Timonel Vol. 08

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 2 | NĂşmero 8 | Febrero de 2013


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Contenido 3

Presentación

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Théophile Gautier y la más digna vampira | Be rnar d o Rui z

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Cuentos fantásticos | J. c o ct e au /ja m e s fra z e r /i . a . ir e l and / g . w il l ou gh b y m./ g eorg e l oring f.

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Vena oculta. El odio en la literatura gótica | A l e y da Roj o

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Frankenstein [Fragmento] | Mary W. S h e l l e y

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Aura, amor post mortem | Ern e stina Y é pi z

12 Los senderos de Borges | J e s ú s Hida l g o 14 El fantasma de Canterville [Capítulo ii] | o scar Wil de . T R a du cción de Ro sabe l S a l a zar 16

Contra la guerra | S u san McMast e r . T R a d u cción de Óscar Paúl C astro

17 Zapping | F rank M e z a 18 De poemas y poéticas | J org e Ort e ga 19

Andante | E l i u d V e l á z q u e z

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Amor en el asilo/ Love in the Asylum | Dy l an T hom as . v e rsión de Ru bé n R iv e ra

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Paradoja amorosa | E l e na M é nde z

21 Diario de la embriaguez | Ru bé n R iv e ra 22 La segunda muerte de Raphael Margraf y su esposa | V íctor Lu na 24

El hotel Chelsea (Breve crónica de una larga noche) [Fragmento] | A m paro Dávi l a

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La tinta del calamar …pero no de cualquier perro | J uan Es me rio

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Poder y creación: hacia la estética de Gao Xingjian | C l au dia B a ñue l o s Wong

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Apuntes sobre el libro Arte participativo de Guadalupe Aguilar | A l e jan dro Mojica

32 Las mil y una recetas | A na C arol a C á r de nas 3 4

Oj o sde top o. E l o tro m ar de A ng e l op o u l o s | J o s é A ntonio Mont e rro sas figue iras

Las imágenes que ilustran el presente número son obra de MARCELO VALLE, maestro y artista plástico. Ha expuesto de manera individual y colectiva en galerías del estado y del centro del país.


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pr e s e ntación

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espués de conocer el relato de vida de Julia Pastrana y sepultados sus restos en el histórico y mítico cementerio de Sinaloa de Leyva, el mismo que data de hace más de dos siglos y alberga todo tipo de relatos sobre fantasmas y aparecidos, no es de extrañar que La donna scimmia salga de su hermética tumba y se erija en un referente del quehacer artístico en sus distintas modalidades y, en lo que a escritura se refiere, dé pauta para el ensayo de expresiones literarias con el tema de lo grotesco, lo monstruoso, lo fantástico y lo sobrenatural. En este contexto y sobre todo con el propósito de contribuir a la diversificación de los referentes y expresiones literarias que actualmente tenemos no solo en Sinaloa sino también en el país, hemos dedicado el presente número de Timonel a la literatura romántica y por ende fantástica, gótica y de fantasmas, por lo que nuestras páginas abren con «Théophile Gautier y la más digna vampira», de la autoría de Bernardo Ruiz, quien se refiere a la obra del escritor francés y en especial a su novela La morte amoureuse: «como una de las narraciones de vampiros menos convencionales y más sorprendentes por su aportación al género», en donde Romuald, sacerdote y hombre del Señor, se deja tentar y es seducido por la bella Clarimonde, criatura de las sombras. Para continuar en el ámbito de lo fantasmal y lo fantástico, publicamos «El gesto de la muerte», «Vivir para siempre», «El creyente» y un par de microrrelatos más de la Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, la cual, por supuesto, invitamos a leer. Por su parte, la escritora Aleyda Rojo nos recomienda la lectura de Frankenstein de Mary W. Shelley y El fantasma de la ópera de Gastón Leroux. Y al dar vuelta a la página Ernestina Yépiz explora en Aura la idea romántica del amor post mortem. De la escritora zacatecana Amparo Dávila publicamos un fragmento de «El hotel Chelsea», uno de los relatos que conforman Entre sombras (libro recientemente publicado por el isic). Elena Méndez nos ofrece «Paradoja amorosa», el cuento de un amante que regresa. Rosabel Salazar nos regala la traducción del capítulo dos de El fantasma de Canterville. Óscar Paúl Castro traduce «Against the war» de la poeta canadiense Susan McMaster. Rubén Rivera nos ofrece su versión de «Love in the asylum» de Dylan Thomas. Jesús Hidalgo nos hace adentrarnos y transitar por «Los senderos de Borges». Claudia Bañuelos nos muestra el poder narrativo del escritor chino Gao Xingjian en dos de sus más grandes novelas La montaña del alma y El libro de un hombre solo. Juan Esmerio diserta en torno a las vertientes narrativas de Nombre de perro, la novela más reciente de Élmer Mendoza. Y Alejandro Mojica reseña el libro Arte participativo de Guadalupe Aguilar. Y para cerrar este octavo número de Timonel, les ofrecemos «El otro mar de Angelopuolus» de José Antonio Monterrosas, y «Las mil y una recetas» de Ana Carola Cárdenas, quien comparte con nosotros cómo hacer un «asado a la plaza», de acuerdo con la receta de su abuela Cuquita Cárdenas, connotada y emblemática figura de la cocina sinaloense. M a rí a L u i s a M i r anda M onrre al Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura

M ario L ópe z Valde z

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora General del isic

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva J uan E sme rio Navarro, M ari tza L ópe z Wendy F éli x

|Redacción

Diseño Editorial

| Coeditores

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán (Sinaloa), febrero de 2013. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com


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Théophile Gautier y la más digna vampira

Bernardo Ruiz La pr e sencia de los e scritor e s france se s en el t em a vampírico tiene entr e sus m á s notable s repr e sentant e s a G au tier , Dum as , Nodier , Villiers de L’I sle-Adam, Lau tré amont y Maupassant, adem á s —evident ement e— de B audel air e . Con ellos , el género logra una evolución y un enriquecimiento difícil de im aginar . En contrast e con l a posición de los au tor e s anglosajone s , los e scritor e s france-

se s critican puntos de vista católicos basados en su alejamiento de los dogm as tradicionale s encubierta o explícitament e . Sin lugar a dudas , un t exto ejempl ar en e st e sentido se debe a T héophile G au tier , quien a lo l argo de su vida exploró con singul ar éxito aspectos de lo m acabro y lo fantá stico.

Gautier nació en agosto 31 de 1811, en Tarbes, y se educó en París. Se sumó en la década de 1830 al movimiento romántico. Destacan entre sus obras Poésies (1830) y Albertus (1832); su poema más logrado es Émaux et camées (1852; ampliado en 1872). Más tarde, Gautier se convirtió en el líder de los parnasianos, quienes defendían que el poema debe estar más involucrado con el efecto artístico que con la vida; esto es, el arte por el arte; e influyó ampliamente en la obra de Baudelaire. Como novelista, se reconoce a Gautier principalmente por Mademoiselle de Maupin (1835), y por sus relatos «La morte amoureuse» («La muerta amorosa» o «La macabra amante» de 1836) y «Une nuit de Cléopâtre». Fue también uno de los críticos más influyentes de su tiempo por su Histoire de l’art dramatique depuis vingt-cinq ans (6 vol., 1858-59), y por el Rapport sur les progrès des lettres depuis vingt-cinq ans (1868). Gautier murió el 23 de octubre de 1872 en París. La muerta amorosa —La morte amoureuse— puede considerarse como una de las narraciones de vampiros menos convencionales y más sorprendentes por su aportación al género. En su relato, Gautier logró una maestría


5 y una concisión extremadamente difícil de lograr en un texto de 22 cuartillas gracias a la riqueza del detalle y las sutilezas que alcanza el discurso del protagonista, el padre Romualdo, un cura de aldea. Romualdo, a los 70 años, relata cómo en su juventud estuvo a punto de perder el alma por caer en las redes amorosas de la cortesana Clarimonda, a partir del mismo día de su ordenación. Clarimonda fue la única mujer que conoció, y la única a la que pudo amar, tanto por sus cualidades como por su belleza, en un amor intensamente correspondido más allá de la vida. Sin embargo, durante casi 50 años, descubre el lector, Romualdo ha vivido en la confusión. Como en la historia del «Sueño de la mariposa» —de Chuang Tzu (300 a.C.): «Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu» —, Romualdo se debate en la inquietud de haber sido siempre un mísero cura de aldea o il signor Romualdo, caballero veneciano y amante de Clarimonda, que soñaba ser un cura de aldea que soñaba ser un caballero veneciano amante de Clarimonda. Sin embargo, esta dualidad nunca queda explicada para bien de la historia. Gautier da por hecho que los sucesos que narra Romualdo no requieren de una explicación científica, y que no tienen más lógica que la claridad de exposición del viejo sacerdote: una narración lineal que a partir de la llegada de Romualdo a la aldea de su ministerio, unos días después de consagrado, cobra una dimensión distinta cuando Clarimonda parece observarlo, alguna vez, secretamente. Llama sin embargo la atención la vigilante actitud del tutor de Romualdo, el anciano monje Serapion, quien conoce siempre los acontecimientos que afectan la vida de su pupilo, en particular los que atañen a la salud de su alma directamente; como si Serapion estuviera informado a toda hora de lo que ocurre alrededor de Clarimonda, a quien considera una temible contrincante a causa de su naturaleza extraordinaria y pecadora. Así, Romualdo aparece como la valiosa presa de dos contrincantes formidables, Serapion y Clarimonda, que solo se encontrarán en un definitivo y atroz instante. Porque el destino de Romualdo comenzará claramente a definirse a partir de la noche en que llegará retrasado a dar la extremaunción a Clarimonda, que lo ha llamado —en apariencia o paradójicamente— para salvar su alma. La declaración del criado al servicio de la gran dama es definitiva: «Un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí, apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca. “¡Demasiado tarde!”, dijo, meneando la cabeza. “Demasiado tarde. Pero si no hizo algo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo.”».

El encuentro con los restos de Clarimonda es definitivo, una promesa de amor por encima de la muerte: «La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor». Ella, por unos segundos se libera del abrazo de la muerte, Romualdo escucha la promesa de Clarimonda de responder en breve a su amor, y su definitiva muerte. Él se desvanece, y es llevado en andas para despertar en su parroquia —afirma el ama de llaves del curato— tres días después de haber perdido la conciencia. Es ahí donde poco después le informará Serapion que Clarimonda murió tras una orgía que duró una semana. Revela entonces este a Romualdo su abierta opinión acerca de Clarimonda: «Sobre Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona». Y agrega, finalmente, una revelación hasta entonces única en la mitología del vampiro: «Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto». Ahí la narración alcanza su expresión más poética: el reencuentro de Clarimonda y Romualdo, donde ella explica que ha viajado desde la nada de la extinción y ha vencido los caminos de la muerte para demostrar el poder de su amor: «...por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado solo para hacerte feliz». Tras este encuentro se suceden en el relato las revelaciones sobre la naturaleza de Clarimonda, que en nada desmienten lo dicho por Serapion; aunque confirman la certeza del amor que ambos se tienen y con el que se engrandecen, sin que la vida de lujo y disipación que llevan turbe la fuerza de su cada vez más intrincado compromiso. Difícilmente el lector podría dejar de sentir justificada y venturosa la pasión que los amantes se demuestran; y la naturaleza del sueño invencible de Romualdo, donde persiste una conciencia aferrada en mantener la cotidianidad de la vida sacerdotal, es para el observador la única ruptura que puede encontrarse en la felicidad del joven. Sin embargo, la tensión en el ánimo del amante es insufrible: alba con alba y crepúsculo con crepúsculo le estremece la duda de su verdadera personalidad. Y acepta un día el reto de Serapion: «Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar».


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En contraste con la vampira de La novia de Corinto de Goethe —cuyo fin es corromper a los hombres a través de la seducción—, Clarimonda posee una distinta naturaleza. Ignoramos, como Romualdo, todo de ella; pero fascina que su certidumbre para el amor rebase los límites de lo humano. Es de admirar cómo Clarimonda vence hasta el límite su natural vampirismo, la insaciable sed de sangre, y que solo obtenga la que le es necesaria de su amado para retribuírsela en el amor. La gloria y grandeza de Clarimonda, incluso, está en su capacidad de aceptar nuevamente la vida para permanecer con Romualdo, convencida, cierta, segura de la promesa de un amor perdurable. Al ocurrir el desenlace, al profanar en la tumba el cadáver de Clarimonda y rociarlo con agua bendita, el cuerpo de la vampira se destruye, pero todavía su espíritu alcanza a reclamar su infidelidad al amado. Hasta ese instante, Romualdo comprenderá todo lo que ha perdido. De este modo, la victoria de Serapion se muestra como un cruel asesinato. De ahí que Romualdo reconozca que el desmoronamiento de su ser sea absoluto: «Una gran ruina se hizo en mi interior»... Y a este acto prepotente, más que el reclamo, solo le corresponde la certeza de una eterna separación, como el más absoluto castigo ante una falta que no tendrá oportunidad de corregirse, ni de ser perdonada. Con ello, la historia cierra su ciclo, y comprendemos el sentido de la narración: que la historia sea la confesión de un cura de pueblo septuagenario, que admite ante un joven sacerdote que ha amado, que ha amado con toda intensidad y que no obstante para disminuir la proporción de su culpa su mente juegue con él, le dicte que todo ello no le ha ocurrido, que todo pudo ser solo un hermoso sueño. De hecho, el lector llega a formular que el vampiro más terrible es Serapion, quien es incapaz de reconocer que el vínculo entre Clarimonda y Romualdo posea una solidez extraordinaria, ejemplar, incomprensible para él, a quien solo conducen la ceguera de sus dogmas, y las obligaciones que imponen. Así, él busca impedir que los amantes alcancen una dimensión más vasta donde se logra una plenitud sin precedentes. Por ello, la historia de Clarimonda, la muerta amorosa, la macabra amante, la vampira enamorada, posee un encanto excepcional en el género. Es la única vampira ca-

paz de inspirar piedad en su destrucción ante la paradoja extraordinaria que propone entre la secreta lucha entre las historias de muertos-vivos que se suceden en lucha irreconciliable. Clarimonda ha trascendido el proceso de destrucción de los hombres a los que pretendía amar, y ha conseguido una fuerza que la distingue entre las generaciones de vampiros. Ella satisface el sueño de La novia de Corinto, cuya mayor desdicha fue la pérdida del amor y la pérdida de su mundo, invertido por el cambio de valores que la religión introdujo. Sus dioses se habían convertido en demonios, y ella, a su vez, se transmutó como sus ídolos. Para el lector contemporáneo la derrota de la vampiro se contempla, finalmente, como una derrota de lo humano. El talento de Gautier genera una opción diversa, cuyo único antecedente se encuentra en Jacques Cazotte, autor de El diablo enamorado (1772). En esta novela, un joven soldado, Álvaro, invoca a Belcebú, quien en un principio se presenta con horrenda apariencia. El espíritu, no obstante, se enamora de la galanura del invocante y se pone a su servicio bajo la apariencia de una hermosísima mujer, Biondetta, quien le sirve con fidelidad. El Romualdo de Venecia y el hidalgo Álvaro coinciden en costumbres y maneras de un modo notable. Igualmente, el que Serapion mencione que Clarimonda es una manifestación de Belcebú, subraya la relación entre las obras. Aun la sumisión entre ambas mujeres en su trato al amado, coinciden. No es difícil, por ello, encontrar una relación constante entre la obra de Gautier con la de Cazotte, quien a su vez fuera ampliamente respetado por Charles Nodier y Gérard de Nerval —autores tan notables para la literatura francesa como el propio Gautier. Esta alianza de amantes más allá de la vida, no termina aquí. Tras Clarimonda, Vera, la protagonista de la historia homónima de Villiers de L’Isle Adam, será a su vez una vampira etérea. y, esperemos, que alguna noche a lo largo de nuestras vidas, otras apariciones como ellas se manifiesten ante nosotros. Bernardo Ruiz. Narrador, poeta, traductor y editor. Autor de Olvidar tu nombre, Antes y después de Drácula, Reina de las sombras, entre otros libros de relatos, novela y poesía.


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Cuentos fantásticos El gesto de la Muerte Un joven jardinero persa dice a su príncipe: —¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: —Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? —No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan. Jean Cocteau (1889-1963). Poeta, novelista, dramaturgo y cineasta francés.

Vivir para siempre Otro relato, recogido cerca de Oldenburg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en la iglesia. Todavía está ahí, en la Iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata, y una vez al año se mueve. James George Frazer. Etnólogo inglés, nacido en Glasgow, en 1854; muerto en 1941.

Final para un cuento fantástico —¡Qué extraño! —dijo la muchacha, avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada! —La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe. —¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos! —A los dos no. A uno solo —dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció. I. A. Ireland. Erudito inglés, nacido en Hanley, en 1871.

La protección por el libro El literato Wu, de Ch’iang Ling, había insultado al mago Chang Ch’i Shen. Seguro de que éste procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo, a la luz de la lámpara, el sagrado Libro de las Transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento, que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero, que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También estos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A medianoche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta. —Soy la mujer de Chang —declaró—. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad. —Ni sus hijos ni su marido están en mi libro —contestó Wu—. Sólo tengo estas figuras de papel. —Sus almas están en esas figuras —dijo la mujer—. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir. —¡Malditos magos! —gritó Wu—. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos pero no pida más. Le dio una de las figuras de cara negra. Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esa noche. G. Willoughby Meade. Escritor inglés, autor de relatos fantásticos y de lo sobrenatural.

Un creyente Al caer de la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: —Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas? —Yo no —respondió el otro—. ¿Y usted? —Yo sí —dijo el primero y desapareció. George Loring Frost. Escritor inglés, nacido en Brentford, en 1887. Autor de The Island (1913), Love of London (1912). De la Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Cazares y Silvina Ocampo.


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Vena oculta. El odio en la literatura gótica

Aleyda Rojo Los castillos, cementerios y personajes complejos no son el único ingrediente de l a literatura gótica . Hay uno más, no detectado a simple vista , pero que permanece de forma subterránea y transpira como un sótano húmedo porque aquello lleva algo poderoso, intenso, lleno de veneno: el repudio a l a humanidad. Mary Shelley (1797-1851) y Gastón Louis Alfred Leroux (1868-1927) vivieron en escenarios distintos, con formas de vidas diferentes y crearon, cada uno por su parte, obras donde se nota un rechazo por el hombre. Mary Shelley, no necesitaba de Frankenstein (1818) para llevar una existencia interesante. Con seguir el ejemplo de mujeres y hombres acostumbrados a navegar bajo la sombra de sus parientes famosos, hubiera tenido suficiente para pasarla bien. Sin embargo, su mente inquieta le indicó que conformarse con ser hija de una de las precursoras del feminismo, Mary Wollstonecraft, y del filósofo William Godwin, no era la mejor forma de sobresalir. Otros seres humanos justifican su imbecilidad por los traumas adquiridos durante la niñez: ella quedó huérfana por la parte materna, fue autodidacta y para terminar de decorar su personalidad, utilizó una fíbula que no falla a la hora de llamar la atención de los especialistas en vidas ajenas: se unió a un casado, el poeta Percy Bysshe Shelley. Un poderoso y oscuro hado debió sentir celos de su genialidad porque perdió a sus tres hijos, de la misma forma que su personaje, Víctor Frankenstein, perdió a sus seres queridos, como si de una sentencia se tratara, por atreverse ambos a dar vida. Acosada por el puritanismo se mantuvo errante con su marido, trabaron amistad con Lord Byron y nunca esperó que la fama de Byron se le pegara a la piel por generación espontánea como muchos piensan que sucede. Quien posee talento se abre paso solo y ella, además, era productiva hasta cuando no se lo proponía. Su célebre novela fue producto de un sueño.

Tal vez se las olía, de que Frankenstein la llevaría a la inmortalidad, porque en vida actuó como una perfecta enamorada, en lugar de promover su propia obra se dedicó a difundir la de su pareja. Pese a sus esfuerzos, hasta hoy es más famosa que su marido y la novela de su monstruo contiene un enfermizo don inspirador. Tal es el vigor de su prosa, que han surgido muchos Frankenstein derivados del suyo. ¿Y por qué se alzó tan alto el arco ojival de Shelley, en una catedral de tantas novelas góticas? Puede ser que se deba al perfecto equilibro y simetrías existentes entre los dos personajes principales: Víctor Frankenstein y el monstruo. Víctor, el joven apasionado por la ciencia, trata de nutrir su mente de conocimiento nuevo; y mientras aprende, alucina con volverse una celebridad y su relación con los humanos, siempre impregnada de manchas y hongos, se traslada al pensamiento de su máxima creación: un horripilante ser. Todos llaman Frankenstein al monstruo, pero la realidad es que en la novela carece de nombre. Así también carece de destino y nadie que lo vea, puede aceptarlo. Su fealdad y desproporción lo obligan al aislamiento, pero, al igual que su padre creador, él también lleva dentro de sí una enorme necesidad de aprendizaje y una de las cuestiones que poco a poco comprende, es que la estupidez humana es infinita. Y cuando alguien conquista ese grado de lucidez tiende


9 a lo macabro: destruye cuanto encuentra a su paso. La novela avanza, entonces, por tres grandes naves: una extensa y concentrada reflexión alrededor del egoísmo de quienes nacen con la capacidad de dar vida (pues creen que así como la otorgaron también pueden negarla), el enorme deseo de compartir con otro los sueños y el impulso aniquilador de quien no lo consigue. Dicen que Gastón Leroux partió de la obra Trilby (1894), de George du Maurier, para escribir El fantasma de la ópera. A reserva de leer Trilby, sospecho que Leroux partió de Shelley. Mi argumento es que Frankenstein es más antigua que las otras dos. Además, el personaje de El fantasma..., Erik, es muy parecido al de la autora inglesa, aunque no alcanza el mismo nivel. Le faltan los matices, las dudas, el vigor. La novela de Shelley goza de una atmósfera gótica más lograda, mientras que la de Leroux ya se aleja del género para promover el reportaje y coquetear con lo policial. Leroux, sin embargo, tenía la pluma más suelta. Llegó a publicar hasta tres novelas en un mismo año; realizó la publicación por entregas de El fantasma de la ópera (1909). La historia se desarrolla en un teatro parisino, cuyos trabajadores se ven acosados por un ser fuera de serie, que parece saberlo todo de todos y se anticipa de forma mágica a cualquier jugada. Conforme avanza, siempre hacia las profundidades, siempre hacia abajo del edificio, se nos descubren nuevos recovecos del recinto, como si de un esqueleto se tratara. Los autores del siglo xix sentían una atracción por el teatro que no es gratuita: ahí se la pasaban, era su diversión, su forma de establecer contacto con el mundo. Ya Emilio Zola en Naná, había utilizado con resultados geniales un campo de acción similar. Sin embargo, a diferencia del también autor de Germinal, Gaston Leroux no se apropia del teatro para revelar pasiones y decadencias sino para mostrarnos hasta qué punto resulta inútil la permanencia del hombre en la tierra y cómo su frivolidad lo lleva a rechazar aquello que no encaja en sus cánones de belleza. El hombre no es capaz de ver la fealdad porque lo debilita y confunde: al observar la deformidad de otros, nos vemos obligados a observar la nuestra y en ese personaje de Leroux, Erik, representante del horror, se concentran las antinomias de fealdad y sensibilidad. Su aspecto grotesco, disimulado bajo una máscara, no le impide crear música y sentir la ópera como nadie. En sus últimos capítulos, El fantasma... tiende a la flojera porque Leroux comete el crimen de querer crearle un pasado espectacular a su personaje, añadiéndole anécdotas innecesarias. Erik no requería de un origen rocambolesco para ser atractivo, sus acciones ya lo habían adornado lo suficiente. Ya teníamos muy claro que su destino era el odio. Aleyda Rojo. Narradora. Su último libro es Ataque a la piedad.

Frankenstein [Fragmento] M a r y W. S h e l l e y Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hábito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo. ¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!, ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios. Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la instancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Mary W. Shelley. Escritora inglesa. Autora de Frankenstein.


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Aura, amor post mortem

Ernestina Yépiz En Aura, novel a emblem ática —como bien l a ha calificado su au tor— sobr e el tiempo y el de seo, no hay diferencias entr e e st e mundo y el otro, entre l a r e alidad y el sueño, entr e el dormir y el e star de spierto. Como tampoco exist e una líne a que divida el bien del m al , lo t errenal de lo divino, lo natural de lo sobr enatural , lo pagano de lo r eligioso, l a vida de l a muert e . Los que se fueron regre san para encontrarse con los que no se han ido o no habr án de irse jam á s . Aura y Felipe Mont ero —al igual que todos los ver daderos am ant e s que exist en dentro de l a lit eratura— e stán de stinados a no morir nunca , a r enacer por siempr e . El Eros que los habita los ha llevado a l a conquista de l a inmortalidad. Carlos Fuentes retoma en Aura el mito de los románticos y hace de la figura de la mujer un emblema de lo sagrado, pero al mismo tiempo de lo pagano. Es ella la única capaz de insertarse dentro del mundo de las luces y de las sombras (luz y oscuridad van de la mano, la una no existe sin la otra, ambas nos enceguecen). El personaje femenino del relato, en nombre del deseo y del amor, convoca a todas las fuerzas del cosmos (el bien y el mal se toman de la mano) y como en un sortilegio —acto de magia mayor, hechicería pura —, trae de regreso, en el rostro y en el cuerpo de un hombre joven (quien termina por reconocerse y reconocer a la mujer de la que se enamoró hace más de un siglo), al esposo muerto sesenta años atrás. En nombre del amor y del deseo de los personajes que habitan las páginas de Aura, dentro de la propuesta narrativa del relato —como si se paralizaran las manecillas de todos los relojes—, el tiempo deja de fluir y el pasado se vuelve presente: las antinomias desaparecen, los opuestos se reconcilian, dos es uno y los amantes (Aura y Felipe Montero), en el instante del encuentro erótico-amoroso, de la fusión de los cuerpos (fusionarse es reconciliarse, soldar la herida) tocan el abismo y hacen de ese morir un acto de comunión, un renacimiento que se vuelve camino hacia el infinito, puerta de entrada a la eternidad, La idea de la muerte como renacimiento y del tiempo que se repite y vuelve sobre sí mismo, es parte del discurso literario de Carlos Fuentes (está presente en varias de sus propuestas narrativas, lo vemos sobre todo en aquellas que tocan el terreno de lo fantástico: «La bella durmiente», «Vlad», «La buena com-

pañía», «Chac mool», «Jardín de Flandes», «La muñeca reina», entre otras, casi todas agrupadas en los libros Inquieta compañía y Cuentos sobrenaturales), y sustenta, en este caso, la propuesta estética de una novela como Aura poblada por criaturas fantasmales, habitantes todas de una antigua casa que, aun cuando se encuentra en pleno centro de la ciudad, se mantiene por completo al margen del mundo exterior. El espacio interior de la casa, con todo y sus habitaciones, pertenece a Consuelo: mujer dual, sacerdotisa suma, maga, vidente, hechicera, bruja, ser sobrenatural y terreno; moderna Circe. Religiosa y sacrílega. Arrodillada sobre un santuario lleno de veladoras e imágenes de santos, vírgenes y demonios; reza y convoca —por igual— a las fuerzas del mal y del bien, y en nombre del deseo que alberga todavía su cuerpo marchito se desdobla en Aura (la bella donna), y al ser otra (sin dejar de ser la misma) rompe con la linealidad del tiempo establecido y en el rostro y la figura de Aura recobra la belleza y la juventud perdida, que le permitirán volver a encontrarse y retener consigo a quien, desde hace sesenta años, espera de regreso. Sentado a la mesa de un sombrío café, un hombre lee el periódico y no puede creer lo que dice ese anuncio: «Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa… Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiado estudio.» Lo que parece, más que una oferta de trabajo, una broma absurda para un profesor auxiliar en escuelas particulares, donde tiene un sueldo de 900 pesos mensuales. (Quien lee decide dar vuelta a la página.)


11 La mañana siguiente, el mismo hombre, sentado en el mismo lugar y a la misma hora del día anterior, encuentra otra vez el mismo anuncio. La dirección es «Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono». Lee en voz alta y, sin dejar de sorprenderle que en el centro de la ciudad (en donde los antiguos palacios y viviendas han sido ocupados por relojerías, tiendas de ropa y talleres de reparación de calzado) viva alguien todavía, decide acudir a la cita. En Donceles 815 (antes 69) la puerta se abre por sí sola, Felipe Montero, antiguo becario de la Sorbona, entra y transita por un pasillo oscuro, donde huele a musgo y raíces podridas. Se detiene para encender un fósforo y alumbrarse, pero antes de que lo haga escucha la voz de una mujer: «No… no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos.» «Trece. Derecha. Veintidós.» repite el visitante y conforme camina hacia el interior y sigue las indicaciones que le da la anfitriona de la casa, va dejando detrás de él la calle, el ruido de los camiones que se paran a la orilla de la banqueta y en general el mundo exterior. Va hacia adentro. «Ahora a su izquierda. La primera puerta. Tenga la amabilidad.» Y ella —quien habla— no puede ser mirada. Es una voz de suaves matices en medio de la oscuridad. Montero camina sin mirar atrás y no se pregunta nunca si habita la realidad o el sueño. El día o la noche. Como un ciego, se adentra en las sombras y de pronto destellos de luminosidad lo enceguecen. Veladoras encendidas que iluminan un pequeño altar y al fondo, más allá, resguardada por la tiniebla, está la cama y debajo de una montaña de sábanas y edredones raídos, una mano que se extiende y se ofrece al contacto del recién llegado, quien, al tocarla, la siente «rugosa y sin temperatura». En medio de ese ámbito tenebroso, destellan, como focos encendidos, los ojos rojos de Saga, la coneja-mascota de la dueña de la casa. Sin levantarse de la cama, como un moribundo que emite sus últimas palabras, Consuelo, ama y señora de la casa que habita, explica al joven historiador que ha decidido publicar las memorias inconclusas de su marido el general Llorente (muerto hace 60 años) y él es la persona indicada para revisarlas, reproducir y de ser posible mejorar el estilo en que están escritas (aunque el francés del general era impecable, se empeña en señalarle), y concluirlas para que puedan ser publicadas antes de que la muerte se la lleve a ella también. «Entonces se quedará usted. Su cuarto está arriba. Allí sí entra la luz…No sé…» El visitante vacila en sus respuestas, de pronto se da cuenta que la anciana no está sola. Una muchacha, a la que no es posible distinguir del todo, se encuentra sentada a un costado de la cama y toca la mano de la vieja. La joven abre los ojos que hasta entonces había mantenido cerrados y el recién llegado puede ver que son de un hermoso color verde y se siente atraído por esa mirada que cree reconocer, haber visto en algún lugar, en otro tiempo. «Sí. Voy a vivir con ustedes.» dice en el acto, sin intuir que no podrá salir de esa casa nunca más y se limita a seguir los pasos de Aura que lo conduce hacia su habitación, en donde para su sorpresa, como bien le dijo la vieja, sí entra la luz. En el baño de su habitación de paredes lisas, el nuevo habitante de la casa se contempla al espejo, se observa y como si reconociera su propio rostro por primera vez, no puede evitar pronunciar el nombre de la muchacha que acaba de conocer. Desea

encontrarse de nuevo con esos ojos verdes que presagian pasajes ya conocidos. Entonces abre la puerta y cuando desciende por la escalera de caracol, se encuentra con los ojos de Saga que lo observan desde la oscuridad. Más abajo ve a Aura que lo espera con el candelabro en las manos para guiarlo hacia la mesa del comedor, donde aguarda una cena de riñones en salsa de tomate, acompañada de un espeso e indescifrable vino. Después de la cena y adormecido por ese vino que nunca pudo identificar, Felipe se tiende sobre la cama y mientras dormita sueña que Aura lo acaricia y lo cubre todo de besos, al tiempo que le dice «eres mi esposo». A la noche siguiente, en un auténtico acto ceremonial (donde se mezcla religiosidad y paganismo), que tiene como testigo un Cristo negro de madera que adorna una de las paredes del dormitorio, los amantes se encuentran de nuevo y al despertar, como si fuera una criatura alada, ella se esfuma hacia uno de los rincones de la habitación y de pronto, él puede verla sentada a los pies de la vieja Consuelo, quien está ahí. Todo el tiempo ha estado ahí. Y las dos le sonríen a un mismo tiempo, como si le agradecieran lo sucedido. Montero va a su habitación, se lava la cara e intenta hacer una reconstrucción de los hechos, de lo que tuvo lugar la noche anterior. Aura y él no estuvieron nunca solos en el dormitorio, estuvo ella también. Confundido y en un afán por explicarse la situación, va a la lectura de los manuscritos del general Llorente. Ahí puede darse cuenta que Consuelo tenía quince años cuando se casó en 1867 y treinta y cuatro años después (al morir su esposo) contaba con cuarenta y nueve años, por lo que a la fecha (en el tiempo en que el narrador da fe de los hechos) debía tener ciento nueve años. ¿Cómo podía mantenerse con vida? El ex becario de la Sorbona sigue leyendo las memorias inconclusas y páginas más adelante se ve a sí mismo en una de las viejas fotografías del general y a su lado ve también la imagen de su amada Aura. «Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de cien años.» El tiempo que se repite, que vuelve sobre sí mismo y la vida que se funde con la muerte. Nos queda claro (casi resulta una obviedad decirlo) que los personajes que vemos habitando esa vieja casa, oscura y sin jardín (que subsiste amurallada por las paredes de otras construcciones que se han levantado alrededor), no son de este mundo sino del otro, pero también de este y del otro. Desde el momento en que abre las páginas del periódico y lee el anuncio, Felipe Montero delira entre la vigilia y el sueño. Consuelo se supone viva cuando en realidad está muerta. Aura vigila cuando duerme y duerme cuando cree estar despierta, puesto que en un discurso romántico-literario como el que sustenta el espacio narrativo y las páginas de Aura (novela escrita hace más de 50 años) no hay diferencias entre lo diurno y lo nocturno. El reino de las sombras es también el de las luminosidades. De la noche nace el día y del día la noche. Ernestina Yépiz. Narradora, ensayista y poeta. Su último libro es Los conjuros del cuerpo.


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Los senderos de Borges

Jesús Hidalgo Hace algún tiempo, con motivo de los diez años del fallecimiento de Borges, alguien dijo que no solo los espejos y la cópula son abominables por multiplicar la especie humana, sino que también los homenajes y los autores célebres lo son, debido a que multiplican el número de textos críticos. Solo me consuela saber que, como diría Borges, si los personajes de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, los lectores o espectadores, podemos ser ficticios. Hace algunos años falleció la gran poeta argentina Olga Orozco. Ella decía ser de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie; y quizá por lo segundo transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza». Para hablar acerca de la obra de Borges me di a la tarea de leer y releer parte de su obra, y gran parte de lo que se ha publicado acerca de ella, tanto en diarios como en revistas y suplementos culturales. Después de esto, no puedo evitar la sensación de entrar a una selva sobrepoblada de textos y homenajes plagados de lugares comunes. Uno más, qué más da. Me propuse abordar ese gran tema siempre en Borges, ya sea escondido o manifiesto, que es el tiempo. Aunque no sé cómo se pueda hablar de la obra de Borges y evadir este tema:

su «abismal obsesión». Para ello me aboqué, más que a sus ensayos sobre el tema, a algunos textos de ficción claves, por decirlo de algún modo, y por supuesto, para venir a desembocar en esa ficción maravillosa que es El jardín de senderos que se bifurcan. Un texto que, según Juan Nuño, en su Filosofía de Borges, viene a contener otros textos como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, La biblioteca de Babel y Pierre Menard, autor del Quijote, a los que él llama «subconjuntos», posibilidades sueltas, tratadas por separado de aquel gran conjunto abierto de infinitas posibilidades que ofrece El jardín de senderos que se bifurcan. Un texto que representa un laberinto de laberintos, como lo dice el propio personaje Yu Tsun: «…Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir». Se trata de optar simultáneamente por todas las alternativas que ofrece una situación. «Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan…». De tal manera, dice Juan Nuño, que el texto es «una trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan o… secularmente se ignoran, abarcando todas las posibilidades… tiempos convergentes, divergentes y paralelos». Estos ejemplos ilustran de manera clara los juegos con el tiempo que en la obra de Borges son recurrentes tanto en sus cuentos como en sus poemas. Y es así porque si bien la llamada realidad inmediata se nos ofrece organizada, aparentemente accesible y fija, también la podemos ver colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos y ruptu-


13 ras. De tal manera que el tiempo no es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. Vemos en la obra de Borges el propósito de destruir la idea del tiempo —al menos el tiempo lineal que nosotros percibimos—, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna o a la forma de concentrar años en un minuto, como en el cuento El milagro secreto, donde el personaje que va a ser fusilado se le concede un año de vida que transcurre en el último minuto antes de su muerte. Sabemos que Borges está consciente de que estos juegos intelectuales son inútiles para anular el tiempo. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales. Escuchemos lo que dice en Nueva refutación del tiempo —título que él mismo reconoció como contradictorio—: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho… El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». Es en la Historia de la eternidad, libro publicado en 1936, donde Borges nos pone al tanto de las diferentes concepciones de la eternidad que la civilización occidental ha elaborado hasta nuestros días. Siempre persiguiendo esa «lúcida perplejidad» que considera como el «único honor de la metafísica», Borges se declara como un hombre cuyo juego compulsivo con el tiempo nace del sentimiento de que la sucesión de nuestras vidas es una intolerable miseria. Ya en un libro anterior, Discusión, Borges revela sus preocupaciones filosóficas permanentes. En él recogió una serie de ensayos publicados en revistas donde abundan el ingenio y la arbitrariedad de sus gustos, pero sobre todo, podemos percibir con claridad la influencia de temas filosóficos, que fueron fundamentales en el desenvolvimiento posterior de su narrativa, sobre todo la filosofía idealista, desde Zenón, hasta pasar por Berkeley, Hume y Shopenhauer. De este último dijo: «Hoy, si debiera elegir a un solo filósofo, le elegiría. Si el enigma del universo puede ser establecido en palabras, creo que esas palabras estarían en sus textos». No en vano, Juan Nuño manifiesta en su acercamiento filosófico a la obra de Borges, que este «es un caso manifiesto de escritor literario, culto, o si se prefiere, de escritor en segunda potencia, escritor de escritores. Sin los libros y sin la cultura de occidente Borges no podría crear. Aun cuando elija temas populares como los orilleros, las riñas y las antiguas guerras, no trabaja Borges con, por así decirlo, modelos vivos, sino con referencias documentales. Con personajes de otros escritores, con ideas de otros hombres. Su realidad —dice Juan Nuño— es una biblioteca, no tan completa como la de Babel, pero ciertamente extensa y variada». Borges es, pues, sobre todo en sus ficciones narrativas, como algunas mencionadas y muchas más, una suerte de ilustrador de temas filosóficos, aunque, afortunadamente para sus lectores, la idea filosófica primigenia termina subordinán-

dose a la complejidad de sus tramas donde a fin de cuentas lo que sale ganando en tan desigual batalla es la expresión literaria. No olvidemos estas palabras en su epílogo a Otras inquisiciones: «He descubierto, la tendencia a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso». Todo este bagaje cultural de Borges, del cual aquí solo se hace un bosquejo, conformaron el estilo narrativo futuro de la obra borgesiana que subraya su naturaleza ficticia y lúdica. La finalidad de sus ficciones es crear objetos puramente verbales, con una preocupación centrada en la trama como recurso estructural de la narración. Tanto en El Aleph, como en El libro de arena, en Ficciones y otros, vemos concentrado lo mejor de esta parte de su producción. No es gratuito que Borges siempre haya expresado su preferencia por géneros como el relato de aventuras, de detectives o de ciencia ficción. Por eso sus textos tienen esa explosiva capacidad de subvertir la realidad y su modo de percibir el mundo. Dice Olga Orozco: «Borges fue un escritor que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre, parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente, que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos». Para Borges vivir es escribir. El sujeto solo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. Él pudo construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura y detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo. De esa manera, ha detenido en el tiempo también, todo el maravilloso universo de su literatura. No por otra razón, Italo Calvino señaló que en Borges el poder de la palabra escrita se vincula con lo vivido como origen y como fin. Como origen porque se convierte en el equivalente de un acontecimiento que de otro modo sería como si no hubiera sucedido; como fin porque para Borges la palabra escrita que cuenta es la que tiene un fuerte impacto sobre la imaginación, como figura emblemática o conceptual hecha para ser recordada y reconocida cada vez que aparezca en el pasado o en el futuro. Estos núcleos míticos o arquetipos se destacan sobre el fondo inmenso de los temas metafísicos más caros a Borges. En cada uno de sus textos, por todas las vías, Borges termina hablando del infinito, de lo innumerable, del tiempo, de la eternidad o del carácter cíclico de los tiempos. Todo con una máxima concentración de significados, dada la brevedad de sus textos. Emir Rodríguez Monegal en un párrafo concentra la esencia de toda la obra de Borges: «Jugando con la noción del tiempo, con la identidad personal, con algunos de los más sacrosantos valores de nuestra cultura, Borges se pierde en laberintos, que preservan, si no esconden, la insoportable verdad: que no sabemos quiénes somos, de dónde venimos ni a dónde vamos. Un sistema lúcido de negaciones, contradicciones, paradojas, gobernado por una sintaxis impecable: eso es de lo que parecen consistir los textos de Borges». Sin duda, Borges ha dejado una de las obras más contundentes y originales de nuestro idioma, y como dijo Alejandro Rossi: «Allá va Borges, y yo todavía lo sigo». Jesús Hidalgo. Poeta y editor. Autor de Cenizas de su sombra.


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El fantasma de Canterville [Capítulo ii]

Oscar Wilde Traducción: Rosabel Salazar

La tormenta azotó furiosamente toda la noche, pero no ocurrió nada particularmente notable. Sin embargo, cuando a la mañana siguiente bajaron a desayunar, encontraron de nuevo la horrenda mancha de sangre en el suelo. —No creo que el detergente Pinkerton haya fallado —dijo Washington—, pues lo he usado antes para limpiar de todo. Debe ser cosa del fantasma. Acto seguido retiró la mancha por segunda vez, pero a la segunda mañana apareció de nuevo. La tercera mañana también volvió a aparecer la mancha, a pesar que mister Otis había cerrado la biblioteca la noche anterior llevándose consigo la llave. Toda la familia estaba profundamente intrigada. Mister Otis empezaba a sospechar que había sido demasiado dogmático al negar la existencia de los fantasmas, mistress Otis expresó su intención de afiliarse a la Asociación Psíquica y

Washington redactó una larga carta a los señores Myers y Podmore, en la que trataba el tema de la permanencia de las manchas sanguíneas cuando están relacionadas con un crimen. Esa noche todas las dudas acerca de la existencia objetiva de los fantasmas serían disipadas. El día había sido soleado y tibio, por eso la familia quiso aprovechar la frescura del atardecer para salir a dar un paseo en coche. Volvieron a casa a las nueve, tomaron una cena ligera. En ningún momento de la conversación se hizo alusión al tema de los fantasmas, así que no existían ni siquiera esas condiciones primarias de receptiva expectación que a menudo preceden la ocurrencia de fenómenos psíquicos. Los asuntos que se discutieron, según supe después por mistress Otis, no fueron más allá de las acostumbradas conversaciones de los


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estadounidenses cultos de clase social elevada, tales como la inmensa superioridad como actriz que tenía miss Fany Davenport sobre Sarah Bernhardt, o lo difícil que era conseguir maíz verde, galletas de trigo sarraceno y polenta incluso en las mejores casas mercantiles inglesas; la importancia de Boston en el desarrollo del alma universal, las ventajas del sistema de facturación de equipaje para los viajes en ferrocarril, y la dulzura del acento de Nueva York cuando se compara con el dejo de Londres. No se hizo ninguna mención de lo sobrenatural, tampoco se aludió a sir Simon de Canterville en modo alguno. La familia se retiró a sus cuartos a las once. Media hora después todas las luces se apagaron. Al cabo de poco tiempo, a mister Otis lo despertó un extraño ruido que se escuchó en el pasillo frente a su habitación. Sonó como si dos metales chocaran entre sí y parecía que el sonido se aproximara más a cada momento. Se levantó enseguida, encendió un cerillo y vio la hora. Era exactamente la una. Estaba bastante tranquilo, se tomó el pulso y no notó que estuviera alterado. El extraño ruido todavía se escuchaba y ahora se podía distinguir también el sonido de pisadas. Mister Otis se puso las pantuflas, tomó del tocador un frasquito alargado de cristal y abrió la puerta. Justo frente a él vio, a la pálida luz de la luna, a un viejo de aspecto horrible. Sus ojos eran dos ardientes brasas; el largo cabello gris caía sobre sus hombros en enmarañados rizos; sus vestiduras, que eran de un corte antiguo, estaban sucias y hechas jirones, y de sus muñecas y tobillos colgaban pesadas esposas y grilletes oxidados. —Mi distinguido señor —dijo mister Otis—, permítame insistir en que aceite esas cadenas, para ello le he traído esta botellita del lubricante Tammany del Sol-Naciente. Se dice que es cien por ciento efectivo con una sola aplicación, en la envoltura hay varios testimonios de diversas eminencias nativas de estas tierras que dan fe de ello. Se lo dejaré aquí junto a los candelabros y estaré muy contento de proporcionarle más si usted lo requiere. Dicho esto, el ministro de los Estados Unidos dejó la botella en una mesa de mármol, cerró la puerta de su habitación y se retiró a descansar. Por un momento el fantasma de Canterville permaneció quieto, invadido de natural indignación; luego estrelló violentamente el frasco sobre el pulido piso y se escabulló por el pasillo profiriendo cavernosos gemidos y emitiendo una fantasmal luz verdosa. Justo cuando iba llegando a donde empezaba a bajar la gran escalera de roble, una puerta se abrió de golpe. Aparecieron dos pequeñas figuras vestidas de blanco, y una almohada grande pasó zumbando junto a su cabeza. Evidentemente no había tiempo que perder, así que adoptó precipitadamente la cuarta dimensión del espacio como medio de escape y desapareció por entre la madera que revestía la pared. La casa quedó totalmente en calma. Al llegar a una pequeña cámara secreta del ala izquierda de la mansión, se recargó en un rayo de luna para recobrar

el aliento y se puso a reflexionar en su situación. Nunca, en su ininterrumpida y brillante carrera de trescientos años había sido tan groseramente insultado. Se acordó de la duquesa Dowager, que estaba frente al espejo con sus diamantes y encajes cuando se le apareció, y se asustó tanto al verlo que le dio una crisis nerviosa; y de las cuatro doncellas que se pusieron histéricas solo porque les sonrió a través de las cortinas en una de las habitaciones de huéspedes; y del párroco de la iglesia al que le apagó la vela de un soplo una ocasión en que salía de la biblioteca a altas horas de la noche, y desde ese día tuvo que quedar bajo los cuidados de sir William Gull, convertido en un perfecto mártir por su trastorno nervioso; y de la vieja madame Tremouillac que una mañana al despertar vio un esqueleto sentado en el sillón al lado de la chimenea leyendo su diario, y, a causa de la impresión, tuvo que guardar cama seis semanas por un ataque de fiebre cerebral. Una vez recuperada, se reconcilió con la iglesia y rompió su relación con monsieur Voltaire, un reconocido escéptico. Se acordó de la terrible noche cuando el malvado lord Canterville fue encontrado en su vestidor ahogándose con un naipe de la sota de diamantes que tenía medio atravesado en la garganta, pero alcanzó a confesar antes de morir que con ese mismo naipe le había estafado 50 mil libras a Charles James Fox en Crockford y juró que había sido el fantasma quien lo obligó a tragársela. Todas sus grandes hazañas le vinieron a la mente, desde el mayordomo que estando en la despensa se había dado un tiro él mismo, solo porque vio una mano verde dando golpecitos en el cristal de la ventana, hasta la hermosa lady Stutfield, que se vio obligada a usar siempre alrededor de su cuello una cinta de terciopelo negro para tapar la marca que, como hierro ardiente, dejaron sus cinco dedos en la blanca piel, y que al final terminó suicidándose en el estanque de peces que se encuentra al final del Paseo Real. Con el entusiasmo ególatra del verdadero artista se acordó de sus más célebres apariciones y sonrió con amargura cuando se le vino a la mente su última representación como Rubén el Rojo, o El Niño Estrangulado y su debut como Guant Gibeon el Vampiro de Bexley Moor, y el furor que había despertado una encantadora tarde de junio nada más por ponerse a jugar boliche con sus propios huesos en los prados de una pista de tenis. ¿Y todo para qué?, para que unos miserables norteamericanos modernos vinieran a ofrecerle lubricante Sol-Naciente y a arrojarle almohadas a la cabeza. Era insoportable. Además, ningún fantasma en la historia había sido nunca tratado de esa manera. Por eso decidió tomar la revancha y estuvo meditando en ello profundamente hasta que llegó la luz del día. Oscar Wilde (Dublín, Irlanda, 16 de octubre de 1854-París, Francia, 30 de noviembre de 1900). Rosabel Salazar, ensayista y traductora, doctora en Linguística por la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona.


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Against the war

Contra la guerra

Susan McMaster

Traducción de Óscar Paúl Castro

(Canada, 1950) Against the war I’ll refuse to be insulted today. Against the war I’ll smile at my boss till he smiles back. Against the war I’ll recite this poem on Wellington Street, drive my car not at all, gossip about love, play Für Elise badly. Against the war I’ll take a break from doing bills to watch the squirrels play on the wires outside my room, sign up for Italian, listen closely to a child, joke about the cold with the newly arrived Ph.D. who sweeps my office floor. Against the war I’ll laugh at Bush’s foot-in-mouth, make love in the afternoon, send clothes to St. Vincent de Paul, learn to spell Qur’an, phone up my daughter, light a birch fire and turn off the furnace, shovel the walk for the mailman, clean up after our old cat, leave the door unlocked. Against the war I’ll act today, as I can, for peace. Ottawa, 24 January 2003

Contra la guerra he de negarme a ser insultada este día. Contra la guerra sonreiré a mi jefe hasta que me devuelva la sonrisa. Contra la guerra recitaré este poema en Wellington Street, dejaré el coche en casa, chismearé acerca del amor, tocaré —mal— Für Elise en el piano. Contra la guerra me tomaré un descanso al revisar facturas para mirar jugar a las ardillas en la alambrada afuera de mi cuarto, me inscribiré en italiano, escucharé atentamente lo que me diga un niño, bromearé acerca del clima con el nuevo doctor que barre mi oficina. Me reiré de las estúpidas declaraciones de Bush, haré el amor por la tarde, enviaré ropa a Saint Vincent de Paul, aprenderé a deletrear Qur’an, telefonearé a mi hija, encenderé el fuego de la chimenea con madera de abedul y apagaré la calefacción, despejaré la nieve de la senda que recorre el cartero, bañaré a nuestro viejo gato y dejaré la puerta sin cerrojo. Contra la guerra trabajaré hoy, a mi manera, por la paz. Ottawa, 24 de enero de 2003

Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Su último libro es Renovigo —piezas teatrales—.


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Zapping

Frank Meza Concentrados los ojos En la pantalla del televisor Con las ruinas de un simulacro Entre los dedos Oprimo una y cien veces el control Y una cascada de rostros, Objetos, países, animales Se van mezclando en un solo murmullo, En un blando martilleo. Con las ruinas de algo Que nunca ha sucedido entre las manos, Voy de escenario en escenario Agotando la velocidad de luz y sonido Hasta ese ruidillo que se genera Interno y pestilente en el filo de la oreja O esa sensación de una mano fría Que te aprieta el interior del pecho, Mientras un zumbido es toda la crónica De las aniquilaciones del tiempo Y uno salte y salte En expediciones al silencio de un planeta O al silencio del átomo O a una mujer de belleza innumerable Que en su auto llega a una casa Que jamás será la tuya O garzas empapadas en petróleo En playas no tan lejanas Y también, por supuesto, La prístina soledad de un comercial de relojes En cuya escena un hombre Descubre que las lágrimas Son sombras de su silencio Y el erotismo de la lluvia Con muchacha triste contra el aire O un mar diáfano celeste

Igual a un vidrio donde Dios Dejó su huella digital Después de cometer el crimen de la noche O los ojos de un niño que desde su cloaca Piensa que las nubes son parte Del sueño del Resistol Mientras un avión deja caer su metralla En desiertos que solo imaginamos Con música árabe Y, claro, hielos desgajándose En esa versión blanca del Apocalipsis Y, obviamente, manifestaciones Contra las manifestaciones: En realidad el aburrimiento Es el corazón de lo absurdo. Mientras tanto más grafitis sobre las calles Contornos de figuras humanas Dibujadas con un gis blanco. Y de nuevo ráfagas de alumbramientos De cuartos que dan a una ventana, De ventanas que dan a un paraíso, Pero tu cuarto es un hueco donde Aletea el esqueleto de un gorrión, Un hoyo de trinchera sitiado Por una guerra hace décadas pérdida. Sin embargo, señoras y señores, No debemos distraernos, Que esto de memorizar el olvido Es un asunto que reclama Toda nuestra atención. Frank Meza. Poeta y ensayista. Su último libro es Memoria de marzo.


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De poemas y poéticas

Jorge Ortega Las motivaciones de mi escritura son las que dicte el instante de la composición, las condiciones del poema. En algún momento creí en la perennidad de las poéticas, en su definitividad con base en la noción del oficio como pretexto de objetivación. Ahora opino que el hecho de pensar una poética es predisponer el acto creador, cancelar la aportación de sus aspectos satelitales, cerrarlo a su necesidad de autogestión. Arriesgarse a concebir una poética es arriesgarse a asumir en dicho mandato una concepción programática de la escritura. Si todo poema es contingente, esto significa que no puede haber poéticas globales sino, en dado caso, poéticas instantáneas, parciales. Cada poema genera su propia poética que, en sentido radical, es intransferible. Hay tantas poéticas como poemas o, bien, el poeta es una encarnación de esa poética que se difracta en los poemas que ha concebido o está por concebir. Todo poema es su poética. Si el poema entraña una experiencia efímera, la de su lectura, toda poética adolece de provisionalidad, es decir, tiende inevitablemente a la caducidad. Dada la singularidad de cada poema y la diversidad temática y formal de una summa poética, cualquier intento de formular veraz y representativamente una poética general está destinado al fracaso. Sin embargo, este fracaso delata paradójicamente la esencia de la poesía, su carácter inefable, y pone a prueba la autenticidad del decir poético. La poética es, por apuntarlo de un modo, el género de la imperfección verbal. Ahí el lenguaje manifiesta su imposibilidad de asirse a sí mismo, de definirse y definirnos, alcanzando la consagración en tamaño impedimento. Esa consagración es la poesía como arte de la palabra, como disciplina del vocablo insatisfactorio. La poesía no se distingue estrictamente por su nivel de virtuosismo, sino por la raíz de anomalía que la provoca. El poema es un síntoma de la insuficiencia del silencio o del margen de error del lenguaje humano. Pero esto no impide hablar de aquellos temas o motivos que suelen frecuentar los poemas. En mi caso, volteando hacia atrás o cotejando la dirección de mis libros, puedo establecer que dos notas dominantes son la procuración de la naturaleza en cualquiera de sus formas y el tratamiento del paso del tiempo y sus implicaciones materiales, espirituales, anímicas. Creo que mi poesía se caracteriza por la preponderancia de la imagen sensorial y, en consecuencia, por la hegemonía del carácter matérico a que apela tanto el vocabulario de los textos como el correlato de su contenido. Como se ve, no persigo ni descubro el hilo negro. Conforme voy madurando como persona y autor, advirtiendo la marginalidad de la poesía en el concierto de las urgencias, los hábitos y las preferencias de la vida, el arte y la cultura, me convenzo de que el poema es, en la mejor de las situaciones, un pie

de página, una apostilla, una acotación a la realidad que nos jalona y en la que nos consumimos. Mientras escribo o leo estas líneas me pregunto inclusive si la poesía no posee esos caminos elementales por los cuales fluctúan todas las posibles tramas de la narrativa. Se ha dicho que mi poesía comporta determinados rasgos del llamado neobarroco, un término tan vago como impreciso para designar las aportaciones que supuestamente ampara. Considerando que las poéticas están sujetas al proceso de mutación constante que implica la maduración humana del poeta, no me corresponde a mí aseverar dónde, en qué ámbito estético o estilístico debo asentar mi proyecto de escritura. Es probable que la fama de mis inclinaciones de lector o de mis lecturas formativas haya emitido una falsa señal, ya que no solamente leo con gusto a quienes escriben como yo, sino igualmente a quienes escriben desde las antípodas. Si bien algunas voces que han alimentado mi imaginación se pudieran vincular a la condición barroca —Píndaro, Lucrecio, Ovidio, Góngora, Saint-John Perse, Lezama, Gorostiza, Derek Walcott—, también hay otras piedras de toque en cuya austeridad he templado mi dicción: fray Luis de León, Antonio Machado, Jorge Guillén, Eliseo Diego, Paul Celan, Roberto Juarroz, José Ángel Valente. Lo cierto es que mi conocido entusiasmo por la palabra y mi actitud de celebración de las apariencias de este mundo me han llevado a desarrollar un tipo de poesía que las más de las veces tiende a la saturación de registros. Y, ¿de dónde vienen los poemas y por qué escribo así? No lo sé, aunque sospecho que todo surge de una conjunción de cosas: el asombro, la emoción ante lo buscado y lo inesperado, el instinto musical aunado al deseo de construir. Esa incertidumbre es precisamente el origen de la irresolución de las poéticas. Sean cuales sean las expectativas del poeta respecto a su trabajo, es difícil, complejo y eventualmente inviable contestar de manera racional, cartesiana o cabal a la interrogación acerca del qué y el por qué del hecho poético. Queda solo entonces la vía negativa: definir la poesía por todo aquello que no es y que se nos esconde como un misterio divino, como la divina presencia se le escurría a san Juan de la Cruz. ¿Es la poesía una cuestión de sensibilidad, temperamento, perfil psíquico? Entre la ciencia literaria, el genio inventivo, la intuición verbal y el misterioso impulso de la mano que coge la pluma, la poesía es lo que acaba de esfumarse, lo que estaba y ya no está, lo que está siempre por ser, lo que ahora mismo es sin revelarse. Jorge Ortega. Poeta y ensayista. Autor de Ajedrez de polvo y Estado del tiempo. Finalista del XX Premio Hiperión de poesía.


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Andante

Eliud Velázquez Para Agustín Galván Sabe que de sus manos pájaros de sangre han de brotar Y que un animal herido es una buena historia Sabe que la noche no termina en la orilla del libro Pero un murmullo basta para encender la pluma Sabe domesticar hormigas sobre la sangre de algún pintor Y ha escuchado al pianista ciego en medio de la sala Sabe del tambor que se derrumba cuando alguien deja de cantar a Rilke Y ha hecho de palabras el cuerpo de la noche El norte ha regado todos sus sueños Y se viste de luz con la llama de la lengua No es Elliot y su máscara blanca No es Blake y sus infiernos Para él la música es un silbido en medio de la luz Sabe de ella como se sabe de memoria una sonatina de Berkeley Y dice además que sueña con fantasmas Del poemario inédito Derrumbe del tambor

Eliud Velázquez. Locutor, productor de radio y poeta. Ha publicado en las antologías Pájaros de agua y Canto a la sombra del venado muerto.


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Love in the Asylum

Dylan Thomas (1914-1953)

A stranger has come To share my room in the house not right in the head, A girl mad as birds. Bolting the night of the door with her arm her plume. Strait in the mazed bed She deludes the heaven-proof house with entering clouds Yet she deludes with walking the night marish room, At large as the dead, Or rides the imagined oceans of the male wards. She has come possessed Who admits the delusive light through the bouncing wall, Possessed by the skies She sleeps in the narrow trough yet she walks the dust Yet raves at her will On the mad house boards worn thin by my walking tears. And taken by light in her arms at long and dear last I may without fail Suffer the first vision that set fire to the stars.

Amor en el asilo Versión de Rubén Rivera

Ha llegado una extraña A compartir mi cuarto en esta casa que no está bien de la cabeza, Una joven loca como los pájaros, Detiene la noche de la puerta con sus brazos, sus plumas. Ceñida en la cama de laberintos Alucina con las nubes profundas en este hogar a prueba de cielos, Alucina con sus pasos este cuarto de pesadilla, Tan libre como los muertos, O cabalga los océanos imaginados del pabellón de hombres. Ha llegado poseída Aceptando la delirante luz a través del muro saltarín, Poseída por los cielos. Ella duerme en el canal estrecho, y aun así camina por el polvo, Delira a su voluntad Sobre las mesas del manicomio desgastadas por lágrimas que ruedan. Y tomada por la luz de sus brazos, al fin, mi querida, Al fin yo puedo de verdad Sufrir la primera visión que incendia las estrellas. Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Fulgor del regreso.

Paradoja amorosa

Elena Méndez Para Elia Martínez Rodarte Nunca te amé tanto como cuando estuve con otros, me confesó en el postcoito. Tras esas nueve palabras hubo un silencio helado, como la nieve de los volcanes que se contemplaban desde su casa. Me incorporé desnudo para fumarme un cigarro, recargándome en la ventana. Era extraño. Ya no me reclamaba por el «pinche vicio», y yo prefería quedarme callado, para no llorar. La observé de reojo, volteada, con sus párpados soñolientos mirando hacia la puerta. Te fuiste demasiado tiempo. Cada acostón eran un homenaje a ti. Ignoro si tú pensabas en mí cuando estabas con otras viejas. Ella sabía exactamente cómo herir mi machismo jamás confesado. Intenté acercarme, pero ella cambió de posición y se cubrió con la sábana, mientras seguía lacerándome con su franqueza norteña, su voz grave, su dolor de hembra abandonada. Claro que pensaba en ti, dije para mis adentros. No encontré tu perfume en otra piel, ni esa creatividad erótica, ni esa sumisión con que me dominabas. ¿Has leído la Odisea? Ni me contestes. Tú lees otras cosas. Ciencia ficción, historia medieval, finanzas, pero no a los antiguos griegos. No importa. Creo que Penélope debió haberse cogido a todos sus pretendientes. Total, Ulises se fue veinte años, ya lo daban por muerto y ella descargaba su neurosis en esa mortaja siempre inconclusa. Todo un caso para Freud. Y él muy campante por el mundo. Como tú. Que ya realizaste tu deseo de viajar mucho y ahora regresas al terruño. ¿Por qué me haces esto?, contesté, lanzando con rabia la colilla al vacío, con la voz quebrada. Siempre fuimos sinceros, ¿verdad? O bueno, por lo menos yo sí lo fui. Yo siempre te esperé, pero necesitaba sentir que estaba viva, que alguien me deseaba aunque nunca pudiera compararse contigo. Ahora que lo sabes, puedes irte o quedarte. Y me quedé. Elena Méndez. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánica por la UAS. Narradora. Autora de Bipolar.


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Diario de la embriaguez Rubén Rivera

Hay que beber sin prisa, ya que la ambición es un cuchillo de doble filo en el corazón y no dura más que la nieve sobre la ardiente arena del desierto. Hay que beber, hasta que salga el sol.

Nunca sabemos qué nos dará el mañana; bebe y sé feliz este instante, porque nadie sabe a dónde vamos. Tijuana, Baja California, 8 de Noviembre del 2012 | Cantina El Zacazonapan

Culiacán, Sinaloa, 21 de septiembre de 2012 | Cantina Las puertas negras

Entre gritos y cerveza mi amigo me dice: morirme sería lo último que haría en la vida, ya que la muerte es el mayor acto de amor. Yo quiero la muerte, la amo, pero a su tiempo. Soy su amigo, pero hay que preocuparnos cómo vamos a vivir, no cómo vamos a morir. Mátate viviendo, ya que la muerte es un brinquito que das y al rato te vuelves piedra, rata o gusano. Al escuchar esto, pedí otras cervezas, ya que el tiempo de vivir es un tesoro invaluable que no hay que desperdiciar. Culiacán, Sinaloa, 28 de septiembre de 2012 |Cantina La primavera

Ebrio, le escribo este poema desde el ventanal. Amor mío: es bella la tarde y hay muertos en la ciudad. En el asfalto se pudren. La gente que camina hiede a cadáver y tu cuerpo huele a fragancia muerta. Ven con flores para echártelas encima y quitarle el frío de lapida a tu cuerpo. Tijuana, Baja California, 9 de noviembre del 2012 | Cantina Las Adelitas

Hay que beber siempre, ya que la vida es un pájaro que vuela entre el dolor y la muerte. Dichoso el que murió al nacer y más dichoso el que no ha nacido. Los Mochis, Sinaloa, 14 de noviembre del 2012 | Cantina Montecarlo

Ya ebrio, le pregunto a mi amigo: ¿Qué es la muerte? La muerte es una puerta por donde nos escapamos de los pendejos, cuando ya no podemos soportarlos. Culiacán, Sinaloa, 5 de octubre del 2012 | Cantina El tío Pepe

Alejémonos de la importancia personal. El frío ya marchitó la flor que alimentaba al colibrí. No te apegues a nada y bebamos antes que la muerte se ría de nosotros. Guanajuato, Guanajuato, 18 de octubre del 2012 | Cantina Fly

Entre cervezas recuerdo este poema que alivia mi corazón: el otoño de hojas quemadas girando en el bosque me impedía verla. Como se va la luna a pique por una nube rota, así se hundía mi mujer en mi pensamiento. Lo único que hice fue llorar y perderme en el paisaje. Los Mochis, Sinaloa, 15 de noviembre del 2012 | Cantina Tío Rosas

Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Sewa Yoleme (Hombre Flor).


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La segunda muerte de Raphael Margraf y su esposa

Víctor Luna La m a l da d o l a l o c u ra h ici e ron q u e mis h e r m ano s provo caran l a se gu nda m u e rt e de mis pa dr e s . S e pr e gu ntar á u st e d : ¿ C ómo pue de a lg u ie n morir d o s v ec e s? De e s o trata l a h istoria q ue voy a c ontar .

Nací en Alemania en 1933 y mi familia era judía. Éramos tres hermanos. Yo era el mayor y mis hermanos menores eran gemelos, esto influyó bastante en sus vidas y la mía. Yo era tratado con mayor aprecio que mis hermanos; siempre gocé de privilegios por ser el mayor y ser «único»; tenía un gran parecido físico con mi padre y eso me daba una doble ventaja, por una parte me convertía en el favorito de mi madre, que adoraba a papá, y por otra parte mi padre se sentía orgulloso de mí con secreta vanidad. Eran tiempos terribles para los judíos en Alemania y el año de 1937 salimos del país rumbo a Norteamérica, mi padre vendió sus propiedades en la mitad de lo que valían, pero a pesar de esto, como era un hombre con gran instinto para los negocios, pudo sacar el máximo partido a los pocos miles de marcos que le pagaron, comprando diamantes a precios irrisorios. New York nos recibió hospitalariamente. Pudimos instalarnos con comodidad en un departamento frente a Manhattan, con una hermosa vista a la bahía, y con todos los servicios a un costo muy razonable porque estaba en la planta baja de un viejo edificio, y contaba con la desventaja de tener un sótano húmedo al que nunca bajábamos, temerosos de las ratas y los insectos. Inmediatamente mi padre Raphael Margraf se puso a hacer negocios con su pequeño capital; pronto su buena reputación fue creciendo y la comunidad judía neoyorquina lo aceptó sin miramientos. Mi padre sabía hacer dinero con cualquier negocio, tenía el toque dorado y la gente lo quería. Una vez que hizo su primer millón de dólares, dedicó una parte de su dinero a patrocinar a familias de judíos en apuros por culpa de los nazis; salvó a varias, pero nada pudo hacer por nuestros parientes que murieron en los Arbeitslager y los macabros Konzentrationslager, sin oportunidad de defenderse. Yo crecí y los gemelos conmigo en una especie de Edén construido por mi padre con su dinero. La guerra lo hizo más rico y el hecho de haber invertido en bienes raíces, particularmente

bien ubicadas propiedades en Manhattan, hizo que mi padre incrementara enormemente su fortuna. Siempre demostré mayor inteligencia que mis hermanos, esta característica de mi personalidad, junto con mi apostura, cuando ellos crecieron, se convirtió en la mayor causa de su envidia en contra mía. Yo quedé solo, y ellos se unieron creciendo su rencor hacia mí. Yo estaba interesado en las fiestas, las mujeres y los deportes; destaqué en todo y tuve todo lo que deseaba. A ellos les interesaba la ciencia, los libros, las cosas viejas y... los insectos. Éramos muy diferentes, ellos incluso no se parecían a mis padres, su aspecto andrógino los hacía objeto de repugnancia secreta por parte de mi madre, ella parecía odiarlos ocultamente y ellos la adoraban, sentían una extraña fascinación por todo lo que ocurría a su alrededor y todo lo que mi madre hacía, la llamaban su pequeña «Emelesia», creo que era el nombre de una mariposa, y en verdad que mi madre tenía maneras de mariposa, mientras que ellos... no sé, parecían una extraña cruza de polillas con mantis religiosa; a pesar de ser rubios siempre se veían grises, como si un polvo cayera, lenta e imperceptiblemente de su cuerpo cuando se desplazaban por el departamento. Al cumplir yo treinta años mis padres murieron dejándome toda su fortuna, a pesar de que mis hermanos merecían parte de ella. Para esa época los gemelos ya no me hablaban. Vivían en una habitación cercana al sótano que habían habilitado como una especie de laboratorio rudimentario, donde pasaban horas imbuidos en sus extravagantes experimentos, o absortos en sus asquerosos estudios de entomología. Yo los dejaba hacer, y les proporcionaba el dinero suficiente para que compraran sus bichos y artefactos. Les interesaban sobremanera los insectos que poseían la habilidad de camuflajearse en el follaje o disfrazarse como otros insectos. Escarabajos, polillas y mantis formaban una extensa colección que poco a poco fue creciendo,


23 como si los insectos se reprodujeran secretamente, hasta llenar casi todo el departamento; a mí no me importaba porque a veces ni siquiera dormía allí, tenía varias amantes que compartían gustosas su cama conmigo y se alegraban al saber que pasaría la noche con ellas. Los gemelos realizaban con gran entusiasmo sus experimentos en el sótano, y no lo niego, sentía curiosidad pero nunca traté de entrar en esa húmeda y hedionda cueva. Cuando dormía en mi antigua habitación de adolescente, muy entrada la noche escuchaba horribles y lastimeros chillidos, como el de un animal maltratado. Cierta madrugada me pasó algo horroroso: una gran mariposa entró en mi cuarto (me habían despertado los extraños ruidos que cada vez eran más constantes y fuertes), la gran polilla revoloteaba por el cielo raso de mi dormitorio, traté de espantarla, no lo logré al primero, ni al segundo intento, a pesar de darle de almohadazos, me di por vencido y cuando estaba a punto de volver a dormir otra vez la horrenda mariposa se posó en la pantalla de mi lámpara, encendí la luz y pude ver en el lomo de la polilla algo que me aterrorizó: una calavera; traté de matarla pero solo conseguí despedazar mi lámpara, ante mi sorpresa la tenebrosa polilla salió como desvaneciéndose de mi habitación.

Eso no fue todo, luego vinieron las mantis de todos los colores y tamaños, una verdadera plaga que no me dejaba dormir cada noche que visitaba el viejo departamento, mantis balanceándose enigmáticamente en los muebles de mi habitación, escarabajos gordos y grasientos, toscos y zumbones, escondidos bajo la cama o entre las sábanas. Fue imposible hablar con los gemelos y obligarlos a sacar todos esos repugnantes bichos que en el día dormían en las vitrinas y por las noches infestaban las habitaciones del derruido edificio. Renté una casa en las afueras de New York, pero de todos modos seguía yendo al departamento porque era de mi propiedad, y había muchas cosas que me traían buenos recuerdos en ese lugar. Los gemelos no me hablaban, solo dejaban notas con la lista de lo que necesitaban en la mesa, yo cumplía con sus caprichosas peticiones: compuestos químicos, artefactos de cirugía, bobinas eléctricas, recipientes con nombres extraños, jeringas y tantas cosas raras. Para mí ellos sí que estaban locos. Una noche que no pude conseguir un taxi decidí dormir en mi vieja habitación, extrañamente estaba limpia y pronto un suave sopor se apoderó de mí hasta dejarme dormido. En mi sueño veía a mis padres jugando conmigo y mis hermanos en Central Park; era un invierno sin duda inolvidable porque se había quedado en mi memoria onírica; extrañamente no lo recordaba cuando estaba despierto. Ellos jugaban amorosamente con nosotros, como si nos amaran igual a cada uno y de pronto el sueño me mostró el asqueroso rostro de mis padres: tenían las mandíbulas y los ojillos de escarabajos. Me desperté inquieto. Después de tranquilizarme, fui a la cocina por un vaso de leche. Las vitrinas conservaban inmóviles insectos atravesados sobre las placas de corcho con relucientes alfileres. Por un momento me detuve curioso a ver la colección; había escarabajos con nombres rotulados en latín: Phanaeus imperator, Scarabae sacer, Necrophobos no se qué, en fin, nada extraño hasta que la vi: allí estaba la polilla que me había asustado, clavada al corcho con un alfiler que atravesaba el cráneo simulado en su dorso, el terror me hizo soltar el vaso y se estrelló haciendo un ruido estrepitoso, la acústica era excelente en el viejo departamento; allí no terminó todo, no señor, el sonido del vaso quebrándose contra el piso despertó a los gemelos que ascendieron lentamente desde el sótano, fue entonces que me pasó lo más horrible de mi vida. Yo no maté a mis padres señor detective. Maté a los gemelos que habían suplantado a mis padres, muertos hace tres años; puede usted consultar el acta de defunción. Si no me cree no me importa, hay una justicia más alta que la de los hombres, por ella seré juzgado. Es todo lo que tengo que declarar. Víctor Luna. Crítico y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen.


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El hotel Chelsea (Breve crónica de una larga noche) (Fragmento)

Para Alberto Manguel

Amparo Dávila Llegué a Nueva York la noche de halloween. Por sugerencia de mi amiga Erica Frouman Smith, Lori Carlson me había invitado a dar una lectura de cuentos en el Center for Inter-American Relations. Cuando Erica me preguntó en qué hotel me harían la reservación no titubeé en decir que en el hotel Chelsea. Hacía tiempo que yo deseaba conocer ese hotel, mucho me habían hablado de él y de los personajes notables que ahí habían vivido, como Thomas Wolfe, Dylan Thomas, Brendan Behan; ahí hospedaron a muchos de los sobrevivientes del Titanic cuando llegaron a Nueva York en otros barcos, ahí había llegado siempre mi amigo Francisco Zendejas. «Un sitio hecho para intelectuales, algunos han vivido ahí por años y ahí han muerto», decía. Yo imaginaba un hermoso edificio de finales del siglo pasado o de principios de éste, con un ambiente romántico y sugerente para los artistas, propicio para escribir y pintar. La gente deja, indudablemente, vibraciones y algo de su espíritu en los lugares donde habita; el hotel Chelsea, con tantos artistas como había albergado, debía tener una bella y melancólica atmósfera. En todo esto pensaba cuando iba en el taxi que me llevaba del aeropuerto a Manhattan, donde estaba el hotel. Por todos lados había movimiento, gente disfrazada que iba y venía por las calles, música, ruido, alegría, grupos de niños con calabazas iluminadas pidiendo en las casas o en las calles su halloween, pero en Manhattan se veía más gente y más movimiento, apenas podían pasar los automóviles en algunas calles. En la calle 23 Oeste, la calle misma era una fiesta popular de disfraces, con gente que corría, bailaba, cantaba, gritaba. «Allá está el hotel —dijo el chofer—, no sé si podremos llegar hasta ahí...» y me señaló un edi­ficio sobrio de cantera, de varios pisos y hermosos balcones de fierro. Le supliqué que hiciera todo lo posible por llegar hasta la puerta del hotel. Las multitudes me han atemorizado siempre, más aún en plena noche un mundo de disfraces grotescos. A vuelta de rueda llegó el taxi hasta el hotel. El chofer llevó mi equipaje hasta la puerta, se asomó al lobby y gritó algo, seguramente que vinieran a recogerlo, después se marchó. Espere al bell boy pero nunca llegó éste sino un hombre corpulento en mangas de camisa, con aspecto más de forajido o de cargador de muelle que de botones; sin saludar, cogió mis maletas y se metió al hotel. Entré tras el hombre y me quedé petrificada de espanto. Si la calle me había atemorizado con tanta gente disfrazada, el lobby era un verdadero aquelarre pletórico de horripilantes disfraces:


25 brujas pavorosas, tuertos, jorobados, personajes tenebrosos, frankensteines, dráculas, Jack el destripador blandiendo un puñal rojo, mujeres siniestras con el pelo hacia arriba como electrizado, otras con la cara encalada y la cabellera suelta como salidas de las tumbas, todos riéndose a carcajadas en aquella atmosfera cargada de humo de cigarrillos y de alcohol. Había poca iluminación, los muros pintados de gris y en el centro del hall una chimenea ennegrecida y unos muebles grandes de piel negra deteriorada por el tiempo que hacían más tétrico el lugar. El hom­bre que llevaba mi equipaje se detuvo frente a la administración que más parecía un estanquillo de periódicos y revistas de esos que hay en las calles, adentro estaba el encargado, me preguntó mi nombre y buscó entre cientos de papeles y cosas. «Sí, aquí está su reservación, firme aquí.» «Dios mío, Dios mío, ¿adónde he venido a meterme?», me decía angustiada. Le pregunté al administrador si podría comunicarme a larga distancia desde mi habitación. «Mejor baje a hablar aquí porque a veces se dificulta hacerlo desde los cuartos.» Seguí al hombre que llevaba mi equipaje hasta el pequeño y rústico elevador donde apenas cabíamos el hombre, mi equipaje y yo, entre cientos de latas vacías de cerveza, cajetillas agrupadas de cigarrillos, bolsas de papel y demás basura que había ahí. El elevador se detuvo en el tercer piso, peor iluminado que el lobby, enfrente había una gran escalinata de fierro, mal pintada de negro y a cada lado del elevador, largos y oscuros pasillos con habitaciones; una atmósfera deprimente y lúgubre que me tenía sobrecogida de miedo y desencanto, de impotencia para salir de aquel siniestro lugar a esa hora de la noche. El hombre se detuvo frente a una puerta, que recién habían pintado para taparle la mugre que aún se traslucía, metió la llave en la cerradura y le dio vueltas y vueltas varias veces sin lograr abrirla, masculló algo entre dientes y luego le propinó varias patadas hasta que la puerta cedió y pudimos entrar, encendió la luz y... no podía ser más deplorable lo que yo tenía ante mis ojos: una habitación con la alfombra manchada y sucia, una cama mal tendida con sábanas arrugadas y huellas de haber sido usadas, una mesa y unas sillas llenas de polvo, una cocineta con una estufilla cochambrosa que olía a gas y un fregadero con llaves oxidadas que goteaban sin cesar. Le señalé al hombre la gota que caía. «Mañana vendré a arreglarla», dijo, y se fue. Sentí deseos de llorar ante aquella ruina, aquel deterioro tan deprimente y doloroso. Aquel era el lugar que yo ansiaba conocer, que tanto imaginé e idealicé, no era posible, no era posible y me dolía profundamente como duelen las cosas bellas que se rompen o se destruyen, que se acaban... pero yo tenía que hablar a México y decir que había llegado bien, quise abrir la puerta del cuarto y fue inútil, probé una y otra vez, metía y sacaba la llave, jalaba la puerta, la volvía a jalar, la llave otra vez, otra, otra, nada, la puerta no se abría, entonces llegó el terror, estaba encerrada ahí en aquella repugnante habitación, encerrada, sin poder salir... corrí hasta el teléfono y marqué a la administración, nada, nadie contestaba, otra vez, otra, nadie, otra, otra, no había nadie, otra vez, otra, otras, cinco, diez, muchas veces, muchas, muchas, mu-

chas...

Tomado del libro Entre sombras (Relatos de suspenso y tiniebla), de Amparo Dávila, publicado por el Instituto Sinaloense de Cultura. Amparo Dávila. Narradora y poeta. Premio Xavier Villaurrutia. Autora de Salmos bajo la luna, Perfil de soledades, El cuerpo y la noche, entre otros.


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LA TINTA DEL CALAMAR

…pero no de cualquier perro

Juan Esmerio ¿Es po sib l e infi ltrar , p or part e de l Esta d o, e l m u nd o de l narc o, cuan d o tod o s u pone q u e e s a l a inv e rsa , q u e s on l o s s e rvicio s de int e l ig e ncia de e st e l o s q u e s obr e pasan e n eficacia a l o s de aq u e l ? Es l a pr e g unta q ue u n o se h ac e a l l e e r N ombre de perro , l a n u e va nov e l a de É lme r Me n d oza .

Ese es el contexto de la historia: la guerra del Estado contra el narco, un enemigo que opera en el interior del país, con recursos que se cuentan en dólares y con arsenales que están abastecidos por el más grande distribuidor de armas del mundo; un ejército también compuesto por mexicanos, con montañeses astutos, en su mayoría, como cabezas de sus ejércitos, en cuya guardia real se encuentran mercenarios que bien merecerían figurar en la revista Soldier of Fortune. La guerra es como la cabeza de la Hidra. ¿Qué tipo de asesinatos puede esclarecer un detective, palabra y oficio que no acaba de arraigar en la idiosincrasia mexicana? El de profesionistas y otro, muy especial, que fue solicitado como un favor personal, vía dinero; no más: las otras pilas de cadáveres son despachados sin parte oficial de por medio. Estos son los retos del Zurdo Mendieta, además del reencuentro con un amor de juventud, Susana Luján; un personaje que si por eufonía se asemeja al paradigma rulfiano de mujer, por su personalidad —abierta, radical, temeraria, como convenía a este nuevo milenio— es complementaria a Susana Sanjuan. Lo sabemos: es relativamente fácil comprar información en los dos bandos, es la historia de toda conflagración, desde el tratado de Sun Tzu («la divina red» la llamó él) hasta los halcones que hoy recorren las calles para transmitir información en el acto. Lo realmente difícil es alguien que entre y salga con naturalidad (la sinfonía del camaleón se le llama a este arte). Son legión los que han cambiado de uniforme —de brazo armado del Estado a brazo armado del enemigo— pero son pocos los que entran y salen con naturalidad. El autor resuelve ese escollo con Ugarte, un personaje formado en inteligencia militar —donde su verticalidad le malogró una carrera

que iba en pos de las tres estrellas— con un perfil único: haber crecido y estudiado en la ciudad que es asiento de las tres familias más poderosas del negocio, Culiacán, y que cuenta con un amigo de aquella época al que no ha dejado de ver; incluso en prisión; amigo que militó en el mundo de las sombras donde aún mantiene contactos. A uno y a otro no les incomoda que sus vidas hayan marchado por senderos encontrados y se ven con la cordialidad de los viejos tiempos. Se sabe que los ex presidentes de Estados Unidos tienen derecho a solicitar información de la CIA. Estos viejos zorros también ejercen ese derecho de picaporte. Ugarte es un personaje magnífico (un hombre hermoso en un mundo donde serlo —tanto en la ciudad de las hembras como diosas como en el universo estrecho de la milicia— es una obscenidad). Cuando el poder le encarga una comisión, su resorte no es el dinero sino el sentido del deber. Tampoco lo mueve el discurso oficial —recuperar el país para el ciudadano pacífico— sino una historia absolutamente personal, que data de años atrás. Mendoza es maestro en esto: el peso del pasado de los personajes en el presente de la historia; la sombra de los actos de su juventud —vínculos con la guerrilla, sobre todo— en la madurez; elementos sesgados que tanto nos conmueven en el Leo McGuiver de La prueba del ácido; curiosamente todos ellos surgen de la Colpop (asiento también de artistas y escritores), el microcosmos literario de Élmer Mendoza. Ugarte actúa como héroe, sin medir las consecuencias. Toca a las puertas de Ares para invitarlo a pasar a la casa propia, sin que le tiemble la mano, con la misma naturalidad que lo hace un cobrador de la Coppel. Su paralelismo con el Zurdo es evidente: aceptan una comisión


LA TINTA DEL CALAMAR

por parte de un patrón que los incomoda, ambos tienen contactos que lo mismo los acechan que los protegen, a los dos los aqueja el alma y el cuerpo; aunque Ugarte está lejos del humor de su antagonista. Por momentos Mendoza tiene el pulso del historiador: en las páginas de Nombre de perro está el reporte de todos los frentes, el listado completo de los clanes y los hombres—chicos y grandes— que uno, hasta hace un par de décadas, veía caminar en los parques y comer en los mejores restaurantes de la ciudad —los sigue viendo, en el caso de la infantería y el cuerpo de zapadores. Y están las historias de alcoba, propias de los grandes imperios —¿y alguien duda que la mafia lo sea?—, protagonizadas por una mujer, Samantha Valdés, en vías de convertirse en una matriarca; por profesionistas y empresarios; y por el mismo Mendieta al que, a diferencia del personaje de El amante de Janis Joplin al que le susurraba su conciencia, le habla el cuerpo. Edgar el Zurdo Mendieta es un policía atípico: es el único que usa paraguas en medio de la lluvia de balas (es raro oírlo disparar: casi nunca trae una arma consigo), lo que lo acerca a otros grandes investigadores que se fían más de su inteligencia. En sus pesquisas Mendieta privilegia un instinto por entero femenino: el olfato, recurso que estrenó en Balas de plata. No hay un solo personaje en la historia que pase desapercibido: lo mismo el hombre que devora vidrio que el torturador de las catatumbas de la ley que pasa por una mala racha o el rotulista compulsivo que con cualquier pretexto quiere dejar una cartulina sobre los cadáveres. La abundancia de diálogos —más de tres cuartas partes de la novela— conforma el mosaico polifónico de una ciudad, Culiacán, el epicentro narrativo de Mendoza, donde la mayoría de los habitantes tiene una historia que contar sobre el tema. Aquellos nunca desagradan (es notable la celeridad que imprimen a la historia), aunque el lector agradecería un poco más de narración.

¿Se puede hacer reproches a un novelista de tanto oficio como Élmer Mendoza? El manejo del tiempo, ausente de La prueba del ácido, está resuelto en Nombre de perro. Y bueno, si en El sueño del celta Mario Vargas Llosa nos hizo leer dos veces la misma frase, ¿por qué Mendoza habría de evitarlo? Solo que en El sueño… era una frase baladí, mientras que En nombre… se trata de la frase que da el título a la novela (uno de los mejores de su obra, me parece); una confesión que cala en el lector, y que por lo tanto pierde su efecto cuando se le encuentra por segunda vez, trece páginas más allá. Además de que Ugarte, soldado a un revolver Smith & Wesson calibre .38 durante 209 páginas, de pronto emplea una Glock 34. Y no volvemos a ver esa arma, más a tono, por cierto, con la debilidad física del personaje, aunque no con los gustos de su época, ni de la generación de militares a que él pertenece. Tampoco los guiños intertextuales son afortunados: poner a decir al Zurdo Mendieta frases de Jorge Macías (“pues sí, ni modo que qué”), de Un asesino solitario, lo despersonaliza. ¿O es que Mendoza nos quiere decir que Jorge Macías, Elvis Alezcano, de Efecto tequila, y el Zurdo Mendieta son, en esencia, el mismo personaje? Con Nombre de perro Élmer Mendoza completa una trilogía, y la pregunta no es cuándo saldrá el nuevo título del ciclo (octubre es un mes tentador), sino cuándo el joven Jasón relevará a su padre, por la vía que sea. O quizá no hay tal relevo: quizá Jasón abandone al padre (con drama o sin él), lo que robustecería al personaje del Zurdo, a quien otra dosis de tragedia no le iría mal (su terapeuta se perdió en esta nueva historia: quizá lo dio de alta y no nos enteramos). Al fin este es el género policiaco, donde abundan las vueltas de tuerca y, como en la vida misma, todo es posible. Conocemos las aspiraciones del chico y sabemos lo que sucederá con la guerra en el plano de la realidad: viene un armisticio que no es garantía de la desaparición de la violencia, tema que es obsesión de Mendoza desde su primer libro —Mucho que reconocer— y al que ha dedicado sus mejores páginas. La espero con ansias, aunque me sorprendería más otra novela del tipo de Cóbraselo caro. Élmer Mendoza, Nombre de perro, Tusquets Editores, 209 pp., México, octubre de 2012. Juan Esmerio. Narrador y poeta. Su último libro es Islas de mar y río.

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Poder y creación: hacia la estética de Gao Xingjian Claudia Bañuelos Wong En términos políticos, el individuo no existe. El gobernante no dirige a un conjunto de personas con una historia única , específica . Dirige un pueblo, una masa , un conjunto de seres que debe encaminarse en teoría a un bien común. Este pensamiento se contrapone al pensamiento artístico que centra sus esfuerzos en l a individualidad, en el sentido —ilusorio tal vez—, de que existe un yo pensante, un yo que exige libertad, que tiene deseos específicos, necesidades no sol amente básicas y elementales —como l a supervivencia—, sino espirituales, poéticas y trascendentales.

Por supuesto, no es este un espacio para hablar de filosofía política, ni quiero, ni podría profundizar en ese sentido. Pero como lo que me interesa son los términos literarios y estéticos y algunas obras abordan el tema político como objeto de su interés, es necesario reflexionar sobre el asunto artístico frente al poder. Tal es el caso de la obra del escritor chino Gao Xingjian. Gao Xingjian nació en Ganzhou, China, en 1940. En su biografía dice que es un reconocido prosista, pintor, traductor y dramaturgo que «fue testigo y víctima de la Revolución Cultural China». Entre sus obras, ha escrito dos novelas, La montaña del alma y El libro de un hombre solo, ambas de corte autobiográfico. En ellas todo su esfuerzo estético está encaminado a resolver el asunto del hombre frente al poder y el papel de la escritura frente a esta problemática. Para Gao, la escritura es una forma de sentirse vivo, de tener dignidad, de asumir una existencia libre, de resolverla frente a la opresión del poder, de salvarse encontrando mecanismos que además de asegurar su existencia física, aseguren una vida menos miserable a la que se ven obligados los hombres en ciertos sistemas políticos —creo que todas las vidas son miserables en cualquier sistema y es el deber de todos los hombres encontrar mecanismos que los salven de esta miseria—. Gao asume su debilidad frente a este poder, pero habla de la necesidad de tener dignidad, término que entiende como la conciencia de la existencia: «La dignidad es la conciencia de la existencia, ahí se encuentra la fuerza individual de los hombres débiles. Si la conciencia de la existencia desaparece, la existencia toma la forma de la muerte».

Como muchos escritores, Gao Xingjian, recurre a la ficción para expresar su pensamiento. No es el primero que entreteje hilos narrativos para hablar de sus ideas. La ficción le da la certeza de que sus ideas llevarán también la parte emocional, sentimental y afectiva que no tiene la teoría o la filosofía. Nos guste o no, la fuerza de la narrativa viene precisamente de la profundidad con que el narrador aborda esta parte íntima de cada personaje, que tiene, a su vez, un impacto en el lector mucho más intenso, a veces inexplicable, comparado con otras formas de conocimiento. La obra de Gao no es la primera que leo sobre la historia de China moderna. Antes de elegir este autor, leí algunas otras novelas chinas, entre ellas las novelas de tipo policiaco del escritor Qiu Xiaolong; leí una novela extremadamente entretenida y divertida, Brothers, del escritor Yu Hua, que hace una parodia de un tema tan fuerte como es la Revolución Cultural; asimismo leí la novela de Geling Yan, La novena viuda, que describe de una manera muy intensa el drama de las comunidades rurales durante la gran sequía y hambruna que se dio en los años previos —durante la iniciativa llamada El Gran Salto Adelante— a la Revolución Cultural. Todas estas novelas me dieron una idea generalizada de lo que sucedió en China durante las décadas de los sesenta y setenta. Pero las que se quedaron rondando mi cabeza fueron las dos novelas de Gao Xingjian. Qué es lo que sucede con estas lecturas. Me pasa con ellas como con la lectura de Kafka o Proust, o con la lectura de J.M.


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Coetzee. En ellas hay personajes, hay una historia o varias historias, hay una trama, hay narradores, pero la manera que tienen de adentrarse a lo más íntimo de cada personaje o del narrador mismo, de sugerir, de insinuar, de reflexionar sobre la existencia humana, hace que esos cuestionamientos pasen a la conciencia del lector e inevitablemente lo lleven a asociaciones con otros temas que en apariencia nada tienen que ver. Por ejemplo, me hizo recordar mi lectura de El príncipe de Nicolás Maquiavelo; asimismo vino a mi memoria otro gran pensador mexicano, Alfonso Reyes, quien también tuvo que vérselas con el poder y que hizo de este objeto de su literatura y pensamiento. Por qué el pensamiento de Gao se queda rondando y pasa a otras latitudes. Me pregunto si el objeto de la literatura es ese. Trascender, influir, como hicieron los escritores que a su vez influyeron a Gao. En el plano literario la narrativa de Gao refleja además una búsqueda, una continuidad con el pensamiento de otros escritores. Su obra no es un mero ejercicio narrativo o lingüístico como podría ser la novela de Yu Hua, un dentista pasado a escritor, por más divertida o paródica que sea. Y vaya que no estoy menospreciando la calidad de Yu Hua, de hecho me pareció una excelente novela, extremadamente creativa, ingeniosa, impactante. Pero lo que trato de decir es que no veo en ella un diálogo con otras escrituras como sí lo hay en la obra del autor de La montaña del alma. Gao no puede existir sin vérselas con otros escritores, sobre todo los europeos del siglo xx. Hay en su novelística y en sus concepciones estéticas reminiscencias del pensamiento del teatro del absurdo, de la novela de Kafka, de la novela de Proust. Gao reconoce en los inicios de su carrera que sentía una necesidad de renovar la escritura de su país, la escritura en lengua china: «En pocas palabras, él creía que la nueva literatura no podía limitarse a esos cantos populares renovados, publicados página tras página en los periódicos y revistas, que alababan a los personajes y los hechos positivos y el Gran Salto Adelante.

Habló de novelas como las de Gladkov y de Ehrenburg, también de las obras de teatro de Maiakovski y de Brecht». Gao veía que la literatura china se estaba quedando fuera de la concepción moderna que habían propuesto los escritores en Europa después de las vanguardias. Y no es que tuviera una intención occidentalizadora; si la europea es una cultura dominante, ¿tendrían que conformarse los chinos con mantenerse al margen de ella por cuestiones ideológicas? ¿Tendría la literatura china que reducirse a la literatura de propaganda y renunciar a su propia naturaleza de exploración y búsqueda? Como dice en la novela, ni él mismo tenía idea de lo que era esa nueva literatura ni esa nueva vida, solo intuía la necesidad de traer estas nuevas formas a lo que creía una nueva China. Nunca imaginó que al contrario, esa nueva vida propuesta por el régimen comunista de Mao Zedong, lo que se proponía era acabar con toda forma literaria opuesta a sus intereses políticos. La Revolución Cultural y la iniciativa de la reeducación en el campo pretendían eliminar toda forma de «contaminación burguesa occidental». Puede que Mao tuviera sus razones, las tuvo; pueden verse hoy en día los resultados de la política de Mao en la China contemporánea y él tendrá sus propios defensores, como los tendrá cualquier dictador, emperador o presidente que ejerza el poder de la manera en que lo hicieron ellos. Pero el pensamiento artístico dice otra cosa. Para el pensamiento artístico la sujeción de la forma es la muerte. Aquí es donde conecto con Maquiavelo. Jamás he olvidado que cuando estudiaba la carrera de letras tuve que leer El príncipe y escribir un ensayo sobre él. Es el único libro del que no pude decir nada. Mi mente se bloqueó. Quizá venía de leer solo escritores que ejercían la función poética del lenguaje o vivía en el mundo fantástico de la ficción, creyendo en la estulticia de Erasmo y la Utopía de Moro o los ideales caballerescos de Don Quijote; me recuerdo sentada frente a mi máquina de escribir Olivetti con la hoja en blanco inventando no sé qué cosas para poder entregar mi trabajo. Hasta la fecha


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procuro pasar de largo por el lenguaje político. Significa para mí un corto circuito en el cerebro. Supongo que todo hombre o mujer de letras tendrá que averiguárselas con él. Tendrá que encontrar mecanismos para sobrellevar cualquier situación de opresión, represiva, absurda, irracional o como quiera llamársele. Gao es uno de estos escritores. Su obra precisamente es su recurso. No tiene la indolencia de otros, la sangre fría o el cinismo. Tiene que salvarse de su rencor y de su odio. Tiene que encontrar en el lenguaje asideros que afortunadamente para él y para los lectores, sirven de materia prima para su escritura. En su novela La montaña del alma, el narrador hace un viaje al interior de China, a un lugar llamado Lingshan, «la montaña del alma». Este viaje es un pretexto para registrar el mundo que ve perdido físicamente, como quien quiere hacer una maleta para un viaje del que no regresará jamás. En su recorrido, el narrador en segunda persona —Gao utiliza frecuentemente la segunda persona en sus novelas— va describiendo la vida de los pueblos que le recuerdan su infancia; describe sus costumbres, leyendas, tradiciones, gastronomía, anécdotas, rituales religiosos, personajes míticos, fábulas, creencias ancestrales, y al mismo tiempo va entretejiendo sus propias reflexiones sobre la cultura de su país, sobre las ideas de los hombres y mujeres del campo y la ciudad. Cuenta también la historia de su vida, de sus padres y hermanos, de sus amigos, de sus mujeres, pero esta historia no se cuenta de manera realista, es una historia envuelta en alegorías, imágenes, sensaciones que llevan al lector a transitar entre lo real y lo imaginado, entre lo que es meramente sensorial y lo que es anecdótico. Paradójicamente esta historia no tendría un sentido pleno sin la Revolución Cultural. El tema de la Revolución Cultural es el alimento de toda la novela; sin ella el viaje no tendría sentido, como tampoco tendrían sentido muchas de sus reflexiones sin la figura de Mao en su vida. Como dice la tradición oriental, sin el contraste jamás podríamos apreciar la belleza. Recuerdo un magnífico ensayo de Hugo Hiriart («Recogimiento estético», Letras Libres, septiembre de 2012) que habla de que en la cultura china una vasija de porcelana era más valiosa y más digna de admiración cuando el esmalte no cubría la base. El contraste entre el esmalte del tazón y el barro de la base permitía admirar aún más la belleza de la porcelana: «Pero no nos equivocamos, la base inacabada no es descuido: es logro deliberado, y parte notable de la maestría del trabajo. El tazón es así, con esa falta, inmaculado. Porque ningún trabajo ha de ser impecable. “La imperfección es la cima”, estableció Yves Bonnefoy». Así en la vida y obra de Gao, la figura de Mao Zedong está presente, como esa base sin esmaltar, esa imperfección con la que hay que vivir para apreciar la belleza, la libertad: En el féretro de cristal, la cabeza de Mao era realmente enorme; a pesar del maquillaje, se veía claramente que estaba hinchada… Sintió que podía decirle muchas cosas a este hombre: Como hombre, usted ha tenido una vida llena, desde luego ha sido original. De hecho,

hasta se podría decir que usted es un superhombre: ha dominado China con éxito, su sombra continúa cubriendo todavía hoy a más de mil millones de chinos, su influencia sigue siendo enorme y se extiende por todo el mundo, inútil negarlo. Podría matar a quien le viniera en gana, pero no podía obligar a que alguien repitiera lo que usted había dicho; eso es lo que le hubiera gustado decir a Mao… Hoy escribes tranquilamente lo que quieres decirle a este emperador que ha dominado cientos de millones de personas. Como tú eres minúsculo, el emperador que hay en ti solo puede dominar a una persona: a ti mismo».

El libro de un hombre solo es la novela donde Gao purifica este odio. En la cercanía de su vejez y de la muerte, escribe este libro para encontrar una forma de existencia pacífica sin la contaminación de su rencor hacia Mao y hacia la misma China. Con respecto a su país dice: «No, no es tu país, tu país está en tu memoria, es una fuente en las tinieblas de donde nacen sentimientos difíciles de explicar, es una China personal que solo te pertenece a ti, y ya no tienes ninguna relación con ella». Mientras que en su primera novela, realiza un viaje hacia el interior de China buscando algo que ni él mismo sabía qué era, en la segunda, ya en el exilio, el asunto político se aborda aún con mayor virulencia. Declaradamente asume lo que significó Mao y China para él, aunque reconoce haber saldado cuentas: «No quiere cargar con más peso, ya ha anulado todas sus deudas sentimentales y puesto al día su pasado». Como en La montaña del alma, el narrador debe llegar a un punto donde solo queden las sensaciones —no los temas—, los olores, los colores, las luces, la placidez de la naturaleza: También el olor puro de la paja de arroz recién cortada y colocada sobre la plancha de la cama, el olor a las sábanas y mantras secadas al sol después de lavarlas en el estanque, el olor a sudor del cuerpo de la muchacha, aquella agradable y dulce sensación al ponerle su pintalabios, el escalofrío que sintió cuando la agarró del brazo y la empujó hacia la puerta, rozando al pasar sus senos tiesos; recurría a todos esos recuerdos para calentarse, se uniría a ella en la imaginación.

En la búsqueda del estilo, del viaje, de su propio lenguaje, Gao descubre que la vida es solo un monólogo y en la medida que reconoce esta soledad, puede dedicarse de lleno a la escritura que no es para él un oficio, un trabajo para subsistir, sino una forma de vivir más plena, bella y placentera. Como en Proust, la escritura es su forma de recuperarse, de conciliar los contrastes del mundo y preparase para la muerte.

Claudia Bañuelos. Coordinadora de clubes de lectura. Forma parte del Comité de la Feria del Libro de Los Mochis.


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Apuntes sobre el libro Arte participativo de Guadalupe Aguilar

Alejandro Mojica Me gustan las exhibiciones donde se crea una tensión con el observador, especialmente aquellas que mantienen cierta distancia entre el trabajo que es visto y la persona que lo ve. Creo que es importante crear una atmósfera tensa y que sea al mismo tiempo transparente, invisible y fría, como mostrarle una ventana a un hombre ciego.

Motohiko Odani Desde principios del siglo xx se rompió el paradigma del papel pasivo del espectador frente a la obra artística. Principalmente los dadaístas — al liberar el concepto de arte de toda seriedad culterana, pero también de la condición utilitaria de este respecto al poder político y la Iglesia desde siglos atrás— permitieron masificar el arte. Como afirma Guadalupe Aguilar en su libro Arte participativo, el espectador pasó a formar parte del diálogo entre objeto y receptor. Las etapas y movimientos artísticos e intelectuales que se deprendieron de los manifiestos futurista, dadaísta y surrealista, así como de la obra y planteamiento de artistas como Marcel Duchamp, Man Ray y Joseph Beuys, por mencionar los más conocidos, fueron orientándose hacia nuevos públicos y exigiéndoles una interacción directa con sus propuestas. En el siglo xx se revolucionó el concepto de arte. En distintas expresiones artísticas se propusieron nuevas interacciones entre creador y espectador, lo que permeó, en definitiva, todas las artes. En música, según Aguilar, la pieza El asalto del palacio de invierno, de Nicolas Yereinov, y la Sinfonía de las sirenas, de Arseni Avraamov, son ejemplos claros de esta participación masiva. Más tarde John Cage, haría una obra escrita para ejecutarse en una casa y en cada habitación tocaba una sección de la orquesta. Se citaba a una hora y el concierto empezaba horas antes y terminaba ya que se había ido el último espectador. La idea era romper la idea de comienzo y fin del concierto para la audiencia. O la pieza 4 minutos 33 segundos, donde se reunían los músicos en el escenario con cronómetros en mano, esperaban exactamente 4 minutos y 33 segundos y se retiraban sin tocar una sola nota, buscando precisamente la reacción violenta del público. Lo interesante es que fueron las primeras obras escritas para el espectador, no para su apreciación estética, sino para crear precisamente una experiencia en alguno de estos tres niveles de participación que vislumbra la autora en este amplio ensayo. Acaso en el teatro fue más inmediata y masiva esta nueva relación. Uno de los grupos más influyentes en esta idea fue el Living theater, fundado en New York en 1947 por Julian Beck y Judith Malina. Para ellos, el teatro era un instrumento artístico y político. Lo sacaron a la calle, a lugares como naves industriales y plazas y fueron los iniciadores del happening, de alguna manera antecedente del performance (aunque, como afirma Guadalupe Aguilar, 18 happenings in 6 parts, del artista fluxus Allan Kaprow, es la obra paradigmática del inicio del performance, llevada a cabo en el otoño de 1959 en la Reuben Gallery de Nueva York). Es, entonces, el grupo Living theater el que trataba de hacer teatro para la mente del espectador, considerado este también actor. Influyó en muchos grupos de teatro y artistas, como a Fernando Arrabal, en España, y el director de teatro y cine chileno Alexandro Jodorovsky, en el México de los sesenta. Cuando en esa parte del libro, llamada objeto y sensación, la autora plantea que «El artista a través de la interacción vivencial con la materia

busca ampliar el campo sensitivo del espectador [y] esta interacción sensitiva generalmente empieza por la mirada que alerta a los otros sentidos», recordé que hace unos años, en un museo de Estados Unidos, vi una muestra de Wolfang Lab, del cual tenía referencias por una fotografía de una pieza —un rectángulo blanco en medio de una sala, como una mesa—. En realidad, esa fotografía no produce ninguna emoción, pero cuando vi la pieza directamente, y noté que es una piedra de mármol blanco casi flotando, conteniendo una cama de leche en la superficie apenas antes de derramarse, la obra me provocó un impacto sensorial porque trastocó las referencias que tenía del elemento. Es decir, era algo que no es sólido, o congelado ni en vapor, pero sabía que era líquido, y la experiencia directa con la pieza que empezó con la vista puso en alerta y activó todos mis sentidos. La estructura de este libro abarca varias e importantes posibilidades de estudios metodológicos acerca de las relaciones de acción de artista-obra-espectador, sobre tres niveles de participación: la interacción, cuando es física; la interpretación, cuando es psíquica; y la participación, cuando es implícita, y cómo impacta socialmente. También refiere la autora las estrategias participativas en la instalación, en el arte de acción y en el arte público y las definiciones del espectador, ya sea que se integre de manera participativa y consciente o no, pero que de manera implícita forma parte como un objeto más de la acción, y nos muestra cómo la integración del entorno donde se instala el arte público impacta directamente en diferentes niveles la vida cotidiana de los espectadores. Estos temas solamente se habían planteado a nivel de charlas entre colegas artistas, y no como objeto de estudio en nuestra ciudad y estado. Por eso, la publicación de este libro es más que pertinente, un completo y profesional ensayo que nos ofrece Guadalupe Aguilar, orientado hacia la reeducación de los públicos, sobre todo jóvenes. Este documento nos permitirá a todos tener referencias históricas y sociológicas sobre el quehacer del arte contemporáneo, lo que enriquece la colección Palabras del Humaya, del H. Ayuntamiento de Culiacán. «El arte», decía John Cage, «no es algo que haga una sola persona, sino un proceso puesto en movimiento por muchos». Este libro refiere eso: procesos que son nombres, partes clave, momentos cenitales, marcas indelebles con que podemos comprender qué es el arte hoy día. Guadalupe nos ayuda a hacerlo. Y debemos agradecerlo. Deseo expresar mi mayor felicitación no solo a la autora de este libro importante, sino también al Ayuntamiento de Culiacán. Que una entidad administrativa decida publicar un libro de esta naturaleza, después del ajetreo y del papeleo, tan característicos de su ejercicio, es, no tengo ninguna duda, un acto meritorio y al mismo tiempo un acto de suma valentía. Por lo común, estos libros suelen encontrar cobijo en editoriales especializadas. Lo interesante es que aparezca con el sello del Ayuntamiento de Culiacán. Así se construyen las ciudades grandes, las casas grandes, las casas de todos, que son nuestras ciudades. Alejandro Mojica. Pintor y diseñador. Autor de Territorios.


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Las mil y una recetas Ana Carola Cárdenas La casa pat e rna y l a de mi abu e l a se c om unicaban por u na pue rta q ue h ab í a e n e l patio. Au n q u e m u c h as tar de s yo l a cru zaba por iniciativa propia , lue g o de h ac e r l a tar e a e n e se G uasav e l l u vio s o de principio s de l o s a ño s nov e nta , e ra m á s fr e c ue nt e q u e m i abu e l a m e l l a m ara c on l a prome sa de invitar me a lg u no s a l i m e nto s proh ibi d o s p or s u s v e cin o s , mis pa dr e s: caf é c on l e c he y C o ca C ol a . Durante esas visitas era común que ella me pusiera a cocinar (lo seguiría haciendo años después, en fechas como Navidad —cascar nueces era una de las tareas que yo hacía con gusto, sentada en un banco alto que me colocaba a la altura de la mesa, y del que me colgaban las piernas— mientras ella se encargaba de la cena en casa de una de las tantas familias que atendía en Culiacán). Pasteles, sobre todo. Ahora que lo recuerdo, quizá además de mi compañía (mi abuela había enviudado no hacía mucho tiempo), lo que ella quería era que yo me iniciara en el arte de la cocina. Mi abuela es Cuquita Cárdenas, la primera mujer que pasó de las recetas apuntadas a mano en cualquier papel a los libros de cocina propiamente dichos, la mujer que encontró en la cocina una manera de salir adelante. (Yo misma en ciertas etapas de mi vida —la preparatoria, sobre todo— he recurrido a cumplir encargos en los cumpleaños de mis amigas para completar ciertos gastos.) A ella le debo (a sus libros de cocina, a su intuición de gourmet) no solo el gusto por cocinar sino la manía de hacerlo todo con cantidades y medidas definidas; una virtud y un defecto, pues no son pocas las veces que he hecho un platillo de oídas y no me sale, a pesar de seguir al pie de la letra las instrucciones de personas cargadas de buena fe. Mis recetas de cocina, de Doña Cuca Cárdenas, es una buena manera de entrar a la cocina, al corazón de tus comensales, de ponerte a salvo de contratiempos cotidianos. En ellos abundan los pequeños secretos que hacen la diferencia. Para mí ha sido un largo proceso de aprendizaje, un lapso de tiempo que va de la adolescencia a mi primera juventud —ya se sabe que en la cocina, y en la vida misma, se aprende mientras haya optimismo por aquello que se ama. En el camino he aprendido, sin prisa pero sin pausa, una gran variedad de platillos. Esta vez quiero compartir no un postre —mi especialidad— sino un platillo tradicional sinaloense, rico en sabor: el asado a la plaza, que no está a discusión en ninguna mesa por la paridad entre carne y vegetales. El asado es una comida —y cena también— muy popular en la región (me parece que además se conoce en Sonora) y uno de los platillos favoritos de mi abuela. De hecho mi abuela me cuenta que en el Culiacán del medio

siglo se comía (en una fonda del centro de la ciudad que se ha desdibujado con los años) el asado más rico que ella haya disfrutado en su vida. Nobleza obliga: fue ella, la señora Cuquita Cárdenas, con su naturaleza generosa, quien me insistió que diera esta receta, que comparto al primer hervor. ¿Por qué no es tan frecuente comer asado ahora? Quizá se deba a su laboriosidad (la carne tarda dos horas en cocerse o una si es en olla de presión). O que en un tiempo en que se va al súper de compras, los ingredientes de esta comida es indispensable comprarlos en el mercado, el cuete sobre todo. Pero una vez que se cuece la carne, es relativamente rápido prepararlo. La primera recomendación es poner en la olla de presión el cuete o gusano (se le llama así a la parte de la res que está arriba del «cuadril», como dicen los carniceros) con ajo, cebolla blanca y pimienta entera, para que quede en su punto, ni duro ni blando. No olvidar la sal. Es necesario que el tomate se cueza en este mismo caldo para que se condense el sabor y esté más apetecible al momento de servirlo. Las papas, dependiendo de su tamaño, se dejan a medio cocer; es importante que no queden sobrecocidas para que a la hora de partirlas y freírlas no terminen siendo un desastre; las papas y la carne se parten del mismo tamaño y en cuadritos; y se fríen juntas, luego de salpimentar. Los tiempos de cocimiento son importantes para evitar accidentes. La calabaza (siempre la regional, nunca la americana o zucchini pues amarga el caldo) se corta de manera uniforme y se cuece a que quede crujiente, los trocitos se pasan por un cedazo y se rocían con vinagre. Se deben emplear verduras de primera, una elección fácil en Culiacán, donde los mercados menudean de ingredientes de este tipo. Escribí «a que quede crujiente», una expresión muy común en los recetarios de mi abuela y en la cocina popular de Sinaloa. A mí me habría encantado escribir al dente, pero después de meditarlo un par de minutos me di cuenta que ese tipo de palabras es justo lo que convierte a Mis recetas de cocina en libros entrañables para muchas cocineras, que ven plasmados en ellos los mismos giros verbales de sus abuelas.


33 Como dice Cuquita Cárdenas, uno de los motivos principales por los que una persona cocina es el amor (ella lo ha prodigado toda su vida) y gracias a este sentimiento el cocinero mismo despierta su propia creatividad, útil para decorar el platillo y atraer el apetito de los seres queridos. La cebolla morada, tan usada en los mariscos, es para mí lo que le da un toque único por el color brillante que adquiere cuando está curtida. Hay varias maneras de presentar nuestro asado: algunas cocineras optan por servir por separado la salsa de tomate y otros por bañarlo a la hora de servirlo, pero de preferencia sírvelo por separado. El resto de las verduras (lechuga, calabaza, rábano y rebanadas de tomate) se pueden servir de manera artística. Hazlo así para tus seres queridos, sea novio o esposo, hijos o sobrinos, padres o abuelos y será un éxito. ¡Mmm... delicioso! Hay quienes lo rocían de crema, o media crema, y queso rallado, y al final le ponen unas gotas de salsa Guacamaya. Lo dejo a tu elección. Una metamorfosis interesante de este platillo —dar el salto de la fonda al restaurante, lo que no todos los platillos consiguen— es que está en el menú de por lo menos tres restaurantes reconocidos de la ciudad: Panamá, QuinMart, la cenaduría La Filo y Casa Beyda. En las cartas ha perdido el apellido y solo destaca su nombre a secas: ya no es asado a la plaza o de la plaza, como lo escribe mi abuela, sino asado a secas, que por un momento nos hace

pensar en las grandes carnes asadas que hacen los argentinos con ese nombre. Para hombres y mujeres que trabajan, yo recomiendo que la carne se cueza por la noche y el toque final se le dé a la hora de comer al día siguiente. (El trozo de carne hay que retirarlo del caldo para que no pierda consistencia.) Pues es increíble la sabrosura que adquiere si se deja enfriar la carne y las papas por lo menos una hora, tiempo que se puede aprovechar en picar el resto de la verdura. El asado es celoso: no admite un complemento al lado, quizá porque él es una guarnición y un plato al mismo tiempo, muy autosuficiente y llenador. Pero si lo desea y tiene tiempo —el tiempo: ese gran enemigo de lo(a)s cociner(a)os, y del hombre—, con el caldo de la carne, cocida en el rigor de un hueso blanco, usted puede hacer una sopa de fideo para los niños, destinatarios naturales de estas cápsulas de crecimiento. Todo un clásico, aunque le desagrade a Mafalda. Pero quizá la agradezcan más los adultos. Curioso: terminé con una sopa, que debería ir al principio. La cocina es así: tiene, como los cazos de las hechiceras, sus propios misterios. Provecho. Ana Carola Cárdenas. Licenciada en Letras Españolas por el Tecnológico de Monterrey.


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Ojosdetopo

El otro mar de Angelopoulos José Antonio Monterrosas Figueiras El primer aniversario luctuoso del cineasta griego Theo Angelopoulos (quien murió lamentablemente, a sus 76 años de edad, el 24 de enero de 2012, a las afueras de Atenas), me hizo recordar palabras que dijo en algún lugar de Madrid, España —a propósito de su filme La eternidad y un día (Grecia-Francia-Alemania-Italia, 1998), con la que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes. El veterano del perpetuum mobile —reconocido así por sus películas contemplativas con largos planos-secuencia—, enfundado en vestimentas de color gris, dijo que una de las razones por las que sus películas están en griego se debe a que no cree que exista un «idioma universal» y que aunque el esperanto moderno es el inglés, «nuestra única casa es nuestro idioma materno. El de la primera palabra que decimos cuando somos niños y la última que pronunciamos al morir», así lo explicó retomando las ideas del filósofo Heidegger. Pensando en ello (en el hogar, la muerte, la memoria y las palabras), hay una historia conmovedora en la cual se inspiró Angelopoulos para filmar La eternidad y un día, y que tiene que ver precisamente con el poeta Dionisios Solomos (1797-1857), quien no concluyó un poema llamado: «Los libres sitiados». Dionisios fue uno de los poetas más importantes del siglo xix en Grecia. Proveniente por parte del padre de aristócratas y plebeyo por parte de la madre, Dionisios se fue a los diez años de edad, tras la muerte de su progenitor, de su tierra natal, Zante, en Grecia, para radicar en Italia donde finalizó sus estudios, además de escribir ahí su primer poema. En el año de 1818, cuando estalló la guerra de liberación contra el imperio Otomano, Dionisios tomó las armas y volvió a su patria.Un día antes de partir de Italia a Grecia escribió: «¿Qué puede hacer un poeta?/ Celebrar la revolución con cantos,/ llorar a los muertos,/ invocar la cara perdida de la libertad…» Al llegar a su país, se percató que no podía celebrar la revolución, porque había olvidado su lengua materna y se propuso aprender el habla del pueblo, el idioma de su madre. Fue el primer gran poeta que se expresó en lengua popular. Dionisios ofrecía, entonces, una moneda a los campesinos a cambio de que le compartieran una nueva palabra para integrarla a sus

poemas. Después de un tiempo se corrió la voz que Dionisios era el poeta compra palabras. Un halago, evidentemente. Recuerdo que en el largometraje de La eternidad y un día, se cuenta parte de la historia de ese poeta, porque al saber Alexander (Bruno Ganz) que la enfermedad que lo aqueja ya no tiene marcha atrás, determina que debe emprender un viaje hacia la muerte para reencontrase con su amada Anna (Isabelle Renauld), a quien la reconoce a través de cartas donde ella le expresaba cuánto lo amaba, aunque a él solo lo perturbaba la poesía y los versos truncos de Dionisios Solomos. Fue así que ese viaje le regaló a Alexander las palabras de un niño inmigrante ilegal albanés que como hogar tenía solo las calles del puerto de Tesalonica. El poeta, a pesar de sus dolores, logra zafar de las manos de un grupo de mafiosos al pequeño de cabellos rubios (Achilleas Skevis). A partir de ahí, Alexander lleva de la mano al niño que viajará a Italia, como tratando de saciar su necesidad existencial de amarrarse a otro origen en sus últimas horas de vida: el poema. Así que el escritor le cuenta al niño la historia del poeta que compra palabras. El niño al fin debe separase, como también las letras se van dejando en párrafos promiscuos para habitar nuevos textos, pero no sin antes llevarle palabras al poeta que agoniza. En Grecia ha habido, hasta hace pocos años, dos lenguas: el «kathareusa» (que significa pura), hablada por las clases altas, es decir los intelectuales y escritores, y la lengua popular, que la hablaba el pueblo. La contribución de Dionisios Solomos a la evolución de la lengua griega ha sido fundamental porque es el primer poeta, en su tierra, que logra unirla en una sola. En ese mismo lugar de Madrid, en el umbral del siglo —con el que iniciamos—, Theo Angelopoulos advierte algo que puede parecer contundente sobre Dionisios en Grecia y hasta para Dante, en Italia: «Son siempre los poetas los que están a la vanguardia de la unificación de la lengua». Yo pienso que por fortuna, aquellos poetas absolutos, también tienen poemas inclusos y —por qué no— películas no terminadas. Así como la mayor parte de sus poemas Dionisios los dejó inacabados, Angelopoulos no concluyó —entre algunos otros— la tercera parte de una trilogía dedicada a la Grecia del siglo xx, ya que fue durante su filmación de El otro mar que una motocicleta lo embistió. Alguna vez el cineasta griego también se llegó a preguntar: «¿Escribir o vivir?» Esa es la cuestión. Como dijera el poeta de cabecera de Angelopoulos, el italiano Tonino Guerra —también ya fallecido—, a Juan Vicente Piqueras: «Todo lo humano decae. En cambio, la nieve no envejece, el olor de la lluvia no miente, los olivos no se van. Son cosas que están ahí, dispuestas siempre a iluminar la niebla que somos», pero este es —yo diría— otro mar aparte. José Antonio Monterrosas Figueiras. Es periodista cultural independiente y comunicólogo. Participa en la revista Replicante y edita la revista digital Cronotopo.



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