Timonel 11

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Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 3 | NĂşmero 11 | Noviembre de 2013


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Contenido 3 Presentación 4

Las puertas de la noche | Be rnar d o Ruiz

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Papalota | A na ï s A b r e u

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El diablo enamorado de Jacques Cazotte | J org e C o tm e nsal

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La muerte en el espejo | Ern e stina Y é piz

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Minina | A lma Vitalis

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La Caja de Urías | A l be rto C himal

10 Eugenio Montejo: escribir con piedras | J org e Ort e g a 12

Traducción del poema Lack, de Robert Graves | J org e C ontr e ras H e rr e ra

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João Rios | T ra ducción de R e n é H ig u e ra

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Todo a su tiempo | H é ctor Tovar

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Magnolia y sueño | Óscar Paú l C astro

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Adán |J uan Pa b l o S antana

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Foto-poema | Víctor A rg ü e ll e s

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VI | J uan M arc e lin o Ruiz

18 Envés del agua | C arm e n Vill oro 19

La viuda (sobre un dibujo de Rafael Coronel) | Emilian o Á lvar ez

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Li Yu (936-978 a.C.) | Ru bé n R iv e ra

21 Génesis | C é sar I b arra 22

Las variantes de un Infante difunto | Ro c ío R e ynag a

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Una lectura de Oscar Wilde | J o s é A . Garc í a L ópe z

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Veinte días | C itlali Val e n z u e la

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Una nueva visión de Inés Arredondo | J o s é M ar í a Espinasa

26 En busca de Jorge Volpi | C lau dia Ba ñ u e l o s 29

Silencio ausencia | C arl o s S ánch e z

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Tejiendo en la escritura | Gua dalupe V e n e ran da

31 El desasosiego | N in o Gall e g o s 32

La novela redentora | J uan Jo s é Luna

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Ojosdetopo.

Música de Wagner para esos viejos locos del cine | Jo s é A ntonio Mont e rro sas Figue iras

Las imágenes que ilustran el presente número son obra de Sandra Robles. Pintora, ilustradora y artesana sinaloense, quien, desde 1982 a la fecha, ha participado en ciento veintiséis exposiciones colectivas e individuales, tanto en México, como en Estados Unidos y diferentes países de Europa. Asimismo ha sido expositora y curadora de las exposiciones del día de muertos en el Arizona History Museum, de Tucson, Arizona, Estados Unidos.


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pr e se ntación

E

n el marco de la décima segunda Feria del Libro de Los Mochis y todavía con el buen ánimo que nos ha dejado el recientemente realizado Festival Cultural Sinaloa 2013, publicamos el undécimo número de Timonel que abre con «Las puertas de la noche», del narrador y poeta Bernardo Ruiz, quien, una vez más, comparte con nosotros su escritura sobre el tema de lo gótico, el terror y el misterio, en esta ocasión se refiere a la figura y la obra del más que mítico Edgar Allan Poe. Mientras la poeta Anaïs Abreu nos retrata el vuelo de una enorme mariposa negra. Jorge Comensal nos ofrece una lectura de El diablo enamorado, de Jacques Cazotte. Alberto Chimal con treinta y cuatro monedas mágicas adentro, nos envía, perfectamente sellada, «La caja de Urías». (Habrá que encontrar la forma de botar la cerradura.) Y el mundo de lo imaginario se vuelve insólito cuando Alma Vitalis nos muestra en «Minina» su aversión a los gatos. El poeta Emiliano Álvarez nos delinea el retrato de «La viuda», en alusión a un dibujo de Rafael Coronel. Y si de ensayar el poema se trata, la poeta Nadia Contreras nos muestra un calidoscopio de versos, escritos, sin duda, sobre el cristal. De Ciudad Juárez, Chihuahua, nos llega «Adán», de Juan Pablo Santana. Y desde la cama de un hospital, en un intento por ahuyentar a la muerte que lo acecha (que nos acecha a todos), Héctor Tovar escribe «Todo a su tiempo», y con cada palabra busca tocar y hacernos tocar el infinito. Citlali Valenzuela publica «Veinte días», su primer poema, y Óscar Paúl Castro con «Magnolia y sueño», nos ofrece un adelanto de su libro Puzzle. Y como en Timonel, a la par que la narrativa y la creación poética, nos interesa el ejercicio de la traducción y el ensayo, en lo que a traducciones se refiere, publicamos un par de poemas del poeta portugués João Rios, traducido al español por René Higuera. Por su parte, Rubén Rivera nos da su versión de dos poemas de Li Yu. Jorge Contreras nos regala en español el poema «Lack», de Robert Graves. Jorge Ortega nos ofrece un ensayo sobre «Escritura», un poema de Eugenio Montejo; Carmen Villoro lo hace en torno a Envés del agua, de Luis Armenta Malpica; Rocío Reynaga nos invita a leer a Guillermo Cabrera Infante; José María Espinasa nos muestra la obra crítica y ensayística de Inés Arredondo, y Claudia Bañuelos va «En busca de Jorge Volpi». Sandra Robles, con una cosmovisión del mundo que la retrata como un ser y un artista en conexión y armonía con la naturaleza, en donde las dualidades desaparecen y el péndulo oscila entre la vida y la muerte, ilustra con sus imágenes, trazos y líneas las páginas del presente número de Timonel y a la menor provocación, dentro de una aparente cotidianidad, nos conecta con su entorno artístico; poblado de mariposas de colores, pájaros, estrellas de mar y árboles que habitan sueños.

Fraternalmente M a rí a L ui s a M i r anda M onrre al Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura

M ario L ópe z Valde z

| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa

F r ancis co F rí a s C a st ro

| Secretario de Educación Pública y Cultura

M arí a L uis a M ir anda M onrre al

| Directora General del isic

É lme r M end oza

| Director de Literatura y Publicaciones

E rne st ina Yépi z

| Jefa del Departamento Editorial

Consejo Editorial

J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva Coeditores

Wendy F éli x , J uan E sme rio Navarro, M ari tza L ópe z.

Diseño Editorial

Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente. Culiacán (Sinaloa), noviembre de 2013. Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com


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Las puertas de la noche

Bernardo Ruiz

E dg ar Poe , hij o de una familia de actor e s , naci d o e n B o ston , e l 1 9 de e ne ro de 1 8 0 9 , fu e c on o cid o p or la p o st e rida d c omo E d g ar A llan P oe . S u trav e sí a por la vi da no fu e larg a . Murió p or de s e spe ración e l 7 de o ctu b r e de 1 8 49 , hac e po c o más de 1 5 0 a ño s .

A John Allan, su padre adoptivo, un comerciante de origen escocés, debe Edgar su segundo nombre. Al comercio de Allan, que lo mismo vendía revistas que tabaco, y a una infancia vivida en el sur de los Estados Unidos, donde el misterio, los hechizos y la brujería no eran conversaciones del otro mundo, se atribuye al joven Poe su vocación de lector. Para intuir la impresión que dejó en el espíritu de Poe ser un hijo adoptado de Allan, basta con percibir el rencor y el miedo que combina en El corazón delator, uno de sus relatos más difundidos. Tras un viaje familiar a Inglaterra, que duró cuatro años, Poe comenzó a escribir secretamente sus primeros versos. La biografía de Poe ha despertado un interés sobresaliente a psicoanalistas, investigadores y escritores, su obra —cuentos, ensayos, novelas y poemas— son el parteaguas de diversas formas de comprender el mundo, y es difícil que quien se acerque a la obra del escritor sea inmune a la fascinación que produce. Borges afirma en su breve ensayo Introducción a la literatura norteamericana que el mérito de los cuentos de Poe se debe a dos vertientes diversas, «al terror y al raciocinio», formas opuestas de abarcar los insondables espacios y los abismos del alma. Una circunstancia semejante a la del autor de Nevermore se puede expresar referida a visiones de su contemporáneo Francisco de Goya y Lucientes, quien evoca en sus Caprichos una percepción del mundo semejante cuando afirma que «los sueños de la razón engendran monstruos». Si bien han transcurrido 150 años de la muerte de un hombre cuya neurosis y angustia son paradigmáticas, el estremecimiento que su trabajo produce, visto con los ojos de un lector joven, sorprende. Autores como E.T.A. Hoffmann, Charles Maturin o Mathew G. Lewis encuentran en Poe un portavoz fundamental para que el inexplicable horror, o la mera fantasía logren una base racional. Y, por otra parte, la más débil literatura de fantasmagorías del siglo xviii, al estilo de Horace Walpole o Ann Radcliffe pierden su aparente fuerza ante las especulaciones del escritor norteamericano. De los novelistas antes mencionados, con excepción de los dos últimos, Poe es el más débil. Las aventuras de Arthur Gordon

Pym —como novela— posee una estructura fallida: el lector se enfrenta a relatos yuxtapuestos donde se corre un velo sobre los momentos más trascendentes de la narración. El canibalismo en alta mar, por ejemplo, es apenas insinuado. No obstante, ejemplos de crueldad atroz son descritos con una naturalidad pontifical asombrosa. A Pym, sin embargo, se deben visiones que la literatura posterior consagrará. (La primera frase de Moby Dick —1851—: «Llámenme Ismael», de Melville, ¿no es una forma de diferenciarse del protagonista de Poe? ¿Puede acaso imaginarse un capitán Nemo que conquista al Polo Sur sin un contrincante como Arthur Gordon?) Traidores, los años no han sido los mejores aliados de Poe. Él buscó a lo largo de su vida ser un poeta. En ese sentido —al menos para los lectores en nuestra lengua—, no alcanzó, con la altura que a otros más fácilmente se reconoce, su cometido. Su eternidad la atribuimos al tratamiento que hizo para el relato. La admiración que por él tuvo Baudelaire, su más importante divulgador, hizo el resto. El cuento y la narración, por su brevedad, obligan al autor a una alta concentración del lenguaje. Deben evitarse digresiones, la anécdota debe tener un equilibrado tratamiento; el ritmo de la frase, la adaptación del estilo al tema, el hábil manejo de la trama —que no puede ser mejor tratada, imaginamos, que como está escrita— deben tener un desenlace perfecto. Sea este sorpresivo o no. Las sectas de los incensarios de Quiroga y de los almudines de Cortázar, cuando hablan del cuento, consideran que ambos argentinos definieron para siempre el género. Difícil es pensar que ambos escritores pudieran ignorar en su formulación a Edgar Allan Poe. El primero como narrador de cuentos de terror y de vacíos en el alma, el segundo como prologuista y traductor del poeta norteamericano. No obstante, Quiroga y Cortázar razonaron con exactitud la experiencia de Poe. Todo relato debe estar hecho para la última línea. De ese modo, es posible comprender que para Poe no hubiera musa, ni inspiración. Únicamente estaba un desenlace. Fuera para su imaginación o producto de la observación y la experiencia. Mas, de nuevo, en la mente del escritor no había una línea


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precisa para que el mundo exterior, el interno y el hado, se diferenciaran a través de un límite. Como ejemplo, cabe citar El retrato oval, donde —precisamente un testigo ajeno— corrobora la superposición del alma de un ser vivo a un lienzo; para —a su vez— hacer una perfecta metáfora del arte y la vida. La conclusión es devastadora: el arte perdura sobre la vida; ¿pero para qué renunciar a la gloria de la vida? Posiblemente en el vértigo de la cotidianidad actual —ignoro si moderna o posmoderna; real o virtual— la humanidad posee una especie de fatiga que la inmuniza de la reflexión acerca de símbolos y arquetipos fundamentales. Y a su vez el previsible y apasionante futuro, el que los medios elogian, no diluyen el temor visceral, irrenunciable: la incertidumbre de lo que puede ocurrir, no con las sociedades, sino con los posteriores días y años de cada persona; con el yo que palpita bajo cada piel —o el nosotros de cada relación humana— deseosa de permanecer un instante más en las aguas del tiempo. La respuesta podría parecer paradójica, pero comprensible. La permanencia de Poe entre nosotros se debe a la minuciosa pluralidad de sus temores: a su miedo a la muerte y a la castración (El pozo y el péndulo); en su pánico a lo accidental e insondable (Un descenso al Maëlstrom), ahora tan devaluado con las catástrofes aeronáuticas de las películas; el rechazo a la enfermedad (La máscara de la muerte roja); la angustia de la agonía en situaciones claustrofóbicas (El barril de amontillado, El entierro prematuro); el temor al doble (William Wilson), etc. Circunstancias que sus sucesores (H.P. Lovecraft, Clark Ashton Smith, Algernon Blackwood) plurifican. A su vez, el triunfo de la lógica, de la observación, del dominio del mundo, es posible en la actualidad. Sea durante los años que conciernen a Poe, sea en los nuestros. Es tan usual el espacio y el ámbito que rodean Los crímenes de la calle Morgue, como La carta robada, o El extraño caso de Marie Roget, donde hombres como nosotros resuelven los misterios más inexplicables. De manera análoga, ocurre con el trabajo de sus discípulos: Conan Doyle, Chesterton, o los modernos autores de novela negra, donde la capacidad de explicar un hecho criminal, que podría cambiar el signo de nuestra existencia, es resuelto por una mente lúcida, como tantas que nos rodean y garantizan el transcurso previsible de nuestra existencia. Poe abrió la puerta y los caminos de la noche: la noche de la consciencia, y de temores más allá de ella; pero en una serie de narraciones y de ensayos, como Eureka —que a veces hacen pensar en Lewis Carroll como su más cínico admirador—, buscó la coherencia última de la naturaleza, un fundamento más allá de los temores y angustias que lo asediaron y deprimieron para encontrar en la perfección del ajedrez o en la deductible interpretación de un cifrado mensaje, la certeza de que nada humano nos es ajeno. Como un consuelo siquiera, de que no somos una partícula aislada, que se pierde en el fondo terrorífico de la nada. Como la prueba de que con alzar los ojos, encontraremos un rostro como el nuestro, o una mirada comprensiva y, ante esa revelación, muchos miedos serán olvidados.

Bernardo Ruiz. Narrador, ensayista, poeta, traductor y editor. Autor de La sangre de su corazón, El último elefante, entre otros títulos de relatos y poemas. Su publicación más reciente es Teoría personal del caos.

Papalota

Anaïs Abreu

la mariposa negra entra en la casa se azota en las paredes y deja un ligero polvo una sombra estática

una inquietante música el golpeteo de sus alas con las ollas que cuelgan de los hamaqueros absurda papalota que no encuentra el sentido de las cosas en su sitio: absurda papalota que no tiene sitio en la espalda un hilo recorre mi columna vertebral me quito las alas que forramos con terciopelo negro para la fiesta de halloween ahí están para recibirme los brazos de mi padre: esa hermosa muralla blanca extendida y plena ahí he sabido dejar mis sombras.

Anaïs Abreu D’argence. Poeta y narradora mexicana. Autora de los poemarios ïsla perdida, ïsla del dragón y pelo corto. Forma parte del colectivo las poetas del megáfono.


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El diablo enamorado de Jacques Cazotte

Jorge Comensal I ntere s ante e s un o de l o s a dj e tivo s más trist e s de l e spa ñ ol , una pala b ra ti bia , distant e , g asta da . S i alg o n o s r e sulta a b urri d o y pr e stig io s o al mismo ti e mp o, de vie n e intere s ante: « Ay, L olita , an o ch e fuimo s al r e cital de mi hij o. Es artista s on oro. Vi e ras qu é rui d o s tan int e r e sant e s . » Cuando usamos el interés como sustituto del juicio o la emoción estética, algo anda mal. Hay un desfase, algún tipo de disgusto o incomprensión disimulados: si los óleos de un famoso pintor nos parecen adefesios, decimos que son interesantes porque aumentan nuestro capital de cultura, nos dan intereses. Al leer El diablo enamorado (publicado por primera vez en 1772), pensé que se trata de un libro que puede parecer interesante para el lector contemporáneo: Álvaro, protagonista y narrador del relato, es un noble que establece una relación con Biondetta, personalización del Diablo enamorado de él. Si no hacemos un esfuerzo de aproximación a la obra, puede parecernos un documento histórico curioso, y no un conflicto humano vigente. El final contribuye a esta impresión, pues culmina en una moraleja anticuada: «crea un lazo legítimo con una persona del sexo femenino. Que tu noble madre guíe tu elección...». Qué interesante. Sin embargo, El diablo enamorado aborda un tema profundo y siempre actual: la frontera entre lo real y lo imaginario, entre el sujeto y la objetividad. Para superar la superficie del interés, y penetrar en la fuerza expresiva de la novela, hay que entender al Diablo no como un personaje ridículo del imaginario doctrinal, sino como la personificación del mal, de lo dañino. Jacques Cazotte, el autor, vivió en un mundo diferente al nuestro, donde el diablo estaba presente: estudió con los jesuitas, condujo una vida de penurias burocráticas y después se convirtió en escritor exitoso. Un par de años después de publicar El diablo enamorado se afilió a la orden martinista para vivir con intensidad un misticismo monárquico que lo llevó a odiar la Revolución francesa y a considerarla obra de la «Bestia». Convencido de su papel como profeta, escribió

unas Revelaciones apocalípticas contra el Nuevo Régimen y murió decapitado después de gritar «Muero como he vivido, fiel a Dios y a mi rey». Cazotte creía en la potencia diabólica, en su malvada influencia en el mundo, y contra ella escribió esta novela. Si renunciamos a nuestro escepticismo posmoderno, y nos atrevemos a creer en la Bestia, a sentir su maldad, reconoceremos la enorme eficacia de El diablo enamorado, obra que fue extremadamente popular en su tiempo. En primer lugar, sobresale un contraste en la hechura de esta obra: un estilo narrativo exacto, austero, propio del realismo más neutral, enfrentado con el relato de hechos extravagantes, propios de una imaginación desquiciada: «el espantoso camello alargó dieciséis pies la longitud de su pescuezo, bajó la cabeza hasta el centro de la estancia y vomitó un perro blanco con un pelaje fino y reluciente [...] “Amo —me dijo [el perro]— me complacería mucho lamerte la punta de los pies”...». Después de una serie de episodios extraños como este, el Diablo por fin adquiere la forma de Biondetta, una bella mujer que procede a seducir al protagonista de una forma muy sutil. Puesto que Biondetta funge como paje, en la primera parte del libro hay un constante cambio de género en la forma de referirse a ella/él. La ambigüedad sexual del Diablo genera una tensión notable: «Busqué con los ojos a mi paje. Está sentado, enteramente vestido, solo le faltaba el jubón, colocado en un pequeño taburete. Se había soltado sus cabellos que llegaban hasta el suelo [...]. Su delicadeza iba a la par de todas sus demás perfecciones». El paje se llama Biondetta y habla de sí misma en género femenino: «Me dije a mí misma: si para alcanzar la felicidad, debo unirme a un mortal, tomemos un cuerpo». Poco después, Álvaro dice: «Eres el más astuto, el más notable de los falsarios». Y después, cuando él/ella le ofrece dinero, Álvaro le responde: «Guárdatelo, porque si eres una mujer, al aceptarlo estaría cometiendo una bajeza...». Esta incertidumbre sobre el sexo del Diablo genera una atmósfera acaso inspirada por la misma feminidad de la moda masculina en el siglo xviii francés, y puede ser leída como una resistencia a las tentaciones de una sexualidad hermafrodita. También (y aquí caminamos en el filo del precipicio de la sobreinterpretación), la apariencia masculina del diablo seductor puede ser una advertencia velada contra la homosexualidad. Sea cual sea el caso, Biondetta termina por convertirse en un personaje mujer, y sus estrategias de seducción corresponden al modelo femenino. El relato está lleno de detalles exquisitos sobre la seducción. Son exquisitos por su obviedad, por la manera


7 tan burda en que logran surtir efecto sobre el protagonista. Un caso sucede durante una tormenta en que ella se encuentra asustadísima. Álvaro cuenta: «Traté de tranquilizarla. “Ponme la mano sobre mi corazón” —me decía. La puso sobre su seno, y aunque se equivocase haciéndome apoyar en un lugar donde la palpitación no debía ser la más sensible, me di cuenta de que el movimiento era extraordinario». Este tipo de episodios pueden divertir al lector, y desesperarlo: la seducción procede de manera tan patente que uno desea zarandear al personaje para hacerlo consciente de las tácticas viles con que el Diablo lo confunde, para despertarlo del ensueño en que ese espíritu lo tiene sumido. En efecto, el propósito general de El diablo enamorado es despertar al hombre de la ilusión. Al reflexionar sobre la fascinación por Biondetta, el narrador refiere sus pensamientos: «Todo esto me parece un sueño —me decía. ¿Pero qué otra cosa era la vida, sino un sueño? Tengo sueños más extraños que otros hombres, eso es todo». Cazotte se propone combatir la noción de que las tentaciones espirituales son irreales. El final de la obra corresponde al discurso de Don Quebracuernos, un doctor de Salamanca, amigo de la madre de Álvaro. Explica que, para confundir al joven noble, el Diablo «mezcló lo grotesco con lo terrorífico, [...] la mentira con la verdad y el sueño con la vigilia, de manera que tu confusa mente no entendiera nada y pudieses creer que la visión que tuviste no era producto de su maldad, sino un sueño ocasionado por los vapores de tu cerebro». De este modo, el autor devela el mecanismo que nos condujo a lo largo de su novela: de la confusión a la claridad, de la ilusión del sueño a la contundencia de lo real, el Diablo es una amenaza presente. La lejanía temporal entre nosotros y la obra hace que la edición de El diablo enamorado sea un factor importante en nuestra lectura. En este caso, la Universidad Autónoma Metropolitana nos ofrece la novela de manera pulcrísima, en una traducción de prosa agradable, literaria, cuyos únicos defectos son galicismos gramaticales frecuentes, como el ya citado «Se había soltado sus cabellos que llegaban hasta el suelo», en lugar de «Se había soltado los cabellos, que llegaban hasta el suelo». Al final del texto, el libro incluye un apartado de notas eruditas y una biografía del autor. Ambos anexos resultan... estuve a punto de escribir interesantes. No: son útiles para situar la obra en su contexto y estimulantes para reflexionar sobre los significados de la obra. Jacques Cazotte, El diablo enamorado, México, uam, 2013 El presente texto fue publicado en el número 72 (octubre 2013) de Casa del Tiempo, publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) con la que Timonel mantiene un intercambio de colaboraciones.

Jorge Comensal (ciudad de México). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la unam. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Espera publicar pronto

Ernestina Yépiz. Es ensayista, narradora y poeta. Autora de El café de la calle Mulberry y Los conjuros del cuerpo, entre otros.

La muerte en el espejo Ernestina Yépiz La muerte en el espejo se mira en mis ojos Auténtica amante desnuda las sombras Arquea la ceja izquierda luego la del lado derecho Cepilla sus dientes La lengua que cobra un rojo intenso Juega a lamerse el rostro en el vidrio húmedo Se quita la ropa Revisa palmo a palmo su cuerpo Busca alguna cicatriz alguna herida —De tanto buscar algo ha de encontrar— Me visita por tardes y mañanas Sé que me acecha Temo quiera petrificarse en mí Después de todo las dos tenemos la sonrisa huraña Y desde que no tomo el sol Mi color de piel se parece tanto al suyo Con un pañuelo blanco (el olvidado por alguien que se fue porque no le agradaba la humedad de mis axilas) Le vendo los ojos La muerte sin dejar de verme sonríe Supongo sabe que le temo Con disimulo intento huir de su lado Dos pasos hacia atrás uno adelante No logro esquivarla del todo Roza mis labios con sus labios Vienen las mariposas a embestir cocodrilos Los perros ladran su hambre de siglos.


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Minina

Alma Vitalis Nunca me han gustado los gatos ni otra clase de mascota; tengo una rara aversión a ellos: los gatos me producen una especie de urticaria mental. Puedo tolerarlos por momentos, por ejemplo: disfruto mirar cómo se lamen a la hora de la limpieza, puedo permitir que se restrieguen entre mis piernas con la cola en ristre, pero lo que no resisto es esa sensación que produce la textura de su áspera lengua y la frialdad de su húmeda nariz. En casa de mi madre siempre hubo gatos: gatas que parían gatos en el cesto de la ropa sucia, gatos merodeando en las alcobas entre las cortinas, gatos comiendo en la cocina, gatos cavando en el jardín, gatos dormidos en los sillones de la estancia, en las sillas del comedor, una larga, larga dinastía de gatos. Por eso los detesto, los o-d-i-o. Respeto a las personas que los aman pero no me veo viviendo junto a ellos, jamás. En los últimos meses mi calle se ha visto infestada por una plaga de mininos sin dueño, que hacen sus necesidades donde les da la gana. Gatos blancos, negros, rayados, amarillos, pequeños, medianos, grandes, flacos, gordos... una gran plaga. He visto sus sombras desfilar cautelosas por la barda. Los he visto en mi jardín, agazapados en los arbustos. He visto sus huellas en el portón de la cochera que me indican que han pasado la noche en casa. Los he sorprendido dentro de casa, como si estuvieran en la suya, y al topar conmigo: huyen como ladrones. Y lo peor de todo no es eso, sino que han marcado mi casa como su territorio, con orines, por supuesto, a la redonda, rincón por rincón, esquina por esquina. Leí en internet que los gatos como los perros orinan ciertos espacios por cuestiones de celo, de individualidad, o bien una mezcla de orín con hormonas que utilizan como perfume de seducción. Ignoro lo que realmente pretenden. Me es tan desagradable ese olor (es tan fuerte como el amoníaco) que me veo obligada a lavar con cuanto jabón y líquidos haya en casa para ahuyentarlos e intentar disimular ese olor, y nada resulta. Un domingo por la mañana, mientras me preparaba el almuerzo, a través del cristal de la ventana que da al jardín, descubrí a uno de ellos en la copa de mi almendro, entre las ramas. Al principio pensé que sería algún pájaro que estaría anidando y, curiosa, salí a mirar, más de cerca cada vez. El gato y yo nos topamos de frente. Esta vez no huyó. Me miró estático. Mantuvimos una retadora mirada. Me sentí hipnotizada por aquellos ojos intensamente amarillos. En medio del aturdimiento pude percibirlo pardo, vestido a rayas. Después de un rato mi cabeza empezó doler, así que cedí, dejándolo ir. A medida que entraba a casa el dolor de cabeza se tornaba punzante, mis movimientos lentos. Creí que sería una más de mis migrañas, así que decidí tomar una píldora y recostarme en el sofá por un momento.

Con los días empecé a notar que mi vientre se abultaba, se movía. No era una simple inflamación por razones digestivas. Soy una mujer sumamente cuidadosa en las cuestiones sexuales, me protejo. Y aunque adoro a los bebés no deseo traer hijos al mundo sin casarme. Pensé que la hinchazón pasaría pero cada día crecía más. Por los síntomas, llegué a la conclusión de que estaba embarazada. Embarazada. Embarazada. Esto no puede estar pasando. Caminaba con desespero por toda la casa. Cómo pudo suceder si yo me protejo. Qué va a pasar con mi vida, mis planes, mi carrera, mis proyectos. ¡Oh no, Dios mío! Embarazada, y toco mi vientre inflamado. Em-ba-ra-za-da: náuseas, taquicardia, baja de presión, arcadas... me quiero morir... grito. Así pasaron dos largos meses sin salir de casa. La gente preguntaría y yo no estaba preparada para responder. Gracias a mi piano no me volví loca en la espera. Además me mantenía ocupada en la red informándome de todo acerca de las madres primerizas, esperando, esperando qué. Acariciaba mi vientre, me fui enterneciendo con esa cosa que estaba dentro de él. Se movía agradecido. Empecé a quererlo, quererla tal vez. Acabé resignándome a parir. Me enfrentaría a lo que fuera, mi familia, mis amigos, mi entorno. Sería una feliz madre soltera, punto. Una mañana me descubrí húmeda en mi ropa interior. Había un suave dolor en la parte baja de mi vientre. Un dolor que conforme avanzaba el día aumentaba. Espasmos zigzagueantes, suaves, fuertes, pausa... me tiré en el sofá. Descompuesta. Un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. El dolor no cesaba. El aire no me alcanzaba: inhalar-exhalar-inhalar-exhalar, grito, hasta el infinito. En el sofá quedó la bolsa. Una gran bolsa que se movía, informe, bermeja, gelatinosa… Apenas me repuse un poco me fui acercando a ella que ya comenzaba a abrirse, pegajosa, húmeda y sangrienta. En ella vi un rasguño que halé con las dos manos en sentido contrario hasta dejar expuesto el contenido: uno... dos... tres... cuatro... nueve, gatos, nueve gatos: negros, blancos, amarillos, rayados, gordos, flacos, todos pequeños y con los ojos pegados, que chillaban en diferentes tonos y tiempos. Una taquicardia intensa me despertó de golpe anegada de gotas en la piel. El dolor de cabeza no había cedido aún. Después de dos largos meses en que me torturaba a diario aquella horrible pesadilla, comencé a sentir que algo sucedía conmigo, con mis sensaciones, con mi cuerpo. Mi pecho hervía, de mi garganta salían soniditos extraños, semejantes al ronroneo... de los gatos. Sí, al principio me escandalicé, después empecé a experimentar una delirante y placentera necesidad de salir de noche por las azoteas, orinar en las esquinas, en los rincones, restregarme en las paredes, gimiendo, a gritos. Alma Vitalis. Promotora cultural, novelista y cuentista. Autora de Instrucciones para matar al enemigo (ISIC, 2011).


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La Caja de Urías

Alberto Chimal —¿Señor Nava? —Encantado. Qué bueno que vino. Le explico, señor Kustos: siempre que hablo de esto pienso en Jorge Acevedo, aquel que escribió ese testimonio tan famoso… —¿Cuál? —¿No lo conoce? Seguro que sí. Seguramente recuerda aquella frase de que «El dinero en verdad vuelve loca a la gente»… —Suena a libro de autoayuda. —¡Qué dice! El testimonio del señor Acevedo gira alrededor de una moneda que literalmente vuelve loco al que la ve. ¿Realmente no lo ha leído? —¿El autor se llama Acevedo? —¡Sí, claro!, ¿no lo conoce? —¿No se llama así uno que escribe novelas de narcos? (Pausa muy incómoda.) —No, no tiene nada que ver. Mire…, en resumen: Acevedo vio la moneda fatal una sola vez: diez segundos escasos. Y eso bastó. Pobre hombre. En menos de un año murió. Y estaba en un hospital psiquiátrico. Ya no comía. No hablaba. Era como un vegetal. —Conozco casos así. —¡Pero este se debe, se debe específicamente, a la moneda! Eso es lo que lo hace especial. Una moneda… mágica, digamos, que ocasiona eso. La fijación total y la locura. En su escrito, Acevedo cuenta cómo poco a poco le va siendo más difícil pensar en nada que no sea la moneda. Se come la mente de quien la ha visto, dice… —Eso suena como un cuento de Lovecraft. —Bueno, mire, vamos al grano. Nava se levanta. Todos en el café voltean a mirarlo. Se sonroja y vuelve a sentarse. Agradece, en silencio, que Kustos no esté sonriendo. —Lo interesante de mi colección, que se llama la Caja de Urías, que me encantaría que usted conociese…, es que contiene 34 monedas mágicas, todas distintas entre sí. —¡Treinta y cuatro monedas! Lo que sucede entonces es (o así lo piensa el señor Nava) es un milagro: La cara de Horacio Kustos deja de ser una de duda y se convierte en otra, de asombro. De maravilla. —Y todas diferentes a la moneda que destruyó a Acevedo. Está la moneda de un centavo de dólar canadiense que colorea de

azul la piel de quien la toca, por ejemplo. El efecto es temporal…, pero también está la moneda de una lira italiana que da lepra. —¡Lepra! —Y la moneda de diez pesos mexicanos que cambia de sexo a quien la oye tintinear. La de un euro que hace avanzar exactamente un año a quien la gasta… —¿Un año en el tiempo? —Quien la gasta desaparece durante un año entero y reaparece entonces exactamente en el mismo sitio, sin conciencia alguna del tiempo transcurrido… Y así sucesivamente, por monedas que modifican la materia, las convicciones, los árboles genealógicos; que provocan relámpagos y emanaciones fétidas; que cosquillean en lugares recónditos del cuerpo; que cantan y tiemblan y cuentan historias… —La última de todas es la más rara de todas. Otra de esas que no deben ser vistas… Pero escuche, escuche, señor Kustos: su valor es un número imaginario, y el nombre de su divisa no puede ser pronunciado por bocas humanas… —Lovecraft otra vez. —¡No, no! Escuche. Su facultad es que a quien la mira se le cumple un deseo: el texto de Urías, el dueño original de la colección, dice «el anhelo más profundo de su corazón»… Pero no está claro cómo sucede. De hecho, lo más probable, según se dice, es que ese deseo se cumple solo en la mente, solo de modo ¿subjetivo, digamos? Es algo similar a lo que le pasó a Acevedo. El que la mira se hunde en un sueño: cree que el sueño se cumplió. Pero en realidad está convertido en un vegetal en su casa, en una calle, en un hospital… Kustos lo mira, ahora, con inquietud. —Tiene que escribir de esto, señor Kustos. Tiene que preservar la historia de estas monedas. Las he cuidado durante tanto tiempo… Y realmente el conocerlo a usted es un sueño hecho…, hecho… Ahora los dos se miran con inquietud: con gran inquietud, mientras la gente a su alrededor toma café, y ríe, y pasa un rato tan agradable que no parece posible. Alberto Chimal. Escritor, profesor y coordinador de talleres literarios. Autor de las novelas Los esclavos, y de La torre y el jardín.


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Eugenio Montejo: escribir con piedras Jorge Ortega Hay un poema de Eugenio Montejo (1938-2008) de una sugerente resolución plástica y un tácito aire de performance que es a la vez una poética, una poética que es una arquitectura. Varios de los textos del venezolano, por no decir que la mayoría, poseen semejante propiedad, la del trazo, a un tiempo nítido y contundente, para expresar con ejemplar condensación figurativa un sistema de pensamiento de particular empatía universal que sobresale también por la exactitud de sus analogías entre lo fáctico y lo especulativo. El poema aludido se titula «Escritura» y pertenece al célebre Alfabeto del mundo (Fondo de Cultura Económica, 1986), colección que vino a suponer años después el mediodía de la summa poética montejana y que en buena medida le valió a nuestro poeta, recientemente fallecido, el reconocimiento definitivo de la crítica y el lector iberoamericano. Dicho lo anterior, «Escritura» es un poema significativo de un libro significativo, y su relevancia se desprende precisamente de la rotundidad de sus enunciados, en concreto de la carga volitiva que adopta la reiteración de la forma verbal del yo parlante en futuro del indicativo: escribiré, dibujaré, escribiré. Por un lado, Montejo hace confluir la vocación y el oficio escriturales con el arte de construir, lo que revela, por lo demás, una de las atribuciones fundamentales de la ocupación poética, la del hacer, del griego poiéo; por el otro, extrapola al contexto de la tarea cimentadora, cualquiera que sea su técnica o finalidad, el proceso tangible y espiritual de componer poemas. Apelando entonces al tópico, hay que consignar por enésima ocasión que el poeta es un alarife de la lengua, y, exagerando un poco, el «pequeño dios» al que se refirió Huidobro. Pero leamos el poema a fin de cotejar estas apreciaciones: Alguna vez escribiré con piedras, midiendo cada una de mis frases por su peso, volumen, movimiento.

Estoy cansado de palabras. No más lápiz: andamios, teodolitos, la desnudez solar del sentimiento tatuando en lo profundo de las rocas su música secreta. Dibujaré con líneas de guijarros mi nombre, la historia de mi casa y la memoria de aquel río que va pasando siempre y se demora entre mis venas como sabio arquitecto. Con piedra viva escribiré mi canto en arcos, puentes, dólmenes, columnas, frente a la soledad del horizonte, como un mapa que se abra ante los ojos de los viajeros que no regresan nunca. «Escritura» es una pieza antiliteraria en cuanto a que el hablante parece desentenderse de la materia prima y el instrumento de trabajo de la literatura. Dos frases lo manifiestan de manera explícita: «Estoy cansado de palabras» (v. 4) y «No más lápiz» (v. 5). Pese a que el acto de escribir es el fenómeno central del poema, el autor descubre su hastío (¿o desencanto?) para con el lenguaje escrito y no oculta su rechazo hacia la aplicación intelectual, abstracta, impalpable de esa deriva. En su defecto, Eugenio Montejo recomienda una escritura «con piedras» (v. 1) que encarne la preeminencia de la experiencia vital por encima de la experiencia literaria entendida como experiencia de la escritura limitada únicamente al artificio y la invención inerte. En el fondo, el poema que comentamos es una crítica de la noción de poesía en tanto que ciencia pura abismada en sí misma y cerrada a «la desnudez solar del sentimiento» (v. 6). Si la arquitectura puede concebirse parcialmente como lugar de encuentro del individuo con el paisaje cívico que lo rodea, el poema de Montejo se relaciona con aquella disciplina al entrañar un grado de apertura total hacia el mundo exterior, allanando la torre de marfil del esteta. «Escritura» se escinde «a la soledad del horizonte» (v. 16)


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y, por ende, niega de un modo indirecto los ámbitos ilustrados por excelencia: la biblioteca, el estudio, el gabinete, y sus cómodas asociaciones. El texto concluye con un amago de fuga, la insinuación de un dominio ancho y ajeno en lo temporal y lo volumétrico, cifra de las vastas calzadas de los planisferios y de los anales de la cartografía, donde «arcos, puentes, dólmenes, columnas» (v. 14) son ahora los nuevos soportes potenciales de una escritura utópica que, vuelta incluso graffiti, anda en acecho de una plataforma aun más cercana a la palpitación de la vida práctica, secular. La pieza de Eugenio Montejo auspicia, por ello, una declaración de principios sobre la ética de la composición. De aquí su afinidad con el acervo de la poesía montejana y el concepto de terredad acuñado por él mismo y alusivo parcialmente a la comunión telúrica del hombre. Tal proclama recurre a un imaginario espacial en virtud de su intento de trasladar el hecho poético al teatro de las actividades y las evidencias constructivas por antonomasia, el orden arquitectónico. Al plantear esta aproximación de la escritura lírica a los vestigios de obras de infraestructura pública —sobre todo de ascendencia clásica— Montejo perfila una tentativa de solidificación de lo poético, incidiendo en que el poema trascienda, migre de papel, transite del pliego de celulosa al terreno baldío, el zócalo de basalto, la basa de cantera, el piso de hormigón, como Raúl Zurita osara plasmar su poesía en las planas del cielo y el desierto, y en el papiro orgánico de su propio rostro. Pero, muy adentro, el poema del venezolano involucra una paradoja, la deconstrucción de la idea de fuero poético asumida como una habitación hermética y meramente autorreferencial. Montejo desmonta el carácter aséptico y estrictamente alfabético del texto, mirando hacia una acepción más amplia y totalizadora de lo poético que no desemboque en la sofisticación de las variables mecánicas y actitudinales de la elaboración artística; todo lo contrario: que regrese a la simplicidad de la prehistoria y sus rudimentos no menos estéticos ni enigmáticos que los de la actualidad. Montejo propone desandar el camino, viajar al alba del conocimiento, cuando la intervención topográfica pudo ser una forma de escritura, un medio de comunicación, una opción de tributo al cosmos. No se trata, pues, de renunciar a la escritura, sino de permutar de recurso, abatir los muros, hacer literalmente del campo abierto el sitio del poema, la hoja en blanco. Poética elemental la de «Escritura». En sus versos late la roca y suena el agua, palpita lo sólido y clama lo líquido, contrastan lo corpóreo y lo fluido. Cuerpo la página y tinta la sangre. Lo vemos en la tercera estrofa, donde gracias a este símil «la memoria de aquel río» (v. 11) se convierte en «sabio arquitecto» (v. 13). Como en la edificación mozárabe, la acequia es un componente infalible de los

patios y aposentos, las plazas y los vergeles. Eugenio Montejo lo sabe, sabe que el rumoroso caudal que coexiste en la «historia de mi casa» (v. 9) ambienta los abismos interiores, la quietud identitaria. El agua es consubstancial a la persona porque ocupa sus recuerdos y contribuye a recrear el espacio originario del que se alimentan las evocaciones; no obstante, es igualmente el gran escultor de la materia, editor del espacio perceptible, agente que labra o esculpe la edad de las cosas y los seres. Si cualquier poema implica el acondicionamiento de una dimensión textual, la pieza de Montejo cobra dicha cualidad por partida doble: por una parte, al desplegar una realidad poética tan palpable y sustantiva como la que se remite a una terminología de la arquitectura para inducir la magnitud edificante del oficio poético; por la otra, al promover una transición entre el margen netamente literario del género lírico y el espacio físico, indicio de la vitalidad de la gesta humana y, por lo mismo, símbolo del anhelo de fusión de una poética con la circunstancia histórica que la determina. «Escritura» representa una invitación a la poesía como una práctica no completamente teórica ni literaria, sino presta a mimetizarse con la materialidad del entorno, alfa y omega de la más aguda experimentación, la del trabajo manual y el placer táctil, siguiendo a Bachelard. Así, al desplazarse del papel al muro y del muro al llano, la poesía tiende a abolir las disonancias entre las posibles sedes de lo poético, instaurándose como una atmósfera volátil que permea la acumulación de cuanto sitio dé cabida a su libre redacción. A este respecto, Eugenio Montejo establece las bases para desacralizar la exclusividad de la escritura literaria, lo que nos señalaría de paso la tentación de atisbar su obsolescencia en favor del silencio místico o de la contaminación interdisciplinaria. El primitivismo al que nos convoca el poema oculta un impulso de renovación, de innovación en lo primigenio. De ahí el soplo rústico que emana. «Escritura» pudiera brindarnos la resonancia anímica de un jardín japonés. Sin embargo, no estamos frente al hortus conclusus de la cultura morisca o nipona; más bien ante un espacio despejado, sí, pero rendido al vacío ambiental que exige el abandono sensorial de cada arte poética. Jorge Ortega es doctor en Filología Hispánica. Su más reciente libro es Devoción por la piedra, Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2010.


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Traducción del poema Lack, de Robert Graves

Jorge Contreras Herrera

Después de la entrevista que le hicieran a Robert Graves por parte de Peter Buckman y William Fifield, se desató, sobre todo para los lectores en español, una búsqueda por el poema llamado «El impostor». Cito dos fragmentos publicados en The Paris Review «Everythingismadebyhand: An interview with Robert Graves». —Usted escribió una vez que «el poeta-Musa debe morir por la Diosa como el Rey Sagrado lo hizo cuando fue una víctima divina». A pesar de todo usted ha sobrevivido; ¿aún sostendría lo anterior? —(Graves) Sí. Lo que ocurre con más frecuencia es que la Musa siente ya imposible sostener el amor de un poeta y se une por elección propia con un poeta postizo, aunque sepa que no es el verdadero poeta. Escoge a alguien con quien pueda jugar el papel de madre. Di todo el cuadro de eso en un poema que se llama «El impostor». El proceso vuelve a empezar cada vez que el amor muere, algo tan doloroso como la muerte real. Siempre hay un asesino alrededor, siempre hay un personaje «impostor». El rey o el poeta representan el crecimiento, el rival o doble representan la sequía.

En español e inglés buscaba un poema llamado «El impostor», «The Impostor» o «The Imposter», la búsqueda tardó algunos años. Mi amiga Ana Bick Lane me hizo llegar dos hermosos libros, Robert Graves The Complete Poems y Robert Graves/ Cien poemas. Ana Gato, quien me ayudó mucho, me decía que pensara en la posibilidad de que no existiera, le respondí: —Existe, Graves no bromeaba con la palabra. Mi amiga regia, Sandra de la Garza, me comentó el nombre original del poema. Todo tan evidente y nadie se percató o nadie quería compartirlo, parecía que incluso el nombre de «El impostor» fue una broma del destino para comprender mejor el mensaje del poema, que originalmente se llama «Lack», se traduce como carencia (que es una palabra de género femenino o marcada o excluyente), y en el poema debe corresponder a un género masculino (no marcado o incluyente), por lo que opté por la palabra «vacío». Cuando por fin llegó a mis manos el poema, sentí que era una antorcha olímpica. Comparto con gratitud y fraternidad el famoso poema profanamente conocido como «El impostor». Jorge Contreras. Poeta, ensayista, editor y promotor cultural. Coordina la sala de lectura Imaginantes.

Del libro: New poems. 1962. Robert Graves.

Vacío (o «El impostor») Nacido de indigna estirpe en un día de sequía vaga los caminos reptando su marchita casta, le envenena de la Tierra, todo cuanto es belleza. Vacío, es su nombre. A pesar de su mansedumbre le brindas asiento, honrándolo en el gran banquete y colma sus viandas de excesivos lujos. Rezonga: «coma bien, hermano, beba hasta saciarse». sin embargo, solo despierta más su apetito. Alardea: «yo, nunca he mendigado un favor y nunca lo haré». A pesar de su vestir triste, es un miserable corpulento, sin brillo en sus ojos, lengua larga, de ideas robadas y una lisonja que embrujaría de su árbol al pájaro cantor. Ahora clava la mirada envidiosa en tu herencia con cínicas deshonras a un corazón tan franco trepando al patíbulo del verdugo codicia distraerte.

Lack Bornfromignoble stock on a day of dearth he trampstheroads, trailinghiswitheredbranch and grudgeseverybeauty of thewideearth. Lackishisname, and although in gentleness you set himhonourably at thehightable and load hisplatewithluxury of excess, Crying: ‘Eatwell, brother, and drinkyourfill’, yetwithhungerwhettedonly, he boastsaloud: ‘I haveneverbegged a favour, noreverwill’ Hisclothes are sad, but a burlywretchis he, of lustreless look, slackmouth, a borrowedwit, and a sighthatwouldcharmthesong-birdfromhertree. Now he castshiseye in greeduponyourdemesne with open mockery of a heart so open it dares thisgallows-climbertoentertain.


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João Rios (traducción de René Higuera) Policromo Coração do Horto

Policromo corazón del huerto

Ou Uma visão da pintura de Isabel Lhano

O una visión de la pintura de Isabel Lhano

Ofereço ao afago o estame mais secreto para que ascendas da timidez dos gestos ao rumoroso sopro da floração. Desnudo nos meus os teus excessos porque só assim percebo a sede que anuncia o silente enlevo desta noite Detono a corola e o caule Peço-te que me estreites na volúpia sem sílabas desse fogo e em asado movimento de sangue e rosto Hoje quero sorver o pólen que nos sustém no policromo coração do horto.

Ofrezco al halago el estambre más secreto para que asciendas desde la timidez de los gestos al rumoroso soplo de la floración. Desnudo en mí tus excesos porque solo así percibo la sed que anuncia el silente arrobo de esta noche detono la corola y el tallo te pido que me estreches en la voluptuosidad sin sílabas de ese fuego y en alado movimiento de sangre y rostro Hoy quiero sorber el polen que nos sostiene en el policromo corazón del huerto.

João Rios. Poeta portugués. Recientemente ha publicado Aprendizagem Balnear. Colaboró con las revistas: Espanta Pardais, Brilho no Escuro.

René Higuera. Autor de los libros de poesía Circe, Pálida, Ligera (isic, 2012) y La sagrada rutina (Andraval Ediciones, 2013).


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Todo a su tiempo Héctor To va r

El mar sonríe a lo lejos Dientes de espuma Labios de cielo. F. García Lorca

I Aquí me quedo Dije Aquí anclaré Mi corazón Lo dejaré cubrirse De percebes y corales De algas y otras muchas cosas Y palabras Que crecen En el fondo del océano Y no sabemos Aquí dije En estas playas Me saciaré de infinito Me convertiré en infinito Seré solo espacio Sin más límite Que el espacio Tiempo sin más tiempo Que el tiempo necesario Para que un arrecife coralino Sea formado Y crezca Un Dios Un ser cualquiera Seré parte de todo Un sueño enorme Que lo abarque todo Como un jardín De un Edén incierto Inmerso En lo más profundo de la conciencia Del océano De la humana conciencia Conciencia desmedida Desnuda conciencia Sumergida conciencia Sin más fondo Sin más límites Que la nada activa En el trascendental Movimiento Del ser Diría yo Para conocerse a sí mismo Para saberse a sí mismo Para explicarse a sí mismo Y nombrarse a sí mismo Con cualquier bello nombre.

Héctor Tovar. Poeta. Autor de Los trabajos secretos. (isic, 2011).


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Magnolia y sueño Ó s c a r Pa ú l Castro El amor es uno de los tantos caminos de la sangre Mas todo alto crimen es amor Fiera plena Jadeando tras el salto El hocico manchado Jirones de piel goteando de las garras Un silencio convocó la primera grieta La primera piedra en el espejo Una onda rota que hasta ti se arrastra todavía Desde mí se han vuelto pesados nuestros pasos Hunden tu cuerpo en el agua Huella Herida Es tu camino Y donde seas gritan Sígueme A tus fantasmas Tu sombra es larga en mí No me abandona Rompe la piel de mis fronteras Desborda todo margen Marchitando Y de vez en cuando Todo lo desbanda Como un sueño de halcón en la paloma Desde mí estás solo Innumerable y solo Sitiado por espejos que te vuelven el rostro Que se aleja un paso a cada paso Avanzas como un pez de niebla Y si derrotado mendigas de ternura Boqueas apenas ecos Amargos despojos de palabras Es baja tu miseria Alta es mi miseria No lo entenderás nunca Si mendigo es porque todo lo poseo Mis manos nunca han de llenarse No sé lo que es la sed Amor es una palabra entre palabras Donde tú temes Donde tú adelantas sombra para sondear el abismo Y regresas Yo avanzo siempre Solo Solo Solo Cien veces solo seas Miserable Regresas cada día Hundes una llave como daga Mas no hay gritos Las paredes y las puertas se sostienen y derrumban silenciosas Incluso la hierba Donde allende descansaba la mirada Ha huido para siempre Solo tus fantasmas permanecen Bien Quizás sea hora de dejar la mesa Antes de acostarme quisiera fumar Mirar la lluvia Deja eso ahí Amor Que los perros devoren los restos como siempre Antes de que salgas Enciéndeme un cigarro Dame un beso Y no olvides esconder el puñal bajo la almohada. Óscar Paúl Castro. Poeta y traductor. Es coautor de los libros de poesía Antes de los veinte, Los límites acordados, 1979. Antología poética, La luz que va dando nombre y La permanencia del relámpago. Mantiene la página tradiuttore.wordpress.com.

Poema del libro Puzzle, de próxima publicación (Col. Punto Luminoso, Andraval Ediciones, 2013).


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Foto-poema

Víctor Argüelles Para escribir algo que no he dicho, salto de palabra en palabra, inspecciono orillas desiertas. Las manos del cangrejo me dan la ruta de un poema. Tomo un lápiz, un bastón seco que tatua las cortezas. Sangramos al instante del recuerdo, resurgimos de una celda, oprimidos por el velamen —atadura de la tarde, por los reflejos de una fotografía de fecha extraviada, nunca registrada en el almanaque al inicio de la generación pasada.

Adán

J ua n Pa b l o Santana Yo tenía un plan para volver a ti, que es volver a mí, desde el más íntimo tuétano mientras doy nombre a criaturas unidas bajo el sol mientras el espíritu de Dios vuela sobre las aguas mientras las olas hablan a los peñascos y les prometen que las reducirán en arenas. He de lavar nuestros cuerpos bajo las cascadas y en un instante de arco iris te llamaré madre de todas las palabras. En un instante olvidaremos y luego a la unión le llamaremos beso; he de fluir como una hebra de seda, como el polen a los bosques y he de meterme en ti para no hacer de estos días terribles truenos y poner un dios abajo de Dios, abajo de las mujeres que fueron antes de ti: mi miedo. Juan Pablo Santana. Poeta, promotor cultural. Actualmente trabaja en el consulado de Estados Unidos en Juárez.

Un arrecife coralino nos recibe en un abrazo de aguas tibias, en su oleaje para descifrarnos el impulso de la sangre. Desnudo semidiós alcanzo a ver el borde azul que te limita. Un elástico oprime tus ingles afelpadas. Víctor Arguelles (Tuxpan, Veracruz). Estudió Artes Plásticas en la Universidad Veracruzana y el Diplomado en Escritura Creativa en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha publicado poesía en Opción, Acalán, El Universo del Búho y El Sol de Zacatecas.


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VI

Juan Marcelino Ruiz Iluminado al fuego de su voz yo fui tan solo el centro de la hoguera. Los muslos oscuros y felinos bajo el frenético golpe de sus manos tambores presagiando la batalla. Cantaba a Osose, el que guía las lanzas en la guerra; en sus caderas iba modulando el armónico ritmo de las olas que ha hecho vibrar Olokun por milenios. Conjuró a las deidades de la noche, para que fueran soltando poco a poco la textura salvaje del instinto. Al caer el último vestigio de sus ropas Sango floreció en el firmamento y con su luz burlando los cristales enmarcó orgulloso su silueta; mientras la lluvia era una frágil y pulcra telaraña envolviendo el espacio madrileño. Juan Marcelino Ruiz. Poeta y narrador. Fue codirector de la revista literaria Esdrújula. En 2003 fue ganador del concurso de lectura estatal «Don Quijote en la vida de los jóvenes de hoy».


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Envés del agua

Carmen Villoro La poesía de Luis Armenta Malpica dice lo que decirse no se puede con palabras. Por eso el lector no debe atender a las palabras, o no debe solo atender a las palabras sino a esos otros registros que están atrás de las palabras o, para usar la expresión del autor, en el envés de las palabras. ¿Qué es, entonces, «eso» que no se dice pero se transmite? ¿Cómo lo logra el poeta si de palabras se trata, si ante lo que estamos expuestos es ante un texto y no otra cosa? A riesgo de equivocarme, de inventar o por lo menos de ser altamente especulativa, a mí me parece que lo que Luis Armenta me comunica, y digo «me» porque es mi lectura de su obra que es, por otro lado, la única a la que tengo acceso, una experiencia emocional compleja y, aún más allá de la vivencia emocional, una experiencia espiritual. Estamos, pues, en el territorio de lo inefable. ¿Cómo lo hace? Acudiendo a recursos lingüísticos y paralingüísticos que por su singularidad expresan algo diferente pero que están en relación con la palabra, no son ajenos a ella pero la nutren de otro sentido al descontextualizarla del discurso común. El uso distinto de la sintaxis, de la versificación, de la puntuación, la participación del blanco de la página, es decir del silencio, en el poema, el acomodo geográfico de los vocablos hacen brillar el verso o lo matizan de tal modo que su sentido cambia, se abre a otros sentidos, se vuelve polisémico, y en la poesía de eso se trata, de que el verso se entienda de diversas maneras pero, más que «se entienda», provoque estados sensibles en el lector, a diferencia de otros discursos que deben ser precisos y lograr un consenso lo más cercano posible entre los lectores. El poeta utiliza también recursos novedosos que incluye en el poema como la escritura en braile que tiene desde luego un efecto visual, una estética de imagen, pero también una alta carga simbólica. La ceguera, la enfermedad, la oscuridad, surgen en el primer poemario. Götterdämmerung como caminos para encontrar la luz. Mirar ciega pero enciende una distinta lucidez. Los ojos aparecen como metáfora del recuerdo encarnado. Hay una vida que pasa «ojos adentro», en ese mar inasible de los afectos y las sensaciones entre las que el dolor tiene una presencia importante. Lo que menos importa es lo anecdótico que encierran estos poemas, no importa lo narrado porque, como dice el poeta: «La lentitud de lo que no hemos dicho/ se nos siembra en los ojos». Los ojos son entonces una ventana a otros registros anteriores al habla, registros del cuerpo, huellas de pájaro que hieren las estepas del alma, pero que también la reivindican. La ceguera le otorga un lugar primordial al tacto como sentido (en sus dos acepciones) revelador. En este poemario pero en todos los que componen el libro, lo corporal aparece como vehículo de encuentro con lo sagrado. La entrega erótica será, y esto es una propuesta que Armenta sostiene de manera insistente y reiterada, un acto sublime de encuentro con lo divino. «Desde la

oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos/ libres para asir el silencio que llegue/ con la lluvia. Agua que nos responda / por qué se deja atrás lo que incendiamos/ para que hubiera luz.» Es la unión con el padre, el otro hombre, donde sujeto y objeto se funden y confunden y uno es padre del otro que es también hijo y padre del otro, de sí mismo, donde comienza una embriaguez que solo puede conducir a Dios, ese dios ciego que todo lo ve porque no hay luz que lo enceguezca. Sombra del cielo que arde es un poemario que está dedicado a ese fenómeno innombrable y misterioso: el amor. El amado es visto y cuidado con la devoción y el asombro con que se contempla a la naturaleza; hay en esta ternura un reconocimiento de la fragilidad que hace del otro un ángel y de la voz un vuelo de pájaro. De dos se hace una casa, se envejece sin ruido, se alarga el tiempo en el sillón de siempre, la permanencia de una música que aquieta el corazón, es esa flama azul (Octavio Paz) de la compañía plácida que alimenta por dentro la flama roja de la pasión que se consumiría en un incendio sin ese aire nutricio del cariño. «Águilas de una calma tan frágil fuimos anclando el cuerpo.» Aguas azules que sostienen el navío de una vida mejor si es compartida. Sigue el viaje por las ciudades emblemáticas: nudos de la existencia, cada ciudad tiene una historia tatuada en el cuerpo como una honda herida. En Cuerpo + después el poeta visita con su poesía los lugares y a los personajes como imágenes oníricas de su propio mundo interno. La ciudad bíblica de Ur y sus tablillas de signos son ese referente al alfabeto de un lenguaje que no alcanza para expresar el mosto del pasado perdido. ¿Es Sodoma y Gomorra el cruce de coordenadas para saciar la sangre? El sexo y sus exsexos son siempre una plegaria de esa espuma que calme la honda herida de ser humanidad y el anhelo de ser visto por Dios en ese espejo de almas. Babel de medianoche el mundo de un niño enfebrecido, perdido en su propia entraña imaginaria; representaciones del viaje de la vida en esa Ítaca, el rugir familiar de las renuncias, «y el dolor diluido en las venas comunes». La voz alcanzó a escapar de las lavas del Vesubio, la memoria se hundió, queda tan solo la versión nueva de la historia, la que no es heredada ni impuesta, la Pompeya borrada por la nueva versión, la del poeta. Y Nietzsche se da cuenta de su propia erosión y Wagner sempiterno canta el sufrimiento del mar enceguecido. Lugares y episodios, lecturas y cantatas que habitan en la mano-estrella del que escribe su voz en las líneas cruzadas de la mano. Son cicatrices blancas sobre el blanco sonido de la página, espigas de otros trigos que se mecen al ritmo de otra respiración, gotas de tinta que forman otro mapa para los territorios de la fe, tablas nuevas que salvan ese poco que queda de jardín, por la poesía.


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La viuda

(sobre un dibujo de Rafael Coronel)

E m i l i a n o Á lva re z «La viuda» se leía como título, y era, apenas, un haz de veinte trazos.Era una hoja arrancada de un cuaderno. Imaginé el cuaderno igual al que Isabel, la vieja que no conocí, usaba para escribir su devoción versificada. El cuaderno acabó en mis manos: sus hojas amarillentas olían a sonambulismo; su grafito, a medio borrarse ya, olía a piedra mojada. Era un cuaderno Scribe, de arillo de plástico y tapa de cartón suave. El dibujo era, apenas, un haz de veinte trazos, en una hoja arrancada (mal arrancada) que bien pudo ser de ese mismo cuaderno. «La viuda» se leía como título, y más pudo haberse llamado «Isabel, la viuda de sí misma». Vieja de chongo, cara dura, sentada al pie de una cama que imagino de latón medio oxidado. Sobre la cama, una sábana corta deja al descubierto un par de pies incapaces ya de tener frío, aunque lo provoquen. Isabel nunca enviudó en un sentido estricto, pero hay más cosas que la muerte para hacernos claudicar como a esa vieja de chongo, cara dura, al lado de esos pies amortajados. O si se quiere: existen otras muertes menos definitivas, ante las que el casi cadáver de una vela nos acompaña hecho verbo y nos alumbra el rostro endurecido. Emiliano Álvarez. Poeta y ensayista. Ha publicado los libros Otras voces y Nômen. Autor del prólogo de el libro-disco Perro de Goya y otros poemas, de David Huerta.

Y en el cielo del lenguaje se hospeda el mar del cuerpo y se hace tierra. Terramar es el canto, otra vez, al amor, al cuidado del hijo, del igual, al cuerpo de ese Cristo entre los brazos, un homenaje a Dios desde la cruz de la entrega al amado. La Última luz es la que no se apaga. Ante la incertidumbre que es este mundo, la vida, el amor, la muerte, esas cuatro heridas, los mitos buscan el sentido. La prosa poética de Luis Armenta construye las leyendas necesarias donde descanse por fin el oleaje del mar y sus tinieblas se decanten en luz. Así el Papiro de Derveni, el texto más antiguo, nos invita al origen de la piel, el único camino a la verdad. La poesía de Luis Armenta Malpica, como el Grial de José, recoge en su interior el sufrimiento del ser, la soledad que es condición de todos, y sin embargo tiende un puente. Hemos llegado al final que es tan solo el principio. El poeta nos ha dejado ver del otro lado del telón del aire, ha escrito las palabras con la ceniza de ese fuego extinto que aún quema; ha levantado el agua por algunos

momentos para dejarnos atisbar en el origen límpido y sereno de su sombra; nos ha mostrado el negativo de la fotografía de su memoria, lo femenino de su virilidad, el fondo más sensible de su forma. Porque la realidad se expresa nítidamente en el azogue, este cuaderno de agua que nos brinda se abre en el centro de sus pétalos blancos y muestra, solo por un momento, para volver a cerrarse entre sus valvas, la transparencia genuina de su envés, del que bebemos. Luis Armenta Malpica. Envés del agua, Secretaría de Cultura de Jalisco, Colección Clásicos Jaliscienses, Guadalajara, Jalisco, México, 2013.

Carmen Villoro. Poeta, narradora y ensayista. Autora de Barcos de papel, Que no se vaya el viento, La media luna, El oficio de amar, Obra negra, Espiga antes del viento, La algarabía de la palabra escrita, entre otros libros.


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Li Yu (936-978 a. C.) Rubén Rivera Fue el último de los emperadores de la dinastía T’ang del sur, y sin duda el más grande de los poetas imperiales. En 961 reemplazó a su padre, Li Ching, pero el imperio Sung ya estaba establecido y reinó con grandes dificultades. En 975 el emperador Sung sentencia una demanda de sometimiento, la cual se ofrece con buena gracia, renunciando al trono y viviendo prisionero el resto de su vida en su palacio. Se quejó amargamente contra su encarcelamiento y de la pérdida de sus títulos imperiales en sus poemas. Tuvo pocos discípulos y prefería la compañía de monjes budistas, pintores, músicos y poetas, a la de los cortesanos. Eran extraordinariamente sus facciones, era elegante y sufría de la enfermedad tan común en China, vivir en un remoto pasado dorado. Fue conocido por el emperador Sung como el Marqués de la esperanza resistente, pero cuando una línea de sus poemas cortos se pensó como una demanda de ayuda de sus seguidores leales de la dinastía T’ang, el emperador no dudó en envenenarlo. Murió el séptimo día de la séptima luna a la edad de cuarenta y dos años. Conocido algunas veces como Li Chou, y el príncipe de Wu. Fue un talentoso alumno, músico, pintor y poeta. Su poesía trata de la pérdida de su reino, de su dolor y de la fugacidad de la vida. Tan solo cerca de treinta de sus poemas han sido conservados, pero cada uno de ellos es magistral. Su trágica muerte y la belleza de su lenguaje, han conseguido en la historia de la poesía un lugar más alto que el alcanzado con su mandato como emperador.

A la manera de los cuervos graznan por la noche Silencioso y solitario subo a la torre del Oeste. La luna parece un gancho. En el patio sombrío los desolados árboles Wu-t’ung* detienen la claridad del otoño. Corta y no separes, desenreda y no desligues; la pena de partir es un extraño y desconocido sabor en el corazón. *El árbol Wu-t’ung o Wutong se asocia con los amantes.

A la manera de un encuentro con felicidad Las flores del bosque han perdido su rubor primaveral, lo han perdido de prisa; ¿cómo pueden soportar el frío de la mañana, los vientos de la tarde? Lágrimas de crepúsculo, aquellos que bebieron conmigo, ¿cuándo regresarán? La pena interminable es un río fluyendo al Este.

Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Sewa Yoleme / Hombre Flor.


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Génesis

César Ibarra Tomó su pluma más fina y, con caligra-

fía eleg ant e , en la part e superior de la hoja e scribió el nombre del guión. La idea la había madurado en su mente por tanto tiempo, que estaba por completo seguro de poder concluir la obra en tan solo siete días. En ocasiones tan especiales como esa, solía cerrar con llave la puerta de su estudio. La servidumbre, e incluso sus hijos y su esposa solo podían acceder a él cuando el Creador los llamara para que le trajeran alguna bebida o algo de comer. Con pasión infinita escribía a toda hora y solo dejaba el salón cuando había terminado por completo el trabajo de marras. Así era de profesional. Antes, cuando escribió cada una de las obras que le dieran fama en toda la región, luego de haberlas concluido, él mismo llevaba a cabo el montaje y las exhibía ante un grupo muy selecto de amigos, conocedores, lo mismo que él, del arte dramático. No obstante su gran prestigio, el Creador, con humildad, aceptaba observaciones e incluso permitía que sus pocos invitados llevaran a cabo correcciones en el cuerpo mismo del libreto. Comenzó a redactar la primera línea. Al cabo de seis días de duro trabajo creativo la obra estuvo terminada. Pensó en salir e iniciar los preparativos del montaje, pero de pronto se sintió agobiado y decidió tomarse para sí el último día de los siete en que había planeado realizar el guión. Era sábado y podía descansar, ahora que la familia se encontraba de visita con una prima de su esposa. Se tendió en un sofá y así pensó transcurrir el día, sin otra cosa qué hacer de momento. Sabía que sus otros montajes eran cuidadosamente supervisados por sus hijos mayores. De ellos, Gabriel era quien estaba a cargo de las relaciones públicas. Miguel había salido muy bueno para las cuestiones de seguridad; al único que no podía integrar al grupo de trabajo era a Luz Bella, el más mimado de los siete, y quien siempre volvía a casa a deshoras, en estado de embriaguez y con claras huellas de haber participado en alguna trifulca. A los siete los quería de manera especial. De pronto se levantó como impulsado por un resorte. Se percató de que había cometido una omisión garrafal en la construcción del personaje central de la obra. Tomó el legajo y lo puso de nuevo sobre su escritorio. Leyó cuidadosamente cada una de las hojas, siempre moviendo la cabeza en señal negativa. ¿Cómo era posible

que se le hubiera escapado un detalle crucial como ese? La naturaleza de Adán no le permitiría desarrollarse en la obra de manera adecuada. La madera no era flexible, resistía hasta cierto punto, pero cuando era sometida a diferentes acciones, de manera fatal terminaba colapsando. También su corazón resultó demasiado duro. Era definitivo, había que recomenzar todo el guión. Tomó las hojas y, depositándolas en un gran contenedor de metal, las hizo arder, no sin gran tristeza por el esfuerzo realizado, el tiempo perdido, y, además, por el gran cariño que le había cobrado a la historia. Esa fue la primera vez que la Tierra fue arrasada por el fuego. César Ibarra. Narrador. Su libro más reciente es El tiempo que regresa y otros cuentos.


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Las variantes de un Infante difunto Rocío Reynaga El lenguaje es mucho más inquieto que la vida. Manuel Seco Gibara, ese pequeño pueblo ubicado al oriente de Cuba, vio nacer el 22 de abril de 1929 a quien años más tarde se convertiría en un locutor libidinoso y lúbrico lector; un adolescente que no tuvo otra compañía que no fuera la timidez, «mi timidez mi motor», su expresión cotidiana. Su vida en virus y esa autorreferencia de ser «fatalmente feo». Comparaba el amor con la sífilis: «la que conduce a la locura y a la muerte». Sin embargo, no desistía en la búsqueda del verdadero amor y afirmaba cada que podía, «cuantas veo, tantas quiero», de esa manera se abrió camino por amores imposibles, buscando la perfección en la mujer imperfecta. Se trata del escritor Guillermo Cabrera Infante, quien, muy de chamaco, se trasladó a la capital cubana; desde entonces alardeaba: «La Habana, quien no la ve no la ama». A esa Ciudad de las columnas, como la llamaría Alejo Carpentier, Cabrera Infante le dedicó su novela La Habana para un Infante difunto, así de lúdico el título, así también el lenguaje del pícaro personaje, en el cual se esconde la personalidad del autor. «La ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país». Es la primera impresión del personaje de nombre aparentemente desconocido al llegar a La Habana, por lo que su condición de provinciano lo mantiene a la expectativa de todos los detalles, incluyendo las nuevas palabras que tendría que añadir a su vocabulario. Su capacidad de asombro le permitió acoplarse a solar o accesoria, de tal forma que dejaría de nombrarle vecindad al lugar donde viviría. A la espera del ómnibus, se percató de que de ahí en adelante esperaría la guagua y sería el guagüero el conductor de esta; por unos pesos más, pagaría una máquina de alquiler, es decir, un taxi. Aprendió a llamarle cochino a algún fulano exhibicionista. Escuchó que tarrudo es ese hombre al que su mujer lo engaña con otro. Al iniciarse en los placeres de la carne, momento tan esperado por el personaje, se convierte en desvirgado o desflorado. No tardó mucho en llamarle tangara o muñeca a una linda mujer, que no había cosa más placentera para el picarón que admirarle a las exuberantes cubanas sus torneadas piernas o un imponente trasero. Mientras que a una madre noble y generosa la llamaría matrona, incluso entendió que pipo le dirían al padre de manera despectiva, una forma muy corriente de abordar. Adiós, implicaba una despedida definitiva. Como los tópicos sexuales son los favoritos del personaje, aprendió tantas variantes como mañas, así que en una de esas se puso a divagar: «Si en vez de amor hablamos de sexo nos encontramos que la vulgaridad es rampante aun en la nomenclatura actual o popular. La palabra más a mano pene, que parece pertenecer a la jerga médica, significa en latín rabo, y el uso de la palabra vagina para el sexo femenino viene de una vulgar comedia romana

y quiere decir, sin asombro ni imaginación, vaina, que según el Diccionario de la Real Academia describe también, en sentido figurado y familiar, a una persona despreciable.» Por otra parte, a su órgano sexual lo llamaba bulto o cosa y alguna vez una mundana mujer le sugirió sacudirse la pichita. Al protagonista le parecía curioso que se les nombrara con femeninos al órgano sexual masculino, como la pelona o la calva. Cabe destacar que existía además una aparente evolución del homosexual, entonces en un inicio era pájaro, luego pato, ya para los cincuentas se convertía en una loca, pero para evitarse complicaciones simplemente se les nombraba maricón o coto. El llamado bugarrón fue descubierto por el protagonista al enterarse de que tenía como vecino a uno de ellos, o sea, un hombre que se acostaba con homosexuales por dinero, existía además el plural de ellos, llamados cundangos. La sexualidad fue un punto esencial en la vida del protagonista, donde los vocablos resultaron novedosos: él llamaría paja a la masturbación, la cual consideró que fue con la que venció su soledad. Más tarde consiguió algo que añoró por años, singar, palabra habanera para describir el coito, eso sí, declaró alguna vez sentir el temor de ser quemado, lo que se entiende por contagiarse de una enfermedad venérea. Para su desgracia, describió como vía crucis sexual su vida erótica, siempre con una tendencia al fracaso, empezando con las calientapollas, para él un nombre exótico y exacto de las mujeres que provocaban su excitación, y sin más, lo dejaban alborotado y ansioso de sexo. Esas y otras tantas voces se pasean por la novela publicada en 1979, en la que además el erotismo da pie a que el lenguaje sea cada vez más luminoso y se perciba como un juego de palabras llenas de ritmo, como canciones. Algo así percibía Infante, quien aseguraba que los idiomas no se hablan, se cantan, afirmación que apoyo, pues cantamos al igual que habitantes del norte o del sur; cantamos diferentes canciones que integran una melodía colorida y con muchas tonalidades, digna de escucharla con atención, porque probablemente para mañana ya no sea la misma. Rocío Reynaga. Licenciada en Letras y periodista cultural.


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Una lectura de Oscar Wilde

José A. García López

Oscar Wilde en una ocasión dijo que la neblina en Inglaterra existió desde que apareció la literatura gótica; alejándome quizás un poco de Oscar Wilde y El fantasma de Canterville, es evidente una de las preocupaciones que tiene el gótico como estilo: la configuración de un espacio oscuro y denso, que pretende hacer que nuestra mirada repte de manera que nos dificulte salirnos de esa atmósfera construida a partir de las palabras. Cabe precisar que no solo El fantasma de Canterville es el único texto de Oscar Wilde instaurado dentro del estilo gótico, tiene otros más que se ambientan con las características previas. Dicho lo anterior veamos lo que sucede en El fantasma de Canterville: nos vemos sumergidos en el castillo donde el fantasma de sir Simon de Canterville, después de asesinar a su esposa lady Eleonore y morir unos siglos atrás, deambula asustando y jugando bromas a los habitantes de dicho castillo. Conforme avanza la narración vemos cómo se detallan las características del espacio en el que se instala el relato. Hay dos caras que quiero resaltar en Oscar Wilde a propósito de El fantasma de Canterville, primero es su humor: irónico, tan fino en sus chistes, bromas. Recordar cómo llega una mujer con él en una fiesta de gala y le pide que baile con ella siendo ella la mujer más fea de Inglaterra, Wilde responde «del mundo madame, del mundo» o al preguntársele cuáles son los diez libros que llevaría a una isla desierta contestó que él aún no había escrito diez libros por lo que no podía responder. En este texto presenciamos un recurrente uso del humor, de la ironía: ¿acaso si a medianoche vemos un fantasma que tiene unas cadenas que rechinan le ofreceríamos algún aceite para evitar el ruido? ¿O limpiaríamos la sangre que aparece y desaparece utilizando algún detergente el cual presenta mayor venta en la tienda? Se

hace humor del miedo, también del estilo de vida norteamericano, sus costumbres, su facilidad para afrontar la vida, todo esto en contraste con la imagen británica, conocemos de sobra los contrastes que mantienen los ingleses y norteamericanos, entonces al caer esto a la pluma de Oscar Wilde lo afronta con esta ironía que lo caracteriza. La otra faceta de Oscar Wilde que quiero resaltar, es la del romance, la del amor que carga consigo una cicatriz. Este relato, si bien gótico, tiene un fuerte mensaje de amor. Wilde, a pesar de ser un hombre de un carácter difícil y que rayaba en lo grosero, también fue un hombre dedicado al amor; famoso es el juicio que le hacen al tener un amorío con sir Alfred Douglas del cual se desprenden dos textos fundamentales en la obra de Wilde: «De profundis», epístola que manifiesta el cambio espiritual que se produce en él cuando está en la cárcel, y el otro texto es «La balada de la cárcel de Reading», poema escrito después de ver la forma en que ahorcaban a un preso. Además de estos dos textos donde el amor juega un papel importante está también otro famoso cuento de Wilde: «El ruiseñor y la rosa»; cuento donde hay ciertas semejanzas que quizás a algunos les recuerde ciertos elementos o pasajes de El fantasma de Canterville. Finalmente, vemos a Simon Canterville, el fantasma en búsqueda de algo que encandila a la vida y la muerte: el amor. Acerca de la traducción, felicito a Rosabel Salazar, por una traducción la cual hace frente a esta obra de gran envergadura que nunca se ha visto ignorada por otras lenguas y que en el español se ha visto la mayor parte traducida por Julio Gómez de la Serna y cómo olvidar a Jorge Luis Borges, esto nos da muestra del valor con el que se afronta cualquier traductor al enfrentarse con El fantasma de Canterville. José A. García López. Estudiante de Letras en la uas.

Veinte días

C i t l a l i Va l e n z u e l a Nunca aprendí tanto de música y tan poco de amor. Se acaban los amantes y los enemigos. Me siguen gustando tus manos que adornan otra piel, que crean y creen. Me gusta tu casa y la casa que albergas al pensar, en la que habitas desnudo y sin máscaras. Te pienso con dulzura, sin ardor. Citlali Valenzuela Beltrán. Poeta. Ha publicado en periódicos de la ciudad de Culiacán.


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Una nueva visión de Inés Arredondo

José María Espinasa

El año antepasado, 2011, sin que viniera a cuento ninguna de esas fechas conmemorativas tan propicias para los boatos, centenarios, cincuentenarios, décadas, etc., el fce publicó con gran tino los Cuentos completos, de Inés Arredondo, que incluyen La señal, Río subterráneo y Los espejos. La obra narrativa de esta extraordinaria escritora tiene un lugar de privilegio en la literatura mexicana, pero lamentablemente no le corresponde en equidad un similar número de lectores. Sus Obras, reunidas en 1991, por Siglo XXI Editores, con prólogos de Rose Corral y Rogelio Arenas Monreal, guardaron polvo en las bodegas de la editorial en una muy fea edición que reunía sus cuentos junto con su libro críticoAcercamiento a Jorge Cuesta. Las librerías, apenas unos dos o tres años después, ya no exhibían los ejemplares y la editorial ni siquiera los saldaba. La reunión de sus relatos en el fce, más bonita, y más coherente como edición al limitarse solo a su narrativa, y con un buen prólogo de Beatriz Espejo, creo que tendrá mejor suerte. No es, sin embargo, de esa faceta de Inés Arredondo de la que quiero hablar ahora sino de una nueva, sí un tanto sorpresiva: la de su labor crítica. La obra narrativa de Arredondo ha sido bien estudiada por la crítica académica, los estudios de género se han ocupado naturalmente aunque con menos fortuna de ella e incluso se cuenta con un documentado estudio biográfico-literario, Luna menguante: vida y obra de Inés Arredondo, debido a la incansable Claudia Albarrán, la mejor conocedora de la obra de esta escritora sinaloense. El propio fce se arriesgó, en 2012, con un volumen de Ensayos de Inés Arredondo, prologado y preparado por la propia Claudia. Yo, como supongo que les ocurre a otros críticos, miraba si no con desdén sí de soslayo su obra crítica. Si bien su libro sobre Jorge Cuesta me parece un volumen muy importante en la revisión del auto de Canto a un Dios mineral y uno de los motivos de su revaloración a partir de los años setenta, no le encontraba el vuelo imaginativo de algunos miembros de su generación, como Juan García Ponce, Salvador Elizondo o José de la Colina. Y los lectores, no sé si como un eco de esa actitud de los críticos, no la leían como ensayista. Una razón más profunda es la sensación de que las mejores cualidades de sus cuentos —la sensibilidad enfermiza a flor de piel, la crueldad amorosa, la creación de una respiración en atmósferas irrespirables— no pertenecían al mundo crítico. Creo que este volumen de Ensayos nos ofrece la oportunidad para rectificar y aceptar que fue un error, y tal vez esa aceptación nos llevaría también a dejar atrás esa insistencia en las enfermedades físicas y mentales que la afectaron como persona para concen-

trarnos en el pleno sentido de la expresión una mujer de letras. ¿Cómo podríamos llamar a esa actitud? ¿El síndrome de Elena Garro? Los críticos, sobre todo los que abordan la obra de escritoras desde el punto de vista de género, se complacen en averiguar problemas sentimentales y anécdotas personales de las autoras, actitud subrayada si además fueron pareja de una figura literaria, artística o cultural importante. Es el caso de Amparo Dávila y de Rosario Castellanos, además, desde luego, de Garro y Arredondo. Inés Arredondo se revela como una mujer de letras, muy activa, como cualquiera de los escritores de su época, sobre todo en la década de los sesenta y, con un filo crítico muy fuerte, incluso más fuerte que el de sus compañeros de aventura. La primera parte, «Frente al espejo», textos de definición autobiográfica, casi siempre en respuesta a una solicitud de algún amigo editor, nos da una visión claramente contenida de la persona y muestra en cambio su idea de que debe ser juzgada por sus textos y no por otra cosa. Para nosotros las referencias a su infancia y adolescencia en Culiacán y Guadalajara, la formación mítica de su particular Eldorado y su relación con la hacienda en que trabajó su abuelo, son, desde luego, oro molido, pero también lo son la claridad con que enuncia su visión del oficio de escritor y una cierta ausencia de humor (compárese su tono con el mucho más irónico de Guadalupe Dueñas en Los narradores ante el público, una escritora diez años mayor que ella, también magistral cuentista y autora de una obra igualmente breve). La segunda parte, «Reseñas», que es la parte que constituye una verdadera novedad, respecto a la edición de Siglo XXI Editores, rescatada de las hemerotecas por Claudia Albarrán, resulta muy importante. Y por varias razones. La primera y más evidente es que Inés Arredondo practicaba la sana costumbre de leer revistas y juzgarlas por escrito y en público. La costumbre de «reseñar» revistas casi se ha perdido, se considera improcedente hacerlo, casi con la frase de perro no come carne de perro. Y eso, lógicamente, en tanto ninguneo más que ignorancia, hace descender el nivel de las revistas literarias y culturales, algo que


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podemos palpar si comparamos la situación actual con la de los años sesenta, en donde la calidad de revistas como Diálogos, Revista de la Universidad, Revista de Bellas Artes, Cuadernos del viento, Revista Mexicana de Literatura, Mester, El corno emplumado es indudable. De ellas se ocupa Arredondo hablando de sus números en otras revistas o en el suplemento La cultura en México y repartiendo no pocos coscorrones y palos entre sus elogios. Arredondo podía igual hablar de teatro —una de sus vocaciones, como se sabe por los textos autobiográficos— como de cine y pintura, filosofía o política. Lo que se traduce de sus reseñas es la activa vida literaria y lectora que había entonces. A través de sus reseñas, a veces casi resúmenes informativos, consigue sin embargo transmitir plenamente la intensidad cultural de la época, esa que el 68 vino a cortar de raíz. Algo muy importante: Ella leía y reflexionaba sobre los grandes escritores —por ejemplo su nota sobre La Eneida— pero también y sobre todo a sus contemporáneos y ellos, a su vez, la leían a ella. Y todavía más importante, la escritora —nacida en 1928— leía a los jóvenes que surgían en ese momento sin condescendencia y sin prejuicios, lo que contrasta enormemente con la actualidad, ya que hoy si un autor de más edad escribe sobre uno más joven, se piensa que o es un compromiso o es un padrinazgo, y como muchas veces lo es, eso se nota en el tono. En Arredondo no ocurría eso y se percibe que la lucha entre tendencias estéticas y búsquedas autorales era más franca y leal, sin la grilla que la contamina ahora. Salvo la última reseña, sobre Las furias de Guido Piovene, de 1989, publicada en el suplemento sábado, que dirigía su amigo y compañero de aventura generacional, Huberto Batis, todos los otros textos de esta sección son de 1960 a 1966. Las mismas revistas a las que critica son los lugares donde publica, o en los suplementos de la época, el de Siempre! o el de El Heraldo. La compiladora y prologuista del libro sugiere que se trata de un trabajo alimenticio, que ayuda a equilibrar los gastos de casa. Puede que haya algo de razón, pero las razones son más profundas. Ella y su generación deseaban un medio cultural activo, polémico, de

discusiones francas y profundas, una atmósfera abierta y luminosa y no la gris e irrespirable que suele ser la más frecuente. Es posible que la consiguieran durante algunos pocos años. Y ese deseo es también lo que los aproxima tanto al grupo de los Contemporáneos. La tercera sección del libro, titulada «Ensayos», incluye, además del ya conocido libro sobre Jorge Cuesta, un notable texto sobre el Canto general de Neruda, publicado a fines de 1973, con la muerte del poeta y la tragedia de la democracia chilena presentes. No deja de sorprenderme, al menos a mí, su admiración por un poeta que no parece afín a su sensibilidad. Y un texto breve pero esencial sobre Gilberto Owen, junto a Cuesta, el más misterioso de los Contemporáneos. Explico el calificativo «esencial». La figura de Owen ha contado con ángeles de la guarda literarios después de su muerte, Josefina Procopio, Alí Chumacero, Tomás Segovia, Luis Mario Schneider, Jaime Labastida y Miguel Capistrán y, desde luego, Inés Arredondo, o, cuando estaba vivo, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta (tal vez la muerte prematura de estos dos últimos fuera lo que le llevó a buscar la propia a través de la bebida, lo que consiguió en 1952, diez años después del más triste de los alquimistas y dos después del autor de Décima muerte). Después de Inés ha habido una importante bibliografía que tiene en parte su origen en lo que ella dijo y escribió sobre Owen, como ocurrió también con Jorge Cuesta. Pienso en los trabajos de Guillermo Sheridan, Vicente Quirarte, en algunas novelas que han hecho de los Contemporáneos motivo narrativo, como los libros de Pedro Ángel Palou, En la alcoba de un mundo, y Jorge Volpi, A pesar del oscuro silencio. Esos «Apuntes para una biografía» parecen en realidad los apuntes para una novela, pues en ellos Inés conjuga sus dotes de investigadora y ensayista con los de narradora, con singular fortuna. La necesidad que hubo en cierto momento de abordar a los Contemporáneos ya no con las armas de la crítica sino de la ficción tiene uno de sus orígenes en este texto. La sección la completa una breve nota sobre Cuesta, algo así como una especie de posdata a su libro sobre el poeta, que salió en ese año, 1982, cuando ambos textos periodísticos, el de Owen y el de Cuesta, se publicaron. La prologuista del volumen, Claudia Albarrán, nos da a su vez su propia posdata en el apéndice, donde incluye una traducción de Inés Arredondo, «En los límites de la llama», de Edouard Jaguer, que da título al prólogo y define bien la autora de La señal, seguida de una útil hemerografía. Es cierto que, salvo el título y el ser traducido por ella, el texto poco tiene que ver con Arredondo. Sin embargo en él se cita a Gastón Bachelard y este extraordinario escritor menciona en La llama de una candela que —cito de memoria— Camoens está escribiendo un soneto, empieza a atardecer y no lo ha terminado, enciende la vela, febril, y prosigue la escritura, pero la vela se consume sin que pueda terminar, y corre hacia las brasas del fuego para seguir escribiendo y redacta las últimas palabras del soneto a la luz de los ojos de su gato. Así, hay que leer a Inés Arredondo, a la luz que viene de sus propios textos, pues es una literatura, en efecto, en los límites de la llama. Ensayos, Inés Arredondo. Claudia Albarrán, selección y prólogo, fce, 2012. José María Espinasa. Editor, poeta y crítico literario. Su libro más reciente es Al sesgo de su vuelo.


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En busca de Jorge Volpi

Claudia Bañuelos En 2008 Jorge Volpi publicó un libro de ensayos, Mentiras contagiosas, que inicia con «Réquiem por la novela». En este ensayo, el tono sarcástico que utiliza nos habla en cierto modo de gran parte de la narrativa de Volpi. A la manera clásica en que la crítica se ejercía a través de la sátira y la burla, el narrador de este ensayo «certifica» la muerte de la novela y asume esa postura ante la inutilidad de la ficción. Inicia diciendo que no puede entender «cómo adultos racionales se consagren a tramar estos divertimentos, que seres inteligentes disfruten con sus engaños, que lectores sensatos se conmuevan con sus mentiras»,1 que muchas personas pierdan horas y días en esta actividad insana, improductiva. Después de una larga enumeración de defectos y adjetivos despectivos de la novela —Hugo (un bodrio), Stendhal (un escándalo), Flaubert (cursi), Céline (un asco), Yourcenar (patética)—, termina por aceptar su propia adicción, reconociendo que baja al sótano —sitio donde guarda una colección de novelas heredadas de su familia— para seguir leyendo todas las noches los clásicos de la literatura, asombrado de su poder de adicción y seducción. Esta idea del poder de la ficción es uno de los ejes temáticos de la narrativa de Jorge Volpi. En su maravilloso ensayo Leer la mente intenta comprender el sentido y valor de la ficción, el arte que da origen a la especie humana. Leer la mente es la justificación de la tesis de que la literatura sirve como elemento de prognosis, es decir, de anticipación de los acontecimientos futuros. Mediante el estudio de las ciencias cognitivas se ha podido confirmar que a todas horas no solo percibimos nuestro entorno sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en nuestros cerebros, mediante mecanismos idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Dice Volpi: Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no nos abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.2 1 Jorge Volpi. Mentiras contagiosas, Madrid, Ed. Páginas de Espuma, 2008, p. 11. 2 Jorge Volpi. Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción.


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Es decir, la ficción es una forma de realidad que el cerebro percibe para su autoconocimiento. La ficción no es solo una forma de diversión, sino una manera distinta de ser, de reconocerse, de abismarse en el interior de otros, es decir, de nosotros mismos. ¿Será por esto que la escritura de ficción ejerce tal embrujo en la mente de los lectores? Solo quienes hemos experimentado una verdadera adicción a la lectura de ficción podemos entender el efecto que tienen los hilos narrativos de muchas novelas en nuestro estado de ánimo, que se vuelve un espasmo casi físico. Quizá porque mientras más se adentra en la lectura de la novela, más sofisticado se vuelve el placer, más exclusivo, íntimo; quizá porque se vuelve uno miembro de un selecto grupo poseedor de un lenguaje que tiene sus propios códigos y también porque no se teme a enfrentar las partes oscuras del ser humano. «Aunque provenían de épocas y lugares distintos, era posible reconocer una corriente secreta. Los mejores pertenecían a una sola estirpe y mentían de maneras cada vez más refinadas, como si la novela fuese una artesanía que se torna más sutil y estilizada con el tiempo. Los enlazaba algo huidizo e indescriptible…».3 La novela nos vuelve a nosotros lectores también seres privilegiados, conocedores de una historia que pocos podrían entender. Por eso, cuando alguna vez una persona aficionada me pide que le recomiende un libro de mis estantes, vacilo en recomendar algo porque sé que difícilmente podrá entender por dónde va la delicia de este juego: las sutilezas del lenguaje, la complejidad de la estructura, la del estilo. ¿Cómo podría alguien disfrutar la historia de El fin de la locura sin haber leído a Barthes, sin saber por dónde va el psicoanálisis, sin entender la trascendencia del marxismo y freudismo en la historia del siglo xx? ¿O leer Oscuro bosque oscuro sin asumir que los lectores somos también unos canallas potenciales? Pero no solo es el contenido de la ficción lo que mueve al cerebro a este cataclismo de emociones. Es todo el entramado de la narrativa, la estructura, la forma, el estilo. La práctica de la lectura conduce a formas más sofisticadas que algunas veces pasan inadvertidas al lector común. Como quien va subiendo de niveles de dificultad en un videojuego o en una travesía intelectual. Los nuevos formatos, los riesgos estilísticos, las técnicas más innovadoras influyen también en el lector. En mi caso, la narrativa de Volpi además de la adicción, me genera una enorme dosis de ansiedad. Una terrible ansiedad por no ser capaz de abarcar todo ese corpus de conocimientos filosóficos, científicos, sociológicos, políticos. No oculta Volpi su calidad de intelectual en su narrativa. Su deseo de abarcarlo todo, de reconstruirlo, de darle una nueva visión, como preconizaría Borges en su famoso ensayo Kafka y sus precursores. En El fin de la locura, por ejemplo, recordé mi propia dificultad para leer a Barthes. ¿Qué tendría que haber vivido este hombre para escribir así? ¿Cómo tendría que haber sido su infancia, quiénes sus maestros? ¿Qué tendría que pasar en su cerebro para hacer tan complicado el estilo? ¿Sería algo inconsciente, sería intencional? Después de muchas horas descubro que el mismo Barthes nos da la respuesta en El grado cero de la escritura: La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. La palabra tiene una estructura horizontal. Por el México, Ed. Alfaguara, 2011, p. 20. 3 Jorge Volpi. Mentiras contagiosas, Op. cit., p. 14.

contrario, el estilo solo tiene una dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a partir de cierta experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es decir, ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor.4 Aquí, como ese narrador del «Réquiem por la novela», me asombro de esta complejidad descriptiva; el estilo como algo biológico; el arte como algo social. Y me viene también a la mente ese delicioso ensayo de Joseph Brodsky, Menos que uno, donde describe su vida en San Petesburgo, su infancia después de la guerra, las paredes stalinianas en contraste con los magníficos edificios del zarismo, la vulgaridad frente al refinamiento, las lecturas de aquellos años de la posguerra. ¿Marcará la mente de un escritor, la infancia de un niño en la ciudad de México? ¿Tendrá algún efecto la ciudad de ruinas precolombinas frente a las catedrales renacentistas; la grandeza de un pueblo antiguo frente al caos de la nueva ciudad; la contaminación, el absurdo y la violencia; la corrupción, el totalitarismo, síntomas de una época, del mundo latinoamericano que no tendría por qué ser ajeno al mundo francés o norteamericano? Me asombro mucho más, cuando encuentro novelas como El fin de la locura que pretenden, arriesgadamente hacer un retrato literario de figuras como Barthes, Lacan, Althusser. No en balde le han llamado pretencioso a Volpi en muchas ocasiones, cuando lo que intenta es entender una realidad, un tiempo, una época, un siglo de locuras, revoluciones, marxismo, psicoanálisis. Volpi insiste, una y otra vez, en dilucidar, en desmitificar, en reinterpretar, volviendo a los mismos temas que lo obsesionan, como un científico del lenguaje tratando de entender el mundo, asombrado de sus propias rupturas, sus descalabros, sus contradicciones, sus paradojas. El cerebro, la historia, la evolución, la física, la biología. ¿Qué hay detrás de nuestro pensamiento, el inconsciente, el ello, el yo? 4 Roland Barthes. El grado cero de la escritura, México, Siglo XXI Editores, 1986, p. 18.


28 En La tejedora de sombras, retoma el tema del psicoanálisis. No sabemos si despotrica contra Jung, si lo admira, si lo envidia, probablemente todo junto. He aprendido después de mis propias terapias de psicoanálisis que en todos los tópicos no hay nunca una sola verdad; tanto admira Volpi a Jung como lo ridiculiza, lo hace ver como un viejo chiflado, tramposo, aprovechado. Harry Murray, el prestigiado psicólogo de Harvard, fracasado escritor de ensayos. Lacan, el gran psicoanalista francés, Foucault, Althusser. Todos por igual, pasan por la narrativa de Volpi como los grandes pensadores a quienes la historia ha colocado en un lugar privilegiado, pero también como los hombres oscuros, maniáticos, perversos que se debaten entre el egoísmo y la grandeza de su pensamiento. Se anticipa Volpi a la realidad. Precisamente leo recientemente en palabras de Christopher Domínguez Michael, el escándalo sobre M. M. Bajtín. La grandeza intelectual, el genio, la inteligencia y la intuición de este gran pensador ruso, ensombrecida por el plagio, la traición, la villanía. Pero no habría que escandalizarnos tanto, parte de la oscuridad que todos llevamos dentro y que bien supo entender Sigmund Freud. Su propia persona no escapa de su ficción. En varios de sus textos se refiere a sí mismo como personaje, se burla de sí mismo, del lector, de la intelectualidad, de las definiciones que otros hacen de su obra, como dice en El insomnio de Bolívar sobre su éxito de En busca de Klingsor: En abril de 1999, En busca de Klingsor, obtuvo el Premio Biblioteca Breve y la prensa se apresuró a señalar que se trataba del libro de un mexicano que no parecía mexicano, de un latinoamericano que —rara cosa— no escribía sobre América Latina. Aquella decisión pragmática de transformar a un mexicano en gringo se convirtió en un inesperado manifiesto. Si a ello se suma que, en efecto, al lado de mis amigos mexicanos del Crack yo llevaba años renegando del realismo mágico que se exigía a los escritores latinoamericanos —y que nada tenía que ver con la grandeza de García Márquez—, el malentendido estaba a punto. En medio de aquel alud de elogios y ataques, igualmente enfáticos, desperté como un autor doblemente exótico. Exótico por ser latinoamericano. Y más exótico aún por no escribir sobre América Latina (¿cuándo se ha cuestionado a un escritor inglés o francés por no escribir sobre Inglaterra o Francia?).5 ¿Qué hay detrás de la crítica y los elogios a un escritor? Volviendo al psicoanálisis, creo que el mismo Volpi se ríe de estos malentendidos y manifiestos de la prensa, de la crítica, de los lectores y de los detractores de su obra. Hay en ella siempre una intención de ensayo, de ejercicio, de ver qué pasa si se va por aquí, por allá. Cualquiera que haya pasado por el diván del psicoanálisis sabe que todas las manifestaciones humanas son producto de la enorme complejidad de la mente, tanto de su parte consciente como inconsciente. En una ocasión, platicando con mi querido Javier Pérez Robles, con quien he compartido muchísimas horas hablando sobre Volpi, le decía, inocentemente: creo que a la obra de Volpi le falta su gran novela personal, esa donde se retrate a sí mismo, donde no tema hablar de sus demonios y obsesiones. No se te ocurre, me dice Javier, que puede ser Volpi en esos personajes, en Aníbal Quevedo, por ejemplo. Y como un rayo que iluminara de repente un pozo oscuro, se me presen5 Jorge Volpi. El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina, Barcelona, Random House Mondadori, 2009, p. 24.

tó que en conjunto sus libros son eso, la locura de la ficción, de la escritura, del lector, del hombre que se ve a sí mismo como una suma de realidades y sueños acumulados en tantas lecturas, como una integridad que no excluye —y lo ha dicho repetidas veces— a la ciencia, otra manifestación de la imaginación humana y otra de sus obsesiones literarias. En un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México y que sirvió de plática para la inauguración de un congreso de física, «Pobladores de mundos extraños», expone que entre el científico y el escritor hay menos distancia de la que se cree. Ambos contemplan el mundo, tratan de explicárselo aún cuando saben la pequeñez y el carácter efímero del universo. Cuando Adán probó el fruto prohibido del árbol de la ciencia no lo hizo solo para desobedecer la orden de un Dios vanidoso y egoísta, sino para comprobar por sí mismo las reglas del cosmos (o de ese fragmento de cosmos que era el paraíso terrenal). Era natural que Yavhé, iracundo, lo castigase y lo hiciese despeñarse en la Tierra, nuestro valle de lágrimas. ¿Cómo el Viejo Relojero iba a soportar que alguien hurgase en los resortes secretos de la Creación? Desde entonces, el ser humano ha vencido todas las pruebas y ha desafiado todas las prohibiciones para internarse en los mecanismos del cosmos. Por fortuna, la manzana robada por Eva no tardó en caer sobre la cabeza de Newton: La fantasía nos hizo concebir un mundo dominado por dioses iracundos y demonios seductores, pero también nos abrió la puerta para conocernos a nosotros mismos y para apuntalar el poder de la razón. La ciencia no podría existir sin la imaginación literaria, y la literatura sería solo un pálido reflejo de la realidad si no se creyese capaz de acercarse a ella con el mismo rigor de la física o las matemáticas. Escritores y científicos no son rivales, sino detectives que trabajan en la misma agencia y cuya misión consiste en emplear la razón para desentrañar esa M de misterio que sigue animando nuestra curiosidad y nuestras pesquisas. Porque esa obsesión por develar los misterios es justo lo que nos vuelve humanos. Gracias a la mezcla de imaginación y razón empleada por físicos y novelistas, podemos sentirnos orgullosos pobladores de sus mundos extraños.6 Repite la idea de la ciencia en sus novelas En busca de Klingsor y No será la tierra. Lo reafirma en El insomnio de Bolívar. Cueste lo que cueste, el hombre, el novelista, el científico ha de librar los obstáculos para conocer los misterios humanos. Nos lo dicen sus personajes, nos lo dice esta mujer, Christiana Morgan, que en una arrebatadora pasión por desentrañar el espíritu que la habitaba, llevó hasta sus últimas consecuencias esa experiencia amorosa que no comprendía. Sus depresiones, sus visiones, sus relaciones sexuales, su experiencia artística, su terapia psicoanalítica se ven retratadas en esa articulación musical, esa sonata para viola y piano en fa sostenido menor Op. 17 que es La tejedora de sombras. Y no en balde la redondez de la estructura que abre y cierra con Melville, con la bestia ausente, que, sin embargo, dice tanto de esta agonía de vivir. —¿Por qué lo hiciste?, le dice Skyler a Walt al final de la serie. —Porque me sentía vivo. Claudia Bañuelos. Coordinadora de clubes de lectura. Directora de la Feria del Libro de Los Mochis.

6 Jorge Volpi. «Pobladores de mundos extraños», en Revista de la Universidad de México, núm. 35, 2007. * Plática plenaria inaugural del XLIX Congreso Nacional de Física en San Luis Potosí, SLP.


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Silencio ausencia

Carlos Sánchez Escucho los pájaros. Tengo un té y la resaca. L a cartera sobre el buró, vacía. Anoche fue la resurrección del pecado, el divertimento como una culpa. Anoche me arroparon sus manos, resbaló por mi rostro con su tacto. Vino como aquella vez cuando niña y me susurró al oído el secreto que guardaba. Tengo ahora el silencio, los pájaros que también acuerdan la desbandada, el té que aminora, mi madre un recuerdo y su nombre impronunciable en el interior de la casa. Vino, dije, y estuvo entre canciones de radiola, con sonidos de acordeón y bajo sexto, bailando para mí, y para ellos que también la veían sin disimulo. Quién puede fingir indiferencia ante una luz que encandila de tanto brillo, y sobre todo cuando esa luz llena todos los rincones, y en esta ocasión vino para llenar la cantina. Vino y no supe cómo llegó, de pronto estaba a mi lado, diciendo su nombre como si yo necesitara que me dijera quién es y dónde nos conocimos. Con una frase le expliqué todo, eres hija de Nacho. Y recordé entonces las mañanas que Nacho llegaba acompañado de su hija para dejarla de encargo con mi madre antes de trepar en el camión que nos llevaba a trabajar en la mina. Recordé en ese momento también la manera con la que ella me miraba en esos años, recordé de a poco la ocasión que la encontré detrás de la cortina dentro del cuarto donde yo dormía, donde duermo. Recuerdo ahora que se recostó sobre mi pecho, y dibujó con su dedo índice un camino imaginario sobre mi piel. Ella también lo recordó, pero no lo dijo, solo me miró y empezó a mover su cuerpo, con una cadencia que ahora me deja más solo de lo habitual. Movía sus manos y mientras bailaba yo la sentía recorrerme con sus dedos, se paseaba por mis hombros, por mi rostro, y la veía y me preguntaba si serían ya los tragos que me hacían sentir lo que estaba sintiendo. No paró de bailar, una y otra canción, una más. Así durante la noche, el ruido de sus tacones persiguiendo el ruido del bajo sexto. Yo a intervalos dando uno que otro grito que son rigor en el interior de una cantina. Y allí empezó este sentimiento de tristeza, de a poco la alegría se tornó en vacío, afanaba por seguir sintiendo sus manos por mi piel, y nada, de pronto y como un rayo que llega y se va, así se fue el divertimento. Ella iba de aquí para allá, y se ufanaba de tanta celebración de los otros quienes admiraban sus movimientos. Quise entonces por honor a la familia de mi amigo Nacho, decirle que acá son otros tiempos, otras formas, que

distinto, muy distinto es la fiesta al lugar de donde ella venía, pero no, no dije nada porque bien sabía yo que estaba mintiendo en mi intención de capturarla. Pretendía tal vez llevarla a mi lado, entrar en este mismo cuarto en el que algún día ella entró en silencio, en este cuarto que es el mismo en el que ahora despierto para encontrarme solo otra vez. No recuerdo cuál fue la última canción, sin embargo sí recuerdo el final de aquel día cuando me trepó y con sus manos pequeñas dibujaba el camino imaginario sobre mi pecho. Recuerdo que me le quedé mirando, no podía hacer más, no podía incluso ni hablar, sintió mi mirada y el camino que dibujaba de pronto encontró otras veredas, cambió de rumbo y en un instante sus manos provocaron que de mí naciera un río. Ella sonrió antes de entrar en la corriente, después, también en silencio, desapareció con pasos pequeños. Un día su padre la mandó a casa de sus tíos para que estudiara en la ciudad. Un día también a Nacho se le cayó la cara de vergüenza e intentó ocultar el nombre de ella. No la volvimos a ver, ni a mencionarla en las pláticas en el interior de la mina. Nacho, como es destino, también se fue un día. Para siempre. Y la he visto de nuevo. Con otro cuerpo, con otras manos, con la misma mirada. No sé si volveremos a encontrarnos, no sé a dónde me lleven estos recuerdos, no sé si me lo invento o los pájaros regresan para despojarme los silencios, y traerme las ausencias. Carlos Sánchez. Periodista, escritor. Autor de Linderos alucinados (crónica); Aves de paso (relatos); Matar (crónica). Hazlo por mi corazón (cuento) y de la novela En el mar de tu nombre, ambos ganadores del Concurso del Libro Sonorense en 2012.


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Tejiendo en la escritura

Guadalupe Veneranda Para mi hija Ana Esther, por su cumpleaños.

Tejer hilos, unir pacientemente a dos manos con agujas de plástico, hileras de derechos o reveses que van a ir conformando un trazo, con nudos diminutos, encerrando los mundos que se sumergen por donde la aguja que sostiene la madeja, muestre imágenes hasta ver el acabado, adquiriendo solo así su pleno sentido, en las manos queda la suavidad de la hilaza. Texto y tejido, se amigan para cumplir la analogía del hecho escrito. La moderna Teoría francesa ya remarcó la personalidad textil en toda producción impresa, sin embargo, la tradición milenaria que descansa detrás de la comparación texto-tejido, no ha terminado de decirse-tejerse y corre peligro de quedar oculta en el vertiginoso devenir de otras modas teórico-literarias. Todo se une: agujas, ojos atentos, cansancio de la posición sentada, la forma que va tomando el objeto creado y la mujer laboriosa que intuye, representa, desbarata, vuelve a comenzar, hasta lograr ver finalizada su obra. Ciclo completo que constituye maneras propias del vivir, ojos críticos del tejido que a la vez se hacen sobre los textos de otros, siguiendo quizá el sentido que las abuelas daban a la orden de realizar bufandas, chales, cubrecamas, hasta verles el fin. Tejer recuerdos (narrar), tejido fino, de puntadas entresacadas, capaces de crear instantes, armonizar encuentros, inventar momentos (poesía), articular como en una especie de pedido mental en torno a ojos sucesivos y complementarios, del lector posible. Tomar las lazadas, de cada trocito de hilaza, para distribuirlas, hay que calcular medidas, líneas que van a apresurar su acabado, manos y ojos, deben puntear hábilmente al punto intermedio de izquierda a derecha, de arriba abajo, en la superficie que irá llevando el ritmo de cada hilandera artesanal. Tejer un texto es escribirlo. Nuestros hilos multicolores serán las palabras que nombran cosas y espacios, como latidos únicos, sincopados de nuestro corazón ansioso, se aparecen en la visión de la pantalla de la computadora, desde su génesis hasta su ter-

minación. Con la propuesta de acotar, marcar la riqueza literaria, declarar, significar. Del modo que lo hacen magistralmente las bordadoras indígenas, en sus telares de cintura, con escenas de su diario luchar para sobrevivir. Tzotziles, son las mujeres indígenas-bordadoras que recuperan el sentido de la enseñanza ancestral, van más allá de ser partícipes de una tarea milenaria, acuden a la zona que marca la diferencia de interpretar su trabajo como elaborado en serie, ya que alcanza categoría en algunos casos, de obra de arte. La doctora Helena Beristáin, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam, ha realizado las aclaraciones necesarias. Su obra especializada en estudios del lenguaje, del Diccionario de retórica y poética, así como análisis estructural de los relatos, se nos presenta como separación de hebras confusas, para deslindar, y lo que vayamos uniendo en los párrafos quede firme. Helena Beristáin nos entrega su pensamiento teórico, a través de sus libros, para ponerlo al cuerpo del lenguaje español, que amarre firmemente cosido y no se vaya a desbaratar a la primera puesta. Nos enseña que si la obra es un fragmento de sustancia, que ocupa una porción del espacio de los libros, el texto se apoyará en la trama, procurada por la escritura, que recoge los hilos del mundo, en un movimiento infinito de espacio y vida. Tejiendo en la escritura será el resultado de labor paciente y gozoza, hasta que extendamos hacia otro horizonte la mirada, solo hasta ese momento, la historia humana develará el secreto de agujas para tejer que tienen ojos, miradas atentas, escudriñadoras, mujeres que extienden sus manos para asir letras, palabras, oraciones, párrafos y construir sus textos, perdedoras de tiempo aparentes (dirán algunos), sin embargo, han decidido emplear hilazas de colores, creando imágenes en telas, para cubrir el mundo, de pasión por nuestra palabra, para decirla y defenderla, con un bastidor en la mano.

Guadalupe Veneranda. Promotora de lectura.


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El desasosiego

Nino Gallegos El día en que una diarrea casi le vació el estómago, los intestinos y las entrañas, se sintió débil, no pudiendo levantarse de la taza del escusado. Al pararse y poder bajarle al depósito de agua, vio que era el principio de más consecuencias inmediatas. Las piernas le temblaban. Allí estaba, parado ante el escusado y tratando de alcanzar el rollo de papel higiénico. Cuando lo hizo, no sería suficiente una sino varias limpiadas. Olía a mierda líquida en el baño, repitiendo lo del depósito de agua. El agua no era un espejo de agua. Era un color café oscuro. Al no haber un aerosol aromatizado, agarró el de matacucarachas, y roció el baño. Cuando intenta subirse y abrocharse el short, él y el short, están manchados de diarrea. Se quita el short porque hay que enjuagarlo cuando él se ponga bajo la regadera y se lave con jabón. Estando bajo el agua de la regadera, un ardor de ojos causa un llanto de lágrimas calientes, y el baño impregnado a mierda y matacucarachas. Sensación de asco y náusea, parecida a una intoxicación de la boca del estómago a la boca de la garganta, le provoca un arqueamiento tenso vomitando flemas espesas, blancuzcas y amarillentas. La cabeza embotada y los pensamientos en un estanque de sombras, la mirada acuosa y vidriosa, el cuerpo caquéxico con la piel grisácea y untada al esqueleto, el cual se mueve desorientado ante la cortina de plástico del baño como un telón pesado que se abre con una fuerza desganada de quien sale al escenario desnudo a una sala vacía, escurriéndole el agua por fuera y sentir que se está quemando por dentro, en el fuego líquido del miedo. Alguien que es una de sus hermanas le habla por teléfono para decirle y convencerlo de que se interne, de urgencia, en una clínica médica y recibir transfusiones de suero glucosado, complejo B y antibiótico; que lo de la ambulancia y dos paramédicos, estaban por llegar e iba ser trasladado a la clínica. El traslado fue laberíntico, y él se vio a través de las ventanillas laterales y la ventanilla posterior, que estaba siendo llevado en una procesión funeral de gente manejando automóviles y camionetas tras la ambulancia. Llegando a la clínica, se le pasó a una habitación individual y prontamente fue asistido por una enfermera, para canalizarlo o conectarlo a la primera mezcla de medicamentos líquidos en una de las venas de su mano izquierda. Lo prioritario era parar la diarrea y tratar la inanición. Durante los meses de junio y julio se sintió inapetente, nomás frutas y sopas de fideo con dentros de pollo; alcohol día y noche, madrugadas, mañanas, mediodías y tardes. La diarrea siguió haciendo su trabajo, incómodo, sin cómodo, humillante, para quien la sentía desde el estómago y el culo en una incesante incontinencia, poniéndole pañales hasta

que hubo una evacuación más gelatinosa que líquida con un color café oscuro, brillante. La misma enfermera lo limpió y llevó al baño para ayudarle a sentarse en la taza oval del escusado, y ella, a proceder a lavarle las nalgas y los genitales: él se dejó hacer la limpieza porque, en el inconsciente pudor momentáneo, no tenía fuerzas ni siquiera para autocontemplarse en el espejo de agua del escusado, acaso vislumbró el rostro cabizbajo de la enfermera que le echaba agua y le lavaba la decadente hombría y la fláccida virilidad de un hombre postrado, recordando él una triple imagen: Tríptico, Mayo-Junio 1973, sombría y umbrátil, del pintor Francis Bacon:

Dos días y dos noches hospitalizado para darle de alta con las reservas del cuadro clínico presentado, saliendo a la calle acompañado de una de sus hermanas y la hija de ella que estuvieron con él, cuidándolo. Cuando se dirigieron a otra clínica para que le tomaran una radiografía de tórax y un ultrasonido abdominal, él no sabía a dónde iba porque siempre supo dónde había estado con la ausencia de nada ni nadie ni alguien es para siempre. Además: no haber estado cuando más lo necesitaban. La hermana y la sobrina lo conminaron a quedarse en casa de ellas para convalecer, pero cómo acomodarse en una casa donde tienen su espacio, su privacidad y su intimidad. Él les dice que para eso renta la casa en donde vive, La Casalta, pero cómo vas a estar tú solo en la casa cuando necesitas que alguien esté al pendiente de ti, le dijo una de sus hermanas con las mismas y las diferentes palabras. «La soledad solamente es soledad cuando la buscas y la encuentras sola con ella misma y con uno mismo», se dijo el convaleciente al llegar, subir por una escalera metálica a la terraza con plantas de sombra, buscar y encontrar la llave para abrir la puerta, escuchando los maullidos de un gato desde el interior de La Casalta, a la que él iba entrando. Dos meses antes, a finales de mayo, el día miércoles 29 del 2013, su hermano, el segundo mayor de los cuatro, falleció en un hospital en terapia intensiva. «Esto es regresivo», le dijo el hermano mayor al hermano menor, despidiéndose el hermano menor con un saludo de manos izquierdas y darle un beso en la mejilla izquierda del hermano mayor. Cuando salió del hospital, el mar lo inundó por dentro y el cielo lo voló por fuera. El desasosiego, de otra orfandad, había reempezado. Nino Gallegos. Poeta y periodista. Su libro más reciente es Aludra.


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La novela redentora

Juan José Luna La literatura siempre ha estado atenta a los cambios de la humanidad; siempre lista para alzar la voz a favor del entendimiento y la libertad, a favor de la creatividad, a favor del derecho al conocimiento y del desarrollo físico y moral. En el siglo xviii el escritor se reunía en gremios literarios llamados arcadias. Su objetivo era buscar la autonomía con relación al poder político y religioso. De este modo, pretendía la libertad de creación y el libre ejercicio de la crítica. Entre otros, el fin era rechazar la censura política. Entonces aparece una serie de obras cuya significación humana promueve un sentido de la justicia social más amplio y claro. Ignacio Manuel Altamirano, el mayor promotor de la literatura nacional como proyecto político y cultural, establece una relación significativa entre literatura y democracia cuando dice que «la literatura abrió paso al progreso porque en ella venían encerrados los gérmenes de las grandes ideas que produjeron una revolución grandiosa». Para él, la literatura había sido el propagador más grande de la democracia. Y hoy, ¿cuál es el propagador más grande de la democracia y una cultura nacional?: la televisión. Si consideramos «propagador» a una vía de información, entonces la televisión es quien mejor educa a los mexicanos sobre lo qué es democracia y cómo hemos de asumirla y aceptarla. Esto, evidentemente, es un problema delicado, pero no ha de extrañarnos. Ya lo dice Federico Campbell en su Periodismo escrito: «La “opinión pública” se manipula como simple y llano público: espectadores, clientes a quienes hay que halagar y satisfacer. Consumidores, no ciudadanos». Es decir, consumidores que consumen productos y con ellos costean la democracia. Pero no todo es gris, la televisión, como medio propagador de la democracia, también tiene su antítesis. Retomo la primera oración del párrafo anterior para nutrirla un poco: si consideramos «propagador» a una vía de información... cuyos contenidos generan ideas y estas generan acciones, podemos pensar que hoy el propagador más importante de la democracia, de la verdadera democracia, es el Internet. En los tiempos de Altamirano era distinto. Para él, la novela era el género literario más apropiado para crear una cultura nacional. La novela podría generar una literatura absolutamente nuestra y un arma de defensa debido a su forma discursiva capaz de alcanzar amplios públicos en países analfabetas. Estamos en la segunda parte del siglo xix y Altamirano asegura que La novela es el libro de las masas. Los demás estudios, desnudos del atavío de la imaginación, y mejores por eso, sin dispu-

ta están reservados a círculos más inteligentes y más dichosos, porque no tienen necesidad de fábulas y de poesía para sacar de ellos el provecho que se desea. Cuando Altamirano dice «los demás estudios» se refiere a la razón en su forma más pura. Como sabemos, no hay género más impuro que la novela: el género híbrido por excelencia. A diferencia de otros géneros que exigen un ejercicio intelectual mejor cultivado, el autor de El Zarco suponía que «La novela está llamada a abrir el camino de las clases pobres para que lleguen a la altura del círculo privilegiado y se confundan con él». Además de escritor y académico, Ignacio Manuel Altamirano también fue político. Como diputado, estuvo en el Congreso de la Unión en tres ocasiones. Ahí lo veo exponiendo el siguiente discurso: La novela instruye y deleita a ese pobre pueblo que no tiene bibliotecas, y que aun teniéndolas, no poseería su clave; el hecho es que entretanto llega el día de la igualdad universal y mientras haya un círculo reducido de inteligencias superiores a las masas, la novela, como la canción popular, como el periodismo, como la tribuna, será un vínculo de unión con ellas, y tal vez el más fuerte.

Flaubert decía que valemos más por nuestras aspiraciones que por nuestros actos. Altamirano vale por una cosa y otra a pesar de que sus aspiraciones en tanto a educar a las masas por medio de la novela hayan sido un fracaso. Sí, la novela es el género literario que más se consume en México y el mundo, pero no por las masas. A diferencia de lo que él pensaba, la novela no es el libro de las masas; y si estaba llamada a abrir la senda de los pobres para llegar al círculo privilegiado y confundirse con él, algo pasó en el camino que el pobre se quedó pobre y la masa ignorante, maltratada, explotada y, al parecer, feliz. La masa es incapaz de consumir novelas o algo que implique palabras. La masa solo consume imágenes, imágenes que por lo regular solo generan sentimientos e impresiones: pocas veces razonamientos complejos. Siempre será más fácil ser sentimental a ser intelectual. Ser sentimental no implica esfuerzo alguno. Ser intelectual implica un esfuerzo significativo. El éxito de la imagen sobre la palabra se debe, en gran medida, a esta condición. Juan José Luna. Escritor y director. Licenciado en Lengua y Literatura de Hispanoamérica. Columnista y colaborador de La ch y de Replicante.


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Música de Wagner para esos viejos locos del cine

José Antonio Monterrosas Figueiras Los amigos son tan, pero tan, espeluznantemente bellos, que yo les gritaría —¡Bienvenidos!— gozoso, lleno de lágrimas, así vinieran del infierno. Robert Lowell A la salud y la pronta mejoría del crítico de cine Gustavo García La radicalidad, la transgresión y el perfeccionismo forman parte de la personalidad de los trabajos fílmicos del danés Lars von Trier, el estadounidense Francis Ford Coppola y el alemán Werner Herzog. Pienso esto al volver los ojos a sus cintas Melancholia (Dinamarca-Suecia-Francia-Alemania, 2011), Apocalypse Now (Estados Unidos, 1979) y Nosferatu: Phantom der Nacht (Alemania, 1979), respectivamente, las cuales son versiones fílmicas de infiernos posibles en este mundo poblado de locura. En las tres, se relatan historias de ficción delirante; en la primera, el planeta Melancolía reventará al impactarse, sin remedio, con la Tierra y la espera es angustiante; en la segunda, un grupo de soldados se topa con la sinrazón humana producto de la guerra, el trayecto por un río entre la selva es un alucine; en la tercera, el vampiro Nosferatu lleva al pueblo la peste de las ratas a bordo de un barco con olor a podrido, el monstruo de la demencia va acechando a sus habitantes, pero hay un vínculo más que las entrelaza, me refiero a la música de otro no menos polémico personaje, como fue el alemán Richard Wagner, quien este año, el mundo de la cultura y el arte lo recordó al celebrar 200 años de su natalicio, el 22 de mayo de 1813. Wagner, ese genio compositor alemán antisemita, ese artista visionario con su «obra de arte total», con la que inspiró al dictador Adolf Hitler para la realización de sus más atroces ensoñaciones de limpieza racial en Alemania y el mundo, ese amigo

entrañable, sin embargo, del filósofo Friedrich Nietzsche, quien años después le dedicara al músico un ensayo con el nombre: Nietzsche contra Wagner. Ese «viejo mago del norte» —como lo llamara ese escritor— también ha sido inmortalizado en filmes de von Trier, Coppola, Herzog y otros más como Hitchcock, Chaplin o Buñuel, quien en su libro Mi último suspiro, relató que les gritaba, a quienes trabajaban en su película Un perro andaluz: «Mira por la ventana, como si estuvieras escuchando a Wagner. Más patético todavía». «Cabalgata de las Valkirias», por ejemplo, es uno de los fúnebres trofeos musicales de Wagner. Este drama musical —como gustaba definir a sus obras el artista— ahora forma parte, dijo el crítico de música Juan Arturo Brennan, de la «iconografía de la persecución». Esto en relación a que el cineasta Francis Ford Coppola decidió utilizarla en su largo filme Apocalipsis Ahora, cuando un grupo de soldados decide bombardear la playa de Hanói, en Vietnam, por órdenes de un coronel desquiciado, quien insiste en querer surfear en ese lugar. En unas bocinas, desde uno de los helicópteros que cabalgan por los aires, se anuncia la gran masacre con el comienzo del tercer acto de La valkiria, la segunda ópera de la tetralogía de El anillo del nibelungo, compuesta por Richard Wagner, recordando que con esos mismos compases los nazis sonorizaban las monstruosas torturas que realizaban en contra de los judíos, aprisionados en ghettos. Después del Holocausto nazi, eso sí, el cine es tan solo un divertimento o en el mejor de los casos, la reconstrucción de una pesadilla siempre latente de volverse a repetir. En el ensayo Nietzsche contra Wagner, el filósofo alemán escribe que hay una música sin porvenir y esa es la de Wagner. «La época de las guerras nacionales, del martirio ultramontano, todo este carácter de entreacto que es propio del estado actual de Europa, pudiera de hecho procurarle una gloria mo-


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Ojosdetopo mentánea a un arte como el de Wagner, sin garantizarle por ello un futuro.» Poco queda de eso cuando al ver Melancolía, de von Trier, se escucha, al comenzar el largometraje, el preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda, de Wagner, compenetrándose con los paisajes de la Tierra y Melancolía en colisión, una belleza abrumadora que acaban por acentuar el color orquestal melancólico de esas imágenes a través de las notas de esa melodía, entre tierna y majestuosa, que rodea al espectador en la sala cinematográfica. Cómo olvidar, además, ese 19 de mayo de 2011, en torno a la presentación en el Festival de Cine en Cannes, cuando el danés manifestó, en su conferencia de prensa por Melancolía, que: Quería ser judío y después descubrí que en realidad era un nazi, ya saben, porque mi familia era alemana, lo que también me agradaba. […] Comprendo a Hitler. Creo que hizo algunas cosas mal, sí absolutamente. […] No es lo que llamarías un buen tío, pero le entiendo bastante y simpatizo un poco con él. […] Vale, soy nazi. Aunque el cineasta se retractó después de ser nombrado como «Persona non grata» en ese evento fílmico y agregar que no volvería a dar nunca jamás una conferencia de prensa. Señaló, también, a la periodista Beatrice Sartori, amar la melodía de Tristán e Isolda, esto «por su pulsión romántica y porque habla de cómo la muerte de algún modo nos purifica. […] Es un sentimiento muy danés y alemán. Por eso, considero Melancolía una película esencialmente romántica». Melancolía, la historia de una recién casada —y al terminar la fiesta abandonada— quedándose con su hermana, su cuñado y su sobrino en esa mansión poscelebratoria, antes del fin del mundo. Belleza y horror reunidas frente a la catástrofe. Wagner, ya se dijo, fue un visionario porque para él la música en las óperas tenía que estar al servicio del drama. Para muchos fue un director de escena —tal vez en nuestros tiempos podría haber sido director de cine— más que músico. Creador de los leitmotivs, temas musicales que estaban asociados a toda la trama en sus historias, idea musical retomada en muchos de los filmes de género de ficción científica, fantasía y aventura. Wagner vivió errante y tras él las deudas económicas, lo que paradójicamente nutrió su obra, y tres mujeres lo marcaron en su vida y en sus composiciones; la actriz Minna, la poeta Mathilde y la hija de un amigo, Cósima. Un hombre, el rey Luis II de Baviera, le hizo realidad uno de sueños, montar en Bayreuth, Alemania, un teatro para presentar sus óperas, ahí mismo Wagner vivió en una mansión que el músico nombraría como «Paz tras la locura» (Wahntried). Es así que el 13 de agosto de 1876 se estrenaría ese recinto con innovaciones para la representación escénica como la eliminación de los palcos laterales «de tal manera que el espectador pudiese concentrar su total atención al escenario», explica el compositor Mario Lavista, y con esta finalidad, «él ordenó que la luz de la sala estuviera apagada durante la representación […] para evitar cualquier distracción mandó a construir lo que él llamó “el abismo mágico”, que hizo posible que la orquesta con todo y director tocara en un foso fuera de la mirada de los espectadores» («Laberinto», Milenio Diario, 18 de mayo de 2013).

En ese espacio se realiza, como cada año, el Festival de Bayreuth, para ver y escuchar la tetralogía de Wagner, la cual dura más de diez horas. El escritor Mario Vargas Llosa asistió a ella, lo cuenta en «Los dioses mueren en Bayreuth». Ahí explica que Wagner diseñó ese sitio para que sus óperas fueran vistas y escuchadas: En estado de alerta marcial y espiritual, en una postura física reñida con toda forma de abandono, descuido o complacencia. Ningún aplauso interrumpirá la función y, si algún imprecavido forastero rompe esa regla, cientos de miradas admonitorias lo vitrificarán en la oscuridad. […] Hay algo denso y funeral en este ambiente, sin dejar de ser electrizante. Pero tanta corrección y formalismo contrastan fantásticamente con el enloquecido aquelarre de que es escenario el teatro de Bayreuth cada tarde, cuando se levanta el telón, irrumpe la música y se desencadenan las pasiones, las hazañas, los crímenes que van tejiéndose en torno y a partir de ese pecado original. […] Tal vez la música de Wagner nos acerque más al diablo y al infierno que a Dios y al cielo, pero, no hay duda, gracias a ella salimos de la vida cotidiana y previsible, de lo rutinario y sabido, y accedemos a un mundo de valores y formas distintos a los que estamos acostumbrados, un mundo de excesos y de extremos, de absorbente belleza y aterradores peligros, de pasiones desorbitadas y sensaciones exquisitas. Una música que es siempre una revelación y una catarsis. […] Lo extraordinario es que, después de cada una de las óperas de la Tetralogía, los wagnerianos de Bayreuth, en vez de tomarse un Válium y meterse a la cama a recuperarse de la tremenda experiencia, invadan las tabernas de la ciudad y apuren grandes jarras de cerveza y fuentes de salchichas con bratkartoffeln y sauerkraut. (Piedra de toque, El País, 8 de agosto de 2010).

En tanto, para el realizador cinematográfico Werner Herzog, quien también ha sido director de escena operística, y quien musicalizara películas como Nosferatu con El oro del Rin, de Wagner, ha comentado estar un poco harto sobre los temas referentes al compositor y su antisemitismo, así como de los chistes de las películas de Woody Allen sobre el compositor alemán. «Wagner fue una persona problemática», subraya Herzog en una entrevista con Miguel Ángel Villena (El País, 29 de enero de 1999), que llevó una vida casi mediocre y que tenía una personalidad bastante anodina. Pero su música es grandiosa, conmovedora y brillante. Parece una contradicción lo que afirmo, pero no lo es en absoluto. […] En cualquier caso, Wagner no es el responsable de Hitler como tampoco se puede acusar a Marx de los crímenes de Stalin. Es «el gran sacerdote de la religión artística», como le dijera Nietzsche a Wagner y su música para «atacar los nervios», yo agregaría en infiernos fílmicos espeluznantemente bellos y repletos de locura, apocalipsis y catástrofe melancólica sin fin.

José Antonio Monterrosas Figueiras. Periodista cultural independiente y comunicólogo. Participa en la revista Replicante y edita la revista digital Cronotopo.


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