Catalogo fotografía

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CRÉDITOS Lenín Moreno Garcés Presidente de la República Patricia Cepeda Directora de Gestión Cultural Iván Cruz Curaduría Iván Cruz y Micaela Ponce Museografía María Gabriela Villacrés Martínez Dirección Editorial e Investigación Williamns Kastillo Corrección de textos Adrián Tambo María José Ormaza Dirección de Arte Gráfico Gabriela Lemus Gabriel Ortega Fotografía Alex Carrera Daniela Puruncajas, Roberto López, Erick Noboa, Juan Carlos Sisalema, Christian Oleas, Freddy Revelo Dirección Logística




INTRODUCCIÓN La Presidencia de la República rinde homenaje al Puerto Principal, en sus 197 años de independencia, con la exposición “Guayaquil, astillero del mar del sur”, en el marco de Arte en Palacio. Y es que no sólo es el Puerto Principal, sino -como se la llamara en época colonialAstillero Real. Siempre hemos visto la playa como límite. Nunca como punto de partida. Una puerta que nos abre a un mundo maravilloso: grandes olas, formas de navegación, piratas, barcos hundidos, estrellas, la lectura de los cielos… Los barcos son construcciones asombrosas que llevan misterios, historias, leyendas de antaño. Y cuando los podemos tener a la mano, como las extraordinarias maquetas que hoy exponemos, nos parece que todo ese mundo es asible, casi legible. Nos sentimos habitantes y dueños, hacedores y capitanes. La rica flora del golfo de Guayaquil y el gran río Guayas con sus mayores afluentes: el Daule y el Babahoyo, posibilitaron la construcción de grandes navíos que permitían el control del mar. Desde Valdivia y Chorrera, pasando

por Bahía y los Manteños, se evidencia que desarrollamos la navegación en alta mar desde épocas tempranas, así como el comercio a larga distancia y gran escala. Los astilleros de Guayaquil eran -de largosuperiores a todos los demás de ambas Américas y a los más célebres de Europa. Guayaquil se transformó en la cara que mira al mar y armó la flota del Mar del Sur, con navíos de gran capacidad y de larga duración, lo que le dio fama en el mundo naviero. Con este tributo a Guayaquil y su aporte, no solo a la historia marítima sino a la trayectoria cultural del país, rendimos también homenaje a su maravillosa diversidad. Esta exposición contó con la entrañable colaboración de muchos amigos, coleccionistas, instituciones y artistas que constan a continuación. A todos ellos, un cálido agradecimiento por ayudarnos a enriquecer este proyecto de Arte en Palacio. Un especial reconocimiento a los maquetistas Marcelo Troya, Fernando Proaño y Oscar Martínez sin cuyo minucioso oficio la idea de esta muestra no habría nacido, ni habría sido posible llenarla de tanta magia, aventura y descubrimientos. Lenín Moreno Garcés PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA


AGRADECIMIENTOS A la Armada del Ecuador: Contralmirante Renán Ruiz. Al Instituto de Historia Marítima, INHIMA y su director, Capitán de Fragata (sp) Mariano Sánchez Bravo. Al Ministerio de Defensa. A la Subsecretaría de Memoria Social del Ministerio de Cultura y Patrimonio. Al aporte académico de: Víctor Hugo Arellano, Fernando Mancero Coloma, Ernesto Salazar y Juan Véliz Alvarado. A Luis Guerrero y al Astillero Guerrero. A la colección personal del capitán Alberto Edmundo Dillon Granda en Ballenita; el fondo Mar del Sur en Casablanca en la provincia de Esmeraldas. A los generosos prestatarios de los bienes culturales que integran esta muestra: Abel Castillo, Alfredo Bastidas, José de la Paz, Fidel Egas, Germán Ortega, Juan Fernando Salazar, Capitán Byron Terán, Eduardo Zambrano, Cmdte. Carlos Zumárraga y a los coleccionistas que nos han solicitado mantener su nombre en reserva. Un especial reconocimiento a los maquetistas Marcelo Troya, Oscar Martínez y Fernando Proaño sin cuyo minucioso oficio esta exposición no hubiera sido posible. A Diego Melo y Miguel Angel Cazar.


ÍNDICE


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LIENZO MURAL DE QUITO EN 1900 Fragmento de “Retablo de una Generación Decapitada”1 Raúl Andrade 2

Imaginaos una aldea de topografía ondulosa y quebrada, hecha como para organizar el tráfico de huracanes helados. Aldea de casas chatas, sobre cuyos tejados uniformes se yerguen campanarios desafiantes que taladran el cielo con sus agudas cúpulas y el alma de las gentes con el tañido lúgubre y ronco de las campanas. Por los muros desconchados y grises, trepa la hiedra y se derrumba el cansancio. De los viejos aleros claudicantes cae una pertinaz garúa de tedio que va a formar una verdosa ciénega de angustia. En las esquinas de las calles que por las noches intentan alumbrar farolones de vidrios rotos a pedradas, resuenan voces aguardentosas y profundos lamentos de guitarras. Todo es tranquilo, medioeval, provinciano. En voz baja y medrosa las abuelas relatan desvaídas leyendas. El fusilamiento de Maldonado; los asaltos camineros del Frías, bandolero sentimental, y de la Manta Negra; y aquella final pirueta de don Gabriel, devoto y sangriento azote, bajo la cuchilla de Rayo, surgen de la tiniebla y cobran plasticidad al vacilante resplandor de velones de sebo. Por las callejuelas centrales golpean los cascos rítmicos, acompasados y tenaces, de caballos que arrastran victorias y landós dirigidos por cocheros de chistera de alta copa y levita cruzada. Sobre asientos mullidos los petimetres procuran mantenerse en equilibrio digno para poder copiar las actitudes caras al tercer cuarto del siglo XIX. Los caballos, los coches y los cocheros, son negros, lustrosos y enhiestos. Ruedan sobre las calles, desparramando una alegría ostentosa, metálica y restallante.

1- Revista de la Escuela de Bellas Artes, N° 7, julio de 1940, pp. 28-30. 2- (Quito, 1905-1981) Ensayista, periodista y dramaturgo.

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Las mujeres —recatadas y melancólicas mujeres de aquel tiempo— atisban con timidez, tras de la malla del visillo, el pasar desdeñoso de los coches... Para, luego de un hondo suspiro delator, reemprender él bordado interminable en el telar de su esperanza: Las casas son ventrudas, los tejados musgosos, las ventanas de reja. Pero éstas, son floridas y allí repasan los canarios su dorado silbido. El sol se almacena en grandes patios cuadrados y el agua de la lluvia para el preciso menester doméstico, es recogida en pesadas pailas de cobre.

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Después de la primera misa, en la mañana fresca aún, de ventanal a ventanal —y mientras las domésticas sacuden las alfombras y vuelcan sobre el transeúnte el contenido de los floreros de los oratorios— se instala una tertulia de vecindad. Matronas circunferenciales y honestas —abominable olor de santidad— se dejan escarbar las abundantes cabelleras por azafatas de confianza. Las muchachas llevan vestidos largos, tienen menudos pies y talles lánguidos, los bustos desafiantes —dentro de sus corazas barbas de ballena— los ojos, negros y los labios húmedos. Portan enormes moñas o breves rizos nerviosos se agitan como alamares sobre las gargantas morenas. Comentan el sermón del orador religioso de moda, con un fervor que vuelve ardientes sus pupilas bajo la visera de las pestañas. Un fervor semejante al que, hoy, muchachas de belleza químicamente pura, ponen al comentar la osamenta de orangután de cualquier astro de la pantalla. Por entonces el artificio es un recurso inédito. No hay uñas rojas, ni cejas de finura inverosímil,

ni cabelleras rubias al oxígeno. Sobre el busto ceñido por costosa manta de seda, apenas si vuelcan unas gotas de modesta y dulzona “agua de kananga”. Mr. Guerlain y Mr. Coty son autores desconocidos. Una mujer “en cuerpo”, como suele decirse, tocada, con aquellos descomunales sombreros, empenachados de caprichosos plumajines y una boa de piel caída sobre los hombros —por Dios!— provocaría el amotinamiento de las beatas para deleite del cazador furtivo de sonrisas. Por ello, el coche es elemento indispensable. Y es que, a pesar de la gracia alada que ponen las mujeres en recoger la punta de la saya mientras llevan en equilibrio la sombrilla de encajes, hay que imaginarse también el deslizarse de un traje de cola, sobre las piedras ásperas y menudas, tapizadas de desperdicios. A hurtadillas, en vigilias desmesuradas y a la luz de bujías de estearina, siguen el itinerario doliente de “María” o el Jorobado de Lagardere y amanecen sus párpados enrojecidos suavemente. Los pudibundos autores permitidos por el confesor familiar exasperan el fastidio de los días sin fin o suplen con ventaja a los hipnóticos. En el pueblo hay un consumo inmoderado de siesta. Festines preferidos —por los demás, los únicos— constituyen la misa mañanera y las retretas de domingo. A las visitas es preciso llevar finos pañuelos de batista para depositar, al disimulo, los bostezos. La noche de retreta se anticipa la hora del yantar. Las burguesas, con arcaicos sombreros, mantas de terciopelo o seda y zapatos de tacón ancho, marchan disciplinadas y uniformes vigiladas por la mirada paternal. Luego sigue


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la gente de servicio. Disimulados en la sombra y a cautelosa distancia, vienen los pretendientes suspirantes. En la “plaza grande” con paso mecanizado y ritual, al ritmo de “El Trovador” o “Rigoletto” —música ultrarrefinada que hace un montón de tiempo y a lomo de mula introdujera cierta intrépida compañía de cantantes napolitanos— se gira en torno a un obelisco de granito, por cuyos escalones trata de huir un león de bronce de fauces condenadas al bostezo sin fin. La ronda nocturna concluye en la refresquería de la “parda” Teresa, frente a un charol de quesadillas y sendas raciones de helados.


El pueblo, al parecer, lo forma un solo barrio. Del Tejar a la Tola, de San Sebastián a San Blas —sus cuatro puntos cardinales— las noticias ruedan de boca en boca .y se filtran por las rendijas de viejos portones inmutables, claveteados de orinecidos herrajes. La gaceta —como llaman las cocineras a los diarios— no tienen razón de ser y apenas sirve para envolver vituallas en las pulperías o, como ahora, para otros inconfesables menesteres.

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Poco tiempo atrás ha llegado la primera locomotora rechinante. La pilotean rubios gringos que fuman su aromado tabaco en cortas pipas de brezo y apuran grandes vasos de raras bebidas ardientes. El carpintero José y el zapatero Simón, pasan en sus talleres la jornada, silbando aires serranos, interrumpidos sólo por el batir de alas y el canto de guerra de los gallos de riña. En compañía de sus mujeres —la comadre Tomasa y la vecina Clara— salen las tardes de domingo, guitarra bajo el brazo y una cantimplora de caña, rumbo al límite urbano, tradicional ejido verde y rumoroso. Vieron llegar de lejos con supersticioso silencio y hondo temor informe, a la locomotora reluciente. Su instinto les hizo adivinar a un enemigo oculto en las calderas. Que acechaba la oportunidad para engullir la tranquilidad pueblerina, aderezada de tradición y de costumbres patriarcales.


Un día —heraldo encarnado de la catástrofe— surge por las calles del pueblo un extraño armatoste elefantiástico de vivo color brillante que ocupa todo el ancho de la vía. Y de manera milagrosa o diabólica, sin que ninguna fuerza visible le de impulso, rueda sobre macizos discos, trepidante, estridente, entre grandes bocanadas de humo, emitiendo guturales aullidos de fiera en libertad. Las gentes se sobrecogen de espanto. Se paraliza el tránsito raquítico. Las viejecitas beatas y las robustas cocineras, que en apiñados grupos departen bajo el sol de la mañana, huyen empavorecidas, persignándose de prisa y mascullando plegarias a la Virgen de las Mercedes, a la Santísima Trinidad y a otras personalidades de buen ver e influencia en la Corte Celestial, mientras se precipitan en los raros zaguanes entreabiertos. Se diría la visión profética del Apocalipsis del Apóstol San Juan. Alguna viejecita muere de espanto. Es que ha hecho su aparición el primer automóvil. Un automóvil antediluviano y cavernícola. El terror es, pues, justo. Por lo demás, muy semejante al que podría provocar, en Londres, la repentina aparición de un ictiosaurio cabalgado por los señores Hitler y Mussolini, con acompañamiento de gases ponzoñosos. El pueblo se conmueve desde sus bases. En los púlpitos, tal vez se clama contra el advenimiento de la barbarie. Pero, no se ha inventado aún el comunismo, epíteto que justifica todas las estupideces. De los claustros familiares, las mujeres — mujeres al fin— se precipitan a los balcones rompiendo la clausura monástica. Ya nadie pasa tranquilo en el resto del día. Se

suceden las riñas, los desmayos, las crisis nerviosas. Por primera vez el carpintero José y el zapatero Simón abandonan temprano sus talleres y, en el estanco de la esquina, se demoran hasta casi las nueve de la noche, bebiendo caña clara y jugando a las cartas. Y. por primera vez, al regresar a sus hogares, golpean a sus mujeres. Pocos días más tarde el pueblo sufre otro sacudimiento dramático. Se ha cometido el primer crimen pasional. Las comadres se convierten en otras tantas ediciones extraordinarias del periódico oral. Y es que, tras las primeras revelaciones, el pueblo ha dejado de ser adolescente impúber, para convertirse en ciudad. . 7


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QUITO, CAPITAL DE LAS NUBES MEMORIA DE LA PIEDRA

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Jorge Carrera Andrade 4

La piedra no olvida nunca. Ya sea que hable al viandante, en voz baja y confidencial, con sus inscripciones y relieves, o ya que se envuelva en una parda mudez, su polvo gris tiene la sutil melancolía del recuerdo. La piedra rememora hasta los menores detalles, y es por eso una fiel aliada de la historia. La piedra está allí para que la historia no se equivoque, y anota oportunamente fechas, nombres y lugares. Hay una especie de inteligencia de la piedra, una probidad de la piedra que da fe, de la piedra cronista y escribana de una misteriosa e inmortal notaría. De allí esa impresión inquietante que el viajero experimenta en Quito, como si se hallara rodeado de testigos. En los atrios de los templos, en los patios, en las fachadas de las casas solariegas se escucha un leve rumor de labios que murmuran. Por las aceras desiertas en la noche se pierde un ruido de pasos y unas extrañas siluetas de embozados se estampan sobre los muros. Son las piedras que recuerdan y evocan sus fantasmas de otras edades. Es la ciudad pétrea que sueña y reza, en medio de sus torres solemnes como monjes encapuchados. Quito tiene mucho que recordar, y por eso parece pensativa y absorta aun en las horas del día. Recorrer los templos quiteños es hacer un viaje a la Edad Media y al Renacimiento a un mismo tiempo. Las arquitecturas coloniales se animan con una vida sobrenatural en la que palpita la emoción mística, unida al más extraordinario y delirante fervor artístico. Delirante y febril es, en efecto, la sinfonía pétrea de San Francisco, la iglesia de la Compañía, San Agustín, la Catedral, Santo

1- “Ecuador”, Boletín de la Embajada del Ecuador. Madrid, septiembre-octubre de 1954 Año II núms. 7-8. 2- (Quito 1903-1978). Escritor y poeta.

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Domingo, Santa Catalina, el Carmen, la basílica Mercedaria y otros santuarios, iglesias y capillas desparramados por toda la extensión de la ciudad. Las pomposas columnas retorcidas, los artesonados y cúpulas de indudable linaje árabe, los arcos, molduras y arquivoltas mudéjares, los retablos barrocos, la azulejería andaluza evocan la grandeza de otros siglos y el formidable aporte de Quito al arte universal.

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En Quito encontró la realización más esplendorosa la arquitectura mudéjar y se fundió, por primera vez, el barroco arábigo andaluz con la técnica escultórica de los indios, originándose un arte americano de proporciones excelsas. Los arquitectos, escultores, artífices, pintores y alarifes coloniales unieron sus esfuerzos y sus manos para hacer florecer entre los riscos de los Andes un jardín de cúpulas y torres, hermosas hasta aparecer irreales. Bajo esas cúpulas resonaron los coros religiosos y los himnos de los días memorables, y de esas torres partieron las campanadas—y a veces los disparos—en las horas supremas de la vida de la ciudad. La influencia del barroco andaluz y del arte oriental no sólo se hace palpable en los templos sino también en la arquitectura civil. Las fachadas austeras ocultan a los ojos del pasajero los deleitosos patios moriscos, grandes y repletos de sombra y de sosiego, como vastos depósitos de cielo, con pórticos y columnas, rodeados de corredores y galerías. U n a antigua y regocijada historia cuenta que un colono quiteño le dijo al arquitecto que le iba a construir su casa:

«Hacedme un gran patio, y, si queda sitio, las habitaciones. ”Caracteriza a las casas quiteñas—dice José Gabriel Navarro en su documentado y valioso libro Artes Plásticas Ecuatorianas — una composición muy uniforme en sus fachadas: arriba destácanse las ventanas con balaustradas de madera, de ascendencia persa, bajo un gran alero sostenido por canecillos, entre dos fajas verticales que forman el recuadro, y abajo, una puerta como postigo; composición genuina de todas las fachadas mudéjares, que sólo se diferencian, como en lo morisco, por su mayor o menor riqueza. Nada más moruno que los aleros: son elementos característicos de la arquitectura árabeespañola del Magreb... Y luego, ¿qué cosa más árabe que el blanqueado y policromía de nuestras casas, los pilares de madera con sus zapatas, el uso del ladrillo vidriado verde en las azoteas, las puertas pintadas, las alacenas en los muros de las habitaciones y las paredes interiores falsas llamadas « bareque»? Mas a esta justa evocación hay que añadir también el sello español medieval en los escudos de piedra sobre los grandes portalones y en los pretiles señoriales, y cierto primor ornamental indígena que se extiende y desenvuelve sobre la madera y la piedra, asomando ya en forma de una greca maravillosa, o ya de un ave estilizada, o del ojo melancólico de algún animalito inocente.


SOMBRAS DE CABALLEROS Y FRAILES.

¡Monasterio de San Francisco! En sus patios y jardines renacentistas, las fuentes de piedra, enguirnaldadas de flores, dejan caer plácidamente sus sílabas de agua que escucha con éxtasis el colibrí, clavado en el aire como un fúlgido y breve dardo vibrador. Los siglos XVI y XVII viven aún y parecen vagar por las galerías y los claustros, suspirando entre las columnas dóricas, que se alinean hasta perderse de vista. En las huertas del convento va a morir la marca celeste de las campanas que descienden, en oleadas sucesivas, desde las torres severas, encapuchadas de melancolía. El atrio medieval se anima. Las rejas de hierro de la portería se abren y en la sala de piedra aparece la sombra contrahecha de Rodrigo de Salazar, caballero toledano, cuya espada está teñida aún con la sangre del Gobernador Puelles, amigo de Francisco Pizarro. Desventurado Salazar! Su hijo vistió el hábito franciscano; sus encomiendas resultaron confiscadas por la Audiencia de Quito; sus tierras fueron cubiertas de sal y se echó ceniza sobre su memoria. El caballero baja cojeando por el pretil. A su lado camina la sombra de Fray Jodoco Ricke, fundador del monasterio y antiguo capellán de Carlos V. En sus manos se ve una redoma de barro, llena de las primeras semillas de trigo que se sembraron en tierra americana. Los pájaros se acercan a picotear las semillas y luego vuelan hacia un extremo de la plaza, donde se bambolea chirriando una jaula de hierro que contiene una extraña ave gris. Mirando de cerca se descubre la superchería: lo que está dentro de la jaula es una cabeza humana, cortada por orden del poderoso señor don Gonzalo Pizarro, Gobernador del Reino de Quito. Las campanadas se expanden con una misteriosa

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resonancia bélica, semejante al golpe del hierro sobre una armadura. ¿Qué campanas son éstas? Son las de la iglesia del Belén, que anuncian un magno acontecimiento: el gran capitán Gonzalo Pizarro, rodeado de sus hombres de armas y seguido de un séquito de tres mil indios y de varios centenares de acémilas, se apresta a salir de la muy noble y leal ciudad con el firme propósito de descubrir el país de la Canela y la Tierra de las Amazonas. Meses después, unos fantasmas andrajosos y macilentos — los sobrevivientes de la expedición heroica — vendrán a arrodillarse ante el mismo altar parpadeante de cirios lagrimosos donde se dijo un día del siglo XVI la primera misa, celebrada ante el asombro de los aborígenes adoradores del sol. 12

Por el atrio de la Catedral resuenan unos disparos de arcabuz mientras las campanas tocan a rebato. En la plaza Mayor se congregan los vecinos armados, dando gritos contra la Real Audiencia. Hacen rodar sobre las piedras un cañón desvencijado. Les salen al encuentro los nobles jovenzuelos del colegio de San Luis con sus capas cortas y sus espadines. De pronto, hay un movimiento de pavor entre los apiñados personajes de esta cándida y viviente tapicería: El cañón ya a disparar! El cañón dispara con gran estruendo... En el silencio impresionante se oyen unos gemidos que conmueven hasta las piedras. Dos soldados heridos de muerte se retuercen en el atrio... La causa del pueblo ha triunfado y al día siguiente habrá una misa de acción de gracias en la Catedral y, en la noche, iluminación de candilejas en las adustas y pardas fachadas de las principales iglesias,

capillas y santuarios de la ciudad. Caballeros y frailes... En el Arco de la Reina el eco repite aún la voz y las pisadas graves de Hernando de Santillán, fundador del hospital y de la capilla. San Sebastián, San Blas, San Roque: las figuras entecas de estos santos, cubiertos de brocados, relucen en los retablos de sus propios templos. En la capilla de San Juan de Letrán—dicen las buenas gentes que saben de las cosas ultraterrenas — habita la sombra del noble capitán don Diego de Sandoval, el piadoso, que en la vida contó tantas y sabrosas anécdotas de sus campañas en México y Guatemala. A veces, el agua que corre hasta el monasterio de Santa Catalina, detiene su paso y se queda como viendo visiones: no hay duda que allí ha flameado por un momento la capa de don Lorenzo de Cepeda, el alcaldepoeta que


regaló sus dineros a su ilustre hermana, Santa Teresa de Jesús, para sus fundaciones en la ciudad de Ávila. Desde que empieza a oscurecer, un rumor de sillas arrastradas sobre el sonoro piso de madera interrumpe la calma de las naves de la iglesia de San Agustín. Los transeúntes que suben por la calle de las Escribanías apresuran el paso medrosamente, pues saben que el «Cucurucho», o sea el fantasma del monje encapuchado, está haciendo de las suyas. Y qué hermosas esas sillas espectrales entre las que suele esconderse el Encapuchado! «Pocas veces la elegante y rica ornamentación renacentista —dice Navarro — ha logrado adquirir en América mayor encanto que en estos muebles íntegramente calados a manera de encaje. La perfecta ejecución de sus admirables motivos decorativos florales se deja notar en esta sillería aún más que en otros objetos de talla, porque dicho mobiliario no se halla estucado ni dorado, lo que permite apreciar los más delicados d e t a l l e s rebelados por l a

gubia hábil e inteligentemente conducida.» Durante siglos, en el Arco de Santo Domingo, delante de la hornacina de piedra, arde la misma lamparilla de aceite que abrió su pupila en el amanecer de la Colonia. La devoción de los fieles no la ha dejado apagarse nunca. Junto a ella—un día— se marcó la mano ensangrentada de un caballero, atravesado de parte a parte por la espada de su rival. Otro día resonaron bajo la adusta bóveda los tumultos populares que presagiaban la Independencia. ¡Rebelión de los Estancos, Revolución de las Alcabalas! Se puede afirmar que el corazón del pueblo de Quito latía, en esos tiempos, bajo el seno de piedra de los Mesones de Santo Domingo y la oscura garganta de la calle de La Ronda, misteriosa como un túnel y escoltada de casonas con patios espaciosos. ¡La Ronda, con sus zaguanes claveteados de menudos huesos dorados y sus cantinas humosas, estremecidas de guitarras! Mas este aliento mundanal no llega al presbiterio dominicano, donde, entre una floración de preciosas pinturas quiteñas, italianas y españolas, sonríe levemente en su nicho de madera la Sevillana Virgen del Rosario, regalada por Carlos V a la ciudad de Quito. Los nueve Cardenales de la Compañía de Jesús miran a la muchedumbre pecadora desde la cúpula de la iglesia edificada por los jesuitas en el siglo XVIII. En la nave central, a su turno, se alinean los famosos lienzos de los Profetas, pintados por Gorívar. Las lacerías persas y árabes que decoran magníficamente las bóvedas están inspiradas — según la autorizada opinión de Navarro—en la escritura

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cúfica de la antigüedad clásica de los mahometanos, pudiendo decirse que esos trazos decorativos recuerdan las poesías, aleluya y suras del Corán impresas en las mezquitas musulmanas, o los elogios a la magnificencia de los sultanes en los palacios de la Alhambra.

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¡Esplendorosa basílica de la Merced, iglesia del Carmen, austero y sepulcral convento de San Diego, Recoleta del Tejar—refugio meditativo y azul de la Cuaresma—, templo de Santa Clara, capilla del Sagrario, capilla de Santa Bárbara...! ¡Maravillosas fábricas de la fe, del arte y del sueño! ¡Imponentes gritos de piedad hacia la eternidad! En sus maderas y piedras esculpidas se retuerce la angustia humana, buscando algo más allá de la tierra y de la muerte.


LLUVIA Y SOL EN LOS PATIOS

Mientras toda la sombra se acumula en las iglesias y claustros, el sol reina gloriosamente en los patios quiteños. Estos patios, a veces con flores y árboles, con algo de jardín y de huerta, recuerdan la arquitectura conventual; pero su luminosidad evoca también la alegre y soleada atmósfera de los patios andaluces. Desde la calle se ven esos inmensos estanques de luz solar y de aire tonificante y azul, proveniente de la Cordillera. En el zaguán empedrado resuenan las pisadas de caballos y de mulas que resoplan bajo su pesada carga de mazorcas de maíz, frutas y legumbres, raspaduras y quesos envueltos en hojas. Es el producto de las haciendas. Su llegada turba la quietud de los moradores de la casa. Indios e indias penetran al patio conduciendo las caballerías y, una vez acomodada la carga en la repleta despensa, se sientan sobre las frías piedras a descansar de la penosa caminata. Los vestidos indígenas, espesos y multicolores, animan las grises pilastras y los corredores monásticos como sueños: es la realidad de la Ciudad de los Templos, que es, al mismo tiempo, la Ciudad de los Pies Desnudos. Quito, la «ciudad de los pies desnudos»—como la ha llamado con certera metáfora una inteligente dama venezolana—, ha hecho todo lo posible por calzarse, en ciertas tentativas que se han calificado de «revoluciones». Dos de estas últimas tentativas se efectuaron en 1925 y en 1944: la Revolución de Julio y la Revolución de Mayo, las dos traicionadas al poco tiempo. Los indios se quedaron sin calzado; mas los patios de las casas quiteñas siguieron recibiendo el tributo generoso de la tierra, las cosechas de las haciendas trabajadas por su manos. Hay patios mudos y silenciosos como tumba, patios suntuosos y soñadores, patios que detienen con su gran grito de luz al viandante.

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De estos últimos es el de la Casa del Toro, en cuyo zaguán relumbran unos hermosos frescos murales donde el color de la sangre se junta al del oro de Indias. En el patio de la Casa de la Inquisición, desmantelado y melancólico, el polvo parece haber tomado posesión final de todas las cosas. Es un polvo pardo y oliente a vejez, como escapado de los expedientes apolillados y de las cenizas de los herejes condenados por el Santo Oficio. Ahora sólo unos cuentos jumentos se revuelven entre las pilastras o parecen meditar sobre la dureza y aridez de la vida terrenal.

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Hay el patio del Palacio del Arzobispo, el patio de la casa de los Marqueses de Maenza, el de la casa donde se hospedó Humboldt, el de la lujosa morada del Barón de Carondelet, fundador de New Orleans. Patios donde soñaron gobernantes, santos, potentados y filósofos... El patio donde los geodestas franceses contemplaron en todo su esplendor el sol ecuatorial; el patio donde el doctor Espejo solía cavilar acerca de la libertad de su pueblo; el patio donde el Padre Aguirre atrapaba los alados insectos de oro de s u s metáforas — que hubiera amado Góngora—o donde Juan Montalvo departía con Julio Zaldumbide acerca del clasicismo y del arte barroco. Patios que se ensombrecen y adquieren la adustez de un rostro monacal detrás de los visillos de la lluvia. Los patios y los templos dialogan cuando llueve y los pararrayos de las torres protegen a las casas del contorno. Los patios, que triunfan con el sol, se baten en retirada bajo el aguacero y las iglesias ganan la batalla. Los relámpagos despiertan a algunas campanas que empiezan a doblar

a muerto. Santa Bárbara sale, quemando romero, a luchar contra el rayo. La Catedral, la Basílica, las iglesias, capillas y santuarios enderezan su gran cuerpo gris en medio de las inmensas sábanas pardas y ondulantes de la lluvia y tratan de convencer a los habitantes de Quito de que la fe religiosa es la sola vía de salvación para alcanzar la vida eterna. Con las últimas gotas de agua, empieza a sonar tímidamente una campanita lejana en alguna capilla de barrio, y todos los vecinos se apresuran a acudir a ese llamado ultraterreno. Más, al día siguiente, otra vez vuelve a lucir el sol en los patios.


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