Revista literaria del Instituto Sinaloense de Cultura AĂąo 3 | NĂşmero 10 | Agosto de 2013
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Contenido 3 Presentación 4 El olor de la gobernadora | Mónica L aví n 6 El poeta que volvió mañana | R a fael Toriz 7 No sabría decir el sino de la luz | Felipe Vá z q u e z 8 La poesía de náufrago —Georg Büchner a 200 años de su nacimiento | H er w ig Weber 9 Poemas | Patricia B ojór q u e z 10 Interpretación simbólica de San Jorge y el Dragón, de Rubens | Jorge C ontreras 11 José | A na ï s A bre u 12 Deleuze, creador y atleta | R amón C astill o 13 Poema | Patricia B oj ór q u e z 14 Fantasía sobre las relaciones entre Poesía y Fotografía (segunda parte) | R ené H ig u era 15 Poemas | A ntonio R iestra 16 Orfandad de la lectura | R icard o R . L au dato 18 Belle Isle, 1949 | Philip L e vine 19 Mujeres lavando ropa en el río Kabul / Women washing clothes in the Kabul river | S u san Gu bernat 20 La poesía de Ramón Xirau | J orge Ortega 21 La poesía de José Ángel Leyva. La fuerza evocadora | T eresa A m y 22 Mariposa real | E steban Du bl í n 22 Son solo palabras | A ndrea G on z á le z C ru z 22 Pequeñeces | A dá n E che v err í a 22 Travesía | Diana R a q u el H ern á nde z M e z a 22 Diario de la embriaguez | Ru bé n R i v era 23 La creación | J o s é Lu is S andí n 23 Tinta de mi tinta | Roberto Abad 23 Círculo | E d uard o S ab u gal Torres 24 Los diálogos de Marina | J o s é Ángel L e y va 25 Álvaro Cunqueiro: vicios compartidos | A le y da Rojo 26 Las violetas son flores del deseo | M elly Pera z a 27 La danza: hojas de papel volando… | S ergio U z á rraga Ac o sta 28 Cormac McCarthy y la tradición literaria norteamericana | Víctor L u na 30 El fruto de todos | J orge I vá n C havar í n Montoya 31 Poemas | Mónica Morales Ro cha 32 abcinato | M artha E v elia Pé re z Obes o 33 Viento | J uan M á r q u e z Zatar á in 33 Costumbre de los lazos | T eresa Av ed oy 33 Naufragio | A l f red o S o to 34 Una vez más | E . Y é piz
Las imágenes que ilustran el presente número son obra de Teresa Clark. Pintora, ilustradora y fondista para animación. Actualmente vive en el D. F.
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presentación
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on la convicción de que el hacer y el quehacer literario es una constante en el ámbito cultural e intelectual de Sinaloa, de que no hay marcha atrás y todos son pasos hacia adelante en el terreno de la literatura, publicamos este décimo número de Timonel, que a más de dos años de estar en circulación es una revista leída, apreciada y valorada no solo por la comunidad literaria local, sino también por la que habita en otros lugares del país y generosamente nos hace llegar sus trabajos para que sean publicados. En esta ocasión, Timonel abre con «El olor de la gobernadora», relato de la reconocida escritora Mónica Lavín, quien, con una prosa provocadora y evocadora, nos hace admirar su habilidad y exquisitez en el arte del narrar. Y mientras vemos a Benilde, el personaje central de la trama, tomar un café negro, caliente y espeso, solo con dar vuelta a la página, nos encontramos con «El poeta que volvió mañana», un bello ensayo de Rafael Toriz sobre la estancia de Federico García Lorca en Nueva York, en donde escribió, precisamente, Poeta en Nueva York. Y para complementar el cuadro podemos leer los versos llenos de luminosidad que Felipe Vázquez nos obsequia. Así como el ensayo de Ramón Castillo «Deleuze, creador y atleta». Herwig Weber, por su parte, nos acerca a Georg Büchner (uno de los grandes clásicos de la literatura alemana) y traduce para nosotros un fragmento de «Lenz», el emblemático relato del autor, derivado de los testimonios sobre la enfermedad del poeta Michel Reinhold Lenz (1751-1792). Y si de traducciones se trata, publicamos también la segunda parte del ensayo «Fantasía sobre las relaciones entre Poesía y Fotografía» de Mark Strand, traducido por René Higuera, quien hace de la traducción un verdadero ejercicio poético. Los traductores Rosabel Salazar y Óscar Paúl Castro nos ofrecen los poemas «Belle Isle, 1949» de Philip Levine, y «Mujeres lavando ropa en el río Kabul» de Susan Gubernat. Esto, por supuesto, no es todo, más bien pareciera ser solo el principio, pues páginas más adentro, el poeta Jorge Ortega reivindica la creación poética en la figura de otro gran poeta y también ensayista, el español Ramón Xirau. Jorge Contreras hace de San Jorge y el Dragón, de Rubens, un auténtico símbolo poético. Ricardo R. Laudato, con el provocativo título de «Orfandad de la lectura», hace énfasis en la gran diferencia de la lectura como entretenimiento e información y la lectura como aprendizaje y arte. José Ángel Leyva escribe sobre el poemario Continuo Mudar del poeta español Luis de Marina, y Teresa Amy nos descubre y redescubre, como en pinceladas de versos, la poesía de José Ángel Leyva, reunida en el volumen Duranguraños. En este espacio, permítasenos hacer un reconocimiento a los escritores y poetas de Baja California, Sonora y Sinaloa, que número a número nos hacen llegar sus colaboraciones. Ya mencionamos a Rosabel Salazar, Óscar Paúl Castro, René Higuera. Debemos nombrar ahora a Aleyda Rojo, Melly Peraza, Dina Grijalva, Claudia Bañuelos, Alma Vitalis, Víctor Luna, Rubén Rivera, entre otros. Y a los nuevos que se suman Juan José Luna, Jorge Chavarín, Martha Evelia Pérez, Teresa Avedoy, Mónica Morales Rocha y a las jóvenes poetas Patricia Bojórquez y Anaïs Abreu. Y nuestro agradecimiento a la artista plástica Teresa Clark que ilustra con su obra el presente número de Timonel. Fraternalmente M a rí a L ui s a M i r anda M onrre al Directora General del Instituto Sinaloense de Cultura
M ario L ópe z Valde z
| Gobernador Constitucional del Estado de Sinaloa
F r ancis co F rí a s C a st ro
| Secretario de Educación Pública y Cultura
J uan J o sé R odrígue z | A le y da R ojo | C l audi a B añuel o s | C arl o s M a ciel | D ina G rijalva
Timonel es una publicación trimestral del Instituto Sinaloense de Cultura y del Gobierno del Estado de Sinaloa. Es de distribución gratuita y los contenidos que aquí se publican son responsabilidad de sus autores. Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación deberá reproducirse total o parcialmente sin citar la fuente.
Coeditores
Culiacán (Sinaloa), agosto de 2013.
M arí a L uis a M ir anda M onrre al
| Directora General del isic
É lme r M end oza
| Director de Literatura y Publicaciones
E rne st ina Yépi z
| Jefa del Departamento Editorial
Consejo Editorial
Wendy F éli x , J uan E sme rio Navarro, M ari tza L ópe z.
Correspondencia y colaboraciones dirigirlas a timonel.isic@hotmail.com Diseño Editorial
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El olor de la gobernadora No se habían visto en mucho tiempo. La verdad es que nunca se habían visto mucho. Su vida era una serie de discontinuos. De emociones intensas y futuro prometedor, de horizonte vibrante y de pantanosos interludios. ¿O serían los momentos de luz los que interrumpían lo cenagoso? Eso se preguntaba Benilde mientras seguía al maître a la mesa donde él esperaba. Quería repasar los rostros de los que a esa hora agitaban el elegante restaurante de la ciudad donde ella estaba de visita. Pero no se podía concentrar, los miraba sin atención, porque la distraía la incógnita de la emoción que correspondería al encuentro con él entre copas de vinos y platos blancos que llevaban finuras. El maître le indicó el sitio donde él fisgoneaba el menú, ella se acercó y él se puso de pie, cortés, tímido tal vez, aunque no lo era. Le dio un beso en la mejilla y un abrazo, que pareció interrumpir por pudor. Era conocido en aquel lugar que frecuentaba a la hora de la comida como lo había delatado el trato del maître. ¿Qué tanto podía demostrar que le emocionaba verla? Esa era la explicación que ella se daba, nerviosa, sentándose frente a él como lo indicaban los cubiertos sobre la mesa. Ella reparó sin asombro en que él tenía menos pelo, arrugas más intensas alrededor de los ojos y tal vez algunos kilos de más. No juzgó su aspecto y eso le sorprendió. De entrada aceptaba su fisonomía labrada por los años, aún más, le gustaba lo que la intensidad de su mirada había provocado en la piel que enmarcaba los ojos. Era un profesor de alto rango en la universidad de ese país al que había sido invitado hacía unos años. Y ella estaba de paso. Una conferencia sobre las civilizaciones fluviales en América la había llevado hasta allá. No eran muchas, había reparado cuando escogió el agua y las civilizaciones en América como tema de estudio. Sin duda su origen lacustre en la Ciudad de México lo había dictado. Un correo electrónico la tenía ahora frente a él. De cuando en cuando se daban señas de sus pasos, a veces se hacía un silencio que correspondía al acomodo emocional de sus vidas. Nuevas parejas, rompimientos, recuperaciones, trabajos, proyectos. Inevitablemente llegaba un momento en que ella o él, no había orden para romper ese silencio, preguntaba cómo estás. Bastó aquella pregunta para iniciar una nueva oleada de prudentes pero cariñosos correos, pequeñas sentencias que daban cuenta que aquello fino, irregular y duradero se había construido inevitablemente. A pesar de ellos. Les gustaba pensar eso, siempre se decían: Esta vez no permitiremos que nada sabotee nuestra comunicación, tenemos la edad para poderla defender. Acto seguido empeza-
ban a soñar, los correos (alguna vez fueron cartas) insinuaban las fantasías postergadas: leer un libro y comentarlo, desayunar en una terraza, beber un estupendo vino con la cena, caminar, marcar en el mapa qué lugar querían conocer, o revisitar, tener una casa de campo donde reunir a los hijos de cada cual, después habían añadido a los novios, esposos o hijos de sus hijos. ¿Vino tinto?, preguntó él, cierto que ella respondería que sí, como siempre lo había hecho. Ella recordó aquella ocasión en un bar, robada a alguna de las visitas de él a la ciudad de México, en que el trío cantó una canción (la memoria la traicionaba a últimas fechas y no podía saber cuál era la melodía, estaba segura de que si le peguntaba, él podía completar el recuerdo) y de pronto advirtieron que una mujer elegante y solitaria en la mesa de junto lloraba. Ambos se conmovieron, con delicada compostura mostraba su fragilidad en público. Él, con el ímpetu emocional que lo caracterizaba, le dijo que qué bonitas lágrimas (¿serían esas las palabras o ella pensó eso y quiso que él dijera aquello?). La mujer, aliviada, aunque descubierta, explicó que era viuda reciente y que esa canción les gustaba a ella y su marido. ¿Habrá dicho eso? Se atrevía a tener ese rato en un bar, ella no pudo menos que admirar el espíritu de aquella señora. Querría ser como ella. A veces así se sentía: viuda, pero sin muertos. —Nos trae un poco de jamón crudo —pidió al mesero y luego se dirigió a ella—. ¿Cómo has estado? Resumió su vida y estados de ánimo. Ya no le era difícil, aunque desconocía qué sentiría sabiendo que él había rehecho su vida (como lo contó ante su inminente visita). Pensó que estaría por encima de ello, pero ahora que él no se mostraba especialmente cariñoso, anhelaba ser el objeto de su devoción como alguna vez lo fue. Deseaba abandonar el tono intelectual de la conversación, los pormenores fríos y concretos de quien entrega un balance. Eludía la pregunta agazapada en su lengua como aquel pedazo de jamón, animal curado, instigador, que seducía su lengua. ¿A quién se le había ocurrido satanizar los embutidos? La verdad es que no había que satanizar más que lo insulso. No permitiría que lo insulso se apoderara de su vida, pensó ella con los ojos concentrados en aquel sabor mientras la pregunta amarga se pasaba con el trago de vino. No debía boicotear la única comida juntos en aquella ciudad lejana. Le venía de golpe la sensación de bienestar cosechado. Lo sabía pasajero, pero reconocía que estaba en su elemento. Comer bien, beber buen vino, conversar, no sentir presión laboral, no sentir el peso de la
D. F. Idealizado (fragmento). Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 7.5 x 34.5 cm, 2011.
Mónica L avín
5 ciudad donde vivía, corría, entraba, salía. Y sentir que todo fluía, que con él no se podría aburrir. ¿Y si me quedo aquí a la vera de este río?, pensó arengada por la protección que él seguía prodigando. No puedes dejar de ver esto y lo otro, dijo mientras su mano enlistaba o dibujaba pero no le decía lo que ella deseaba: me gustaría verlo contigo, yo te llevo. Ella tampoco iba a quebrar la madurez de su encuentro, después del último desfalco, con un imprudente me gustaría que tú me mostraras todo eso, que caminaras a las librerías conmigo, que nos sentáramos en un café, que miráramos, miráramos, miráramos. —¿Qué piensas? —notó él su lejanía. —Nada… qué bueno vernos. Llegó la carne «al punto» y las papas y pimientos, y ella se dejó de interesar en la comida porque el vino se llevaba las palmas, porque mientras él contaba qué era de cada uno de sus hijos y ella hacía lo mismo, imaginó el tablón con bancas en un jardín con el que habían soñado. Todos alrededor, comiendo y bebiendo vino, los pequeños jugando, era verano en un lugar indefinido: un poco el sur de España o de Italia, un poco México. Un espacio en la cabeza, en la escenografía que fabricaban juntos. Pero cuánto tiempo había pasado. Esta vez ella no permitiría el desliz de esa vena que invitaba a sospechar qué vida tan rica e intensa habrían tenido juntos, cuánto afecto para los suyos, cuánto amaban a las familias. No después de un desconcertante silencio, de una interrupción brusca de los sueños. Ella contó de sus padecimientos metabólicos, él de sus problemas reumáticos. No lo soportó y cuando daba el último mordisco a la carne, convocó a su juventud. Había que salvarse del tiempo. —No olvidaré el olor de la gobernadora. Se rio en cuanto terminó la frase, fuera de contexto era curiosa. Eran esas hojas del desierto duranguense que por su hedor inhibían el apetito de los rumiantes, y que por lo mismo reinaban a sus anchas en el paraje de la candelilla y la biznaga. —Ni la cara que pusiste cuando te acerqué el puño de hojas machacadas entre mis dedos —añadió. —Ni yo cómo abrazabas tu cuaderno de notas mientras caminábamos y nos explicaban lo que investigaban los biólogos en ese paraje. Ella tuvo un atisbo de sí misma: el pelo largo, la blusa a rayas verde lavanda; y de la mirada de él mientras le preguntaba más sobre esa hoja hostil y poderosa; de la dulzura e intensidad de la mirada aceitando ese paseo, ese momento en que se detuvieron y contemplaron el horizonte de arena y piedra, huizache y mezquite y ella presionó las hojas diminutas y hediondas entre sus dedos. No es que no se hubieran contado esta escena en las ocasiones en que habían atizado una posibilidad de encuentro, lo habían hecho una y otra vez. Pero esta vez, ella añadió lo que era inútil guardarse. —Aquella noche me supe perdida. Sola en aquella habitación con muchas camas pensaba en ti. Solo pensaba en ti. Y luego el camino lo habían tejido las indecisiones, los destiempos, las cobardías mutuas, las dudas de uno o de otro. Ya no
tenía caso reprocharse nada, salvo lo que había ocurrido en esa última y tardíamente luminosa ocasión. —¿Quieres postre? —¿Lo compartimos? Por lo menos eso sí podían hacer, sin prisa y sin culpa. Meter la cuchara a aquella blandura de chocolate. Pasarla con lo que quedaba del vino, los dos sabían que sus miradas se habían suavizado y que el uno y el otro eran más indulgentes, menos temerosos, aunque menos atrevidos. Quedaba el resto de la tarde, y ya él había advertido que tenía reunión de academia, en cambio ella estaba de paso y el tiempo se distendía sin frontera alguna. Como aquel día en que la tarde se prolongó hasta un horizonte inacabable, como si echara a manejar por una carretera interminable: asfalto gris y horizonte. Tuvo un chispazo de certeza, lo que hasta entonces había estado bajo la bruma de la duda la asaetó de claridad. Sí quería estar con él, sí quería una vida con él. Había sido antes de su matrimonio, en el interludio donde se deciden los caminos. Sí, sí, le habló, quiero estar contigo. Sí, sí. Una semana después supo que su silencio se debía al viaje de bodas de él con otra mujer. Qué despistada había estado, qué fuera de lugar. Ahora comprendía que con él todo tenía que ser rápido y en el hervor de la ilusión, ella tenía la costumbre de andarse más despacio. Por eso en el nuevo interludio en el que se habían encontrado pocos años antes, ella había dicho aquella impertinencia. Un sexto sentido la llevó a protegerse. Él ya no hablaba de las ganas de que se vieran intermitentemente estando cada uno en distinto país, por el contrario subrayaba lo difícil de la soledad. El terreno de otra situación se estaba preparando. Ella no se quedaría atrás en este nuevo orden. Sí, es difícil, había dicho entonces. A mí no me gusta ir sola a los lugares. —Dos expresos —pidió él ya sin consultarla—. Cortado para la señora. Y luego preguntó desde la trinchera de la inminente despedida: —Y tú, ¿vives con Adolfo Ramos? ¿Adolfo Ramos? Había sido el nombre que soltó en aquella última cena —una mentira piadosa, un barniz de vanidad— antes del abismo que hoy intentaban salvar con tablones de prudencia y sinceridad, creyendo que se podían combinar. —No, para nada. Es un amigo —se defendió sorprendida. Dio un sorbo al cortado y ya no se atrevió a mirarlo. Adolfo Ramos… murmuró para sí y pensó que tendría para ella sola una tarde infinita. Deslizó una miga de pan por el mantel para que cayera al piso. Sintió la fragilidad de su destino. Y pensó en el absurdo y la tristeza.
Mónica Lavín. Escritora. Ganadora del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por su novela Ruby Tuesday no ha muerto (1996). Autora de: Hotel Limbo (2008), La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert (2008), Yo, la peor (2009), entre otros.
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El poeta que volvió mañana
Rafael Toriz
Aunque ahora ya no valgan nada, hubo un tiempo en que los poetas eran los encargados de calibrar el espíritu de la época. Eran ellos —no los reyes, ni los comerciantes y mucho menos los gladiadores— a quienes se acudía para conocer el rumbo del viento y los augurios del porvenir. Ellos nombraban los misterios y el corazón de lo visible. A esa extirpe extinta perteneció Federico García Lorca, uno de los instantes más originales de la lengua quien, como Baudelaire, cantó desaforado —y antes que nadie— la vertiginosa relación entre el hombre triturado y el despotismo de la urbe (en alguna carta, escribió a un amigo diciendo que sus poemas eran «una interpretación personal, abstracción impersonal, sin lugar ni tiempo dentro de aquella ciudad mundo. Un símbolo patético: sufrimiento»). Si Walter Benjamin fue quien nos heredó París como capital del siglo xix, Lorca es quien apuntala Nueva York como el centro indiscutible del siglo pasado. Una Babilonia de hierro para el pecho del poeta enamorado. En 1929, luego del éxito arrollador que había obtenido con su Romancero gitano, deplorado por Salvador Dalí y Luis Buñuel que lo consideraban rústico y costumbrista, Lorca partiría rumbo a Nueva York, un destino que no contaba entonces con el prestigio de París, donde todos los artistas europeos de valía estaban afincados y que funcionaba activamente como la capital literaria de la Generación Perdida. Unos cuantos años antes, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Faulkner y Steinbeck vivían la bohemia parisina —algunos incluso la guerra— y publicaban sus obras más significativas. Para Lorca, sería su primer viaje al extranjero. Recién llegado, se matriculó en la Universidad de Columbia en un curso de inglés para principiantes, pero al poco tiempo, como todo artesano con cojones, abandonó los estudios y se puso a trabajar en Poeta en Nueva York, obra que lo alejaría de sus hallazgos anteriores y, merced de un surrealismo macerado, serviría, por una parte, como testimonio de un poeta rural ante una sociedad industrializada en momentos de la Gran Depresión. Por otra, sería una obra marcada por el ritmo y el florecimiento de Harlem, así como por las crudas condiciones de los negros en Estados Unidos. Luego de observar el break down del capitalismo con sus propios ojos, es más fácil penetrar los versos infames de la «Danza de la muerte»: De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso que atraviesa el corazón de todos los niños pobres […] Que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, que ya vendrán lianas después de los fusiles.
Para Lorca, Poeta en Nueva York era una reacción lírica y una sensación geométrica que devenía angustia, por ello, en una de las conferencias que dio al respecto del poemario, invocaba al duende, es decir, a la capacidad de captar las metáforas en el momento en el que emergen, sin necesidad de un aparato crítico o de grandes esfuerzos intelectuales (a no dudarlo, el duende es su mayor aporte a los estudios literarios). Hasta el día de hoy, leer este libro es una experiencia trepidante, infarto que enfrenta al hombre de la manera más implacable con la ciudad, como le sucedió el 4 de julio de 1929, al visi-
tar la playa de Coney Island y escribir el «Paisaje de la multitud que vomita (anochecer en Coney Island)»: Yo, poeta sin brazos, perdido/ entre la multitud que vomita,/ sin caballo efusivo que corte los espesos musgos de mis sienes.1 Hastiado de la muchedumbre y enemistado con la vida maquinal americana, luego de nueve meses en Manhattan partiría hacia la Habana, dejando plantada a una audiencia que lo esperaba para una conferencia, con la que tuvo la deferencia genial de mandarle como sustituto al plomazo de Dámaso Alonso. Sería en esa visita a Cuba donde volvería a sentirse radiante, en medio de un ambiente cálido donde la sexualidad es más distendida, y el entorno tropical acabaría por recordarle a Andalucía. Será justamente en este viaje donde escriba «El poeta llega a La Habana», un conjunto de tres poemas que clausura el libro neoyorquino entre los que destaca «Son dos negros en Cuba», del que Rubem Fonseca ha compartido una bella alusión en su libro misceláneo La novela murió.2 Lo que ha hecho la Biblioteca Pública de Nueva York, en el emblemático edificio Stephen A. Schwarzman de la Quinta Avenida con la calle 42 —luego de más de medio siglo de que el original permaneciera perdido— es montar una exposición con el manuscrito, que incluye dibujos hechos por el poeta, algunas fotografías y finísimas tintas que completan el tono preciso que el autor había dispuesto luego de varios años de ensayo y ensamblaje (recientemente el libro fue publicado en su versión definitiva por Galaxia Gutemberg, en una edición al cuidado de Andrew A. Anderson; y el 5 de junio, Patti Smith ofreció un concierto con algunos de sus poemas preferidos del poeta). Y es que un día de julio de 1936, Lorca visitó en Madrid a su amigo José Bergamín, editor de Cruz y Raya, para dejarle el manuscrito, y al no encontrarlo escribió una nota en la que se leía: «Querido Pepe: he venido a verte. Creo que volveré mañana». Pero el poeta nunca volvió. A los pocos días sería brutalmente asesinado en las afueras de Granada. Y su cuerpo enterrado en una fosa común. Ahora, cuando la palabra de los poetas ya no vale nada, alcanza a brillar una centella que, pese al fulgor, el abismo y la crueldad de las ciudades, nos recuerda que algunos hombres siempre cumplen lo que prometen. El presente texto fue primeramente publicado en el número 69-70 (julio-agosto 2013) de Casa del Tiempo, publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana (uam), con la que Timonel mantiene un intercambio de colaboraciones.
1 Se sabe que el 4 de julio de 1929, fecha en que el poeta visitó la península, arribaron a la playa más de un millón de visitantes, lo que da una muestra a cabalidad del horror que debió experimentar Lorca ante tan afanosa muchedumbre. 2 El texto lleva el título de «La rubia cabeza de Fonseca». El interesado en la anécdota puede cotejar la siguiente dirección electrónica http://franciscovazbrasil.blogspot.com.ar/2011/03/larubia-cabeza-de-fonseca-una-breve.html. Rafael Toriz. Egresado de la Universidad Veracruzana. Entre sus publicaciones destacan Animalia, editado por la Universidad de Guanajuato y Metaficciones, editado por la unam, ambos en 2008.
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No sabría decir el sino de la luz
F e l i p e Vá z q u e z Caerse del caballo, y dar aún más lejos. De esta luz, bebo el cáliz de la sombra.
Cielo arriba se despeña, pez de río vertical, esta columna
Dar un salto sobre sí, caer en la jaula del espejo. El yo
se alza de mi voz, sin ironía restaura la vasija, encarna
machaca huesos, una leona lame la sangre del caballo.
el torso del cielo, casi esquirla lejos del aura, del oro, de lo ido.
Al cerco de mi sangre se perfila y, al saberme carne de su carne,
Había vuelto de la nada, no era nada pero estaba, casi caída hacia adentro, menos
se abre en muros donde el alba no sabría. Decir el sino de la luz
torso que mi tarso pero ahí con su roja sed. En la glacial
por dentro nos desuella, el alma da nombre al espacio de la falla.
pira de tu carne, el toro bebe espejo, y tu sed lo deshabita.
Donde el ser es lejanía, mi casa dobla por el río y, naja del cenit, puente hacia ¿dónde? se desata. El río de mis palabras desemboca en este mar de grietas cuyo oleaje recuerda en tus ojos mi naufragio. Latigazo de ser en el vacío, la casa anochece gacela asida por la garra.
Canción. Óleo/acrílico sobre tela, 50 x 50 cm, 2010.
Felipe Vázquez. Ensayista y poeta. Autor de Tokonoma, Signo a-signo, Archipiélago de signos: ensayos de literatura mexicana, Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible y Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto. Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen y Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas.
Ciudad VI. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 9.8 x 36.8 cm, 2013.
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La poesía de náufrago —Georg Büchner a 200 años de su nacimiento
Herwig Weber
Georg Büchner (1813-1837) es uno de los grandes autores clásicos de la literatura alemana. Clásico se refiere aquí a un sentido canónico. La pequeña obra literaria de Büchner —dos piezas de teatro, un fragmento con escenas teatrales y un cuento breve en prosa— es omnipresente tanto en la escena teatral actual de Alemania así como también referencia para adaptaciones al cine o nuevas creaciones literarias. El premio literario alemán más destacado en el presente tiene el nombre de Georg Büchner. Las lecturas de los premiados, entre ellos Anna Seghers, Paul Celan, Günther Grass, Peter Handke o Elfriede Jelinek, añaden a la historia de la literatura cada año nuevas interpretaciones de los textos de Büchner. Georg Büchner es todo lo contrario de un autor clásico. Sus textos son eróticos, fragmentarios, sensualistas, anarquistas, realistas y plebeyos. La muerte de Dantón (1835), por ejemplo, es una obra de teatro, la única publicada en la corta vida del autor, que medita sobre los años del Terreur, la sangrienta lucha entre Dantón y Robespierre por el camino hacia el futuro de la Revolución francesa. La primera puesta en escena fue hasta 1902, ya que por mucho tiempo nadie se atrevió a pronunciar este lenguaje directo y obsceno que acompaña a las sangrientas alucinaciones de estrangulación y ejecución. En el siglo xx, los textos de Büchner fueron redescubiertos como testimonios tempranos de una modernidad tardía que tiene como características más destacadas el interés por el realismo fragmentado y los conceptos relevadores respecto a las relaciones lenguaje-sociedad-poder o violencia-erotismo, entre otras. Su literatura intenta desenmascarar, cien años antes del surgimiento de la Teoría Crítica, lo que los centros de poder intentan cubrir mediante la mentira y el fanatismo. Su método de investigación para sus obras es científico; su expresión, llena de una metafórica renovadora, es anticientífica, es auténtica, es el lenguaje de la calle. Su literatura es poésie du naufrage,1 que niega cualquier posibilidad de utopía. El náufrago en su fragmento de teatro Woyzeck (primera publicación póstuma en 1879) es un regresado de la guerra, un amante desesperado, más débil que sus rivales, esquizofrénico, explotado laboral y psíquicamente —el ecce hommo, el humano reprimido freudiano, el hombre moderno. La hermana de la negación de la utopía es la negación de la individualidad racional, la posibilidad dentro de la condición del humano de confundirse con el todo, con lo natural, con lo universal, con todo lo que marca al mismo tiempo su origen. La identidad del sujeto es desde Sócrates y Aristóteles una base para el pensamiento occidental, reforzada por el Cogito me cogitare de Descartes. Que la identidad del sujeto —en separación con el 1 Como lo expresa Werner R. Lehmann en su epílogo a una edición alemana de las obras de Büchner: Obras y cartas, Hanser, Munich, 1980.
carácter caótico de la naturaleza— radica sobre todo en la capacidad de su conciencia para la auto reflexión, es el fundamento más paradigmático para una literatura moderna, ya que implica tanto un punto de vista fijo hacia un objeto, como la posibilidad de introspección hacia la conciencia (del narrador mismo o de un protagonista). El cuento en prosa poética Lenz (1839), cuyo principio presentamos en una nueva traducción, es uno de los primeros textos literarios que describe estados no-idénticos de subjetividad, que describe la esquizofrenia. La conciencia de Lenz —Büchner se orienta en la descripción de los estados de su protagonista en los testimonios sobre la enfermedad del poeta Johann Michael Reinhold Lenz (1751-1792)— se confunde en su caminata en las montañas con la naturaleza, se infla y se retracta. Con estas descripciones, Büchner cuestiona uno de los lemas fundamentales del pensamiento científico occidental: la diferencia entre sujeto y objeto, la distancia objetiva mediante un sujeto idéntico. Sin embargo, la misma duda en esta aporía es bastante moderna. Herwig Weber. PhD en Literatura Comparada y Letras Hispánicas (Universidad de Viena). De 2003 a 2008 fungió como lector austriaco de la Embajada de Austria en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Actualmente es profesor de tiempo completo en la Universidad del Claustro de Sor Juana, México D.F. Entre sus últimas publicaciones destacan dos versiones de una antología de cuentos austriacos (Conaculta, 2012).
Georg Büchner: Lenz (1839) El 20 de enero Lenz caminaba por las montañas. Las cimas y grandes planos de montañas en la nieve, los valles hacia abajo piedras grises, planos verdes, rocas y abetos. Hacía un frío húmedo, el agua chorreaba por las rocas y brincaba sobre los caminos. Las ramas de los abetos colgaban pesadamente hacia el aire húmedo. En el cielo viajaban nubes grises, pero todo era muy tenso, y después la niebla se evaporaba desde abajo y se deslizaba pesada y húmeda por los arbustos, tan desidiosa, tan torpe. Él seguía el camino con indiferencia; era un camino que no le importaba, a veces hacia arriba, a veces hacia abajo. No sentía ningún cansancio, solo a veces le molestaba no poder caminar de cabeza. Al principio sentía presión en el pecho cuando las rocas se alejaban saltando, cuando se sacudía el bosque gris debajo de él, y cuando la niebla a veces consumía a las formas y a veces medio develaba los miembros enormes; algo se apresuró en él, buscó algo como sueños perdidos, pero no encontró nada. Todo le parecía tan pequeño, tan cercano, tan húmedo, le hubiera gustado sentar a la tierra detrás del horno, no entendió por qué necesitaba tanto tiempo para descender, para llegar a un punto lejano, pensó que tendría que remontar Todo con un paso. Solo a veces, cuando la tor-
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Poemas
Pat r i c i a Bojórquez Va la novia sembrando centeno —se mojó la luna— la palabra hincada en la tierra brota cortejando la niebla de su cauda labrantío en flor que el viento enciende y el agua amansa mi plegaria es el pan que ilumina la sangre tu aliento flor abierto en flor ágata caída vamos por nuestras cestas La reina lleva
La reina lleva.
Ven aquí se enciende la palabra al pasar la luna
Botánica III. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 27.5 x 21 cm, 2011.
mi lago no sabe del viento.
Patricia Bojórquez (Los Mochis, Sinaloa, 1987). Poeta y arquitecta. Ha publicado en el libro colectivo Canto a la sombra del Venado Muerto (Palabras del Humaya, 2012).
menta lanzaba a las nubes a los valles y cuando se evaporaba hacia arriba desde los bosques y cuando las voces despertaban en las rocas, a veces como un trueno que se pierde a lo lejos, pero se acerca potentemente con gran velocidad, con sonidos como si quisieran festejar con su salvaje canto a la tierra, y las nubes se acercaban como caballos que relinchaban salvajemente, y el brillo del sol pasaba entre ellas y venía y jalaba su espada brillante sobre los planos de nieve, de forma que una clara luz cegadora cortaba sobre las cumbres hacia los valles; o cuando la tormenta arreaba las nubes hacia abajo y abría violentamente un lago azul-brillante, y después el viento se extinguía y zumbaba como una nana y un tañido desde muy abajo desde los barrancos, desde las cimas de los abetos, y en el azul oscuro subía un rojo silencioso y atravesaban pequeñas nubes con alas de plata y todas las cimas nítidas y macizas brillaban y resplandecían hasta muy lejos sobre el paisaje, le dolía el pecho, estaba parado, jadeando, el cuerpo doblado hacia enfrente, ojos y boca muy abiertos, sintió como si tuviera que integrar la tormenta en sí, aprehender todo en sí, él se expandió y yació sobre la tierra, se cavó dentro del universo, era un placer que le dolía; o estuvo parado sin moverse y puso la cabeza en el musgo y medio cerró los ojos, y después todo se alejaba, la tierra debajo de él se fundió, se
volvió pequeña como una estrella errante y se hundió en un río revoltoso que seguía su cauce claro debajo de él. Pero solo eran momentos, y después se levantó sobrio, firme y tranquilo como si hubiera pasado un juego de sombras delante de él. Ya no sabía nada. En el ocaso llegó a la cima de la montaña, al campo de nieve desde el cual uno baja de nuevo al llano en el oeste. Se sentó en la cima. Al llegar la noche, el ambiente se había calmado; las nubes yacían firmes e inmóviles en el cielo. Él miraba a lo lejos, solo había cumbres desde las cuales bajaban amplios planos y todo era tan silencioso, gris, tenue. Se sentía muy solo, estaba solo, muy solo, quería hablar consigo mismo, pero no podía, apenas se atrevía a hablar, al doblar su pie tronó como una tormenta debajo de sí, se tuvo que sentar; le agarró un miedo sin nombre en esta nada, estaba en el vacío, se abría a fuerzas y volaba hacia abajo. Se había vuelto oscuro, el cielo y la tierra fusionados. Le parecía que algo lo seguía, y como le tenía que pasar algo horrible, algo que los humanos no pueden soportar, como si la locura le persiguiera cazándole encima de caballos. Por fin escuchó voces, vio luces, le dijeron que sólo le faltaba media hora para llegar a Waldbach. […] Trad.: Herwig Weber
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Interpretación simbólica de San Jorge y el Dragón, de Rubens
Jorge Contreras
En multitud de leyendas, el dragón aparece con ese significado de enemigo primordial, el combate con el cual la prueba por excelencia. Apolo, Cadmo, Perseo y Sigfrido vencen al dragón […] Daniel (14,2227), Miqueas (1,8), Jeremías (14,16), Rabano Mauro (Operum, III), el Apocalipsis (12, 7), Isaías (34,13; 43, 20) aluden a los dragones. También Plinio (VIII, 12), Galiano, Pascal (De Coronis IX), tratan del fabuloso animal. Dichos autores atribuyen a los dragones las propiedades simbólicas siguientes: son fuertes y vigilantes, su vista es agudísima y parece ser que su nombre procede de la palabra griega
dercein (viendo). Por esta razón, en plena ambivalencia, a parte en su sentido terrorífico, los hicieron —como los grifos— guardianes de templos y tesoros y también alegoría del vaticinio y la sabiduría.
Lo que significa que para vencerlos, se debe vencer a nuestros propios vicios; si el tesoro es el fruto del trabajo, se debe vencer la pereza, vencer al dragón. El caballo, además de ser un símbolo poético o de la intuición, belleza y ritmo, es, según Jung, «la posibilidad simbólica de que represente a la madre y no duda que expresa el lado mágico del ser humano, la intuición del inconsciente». Así que quiero interpretar esta imagen con otro discurso, quizá el dragón se volvió monstruoso a causa de su egoísmo, solo exigía tributo y no daba nada a cambio, ante tal indignación y al tener secuestrada a la mujer más bella (sabiduría o poesía). El caballero representando la humildad de la tierra, la semilla, o el campesino montado en el lenguaje poético, en la intuición y el ritmo, somete al dragón y libera a la musa, al mismo tiempo, libera al dragón de su propio sufrimiento. Otras posibilidades serían que el dragón estuviera en su justo derecho de no compartir las aguas del lago, las cuales podrían ser lustrales o no dignas de cualquier persona, como la parábola de las perlas y los cerdos. En algunos cuentos celtas se presenta al dragón como un animal mágico, y los animales mágicos están obligados a cumplir su palabra (otra alegoría del oficio poético). Y como sucede en estos misterios, existe un punto blando o débil, el dragón de la leyenda tiene escamas de acero, pero cuenta con una membrana justo en el pecho donde late su corazón, en este punto, es vulnerable. Esto puede representar que incluso, el poeta tirano, o dragón, es vulnerable al sentimiento cuando alguien con los talentos suficientes llega a él. Bien puede ser un emblema de la crítica o de la más alta poesía, capaz de destruir a cualquier poetastro o falsa poesía, solo el verdadero poeta es capaz de atravesarle el corazón y de esta forma, rescatar a la musa. Sin duda la pintura de Rubens, tiene una serie de símbolos que la hacen una alegoría hermética y mística. Desde la espada de San Jorge que en su empuñadura es de seis lados, haciendo una alegoría al rey Salomón y a la estrella de David, el casco con la quimera como representación de un grado del dominio de los elementos, la cabalgadura que es una piel posiblemente de leopardo, símbolo de la velocidad, y como los mismo felinos, de los misterios de la noche; el caballo rubio, para representar que viene montado en la luz. Quizá es la representación de la lucha entre un poeta místico y un poeta del ego. La misión del dragón era cuidar a la musa hasta que llegara un poeta digno de ella. La musa a su vez, es inquietante en la pintura de Rubens, el cordero, que al parecer no tendría nada que hacer ahí, es un mensaje con cierta malicia. El cordero que ha sido símbolo de cas-
Esperanza. Óleo/acrílico sobre tela, 100 x 60 cm, 2010.
He tenido simpatía con los dragones, incluso, se aparecen en mis poemas. Los he pensado como símbolo incomprendido al referirse a él como una representación del mal, al menos así en Occidente. Como animal fantástico, me gusta pensar que son una especie muy rara en peligro de extinción (igual que los poetas), luego trato de verlo desde otros ángulos, la alegoría completa. En la obra de Rubens, que representa la batalla en que San Jorge da muerte al dragón, tiene a la doncella, hija del rey, secuestrada. La misma princesa tiene un cordero a sus pies, parado de patas recargado en su vestido. Es costumbre mía ver poesía en todos lados, así que el dragón, es un poeta tirano o un poeta envenenado; la princesa, obviamente es la musa; el cordero recargado en su vestido, su virginidad, pero al mismo tiempo la pata sostenida entre dos dedos de la princesa, parece una alegoría de cierta lujuria o pasión oculta; el caballo: la intuición poética; San Jorge, por la quimera que trae en su casco, me parece una alegoría de ser un maestro en el arte de los cuatro elementos, debe ser un poeta órfico dado al rescate, así tenga que enfrentarse con dragones o como lo hizo el mismo Orfeo, descender a los infiernos, pero del mismo modo, un maestro en el arte de encantar. Jorge significa «campesino», es un sembrador, un labrador del destino, y su nombre proviene de las fiestas orgiásticas griegas, de los estivales en los que se arrojaban semillas al campo —este hecho en sí, resulta orgiástico—, su etimología debe ser, ergón y geo —energía y tierra. El dragón, por su parte, es uno de los símbolos más extendidos sobre el planeta, quizá por los hallazgos de esqueletos antediluvianos que incendiaron la imaginación, lo que convierte al dragón en un arquetipo del mismo diablo, y el diablo, como el portador de la luz divina. En la leyenda de San Jorge y el Dragón, el místico animal no dejaba que nadie se acercara al lago, convino con el rey ser alimentado para dejarlos en paz, cuando la comida se terminó, pidió como tributo a la misma hija del rey, el dragón era grande, de un conocimiento abrumador, envidioso y quizá cada defecto de carácter lo representaba, como la gula, la soberbia, la pereza, etcétera. Cito el Diccionario de símbolos de ediciones Siruela:
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José
Anaïs Abreu casi fue ayer que te vi adentro de una caja sé que no eras tú pero te vi: vacío de ti mismo a pesar de eso unos días esperé por si aún llegabas a casa el chaleco cuelga vertical por más que nos digan nos rehusamos a lo horizontal de todo muerto y el chaleco cuelga vertical y la toalla nosotros también colgados del perchero sabemos esperarte por si aún llegas a casa cada cosa ha esperado suficiente no es la negación sino todo lo contrario: tu morral de piel está en la puerta
no somos lo que dejamos o sí somos lo que no está lo que no pertenece más a nadie primero el vacío que jala y al caer todo cabe en la brevedad de tu nombre resonando en el blanco: algo de amanecer y una palabra al mismo tiempo por eso si hubiéramos escuchado que te ibas y ahora que has vuelto decimos que la voz es algo tan de los vivos lo que pasa dicen es que queremos que los muertos estén como está la muerte queremos la afirmación pero todo este silencio es la única manera de sentirnos.
Anaïs Abreu D’argence. Poeta y narradora mexicana. Egresada de la Escuela de Escritores de la Sogem. Autora de los poemarios Isla perdida, Isla del dragón y Pelo corto. Poemas y relatos suyos han aparecido en publicaciones nacionales y del exterior. Forma parte del colectivo Las poetas del megáfono.
tidad, obediencia, mansedumbre, está en dos patas, esto ya es en sí una ruptura a la costumbre simbólica. Se recarga en ella como si fuera un niño pequeño, lleno de ternura filial, pero ella le sostiene una pata, sus dedos simulan una vulva que introduce un falo, que por terminar en pezuña, puede ser interpretado como lujuria o como una intervención del dios Baco o de los mismos faunos que gustan de jugar con las ninfas. Lo que pone en duda sobre la intención de la musa al ser rescatada por el poeta, quizá quiere decir que ella no es de nadie, que no estaba presa y nunca lo estará, que es buena amante de la inocencia, o mejor dicho, del candor, que la poesía se presenta
con mayor frecuencia en el candor o que el candor la acompaña. La pintura de San Jorge y el Dragón se encuentra en el Museo del Prado y fue pintado en la etapa juvenil de Rubens, lo que demuestra su gran fuerza técnica. Tengo pensado imprimir la imagen en un plotter de buen tamaño para seguir observándola y escuchando lo que las imágenes dicen. Las imágenes, como en la poesía, nos hablan. Jorge Contreras. Poeta, ensayista, editor y promotor cultural. Coordina la sala de lectura Imaginantes.
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Deleuze, creador y atleta
Ramón Castillo Monsieur Deleuze se arrojó de una ventana el 4 de noviembre de 1995. Antes de los vertiginosos segundos que duró la caída, su respiración era deficiente, dolorosamente difícil, imposible de sobrellevar y, aun así, aceptada con decoro. Una entrevista realizada entre 1988 y 1989 muestra al filósofo platicando de manera relajada con su alumna Claire Parnet, sin embargo, los episodios de tos que se cuelan en la grabación muestran el estado de sus deteriorados pulmones. Su voz es cascada, es la de un viejecito calmo, con lentes de fondo de botella que, no obstante, ha escrito prodigiosos libros. Un anciano que ha pensado con rabiosa independencia y que ha colocado a la creación como su bandera de batalla. Bajo esa apariencia estropeada y débil anidaba el impulso ígneo de un rebelde, un atleta, un bailarín a la usanza nietzscheana. Harold Bloom señala que un paso necesario dentro del proceso creativo es aquel en el que todo debe pasar por el tamiz de la batalla. Una lucha, dice, entre la tradición y el sujeto; entre sus mayores y él mismo; entre padre e hijo. Esta forma de hacerse de un nombre, insiste Bloom, está relacionada con lo que en Tótem y tabú expresó Freud, es decir, con la necesidad de pararse frente al macho alfa y destronarlo, hacer de su muerte un sacrificio necesario para el progreso de las cosas del mundo. Deleuze, que no era muy adepto a Freud, tenía una manera divertida de explicar esta relación en la que todo creador se afianza ante sus antepasados a través del forcejeo intelectual e inventivo. Él hablaba de una divina concepción cuya mecánica consistía en una apropiación violenta, física y hasta humillante de sus temas de interés. De manera gráfica lo exponía como una sodomización, una penetración a la mala y por la espalda, con el único fin de dejarle un hijo bastardo al filósofo en cuestión. Así, son diversos los monstruos que Deleuze le hace a varios de los pensadores que lee con entusiasmo y garra. Hume, Bergson, Spinoza, Kant entre otros, son receptáculos para la semilla deleuziana. El resultado es el despojo de una batalla pugilística en la que el pensador francés establece su dominio. Para él, de lo que se trata es de fomentar un acto creativo en el que la violencia sea más que un resultado una condición, y en lugar de hablar de negatividades se piensa en emanaciones positivas. Crear es una forma de ordenar el universo de manera novedosa, permitiéndose las libertades propias que se dan en el juego, en el cambio perpetuo de lo que se afirma para hacer evidente la fuerza, el deseo, las ganas de vivir o, en sus propias palabras, dejar en claro que «todo está permitido en el ejercicio de las asociaciones». Posteriormente a la entrevista con Parnet, Deleuze publicó un par de libros más. El último de ellos es un volumen dedicado a la literatura y las concomitancias con el pensamiento filosófico. Crítica y clínica comienza con un texto soberbio que en su título proclama todo: La literatura y la vida, ensayo breve y sustancioso en el cual Gilles Deleuze señala la intrínseca relación que existe entre ambos registros, una comunicación poderosísima que se traslada, en un vaivén ora violento ora acompasado, desde las antípodas de lo vivible. Se escribe, proclama el autor, para seguir siendo ese algo que por naturaleza siempre está incompleto, se
escribe más por una necesidad, por una vergüenza, por la necesidad de una escapatoria siempre postergada, por un deseo de correr hacia una estado de salud en el que la creación y la vida se emparentan. La literatura es una salud, afirma tajante, conmovedor y cierto. Es verdad, la literatura, como un modo de vida es el medio por el cual se contempla la herida que sostiene a Fitzgerald, el alcoholismo desencantado y místico del Cónsul en Bajo el volcán, es la visión errabunda de Kerouac y los experimentos alucinatorios de Burroughs, los celos de Proust y la carcajada torcida de un Kafka irónico. Crear es entonces, bajo el registro literario, anunciar la llegada de las huestes extranjeras, la policromía de un pueblo inusitado. La salud deja de pertenecer al registro de lo médico y se traslada a una competencia eminentemente literaria, creadora, inventiva y alucinante. Deleuze celebra la capacidad de los literatos para convertirse en aquello que Nietzsche proclamaba como un deber impostergable, el ser médicos de la cultura. Gracias a los poderes de observación y diagnóstico, los escritores delinean los síntomas de su época, los satirizan, los retratan fielmente, los tergiversan, en fin, los transforman en una forma de anunciar posibilidades novedosas de experimentar el mundo. De esta forma, debemos aprender, nos dice, que de los escritores se extrae una vivencia que necesita transgredir el campo de lo cotidiano y que en tal lance se juegan la vida, el equilibrio mental. La salud que retrata la literatura es de un registro superior, un orden que no se refleja de manera necesaria en la condición física, sino que alude a un estado de potencia, de alegría suprema en el que la plenitud de las fuerzas se refleja en la rabiosa mordedura de quien no está conforme con el mundo tal cual lo conocemos. Escribir es un proceso que sugiere mundos paralelos, estados donde la lengua deja de expresar lo habitual y comienza a marcar ritmos distintos, como de tambores lejanos, como de latidos de un corazón animal, salvaje, deseoso. Así, probablemente, sonó el corazón de Deleuze mientras volaba desde la cornisa de la ventana. Es evidente que a primera vista resulta asaz complicado empatar la imagen de un suicidio con la celebración de la vida; sin embargo, en el caso Deleuze este gesto afirmativo es el corolario de una existencia abocada a liberarse de la enfermedad, la pesadumbre y la muerte. Arrojarse al vacío no era tanto un deseo de aniquilación, como una forma de sostenerse en la consigna de que ciertos actos abren nuevos horizontes. Crear es desde esta perspectiva un arrojarse a lo desconocido, con el único fin de ver un poco más, sentir algo distinto, comprender un poco mejor las cosas, una aventura circular que no siempre se completa. Bajo tal reflexión recordamos el caso de Céline. Deleuze nunca deja de elogiar esa forma tan fenomenal que tiene de escribir, de crear lenguajes distintos, otras formas de hablar el francés, de vivir y ver el universo; no obstante, también señala con desconcierto esa otra faceta desaforada del autor de panfletos antisemitas. La salud también es un equilibrio, un andar tembloroso sobre un cable, sin malla de seguridad, un coqueteo frenético con la locura
13 y el lugar más oscuro de nuestra conciencia. La tentación y el peligro siempre están ahí, acosando la plenitud de la escritura para tornarla una revuelta dictatorial, una clausura en lugar de ser la puerta de acceso a experimentaciones propositivas. La literatura es salud, y la salud es lucha; en otras palabras, la escritura se confirma como un espacio atlético, el encordado sobre el cual se da la batalla entre iguales, entre precursores y maestros, entre la enfermedad y sus manifestaciones, el lugar donde se guerrea contra uno mismo. Deleuze señala que las mejores cosas siempre salen de la lucha. Hay algo de potencia viva, infantil, pura en el deseo de luchar, de sostenerse en la vida mediante la escritura. El atleta, como el escritor, se hace en el ejercicio constante, en la vida espoleada por la necesidad. Vicente Quirarte lo dice de manera concisa: Crear es respirar y no crear equivale a morir. Crear es vivir y dejar de hacerlo es una muerte más larga que la muerte[…], si cambias la palabra atleta por escritor, la analogía es igualmente posible […]el escritor, como el corredor, practica su trabajo en la forma más gratuita y desinteresada, porque nadie lo obliga.
La literatura es, entonces, una carrera de largo aliento, una batalla contra todo, un deseo inquieto que solo tiende a su autoafirmación. A través de este proceso se fortalece la veta creativa y la patencia de una furia vital escribiendo libros que, bajo la sentencia de Roberto Artl, sean tan salvajes como «un cross a la mandíbula». Se comprende de manera más clara el deseo juguetón, entre perverso y divertido de Deleuze al afirmar que lo que él busca es empalar a los filósofos que aborda. En el fondo, lo que quiere es regocijarse en la mezcla, el collage imaginativo de conceptos, experiencias, insinuaciones. De ahí que no resulte extraño encontrar en sus textos múltiples referencias provenientes de registros diversos, inesperados y en apariencia azarosos.
La celebración de la vida queda, pues, manifiesta en cada una de sus afirmaciones, en cada línea que escribe se entrevé una necesidad suprema de crear posibilidades, sugerir caminos cuyo trazo se abre y complica de maneras insospechadas. Escribir es ser un poco deportista, aunque no haya necesidad de realizar proezas físicas, los logros del escritor pertenecen a un espacio diferente, en el ejercicio de la escritura escribir es una lucha con el lenguaje, pero también una lucha contra la literatura misma, una batalla contra la muerte, una batalla a favor de la existencia, una historia en la que resuenan las voces de aquellos que han decidido confrontar al mundo y desde el terreno cubierto por su pluma afirman el advenimiento de realidades distintas. Escribir, se comprende entonces, es vivir. El presente texto fue primeramente publicado en el número 69-70 (julio-agosto 2013) de Casa del Tiempo, publicación de la Universidad Autónoma Metropolitana (uam), con la que Timonel mantiene un intercambio de colaboraciones. Ramón Castillo (Orizaba, 1981). Egresado de la licenciatura en Filosofía en la UdeG. Becario en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011.
Poema
Pat r i c i a B o j ó r q u e z No busques en los restos invisibles
en silencio derramado
en la primer batalla en el toro desmembrado en el eterno reflejo del cielo en el agua del agua en el cielo en el valle donde la luz pasta en el fruto que por siempre probaremos
tu único altar es mi vientre Nunca supiste si aquello lo blanco esa transparencia peregrina del reflejo en la orilla del agua a la hora de la luz dormida en la que tú ya levantabas los frutos que en sueños soltó la tierra fue una garza o tu fantasma.
en el cirio que ahuyenta el sueño del santo en la brasa del roble
Patricia Bojórquez (Los Mochis, Sinaloa, 1987). Poeta y arquitecta. Ha publicado en el libro colectivo Canto a la sombra del Venado Muerto (Palabras del Humaya, 2012).
Niebla. Óleo/acrílico sobre tela, 100 x 60 cm, 2010.
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Fantasía sobre las relaciones entre Poesía y Fotografía (segunda parte)
René Higuera VI / Sobre el poema de John Ashbery «Sentimientos encontrados» y su rechazo a la clase de tristeza a menudo asociada con las instantáneas familiares El poema de Ashbery comienza, como el de Rilke, con la descripción de una fotografía tan difuminada que es difícil descifrarla. La urgencia y ternura en el poema de Rilke concluye más bien oscuramente con una confesión de la propia presencia mortal del poeta. El poema de Ashbery toca una ruta distinta; resistiendo a toda sugestión de oscuridad, termina con una afirmación de la posibilidad poética. Entonces uno experimenta el desgaste gradual de la ya vieja, en su mayor parte invisible fotografía de algunas chicas holgazaneando alrededor de un bombardero de 1942. El proceso de desgaste se lleva a cabo por la continua subversión no solo de la imagen fotográfica, también de lo que representa. Primero, las chicas no pueden estar conscientes de los grandes cambios que tomaron lugar desde que fueron fotografiadas, cualquier afirmación que pudiera tener se ve socavada por el presente desde el que está siendo vista. Sus expresiones también pueden ser descartadas porque sus rostros son difíciles de distinguir. El poeta, incapaz de resolverse en cuanto a cómo acercarse a las chicas, les hace una pregunta tonta sobre sus pasatiempos. Las muchachas quieren alejarse de la mayoría de estos voyeristas fuera de onda, ir hacia algún lugar que evidentemente no está en la fotografía. Y él no se ofende. ¿Por qué habría? Él es la fuente de todo lo que hacen. Podemos considerar la resistencia imaginada de las chicas como parte del complicado coqueteo que permite a los poemas ser escritos. Pero ¿cuánto podrán esas chicas, sin voluntades propias y con tan corta inteligencia, realmente resistir? Si piensan que están en Nueva York, es porque el poeta ahí las quiere, donde está el poema. Y una vez que las tiene ahí, lejos del clima californiano de la fotografía, puede olvidarlas hasta que surja la posibilidad de usarlas de nuevo. Y cuando eso suceda, se dará en un contexto puramente poético, uno que no es tan empáticamente temporal como la fotografía, que les permitirá existir con su juventud y vitalidad restablecidas. Estarán llenas de ideas contradictorias, inundando la superficie de sus mentes y la mente de la cual son parte, la mente del poeta, mientras balbucean sobre el cielo y el clima y los bosques del cambio —elementos usuales, hasta la resonancia de la metáfora final en la vida de la mayoría de los poemas líricos. Así que lo mejor está por venir. Por lo menos eso queremos creer. ¿No desplaza el poema nuestra atención de la inevitable muerte (al difuminarla) de la fotografía hacia el futuro en que será un poema? «Sentimientos encontrados» comenzó mirando atrás y termina mirando adelante. Representa
Sentimientos encontrados Un agradable olor a salchichas fritas ataca los sentidos, junto a una vieja, mayormente invisible fotografía de lo que parecen ser unas muchachas holgazaneando alrededor de un bombardero, circa 1942 vintage. Cómo explicarles a esas chicas, si es que fueran eso, a esas Ruths, Lindas, Pats y Sheilas los grandes cambios que han tomado lugar en la fábrica de nuestra sociedad, alterando la textura de todas las cosas en ella. Y sin embargo Ellas de alguna forma lucen como si supieran, a excepción de que es tan difícil verlas, es difícil entender exactamente qué tipo de expresión están usando. ¿En qué se entretienen, muchachas? Carajo, podría decir una de ellas, no tolero a este tipo. Vayamos y salgamos, en alguna parte a través de los cañones del centro de confección hacia un pequeño café y pidamos una taza de café. No me siento ofendido de que esas criaturas (esa es la palabra) de mi imaginación me tengan en tan precaria estima, me presten tan poca atención. Es parte de una complicada rutina de coqueteo, como sea, sin duda. ¿Pero esta conversación sobre el centro de confección? Seguramente es el sol de California quien habla de ellos y la vieja caja con que se han cubierto a sí mismos, difuminando su insignia del Pato Donald hasta el punto extremo de la legibilidad. Quizás ellas mentían pero más probablemente sus pequeñas inteligencias no podían retener mucha información. Ni un solo hecho, quizás. Por eso piensan que están en Nueva York. Me gusta el modo en que lucen y actúan y sienten. Me pregunto cómo llegaron a ser así, pero no voy a perder ni un instante más pensando en ellas. Ya las he olvidado hasta que un día en un no demasiado distante futuro cuando nos encontremos probablemente en una sala de un [moderno aeropuerto, ellas tan sorprendentemente jóvenes y frescas como cuando esta [foto fue tomada pero llenas de ideas contradictorias, tantas estúpidas como valiosas, mas todas inundando la superficie de nuestras mentes mientras balbuceamos sobre el cielo y el clima y los bosques del cambio.
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Bar Giamaica 1959-60
una negativa a sufrir —no solo el paso de cuatro muchachas o la era que representan, sino absolutamente nada. Dice no a las demandas convencionales de la fotografía —que «ellos» (los sujetos de la fotografía) han cambiado o se han ido— que aquellos que fueron jóvenes y felices ahora están, ay, viejos o muertos. Su conclusión optimista no es un final esperado o, siquiera, muchos dirían, aceptable. Cada vez más, el poema es como el caso de la foto familiar de alguien caída en manos ajenas.
Gracia es el punto focal, las puntas de su cabello desatado como fuego de cerillo en la luz negra, Sus manos sobre un «Esta es la iglesia…» Ella mira a Ugo Mulas, quien nos mira a nosotros.
VII / Sobre el poema de Charles Wright «Bar Giamaica 1959-60»: El poema como fotografía El poema de Ashbery reconoce la gratuita y arbitraria existencia de una foto aprovechable con la misma desenvoltura con que toma nota de las salchichas fritas. El poema de Charles Wright «Bar Giamaica 1959-60» está saturado de ese tipo de tristeza que he asociado con las fotografías de la familia. No basa su fuerza emocional en la compensación de las limitaciones de la fotografía sino que se identifica con ella. Una imagen, del tipo de la fotografía familiar, se nos pone ante los ojos, y a pesar de toda la apariencia que toma lugar en el poema, nada queda claro sino hasta que todos se cuentan. Entonces, y solo entonces, pueden ser nombrados la estación y el lugar. El enfoque o claridad del poema coincide con la súbita inclusión del evento en el tiempo. El poema celebra el triste momento en que nos volvemos historia —el momento fotográfico, el momento sobre el que se escribe, el momento en que todos se marchan, cuando todos repentinamente cesan de ser lo que era; desde luego, el mundo sigue su marcha como tiene que ser: continúan las estaciones, la vida sigue, los participantes de la pequeña fiesta toman caminos separados, nunca para reunirse de nuevo, ni en el mundo, ni en la imaginación del poeta— ese filtro de estrella de la memoria, con sus pequeñas mesas de metal y sus transeúntes. La imagen es de desamparo, incluso grave, y, con la mención de los transeúntes, logra lo extraordinario: dicta su propia posibilidad de olvido dándose a sí mismo una última mirada. Pero el momento de la pérdida, que flotaba en el fino borde del olvido, se ha salvado. El poema dice lo que la mayor parte de las fotografías que conmemoran momentos dicen, y lo que John Ashbery, en «Sentimientos encontrados» por lo menos, evita decir. Esto es: «Aquí estaban ellos, pudiste ver que aquí estaban, y ahora se han ido». Pero más allá de eso, porque termina con una elipsis, sugiere que un escenario vacío, con su mobiliario (mesas y transeúntes), espera ser llenado, que otra reunión, otra convocatoria de elementos del pasado, tomará lugar, y otro poema será escrito.
Ingrid anota todo esto, y levanta la vista, y apenas puede ver. No está claro todavía. Estoy mirando a Gracia, y Goldstein y Borsuk y Dick Venezia me están mirando a mí. Yola sigue leyendo su libro. Y se va el resto de ellos: Susan y Elena y Carl Glass. Y Thorp y Schimmel y Jim Gates, y Hobart y Schneeman una tarde en Milán a finales de primavera. Entonces Ugo finaliza la reunión, se toma un café, y todos se marchan. Llega el verano, y el invierno; cae la nieve y ninguno vuelve Jamás, todos se han ido por el filtro de estrella de la memoria, con sus pequeños empedrados y sus mesas de metal y sus transeúntes…
Los poemas de Rilke y de Ashbery asumen la carga de completar o continuar lo que ha comenzado en una fotografía. El poema de Charles Wright es un caso levemente distinto, ya que nunca nos dice que está basado en una foto. Más bien, el poema construye una fotografía en su procedimiento, de modo que puede afectarnos como lo hacen las fotografías. Incluso se desvanece al final, como abriéndose camino —al poema que es, al que será. Mark Strand, En The Weather of Words. Poetic Invention. (Alfred A. Knopf, New York, 2000). Traducción de René Higuera. René Higuera. Es autor de los libros de poesía Circe, Pálida, Ligera y La sagrada rutina; de la obra de teatro «Ordinario». Ha aparecido en diversas antologías y publicaciones culturales impresas y electrónicas.
Poemas
Antonio Riestra Estoy siendo lluvia, una lluvia que no. Me acerco a la ventana, para que veas, para que reconozcas, Lluvia, lo que eres.
Para Karina Gidi No desde la luz sino desde su claridad. No desde ti sino desde lo que más allá de ti. No desde la razón, ni con razón, sino desde lo que no se equivoca.
Antonio Riestra (Ciudad de México, 1984). Poeta y promotor cultural. En 2012, junto a Sergio Luna y Moisés Ramírez, realizó la antología Nueva escritura sumaria, publicada en España y México por la editorial Vaso Roto.
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Orfandad de la lectura
En algunas comunidades está de moda afirmar que, socialmente, casi nadie lee; expresarlo a viva voz invita a un ambiente de untuosa sacristía laica. En otras, en cambio, la idolatría de la lectura ha superado las peores pesadillas de los exploradores y saqueadores continentales del siglo xix. En verdad, no existe el fundamentalismo de la lectura; pero que lo hay, lo hay. De los que mezclan ambas ocurrencias, no se vale discurrir. Frente a los intereses creados, pues, las cuestiones atinentes a la lectura no pueden ser ni qué es ni cómo incentivarla; la prioridad, en cambio, recae en una interrogación inusual: ¿por qué nos resulta inconcebible respirar sin saber leer ni escribir? Para rozar la ecuanimidad, resulta legítimo aclarar por qué la lectura importa. Dicho en una nuez (parafraseando la penetración de Tullio de Mauro): el alfabeto es la técnica de las técnicas (no de las tecnologías). Una mente ágil aferra el conflicto en un santiamén: ¿habrá que asociar la invención de la pólvora o los telescopios espaciales con la escritura? Arduo percibir la respuesta por entre la mitología cazapedantes. Con todo, esta vez, una indicación infrecuente puede colocar la piedra angular del edificio de argumentos imaginables: visto desde el fuero interno, ese uso alfabético que llamamos leer es un modo de encauzar las altas y bajas de la tensión imaginativa; es decir, una manera de canalizar el flujo maníaco de la palabra interior, explotando algunos garabatos como puntos de apoyo para la inteligencia de las cosas. Canalizar, punto de apoyo, técnica de técnicas son puntos ciegos para la mente escolarizada. Como leer es apenas repasar la hoja impresa según la educación primaria, la inadvertida palabra interior termina volcándose en al menos tres direcciones: la diversión, el aprendizaje o el entretenimiento. Habría, además, una cuarta; pero nunca se sospecha que leer podría aniquilar la palabra interior misma. En el triángulo de las tres primeras, se adensa, subyacente, el insoportable circuito afectivo, cuyo perímetro marcan las voces tedio y abstracción en la mente escolarizada. ¿No extraña que una civilización cientificista ensalce el álgebra, cuando la mayoría de sus miembros aborrece la abstracción matemática? Una llaga viva que desconocen tanto los cultores como los detractores de la tecnología. En Euroamérica pesan demasiado los usos alfabéticos: de la lectura en idiomas a las ecuaciones, de la ejecución musical a la criptografía. En rigor, utilizar un sistema de escritura ya es dibujar abstractamente las facciones de lo real. En tanto ambiente psíquico, el abstraer puede ser varias maneras adultas de respirar. En tanto representación lingüística, en cambio, la voz abstracción puede significar, según el ámbito léxico, enajenamiento, concentración o prescindencia. La mente distraída, enajenada en el videojuego es mente abstraída; la mente que resuelve un acertijo es mente abstraída en la concentración; la mente que recupera su tenor psíquico en el solaz es mente abstraída en el entretenimiento y la mente que sabe prescindir de sí misma es mente abstraída en la prescindencia. Así pues, la lectura puede ser todas estas cosas. El olvido de esta técnica laberíntica caracteriza nítidamente a la Modernidad. Por el contrario, las Antigüedades advirtieron sin ambages los conflictos que acarrea tratar de explicitar lo real dibujando. Por eso, del triángulo pre-
citado, el único lado actualmente simpático es la diversión; los demás (incluyendo la aniquilación) o son incomprensibles o son antipáticos. Será esa la justificación de aquellas palabras de William Hazlitt: Mejor no saber ni leer ni escribir que nada más saber leer y escribir. Valga repetirse según el gusto mercadotécnico de la hora: hay una tensión insoportable entre tedio y éxtasis para la conciencia individuada euroamericana, y para bien o para mal, se la quiere exorcizar ensalzando a la lectura silenciosa. Mejor sería reconocer que veinticinco siglos de instrucción que penden del traducir por entre varios tipos de escritura (semítica o heleno-cirílica, latina, jeroglífica o árabe) bloquean hoy los senderos virtuales a la interioridad. Es una de las lecciones decantadas por el inadvertido influjo oriental en Occidente, durante los dos últimos siglos. Y es una de las lecciones más provechosas ya que ayuda a aclarar la diferencia entre texto e impreso, magníficamente actuada por Helen Keller en el escenario del mundo. Pregúntese cómo logró leer en varias lenguas una mujer ciega y sordomuda. Pregúntese cómo consiguió habituarse a usar signos (eso que los garabateadores llamamos palabras) cuando ni los oídos ni los ojos podían confirmarle ni la significación ni la referencia. Escribió, indiferentemente, del caballo o la flor, del amor o las estrellas, apoyándose en una sinestesia parcial, y es forzoso inquirir cómo consiguió modelar sus recuerdos. Sin recuerdos, es imposible leer ni escribir, y la memoria pende del cuerpo humano que es, ante todo, instrumento musical. Allí reside la diferencia entre texto e impreso que el lector divertido ni advierte. Antes de regresar al planteo inicial, vale insistir en la lectura como diversión. Lo verdaderamente insoportable es el esfuerzo
Sobre las brasas de la tierra. Acrílico y pastel sobre papel de acuarela, 40 x 21.5 cm, 2011.
Ricardo R . L audato
17 abstractivo por dominar los usos alfabéticos. Cuando la tensión llega al máximo, se detona el tedio y se cae, literalmente, en la diversión. ¿Un ejemplo? Ningún lector euroamericano comprende a aquel discípulo sufí que compraba seis copias de un mismo libro para aprendérselo. Para el sufí, la lectura era arte. En la competencia entre exorcismos industriales para el tedio, la lectura divertida no puede ir, ver y vencer. Si leer es encauzar el flujo verbal interior, entonces, leer no puede competir con la orquestada fascinación de aparatitos electrónicos. Los impresos (un tipo peculiar de mecanismo) y sus acólitos digitales no pueden sobresalir de entre distractores como la pornografía o la televisión, el cine o las drogas (alcohol incluido). Causa entonces compasión ver a tantos bien intencionados que hablan del supuesto mundo maravilloso de la lectura y sus colgajos. Sus afirmaciones son apenas la banalización de la lectura silenciosa, que nació como una técnica monástica y sirvió de piedra angular para el edificio iniciático del cursus honorum universitario europeo, en el que la palabra auctor significó algo así como el conquistador victorioso que engrandece la inteligencia de las cosas superiores (no al dueño del huerto mental). En todo caso, los intelectuales euroamericanos de los siglos xvi y xvii fueron más progresistas que el presente. La cuestión se les plantó ante la cara, digamos, luego de la relativa difusión de la cámara oscura (bautizada así por Kepler), utilizada por eclesiásticos, con o sin escrúpulos, y de la difusión de la imprenta. Si conocieran los dichos de Athanasius Kircher sobre la manipulación psicológica que permitía la entonces llamada cámara oscura, muchos pedagogos actuales sabrían cómo un proyector encendido puede transformar una clase en una sesión de hipnotismo. Por su parte, la torpeza de la Hispanidad es todavía mayor, pues tiene una deuda pendiente consigo misma: no haber entendido el Quijote, que es la meditación más aguda sobre el tema. Por eso, quizás convenga detenerse aquí en algo que puede simular una digresión. Desde Francis Bacon (1561-1626), las fantasías letradas de unos cuantos amigos del oeste europeo fueron calando hondo en las expectativas mágicas de muchos otros. Porque habrá que decirlo de una vez por todas: no hay comunidad
más inclinada a la prestidigitación y la magia mathematica que el archipiélago mental euroamericano. Dicho de otro modo, aun cuando la idea de la fabricación de robots parece ser exclusiva de civilizaciones letradas, la conjunción de la mecánica con algo así como la llamada magia operativa resultó letal para Euroamérica. Si la afirmación sabe a osada, basta palpar, a espaldas de la fertilidad tecnológica, el rostro, hoy atormentado, de la Panacea griega. Sin recurrir a la mitología antigua, desde un respecto muy distinto, la especie fue confirmada por las investigaciones en historia de las ciencias de Joseph Needham, por ejemplo, cuando insistió, en sus estudios sobre la ciencia china antigua, que la imprenta, invención extremo-oriental, jamás hizo tambalear los cimientos estructurales del edificio imperial, como sí lo hizo en los burgos de Europa. En un mismo sentido, la lengua inglesa también, lleva a preguntarse por la elección de la voz spelling para referirse a la lectoescritura. Si spell significa hechizo, conjuro o encantamiento, se comprende que la denominación devuelve la alfabetización al orbe de las artes mágicas (y hasta nigrománticas). Puesto cruelmente, la misma educación universal y obligatoria se ve en aprietos: los usos alfabéticos pueden hipnotizar en multitudinaria ignorancia. De regreso al camino principal, puede vislumbrarse, pues, que la lectura (así, a secas) fue tomando el papel de remedio universal para los estragos del tedio, sobre todo a partir del siglo xix, a medida en que se olvidaba su condición de técnica de técnicas. Empero, hay que sopesar bien la diferencia entre la lectura como técnica de otros usos de la lectura a fin de responder a la pregunta del inicio: ¿por qué nos resulta inconcebible respirar sin saber leer ni escribir? La diferencia lleva a considerar el origen de la voz lectura. Obviamente, al lector de lenguas romances, al menos, puede resultarle revelador saber que el latín lectura no nació como sustantivo singular (ni se usó en Roma ni en los territorios de su imperio), sino como participio de futuro en plural. En realidad, lectura, un cultismo cuya cuna fue la universidad medieval, significó, entre muchas otras cosas, lo que hay que leer (algo así como textos obligatorios). Y esto viene a cuento porque los fanáticos, tanto del pasado como del instante huidizo, olvidan que aprender a través de la lectura de libros fue la técnica mejor desarrollada por la escolástica filosófica del medievo europeo. Le disguste a quien le disguste, toda la idea de instrucción pública surgida, más o menos, hace dos siglos, se fundamenta en aquella técnica, y en buena medida, la tecnología que luce tan del día podría no ser más que una prolongación provinciana de un arte mal aplicada. Para ir concluyendo estas notas acerca de la lectura, conviene observar los propios gestos. Si la lectura, según se hizo aquí, puede considerarse como técnica interior, sorprende que, entre seres humanos que penden de la escolaridad en lenguas romances, se repita, sonámbulamente, el giro leer y escribir, desconociendo que el legado idiomático ofrece las voces leer, escribir y redactar. ¿Cuántas veces se considera que los problemas agudos relativos a la redacción profesional, en rigor, son los síntomas del desconocimiento de que la lectura es un arte? Leer, escribir y redactar, tres voces cuyos orígenes evidencian la maldición gramatical que dura desde hace unos treinta siglos, expuesta por el dios Thamus en el Fedro platónico. ¿Por qué esa maldición se cristalizó y estalló, entre los siglos xix y xx, en la lucha de dos gramáticas? ¿Por qué, entre los siglos xviii y xix, la literatura dejó de ser gramática? De un lado, una se vistió de odres viejos, llamándose filología; en la margen opuesta, la otra quiso imponerse desde lo poroso del andamiaje acústico del hablar, llamándose lingüística.
18 ¿No expresa ese combate sordo el rechazo que la mente escolarizada experimenta hoy por lo que considera la abstracción gramatical? Si además se recuerda que la frase arte gramatical en la Antigüedad solo mentaba el arte de las primeras letras, se verá que el rechazo de la gramática está en la naturaleza misma de lo euroamericano, fundamentando en el rechazo de la lectura en tanto arte. En fin, lo real no solo es escurridizo, sino también paciente: si los que se autogratifican llamándose a sí mismos inteligentes no le prestan atención, no se incomoda. La lectura en tanto arte no es la lectura que se publicita a diario. Leer es abstraerse, en alguno de los sentidos apuntados. Si la supuesta elección recae siempre en la lectura divertida, hay otras vías que divierten mejor. Con todo, cabe advertir que la lectura como técnica continúa siendo el metro patrón de una civilización que se diluye, desconociéndola. Si se sabe observar, se palpará que esa lectura es aún la aspiración de los analfabetos y que a su vez es el estigma de los semialfabetizados. Así mismo, modela a los individuos que se cultivan a sí mismos, porque hacen un uso asocial del alfabeto. Si este breve panorama sobre la existencia latente de la lectura como técnica importa es porque ayuda a examinar las propias inconsecuencias. En efecto, ¿por qué se impone el aprendizaje de los usos alfabéticos cuando se es indiferente a la complejidad del alfabeto? Más relevante aún: ¿por qué se oculta masivamente que los usos alfabéticos son el correlato pictórico (una suerte de mándala) de la intersección de estados de ánimo más o menos momentáneos en la conciencia individuada? ¿Por qué se llega al sermón de sacristía para hacer creer que la única lectura posible es la divertida? Es un muro fronterizo el que desnuda a las comunidades descritas al inicio de estas notas. Ambas usan el alfabeto hacia afuera (del ánimo) en vez de enseñarlo hacia adentro. Eso también estaba en el Fedro. Y aquí la mujer ciega y sordomuda de algún párrafo anterior nos sale una vez más al encuentro. ¿Al fin de cuentas, no damos por supuesto que Helen Keller aprendió leyendo todo lo que un adulto aprende, desde la infancia, aunque careciera del pleno uso de sus sentidos? Si la respuesta es afirmativa, la lectoescritura no puede tener la importancia que se le atribuye, pues ni evita ni mitiga ni cura el aislamiento al que la mujer pareció estar condenada, según el observador externo. En todo caso, la lectura o apenas la entretuvo o apenas la divirtió. En cambio, si la respuesta es negativa, ¿pudo experimentar aquella mujer cosas indispensables para la virtud de la conciencia que los adultos con pleno uso de sus sentidos no pueden ni sospechar, justamente porque la lectoescritura puede mutilar condicionando la elaboración de la representación-expresión, como debió haberlo hecho (aunque no lo logró) la enfermedad de Helen Keller? No se exagera, pues, si se dice que del alfabeto no sabemos nada, y sabiendo nada del alfabeto, ¿cómo predicar sobre la lectura? Desde la indiferencia, saber nada de nada es casi lo mismo que saber todo de todo. Es el aserto de la regla para la práctica del Ikebana: la superficialidad siempre conduce a la perversidad. Ricardo R. Laudato. Ensayista. Maestro en Lingüística Hispánica por la University of Colorado at Boulder, en los Estados Unidos.
Belle Isle, 1949
Philip Levine Nos desnudamos la primer noche tibia de primavera y corrimos a zambullirnos en el río Detroit a bautizarnos en esa salmuera de autopartes, peces muertos, bicicletas robadas y nieve derretida. Recuerdo que me sumergí tomado de la mano de una colegiala polaca a la que nunca antes había visto, recuerdo los gritos y cómo el frío nos cortó al mismo tiempo el aliento recuerdo que ascendimos entre capas de tiniebla hacia la atmósfera sin luna que era este mundo la muchacha salió a la superficie después que yo y nadó hacia la orilla en las aguas sin estrellas hacia las luces de la avenida Jefferson y las refulgentes chimeneas de la antigua fábrica de estufas. Al final volteó para ver no precisamente la isla sino la perfecta oscuridad en calma, nada se distinguía, de repente una luz y luego otra avanzaban lentamente delante nuestro como guiándonos a casa, barcos acereros quizá, o fumadores caminando en solitario. Regresamos jadeantes a la áspera playa gris no nos atrevimos a pecar, entre pilas de ropa húmeda nos vestimos uno al lado del otro en silencio para volver al lugar del que vinimos.
Belle Isle, 1949
Philip Levine We stripped in the first warm spring night and ran down into the Detroit River to baptize ourselves in the brine of car parts, dead fish, stolen bicycles, melted snow. I remember going under hand in hand with a Polish highschool girl I’d never seen before, and the cries our breath made caught at the same time on the cold, and rising through the layers of darkness into the final moonless atmosphere that was this world, the girl breaking the surface after me and swimming out on the starless waters towards the lights of Jefferson Ave. and the stacks of the old stove factory unwinking. Turning at last to see no island at all but a perfect calm dark as far as there was sight, and then a light and another riding low out ahead to bring us home, ore boats maybe, or smokers walking alone. Back panting to the gray coarse beach we didn’t dare fall on, the damp piles of clothes, and dressing side by side in silence to go back where we came from. —From They Feed They Lion and the Names of the Lost, Philip Levine (Alfred A. Knopf, 1999). Traducción de Rosabel Salazar. Rosabel Salazar Burgos. Ensayista y traductora. Doctora en Lingüística por la Universidad Pompeu Fabra.
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Ciudad III. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 25 x 25 cm, 2012.
Mujeres lavando ropa en el río Kabul
Women washing clothes in the Kabul river
Susan Gubernat
Susan Gubernat
Sus hombres, nuestros hombres, destrozan ciudades, llenan camiones con polvo humano, astillas de huesos, ceniza que flota y se introduce en rojos pulmones. ¿Y para qué liberarlas, uno se pregunta? Quizás para que puedan lavar su ropa —aventurándose afuera por primera vez en muchos años— y subirse el burka descubriendo en el vado del río los ondulados reflejos de sus rostros sobre el espejo del agua. Una muchacha se remanga la falda y mira cómo sus pálidas piernas se desdoblan en el lecho del río prolongándose en otro par idéntico. Su gemela medio desnuda está pegada a la planta de sus pies y mira hacia arriba. Ambas ríen y exprimen el invisible fango que se les mete entre los dedos. El vasto trasero de su madre es captado en la fotografía de la primera plana. Millones han de verla en esa postura, agachada, tallando contra una roca plana y húmeda, como se hacía antes. Así invadimos, descaradamente, tal escena: la parte de atrás de las pantorrillas, su holgada ropa interior. También nuestras casas están envueltas con la tela de una bandera, sin embargo puertas y ventanas tienen resquicios por donde algunos, furtivamente, entrevemos a través de esta otra purdah.
Their men, our men, are pulverizing cities into truckloads of human dust, bone splinters, ash that floats back into red lungs. And freeing them, for what? For laundry, hiking up the burkah and venturing out, the first time in years, to wade in a river, to find, at the shallow end, their wavy reflections in the mirroring waters. One girl bunches up her skirt and stares at her own pale legs extending down into the riverbed into another, matching pair. Her half-naked twin, attached at her soles, looks up. They laugh, squeezing the invisible muck between their toes. Her mother’s broad ass is captured in the photograph on page one, millions will see her now, bent over, scrubbing in the old way, against a flat, wet rock. This is how we invade without apology, this display – the backs of her calves, her loose underwear. Our own homes are draped in flag cloth: the windows and the doors some of us peer out from now, furtively, in this other purdah.
Original tomado de 100 Poets Against the War libro publicado on line en http://www.nthposition.com/100poets.php. Óscar Paúl Castro (Culiacán, Sinaloa, 1979). Poeta y traductor.
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La poesía de Ramón Xirau
Jorge Ortega
Escrita en catalán a diferencia de su ensayo, concebido en castellano, la poesía de Ramón Xirau (Barcelona, 1924) es indisociable de la luz, principio que de hecho infunde personalidad estética y sentido emocional al universo del filósofo catalanomexicano. Y no se trata de una luz simulada o racional, simbólica o decorativa, sino de una luz nostálgica, y por lo tanto vivencial, que alumbra los horizontes de la memoria y se filtra en los avistamientos del sueño. Es el fulgor de los veranos de una niñez idílica anterior a la Guerra Civil, el resplandor del litoral mediterráneo estallando en imágenes difusas que el tiempo y la distancia irán después diluyendo en el destierro. Luz empírica, más percibida que pensada o inventada, más primigenia e innata que adoptiva, más biográfica que de orden creativo. Entre las reminiscencias y las ensoñaciones, Xirau lanza las redes del poema y pesca de nuevo, día a día, la posibilidad de la presencia lisa y llana como regeneradora del ser: «Las puertas se abren en la noche unánime./ En la frente/ un viejo mar, igual que el origen, madura,/ sí, ciertamente, solo, en las rendijas/ del cielo en el que el alba resucita». Esa luz constituye para Ramón Xirau la forma y el fondo de su visión poética, dado que representa la condición necesaria para conferir visibilidad a las pesquisas de una conciencia onírica, anfibia, en la que memoria y sueño, como dije, parecen de pronto fundirse y alcanzar en aras de la paradoja una sugerente aleación de ecosistemas y atmósferas. La claridad y la penumbra, la montaña y la costa, el amanecer y el poniente, el silencio y la música integran la base del sistema figurativo y cromático de Xirau. Ello y algunos componentes pertenecientes a estas categorías, tales como el musgo, la nieve, la espuma, el alga, reiterados a lo largo de su obra como amuletos léxicos. Lo forestal cohabita en lo marino y viceversa, y en la oscuridad nocturna arde la candela del amor o Sueño. Óleo/acrílico sobre tela, 50 x 50cm, 2010.
el cirio de alguna revelación. La poesía de Ramón Xirau relativiza así los absolutos, o, más bien, invierte su lógica de aplicación, recurriendo a la cátedra de los maestros, los místicos cristianos, y en particular Juan de la Cruz, cuyo «rayo de tiniebla» —tomado de san Buenventura, quien lo toma a la vez del Areopagita— conforma quizás el más acabado troquel de su arte poética. Y a propósito de esta compaginación de naturalezas y del talante espiritual de este hijo del exilio republicano, la disposición que mejor captura la gravitación de la poesía de Xirau es la levedad, un rasgo que apuntalan la ligereza de ánimo y un minimalismo estrictamente literario que apela a la economía de medios —estructura textual breve y aérea, frugalidad verbal—, una característica que confirmarán los años. ¿Tendrá que ver en todo ello la quietud que reivindican y destilan los poemas del autor de Poesía y conocimiento? Desde luego, y no solo porque Ramón Xirau consigue armonizar pensamiento y sensibilidad bajo el cordialísimo signo de la unidad heredado de la filosofía helénica, sino también porque a través de la mitificación del recuerdo la realidad poética de Xirau conquista la atemporalidad de un paraíso en el que los elementos fluyen siempre en cámara lenta, a la manera de un paisaje que se hace y rehace adentro de una pequeña botella de cristal. Por algo habría que añadir, en suma, que Ramón Xirau es un poeta de la transparencia, de esa diafanidad que transluce las acuarelas de la evocación y la ensoñación en trazos y colores salidos de la misma paleta. Jorge Ortega. Doctor en Filología Hispánica y autor de Devoción por la piedra. Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2010.
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La poesía de José Ángel Leyva
La fuerza evocadora
Teresa Amy
Primero conozco la poesía de José Ángel Leyva y luego, recién, me entero de algunos datos de su biografía. Que nació en Durango, México, en 1958, de donde resulta, con precisión aritmética, que no tenía más que diez años en la ebullición del 68. Es curioso ya que de ese tiempo podría hablar uno de sus versos: «Nos da a morder su aroma/ nos comen sus delicias». Por eso tal vez es que la poesía debe mirarse sin otros filtros. Así la miro, entonces. La siento más que fuerte, poderosa. Me conmueve «Hermano padre», así como «Silvestre Revueltas». Me sorprende la calculada virulencia de «El Espinazo del Diablo», me refiero al poema, pero también al libro, obra por demás magnífica. De ahí procede el verso citado líneas arriba. Como bien dice la introducción de Duranguraños, que recopila parte de su poesía: «La geografía imposible del alma está dibujada aquí...» Sigo con Duranguraños entre mis manos, internándome en sus páginas. Veo que «El alacrán» es una pieza de alta poesía, muy lograda, que me hace pensar como en una pintura evocadora. El poder evocador de la poesía. Aquí el poema se libera de la intención del autor y se vuelve una evocación de los alacranes que yo veía en una casita de piedra y cal que tuve en el medio de la nada, en una de nuestras playas más alejadas, muy al este, en un barranco sobre el océano. Allí entre unas piedras, pero adentro de la casa, vivía una familia de alacranes, a los que yo les temía con todo horror, por supuesto, pero a los que terminé acostumbrándome. Y los observaba, con sus pequeños hijos. Como si de ellos hablara sigue diciendo José Ángel: «Es la piedad herida de impotencia/ amargo aguijón de la ternura». Hermosísima imagen, al igual que todo el poema, uno de mis preferidos en ese libro. El final resulta magistral: «No habrá culpa ni dolor/ de haber ganado el tiempo/ en cada trozo del amor materno». El libro se llama Duranguraños y también «Duranguraños» se llama uno de los textos que lo integran. Ese poema me estremece con su tenor emotivo de las evocaciones. Es algo que aparece en muchos poemas de la recopilación, pero allí, en ese poema, me hace detener. Al pensar un poco más en qué es eso que evoca en mi memoria poética, llega el nombre de Boris Pasternak. El poeta ruso le dice, en una de las cartas de julio del 26, a Marina Tsvietáieva: «Dios, cuán hondamente amo todo lo que no fui y no seré...» La fuerza y la dulzura, pero la desolada fuerza de Pasternak, aunque en el caso de José Ángel con la vitalidad de la sangre antigua y renovada. Ya no puedo dejar de leer. Cuando evoco lo que he leído, en una pausa, retengo que «Naranjas en la nieve» me ha encantado; también queda la convicción de que un pintor le envidiaría a José Ángel su bellísimo «Parque Guadiana», tal vez el mismo que pintara el cuadro inspirador... En cuanto a los puentes, es imposible no percibir ecos homéricos que resuenan
Ruptura. Óleo/acrílico sobre tela, 150 x 100 cm, 2011.
en «Sangre enemiga» y en «Los escombros del alba», del libro Los versos del guerrero... En mi mesa de lectura también hay otro libro, ya por fuera de la antología Duranguraños. Se trata de Aguja, bellamente editado por Aullido. Ahí leo «El Dios Murciélago» y de nuevo las evocaciones de experiencias que están fuera del alcance de las intenciones del poeta. Si antes fueron los alacranes, acá es esa pieza precolombina que con tanto temor y veneración vi en el Museo de Antropología de Ciudad de México. Fue curioso haberme quedado sola en esa sala, sin más visitantes que yo misma, y ver cara a cara el peso de esa presencia, que solo técnicamente puede considerarse una «pieza» y que en verdad es una encarnación de algo otro, que no siempre se llega a comprender. Ambos libros tienen que ser leídos otra vez, y releídos de nuevo, única manera de leer de verdad poesía. Poesía de verdad, con espesor. Y una espesura que guarda el alma de las cosas. Teresa Amy (Montevideo, 1950). Poeta y traductora. Actualmente trabaja en la traducción de una muestra de la poesía macedonia.
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Mariposa real
Esteban Dublín Las princesas tienen un proceso de vida particular. Nacen en un huevo diminuto, que muy pronto se quiebra para dejar salir una oruga pequeñísima. Esta va creciendo mientras cambia de color y, poco a poco, las células se van disolviendo para formar unas alas brillantes. En una maravilla de la naturaleza, la oruga se transforma en una princesa alada que, de manera casi fantástica, toma vuelo al instante. «No te creo», me dice Mariana luego de preguntarme por qué vuela su madre. «No importa», respondo. «Aún estás muy pequeña para creer en cuentos de hadas». Esteban Dublín (Bogotá, Colombia, 1983). Sus microrrelatos forman parte de varias antologías latinoamericanas y es autor del libro Preludios, Interludios y Minificcciones.
Son solo palabras
Andrea González Cruz
Las palabras están encima de la mesa. Tomo algunas y las ordeno por tamaño, color y circunstancia. Me las paso por los labios. Compruebo las texturas y los aromas. Las dejo reposar. Se mueven y se juntan unas con otras. De la mezcla emerges tú. Mi sombra se ilumina sobre la mesa y baila. Ella y tú se vuelven una llama morada. Hace mucho calor, pero son solo palabras. Andrea González Cruz. Nació en 1991 en la Ciudad de México. Forma parte de la antología Alebrije de palabras: Escritores mexicanos en breve (2013).
Pequeñeces
Adán Echeverría De niño me enterré un lápiz en la mano. A los dos meses aparecieron letras debajo de la piel. Las fui arrancando con la navaja de mi padre y las guardé bajo la cama. Fue hasta la secundaria cuando lograron extirparme la punta de carbón, y se me escapó el habla. Busqué en mi escondrijo, solo hallé los restos enmohecidos de las letras. Escribo para recuperarme de esta invalidez. Adán Echeverría (Mérida, Yucatán, 1975). Autor de El ropero del suicida, Delirios de hombre ave, Xenankó y La sonrisa del insecto, entre otros.
Travesía
Diana Raquel Hernández Meza Por fin hicimos aquel viaje que tanto habíamos planeado. Aunque no encontramos alojamiento, apenas nos preocupó. A los 23 años, esos inconvenientes son parte de la aventura. El fin de semana transcurrió entre obras de teatro, conciertos, tabaco y alcohol. El acuerdo era regresar el lunes por la mañana. Sin embargo, no falta alguien que cambie de parecer sin importarle que aún tengamos cuerda para rato. Luego de un par de cervezas, emprendimos el regreso. Después de cientos de kilómetros, el alba parecía asomar a lo lejos. Ya casi llegamos, les dije somnoliento a mis dos acompañantes, pero no obtuve respuesta: todo a nuestro alrededor era silencio. Paula está inconsolable con la noticia; el nudo que tengo en la garganta me impide hablar, decirle que no llore, que estaré con ella el día en que nuestro hijo vea la luz. Diana Raquel Hernández Meza (México, D.F., 1985). Es parte de las antologías Los adolescentes escriben II, Eros Gourmet, El libro de los seres no imaginarios (Minibichario), entre otras.
Diario de la embriaguez
Rubén Rivera El compromiso del poeta, no es ir a encerrarse en una oficina, en su casa ni en los libros. Debe salir a la calle para sacudir y atacar el espíritu público, ya que el poeta es el agredido, el odiado, el amado, el cínico, el aventurero, el burlón, el despreocupado, el denostado, el místico y el visionario. El poeta más vivido, más sensible, más intenso y más comprometido, es el que escribe mejor poesía. Así, como lo que vale del gusano es su mierda, es decir, la seda, lo que vale del poeta es lo que escribe de la verdadera intensidad de su vida cotidiana. Si no es así, para qué escribe y para qué nació. Culiacán, Sinaloa, 12 de diciembre de 2012 | Cantina Los Bichos.
Entre cerveza y cerveza contemplo sin prisa la caída del sol. Uno no sabe que es polvo y lágrima, uno no sabe de donde vino ni a donde irá. Bebo alegre y despreocupado por estas cosas. Bebo, porque nadie me asegura que mañana miraré de nuevo ese sol. Culiacán, Sinaloa, 27 de diciembre de 2012 | Cantina El Álamo.
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La creación
José Luis Sandín Colocado el mar en la caracola, todo fue esperar a que la ola rompiera el silencio. José Luis Sandín (Hermosillo, Sonora). Participa en el taller de minificciones de Ficticia.
Tinta de mi tinta
Roberto Abad
Ayer me acosté con una libreta. ¡Uff, qué libreta! Tan blanca y con las pastas duras aún. Esta mañana, yendo al trabajo, me ha llamado diciendo que tiene mareos: al parecer, un cuento viene en camino.
Círculo
Eduardo Sabugal Torres Un pescador anciano se miró en la dermis del agua y observó su rostro infantil. En el principio hubo una flotación que abrazaba maternalmente. Al final, las palabras húmedas y definitivas, dibujaban una circularidad. La liquidación vino del agua, y ella estaba ahí, como al principio, acechando para comerse las palabras. El hombre desbarató los años y los arrojó al río. Los años se volvieron parte del río, ya no hubo tiempo. Y en la mitad del viaje, entre la tierra y el agua, ese hombre se eternizó, escapando a las dos figuras que seguían buscando peces de colores. En el litoral, un niño con una caña de pescar en la mano, se hacía viejo en su reflejo. Eduardo Sabugal Torres (Puebla, Puebla, 1977). Ensayista, narrador y poeta.
Roberto Abad (Cuernavaca, Morelos, 1988). Escritor y músico.
Entre la resaca escribo este poema: el brillo del grito derrumba la maleza donde viajábamos en sueño; queda su tufo de iguana en nuestro espejo, su razón moviéndose como una cola hasta quedarse quieta. Ya descansamos junto a la estrella, ahora la luna es un grito que gira. Lloramos lejos del mundo sin cerrar la puerta que nos hacía perder, mientras la noche pasaba volando sobre nuestras cabezas. Entre la resaca sangran en mí las hojas de los árboles.
Bebo junto a un hombre que trae una herida en el brazo. En su herida danzan gusanos. Me dice: al fin de cuentas, todo lo que miras en la herida así es la vida, y la vida danza entre el dolor y la alegría y se acaba sin que te des cuenta. Ante esto, le digo: bebamos de nuevo, gocemos el fugaz momento que nos acompaña, ya que los muertos no vuelven. Culiacán, Sinaloa, 27 de marzo de 2013 | Cantina Iguanas Ranas.
Culiacán, Sinaloa, 16 de enero de 2013 | Cantina El Trovador.
El amor es una costra que te arrancas para ver lo hermosa que es su herida cuando sangra. Culiacán, Sinaloa, 8 de febrero de 2013 | Cantina La Gaviota.
Huye de la envidia, el ahora es el paraíso que te abrasa; huye de la avaricia y juega con la cabellera de tu amada. Juega bien con la vida y diviértete, ya que en cualquier momento se cerrará el telón sin remedio. Culiacán, Sinaloa, 20 de abril de 2013 | Cantina El Tío Pepe.
Al fondo, hay dos hombres besándose y una mujer con una flor entre sus muslos. Ante este paisaje digo: Mediante la gracia del hermoso pecado florece el perdón. 15 de febrero de 2013 | Cantina La Primavera.
Me dicen los miedosos: ya deja de beber, no sea que te mueras y te abismen en las llamas del infierno. No saben que el sol de mi borrachera es más luminoso que su hoy y su mañana. Culiacán, Sinaloa, 18 de mayo de 2013 | Cantina La Ballena.
El vendedor de cacahuates bebe en pequeños sorbos, saborea la cerveza como si nunca fuera a morir. Ante esto, recuerdo este poema: No persigas nada y bebe, ya que una vida llena de pesares hay que pasarla siempre embriagado.
No permitas que la tristeza sea la niebla de tus días. La hermosa noche te invita a escribir y la luz de la luna te disipa el sueño. Ya ebrio recuéstate en el pasto y platica con las estrellas.
Culiacán, Sinaloa, 22 de febrero de 2013 | Cantina Mira Mar.
Culiacán, Sinaloa, 25 de mayo de 2013 | Cantina La Campechana.
La tarde se dobla en mi botella y oigo cantar sus pájaros que me hacen bailar. La tarde se desdobla y se aleja ebria tropezándose con las sillas. Culiacán, Sinaloa, 15 de marzo de 2013 | Cantina El Sinaloense.
Rubén Rivera. Poeta y fotógrafo. Su libro más reciente es Fulgor del regreso.
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Luis María Marina, Continuo mudar, Editora Regional de Extremadura, 2011.
Los diálogos de Marina
J o s é Á n g e l L e y va
Botánica II. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 29 x 21.5 cm, 2011.
Uno de los rasgos más profundos y distintivos, si no el que más, del siglo xxi es el fenómeno de la migración y el cambio; no obstante, debemos reconocer que la humanidad, el hombre es en esencia el mismo que afila de semejante modo el instrumento y el arma, como lo hicieron los primeros nómadas homo faber. Luis Marina da en el clavo desde el título, no solo por haber atinado a darle nombre a su libro, sino porque logra colocar al lector en dirección de su naturaleza o condición mutante. Ese continuo mudar que Rimbaud expresara de un modo semejante: Yo, es otro. Luis Marina es, legítimamente, un ciudadano del siglo xxi y un español de la democracia, de esa España que experimentó y experimenta como pocas naciones una metamorfosis cultural inaudita y extraordinaria. No es gratuito el título de su poemario, como no lo es la fragmentación voluntaria que le da sentido a la estructura de la obra, a cada una de sus seis partes. Luis Marina traza coordenadas que nos indican las rutas de su tránsito verbal. Sapiencia y curiosidad impulsan la propuesta estética de Continuo Mudar, que no es propiamente en los bordes de la realidad inmediata o en la altura de la percepción remota. Ante todo, atiende a la conversación y a la lectura, a la imaginación y al nombre. La técnica y los instrumentos de su aparato discursivo responden a tales fuerzas o cualidades. El poeta se coloca en el centro del diálogo, de la alteridad, de la dialéctica de su propia respiración y su mirada. Imágenes y sonidos fundan las regiones emotivas e intelectuales del autor. Conocí este libro en sus primerísimos y germinales balbuceos. Ya eran visibles sus marcas arquetípicas y sus referencias extradiegéticas, es decir, identificables en la realidad, como lo eran también las esferas ficcionales al servicio de la poesía. Una poesía que no narra sino expresa la geografía cambiante y el trasiego temporal, intermitente, de sus probables personajes, o de sus posibles criaturas abstractas. Era ya desde entonces
un diagrama fragmentario que aspiraba a convertirse en libro, pero dominado aún por la atomización y lo centrífugo. Descubro ahora, al tener en mis manos la edición extremeña, que logró trascender sus propias trampas dialogales para verterse en un discurso compacto, firme, capaz de convencer al mismo tiempo que provoca, perturba diría yo, con sus recursos intertextuales y sus audaces líneas conversacionales que toman distancia de la propuesta estética que ha dominado a la última poesía española afanada en hacerse accesible a las grandes mayorías. Esa poesía que a nosotros poetas y lectores hispanoamericanos se nos aparece como repetitiva y exhausta. Un yo mutante recorre las páginas de este poemario. Un yo de varios, de diversas máscaras, o sea personas que sueñan o emiten voces del pasado, de un ayer que multiplica y divide sus ayeres. No es un recurso vanguardista, como se podría pensar de manera fácil, sino la consecuencia de una actitud auténtica, congruente con la lectura de su tiempo. Allí reverbera la tradición judeocristiana, con sus ecos místicos y barrocos, se advierten resonancias de la Generación del 27, de la del cincuenta, de una avidez bibliográfica hecha digestión. Podría por ello también pensarse que este libro son varios libros, pero uno concluye que es un solo libro que centrifuga sus registros plurales, sus búsquedas y hallazgos. Esa mudanza que se extiende y se concentra en extensiones, que afirma y se niega en el origen, en el padre, en el reconocimiento del hijo, que es memoria y es mañana. Desde las «Coplas de don Jorge Manrique por la muerte de su padre», hasta la «Muerte del mayor Sabines», hay una conciencia de pérdida y de renovación, de caducidad y de emergencia: «Este mundo es el camino/ para el otro, que es morada sin pesar;/ mas cumple tener buen tino/ para andar esta jornada sin errar». En estas líneas de Jorge Manrique reside la lucidez del poeta Marina, quien emprende también la evocación del padre como una vía hacia la revelación de sí mismo y de sus otros. Luis Marina monta la bestia civilizatoria del presente para transportarse y trasladarnos a atmósferas anacrónicas, a situaciones arcaicas donde solo nos deja atestiguar el gesto de la despedida del judío polaco Stefan Ernest en su diario: «En una zanja de la zona alemana, mayo 1943.», o los gruñidos locuaces de «Los perros de Lissa» a través de un tercero, a quien no le consta lo que dicen, pero nos coloca ante el cuadro: «los lobos no se fueron, porque en sus ojos llevaban el futuro». Así, el pasado nos mira desde el desvanecimiento de sus formas y sus luces, reafirmando el presente y a la vez haciendo notar su impronta. Un ir y venir coherente en elipsis, sugerencia de jergas diversas en tiempo y en espacios, en diálogos y monólogos reflexivos, en voces teatrales, guiños pessoanos; todo ello es el mudar continuo de un poeta que se sabe, que se busca.
José Ángel Leyva. Poeta, narrador, ensayista, editor y promotor cultural. Director de la revista de poesía La Otra. Su libro más reciente es Destiempo.
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Ciudad II. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 12.2 x 35 cm, 2012.
Álvaro Cunqueiro: vicios compartidos Aleyda Rojo
A Cunqueiro lo frecuentaba un vicio: soñar despierto. Se jactaba de poseer una imaginación extraordinaria. La poseía y en cantidades enormes. Su obra publicada casi toda en periódicos españoles de su época, avisa de un talento y disposición natural para la escritura: no había tema o situación histórica que le fuera desconocida pues hermanada a su fantasía estaba su erudición. Este hombre nacido en 1911, en las profundidades de Galicia, en un pueblo conocido como Mondoñedo, fue conocido y admirado como uno de los grandes escritores de la segunda mitad del siglo xx. Su obra recopilada por amigos y admiradores fue editada por Tusquets bajo las temáticas abordadas por él: la cocina, el mar, los viajes por su región, los tesoros y la literatura. En 1968 obtuvo el premio Nadal por la novela Un hombre que se parecía a Orestes. En Internet algunos blogs comentan que injustamente no se le otorgó el Nobel y que hasta su tocayo Álvaro Mutis se declaró lector apasionado de su obra. Los libros que nacen fuertes construyen puentes para cruzar el tiempo sin ningún problema. Álvaro Cunqueiro escribía por vicio. En sus textos no se advierte ningún problema para resolver cómo se alimentaban reyes y plebeyos, ni cuál es el mejor camino para alcanzar Compostela. En su rigurosa y exquisita prosa, actuaban, bajo luminosos rayos de mediodía, fechas del medievo frente a mitos hebreos, trucos culinarios romanos contra manías de la cocina gallega. Su capacidad para fabular y llevar sus ideas al más alto grado de refinamiento solo puede ser comparada con la de Borges o de Arreola. En una primera cita con su literatura, La cocina cristiana de Occidente, se repasa la mesa europea, concediéndole mayor importancia a la española y francesa, en un ir y venir entre platillos, tintineo de cubiertos, salsas cargadas de tinto, quesos viejos, trozos de caza, títulos nobiliarios que se pierden o se ganan aromatizados por la mirada de las mujeres de Avignon que se cuelgan las cerezas más rojas en las orejas para provocar la masculinidad. Por él nos enteramos sobre el origen de la salsa Bechamel y la pasta hojaldre, sobre la influencia de Bizancio en la cocina de Praga y Varsovia y cómo le deben a Constantinopla los platillos eslavos «con sus sopas de trigo, sus roscones borrachos y sus faisanes en mermelada de ciruela». En Tesoros y otras magias se olvida de las sartenes y los condimentos para adentrarse en el universo del oro buscado de las formas más espléndidas y por los personajes más raros: enanos representantes de razas míticas, sirenas que extraen música
al pasar sus peines por el cuero cabelludo y tesoros que tienen voces para advertirles a los codiciosos: «mirarás y no tocarás». Cunqueiro visualiza a los tesoros como personas y afirma que les gusta dormir y roncar y quien los busca debe ir solo, limpio y guardar silencio. Y el sitio exacto donde se encuentra, se revela por el sudor de la tierra; en México se cree, por el contrario, que la revelación surge del fuego. Un elemento añadido por el autor es que hay animales especializados en protegerlos: los gallos y los ratones son dos de ellos. Y si uno desea una guía despierta y llena de vivacidad sobre los caminos de Galicia, hay que leer El pasajero en Galicia, pretexto para derrochar el profundo amor por la tierra madre. Las tabernas, las peregrinaciones a Compostela, las fiestas y las venas geográficas de esa región española, reciben con puntualidad el elogio de Álvaro Cunqueiro, quien aprovecha cada renglón para colocar por encima de todas las delicias, la de disfrutar el clima, el vino, la historia y el habla de su gente. A lo largo de toda su obra, salen a relucir preferencias literarias: Chateaubriand, Rosalía de Castro, Rabelais, Homero… le gustaba hablar de libros y sus crónicas literarias fueron reunidas en Papeles que fueron vidas, de donde extraje la presente cita: «y me meten en el mundo en el que más cómodamente sueño, mundo de letras, tantas veces ardiente como el de la sangre, es decir, de la vida». Y la vida que se le escapó en Vigo, en 1981, también le alcanzó para alucinar con el Holandés errante, sobre la existencia de la Atlántida o la preeminencia del rodaballo frente al lenguado. Estos últimos temas los tocó en Fábulas y leyendas de la mar, donde también se pregunta qué hubiera sido del paladar gallego sin el pimentón. Néstor Luján, comentarista de su literatura, afirma que Cunqueiro fue «un hombre de tierra adentro, ciudadano libre y piadoso de una población episcopal antigua y venerable, rodeada de solemnes bosques y valles». En la plaza principal de Mondoñedo hay una estatua de Álvaro Cunqueiro, sentado en una banca, frente a la catedral. Un día iré y me plantaré a su lado: la estatua no se moverá, eso puedo garantizarlo. Y, aprovechando su inmovilidad, la abrazaré y susurraré al oído: querido Cunqueiro, compartimos los mismos vicios. Aleyda Rojo. Narradora. Su último libro es Ataque a la piedad (Instituto Sinaloense de Cultura, 2012).
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Las violetas son flores del deseo
En Las violetas son flores del deseo, su autora, Ana Clavel, con la habilidad narrativa que la caracteriza conduce a los lectores, de una manera sutil, hacia una confluencia de apetencias lascivas y turbulentas, en las que Julián Mercader, personaje central de la trama, experimenta el dulce amargo sabor del placer que lleva implícito la esencia intangible de lo prohibido, lo que hace que sus inquietudes y deseos lúbricos alcancen el terreno de lo perverso. En esta controversial historia, hay muñecas de piel sintética que transpiran; lo mismo que niñas precoces, obsesiones, incesto disfrazado, deseos obscenos, sueños húmedos y prohibidos que no pueden abandonarse bajo la almohada. Hay en todos los personajes una carga de erotismo mezclado con sentimientos de culpabilidad y cierta locura. Los sueños de Julián Mercader emergen obstinados del abismo de su niñez y su adolescencia. Desbocan su libido y descubren la trampa de lo sublime y lo delirante. Le parece acuciante redescubrir su propia historia y regresar a esa etapa de la secundaria, al recuerdo de las enseñanzas de su maestro de Historia sobre Tántalo, ese extraño y desconcertante protagonista de la mitología griega castigado por los dioses del Olimpo. «Tántalo, el siempre ávido, el condenado a tener la manzana en la punta de los labios y no poder devorarla.» Julián Mercader conoce su secreto, sabe de los deseos que le palpitan dentro y busca hacerlos realidad, y junto con Klaus Wagner (ambos inspirados por la imagen de las muñecas torturadas, del pintor surrealista Hans Bellmer) viven entregados al bello oficio de fabricar muñecas casi humanas. Helena, la esposa de Julián, deja un día de ser su mujer para dedicarse a esperar a su única hija, a su niña, a la deseada y esperada Violeta. Lo abandona aludiendo el embarazo. Decide renunciar a su lecho para convertirse en madre. Él se pierde en la confusión y se considera un hombre derrotado. Se aparta de lo que llama «pasión contagiosa» y se refugia en sus amores sustitutos: las muñecas. Y son las muñecas las que suscitan la pasión incestuosa de Julián, quien, un día se encuentra a sí mismo hurgando en los cajones del clóset y oliendo la ropa íntima de su hija de doce años. Esto se convierte en una manía y luego busca la forma de llevar ese aroma a las muñecas. Entonces se pregunta: ¿Se puede condenar a alguien por sus sueños? Julián Mercader sueña con su hija. La ve crecer y despedirse de sus propias muñecas con una fiesta en la que él fue el invitado. «Esa tarde me pidió que la maquillara, y mi Tántalo se revolvía frenético y a punto de ahogarme. Se sentó en mis muslos y me pidió que le hiciera caballito: Dios qué tormento, en cada brinco me ponía en contacto con el calor mullido de su entrepierna, y el
Ciudad. Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 26.6 x 12 cm, 2012.
Melly Peraza
dolor y el gozo amenazaban con acalambrarme. Ya no más, papá, dijo, y el martirio cedió y se desmoronó algo sin concluir.» Sin embargo, la trasgresión también tiene sus límites y Julián Mercader se refugia en el cuerpo de las muñecas que llevan en la piel el olor de Violeta, pero la muerte de Klaus Wagner, quien nunca le había permitido introducirse en sus dominios, ahora que está muerto puede, al fin, invadir su mundo privado. Y es ahí donde encuentra la verdadera historia de su padre, así como la de Bellmer y la del propio Klaus, quienes habían pertenecido a la hermandad secreta denominada: «Adoradores de la luz eterna». Entre los archivos de Klaus, Julián encuentra documentos de un escritor uruguayo involucrado en ese escandaloso fárrago de secretos, un tal Horacio Hernández que ha sido suplantado por un hermano escritor llamado Felisberto Hernández, autor de un relato titulado Las hortensias. Y al final, el mismo Julián, mientras espera el regreso de Violeta —si alguna de estas palabras encuentra un destino diferente al de la hoguera—, pide no ser juzgado, después de todo quién podría censurar el mundo de los sueños, presiente el abismo, la caída total, la cercanía del fin: «Falta muy poco ya para que la oscura verdad cierna su filo de tinieblas, para que corte los amarres de la soga que con trabajos me mantiene en pie en medio de este bosque inmóvil donde yo, Julián Mercader, y no mis violetas, permanezco atado a la sed perenne de mi deseo lacerante». Melly Peraza. Escritora y promotora cultural. Autora de las novelas: La rama seca, Cazador de sombras y Se le hizo tarde al tiempo.
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La danza: hojas de papel volando… Sergio Uzárraga Acosta La ecuatoriana Patricia Aulestia, radicada en México hace más de cuarenta años y naturalizada mexicana, es una de las bailarinas e investigadoras de la danza que ha hecho un gran aporte al conocimiento y difusión de esta disciplina artística. Fundadora del cenidid-José Limón, se ha esforzado porque se cuente con un fondo documental debidamente organizado, como el que ella compiló en la obra llamada La danza: hojas de papel volando publicadas en el diario Cine Mundial en los años 1953 a 1963, la cual contiene artículos y reseñas publicadas en el órgano informativo a que alude el título, en el que la danza tenía un gran espacio para su difusión. Con un prólogo e introducción de César Delgado Martínez, en esta obra la autora hace un estudio de la historia de la danza tejida con comentarios por medio de los cuales va presentando cada uno de los textos. Los artículos fueron seleccionados por ella del periódico Cine Mundial, dirigido primero por Isaac Díaz Araiza y después por Octavio de Alba, y son generalmente de carácter informativo sobre el acontecer dancístico, y en algunos se hacen críticas impresionistas de parte de reconocidos especialistas que tuvieron la digna función de guiar al público en la apreciación del arte de Terpsícore, la musa de la danza. La obra, que incluye entrevistas que hizo Patricia, contiene información sobre el arte coreográfico mundial y nacional mexicano y, aunque brevemente, aporta al estudio de la danza en Sinaloa. Registra el nombre de Óscar Tarriba, el bailarín que nació en Culiacán1 el 5 de febrero de 1908, que fundó el Ballet Español del cual formaron parte Giselle Sotomayor y Alberto Salinacruz y que en 1953 participó como coreógrafo en la película La calle de los amores.2 Incluye también un artículo de Paul Bourcier en el que comenta y critica a José Limón cuando, en octubre de 1957, se presentó con su compañía en París, en el Teatro de Marigny. En esta ocasión presentó tres coreodramas de Doris Humphrey que no gustaron, pero se le elogió mucho el Emperador Jones, de su autoría. Es una coreografía basada en la homónima de Eugenio O’Neill, cuyo personaje es un presidiario fugado que impone su tiranía en una isla hasta que el pueblo se subleva y le mata. José
Limón expuso, en versión coreográfica, el terror del emperador Jones, sus alucinaciones y su transformación de insolente tirano en un personaje servil torturado por el miedo. Refiriéndose a esta obra Paul Bourcier afirmó: «La inspiración de José Limón es original y dramática. Su ballet posee la progresión indispensable a toda obra escénica: bien ordenados grupos, bellas actitudes, secuencias hábilmente elaboradas y desarrolladas».3 Fue una obra bien recibida por el público parisino, y así quedó plasmado su éxito en distintos medios informativos, como Cine Mundial. La danza: hojas de papel volando… es una obra de lectura agradable en la que la autora recogió, de manera minuciosa, nombres de coreografías, de agrupaciones y de muchos artistas de la danza. Informa sobre penalidades, chismes y represalias de algunos de los protagonistas, y está bellamente ilustrada con fotografías de bailarinas y bailarines que con su trabajo corporal desafiaron la gravedad en el teatro y deleitaron al público del cine y la televisión, que se constituyeron en una fuente de trabajo inagotable para el gremio en este periodo en que se estaba dando el paso de lo moderno a lo contemporáneo. Con esta publicación se cubre el periodo que va de 1953 a 1963 de la historia del arte de Terpsícore, y Patricia Aulestia, de esta manera, habla de un sinnúmero de artistas de fama internacional que están muy presentes entre el público mexicano. A la vez, la autora sacó del olvido a muchos que, aunque no brillaron como las grandes estrellas, hicieron de la danza su práctica profesional en cabaret, teatro, comedia musical, cine y televisión. Como son muchos los nombres, no es posible enlistarlos en esta reseña. Menciona hasta a Cantinflas, lo incluye en la historia de la danza, y ahí está el detalle, porque uno de los méritos de Patricia Aulestia en esta obra es que valora géneros dancísticos que en otro tiempo eran considerados como de baja calidad. Qué bueno que los valora porque, como no hay público que se proponga ver abstracciones, es necesario que los coreógrafos retomen imágenes e ideas de artistas que pertenecieron a esos géneros y dosifiquen sus obras con signos al alcance de todos.
1 Alicia Montaño Villalobos: Voces danzantes de Sinaloa, Culiacán, Sinaloa, México, cobaes, 1998, p. 17. 2 Patricia Aulestia: La danza: Hojas de papel volando publicadas en el diario Cine Mundial en los años 1953 a 1963, México, Impresos Chávez de la Cruz, S. A. de C. V., 2012, pág. 61 y 83.
3 Paul Bourcier: «No gustó José Limón en su debut en París», Cine Mundial, 05/10/1957. Citado ampliamente en Patricia Aulestia, op. cit., p. 27. Sergio Uzárraga Acosta. Maestro en Historia del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam.
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Cormac McCarthy y la tradición literaria norteamericana
Víctor Luna
En sus inicios, la literatura norteamericana tomó como modelo a la literatura europea; los primeros novelistas norteamericanos seguían modelos literarios europeos; desde Charles Brockden Brown, el novelista norteamericano más prolífico de finales del siglo xviii, los escritores norteamericanos estaban atentos a la producción literaria europea y se provocaban la influencia de autores europeos y por supuesto la Biblia; por mucho tiempo, la incipiente tradición literaria norteamericana estuvo dominada por la gran influencia de la literatura europea, novelistas como Melville, en su monumental Moby Dick, nos narra las aventuras y la tragedia de un héroe que tenía su modelo más próximo en el de Sartor Resartus de Carlyle, a decir de Leon Howard; esta influencia durará hasta a principios del siglo xx con escritores como Frank Norris cuya predilección por Balzac y Zola es evidente, Norris en su McTeague (traducida al español como Avaricia) nos ofrece una historia dentro de la corriente naturalista, la influencia de Zola es tan grande en Norris que de acuerdo con Carvel Collins: «puede que haya debido a Zola la intención general de McTeague. En realidad tomó de los naturalistas franceses mucho más de lo que aparece en la novela. La mayor parte de la estructura general es similar a la de L’Assomoir de Zola». Por otra parte Stephen Crane, iniciador de la literatura norteamericana moderna con la publicación de La roja insignia del valor en 1895, presenta aún la influencia en su estilo de escritores europeos pero ya empieza a darse un fenómeno importante con Crane como novelista: su obra retroalimenta a la literatura inglesa, Crane logra influenciar en ciertos aspectos a un escritor tan importante para la literatura inglesa como lo es Joseph Conrad. Mientras que Balzac y Zola fueron la gran influencia en la literatura norteamericana de finales del siglo xix y su influencia se prolongó hasta a principios del siglo xx en la obra de Frank Norris y Theodor Dreisser, en la siguiente generación de novelistas norteamericanos importantes, el centro de influencia se iba a desplazar hacia la Biblia, Shakespeare, los autores rusos del siglo xix e incluso Cervantes; autores como William Faulkner, Ernest Hemingway y F. S. Fitzgerald presentaban una mezcla diferente de influencias en sus respectivas obras que ya no solamente se circunscribía a Zola y Balzac, sino que abarcaba un espectro más amplio que le daba más riqueza a la obra en construcción; estos tres autores representan la madurez de la tradición literaria norteamericana, la cúspide a la que puede llegar una literatura cuando sus escritores están comprometidos realmente con su obra y el arte literario; con estos tres escritores se repite el fenómeno que le sucedió a Stephen Crane: su obra es producto de una influencia y al final por su gran calidad, autenticidad y sinceridad, termina siendo una gran influencia en otras literaturas, pero sobre todo en su propia literatura; Faulkner, Hemingway y Fitzgerald fueron para la siguiente generación de escritores norteamericanos la influencia literaria más importante; por fin la tradición literaria norteamericana estaba sólidamente constitui-
da y podía ofrecerle al mundo obras originales, poderosas, bellas y sobre todo duraderas. Pasarían muchos años para que surgiera un escritor norteamericano de la talla de William Faulkner, Ernest Hemingway o F. S. Fitzgerald, pero el tiempo llegó e hizo su aparición en el panorama literario norteamericano Cormac
Espesura (fragmento). Óleo/acrílico sobre tela, 100 x 60 cm, 2010.
29 McCarthy, cuyas características como escritor lo convierten en idóneo heredero de la gran tradición narrativa norteamericana y su natural prolongador. Cormac McCarthy empieza su carrera con El guardián del vergel y para los lectores asiduos a la literatura norteamericana nos trae ciertas reminiscencias de autores apreciados por su gran calidad literaria, veamos este párrafo: «El árbol estaba destroncado, y los trozos desparramados de cualquier manera sobre la hierba. Había allí un hombre rechoncho con tres dedos entablillados y envueltos en un vendaje sucio. Le acompañaban un negro y un hombre joven, los tres en corro alrededor del tocón del árbol. El hombre rechoncho dejó a un lado la sierra y él y el negro agarraron la estaca de cercado y se afanaron entre gruñidos y resoplidos hasta conseguir darle la vuelta al leño. El hombre hincó una rodilla y examinó el tajo. Habrá que intentarlo por este lado, dijo. El negro cogió el tronzador y él y el hombre se aplicaron a serrar otra vez. Después de un rato el hombre dijo: alto. Maldita sea, ya estamos otra vez. Levantaron la sierra y examinaron el corte. Es verdad, dijo el negro. Otra vez igual. El joven se acercó. Ven, dijo el hombre. Mira por este lado. ¿Lo ves? El joven miró. ¿Hasta aquí arriba?, dijo. Sí, respondió el hombre. Agarró el retorcido pedazo de hierro, fragmento magullado de la cerca, y lo sacudió. No se movió de sitio. Se ha extendido a lo largo del árbol, dijo el hombre. No podemos seguir cortando. Este maldito olmo podría cargarse la sierra. El negro asintió de una cabezada. Sí señor, dijo. Tiene usted razón. Se ha metido hasta arriba del todo de ese árbol». Si bien es cierto que El guardián del vergel pasó inadvertida por la crítica y el público lector norteamericano, no sucedió así cuando Cormac McCarthy publicó su primera novela de su ahora ya famosa «Trilogía de la frontera». En esta obra Cormac McCarthy escribe sobre lo que ama y le apasiona: la vida trashumante de los cowboys, esa existencia al aire libre sin residencia fija, siempre en la aventura al lado de los animales y su hermosa libertad. En Todos los hermosos caballos McCarthy cuenta sobre el escape a México de un muchacho: John Grady Cole y su amigo Lacey Rawlins, sin embargo es la tragedia de un tercer chico lo que marca el tono y las acciones de la novela, lo que al final de cuentas le da cohesión a la trama, la aparición de Jimmy Blevins es crucial en el desarrollo de la historia; la tragedia que Blevins escenifica logra incluso traspasar la novela hasta los otros dos tomos de la trilogía, porque la gran tragedia de Blevins es la de todo adolescente: no se puede ser eternamente joven, a menos desde luego que se le mate a uno a edad adolescente y así se le fije en la imaginación de los que lo conocieron, claro que el asesinato no es un gran sustituto para la fuente de la eterna juventud. La idea de México, su concepto complicado y en cierto punto maniqueo, aparece desde Todos los hermosos caballos; este concepto será expuesto por Cormac en las dos siguientes novelas de la trilogía, sin embargo es, curiosamente, una mujer de Todos los hermosos caballos nacida española, quien nos dará la mejor idea que sobre México, como nación, se registra en la narrativa de Cormac McCarthy; es una visión terrible que parte de la época de la Revolución particularmente centrada en las actividades políticas de la familia Madero; en ese discurso que la dueña Alfonsa le dice a John Grady Cole está toda la esencia y complejidad de México, este país que en palabras del hacendado Rocha «ni siquiera Cervantes podía imaginar». La segunda novela de la trilogía es En la frontera, la historia de Billy Parham y su hermano Boyd, hijos de un modesto ganadero. «En la frontera es una novela más compleja y completa que Todos los hermosos caballos. Desde que Billy Parham decide devol-
ver una loba a las montañas de México la acción se desencadena vertiginosamente; Billy, el muchacho, se adentra en un país desconocido en el que lo absurdo y lo onírico se confunden con una violencia que solo puede verse en la realidad, Cormac logra transmitirnos un cuadro muy sugerente de la vida en el México rural de los años cuarentas; el honor, único escudo que le servirá al hombre desde su juventud, es el tema central de esta novela. La ácida visión de la vida que tiene Cormac McCarthy es representada en el final de la novela, cuando el protagonista termina solo, anhelando siquiera la compañía de un perro enfermo; solamente leyendo esta hermosa novela se puede comprender en toda su complejidad el sentido que Cormac le da a la vida, su concepto del hombre, porque como todo gran novelista Cormac McCarthy produce en sus grandes narraciones conceptos sobre el mundo, ideología. Finalmente las historias de John Grady Cole y Billy Parham confluyen en la última de las novelas: Ciudades de la llanura; en este volumen Cormac McCarthy da por cerrada una etapa en su narrativa y a manera de epílogo narra la desaparición de una forma agreste y bella de vivir: la de los cowboys. «Ciudades de la llanura cuenta el final de dos grandes personajes de la novela moderna: John Grady Cole y Billy Parham, el primero asesinado por un padrote y el segundo anulado por la miseria y la soledad a merced de un destino incierto, como el de todos los millones de indigentes que viven en las calles de Estados Unidos». Con su trilogía Cormac McCarthy logra prolongar su tradición literaria y reavivar la novela norteamericana que languidecía en las poderosas manos de los escritores de historias policiacas, este fenómeno producido por Cormac McCarthy dentro de la tradición literaria norteamericana se logra gracias a una fórmula muy vieja y que utilizó un novelista fundador de la literatura norteamericana: James Fenimore Cooper, autor también de una tetralogía, los libros que forman el ciclo narrativo de Leatherstocking. En este ciclo narrativo Fenomore Cooper se convierte en el natural antecesor de Cormac McCarthy; el personaje central de Cooper, Natty Bumppo, un viejo cazador, es el perfecto ancestro de John Grady Cole y Billy Parham, tanto Cooper como McCarthy eligen a sus personajes centrales porque saben que tienen esa condición del héroe romántico que tanto fascina a los lectores de novelas, en cierto sentido la trilogía de McCarthy es una prolongación del mito de Leatherstocking creado por Cooper que: «Para los lectores primitivos de Cooper, según la opinión de Seymour House, el libro terminaba positivamente con el matrimonio; para nosotros, hoy en día, termina con la enajenación de Leatherstocking y el principio del mito de Leatherstocking. Excluido por la oposición de la progenie del juez Temple hacia la de Natty Bumppo, el mito se ensancha hasta contener al final antítesis fundamentales como civilidad y selvatismo, ley y libertad, sociedad e individualismo, conservadurismo y anarquía». Todos estos elementos mencionados por Seymour House los encontramos en la trilogía de McCarthy, puestos en juego para ofrecernos una visión de la situación y el destino de Norteamérica, representados en estos dos personajes de Cormac McCarthy: John Grady Cole y Billy Parham, que lo convierten en un clásico y en uno de los escritores vivos más importantes, no solo de Norteamérica, sino de la lengua inglesa.
Víctor Luna. Narrador y poeta. Su libro más reciente es Canción de juventud. Antología poética de Gilberto Owen (Instituto Sinaloense de Cultura, 2011).
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El fruto de todos
Jorge Iván C h ava rí n M on t o ya Cuando Alonso se levantó esa mañana de abril, el sudor ya había humedecido sus sábanas y un olor salado se desprendía de ellas; habían pasado unos días y su cuerpo ya le exigía volver, ocupaba volver. ¿Tan pronto?, apenas habían pasado cuatro días, la última vez había soportado siete; a este paso su vicio lo llevaría como a otros a quedar atrapado en ese lugar. Soportar la tentación, evitar recaer, soportar el peso de su propia carne y aguantar los deseos de caminar hacia allá. Alonso observó los mosaicos azules del techo, los rayos que entraban por la ventana, el clóset abierto (dentro de él sus tres camisas y sus dos pares de pantalones) e intentaba formar en su cabeza una estela oscura que ocultara sus pensamientos y tentaciones. Alonso no soportó, La carne pesa mucho y es débil, se dijo a sí mismo mientras se levantaba. No se cambió de ropa, conservó el pantalón y la camisa blanca con los que durmió esa noche, no se aseó, no desayunó, no asistió a la facultad de Letras, no sentía deseos de oír parloteos sin sentido sobre alguna teoría aplicada a una obra, ni siquiera recordaba lo que vería en clases. Alonso solo se dignó a caminar por el centro, por el mercado Garmendia, percibiendo el fétido olor de la carne en los mostradores rodeada de moscas, que se confundía con el olor de la carne de su cuerpo, no menos podrida que la que los vendedores arrojaban a los perros; el agua atrapada en las canaletas mezclada con el aceite de los carros, y las deformes calles que perdieron dirección, nombre y sentido para transmutarse en simples corredores de un laberinto. Las manos de Alonso sudaban, había logrado aguantar una hora, todavía faltaban catorce. Tranquilo, tranquilo, se repetía en voz alta sin importarle la gente que volteaba, ni los niños que lo señalaban, ni los hombres que al pasar junto a él musitaban: loco. Solo era cuestión de soportar, de sentir que era capaz de aguantar esa recaída, de sentirse dueño de sí. Observaba que el Crono de Goya destrozaba Catedral, que se colgaba en las torres pasando de una a otra como un mono, y en su boca introducía una de las campanas para reducirla a simples trozos de cobre. Alonso huyó escuchando que los gritos del titán articulaban una palabra: Mesón. Alonso descansó en uno de los troncos de la isla de Orabá, ese parque que al igual que la desaparecida Mesopotamia se encuentra entre dos ríos casi muertos. Había una mujer que jugaba a la pelota con un niño; Alonso los observó, debía ser la madre, una madre joven, quizás soltera, con pocos ingresos y que aprovechaba los espacios públicos para que su hijo se divirtiera. Al retirarse la mujer y el niño, este dormido en los brazos de ella, Alonso contempló el agua del Humaya, el color opaco impedía que su rostro se reflejara; metió su mano izquierda, la sintió espesa, de nuevo confundió su olor corporal con el del caldo de orines, excrementos, basura, alimañas muertas. Si el sabor de ese líquido era tan nocivo como decían los rumores, tal vez al beberlo lo dejara en un trance de asco que le hiciera olvidar el Mesón y, más
importante aún, le hiciera olvidar a Lilia. Se sentía que era uno con el Humaya, Alonso sumergió su rostro y tragó del Humaya, esperaba que ese caldo destrozara sus papilas, que su garganta se fuera pudriendo al momento que el líquido pasara por el conducto; no sintió nada, esa agua no le sabía diferente a otras. Alonso dejó atrás la isla, no entendía por qué había ido, por qué se le ocurrió tragar del Humaya, qué era esa necesidad de restarle importancia a todo y solo tener la necesidad de volver al Mesón, tal vez si soportaba este día y el siguiente, ya no sintiera esa adicción, dejaría de deambular para calmar las ansias, dejaría de ver a Cronos y con suerte volvería a la cotidianidad: volver a las clases de romanticismo europeo y noches calmadas con sábanas secas. Alonso volvió a tomar marcha, aún con la esperanza de que en algún momento el agua del Humaya lo hiciera vomitar, le causara dolor de estómago o por lo menos un retorcimiento en las tripas, cualquier cosa que le devolviera el sentido común para dejar ese andar, ignorar esos estridentes rugidos y volver a su habitación a dormir un poco y olvidarse de ver criaturas de pintores españoles vagando por ahí sin correa. Alonso, que años atrás conocía todas las calles del centro de su ciudad, con sus respectivos negocios, ahora caminaba entre dos muros de piedras, sin prestarle importancia a alguna referencia, escuchando las pisadas del Cronos que ahora se desplazaba por las calles; fue esa libertad móvil que le dio a su cuerpo, ese descuido de perderse en pensamientos por algunos minutos, lo que lo llevo frente al Mesón. Después de varias horas de lucha había sido derrotado, su misma necesidad fisiológica ante ese lugar lo había traído. Observó la cantina y sus letras negras pintadas en la fachada: «El Mesón»; en este punto Alonso cayó, desistió, ya no era posible escapar, Esta será la última vez, se dijo al momento que entraba. Alonso se sentó en una de las primeras mesas. Sus ojos se centraron en una fofa masa de carne vieja y putrefacta encerrada en una falda corta y un escote rosa ajustado que dejaba al descubierto sus enormes pechos; al percatarse de la mirada del joven sonrió guardando una pequeña libreta en medio de sus senos. Ella era Lilia, o por lo menos era el nombre por el cual Alonso la reconoció. La mesera se acercó de tal forma que el joven era capaz de observar de frente esas masas de carne libres de un brasier. Antes de poder hablar Lilia tenía que apretar con su dedo índice la zona media del cuello para producir una voz robótica que se trababa a mitad de cada palabra. Qué vas… a tomar, preguntó como si un cuchillo cortara su garganta, Cualquier cerveza, respondió Alonso sin despegar su mirada de los pechos cubiertos de estrías. La mesera se alejó, Alonso suspiró, en todo el día no había estado tan tranquilo como en esos momentos. Miró su reloj, las cuatro quince, a estas horas debería estar en su materia de literatura romántica, hacía tres meses que no hacía otra cosa que estar en el Mesón o tratar de no ir al Mesón. Desde la primera vez que fue, con algunos amigos de la
facultad, encontró paz en los pechos de Lilia, tranquilidad en esos coqueteos descubiertos, en ese juego de tratar de ver el pezón; así que pocos días después volvió solo, regresó regularmente hasta darse cuenta de que no podía hacer otra cosa, y fue cuando llegaron las abstinencias fallidas y esas caídas que concluían en arrepentimientos nocturnos. Como bien sucedería esta noche. Lilia atiende a un anciano en la parte izquierda, voltea a ver a Alonso saludando con la mano, estira el escote y los pechos quedan más descubiertos, mostrando una pequeña porción rosada del pezón, de nuevo sonríe pícaramente y humedece los labios con la lengua. Alonso observa a los viejos de las otras mesas. Cronos lanza un rugido. Toca su abdomen y su rostro: es más joven y hermoso que ellos, se siente superior, piensa que por esas razones Lilia lo ama más, que lo tiene en una posición privilegiada, es el favorito. El orgullo de Alonso como cada visita cae al ver al anciano de la parte izquierda sumergiendo su rostro en los pechos, sacando su vieja lengua de lija, para lamerlos. Alonso mientras observa los círculos de babas que se forman en las carnes de Lilia, se pregunta quién fue el primero, quién fue ese primer Adán en conocer a Lilia, en ese tiempo joven y hermosa, y hundirse en ella, secar sus lágrimas en sus senos, en mostrarle que su labor es la de consolar, dejar que lloren en ella, que no es una Eva para un solo hombre sino un fruto para todos. No, en estos momentos no podía ser para todos, tenía que ser solo para él, él era el que más la necesitaba, el único con derecho de abrazarla y derramar sus lágrimas sobre ella. Lilia lo sabe, por algo viene, se sienta y observa, se limita únicamente a observar y esperar a que sus pechos se humedezcan, retorno seguro, cliente seguro. El olor a carne podrida penetra el espacio, Alonso sabe que no es solo su carne, sino la de todos los clientes, que todos apestan, que todos son iguales, que no es diferente a ellos, que todos tienen dentro de sí algo podrido, que todos deambulan, que todos al igual que ese primer Adán vienen por el fruto. El viejo baja el escote y lame los pezones, los muerde, los mete dentro de su boca. Lilia fría como siempre. Alonso no resiste, se dirige hacia a ellos, Lilia sabe lo que viene, se escapa de los brazos del viejo, Alonso lo golpea en el rostro, la silla cae junto al anciano, Alonso se lanza sobre él, no alcanza a dar el primer golpe cuando el viejo se zafa, se paran, dos golpes a la nariz, suficientes para dejar al joven tendido en el suelo. Cuando la sangre empieza a salir, Lilia toma el brazo de Alonso, se levanta, sin soltarlo lo lleva a su asiento, tratan de ignorar la burla del contrario, otra mesera coloca una cerveza, le pide que se calme, la respiración de Alonso va disminuyendo, se sienta junto a él, lo abraza, repega sus pechos a su rostro. Alonso llora sin vergüenza, empapa los pechos con lágrimas para después lamer sin control esos tronchos de carne de la misma forma que el viejo lo hacía y que ahora a pesar de la sangre y la nariz rota ya está con otra mesera; Lilia le toca el pelo y lo invita a continuar, sin perder esa fría expresión. En ese frenesí de lengüetazos desesperados Alonso olvida los rugidos de Cronos, que seguramente ya cayó muerto y no volverá hasta mañana; la clase de literatura romántica; las calles como laberintos; la madre que juega con su hijo; los viejos podridos; se olvida de todo, solo le importa ese momento: todo converge en las lengüetadas, en volver al origen, en ser el único Adán que come ese fruto.
Jorge Iván Chavarín Montoya. Egresado de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica.
Poemas
Mónica Morales Rocha Noche
No nos engañemos: la noche siempre está en fuga. A veces, cedemos a la ilusión de las sombras pero amanece cada vez.
Amnesia selectiva Onírica memoria etílica nebulosa laguna mental para guardarnos [sin ecos] porque el silencio —también— es humedad.
De súbito
la imagen atroz clava sórdida su colmillo en mi deseo te imagino voraz oscilante en otra y observadora omnisciente sonrío. Mónica Morales Rocha. Licenciada en Comunicación por la Universidad Autónoma de Baja California. Radica en Tijuana, es docente universitaria, co-productora y conductora del programa de radio Letras al aire.
Ciudad V (fragmento). Acrílico y pastel sobre papel para acuarela, 12 x 32.5 cm, 2013.
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abcinato
Martha Evelia Pérez Obeso «¿Cuándo se ha visto que el tercer lugar sea codiciable? No es digno ni para los que obtienen el último.» Eso pensaba C, quien estaba a punto de romper su conocido ceceo y decir de una vez por todas, que odiaba, desde lo más profundo de su cóncavo cuerpo, ser la tercera letra del alfabeto. Le molestaba demasiado pensar en lo que significaba ser clasificación de indignante película, incómodo asiento de avión, aguerrido grupo escolar, oscuro cubículo, deshonrosa calificación. Odiaba las abreviaciones de los etcéteras, y la lista de etc., etc., etc. era muy larga. Si bien aparecía en los cines, en la cocina, y una casa sin ella, jamás sería casa, el tercer turno en el abecedario no acababa de convencerla. El plan de acción fue inminente. Urdió hablar con A para convencerla de eliminar a B. En aquel complicado plan, cinco situaciones estuvieron a favor de C: • La astucia de A estaba de vacaciones. • Cuando estaba en Guadalajara y en cualquier alborada, A siempre se atolondraba. • C sabía dónde conseguir tolondrones. • Ante A, B siempre se portaba bastante bobalicona. • C tenía fama de cándida y muy cordial. Durante un raro amanecer en Guadalajara, C estuvo inyectando codicia a los más de cincuenta tolondrones que regalaría a A, confiaba que con ello le activaría el instinto asesino. A los recibió con gusto y entre tolondrón y tolondrón, mantuvo una larga charla con C. Llegó una nueva alborada, y A sucumbió ante las carismáticas y cándidas peticiones de C. Demás está decir lo mal armados argumentos de C, en realidad A tenía las de ganar, no necesitaba más trofeos; pero el atolondramiento afecta, A cedió ante los deseos de C, quien en cuanto vio su logro empezó a limpiar la lente de una videocámara. Y dejó que todo ocurriera. A, sabiendo que B se encontraba en el baño, se acercó con una puntiaguda coma es sus manos y asestó un gran golpe en la barriga superior de B. Por todo el lugar se escuchó un espantoso blaf. Inmediatamente B se hizo minúscula (y más bobalicona que de costumbre). Con los ojos, y una enorme boca abierta, todavía sin creer lo que sucedido, intentó refugiarse en una línea, pero por su torpe andar resbaló y quedó colgada entre renglones. Estaba intermitente, a veces parecía d, a veces p, a veces b y a veces q. A ya le conocía esos trucos y con auténtica frialdad llegó hasta B a completar el plan. Lo más impresionante de A era la combinación entre su instinto asesino y su apetito voraz. Seguía comiendo los tolondrones. A se acercó a la minúscula B que le pedía existir; pero nada, en A estaba ausente la misericordia, solo buscaba repetir su artera acción. Aumentada la saña, A reventó la barriga inferior de B, con la misma filosa coma. Ahora el blaf fue más estruendoso y chillón. Aquello era un macabro batidillo de letras. B quedó esquelética, cual I mayúscula, perdió todo el balance, con movimientos oscilantes, se fue de bruces sobre el siguiente renglón. A, en su arrebato, entre tasajo y tasajo sobre lo que quedaba de B, seguía comiendo los dañinos tolondrones, ya casi parecía una O.
En aquella compulsión, A hablaba sola, imaginando la celebración que le preparaba C, en verdad era un gran acontecimiento. Obtendría el trofeo del primerísimo lugar en eliminar a la bobalicona. Las letras y el mundo tendrían mucho que agradecerle. Todavía azuzada por su delirante cerebro, A sujetó sobre el renglón a B, y empezó a rebanarla, después cortó, con la misma coma, cada rebanada en finos cuadritos. Finalmente la redujo solo a confetis. Terminados los redonditos cortes, aspiró todo el aire que pudo, y con gran fuerza sopló hasta que cada confeti voló hacia otros renglones, otras páginas, otros libros, carteles, anuncios y demás. Solo dejó uno para usarlo como punto final. Aseó el lugar, aventó la coma y se retiró a sus aposentos. Lo hizo tranquilamente, con la seguridad de que sería tan afamada como lo prometió C; andaba alegre, pero aturdida, como si estuviera acéfala. Pensó que una recostadita sobre su almohada preferida le vendría genial. Después buscaría a C para pedirle la condecoración. Caminó cansada, pensando que su multipremiada vida estaba completa. Antes de acostarse se comió el último tolondrón. C, que tenía el video de toda la acción, recogió la coma y juntó el punto. Los metió dentro de un paquete anónimo que envió con prontitud a los jefes del Gran Consejo de la Ortografía y las uenas Costum res. Y se columpió un rato en un renglón. Todo era cuestión de esperar. Inmediatamente se corrió la voz, un grupo de letras gritaban enardecidas, dirigiéndose a los aposentos de A pedían la pena capital. C iba de líder. A seguía adormilada cuando llegaron las R a apresarla, tenían el video, el punto y la coma, contundentes muestras del abesinato. C simulando ser muy condescendiente, pidió, que a su gran amiga A solo se le castigara con cárcel. Luego, amablemente, se propuso para tomar su lugar. Con voz cantante, prometió a todas las letras pediría a G usar el punto recuperado para desarrollar la secuencia genética y crear la importante letra que en ese momento, y como siempre, hacía tanta falta. Ahora A vive encerrada entre barras y corchetes, y dada su peligrosidad, la tienen a doble llave, paga su castigo por eliminar a B. Es resguardada por iracundas erres, quienes con extremo rigor la vigilan. Todas las letras, con C a la cabeza, se pusieron de acuerdo para jamás permitir que A vuelva a ocupar el primer lugar del abecedario. Por fin C es la primera en el alfabeto. Su orgullo es grande, viaja por el Cosmos impartiendo charlas, conferencias, cátedras de superación personal y claves de éxito. Cada vez se cree más merecedora del estatus que detenta, su vanidad no tiene límites, el creerse lo máximo le causa ceguera, y no ve más allá de sus cejas y pestañas. Entre renglones, su lugar favorito, E estudia con esmero todas las estrategias que C realizó para lograr aquel abecinato. Es experta para leer entre líneas. Todo parece indicar que E prepara un elegante y mucho mejor elaborado plan.
Martha Evelia Pérez Obeso. Estudiante de Literatura y Lenguas Hispánicas en la unam. Fue finalista en el concurso de la Revista lee+ de librerías Ganhi.
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Viento
Juan Márquez Zataráin Habla el viento y la brisa aparece como una niña sonriente que arropa con su perfume mi cuerpo que palidece. Te mueves, como al temple de las olas invisibles, volátiles, soltando una presencia vacía con belleza sensitiva y autónoma. Viajera de la nada y de todo, con acompañantes obligados a tu fuerza, con la que llevas lejos todo e incluso lo acercas, nunca te dejas caer, permaneces siempre. Juan Márquez Zataráin. Estudiante de la licenciatura en Físico-Matemáticas. Ganador del concurso de poesía cobaes 2013.
Costumbre de los lazos Teresa Avedoy
Yo también anudo ferozmente como mi madre las bolsas de la compra o de la ropa sucia (que contrario a la sabiduría popular, se ha dejado de lavar en casa). Pero mis deseos sin motricidad fina (jamás fui al kindergarden) a través de mis dedos no exigen desanudar (tan hábilmente como ella lo hace) el nudo, los nudos para el después y en cambio rompo dientes/ cuchillo/ tijera cuando me urge el interior de algo (y cómo destruyo, a veces, cuando me urge el interior de algo). Mi madre hábil para anudar/ desanudar; he notado cómo le desconcierta mi brutalidad mis manías tijera/ dientes/ cuchillo porque no sé necesitar conservar para el reuso. Así también cuando mi madre anudó el corazón de sus hijas yo cuchillo/ tijera/ dientes. Teresa Avedoy (Guamúchil, Sinaloa, 1979). Es autora de los poemarios Piedra, papel o poema, Pájaros y patrullas, Y no te regalé ninguna pipa para no fumar contigo ninguna paz, Fracciona-miento, Trilogía histérica y Dicen que en esta ciudad solo se deberían escribir novelas negras.
Naufragio
Alfredo Soto Me desmorono y me rearmo en esta isla polveada de almas náufragas, miradas compasivas e ignorantes, y soles que calientan sin piedad el ánimo. No me acuerdo de ti, porque el recordar implica olvido, me acuerdo del viento entre nosotros y de tu rostro de noche estrellada, tu reflejo de plata tatuado en las aguas calmas, y en la distancia ¿y eso nos conecta? La distancia nos acerca, y deifica con su hilo blanco… Si renegamos es: porque no hay roca visual ni polvo carnal, ni tacto. Espero el tiempo para cortar el momento y colecciono mundo para romper espacios, hacer que el tacto sea, y sin piel tocarnos a pedazos. Matar con destellos el silencio, condenarnos de abrir heridas, herir con la punta del dedo. Herir. Amor: herida que sana, intensidad que palpita. En el llanto los pedazos, fluir, hervir mis lágrimas, en sangre de tu alma de nardo. Esta es la respuesta a la final pregunta la vida… vaciada en el río de nuestros labios. Alfredo Soto. Estudiante de Letras en la Universidad Autónoma de Sinaloa.
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Una vez más
E. Yépiz
E l hombre q u e ahora d u erme a mi lad o es u na extensión de mi c u erp o. F u e hecho p or m í , l o arrojé al m u nd o y l o aband on é en el momento en q u e emitió s u primer llanto. E scu cho s u c ora z ón c omo si f u era el m ío.
Lluvia. Óleo/acrílico sobre tela, 80 x 60 cm, 2008.
E n s u pecho palpitan mis mied o s y temores . S e enc u entra s ol o. S u e ñ a c on u na vida q u e n o tiene y en c ual q u ier momento, al ig ual q u e a m í, l o despertar á n s u s pesadillas . E n s u e ñ o s me dice q u e siente hambre y esta y las ganas de amar s u elen tener cierto parecid o ; ambas s on impacientes .
Tomados de la mano caminamos de prisa entre los grupos de muchachos que nos ofrecen marihuana y un par de cuadras más adelante los dejamos atrás para luego doblar a la izquierda hasta alcanzar el barrio chino y su bullicio, donde tenemos nuestra primera y última cena. La idea de ir a misa es mía y una hora más tarde ya estamos en la iglesia de los santos Peter y Paul. De la mano escuchamos el sermón del párroco que habla del amor bendecido por el matrimonio o no sé si habla del matrimonio bendecido por el amor. Al salir tomamos café en una de las cafeterías de la avenida Columbus y ya de regreso paseamos por Washington Square. De nuevo en la habitación. Él se sienta a mi lado y me mira. Mira como miran los hombres del desierto y está tan dispuesto a recibir lo que se le da, y yo tan dispuesta a estirar la mano para satisfacer a mi instinto frecuentemente aletargado. Me oferto una vez más, muchas veces más, y él, como otros, pregunta ¿Cuándo fue la primera vez que estuvimos juntos? Y yo que me sé de memoria la consabida respuesta, digo que siempre es la primera vez y los vientos del norte amenazan con romper el cristal de las ventanas, la arena se eleva en remolinos que corren en todas direcciones y trae consigo el olor y los sueños de los muertos en el mar y en el desierto. Después de muchos días de viaje, de dormitar en el auto y comer sándwiches de atún, teníamos: cama limpia, sábanas blancas, televisión, escritorio, estancia y un pequeño bar, todo por el precio de 40 dólares, solo por ser, al menos fue lo que dijo o quiso creer la persona encargada de la recepción del hotel, una pareja de recién casados de luna de miel por la nebulosa ciudad de San Francisco. Hace, no sé cuánto tiempo. Médico de profesión, en mi nombre abandonó a todos sus enfermos y por halagarme se volvió hombre de mar. Día a día se empeñó en pelear contra mis fiebres y pasado el tiempo, al darse cuenta de que no podría erradicarlas, me dio de alta y me dejó su chamarra de piel de cordero; para prevenir cualquier resfriado, dijo, y yo la tomé sin decir nada (como suelo tomar casi todo lo que se me ofrece) y todavía la uso algunos inviernos sin que me salve por completo del frío. Y nunca supe si fue el calor de su cuerpo o el vapor del agua caliente que salía del jacuzzi lo que empañó los espejos y levantó una nube de niebla dentro de la habitación, lo que nos hizo correr las cortinas, abrir las ventanas y darnos desnudos a la vista de cualquiera que quisiera acceder a las ventanas del cuarto 305 del hotel en que nos hospedábamos, pero él también, como tantos otros, terminó por marcharse y, como de costumbre, no hice nada por impedírselo, pues ya no podía ofrendarle nada sino mi muerte y no quiso esperarla, se fue antes de que llegara. Entre olas que vienen y regresan, intuyo que no es la primera vez que estoy en esta ciudad, ni en este cuarto de hotel. Y ahora mi muerte camina tomada de la mano de la luna, que tiende su cuerpo amarillo sobre las maderas húmedas del balcón. Un barco anuncia su salida, otro más su llegada y los pasos de ayer son borrados por el viento y nuevos pasos dibujados y vueltos a borrar. En ese tiempo ¿Cuál era su nombre? El nombre de él. Ya no recuerdo si tenía los ojos grises o negros. Lo que no puedo evitar es preguntarme ¿Cuántas veces más habré de tenerlo y cuántas otras habré de perderlo? Ahora mismo, como entonces, tengo miedo de despertar y no encontrarlo a mi lado. Una vez más, muchas veces más. Ernestina Yépiz. Narradora, ensayista y poeta. Su último libro es Los conjuros del cuerpo.
Mira esa gente sola José Luis Franco Compilación de parte del trabajo que, por diez años (casi) continuos, José Luis Franco ha venido publicando en las páginas de Ríodoce, con el único interés de llegar a lectores ávidos de historias que traspasan lo cotidiano. Ismael Bojórquez Perea
La desnudez de las palabras (antología poética) Norma Bazúa La presente antología pretende ser una muestra representativa del vasto universo poético bazuniano, que se cuenta por miles y miles de versos que conforman cientos y cientos de poemas que dan cuerpo a los doce libros publicados por la poeta y a los otros que permanecen inéditos. Habitada por la locura de la poesía, Norma Bazúa nunca dejaba de escribir. E. Yépiz
Mónica L aví n R a fael Toriz Felipe Vá z q ue z Her w ig Weber Patricia B oj ór q ue z J orge C ontreras A na ï s Abre u R amón C astill o R en é Higuera A ntonio R iestra R icard o R . L audato Philip L e v ine S u san G ubernat Jorge Ortega T eresa A m y E steban D ubl í n A ndrea G on z á lez Cru z A dá n E chev err í a Diana R a q uel Hern á ndez M e z a Rubé n R i v era J o s é L uis S andí n Roberto A bad E d uard o S abu gal Torres J o s é Ángel L e y va A leyda Roj o M elly Pera z a Sergio U z á rraga Ac o sta V íctor L una Jorge I vá n C havar ín Montoya Mónica Morales Ro cha M artha E v elia Pé re z Obes o J uan M á r q ue z Zatar á in T eresa Av ed oy A l f red o S o to E . Y é piz