LOS PRIMEROS

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LOS PRIMEROS PREMIOS CERTÁMENES DE POESÍA Y RELATO BREVE La lectora impaciente 2002 / 2008

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Índice 3

Agradecimiento

poesía 2002 2003 2004 2006 2007 2008

Betsabé y la luna de José Luis Najenson El eco visible de Marcos Maggi La incorruptibilidad de los jardines de Rodolfo Hachén Cese tu baile de Pedro Campos Morales Toro de Coria de Ángel Padilla Poemas de Xiang de Ángel Luis Romo

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relato breve de Carlos Rodríguez Mayo Asesinato de una vela Gitano de Luis Asenjo Extrañas casualidades de Juana Cortés Amunárriz Un ramo de margaritas y una película de Woody Allen de Montse Rubiales Méndez 2008 Compromiso de barro de Ginés Mulero Caparrós 2003 2004 2006 2007

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La lectora impaciente agradece a los Jurados de sus Certámenes de Poesía y Relato Breve: Alfredo Ariel Carrió Ángel Herranz Antonia de J. Corrales Carlos Barbarito Carlos Contreras Elvira Eladi Mainar Enrique Agramonte Ernesto Kahan Fernando Beltrán Fernando Díez Celaya Fernando Pérez Poza Jesús Jiménez Reinaldo Jordi Buch Oliver Joseph Piera Lucía Huélamo Manuel Lozano Miguel Ángel Muñoz Pere Huerta Pura María García Sico Fons y Víctor Peris y Grau Sin su colaboración hubiera sido imposible su realización a lo largo de estos años así como a los diferentes patrocinadores y amigos que han apoyado este proyecto literario.

Gandía, Agosto de 2008. Adriana Serlik

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11ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000022 BETSABÉ Y LA LUNA DE JOSÉ LUIS NAJENSON

En los terrados de Jerusalén ya destella el rocío, alta luna enhebra los almenares. La ciudad de David ha rezado su oración vespertina los soldados partieron a la guerra y los levitas vigilan el Arca. Sólo Betsabé duerme en su cama vacía, un tenue velo revela su cuerpo. El Rey David ha desflecado el arpa con dedos de piedra, su príapo duro le tiembla entre las manos. No ha llamado mujer para la noche, ni siquiera a su nueva concubina la cushita, de entrepiernas rosadas. Solitario se fue por los adarves con aperos de caza, paseó por el terrado, pero ni un ave ensombrecía el cielo. Betsabé se despierta por el viento que del desierto avanza entibiando la piedra, y escapa a la azotea, donde ha puesto la tina para el baño justo bajo la luna. Y la hija de Uliam, mujer de Urías, el soldado, que marcha con Joab al sitio de Rabá, se desnuda fingiendo que está sola. Ha visto al Rey en la terraza oscura del palacio, que ya dejó la luna, caída en su regazo. Y el Rey la mira absorto, cual si fuera un sueño de la tarde, la levanta

con su mero mirar, la va cubriendo su deseo de piedra, como al arpa dormida en un rincón. Y el arpa vibra en la mujer desnuda que no atina a huir. David vuelve a su alcoba, y a por ella manda a sus siervos. En andas la traen aún llena de luna. Esa noche no la deja un instante, ni la luna, y ambas, aunadas, reciben al Rey. ¿Qué vio David en la mujer de Urías, el heteo, encoñado de luna, enlunado de amor? ¿Qué halló que no tenían sus mujeres, del serrallo, entre esposas y esclavas? ¿El antiguo placer de lo prohibido? ¿La soberbia real del adulterio? Quizá, pero la luna, la destronada luna cananea, también fue parte de ello. Astarté, la de pezones de perra, Cibeles, araña de cuatro patas, o Isis, la de los besos de gárgola, estaban antes de que el Rey David entre a Jerusalén. Betsabé conocía los misterios de las antiguas diosas y sus sacerdotisas alunadas, sabía el sortilegio de la luna Que platea las nalgas y enjoya el valle del Monte de Venus; de la luna que enreda la mirada de los hombres, y en su sexo la hiedra. ¿Quién puede no pecar con esa luna así sea el Rey de Israel, siervo de Dios?

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22ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000033 EL ECO VISIBLE DE MARCOS MAGGI "Las señoras de Cambridge, que viven en almas amuebladas..." E.E. Cummings "Hay que preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble." Aristóteles La uva inmadura, la madura y la seca: todas las cosas son transformaciones, no en la nada sino en lo que actualmente no es." Marco Aurelio

Extensión del relámpago Estuve solo en la profundidad del aura, junto a los secretos hinchados por tanta nieve y tantos licores. Espiaba las calles con la solemnidad de un muerto, tríptico de miedo, ceríptico de calma. Mi boca sufrió la noche pequeña y angustiante del bolsillo vacío, tuvo romance con el musgo y el agua rancia. Yo era libre, lector, tenía las manos distinguidas como el vidrio. Cada espacio puede volverse un lugar insólito; cada vida, una reconstrucción de los hechos más tristes. Yo era libre, impredecible como la bondad de ciertas hienas. ¿Por qué mi llanto está hecho de imágenes? ¿Por qué tu llanto semeja al desorden del oro mientras se funde? Del olvido como discreción Pulmones llenos del viento madrileño pintado por Velázquez, tosan el fin de la primavera, la brisa radioactiva de un cuerpo que estuvo enamorado lejos de su patria. Ya-no-te-recuerdo. Caminabas y un día caíste en un pozo de la memoria. Turbulencia en los gestos Verdades olorosas como cigüeñas podridas, incrustadas en la memoria de helechos, llevadas por tus pies negros a los debates. Un loco, ahogado por la idea de agua que ve en el aire. A García Lorca Te adoro, Federico, dijo la poesía mientras se pintaba los labios con tu sangre. La poesía llena de animalitos, que por ti llora mugre y nuevas ediciones. Les ocurre a muchos, Federico. Los agujeros que dejaron las balas en tu piel -dijo también ella- me recuerdan a los que dejan las plumas caídas en los pájaros. Muerte de Ícaro En la víspera de la mutilación, me intrigan sus alas. Lo último que vio desde el cielo: un pueblo. Casas que fueron arrojadas sobre un valle por falanges entumecidas. El frío de los santos Oh, Virgen de los Armarios, ¿rezas por los peces crudos que hoy descuartizamos? Mañana hará frío y yo estaré bajo el influjo de tantos sinónimos de su cuerpo. Otra vez el hombre más triste del hombre. Oh, suerte que la nieve cae más rápido que la sangre y la oculta. Mira. ¡La prudencia de los icebergs es una ceremonia ejemplar! Detrás, después, luego, etc. Hace más frío. Las lenguas heladas de los perros atados al trineo se quedan pensando una palabra. Paleta de las vísceras Creo en los pecados como en la lógica del espíritu. Hoy, la visión movediza del horizonte perfecciona la rima entre la línea y el vacío. La certeza existe por sí misma, despojada de la prueba. Nadie podrá negarme el pájaro de barro nutriéndose de rocas. Puedo imaginarlo. Nadie podrá negarme el grito de la hierba torturada por las mandíbulas del animal. Acabo de escucharlo. ¿La razón? Una batalla triste de manzanas que caen y de intentos orgánicos; de matemáticas pútridas que torturan sienes. Para Hieronymus Bosch, una hortaliza era un basilisco y emplumados peces agrietaban el agua. Sintiendo el volumen de una mujer sobre su cuerpo, le restó importancia a la densidad de la cópula. La ciencia tiene momentos de evasión inaceptables, pinceladas prohibidas que retratan la locura. Usemos los números para contradecirnos, empujémoslos a un territorio incierto, fangoso, allí donde pierden su copa de champagne y le ríen de cerca los dientes podridos de los artistas. Humillemos a los números para sumar, por ejemplo, los trozos de aire que flotan en "El Jardín de las Delicias", o los pomos de sangre oscura que fluían por el corazón de El Bosco, sellándole muecas y obituarios de plutónica fauna.

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33ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000044 LA INCORRUPTIBILIDAD DE LOS JARDINES DE RODOLFO RAÚL HACHÉN I Nadie, excepto ella, era capaz de entender el secreto funeral de esos jardines de laureles expulsados de la gloria, de rosas ignoradas por la vida, de mil soles apócrifos y agrios. Nadie asumía, como ella, la obstinación de los perfumes ni el mágico surcar de las hormigas. Nadie podía, de ese modo, intuir la agonía de las calas... Nadie leía la muerte con su gracia en ese bosque de cañas y juncales. Nadie conocía tanto los estertores violentos de las lilas ni el sepulcro frugal de las babosas. Sólo ella podía descifrar tanta congoja contenida. Tanta tristeza en forma de futuro. Tanto dolor desgranado gota a gota. Tanta mansedumbre carcomida. Con su mirada de joven hechicera cargaba de verdad las utopías y se dejaba invadir, hasta el espanto, por un mar de lascivos caracoles. II No es fácil ser santa prematura en altares de nardos y glicinas. Recorrer ese páramo de hastío. Con los ojos cerrados. Con el olfato abierto. Con el tacto sincero. No es sencillo ser un ángel rescatado en la prosperidad de las alquimias. No es nada sencillo intentar no leer cada presagio en el sigilo de las siemprevivas. Ignorar un mensaje tan certero como la fragilidad de los olvidos. No presentir el sino del silencio, la voracidad de tanta corrupción. De tanta parodia de belleza. De tanta vanidad desperdiciada. No es sencillo ser santa impura, ángel roto o gesto inevitable en la quietud doliente de los tenues jardines. III Jugar a la muerta temprana, a la reina ultrajada, era parte de la melancolía de las tardes de soledad y de despojo. Un ritual simpático y siniestro para espantar la muerte verdadera. La que, en el sabor audaz de los crepúsculos, se erige vertical entre las calas.

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44ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000066 CESE TU BAILE DE PEDRO CAMPOS MORALES cal viva sale de mi ducha delgadas agujas brotan en mi cama se arrugan los espejos ante mi imagen arden las sillas bajo mi peso permutan sus puestos las hojas de estos libros el peine lava sus dientes los platos tiemblan mi comida entre las uñas caen las persianas se adhieren los cajones bailan las mesas aplastando mis pies me guiñan los retratos un alarido el teléfono descolgado las paredes manantiales de parvos monstruos los suelos fuentes de gases viscosos gusanos los cigarros muerden mi garganta cojines de granito se estrellan entre sí entre las cortinas risas de vecinos por los discos pasean sonrientes granos de azúcar junto al crucifijo desentumece jesús sus brazos tras las puertas del armario ruidos de selva en el cubo de basura lloran niños corre la nevera continuamente al inodoro salgo de mi casa y lo anuncio con un portazo dos hombres alternan su amor por una vaca arrebata el viento una tienda vetusta moralizan los niños con caramelos de cicuta llueven vehículos sobre bocas abiertas lucha libre de mujeres en estiércol de colores aplastan globeros los globos resbalan sobre monedas los mendigos se sientan en los bancos y sonríen los dementes defecan las putas sobre clientes imberbes derrapan peatones por encima del límite tras los escaparates madres medrosas devuelven sus hijos a sus vientres carreteras empaquetan edificios los camioneros aparcan en las camas de los barrios más pobres retales tintados sobrevuelan escupiendo metralla el que no se entretiene en descubrir bajo baldosas billetes de lotería incrusta los dedos en sus sienes y así camina orgulloso en las cabinas bocas devoran orejas que piden cambio a voces traviesas líneas blancas saltan bajo mis pasos pletóricas alcantarillas se vuelcan sobre mi melena zarzas las paredes de las calles estrechas torres las aceras árboles tosen muñecos de plastilina en féretros carbónicos me muevo a grandes saltos como quien baila sobre brasas reparten castañas en la oficina de empleo soldados de plomo en las paredes enmohecidas de las galerías de arte dedos obscenos tras las rejas de clausura astronautas iraquíes colgados de las almenas de los castillos giróvagos tetrapléjicos oran a las puertas de los prostíbulos poetas desesperados roen celosías en los confesionarios musarañas en los pechos de espectadores en los teatros en los techos mullidos matojos en los servicios cieno en parques carne en avenidas sangre en las buenas familias andamios y taladros en la arena de las playas y cabalgadas y casinos y corderos en sus aguas oh, Terpsícore, llévame a las alturas transpórteme tu danza a las montañas donde dormitan culebras zarandeadas por por el soplo furioso de erizados camaleones que que reflejan la luz de los sapos en sus nidos sobre sobre rostros crispados de hormigas que ventosean sus sus paupérrimos pétalos que desfilan rellenos de de arietes adosados a secos caracoles planos junto junto a incendios beodos devorados por pálida simiente de grillos con con salpicaduras de aceitunas ociosas que caen a a embudos simulados como aves espinosas atraídas hacia hacia cardos masticados por cerdos con corbata que arañan mis huesos mientras besan mi cordura Terpsícore tengo sueño cese tu baile

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55ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000077 TORO DE CORIA DE ÁNGEL PADILLA En la "fiesta" del Toro de Coria (Cáceres) el toro corre turbado y aterrado por las calles de Coria durante horas mientras los vecinos le lanzan infinidad de dardos con cerbatanas y le clavan diversos objetos punzantes por el cuerpo. Cuando el toro cae exhausto cubierto de sangre, todavía vivo, los corianos entre risas le cortan los testículos.

[Habla el toro.] Blanco león del miedo, lloro bajo la nieve de tu rugido. Lloro por las flores que ya no veo. Lloro por el aire azul que ya no veo. Lloro por la tierra verde que ya no veo. Estoy en Coria. Donde a labios de piedra no llega el mar. Donde a la sangre se le alzan monumentos. Donde los hombres no ven más allá de los hombres. Estoy en Coria. Gigante león de nieve, tus blancas zarpas las transportan hombres en sus espaldas como palios; blanco león de la muerte, el ídolo de un pueblo. Estoy en Coria. Arriba del león llegan los hombres, sobre su melena blanca llegan los hombres, desde el frío el león relincha tierra, picos de pájaros, oscuridad, picos de pájaros, hace caer tristeza, frío, invisibles caballos de frío recorriendo con su galope helado mi corazón y mis ojos. Desploma su alud de nieve una zarpa, largas uñas heladas me atraviesan y en mi interior la nieve. En la ventana de la herida mis ojos tan tristes son de nieve. Atravesado de uñas. En la ventana de la herida mis patas sin galope son de nieve. Atravesado de uñas. En la ventana de la herida mis recuerdos sin recuerdos son de nieve. Atravesado de uñas. Y arriba de mi última lágrima de sangre el león nevando, los hombres nevando, a kilómetros y kilómetros las flores. Estoy en Coria.

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66ºº C EN ND EP OE ES SÍÍA ME DE A2 CEERRTTAAM PO 2000088 POEMAS DE XIANG DE ÁNGEL LUIS ROMO CONFESIONES DE CHEN HU Y LI TIANG

I Los lirios Los lirios dicen que el pasado es como el almendro en flor: bello, pero fugaz. El cardamomo dice que es algo consumido por el fuego. Los lirios son los ojos apenados de Chen Hu, a quien Li Tiang dejó por otra mujer. A Li lo llaman cardamomo, de carácter tierno y la vez picante. II Viento de invierno El aire de invierno entra por la pared del norte. Los amantes se abrazan para calentar sus cuerpos. Pero el viento atraviesa la casa de bambú, endeble, que no puede impedir el fracaso de un acto inviable, inútil. III Una hilera Mi arroz –dijo Li- se cultiva en una sola hilera. Tengo demasiado tiempo para el canto y más vergüenza que contento: recibo el salario por un trabajo nimio que sólo a mí puede alimentarme. Las dos hileras de Chen me compensaban. IV La lluvia La lluvia se ha llevado muchas flores que resistieron al invierno. La primavera hace que algunas cosas no sean ya las mismas. Los ojos de Chen no son los que alumbraron el largo y cálido verano que ella y Li pasaron juntos. V Pesar Una neblina de cendal cubre mi espíritu. La copa derramada frente a la botella vacía, me habla de mi pesar. No debí sustituirla por un falso aire renovado. Ahora es tarde. Era la flor que adornaba mi tallo. VI Soledades El falso aire renovado abandonó a Li Tiang una vez probó su simiente. La soledad inunda a los dos amantes. La vida escapa del cuerpo instantes después de que el amor lo haga de la vida. VII El agua, a veces El agua, a veces, no es agua. El bálago del árbol enrojece con la lluvia de un verano que muere, como esos ojos del amor agonizante, de un rubí encendido, por las últimas lágrimas. El agua, a veces, quema.

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11ºº C EN ND ER OB ME DE CEERRTTAAM REELLAATTO BRREEVVEE 22000033 ASESINATO DE UNA VELA DE CARLOS RODRÍGUEZ MAYO Fue una muerte necesaria. Había que quitarla del medio. Una turbia coalición de fuerzas se habían conjurado contra esa luz temblorosa que penetraba hasta el último resquicio de aquel universo en miniatura. El enemigo era una vela. Enhiesta sobre la mesa, dominaba los cuatro puntos cardinales. Ella se sabía sola, por eso desconfiaba de pactos y de alianzas, por eso, también, giraba su rostro, como un tornillo sin fin, como una llama de fuego, que atisbaba día y noche al enemigo. Su fuerza era su misma presencia, las razones que su luz aclaraba o descubría. Pero enfrente, escondidos en las hojas incontables de algunos libros de historia, disfrazados tras los marcos de los cuadros, los ciegos esbirros de la oscuridad esperaban su momento. La vela temía a la muerte; se sabía amenazada y tenía la certeza de que el reino que su llama iluminaba tendría que defenderse. Por eso sudaba cera e insistía en controlar los asuntos de las gentes con su fogosa mirada. Al menor movimiento extraño, retorcía su cabeza en un giro helicoidal y se aupaba hacia lo alto para ver en la penumbra la conjura de las sombras o el rumor de la venganza. Mientras tanto sus enemigos, los oscuros y los tristes, los fantasmas informes y todos los habitantes de las tinieblas se atrincheraban en sus cuevas y se armaban de argumentos. Con gestos inequívocos manifestaban su horror: "No es posible ser mejores bajo la luz enemiga", se decían. "El misterio nos apoya y la magia de la noche", repetían. "Acabemos con la luz incandescente", murmuraban en la sombra. Eran muchos, de colores desvaídos: grises, pardos o azulados. Eran fríos y pesimistas y hablaban como en susurros. Según ellos era precisa una guerra. Un ataque, precedido de amenazas, con negras y sucias trincheras y ejércitos incontables. Un ataque que condujera a un largo asedio para contagiarla el miedo que hiciera temblar su luz. Triunfó, sin embargo, otra idea: un ataque por sorpresa dirigido hacia ese rostro que en su danza desvelaba las formas del mundo execrable en donde ellos medraban. Un ataque inesperado para apagar ese fuego. Las tinieblas desterradas negociaron con las sombras clandestinas y acordaron proceder de esta manera. Designaron a un agente tenebroso -una tormenta de otoño- y pensaron en la estrategia. Este fue el plan diseñado: disfrazada con la niebla y protegida por el secreto, podría avanzar con sigilo y asesinar a traición. La noche la ocultaría y el viento enmascararía sus huellas. Los sicarios de las sombras saldrían de sus guaridas para llamar la atención y ocultarla en lo posible. Preocupada por los raros movimientos de sus enemigos, la vela no captaría la llegada de las nubes ni el peligro verdadero que le acechaba. Apenas se discutió el instrumento del atentado. No importaba si era muerta por disparos o ahogada, degollada o ahorcada. Tampoco importaba mucho el momento en el que fuera ejecutada. Importaba solamente que su luz se terminara de una vez: - "Hay que apagarla del todo. Como sea y cuanto antes"- se decían... Arrastrándose por la tierra, la tormenta avanzó lenta. Acompañada del viento que la ocultaba en el fondo de los valles, escondía su brutal naturaleza. La noche le daba refugio para avanzar sin ser vista. Tras el alba, tapizaba las mañanas con el gris de la tristeza, hasta que el sol la levantaba al atardecer. Era entonces cuando era más visible y cuando era más difícil dominar la violencia de esos truenos que con gusto expulsaría para asustar a los niños e imponer a todo el mundo su poder. Luchando consigo misma, conseguía a duras penas acallar esos sonidos ostentosos con masajes de silencio. Finalmente llegó el día: Primero emergió de la ciénaga. Siguiendo el plan diseñado, escala la plataforma en donde espera la víctima, tranquila en su palmatoria. Después, acecha tras un jarrón, aguarda el momento oportuno para saltar sobre ella. Tiene el éxito a dos pasos. Hace acopio de valor. Tan próxima está a la llama que podría hasta tocarla si quisiera. Finalmente, de repente, girando como un ciclón, liberando en un instante rayos, truenos y terror, resopla con todas sus fuerzas y estalla con violencia. La vela no reacciona. Ha sido decapitada. Sus latidos de energía se congelan y su sangre transparente se hace sólida, a medida que se enfría. Su cabeza, sin embargo, no aparece y hay quien piensa que la noche la ha raptado o que escapó de milagro hacia un remoto país. Lo evidente, sin embargo, es que la luz se ha apagado y que un diluvio amenaza con inundar de tristeza el ahora oscuro territorio. Los ojos que antes miraban se han cegado. Aunque el antiguo esplendor se ha esfumado y de la vela no queda más que un cilindro blanquecino y vertical, el recuerdo del color sigue atrayendo a los hombres que se juntan en su base y allí mismo se conjuran. Conscientes de la amenaza, los esbirros de lo negro, han escondido su cuerpo en una caja cerrada. Encierran a la esperanza. Tumbada en su oscura prisión la vela espera el rescate. Segura de su importancia, sabe que la buscaremos, cuando hagan falta los rayos de su ordenada cabeza o cuando el color nos resulte imprescindible. Entretanto, se han dormido las palabras en su boca incandescente. Ojalá que su silencio no sea eterno.

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22ºº C EN ND ER OB ME DE CEERRTTAAM REELLAATTO BRREEVVEE 22000044 GITANO DE LUIS ASENJO Enarca las cejas Nicomedes. Y tiene razón. Serpentea la insidia eterna por el cerro de la Magdalena. Está sentado en el tranco, contra el quicio de la puerta. Por detrás, una cortina hecha jirones alberga la penumbra de su secreto. A sus pies, un perro mugriento se restriega la panza para aliviarse el picor de las garrapatas. Como un halo reluciente, la pared de la cueva parece aislarlo del entorno. Sus ojos entrecerrados encubren una mirada cansada. Entre las grietas de sus labios, un caldo de gallina aguarda la yesca que lo prenda. La piorrea hace años que machacó su dentadura. Ahora su barbilla hace muecas con las encías ralas. La escena se repite cada día desde hace veinte años. Una tarde, la primera, se sentó para digerir el drama. Su mujer, apabullada por la muerte, agonizaba en el lecho entre el zumbido de las moscas. ¡Qué pelo azabache, qué mata más hermosa! La lejanía en el tiempo no ha logrado esquivar el pensamiento reiterativo de cada atardecer. Desde entonces quedó un trago de dolor en su garganta: su gitana, atrapada por la muerte en plena adolescencia, ajena a la aviesa elucubración de la amiga que le ofrecía canastos de mimbre, mientras la embaucaba con historias de viento. Esa imagen recurrente de su gitana con las tripas fuera, desangrada por las cuchilladas de Ramona, acabará por matarle a él también. Conoció a Rosario, su mujer, en Moreda. Hacia allí se había desplazado Nicomedes, en el tren de mercancías que llega hasta la capital, para asistir a una subasta de ganado. Le acompañaba Justo, su hermano mayor, con el porte orgulloso del primogénito que no ha sucumbido al hedor de la desidia por un plato de lentejas. La vio bajarse de un auto negro. Su mirada la desnudó, al instante, con lujuria fiera. Y supo que era para él. Horas más tarde, Nicomedes cerraba el trato con el padre de Rosario. Dos borregos y cinco mil reales a cambio de acunar la luna todas las noches. —Tú, ¿cómo te llamas? —Rosario —¿Edad? —Quince —Te habrán dicho que eres mía —Sí —Pues vamos. Aquí se acabó la feria. Cinco pasos por detrás del gitano camina el lucero. Merodean por el recuerdo de la niña los juegos con sus hermanas, sus muñecas, la superficie del espejo reflejando sus ojos, moteados de infinito. Descansan en el arroyo tras un día de agotadora marcha. Ella fluye ligera por el torrente. Él la mira de soslayo. El gitano corta una hogaza de pan con la navaja y le ofrece una rebanada y una onza de chocolate. Qué dulces, sus labios. La noche etérea, colmada de estrellas, despeja el camino. Al amanecer, exhaustos, suben las primeras rampas del cerro. Él gesticula inquieto, hace de improvisado guía, le muestra el sendero. Ella avanza con un pálpito. Qué hermoso es el gitano. —Aquí es. Entra Rosario obedece silenciosa. Inclina la cabeza y traspasa el umbral. Espera —dice Nicomedes, tomándola del brazo. El tacto masculino enciende el vello púber de su cuerpo. Se detiene y por un instante le flaquean las piernas. ¡Ramona, Ramona! Ven acá —grita el gitano, súbitamente irritado. Qué quieres —responde una voz somnolienta. Que vengas —ordena el hombre, apremiante. Ramona sale despeinada y cuando acerca la lengua para lamer la tetilla derecha del gitano, descubre detrás de su hombre la figura que se le aparecía en sueños, la mujer que tramaba su desgracia en sus pesadillas más atroces. Esta es Rosario. Mi ama. Entrégale la llave, coge tus cosas y márchate —añade Nicomedes, sin inmutarse. El mandato ha sido fulminante. Sobran las palabras. A los pocos minutos de concluir la escena, en el ambiente todavía se puede respirar la tirantez de las injurias no proferidas. La reina destronada abandona la cueva con su atillo al hombro y una lata para mendigar. Clava sus ojos en la usurpadora, y ya está. Mañana, con el tiempo justo, pensará la maldición más dañina. Destila veneno el alba. La mujer despechada marca con odio el frontispicio de la puerta. Y se aleja murmurando palabras incomprensibles, pronunciadas en un idioma muy antiguo. Tres cuevas más arriba, Antonio Cortés, gitano de cintura estrecha, bulería desaliñada para extranjeras, la invita a pasar. Ya no saldrá. Tiene un nuevo hogar y el objetivo de su venganza al doblar la esquina.

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33ºº C EN ND ER OB ME DE CEERRTTAAM REELLAATTO BRREEVVEE 22000066 EXTRAÑAS CASUALIDADES DE JUANA CORTÉS AMUNÁRRIZ Observo cómo te retuerces un mechón de pelo con el dedo índice. Ese gesto tuyo indica que vas a decir algo que te preocupa, te desagrada o te incomoda. El pelo, demasiado corto para envolver tu dedo, se riza y tú buscas las palabras adecuadas. Las eliges con cuidado. Tú tan detallista y yo tan despistado. Parece mentira que llevemos juntos más de diez años... Tienes mala cara, has dicho. Pero sé que no te preocupa sólo mi aspecto, sino ese silencio en el que me he sumido estos días. Te he descuidado un poco, es cierto. Estas últimas noches me acuesto antes y doy vueltas en la cama mientras tú ves una película o lees un libro. Por la mañana me levanto muy pronto y salgo a correr, aunque haga frío. Ya no corro, simplemente camino rápido, hasta que siento los dedos congelados y entonces vuelvo a casa. Cuando entro tú ya estás preparado y me besas con suavidad antes de coger el ascensor. Se cierran las puertas metálicas y yo retengo durante unos segundos el olor de tu aftershave. Hace tiempo que no hacemos el amor, lo sé. Es otro motivo por el que jugueteas con el mechón de pelo. Quizás debería decir lo siento, pero no sé por qué no lo digo. Qué extraño resentimiento lingüístico. Debería aprovechar la ocasión para hablar y contártelo todo. Sí, creo que ha llegado el momento. Te diré que me suceden cosas... Algo que no sé explicar. Quizás esté un poco tarado, quien sabe... Hace unos días, por ejemplo, iba en el metro, adormilado y, de repente, escuché una conversación que me llamó la atención. Aquella mujer, porque era una voz de mujer la que oía, le contaba a alguien la historia de una niña que se había perdido en el bosque. Cómo se había quedado rezagada y se había apartado de su grupo. La excursión escolar se había convertido en tragedia. Cayó la noche y la gente la buscaba en el bosque, en las colinas. La mujer describió los haces de luces de las linternas, los ladridos de los perros… Ella había soñado que alguien la llamaba pero no había salido salir de su sueño de hielo y frío. La encontraron al día siguiente, entre los arbustos en los que había dormido. Estaba bien; parecía que no le había pasado nada. Sólo quedaron aquellas pesadillas que ella nunca supo describir. Su aprensión a los sonidos bruscos, a las sombras repentinas. La vida continua, dijo la mujer, sólo que nada vuelve a ser igual. El miedo es otro órgano; como un brazo, una pierna… Está ahí. Hay que atenderlo. Cuidarlo. Convivir con él. Intenté girarme; quería ver a la mujer pero no podía. Entonces, el metro se detuvo, se abrieron las puertas y la persona que buscaba se perdió entre la multitud. Me bajé del vagón a empujones pero no pude reconocerla. La perdí. Me quedé allí, solo, en el andén. Mi corazón latía acelerado y me sudaban las manos. Aquella mujer, que sin duda era la niña perdida, había contado mi propia historia. Tú la has oído mil veces... La mujer se fue y sentí que se llevaba una parte de mí mismo. Me hubiera gustado tanto mirarla a los ojos y ver qué escondía su mirada… Estuve alterado todo el día. Y no, no me digas que sólo es una casualidad. Hay más... Me han sucedido otras cosas extrañas... Unos días después volví a escuchar una nueva conversación en el metro, esta vez entre un chico y una chica. Sólo podía verlos de perfil, entre una maraña de brazos. Parecían jóvenes estudiantes y ¿sabes de qué hablaban? De Dios. De la vida. Allí, en medio del vagón, entre gente que sudaba, que se rascaba la oreja, que bostezaba, ellos hablaban de Dios. Y lo más extraño es que yo tenía la sensación de que hablaban para mí. Ella decía que había vuelto a creer en Dios a causa de los conejos. Le había sucedido de repente. Tenía que trabajar con un conejo. Era un trabajo difícil, decía la chica. Es muy fácil que el conejo se muera, bien de stress, bien porque se le rompa la columna vertebral. Suele suceder. Tú intentas hacer tu trabajo con el conejo pero de repente está muerto. Un cero y a septiembre. Pero aquel conejo... Estaba segura de que se iba a morir. Tuve la certeza de que la vida se le iba, lo sentí en su forma de temblar en mis manos. Aquellas convulsiones me hicieron desear salir corriendo. Notaba cómo su cuerpo de algodón se vaciaba; se estaba convirtiendo en un pobre peluche. Y entonces sucedió. Su cuerpo reaccionó espontáneamente. Creo que Dios tocó su piel suave con sus largos dedos invisibles. Y yo aprobé el examen. Aquella conversación me impactó; no podía dejar de darle vueltas al asunto. De alguna forma sabía que aquellos chicos que hablaban de Dios, me hablaban a mí. Me obsesioné con el conejo superviviente. De nuevo tenía en mi cabeza pensamientos inusuales, pensamientos kamikazes. Eran inútiles pero a la vez muy inquietantes... Y me ha ocurrido más veces. Pienso en algo o en alguien y luego sucede... Ayer, por ejemplo, recordé a Isma. Alguna vez te he hablado de él, mi amigo de la infancia, el que se tiró por una ventana una Nochebuena que soplaba el viento sur. Nunca soportó ese viento; le enloquecía. Pues bien, hacía años que no pensaba en él. Entonces levanto la vista y en el cristal de enfrente está grabado ese mismo nombre: Isma. No Ismael, no, sino Isma, como le llamábamos nosotros. Y a mí me da un vuelco el corazón. Y no me digas que ha sido al revés, que primero vi el nombre grabado y luego pensé en Isma, porque estoy seguro de que no fue en ese orden. Ya tenía a Isma en mi pensamiento cuando bajaba las escaleras automáticas y recordaba su forma de arrugar la nariz cuando algo no le gustaba. Y lo que ocurre es que todas estas casualidades me han trastornado. Me siento un poco loco. Alguien cuenta su historia, que es mi historia, a mis espaldas. Me obsesiono con los conejos estresados y con la facilidad de los animales de laboratorio para morirse en mitad de un examen. Me he vuelto vulnerable. Cualquier cosa, incluso un simple nombre grabado en un cristal puede alterarme. No sé... Tengo miedo de descentrarme. De acabar un poco ido Y ¿sabes qué es lo peor de todo? Lo peor de todo es que si todas esas casualidades quieren decir algo, me indican algo, me señalan un camino, debo entenderlas. Debo seguirlas. No entiendo por qué demonios Dios, o quien sea, me habla en clave y hace que me sucedan cosas que me desconciertan. Me envía a unos adolescentes estudiantes de veterinaria. Me lee el pensamiento y lo graba a navaja en un cristal... Porque lo que yo quiero, lo que necesito, es comunicarme con él. Tengo que decirle que deje de jugar con estas cosas. Que yo ya sé que está ahí. Que ya me lo ha demostrado. Pero que, por favor, ahora haga algo serio. Que se deje de chorradas. Quiero pedirle que, si es tan poderoso, utilice su poder para algo importante. Para curarme, por ejemplo. Porque hace ya unos días que el médico me dio los resultados de las analíticas y ¿sabes? te mentí. No quise hacerlo pero la verdad se me quedó dentro, pegada a las costillas, enredada en mi esternón. No pude decírtelo. Disimulé el malestar e inventé palabras que sonaran bien, que no te asustaran y te hicieran daño… Sí, tienes razón; las defensas bajan en picado. Sabíamos que sucedería desde que me detectaron los anticuerpos… Creo que ha empezado la cuenta atrás… Está bien, ya te lo he dicho. No sabía cómo hacerlo. No es fácil decir a alguien a quien amas que las cosas se han torcido, que lo que hemos temido tanto tiempo, va a suceder. Porque aunque creas que estás preparado, es mentira. Nunca se está dispuesto. Te sientes perdido, estresado, como el conejo del laboratorio. Sólo que él se muere sin darle vueltas al asunto y yo... Yo quiero encontrar a Dios y hablar con él cara a cara. Pero no me mires con esos ojos tan tristes. No sigas retorciéndote el mechón de pelo. No lo hagas más, cariño. Te necesito como has sido siempre. Con tu sonrisa y tus excentricidades. Con tu facilidad para meter la pata en las conversaciones. Con tus obsesiones, tu ternura y ese envidiable sentido del humor. Necesito tu mano en mis manos mientras vemos las noticias. Tus pies fríos en mi cama. Ven a mi lado, amor mío. Apoya tu cabeza en mi hombro... Mañana, en el metro, estaré atento. Le buscaré. Esta vez no se va a escapar entre la multitud. Y cuando hable con él, todo se solucionará. Estoy seguro.

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44ºº C EN ND ER OB ME DE CEERRTTAAM REELLAATTO BRREEVVEE 22000077 UN RAMO DE MARGARITAS Y UNA PELÍCULA DE WOODY ALLEN DE MONTSE RUBIALES MÉNDEZ Julio 1959 Subí las escaleras presurosa, pues deseaba verla y abrazarla y sentirla otra vez en mi. Aún podía percibir su olor, que se había posado en mi cuello, y las piernas seguían temblándome, después de que hubiéramos pasado la noche practicando el diálogo del deseo. Llamé al timbre, ella me abrió la puerta y el mundo quedó lejano. Otra vez estábamos solas en nuestra urna de cristal ahumado, rodeadas de flores frescas y paredes blancas que se iban cubriendo con los matices de nuestro amor. Me cubrió con su cuerpo ansiosamente, como si temiera perderme, y me dibujó en su mirada, tierna y provocadora. Al sentir su beso, huyeron de mí todos los miedos, y mis manos se entregaron lentamente a su cintura. Me deseaba, y yo la deseaba a ella. Como aquella vez que la vi en el cine del pueblo. Como aquel lunes de febrero que coincidimos en el economato. Como siempre. Nos deseábamos a pesar de los límites, a pesar de nuestro forzoso aislamiento, a pesar de todos... Sólo éramos dos mujeres amándose en un mundo enrevesado y poco comprometido. Después, las dos yacíamos relajadas en la cama, abrazadas y extasiadas. Nuestras respiraciones, antes aceleradas, fueron estabilizándose poco a poco, y el sudor de nuestros cuerpos se evaporó, dejando en la habitación un dulce aroma a sexo. Al cabo de un rato, María se durmió y yo miré hacia el techo, vacío de respuestas. Vi como los temores fueron apareciendo de nuevo, uno tras otro, y se posaron sobre nuestras siluetas. Vi cómo me sonreían, hambrientos de mí. Me aferré con fuerza a Maria y posé mis labios hinchados en su mejilla. Cerré los ojos y observé aquella escena. Su cuerpo, menudo y vigoroso; el mío, moreno y delgado. Su cara, relajada, con una leve sonrisa de satisfacción en el centro; mis ojos abiertos, rellenos de incertidumbre, temerosos al pensar en la posibilidad de perderla.. Muchos años después Temerosos al pensar en la posibilidad de perderte... Esta noche no he podido conciliar el sueño y mis brazos, vacíos de ti, siguen buscándote entre las sábanas frías de esta cama castrada. A pesar de que han pasado los años, aún no me hago a la idea de que te has ido sin querer irte y no quiero resignarme a cambiarte por un puñado de recuerdos. Sentada en el porche, con el viento revoloteando entre mis canas, escucho el sonido del silencio, sofocado por el crujido de la vieja mecedora en la que tú solías pasar las horas. Toda una vida agarrada a tus manos y ahora no sé qué hacer con las mías. Toda una vida... ¿y ahora?. *** Este atardecer se empeña en endurecer mi dolor sin compasión. He bajado la colina, acompañada de mi oscura sombra, he parado mis pies, cansados de tanto buscarte, y he esperado a que el polvo del camino se asentara de nuevo. Al mirar al frente, he visto tu calle, sinuosa y empinada, y la puerta de tu antigua casa, testigo de besos furtivos y caricias ilegales. No quiero seguir mirando pero miro, y te veo a ti, y me veo a mí, y nuestras palabras parecen demasiado lejanas para recuperarlas y demasiado cercanas para evitarlas. Sé que si cierro los ojos podré llegar a escuchar tu voz y el tintineo de tu pulsera al mover las manos. Y sé que si me esfuerzo conseguiré imaginar que no ha pasado el tiempo, y que mis arrugas se han extinguido de este rostro derrotado. *** He llegado al cementerio y sigue siendo demasiado duro pensar que estás ahí, rodeada de tierra húmeda, abrazada por desoladores cipreses...Te he traído margaritas amarillas, las mismas que han adornado nuestra casa día tras día, y la última película de Woody Allen. Quizá puedas verla allá arriba... Nunca se sabe; el cielo debe sorprender a cualquiera y existe la posibilidad de que sea un lugar muy diferente al que esperamos. En realidad, alguien me dijo una vez que los ángeles llevan ropa interior de color negro y que los demonios, durante las vacaciones, juegan al golf y hacen obras de caridad. Me siento sola... Una anciana ya no debería temer a nada, pero te extraño. Extraño tus sorprendentes palabras, acuarelas del alma, esas que siempre lo hacían todo más fácil, y el regazo de tus pechos, donde yo pasaba horas. Extraño el contacto de tu mano en mi pelo, y el aroma a limón que desprendía tu cuello. Extraño que me mires, que me cuides, que me sigas conquistando... *** Como todos los viernes, acudo a nuestra cita. Mientras camino divagante por las calles tupidas de gente, pienso en todas las cosas que voy a decirte cuando te vea. Voy hacia ti. Hacia nuestro banco de madera vieja y pintura desconchada. Nos sentaremos y miraremos el mar azul, tú me leerás un fragmento de uno de tus libros, y yo desearé que no acabes nunca... Voy hacia ti, seducida por el recuerdo de tu voz entrañable y el calor de tus manos. Voy hacia ti y ya distingo a lo lejos el mirador. Sé que estás ahí, esperándome como siempre, mirando el reloj impaciente. Camino acelerada porque no quiero que te canses de esperar. Estoy llegando, no desesperes, cariño... Voy hacia ti a pesar de todo, a pesar de todos, a pesar de la realidad. He llegado al mirador. Mis ojos te buscan y no estás. Miro hacia nuestro banco primero, hacia otros bancos después... VACIO. A pesar de que mi mente se empeña en no verte, mis ojos siguen mirando hacia allí, como si esperaran que aparecieras de repente. La gente me mira, y mira hacia el banco también, y me dicen aunque no me lo digan: "No está. Sea quien sea no está. ¿No te das cuenta?". Y yo los miro a ellos. Siento como la decepción se introduce por las fisuras de mi corazón, y lo va resecando un poco más. Voy deshaciendo mis pasos torpemente, mientras sigo mirando hacia nuestro banco de madera vieja y pintura desconchada. Empieza a oscurecer y las luces amarillas de las cafeterías del mirador ya se han apagado. SILENCIO. Vuelvo a casa, con las manos en los bolsillos de mi vieja chaqueta de lana, y tu rostro reflejado en mi mirada perdida. Me siento vacía. Vacía y sola como nuestro banco. Vacía y sola sin ti. Recorro las mismas calles, ahora desiertas de gente, y sólo deseo que llegue otro viernes...

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55ºº C EN ND ER OB ME DE CEERRTTAAM REELLAATTO BRREEVVEE 22000088 COMPROMISO DE BARRO DE GINÉS MULERO CAPARRÓS El alfarero espera a la noche para salir con su carretilla y su pala cruzada a la espalda. Se siente como un ladrón por salir a hurtadillas, con la capa de la oscuridad como aliada. El alfarero tiene sus años, su pensión no le da para subsistir y sigue trabajando bajo la luz de un candil modelando el barro para hacer porrones y vasijas que vende en un puesto de carreteras sin pagar impuestos, con el miedo encaramado a los ojos: no quiere que le descubran y que el subsidio misérrimo se vaya a hacer puñetas por un chivatazo inopinado, la gente del pueblo tiene a veces una lengua desbocada. Tantas cosas se le han ido al garete en la vida… Por eso sale disfrazado de mendigo, con una capucha raída por las ratas, con una camisa de pana mordida por el tiempo, con unos pantalones de pana arañados por la suciedad, arrastrando el metal pesado: un muerto de carretilla. El camino hasta el lodazal no es largo, pero la artritis le lleva desasosegado, hasta tal punto, que no se sabe quién tira de qué o qué tira de quién. El viejo ha vigilado la casa baja y desvencijada de enfrente. Mala noche ésta para salir agazapado: hay ojos que brillan como luciérnagas y se clavan en la negrura como espadas de luz. La viejecita de enfrente tiene un velatorio y por su casa han pasado a mansalva familiares y allegados. Su marido se ha muerto de tuberculosis; extraña enfermedad para morir en estos tiempos modernos. Era un campesino honrado y bonachón, pero entre ellos no se hablaban, un día lo decidieron así y hasta el día de hoy... Todo el pueblo pasa en procesión haciendo los honores finales a la viuda. Hay un silencio que destroza los oídos. Sólo alguna plañidera estrella de vez en cuando su llanto hipado contra los muros interiores, pero es amortiguado por familiares que ruegan silencio, como si el apócrifo llorar fuera un pecado venial. El viejo alfarero teme que chirríen las ruedas y recorta la respiración, intentando almohadillar el ruido de su montacargas. Huele a heno, muchos pueblos lindantes huelen también a heno, otros a estiércol, con tanta granja. Nuestro alfarero piensa que aún tiene una oportunidad y eso le hace acelerar el paso por el sendero pedregoso. Ramas afiladas le rasgan el rostro arrugado haciéndole grietas sangrientas, pero no le importa, se siente un guerrero anticuado que todavía puede, a pesar de los años, conquistar. El viejo alfarero no puede llevar linternas: no quiere ser descubierto robando la tierra mojada de todos, junto a la marisma. Podría llegar al sitio a ciegas, ha recorrido mil veces el laberinto arenoso. Jadea. Ya no se ve la casa de su amor de tantos años. Se para a respirar. Quiere mirar al cielo para coger aliento, la espesura le impide ver las estrellas, pero puede recuperar el resuello. Se mira las uñas llenas de barro antiguo, sus manos parecen de lodo, sus botas están sucias de cieno. Avanza, trastabillándose, pero avanza. Se siente un hombre de barro, con la pesadez que tiene esa materia prima, pero avanza. Le lloran los ojos ancianos, le lloran y le brillan. Ve turbio, pero avanza. Le queda una, sólo una oportunidad, y la tiene que aprovechar. Cuando llega al lodazal lo inspecciona. Elige el barro húmedo de mejor calidad y hunde la pala como si entrara en la mantequilla. La urgencia le hace cavar sin descanso hasta que piensa que tiene suficiente lodo para su obra, no necesita abusar del oro marrón. Oye el siseo de una serpiente de agua. El croar de unas ranas. El viento que corta como cuchilla de afeitar. Huye apesadumbrado, tirando de la carreta con vehemencia. Cree desfallecer y sigue arrastrando, exhausto. Saca fuerzas de donde no la hay: del fondo de su alma. La carreta se queda atascada. Piensa que no la podrá sacar, que ahí se acabará su odisea, su sueño, su esperanza. Escarba como un poseso con las uñas en la tierra mojada. Una y otra vez. Inútil. Llora con lágrimas de cenagal. Se siente impotente, roto como uno de sus jarrones mal cocido, un desastre de la naturaleza. Se sienta destrozado, sin darse cuenta de la humedad del charco, sin notar las angulosas piedrecillas que le aguijonean las nalgas. No puede rendirse así. Coloca un tronco bajo las ruedas y empuja desgarrándose la piel de las manos. No le importan las llagas, no quiere perder el último resquicio de vida que imagina que le queda. Consigue extraer la carretilla con la futura pieza de arte que ahora mismo es un amasijo de tierra y agua. Vuelve destrozado y aún le queda todo el trabajo por hacer. Entra en su casa y quiere pensar que no le ha visto nadie. Se enjuaga las manos para empezar su obra. Suda copiosamente. Da gracias al santísimo por haberle dado fuerzas y permitirle salir de una muerte segura, porque si no conseguía regalarle a la viejecita de enfrente su deseo de barro, su corazón, dejaría de latir. Había esperado tanto tiempo, tiempo de silencio, de morderse la lengua… El viejo alfarero se sentó en su taburete frente al torno. Pisó el pedal como si fuera el acelerador de un coche. Acarició el barro con las dos manos mientras rodaba y lo sintió como si modelara algodón. Siguió pedaleando y acariciando una hora, dos, toda la noche, hasta estar satisfecho con su obra. Empezaba a amanecer triste: estaba nublado, una llovizna finísima empezaba a caer como quién no quiere la cosa, la atmósfera era grisácea… Nuestro alfarero hizo una tapa preciosa para la vasija. Dibujo con precisión en el barro unas figuras abstractas con un temple de precisión sublime. Miró el reloj biológico de su corazón: latía desaforado, pero eso no impedía que sus dedos se movieran con una excelsa pulcritud. Con un escalpelo repasó el bajorrelieve. Colocó la mejor pieza de artesanía que había hecho en su vida en el horno. Desquiciado, esperó que se horneara. Abrasándose las manos la extrajo y la pintó de negro. Con un pincel de pelo de caballo la barnizó para que brillara con su mejor esplendor. Con una ternura indescriptible la puso en el patio techado para que se enfriara con la baja temperatura medioambiental. Se duchó con la desazón de un jovenzuelo enamorado, embadurnándose al final de agua de colonia. Se ajustó el nudo de la corbata negra sobre la camisa blanca, la única que tenía de lycra. Se engalanó con su traje negro, el exclusivo de los entierros. Y salió de su taller con su ataúd de barro. Conocía (ya se sabe cómo funcionan los rumores en muchos pueblos pequeños), que el viejo de enfrente que le había robado su amor hacía más de cincuenta años quería que lo incineraran. El alfarero anduvo los treinta metros que le separaban de la ilusión, del renacimiento propio, aguantando una lluvia que se había hecho espesa. Entró por primera vez en la casa desvencijada de su amor secreto. La vio enlutada, pero preciosa. Preciosa y con las lágrimas detenidas en medio de las mejillas. Ella le miró con una sonrisa triste y tímida, pero sonrisa al fin y al cabo. —Le acompaño a Usted en el sentimiento —y le ofreció un viejo anillo de compromiso camuflado, en la base de la urna. 14


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