FELIPE RAMÓN RÍO GARCÍA
ALIANZA EDITORIAL RÍO E diciones de B olsillo
Título original: Mis recuerdos de la Segunda Guerra Mundial © 2019, FELIPE RAMÓN RÍO GARCÍA Veracruz, México.
Diseño de portada: © Arturo Díaz Zurita Diseño de la Colección: © Arturo Díaz Zurita // salceszurita.com Reservados todos los derechos de esta edición para: © 2019, ALIANZA EDITORIAL RÍO Veracruz, México
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FELIPE RAMÓN RÍO GARCÍA
MIS PRIMEROS
10 AÑOS
RECUERDOS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
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MIS RECUERDOS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
En esto que estoy escribiendo con mucho entusiasmo, relataré algunos pasajes de mi vida para poner orden en la misma, y contaré todo lo que descubrí que pueda tal vez ayudar a reconstruir parte del inmenso rompecabezas de mi vida en esta parte del universo. El hecho de recordar y escribir partes de su propia vida, ayuda a eliminar escoria de la mente, limpiarla y sanearle volviéndola más brillante y hábil. Nací en el año de 1936 en un pueblo llamado Cardoso de Llanes en Asturias, España, en plena guerra civil que inició en julio de ese mismo año y terminó en abril de 1939. Mi padre fue Felipe Del Río López, de oficio panadero. Mi madre, María Amanda García Rubiales, campesina.
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Mi padre a la edad de catorce años emigró a México atraído por las buenas oportunidades que este país ofrecía a la gente trabajadora. Estuvo con su primo Rogelio Calleja en una panadería en Veracruz y después se fue a la ciudad de México, donde pudo comprar un ranchito en la zona de Texcoco. Logró juntar ciertos recursos que le permitieron hacer lo que hacían muchos españoles en esos tiempos, regresar a España a buscar novia para casarse. En medio de esa cruel guerra fratricida, un día desaparecieron mi padre y sus dos hermanos: Casimiro y Joaquín, quien era menor de edad. Después de varios días de indagar lo sucedido se llegó a la conclusión que los habían llevado unas patrullas del ejército franquista hacia un destino desconocido. Pasaron casi treinta años para que supiéramos toda la historia de lo acontecido. Ante la incertidumbre de lo sucedido mis cuatro tías, hermanas de mi padre, juntaron todo lo que pudieron y se fueron refugiadas a Francia hasta la ciudad de Poitiers. Alguien aconsejó a mi madre (con un hijo de 17 meses y embarazada de otro), a que se refugiara
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también en Francia, pero no tenía los recursos para poder trasladarse con sus padres, su hermana y yo. Lo único que pudo hacer por una módica cantidad, fue embarcarnos en un buque carbonero que se dirigía a Burdeos Francia. Ese barco llevaba en cubierta cientos de refugiados a la intemperie y en condiciones de higiene tan deplorables que cuando fue abordado por un barco de la Armada Francesa, lo regresaron a España. Decía mi madre que ni agua potable había y cuando lloraba desesperadamente lamiéndome los labios, tenía que apartar con la mano la nata de polvo de carbón y porquerías que había en el agua sucia de un tambor para que pudiera beber y apaciguar mi sed. Ya de nuevo en tierras Hispanas, alguien les sugirió que intentara por la otra frontera, la de Cataluña, lo que significaba que tendrían que atravesar todo el norte de España desde el cantábrico hasta el mediterráneo. Como pudieron, a pie y con algunos “aventones” de camioneros y personas bondadosas, con
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muchas dificultades y sufrimientos, trepados en carretas, en bateas y camiones de redilas, con lluvia y con sol abrasador pudieron llegar los abuelos, mi madre embarazada, mi tía y yo a un pueblo catalán llamado Igualada. En ese peregrinar, a medio camino unos campesinos nos brindaron un lugar para pernoctar y descansar. Ese día, al entrar la noche llegaron unos aviones a bombardear una zona cercana donde se refugiaban unos rebeldes (republicanos). Al escuchar la explosión cercana de la primera bomba, salí corriendo espantado hacia mi madre quien en la semi oscuridad sostenía un sartén con aceite hirviendo, con tan mala suerte que pegué con la frente en el mismo vaciándose el contenido en el lado derecho de mi cara. Me llevaron de urgencia a un dispensario médico, mientras cerca, seguían cayendo bombas y se escuchaba el tiroteo de los rebeldes que disparaban inútilmente tratando de derribar los aviones. Cuando me estaba atendiendo el médico, se dio cuenta que todo el aceite hirviendo se había queda-
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do en el cuello de tortuga de mi suéter. Tuvo que cortarlo con tijeras sacando junto con la tela, pedazos de la piel de mi cuello. Contaba mi madre que cuando vio la herida se iba a desmayar de la impresión, pero que su niño se portó muy valiente y eso le dio fuerzas. Cuando el doctor tuvo conocimiento de nuestra situación, le dio a mi madre toda una dotación de medicinas y vendas para poder curarme en el trayecto, y lo hizo tan bien que no pasó a mayores, no hubo infección ni contratiempos. Ya adulto, varios amigos médicos me ofrecieron quitarme esa herida, pero nunca lo quise, para no borrar una de las huellas y testimonio más importantes de la historia de mi vida. Finalmente llegamos a Igualada en Cataluña, cerca de la frontera francesa. A mi madre después de tanto luchar contra las adversidades, los sufrimientos, el hambre, las enfermedades, tener que pedir limosna y caridad para sobrevivir, a punto de dar a luz y no saber qué hacer en esta situación con un bebe más, la visión de un futuro incierto y trágico le hicieron tocar fondo.
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Una tarde me tomó de la mano y sin decir nada a los abuelos y mi tía, nos dirigimos a la carretera principal. Caminamos un rato sin que expresara palabra alguna, en ese momento no me daba cuenta que unas lágrimas rodaban por sus mejillas hasta que me alzó en sus brazos y me abrazó. Observaba detenidamente los vehículos, pero cuando pasaba un camión grande se acercaba más al arroyo titubeando. Según ella misma me contó, hubo un momento en que acaricié su mejilla con mi manita diciéndole: -No mamá, no mamá. - Fueron mis primeras palabras. Tenía entonces dieciocho meses. le sorprendió que hablara y hubiera notado su intención de arrojarse al paso de algún camión para acabar de una vez por todas con su viacrucis. Se regresó a la cuneta. De lejos un camionero vió su intención y paró su vehículo cerca de nosotros, se bajó del mismo para asistir a mi madre interpelándola. -¿Estás loca muchacha que pretendías hacer? ven súbete -le dijo el camionero. Una vez a bordo, mi madre que estaba ya con
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contracciones, le contó nuestra historia y el buen hombre llevó a toda la familia a un albergue atendido por monjitas que auxiliaban precisamente a los españoles que transitaban hacia la frontera francesa buscando asilo político. Ahí nació mi hermano Laureano con las mejores atenciones que le pudieron brindar las monjas felices, porque llegó como ellas decían, un angelito al albergue.
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LLEGADA A FRANCIA
Después de varios días de descanso en la tranquilidad del albergue y reponerse del estrés de ese tormentoso viaje hacia la vida y la libertad, nos enviaron a un pueblo situado a horcajadas sobre las fronteras francesa y española. En Le Perthus del lado Galo, los franceses levantaron un gran campamento de barracas de madera para recibir a los refugiados. Todavía tengo algunos recuerdos del lugar, en particular de un señor don Enrique, intendente del lugar que nos regalaba a los niños chicos trozos de los chocolates que se rompían y cuando no había pedacería, rompía algunas tabletas a propósito. El director del campamento tenía un hijo más o
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menos de mi edad y jugábamos siempre juntos. Un día le regalaron un juego de cubeta, pala y rastrillo para jugar con la arena del riachuelo que bordeaba el lugar. Todo iba muy bien hasta que me enojé con él porque no me quería prestar la palita. Cuando logré quitársela, le di con ella un golpe tan fuerte en la cabeza que le corté el cuero cabelludo brotando la sangre inmediatamente. Ante los gritos del amiguito y la visión de su cara ensangrentada, salí corriendo espantado por lo que había hecho y me fui a esconder entre la maleza y las rocas del río arriba. Después de que atendieron al herido, de lejos veía su cabeza vendada y más miedo me dio regresar. Al notar mi ausencia la familia y varias personas más empezaron a buscarme por todo el campamento. Al no encontrarme, alguien sugirió que buscaran por el río y fue cuando empezaron a preocuparse más, pensando que me podía haber ahogado. Como me buscaban río abajo pensando que me podía haber arrastrado la corriente, no me encontraban. Al caer la noche, con la ropa mojada, temblando de frio y consciente de la tunda que me esperaba, salí del escondite llorando a moco tendido. Cuando
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vieron que estaba vivo, todos se alegraron, mi madre y mi tía me abrazaron llorando de alegría y hasta se les olvidó la reprimenda. Al día siguiente unos trabajadores empezaron a construir una cerca en la orilla del río dejando una puerta segura que permitiera a los adultos ir a buscar agua o lavar su ropa. Después de esa corta estancia en el campamento, mis recuerdos me llevan a una escuela maternal donde me recibieron desde el primer día dos simpáticas negritas africanas probablemente gemelas quienes me tomaron cada una de una mano y me invitaron a jugar con ellas. De ahí mis recuerdos van hacia el desván de una casa vieja a la orilla de un río donde un par de viejitos bondadosos nos permitieron alojarnos. Cuando llovía teníamos que cuidarnos de las goteras que se escurrían por las rendijas de algunas tejas rotas o desplazadas hasta que el abuelo logró que le regalaran unas tejas nuevas en una obra y pudo subsanar el problema. En el verano dormíamos con un calor infernal acumulado por el techo durante el día y en invierno mi madre calentaba unos ladrillos (conseguidos en
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la misma obra), en la estufa y los metía entre nuestras sábanas después de envolverlos en un trapo para calentarlas. Lo más trascendente de esos años infantiles fue un día que salimos a pescar invitados por un vecino adolescente. Lográ atrapar un enorme animal que se defendía y gritaba como loco, era mi hermano que estaba a mis espaldas y había enganchado su nariz con el anzuelo en el momento de hacer el lance hacia el río. Se enojó más cuando nos reímos porque la lombriz de tierra que usaba como carnada se retorcía pareciendo que saliera de su nariz. No recuerdo ni cómo ni cuándo nos cambiamos de casa. Era un edificio de tres pisos con 6 departamentitos cerca del centro de la ciudad, tres ocupados por españoles, uno por portugués, otro por un matrimonio judío y el último por dos damas francesas. Todo iba muy bien el abuelo trabajaba en una constructora, mi madre lavaba y planchaba ropa ajena y hacía trabajos de costura a domicilio; en cuanto a mi tía, uno de los inquilinos le consiguió trabajo en un café.
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En un pequeño radio de bulbos, todas las noches escuchábamos en familia las noticias por la BBC de Londres mientras cenábamos. Seguíamos el avance de las tropas nazis por el norte de Europa hasta que en junio de 1940 después de la batalla de Francia entraron triunfantes desfilando por los campos elíseos en Paris. Fue terrible la reacción de los franceses que no podían creer lo que estaba pasando y lo que algunos consideraban una traición del Mariscal Pétain (en ese entonces secretario de la defensa), quien llegó a un acuerdo con los alemanes para entregarles el País pacíficamente, evitando muertes innecesarias, lo que muchos franceses consideraron una mala estrategia. En unos pocos días más llegaron a la ciudad cientos de vehículos con soldados alemanes que desfilaron por la calle principal para marcar su presencia. Desde ese momento cambió totalmente la vida de la ciudad que teníamos que compartir con el enemigo. No podíamos transitar en las calles después de las siete de la tarde ni asistir a los cines, teatros, cafés, bares, restaurantes o eventos públicos después
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de esa hora. Los que eran sorprendidos, después de un amplio interrogatorio quedaban fichados y detenidos para lavar las instalaciones sanitarias de los cuarteles o encerar las botas de los soldados durante toda la noche. Iniciaron la localización, persecución y detención de los judíos en toda la región. Por todos lados andaban patrullas nazis acompañadas de policías franceses sacando persones de sus negocios o familias enteras de sus casas, llevándolos detenidos hasta unos galerones situados junto a las vías de carga de la estación del ferrocarril. Esa situación la vivimos de cerca los habitantes de nuestro edificio.
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FABIÁN
-¡Monsieur Amanda! ¡monsieur Amanda! ¿zavez des zaricots? (¡Señor Amanda!¡señor Amanda! ¿tiene alubias?) El pequeño Fabián gritaba seseando a todo pulmón mientras pateaba la puerta de la entrada a nuestro humilde departamento. Al pequeño de tres años le encantaban particularmente las alubias que preparaba nuestra madre… y los demás guisos también. Cada vez que le llegaba algún olor de comida sabrosa, se le escapaba a sus padres y subía al segundo piso a exigir su ración como si fuera de la familia y, claro, era siempre bienvenido a nuestra mesa, lo que apenaba mucho a sus jóvenes padres quienes lo reprendían, pero nuestro simpático amigo de pelo
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rubio ensortijado y ojos azules hacía caso omiso de todas las recomendaciones y amenazas. Sus padres, Simone y Fabián eran unos jóvenes judíos que llegaron del norte huyendo con su bebé de la avanzada del poderoso ejército alemán por el camino de Dinamarca, Noruega, Holanda y Bélgica con la intención de invadir Francia. Finalmente, ante la impotencia y casi nula oposición del ejército galo, las tropas hitlerianas entraron a París en junio de 1940 desfilando por los Campos Elíseos. Ellos sabían que Hitler, (probablemente descendientes de judíos ya que su apellido muy raro en Alemania viene de los judíos orientales de Bucovina y Galitzia que emigraron en la primera mitad del siglo XIX a la región de Viena), se convirtió en campeón del antisemitismo. Profesaba un odio enfermizo hacia algunas razas que él consideraba inferiores y particularmente se propuso perseguir y aniquilar a todos los judíos, por eso tuvieron que emigrar hacia el sur de Francia buscando tierras que ellos pensaban serían más promisorias. Fabián y Simone instalaron en su departamento una pequeña curtiduría donde procesaban pieles
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finas para una famosa casa de modas. No llevaban una vida normal, salían muy poco a la calle tratando de pasar desapercibidos, mantenían cerradas las persianas de sus ventanas permanentemente. El pequeño Fabián creció casi sin conocer el mundo exterior. Su tiempo y sus juegos los compartía con los vecinos adultos que lo consentían en demasía y con mi hermano y yo que teníamos en ese entonces siete y nueve años respectivamente. Le encantaban los juguetes que con gran habilidad y creatividad armaba nuestro abuelo materno con padecería de madera y hojas de lata. Pasaba horas enteras en el patio acarreando piedras, tierra y cuanto objeto encontraba en camiones y carretas que jalaba con una cuerda. Le gustaba también jugar a las escondidas y seguido hacía que nos involucráramos niños y adultos en un corre que te busco que solo tenía por límite infranqueable la puerta a la calle. En esa época ningún vecino cerraba las puertas de sus viviendas por lo que Fabián tenía todo el edificio para esconderse, conocía hasta el último recoveco de cualquier departamento y era
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capaz de quedarse escondido agazapado casi sin respirar por largos tiempos. Claro, siempre ganaba porque nadie lo delataba, aunque lo hubiesen visto o tropezado con él. Se sentía muy ufano de que no lo descubrieran fácilmente. Lejos estábamos de pensar que ese juego, a la postre salvaría su vida, la de sus padres, la de nuestra familia y tal vez la de todos los vecinos. Cierta tarde escuchamos cómo paraba frente al edificio un camión. Al asomarnos por las persianas de madera, vimos asombrados que se trataba de una patrulla alemana de la cual bajaban varios soldados fuertemente armados y tres gendarmes franceses, todos aparentemente al mando de un oficial con las tristemente famosas SS de la policía secreta nazi en el quepí y las hombreras. Tocaron el timbre de la entrada en el preciso instante en el que irrumpieron en nuestro apartamento Fabián y Simone con el pequeño Fabián en sus brazos; estaban lívidos y asustados. Con la voz temblorosa y entrecortada, Fabián solo acertó a decir: - nos vienen a buscar, por favor escóndanos. Nuestra joven madre apenas tenía 30 años, pero
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un valor y un temple extraordinarios adquiridos al huir pocos años atrás de la cruenta Guerra Civil española, en un largo peregrinar hacia Francia entre metralla y bombardeos, con un niño de brazos y otro en su seno, no lo pensó mucho, a pesar de que estaba plenamente consciente de que en caso de que los alemanes encontraran a la familia judía en nuestro hogar, seguiríamos todos el mismo destino y castigo que las personas a quien protegíamos. Rápidamente los introdujo en un gran armario de roble escondiéndolos entre trajes, abrigos y ropa de toda la familia. Al pequeño Fabián se le hizo creer que era un juego y que se escondería con sus papás y no debería hablar ni hacer ruido hasta que le avisaran. Mi hermano y yo nos pusimos a hacer nuestras tareas de la escuela como si nada pasara y el resto de la familia se ocupó en algo, solo nuestra madre observaba por las rendijas de las persianas. Julio, un vecino soltero español que vivía en la parte baja les abrió la puerta de la calle y enseguida escuchamos como uno de los gendarmes le preguntaba si vivía ahí la familia Chrispain, contestando éste afirmativamente, pero que no estaban desde
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hacía tiempo y que no conocía su paradero, ni si regresarían algún día. Extrañamente los alemanes se quedaron en la calle. Sólo los gendarmes franceses entraron al edificio, constataron que el departamento correspondiente estaba cerrado y sin más, dieron media vuelta, regresaron al camión haciendo una seña negativa con la cabeza, subieron al vehículo y se fueron. Al ver que se iban sentimos un gran alivio y no pudimos contener nuestras emociones estallando en manifestaciones de alegría y risas nerviosas. Nos dirigimos todos al gran armario y felicitamos ruidosamente a Fabián porque una vez más había ganado el juego. Después supimos que dentro del armario alentaba a sus padres aconsejándoles que no se movieran ni hablaran, que él sabía mucho de eso y que nunca los encontraríamos. Simone, todavía temblorosa, confesó a su esposo que ella estaba aterrada y a punto de estallar en lágrimas pero que tuvieron que aguantarse para no preocupar a su hijo. No encontraban palabras para demostrarnos su gratitud y nos agradecieron mil veces el apoyo que les dimos.
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Quince días después regresó la misma patrulla con los mismos tripulantes. Simone y Fabián hijo no se encontraban en casa, habían salido a ver el médico. El papá se estaba vistiendo luego de haber tomado un baño cuando escuchó el motor del camión y las voces de los alemanes. Tomó sus pantalones y a toda prisa huyó, subiendo las escaleras en paños menores hasta refugiarse en el departamento del último piso, que correspondía a dos hermanas que se dedicaban a recorrer los tianguis de la región vendiendo botones. Ellas no se encontraban tampoco, pero como la puerta no tenía seguro, Fabián entró sin problema y se escondió donde pudo. Finalmente se repitió más o menos la misma secuencia que la anterior, y la patrulla nuevamente se alejó luego que el oficial alemán amenazara a Julio con regresar pronto, porque sospechaba que los estaba engañando y que él tendría que sufrir las consecuencias. Esa noche los vecinos tuvieron una junta con Fabián y Simone, porque pensaban que no se podía mantener por mucho tiempo la situación y que tar-
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de o temprano los descubrirían con el consiguiente riesgo para todos los inquilinos de sufrir la misma suerte que ellos e ir a morir en una cámara de gas nazi en algún campo de exterminio. La joven pareja estaba consciente de los riesgos en los que habían involucrado a los vecinos y sus consecuencias fatales si los sorprendían, por lo que se comprometieron a dejar el departamento. Sólo pidieron un plazo de dos días para decidir a donde ir, como hacerlo con los menores riesgos posibles y vender lo que pudieran porque sólo llevarían lo más indispensable para viajar. Curiosamente en el edificio vivían varias familias de refugiados españoles que huyeron de la guerra civil sufriendo mil privaciones y calamidades antes de poder establecerse en territorio francés y rehacer dignamente sus vidas y nadie les pidió que se fueran. Las únicas que insistieron que se fueran en forma por demás airada e intransigente para poder salvarse ellas, fueron las dos señoras vendedoras de botones. Estaban sumamente indignadas porque Fabián se había atrevido a esconderse en su
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departamento, no le perdonaban que las hubiera podido involucrar directamente en caso de que los alemanes lo descubrieran. Ese plazo de dos días nunca se cumplió. La mañana siguiente nuevamente llegó la patrulla, pero esta vez con más soldados y los mismos gendarmes franceses. Fabián y sus padres estaban desayunando con nosotros, nuestra madre los había invitado a lo que sería un desayuno de despedida. Al escuchar el motor del vehículo y los gritos del oficial alemán dando órdenes, se levantaron como movidos por resortes y sin pensarlo se fueron directo a nuestra recámara a esconderse en el armario. Mi hermano y yo nos abrazamos de nuestra madre; estábamos conscientes de que esta vez los alemanes venían decididos a revisar hasta el último rincón del edificio y forzosamente encontrarían a nuestros amigos con las funestas consecuencias para ellos y para nuestra familia también. Nuestra madre sin embargo trató de disimular su preocupación y nos mandó a terminar nuestro desayuno mientras recogía los platos de nuestros invitados y los lavaba para que no vieran sobre la
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mesa más cubiertos de los necesarios; lo que podía despertar sospechas. Escuchamos el abrir y cerrar de las puertas de los departamentos de la planta baja, las voces de protesta de los inquilinos, los golpes y el fuerte tronido cuando rompieron a culatazos y patadas la puerta del apartamento de Fabián y finalmente las pisadas de las botas en la escalera cuyos peldaños crujían como si se quejaran del peso de los soldados. Sentado frente a un vaso de café con leche que no podía tragar porque se me cerraba la garganta, sentía como mi corazón latía con fuerza y velocidad inusitadas al tiempo que me esforzaba para respirar lo más lentamente posible como para detener el tiempo y no ver jamás el momento en que entrarían los soldados a nuestra vivienda. Al escuchar los golpes en la puerta mi hermano y yo nos fuimos a refugiar a un rincón de nuestra recamara, temblando de miedo nos abrazamos llorando a moco tendido. Sólo entraron al departamento los gendarmes. Curiosamente supimos después que los alemanes se quedaron asomados en el quicio de la puerta dirigiendo y observando los movimientos
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de los policías porque existía un convenio con el gobierno Galo, en que los soldados alemanes no podían entrar a las habitaciones de los ciudadanos de nacionalidad francesa, por lo que siempre los acompañaban gendarmes que sí podían entrar y eran al mismo tiempo los responsables de que se acataran las disposiciones de dicho convenio. Cuando uno de los gendarmes nos descubrió llorando abrazados, nos dio unas palmaditas en las cabezas al mismo tiempo que nos preguntaban nuestros nombres y edades tratando en vano reconfortarnos. Le contestamos como pudimos entre sollozos, entonces nos pidió amablemente que nos fuéramos a reunir con los demás miembros de la familia que estaban en el aposento principal. Ahí estaban nuestra madre, su hermana y nuestra abuela materna. El abuelo había salido a su trabajo muy temprano. Cuando entramos, todavía llorando se acercaron y nos abrazaron para tranquilizarnos ante la mirada fría e indiferente de los alemanes. Minutos después, aparecieron los gendarmes que revisaron las habitaciones y ante nuestra sor-
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presa el que aparentemente llevaba el mando, dirigiéndose al oficial alemán, le informó que tampoco estaban los judíos en ese departamento. Luego volteando hacia nosotros dio las gracias y nos pidió que los disculpáramos por las molestias que nos habían causado, enseguida se retiraron a revisar el resto del edificio. Después de que se alejó el camión militar y vimos que daba vuelta en la siguiente calle, nos lanzamos todos hacia el famoso armario. Cuando lo abrimos encontramos a los papás derrumbados y lívidos entre botas y zapatos y el pequeño Fabián enojado porque un señor de bigote y uniforme lo había encontrado a pesar de que estaba bien tapado con un abrigo. Mi tía les trajo unos vasos de agua que tomaron con gran avidez, pero estaban tan asustados que no querían salir del gran mueble. Cuando finalmente salieron y estuvieron en condiciones de hablar, nos explicaron que uno de los gendarmes los descubrió entre las ropas, y ante su sorpresa les pidió expresándose suavemente con voz muy baja que no se movieran, que no hicieran ningún ruido, que con-
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trolaran el enojo del pequeño Fabián y se quedaran ahí hasta que tuvieran noticias suyas. Cerró el armario con la llave que siempre tenía puesta y se alejó de la habitación llamando a sus colegas que estaban revisando otros lugares. ¿Qué pasará ahora? Era la pregunta obvia y esa incertidumbre nos tenía a todos en ascuas, por lo que ni siquiera nos atrevimos a celebrar el acontecimiento. Sabíamos que nuestras vidas y destinos dependían de lo que decidiera ese amable gendarme de tupido bigote. La mente hace que los pensamientos fluyan rápidamente, creábamos decenas de posibilidades unas buenas otras malas. En ese instante mi madre dirigiéndose a nosotros expresó: “Tuvimos mucha suerte que nos tocara ese gendarme tan valiente y humano, porque desde el instante en que salvó nuestra vida ha comprometido también la suya, por lo que debemos confiar en él y pedir a Dios que lo inspire y nos ayude, así que no se preocupen que todo saldrá bien”. Luego de una pausa, agregó en tono que no admitía discusión, que Fabián y sus papás se quedaran con nosotros el tiempo necesa-
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rio, y que ya veríamos cómo acomodarnos. Serían más o menos las nueve de la noche, estábamos preparando unas camas improvisadas para nuestros huéspedes cuando escuchamos que alguien tocaba a la puerta del edificio con mucha insistencia. Mi abuela quien estaba en ese momento sentada junto a la ventana se asomó y vio que eran dos hombres; reconoció al instante a uno de ellos: era el gendarme vestido de civil al igual que su compañero, ambos con las cabezas cubiertas con el tradicional “casquete”. Al escuchar quiénes eran, tomé la iniciativa y salí corriendo hacia la escalera que bajé brincando en un santiamén. Llegué a la entrada, en el preciso instante en que Julio, el vecino del primer piso cerraba ya la puerta detrás de los visitantes. El gendarme quien dijo llamarse Oscar (después supimos que era su clave), se dirigió a todos nosotros con tono enérgico preguntándonos si estábamos conscientes de lo que nos esperaba si los alemanes nos pescaban. Nadie contestó. Luego nos explicó todas las consecuencias que esto podía tener. Ahí fue donde mi hermano y yo nos entera-
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mos del verdadero peligro. Hasta ese momento no sabíamos la magnitud de esos actos en que nuestras vidas estaban también involucradas. Dirigiéndose a nuestros amigos judíos, les indicó que partirían con ellos a un lugar seguro, les pidió que se vistieran con ropas calientes y cubrieran bien al niño, que sólo llevarían lo estrictamente necesario porque el viaje seria largo, fatigante y arriesgado. Luego les explico lo que harían. El primer reto seria salir de la ciudad hasta llegar a la campiña eludiendo las patrullas alemanas que recorren las calles durante el toque de queda, dijeron, y continuaron diciendo -En un punto determinado esperarán unos “partisanos” (paramilitares de la resistencia francesa), los dejarán en sus manos, se encargarán de ustedes y nosotros regresaremos a nuestros hogares. Después caminarán el resto de la noche por unos senderos entre maizales, viñedos y otros cultivos para llegar antes del amanecer al pie de la montaña, en donde los esperan otras personas con unos mulos para transportarlos el resto del trayecto. Luego se internarán en el bosque y ascenderán durante varias horas rumbo a un lugar
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en donde los recibirán miembros de la resistencia y algunos paisanos suyos que también pudimos rescatar. Ahí estarán mucho más seguros que aquí y no les faltará nada. Solo tendrán que participar en algunas tareas ligeras y esperar a que saquemos los alemanes de nuestro país. Dios quiera que sea muy pronto, -concluyó. Despídanse de sus amigos y vámonos rápido a recoger sus cosas, tenemos que irnos ya, -expresó el compañero del gendarme que se había mantenido en silencio hasta ese momento. Levantó en vilo al pequeño Fabián, quien ajeno a todo, jugaba en el piso con nuestros juguetes de madera. Cargándolo abrazado, se dirigió hacia las escaleras mientras los demás nos despedíamos de sus padres con lágrimas y sollozos. Minutos después, apretujados tras las rendijas de las persianas de madera observamos cómo salieron y partieron, pegados a las paredes hasta perderse en la obscuridad en la siguiente esquina. Muchas veces en nuestras pláticas familiares ante el fuego de la chimenea nos acordábamos de ellos cuestionándonos sobre su destino: ¿lograrían
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sus propósitos? ¿se salvarían? ¿les pasó algo malo? Y el buen gendarme y amigo ¿qué fue de ellos? La realidad es que nunca los volvimos a ver ni supimos nada de su suerte. Los alemanes regresaron una vez más buscando a nuestros amigos y al no encontrarlos se llevaron detenido a nuestro vecino Julio. Lo tuvieron encerrado casi dos meses en un campo de concentración mientras lo torturaban psicológicamente, diciéndole que era cómplice de los judíos y que por lo tanto seguiría su suerte. Lo subieron varias veces a los vagones que transportaban los presos a los campos nazis de exterminio, para finalmente bajarlo en el último momento cuando ya arrancaba el convoy. Pero Julio, que había participado en la guerra civil española al lado de los republicanos nunca confesó y a petición de la Cruz Roja Internacional, fue liberado por no haberse podido comprobar su complicidad. Finalmente, gracias a la intervención de los países aliados, Francia fue liberada en el verano de 1944 y regresaron la paz y tranquilidad al país. Años después tocaron a nuestra puerta un matrimonio y sus hijos, un apuesto jovencito de nue-
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ve o diez años y una linda rubia de tres o cuatro. Mi madre fue la que les abrió y al verlos inmediatamente gritó: ¡Es Fabián con sus papas! ¡Gracias a Dios se salvaron están vivos! ¡Miren hasta tiene una hermanita!
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LOS PIRATAS, CONQUISTADORES.
A pesar de la presencia de las patrullas alemanes por toda la ciudad haciendo sus rondines a pie o en vehículos motorizados, nuestra pandilla de 8 o 10 (piratas conquistadores del universo), de 6 a 14 años, seguíamos nuestros juegos por todo el barrio sin el menor temor de ser molestados ni reprimidos. Nos hicimos “amigos” de un joven soldado alemán que pasaba por nuestra calle conduciendo una carreta de madera de 4 ruedas jalada por una pareja de hermosos caballos percherones dos o tres veces por semana. Transportaba barricas de vino, cajas de huevos, verduras vegetales una gran variedad de frutas y varios costales de quien sabe cuántas cosas más. Para nosotros era una maravilla ver tanta comida, cuando en nuestras casas empezaba a esca-
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sear, y lo poco que conseguíamos era con cupones de racionamiento. Todas esas vituallas eran para uno de los cuarteles donde estaban alojadas las tropas alemanas. Este joven soldado la primera vez que lo vimos fue cuando paró su carreta cerca de donde estábamos jugando, nos estuvo observando un buen rato, cuando nos dimos cuenta de que estaba llorando y sus lágrimas escurrían por sus mejillas. Paramos nuestra batalla contra los elementos del mar y los monstruos de las profundidades para observarlo mejor. Tomó unas frutas y nos las ofreció desde su asiento, todos al mismo tiempo, con el movimiento de nuestras cabezas rechazamos su oferta. Alzó los hombros en una señal que parecía decir (lo siento, pero comprendo). Dos o tres días después paró su carreta otra vez y sacó de su bolsillo una libretita que empezó a ojear y se dirigió a nosotros en francés con cierta dificultad, al mismo tiempo que se apuntaba a sí mismo con la mano: - Moi Frederick, Frederick (Yo Frederick) - Je suis autrichien, autrichien (soy austriaco)
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- J’ai deux enfants (tengo dos hijos señalo con dos dedos) - Je ne suis pas mechant (no soy malo) - N´aie pas peur (no tengan miedo) En cada frase asentíamos con la cabeza, pero no cruzamos ni una palabra. Lo vimos varias veces más, pero ya no se paraba, sólo nos hacia un ademán que para nosotros era un discreto saludo al cual a la segunda o tercera vez le contestábamos. Siempre lo recordé con mucha curiosidad por saber ¿por qué lloraba? ¿qué cosas pasaban por su mente? era un buen hombre que, como miles más, estaban involucrados en una guerra que no comprendían, que no querían? Poco tiempo después nuestras correrías nos llevaron a la estación del ferrocarril, porque unos amigos de otro barrio nos informaron que habían llegado unos poderosos vagones blindados fuertemente armados con tremendos cañones. Parecían como grandes barcos acorazados. Cuando llegamos nos encontramos con un triste panorama que nos metió de lleno y en vivo en la triste realidad de lo que fue el holocausto.
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EL TREN DE LA MUERTE
Los que tuvieron la oportunidad de admirar esa extraordinaria película de Roberto Benigni, La vida es bella, seguramente quedaron gratamente impresionados en el desarrollo de la primera parte de ésta, y quizá tristes y desconcertados en la segunda parte y el desenlace final donde, a lo opuesto de las películas americanas, el bueno muere. La película inicia con una comicidad muy italiana, pero poco a poco se convierte en una tragedia donde se mezclan la terrible y cruda realidad con lo irreal y la fantasía creada por un padre que no quiere que su hijo sufra ni se traume, disfrazando con gran amor e imaginación lo que en realidad está sucediendo. La moraleja de esta historia sacada
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de la vida real quizá sea que todo puede superarse con amor imaginación y sacrificio. En los años cuarenta viví personalmente algunas situaciones parecidas a las que se presentan en la pantalla, cuando contaba con escasos ocho años y radicaba en una ciudad del sur de Francia durante la ocupación alemana en la segunda guerra mundial. Por eso el día que asistí a ver la película me daba mucha tristeza cuando algunas personas reían a carcajadas ante situaciones que ellos consideraban cómicas, pero que a mí me hicieron regresar súbitamente medio siglo, sumergiéndome de lleno en los más crueles recuerdos que pensé habían quedado enterrados para siempre en algún profundo rincón de mi ser. Recordé la persecución de los judíos por parte de la Gestapo (abreviación de GE heirmen STA ts PO lizeri), policía secreta de la Alemania nazi de Hitler, la crueldad con que los trataban. Los campos de concentración con sus barracas de madera y poderosas cercas de alambres de púas a la orilla de las vías del ferrocarril donde los encerraban sin darles de comer o beber hasta que llegaban los fur-
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gones para ganado donde los obligaban a subir por unos frágiles y tambaleantes tablones, con innecesario derroche de violencia a hombres y mujeres, algunas en evidente estado de gravidez o cargando bebés, adolescentes, niños y niñas de todas las edades, y ancianos caminando con mucha dificultad. Los empujaban a culatazos con sus armas gritándoles órdenes en un idioma que ellos obviamente no entendían, creando confusión y más golpes. Era impresionante la actitud de resignación de esas personas hambrientas, sedientes y muchas gravemente enfermas, con sus ojos sin brillo y miradas perdidas; no parecían seres humanos si no autómatas que caminaban en silencio por inercia sin una sola queja. Los únicos que lloraban a todo lo que daban sus pequeños pulmones ante la impotencia y desesperación de sus atormentadas madres que los cargaban arrullándolos, eran los bebés y los niños más chicos, llorando de hambre y de sed. Alcancé a ver algunos que se lamían los labios secos desesperadamente. Desde la barda entre los arbustos del huerto donde nos escondíamos, unos seis o siete miembros
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de nuestra pandilla, veíamos desfilar ante nuestros ojos, personas conocidas incluyendo maestros, doctores, entre los que estaba con su padre anciano y demás familiares nuestro propio médico de cabecera, un hombre de gran corazón quien sabiendo de nuestra pobreza no nos cobraba sus servicios; empresarios, comerciantes de gran prestigio en nuestra ciudad con sus familias. Decenas de personas con quienes convivíamos a diario y no teníamos la menor idea de que fuesen judíos, pero lo más impactante fue reconocer entre los jóvenes algunos amigos y amigas, compañeros de escuela, de deportes, de campamento y vecinos. Con lágrimas en los ojos y voz entrecortada recordábamos sus nombres despacio para no delatarnos. Los soldados alemanes los obligaban a permanecer de pie sobre la paja y excrementos de ganado, llenando los furgones que ni siquiera se habían molestado en limpiar, hasta que no cabía un cuerpo más. Nos podíamos imaginar fácilmente en qué condiciones infrahumanas viajarían durante decenas de horas hacinados de pie, entre la basura, moscas
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y gusanos sin probar comida, sin más agua que la que pudieran atrapar entre los espacios de las redilas cuando cruzaran alguna región lluviosa. Muchos morirían de inanición, de calor o de frío ya que los furgones se convertirían en verdaderos hornos o neveras según las regiones atravesadas. Los sobrevivientes tendrían que colocar los cadáveres en algún lugar donde no los pisaran, deseando tal vez muchos de ellos alcanzarlos pronto para aliviar su martirio. Y llorábamos, llorábamos de rabia ante nuestra impotencia y nos sangrábamos los nudillos golpeando la barda y los árboles clamando una y otra vez ¿Dios mío donde estás, por qué permites esto? Sabíamos por haberlo escuchado en voz de los mayores que era un viaje sin retorno, donde muchos fallecerían antes de llegar al destino final que eran los campos de exterminio de Auschwitz en Polonia y Dachau en la alta Bavaria. Ahí sufrirían miles de escarnios y serían utilizados como conejitos de india para atroces experimentos médicos, antes de ser sacrificados en las cámaras de gases y sus cuerpos convertidos tal vez en productos industrializables.
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En ese entonces ya se habían más o menos organizadas las fuerzas francesas del interior el famoso FFI o maqui que luchaban desde la clandestinidad por la liberación de Francia y acosaban con cierta regularidad los convoyes alemanes. Por eso todos los trenes llevaban adelante y en la parte trasera varios carros de ferrocarril blindados pintados con colores de camuflaje y construidos exprofeso con gruesas planchas de acero y armados con poderosos cañones, morteros, ametralladoras y una gran dotación de soldados trepados por todos lados. Era verdaderamente aterrador presenciar la partida de esos trenes jalados por dos o tres poderosas locomotoras de vapor. Viendo la película no pude menos que emocionarme y verter alguna lágrima, cuando en la pantalla llega un trenecito a un campo de concentración y bajan todos los ocupantes que son separados por género y edades para dirigirlos a distintos lugares. En ese instante muchos que eran familiares intuían que nunca se volverían a ver. Cerré los ojos sin querer y me transporté a ese atardecer en que después de haber estado agaza-
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pado por horas entre los matorrales y los árboles frutales del huerto, observaba junto con mis compañeros como arrancaba el tren entre los resoplidos de las inmensas y poderosas locomotoras y el rechinar de sus enormes ruedas de acero que patinaban a pesar de la ayuda de los inyectores que lanzaban arena sobre la pulida superficie de los rieles para mejorar la tracción. Recordé el vapor de agua que surgía rítmicamente de los poderosos pistones que accionaban las bielas. Las voluminosas volutas de espeso humo negro y hollín que lanzaban hacia los cielos las llameantes chimeneas para luego caer invadiendo los vagones haciendo todavía más agudos los sufrimientos de los presos. Observé como se alejaba poco a poco el convoy. El debilitado sol del atardecer teñía de rojo anaranjado el firmamento, la gran masa del tren y el denso humo contrastaban fuertemente con el brillante horizonte enrojecido y las escasas nubes en el cielo. Ese mismo color se reflejaba en la superficie del acero pulido de los rieles. Volví a ver y sentir lo que nunca hubiera querido recordar. Al caer la noche, la forma de un enorme gusano negro que llevaba en sus entrañas cientos
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o miles de seres humanos, sobre el lomo cañones y soldados armados que se dibujaban sobre el cielo a contraluz cual mortíferas púas y en sus flancos, cientos de brazos y manos que surgían suplicantes de entre las redilas. El tren se alejó lentamente desapareciendo en el bosque como un fantasmagórico y asqueroso animal, serpenteando sobre las brillantes vías enrojecidas por el crepúsculo semejando dos hilos de sangre dejados detrás suyo por el monstruo. Esa noche, en el camino de regreso a nuestros hogares todavía asustados, cansados, enlodados, rabiosos de impotencia, coraje y tristeza sin poder llorar porque habíamos agotado todas las lágrimas posibles, hicimos un pacto de amigos. Al atravesar el río, nos paramos como lo habíamos hecho tantas veces en nuestros juegos infantiles, en el centro del puente, y cual modernos mosqueteros, juntamos nuestras manos unas sobre las otras y juramos que cuando fuéramos adultos y cada uno dueño de su propio destino, lucharíamos para evitar que sucedieran esas cosas y acabar con las guerras y las injusticias. Luego para legalizar for-
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malmente nuestro juramento, nos dirigimos al barandal y a la voz de uno por todos y todos por uno escupimos hacia el río para que sus aguas llevaran hasta el océano y de ahí a los mundos más lejanos el testimonio de nuestro compromiso y lealtad. Eso es tan solo una pequeña parte de mis recuerdos de infancia. Efectivamente, la vida es bella, y hay que disfrutar cada día como si fuera el último, los que han visto y sentido la muerte de cerca en cualquiera de sus manifestaciones y están aquí para contarlo, se lo recomendamos. Cada día escaseaban y se encarecían más los alimentos, a veces no se podían comprar ni con los vales de racionamiento. Mi abuelo materno, Rudesindo, dejó de fumar para cambiar sus bonos de tabaco por leche y huevos, pero sus bonos para vino tinto nunca los soltó porque era el único líquido que bebía. Nunca lo vi tomar un vaso de agua, decía que si el agua hacía tantos estragos en las calles y carreteras (su entorno de trabajo), ¿cómo pondría el estómago? No comía verduras porque decía que eran comida para conejos. Nunca se enfermó ni siquiera de un catarro, jamás qui-
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so ni necesitó de los servicios de un médico porque según él, decía que cuando necesitara de uno es porque ya se iba a morir. Mi abuela materna, Ignacia, viendo la situación que se iba deteriorando, decidió salir a los campos labradíos en las afueras de la ciudad a recolectar alguna semilla o mazorca que quedara en los surcos después de levantar las cosechas. A veces con suerte encontraba alguna patata, ejotes o alubias. Fue tan acertada la idea que una campesina que la estuvo observando varios días, viendo el esfuerzo que hacía, le regaló un viejo carrito para bebés, de esos de cuatro ruedas grandes y suspensión de muelles, una pareja de conejos y unos pollos y, a pesar de que la abuela no hablaba francés, ni la señora el español, se entendieron por el “patois”, una vieja lengua que hablaban antiguamente los campesinos del sur de Francia y norte de España. Se hicieron grandes amigas y desde ese momento nunca nos faltaron alimentos. Con ayuda del abuelo, transformó el carrito para transportar lo que recolectaba, eso le permitió recorrer distancias mayores sin cansarse y aumentar su cosecha.
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El abuelo, con tablas que le regalaron en la empresa donde trabajaba hizo unos cajones para los conejos que no tardaron en reproducirse, y un corral para los pollos y gallinitas que con el tiempo nos proveían de carne y huevos frescos. Todos esos animalitos los criamos con las semillas y hierbas que doña Ignacia traía del campo, además de la mantequilla, quesos y algún embutido de carne de cochino que le regalaba su amiga campesina a cambio de que mi abuela le ayudara en algunos quehaceres domésticos. El edificio donde vivíamos contaba para cada departamento una parcela de más o menos cinco por cuatro metros destinadas al cultivo de hortalizas. Uno de nuestros vecinos, un joven soltero portugués, nos permitió utilizar la suya, así que pudimos cultivar cebollas, tomates, coles, patatas, zanahorias, habichuelas, lechugas, perejil y algunas cosas más. Del lado de la pared que nos tocaba plantamos unas vides de uva blanca, unas alubias y todo alrededor de las parcelas, fresas. Además, nos tocaba un árbol de durazno. Con las fresas y los duraznos nuestra madre hacia mermeladas caseras
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que conservaba al igual que los tomates enteros en unos tarros de vidrio. Todo eso nos permitió comer bien. Durante el tiempo que escasearon los alimentos sólo tuvimos un contratiempo cuando alguien una noche se llevó todos los conejos. Afortunadamente los pudimos reponer y guardar en un lugar más seguro gracias a los amigos campesinos de la abuela. Al principio del año 1944 sucedió lo que desde mucho tiempo sabíamos que pudiera acontecer, pero deseando que nunca llegara ese día.
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BOMBARDEO
La primera vez que llegaron fue al filo de las once de la noche. Los anunciaron las ululantes quejas de las sirenas que los alemanes habían colocado por toda la ciudad. Era como una horrible y desafinada sinfonía ejecutada por una manada de enormes lobos aullando todos al mismo tiempo sin ton ni son. Ya conocíamos esa alarma, presagiaba algo grave y por lo pronto teníamos que apagar todas las luces de nuestras viviendas, no asomarse a las ventanas y estar pendientes de las instrucciones que darían con magnavoces los integrantes de las patrullas alemanas que recorrían la ciudad con el propósito de detener a cualquier persona que anduviera en las calles a esas horas, y rociar de balas si era necesario
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las ventanas donde se asomara cualquier indicio de luz aún fuese el de una simple vela. La alarma nos despertó a todos, nos reunimos en la sala alrededor de nuestra madre que nos tranquilizaba con sus palabras y palmaditas. Mi hermano Laureano y yo teníamos seis y ocho años respectivamente; estaban también los abuelos paternos y la tía Rosario, hermana menor de nuestra madre, todos asustadísimos. Sabíamos que se trataba probablemente de un ataque aéreo de las fuerzas aliadas en contra de las instalaciones estratégicas de la zona ocupadas por los invasores. Al poco tiempo de estar ahí, empezamos a escuchar los disparos de las baterías antiaéreas “DCA” y los estallidos de las granadas mezcladas con el ronroneo de los poderosos motores de los aviones sobrevolando la ciudad. Pasaron cinco o diez minutos que parecieron una eternidad y lentamente se fue perdiendo a lo lejos el ruido de los motores, cesando al mismo tiempo los disparos de los cañones. Extrañamente no sucedió nada, no se efectuó el bombardeo, sin embargo, estuvimos un buen rato
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a la expectativa por si regresaban los aviones, hasta que las sirenas volvieron hacer escuchar sus lamentos anunciando así el final de la emergencia. Al día siguiente nos enteramos de que la fuerza aérea inglesa no pudo realizar el ataque previsto debido a las condiciones climatológicas adversas que anulaban toda visibilidad (nubes muy bajas y densas), cabe decir que la ciudad de Tárbes donde sucedieron los hechos se sitúa prácticamente a los pies de las altas montañas de Los Pirineos, que forman una barrera natural donde se acumulan las nubes. La gente mayor pensaba que la fuerza aérea no quiso arriesgar y soltar sus bombas por temor que cayeran sobre la ciudad. Tal vez fue un error de su servicio meteorológico, pero fueron muy sensatos y prudentes, porque la realidad fue que pasaron exactamente sobre la población. Fue un verdadero milagro que tomaran esa decisión. La segunda vez, casi un mes después, se repitió la historia con el aviso de las sirenas. En esta ocasión llegaron los aviones como a las dos de la mañana, el cielo estaba despejado, por lo que mi hermano y
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yo pudimos observar gran parte del evento por las rendijas de las cortinas. Esta vez el contingente de bombarderos venía acompañado de aviones caza que se adelantaron entre el fuego antiaéreo para lanzar sobre algunos puntos estratégicos luces de bengala que despedían una gran humareda amarilla, iluminando intensamente el cielo mientras descendían lentamente, columpiándose colgados de los paracaídas que las sostenían. Podíamos observar como toda la ciudad brillaba con un intenso color amarillo fluorescente. Vivíamos en un segundo piso lo que nos permitía tener una vista panorámica bastante amplia. Estábamos aturdidos y asustados viendo ese alucinante espectáculo de luces paracaídas y humo. El cielo se había transformado en un inmenso incendio salpicado por las motas de humo que dejaban el estallido de las granadas antiaéreas semejando tenebrosas flores negras que el viento se llevaba hasta desaparecerlas. De repente, empezamos a escuchar a lo lejos estallidos de bombas y aviones acercándose hasta que se cimbró la casa con una explosión cercana;
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en ese instante brincamos de la banca donde estábamos trepados y nos fuimos a refugiar debajo de la gruesa mesa del comedor al mismo tiempo que mi hermano gritaba asustado: -¡No quiero ser soldado, no quiero ser soldado! Nos abrazamos aterrados debajo de la mesa como si fuera un refugio que nuestras infantiles mentes creían fuera seguro. No teníamos a donde ir porque en la ciudad no había refugios contra ataques aéreos, así que lo único que podíamos hacer era quedarse en casa y pedir a Dios que nos cuidara y protegiera. Hoy estoy seguro de que nos escuchó. A la primera explosión siguieron otras. Decenas, cientos, miles… no sé, pero así lo sentía. Era una pesadilla que parecía nunca acabaría. En cada explosión cercana, el edificio bailaba una pavorosa y temblorosa danza macabra. Se rompían los cristales de las ventanas por todos lados, atajados por las gruesas cortinas que evitaron fuéramos lastimados por algún pedazo de vidrio proyectado en la habitación. Los muebles caminaban literalmente sobre el piso encerado, la mesa trepidaba, sentía en el tórax cada estallido y daba un vuelco mi corazón.
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Por la cercanía de las explosiones pensamos que una de las metas era destruir la estación del ferrocarril o el gran depósito de armamento, municiones y explosivos del arsenal que se encontraba a unos trescientos metros a espalda de nuestra vivienda; solo nos separaba un convento y su gran huerta que terminaba justo en la calle de la estación del ferrocarril. Los aviones pasaban por encima de la casa largando su mortífera carga casi sobre nuestras cabezas; a lo lejos se escuchaban más explosiones en diferentes direcciones. La fuerza aérea se dividió para alcanzar diversos objetivos. Escuchábamos claramente el ensordecedor rugir de los poderosos motores de los aviones que aceleraban después de lanzar sus racimos de bombas para elevar el vuelo evitando así el fuego antiaéreo. Poco a poco regresó la calma. Escuchábamos algunas explosiones y disparos de cañones que se iban apagando a lo lejos. Fue tan intenso el bombardeo, el ruido de los motores, los disparos de los cañones, granadas y ametralladoras, que después de que creí durante varios minutos que me iban a estallar la ca-
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beza y reventar los oídos, al regresar la calma sentí un hueco, un gran vacío que me aturdía. Tardé un buen rato en estabilizarme y recuperar la audición. Salimos de debajo la mesa para ir a abrazarnos con toda la familia en medio de la habitación, atentos a cualquier manifestación de peligro. No sabíamos si el ataque había terminado, si regresarían los aviones o qué pasaría. Ya no sonaron las sirenas para avisar el fin de la contingencia. Mi madre nos mandó a la cama, pero el resto de la familia se quedó para atender a algunos vecinos que llegaron a vernos para saber cómo estábamos. Al día siguiente fuimos a la escuela como siempre, pero los maestros nos regresaron cada uno a su casa. Éramos demasiados inquietos y aprovechamos la circunstancia para reunirnos con los demás miembros de la pandilla e ir a explorar un poco el área de vías de la estación del ferrocarril, pero los soldados alemanes y la policía francesa tenían resguardada la zona y no pudimos pasar. Sin embargo, vimos a lo lejos el inmenso almacén del arsenal intacto, rodeado de otros edificios
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en ruinas. Para nuestra decepción y rabia, nos dimos cuenta de que se había salvado el maldito depósito de armamento. Un amigo comentó que su padre estaba seguro de que había caído un avión en un campo cercano. Nos fuimos corriendo hasta el lugar por todos los atajos que conocíamos justo para ver como un camión militar llevaba el motor, parte del fuselaje y un ala intacta donde pudimos observar con gran alivio la cruz gamada alemana. No pudimos llegar al lugar preciso del impacto, pero supimos luego que intentó despegar cuando llegaron los ingleses y fue derribado antes de que pudiera tomar altura. Los demás aviones fueron destruidos en tierra junto con las instalaciones del aeropuerto y la fábrica de aviones contigua. Días después de que limpiaron la zona, regresamos y sólo pudimos rescatar unos trozos de plexiglás, uno de los primeros plásticos transparente de alta resistencia inventado por los alemanes con el cual fabricaban las cabinas de sus aviones, mismos que guardamos como trofeos. Los pilotos ingleses hicieron una gran labor.
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En un solo operativo destruyeron el aeropuerto, la fábrica de aviones (antigua, Morane Saulnier), las vías del ferrocarril con varios trenes incluyendo vagones blindados artillados, el arsenal, una fábrica de motores y generadores eléctricos, un centro de fabricación y reparación de locomotoras y otras instalaciones de industrias muy importantes que no recuerdo. Aparentemente sólo les falló el gran depósito del arsenal. Nos quedamos con la idea de que los aviones regresarían algún día a destruirlo, pero no fue así. Poco tiempo después los combatientes de las fuerzas francesas del interior FFI coronaron la labor de los ingleses dinamitando el depósito que se incendió y estuvo quemándose durante varios días. Ese depósito estaba a unos trescientos metros a espalda del inmueble donde vivíamos. Al principio se escuchó una gran explosión seguido de una intensa humareda y explosiones más chicas en racimos como si fueran fuegos artificiales. Dicen que los bomberos no se atrevían a intervenir, no podían acercarse porque salían disparadas a diestra y siniestra municiones de todos los calibres. Esa
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noche los soldados alemanes huían de la zona por todos lados alejándose del lugar, algunos brincaron las bardas del convento para caer en el traspatio de nuestro edificio, saliendo a la calle por el zaguán. Contaba mi abuelo que sus compañeros de trabajo comentaban que teníamos que dar gracias a Dios que las bombas no cayeron sobre ese enorme depósito durante el bombardeo, porque la explosión hubiera sido catastrófica por su magnitud para todo el vecindario y a muchos cientos de metros a la redonda. Los alemanes habían almacenada una gran cantidad de explosivos que pensaban enviar al frente de guerra. Cuando el FFI intervino, los alemanes en previsión de otro ataque ya habían desalojado la mayor parte de los explosivos y sólo quedaban, según decían, armas, municiones menores y algunos tanques y vehículos artillados. En las siguientes correrías de la pandilla descubrimos por varios rumbos los cráteres dejados por las bombas. Una de ellas estalló precisamente en la huerta del convento a unos cincuenta metros de nuestro domicilio. Pienso que fue la primera, la
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que nos hizo brincar del banquillo para refugiarnos debajo de la mesa. En algunos lugares acordonados por militares alemanes, especialistas desactivaban y rescataban bombas que no habían estallado. Siempre intenté ver los aviones durante el bombardeo, pero nunca alcancé a ver alguno, fue más fuerte el miedo que la curiosidad. Pero finalmente Dios escucho nuestros ruegos. Una vez más nos protegió y estamos aquí más de setenta años después para contarlo. La crisis cada día que pasa se agudizaba más. Aparte de la escasez de alimentos, no se podían conseguir la mayor parte de los insumos necesarios para el buen funcionamiento de un hogar y tampoco podíamos comprar ni ropa ni calzado. El abuelo trabajaba en una empresa que daba mantenimiento a caminos y carreteras, un trabajo muy rudo para un hombre de más de sesenta años, pero aunque llegara todos los días cansado del trabajo, tomaba unos trozos de madera y hábilmente con su navaja tallaba las suelas para sus viejos zapatos, los de mi hermano y los míos. Nos tomaba
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la medida de los pies en un trozo de papel y sacaba una plantilla con la que hacía las suelas a la medida exacta. Luego, con mucho cuidado desprendía las suelas viejas casi siempre agujereadas y clavaba con tachuelas la parte superior del zapato en la base de madera alrededor de un borde diseñado exprofeso; ésos fueron los zapatos más fuertes cómodos y duraderos que jamás haya usado. Al principio nos divertíamos bailando zapateado hasta que el abuelo los perfeccionó pegándole a la madera unos “silenciadores” hechos de una vieja llanta de bicicleta, entonces además de ser silenciosos ya eran anti - derrapantes. La abuela seguía saliendo todos los días con su carrito a buscar alimento para los animalitos y se quedaba muchas veces para ayudar en sus quehaceres a la familia de campesinos que le regalaban, leche, mantequilla embutidos etc. productos que eran casi imposible encontrar en las tiendas. Solo se podían comprar en el mercado negro a precios imposibles de pagar para nosotros. En las noches lavaba y planchaba la ropa de toda la familia. Nuestra madre consiguió dos nuevos trabajos.
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Se levantaba todos los días a las 4 de la mañana para ir a un rastro de aves a desplumar pollos, regresaba a casa a las siete de la mañana para servir nuestro desayuno y enviarnos a la escuela, después corría a las ocho a la estación del ferrocarril para asear vagones de pasajeros, regresaba para servirnos la comida a las doce y luego a las dos de la tarde retomaba sus compromisos de costurera hasta las siete de la noche cuando regresaba a servir la cena. Eran jornadas extenuantes, pero nunca la oí quejarse de nada a pesar de verla cansada. La tía Rosa consiguió un empleo de mesera en el restaurante donde era gerente nuestro vecino Julio, con tan mala suerte que, a los pocos días de haber empezado a trabajar, irrumpieron en el lugar dos SS alemanes y dos policías franceses a revisar el lugar y encontraron en su locker tremenda pistola que seguramente escondió ahí algún comensal cuando vio las patrullas estacionarse en frente del negocio. Los SS no entendían razones y sobraban las explicaciones. Simplemente arrestaron a Rosa y después supimos que la habían sentenciado a dos años de prisión en una cárcel de Toulouse, de los
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cuáles solo cumplió unos cuantos meses porque fue liberada por las autoridades francesas cuando por fin recuperaron su territorio. Fue una experiencia muy traumante para una joven de veintidós años, aunque nunca fue maltratada físicamente. Mi hermano y yo como miembros de los piratas exploradores y vengadores seguíamos junto con la pandilla divirtiéndonos muchas veces a costa de las monjas del convento vecino. El convento colindaba con un riachuelo justo enfrente de un lavadero municipal donde las vecinas lavaban sus ropas. El agua en esos tiempos era muy limpia. Ese lavadero cuando no estaba ocupado se convertía en nuestra gran nave y de ahí salíamos al “abordaje” hacia la inmensa huerta del convento. La meta eran los árboles frutales que alcanzábamos pecho a tierra, nos trepábamos rápidamente, comíamos todo lo que podíamos y llenábamos nuestros bolsillos o camisas, para regresar a nuestro cuartel general en el lavadero después de cruzar el riachuelo con toda nuestra preciosa carga. Conocíamos todos los horarios de los recreos y los descansos de las internas. Teníamos que cui-
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darnos de ellas porque eran nuestro “principal enemigo”. Una tarde por razones que nunca supimos salieron a la huerta en un horario anormal y nos sorprendieron trepados en los árboles. Fue tanto el algarabío que hicieron, que alertaron al jardinero y a una monja joven. Como pudimos saltamos de los árboles y emprendimos la huida con toda la jauría de féminas detrás de nosotros hasta llegar al río que pudimos salvar sin problemas, no así el pirata más gordito que corría con dificultad y la monjita cortándole el paso lo atrapó agarrándole de los pantalones en el momento que llegaban al río, cayendo los dos al agua. No pudimos ayudarle, el jardinero los sacó del agua y se llevaron a nuestro compañero con la madre superior quien lo interrogó para que diera los nombres de sus cómplices y el suyo propio, pero no soltó palabra alguna, fue muy valiente y en la noche que lo soltaron lo recibimos como un héroe cuando nos enseñó las marcas de los pellizcos que le propinaron durante el interrogatorio. Todos los años en vacaciones, nuestra madre nos enviaba a un campamento patrocinado por el
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ayuntamiento donde nos daban la comida, lo que daba un poco de libertad a nuestra progenitora. El lugar fue probablemente la propiedad de algún noble rico ya que tenía un hermoso castillo, una gran extensión de terreno, otros terrenos con cultivos de maíz, una casona de dos pisos y un estadio de futbol con unas pequeñas gradas e instalaciones para todo tipo de deportes. Era el lugar ideal para divertirnos al aire libre. Teníamos una maestra quien era la directora y dos maestros de gimnasia y deportes. Nuestra principal tarea era divertirnos haciendo cabañas con ramas y hojas de los árboles que abundaban en ese parque. Ese año contábamos con la compañía diaria de dos y a veces hasta tres soldados alemanes fuertemente armados que llevaban unos caballos finos a pacer, ya que el pasto de esos terrenos era muy adecuado para ellos. Teníamos prohibido acercarnos. Una mañana de principios de junio, poco después que llegamos y estábamos desayunando se escucharon varias detonaciones y relinchos. Nuestra primera reacción fue levantarnos para ir a ver lo que estaba pasando,
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pero nos cortaron el paso los maestros regresándonos a los asientos mientras cerraban el portón con sus grandes pasadores. Rápidamente, uno de los maestros subió al segundo piso para observar lo sucedido. En eso, alguien del exterior golpeó fuertemente el portón al mismo tiempo que gritaba: - ¡váyanse para sus casas, la liberación llegó! Estábamos todos desconcertados. Cuando regresó el maestro que fue a observar los hechos, estaba muy alterado. Con palabras entrecortadas hizo saber que aparentemente varios hombres vestidos de civil habían salido de entre los maizales sorpresivamente matando a los alemanes, quitándoles las armas y soltando los caballos. La situación era muy difícil para mi hermano y yo porque para llegar a la casa teníamos que atravesar media ciudad. Empezaron a llegar algunos familiares de nuestros compañeros, unos a pie, otros en bicicleta para acompañar a sus hijos. Quedamos de los últimos, y estaban pensando los maestros en acompañarnos cuando llegó nuestro ángel de la guarda y vecino Julio con un triciclo de los que usa-
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ban para repartir las cajas de soda que elaboraban en la fabriquita de uno de sus amigos. Nos trepamos en la “batea”, nos cubrió con una pequeña lona y se arrancó, llevándonos por los mismos atajos que nosotros recorríamos a diario. Se bajaba en cada esquina asomándose por si veía algún peligro porque se oían tiroteos y explosiones por todos lados y, finalmente, gracias a sus cuidados llegamos sanos y salvos a casa. Esa misma noche, escuchando la BBC de Londres como siempre lo hacíamos nos enteramos que los aliados habían desembarcado en Normandía y los alemanes llamaban a sus tropas del interior a la zona de batalla para repeler a los aliados, lo que dejó algunas zonas del país desprotegidas. Esto lo aprovechó el FFI, los Maquis, y los partisanos para acosar y eliminar los alemanes que se quedaron. Esa misma tarde desde la ventana de la casa observamos como llegó una avioneta Stampe de doble ala sin ninguna letra ni marca que la identificara, y vimos, claramente, como el pasajero de atrás tomaba una bomba como de 40 o 50 kilos y la tiró por la borda en un lugar a unos 70 u 80 metros de donde estába-
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mos observando, causando una gran explosión. En ese lugar había una propiedad muy bien bardeada que abarcaba una manzana. Nunca supimos quién ni por qué bombardearon el lugar. Quiero pensar que aprovechando el desconcierto de los alemanes algún valiente piloto francés y su copiloto se arriesgaron a bombardear un lugar importante para los germanos con un pequeño avión de entrenamiento deportivo. Inmediatamente después del desembarque de los aliados en Normandía, las tropas nazis de ocupación fueron llamadas al frente para reforzar la línea de defensa en el norte de Francia. En la mañana del 10 de junio, se gestó el episodio más terrible, atroz y sanguinario de toda la ocupación alemana en una aldea pacifica próxima a Limoges de 1200 habitantes; la matanza de Oradour sur Glane, cuando la división SS “Das Reich” se dirigía hacia el frente. En la víspera esta división estaba acantonada en Tulle, allí deportaron 149 personas y ahorcaron 99 en los balcones de la ciudad.
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En Oradour sur Glane, su extrema violencia se desencadenó aún más al encontrar los cuerpos de 29 soldados alemanes abatidos por el FFI (Fuerzas Francesas del Interior), en las cercanías del pueblo. Entraron a Oradour sur Glane con el pretexto de buscar un depósito de armas del maqui. Reunieron a todos los habitantes en la plaza principal sacando hasta los enfermos de sus camas con brutalidad, y después de un breve interrogatorio al presidente municipal, éste negó la existencia de dicho depósito, reunieron entonces a las mujeres y los niños en la iglesia y los hombres al centro de la plaza. Al estallar una granada de humo al interior de la iglesia, ésta fue como una señal que generó una reacción de pánico, fueron acribillados con fusiles automáticos las mujeres y los niños y los varones fusilados con ametralladoras pesadas. No conformes con eso, al término de la masacre pasaron los soldados pistola en mano a disparar sobre los que agonizaban. Después apilaron los cadáveres, y tras cubrirlos de cal viva, les prendieron fuego quemando también cada uno de los edificios del pueblo.
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En total fueron sacrificadas 642 personas inocentes. El gobierno francés no quiso que se reconstruyera el pueblo y todavía existe como un monumento símbolo de las desgracias de la patria. En esos días como la situación se puso muy violenta por las explosiones y tiroteos en la ciudad, la abuela nos llevó al campo en casa de sus amigos donde estuvimos escondidos dos o tres días en el granero. Desde ese lugar privilegiado podíamos ver la gran cantidad de vehículos que desfilaban por la carretera principal rumbo a la ciudad, tripulados por civiles armados para combatir las tropas alemanas ya muy debilitadas y que ante las noticias que llegaban del norte, lo único que les preocupaba era huir para salvar su pellejo no sin antes destruir todo lo que podían a su paso. Ese mismo día sucedió una de las hazañas más peligrosas de dos de los miembros de la pandilla:
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EL PUENTE
Dos de los integrantes de mayor edad de la pandilla de los piratas exploradores, ese día fueron a pescar al rio Echez en la cercanía del puente de la carretera nacional a la entrada oeste de la ciudad. Estaban ocupados preparando sus cañas de pescar cuando vieron llegar un vehículo blindado alemán escoltado con dos motocicletas con sidecar. Se estacionaron a unos metros del puente, nuestros compañeros se escondieron rápidamente entre los arbustos y vieron como bajaron a la ribera del rio tres soldados cargando unas pesadas mochilas, escoltados por dos de los motociclistas. Se metieron en el agua debajo del puente, pegados a una de las columnas donde estaba adosado una especie de riel de acero pintado de blanco
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a todo lo alto, con líneas y números negros hasta la mitad más o menos, y rayas y números rojos de la mitad para arriba. Era el medidor de nivel del agua del rio. Colocaron las mochilas que apenas cabían entre el muro y el riel. De otra mochila que cargaba uno de los motociclistas sacaron un rollo de cable. Enseguida los dos piratas desde su escondite se dieron cuenta que se trataba de un rollo de mecha para detonar los explosivos que acababan de colocar. Vieron que el soldado que cargaba la mecha hacia el puente se parecía mucho a nuestro amigo de la carreta, pero no estaban muy seguros porque traía puesto un casco. Hizo un ademán a sus compañeros para que se retiraran al mismo tiempo que les gritaba algo como oust, oust. y estos ni corto ni perezosos subieron corriendo el terraplén hacia la carretera. El que se quedó desenredó el cordón, que era bastante largo, colocó una extremidad en las mochilas, extendió la mecha sobre la arena de la orilla y con unos cerillos que sacó de su bolsa, la prendió. Salió corriendo para alcanzar los demás soldados que ocupaban cada uno sus vehículos, se subió a un sidecar y se fueron a toda velocidad.
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Los piratas inmediatamente salieron de su escondite sin pensar el riego que corrían y rápidamente se fueron a tratar de apagar la mecha. Al llegar, se dieron cuenta que no estaba prendida, entonces la jalaron con toda su fuerza y se sorprendieron cuando cayó al agua ¡No estaba ni conectada a los explosivos! Se miraron y al unísono gritaron -¡Frederick, Frederick! Seguramente el austriaco pidió cumplir con esa tarea que nadie quería hacer por lo peligroso que era, pero sólo Dios sabe cuál fue su destino; ojalá haya podido regresar sano y salvo con su familia. Por lo pronto para nosotros fue un héroe, un héroe desconocido como tantos que surgen en los momentos difíciles y en las guerras de cualquier lado de la contienda. Su misión era destruir el puente e impedir la llegada a la ciudad de las fuerzas francesas del interior FFI, que ya se habían organizado y que pocas horas después, observábamos con mi hermano desde el granero donde estábamos agazapados, fuera de todo peligro, cuando llegaban a la ciudad sin ninguna resistencia por parte de los alemanes quienes para esa hora ya debían de estar muy lejos.
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Nuestros compañeros subieron a la carretera y pararon al primer vehículo de una caravana con personas civiles armadas que se acercaban al puente con cierta desconfianza y les explicaron lo de los explosivos. Se bajaron unos cuantos y regresaron poco después con las mochilas. Nos dijeron nuestros compañeros que los regañaron por haber expuesto sus vidas. Luego les preguntaron si tenían conciencia de que se habían convertidos en unos héroes y probablemente salvaron muchas vidas, le dieron las gracias a nombre de la nación los felicitaron y abrazaron antes de regresar a sus unidades. El rollo de mecha fue considerado como botín de guerra y durante mucho tiempo quemábamos algunos trozos en honor de Frederick. Nos quedábamos en silencio, hipnotizados observando cómo se consumían. Después de esos largos días escondidos en el granero, regresamos a la ciudad para asistir a los festejos de la liberación con fuegos artificiales, no sabíamos que eran y nos llevamos el susto de nuestra vida mi hermano y yo a tal grado que a nuestra madre le costó mucho trabajo tratar de conven-
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cernos que no eran nada peligrosos hasta que cayó un cohete todavía prendido cerca de nosotros y salimos corriendo. Desde ese momento supe que no era tan valiente como se supone debe de ser un pirata explorador. Al terminar ese verano de 1944 regresamos a la escuela y a nuestras rutinas diarias. Tenía 9 años cuando me inscribí como abonado y lector en la librería de una vecina que había implementado en su negocio una biblioteca con los libros que se le quedaban, se destruían o los que le gustaban para quedarse con ellos. Mediante una módica suma mensual podía leer todos los libros que quisiera, claro uno por uno. Adquirí la costumbre de pegar y reparar los que tenían algún problema. Le gustó tanto a la señora como trataba sus libros que me ofreció liberarme de pagar la cuota si le arreglaba los muchos que tenía con alguna falla. Así aprendí a coserlos y pegarlos, además no era necesario hacer tantos viajes a la biblioteca porque podía llevarme varios libros al mismo tiempo. Lo más importante para mí es que la mayor parte
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de los libros que reparaba no los hubiera escogido para leerlos, pero al tenerlos en mis manos y ojearlos fui encontrando muchas cosas interesantes que me abrieron el panorama de lo que es el mundo. Llegué a la conclusión que detrás de cada libro hay un maestro que nos quiere dejar un legado de algo muy significativo para él; por lo tanto, cuando el título de un libro o el nombre del autor no les dice nada y lo tengan en sus manos, lean algunas de sus hojas, algún párrafo y tal vez se le prenderá un foco; claro que en estos tiempos que vivimos gracias a la electrónica podemos acceder a millones de libros, escritos y películas de toda clase, ¡qué maravilla! Entre todo lo que leí, siempre me atrajo en particular después de la Ilíada y la Odisea, las historias, aventuras, milagros y líos familiares de los dioses griegos del Olimpo. Esos dioses son peores que los humanos ¿qué nos pueden enseñar de bueno? Ni siquiera algo parecido a los diez mandamientos que nos pide seguir el dios de los cristianos. El caso es que cuando mi madre me envió a estudiar catecismo ya tenía la cabeza hecha un enredo con tanta
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información de las muchas religiones y filosofías que existen en nuestro mundo y los miles de dioses, diosas, vírgenes, santos y santas que hay por todos los continentes. ¿A quién creer? Acepté ir al catecismo por tres cosas: La primera porque tenía la oportunidad de convivir y jugar con muchachos y muchachas de mi edad. La segunda porque era el único lugar donde tenían proyectores de cine y nos pasaban caricaturas y películas -mudas por supuesto, pero divertidas. Tengo que reconocer que me llamaba más la novedad y la tecnología del aparato que las películas en sí. Y la tercera para poder platicar de su religión con un joven sacerdote cristiano que a la postre resultó muy novato en teología y nunca supo explicarme porqué un Dios omnipotente y bueno había permitido que sucedieran tantas calamidades en este mundo y a nuestra familia en particular. ¿Por qué quedé huérfano de padre a los 18 meses?, y ¿por qué tantas guerras?, y ¿por qué tanta crueldad de los hombres?, y ¿por qué ésto?… Y ¿por qué aquello?.. Y ¿por qué lo otro?.. Los niños y los jóvenes tienen muchos ¿por qué?
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Finalmente, me despedí del joven sacerdote y del catecismo, con una promesa y un compromiso, si existe un Dios o varios como lo aseveraban los griegos y otras religiones, los buscaré, los encontraré y les reclamaré su proceder conmigo, mi familia y la humanidad. Desde ese entonces ya pensaba con mi lógica: Si el dios de los católicos hizo al ser humano a su imagen y semejanza, y le dio libre albedrío, tiene que haber cerrado sus oficinas de pedidos y reclamaciones. Porque nos dio el poder de valernos por sí solos y a su mismo nivel, lo único que nos queda es buscar cada uno su camino, crear su futuro día con día y alcanzar nuestras metas con nuestro trabajo, fe en sí mismos y entusiasmo. FIN… PERO SEGUIRÁ
ALIANZA EDITORIAL RÍO E diciones de B olsillo
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