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Fe en acción

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Voces jóvenes

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Fe en acción

Hoy elijo perdonar

(Bueno, tal vez)

MICHELE NORFOLK

He luchado con el perdón –o más bien, la falta de perdón– por muchos años.

No me refiero a las cosas pequeñas de todos los días: alguien me encierra en el tráfico; no recibo respuesta a una pregunta urgente por mensaje de texto; el niño del vecino practica la trompeta a cualquier hora en el fondo de su casa. No, me refiero a cosas grandes. Las heridas que me provocan sin disculparse, sin reconocerlo y sin hacerse cargo. Luché por perdonar un dolor que cambió para siempre el curso de mi vida.

Mi pastor dijo que la amargura a la que me aferraba era como beber veneno y esperar que mis ofensores murieran, pero yo no podía superarlo. La Biblia nos dice: «Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo» (Efe. 4:31, 32).* ¿Cómo es eso posible cuando los dolores del pasado aún nos provocan heridas tan intensas?

SER COMO NIÑOS

Mi familia y la Escuela Sabática me enseñaron del perdón desde que era muy pequeña. A su vez, enseño ese valor importante en mi trabajo con niños de una guardería. Un niño le quita un juguete a otro, y entonces, el ofendido llora a todo pulmón hasta colapsar, herido profundamente por el arrebato que lo insultó. Le mostramos inmediatamente al culpable que ha tomado una mala decisión, para que se arrepienta, se disculpe y devuelva el juguete con un abrazo. La escena de histeria termina tan rápidamente como comenzó, y ambos niños se alejan, olvidando por lo general el juguete en el piso y riéndose y jugando juntos como si nada hubiera pasado. ¿Cómo imitar a esos niños en el mundo adulto? ¿Cómo puede ser tan simple el perdón? Jesús lo explica así: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos» (Mat. 18:3).

Es claro que todos entienden esto de sentirse heridos, y yo no soy la excepción. Cuando era una de esas niñas inocentes, me pasaron algunas cosas que trastocaron mi percepción del amor. Como siempre me enseñaron a perdonar, luché por entender por qué no podía librarme del dolor. Por muchos años, me mortifiqué. Estaba enojada. Muy enojada. En mi situación, no había disculpas, explicación, restitución o arreglo. Quedé con una horrible amargura y la culpa de no poder librarme de ella, siguió provocándome un dolor adicional.

Junto con mi enojo experimenté depresión, y eso endureció mi corazón. Me hizo una persona que no me gustaba ser. Me impedía servir a Dios como él anhelaba que lo hiciera.

Alguno podría decir: «Si se lo hubieras entregado a Cristo, él habría sanado tu dolor». Esa no fue mi experiencia. Que me «dijeran» que hay que perdonar no me reconfortaba, y sí lograba agudizar el dolor. Esas palabras pueden hacernos sentir condenados por tener emociones no procesadas.

En efecto, oré a Dios y le entregué mi dolor, pero nada sucedió. Retomé mi dolor y permanecí llena de resentimiento y hosquedad. Después de un tiempo, se lo entregué otra vez a Dios, y le rogué que me quitara la amargura y la desesperanza. Pero cada vez que arrojaba mi sufrimiento al cielo, regresaba hacia mí, con mayor desesperanza y pesimismo. Algo tenía que cambiar.

LECCIONES DEL PADRENUESTRO

Hace varios años escuché un sermón sobre el Padrenuestro. El pastor explicó con bondad y claridad el misterio del perdón. Dios perdona mis pecados según yo perdone a los que pecan contra mí. Si elijo no perdonar, elijo no ser perdonado. Es así de simple (ver Mat. 6:14, 15). Y mis pecados no son juzgados en una escala diferente que la de los demás. Estaba claro que tenía que solucionar eso del perdón.

Jesús también dijo que amemos a los enemigos y oremos por los que nos hacen dañol (ver Mat. 5:44). ¿Orar por los malos? Esas personas me lastimaron, pero ahora me pregunto y pienso que acaso no se den cuenta del daño que han hecho, porque ellos mismo recibieron daño emocional. Orar por ellos empezó a cambiar mi corazón, y así comenzó mi sanación. Quizá sus corazones pueden también ser sanados.

Cada vez que arrojaba mi sufrimiento al cielo, regresaba hacia mí, con mayor desesperanza y pesimismo. Algo tenía que cambiar.

En el pasado, había orado por los que me habían herido (no eran oraciones muy buenas), pero ahora comencé a buscar sinceramente a Dios para que los sanara, para abrir sus ojos y corazones, para quitar la infección de generaciones pecaminosas y darles nueva vida. Y al orar por ellos, mi propio corazón comenzó lentamente a suavizarse. En lugar de pedirle a Dios que me quitara el dolor, le pedí que me ayudara a perdonar a los que me habían herido. Que me ayudara a comprender, aprender y crecer.

RECONOCER EL DOLOR

No podemos perdonar si no somos conscientes del dolor. Cuando José reconoció a sus hermanos, que habían sido tan crueles con él en su juventud, pidió a sus siervos que se retiraran, para darse a conocer. «Comenzó a llorar tan fuerte que los egipcios se enteraron, y la noticia llegó hasta la casa del faraón» (Gén. 45:2). Entonces reveló su identidad a sus hermanos. Enfrentó el dolor que le habían causado, y eligió perdonarlos.

Esa experiencia de José me permitió sentir toda la tristeza que con mucho esfuerzo había tratado de soportar durante tantos años. Al igual que José, lloré descontroladamente al repasar escenas de mis recuerdos. Las analicé con mayor honestidad y menos histeria. La verdad es que pasaron cosas malas, y la vida se complicó. Fue difícil volver a mirar esos sectores oscuros de mi vida, pero al examinar más de cerca mis recuerdos, lentamente comencé a ver que mis monstruos eran en verdad personas quebrantadas que vivían en un mundo pecaminoso. Comencé a pensar por qué habían tomado esas decisiones, y cómo sus propias vidas habían dado un terrible vuelco que les produjo semejante angustia. Pasé de sentirme increíblemente herida y enojada a sentir lástima y compasión.

Mis primeras oraciones de venganza pasaron a ser oraciones de simpatía. Cuando pensé en cómo Jesús amó y oró por perdón por las personas que lo clavaron a la cruz, vi que no podía comparar mis sufrimientos con los de él. Por ello, le entregué mi deseo de retribución. «No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos. Si es posible, y en cuanto dependa de ustedes, vivan en paz con todos. No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: “Mía es la venganza; yo pagaré”, dice el Señor» (Rom. 12:17-19).

No estoy diciendo que liberaré a un transgresor para que salga libre de su compromiso moral o legal. Todos somos responsables ante Dios y las leyes por nuestras decisiones. Aliento a los que han sido abusados a que busquen apoyo profesional. No se trata de dejar a los criminales en una posición que les permita dañar a otra víctima inocente. En tres ocasiones, la Biblia nos dice lo que Dios piensa de las personas que lastiman a los niños, repitiendo que «más le valdría que le colgaran al cuello una gran piedra de molino y lo hundieran en lo profundo del mar» (Mat. 18:6; Mar. 9:42, Luc. 17:2).

UNA VIDA TRANSFORMADA

Puede ser que usted se pregunte: «¿Cambió entonces su vida? ¿Ha sanado completamente de su enojo y amargura? ¿Eligió perdonar por completo?» En pocas palabras: Sí, así fue. Aún tengo malos recuerdos que cada tanto afloran, y entonces decido orar para pedir sanación y comprensión. Pero cada día puedo tomar la decisión de perdonar. Tiene que ver con mi libertad. El perdón nos brinda una libertad que nos empodera.

El perdón no es justicia; no es reconciliación; no garantiza un futuro de felicidad sin sobresaltos. Simplemente le entrego mi corazón a Dios. Confío en que él conoce cada pequeño detalle que abarca toda la humanidad y que lo solucionará con amor increíble y un juicio certero.

He sido llevada a recordar que Dios me ha dado un hermoso don durante ese largo proceso. Es mi honor ayudar a los que están solos y temerosos, a los que han pasado por situaciones muy difíciles. Puedo contarles la manera en que Dios me ayuda a escoger libertad y paz.

«En fin, hermanos, alégrense, busquen su restauración, hagan caso de mi exhortación, sean de un mismo sentir, vivan en paz. Y el Dios de amor y de paz estará con ustedes» (2 Cor. 13:11).

*Todos los textos bíblicos han sido extraídos de la Nueva Versión Internacional.

Michele Norfolk es un seudónimo.

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