voz de Lancelot vibró con tierna burla-. Todavía no sabéis nada sobre el pecado, milady. No debéis sentiros culpable de nada. Dejadle eso a vuestro marido. Lance comprendió la situación muy bien y se ha casado con vos. Rosalind deseó que esas palabras fueran ciertas. Le era imposible no recordar cómo Lance había abandonado el dormitorio, con el orgullo herido, expresando sus frustrados deseos en las últimas palabras que había pronunciado. «Si alguna vez me deseas por otra razón, ya sabes dónde encontrarme.» Rosalind se levantó abruptamente, ya no la apaciguaba la tranquilidad de la oscuridad, sobre todo porque la voz de Sir Lancelot sonaba tan desconcertada como la de su marido. Dio unos pasos por el sendero y Sir Lancelot fue tras ella. Escuchó sus siguientes palabras a trompicones, como si decirlas le resultara muy dificultoso. — Milady, jamás deseé que esto os atormentara. Todo lo que deseaba era vuestra felicidad. Si alguna vez sentís la necesidad de dar fin a nuestra unión, si llega el día que preferís a vuestro marido, yo lo entenderé y... — ¡No, no! Eso no sucederá jamás — exclamó la joven echándose a llorar. Luego se dio la vuelta y buscó la mirada de Sir Lancelot esperando su consuelo. — Mi amor es sólo suyo. Sólo suyo. Para siempre jamás. Su declaración puso una sonrisa en los labios de él, pero hasta en medio de aquella oscuridad Rosalind observó que era más de dolor que de placer. La joven se sentía más culpable que nunca. Era culpa suya que el pobre Lancelot se sintiera obligado a ofrecerle ese heroico sacrificio. Toda esa estúpida charla sobre el pecado y los remordimientos... estaba arruinando el poco tiempo que tenían para estar juntos. Consiguió poner su sonrisa más radiante y animó a Sir Lancelot a hablar de otra cosa que de su desgraciada boda. Pasaron el siguiente cuarto de hora paseando sin rumbo por el jardín mientras su galante caballero le regalaba todas esas palabras de amor y de adoración que habrían cautivado a cualquier mujer.

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Sin embargo, quizá debido a la noche desapacible, a la alternancia de las nubes o a la inquieta llamada del mar... que todo parecía afectarla demasiado, removiendo en ella una extraña insatisfacción. Un deseo que estaba más allá de las palabras. Mientras caminaba junto a Sir Lancelot, su mirada se dirigió a la sombra de la torre del homenaje del castillo que se levantaba amenazadora en la distancia, la torre más alta donde una única luz seguía brillando al otro lado de las angostas ventanas. Los latidos del corazón de Rosalind se aceleraron. ¿Significaba eso que Lance también estaba despierto? ¿Encerrando quizá la espada St. Leger en el cofre? ¿O paseando, tan nervioso como ella, lleno de deseos mudos e insatisfechos? Rosalind tembló en la oscuridad, intentando centrar la atención en su amado Sir Lancelot. Pero por primera vez desde que el noble fantasma había aparecido en su vida, le fue difícil impedir que sus pensamientos tomaran otro rumbo. Hasta el lejano dormitorio en la torre. Hasta el hombre a veces desesperante y seductor que se albergaba allí. Y hacia la noche de bodas que podría haber sido.

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15 Rosalind avanzó por los corredores del castillo Leger con una pequeña caja de madera bajo el brazo. Los pliegues del vestido gris paloma le friccionaban con un susurro los tobillos. Jenny había retirado hábilmente todo el borde negro y lo había sustituido por un ligero encaje. Ya no era una viuda, aunque tampoco era una esposa, pensó Rosalind abatida. Todavía se sentía como una invitada en aquella casa mientras buscaba la manera de llegar a la zona más antigua del castillo. Creía que debía de estar hacia la derecha, porque las vigas de madera y la mampostería del salón parecían mucho más antiguas que las del resto de la casa. Las estrechas ventanas iluminaban su paso con retazos de la luz de la tarde y la joven se dirigió hacia un suelo accidentado mientras sujetaba bien la caja. Contenía restos de las cosas de Lance que se había dejado el ayudante de cámara cuando había retirado los objetos personales del joven del dormitorio que ella ocupaba ahora. Se había pasado toda la mañana esperando oír la voz de su marido, pero cuando éste no apareció, ni siquiera para desayunar, empaquetó sus pertenencias y decidió llevárselas ella misma. Quizá se debía a que estaba demasiado nerviosa, incapaz de concentrarse en ninguna labor, ni siquiera en sus amados libros de las leyendas artúricas. Aunque suponía que era una consecuencia natural de la noche desasosegada que había pasado. No había estado mucho tiempo en el jardín con Sir Lancelot porque el galante caballero insistió en que volviera a la casa antes de que cayera muerta bajo el aire húmedo de la noche. Aunque a disgusto, había obedecido. Era una mujer que se creía destinada a morir por amor, pero cuando se puso a prueba, al parecer no quiso correr el riesgo de coger un resfriado siquiera. Rosalind se estremeció porque sabía que estaba muy lejos de ser cierto. La verdadera razón por la cual había obedecido con tanta facilidad se debía a que su pensamiento insistía en desviarse hacia Lance. Estaba empezando a ocupar demasiado tiempo sus pensamientos, como un rompecabezas perturbador cuya solución fuera todo un reto. A veces el joven le parecía tan sólo un ser superficial, sin otro objetivo que buscar su propio placer. Pero otras, sin embargo, creía haber visto un asomo de algo más profundo en los ojos oscuros de Lance, algo que subyacía bajo la superficie de su encantadora sonrisa. Visiones momentáneas de un hombre que habría podido ser encantador y

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sensible, si hubiera querido. ¿O era simplemente que ella empezaba a confundirlo con su amado Sir Lancelot, dado que deseaba estar con él con tanto desespero? Cuanto más se adentraba Rosalind por el estrecho corredor, más se daba cuenta de lo estúpida que había sido. Ni siquiera estaba segura de que pudiera encontrarle. Y si lo hacía, él podría no querer ver a la mujer que había rechazado su espada y, además, se había negado a ir a su cama. Vaciló y su valor comenzaba ya a fallar cuando se encontró frente a una puerta enorme que le interceptaba el paso. Era una puerta antigua, deteriorada por el paso de los siglos, de roble macizo, encajada en el arco de piedra adornado con una especie de representación heráldica. Rosalind miró hacia arriba y la atravesó un escalofrío. La pintura representaba a un fiero dragón que surgía de una lámpara del conocimiento. Con las alas bermellón desplegadas, el mítico animal de ojos dorados contemplaba a Rosalind como el guardián feroz de algún reino mágico. En la base de la lámpara había una inscripción en latín que Rosalind no consiguió traducir. ¿Un aviso para que se apartara de allí? ¿O palabras que le anunciaban una aventura inesperada y maravillosa? La inundó la extraña sensación de que si no cruzaba ahora la puerta, no lo haría nunca. Vaciló un momento antes de alargar la mano hacia el pomo de hierro. Aunque la puerta era muy pesada, se abrió con facilidad y entró en el interior. El sol se filtraba por las ventanas en arco y la luz, convertida en suaves rayos, proporcionaba a la antigua torre el aura de un lugar embrujado, de un lugar procedente de las brumas de un tiempo remoto. Las paredes se cernían sobre Rosalind, gruesa piedra adornada con tapices descoloridos que parecían urdidos con centenares de cuentos y leyendas de épocas ya desaparecidas; historias de valerosos caballeros y sus escuderos, de encantadoras damas y trovadores, de osados caballeros y bufones. La gran mesa de roble parecía esperar su vuelta, con las antorchas en las paredes que únicamente necesitaban que un paje corriera a encenderlas. — Ohhh — exclamó Rosalind, tan extasiada que no se dio cuenta de que no estaba sola. Entonces descubrió las dos siluetas al fondo del gran salón, su marido y un joven de oscuros cabellos, enzarzados en un combate de espadas con unas armas que, al parecer, eran de madera. Lance, medio desnudo, sudoroso y con la camisa pegada a su cuerpo musculoso, esgrimía una falsa espada y estaba dando porrazos a un esbelto muchacho.

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No, no era un muchacho, observó Rosalind atónita, cuando Lance llevó a la joven hasta el centro de la habitación y continuó el combate frente a la chimenea. La oponente de Lance era una joven de unos doce años, ataviada de manera escandalosa con una camisa blanca y pantalones. Llevaba los espesos y negros cabellos atados en una coleta y su rostro enjuto tenía una expresión excitada y voluntariosa mientras se lanzaba salvajemente contra Lance con su espada de madera. — ¡Varlet! — refunfuñó la muchacha-. Vuestra vil carcasa pronto yacerá muerta a mis pies. — Sólo en vuestros sueños más desbocados, Sir Bedivere — rió burlón Lance, rodeándola y propinando algunos golpes certeros, que provocaron que su contrincante chirriara y retrocediera dando un salto. Rosalind vaciló junto a la puerta, reacia a interrumpirlos aunque demasiado curiosa para retirarse. Había visto a Lance de varias maneras. Educado y almidonado, con la corbata perfectamente anudada, sin ningún cabello fuera de lugar, el retrato de la elegancia masculina, hasta el punto que llegaba a intimidar. Luego estaba el otro, desarreglado, que emitía esa perturbadora aura de sensualidad, los ojos velados por un lánguido ardor. Sin embargo, nunca le había parecido menos peligroso que en ese momento. Se le veía tan natural y tan relajado, con una mano en la cintura mientras que con la otra blandía la espada. Varios mechones de cabellos le caían sobre la frente y su hermoso rostro excitado y lleno de entusiasmo como el de un muchacho. Demasiado absorbido en el juego para percibirse de la llegada de Rosalind, desvió varios golpes de su contrincante. Luego, con un movimiento tan sutil que sólo quien estuviera mirándolo muy cerca se hubiera dado cuenta, Lance bajó un momento la guardia y la muchacha lo alcanzó con su espada. Se tambaleó hacia atrás con un grito gutural, se agarró el pecho y dejó caer la espada. Mientras la jovencita daba chillidos de satisfacción, entró en un paroxismo que dejó en mantillas a cualquier actor profesional. Se agarró al borde de la mesa, los rasgos de la cara deformados por la falsa agonía para luego dejarse caer de espaldas. Después, con un último espasmo, abrió los brazos y se quedó inmóvil. — ¡Oh! Estás muerto. Estás muerto y yo he ganado — se jactó la joven, balanceando la espada y haciendo una danza jocosa alrededor de Lance que seguía en el suelo de tal manera que Rosalind no pudo reprimir una carcajada. Se cubrió la boca con la mano para ahogarla, pero ya era demasiado tarde. Alertada por su presencia, la muchacha detuvo su danza y giró en redondo.

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— ¡Ajá! Acabo de descubrir a un intruso en el castillo, milord — la niña dio unos pasos amenazadores en dirección a ella, bajó la espada y la miró con una expresión tan salvaje que Rosalind casi olvidó que el arma que blandía era de juguete. Se dirigió hacia la puerta, apretando la caja como si fuera un escudo. Lance abrió los ojos desmesuradamente cuando la vio. Se incorporó deprisa y se dio con la cabeza en una esquina de la mesa. Se puso de pie lanzando una maldición y frotándose la sien. — Ah, no, Sir Bedivere. No es una intrusa. Es mi hermosa dama Rosalind. — ¡Ajá! ¡Una de las malditas novias elegidas de Effie! — exclamó la joven acercándose. — Bueno, Kate... — Lance se apresuró a interceptarla. Para alivio de Rosalind, le quitó la espada de la mano. Siguió mirando con ojos coléricos a Rosalind y luego se encogió de hombros. — Oh, bien, ya que se ha casado contigo en lugar de con Val, por lo que a mí respecta puede seguir viviendo. — Eres muy generosa — dijo Lance arrastrando las palabras. — Siento mucho que la pobre dama tenga a un diablo como tú por marido. — ¡Mocosa! — Lance golpeó el trasero de la joven con la parte plana de su espada, pero la miró con gran cariño-. Deja de ser impertinente y dale la bienvenida a la dama. Empujó a la niña hacia Rosalind a la que sonrió por encima de la cabeza de la jovencita. — Rosalind, este pequeño marimacho es Kate, la protegida de Effie. ¿Protegida de Effie? Rosalind no pudo ocultar su sorpresa. Aunque a veces Effie podía ser bondadosa, le costaba imaginarla en el papel de madre tierna. Nunca Effie le había mencionado siquiera el nombre de la niña. Kate saludó a Rosalind con una graciosa reverencia. — ¿Cómo está usted? — dijo, mirando a Rosalind de arriba abajo como si la estuviera valorando. Rosalind le devolvió la mirada, sonrió y la saludó. — ¿Cómo está usted, Miss Fitzleger? — ¡Bah! No soy Miss Fitzleger, sino simplemente Kate. No tengo apellido porque soy bastarda.

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— ¡Kate! — le llamó la atención Lance, mirándola con reprobación. Sin embargo, tras la franqueza y osadía de la niña, Rosalind detectó un orgullo frágil, una vulnerabilidad casi quebradiza. — Kate es un nombre precioso — dijo Rosalind amablemente y alargando la mano. Pero la joven evitó el roce de la mano como un potro salvaje que no está acostumbrado a la amabilidad de los extraños. Se acercó a Lance. — Como ahora ya tienes a alguien más para luchar contigo, voy a ir a ver a Val. — Kate, ya te lo he dicho — dijo Lance con un tono de forzada paciencia-. Val está encerrado en la biblioteca, ocupado con sus estudios. — Pero puedo entrar por la ventana — en los ojos de la niña brilló una mirada de malicia mientras se apartaba de Lance. — Diablos, no, Kate — dijo él corriendo tras ella-. Si Val ve que he dejado ponerte los pantalones otra vez... Pero ya era demasiado tarde. Kate ya estaba cruzando la puerta y la cerró tras de sí. Lance lanzó una maldición en voz baja, aunque estaba más divertido que irritado. Cuando volvió junto a Rosalind, ella tartamudeó una disculpa. — Lo siento. Creo que ha sido culpa mía que se haya ido. — No, está bien. Kate tiene que hacer los deberes. Normalmente Val la ayuda en la tarea, pero esta mañana está muy intranquilo y Kate lo va a sacar de sus casillas, yo he intentado distraerla — Lance dirigió la mirada a la espada de juguete que sujetaba con sus fuertes manos-. Effie deja suelta a la chica y mucho me temo que yo la educo mal. Aunque Kate no es la clase de jovencita que se quede sentada bordando tranquilamente, como has podido ver. Los ojos oscuros de Lance la contemplaron con expresión de súplica, como si fuera un abogado defendiendo el caso de Kate ante el tribunal. Y Rosalind tuvo la extraña sensación de que no era la primera vez que Lance lo hacía. Era algo muy poco común que un caballero procurara comprender a una niña díscola como Kate y que se pasara la mañana entreteniéndola. A Rosalind le sorprendió todavía más que él lo hiciera, un hombre que manifestaba que no le interesaban los niños, ni siquiera tener hijos propios. Se había casado con ese hombre la mañana del día anterior, pero le sorprendía comprobar lo poco que lo conocía.

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De pronto, estos pensamientos la hicieron sentirse avergonzada. Seguía con la caja bajo el brazo y deseando que Kate se hubiera quedado. No estaba preparada para estar a solas con Lance. A pesar de las grandes proporciones del salón, tuvo la sensación de que estaban demasiado juntos, que había demasiada intimidad. Un paso más y habría rozado los húmedos mechones de los oscuros cabellos que le caían sobre la frente, habría sentido la forma dura de sus músculos debajo de la camisa mojada por el sudor. Rosalind supuso que debía de ser natural este aturdimiento: la novia encuentra a su marido por primera vez la mañana siguiente a su noche de bodas. Era plenamente consciente de la pasión que no habían compartido, de la consumación que no había tenido lugar. Lance tampoco parecía muy cómodo, pero le dirigió una magnífica reverencia. — Soy un poco negligente con mis modales, señora. Tu hermosa presencia honra mi castillo. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? Dímelo y cabalgaré hasta los confines de la tierra. Se estaba burlando de ella, pero la ternura que suavizaba sus ojos burlones le llegó a Rosalind al corazón. Quizá fuera aquel lugar, el ambiente de un gran salón medieval que muy bien podía haber pertenecido a la corte de Camelot. Era como si el espíritu de Lancelot du Lac se hubiera encarnado y hubiera sido devuelto a la luz del sol. Un caballero moderno con la camisa de lino, pantalones ajustados y botas de cuero. Rosalind parpadeó y procuró olvidarse de la dolorosa imagen. Simplemente había comparado a aquellos dos hombres. Y era injusto para ambos. Como permanecía en silencio, Lance continuó hablando, ahora en un tono más normal. — ¿Deseas algo de mí, Rosalind? ¿Qué estaba haciendo allí? La joven hizo un esfuerzo para recordar y se encontró casi perdida en aquellos ojos oscuros y seductores. No había rastro del resentimiento que se temía encontrar. Lance estaba sonriéndole en actitud expectante, con el rostro iluminado como si le alegrara la mera visión de su esposa. «Si me deseas por alguna otra razón, ya sabes dónde encontrarme...» El corazón comenzó a latirle más deprisa como respuesta y se obligó a recordar por qué estaba allí. — Toma esto — dijo, alargándole la caja. Lance arqueó las cejas con expresión interrogante, dejó la espada y cogió la cajita que ella le entregaba.

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— ¿Qué es? ¿Un regalo de bodas atrasado? — dijo en un tono burlón-. Querida, no deberías hacerlo. — No es eso — murmuró Rosalind-. Sólo son algunas de tus cosas que he encontrado en mi dormitorio. Una expresión de desilusión apareció en los rasgos del rostro de Lance, pero levantó la tapadera de la caja y rebuscó entre el contenido, sacando una cadena de reloj y una pluma de ave que quería arreglar. — Te agradezco mucho que te hayas molestado en devolverme estas cosas — dijo-. Aunque también las podías haber tirado. — Oh, no — protestó Rosalind mientras él se disponía a cerrar la tapa, considerando que su inspección había sido demasiado precipitada. Se acercó tímidamente a su lado y rebuscó entre los objetos que había en la caja. Sacó un pañuelo de hombre junto con otros objetos que él debía de haber pasado por alto: varias condecoraciones militares de bronce sujetas a unos lazos de terciopelo ajado. Rosalind se las puso en la mano a él. — Estoy segura de que las querrás guardar. Sin embargo, en lugar de sentirse contento de recuperar esos objetos valiosos, parecía disgustado. — ¿Esas cosas? Estoy seguro de que se las dieron a todos los oficiales que consiguieron sobrevivir a la batalla de Waterloo. — ¿Son de allí? — tartamudeó Rosalind. — Sí. ;Crees que las gané por alguna hazaña gloriosa? Rosalind sintió un rubor en las mejillas que la delataba, porque eso era exactamente lo que se había imaginado. Cuando descubrió las medallas, estuvo un rato imaginando qué acción valerosa de su marido había merecido recibir tales honores. Lance dejó caer las medallas en el interior de la caja y le rozó suavemente la barbilla. — No intentes hacer de mí un héroe, muchacha. Sólo conseguirías decepciones. Probablemente tenía razón, pensó Rosalind con tristeza. Pero cuando dejó la caja sin ceremonias encima de la mesa, la joven sintió un impulso inexplicable de hablar del asunto. — Llevas el nombre de un héroe legendario — le recordó-, quizás el mayor héroe de todos.

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— Se le ocurrió a mi madre, no a mí. Si hubiera podido hablar cuando me bautizaron, les habría advertido de la equivocación que estaban cometiendo. Ni siquiera soy bueno con la espada. — ¿Estás seguro? — Rosalind se sintió impelida a ocultar su desilusión-. Lo estabas haciendo muy bien cuando he entrado en el salón. — Contra una niña — repuso Lance con un resoplido-. Si me enfrentara a un contrincante de verdad, la escena de la muerte habría sido real. No como mi amigo Rafe. Es un verdadero diablo con el estoque. Y la única persona que conozco que se le habría podido igualar es mi hermano. — ¿Val? Su sorpresa debió de resultar evidente, porque Lance sonrió abiertamente. — Oh, te aseguro que St. Valentine era un hombre muy osado con la espada antes... Lance se interrumpió y la sonrisa desapareció de su rostro. ¿Antes de que un accidente lo dejara cojo? Rosalind quería seguir, pero había estado en el castillo Leger el tiempo suficiente para saber que era un tema del que nunca se hablaba. Cualquier mención a su cojera bastaba para que los amables ojos de Val se llenaran de tristeza y los de Lance se oscurecieran con una emoción que albergaba algo más que dolor. Rosalind habría deseado preguntárselo. Quizá le ayudaría a comprender mejor a su marido, pero Lance se estaba alejando de ella. Recogió las espadas de madera y las guardó. Ella fue tras él, intrigada al observar que las espadas de juguete tenían reservado un lugar de honor en la pared, encima de una colección de armas, mucho más letales: sables medievales, dagas y hasta una o dos picas. Para ser meros juguetes, esas espadas de madera eran unas magníficas piezas de artesanía, con las empuñaduras trabajadas al detalle, formando un elegante dibujo en volutas. Cuando Rosalind las observó de cerca, observó que una de ellas llevaba grabado un nombre en una de las hojas, seguramente debido a un ataque de entusiasmo infantil. — Sir Lancelot — leyó Rosalind en voz alta. Lance se encogió de hombros y se lo explicó. — Mi hermano y yo siempre estábamos discutiendo sobre qué espada pertenecía a quién. Así que grabamos nuestros nombres en ellas. Esta era de Val — indicó el arma de juguete que estaba en la montura al lado de la suya. Pero el nombre que llevaba grabado era diferente al que Rosalind esperaba. No era Valentine, sino...

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— Aquí dice Sir Galahad — murmuró. Luego comprendió y miró a Lance con expresión interrogante-. ¿Tu hermano y tú jugabais a ser los caballeros de la Tabla Redonda? Las mejillas de Lance se cubrieron de rubor. — Ah... Seguro que se le ocurrió a Val — dijo tímidamente-. Mi padre nos dio estas espadas de madera cuando nos sorprendió cogiendo las de verdad de la pared. — Pero hay cinco espadas — inquirió Rosalind señalando las otras tres de hojas muy trabajadas sujetas a la pared. — Sí, esas pertenecen a mis hermanas. Las mujeres St. Leger no son de esas a las que les gusta jugar a las damiselas en peligro. ¡Ah, no! Leonie siempre quería ser el rey Arturo. Es una joven muy dominante, que quiere mandar en todo. Y Phoebe era nuestro galante Sir Gawaine. Y la última era de Mariah, el ratoncito. Le gustaba hacer el papel de Don Quijote. — ¿Don Quijote? — Eh, sí. El ratoncito tenía la tendencia a mezclar las historias. Rosalind sonrió, pero pasó los dedos con expresión triste por la empuñadura de la espada de juguete de Lance y se imaginó los deliciosos juegos de los niños St. Leger. El viejo salón debía llenarse con los ecos de sus gritos y sus carcajadas, tan diferente del silencio de su infancia en la que daba solitarios paseos por el jardín en compañía de sus amigos imaginarios. — Cómo te envidio, Lance St. Leger — murmuró-, con un hermano y varias hermanas. Debe de ser muy hermoso formar parte de una familia tan numerosa. — Ahora también tu familia — le recordó él, apoyándose en la pared y mirándola-. Y vas a ser bien recibida por todos ellos. — Eres muy generoso con los que amas, señor. — No, sólo negligente — repuso él con sequedad, pero en sus ojos apareció una extraña expresión, algo semejante a un reproche. Tras una breve vacilación, se enderezó y preguntó-: ¿Te gustaría conocerlos? — ¿A quién? — Al resto de mi familia. — ¿Es que ya han vuelto? — Rosalind se quedó paralizada, la dominó el pánico cuando pensó que iba a conocer a aquellas hermanas que no había visto nunca. Y a los padres de Lance... Se llevó la mano al escote del vestido mientras Lance soltaba una risita y se apresuraba a tranquilizarla. — No, me refería sólo a sus retratos. Están en la pared del otro extremo del salón. — Oh — Rosalind soltó un suspiro de alivio-. Sí, me gustaría verlos.

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Lance le ofreció el brazo y ella lo enlazó con reservas con el suyo, apoyando la punta de los dedos en la manga de la camisa. La llevó hasta la pared del otro extremo del salón, cuya enorme superficie estaba prácticamente cubierta con los retratos de varias generaciones de St. Leger. Mientras contemplaba aquellos retratos, no se dio cuenta que Lance contemplaba su perfil con expresión anhelante. Se habría detestado si hubiera sido consciente de lo que estaba haciendo al llevar a Rosalind a ver la rancia colección de retratos de familia que él siempre había encontrado más que aburrida. Sin embargo, estaba lo bastante desesperado para recurrir a cualquier plan, cualquier excusa para retenerla a su lado, para dilatar todo lo que pudiera la visión de la luz del sol jugando en sus dorados cabellos, cuando era algo más que una mera sombra y podía, al fin, alargar la mano y rozar su mano. Le infundía temor y, a la vez, desaliento ser consciente del poder que ella ejercía en él, esa mujer etérea y de ojos soñadores. Tenía el poder de despertar sus esperanzas, de tocarle el corazón y de remover los deseos perdidos en el pasado. Cuando Rosalind le preguntó algo, él se inclinó para oírla mejor y sintió un enorme placer escuchando el sonido de su voz. Desgraciadamente se trataba de una pregunta que él no pudo responder. Ella le preguntaba la identidad de un elegante caballero representado en uno de los retratos, pero Lance no recordaba el nombre de la mitad de todos aquellos personajes. Había suficientes cuentos y leyendas detrás de todos esos retratos para captar el interés de ella para el resto de la tarde. Val lo habría conseguido. Por primera vez en su vida, lamentó no saber más de la historia de la familia. El único antepasado que le resultaba familiar era Próspero. Demasiado familiar, pensó Lance con tristeza. Considerando sus encuentros con el hechicero, no deseaba arriesgarse a invocar su nombre. Llevó a Rosalind ante los retratos más contemporáneos. Mantuvo los dedos en el brazo de la joven y se dio cuenta con qué trepidación contemplaba ella a sus familiares políticos que no conocía. Sin embargo, no estaba muy seguro de que el retrato de su padre la tranquilizara. Encuadrado contra el espectacular telón de fondo de los acantilados azotados por el mar, Anatole St. Leger, desde un cuadro de grandes dimensiones, los contemplaba con sus fieros ojos oscuros y sus cabellos de ébano sujetos en una austera coleta. El artista no había hecho nada para suavizar la dureza de sus rasgos, incluida la pálida cicatriz que le atravesaba la frente, y había captado muy bien la enorme estatura del terrible señor y su aureola de incontestable autoridad.

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— Este es mi padre — dijo Lance, con la voz bronca debido a la dolorosa mezcla de emociones que su padre producía en él, con un orgullo y un desespero de no estar nunca a la altura de ese hombre. — Qué rostro más notable — murmuró Rosalind con admiración, aunque se acercó más a Lance mientras estudiaba el formidable retrato. — Sí, es una pena que yo no me parezca a él. Rosalind le dirigió una mirada incrédula. — Lance, prácticamente eres la imagen de este hombre. Lance se la quedó mirando con expresión de incredulidad, preguntándose si su Dama del Lago no necesitaría anteojos. Sin embargo, ella continuó insistiendo. — Tenéis los mismos cabellos, los mismos ojos, la misma nariz aguileña, aunque tengo que admitir que tu rostro es más... más... — ¿Falto de carácter? — No — repuso ella ruborizándose e inclinando la cabeza-. Iba a decir más guapo. — Gracias, milady, aunque dudo que mi madre estuviera de acuerdo contigo. Rosalind volvió a su minuciosa inspección de su padre. — Parece muy severo — dijo un poco inquieta. — Y puede serlo — admitió Lance, aunque a menudo observaba cómo los ojos de Anatole St. Leger se suavizaban cuando contemplaba a su mujer o se ponía en las rodillas a una de sus hermanas o desordenaba el cabello de Val. Muy diferente de la mirada de acero con la que solía mirar a su hijo mayor. Aunque Lance reconocía que le había dado a su padre más de una razón para que lo mirara con expresión ceñuda. Rodeó con el brazo los hombros de Rosalind e intentó tranquilizarla. — No tienes que temer a mi padre. Sin duda habrás oído que algunos chismosos del pueblo lo llaman el terrible señor del castillo Leger; aunque es un título se debe más al respeto que le tienen, ya que se cuida mucho de la gente de sus tierras. Es el amo perfecto, completamente infalible. Sólo le he visto cometer una equivocación en toda su vida, y fue cuando predijo a nuestro mayordomo Will Sparkins que tendría una docena de hijos... Y tiene trece — añadió Lance con una sonrisa. — ¿Tu padre predice acontecimientos? — preguntó Rosalind con los ojos muy abiertos-. ¿Como... como un oráculo? Lance se estremeció y deseó haberse mordido la lengua. Este era un tema que era mejor evitar. Aunque si Rosalind no se enteraba por él, lo haría de todas formas por otros.

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— Er... sí, mi padre tiene esas visiones inexplicables del futuro que se convierten en realidad.. Otra persona se lo habría quedado, mirando pensando que se había vuelto loco o que estaba bromeando. Pero una dama que se había enamorado del espíritu de Sir Lancelot du Lac era capaz de aceptarlo casi todo. Hizo un gesto de asentimiento después de escuchar lo que había dicho Lance. — He oído murmuraciones en el pueblo de que la mayoría de los St. Leger poseen capacidades muy poco corrientes. Rosalind se acarició el hombro en el que tenía la herida. — Val posee un talento especial para sanar, ¿no es cierto? — Sí — admitió Lance, aunque no estaba muy seguro de si el talento de Val para absorber el dolor de otros se debía más a una maldición que a una capacidad. — ¿Y tú? — preguntó Rosalind. Lance se sobresaltó y se maldijo mentalmente porque debería haber podido imaginarse la pregunta. Sin embargo, pudo recuperarse rápidamente. — Oh, no poseo ningún talento que sea útil para nadie — respondió con evasivas y rápidamente dio un giro a la conversación y volvió a centrarla en Anatole St. Leger-. Además de sus visiones, mi padre también posee la extraña habilidad de sentir el paradero de cualquiera dentro del castillo. Un inconveniente cuando uno desea escabullirse y que no lo cojan haciendo una travesura. — Lo que imagino que te sucedía a menudo. — Demasiado. Recuerdo más de una llamada al despacho de mi padre para rendir cuentas. Debió de dejar traslucir cierta brusquedad en el tono de la voz, porque Rosalind le preguntó tímidamente: — No te llevas muy bien con tu padre, ¿verdad? — No, aunque me temo que es más por mi culpa que por la suya. Sin embargo, nunca me he enfrentado a él, excepto cuando quise enrolarme en el ejército. — ¿Tu padre no deseaba que fueras? — No. — Lance hizo una mueca, pensando que eso era decirlo suavemente. Aún recordaba muy bien las tempestuosas discusiones sobre el tema y el disgusto que le dio a su madre. — ¡Cornualles no es el centro de universo, señor! — había respondido Lance, paseando como un león enjaulado ante el escritorio del despacho de su padre-. Allá

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afuera hay todo un mundo y antes de convertirme en un maldito viejo, me gustaría ver algo de él. — Quizá si conocieras mejor este mundo del que hablas, no estarías tan deseoso de visitarlo — le había respondido su padre. — ¿Y qué pasa si quiero hacerlo? Tú nunca has ido cinco millas más allá de castillo Leger en toda tu vida. Su padre le había dirigido una mirada de advertencia y Lance hubiese tenido que saber que estaba bordeando la falta de respeto que no iba a tolerar, pero estaba demasiado metido en sí mismo para darse cuenta de ello. — No puedes darme una buena razón por la que no debiera ir. Es como si hubieras tenido una de tus visiones de predicción del futuro en la que me veré abocado al desastre. — No — admitió su padre a regañadientes-. No es tan claro como una visión, sólo se trata de una poderosa sensación. — ¡Una sensación! — había replicado Lance con tono de evidente desprecio. Y ensimismado aún en sus pensamientos, continuó diciéndole a Rosalind: — No me imaginé de qué clase de iluminación estaba hablando. Recuerdo que le pregunté: «¿Y qué demonios crees que voy a encontrar allí que sea tan terrible?» Y mi padre replicó que no lo percibía en absoluto. Y añadió: «Lo que me alarma, muchacho, no es lo que vayas a encontrar, sino lo que vas a perder.» — ¿Y qué sucedió? ¿Te escapaste? — No, porque mi padre debió de darse cuenta de que yo estaba planeando hacerlo o quizá mi madre intercedió. Al final cedió. Pero nunca había visto a mi padre tan triste como el día que me marché del castillo Leger — Lance lanzó un suspiro de melancolía-. Y, como es habitual, tenía razón. — Entonces... ¿perdiste algo? — Todo — repuso Lance con voz ronca-. El honor, los sueños y el respeto por mí mismo. Cualquier oportunidad que hubiera tenido de ser considerado digno hijo de Anatole St. Leger, la perdí para siempre — se sacudió enérgicamente los recuerdos del pasado y se apresuró a cambiar de tema, dirigiendo la atención de Rosalind a uno de los retratos de menor tamaño-. Mi padre tiene el retrato de mi madre colocado en su despacho. Pero aquí puedes ver a mis hermanas — indicó tres retratos enmarcados en marcos ovalados de tres jovencitas sonrientes y de ojos brillantes. — La muchacha de cabellos rojos y expresión imperiosa, es Leonie. La Leona, la llamo yo. La siguiente es Phoebe, con uno de sus queridos gatos. Y la última, la

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niña de los rizos de color castaño, es Mariah, nuestro ratoncito, y creo que ya conoces a Valentine. Lance señaló el retrato de su hermano, captado en la biblioteca, con una expresión soñadora y el inevitable bastón en las manos. Rosalind se aproximó para escudriñar de cerca todos los retratos, sobre todo los de las hermanas. Admiró su belleza y la maestría del artista. — Los pintó mi padre — le confesó Lance. — ¡Tu padre! — Sí, ya ves — dijo Lance con una risita-. ¿Te ha sorprendido? Parece más que vaya a esgrimir un hacha de guerra que un pincel. Pero te aseguro que tiene un talento sorprendente. — No tienes que asegurármelo. Los retratos hablan por sí mismos — murmuró Rosalind-. ¿Y dónde está el tuyo? — No hay ninguno. Soy demasiado nervioso para quedarme quieto, y mi padre tardó mucho en hacerme el boceto preliminar. — ¿Pero... pero tú no eres ese Lance había empezado a alejarse, pero volvió para ver a qué se estaba refiriendo Rosalind. La joven señalaba un retrato, el único enmarcado en un marco dorado rectangular y que habían añadido en la pared; Lance no se había dado cuenta de que estaba allí cuando volvió a su casa. Se aproximó más y clavó los ojos en la imagen de un joven que posaba orgulloso ataviado con el uniforme escarlata del regimiento. Su propia imagen. A Lance se le cortó la respiración. Era como mirarse en un espejo y retroceder en el tiempo de un modo a la vez doloroso y conmovedor. Asomado a su propia imagen joven y arrogante, el rostro descarado y seguro de un muchacho de dieciocho años que creía que podía arrasar el mundo, conquistar todo el ejército de Napoleón y volver a casa a tiempo para tomar el té. Y tan sólo a un coste de unas cuantas manchas de humo en el uniforme. Atónito por el descubrimiento del retrato, lo contempló en medio de un silencio sobrecogedor. — ¿Nunca posaste, entonces? — preguntó Rosalind. — No. — ¿Lo pintaron de... de memoria? — Sí — era indudable quién lo había hecho y era algo tan increíble e improbable como parecía. — Pudo hacerlo mi padre — dijo Lance, frunciendo el entrecejo con desconcierto-. Aunque no puedo imaginar por qué. Lo más probable para agradar a mi madre, supongo.

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Siguió contemplando el retrato con asombro hasta que alguien— lo interrumpió. La pesada puerta del salón se abrió y apareció uno de los criados buscando a Lance. Se excusó ante Rosalind mientras se dirigía hacia él para ver qué deseaba. Ella se quedó donde estaba, estudiando el retrato de su marido y pensando tanto en Lance como en el hombre que lo había pintado. Reflexionó en todo lo que le había dicho Lance sobre las relaciones con su padre y no le resultó difícil creer que

ambos,

con

frecuencia,

tendrían

opiniones

diferentes.

Los

dos

eran

voluntariosos, testarudos y los enfrentamientos serían inevitables. Sin embargo, no importaba lo que asegurara Lance, había algo que Rosalind no podía creer. Un retrato como ese nunca lo habría podido realizar un hombre que estuviera disgustado con Lance, sino por un padre que quería tanto a su hijo que podía reproducir el parecido tan exacto tan sólo buscando en su memoria. Anatole St. Leger había captado toda la fuera, la vitalidad, la inquietud y el valor de su hijo. Y algo más... En el rostro del soldado de oscuros cabellos latía una inocencia que casi cortaba el aliento. Toda la ardiente nobleza de un joven caballero dispuesto a matar al dragón y obtener a su hermosa dama, los ojos llenos de ilusiones de amor, de éxito, de gloria y con la esperanza de que todos sus sueños se harían realidad. ¿Qué sucedió para que todo esto desapareciera?, se preguntó Rosalind. Por qué Lance se había transformado de un joven idealista en ese hombre desengañado del mundo de mirada cínica y sonrisa burlona. Por qué se había transformado ese joven alegre que una vez irrumpió en ese salón jugando a los caballeros con sus hermanos, en el joven hastiado que se distanciaba deliberadamente del resto de su familia. — ¿Rosalind? — la voz de Lance interrumpió estos pensamientos. Apartó la mirada del retrato y descubrió que él había vuelto a su lado y estaba sonriendo con expresión de disculpa-. Tengo que irme. El señor Throckmorton, el secretario, me está esperando en la biblioteca para resolver unos asuntos de la hacienda. Ella asintió, y le sorprendió observar la expresión de disgusto en su rostro. Había estado más cómoda con él durante los últimos minutos, de lo que lo había estado nunca. No había estado burlón, no le había hecho ninguna broma ni había interpretado el papel de seductor. Además, se había mostrado más franco y le había abierto, quizá, la rara oportunidad de conocer al verdadero Lance St. Leger.

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L n asunto de negocios, suspiró Rosalind, porque sabía demasiado bien por su anterior marido lo que aquello significaba. Una palmadita en el hombro, un beso en la mejilla y un «ve de paseo y diviértete, querida». Saludó a Lance con una reverencia y ya se estaba volviendo para marcharse cuando él la detuvo llamándola por su nombre. — ¿Rosalind? La joven se volvió. — Bueno... ¿no te gustaría acompañarme? — le preguntó su marido, cuya habitual brusquedad se había transformado ahora casi en una actitud modesta. — ¿A una reunión de negocios? — No será muy larga. Sólo hablaremos de unas casitas que hay en la hacienda que tienen que ser reconstruidas para unos cuantos arrendatarios. Podrías aconsejarnos con tu opinión sobre el tema. — ¿Mi opinión? — preguntó Rosalind, completamente segura de que estaba bromeando. No obstante parecía decirlo muy en serio. — Sí, tú. Seguro que tendrás alguna idea que nos servirá. — No estoy muy segura — murmuró ligeramente atónita-. Nadie me lo ha pedido nunca. — Bueno, pues yo lo hago ahora. Era sincero y había tal calidez en su mirada, que el corazón de Rosalind comenzó a latir con más fuerza. Le halagó la petición, pero lo cierto es que debía volver a su habitación a descansar un poco o estaría demasiado derrotada para reunirse con Sir Lancelot en el jardín por la noche. — Yo... yo, muchas gracias, pero... — tartamudeó. — Pero tienes algo más importante que hacer que perder el resto de la tarde con este despreciable bribón que tienes por marido — acabó Lance con una amarga sonrisa. Parecía tan disgustado, que Rosalind se apresuró a tranquilizarlo. — Oh, no. Claro que me gustaría. Y se quedó completamente atónita cuando comprendió que estaba diciendo la verdad. Era bien pasada la medianoche cuando el fantasma de Sir Lancelot abandonó su vigilia en el jardín. Olvidó los escrúpulos de su dama y se dirigió impaciente hacia su dormitorio a ver lo que la estaba retrasando tanto. La encontró completamente dormida. Los labios de Lance se curvaron en una tierna sonrisa cuando vio la cabeza de la joven hundida en la almohada, el dulce

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rostro cansado pero satisfecho, perdida en las profundidades de alguna tierra de amables sueños. Estaba claro que había querido reunirse con él. La luz de la luna que se filtraba por las ventanas iluminaba el vestido, el calzado y la capa que había preparado. Pero cuando la doncella la dejó sola en la habitación, debía de estar tan agotada que no pudo dominar el sueño. Nada sorprendente, después de la tarde que había pasado. Lance se inclinó un momento sobre ella, y se debatió con el deseo de despertarla. Sin duda por la mañana lamentaría haber perdido la oportunidad de reunirse con su noble héroe. Y él sintió una punzada de dolor en su conciencia cuando pensó en lo disgustada que estaría. Sin embargo, aunque ignoraba cuándo y cómo, tenía la sensación de haber ganado una pequeña ventaja sobre ese fantasma rival que él había creado, y sería un loco si no se aprovechaba de ello. No esa noche, ni siquiera mañana... pero pronto, esperaba, podría finalmente dejar descansar al fantasma de Sir Lancelot. Lance, dirigiendo una última mirada a su dama durmiente, sonrió y salió silenciosamente de la habitación.

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16 El verano avanzaba cubierto por una suave y cálida neblina, una sucesión de días dorados que Rosalind habría deseado que no acabaran nunca. Una ligera brisa jugueteó con los mechones de su cabello cuando la joven salió al jardín tal como era su costumbre todas las mañanas. Equipada con una cesta y la poderosa navaja que Lance le había dado, se movió con ligereza entre los arriates y los arbustos florecidos, cortando las flores recientes para llenar los jarrones de todos los salones y paseó por los mismos senderos por los que, a menudo, paseaba a medianoche, cuando el jardín era un lugar tan sólo iluminado por los rayos de la luna. Era tan diferente a la luz del día, los rododendros, las azaleas y las campanillas desplegaban sus pétalos al brillo del sol. Era tan diferente como los dos hombres que habían compartido su vida las últimas semanas. Por la noche, tenía a su galante Sir Lancelot con sus tiernas declaraciones de amor, su oído atento, siempre dispuesto a escuchar las aventuras que ella le contaba. Y tenía tantas que contar... y durante el día, al bribón de su marido, Lance, que la llevaba en sus correrías por la accidentada belleza de las tierras del castillo Leger. Coqueteaban, bromeaban, a veces hasta discutían, aunque casi siempre reían juntos como dos chiquillos revoltosos. El resultado de la última expedición pasó rozando sus faldas, un spaniel blanco y negro que tropezó con sus pies mientras perseguía con empeño a una mariposa. El cachorro lo había adquirido su marido en las perreras de su primo segundo, Caleb St. Leger. Sir Pellinore, así lo había bautizado Rosalind, era el último regalo que le había hecho Lance. ¿O debería decir Sir Lancelot? A veces Rosalind no estaba muy segura. Fue a su noble caballero que ella le había confiado, durante sus paseos nocturnos por el jardín, que nunca había tenido un perro y ni siquiera un gatito porque su madre, una mujer muy escrupulosa, temía que el contacto con los animales pudiera contagiarle alguna enfermedad. Entonces Lance la había llevado al día siguiente a visitar las perreras de Caleb St. Leger, donde estaban las últimas camadas. Claro que esta no había sido la primera cosa extraña que le había sucedido, pensó Rosalind frunciendo el entrecejo, abstraída. Estaba lo del calzado, cuando se quejó a Sir Lancelot de que sus zapatos no eran adecuados para los paseos que hacía con Lance, y al día siguiente, su marido la sorprendió presentándose con un par de botas.

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Y luego estaba la noche en que mencionó a Sir Lancelot que no había cumplido sus deseos de visitar Tintagel. Pues bien, a fines de esa misma semana, su marido la llevó del brazo a visitar las ruinas del lugar de nacimiento del rey Arturo. ¿Una serie de coincidencias? Rosalind no lo creía así. De hecho todo aquello sólo podía tener una explicación, aunque fuera extraña. De algún modo, el fantasma de Sir Lancelot había encontrado la manera de cortejarla a través de Lance. Mientras cortaba flores de rododendro y las iba metiendo en la cesta, Rosalind no perdía de vista al cachorro. Pellinore tenía una propensión natural a meterse en problemas. Cuando el perrito mostró signos de enojo ante un gran abejorro, dejó la cesta en el suelo y lo tomó en brazos. — No te entrometas, Sir Pellinore — le regañó-. A menos que quieras acabar con el hocico hinchado, debes apartarte de las abejas. Sin amilanarse ante el tono de severidad que fingía la joven, Pellinore le lamió la barbilla y le llenó el rostro con su cálido aliento de cachorro. Entonces, se sentó con él en un banco de piedra e intentó acurrucar al revoltoso fardo en su regazo. Ella y Lance apenas se habían separado desde el día de la boda, así es que aquella mañana su ausencia le estaba provocando melancolía y lo extrañaba tanto como echaba en falta a Sir Lancelot durante aquellas raras noches en las que estaba demasiado agotada para acudir a su cita de medianoche. Era una experiencia apasionante tener a dos hombres en su vida, y más aún cuando uno de ellos era un fantasma. — ¿Es inmoral y una equivocación que desee que las cosas sigan así para siempre? — murmuró Rosalind entre el pelambre del perrito. Con frecuencia temía que sí, aunque no imaginaba cómo podría arreglárselas sin sus dos caballeros. ¿Qué haría sin Lancelot, que la adoraba y compartía con ella todas sus historias y sueños de Camelot? ¿Y sin ese marido que la había sacado de su torre de marfil y la había introducido en un mundo lleno de posibilidades que ella jamás había imaginado? Cada día con él hacía un nuevo descubrimiento, y algunos de ellos acerca de sí misma. Era una excelente amazona y se sorprendió de ello. Había nacido en una silla de montar, le dijo Lance. Y aunque sus alabanzas la ruborizaron, atribuyó su maestría recién descubierta al hecho de que por primera vez en su vida había montado en un caballo con más brío que un pony gordo y perezoso. A diferencia de la época en que montaba junto a Arthur, Lance no estaba siempre sujetándole las riendas y avisándola que fuera con cuidado. Y, además, él respetaba sus opiniones. Este pensamiento, más que ningún otro, la llenaba de un cálido rubor. Siempre la animaba a que expresara sus

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opiniones. Al principio aquello le produjo timidez, aunque luego fue ganando confianza e hizo unas sugerencias tan prácticas para la renovación de las casitas de los arrendatarios, que hasta el viejo administrador del castillo Leger inclinó la cabeza en señal de aprobación. — Como puedes ver, Pellinore, ya no soy una pequeña loca que sueña con montar a caballo — murmuró Rosalind dándose importancia, mientras levantaba al revoltoso cachorro y le clavaba la mirada en sus ojos negros-. Me estoy transformando en una mujer muy lista. — Estoy seguro de que él está de acuerdo contigo — dijo una voz divertida. Rosalind tuvo un sobresalto. Le daba vergüenza que la sorprendieran compartiendo confidencias con su perro, pero se relajó cuando, al levantar la vista, vio el rostro sonriente de su cuñado. Rosalind fue de inmediato a reunirse con Val, que ya se aproximaba cojeando por el sendero. Pellinore estuvo a punto de caérsele de los brazos mientras agitaba el rabo de lado a lado y se estiraba ansioso hacia el joven. — Me temo que este sinvergüenza es incapaz de estarse quieto el tiempo suficiente — dijo Rosalind-. ¿Ya has sido presentado a Sir Pellinore? — Nos conocimos muy bien ayer por la tarde, me temo — dijo Val señalando la punta del bastón, que tenía la huella inequívoca de la marca de sus dientes. — ¡Oh! — exclamó Rosalind, ruborizándose-. Lo siento mucho. Val meneó ligeramente la cabeza y le dirigió una débil sonrisa, mientras rascaba al cachorro detrás de la sedosa oreja y lo reducía a un estado de éxtasis jadeante. — No tiene importancia, te lo aseguro. En muchas ocasiones he tenido la tentación de hacer lo mismo con este infernal artefacto. Val no había estado nunca tan cerca de quejarse de su incapacidad, pensó Rosalind. Una broma amarga. Pero la evidencia estaba allí, junto a sus ojos castaños, en esas finas líneas que hablaban de un dolor soportado casi siempre en soledad. Rosalind estaba ya tan familiarizada con su cuñado que sabía a la perfección cuándo había pasado una mala noche y también que no le gustaba despertar piedad así como tampoco que se hiciera alusión a ello. La joven forzó una sonrisa. — En el futuro, creo que será mejor que le mantenga encerrado hasta que aprenda a comportarse en sociedad. El spaniel forcejeaba para liberarse de los brazos de Rosalind, pero ella no se atrevía a soltarlo mientras no pudiera prestarle atención para prevenir sus

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diabluras. Adelantó a Val, llevó a Pellinore hacia la casa y le encargó a un mozo que se ocupara de él. Cuando volvió al jardín, vio que Val había recogido la cesta que ella había dejado antes en el suelo y las flores que se habían caído. Al llegar a su lado, se la entregó con gesto galante. — Es muy agradable volver a tener la casa llena de flores — dijo-. Las echaba en falta ahora que mi madre está fuera. Es una de las primeras cosas que hace todas las mañanas. — Espero que no creas que me estoy entrometiendo o... o que intento ocupar su lugar... — En absoluto. Sé que mi madre estará encantada contigo. Aquellas palabras la aliviaron y tranquilizaron, aunque no pudo dejar de pensar que Madeline St. Leger no estaría tan encantada cuando viera el estado en el que se encontraba su hijo menor. Tan pálido y tan consumido. Val siempre debió de ser un hombre tranquilo, pensó Rosalind, pero en sus ojos parecía haberse instaurado un nuevo mutismo desde aquel día en la iglesia, cuando Effie hizo aquella declaración infamante respecto a la novia elegida de Val. Un mutismo de pena y resignación. A menudo, cuando Rosalind salía a caballo con Lance, entre risas y bromas, había visto que Val los estaba mirando detrás de la ventana. Aun en la distancia, la joven sentía la melancolía y el desespero de él, y deseaba desafiar la leyenda de los St. Leger y hacer de casamentera para el gentil Valentine. Rosalind esperaba que su solicitud no fuera demasiado evidente, se sentó en el banco y dio unas palmaditas en el asiento para que Val hiciera lo mismo. El joven se sentó a su lado, y se retiró un poco para que el peso de su cuerpo descansara en la pierna sana. La rodilla le debía molestar más de lo habitual y, sin embargo, observó que llevaba un traje de montar con una chaqueta de cuero teñido y pantalones de ante. — Estoy encantada de tener compañía — dijo ella-. Aunque me temo que te estoy entreteniendo. ¿Ibas a alguna parte? — Oh... no — repuso Val mirando fijamente la punta del bastón y arrancando un poco de mala hierba-. Sólo iba al pueblo. — ¡Oh! Qué bien. — ¿Por qué? ¿Deseas que te haga algún recado? — No, simplemente que me complace ver que has salido de la biblioteca, que dejas tus estudios por los míos durante un rato — dijo Rosalind inclinándose

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impulsivamente hacia la cesta de flores que había dejado junto a sus pies-. Voy a hacer un ramillete de flores para que te lo lleves. — ¿Para qué? — Oh, quién sabe — repuso Rosalind con un ligero encogimiento de hombros. Quizá para una joven dama que... — ¿En Torrecombe? — preguntó Val, casi enternecido, aunque amonestándola con un gesto de la cabeza-. No me parece muy probable, Rosalind. Eso dice Effie Fitzleger. — Effie puede equivocarse. — Nuestro Buscador de novias siempre ha sido infalible, querida. ¿No supo inmediatamente que pertenecías a Lance? — Sí — admitió Rosalind, aunque no se atrevió a decirle a Val que ella y Lance no formaban esa pareja unida por un gran amor que proclamaba la leyenda. Aunque últimamente, y de forma inesperada, estaba mucho más unida a su marido. Muy unida, para ser más exactos, pensó mientras sentía que un cálido rubor le cubría las mejillas. La historia estaba llena de ejemplos de amantes que se habían encontrado sin la ayuda de un Buscador de novias, señaló Rosalind. Tristán e Isolda, Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta. Desgraciadamente, sólo recordaba amores que habían finalizado en una tragedia. Pero no importaba. Porque por la expresión reservada que vio en los ojos de Val, comprendió que era un tema que él no deseaba discutir. — Al menos llévate esta — insistió la joven. Eligió una prímula de un amarillo brillante y pasó el tallo a través del ojal de la chaqueta de montar de Val. — Así — dijo alisando la tela con la mano-. Siempre he pensado que una flor en la solapa hace que un caballero se vea más apuesto. Val rió a regañadientes. — Gracias, querida, pero creo que tendrías que hacer algo más que ponerme una flor en el ojal para conseguirlo. — Qué tontería. Tienes un aspecto muy elegante — le aseguró Rosalind-. A menudo he intentado hacer lo mismo con Lance, pero ese hombre detestable insiste en pasar la punta del látigo por el ojal de la chaqueta de montar. — Hablando de mi hermano, ¿dónde está el intrépido Sir Lancelot esta mañana? Rosalind se sobresaltó. Siempre le desconcertaba oír a Val llamar así a su hermano, con el título que ella reservaba a su noble fantasma de la noche.

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— Lance tenía una cita con su amigo el capitán Mortmain — contestó reponiéndose. — ¿De veras? — dijo Val mientras sus hombros se ponían rígidos. — ¿Lo desapruebas? — preguntó ella. — No creo que Lance deba abandonarte para perder el tiempo con ese... con Rafe Mortmain. — Pero no puedo pretender llevar siempre a Lance agarrado a mis faldas — dijo Rosalind-. Y, además, no ha visto a su amigo desde que nos casamos. Creo que Lance no quiere que su separación aumente aún más. — Oh, por supuesto. Aunque debe tener algo mejor que hacer que desagraviar al capitán Mortmain — la inesperada amargura en la voz de Val sorprendió a Rosalind. El joven debió de darse cuenta de ello porque moderó el tono cuando volvió a hablar para preguntarle: — ¿Mi hermano te ha presentado a su querido amigo? — Sí, en una ocasión que salimos a cabalgar. — ¿Y qué piensas de Rafe Mortmain? — ¿Por qué? Me pareció un caballero y... y... — sin embargo, ante la mirada de Val, Rosalind se consideró obligada a confesar-: En realidad, me hizo sentir un poco incómoda, aunque no sabría decir por qué. Había algo en sus ojos. Eran como... como... — ¿Como los de un lobo? — acabó Val la frase. — No. Eran fríos y vacíos. Como si deseara ser amable, pero no supiera cómo. Y en su sonrisa había algo forzado, triste. Él... él... — Rosalind se detuvo y sonrió disculpándose-. Me temo que estoy diciendo cosas sin sentido. El capitán Mortmain es un hombre difícil de comprender, pero Lance tiene una elevada opinión de él. — Es algo que debes saber de mi hermano, Rosalind— dijo Val vacilando, como si fuera eligiendo las palabras con gran cuidado-. Lance puede dar la impresión de estar demasiado familiarizado con las cosas del mundo, con el lado más oscuro de la naturaleza humana. Pero no es tan cínico como parece. — Eso ya lo sé — repuso Rosalind con calor. Los días que habían transcurrido desde la boda le habían servido para observar al hombre que había detrás de su fachada de cinismo-. Hace ver que es muy duro e insensible. Pero la señora Bell, quien ha estado cosiendo mis vestidos nuevos, me contó algo admirable. Val torció los labios en una ligera sonrisa.

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— ¿Alice Bell te contó que era la esposa de uno de los soldados de la compañía de Lance? Cuando su marido murió luchando en España, Lance se ocupó de que encontrara pasaje para volver a casa a salvo. Y no sólo eso, sino que le montó el negocio de costurera para que pudiera ganarse la vida de manera respetable. — ¡Sí! — exclamó Rosalind-. ¡Y Lance no le permitió que le diera las gracias siquiera! — No hay nada que Lance odie más que eso. He visto cómo tira las cartas de agradecimiento que le llegan de las otras. — ¿De las otras? ¿Es que hay más? — Podría llenarse un libro. A veces creo que mi hermano ha tomado a su cargo a todas las viudas y huérfanos de su regimiento. — Lance me dijo que fue mucho peor para las mujeres que... — Rosalind se detuvo con el entrecejo fruncido. No, fue Sir Lancelot quien se lo dijo. O al menos así lo creía. A veces confundía a los dos hombres en su pensamiento. Val parecía sentirse incómodo. — Mi hermano se enfadó mucho cuando se dio cuenta de que yo había descubierto su secreto. No creo que le gustara mucho saber que estemos hablando de ello. — No te preocupes. No se lo voy a decir— se apresuró a asegurarle Rosalind-. Y nadie sospechará que Lance St. Leger posee un corazón. Arruinaría su reputación de sinvergüenza. — Ya veo que comprendes muy bien a mi hermano — dijo Val sonriendo. — Sí, eso creo. Después de todo, a mí también me rescató. Podría decirse que soy una de sus desgraciadas viudas. — No — repuso Val inclinándose hacia ella-. No debes pensar así. Deberías darte cuenta hasta qué punto te adora. Rosalind parpadeó. Era Sir Lancelot quien la adoraba... aunque no estaba muy segura de lo que Lance sentía por ella. — Creo que su afecto hacia mí ha ido en aumento — dijo con cautela. — ¿Afecto? Es una palabra demasiado suave para mi hermano. Cuando Lance se interesa por alguien, no lo hace a medias. Ama del mismo modo absoluto con el que monta su caballo y entrega su corazón con total fe y confianza. Un rasgo muy noble. Pero desgraciadamente esto hace que mi hermano sea un hombre al que se le traicione fácilmente.

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¿Tan fácil como deslizarse en el jardín bajo la luz de la luna en compañía de otro hombre? Rosalind se sobresaltó. Retiró la mano de la de Val y de pronto se sintió tan culpable que no pudo sostener la mirada honesta de su cuñado. Se sintió aliviada cuando un mozo apareció en el jardín para informarla de que Effie Fitzleger había venido a visitarla. Se excusó ante Val y recogió la cesta con las flores y entró apresuradamente en la casa. Cuando Val vio que Rosalind desaparecía en el interior, pensó que, sin darse cuenta, debía de haberle dicho algo que la había molestado. Sólo pretendía advertirla amablemente acerca del peligro de la amistad de Lance con Rafe Mortmain. Sin embargo, estaba satisfecho porque había resistido la tentación de añadir nada más. Al parecer, Rosalind había logrado apartar de sí todos los recuerdos de aquella noche terrible cuando la atacaron y quizás fuera mejor así. Contándole sus sospechas acerca de Rafe sólo conseguiría atemorizarla y llenar de preocupación a la joven. Y consideró que últimamente ya había estado preocupando suficientemente a todo el mundo. Su único consuelo era el interés que Lance mostraba por su esposa. De hecho, como se pasaba todo el tiempo que podía con ella, eso lo había alejado de ese bastardo de Mortmain y lo mantenía apartado de cualquier peligro. La información que le había dado inocentemente Rosalind sobre la aparición del amigo de Lance le resultó muy desagradable a Val. Había que llamar la atención sobre Rafe para... como lo había expresado Rosalind... «cicatrizar la herida antes de que empeorara». «¿Qué te sucede conmigo, Lance?», deseaba preguntarle Val. Sin embargo, se esforzaba por apartar los recuerdos amargos. No era el momento de dejarse llevar por los celos y por los sentimientos dolorosos. Por una vez en su vida tranquila y monótona, pensó Val con tristeza, había llegado el momento de actuar y no de pensar. Maldita pierna, se dijo Val mientras conducía el caballo por un suelo rocoso. Era lo que necesitaba para que le doliera más la rodilla. Aun con una cabalgadura suave como la vieja yegua, su antigua herida sufría unas sacudidas que le obligaban a apretar los dientes. Sin embargo, no podía permitir que unas cuantas punzadas de dolor lo dejaran sin acudir a la cita: no iba al pueblo, como se había visto obligado a decirle a Rosalind, sino a un lugar un poco más aislado dentro de la propiedad del castillo Leger.

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Val apretó la mandíbula y acució al caballo para que ascendiera por la falda de la colina cubierta de brezos y coronada por un elevado túmulo de granito. Como un segmento de Stonehenge que se hubiera extraviado, el monumento de piedra estaba allí desde hacía siglos, silencioso testimonio de gentes desaparecidas hacía ya mucho tiempo, druidas o quizá de alguna cultura mucho más antigua y misteriosa. En el centro de la piedra había un agujero lo bastante grande para que pudiera atravesarlo un hombre. Cuando eran pequeños, Lance y él habían oído decir que visitar aquella piedra podía obrar milagros en toda clase de enfermedades, aunque ellos prestaban poca atención a tales chismes. Estaban demasiado ocupados correteando por el campo, jugando a caballeros y dragones, ya que para ellos, la piedra en cuestión era la torre del diabólico hechicero que debían conquistar. Evidentemente, en aquellos días, Lance y él estaban tan llenos de vigor e inocencia que no necesitaban ningún tipo de cura. Entonces no tenían rodillas destrozadas y sueños rotos. Tales pensamientos llenaron a Val de sentimientos de añoranza por una época en la que su hermano y él no tenían preocupaciones y eran los mejores amigos; una época que se había ido para siempre y ya no volvería. Val se sacudió los recuerdos y trotó hacia la cima de la colina. Redujo la velocidad y observó con atención la enorme piedra y a la persona que había ido a reunirse allí con él. El robusto caballo de granja de Jem Sparkins estaba atado a un árbol próximo, y el muchacho deambulaba bajo la sombra de la piedra. El hecho de que Jem fuera mozo de cuadra en la posada del Dragon's Fire era ideal para los planes de Val, que necesitaba reclutar a un conspirador fiel. El joven Sparkins había estado vigilando las idas y venidas de Rafe durante las últimas semanas y Jem había disfrutado en su papel de espía de «ese pernicioso diablo de Mortmain». Sin embargo, el entusiasmo de Jem por la aventura parecía haberse desvanecido. Levantó la vista y vio acercarse a Val con una expresión que denotaba más tensión que excitación. Él no desmontó. Cuando la pierna le dolía de ese modo, nunca tenía la seguridad de poder volver a montar otra vez. Tiró de las riendas de la yegua, miró a Jem y resumió la pregunta a una sola frase llena de ansiedad: — ¿Y bien? Jem se acercó arrastrando los pies y suspiró.

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— Esta noche... he oído al capitán Mortmain decirle al señor Braggs que va a salir esta noche. Jem inclinó los hombros, pero Val apenas se dio cuenta. Estaba lleno de júbilo. Era lo que había estado esperando oír durante aquellas interminables semanas. Para ser un oficial de aduanas que se suponía debía patrullar para sorprender a los contrabandistas, la verdad es que había permanecido mucho tiempo encerrado en su cuarto, impidiendo que él pudiera llevar a cabo su labor de investigación. Pero ahora, al fin... Val se inclinó afanosamente. — ¿Estás seguro de que no tendrás ninguna dificultad en coger la llave? — No, sé dónde las guarda el viejo Braggs, pero... Jem lanzó otro profundo suspiro. — Pero ¿qué? — preguntó Val con un gesto de impaciencia. Jem arrancó con gesto nervioso unas ramitas de brezo que crecían alrededor de la piedra. — Me gustaría que volviera a reconsiderar todo esto, señor — soltó abruptamente-. Una cosa es que vigilemos a Mortmain y otra que vaya a entrar en su habitación... El riesgo es muy grande, señor Val. — Sí, pero es la única esperanza que me queda para encontrar alguna prueba contra ese villano bastardo. En cuanto nos aseguremos que Mortmain se ha ido, estaré a salvo. — Pero el señor Braggs estará allí, ¿no es cierto? Y el viejo Braggs se dedica al contrabando de ron. La Dragon's Fire ya no es el lugar respetable que era cuando el señor Hanover era el dueño. Jem se retorció sus grandes y torpes manos. — Lo que intento decirle, señor, es que quizá deberíamos buscar ayuda en esta investigación. Si le dijéramos al señor Lance lo que... — ¡No! — le interrumpió Val. — O a su primo Caleb — siguió diciendo Jem, dirigiendo los ojos hacia el rostro de Val con expresión desesperada-. Por favor, señor, todavía me siento mal después de lo que le sucedió aquella noche a lady Rosalind, cuando la dejé sola en aquellos bosques. Y usted cree que el capitán Mortmain es el mismo que atacó a la señora. ¿Y si vuelve antes de la hora y lo sorprende en su habitación? — Entonces ya me las arreglaré con él — dijo Val-. ¿O no me crees capaz de defenderme? No soy una frágil damisela.

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— Oh, no... señor — tartamudeó Jem. Aunque estaba claro que era exactamente eso lo que estaba pensando el muchacho. Por qué iba a pensar otra cosa, se dijo Val con un gesto de amargura. Después de todo, quién era él, sino Val St. Leger, el estudiante tullido, destinado a la práctica de la medicina y al celibato. No era soldado, ni un héroe, ni un amante. Sólo St. Valentine, no era el osado y elegante Sir Lancelot. Se sintió dominado por la amargura, por la frustración y una punzante envidia hacia su hermano. Sujetó las riendas con fuerza y luchó por dominar esas emociones que siempre lo perturbaban... emociones que no eran de esperar en un hombre cuyo nombre iba precedido de la palabra santo. Val encerró esos sentimientos perturbadores en el rincón más oscuro del corazón, que era el lugar al que pertenecían, y centró la atención en el rostro del joven Jem. El pobre muchacho parecía tan afectado que se mostró paciente y suavizó el tono de su voz. — Tienes razón, muchacho. Lo que me propongo hacer es peligroso. Mortmain ya ha puesto en peligro a mi familia más de una vez. No importa lo que diga Lance del accidente en el lago cuando era un muchacho, yo creo que Rafe fue responsable de que él estuviera a punto de ahogarse. Y ahora ha querido robar la espada St. Leger y ha disparado contra la esposa de mi hermano. Creo que sólo es cuestión de tiempo que vuelva a atacarlo. Esta clase de naturalezas salvajes no cambian aunque intentes hacer amistad con ellas y yo necesito encontrar algo que se lo demuestre a mi hermano antes de que sea demasiado tarde. «Aunque Lance me odie por ello», se dijo Val con tristeza. — Pero si has cambiado de opinión y no deseas ayudarme — siguió diciendo-, lo comprenderé. — ¡No, señor! — exclamó Jem con vehemencia-. Le traeré la llave. Sólo que... sólo que quiero que vaya con cuidado. ¿Lo hará, señor Val? — Claro, muchacho. Te lo prometo. Jem no parecía muy satisfecho, pero levantó los hombros e intentó sonreír. — Supongo que será toda una aventura, ¿no es cierto? Como cuando yo era pequeño y a veces me dejaban jugar con usted y señor Lance. Yo era su escudero y usted el caballero con ese nombre tan divertido. — El santo y perfecto Sir Galahad — murmuró Val-. Aunque nadie me preguntó si era quien yo quería ser. Val observó que sus palabras confundían aún más al muchacho. Se apresuró a quedar de acuerdo con él para el próximo encuentro y luego dio media vuelta y se alejó de allí con la repentina sensación de que estaba muy cansado.

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Los días de vigilancia, de espera, de sospechas interminables podían enfermar a un hombre. Pero de un modo u otro, al fin iba a probar que Rafe Mortmain era una amenaza, pensó Val con expresión sombría. Y sería esa misma noche.

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17 La marea estaba baja, el mar alborotado se alejaba de la orilla rocosa como un viajero descuidado que, al despertar, dejase atrás una dispersión de fragmentos de conchas nacaradas, algas marinas y maderos flotantes. Rosalind avanzaba con precaución a través de todo aquello. Se había quitado el calzado y las medias, sumergía la punta de los pies en la espuma, el agua helada en marcado contraste con el calor del sol que caía sobre ella. Tembló ante su atrevimiento porque nunca antes se había comportado de una manera tan escandalosa, con las faldas sujetas a las caderas y el cabello suelto sobre los hombros como una gitana salvaje. Esa era una de las ventajas de ir con un hombre que también era un salvaje. Nada sorprendía o alarmaba a Lance. Cuando estaba con él nunca tenía que medir sus palabras o sus actos, lo cual le daba una libertad que con toda probabilidad ninguna mujer debía de experimentar. Miró a Lance, que se encontraba a unos pasos de ella, lanzando indolentemente trozos de maderos a la espuma de las olas moteada de sol y de una tersura cristalina. No pudo dejar de admirar los músculos que se adivinaban debajo de la camisa de lino, una exhibición de fuerza de la que Lance ni siquiera era consciente. Habían pasado juntos una tarde agradable, explorando la ensenada en la base de los acantilados debajo del castillo Leger. Una excursión agradable como muchas de las que habían hecho antes. O debería de haberlo sido. Sin embargo, lo que Val le había dicho por la mañana seguía en su cabeza, tan inexorable como el flujo y reflujo de las olas. «Ya sabes que te adora... Cuando Lance ama a alguien, no lo hace a medias.» ¿Lance la adoraba? Eso era imposible. Era muy amable y encantador, con frecuencia coqueteaba con ella con esa picardía que lo caracterizaba. Pero ¿la amaba realmente? No se lo podía creer. Porque si lo creyera, eso lo cambiaría todo. Una cosa era citarse por la noche con el fantasma de un amante galante cuando una está casada sólo por conveniencia, cuando el marido es cínico e indiferente. Pero si Lance la quería de verdad, también sería cierto lo que Val le dijo acerca de que... «entregaba su corazón con absoluta confianza... haciéndolo tan susceptible a la traición». Haciendo ver que se protegía los ojos del sol, Rosalind intentó estudiar subrepticiamente el rostro de Lance, buscando algún signo que demostrara lo que

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Val le había dicho. Durante la tarde lo había hecho varias veces, pero ahora él se dio cuenta. — ¡Rosalind! — se quejó riendo-. ¿Qué sucede? — preguntó pasándose la mano por la mandíbula-. ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Acaso tengo cangrejos encaramados en las orejas o me he dejado un poco de jabón al afeitarme? — Oh, no, no es eso — se apresuró a responder ella con una sonrisa y apartando los ojos-. No miraba. Estaba soñando. — ¿Soñando con la cueva de Merlín? — Lance acortó la distancia que había entre ellos y sus mechones le llevaron un poco de brisa salada hasta el rostro-. Lo siento, pero he sido incapaz de encontrarla. Rosalind hizo un leve gesto con los hombros. Habían pasado parte de la tarde explorando la base de los acantilados por si encontraban algún indicio de la legendaria caverna donde el mago Merlín presuntamente había sido hecho prisionero por la diabólica Morgana le Fey. Sin embargo, Rosalind no esperaba que la encontrara. Ya había sido bastante que se ofreciera voluntariamente a hacerlo, sobre todo cuando él no creía en esas cosas. ¿Lo había hecho sólo para dar gusto a unos de sus caprichos, como hacía a menudo con la pequeña Kate? ¿O le inspiraba un afecto más profundo? Rosalind no quería mirarle a los ojos por temor a la respuesta que pudiera encontrar en ellos. — Casi estoy contenta de que no hayamos encontrado esa cueva — dijo-. Quizás allí hay cosas que deben seguir ocultas. Como si detrás de aquella sonrisa burlona pudieran ocultarse sentimientos de ternura. Rosalind se apartó impulsivamente dispuesta a dirigirse a la playa donde había dejado el calzado y las medias. Se tambaleó ligeramente cuando pisó una concha y Lance se apresuró a levantarla en sus brazos. Fue un gesto juguetón, y se rió de lo que pesaba mientras amenazaba con dejarla caer a cada paso. Ella se esforzó por reír mientras le pasaba los brazos alrededor del cuello. Sin embargo, su juego tenía una corriente oculta de la que la joven era plenamente consciente. La sensación de su suave cuerpo apretado contra el pecho, el calor que latía entre los dos y que nada tenía que ver con el sol resplandeciente. Lance la bajó despacio hasta el suelo deslizando su cuerpo por el suyo como si le costara soltarla. Estaba temblando cuando se sentó en la roca para ponerse las medias y el calzado. Encontró justo a su lado una liga que ella había perdido y balanceó la delicada tela rosada ante sus ojos. — ¿Necesitas ayuda? — preguntó burlón.

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— No, muchas gracias, señor — replicó con fingida severidad. Lance sólo estaba coqueteando con ella, como hacía a menudo. Era demasiado salvaje para contenerse, y todo eso no significaba nada para él. Se sacudió la arena de los pies lo mejor que pudo, sabiendo que él desviaría los ojos si se lo pedía. Lo curioso es que no le pidiera ayuda, y que se hubiera sentado allí a ponerse sin ninguna vergüenza la media de seda por encima de la rodilla, sujetándose la liga con los dedos temblorosos. Casi como si quisiera tentarlo. Para desviar la atención de los dos, Rosalind buscó algo de qué hablar, cualquier cosa. — No me has dicho cómo te ha ido en el desayuno de esta mañana con el capitán Mortmain. — Bastante bien — murmuró Lance, demasiado interesado en seguirle la pista al avance de la segunda media que se iba deslizando por la pantorrilla desnuda-. Confío en que no me echaras en falta demasiado. — Oh, no — contestó Rosalind alegremente-. Val me hizo compañía. Estuvimos charlando agradablemente aunque mucho me temo que por alguna razón tu hermano no aprueba tu amistad con el capitán. — Val está demasiado ligado al pasado. Los Mortmain tenían muy mala reputación, se les tildaba de villanos, sobre todo por parte de los St. Leger. Rosalind tiraba con fuerza para ponerse la bota de paseo y él, que se percató de su esfuerzo, se agachó para ayudarla mientras seguía hablando. — Todo el mundo ha condenado siempre a Rafe con demasiada rapidez, sólo por el infame apellido que lleva. Darle una oportunidad es una de las dos cosas mejores que he hecho en mi vida. — ¿Y cuál es la otra? — Casarme contigo, desde luego. — Lance apretó el talón de la bota para ponerla en su sitia y le sonrió. El calor de su mirada hizo que el corazón se le pusiera a latir aceleradamente. Rosalind intentó coquetear, forzando la voz para que resultara ligera. — Eres muy galante, señor. — No siempre lo has pensado — le recordó Lance con una carcajada mientras le sujetaba el pie con la rodilla y le abrochaba la bota. — Seguramente porque entonces no te conocía tan bien como ahora — dijo Rosalind. — ¿Oh? ¿Y qué sabes ahora de mí, milady, que te haya hecho cambiar de opinión?

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— Bueno, por un lado, está tu ayuda a esas mujeres que se quedaron viudas durante la gue... — Rosalind se calló, horrorizada por lo que iba a decir, pero ya era demasiado tarde. Lance se quedó mirando la bota con el entrecejo fruncido. — ¿Quién diantre te ha hablado de eso? — Oh, querido — Rosalind se cubrió la boca con la mano-. Le prometí que no te diría nada. — ¿Él? Claro — murmuró-. St. Valentine. ¿Quién si no iba a hacerlo? — Por favor, no te enfades con tu hermano. Él no quería darme esa información, pero tal generosidad no es para avergonzar a nadie. — Ni tampoco para estar orgulloso. — Lance acabó de abrochar la bota con un seco chasquido-. Sólo estaba pagando la deuda que tenía con los hombres que murieron luchando bajo mis órdenes, hombres mucho más valientes que yo. Yo no soy un héroe, Rosalind. Ya te lo he dicho antes. Lo había hecho sí, y varias veces. ¿Por qué le costaba tanto aceptarlo? ¿Se debía a su extraordinario parecido físico con Sir Lancelot? ¿O a esa tristeza que veía en su rostro, la mirada de un hombre perseguido que lucha por encontrar una parte de sí mismo que ha perdido, un ideal que se ha desvanecido hace mucho tiempo? Lance permaneció en silencio, concentrado en ayudarla a ponerse la otra bota. No le gustaba nada hablar de su época en el ejército y Rosalind habitualmente evitaba el tema. Pero por una vez, no parecía dispuesta a hacerlo. Mientras anudaba los cordones de la bota, la joven se inclinó hacia él y continuó con la conversación. — Lance, ¿cómo ganaste entonces esas medallas? Y no intentes embaucarme con palabras sin sentido como haces normalmente, diciéndome que fuiste condecorado por llevarte a la cama a las esposas de los oficiales, porque no te creeré. Lance soltó una amarga carcajada. — No, por llevarme a la cama a la esposa del coronel estuvieron a punto de matarme. Era otra de sus bromas. Tenía que serlo. Sus labios se abrían en una sonrisa, pero sus ojos no estaban sonriendo. — ¿Sedujiste a la esposa de tu oficial al mando? — preguntó, incapaz de ocultar su sorpresa. — Sí. Pero no es una historia muy bonita, querida — los dedos de Lance estiraron los cordones-. Aunque puede que tengas derecho a saberla. Aunque lo

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cierto es que va a acabar con todas las ilusiones que albergas acerca de mi gran carrera militar. Rosalind intentó decirle que no tenía derecho a conocer nada. Pero se mantuvo en silencio porque quería saber qué era lo que había transformado al joven soldado idealista del retrato, en aquel hombre que estaba arrodillado ante ella, intentando mantenerse dentro de su armadura de cinismo, incapaz de tener fe en nada, y menos aún en sí mismo. Lance acabó de abrocharle la bota y la ayudó a ponerse de pie. Bajaron a la playa rocosa, uno al lado del otro y a la sombra de los enormes acantilados. — Ya te habrás dado cuenta — empezó él vacilante—

que mi retrato del

antiguo salón es una dolorosa descripción del arrogante joven estúpido que yo era entonces. Sin embargo, Rosalind no había visto eso, sino la inocencia, un entusiasmo que rompía el corazón y los ojos oscuros repletos de sueños. No quiso discutir con él y se limitó a asentir con la cabeza. — El día que me fui del castillo Leger, me enfrenté al mundo con menos juicio que Don Quijote. Supongo que había pasado mucho tiempo junto a Val, jugando a ser Sir Lancelot— Entonces tenía esas ideas ridículas en la cabeza de que realizaría heroicas acciones y me cubriría de gloria. — Por desgracia el regimiento al que me incorporé acampó en Brighton durante el verano. Se decía que para hacer la instrucción, aunque lo cierto fue que hacíamos desfiles, revistas y exhibiciones sin sentido que dejaban demasiado tiempo libre a los jóvenes para cometer disparates. Mi oportunidad llegó durante un baile organizado por el ejército. Entonces fue cuando la conocí. Lance hizo una pausa y lanzó un profundo suspiro. — Adele Monteroy, la esposa de mi primer oficial. Era una de esas mujeres que pueden encandilar a todos los hombres presentes con el simple hecho de entrar en una habitación. Chispeante, graciosa, encantadora. Rosalind sintió que un extraño calor le inundaba el corazón, una emoción que le era tan ajena que apenas reconoció de qué se trataba. Eran celos. ¿Por una mujer a la que nunca había conocido? Qué absurdo. Procuró reprimir la molesta sensación concentrándose en lo que Lance estaba diciendo. — Medio regimiento estaba enamorado de Adele. No existía ninguna razón particular para que se fijara en un teniente bisoño como yo. Oh, no, claro que no, pensó Rosalind con expresión sombría mientras se fijaba en el hermoso perfil de su marido.

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— Pero Adele me distinguió con sus sonrisas y yo quedé completamente encandilado. — ¿Y ella se enamoró de ti? — Así lo creí. Es la única excusa que tengo de haberme involucrado en un asunto ilícito con una mujer casada. Intenté limitarme a admirarla a distancia, pero me ardía la sangre y Adele era... muy receptiva. Me convencí a mí mismo de que había conseguido encontrar el amor verdadero sin la ayuda del Buscador de novias. Por desgracia Adele ya estaba casada, aunque no dudaba que la situación se arreglaría en cuanto se lo explicase a su marido. — ¿Se lo dijiste al coronel? — exclamó horrorizada Rosalind. — Sí. Me pareció que sería lo más honrado. Fui directamente al cuartel de Monteroy y le pedí perdón por amar a su mujer. Estaba dispuesto a ofrecerle satisfacción en el campo del honor si así lo exigía. Verdaderamente era un joven muy estúpido, ¿no te parece? — acabó diciendo Lance con una mueca. Rosalind meneó la cabeza, imaginándose al muchacho que entonces era Lance, tan orgulloso, tan impulsivo, entrando en la tienda del coronel y haciendo lo que él consideraba correcto. Sintió lástima de ese joven. — ¿Y qué sucedió? — preguntó, casi con temor. — Oh, Monteroy se rió a carcajadas ante mis narices y me ordenó que saliera de allí. No era el primer joven alocado que su esposa había atraído con engaños hasta su cama. Pero al menos los otros habían tenido la sutileza de ser más discretos. Naturalmente no pude contenerme cuando le oí hablar de aquella manera tan poco halagadora de mi ángel. Y lo más probable es que le hubiera dado una paliza si su ayudante no hubiera estado presente para refrenarme. Habría acabado ante un consejo de guerra y me habrían fusilado por atacar a un oficial superior. En cambio estuve en prevención hasta que se me enfrió la cabeza. Lance hablaba con bastante ligereza, como si esos recuerdos significaran muy poco para él, como si le divirtiera hablar de sus años locos. Sin embargo, dado que siempre evitaba mencionar esta época, era evidente que el recuerdo de la humillación que padeció todavía tenía el poder de producirle escozor. — En cuanto me soltaron, fui a ver a Adele — continuó diciendo-. Temía que el coronel pudiera dirigir su enfado contra ella. Pero no encontré a una damisela que necesitara mi protección. Sino un dragón que echaba fuego por la boca. Estaba muy furiosa. Me preguntó qué era lo que intentaba hacer con ella, ¿arruinarla? ¿Acaso no entendía el juego? ¡El juego! — repitió Lance con una carcajada sin alegría-. Al parecer, no lo había entendido, pero aprendí muy rápido cuando ella me reemplazó

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en la cama con un capitán de caballería, un idiota fanfarrón, pero que tenía el suficiente buen sentido para mantener la boca cerrada, dentro y fuera de la cama, y no agobiarla con un montón de absurdos tales como el amor eterno y una escapada.— hizo un pausa y finalmente añadió-, la sangre me ardía y habría podido desafiar al capitán por ella, pero no valía la pena. De pronto, para mí todo perdió interés. Los ojos de Lance se iluminaron con esa expresión de cinismo que Rosalind aborrecía. Pero ahora que comprendía su causa, pasó las manos suavemente alrededor de su brazo. — Se te debió de romper el corazón. — Oh, yo diría que sí. Haberme deshonrado por una mujer como esa. No era el comportamiento que se esperaba del hijo de Anatole St. Leger. Lo que más me atormentaba, era pensar lo disgustado que debía de estar mi padre... — Lance se interrumpió e hizo un intento de encogerse de hombros-. Bueno, uno tiende a tomarse esas cosas demasiado en serio cuando tiene dieciocho años. Me sentía tan desgraciado que me habría volado la tapa de los sesos, aunque no lo hubiera necesitado porque había muchos deseando hacerlo por mí. Finalmente ordenaron a mi regimiento que entrara en acción en España y entonces me di cuenta de que tenía un poderoso enemigo. — ¿Napoleón? — No, el coronel Monteroy. En realidad a él no le molestaba el que hubiera dormido con su mujer, sino que hubiera estado a punto de montar un escándalo... eso era lo imperdonable. Entonces se aseguró que siempre estuviera en medio del fragor del combate con la esperanza de que me mataran. — ¡Oh, Lance! — exclamó temblando Rosalind mientras sus dedos apretaban convulsivamente el brazo. Él le dio unas palmaditas en la mano. — En realidad me fue bastante bien, querida. Estaba francamente dispuesto a complacerle, me comportaba con imprudencia y no me importaba vivir o morir. En apariencia llevaba una vida fascinante. Siempre había a mi lado un pobre estúpido que me seguía y era él quien recibía las balas. Siempre había otro que pagaba el precio de mis pecados. Hasta mi propio... Lance reprimió una sonrisa de amargura. — Ahora comprenderás por qué no existía nada virtuoso por mi parte en la ayuda que presté a las esposas de aquellos hombres que se quedaron viudas por mi culpa. Era lo mínimo que podía hacer por ellas.

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A Rosalind le dolió el corazón cuando pensé en el joven soldado que fue una vez, los ojos brillantes llenos de sueños de amor y de gloria para encontrarse solamente con desilusiones y traiciones. Ahora comprendía por qué Anatole St. Leger había temido por su hijo. ¿Qué fue lo que le dijo a Lance? «No es lo que vas a encontrar lo que me asusta, muchacho. Sino todo lo que vas a perder.» «¿Perdiste algo?», recordó Rosalind haberle preguntado. «Todo», fue la sombría réplica de Lance. Había perdido todo lo que tenía: la inocencia, la confianza y los sueños, el respeto hacia sí mismo y el honor. Se preguntó si le habría sucedido lo mismo a su Sir Lancelot cuando entró por primera vez en Camelot, un joven caballero dispuesto a ganar renombre sirviendo a un rey famoso, sólo para enamorarse perdida y trágicamente de Ginebra. ¿Existiría alguna maldición en ese nombre, que hiciera que todos los hombres que lo llevaban estuvieran condenados a mantener un romance con una mujer casada que únicamente les proporcionara dolor y deshonra? Veía las mismas emociones en los ojos de Lance que con frecuencia atormentaban a su galante caballero. La culpa, el desprecio hacia sí mismo, los remordimientos. Nunca había podido consolar a Sir Lancelot por mucho que intentara acariciarle la mano. Pero Lance... Le dolía el corazón por él y no pudo resistir el impulso de pasar los brazos alrededor de su cuello y abrazarlo con fuerza. El acto impulsivo lo cogió por sorpresa pero no tardó en responder, pasando los brazos alrededor de su cintura. — ¿Qué es todo esto? — preguntó con una risita y mirándola a la cara. Rosalind parpadeó pero no consiguió ocultar las lágrimas. — Rosalind — murmuró, enjugando una gota brillante con la yema del pulgar antes de que empezara a resbalar por su mejilla— . Por Dios, mujer, no pensé que iba a causarte zozobra con mis absurdas historias. Creí que me despreciarías y, en cambio lloras por mí. Rosalind meneó la cabeza con vehemencia. — Si a alguien hay que despreciar, es a ese demonio de mujer llamada Adele. ¿Cómo pudo...? Pero Lance la hizo callar poniéndole un dedo sobre los labios. — Adele era muchas cosas, superficial, alocada, egoísta, pero no era un demonio. Yo no fui su víctima porque pude elegir. Y cuando un hombre elige la pasión por encima del honor, está destinado a sufrir las consecuencias.

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Era exactamente lo mismo que Sir Lancelot le había dicho. Pero, Rosalind encontró inquietante que Lance intentara defender a Adele Monteroy. ¿Acaso cabía la posibilidad de que todavía albergara algún sentimiento hacia ella? Sólo pensarlo le produjo más dolor del que nunca habría imaginado. — ¿Y esa Adele, era hermosa? — preguntó con tristeza. — ¿Contigo en mis brazos, cómo voy a recordarlo? — ¡Lance! — protestó Rosalind cuando se dio cuenta de que bromeaba. En ese momento no deseaba que coqueteara con ella. Sin embargo, cuando alzó la mirada, se quedó sin aliento. No estaba coqueteando y nunca le había visto una mirada tan seria como la de ese instante. — Adele era encantadora, seductora, pero poseía una hermosura común. No tenía esa clase de rostro que un hombre recuerda para siempre, hasta en sus sueños. — Lance le acarició con los dedos la curva de la mejilla— . Un rostro como el tuyo. — ¿Uno con nariz respingona y pecas? — preguntó Rosalind con una sonrisa. — Sobre todo las pecas. — Lance le dio un suave beso en la nariz— . Y cabellos de oro — dijo besándole la cabeza— . Y estos ojos — murmuró, rozándole los párpados con los labios— . Estos increíbles ojos azules que empujan a un hombre hacia cosas imposibles que nunca habría imaginado. Has hecho que me olvide del dolor y recuerde otras cosas. — ¿Qué cosas? — preguntó Rosalind tímidamente. Lance apartó la mirada de ella y pareció como si abarcara toda la agreste belleza que los rodeaba, el movimiento del mar, el cielo y la orilla rocosa y el castillo que colgaba por encima de ellos sobre los acantilados. — He empezado a recordar cuánto me gustaba este lugar — dijo— . Lo que no puedo recordar es por qué estaba tan impaciente por abandonar todo esto. Ahora contigo aquí, no lo deseo. — Pero si ni siquiera soy una buena esposa para ti — tartamudeó Rosalind, latiéndole la conciencia con el recuerdo de todas las citas a la luz de la luna— . Nunca... nunca he ido a tu cama — dijo, ruborizándose. Lance tomó su rostro entre sus manos. — Eso no importa. Oh, te deseo, Rosalind. No lo dudes. Muchísimo, pero esperaré hasta que estés dispuesta. Te esperaría siempre, señora, si fuera necesario.

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Se la quedó mirando con esos ojos cálidos, acariciadores, familiares para ella porque a menudo mostraban la misma expresión que los de Sir Lancelot. Y entonces él le dijo que la amaba. Rosalind, se apartó temblando de Lance, incapaz de negar la evidencia. Val tenía razón. Lance la adoraba. La joven se quedó mirando fijamente la punta de las botas porque se sentía incapaz de levantar la vista y mirarlo, no sabía qué decir, atónita, no tanto por la declaración de Lance sino por la oleada de emociones que le anegaban el corazón. Porque entonces comprendió que en algún momento, durante las pasadas semanas, también se había enamorado de él. Las manecillas del reloj avanzaron despacio hacia medianoche, pero Rosalind estaba vestida con la camisa de noche, y el vestido y el chal que había elegido para la cita con Sir Lancelot estaban encima de la cama. El aire que entraba por las ventanas del dormitorio era cada vez más fuerte y ella fue a cerrar los postigos mientras se decía cómo habían cambiado su vida todos esos días dorados de verano. Porque aquella noche había tomado una decisión. Se apoyó en el marco de la ventana y contempló el cielo que poco a poco se había ido nublando, ni siquiera la luna asomaba su rostro entre las nubes. Había tensión en el ambiente, como si se estuviera preparando una tormenta. ¿O se debía al torbellino que tenía en el corazón? ¿Cómo se había dejado involucrar en esa situación? Una situación que muchas mujeres habrían envidiado: dos hombres enamorados de ella, circunstancia que antes habría encontrado muy romántica. Sin embargo, no sentía ningún romanticismo. Era terrible, porque uno de los dos resultaría herido, con el corazón destrozado. Y ella no era de esas mujeres que pueden repartir sus afectos entre dos hombres a la vez. Le gustaba su galante Sir Lancelot, al principio porque era una leyenda y después porque el triste y gentil fantasma se había introducido en su corazón. Luego, en algún momento de ese verano, se había enamorado también de su descendiente. Pero no de ese Lance St. Leger que sin duda había encandilado a muchas mujeres, sino del hombre que una vez fue el joven soldado entusiasta del retrato, que se divertía jugando a las espadas con muchachitas solitarias, que ayudaba a las viudas sin recursos y pretendía que eso no era nada. El hombre que le regaló un cachorrillo y unas botas recias para caminar y la había llevado a visitar Tintagel. El hombre que era capaz de hacerla reír, hacerla

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ruborizar, erizarle la piel cada vez que la rozaba. El hombre que la animaba a decir lo que pensaba, a descubrir unas fuerzas que ignoraba que poseía. «Pero Sir Lancelot te necesita», le murmuró una voz en su interior. Su caballero solitario, con todo su mundo desvanecido en las brumas del tiempo. Seguramente, todo lo que tenía era el amor que sentía por Rosalind. «¿Y Lance?» le respondió el corazón. Su valiente soldado que volvió de la guerra con el cuerpo incólume pero con tantas heridas en el corazón. Un corazón que ahora estaba empezando a componerse. Y todo debido a ella, según le había dado a entender. Lance la necesitaba... y ella también lo necesitaba a él. Ella no era un fantasma, sino una mujer de carne y hueso con deseos muy humanos. Una mujer que deseaba ser abrazada, besada, tocada. Ser acariciada y amada... para tener un hijo en su seno. Y esas eran cosas que sólo Lance podía darle. Rosalind se apartó de la ventana y fue hacia donde había dejado el vestido que iba a ponerse para su cita de medianoche. Pasó los dedos por los suaves pliegues del chal de muselina india, otro regalo que le había hecho Lance y sintió un dolor en el corazón, como si fuera a partirse en dos. Dejó caer el chal y se dirigió con resolución hacia la mesa donde tenía un escritorio portátil. Fue a sentarse en el borde de la cama, luego levantó la tapadera de madera, sacó la pluma, tinta y una hoja de pergamino. Rosalind procuró hallar un consuelo. En realidad, Sir Lancelot nunca le había pertenecido. De hecho, le pertenecía más a Ginebra y a Camelot. Una historia de amor intemporal que iba más allá de cualquier época. Si no hubiera conocido al hombre que estaba al otro lado de la leyenda, al fatigado guerrero, tan gentil y compasivo, errando a causa de las equivocaciones de su pasado. Pero, qué haría él sin su amor. ¿Continuar vagando a través del tiempo, buscando la redención que se evadía de él? Rosalind sólo podía esperar que Sir Lancelot la encontrara, que encontrara la paz que buscaba tan desesperadamente. La leyenda aseguraba que algún día regresaría el rey Arturo, el único rey futuro. Y quizás entonces Lancelot volvería a su lado, su amigo y el más fiel de todos sus caballeros. Tenía que creer en ello o nunca entregaría la carta. Se la acercó a su corazón, sumergió la pluma en la tinta y comenzó a escribir. Mi queridísimo Lancelot, Con la generosidad de su noble espíritu, me dijo en cierta ocasión que si llegaba el momento en que yo prefería estar con mi marido...

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Consiguió acabarla sin echarse a llorar. Si no aparecía aquella noche en el jardín, sabía que él vendría a buscarla, así que la dejó encima del tocador, donde él pudiera encontrarla. Luego, se echó encima del camisón un chal, cogió una vela y salió del dormitorio. Antes de que pudiera cambiar de opinión.

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18 La brisa de la noche susurraba a través de las estrechas ventanas de la torre, y cosquilleaba la espalda desnuda de Lance mientras se quitaba los pantalones preparándose para ponerse el disfraz. Otra medianoche, suspiró Lance. Y otro dolor de espalda dentro de la cota de malla. Pero llevaba ese maldito disfraz con resignación. «Podría esperarte siempre, señora, si fuera necesario», le había dicho a Rosalind y se sorprendió cuando comprendió que aquellas palabras eran ciertas, aunque a veces fuera muy duro luchar contra sus impulsos masculinos. Algo extraño le estaba sucediendo desde que conocía a Rosalind, una sensación de paz inundaba su inquieto corazón, como nunca había sentido antes. Había sido capaz de hablarle de cosas que le eran dolorosas de recordar: de cómo se deshonró con Adele Monteroy, o de la ruina y devastación que presenció en el campo de batalla. El arrepentimiento que sentía por aquellos días, y la culpa que todavía llevaba dentro, y ahora algo más suavizada, como si finalmente hubiera encontrado en los ojos de Rosalind el perdón que había buscado durante tanto tiempo. No había sido capaz todavía de hablar de lo que había sucedido entre él y Val, pero quizá con el tiempo encontraría la manera de que ese tormento desapareciera. Pensar en su hermano le hizo mirar hacia la librería de Próspero y observó con una sombría sonrisa que los espacios vacíos que antes había en los estantes, ahora estaban llenos. El hechicero había reclamado los libros que Val había tomado prestados. Y Val iba a tener que volver a la torre a recuperar los volúmenes, sin sospechar que estaba involucrado en una guerra de tira y afloja con el irritado fantasma. Próspero hasta se había llevado el manuscrito en el que Val estaba trabajando. La víspera anterior, cuando Lance volvió de su paseo nocturno descubrió al hechicero absorbido entre las páginas de la historia de los St. Leger que estaba escribiendo Val para ver «qué infames calumnias se han escrito sobre mí». Aunque era extraño, Val todavía no lo había echado en falta. Lance se aseguraría de devolvérselo y luego le explicaría lo que estaba sucediendo. Además de otras cosas también. Quizá se debiera a la influencia de Rosalind, con esas ideas que tenía de los héroes y cruzadas idealistas, pero estaba experimentando un fuerte impulso de liberarse y hacer las paces con el mundo. Al menos con el suyo.

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Y aunque aquella mañana pensó que debía arreglar su amistad con Rafe Mortmain, quizá también hubiera llegado el momento de hacer las paces con su hermano, curar las heridas que ambos padecían desde aquel terrible día en el campo de batalla. Mañana... Porque ahora, desgraciadamente, era el momento de hacer resurgir a su fantasma rival y proporcionarle a Rosalind una noche más en compañía de su héroe. Levantó la tapa del arcón y sacó la pesada cota de malla. Estaba inclinado para coger la túnica negra de lana cuando escuchó un ruido. Una exclamación amortiguada, unos pasos rápidos como si alguien hubiera desplazado un bloque de piedra. Lance se dio la vuelta y miró hacia el arco que llevaba a la escalera circular cuya zona inferior estaba sumergida en la oscuridad. — ¿Próspero? — preguntó vacilante. Su fantasmal antepasado habitualmente solía anunciar su llegada de una manera mucho más espectacular. El gran hechicero tampoco estaba obligado a llegar subiendo las escaleras de la torre, que era la dirección de donde procedía el ruido. Lance oyó unos pasos seguros y entonces vio una luz que parpadeaba en la oscuridad. — ¿Lance? — lo llamó una voz suave. ¡Dios santo! Rosalind. Lance se quedó helado un instante con la evidencia de la cota de malla en sus manos. Luego se dio la vuelta para lanzarla en el baúl y falló. La pesada tapa del arcón cayó y estuvo a punto de pillarle los de dos mientras la cota de malla se deslizaba al suelo con un espantoso tintineo. Apenas tuvo tiempo de empujar la vestimenta metálica debajo de la cama antes de que Rosalind apareciera en la habitación. Quizá se debiera a esa hora tan intempestuosa, al misterio que siempre había rodeado las campanadas de medianoche en el castillo Leger o a la magia del ambiente de la torre del hechicero, pero cuando Rosalind emergió de las sombras, le pareció estar viendo a una criatura fantástica y no una mujer mortal. Su dama llegaba de aquel reino encantado de debajo del lago a tramar una maldición sobre él. La vela que llevaba le iluminaba la pálida fisonomía, los cabellos le caían en cascada sobre los hombros en ondas de oro y la flexible figura aparecía oculta entre las telarañas del camisón blanco y los pliegues del manto azul nube. Lance sintió la conmoción de la respuesta inmediata. Aunque fue un deseo del corazón tanto como del cuerpo. — ¿Rosalind? ¿Qué sucede, querida? — preguntó en cuanto recuperó el habla— . ¿Por qué no estás... ?

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«Esperando en el jardín a Sir Lancelot»,.estuvo a punto de decir, pero se contuvo justo a tiempo. — ¿Por qué no estás en la cama? La joven no contestó, y se adentró en la torre igual de silenciosa que sonámbula. Quizá fuera él el dormido y estuviera soñando todo aquello. Ella se detuvo ante el candelabro de hierro donde él tenía varias velas encendidas. Rosalind apagó la suya, dejó la vela medio fundida encima del escritorio de Próspero — y entonces Lance observó cómo le temblaba la mano. Un ligero temblor que le demostraba que no era una visión, que no era un personaje de cuento de hadas, sino una mujer, cálida y real. El corazón de Lance aceleró sus latidos cuando ella se acercó, tanto, que casi podía sentir el movimiento de la respiración que agitaba los cabellos que le cubrían el pecho. Rosalind inclinó la cabeza y su voz sonó tan amortiguada, que él tuvo que inclinarse también para poder oírla. — Lance, me dijiste que si alguna vez tenía una razón para venir a ti que no fuera el deber, que, que... Tartamudeó, incapaz de continuar, pero Lance adivinó lo que iba a decir, aunque apenas podía dar crédito. Se dio cuenta de que su pulso no estaba muy firme cuando tomó la barbilla de ella con los dedos y la obligó suavemente a mirarlo. Y lo que vio en el brillo de aquellos ojos azules hizo que el corazón se le acelerara aún más. El mismo deseo, el reflejo de todo lo que él había estado sintiendo todas esas noches de espera interminables. Sin embargo, a duras penas creyó en lo que estaba percibiendo. — ¿Y has encontrado alguna otra razón, milady? — preguntó con voz ronca. Rosalind asintió. — Te quiero — dijo con un murmullo. Apoyó la palma de la mano sobre el corazón de él, que comenzó a latir con tanta fuerza que parecía estar a punto de explotar. Entonces le tocó a él murmurar aquellas tiernas palabras de amor que le resultaban tan fáciles a Sir Lancelot du Lac. Sin embargo, sólo pudo coger con sus dedos los de ella y apoyar la mano en su pecho porque temía que si la dejaba ir pudiera deshacerse y desaparecer de nuevo en la oscuridad. Lance habría sido capaz de abrir completamente su corazón a Rosalind, pero tenía la garganta demasiado seca. No podía hablar. Sólo podía actuar.

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Se inclinó y rozó aquella boca con la suya con el beso más tierno que había dado nunca a una mujer, el beso que había reservado sólo para Rosalind. Apoyó los labios en los de ella, le rodeó la espalda con el brazo y deslizó la mano hacia arriba, hasta la nuca. Luego la acercó más a él, hundió el rostro en sus cabellos, murmuró su nombre y la abrazó con suavidad y reverencia, como si fuera un milagro. Ese era el momento que había esperado, por el que había rezado, casi con desespero. Por fin Rosalind estaba allí, en sus brazos, deseándolo como él la deseaba a ella. Quería preguntarle por qué, qué había sucedido para que fuera a buscarlo a él esa noche en lugar de a Sir Lancelot. Pero era demasiado peligroso esperar la respuesta de un milagro. Porque podría desvanecerse. La apretó contra él con más fuerza porque comprendió que había llegado el momento de contarle la verdad. Porque ya hacía demasiado tiempo que Sir Lancelot estaba entre su mujer y él. ¿Sería una equivocación no querer arriesgarse, querer que desapareciera todo recuerdo de su rival? ¿Aferrarse a esa noche y asegurarse primero que Rosalind era de verdad suya? Lance volvió a mirar en el interior de sus ojos con afecto y confianza y llenos de deseo. — Rosalind, ¿estás segura de que es esto lo que deseas? — fue todo lo que pudo decirle. Ella le respondió enderezándose y dándole un beso, la primera vez que lo hacía, un tímido roce de sus labios en los de él. Pero para Lance fue el beso más dulce que nunca había recibido. Entonces Rosalind desabrochó el ceñidor de la capa y con un murmullo de seda, la prenda se deslizó hasta el suelo mientras a Lance se le secaba la boca. El pálido brillo de las velas fue suficiente para que viera, a través del delicado camisón su silueta femenina, una sombra seductora debajo de la finísima tela. Temblando, la levantó en sus brazos y la puso con cuidado en el centro del lecho de Próspero. Rosalind se incorporó y miró fascinada los trabajos intrincados y misteriosos que tenían los postes de la cama. — Esta cama la encargó mi antepasado — murmuró Lance mientras se sentaba al lado de Rosalind— . El hechicero Próspero. Se dice que todos esos símbolos extraños representan una maldición que lanzó para que toda dama que llevara a esta cama se sintiera perdida por sus encantos y dominada por el deseo.

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Rosalind se echó a temblar. — En el pueblo creen que su fantasma todavía vaga por la torre algunas noches oscuras. — Es posible que lo haga — dijo Lance mientras acariciaba con los dedos el cabello de Rosalind y sentía la sensualidad de su sedosa textura— . Pero no tienes que preocuparte, no nos molestará, querida. Puede ser un bergante, pero tiene su código moral. — ¿Como tú? — dijo Rosalind sonriendo. — Sí... como yo. Lance selló sus labios con un beso y la ayudó a echarse en la cama. Los dorados cabellos se abrieron en abanico y ella hundió la cabeza en la almohada con un suspiro y hasta ese gesto inocente estaba cargado de seducción. Cuando Rosalind deslizó la mano por su brazo desnudo, todo su cuerpo tembló de deseos demasiado tiempo reprimidos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener sus feroces impulsos. Siempre se había jactado de su autocontrol, de su capacidad de dominar la pasión hasta que su compañera quedaba satisfecha. Quizás esta era la única cosa real que podía ofrecer a Rosalind, su habilidad en la cama. Sabía que tendría que proceder lentamente con su Dama del Lago y así lo hizo. Respiró suavemente y la fue besando en las sienes y en la curva de la mejilla. Rosalind se aproximó más a él pero se lo quedó mirando con el ceño fruncido. — ¿Lance... vas a comportarte como un caballero? — Desde luego, querida — le aseguró él con otro beso. — Pues no lo hagas. Aquellas palabras le dejaron sin habla. Las mejillas de Rosalind se cubrieron de rubor, pero mantuvo su mirada mientras añadía: — Quiero que te comportes como un auténtico bellaco, como tu antepasado Próspero. Lanza sobre mí tu conjuro. Rosalind hundió los dedos en los cabellos de Lance y él acercó su boca a la de ella para besarla con mayor insistencia. En los de ella halló un ruego que le llenó el corazón de ardor. Lanzó un gemido y la volvió a besar con un ansia mayor. Al principio, deslizó las manos por su espalda con cierta timidez, luego la caricia se hizo más segura, más osada y Lance perdió la cabeza. ¡Su inocente esposa, su Dama del Lago de mirada soñadora lo estaba seduciendo! Atrapado en el ardor de sus besos, todas las intenciones de controlarse se desvanecieron en la nada y lo arrojaron violentamente en un remolino de pasión.

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Palpó los lazos del camisón de Rosalind y de pronto sintió todo el ímpetu de la juventud. Como si fuera la primera vez que estaba con una mujer, como si ella fuera su primer amor. Lo cual era cierto, pensó Lance. Su primer amor verdadero y su último amor. Ahora y siempre. Atrapó sus labios y sus lenguas se unieron en un beso que tenía sabor a ardor, deseo y eternidad. Lance siempre sospechó que oculta bajo la actitud remilgada de Rosalind acechaba una mujer apasionada. A menudo le había hecho bromas acerca de ello, pero no había imaginado siquiera la profundidad del fuego de que era capaz. Le devolvía beso con beso, caricia con caricia y no se detuvo hasta que el camisón se deslizó de sus hombros. Sólo entonces se sobresaltó y quiso cubrir instintivamente la cicatriz que tanto la perturbaba. Pero Lance le apartó la mano y apretó los labios contra ella en un beso lleno de ardor y de ternura, a partes iguales. Rosalind tembló bajo la presión de su boca. — ¿Es... es con un propósito médico? — intentó bromear, pero respiraba demasiado deprisa. — No — replicó Lance con una sonrisa pícara. Dejó que su boca se deslizara más abajo y le bajó el camisón hasta la cintura. Dejó al descubierto la suave redondez de los pechos y pasó los labios por uno de los rosados pezones. Rosalind se arqueó debajo de él y lanzó un suave gemido, hundió los dedos en la espalda de Lance sumergida por completo en las sensaciones que él le estaba provocando. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, Lance le había quitado el camisón y luego hizo lo mismo con sus pantalones. Estaban desnudos el uno en brazos del otro, piel contra piel, corazón con corazón. Rosalind respondió ardientemente al abrazo, apenas reconociéndose en esa mujer que besaba con tanto deseo, que amaba con tanta osadía. Ya no era la joven de ojos soñadores ni la viuda decorosa. Se había convertido en una mujer lujuriosa, en una auténtica seductora bajo sus caricias. La acarició y la besó de una manera que debería de haberla alarmado, aunque sólo le provocó el deseo de seguir más y más, de una manera tan dulce y tan ardiente que le produjo un deseo insoportable. Recorrió febrilmente con las manos su cuerpo suave y musculoso. Sir Lancelot y el jardín estaban muy lejos, sólo eran un sueño distante. Sólo eso era real, esos besos, esas caricias, esa pasión que compartía con Lance, a la vez ardiente y tierna. Sentía como si hubiera despertado abruptamente de un sueño en el que contemplaba melancólicamente cómo le pasaba el mundo por delante.

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Ya no leería más leyendas de amores apasionados porque viviría la suya. La leyenda de una viuda solitaria atraída con engaño fuera de los libros, fuera de su jardín para caer en brazos de un soldado destrozado, un bribón, un sinvergüenza, un hombre vulnerable, que la deseaba como ella lo deseaba a él, con un ansia que le traspasaba la carne y también el corazón. Cuando finalmente Lance la buscó para unirse a ella, Rosalind se abrió a él, temblorosa y llena de deseo. Se movían y respiraban como uno solo. Los corazones latían al unísono, se acariciaban hasta quedar consumidos. Sólo existía el deseo, el anhelo del uno por el otro se encendía una y otra vez antes que la carne tuviera la oportunidad de enfriarse o los latidos del corazón pudieran detener su carrera enloquecida. La luz de las velas se había amortiguado, pero se encontraron de nuevo el uno al otro en la oscuridad. Una y otra vez. El tiempo ya no parecía tener importancia. Ella no supo cuántas horas o cuántos siglos habían pasado cuando al fin cayeron exhaustos, el uno en brazos del otro. Lance continuó estrechándola como si no quisiera soltarla nunca más. Rosalind escondió la cara en el calor húmedo del hombro de él, a la vez atemorizada y asombrada por lo que acababa de sentir en los brazos de Lance, entristecida tan sólo por un pensamiento. No haber sido la única. Porque sabía que había tenido a muchas mujeres, muchas amantes antes que ella. Aunque le atemorizaba un poco la respuesta que él pudiera darle, se atrevió a murmurar: — Lance, ¿te he gustado? Quiero decir... ¿lo he hecho bien? — ¿Que si los has hecho bien? — preguntó él con un gemido— . Señora, si lo hubieras hecho un poco mejor, me temo que habría muerto en combate. El pecho de Lance temblaba y Rosalind pensó que se estaba riendo de ella. Se apoyó en un codo y lo miró afanosa, pero su rostro sólo era un borrón en la oscuridad. — Es que como has tenido a tantas mujeres — dijo— y creía que después de la boda tendrías tentaciones de... de... — Buscar a otra para llevármela a la cama. Señora, debería considerarme afortunado si soy lo bastante hombre para satisfacerte. Sin embargo, la burla que denotaba su voz desapareció enseguida cuando tomó su rostro entre sus manos con un roce tan tierno como sus palabras:

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— Rosalind, debo admitir que en el pasado no he sido un santo. Pero existe otra parte de la leyenda de mi familia que asegura que cuando un St. Leger encuentra a su esposa elegida, jamás le es infiel, nunca vuelve a amar a otra. — Nunca me lo hubiera creído. Pero después de esta noche sé que será así. Lance la echó hacia atrás para darle un beso y Rosalind lanzó un profundo suspiro. Tranquila y segura, volvió a quedarse entre sus brazos. Se sentía llena, más satisfecha de lo que nunca hubiera imaginado que fuera posible, con Lance allí abrazándola, saboreando la sensación, la pura alegría de estar en sus brazos. En cuanto a él, a pesar de toda la pasión que acababan de compartir y las palabras cariñosas que le había murmurado, de repente pensó que nunca le había dicho a su dama cuánto la adoraba. Sin embargo, cuando se dispuso a hacerlo para remediar tal negligencia, se dio cuenta de que su dama se había quedado dormida. La cabeza de Rosalind se hallaba reposando sobre su hombro y su respiración fluía con regularidad. Reprimió una risita. Bien, había esperado tanto para decírselo que suponía que sus promesas de amor podían esperar un poco más. Al menos hasta la mañana siguiente. La cubrió con cuidado con el cobertor y depositó un beso tierno en su cabeza. Entonces se hundió en la almohada y al poco rato también se quedó dormido. Ahora bien, no pudo disfrutar del sueño profundo y satisfactorio que habría esperado. Se agitó y se revolvió, perturbado por una vaga sensación de incomodidad. Le perseguía una premonición de desastre, una sensación que se fue solidificando hasta convertirse en una fría punzada de temor que lo despertó. ¡Val! Algo terrible le había sucedido a su hermano.

Lance se incorporó de un salto. El corazón le latía desbocado con una sensación irracional de alarma. Luchó por salir de las mantas que lo cubrían, saltó de la cama y sus pies entraron en contacto con el suelo frío. Atravesó la habitación tambaleándose en la oscuridad hacia el arco que conducía a las escaleras. Estaba a medio camino cuando se detuvo un momento y se apretó la frente con la mano; vaciló un poco mareado y confundido.

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¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Estaba dispuesto a corretear desnudo por el castillo para hacer qué? A correr en ayuda de su hermano que seguramente estaría a salvo en su lecho o en la biblioteca sumergido en sus infernales libros de historia. Si apareciera ante él de esta manera, seguro que le miraría como si se hubiera vuelto loco, lo cual probablemente era cierto. Se apretó los ojos con los dedos e intentó apartar los últimos remanentes de sueño que todavía colgaban como telas de araña de una pesadilla. Sí... una pesadilla. Sin duda era lo que le había hecho salir del sueño. Algún sueño

perturbador

sobre

Val

que

no

podía

recordar

ahora

que

estaba

completamente despierto. Pero debía de haber sido muy malo para tener sobre él un efecto tan poderoso. Todavía estaba temblando y sentía un frío que se le calaba hasta los huesos y le llegaba al corazón. Temblando, Lance volvió a la cama y se metió entre las mantas, al lado de su dama que instintivamente, y a pesar de que seguía dormida, se arrebujó entre sus brazos. La apretó contra su cuerpo y agradeció su calor. Sin embargo, la extraña sensación que el sueño le había producido aún persistía, y siguió ahí hasta que se dejó transportar de nuevo por el sueño.

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19 Rosalind fue la primera que se despertó a la mañana siguiente. Parpadeó un poco antes de abrir por completo los ojos, luego bostezó y se desperezó lánguidamente, sin saber a ciencia cierta dónde estaba. Luego su mirada se fijó en su esposo, que yacía a su lado y sonrió con dulzura cuando le vinieron a la memoria los recuerdos de la noche anterior. Alargó la mano y le acarició la mejilla, ahora áspera por la barba. Mechones de oscuros cabellos le caían sobre la frente. Hasta dormido ese hombre era peligroso, el retrato del seductor. Tan diferente del aura gentil que Sir Lancelot... Rosalind procuró dominar sus pensamientos antes de pronunciar aquel nombre. Sir Lancelot... ¿Qué habría hecho la noche anterior mientras ella se hallaba disfrutando en el apasionado abrazo de su esposo? ¿Qué habría pensado su galante caballero cuando encontró aquella dolorosa carta de despedida que le había dejado? ¿Lo habría comprendido o le habría dejado completamente destrozado? No, no podía pensar en ello en ese momento, ya que de hacerlo le causaría demasiado dolor. Se acercó a Lance y tuvo la intención de besarlo para que se despertara, necesitaba perderse en su amor una vez más. Sin embargo, parecía tan cansado; tenía ojeras y emitía profundos suspiros. Se apartó de él y se quedó al otro lado de la cama. Todavía era pronto. Cerró los ojos, pero estaba desvelada y no consiguió volverse a dormir. Se apoyó inquieta en la almohada y contempló aquella habitación de la torre en la que había entrado la noche anterior. Era la primera vez que dormía en la habitación de un hechicero, pensó a la vez que sintió un escalofrío. La pálida luz del sol se filtraba a través de las ventanas e iluminaba unos objetos que le parecieron misteriosos, una colección de extraños frascos sobre un estante de madera, y una librería que se inclinaba bajo el peso de unos libros de aspecto misterioso. Rosalind se deslizó fuera de las mantas porque la visión de aquellos libros la atrajo de manera irresistible. El aire fresco de la mañana le rozó la piel y le puso la carne de gallina. Se vio obligada a ponerse el camisón y la bata antes de dirigirse a la estantería. Cuando examinó los volúmenes del estante, la inundó una sensación de desasosiego. No encontró ninguno que estuviera escrito en inglés. La mayor parte de ellos estaban redactados en idiomas extranjeros que no podía entender. Se dirigió al pequeño escritorio, y observó que sobre la superficie de caoba había un manuscrito

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sin encuadernar. A diferencia de los otros, era de pergamino moderno, y su primera página estaba escrita a pluma. «La verdadera y original historia de los St. Leger.» Rosalind lanzó una exclamación al reconocer el manuscrito de Val. Le había visto trabajar en él en la biblioteca el día anterior. Pero ¿por qué Lance se lo había llevado a la torre? Pasó los dedos por encima del grueso tomo. Tenía muchas páginas. Con todo lo que ya sabía de los St. Leger, estaba segura de que aquellas líneas escritas en tinta debían contener historias extrañas, historias lo bastante extraordinarias para satisfacer cualquier mente ávida de leyendas. Paseaba los dedos por la primera página mientras se preguntaba si irrumpiría en la intimidad de Val por leer uno o dos capítulos. Le pareció recordar que él le había dicho que en cuanto lo hubiera acabado se lo dejaría leer. ¿Sería tan terrible que se adelantara un poco? Miró a Lance con expresión vacilante. Su marido estaba profundamente dormido debajo de las mantas, y no se despertaría hasta dentro de un rato. Volvió a mirar el manuscrito y aunque resistió la tentación un instante, al final se dejó llevar por ella. Lo cogió y fue a sentarse en un arcón antiguo para aprovechar la luz que se filtraba por las ventanas. Observó enseguida que la historia todavía no estaba completa. Val le había dicho que estaba teniendo problemas para seguir el rastro de su primer antepasado. En ese momento tuvo la tentación de contarle la relación que su familia tenía con Sir Lancelot du Lac, pero no lo había hecho porque se hubiera visto obligada a explicarle las circunstancias en las que había obtenido tal información. La principal preocupación de Val era Próspero. Las primeras páginas que describían al hechicero todavía presentaban tachaduras, correcciones, frases incompletas y apuntes en los márgenes. Siguió leyendo hasta que llegó a un fragmento muy intrigante sobre la espada de los St. Leger. «... según la leyenda, el infame cristal formaba parte de una piedra mucho mayor, empleada para algún diabólico invento de Próspero St. Leger que le salió mal, Hubo una tremenda explosión y todo lo que quedó fue el trozo de cristal que ahora está incrustado en la espada. »El arma es magnífica, de acero templado y empuñadura de oro puro. Sin embargo, la espada deriva su extraño poder de ese fragmento de cristal.

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»La piedra mística siempre ha significado algo diferente para cada hombre que ha poseído el arma, el reflejo de su poder único de St. Leger. Según la tradición, el heredero del castillo Leger entrega la espada a su esposa elegida el día de su boda, junto con su corazón y su alma para siempre. »Existen datos que aluden a que algunas esposas han sido dotadas de un poder arcano capaz de hacerlas compartir algunas de las poco habituales capacidades de sus amantes en cuanto han tomado posesión de la espada... » Rosalind sintió un escalofrío cuando recordó el momento en que cogió el arma con mano inocente. ¡Dios del cielo! Como era la esposa elegida de Lance, habría podido suceder cualquier cosa, tal como había escrito Val. Hubiera podido experimentar una visión del futuro, o habría podido hacer que volaran objetos o... o... Apartó de sí aquellas imágenes alarmantes y se acordó que Lance no poseía ninguno de esos poderes, así que no podía haberlos compartido, con espada o sin ella. Lance le había asegurado que no poseía ningún poder especial de los St. Leger. ¡Aunque realmente no! Rosalind frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar. ¡Eso no fue precisamente lo que le había dicho su marido! Lance había vacilado antes de decirle: «Oh, er... no poseo ningún talento que pueda ser útil para nadie». Rosalind se quedó mirando pensativa al hombre que yacía en el lecho. Al principio lo consideró la persona más arrogante que había conocido, pero luego se dio cuenta de que era todo lo contrario. Era modesto, hasta menospreciaba sus heroicas acciones durante la guerra y esas buenas obras que había hecho después. ¿Acaso despreciaba también algún talento poco habitual que hubiera heredado? Rosalind buscó en las páginas que tenía sobre el regazo mientras se preguntaba qué habría escrito Val acerca de las capacidades de su hermano, si es que había llegado ya a ese punto en su crónica. Pues sí. Rosalind pasó las páginas hasta llegar a la narración de la época presente: Anatole St. Leger, con sus visiones del futuro; su hija Mariah, que a veces tenía visiones del pasado; Val, con su poder para sanar mediante la asimilación del dolor de los demás; Marius, que podía sentir las emociones más secretas que los otros mantenían ocultas en el corazón; Caleb St. Leger, quien al parecer tenía la capacidad de comunicarse con las criaturas de cuatro patas. Anotaciones sobre los St. Leger que poseían algún talento, todos ellos raros y extraordinarios. Aun así, Rosalind siguió buscando con impaciencia un nombre.

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«De todos los talentos sobrenaturales heredados por la familia St. Leger, ninguno es más sorprendente y terrible que el poder de Lance St. Leger.» Rosalind abrió los ojos con expresión incrédula a medida que iba leyendo. Lo que Val describía en esas páginas era imposible. ¿Cómo podía un mortal separarse de su cuerpo, enviar su alma a vagar durante la noche y transformarse en un fantasma de sí mismo? La versión fantasmal de Lance St. Leger... Sir Lancelot St. Leger. Rosalind sintió que se le encogía el corazón mientras una oscura sospecha iba tomando cuerpo en su mente. Imposible, pero la dolorosa sospecha no se desvanecía a pesar de todos sus intentos. No podía ser cierto. No podía ser. Miró desesperada la habitación como si estuviera buscando algo o alguien que se lo asegurara. Pero lo que descubrió fue un brillo metálico debajo de la cama que un rayo de sol, como un dedo curioso, señalaba: una vestimenta que le era muy familiar. La página del manuscrito tembló en sus dedos. Permaneció allí sentada mucho rato antes de que pudiera reunir el valor suficiente para levantarse y cruzar la habitación. Luego se agachó y sacó lo que había descubierto, la pesada cota de malla. La cota de malla de un guerrero de antaño... o de un galante caballero. Sintió que se le contraía el corazón. Fue como si hubiera tropezado con el querido recuerdo de un amante perdido, de un héroe valiente muerto en una batalla. Pero Sir Lancelot no había muerto. Nunca había existido. Al menos no había existido su Sir Lancelot, el amigo tierno con el que corría a reunirse en aquellas cálidas noches de verano. No había sido nada más que una broma, pensó decepcionada, una ilusión. Apretó contra su pecho la cota de malla y rozó la mejilla en los eslabones de acero, tan fríos como todas sus locas imaginaciones le parecían ahora. En ese momento Lance comenzaba a despertarse. Con los ojos aún entornados la miró somnoliento. — Milady — murmuró. La voz ronca era la de Sir Lancelot y la seductora sonrisa, la de Lance St. Leger. Rosalind sintió que algo se rompía dentro de ella, que su corazón se hacía pedazos en medio de un dolor y un enfado que nunca antes había conocido. — ¡Eres un despreciable villano! — gritó. — ¿Qué? — Lance abrió los ojos completamente y se despertó del todo. Se incorporó en el lecho— . Rosalind, querida, qué es lo que... ohhh.

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Dio un brinco cuando ella le lanzó la cota de malla contra el pecho desnudo. Se quedó desconcertado, tan confundido por un momento que ella pensó esperanzada que quizás iba a descubrir que había cometido una equivocación. Pero cuando Lance apartó la cota de malla, bajó la vista y el rubor de vergüenza y culpa que le cubrió las mejillas lo condenó más que la prueba de la evidencia. — Oh, señor — gimió, lanzándole una rápida mirada. Rosalind se llevó la mano a los labios y los apretó con fuerza en un intento de dominar las lágrimas que pugnaban por salir. No estaba segura de qué era lo que le producía más dolor, que ese fuera el hombre que le había hecho el amor con tanta ternura y tanta pasión la noche anterior o que hubiera pretendido ser su heroico amigo, siempre escuchando sus aflicciones con tanta gentileza. Esa era la peor parte, imaginarse que amaba a dos hombres diferentes. Porque ambos podían romperle el corazón. — ¿Cómo has podido hacerme esto? — preguntó con voz ahogada, recordando las zozobras por las que había pasado antes de decidirse por Lance, su lucha durante la angustiosa «elección», que prácticamente la había desgarrado— . Cómo puedes haberme hecho esto, hacerme creer que... que... — Rosalind se alejó de él, incapaz de continuar, incapaz de mirarlo a la cara. Se dirigió dando tumbos a la escalera de la torre porque quería volver a la soledad de su dormitorio. Pero Lance saltó de la cama corriendo y le cerró el paso, una formidable barrera desnuda y musculosa, pero las manos fueron extremadamente suaves cuando se alargaron y la rozaron. — Rosalind, por favor. Querida mía, escúchame, deja que te lo explique. — ¿Explicar? — preguntó ella apartándose de él— . ¿Qué hay que explicar exactamente? — Lo de la cota de malla... — Oh, el propósito lo tengo bastante claro, Sir Lancelot. Otra bromita de Lance St. Leger. Lance parpadeó como si lo hubiera abofeteado. — Rosalind, no puedes creer eso. Me conoces muy bien. — ¿A cuál de los dos? — replicó ella con amargura— . ¿A ti o a Sir Lancelot? — Rosalind, lo siento. Sé lo mucho que debe de haberte dolido y Dios sabe que no tengo ningún derecho a pedirte nada. Pero por favor, si me lo permites, déjame al menos cinco minutos.

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Rosalind no quería darle nada. Sólo quería que le permitiera pasar, pero su camino estaba bloqueado por una barrera más contundente que aquellos hombros poderosos, estaba bloqueado por la expresión intensa de sus ojos oscuros. ¡Demonios! Pensó tragando saliva. Después de lo que le había hecho, ¿qué derecho tenía de quedarse ante ella mirándola de ese modo tan triste y melancólico? Sin embargo, no le quedó más remedio que acceder a su petición. Le temblaban las rodillas y no estaba muy segura de cuánto tiempo podrían seguir aguantándola. Se apartó de Lance y se sentó rígida encima del antiguo arcón. Sin perderla de vista, Lance se acercó a la cama y buscó la ropa. No podía hablar en serio con ella si seguía desnudo y mientras se vestía podría pensar en lo que iba a decirle. Sin embargo, mientras se ponía los pantalones empezó a temer que quizá no bastaran varios siglos para explicárselo, para ayudarle a encontrar las palabras que repararan el daño que había hecho, para suavizar el dolor que expresaban sus dulces ojos azules. Se maldijo mil veces por no haber reunido el valor para contarle la verdad de un modo mucho más amable. Cuando se puso la camisa se sintió como el caballero que se dispone a la batalla, la batalla más importante de su vida: ganar la confianza de su dama y, quizás, hasta su corazón. Se acercó a ella, preparado para aguantar estoicamente su arrebato de furia o la suave lluvia de sus lágrimas. Pero se asustó porque no estaba preparado para encontrarla tan pálida, tan callada, con sus delicados rasgos dominados por una expresión tan glacial. Mientras avanzaba hacia ella, sus pies desnudos tropezaron con una hoja de pergamino que había en el suelo. Se inclinó a recogerla, y frunció el entrecejo cuando se dio cuenta de lo que era, un fragmento de la historia de Val de los St. Leger. Uno de los párrafos le llamó particularmente la atención. «Lance St. Leger posee la extraña habilidad de sumergirse en un profundo trance, un estado parecido al de la muerte durante el cual su espíritu abandona su cuerpo y vaga a través de la noche.» Puso una expresión sombría porque se dio cuenta de que aquello no se debía sólo al hecho de haber encontrado la cota de malla. — Gracias, St. Valentine — murmuró. Rosalind le lanzó una mirada de reproche. — No intentes culpar a tu hermano de todo esto.

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— No lo hago. Créeme, por favor. En este momento sólo me maldigo a mí mismo, porque no deseaba que te enteraras de la verdad de este modo. — ¡Porque no querías contármela! Lance iba a negarlo pero entonces se dio cuenta de que no podía hacerlo, no del todo. Comprendió que una parte de él había sido lo bastante cobarde para desear que Sir Lancelot desapareciera al amanecer para quedar tan sólo como un bonito recuerdo v sin preguntas a las que responder. Suspiró mientras recogía las páginas del manuscrito y devolvía el preciado libro de su hermano al escritorio. Rosalind tenía las manos apretadas con fuerza sobre el pecho y no lo estaba mirando. Lance entonces se arrodilló en el suelo de piedra, justo delante de ella para obligarla a mirarlo. Tras una breve vacilación, le tomó una mano. La joven no intentó resistirse, pero sus dedos descansaron fríos y flácidos en los de él. — Rosalind — empezó— . Nunca quise que mi interpretación de Sir Lancelot se me fuera de las manos. Dios sabe que hacerte daño es lo último que hubiera deseado. Todo empezó como un accidente. — ¡Un accidente! — Sí, aquella noche cuando nos conocimos yo había asistido a la feria del pueblo y me había disfrazado de caballero para el torneo. Fue la noche que me robaron la espada St. Leger. Todavía llevaba el traje cuando salí en busca del arma. Ya ves, cuando me pongo en trance, mi sombra o lo que demonios sea eso que abandona mi cuerpo tiende a adquirir la apariencia que tengo cuando estoy despierto. Escudriñó el rostro de Rosalind desesperadamente, buscando alguna señal de que lo estaba escuchando o al menos, que intentaba comprenderlo. Su expresión no era muy alentadora, pero Lance continuó hablando. — Entonces fue cuando tropecé contigo en la posada, y creíste que yo era el fantasma de uno de los caballeros de la Tabla Redonda. Rosalind apretó los labios. — No un caballero, creí que eras Sir Lancelot du Lac. Tú me dijiste que eras Sir Lancelot. Lance se estremeció. — Sí, lo hice. Pero Rosalind, tienes que comprender, me sorprendiste merodeando. Le había jurado a mi padre que nunca revelaría a nadie que no fuera de la familia mi extraña habilidad. Tengo que mantener las promesas que le hago,

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por lo menos algunas. Y creí que era muy importante que al menos honrara una de ellas. — Esto explica la primera noche, Lance. Pero ¿y las otras? ¿Por qué no permitiste que me fuera decepcionada, por qué me llenaste la cabeza con tantas ideas absurdas, por qué me dijiste que tú ... ? — se le quebró la voz y Lance pensó que iba a llorar, pero Rosalind apretó los labios con fuerza. Lance acarició la mano de la joven, acarició aquellos dedos suaves intentando darles algún calor y el consuelo que parecía incapaz de comunicarle. — No lo sé — murmuró— . Apenas sé por qué continué con esa mascarada, debí contarte la verdad. Rosalind soltó una risa convulsiva. — Vaya, casi desearía que estuviera aquí Sir Lancelot. Siempre parece saber lo que tiene que decir mucho mejor que yo. Rosalind retiró la mano que tenía Lance entre las suyas. — ¡Oh, déjalo ya, Lance! — exclamó— . No existe Sir Lancelot. Él eres tú. — No, no lo es — dijo Lance meneando la cabeza con tristeza— . Es un sueño que he creado para los dos. Eras una damisela afligida, necesitabas un héroe, la clase de héroe que yo siempre había querido ser, un caballero con brillante armadura y tú me mirabas como si fuera eso exactamente... y por un tiempo, yo también lo fui. Rosalind levantó los ojos hasta él y ahora su expresión era más dolorosa que enfadada. — ¿Sabes lo que más me duele de todo esto, Lance? — ¿Qué no te haya contado la verdad? Ni siquiera esta noche. Rosalind, quería hacerlo. Simplemente tenía miedo de que... — No, no es eso — se levantó y pasó rozándolo por su lado— . No tiene nada que ver con Sir Lancelot. Es cómo me hiciste sentir cuando eras Lance St. Leger. Me hacías sentir como una mujer fuerte y capaz. Que me respetabas, mis opiniones, mi inteligencia... — Y es así, Rosalind. — No, claro que no, ¿por qué? Soy una soñadora sin criterio demasiado predispuesta a creer cualquier cosa, una niña que siente ternura por alguien que ni siquiera existe. — ¡Rosalind! — Lance fue hacia ella, intentó cogerla en sus brazos, pero ella no se lo permitió.

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— Muy bien. Pero últimamente he crecido. Ya no tendrás que interpretar el papel de Sir Lancelot nunca más. Ni siquiera tendrás que hacer ver que me amas. Antes de que pudiera detenerla, salió corriendo de la habitación, y desapareció bajo el arco y la escalera de piedra. Pero no antes de que él viera la desilusión y la pena en sus ojos. Unas emociones que le resultaban demasiado familiares porque las había experimentado muchas veces. Por ejemplo, el día que comprendió lo estúpido que había sido en el asunto de Adele Monteroy. Lance empezó a correr tras Rosalind, pero tuvo que detenerse porque se sentía enfermo. Su dulce Dama del Lago... ¿qué le había hecho? ¿Y cómo iba a poder arreglarlo? La noche anterior había estado en el cielo en brazos de ella. Pero el verdadero Lance St. Leger ya había encontrado el modo de volver al infierno. Quizá Rosalind sólo necesitaba un poco de tiempo para estar sola, echar fuera todo su dolor y toda su decepción, pensar y recuperarse. Porque él no había sido capaz de consolarla. ¡Dios santo! Y su dama tampoco había comprendido lo que sentía por ella. Se dirigió a la puerta de su habitación que permanecía cerrada, cerrada para él. Escuchó a través de la gruesa puerta de madera, pensando que tal vez oiría sus sollozos. Pero aquel terrible silencio estaba empezando a enervarlo. Llamó a la puerta una docena de veces. — Rosalind, por favor, déjame entrar. No te tocaré. Sólo quiero hablar contigo. Ninguna respuesta. Ni siquiera un «¡Vete al diablo!». Lance llamó más fuerte. — Tienes que escucharme, Rosalind. Por favor. Al menos tienes que dejarme que te diga cuánto te quiero. Te he mentido sobre un montón de cosas, pero nunca acerca de esto. Nada, tan sólo ese inquietante silencio. El temor y la desesperación le hicieron perder la paciencia. Se agachó y miró a través del agujero de la cerradura, sin importarle que los sirvientes pudieran verlo. — Demonios, Rosalind. Si no abres la puerta, saldré de mi cuerpo, lo dejaré aquí en el suelo y atravesaré la pared. Sin importarme que sea de día. Antes de que ella pudiera responder o que Lance comenzara a llevar a la práctica su amenaza, escuchó los pasos de la pierna de madera de Will Sparkins aproximándose, advertido sin duda por toda la conmoción que estaba organizando Lance, pero no le importó.

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— Rosalind — exclamó volviendo a llamar lleno de frustración. — Amo Lance... — Ahora no, Sparkins — le dijo Lance— . Como puedes ver, estoy un poco ocupado en este momento. — Amo Lance, por favor. Algo hubo en la voz del hombre que hizo que se diera la vuelta en redondo. A pesar de que el desgraciado accidente de su juventud había dejado a Will Sparkins sin una pierna, Lance siempre había visto al criado de la familia contento y sereno. Pero aquellos ojos profundos ahora estaban mirándole con una expresión tan grave, que el joven se quedó helado ante la puerta. — Señor, tiene que bajar inmediatamente. — ¿Qué diablos sucede? — preguntó Lance. — Le ha sucedido algo a su hermano. — ¿A Val? Dios santo, no me digas que se ha quedado dormido con la vela encendida y ha vuelto a prender la almohada. — Pero a pesar de sus impacientes palabras, Lance experimentó una extraña sensación de desasosiego. — No, al amo Valentine le han disparado un tiro. — ¡Qué! Lance apartó la mano de la puerta de Rosalind. Se quedó mirando a Will Sparkins como si el hombre se hubiera vuelto loco. ¿A Val le habían disparado un tiro? Eso era ridículo, a menos que Val estuviera intentando limpiar una pistola cargada. Su hermano no sabía nada de armas de fuego y aún menos se interesaba por ellas. — ¿Me estás diciendo que ha habido un accidente? — No, señor — dijo Will tragando saliva— . Según parece esta noche ha habido un enfrentamiento entre el amo Val y el capitán Mortmain. Lance sintió que se le helaban las venas. ¿Rafe y Val se habían enfrentado en un duelo? No, eso era igualmente imposible, pensó Lance. Puso punto y final a tales sinsentidos el otro día en la biblioteca, cuando avisó a Val de que se mantuviera alejado de Rafe. Había desayunado con Rafe la mañana anterior y las cosas fueron muy bien entre ellos. Rafe nunca habría disparado contra su hermano. No habría podido hacerlo. Cuando pasó junto a Will, Lance sintió que el corazón le latía cada vez más deprisa. No se dio cuenta de que la puerta de Rosalind se abría porque ya estaba dirigiéndose hacia las escaleras. Will fue tras él e intentó responder a las preguntas que Lance le hacía.

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— ¿Dónde está Val? ¿Está muy mal? ¿Adónde lo habéis llevado? — Está abajo, pero... Lance no esperó a oír más. Bajó corriendo las escaleras dejando rezagado a Will mientras una terrible sensación le dominaba el estómago. Un temor tan frío como esa vaga pesadilla que lo había despertado inexplicablemente por la noche. No, no era una pesadilla. Se parecía más a una premonición de lo que podía esperarle. Lance atravesó corriendo el estrecho pasillo que conducía a la pequeña cámara que había junto a la cocina. Afuera se hallaban reunidos varios criados, lacayos, doncellas asustadas y hasta el hijo mayor de Will, Jem, aquel muchacho que trabajaba en la posada del Dragon's Fire. El muchacho se acercó a Lance con la cara llena de lágrimas. Sollozaba de tal modo, que Lance apenas pudo entender lo que decía. — Oh, señor Lance. Lo siento. Debí detenerle. Nunca debí darle esa llave. Pero Lance apartó con rudeza al incoherente muchacho con el corazón latiéndole de tal modo que hasta le dolía. Se abrió paso hasta la habitación, una pequeña cámara que aborrecía desde que era niño, porque la asociaba con huesos rotos y medicinas amargas. Habían puesto a Val encima de la mesa de madera y Lance tuvo un sobresalto cuando lo vio allí. Durante los últimos años siempre pensó que su hermano era un hombre muy frágil, pero ahora parecía tan espantosamente pequeño, como si se hubiera reducido. Corrió hacia él y ocultó el miedo que sentía detrás de un gruñido. — Demonios, Val. ¿Qué tonterías has estado haciendo? Crees que deseo sacarte una bala antes de que... Se interrumpió al ver que los ojos de su hermano seguían cerrados. Estaba tan pálido y tan inmóvil. Los rasgos de Val estaban demasiado serenos para un hombre que tenía el chaleco cubierto de sangre seca. — ¡Val! — Lance se inclinó sobre su hermano y gritó su nombre con impaciencia mientras le daba unas palmaditas en la mejilla. Su piel estaba demasiado fría. Un pánico salvaje le sacudió, pero lo reprimió gritando unas órdenes a los sirvientes que permanecían detrás de él. — ¿Por qué no os movéis? ¿Ya habéis avisado al doctor Marius? — Amo Lance... — era Will Sparkins. El hombre, jadeando, llegó al fin a su lado. ¿Por qué

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Will no hacía nada, excepto quedarse allí parado mirándolo con esa expresión tan triste? — Que alguien me traiga un poco de agua y unas vendas. — Amo Lance... — repitió Will temblando. — ¡Moveos! — gritó Lance a los lacayos mientras él mismo empezaba a quitarle las ropas manchadas de sangre a su hermano. Apenas se dio cuenta de que los criados se apartaban y de que alguien se deslizaba a su lado. Rosalind, una dulce presencia en aquella lúgubre habitación. La joven miró a Val. Sus ojos se llenaron de lágrimas y entonces Lance fue consciente de que no las había provocado él. Rosalind cogió a Lance del brazo e intentó apartarlo de la mesa. — Lance, por favor. No hay nada que puedas hacer por Val. Lo miró con tristeza, murmurando lo que todos sabían pero nadie se había atrevido a decirle. — Lance... tu hermano está muerto.

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20 Lance cogió a su hermano entre sus brazos, soportando con el pecho el cuerpo inerte de Val y el peso de su propio corazón, lo bastante pesado para hacerse pedazos bajo esa carga de rabia y de dolor. Se le hizo un nudo en la garganta y reprimió en su interior un grito de incredulidad. Las tristes palabras de Rosalind seguían resonando en su cabeza mientras iba medio arrastrando y medio cargando a Val hacia la antigua torre del castillo. «Lance, no hay nada que puedas hacer por Val. Tu hermano está muerto.» No. ¡No... No! Con una exhalación de rabia, consiguió abrir la pesada puerta. La cerró tras él con el pie, llevó a su hermano a la amplia cámara y, con toda la suavidad de que fue capaz, lo dejó encima de la mesa de banquetes de roble. A su alrededor, las silenciosas paredes de piedra parecían transmitir recuerdos de días pasados, tan claros que eran muy dolorosos. Sonidos de dos muchachos golpeándose el uno al otro con espadas de madera y gritándose entre carcajadas. Lance apretó la mano de su hermano, esos mismos dedos senadores que a menudo se habían acercado a él en ese roce consolador de Val que tantas veces había rechazado. Aquella mano gentil que ahora estaba fría e inmóvil. Lance se enjugó las lágrimas que le quemaban. — Demonios, Sir Galahad, no me puedes hacer esto. Todavía no has encontrado el Santo Grial — se le hizo un nudo en la garganta— . ¡Por la sangre de Cristo, Val! Si ni siquiera has encontrado a tu novia elegida. ¿Qué pretendes? ¿Vagar a través de la eternidad completamente... completamente solo? Lance se quedó sin aliento y sintió que corría el peligro de derrumbarse. Se apartó de su hermano y se esforzó por recuperar el control de sí mismo y hacer lo que había ido a hacer allí. Era la última esperanza que le quedaba. Se acercó a los retratos de la pared y todas aquellas generaciones se transformaron en un borrón ante sus ojos. Se quedó mirando al único retrato que siempre había dominado a los demás, al hombre que había comenzado esa locura de los St. Leger. — ¿Próspero? — le llamó con voz bronca. Los misteriosos ojos parecieron devolverle la mirada desde las profundidades del retrato, los colores todavía vivos como si la pintura no hubiera estado a punto de ser destruida durante un enfrentamiento entre su padre y el hechicero.

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Según las leyendas de la familia, el retrato había sido milagrosamente corregido por alguien que poseía mucho más poder que cualquier simple mortal. — ¿Próspero? — volvió a llamar Lance mientras observaba las paredes de la torre. El astuto hechicero aparecía y desaparecía cuando le venía en gana y nunca respondía a las llamadas. Pero esta vez tenía que ser diferente. — ¡Próspero! — la voz de Lance ahora tenía más fuerza, fuerza que le daba la desesperación— . ¡Respóndeme, demonios! ¡Te necesito! La sala se inundó de frío, pero Lance apenas se dio cuenta. Hacía rato que sentía frío. Próspero emergió de las profundidades de su retrato, pero con un destello poco habitual. Fue como si la túnica escarlata iridiscente hubiera perdido algo de lustre ¿o era que todo el castillo Leger aparecía envuelto, de pronto, en una bruma repentina? — ¿Y bien, muchacho? — preguntó Próspero, fijando con intensidad la mirada inquieta en el rostro de Lance. Dejó escapar un tembloroso suspiro, sin saber a quién dar las gracias, si a Dios o al diablo de que hubiera aparecido. En ese momento en realidad no le importaba a quién dárselas. Lance se acercó vacilante hacia el hechicero. — Tienes que ayudarme. Es mi hermano. Él... él... — Lo sé — en el rostro de Próspero una profunda tristeza sustituyó a su acostumbrada expresión de arrogancia. — Entonces ve a ver lo que puedes hacer. Próspero arqueó las oscuras cejas. — Tienes que utilizar tu poder para ayudarlo — siguió diciendo Lance con la voz enronquecida de impaciencia y desesperación— . Haz que Val vuelva. Próspero lo miró con una piedad tan profunda que sobresaltó a Lance. — Me temo que has sobrestimado mis poderes, muchacho — dijo el hechicero con una extraña suavidad en la voz. — ¿Qué dices? — gritó Lance— . El mago poderoso que siempre se jacta de lo que puede hacer. Bueno, ahora tienes la oportunidad de demostrarlo. Recompusiste ese maldito retrato tuyo. Bien, pues ahora te pido que recompongas a mi hermano. — Un hombre no es igual que un marco de madera y un lienzo. — Entonces invoca una magia más poderosa, demonios. — No puedo, muchacho, aunque hubo un tiempo que era tan arrogante que así lo creía. Si ni siquiera puedo abrir las puertas que llevan al cielo. — ¿Te niegas a hacerlo?

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— ¿Si me niego a devolver la vida a tu hermano? No es que me niegue, es que simplemente no puedo. — ¿Entonces en qué utilizas tus poderes? — preguntó Lance sorprendido— . ¿Qué beneficios le has dado nunca a la familia? — Ninguno — replicó Próspero en voz baja e inclinando la cabeza— . Absolutamente ninguno. Lance se lo quedó mirando fijamente. Le dolía el corazón y le embargaba la pena. Se acercó a Próspero apretando los puños y deseando golpear el rostro del hechicero. Deseaba hacerle daño a alguien, a cualquiera. Y más que a nadie, a sí mismo. — Entonces vete al diablo y no vuelvas nunca — rugió Lance. Próspero no esperó a que acabara de hablar y se desvaneció en la pared de la torre antes de que el joven dijera la última palabra. La tristeza que llenaba sus misteriosos ojos permaneció en Lance cuando desapareció de su vista. El silencio que se hizo entonces fue el más profundo que Lance había conocido. El calor de la rabia que sentía desapareció como el último rescoldo de un fuego moribundo, dejando sólo un corazón helado y las cenizas de la desesperación. El helado final que se veía obligado a aceptar. No se podía hacer nada. Val se había ido Y jamás en toda su vida Lance se había sentido tan solo. Rosalind se había quedado fuera de la torre, el dragón pintado encima del umbral montaba la guardia sobre la puerta a través de la cual Lance había desaparecido hacía un buen rato. Todavía se estaba recuperando de la convulsión por la muerte de Val; aunque no había podido llorar porque la pena que sentía por su cuñado se veía empañada por la preocupación que le provocaba el estado de Lance. Después de haber apartado bruscamente a todo el mundo de su lado, había cogido a su hermano en brazos y se lo había llevado a la vieja torre, donde se había encerrado con el cuerpo de Val sin permitir que nadie entrara. A Rosalind le aterrorizaba que el dolor que le había causado a Lance esa pérdida le hiciera perder la razón. Sus temores los compartían también los empleados de la casa, nadie sabía exactamente qué hacer, todos esperaban que ella tomara la iniciativa, desde Will Sparkins hasta la doncella más joven. Rosalind quería hablar con ellos, pero no estaba acostumbrada a esas cosas. Ya había experimentado antes una muerte, aunque no como aquella, tan terrible y violenta. Cuando perdió a sus padres y luego a su marido, la habían consolado y

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reconfortado y no había hecho otra cosa que sentir la pena. Nadie había esperado que fuera fuerte. Sin embargo, ahora sí que lo esperaban. — Por favor, milady. Vaya a buscar al amo Lance, ayúdelo. Es la única que puede hacerlo — le rogó Will Sparkins. Rosalind se sentía desalentada, porque sabía que no era cierto. Después de lo que había sucedido entre ellos aquella misma mañana, dudaba que tuviera alguna influencia sobre él. Pero cuando apartó la vista de Will y miró a los otros sirvientes, todos esos ojos tristes y temerosos mirándola esperanzados, comprendió que no tenía elección. Tenía que intentarlo. Asintió débilmente y se dirigió a la vieja torre, pero perdió el valor cuando estuvo delante de aquella enorme puerta cerrada. No era el momento de albergar sentimientos u orgullos heridos con respeto a la mascarada de Lance, se dijo Rosalind. Además, todo eso no era más que una insignificancia comparado con la gran tragedia que acababa de suceder. Sin embargo, ahora sentía que el hombre que la había decepcionado tanto era un extraño para ella. No le conocía en absoluto. ¿Entonces, cómo iba a saber qué decirle para ayudarle a superar su pena? Recordó su rostro antes que desapareciera en la torre. Salvaje, roto de dolor y lo bastante desesperado como para herirse a sí mismo. Rosalind hizo acopio de valor y palpó la llave que Will Sparkins había deslizado en su mano. Los dedos le temblaban tanto que le costó meter la llave en la cerradura. Sin embargo, fue innecesario porque de pronto el pomo giró y la puerta se abrió con un ligero crujido. — ¿L... Lance? — dijo Rosalind temblorosa, avanzando un paso con timidez esperando encontrarlo allí. Aunque ignoraba si en un estado de furia o de dolor. Cuando atravesó el umbral, se quedó atónita porque no encontró a nadie al otro lado de la puerta. Fue como si una mano invisible le hubiera permitido entrar. Le recorrió el cuerpo un escalofrío y le pareció escuchar una voz junto al oído. «Ayúdale.» ¿O quizás eran los latidos cada vez más fuertes de su corazón? Buscó a Lance por el amplio salón. Casi sintió alivio cuando lo vio sentado en silencio en una de las sillas, inclinado, de espaldas a ella como si hiciera guardia junto al cuerpo de su hermano que yacía ante él encima de la mesa.

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Cuando se acercó se quedó horrorizada al ver que estaba llorando. Sus sollozos eran más terribles porque eran silenciosos y le sacudían todo el cuerpo. Nunca había visto llorar a un hombre, ni siquiera a su padre, por eso verlo en ese estado de debilidad le hizo sentirse vacía, insegura y llena de temor. Se tapó la boca con la mano y sintió un nudo en la garganta. No le parecía bien ser testigo de todo aquello. Lance no había sentido su presencia y ella no sabía cómo aliviar su dolor. Se detuvo y se alejó un poco cuando vio que levantaba la cabeza; tenía su hermoso rostro lleno de lágrimas. — ¡Oh por Dios, Val! Por favor... aparta este dolor — murmuró con voz rota, cogiendo la mano de su hermano. Ese ruego le llegó a Rosalind al alma y contempló a Lance como si lo viera por primera vez. No era el héroe legendario. No era el soldado destrozado, ni siquiera el pícaro que primero la había encantado y luego la había decepcionado. Simplemente era un hombre que necesitaba su amor desesperadamente. Más que nadie lo había necesitado antes. Con una fuerza y una calma desconocidas para ella, se acercó a su marido y apoyó la mano en su hombro. — ¿Lance? El roce lo sorprendió violentamente y levantó hacia ella sus ojos enrojecidos e hinchados. — Dámelo a mí — murmuró Rosalind. — ¿Qué? — preguntó, demasiado confundido en el dolor para comprender, y con un gesto intentó apartarla. Pero Rosalind insistió suavemente. — Tu dolor — dijo, rodeándolo con sus brazos— . Dámelo. Se la quedó mirando confuso durante un rato. Luego lanzó un grito terrible, la rodeó con sus brazos y hundió el rostro en los pliegues de su vestido. Por la tarde las sombras se extendieron en la cámara de la torre, un silencio poco natural se instaló en el castillo Leger, esa solemne quietud que sólo procede de la presencia de la muerte. Rosalind estaba sentada en el borde del lecho cubierto de brocado del hechicero, contemplando al hombre que había estado en sus brazos hacía una hora y al que había consolado, acariciado, reconfortado. Habían compartido el dolor en un feroz entremezclarse de lágrimas. Nunca se había sentido tan cerca de Lance. Pero ahora...

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Una calma terrible se había apoderado de su marido, de una manera casi tan alarmante como la anterior fiereza de su dolor. Dejó que los criados se llevaran a Val para que él pudiera preparar el entierro. Pero Lance apenas parecía estar preparado para hacer nada. Rosalind

seguía

ansiosa

sus

movimientos

mientras

él

se

quitaba

violentamente el calzado y sacaba las pesadas botas de montar de debajo de la cama. Sin afeitar y desgreñado, se apartó los mechones de cabellos de los ojos y luego metió los pies en el cuero viejo y estropeado. Rosalind se deslizó hacia donde él se había dejado caer a un lado de la cama. Los separaban apenas unos centímetros. ¿Por qué tuvo esa sensación de pánico ante la posibilidad de que estuviera en peligro si se alejaba de ella? — ¿En qué piensas? — preguntó. Él la miró e intentó sonreírle con ternura, aunque era evidente que le costaba un esfuerzo. — En Val — fue la primera vez que Lance se atrevía a nombrar a su hermano. Seguramente era una buena señal. Lo habría sido si su voz no hubiera sonado tan sombría. — Estaba pensando que sólo hay una cosa que Val temía. No encontrar nunca a su novia elegida. Acabar vagando durante toda la eternidad solo y sin ser amado. Y esto es exactamente lo que le ha sucedido. — ¡No! — exclamó Rosalind mientras apretaba la mano de Lance— . No importa dónde se encuentre, Val siempre tendrá nuestro amor. — No me cabe duda de que tu afecto lo alegraría. El mío, sin embargo, nunca le hizo mucho bien. — Se inclinó e introdujo el pie en la otra bota. El corazón de Rosalind dio un brinco, porque era exactamente lo que había temido, que Lance, más pronto o más tarde se recriminase y se echara la culpa de lo que le había sucedido a Val. — Lance — murmuró— , no debes culparte. — ¿Por qué? ¿Por dejar inválido a mi hermano y luego llevarlo hasta la muerte? Rosalind sólo quería consolarlo, pero aquellas inesperadas palabras la sobresaltaron. — ¿Dejarlo inválido? — Sí — dijo Lance, torciendo la boca en un gesto amargo— . Es otra de mis acciones que he olvidado contarte, querida. Yo fui el único responsable de la cojera de Val. — Seguramente fue a un accidente.

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— Si quieres llamar un accidente a que yo intentara quitarme la vida en una batalla. — ¿Val te siguió a la batalla? — preguntó Rosalind desconcertada— . No sabía que él también fuera soldado. — No lo era. Val sólo me siguió porque... porque... — Lance se levantó abruptamente de la cama y se pasó la mano débilmente por el rostro— . Val tiene... — se sobresaltó ligeramente mientras se corregía— . Quiero decir, tenía, esa extraña habilidad de saber cuándo me encontraba en algún problema, no importaba dónde estuviera. Era como si existiera un vínculo entre nosotros, quizá porque éramos gemelos y, además, St. Leger. Él lo describía como una fría y estremecedora sensación que habría estado justo aquí. Lance apretó la mano contra la región del corazón. — Nunca experimenté nada parecido hasta ayer por la noche. Quizá porque St. Valentine nunca se había metido hasta entonces en un problema. Una sonrisa fugaz rozó los labios de Lance como ante algún tierno recuerdo de su hermano, aunque la suave expresión desapareció en un segundo. — A diferencia de Val — siguió diciendo— , aparté el presentimiento y volví a dormir. Pero Sir Galahad volvió cabalgando a rescatarme. — ¿Te siguió hasta España? — preguntó Rosalind con asombro. — Sí, aunque no es sorprendente. Sucedió durante la época en que el coronel Monteroy era todavía mi comandante en jefe y quería que yo muriera, y yo hacía todo lo que podía para obedecerlo. Después de un asalto muy temerario contra los franceses, conseguí finalmente recibir un tiro. Una bala de pistola se me incrustó en la rodilla. Probablemente habrían tenido que amputarme la pierna para salvarme. Aunque no se lo habría permitido — continuó diciendo Lance— . Porque yo sólo deseaba morir y pensé que finalmente iba a conseguir mi deseo. Pero antes de que el humo de los cañones de la batalla se hubiera desvanecido, él estaba allí. Apareció como por milagro de ningún sitio, como un ángel. Y me tomó de la mano. Lance se quedó mirando sus manos fuertes y encallecidas, frotó ligeramente con la yema del pulgar los nudillos como si sintiera todavía el roce de su hermano. — Ya conoces la facultad de sanación que poseía Val — dijo— . La has experimentado tú también. — Sí. Oh, sí — murmuró Rosalind llevándose la mano al hombro, consciente de que nunca iba a olvidar cómo desapareció aquel terrible dolor que sentía y el calor que lo reemplazó y que se introdujo en su interior a través de los suaves dedos de Val.

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— Conmigo el extraordinario poder de Val era diferente — siguió diciendo Lance— , era más fuerte y poderoso. Me tomó la mano y yo sentí cómo absorbía mi dolor. Fue demasiado dolor, más del que podía soportar. Yo intenté que me soltara, pero estaba demasiado débil. Le supliqué, lo maldije, pero él no me soltó. Siguió sujetándome y sucedió algo terrible. — Lance hizo una pausa y los músculos del cuello se le contrajeron— . Cuando hubo acabado, la herida había desaparecido de mi pierna, no había sangre, ni siquiera cicatriz. Absolutamente nada, pero Val... Bien, ya has visto lo que le hice — concluyó Lance con la voz ronca. Rosalind comprendió con absoluta claridad lo que la asombrosa y terrible sanación le había costado a su marido. Lance aseguraba que no le quedaban heridas después del incidente. Sin embargo, le quedaban unas heridas que nunca habían cicatrizado. Seguían abiertas y en carne viva y se manifestaban en la expresión agria y sombría de sus ojos y en la culpa y la repugnancia hacia sí mismo que demostraban los rasgos de su rostro. Lance estaba apretándose la mano, se sujetaba los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le estaban poniendo blancos. Rosalind dudó que fuera consciente de lo que estaba haciendo. Corrió hacia él, puso una mano sobre la de él y le acarició los dedos hasta que consiguió que los aflojara. — Lance — dijo— , sea lo que sea lo que Val hiciera por ti, lo hizo porque te quería. No habría deseado que te atormentaras de este modo. — Ya lo sé — replicó Lance lentamente— . Siempre quiso que me perdonara a mí mismo. — Entonces hazlo ahora — le rogó Rosalind, acariciándole la mejilla. Le cogió la mano y le dio un beso rápido en la palma. — No puedo. Se alejó de ella bruscamente y Rosalind le oyó murmurar algo que no pudo entender. — Ahora sólo hay una cosa que puedo hacer por mi hermano. Rosalind sintió que se le helaban las venas, porque sabía muy bien lo que eso significaba. — ¿Vas a ir a buscar a Rafe Mortmain? Lance no contesto, aunque no necesitaba hacerlo. La respuesta estaba escrita en cada una de las rígidas líneas de los rasgos de su rostro mientras se acercaba a la percha donde había colgado la chaqueta de montar y se la ponía. Rosalind sintió una creciente sensación de pánico.

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— Claro, eres el oficial en funciones y el capitán Mortmain tendrá que ser arrestado. El duelo es ilegal y... — ¿Un duelo? — la interrumpió Lance— . Mi hermano estaba cojo y no distinguía una pistola de otra. Ignoro qué clase de lucha tuvo lugar entre Val y Rafe. Pero no fue un duelo. Fue un asesinato a sangre fría. — Entonces el capitán Mortmain es un hombre muy peligroso y tendrás que llevarte contigo a una partida de hombres. — ¡No! Esto sólo es entre Mortmain y yo. — Lance pasó por su lado rozándola y Rosalind observó su expresión mientras se acercaba al escritorio de madera. Encima de ella había una caja de cuero muy larga que antes Lance había ordenado a un criado que le trajera. La abrió y Rosalind tuvo un sobresalto cuando vio lo que había encima del forro de seda: un estoque, más esbelto y grácil que la espada St. Leger, aunque igualmente mortífero. — Perteneció a mi hermano — dijo Lance— . Me parece apropiado utilizarlo ahora. — ¡No! — los dedos de Rosalind se cerraron desesperadamente alrededor de los de Lance cuando él alargó la mano para coger la empuñadura— . ¿Te has vuelto loco? ¿No me dijiste que el capitán Mortmain era más experto que tú con la espada? — Sí, es cierto, pero esta vez yo tendré que ser mejor, ¿no te parece?— contestó Lance apartándola, suavemente aunque con firmeza, al tiempo que sacaba el arma de la funda— . Cuando desafías a un hombre, querida, es él quien elige el arma. Y Rafe nunca sería tan estúpido como para elegir las pistolas. — Entonces no lo desafíes — gritó Rosalind— . No puedes devolverle la vida a Val. ¡Lance, por favor! Esto no tiene sentido. Lance torció la boca en una sonrisa ligeramente burlona. — Pero se supone que esto es lo que tiene que hacer un héroe, ¿no es cierto? Vengar a su hermano. — Así no — repuso ella con voz estrangulada. Contempló impotente y horrorizada cómo Lance se sujetaba a la cintura el arma y con el corazón desbocado, corrió a interponerse entre él y la puerta— . No voy a dejar que vayas a que te maten. ¿Me oyes, Lance St. Leger? ¿Me oyes? Le golpeó el pecho con los puños como si de ese modo pudiera devolverle un poco de juicio. Pero Lance la sujetó por las muñecas y luego la abrazó. Rosalind permaneció rígida un momento y acto seguido, sin poder controlarse se derrumbó contra su pecho hecha un mar de lágrimas.

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Había llorado tanto por Val, que creía que ya no iba a poder llorar más. Sin embargo, aún se encontró sollozando y derramando más lágrimas por este hombre tan tozudo e irritante que antes creía tan cínico. Lance St. Leger poseía un código de honor tan rígido, que ningún hombre habría podido vivir con él. Pero él podía morir. Rosalind se agarró a Lance sollozando, mientras él le murmuraba suaves palabras al oído que consiguieron darle un poco de consuelo. ¿Cómo podía un hombre ser a la vez tan tierno y tan inconmovible? — Shhh, amor mío — murmuró, meciéndola— . Todo irá bien. Sólo pretendo ser el caballero que viniste buscando. Para hacer lo más triste que puede exigírsele a un hombre, pensó Lance con desmayo. Matar a un amigo. Tenía que dejar de considerar a Rafe de ese modo y también tenía que endurecerse contra la congoja que estaba causando a su dama. Porque ambas cosas podían debilitar su resolución. Dio un último beso en los labios a Rosalind, la apartó, y luego se marchó.

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21 El sol se ocultó en las sombras del crepúsculo de un día que amaneció oscuro, dando paso a una noche que prometía ser igualmente sombría. Las nubes cruzaban el rostro de la luna creciente y soplaba procedente del mar un viento afilado y potente. Lance se vio obligado a conducir su cabalgadura a un cauteloso trote. No sólo porque la penumbra dificultaba la visión, sino porque si la hubiera espoleado, se habría acercado aún más a una tierra peligrosa. La Tierra Perdida... el lugar que así había sido bautizado hacía tiempo por los pescadores de la zona, un tramo de la costa aislado y árido. El hogar de la una vez orgullosa y temible familia Mortmain, el enemigo odiado de los St. Leger que pasó de generación en generación como una infección en la sangre. Lance nunca había querido creerlo. Rafe era diferente, insistía, jamás escuchó las advertencias de Val. Y ahora parecía que su hermano tenía razón después de todo, y había pagado el precio final por causa de su ceguera y absurda confianza. El recuerdo de la traición de Rafe le perseguía a través de la noche y le hería tanto como la muerte de Val. Apretó las mandíbulas mientras intentaba aplacar esos sentimientos de pena y de pérdida. Había dejado atrás esa tierna y más vulnerable parte de sí mismo, en el castillo Leger al calor del abrazo de su entristecida dama. El caballo se asustó cuando algo cruzó el sendero por delante, alguna criatura de la noche que se ocultó detrás del abrigo de un zarzal marchito. Quizás un roedor o una comadreja. Lance dio un giro a las riendas mientras tranquilizaba a su montura, hasta que volvió a tenerla bajo control. — Vamos, Blaze — murmuró, inclinándose y dándole unas palmaditas en el cuello, donde sintió la tensión del animal, la misma que latía a través de sus venas. Intentó traspasar la oscuridad que tenía delante, estudiar el trazado del territorio que no le era familiar. La propiedad estaba muy cerca de las posesiones de los St. Leger, pero Lance nunca había puesto los pies en las tierras de los Mortmain durante su infancia. Anatole St. Leger no era la clase de padre que levantaba la mano contra sus hijos. Pero a Val y a él los había amenazado con darles con la vara si algún día se atrevían a desobedecerlo y se adentraban a investigar por la Tierra Perdida. Una mirada al rostro sombrío de su padre había sido suficiente para asegurar a Lance que el terrible señor no exageraba.

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Lance siempre había pensado que la orden de su padre era poco razonable, ya que las supersticiones de los St. Leger no tenían nada que ver con los Mortmain. Sin embargo, cuando alcanzó la siguiente elevación, ya no estuvo tan seguro. Entre la nube que cubría la luna se filtraba luz suficiente para que pudiera ver lo salvaje que era la tierra que se extendía ante él, una tierra solitaria y sombría con un aura inequívoca de decadencia. Unos robles moribundos se levantaban como tenebrosos centinelas ante las oscuras ruinas de una mansión incendiada cuyos muros derrumbados se recortaban lúgubres contra el cielo nocturno. Carecía de toda la dramática grandeza del castillo Leger y el valle parecía descender de un modo ignominioso hasta reunirse con el mar. Justo más allá de las dunas de arena sedimentada y de las algas, estaba la cueva, las olas negras azotaban la orilla y producían espuma como un predador hambriento. En aquel paraje no había rastro de vida. Los aldeanos evitaban la Tierra Perdida como si fuera una plaga y aseguraban que aquellas ruinas estaban habitadas por espíritus de los diabólicos Mortmain que habían encontrado un final terrible. Pero seguro que los fantasmas no necesitan utilizar linternas. Lance contrajo los ojos cuando vio aparecer algo que parpadeaba detrás de los restos de las ventanas de la mansión. Cuando se enteró que Rafe había desaparecido de la posada del Dragon's Fire y le siguió la pista hasta allí, casi había perdido la esperanza de encontrarlo. Rafe nunca se había acercado antes a ese lugar, aseguraba que no le interesaba en absoluto la herencia de los Mortmain. Sin embargo, al parecer, el lobo al fin volvía a su guarida. Se acercó sin descabalgar y vio el caballo de Rafe atado justo al otro lado de las ruinas, desmontó y ató las riendas a la rama esquelética de un roble que la sal había marchitado. No era ningún caballero infernal que fuera a retar en desafío a un honorable adversario, ni un magistrado local en busca de justicia. Sólo era un hombre con deseos de venganza. Hasta que no supiera exactamente lo que el bribón de Rafe había ido a hacer allí, se dijo que sería mejor que se aproximara en silencio. Avanzó con sigilo, se encamino hacia las ruinas, procurando no salir de las sombras protectoras. Se puso en cuclillas protegiéndose detrás de un muro derrumbado. Estiró el cuello y miró por encima de las ennegrecidas piedras. La mansión, destruida por el fuego hacía ya varias décadas, ya no parecía un lugar que un día hubiera estado en pie, ya que por tejado sólo tenía el cielo

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nocturno. Un amasijo de piedras derrumbadas señalaba el lugar donde debió de estar un día la gran chimenea de la mansión. Ahora ningún fuego llameaba para darle la bienvenida, ni volvería a hacerlo; la única luz procedía de la linterna que Rafe había colgado de un trozo de hierro retorcido que sobresalía de la pared. El resplandor de la linterna parpadeaba misteriosamente mientras Rafe paseaba arriba y abajo, la capa oscura sobre los hombros. De vez en cuando, se detenía a mirar a través de un agujero en la pared del extremo, se asomaba en dirección al mar, casi como si esperara un rescate de esa parte, que algún barco fantasma apareciera en el horizonte y se lo llevara. Imposible. Nadie sino un loco echaría el ancla de una nave cerca de la orilla inhóspita de la Tierra Perdida, los arrecifes angulosos de la cueva eran bastante traicioneros durante el día, y mucho más durante la noche. Rafe se apartó la capa para consultar el reloj de bolsillo y luego lo volvió a guardar mientras se dejaba caer sobre una pila de escombros; vio sus rasgos aquilinos con aquella expresión ensimismada que conocía demasiado bien. Se lo quedó mirando, buscando en su semblante... ¿qué estaba buscando en el semblante de su amigo? ¿Algún signo diabólico, la depravación que todos los demás reconocían y que él jamás había conseguido ver? Rafe seguía pareciéndose al hombre con el que había compartido una botella el día anterior, con el que había compartido risas, bromas, recuerdos de sus antiguas locuras y escapadas. El mismo hombre al que dio un apretón de manos con una fuerza poco habitual, en los labios una sonrisa melancólica como si Rafe supiera que aquella podía ser la última vez que compartían su amistad. Lance sintió un nudo en la garganta, luego tragó saliva, vio desaparecer el rostro de Rafe y en su lugar apareció el de su gentil hermano. No hizo ningún esfuerzo para ocultar su presencia, se incorporó y saltó a campo abierto hasta llegar a lo que antes había sido la puerta principal del caserón. Cuando sus botas resonaron entre los guijarros, Rafe se dirigió hacia la oscuridad y desapareció. Luego asomó la cabeza y palideció al ver a Lance, como el hombre que se enfrenta a un fantasma que sale de la oscuridad. Pero Rafe Mortmain estaba muy acostumbrado a tratar con los fantasmas de su pasado. Se puso rápidamente de pie cuando vio que Lance avanzaba hacia él. — Bien, capitán Mortmain — dijo Lance haciendo rechinar los dientes y abarcando con un gesto los muros derrumbados que los rodeaban— . Bienvenido al hogar.

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— Lance — murmuró Rafe. — Actúas como si estuvieras esperándome. — No. Esperaba no volverte a ver nunca. — Considerando el hecho de que mi hermano ha encontrado la muerte esta mañana en una callejuela, apostaría a que sí. — Lo sé. Y... lo siento. ¡El bastardo aún era capaz de hablar como si sintiera lo que había sucedido! — No creo que lo sientas mucho cuando has sido tú quien lo ha matado — dijo Lance entre dientes. En los ojos de Rafe apareció un brillo sombrío. — ¿Crees que fui yo uno de los asesinos del noble Valentine? — ¿Me estás diciendo que no fuiste tú? — preguntó Lance. Rafe soltó una risotada. — No. ¿Por qué iba a hacerlo? Creo que es mejor que hagas una cosa, Lance, que nos favorecerá a los dos — añadió apretando los labios hasta que la boca se convirtió en una fina línea— . Ve a buscar tu caballo y vete de aquí. Rafe se giró en redondo y se alejó de Lance con paso arrogante, exactamente como si fuera el señor de aquel montón de ruinas que despidiera a una visita inesperada. Lance sintió un instante de duda, la conmoción de una esperanza tan desesperada que le hizo daño. — Maldito seas, Mortmain — dijo yendo tras Rafe— . No es el momento oportuno para que exhibas tu terco orgullo. Jem Sparkins me dijo que anoche cogiste a mi hermano registrando tu habitación. Y la camarera de la posada me ha contado que discutisteis violentamente. Que estuviste a punto de tirarle por las escaleras. — Sí — admitió Rafe con un tono de voz cansado— . Es mi respuesta habitual cuando un hombre me amenaza con abrirme el cráneo con su bastón. Lance fue a protestar diciendo que Val nunca habría hecho nada semejante, pero vaciló, frunciendo el entrecejo. Sabía perfectamente que Val, como la mayor parte de las personas de carácter amable cuando pierden los estribos, podía explotar cuando se le incitaba demasiado. — ¿Qué sucedió para que Val perdiera el dominio de sí mismo? — preguntó Lance— . ¿Acaso encontró algo en tu habitación? Rafe se encogió de hombros con un gesto despectivo y le dio la espalda a Lance, que lo sujetó por el cuello de la capa y le obligó a darse la vuelta.

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— Demonios, Rafe. Quiero que me digas la verdad. ¿Qué suced... ? — Lance se interrumpió mientras se sentía palidecer. Tiró de Rafe con tanta fuerza, que le arrancó la capa a medias, de manera que lo dejó en mangas de camisa, tan blancas como un fantasma, pero había algo más... Del cuello le colgaba una cinta de cuero y el objeto que pendía de ella brillaba contra los pliegues oscuros del chaleco de Rafe. Un fragmento de cristal. Incluso a la débil luz de la linterna, el fragmento de piedra mística despedía destellos y le deslumbró. Lance dejó caer la mano. Se quedó mirando fijamente a los ojos de Rafe un rato, unos ojos que desviaron su mirada con una extraña mezcla de culpabilidad y desafío... los ojos de un extraño. Lance sintió un escalofrío, despreciaba a Rafe Mortmain, y aun se despreciaba a sí mismo más por ser todavía vulnerable a esas sensaciones de sorpresa y de traición. La débil esperanza que se había atrevido a albergar quedó hecha pedazos con la misma fuerza y rudeza que Rafe debió utilizar para cortar el fragmento de cristal de la espada St. Leger. Rafe cerró la mano alrededor del brillante fragmento y lo ocultó de la vista debajo de la camisa. — Siento que hayas tenido que ver esto — murmuró. — Yo también— dijo Lance— . ¿Es esto lo que Val descubrió cuando registró tu habitación anoche? Rafe asintió. Justo antes de que lo mataras — los ojos de Lance se nublaron con la imagen de las manchas de sangre que descubrió en el estrecho callejón detrás de la posada, el lugar al que Val había llegado cojeando en su intento de escapar y buscar ayuda. El lugar donde su hermano había encontrado la muerte, solo. Todo el dolor, la rabiosa emoción que Lance había reprimido, estalló en una oleada de ira. Levantó el puño y golpeó la mandíbula de Rafe. Rafe se tambaleó hacia atrás, con una mano en la cara, pero Lance apenas sintió el dolor punzante en el puño. Se quitó la chaqueta de montar y la tiró al suelo. — Espero que me ahorres las habituales formalidades de un desafío — dijo con una mueca de frialdad. Lance desenfundó el estoque de Val, levantando la brillante hoja a la luz. — Como puedes ver, me he anticipado a tu elección del arma. Rafe no movió un músculo, ni siquiera cuando vio la longitud del acero.

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— Ya me he equivocado bastante, Lance — dijo con voz cortante— . No tengo intención de batirme contigo. Lance puso la punta del estoque justo encima del corazón de Rafe. — Entonces prepárate a que te atraviese con la misma clemencia que tú demostraste con mi hermano. Los ojos de Rafe despidieron un brillo de vacilación cuando desvió la vista de la espada y la clavó en el rostro de Lance. Lo que vio en el fondo de ellos hizo que diera un paso hacia atrás. Con una expresión más resignada que de enfado, se remangó la camisa y desenvainó el arma. Lance se puso en guardia cuando Rafe se situó frente a él e hizo con el estoque el mismo saludo burlón que siempre hacía en sus combates ficticios. Sólo que esta vez sus hojas iban a cruzarse en un mortal sonido de acero. Lucharon en silencio. Todos los músculos en tensión. Lance seguro y ágil, recibía cada ataque mortal del arma de Rafe y lo paraba con la suya. No cometía los errores habituales, ese nerviosismo que hacía que Rafe siempre saliera victorioso. En esta ocasión, el coste de tales equivocaciones hubiera sido demasiado alto. Cuando rodeó a Rafe, buscando un resquicio para atacar, no sintió ni miedo ni temor, lo hizo con total frialdad. Estaba más desprendido de su propio cuerpo que cuando vagaba por la noche. Como si eso no fuera otra cosa que un mal sueño o un destino mucho más antiguo que aquellas viejas ruinas. St. Leger contra Mortmain, condenados por alguna antigua maldición a combatir en duelo hasta la muerte y hasta el final de los tiempos. Sólo que Lance no lo sabía ni lo había aceptado hasta ese momento. La luz de la linterna proyectaba sombras espectrales en los muros derrumbados, las siluetas de dos hombres que luchaban desesperadamente por matar o morir. Con la boca curvada en una mueca salvaje, Lance atacó a Rafe y sintió gran satisfacción al observar que la energía de este último empezaba a flaquear. Mortmain estaba cansado y ya no luchaba con su habitual precisión llena de frialdad. Lance lo obligó a retrasarse, y se dispuso a entrar a matar. Hizo un movimiento confuso, Rafe se tambaleó y cayó. Entonces Lance le quitó la espada de la mano. Se inclinó sobre Rafe y apoyó la punta de la espada en la garganta de su enemigo. Rafe se lo quedó mirando fijamente, respirando apresuradamente aunque sin demostrar temor. — Adelante — dijo— . Acaba de una vez.

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Lance vaciló. Quizá porque en ese instante comprendió que no había vencido gracias a su habilidad ni al cansancio de Rafe. Había vencido simplemente porque a Rafe no le importaba vivir o morir. Lance conocía esa emoción demasiado bien para no reconocerla en los ojos de otro hombre. Intentó pensar en Val para reunir fuerzas y clavarle la espada. Si Rafe hubiera cerrado sus malditos ojos, si hubiera dejado de mirarle con aquella expresión desesperada que le recordaba a ese muchacho salvaje y perdido que un día fue... Lance aferró con más fuerza la empuñadura, pero la espada empezó a temblar en su mano. — ¿Qué te sucede, St. Leger? — se burló Rafe— . Es tu destino, ¿no es cierto? Tienes que destruir a todos los malditos Mortmain. Quizá, pensó con tristeza Lance. Una parte de su herencia tan inevitable como la leyenda de la novia elegida... ¡No! Una imagen del dulce rostro de Rosalind se abrió paso en la mente de Lance y le sublevó haber hecho siquiera esa comparación. El amor que sentía por su gentil Dama del Lago, ese era el verdadero destino, puro y mágico, pero ese otro... Lance se quedó mirando a Rafe que estaba a sus pies, indefenso bajo su espada. La mala sangre entre los Mortmain y los St. Leger no era más que la brutal estupidez que Lance siempre había creído que era. Rafe debía tener una oportunidad. Por Val... y también por él, pensó Lance. Ni siquiera en sus días de soldado había obtenido satisfacción por matar a alguien y Rafe Mortmain le estaba incitando a ello. Bajó la espada y sintió náuseas. Volvió a mirar a su antiguo amigo y lanzó un débil suspiro. — Quizá no vales un hermano, Rafe. Éste se incorporó apoyándose en un codo y frunció el entrecejo con una expresión de confusión e incredulidad. — ¿Es que me vas a dejar ir? — No. Voy a actuar como magistrado y voy a detenerte. Te llevaré a Torrecombe y allí se te hará un juicio justo. — ¿Un juicio justo a un Mortmain? ¿En Torrecombe? Mejor sería que me colgaras ahora... — Rafe se detuvo, tenso, y fijó la mirada en algún punto a las espaldas de Lance. Lance oyó el crujido de unos pasos y luego el grito de alarma de Rafe. — ¡Lance!

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Giró en redondo justo cuando tuvo lugar la explosión. Sintió el zumbido de una bala que pasaba junto a su oreja. Pero antes de que pudiera reaccionar, la corpulenta silueta que estaba a sus espaldas volvió al ataque. La culata de la pesada pistola aún humeante golpeó el cráneo de Lance. Sintió que la espada se le deslizaba de los dedos, que se le doblaban las rodillas y que el dolor y la confusión le nublaban la cabeza. Intentó fijarse en los brutales y pesados rasgos de la cara de su atacante. Silas... Silas Braggs, el dueño de la Dragon's Fire. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Ayudar a Rafe Mortmain? Pero eso sólo pudo pensarlo a medias, porque con la misma rapidez con la que cayó al suelo, quedó inconsciente. Rafe había intentado avisarle. Sacudió la cabeza mientras recuperaba la conciencia... le resultó difícil porque le dolían horriblemente las sienes. Sin embargo, luchó contra la oscuridad, impulsado por una poderosa sensación de urgencia y de peligro. Intentó moverse, abrir los ojos, pero el mundo estaba cubierto de niebla a su alrededor. Sintió una oleada de náuseas y tuvo que cerrar los ojos y dominar un escalofrío. Más allá de toda esa oscuridad, más allá del dolor que sentía en el cráneo, oyó una voz que pronunciaba su nombre con insistencia. — ¿Lance? ¡Lance! Se sobresaltó al sentir una presión en la frente. Una tela fría y húmeda, una aparición entre las nubes de oscuridad que le ofuscaban la mente. Parpadeó antes de atreverse a abrir los ojos y se crispó cuando vio la silueta que se inclinaba hacia él, pero se tranquilizó cuando se le aclaró la visión y vio de quién se trataba. Rafe... era Rafe inclinado con expresión ansiosa que le aplicaba compresas frías en la frente. A pesar del dolor que sentía, los labios se le distendieron en una sonrisa de alivio. Luego desvió la vista de Rafe y miró a su alrededor. Se encontraba echado en una cama estrecha, en un cuarto austero con un techo bajo. Los únicos muebles, aparte del lecho, eran una silla y un pequeño escritorio arrimado contra la pared. Una linterna se balanceaba encima de su cabeza, y con ella se balanceaba también toda la habitación. Lance

no

tuvo

que

devanarse

mucho

los

sesos

para

comprender,

sobresaltado, dónde se encontraba. Estaba en una cabina... en la cabina de cubierta de un barco. Pero ¿cómo diablos había ido hasta allí? Lo último que recordaba era la Tierra Perdida, los muros de la casa en ruinas que se cernían amenazadores sobre él. Y

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entonces Rafe y él fueron... fueron... — Lance volvió a clavar la vista en el hombre inclinado sobre el lecho, y los recuerdos volvieron a él con toda su fuerza. Recordó que se había puesto de pie con gran esfuerzo y no debido al golpe que había recibido en la cabeza. Entonces se dio cuenta de que estaba atado de manos y pies con un pedazo de cuerda. La mano de Rafe le dio unos golpecitos en el hombro para devolverle la confianza. — Tranquilo, Lance — dijo con suavidad. Se alejó de la cama y cogió un vaso que tenía dentro un líquido de color ámbar. — Toma. Bebe esto — le ordenó, pasando la mano por debajo de la nuca de Lance para incorporarlo. Pero Lance se resistió a tomarlo y apretó con fuerza las mandíbulas. — No es veneno, sólo coñac — dijo Rafe con un atisbo de impaciencia— . Bébelo. Te hará bien. — No creo que «hacerme bien» esté en tu lista de prioridades, Mortmain— dijo Lance bruscamente. Levantó las manos instintivamente para apartar el vaso pero se limitó a proferir un juramento cuando no pudo hacerlo porque estaba atado. — Siento que esto sea necesario — dijo Rafe— . Pero no quiero arriesgarme a volver a luchar contigo o a encontrarme en Torrecombe ante un «juicio imparcial». A Lance le sobresaltó el sarcasmo y el tono de desafío que observó en las palabras de Rafe. No le quedó más remedio que someterse a la medicina que le daba y sorbió el líquido del vaso que sostenía su antiguo amigo. Lance se atragantó un poco cuando el líquido se deslizó por la garganta, pero el coñac empezó a fluir por sus venas, le hizo entrar en calor y se sintió mejor. Lo bastante para observar a Rafe Mortmain a través de los ojos contraídos y darse cuenta de su aspecto desaliñado. Rafe parecía encontrarse casi tan mal como él, llevaba la chaqueta abierta y tenía huellas de sangre en una manga de la camisa blanca. Recordó haberle golpeado en la mandíbula, pero eso no explicaba las magulladuras que le oscurecían el mentón ni tampoco la hinchazón de color púrpura debajo de un ojo. — Pareces un rufián de los muelles — murmuró Lance. — Gracias — dijo Rafe secamente, obligándole a beber otro sorbo. Le cambió la compresa y le observó la herida de la cabeza.

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Dio un respingo cuando le tocó el punto que le dolía. — Te ha salido un chichón, St. Leger. Pero sigues vivo. Tienes una cabeza muy dura. — Ya deberías saberlo — repuso Lance. A través del cuello abierto de la camisa de Rafe, observó que llevaba todavía la cinta de cuero y el fragmento de cristal que lo condenaba como el bandido enmascarado que lo había golpeado en la playa la noche de la feria. Sin embargo, no fue Rafe quien lo asaltó en esta ocasión, recordó de pronto Lance. Silas Braggs... los ojos de Lance recorrieron la cabina como si esperaran encontrar allí al untuoso propietario de la posada del Dragon's Fire, mirándolo de reojo. Pero Rafe y él estaban completamente solos. — ¿Dónde está ese bastardo de Braggs? — preguntó. — No debes preocuparte. Cuando Rafe volvió a ponerle el vaso delante de los labios, Lance observó que tenía los nudillos hinchados y en carne viva. Desvió la mirada de la mano, miró el ojo hinchado y entonces comprendió. — Luchaste con Braggs, ¿verdad? Si no me hubieras advertido cuando disparó, ahora yo estaría muerto. Rafe no dijo nada. — No dejaste que me matara. ¿Por qué? — Demonios si lo sé — repuso Rafe lleno de irritación— . ¿Y ahora, quieres incorporarte y acabar de beber esto? Lance obedeció. En cuanto vació el vaso, Rafe lo bajó hasta la almohada y se alejó. Cogió la botella y volvió a llenar el vaso, esta vez para él. Tragó el líquido con un gesto de impaciencia. Lance observaba con expresión pensativa al hombre que una vez estaba convencido de que era su amigo y ahora, en cambio, era su enemigo. Pero a pesar de todo, Rafe lo había salvado de Silas Braggs. Sin embargo, era su prisionero. ¿Qué le había ocurrido a Braggs? ¿Llegaría a comprender en algún momento lo que estaba sucediendo? Volvió a cerrar los ojos durante unos instantes, mareado con tantas preguntas sin respuesta. Se sentía como si estuviera avanzando a través de una oscura tierra de nadie donde ya nada tenía sentido. — ¿Cómo vamos a... salir de aquí? — aventuró Lance, aunque no tenía ni idea de dónde se encontraban. ¿Estaba el barco en camino y ya había dejado atrás la costa de Cornualles? ¿O todavía seguía anclado en la peligrosa costa de la Tierra Perdida?

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A Lance le pareció que el barco se movía mucho, pero sabía muy poco de embarcaciones. Por el contrario, el mar era donde mejor se manejaba Rafe. Rafe dominaba perfectamente el balanceo de la embarcación, se dejó caer en una silla y estiró las largas piernas que casi no cabían en la estrecha cabina. — Llegamos al barco en una chalupa — dijo— . Fue una difícil maniobra, te lo aseguro. La maldita ensenada propiedad de mis antepasados es muy peligrosa para navegar en la oscuridad y ya no me acordaba de lo pesado que eres cuando estás desmayado, St. Leger. Tuve que pedir ayuda a dos de mis hombres para hacerlo. Tenía que haberme acordado de aquella vez que nos fuimos de juerga a Penrith con aquellas putas pelirrojas y tuve que cargar contigo hasta tu casa. No, pensó Lance, debió recordar que había sido su amigo, que había defendido a Rafe Mortmain contra todo el mundo, incluido su hermano. Sin embargo, Lance se tragó esas amargas palabras. — ¿Y de quién es este barco que ha venido a rescatarte tan oportuno? — Mío. Lance se quedó anonadado, luego sufrió un sobresalto, el sonido de cierta burla en la respuesta de Rafe le produjo una punzada en la herida de la cabeza. — ¿Desde cuándo eres propietario de un barco? — Desde que lo necesito para mis negocios. — ¿Qué negocios? Eres oficial de aduanas. — No, soy contrabandista — replicó Rafe con frialdad. Lance se quedó boquiabierto, aunque sólo durante un instante, Luego cerró la boca. — Debería haberlo sabido. Has patrullado estas costas durante mucho tiempo y nunca has detenido a nadie — murmuró. — Lo cual podría haber hecho fácilmente — repuso Rafe con una risita— . Son una colección de ineptos esos ladrones locales encabezados por ese gordo idiota de Braggs. — Bien, al fin me entero de la participación de Braggs en todo esto — dijo Lance cambiándose de postura para poder mirar mejor a Rafe. Considerando todo lo que había hecho Rafe, ya estaba preparado para escuchar cualquier infamia— . ¿Así es que desenmascaraste a los contrabandistas y luego... qué hiciste? — preguntó frunciendo el entrecejo— . ¿En lugar de aprehenderlos, decidiste compartir el botín con ellos? — No — repuso Rafe— . Debes admitir que Tierra Perdida es un lugar mucho más discreto para ocultar los productos del contrabando que Torrecombe en la

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noche más oscura. A Braggs nunca le gustó demasiado que yo asumiera el mando, pero le hice un gran favor a ese imbécil. — Sí — — dijo Lance con expresión burlona— . Si eres contrabandista, debe de ser muy conveniente tener al oficial de aduanas de compinche. — No te extrañes tanto, Sir Lancelot. Dudo que yo sea el primer oficial de aduanas que ha abusado de su puesto. — No, pero creo que eres mucho mejor que los demás, Rafe. No eres nada corriente. Lance dudaba que cualquier cosa que pudiera decir tuviera el poder de espolear a Rafe Mortmain. Ya no. Le sorprendió que Rafe hiciera una mueca de desagrado, aunque enseguida la disimuló. Rafe se sirvió con calma otro vaso de licor y él pensó que podrían estar charlando tranquilamente como lo hacían antes en torno a una botella de oporto en la Dragon's Fire. Pero ahora él era su prisionero. El fragmento de cristal robado brillaba alrededor del cuello de su amigo y Rafe tenía la sangre de su hermano en las manos. Eso no podía alterar nada de lo que Rafe hubiera hecho, pero Lance sintió el impulso de seguir preguntando. ¿Por qué, Rafe? — ¿Por qué? — Rafe bebió otro sorbo de coñac— . ¿Por qué soy contrabandista? Bien, no es tan lucrativo como lo fue durante la guerra, pero... — ¡Maldita sea! Eso no me importa. Lo que me importa es lo otro... lo que le hiciste a Rosalind, a mi hermano. El hecho de que hayas traicionado mi confianza. — Lance no pudo ocultar la rabia que sentía— . ¿Por qué, Rafe? Maldita sea, ¿por qué? Rafe bebió el coñac en silencio y Lance pensó que no iba a contestar. Al fin abrió la boca y sonrió con amargura. — Quizá sea mi destino. Desde que puedo recordar, todo el mundo me ha estado observando y vigilando. A la espera que emergiera mi mala sangre. A la espera que me transformara en el villano Mortmain que se esperaba que fuera. ¿Crees que podía decepcionar a todo el mundo? — dijo Rafe encogiéndose de hombros. — No a todo el mundo, Rafe — le recordó Lance cortante— . Yo nunca lo esperé. Rafe se quedó mirando fijamente y con expresión malhumorada el fondo del vaso, donde los depósitos formaban remolinos.

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— No, tú no lo esperabas. Insistías en creer lo mejor de mí, hasta cuando te daba indicios suficientes para que sospecharas. A veces creo que todo lo que sé de la amistad, lo he aprendido de ti. Rafe se quedó mirando fijamente a Lance con una expresión absorta. — ¿Cómo es posible sentirte tan... tan cerca de otro hombre y, sin embargo, envidiarlo tanto? Yo te envidiaba, St. Leger. Hasta tal punto, que era un veneno que me emponzoñaba el alma. No envidiaba tus riquezas o tus tierras. Envidiaba tu herencia... »No envidiaba un legado de malditos villanos ni la escoria de la tierra. Sino las leyendas de... héroes, de magia y de amor. Y esa increíble espada con su piedra encantada. — ¡La espada St. Leger! — Sí, esa maldita y magnífica espada. — Rafe suspiró con amargura— . Toda esa magia, todo ese poder y tú te comportabas como si no significara nada para ti. La noche de la feria, te paseabas con ella como si fuera un juguete de madera. Lance se removió incómodo. Su comportamiento no excusaba lo que había hecho Rafe, pero se echó hacia atrás abochornado. — Así que decidí robártela — prosiguió Rafe— . Después de todo, pensé, ¿qué diablos iba a importarte? Esperé la oportunidad. Cuando bajaste solo a la playa, fui detrás de ti y ya conoces el resto. Rafe se enderezó y sacó una bolsita del bolsillo del chaleco. Vació el contenido en la mano y casi con un gesto de desafío extendió los objetos sobre la mesa donde Lance pudiera verlos: el reloj que había perdido y un anillo de sello. — Cogí todo esto para distraer tus sospechas. Para hacerte creer que te perseguía un ratero común y corriente. Luego estuve pensando en cómo devolvértelos. — Supongo que de la misma manera que pensaste en devolverme la espada— dijo Lance fríamente. El fantasma de una sonrisa rozó los labios de Rafe. — Lo creas o no, iba a hacerlo. Desde el momento que tuve esa espada... sentí que algo no iba bien. En mis manos resultaba torpe y pesada. Y ese cristal... es una piedra peculiar, St. Leger. Brillante, misteriosa, me hacía jugarretas en la mente. — Rafe fue incapaz de dominar un escalofrío— . Es probable que te rías cuando te diga esto... — Lo dudo — interrumpió Lance— . Creo que he perdido el sentido del humor, Mortmain.

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Rafe hizo una mueca pero continuó hablando. — Cuando miraba ese cristal, lo único en lo que podía pensar era... en ti. No como eres ahora, sino durante aquel verano, cuando éramos unos muchachos. Un mocoso que me seguía siempre a todas partes pisándome los talones. Rafe suspiró. — Señor, cómo deseaba odiarte. Fue la única herencia que me dejó mi madre, lo único que me enseñó... el odio a los St. Leger. Y, sin embargo, allí estabas tú, tratándome como al hermano mayor que se recupera después de mucho tiempo. Golpeabas con tus débiles puños a cualquiera que se atrevía a insultarme por ser un Mortmain. Eras tan honorable entonces, Sir Lancelot. Con todos esos conceptos de lo que era correcto, leal y justo. — ¿Crees que me vas a ablandar con todos esos recuerdos, Rafe? — le preguntó Lance. — No. — Rafe se apretó los ojos con la yema de los dedos casi como si deseara apartar de sí todos esos recuerdos. Evidentemente Lance quería que lo hiciera. Pensó con amargura que nada de eso iba a facilitar las cosas entre ellos, porque no podía olvidar que un día Rafe y él habían sido amigos. — Esa espada me hacía sentir tan extraño, que decidí devolverla — continuó Rafe— . Extraje un pequeño fragmento de cristal para quedarme con él. No... no sé por qué. Quizá porque eso era lo único que deseaba... solamente un fragmento pequeño de todo lo que tú tenías. No quería que me capturaran con la espada así que la oculté en el almacén de la posada hasta que encontrara una forma plausible de devolvértela. Por desgracia, mientras tanto, lady Carlyon encontró el escondite. — Y entonces la atrajiste hasta el lago Maiden aquella noche y le disparaste un tiro — dijo Lance mirándolo. Habría podido perdonar a Rafe por haberle robado la espada, pero lo que le había hecho a Rosalind... eso era imperdonable. — No quise dispararle — murmuró Rafe. — Amenazaste a una mujer con una pistola. ¿Qué esperabas que sucediera? — ¡Creí que entraría en razón cuando le dije que quitara la mano de la espada, diablos! — exclamó Rafe meneando la cabeza— . Pero te aseguro que habría luchado conmigo hasta la muerte. Creo que ella daba más valor a la espada que nosotros dos juntos. — Es cierto — dijo Lance suavizando el gesto mientras recordaba lo convencida que estaba Rosalind de haber encontrado a Excalibur. Rafe continuó, con un tono de disimulada admiración. — Cuando la pequeña loca me atacó con la

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espada, intentó quitarme la pistola de la mano. La muy condenada se disparó justo cuando tú llegaste y yo escapé. No me enteré de que la había herido hasta que lo oí decir en Torrecombe al día siguiente. No sabes el alivio que sentí cuando supe que se estaba reponiendo — añadió en voz baja. — Aunque no lo suficiente para contarme la verdad. — ¿Contarte la verdad? — Rafe soltó una risotada de incredulidad— . ¿Decirte que yo te había robado la espada? ¿Que le disparé a la mujer con la que pensabas casarte? ¿Qué habrías hecho, Lance? ¿Me habrías dado unas palmaditas en la espalda y luego me habrías dicho «todo va bien, Rafe, viejo amigo. Estas cosas suceden?». — No — protestó Lance— . Ya he cometido bastantes equivocaciones hasta ahora y habría intentado... comprender. Sin embargo, con tu actitud, hiciste que me sintiera culpable por sospechar de ti. Hasta discutí con mi hermano, defendiéndote y esto fue lo que llevó a Val a investigar. Soy tan responsable como tú de la muerte de mi hermano. — No, no tienes que echarte la culpa y si lo deseas, no creas nada de lo que te digo. — Rafe lanzó un profundo suspiro— . Tampoco debería importarme. Pero escucha bien porque no tengo la intención de repetirlo: yo no maté a tu hermano. Rafe decía la verdad, pero Lance no tenía motivos para creerlo y no lo hizo. — Pero luchaste con Val anoche — dijo— . La camarera de la posada te vio. — Sí, descubrí al santo de Valentine registrando mi habitación. Lo descubrió todo, las pruebas de mi actividad como contrabandista y mi participación con Braggs. — Y todavía aseguras que no... — dijo Lance encendido. — Sí, admito que tuvimos algunas palabras. Ni siquiera fue una pelea, eché a tu hermano violentamente de mis habitaciones. Él salió, creo que con la intención de reunir a un grupo de hombres del pueblo para arrestarnos. — ¡Y esperas que me crea que lo dejaste marchar! — Es cierto, lo hice. No me importaba a quién fuera a buscar. Yo ya tenía pensado marcharme, sacudirme el polvo de las botas de esta endiablada parte del mundo para siempre. — Entonces, ¿quién mató a mi hermano? Rafe contestó sacando un cuchillo de la bota. Cuando se inclinó hacia él, Lance hizo un movimiento instintivo y se echó hacia atrás. — No te asustes — dijo entonces Rafe con una fría sonrisa— . Sólo quiero enseñarte algo.

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Se inclinó y cortó las cuerdas que ataban los tobillos de Lance. Luego le ayudó a ponerse de pie. Lance se tambaleó un momento, luchando contra el movimiento del barco y la rigidez de las piernas, que se le habían quedado entumecidas debido a las ataduras. Habría caído de rodillas, pero Rafe lo sujetó hasta que recuperó el equilibrio. Lo llevó fuera de la cabina y subieron a cubierta. Lance se contrajo un momento cuando sintió en la cara el azote del viento cargado de la sal del mar. Sus ojos se esforzaron por adaptarse al misterioso mundo iluminado por la luz de la luna que era el barco de Rafe, a los extraños que se movían entre las sombras y a los aparejos que crujían encima de sus cabezas. Lance avanzó tambaleándose hasta que consiguió agarrarse a la barandilla de cubierta, mientras el barco se balanceaba bajo sus pies y él pensaba que debían estar ya en alta mar. Sin embargo, cuando miró a través de la oscuridad, le sorprendió ver la línea lejana de la costa. Todavía no habían levantado anclas y durante un instante tuvo el salvaje impulso de saltar del barco y alcanzar la orilla a nado. Pero tenía las manos fuertemente atadas y se hubiera hundido como una piedra si lo hubiera intentado y, además, Rafe volvía a estar a su lado. — ¡Allí! ¡Mira allí! — gritó Rafe por encima del viento. La orden desconcertó a Lance y tardó en responder. Rafe le cogió la barbilla y le obligó a levantar la cabeza hacia él. El viento le echó los cabellos encima de los ojos, Lance entornó los ojos, al principio no vio nada más que el intrincado entrelazado de aparejos y el gran mástil del barco. Luego, cuando unas nubes dejaron ver la cara de la luna, la pálida luz iluminó un objeto grotesco que colgaba de uno de los palos. La forma corpulenta de un hombre. Cuando el viento tiró del cuerpo bamboleante y lo hizo girar, Lance descubrió de quién se trataba. Silas Braggs, con el grueso cuello colgando hacia un lado como una marioneta rota. — Ahí lo tienes, Sir Lancelot — murmuró Rafe a su oído— . Ahí tienes al hombre que mató a tu hermano. — Dios mío — musitó Lance con voz ronca mientras daba un respingo. No era la primera vez que veía a un ahorcado, los había visto en el ejército: desertores, ladrones, asesinos. Y si Rafe le estaba diciendo la verdad y Braggs había matado a su hermano, sin duda ese hombre se merecía su destino.

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Aquella visión asqueó a Lance. Rafe contempló con frialdad la forma bamboleante de Braggs, sin un atisbo de emoción en los hermosos rasgos de su rostro. — Mi justicia — dijo con una sonrisita de satisfacción. Luego se volvió a mirar a Lance— . Aunque no creas que lo he hecho por ninguna razón sentimental. Por el lamentable final de St. Valentine... o porque te debía algo a ti. — Le di una orden a Braggs. Tenían que dejar en paz a Val. Y nadie desobedece a un Mortmain. Rafe pronunció con tanta suavidad sus últimas palabras, que Lance casi no las oyó entre el ruido del viento y de las olas. Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda. — Eres un hombre peligroso, Rafe — dijo— . Mi primo Marius me lo dijo en cierta ocasión. Me dijo que eras una criatura mitad domesticada, mitad salvaje. — El sabio doctor Marius. Tiene razón. Durante años he luchado contra mi lobo particular. — Rafe hizo una mueca que expresaba tristeza y fatiga— . Y estoy tan cansado, Lance. — No tendría por qué haber sido así, Rafe. Y todavía no es demasiado tarde para que vuelvas al camino que habías elegido — dijo Lance con desespero— . Si lo que me has dicho es cierto, puede probarse que Braggs es el asesino de Val. Y en cuanto a tus otros crímenes, el único que los conoce... — Eres tú — le interrumpió— . ¿Y estás de verdad preparado para perdonarme por todo lo que he hecho? — No... no lo sé — se vio obligado a admitir Lance— . Un hombre muy sabio me confesó una vez que una de las cosas más difíciles para un ser humano es perdonarse a sí mismo. Rafe se lo quedó mirando fijamente, los ojos tan oscuros e irritados como la noche, y Lance se imaginó que casi podía ver la lucha del hombre con sus demonios interiores. Retumbó un trueno y tanto Lance como Rafe levantaron los ojos al cielo, donde las nubes habían adquirido una tonalidad peligrosa. Uno de los fornidos marineros de Rafe gritó: — Se aproxima tiempo feo, capitán. Como Rafe no respondió, el hombre aventuró: — ¿No deberíamos levar anclas? Rafe observó el cielo un rato apretando las mandíbulas.

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— Sí — dijo, como si hablara consigo mismo— . Tierra Perdida no es un buen sitio para enfrentarse a una tormenta. Se apartó de Lance, comenzó a dar órdenes y sus hombres a ir de un lado a otro. Casi parecía haberse olvidado de la presencia de Lance hasta que el marinero fornido lo señaló con el pulgar. — ¿Qué hacemos con él, señor? Rafe se detuvo y miró a Lance. Al otro extremo de cubierta, en medio de la oscuridad, sus miradas se cruzaron y, en ese momento, Lance sintió como si todo lo que habían sido una vez el uno para el otro, toda su amistad, toda su vida fuera ponderada en la balanza. Entonces Rafe contestó. — Bajadlo. — ¡No! — gritó Lance mientras sentía que el corazón le daba un vuelco e intentaba resistirse. Pero fue inútil porque el golpe en la cabeza lo había debilitado mucho y todavía tenía las manos atadas. Dos musculosos marineros lo arrastraron bajo cubierta y lo lanzaron a la bodega del barco. Cuando cerraron la escotilla encima de su cabeza, Lance se encontró rodeado de oscuridad. Los primeros minutos los pasó en un inútil forcejeo por liberarse de las ataduras que le dejó las muñecas doloridas y en carne viva. Rafe había hecho un buen trabajo atándolo. Seguramente con algún tipo de nudo marinero. Si al menos encontrara algún objeto afilado con el que pudiera cortar... Maldita sea, pensó Lance, ni siquiera podía verse las manos en ese agujero negro e infernal. Consiguió moverse hasta quedar sentado y apoyarse en un saco de grano, pero todos esos esfuerzos le aumentaron el dolor de cabeza. A su alrededor oía las idas y venidas de los marineros y luego un movimiento más fuerte. ¿Eso significaba que al fin se habían puesto en marcha o que había estallado la tormenta? Escuchó con atención los sonidos procedentes de cubierta, pero únicamente consiguió oír el rugido de las olas y los crujidos de la madera. Suspiró mientras sopesaba las perspectivas y ninguna de ellas le pareció demasiado halagüeña en ese momento. Intentó consolarse pensando que si Rafe hubiera querido hacerle daño, lo habría hecho antes. Y no lo hubiera salvado de Braggs. Sin embargo, era muy fácil echar a un hombre por la borda cuando estuvieran en alta mar. ¿Sería capaz de hacer eso, matar a Lance a sangre fría?

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A pesar de todo lo que había hecho Rafe, a Lance le costaba creerlo. Pero cuando recordó la oscura expresión en los ojos de su amigo, se acordó también de las palabras de advertencia de Marius. «Rafe es... un intermedio entre un lobo y un animal domesticado. Deberías tener cuidado, Lance, y evitar estar demasiado cerca de ese hombre el día en que finalmente decida lo que es.» Había confiado en Rafe Mortmain y le había costado muy caro, reflexionó Lance con tristeza. Si seguía confiando en él, podía estar muerto antes de que llegara la mañana. El hombre que una vez había estado deseoso de perder la vida, descubría ahora lo preciada que era para él, porque ahora existía su Dama del Lago. Pensó en Rosalind y se preguntó qué estaría haciendo ahora. ¿Estaría llorando preocupada por él, con sus amados ojos enrojecidos e hinchados por las lágrimas? Lance sonrió con tristeza en medio de la oscuridad. ¿Era el primer loco que arriesgaba su vida en una batalla estúpida, en busca de una venganza, con un estúpido concepto del honor, para comprender cuando ya era demasiado tarde que todo eso no valía la pena? ¿Existía algo más importante que encontrarse en los brazos de su dama? Nunca le había confesado a Rosalind cuánto la amaba ni había tenido la oportunidad de reparar su terrible decepción. Pero quizá no fuera demasiado tarde, pensó Lance con expresión sombría. No iba a permitir que lo fuera. Era un St. Leger, maldita sea, y nada en el mundo lo había hecho retroceder jamás. Le descorazonó un poco la perspectiva de utilizar su poder, que su espíritu vagara dejando atrás el cuerpo, atado e indefenso en el fondo del barco. A merced de Rafe Mortmain. ¿Tenía otra elección? Arguyó Lance consigo mismo. Uno de los barcos de su tío Hadrian podía estar anclado cerca de Torrecombe para salir en persecución de Rafe e interceptarlo. Lance sólo tendría que ir a alertar a alguien de lo que sucedía. Y para ver a Rosalind y decirle cuánto la amaba y asegurarle que todo iba a salir bien. Una vez tomada la decisión, dejó caer la cabeza contra el saco de arpillera. Se relajó, cerró los ojos, dejó la mente en blanco... hasta sumergirse en la oscuridad. Donde cesaban todas las penas, todos los dolores y toda percepción física. Donde se hacía cada vez más ligero, como un barco soltando amarras. Su espíritu bogó hacia delante, liberado del estorbo de la carne. Estuvo dando vueltas unos instantes, contemplando la masa de su cuerpo inerte. Luego Lance se dirigió hacia arriba hasta que la cubierta del barco no fue más

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que un borrón fantasmal. Voló rápido como un rayo porque no deseaba que descubrieran la extraña aparición en que se había convertido. Se arrojó violentamente a la oscuridad de la noche, insensible a la fuerza del viento, al frío azote de la lluvia, al crepitar de los rayos. Cosas que no podía sentir. Pero sí podía sentir la fuerza de la tormenta. Los pescadores llamaban fogonazos a estas repentinas furias de los elementos que llevaban al fondo del mar a más de un barco. Oculto por la cubierta de nubes, Lance se arriesgó a volver la vista hacia atrás y lo que vio lo llenó de espanto. El Circe tenía problemas, se movía con torpeza y se dirigía directamente a los arrecifes de Tierra Perdida. Lance vaciló porque comprendió la terrible equivocación que había cometido al abandonar su cuerpo en un barco que estaba siendo arrastrado con tanta impotencia como una de aquellas embarcaciones de juguete que Val y él botaban en el lago Maiden. ¿Debía volver, reunirse con su cuerpo, intentar liberarse y salir de allí antes de que fuera demasiado tarde? Pero ya lo era. Como empujado por una oscura y poderosa mano, el Circe se estrelló contra las rocas. Lance contempló horrorizado e impotente que el mástil se rompía, el barco se partía y se disponía a llevarse con él a toda la tripulación. Incluido el cuerpo de Lance St. Leger.

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22 Rosalind todavía no pensaba en retirarse a dormir aunque era bien pasada la medianoche y el reloj que estaba encima de la repisa de la chimenea ya había empezado a tocar las primeras horas del día, a punto de despuntar. La joven deambulaba por la biblioteca y miraba la lluvia que empapaba las ventanas. Los jardines eran un lugar mágico a la luz de la luna, llenos de flores fragantes y de suaves brisas. Pero la tormenta había dejado a su paso algunas ramas de árboles dobladas y pétalos rotos, el cielo todavía negro y cubierto de nubes, ocultando por completo la luna y las estrellas. Rosalind se mordió los nudillos para dominar el miedo, la preocupación que sentía por su marido al que debió sorprender la tormenta, perdido en su oscura necesidad de venganza. Pero no, no estaba solo, pensó para consolarse. Poco después que Lance se marchara en su caballo, ella consiguió dominar las lágrimas inútiles y reunió a todos los hombres capaces que pudo encontrar: criados, mozos de cuadra, hasta lacayos. Les ordenó que montaran y salieran a buscar a su amo, y volvieran con él aunque Lance dijera otra cosa. Porque quería evitar que Lance luchara y que Rafe Mortmain le diera muerte con su espada. Rosalind no había leído en las leyendas antiguas que ninguna heroína hiciera lo que ella estaba haciendo. Interferir en la arriesgada aventura del caballero, intentar detener el duelo, enviar una partida a rescatarlo. Probablemente Lance se enfadaría con ella. Pero no le importaba, pensó con rebeldía. Esa no era una historia de hadas con caballeros y héroes o ridículas doncellas. Se trataba de Lance St. Leger, el hombre que amaba, y todo lo que deseaba era que volviera a casa. Sano y salvo. Habría acompañado a los rastreadores si no hubiera tenido que quedarse en el castillo Leger. Precisamente cuando los hombres acababan de ensillar las monturas, una Kate completamente perturbada llegó ante la casa pidiendo ver a Valentine. Lo que había oído no podía ser verdad, declaró Kate con furia. No podía estar muerto. No su Val. Rosalind se quedó mirando con tristeza el rostro lleno de lágrimas de la muchacha y entonces la rodeó con sus brazos. Fue como intentar consolar a un gorrión herido, las alitas rotas batiendo salvajemente para liberarse. Pero al fin Kate se apaciguó y se echó a llorar sobre el pecho de Rosalind.

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Mucho después de que los hombres se hubieran marchado, Rosalind consiguió consolar a la muchacha hasta que se durmió agotada mientras ella le acariciaba los cabellos. Acostó a Kate en su propio lecho. No era que ella no lo necesitara, pensó Rosalind frotándose la nuca dolorida, pero es que no iba a poder descansar hasta que Lance volviera. Mientras tanto, seguramente podía hacer algo más útil que pasear y preocuparse. Se alejó de las ventanas y se quedó mirando con expresión pensativa la mesa escritorio de la biblioteca. Se le ocurrió entonces que le enviaría una nota a Effie, a pesar de lo tarde que era. Probablemente Effie ignoraba que Kate se encontraba en el castillo Leger. Y no es que fuera algo inusual que la muchacha fuera al castillo. Sin embargo, con lo distraída que era esa mujer, seguro que no descubriría la desaparición de Kate hasta la mañana siguiente. También iba a tener que escribir otras cartas, a todos los St. Leger que ignoraban la tragedia que había ocurrido. Marius, que quería a Val como a un hijo, estaba fuera, asistiendo a un paciente en estado crítico. Había que llamar al doctor y decírselo. Y luego estaba la familia más inmediata de Val, viajando en el extranjero. Su terrible y orgulloso padre, su dulce y práctica madre, y las tres hermanas pequeñas cuyos luminosos rostros la habían sonreído desde sus retratos. Qué carta más triste y difícil, pensó Rosalind, qué dolor iba a llevar a esa familia que estaba tan lejos. Descargar ese peso terrible de los hombros de Lance era lo único que podía hacer. Aproximó la vela, se sentó con un gesto de resolución ante el escritorio y procuró no mirar mucho hacia los libros que estaban esparcidos por la ancha superficie de roble. Libros de Val. Sus textos de medicina, su preciada y desgastada historia de Cornualles, agrietada ya, y abierta como si esperara a que él volviera en cualquier momento. Rosalind no pudo dominarse y cerró el libro y ese simple gesto le resultó demasiado duro, demasiado definitivo. Tragó con fuerza el nudo que se le había formado en la garganta y abrió el cajón del escritorio para coger la pluma y el pergamino. Pero sus dedos tropezaron con el suave tacto de una tela doblada. La sacó a la luz de la vela con expresión aturdida cuando vio de qué se trataba. Un gorro de encaje de mujer. Su gorro de encaje, el mismo que había perdido hacía tiempo en casa de Effie y que Lance aseguró que no había encontrado.

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Lance lo había guardado durante todo el tiempo, escondido en el cajón del escritorio como un caballero habría ocultado un objeto robado a la dama de sus sueños. Rosalind pasó los dedos por los pliegues del gorro, sus labios formando una temblorosa sonrisa mientras recordaba las románticas palabras de amor que Lance le había vertido en el oído disfrazado de Sir Lancelot. Ahora, cuando pensaba en la decepción que le había provocado Lance ya no se sentía herida. Recordó con angustia cuando se arrodilló a sus pies por la mañana, haciendo grandes esfuerzos por explicarse. «Eras una damisela angustiada y necesitabas un héroe, la clase de héroe que yo siempre quise ser, un caballero de brillante armadura, y tú me mirabas como si lo fuera... y por unos instantes, yo creí serlo también.» El corazón de la joven se llenó de ternura y a la vez de tristeza, porque un hombre como Lance pudiera sentir la necesidad de tal fingimiento. Durante todo ese tiempo, ella había pensado que el fantasma de Sir Lancelot estaba intentando cortejarla a través de Lance St. Leger. Qué equivocación más estúpida había cometido. Lance había intentado enamorarla del único modo que sabía, porque pensaba que no la merecía. Ese hombre que podía ser tan generoso y clemente con todo el mundo menos con él mismo, adornado de valor, alabado por su piedad, destinado a ser un héroe... a los ojos de todos menos de los suyos propios. Rosalind dobló el gorro con dedos temblorosos mientras comprendía que no había estado enamorada de dos hombres. Sólo había estado enamorada de uno, pensó cerrando los ojos y rezando para que Lance volviera sano y salvo para tener la oportunidad de decírselo. — ¿Rosalind? Oyó la voz que la llamaba y abrió los ojos con incredulidad. ¿Eran sólo imaginaciones suyas debido a su desesperado deseo de volver a verlo, o Lance estaba allí ante ella? No lo había oído acercarse y, sin embargo, allí estaba. Su destrozado caballero había vuelto a ella, fatigado pero incólume y vivo. El corazón le dio un brinco de alegría y gratitud porque su oración había sido escuchada. Rosalind, con un grito de alegría corrió a abrazarlo. Se abalanzó sobre Lance pero no sintió nada... únicamente el espectral murmullo de su espíritu rozando el suyo y llenándola de confusión.

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Pasó a través de él y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer al suelo. Rosalind parpadeó y se agarró a la repisa de la chimenea para recuperar la compostura. Entonces comprendió lo que había sucedido y, girando en redondo, se enfrentó a Lance con el ceño fruncido. ¡Demonio de hombre! Otra vez estaba merodeando. — ¿Qué estás haciendo, Lance? — gritó— . Ya no tienes por qué ser Sir Lancelot. — No, Rosalind. Yo... — No, no me digas una palabra más — lo increpó— . No me he pasado todo este tiempo angustiada y preocupada para que vuelvas convertido en fantasma. Vuelve a tu cuerpo y haz lo que tengas que hacer y luego abrázame. — Rosalind, no puedo. Mi cuerpo... no está. Rosalind se lo quedó mirando con expresión sorprendida. Se le escapó una carcajada vacilante, convencida de que se trataba de una broma. — Siempre lo pierdes todo, Lance St. Leger. Los guantes, la fusta. Pero no creo que hayas podido olvidar tu... La joven dejó de hablar cuando observó la mirada sombría de Lance. No estaba bromeando. En sus ojos había algo muy diferente, una expresión triste y solemne, sin huellas del característico brillo. — Será mejor que te sientes, querida — sugirió él, suavemente. — ¡No! — exclamó Rosalind con aprensión— . Cuéntame lo que ha sucedido. Lance hundió los hombros y le contó a su esposa todo lo que había sucedido. Sin embargo, antes de que pudiera acabar de hablar, Rosalind se pudo tensa y lo interrumpió. — ¡Dios del cielo, Lance! ¿El barco se estaba hundiendo? Tenemos que darnos prisa. Enviar a alguien para que pueda sacarte de allí. Rosalind empezó a avanzar frenéticamente hacia la puerta, pero la detuvo el sonido de la voz de Lance. — Rosalind, es demasiado tarde. El barco ya se ha hundido y yo con él. Lo único que espero es que esté en algún lugar, en el fondo de la ensenada de Tierra Perdida. La joven se dio la vuelta y quedó frente a él. — ¿Quieres decirme que estás, que estás... ? — Muerto. Ni siquiera pudo decir la palabra, pero no tuvo que hacerlo. Leyó la verdad en los rasgos fatigados del rostro de Lance y la infinita tristeza en sus ojos. Su corazón y su mente se rebelaron. ¡No! No podía estar muerto, hundido en las profundidades del mar.

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Estaba allí con ella. Veía el brillo del amor en sus ojos, oía la ternura que emanaba de su voz. No era el fantasma de Sir Lancelot du Lac quien estaba ante ella, demasiado perfecto e irreal en su brillante armadura. Quien estaba ante ella era Lance con la camisa medio abierta y los pantalones demasiado ajustados, con esa boca demasiado seductora y los oscuros mechones de cabello que le caían sobre la frente. El mismo cabello espeso en el que había hundido los dedos cuando habían hecho el amor, las mismas manos fuertes que la habían abrazado y acariciado, la misma piel bronceada por el sol. Todo lo que tenía que hacer era alargar la mano y sentiría el calor de su piel. Rosalind alargó los dedos temblorosos. Lance, con una mirada llena de dolor se acercó a ella, apoyó la palma de la mano contra la suya como habían hecho tantas veces durante sus paseos a la luz de la luna. No pudo sentir su calor, ni la fuerza de la mano, no importaba con cuánto desespero lo intentara. Como tantas otras veces, experimentó la extraña comunión de sus almas, todo el amor y el deseo que discurrían por su interior. Y el pesar, por la vida que no iban a poder compartir. Y toda la pasión, los besos, las caricias. Y los niños que nunca nacerían de la unión de su amor. — Oh, Lance — murmuró con la voz rota. — Rosalind, lo siento — musitó él— . Lo siento. Cerró los ojos luchando para reprimir las lágrimas. Lance estaba muerto ¿y se disculpaba por ello? Estaba más preocupado por la angustia de ella que por el hecho de perder la vida. El dolorido corazón de Rosalind hizo un esfuerzo para demostrar todo el amor y la ternura que sentía por su galante caballero. Forzó una sonrisa y le sorprendió encontrar en su interior una fuerza que jamás pensó que poseía. Porque Lance iba a necesitar su fuerza y todo su valor como nunca lo había necesitado hasta entonces. Todavía estaba con ella, lo estaría siempre. Un milagro de los St. Leger. Mucho más de lo que podían pretender las mujeres que perdían a sus maridos, pensó Rosalind. Intentó retirarle de la frente un mechón de cabellos y se le rompió el corazón cuando comprendió que ni siquiera podía ofrecerle el mínimo gesto de amor. — Todo irá bien, Lance — le aseguró— . Te quise antes como fantasma. Y puedo hacerlo ahora también.

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Lance intentó devolverle la sonrisa, cogerle la mano, con la clara intención de llevarse los dedos a los labios. Un deseo imposible. Dejó caer la mano con una mirada de resignación. — Me temo que mi condición esta vez es más permanente, querida. — Ya lo sé, pero... — No, Rosalind, no comprendes nada en absoluto. Próspero quiso advertirme de lo que sucedería si estaba merodeando una noche y sucedía algo antes de poder reunirme con mi cuerpo, si no fallecía de muerte natural. — ¿Próspero? — repitió ella con los ojos muy abiertos— . ¿El hechicero? — Sí — contestó Lance haciendo una mueca humorística— . No es necesario que me mires de ese modo, querida. No estoy loco, sólo estoy muerto. Créeme cuando te digo que el fantasma de Próspero me ha visitado en la vieja torre en más de una ocasión. Si puede describirse lo que es con la palabra fantasma. Además de los poderes que le son propios, también fue como yo un merodeador nocturno. Capaz de separar el cuerpo del espíritu y volverlos a unir antes de la salida del sol. Lo mismo que me ocurre a mí. Rosalind sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. No estaba segura de tener el valor suficiente para oír el resto, pero hizo un esfuerzo y preguntó: — ¿Qué le ocurrió? — Próspero estaba vagando cuando su cuerpo fue destruido. Desde entonces ha estado atrapado en la tierra, no está ni completamente vivo ni muerto del todo. Capturado en medio del cielo y del infierno, así es como él lo describe. Un merodeador para toda la eternidad. Rosalind hizo un esfuerzo mental, pero fue incapaz de comprender ese horrible destino, incapaz de aceptar que lo mismo le iba a suceder a Lance. Pero levantó la cabeza y la barbilla con una expresión de desafío. — No importa. Seas lo que seas, Lance St. Leger, en lo que te hayas convertido, yo te amo. Nada ha cambiado. — Ha cambiado todo — repuso él bajando los ojos porque se sentía incapaz de mirarla en ese momento— . Rosalind, yo. .. yo voy a tener que dejarte — añadió suavemente. Ella se lo quedó mirando con desmayo. — ¿Dejarme? ¿De qué estás hablando? Si Próspero ha podido estar aquí durante todos estos siglos, seguramente tu podrás hacer lo mismo.

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— Un castillo no puede albergar a tantos fantasmas — le contestó Lance con una débil sonrisa que desapareció inmediatamente— . Y creo que será mejor que me vaya. — ¿Y no volverte a ver nunca más? — gritó Rosalind— . Sigo siendo tu esposa, Lance. Tu novia elegida. Según la leyenda, nada nos va a separar, ni siquiera la muerte. — No es cierto del todo. Cuando mueras, te convertirás en un ángel del cielo, no estarás atrapada aquí en la tierra para siempre como un pecador como yo. ¡Y doy gracias a Dios por ello! — Entonces procuraré no morir — arguyó Rosalind desesperada— , para que podamos estar juntos cuanto nos sea posible. — ¿Y pasarte la vida atada a una sombra? No, querida. Yo que quería rescatarte de la viudedad, no voy a condenarte a tal estado hasta el final de tus días. Lance meneó la cabeza con un gesto tierno pero inexorable. Rosalind observó su rostro con creciente alarma porque comprendió que antes de volver ante ella en ese estado, debió prepararse mentalmente. El gesto de sus mandíbulas era inflexible y cerraba la boca con aquella resolución que ella conocía ya demasiado bien. Rosalind agitó las manos con impotencia, deseando zarandearlo por su estúpida nobleza, pasar los brazos alrededor de su cintura, apretarlos con fuerza para evitar que se fuera a ninguna parte. Pero no era posible. Sólo tenía un arma a su disposición, y quizá con ella sería capaz de disuadirlo, pensó esperanzada. Rosalind se dejó caer en la silla y rompió a llorar. — Ah, Rosalind... por favor — gimió Lance. Se arrodilló ante ella, en esa postura galante tan natural en él. No pudo coger las manos de ella con las suyas como habría deseado, pero con la voz más tierna de Sir Lancelot, intentó apartar el velo de su tristeza. — Milady, por favor, escúchame. Eres todavía tan joven, con toda la vida por delante. Pienso en todas las cosas que todavía no has hecho, que no has visto. Has de ir a Glastonbury, el antiguo lugar de Camelot. — No me importa Camelot — dijo ella con voz ahogada. — ¿Y el matrimonio, y los hijos? Espero que algún día encuentres a alguien que... — ¡Jamás podría hacerlo! — exclamó Rosalind con una mirada de reproche a través de las lágrimas, sorprendida de que Lance le sugiriera tal cosa— . No me importa dónde estés, siempre te perteneceré. Effie lo dijo.

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— Está claro que se equivocaba — contestó Lance haciendo una mueca de tristeza— . ¿Cómo un ángel como tú puede estar destinada a un bribón como yo? Te he hecho daño y te he decepcionado. Deberías tener un marido semejante a Val. Bueno, gentil, honesto, un caballero de verdad. — Yo no quiero un caballero — repuso Rosalind sorbiendo las lágrimas— . Sólo te quiero a ti. — Nadie te presionará para que te cases de nuevo hasta que estés preparada. Ya lo he dejado todo dispuesto en mi testamento. Serás una mujer rica, querida mía. — ¿Cómo puedes hablarme de riquezas mientras estás planeando... abandonarme? — Y no quiero que lleves luto por mí — continuó diciendo Lance— . Ya sabes cuánto detesto ese color. Ni quiero ridículos lechos de luto, broches ni anillos. Nada de todo eso. Si has de recordarme... entonces quiero que me recuerdes como al bribón que conociste en la posada, disfrazado de héroe. Un bribón al que... al que le habría gustado ser tu caballero de brillante armadura pero que nunca consiguió... La voz de Lance vibró y luego se levantó y se apartó un poco de ella. Rosalind dio un salto presa del pánico, aterrorizada de que pudiera desvanecerse delante de sus ojos. Se acercó a él para abrazarlo, con un gesto desesperado porque era inútil. Gritó su nombre, luchando por encontrar las palabras que lo conmovieran, que evitaran que llevara a cabo sus propósitos. — Lance, por favor... por favor, no me dejes — fue todo lo que consiguió decir. Levantó la mirada hacia él y le suplicó con todas las fuerzas de su corazón. Lance le devolvió la mirada y fue incapaz de dominar la desesperación que sentía, el anhelo que expresaban sus ojos. — Y recuerda una cosa más — dijo con voz ronca— . Te dije muchas mentiras cuando pretendía ser Sir Lancelot, excepto que te amaba, Rosalind. Te amaré siempre. — Se inclinó lentamente hacia ella y acercó sus labios a los suyos. Rosalind, con las pestañas cubiertas por las lágrimas, cerró los ojos para recibir el beso. No pudo sentir la dulce y cálida presión de su boca, pero su pasión entró en ella como una luz blanca y brillante, llenándola con un amor poderoso, un amor para toda la eternidad. Rosalind suspiró profundamente, pero cuando abrió los ojos, Lance se había ido. — ¡Lance!

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Corrió hacia la ventana. Apoyó las manos contra los fríos paños y buscó abajo, en el jardín. Pero no vio nada, excepto la oscuridad, la misma que sentía dentro de ella. Corrió hacia las otras ventanas, embargada por una sensación de pérdida. Pero ni siquiera tuvo tiempo de echarse al suelo y llorar su pena en paz. De repente le pareció oír que llamaban a la puerta de la biblioteca. Como no respondió, la puerta se abrió y Sparkins irrumpió en la habitación. El mayordomo todavía iba vestido y, por su aspecto ojeroso, era evidente que había pasado la noche como ella, vagando preocupado por la casa. También era evidente por la expresión de Sparkins que algo había sucedido. — Milady, lo siento pero... Rosalind hizo un gesto casi inapreciable, intentando detenerle. No estaba en condiciones ni tenía la fuerza suficiente para enfrentarse a otro problema. — Señor Sparkins, por favor. Necesito estar sola. — Pero señora, creo que tiene que saberlo. Ya han vuelto los hombres que salieron a buscar al amo Lance. — Oh — repuso Rosalind débilmente— . Estarán empapados y cansados. Ocúpese usted de... — Sí, milady. Ya he ordenado en la cocina que preparen té bien caliente y hemos llevado al amo Lance al lecho de la habitación verde. Rosalind asintió sin darse cuenta de sus palabras y pasó junto a Sparkins para ir a su habitación, donde podía permitirse dar rienda suelta a su tristeza sin que la molestaran. Pero luego se detuvo porque el sentido de las palabras de Sparkins penetró en su mente ofuscada. — ¿Qué, qué ha dicho? — gritó, dando media vuelta y plantándose ante el mayordomo. — He dicho que los hombres encontraron al amo Lance, está muy mal, milady. No sé lo que le hizo ese diablo de Mortmain, pero le hemos llevado a la cama y... Will Sparkins no siguió hablando porque Rosalind lo agarró con fuerza del chaleco. — Eso es imposible — gritó— , porque Lance se ha perdido en el mar. Su cuerpo yace en el fondo de la ensenada de Tierra Perdida. Me lo ha dicho él mismo. Sparkins se la quedó mirando fijamente de una manera que Rosalind se preguntó si parecía tan fuera de sí como suponía. El mayordomo puso sus manos sobre las de ella y las apretó suavemente.

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— No, milady. Los hombres encontraron al amo Lance en tierra, cerca de la vieja casa en ruinas. Empapado, inconsciente, pero todavía vivo. Esos jóvenes sin juicio debían de haberlo llevado a la casa más próxima, pero en lugar de hacer eso cargaron con él y lo han traído a casa y... — Llévame ante él — dijo Rosalind, incapaz de creer a Will, segura de que el hombre se había vuelto loco. O quizás era ella la que había perdido el juicio porque no había podido soportar tanto dolor. Temblaba tanto que tuvo que apoyarse en el brazo de Sparkins para no caer. Llegaron al piso superior, Rosalind soltó el brazo de Sparkins, corrió hacia la habitación verde y lo que vio allí cuando irrumpió en ella le cortó la respiración. Barnes, el ayuda de cámara de Lance, estaba inclinado sobre el lecho y le estaba quitando la camisa mojada al cuerpo de su marido. Era Lance, como lo había visto hacía un momento, con los cabellos oscuros revueltos sobre la frente. Pero no se trataba de una aparición fantasmal. Rosalind dejó escapar un débil grito, la sorpresa la hizo tambalearse, sintió como si estuviera a punto de desmayarse. Sin embargo, no podía permitirse tales debilidades. Se recuperó con un gesto enérgico y atravesó resuelta la habitación. El ayuda de cámara se hizo a un lado respetuosamente cuando ella se arrodilló al borde del lecho de su marido. — Lance — murmuró con voz enronquecida, temerosa de tocarlo, de que todo eso no fuera más que una ilusión. Acercó los dedos lentamente al pecho de su marido. La mano no lo atravesó sino que tropezó con su carne musculosa y dura. La piel estaba fría cuando la tocó, pero cuando hizo presión sintió el débil latido de su corazón. — Está vivo — murmuró maravillada— . No se ha ahogado. — No, milady — dijo Will Sparkins detrás de ella, mirando a Lance por encima del hombro de Rosalind. — El amo al parecer ha sufrido un golpe en la cabeza — aventuró Barnes con expresión preocupada— . No hemos conseguido despertarle. — No importa — dijo Rosalind con una sonrisa trémula— . Se pondrá bien. En cuanto vuelva su merodeador nocturno, se dijo. Sin embargo, la alegría que inundaba a Rosalind desapareció abruptamente cuando comprendió la terrible realidad. Si Lance no se enteraba de que habían encontrado su cuerpo, no volvería. Su noble gesto de dejarla libre lo había alejado probablemente del castillo Leger.

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Y ella no iba a poder hacer nada. Sólo esperar sentada e impotente a su lado y esperar a que cuando saliera el sol el corazón de Lance dejara de latir. Perderlo por segunda vez. No, pensó Rosalind frenética, no podía ahora hacerse ilusiones, para luego volverlas a perder. Tenía que haber algo que pudiera hacer para salvar a su marido, para devolver su espíritu al cuerpo antes de que fuera demasiado tarde. Si pudiera... Si pudiera... Rosalind contuvo el aliento cuando un recuerdo la atravesó como un rayo, en respuesta a sus fervientes ruegos. El recuerdo de aquellas palabras que Val había escrito en el manuscrito. «Por tradición, el heredero de castillo Leger entrega la espada a su novia elegida el día de la boda, junto con su alma y su corazón para siempre. «Existen algunos ejemplos registrados en los que la esposa ha sido agraciada con un poder arcano, capaz de compartir una parte de los raros poderes de su verdadero amor en cuanto ha cogido la espada.» ¿Sería posible? Se preguntó Rosalind. ¿Cómo iba a utilizar el cristal y transformarse ella en un merodeador, para introducirse en la noche y buscar a su marido? Lo ignoraba, pero tenía que intentarlo. Echó un vistazo al reloj de pared y se dijo que no podía perder tiempo antes de que llegara el amanecer. Sintió entonces que Will la cogía del brazo e intentaba apartarla de Lance. — Por favor, milady. Debe estar agotada. Permita que atendamos nosotros al amo. He enviado a mi hijo Jem a buscar al doctor Marius. Mr. Barnes, quiere ser tan amable de ir a buscar más mantas y... — ¡No'. — exclamó Rosalind desembarazándose de Will— . Olviden al doctor Marius y las mantas y que alguien vaya a buscar la espada St. Leger. Sparkins y Barnes intercambiaron una mirada como si dudaran de su sano juicio, pero Rosalind no tenía tiempo de dar explicaciones. Dio una fuerte patada al suelo. — ¡No se queden ahí mirándome. ¡Tráiganme la espada a toda prisa! El espíritu de Lance se adentró en la noche y se dirigió a algún lugar entre la densa cubierta de nubes negras y la fría luz de las lejanas estrellas. Dejó atrás Cornualles, su hogar, su tierra, su dama... todo perdido para siempre. Sin embargo, el sonido del mar contra los escarpados acantilados, la extraña magia que poseía el interior del castillo Leger, el eco de tristeza de la dulce voz de Rosalind lo llamaban de manera implacable. «Lance, por favor... por favor no me dejes.»

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Intentó taparse los oídos y se maldijo por haber ido allí en primer lugar. Pensó que quizá sólo había empeorado las cosas para su Dama del Lago. Habría sido mucho mejor que Rosalind creyera que se había ahogado. Había

sido

demasiado

egoísta.

Necesitaba

ver

su

hermoso

rostro

desesperadamente, aunque sólo fuera por última vez. Y ahora tenía que luchar con todas sus fuerzas para resistir la tentación de volver. Ya había entristecido bastante a Rosalind durante el breve espacio de tiempo que habían estado juntos. Prefería condenarse a arruinar el resto de su vida persiguiéndola hasta el final de sus días. ¿Condenarse? Lance soltó una risotada sombría. En su caso era cierto. Contempló desesperadamente el mar de nubes negras, aquella oscuridad que parecía inacabable. — Así que esto es la eternidad — murmuró. — No, muchacho — replicó una voz— . Sólo la tuya y la mía. A Lance le habría tenido que sorprender observar que no estaba solo allí. De alguna extraña manera había percibido la presencia de Próspero antes de encontrarse frente a su antepasado. Con la capa flotando sobre los hombros, el hechicero de barba negra se dirigió hacia Lance desde las nubes hinchadas como velas. — Intenté advertirte, muchacho. — Sí — convino Lance— . ¿Acaso sabías lo que iba a sucederme? — Sí, lo presentí. Te dije que cada vez que salías a merodear yo sentía que tirabas del borde de mis sombras — dijo Próspero frunciendo el entrecejo y apoyando su pesada mano en el hombro de Lance. — Puedo sentirte — le dijo Lance, sorprendido. — Es porque estás muy cerca de pasar al otro lado. En cuanto amanezca, tu conexión con tu vida pasada acabará del todo y yo seré lo único real que exista en tu mundo. Una perspectiva desalentadora, pensó Lance, retrasándose unos pasos. Solo para siempre con el hechicero que había insultado. — Próspero, todas esas cosas que te dije ayer... Pero su antepasado le hizo callar haciendo un gesto altanero con la mano. — Estabas fuera de ti. Además, ¿crees que presto atención a los ataques de ira de un simple mortal? Sí, les prestaba atención y, además podían herirle, comprendió Lance mientras observaba a Próspero con los ojos entornados. Quizá se debía a que estaba

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muy cerca de pasar al otro lado, pero le pareció que había adquirido la habilidad de perforar la inescrutable aura del hechicero. Vio claramente que detrás de las exhibiciones de Próspero, había un hombre tan inseguro y vulnerable como él mismo. — Lo siento — dijo Lance. Próspero cruzó los brazos sobre el pecho e intentó aparentar indiferencia ante las palabras de disculpa de Lance. — Si vamos a pasar juntos toda la eternidad — continuó diciendo Lance— , tendremos que hacer un esfuerzo para llevarnos bien. Próspero hizo una mueca y luego suavizó el gesto con una sonrisa. — Supongo que sí. Se quedaron en silencio, un silencio profundo y vasto como el oscuro cielo, como si ambos se hubieran detenido para contemplar la insufrible negrura de su futuro. — ¿Y ahora qué va a suceder? — preguntó Lance, finalmente. — ¿Qué va a suceder? — Próspero arqueó una ceja al oír la pregunta— . Sucederá que vagaremos sin rumbo. — Sí, pero ¿yo me veré igual que cuando estaba vivo? ¿Percibiré el paso del tiempo? — A veces un segundo se percibe como una eternidad. Y en otro momento, las décadas transcurren como un parpadeo. ¿Décadas? A Lance se le heló el alma cuando pensó que todo lo que había conocido desaparecería con los años, Rosalind se desvanecería en la niebla del tiempo, y ya no podría volverla a ver. Experimentó entonces un deseo irrefrenable de volver al castillo Leger y tuvo que luchar con todas sus fuerzas para dominarlo. Si hubiera habido tan sólo una manera de continuar junto a Rosalind, de estar a su lado sin que ella lo percibiera. Lance se dirigió a Próspero con expresión anhelante. — Tienes el poder de hacerte invisible, ¿no es cierto? ¿Podrías enseñármelo? — Quizá, pero lleva bastante tiempo. Lance soltó una carcajada llena de amargura. — No tengo mucho tiempo. — Sí, muchacho, pero la cuestión es la siguiente: si tuvieras ese poder, ¿qué harías con él? Lance no contestó, porque no tuvo necesidad de hacerlo. Próspero parecía muy capaz de leer los deseos que se ocultaban en su mente. — No sería buena idea — le advirtió suavemente Próspero— , estar vigilando a tu dama, presenciar todos

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sus sufrimientos, el dolor y la pena de los mortales. Verla envejecer y hasta morir. Créeme, ya experimentarás bastantes tormentos y remordimientos sin eso. — No obstante, yo... — empezó Lance, aunque se calló cuando vio la débil luz que comenzaba a brillar en el otro extremo de las nubes. El amanecer... el anuncio de su último día como hombre, el comienzo de sus días interminables, una eternidad sin Rosalind. Próspero le había hablado de tormentos y arrepentimientos, pero ahora a Lance le pareció que toda su vida había sido un largo arrepentimiento. Habría vendido su alma por una segunda oportunidad. Pero entonces... ¿qué era exactamente lo que había hecho? Ahora sólo podía contemplar impotente y desesperado cómo la luz comenzaba a abrirse paso hacia él, una luz cuyo calor nunca más volvería a sentir. Intentó enfrentarse a su destino con valor y con resignación. — Bien — murmuró procurando que sonara como si aquel espectáculo no significara nada para él— . Ahí está el sol. — No — dijo Próspero— . Todavía es demasiado pronto. — ¿Qué es entonces? Próspero le dirigió una mirada irritada. — He estado vagando por ahí unos cuantos siglos más que tú. Creo saber lo suficiente para decirte que esta vez... El hechicero se contuvo y cuchicheó un juramento mientras fijaba la vista en la luz y hacía un gesto de perplejidad. Se estaba abriendo paso entre las nubes con un brillo que cegó a Lance hasta el grado que imaginó estar viendo cosas... una dama vestida de blanco, con los sedosos cabellos sobre los hombros, las frágiles manos sujetando la empuñadura de una poderosa espada. El cristal incrustado en la empuñadura despedía unos rayos de luz que rivalizaban con el sol. Lance sintió que se hundía hasta las rodillas en aquellas nubes que contemplaba con temor. Ahora sabía lo turbado que debió sentirse Arturo cuando la hechicera emergió del lago Maiden y le entregó a Excalibur. Sin embargo, esos cabellos dorados, esos ojos del azul más puro, esos dulces labios... no eran los de la Dama del Lago de Arturo. Eran los de la dama de Lance. — Rosalind — murmuró. Estaba soñando. Tenía que estar soñando. Y si era un sueño, rezó para no despertar nunca— . Próspero, ¿es la parte de esta existencia nueva que todavía no me has explicado? ¿Siempre tienes visiones? — Eso no es una visión, muchacho — replicó el hechicero con expresión sombría— . Es tu dama. Ha utilizado mi espada para compartir tu capacidad de vagar en espíritu, y el poder del cristal la ha traído directamente hasta ti.

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Las palabras de Próspero dejaron a Lance anonadado. Se dirigió hacia Rosalind, con el alma llena de una indescriptible alegría por volverla a ver, aunque también horrorizado por lo que había hecho, por el riesgo que estaba corriendo. — Rosalind — dijo— . ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vete! Ella le dirigió una sonrisa tan radiante que él casi se desvaneció. — He venido a llevarte a casa — sujetó con cuidado la espada con una mano mientras extendía la otra hacia él. Lance sintió un escalofrío, deseó alargar la mano para coger aquellos suaves dedos, pero si lo hacía podía sumergir el espíritu de Rosalind en la oscuridad del suyo. La tentación era tan fuerte, que se vio obligado a alejarse de ella. — Rosalind, querida mía, vuelve antes de que sea demasiado tarde. Ya sabes que no puedo... — Sí, puedes — le aseguró ella— . Lance, te hemos encontrado. No estabas en el fondo del mar. Estás a salvo en la cama. Sólo tienes que volver al castillo Leger conmigo. Lance se quedó atónito al escuchar aquellas palabras y por lo que le estaban ofreciendo: vida, amor, esperanza, otra oportunidad. Seguramente un milagro demasiado increíble para ser cierto. Dirigió una mirada vacilante a Próspero. — Has oído a la dama — dijo Próspero bruscamente— . Al parecer te han rescatado. — Vi como se hundía el barco. Y yo estaba atado en la bodega. Es imposible que haya podido salvarme. Próspero torció la boca y sonrió burlón. — Cuando tu existencia sea tan larga como la mía, comprenderás que nada es imposible. Lance se volvió hacia Rosalind, todavía incrédulo por lo que estaba sucediendo. Alargó la mano temblando para coger la de su esposa y sintió el cálido fulgor de su amor y, de repente, vio el futuro brillando en sus ojos. Y todos los días infinitos que ahora compartirían. Con el corazón repleto de júbilo, a Lance no le habría importado seguir vagando después de haberla visto otra vez. Próspero, sin embargo, se apresuró a sacarlo del trance. — Está a punto de amanecer. Es mejor que te des prisa o voy a tener que soportaros a los dos por toda la eternidad.

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Las palabras del hechicero alarmaron a Lance, que sólo pensaba en volver con Rosalind al hogar sanos y salvos. Se preparaba ya para marchar, cuando Rosalind lo detuvo. — ¿No nos acompaña, señor? — preguntó a Próspero, curiosa. Próspero le hizo una magnífica reverencia. — Señora, me temo que ya no tengo un cuerpo vigoroso, ni vida para volver. — Pero puede volver a la habitación de la torre, como siempre. Sólo una mujer como Rosalind invitaría cortésmente a un fantasma a habitar en su casa, pensó Lance con una tierna sonrisa. Sin embargo, la gentil sugerencia lo avergonzó porque debía haberla hecho él. Había probado lo suficiente el mundo de Próspero para darse cuenta de la oscura y solitaria existencia del hechicero durante todos aquellos siglos. — Sí, señor, ven con nosotros — secundó Lance— . Ya sé que te ordené que te mantuvieras alejado del castillo Leger, pero no era mi intención. — ¿Crees que hubiera obedecido tus órdenes, joven cachorro? — exclamó Próspero con voz de trueno— . Volví allí porque te habías metido en demasiados problemas. Ahora que tienes a una mujer fuerte que te lleva de la mano, quizá pueda tener un poco de paz. Dios mío, por favor, no deseo que me moleste ninguno de tus torpes St. Leger, al menos durante un siglo — arremolinándose la capa sobre el hombro, Próspero se dispuso a marchar. — Pero señor... — dijo Lance dando un paso vacilante hacia él. — ¡Vete! Vete al diablo — gruñó Próspero. Y su voz se suavizó un poco cuando añadió— : Y confío que a partir de ahora recuerdes mis advertencias sobre ir vagando por ahí. — No me olvidaré. Ni tampoco de ti, milord. — Lance alargó la mano y cogió la del hechicero con la intención de darle un impulsivo apretón. Pero ya amanecía. No podía hacer nada por Próspero. Lance se volvió y se dirigió hacia donde Rosalind lo estaba esperando. Próspero se quedó donde estaba, una silueta alta y dominante hasta en la inmensidad del cielo. Se quedó mirando a la joven pareja que se alejaba y esfumaba entre las nubes. Sólo después de que Lance y Rosalind desaparecieron de su vista y lo dejaron solo a las puertas del amanecer, Próspero bajó la vista y miró la mano que Lance había tocado. Los poderosos dedos del hechicero estaban temblando. Desde hacía siglos que no había estado tan cerca de sentir un contacto humano de verdad.

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Pero era inútil lamentarse de lo que no podía ser, se dijo Próspero. No tenía cuerpo, ni vida para volver a ella, le había dicho a la encantadora dama. Aunque quizá no fuera cierto del todo, pensó con una sonrisa melancólica. Seguramente era porque no había encontrado a nadie que lo amara lo bastante para llevarlo de vuelta al hogar. Lance se removió contra la almohada, sobresaltado. La unión con su cuerpo había sido la más difícil que había soportado nunca, pero todos sus músculos, todas sus articulaciones, todos los dolores que sintió le demostraron que estaba vivo. Se incorporó y se apoyó en un codo para observar a su mujer que estaba en el lecho a su lado. Las largas pestañas de Rosalind descansaban contra la curva cremosa de las mejillas y tenía los ojos cerrados como si estuviera sumergida en un sueño profundo. Todavía no se había despertado, pero Lance estaba tranquilo. Recordó la primera vez que salió a vagar y cuánto tiempo le costó después salir del trance. Era la primera y la última vez de Rosalind, decidió Lance. Deslizó suavemente la espada St. Leger de las manos de su dama y la dejó con cuidado fuera de su alcance. Se inclinó y la besó en la frente. Sintió el calor de su piel y de la luz del sol que se filtraba por las ventanas del dormitorio. El corazón se le llenó de amor y de gratitud por el milagro que le había sido concedido, aunque seguía sin comprender cómo había sucedido. Su cuerpo había quedado atado e inconsciente en la bodega de un barco que se estaba hundiendo. Imaginó la única posible explicación. Aunque nunca lo admitiría, su liberador tuvo que ser ese viejo bribón de Próspero. ¿Quién más que Próspero hubiera tenido el poder de deshacer las ataduras y transportarlo a salvo hasta la orilla? ¿Aunque importaba quién y cómo?, pensó Lance agradecido ante la segunda oportunidad que le había sido dada. Se inclinó sobre la dama durmiente, pasó los dedos por los sedosos cabellos y entonces la luz del sol produjo destellos en su anillo. ¿Su anillo? Lance se miró la mano y le sorprendió descubrir que volvía a tener en el dedo su anillo del sello, el mismo que había desaparecido la noche del robo. El que había visto encima de la mesa de la cabina del barco, junto con el reloj de bolsillo. Con el corazón palpitante, se apartó de Rosalind y fue a buscar la ropa que su ayuda de cámara le había quitado. Dada la eficiencia de Barnes, las ropas húmedas ya no estaban allí, pero los objetos que buscaba sí, encima del tocador.

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El reloj de bolsillo empapado de agua, las manillas inmóviles, llenas de arena. Lance se lo puso en la palma de la mano y entonces comprendió. No había sido salvado por la magia de un hechicero, sino por un hombre que era demasiado humano. Que debió hacer un esfuerzo sobrehumano, arriesgando su propia vida para sacarle de la bodega y conseguir llevarlo a salvo hasta la orilla. Por segunda vez, Rafe Mortmain lo había salvado de morir ahogado. Rafe no se había hundido con el barco. Seguía vivo en algún lugar y a Lance aquello le produjo alegría. Porque estuviera donde estuviera, sabía que estaba vivo. Rafe Mortmain había conseguido una vez más dominar a su lobo.

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Epílogo

Lance se vistió y se deslizó silenciosamente al piso de abajo. Rosalind seguía dormida, agotada por todo lo que había sucedido durante las últimas veinticuatro horas. Aunque Lance estaba deseando cogerla entre sus brazos, perderse en su dulce y cálida pasión, no le importaba esperar porque tenían todo el tiempo del mundo. El futuro se abría ante él, más brillante y esplendoroso que el día en que se marchó a buscar la gloria como arrogante y joven soldado. Pero una parte del pasado permanecía todavía abierto, tenía un deber que cumplir. Tenía que despedirse de Val. Lance entró en la larga galería y despidió al joven criado que le velaba. Necesitaba estar a solas con su hermano. Rompiendo lo que era costumbre de los St. Leger, Val no fue trasladado al salón sobre un féretro adornado con flores. Más tarde lo llevarían a hombros hasta el pueblo y lo enterrarían en el sepulcro de los St. Leger, debajo de la iglesia. Lace se acercó al féretro con el corazón encogido ante la visión de la inmóvil figura de su hermano, vestido con su frac más elegante. Los rasgos del rostro de Val expresaban una paz absoluta y ningún rizo rebelde le caía sobre la frente. Parecía haber encontrado al fin el descanso y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Lance tragó saliva y parpadeó. Luego consiguió hablar. — Val, siempre ha existido un vínculo extraño entre nosotros, aunque yo a veces haya intentado romperlo. Espero que puedas oírme, aunque ya estés en el cielo. »Una vez, hace mucho tiempo, tú me sanaste, y ahora acabo de comprender que sanaste algo más que mi cuerpo. Sin embargo, hay algo que no te he dicho nunca hasta ahora. Salvaste algo más que mi pierna. También salvaste mi vida. — Lance tuvo que aspirar profundamente antes de poder continuar. »Aunque te insulté después de que hicieras ese sacrificio por mí, no fui capaz de ser tan imprudente ni tan egoísta para intentar quitarme la vida otra vez. Me esforcé en convertirme en el mejor soldado, en el mejor oficial, en ocuparme menos de mí y más de mis hombres. Y fui honrado por ello. Lance miró a su hermano y la voz se le quebró por la fuerza del amor que sentía por ese hombre tan gentil y que, sin embargo, nunca había sido capaz de reconocer.

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— Pero todas esas medallas al valor deberían haber sido para ti. No puedes imaginar el gran valor que se requiere para asimilar y hacer tuyo el dolor de otro hombre. Y tú jamás exigiste honores. Ni siquiera mi gratitud. Todo lo que pedías era que me perdonara a mí mismo. — Ignoro si podré hacerlo, Val. No del todo. — Lance suspiró profundamente— . Pero te prometo que lo intentaré. — Gracias — murmuró Val St. Leger— . Eso es todo lo que deseaba oír. Abrió ligeramente los ojos y se incorporó hasta quedarse sentado. Lance se quedó boquiabierto, el corazón latiéndole violentamente contra las costillas. Más anonadado que cuando Silas Braggs le golpeó en la cabeza, y se alejó del féretro dando traspiés. Se habría caído al suelo si no hubiera habido una silla. Se quedó mirando fijamente a Val sin saber qué pensar. Tenía que estar soñando o es que se había vuelto loco. Su hermano... su hermano muerto estaba arrancando tranquilamente los pétalos de la flor que le habían puesto en el frac y le sonreía. — No me mires como si fuera un fantasma, Lance. — ¿No lo eres? — respondió él con una voz que parecía más un graznido. — Creo que no. — Val se dio unos golpecitos en el pecho. Luego bostezó abiertamente como quien se acaba de despertar de un sueño muy profundo, saltó fuera del féretro y corrió a mirarse en el espejo de marco dorado que colgaba de la pared. Se abrió la chaqueta del frac, se levantó la camisa y comenzó a examinarse el pecho desnudo. Allí no había ninguna marca. Lance consiguió ponerse de pie y avanzar tambaleándose hacia él sin haberse recuperado de la sorpresa. Se quedó mirando la carne incólume de su hermano. — Pero... pero dónde está el disparo — preguntó atónito— . Vi la herida. — Sí. Sorprendente, ¿no es cierto? — ¿Sorprendente? Es materialmente imposible. — No, no lo creas — contestó Val volviendo a poner la camisa dentro de los pantalones con el entrecejo fruncido mientras se arreglaba la chaqueta del frac— . Hace algún tiempo descubrí que tengo la habilidad de ponerme en trance, casi tan profundo como el tuyo. Pero yo no puedo salir de mi cuerpo. Si me ocupo de una herida (no me refiero a absorber la de otro, sino a una herida en mi cuerpo) lo puedo dejar inconsciente hasta que sana del todo. Claro que nunca lo había intentado antes con algo tan serio como una herida de bala — dijo encogiéndose de hombros— . Pero cuando Braggs me disparó, no tuve otra elección.

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Lance sólo consiguió asentir con expresión estúpida, incapaz de asimilar lo que Val estaba diciendo y apenas capaz de creer que su hermano estaba... estaba vivo. Recorrió con sus manos los brazos de Val, tocó sus manos y sintió el calor que latía a través de la piel. Empezó a temblar, y casi estuvo a punto de volverse loco de alegría. ¡Su hermano estaba vivo! El hermano por el que había llorado, por el que había rezado, por el que casi se había vuelto loco de dolor... Finalmente, cuando comprendió las palabras que acababa de decir Val, se puso rígido y, de pronto, se sintió ofendido. — ¿Así que tú también podías hacerlo, podías ponerte en trance? ¿Y por qué diablos no se lo dijiste a nadie? — Nuestros padres lo saben. — Bien, pero ellos ahora no están aquí, ¿verdad? — dijo Lance fríamente— . Te has vuelto loco, habría podido emparedarte bajo el suelo de la iglesia. La sola idea de que habría podido hacerlo le producía escalofríos, pero a Val no parecía preocuparle demasiado. — Oh, habría sido imposible. En cuanto hubiera notado un movimiento, habría empezado a salir del trance como me ha sucedido esta mañana. — ¿Cómo esta mañana? — inquirió Lance con voz ahogada y frunciendo el entrecejo— . ¿Estás diciendo que estabas consciente cuando he entrado en esta habitación? — Bueno... sí — dijo Val, con cierta timidez— . Supongo que sí. — Entonces, ¿por qué diablos no me has hecho ninguna señal? — Lo he intentado, pero... — Val sonrió un poco— . Has empezado a hablar y lo que estabas diciendo era tan interesante que me he creído obligado a esperar a que acabaras de hacerlo. La sombría mirada que Lance dirigió a su hermano habría hecho que otro hombre corriera a esconderse, pero él continuó allí, alisándose los puños. — ¿Tienes idea de lo que es — dijo Lance con voz áspera— , sentir tanta pena por alguien, que temes que vas a perder el juicio? — Puedo hacerme a la idea, Lance — repuso Val— . He experimentado una sensación similar cada vez que me he quedado junto a tu cuerpo cuando estás merodeando. Cuando éramos pequeños, solía llorar a tu lado, seguro de que estabas muerto. Luego volvías y gritabas de repente «¡Te he cogido, Val!». Bien — Val apretó la boca— , a lo mejor es que he esperado años para decirte a ti lo mismo.

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Y se lo quedó mirando con la sonrisa más perversa que Lance había visto en los rasgos delicados de su hermano. — Te he cogido, Lance — dijo suavemente. Lance parpadeó, lanzó un profundo suspiro como si le hubieran dado un puñetazo. Había llorado como un bebé por su hermano, ¿y eso era todo lo que Val tenía que decirle? ¿Te he cogido? Una rabia ciega explotó en su interior. Antes de pensarlo dos veces, levantó el puño y lo dirigió directamente contra su mandíbula. Lance se quedó horrorizado por su acción. Su hermano había vuelto de la muerte y en lugar de abrazarlo lleno de alegría, lo golpeaba. Golpeaba a su pobre hermano cojo que acababa de recuperarse de una herida terrible. Se lo quedó mirando con una expresión llena de ansiedad. — Dios mío, Val, lo siento. ¿Te he hecho daño? Val se frotó la mandíbula dolorida y lo miró con aquella mirada oscura que Lance debería haber recordado de cuando eran pequeños. Con un grito salvaje, lo cogió con la guardia baja y lo golpeó con tanta fuerza que Lance fue a parar de cabeza contra el suelo de mármol. — ¡Ah! — gritó Lance indignado, pero no pudo decir nada más porque Val le dio un puñetazo en el ojo. La lucha continuó. A puñetazos, cuerpo a cuerpo dentro del elegante salón, golpeando los muebles y rompiendo jarrones. Fue esa clase de pelea llena de rabia y de frustraciones que sólo puede darse entre dos hermanos. Las puertas del salón se abrieron de repente, Lance apenas se dio cuenta de la conmoción que estaban causando y que provocó que varios sirvientes irrumpieran en la habitación. Unos gritaron y una de las doncellas se desmayó. Lance estaba demasiado concentrado en su hermano para darse cuenta de lo que sucedía. Val, sin embargo, era mucho más fuerte de lo que Lance se había imaginado. Sujetó a Lance y cuando éste quiso darle un golpe, surgió de él una extraña hilaridad, como un extraño regocijo que crecía en su interior. Volvía a tener a su hermano a su lado. El mismo pensamiento, al parecer, sorprendió a Val, demasiado poderoso para continuar la pelea y que disolvió la ira en sonoras carcajadas. Cayeron sobre la alfombra y Lance entonces sujetó a Val debajo de él. — Ríndete, St. Valentine — dijo.

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— Al diablo contigo, Sir Lancelot — replicó Val, pero la risa lo había debilitado y no consiguió desembarazarse de Lance. Se miraron un instante con un afecto tal que era imposible de expresar. Nunca habían necesitado muchas palabras, pensó Lance. Val se burló de él abiertamente, pero la risa fue desapareciendo y fue entonces cuando Lance se dio cuenta del silencio que reinaba en la habitación. Las doncellas ya no chillaban ni los criados gritaban. — Oh, señor — murmuró Val, fijando los ojos en un punto detrás de Lance. Una sombra se abatió sobre ellos. Lance soltó los hombros de Val y miró en esa dirección. Lo primero que vio fueron las botas de viaje al final de una enorme figura. Continuó mirando con desmayo hasta que encontró los oscuros ojos de aquel rostro familiar, enmarcado por los negros cabellos atados en una coleta. Se ruborizó, mortificado. Anatole St. Leger, el terrible señor del castillo Leger, había vuelto a casa. La casa estaba alborotada, el vestíbulo principal lleno de baúles, cajas y sombrereras que estaban trasladando desde el coche, evidencia de la larga estancia en el extranjero de los St. Leger. Rosalind, tímida y desconcertada, había recibido la alegre felicitación y exuberantes abrazos de sus cuñadas, mientras Madeline St. Leger procuraba establecer un poco de orden. Tuvieron que tranquilizar a los sirvientes. Los empleados del castillo estaban habituados a extrañas visiones y al retorno imprevisto de su amo. Pero la recuperación de Val, un St. Leger que ya había atravesado el umbral de la muerte, fue demasiado para ellos. Hasta Will Sparkins estaba pálido y tembloroso. Madeline trajinaba arriba y abajo procurando imponer su habitual sentido práctico. Toda esa conmoción sucedía lejos del estudia de Anatole St. Leger, en un extremo de la casa. El sol de la tarde se derramaba sobre las paredes tapizadas de oscuro de una habitación que emanaba un ambiente masculino tan poderoso y austero como el hombre que estaba sentado ante el escritorio. Lance, sentado en el borde de la silla, se enfrentaba a su formidable padre al otro lado del espacio de caoba. Observó que Anatole St, Leger parecía muy tranquilo después de un largo viaje por el extranjero y sólo sus dos hermanas discutían y bromeaban en el salón del castillo como un par de rufianes borrachos en una taberna.

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Lance se preguntó si su padre permanecería con el mismo ánimo cuando le contara todo lo que había sucedido durante su ausencia. No era una tarea que le gustaba hacer, pero ya debería estar acostumbrado a tales confesiones, se dijo. Cuántas veces había subido al estudio a explicar alguna travesura con una mezcla de temor, vergüenza y desafío. Pero ahora era diferente. Él mismo había solicitado la entrevista y lo explicó todo con voz resignada. Cuando hubo acabado, no esperó a que su padre contestara. Se puso de pie y cogió la espada St. Leger. El sol brilló en la empuñadura de oro finamente trabajada y centelleó en el cristal. Nunca la magnífica hoja le había parecido tan hermosa, pensé Lance con tristeza. Había esperado con impaciencia el día en que tuviera que devolvérsela a su padre para poder marcharse de allí. Pero ahora... Lance se acercó al escritorio de su padre con el corazón encogido. Se echó la culpa de todo, porque sabía que era lo único honorable que podía hacer. Dejó la espada sobre la mesa y dijo: — Considerando todo esto, señor, he pensado que es mejor que te la devuelva. Y que luego la tenga Val en mi lugar. Anatole St. Leger frunció el entrecejo. Pasó la mano por la empuñadura y observó el cristal roto con una expresión de dolor en los ojos. Lance siguió diciendo apresuradamente: — Después de todo, la hacienda St. Leger no tiene que verse perjudicada. No existe ninguna ley que te obligue a que yo sea tu heredero. — No, no existe — murmuró su padre— . Al menos una ley terrenal — alzó la vista y miró a Lance con aquella intensa mirada que incomodaba tanto a su hijo. El joven se alejó y fue hasta la ventana que había detrás del escritorio. Desde allí oyó el profundo suspiro de su padre. — Cuando te permití alistarte en el ejército, esperaba que una vez conocieras el mundo, volverías con una opinión diferente de tu casa. Que esta tierra significaría para ti lo mismo que significa para mí. — ¡Dios mío, señor, claro que significa lo mismo! — gritó Lance. Jamás se había sentido obligado a decirlo. Apoyado en la ventana, contempló las rocas que formaban la ensenada debajo del castillo, las olas iluminadas por el sol, oscuras y doradas, rompiendo en la orilla. Una tierra dura, ruda, de una belleza increíble. Ante aquella visión, Lance sintió que casi le dolía el corazón.

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— Como veo que tengo tendencia a los desastres — dijo entonces, intentando bromear— , dudo que el castillo Leger me sobreviva. Mira todo lo que he organizado en el tiempo que has estado fuera. — El castillo todavía se mantiene de pie y Throckmorton me ha informado de que has hecho un trabajo excelente en la hacienda. — Sí, pero ¿y el resto? El cristal estropeado y... y mi hermano. Han estado a punto de matar a Val. — Considerando las magulladuras que tienes en la cara, parece que Valentine está bastante vivo — contestó el padre secamente. Lance se tocó la hinchazón que tenía debajo del ojo derecho con una sonrisa reticente y se vio obligado a admitir que era cierto. — Está, además, la cuestión de Rafe Mortmain. Tenía que haberlo llevado ante la justicia por el robo de la espada de los St. Leger, y, sin embargo, no lo hice. Ha huido y, aun así, debo admitir que me satisface que lo haya hecho. Aunque haya desaparecido con el fragmento de cristal. — El cristal posee un extraño poder. Es posible que le haga algún bien al pobre muchacho. Lance se dio la vuelta y se quedó mirando a su padre con expresión atónita. — ¿Hacer algún bien a Rafe? Pero señor, siempre has odiado a los Mortmain tanto como Val, y los has destruido. — Sí, lo hice. Para mi desgracia. — Anatole se apartó del escritorio y se acercó a Lance que seguía junto a la ventana Permanecieron rígidos uno al lado del otro, el padre contemplando el vacío como si recordara algo que no le agradara particularmente. — Cuando tu madre quiso traer a Rafe Mortmain al castillo Leger, yo quise resistirme. Quizá si hubiéramos encontrado antes al muchacho, cuando se quedó huérfano, quizá todo hubiera sido diferente, fue mi excusa. Porque era un muchacho tan salvaje, tan duro. Lo cierto, sin embargo, era que yo no podía soportar pasar por alto que el joven era un Mortmain. Pero ya conoces lo persuasiva que puede llegar a ser tu madre — la expresión dura en los labios de Anatole se suavizó un poco— . No le puedo negar absolutamente nada a esa mujer. Pero en cuanto Rafe atravesó el umbral de la casa, no le di siquiera una oportunidad. Lo vigilaba constantemente como habría hecho si hubiera traído a un animal peligroso a nuestro hogar. Y el día en que casi te ahogaste en el lago Maiden...

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— Padre, te lo he dicho muchas veces. Fue un accidente y Rafe me salvó. Justo como volvió a hacerlo cuando el Circe se hundió. — Ahora me doy cuenta. Pero la primera vez, me temo que simplemente utilicé el incidente como una excusa para sacarlo de aquí. Lance abrió los ojos. — ¿Eso hiciste, señor? ¿Lo echaste de aquí? Yo siempre creí que fue Rafe quien quiso marcharse. Su padre meneó la cabeza con tristeza. — No, metí al muchacho en el primer barco que zarpaba a Francia. Sólo pensaba en mantener a salvo a mi familia de un demonio Mortmain. Pero quizá si hubiera demostrado a ese muchacho una décima parte de la benevolencia que os demostraba a ti y a tu madre, quizá las cosas hubieran sido diferentes para él. Me temo que soy el único responsable de todo lo que ha sucedido después. Lance no contestó, se quedó mirando a su padre, observando ese semblante adusto e inconmovible, atónito al ver la sombra de culpa, de arrepentimiento y de vergüenza. Emociones con las que él estaba demasiado familiarizado pero que nunca había imaginado que podrían reflejarse en los ojos de Anatole St. Leger. Cuando Anatole se dio cuenta de la intensa observación a la que su hijo le tenía sometido, le sonrió con gravedad. — Nunca creíste que yo podría cometer una equivocación de este calibre, ¿verdad, hijo? — No, señor. Lance estaba convencido de que su padre era perfecto y con frecuencia se había sentido dolorido al tener que revelar su vulnerabilidad ante Anatole. — Siempre has sido un ejemplo a seguir — dijo, tras una vacilación— . Siempre tan fuerte, tan infalible. Fue una mala idea que permitieras que mi madre me pusiera este nombre tan romántico, el nombre de un héroe legendario. No sabías que sería como ser el hijo de una leyenda. — Intenta ser la leyenda — dijo su padre lanzando una breve risita. El sonido tenía un punto de burla— . «El terrible señor del castillo Leger». El señor todopoderoso que todo lo sabe. »No sabes lo terrible que es estar encima de ese pináculo, todos esperan que seas perfecto, sabio, hasta tu propio hijo. — Anatole hizo una mueca de amargura— . Desde el día en que empezaste a caminar, me seguías como si venerases a un héroe y a mí me daba miedo que te acercaras demasiado. Temía que te dieras cuenta de que tu padre era sólo un hombre, un hombre con defectos. Temía que esa luz de admiración que veía en tus ojos se apagara y desapareciera.

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Anatole se encogió de hombros y pareció un poco turbado tras su confesión. — Todo esto debe de parecerte ridículo. No puedes entenderlo. — Lo entiendo — murmuró Lance. Lo comprendía demasiado bien porque era lo mismo que él había hecho, distanciarse de su padre por temor a recibir su desaprobación. Anatole St. Leger prefirió ocultar su vulnerabilidad detrás de una fachada de dureza, y Lance lo hacía detrás de una carcajada y un gesto de indiferencia. Todo esto le hizo pensar a Lance en lo mucho que se parecían los dos. Su padre se acercó a la mesa escritorio y jugueteó con la empuñadura de la espada St. Leger. — Tengo bastantes defectos, mi joven Lancelot — dijo con expresión cansada— . Siempre he tenido un temperamento endiablado, la tendencia a preferir el aislamiento del castillo Leger. Si hubiera sido por mí, habría tenido a todos mis hijos encerrados y a salvo dentro de estas paredes. — Lo sé — aseveró Lance— . De hecho, me sorprendió mucho que después de tantos años se te despertase este repentino impulso por salir de viaje... Lance se interrumpió, contrajo los ojos sorprendido cuando descubrió la mirada de Anatole y el rubor que cubrió sus mejillas. — ¡Por Dios, señor! — exclamó Lance— . Te marchaste para que yo me sintiera obligado a quedarme en el castillo Leger para cuidarme de todo. Debería haberle molestado la farsa de su padre, pero no fue así. — ¿Qué te hizo pensar que yo no me encogería de hombros y me marcharía de aquí en cuanto tú saliste de viaje? — preguntó Lance con una sonrisa— . ¿Acaso tuviste una de tus visiones? — No — contestó Anatole suavemente— . Simplemente conozco a mi hijo. Al parecer, mucho mejor de lo que Lance conocía a su padre. Se le quedó mirando como si en realidad lo viera por primera vez. Ya no era aquella silueta enorme y distante, ni el terrible señor del castillo Leger, sino un hombre cuyos cabellos comenzaban a encanecer en las sienes, cuyo rostro estaba surcado por unas profundas arrugas, muchas de ellas causadas por las mismas razones que atormentaban a Lance, entre ellas el haber sido tan estúpido durante tantos años. Por haber perdido tanto tiempo. Su padre estaba envejeciendo, comprendió Lance. Anatole St. Leger no era inmortal. Estaba haciéndose mayor. Pensar en su padre como en un ser mortal le provocó un estremecimiento y, a la vez, deseos de protegerlo. El padre acarició la empuñadura de la espada St. Leger mientras miraba a Lance con expresión melancólica.

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— He visto lo suficiente en mis viajes para comprender cómo han cambiado las cosas. He comprendido que no podemos quedarnos aquí, en la paz y el aislamiento del castillo Leger como a mí me gustaría. »El mundo vendrá a llamar a nuestra puerta tanto si lo deseamos como si no, y se llevará a los más jóvenes y a los más fuertes a vivir con esos cambios. Tú has estado en ese mundo, Lance y. el castillo Leger te necesita. Pero si no quieres... — No hay nada que desee con tantas fuerzas, señor — le interrumpió Lance con calor— , que ser tu hijo. Y que te sientas orgulloso de mí. — Ya me siento orgulloso — el padre dio la vuelta lentamente al escritorio y alargó la mano hacia su hijo. Lance se apresuró a deslizar la suya en la de él, no con el gesto de un muchacho devoto hacia su padre, sino con el de un hombre que finalmente comprendía al otro. El padre se quedó mirando a Lance durante un rato y luego, de repente, abrazó a su hijo. Con un nudo en la garganta, Lance devolvió el abrazo poniendo en él todos los sentimientos que nunca se había atrevido a expresar. Se separaron casi inmediatamente, un poco violentos por la exhibición de sus emociones. — Bueno — dijo Anatole apartándose de Lance— . Entonces estamos de acuerdo. Ahora es mejor que te vayas. Conozco a tus hermanas y apuesto a que están agobiando a tu encantadora esposa con sus exuberantes atenciones. — Sí, señor. Aunque ya he puesto en antecedentes a Rosalind y después de eso es un milagro que haya querido quedarse en el castillo. — Las mujeres pueden ser sorprendentemente tolerantes. Tu madre me lo demostró. — No creo que tuviera mucho que tolerar. — Oh, no te imaginas lo bruto que era yo cuando ella vino al castillo Leger por primera vez. La asusté tanto, que huyó de mí y durante un tiempo estuvo viviendo en casa del anciano señor Fitzleger. — ¿Eso hizo? — preguntó Lance casi con incredulidad— . Estaba convencido de que mi madre y tú erais la personificación de la leyenda de la novia elegida. — Y lo somos. Pero nos costó un esfuerzo por ambas partes. Nosotros, los St. Leger, estamos bendecidos con unos dones especiales y el Buscador de novias puede encontrarnos el amor perfecto. Pero lo que luego hacemos con ese amor nos concierne exclusivamente a nosotros. — He cometido tantas equivocaciones con Rosalind — dijo Lance suspirando.

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— Sólo puedes hacer lo que tantos de nosotros desventurados St. Leger hemos hecho antes que tú — dijo Anatole St. Leger levantando el arma adornada con el cristal de la mesa escritorio. La aguantó con las palmas de las manos y se la ofreció a Lance— . Toma tu espada, Sir Lancelot, y trátala bien en adelante. Ofrécesela junto con tu corazón a tu dama. Los dedos de Lance rodearon la empuñadura. — Gracias, señor. Con una respetuosa reverencia, salía ya por la puerta de la habitación cuando la poderosa voz de su padre le hizo detenerse. — Lance, en cuanto a la maldición de ese nombre romántico que llevas. No fue tu madre quien te lo puso, sino yo. Lance se quedó boquiabierto. Dio un traspié y a punto estuvo de que la espada se le cayera de las manos. Su padre se había sentado ante el escritorio, aparentemente sin darse cuenta de la sensación que acababa de provocar. — No te preocupes por esas cosas, hijo. — No, señor — contestó Lance, recuperándose poco a poco de la impresión— . Yo... no quiero que pienses que soy un desagradecido — añadió tras una breve vacilación— , padre, por haberme bautizado con este nombre tan poco habitual. Pero espero que entiendas que cuando yo tenga un hijo, le ponga el nombre de John. Anatole siguió riendo mucho tiempo después de que Lance se hubiera marchado. No tanto por sus últimas palabras, sino por la expresión atónita de su hijo cuando se enteró de que su nombre se lo debía a él. Estaba bien asombrar a los descendientes de vez en cuando, pensó Anatole. Le hacía rejuvenecer, lo cual era muy agradable. Sobre todo cuando los huesos ya se resentían de los viajes largos, cosa que nunca le había sucedido cuando era más joven. La vuelta a casa había sido memorable, se dijo. Se recostó en la silla, pensando que por fin iba a disfrutar de la tranquilidad. Sin embargo, su extraordinario sexto sentido le advirtió de que alguien se estaba aproximando al estudio. La única persona que tenía el poder de quitarle años y hacerle sentir otra vez joven. Su expresión se suavizó cuando se abrió la puerta del estudio y su esposa entró en la habitación. El tiempo se había portado bien con Madeline. Apenas unos cuantos cabellos grises mezclados en su hermosa cabellera del color del fuego y las líneas que le rodeaban los ojos, más de alegría que de penalidades.

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Sus ojos verdes tenían el mismo brillo de siempre, aunque en ese momento la ansiedad los nublaba ligeramente. Siempre había sido consciente de que su marido y Lance iban a tener que resolver sus diferencias tarde o temprano y Anatole se dio cuenta de lo duro que debía de haber sido para ella mantenerse al margen y no intervenir. Se detuvo después de cruzar la puerta y se quedó mirando a Anatole con expresión ansiosa. — ¿Y bien? ¿Cómo ha ido todo? Anatole sonrió lentamente. — Señora, creo que hemos recuperado a nuestro hijo. Sir Lancelot ha vuelto a casa, para quedarse. Madeline lanzó un grito de alegría. Corrió hasta la mesa donde estaba su marido y rodeó sus anchos hombros con sus brazos. Anatole le acarició la mano y luego le dio un beso en la mejilla. — Ahora Lance ha ido a hacer las paces con su esposa, lo cual es una buena cosa. Va a necesitar el amor de Rosalind y su apoyo para enfrentarse a lo que le espera. Madeline sonrió abiertamente. Miró con intención los ojos de Anatole. — Milord, ¿no vas a tener otra de tus espantosas visiones? — No, no se necesita otra visión para predecir lo que le espera a nuestro hijo si continúa con su trayectoria presente. Es el desafío y la labor más peligrosa a la que puede enfrentarse un hombre. — ¿Y cuál es? — preguntó ella llena de ansiedad. — Criar a sus hijos. La ansiedad de Madeline se desvaneció en una carcajada. Anatole la tomó en sus brazos y ella le pasó las suyas alrededor del cuello. Pasaron la media hora siguiente de una manera sorprendente para dos personas que estaban destinadas a ser abuelos. Lance encontró a Rosalind sentada en un banco del jardín. Sospechaba que sus hermanas se habían retirado discretamente obligadas sin duda por la imperiosa Leonie. Vaciló al final del sendero y se detuvo un instante para observarla de lejos. Parecía tan serena, con las manos cruzadas en el regazo de su vestido azul de seda, la mirada perdida en alguna agradable ensoñación. La brisa del verano había teñido de rosa sus mejillas y llevaba el cabello recogido en una corona de trenzas doradas que dejaban al descubierto la esbelta curva del cuello. Parecía diferente, como si los acontecimientos de los días anteriores la hubieran cambiado. La muchacha soñadora que conoció aquella noche en la posada, había desaparecido y en su lugar estaba esta mujer tranquila y segura.

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Observar todo aquello le hizo sentir a Lance una extraña melancolía. Pero cuando se aproximó, Rosalind alzó la vista y le dirigió una brillante sonrisa. Le hizo un sitio en el banco para que se sentara a su lado. — ¿Has acabado de hablar con tu padre? — preguntó— . ¿Cómo ha ido? — Mucho mejor de lo que me había imaginado. Al parecer todavía no está dispuesto a desheredarme — contestó Lance intentando bromear, pero con sonrisa vacilante. Su mano rozó la empuñadura de la espada que le colgaba del cinto— . Me ofrecí a devolverle la espada, Rosalind. Y trasladar mi herencia a Val. — Ah — fue todo lo que dijo ella. — Lo siento. Debería haberte consultado primero. — No, claro que no — Rosalind alargó la mano y acarició la de Lance— . ¿Por qué? — Porque también es tu herencia, la herencia que yo deseo para ti y para nuestros hijos. Si mi padre hubiera aceptado mi decisión, seguramente habría acabado en el ejército, para ser otra vez un soldado y vagar por esos caminos. — No me habría importado. Te habría seguido a cualquier parte. Lo habría hecho. Ya se lo había demostrado, pensó Lance. La miró y vio todo el amor que sentía por él en el brillo de sus ojos. — Val siempre me decía que tú ibas a ser mi salvación — murmuró, acariciando la suave curva de sus mejillas. Rosalind arrugó la nariz con expresión traviesa. — Tu hermano es un hombre demasiado inteligente. Lance fue incapaz de responder a algo que lo conmovía profundamente. — ¿Cómo pudiste hacer algo tan valiente y, a la vez, tan poco juicioso? — la reprendió suavemente— . ¿Comprendes lo que podría haberte sucedido cuando utilizaste la espada para buscarme? No sólo arriesgaste la vida por mí, Rosalind, sino también tu alma. La joven le cogió las manos y las apretó contra sus labios. — No me importó. Yo sólo quería estar contigo. Sólo contigo. — ¿Con un hombre que nunca haría nada, sólo decepcionarte? ¿Con un hombre que se hacía pasar por un héroe legendario? Rosalind le sonrió y cogió su cara entre las manos. — Oh, Lance, mi querido tonto. ¿Es que todavía no lo comprendes? Tú nunca te has hecho pasar por otro. Lance St. Leger y Sir Lancelot eran la misma persona, tú, mi amor. Mi bribón sinvergüenza y mi galante caballero. — ¿Tu galante caballero? No sabes cuánto he deseado serlo para ti — dijo Lance con voz ronca— . Habría deseado dar la vida por ti, Rosalind.

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— Yo no quiero que un hombre muera por mí, Lance. Quiero que viva para mí. Para amarme, para pasear conmigo por el jardín a la luz de la luna, para galopar alocadamente por la playa. Para darme una casa llena de perros de caza y niños bulliciosos. Para envejecer conmigo en nuestro hogar. Lance se sumergió en los ojos azules de Rosalind y sintió que se quedaba sin aliento porque se dio cuenta de que su Dama del Lago no había perdido sus sueños. Sólo habían cambiado. Ya no eran sueños de Camelot y de épocas de fábula, sino sueños de aquí y de ahora. Del amor y de la vida que iban a compartir. Lance lanzó un grito ronco y la tomó en sus brazos, sus labios buscaron los de ella en un beso largo y apasionado. Rosalind le rodeó el cuello con los brazos y Lance se habría perdido para siempre en aquel dulce abrazo. La joven se apartó un poco para mirarlo. — Tienes que prometerme una cosa. Que nunca más vas a vagar de nuevo, nunca más. — Rosalind — protestó Lance— . Contigo en mis brazos todas las noches, ¿cómo podría pensar siquiera en...? — Promételo — insistió ella. Lance sonrió e hizo algo mejor que eso. Desenvainó la espada St. Leger y se arrodilló a los pies de Rosalind. Sujetando la espada con la palma de las manos, Sir Lancelot St. Leger se la ofreció a su dama, junto con su juramento más solemne. — Te entrego mi corazón y mi alma, señora, para toda la eternidad. Te juro solemnemente que siempre te amaré y que ya no volveré a salir a vagar por las noches.

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