Cuentos y escritos de Vicen莽 Riera Llorca en La Naci贸n
Comisión Permanente de Efemérides Patrias Archivo General de la Nación Volumen CX
Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación
Natalia González Tejera Compiladora
Santo Domingo 2010
Comisión Permanente de Efemérides Patrias Archivo General de la Nación, volumen CX Título: Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación Compiladora: Natalia González Tejera
Cuidado de edición: Lillibel N. Blanco Fernández Diagramación: Harold M. Frías Maggiolo Diseño de cubierta: Esteban Rimoli Foto de portada: Permiso de Residencia de Vicenç Riera Llorca, AGN
De esta edición: © Comisión Permanente de Efemérides Patrias Calle Arístides Fiallo Cabral, Núm. 4, Gazcue, Santo Domingo, D. N., República Dominicana Tel. 809-535-7285, Fax. 809-362-0007 © Archivo General de la Nación Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz Núm. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, D. N., República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do
ISBN: 978-9945-074-03-1 Impresión: Editora Búho, C. por A. Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic
Vicenรง Riera Llorca. Fuente: DO AGN F Conrado 3675.
Contenido
Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio español/ 11 Introducción / 13 Vida y obra de Vicenç Riera Llorca / 27 Cuentos Pension de Famille / 33 Aleu se divierte / 39 Puerto Internacional / 45 El inocente Juan / 51 El fugitivo / 59 Remordimiento / 65 En una playa francesa / 71 Turistas y señores buscan color / 77 El camisero sarnoso / 83 Una criada con desgracia / 87 Escritos El judío se cansó de errar / 95 El judío coge el arado / 101 El francés en Francia / 107 Como en su casa / 111 Imágenes de refugiados españoles en Ciudad Trujillo, República Dominicana / 115 –9–
Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio español Desde hace varios años el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias vienen colaborando en una serie de proyectos conjuntos. Dentro de este marco de cooperación interinstitucional se inscribe también la edición de diversos libros que presentamos con motivo del septuagésimo aniversario del comienzo del exilio español, tras el final de la Guerra Civil Española de 1936-1939. La conmemoración de la llegada a la República Dominicana de miles de ciudadanos españoles, a partir de noviembre de 1939, resulta una ocasión propicia para subrayar el aporte de estos refugiados a los más variados sectores de actividad de nuestro país: desde el agrícola hasta el cultural en toda la amplia gama de sus manifestaciones. En efecto, la obra de investigación y creación que llevaron a cabo los exiliados españoles, pese a las limitaciones existentes en un medio tan complicado como el dominicano de aquel entonces, merece ser puesta en valor a fin de que las generaciones más jóvenes conozcan el rico intercambio que se produjo entre dominicanos y españoles. Este flujo bidireccional significó un aporte muy considerable para la modernización de la sociedad dominicana, que por su parte dio lo mejor de sí misma para contribuir a aliviar el duro trance por el que atravesaban los republicanos, que sufrían al mismo tiempo las secuelas de su derrota en la Guerra Civil y el desarraigo del exilio en una tierra lejana. – 11 –
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Con tal motivo, el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, en colaboración con el Gobierno de España, estiman necesario ahondar en el trabajo de algunos intelectuales españoles que se establecieron entre nosotros durante una etapa más o menos prolongada, y cuyo legado en buena medida se encuentra disperso en revistas o monografías de difícil acceso. Esta labor de recuperación y conocimiento de nuestra memoria histórica constituye un elemento indispensable en el desempeño de ambas instituciones, cuyo fin principal consiste en la conservación y difusión del patrimonio cultural de todos los dominicanos. Por consiguiente, este conjunto de libros cumple la doble misión de cubrir una laguna de nuestro pasado común y saldar una deuda de gratitud para con aquellos autores que nos brindaron su saber con un rigor científico y una honradez intelectual que los convierten, aún hoy en día, en un ejemplo que tratamos de emular. No es tarea fácil seleccionar de entre ellos un grupo que represente a esos miles de exiliados españoles que se vieron obligados a abandonar su país e iniciar una nueva vida a este lado del Atlántico. Además, los nombres escogidos deben ser suficientemente diversos entre sí, para que de ese modo puedan reflejar la heterogeneidad propia de un colectivo tan amplio desde el punto de vista numérico, como múltiple en las expresiones de las personas que lo integraban. Así pues, se ha decidido incluir en el catálogo de publicaciones del Archivo General de la Nación obras de la autoría de, o que versan sobre, figuras de la relevancia de María Ugarte, Vicenç Riera Llorca, Malaquías Gil, José Almoina, Jesús de Galíndez, Javier Malagón Barceló, Constancio Bernaldo de Quirós, Gregorio B. Palacín Iglesias y J. Forné Farreres. Con la edición de estos trabajos, varios de los cuales ya forman parte de nuestra colección general, deseamos rendir un sincero y merecido homenaje de agradecimiento y admiración hacia la importante labor desarrollada por muchos hombres y mujeres del exilio español en la República Dominicana, así como en el resto de América y en todo el mundo.
Introducción
Las constantes migraciones y la recepción de las mismas al territorio de la isla de Santo Domingo han sido tema objeto de estudio de prestigiosos historiadores y científicos sociales. Desde el período colonial la necesidad de incentivar la migración hacia la isla, por razones demográficas y económicas, motivó el desarrollo de políticas por parte de las autoridades que buscaban el incremento de la población y de las actividades productivas, en un territorio que tradicionalmente se caracterizó por la abundancia de tierras cultivables y escasa población. En los siglos xvi, xvii y xviii, tal como lo analizan Carlos Esteban Deive y Manuel Hernández González1 en enjundiosos trabajos sobre el fenómeno migratorio, la isla en su parte oriental recibió varias oleadas de inmigrantes, principalmente provenientes de las islas Canarias, que fundaron núcleos poblacionales en espacios
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Carlos Esteban Deive, Las emigraciones canarias a Santo Domingo, siglos y xviii, Fundación Cultural Dominicana, Inc., Santo Domingo, 1991; Manuel Hernández González, La colonización de la frontera dominicana 16801796, Colección General del Archivo General de la Nación (AGN), Vol. XXV, Santo Domingo, 2006; M. Hernández González, Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná, Colección General del AGN, Vol. XXVII, Santo Domingo, 2007; M. Hernández González, El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas, Colección General del AGN, Vol. LXV, Santo Domingo, 2008.
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lejanos como los limítrofes a la colonia del Santo Domingo Francés, y en zonas cercanas a la ciudad de Santo Domingo, o en las costas norte y sur de la bahía de Samaná. El siglo xix es testigo de nuevas migraciones. En efecto, el gobierno de ocupación haitiana (1822-1844) incentivó la llegada de negros de Norteamérica, quienes fueron instalados en Samaná y las costas del norte de la isla. Posteriormente, a lo largo del mismo siglo, los diferentes gobiernos republicanos se plantearon la necesidad del incentivo a la inmigración extranjera. En todo caso, estos movimientos migratorios obedecían a necesidades económicas y demográficas, tanto de los gobiernos como de la población trasterrada. Los motivos que conllevaron a los inmigrantes a llegar a estas tierras respondían a factores variables como la búsqueda de mejores tierras, la necesidad de poseer propiedades, o las crisis cíclicas económicas vividas por Europa en diferentes períodos en esos siglos. A principios del siglo xx predominaba una corriente ideológica en los núcleos intelectuales dominicanos que insistía en la necesidad de que la República Dominicana recibiera grandes contingentes de inmigrantes caucásicos.2 La necesidad de que llegaran blancos a poblar el territorio obedecía a la creciente preocupación de las clases oligárquicas por la gran cantidad de negros barloventinos y haitianos que llegaban al país como fuerza de trabajo en la industria azucarera y en otras actividades agro-exportadoras. Estos trabajadores, que constituían en la generalidad de los casos un tipo de migración golondrina, una vez cumplida su tarea emigraban a otras islas a realizar otros trabajos. No obstante esa condición, fueron muchos los que se quedaron en la República Dominicana por razones diversas. En el siglo xx las leyes migratorias fueron haciéndose, por lo tanto, más restrictivas con respecto al tipo de migración deseada por las elites de poder. Estas restricciones abarcaban el aumento a los impuestos de entrada a ciudadanos negros, asiáticos y semíticos;
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Francisco J. Peynado, Por la inmigración. Estudio de las reformas que es necesario emprender para atraer inmigrantes a la República Dominicana, Imprenta y librería de la J. R. Vda. García, Santo Domingo, 1909.
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mientras que los ciudadanos caucásicos (blancos) gozaban de preferencias de entrada al territorio nacional. Además de estas condiciones, en el caso de las mujeres negras, debían presentar certificaciones de buena conducta expedidas en sus lugares de residencia. Es así como en la historia nacional encontramos un amplio registro de movimientos migratorios hacia la República Dominicana de carácter económico y demográfico, más que político. Las causas políticas, como factor motivador de migraciones hacia el país, no han sido un fenómeno frecuente y mucho menos estudiado en su totalidad como tema histórico. En efecto, desde finales del siglo xix y como producto de las luchas independentistas de Puerto Rico y Cuba, el territorio dominicano fue receptor de perseguidos por causas políticas que encontraban en las iniciativas de Estado del bando azul capacidad de acogida y posibilidades de desarrollo en sus diferentes actividades profesionales. De igual manera, en los años de 1939 a 1942 llegaron, primero en grandes cantidades y luego en números menores, judíos centroeuropeos perseguidos por el régimen nazi y exiliados españoles desterrados de su patria posteriormente a la derrota del bando republicano en la Guerra Civil Española de 1936 a 1939. Ambos grupos humanos arribaron a la República Dominicana después que representantes dominicanos, ante la Conferencia de Evian, manifestaran la intención del Gobierno dominicano de aceptar refugiados políticos y religiosos. El exilio republicano español de esos años constituye quizás el mayor movimiento migratorio por causas políticas que haya recibido la República Dominicana en toda su historia, y las consecuencias sociales y políticas que derivaron del mismo es tema importante de investigación histórica. A continuación se explican las condiciones en que se produce esta migración. En el año 1937 se había producido en el país un acontecimiento que estremeció la conciencia nacional y debilitó las relaciones políticas internacionales de la dictadura. Nos referimos a la matanza de un número aún no determinado de ciudadanos haitianos en las zonas fronterizas del país.
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Esta condición obligó a la dictadura a buscar salidas diplomáticas que suavizaran el perfil internacional del Estado dominicano y permitieran el desarrollo de una propaganda favorable al dictador con la creación de una imagen de persona humanitaria que, en momentos en que ninguna otra nación asumía el compromiso de aceptar perseguidos políticos y religiosos de la Europa convulsa del nazismo y el fascismo, proponía la aceptación de hasta 100,000 refugiados centroeuropeos y españoles. La propaganda escrita en periódicos e informes gubernamentales de la época confirman este compromiso asumido por los diplomáticos enviados por el dictador en 1938 a la Conferencia de Evian en Francia. Sin embargo, el análisis exhaustivo de los documentos relativos a los planes de colonización y recepción de inmigrantes en la República Dominicana dan cuenta que desde sus inicios el número propuesto a recibir no sobrepasaba el de 5,000 exiliados. A fines de 1938, el ejército rebelde a la República española había ocupado casi en su totalidad el territorio de España, apenas quedaban zonas leales a la República y la tragedia de la retirada de miles de personas a las zonas cercanas a la frontera francesa se agudizaba. El invierno de 1938 fue testigo de uno de los episodios más traumáticos de la historia del siglo xx, cuando aproximadamente 500 mil personas se vieron forzadas a abandonar su patria huyendo de las represalias y de una muerte segura por parte del ejército franquista, bien dotado de armamentos y con apoyo logístico de gobiernos fascistas europeos, como los aviones alemanes e italianos. De este modo lograron vencer a un pueblo de convicciones republicanas que solo tenía como arma la dignidad y esperanza de ideales justos. Francia fue la nación receptora de esta masiva inmigración. Las condiciones políticas y económicas en que se produjo tendrían una estrecha relación con la respuesta ofrecida por el Gobierno francés. Las razones son evidentes, el cruce por la frontera implicó la separación de hombres adultos y jóvenes de mujeres y niños. En su mayoría, aquellos hombres que alcanzaron llegar a la frontera
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en el último mes de 1938 y los primeros días de 1939 fueron recibidos por soldados senegaleses3 y enviados a los campos de concentración (Argeles Sur Mer, Saint-Cyprian, Gurs y otros), donde sufrieron todo tipo de penurias. Las mujeres y niños corrían mejor suerte, dependiendo si los alcaldes de los pueblos a los que llegaban mostraban o no simpatías por los republicanos, o existieran en esos lugares organizaciones de ayuda a los vencidos. De todos modos, la presión demográfica que significó este gran movimiento poblacional motivó al Gobierno francés a buscar soluciones alternativas frente al éxodo masivo. Muchos españoles volvieron a las fronteras españolas y previo depuración política regresaban a sus tierras. Otros se integraron a las labores agrícolas e industriales, y aproximadamente 30,000 personas reemigraron a otras tierras donde pensaban encontrar mejor suerte. La Unión Soviética, México, Chile y República Dominicana abrieron sus puertas para recibir a estos exiliados. A mediados del año 1939 llegaban los primeros embarques con refugiados a México y Chile. Para esas mismas fechas se iniciaba el proceso de llegada de personas que por diversas vías habían logrado el permiso de entrada a República Dominicana. El 7 de noviembre de 1939 fue la fecha de arribo al puerto de Santo Domingo del buque Flandre con 279 pasajeros, de acuerdo a las informaciones de periódicos de la época. A seguidas, el 9 de noviembre, llegó por Puerto Plata el Saint-Domingue con 64 pasajeros; el barco La Salle, el 19 de diciembre con 771 pasajeros, y el Cuba con 547 pasajeros. Estos dos últimos atracados también en el puerto de Santo Domingo. Tan solo en un mes y 27 días llegaron al país 1,660 personas. ¿En cuáles condiciones llegaban y cuáles eran los compromisos del Gobierno dominicano para con ellos? La mayoría de los exiliados tramitaron su salida por intermediación del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE),4 organización con sede en Francia, que se ocupó de pagar el pasaje y entregar
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Eran tropas del ejército colonial francés usadas para la represión. Organización de ayuda apoyada por el Gobierno de España en el exilio, dirigida por Juan Negrín.
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una ayuda a cada familia o persona particular que se dispusiera a reemigrar a tierras americanas. El SERE además diligenciaba las visas de entrada y se había comprometido a organizar las labores del establecimiento de colonias agrícolas en la República Dominicana. Dotó personal necesario y subvencionó la compra de aperos de labranza para los colonos. Mientras, el Gobierno dominicano se comprometía, a través de la Secretaría de Agricultura, a abastecerlos de tierras, aperos de labranza y semillas para iniciar el proceso de colonización agrícola en lugares seleccionados para estos fines. Los primeros grupos de exiliados que llegaron al puerto de Santo Domingo se instalaron rápidamente en pensiones y hoteles de la capital, llenando a toda capacidad esos establecimientos. Asimismo, iniciaron sus diligencias para conseguir puestos de trabajo en las áreas de competencia. En los primeros meses las posibilidades de ubicarse laboralmente eran idóneas, gracias a la propaganda que los periódicos de circulación nacional habían hecho de la recepción de los primeros embarques. Como el fin que perseguía la dictadura era dar una imagen humanitaria, los periódicos de la época, Listín Diario y La Opinión,5 hicieron un amplio despliegue propagandístico en torno a las incidencias de la llegada de estas personas al puerto de Santo Domingo y la calidad profesional de aquellos que desembarcaban. A la par que se publicaban los informes noticiosos de los desembarcos, se iniciaba también una propaganda que buscaba sensibilizar a la colonia española residente en el país, con el fin de que aportaran su ayuda solidaria a los recién llegados. No faltaron las críticas mordaces y las respuestas a las mismas por parte de algún español ofendido de la vieja migración. Con la llegada del barco La Salle se plantea un nuevo problema: no hay capacidad para albergar más refugiados en Santo Domingo y los puestos de trabajo posibles para estos grupos ya estaban ocupados. Esto motiva un proceso de reubicación de
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Ver periódicos Listín Diario y La Opinión, ediciones de noviembre de 1939 a febrero de 1940.
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los inmigrantes, cuyo trámite es asumido por representantes del SERE en el país y de la Secretaría de Agricultura. El propósito de este cambio era iniciar el proceso de colonización agrícola, aunque las negociaciones bilaterales entre el SERE y el Estado dominicano todavía no se habían formalizado. Es así como los refugiados del La Salle, de diciembre, y del Cuba son despachados desde su desembarco en el puerto de Santo Domingo hacia pueblos del interior del país, como: San Pedro de Macorís, El Seibo, Sabana de la Mar, San Juan de la Maguana y San Rafael del Llano, donde muchos refugiados se quedaron, mientras que otros eran trasladados a colonias agrícolas en donde se les entregó tierras y viviendas. Los lugares elegidos fueron las colonias de Pedro Sánchez, Villa Trujillo, Juan de Herrera y San Rafael. Cumplido el objetivo propagandístico, en los inicios del año 1940, el régimen comienza a manifestar cansancio por la presión demográfica y social de los grupos recién llegados. En parte, las razones que condicionaron esta actitud están ligadas al desacuerdo con las autoridades de los organismos internacionales de ayuda a los refugiados republicanos y a la imposibilidad de conseguir ventajas económicas de los mismos. En los meses de febrero, abril y mayo de 1940 llegan 1,328 refugiados más. En esta ocasión el Gobierno ordena que el puerto de desembarco sea Puerto Plata, con el fin de limitar el número de personas que se trasladen a Santo Domingo. Para la reubicación de estos grupos, compuestos en su mayoría por familias de hasta cinco integrantes, se crearon las colonias fronterizas de Libertador (Dajabón), La Cumbre y Medina (San Cristóbal); los llegados en el barco La Salle del 16 de mayo de 1940 se ubicaron en Pedro Sánchez (El Seibo) y Villa Trujillo (Sabana de la Mar). El estudio de las fichas de permiso de residencia6 y el análisis de las entrevistas realizadas junto al equipo de Historia Oral del Archivo General de la Nación demuestran la gran movilidad de
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AGN, Secretaría de Interior y Policía, Dirección de Migración, Permiso de residencia a extranjeros residentes en el país, 133 legajos, 1940.
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estos grupos dentro del territorio nacional. Muchos de los entrevistados cuentan que una vez instalados en las colonias sus padres buscaban la salida de las mismas debido a la falta de condiciones que ofrecían para el desarrollo de sus habilidades y profesiones. Esto les motivaba a instalarse en las ciudades principales de los pueblos del Cibao y del sur del país en donde sí existían actividades acordes a sus conocimientos técnicos y profesionales. La falta de condiciones materiales, los problemas de adaptación al medio rural, la ausencia de subvención para el desarrollo de cultivos agrícolas, combinados con una serie de factores psicológicos y políticos, son condiciones que motivaron el fracaso de las colonias agrícolas establecidas en la República Dominicana entre los años de 1939 y 1942. Pero el hecho de que fracasara el plan que dio inicio a este suceso histórico, no significa que este capítulo de la historia nacional fuera un fracaso. Si bien es cierto que el experimento de las colonias agrícolas no produjo frutos visibles (salvo el caso de Pedro Sánchez), en la memoria del pueblo dominicano persiste el recuerdo de estos españoles que llegaron hace 70 años a estas tierras y que en el corto espacio temporal de su estadía aportaron y dejaron huellas culturales imborrables. En efecto, los aportes en el área científica, educativa y artística de estos inmigrantes fueron inmensos. Tal es el grado de importancia de los mismos, que algunos intelectuales dominicanos definen el período como el de un renacimiento cultural para la República Dominicana. Muchos inmigrantes llegados al país eran jóvenes profesionales y artistas, que antes de la Guerra Civil Española habían comenzado a destacarse en sus regiones y en Europa en las diversas áreas de conocimiento. Es por ello que, una vez instalados modestamente en el país, iniciaron un proceso de adaptación e inserción en el mundo cultural y científico dominicano. Semejante proceso no hubiera sido posible si no existiesen a su vez intelectuales dominicanos que les allanaran el camino y les ayudaran a integrarse en el mundo laboral; casos como la actitud solidaria del Dr. Julio Ortega Frier son dignos de mención y estudio más profundo.
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Los primeros puestos de trabajo ocupados por refugiados son los relativos al área de educación, muchos ubicados en la enseñanza básica y media. Posteriormente se iniciaría el proceso de organización de la Facultad de Filosofía en la Universidad de Santo Domingo, donde desfilarían como catedráticos un número considerable de intelectuales españoles, cuya experiencia y trayectoria en la cátedra universitaria era notable en España. Si bien la vida cultural en la ciudad era activa, la inmigración española le imprimió un dinamismo especial con charlas, conferencias, representaciones teatrales, exposiciones pictóricas, que eran presentadas en lugares tan distintos como el Ateneo, la Universidad de Santo Domingo, el Archivo General de la Nación, los cine-teatros y otros centros de reunión en la capital. A la par que participaban en estas actividades iniciaban la publicación en los diferentes periódicos nacionales y revistas de artículos diversos, donde exponían sus opiniones sobre asuntos internacionales, históricos, literarios y otros, cuidando siempre de no tocar el tema dominicano y, en cualquier caso, manifestando siempre su gratitud hacia el Gobierno y al pueblo que les acogió en momentos cruciales. Con la salida a la luz pública del periódico La Nación, el 19 de febrero de 1940, la participación de articulistas y caricaturistas españoles que se habían instalado en la ciudad capital se incrementó, crearon incluso una sección dentro del diario llamada «Cuentos de la nación». Es en esta sección donde inicia la publicación de sus trabajos Vicenç Riera Llorca. Junto a él también eran asiduos colaboradores los exiliados Fernando Alloza, Manuel Valldeperes, Jaime Roig Padró, Enrique López Alarcón, Ramón Suárez Picallo, Carlos González y otros. En la caricatura se destacó Fernando Blas, quien junto a Ximpa y Tony aportó nuevas ideas a esta manifestación artística, lo que contribuyó al enriquecimiento estético de los medios informativos que en ese momento recurrían muchas veces al uso de caricaturas de periódicos de otros países. La participación de los refugiados en la vida cultural cotidiana de los dominicanos no se limitó a la publicación esporádica de
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sus opiniones y trabajos literarios en la prensa nacional, sino que también se complementó con publicaciones de sus impresiones y expresiones literarias en obras más duraderas. El trabajo de estos intelectuales abarcó la literatura y teoría literaria, las ciencias, el derecho... Figuras como Fernando Sainz, Vicente Llorens, Javier Malagón Barceló, José Almoina, J. Forné Farreres, Mariano Viñuales y otros han quedado como testigos del paso de los refugiados españoles en la República Dominicana. Los refugiados no sólo participaron como colaboradores de periódicos nacionales, sino que también publicaron los propios: Democracia, Por la República, la revista Ozama, Ágora y otras muchas más de carácter científico, literario, político, filosófico e informativo que, aunque vieron la luz por corto tiempo, o fueron disfrutadas por un público selecto de dominicanos y españoles. En párrafos anteriores se mencionaba la inserción de muchos refugiados en el área educativa. Es importante señalar que un grupo significativo de los mismos eran especialistas en educación y conocedores de tendencias pedagógicas muy avanzadas. Estos maestros habían sido formados en su gran mayoría en los preceptos de la Institución Libre de Enseñanza. Estas capacidades fueron puestas en práctica tanto en las aulas dominicanas al servicio de instituciones existentes, como en los llamados institutos escuelas. En Santiago, Navarrete, Dajabón, Montecristi, Moca, La Romana, Santo Domingo y otros lugares funcionaron estas instituciones que le dieron brillo y un nuevo empuje a la educación dominicana, llegando incluso a instalar en algunos el nivel medio (bachillerato) que, como en el caso de La Romana, no se cursaba hasta los años 40.7 Si en el área educativa los aportes son dignos de mención, en otras actividades de la vida cultural se puede hablar de un antes y un después de la llegada de los inmigrantes. La consolidación de la Escuela Nacional de Bellas Artes con los aportes de maestros
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Juan Alfonseca Giner de los Ríos, «El exilio español en la República Dominicana», Pan, trabajo y hogar. El exilio español en América Latina, Dolores Plá Brugat, compiladora, Instituto de Migración/Centro de Estudios Migratorios, México, 2007, p. 195 en adelante.
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españoles de pintura, escultura y muralismo. La creación de la Escuela de Teatro y la aparición por primera vez del radio-teatro con Emilio Aparicio y su cuadro de arte dramático. Los aportes de Casal Chapí y Eugenio Fernández Granell a la nueva Orquesta Sinfónica Nacional. Todo lo mencionado anteriormente constituye sólo una muestra de los cambios que experimentó el mundo cultural dominicano en esos años. En la universidad se fortalecieron las cátedras de las facultades de Derecho y Ciencias, y como se ha mencionado anteriormente se creó la de Filosofía. Hasta ese momento la biblioteca de la más vieja universidad de América se limitaba a ser un depósito de libros sin un orden específico. Es entonces cuando Luis Florén Lozano se ocupa de formar un grupo de jóvenes para catalogar, fichar y describir el inventario de libros y revistas, que fue aumentando con los aportes de diversas instituciones y embajadas, que por diligencias de este intelectual donaban material bibliográfico y hemerográfico a la institución. La valoración y descripción de documentos antiguos, así como también la formación de los primeros archiveros fue obra de doña María Ugarte España, monumento viviente de lo positivo y noble de esta inmigración. Todas y cada una de las aportaciones de estos exiliados ameritan un estudio en especial, que en este breve esbozo no es posible abarcar, pero sirve para comprender la importancia que los investigadores deben darle al estudio de las particulares facetas de esta inmigración. A la vez que los refugiados trataban de integrarse a las labores culturales, en un proceso de adaptación a su nueva vida, también se reorganizaban en torno a criterios políticos comunes (Confederación del antifascismo español y afines, Acción Republicana Española en la República Dominicana, Partido Socialista Obrero Español, Confederación Nacional del Trabajo, Unión General de Trabajadores, Juventudes Republicanas Españolas, Partido Socialista Unificado de Cataluña, Izquierda Republicana y otros), a su procedencia regional (Casal Catalá) e incluso a las condiciones en que habían quedado después de la guerra (Liga
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Nacional de Mutilados e Inválidos de la Guerra de España). Todos, en algún momento, publicaron comunicados y anuncios de reuniones en la prensa nacional o en los órganos de difusión del exilio, de sus diferentes organizaciones. Todos los partidos republicanos y de izquierda, en mayor o menor proporción, tenían representantes en el país. Entre los seguidores de los mismos se producían polémicas que se ponían de manifiesto en comunicados y cartas de protesta relacionadas al destino de los fondos de ayuda, o de la actuación de los organismos encargados de facilitar las subvenciones a los exiliados para viabilizar la salida de estos hacia otros destinos de América. El estudio de documentos y el análisis crítico de las informaciones encontradas en la prensa permiten suponer las grandes contradicciones que existían entre los exiliados, actitud que los atomizaba y los convertía en grupos aislados, disminuyendo así el impacto y la capacidad de lucha ante hechos concretos. A pesar de que todos los inmigrantes llegaron al país por una causa común –la derrota en la Guerra Civil–, no es posible hablar de un exilio, sino de muchos exilios, pues cada grupo político o regional vivió una experiencia distinta y le dio una respuesta diferente a cada problemática. Incluso hubo quienes se aislaron totalmente del medio español y decidieron recomenzar su vida de manera diferente en el país que les había acogido. Puede ser esta la razón por la que a pesar de ser considerada una migración política y de ideas radicales, el régimen trujillista aceptara sin grandes temores la recepción de los mismos. Debía de existir la convicción y la seguridad de que cualquier elemento que fuera considerado peligroso por sus acciones e ideas al régimen, rápidamente sería detectado y expulsado. Más aún, se sabía que el conglomerado no elevaría su voz de protesta y que el disgusto se limitaría a grupos aislados sobre los cuales se activarían los controles de seguridad. En todo caso, se hace necesario profundizar en las actuaciones políticas de las agrupaciones que hicieron vida partidaria en el país. La revisión de fuentes documentales (sobre todo del SERE, la Junta de Auxilio de Republicanos Españoles [JARE] y
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otros) permitirán entender mejor el exilio desde este aspecto y servirá también para comprender el por qué de la actitud confiada del régimen tiránico de Trujillo, al aceptar estos refugiados en momentos en que la mayoría de las naciones latinoamericanas le ponían trabas a su aceptación. Dentro de los colectivos que intentaron agrupar a los refugiados, cabe señalar al Centro Español Democrático, que funcionaba tanto en la ciudad de Santo Domingo como en Santiago. En la primera, dicho centro se dedicó a celebrar actividades conmemorativas, recreativas, culturales y educativas, además sus miembros ayudaban a aquellos que no tenían trabajo y se preocupaban del bienestar de los españoles residentes en el país. A este centro no sólo pertenecían españoles del exilio, sino que estaba abierta su inscripción a dominicanos y a otros extranjeros que simpatizaran con las ideas democráticas antifascistas que defendía su directiva. A principios del año 1943 fue clausurado por la Secretaría de Interior y Policía por denuncias sobre supuestas actividades anarquistas, sin embargo, fue reabierto y funcionó hasta junio de 1944, cuando su directiva anunció la clausura definitiva. La vida en el país de muchos exiliados se iba tornando difícil en la medida que no encontraban trabajo en las ciudades, porque sus habilidades y conocimientos profesionales no eran requeridos en el mundo laboral y reconocían en el medio político un espacio adverso donde no podían expresarse de manera libre. La dictadura los ahogaba y debían buscar salida hacia otros rumbos más democráticos a esperar la hora del regreso a su patria. Desde el mismo año 1940 la salida de Santo Domingo hacia otros países que habían ofrecido acogida a los refugiados republicanos fue frecuente. En los años 1940-1942 cerca de la mitad de los exiliados reemigraron. Muchos lo hicieron por mediación de la JARE, con sede en México, entidad que se responsabilizó del pago de pasajes y ubicación de muchos que viajaron a esa nación. Otras organizaciones de ayuda, desligadas de banderías políticas españolas, jugaron un papel importante en la reubicación de refugiados en naciones latinoamericanas que no deseaban aceptar
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grandes contingentes, pero que se solidarizaban con la causa de estos desterrados, contratándolos para actividades específicas. La partida de los exiliados de nuestro territorio hacia otros países se produce con un impacto significativo en varias oleadas. El primer grupo, numéricamente importante, emigra entre 1940 y 1942, cuando todavía por causas de la guerra era posible embarcarse hacia otros destinos por vía marítima. El segundo grupo sale en forma individual, pero en grandes proporciones, al finalizar la Segunda Guerra Mundial e iniciarse en el país una política sistemática de persecución de las ideas consideradas comunistas. Los destinos de los que emigraron en la primera gran oleada fueron fundamentalmente México, Venezuela y Ecuador. Los que partieron en la segunda oleada encontraron en Puerto Rico, Estados Unidos, Venezuela y Colombia lugar para su desarrollo profesional. Fueron pocos los exiliados que quedaron en República Dominicana; aquellos que lo hicieron tenían razones poderosas para no emigrar (familias numerosas, pérdida de las esperanzas e ideales, adaptación al medio, buenos trabajos). Muchos de ellos emigraron hacia España en los años 60, intentando readaptarse a una España que habían dejado 20 años atrás y que en todos los aspectos era diferente al medio que habían dejado; lo mismo hicieron muchos de los que se habían trasladado a México. No obstante las circunstancias, todavía hoy encontramos algunos de los que, siendo muy niños o adolescentes, llegaron junto a sus padres al país y construyeron su hogar y familia en una tierra que, a pesar de la dictadura y las convulsiones políticas de los años posteriores a la muerte del dictador, decidieron hacer suya. Natalia González Tejera
Vida y obra de Vicenç Riera Llorca
Nació en Barcelona, España, en 1903 y murió en Pineda del Mar, de la misma comunidad autónoma de Cataluña, en 1991. Ejerció el oficio de periodista en Barcelona para los periódicos La Opinión y La Rambla, narrando los sucesos de las calles en los años de 1933 a 1936. Militante político del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) en la época de la Segunda República. Como muchos otros militantes de izquierda, combatientes y gente común del pueblo tuvo que exiliarse en Francia a finales de 1938, donde vivió los campos de concentración, la represión y la inminencia de la Segunda Guerra Mundial; motivos por los que tomó la decisión de emigrar hacia tierras americanas en 1939. Riera Llorca llegó a Santo Domingo en el buque San Juan Bautista de la Salle el 19 de diciembre de 1939, y como periodista se instaló en la ciudad capital. Por sus ideas radicales de izquierda, llega incluso a ser denunciado por los organismos de seguridad del Estado en la época de la dictadura de Trujillo, y es sindicado como «comunista peligroso», según consta en informes de la Secretaría de Interior y Policía.1 Escribió en el periódico La Nación hasta junio de 1940 y, aparentemente, luego pasa a trabajar en el Restaurant Hollywood
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AGN, Archivos de la Presidencia, Secretaría de Interior y Policía, legajo comunistas peligrosos, 1941. – 27 –
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aprovechando sus conocimientos de idiomas. Vivió en Santo Domingo desde el 19 de diciembre de 1939 hasta el 5 de febrero de 1942, cuando se embarca junto a un número importante de refugiados hacia México, donde publicó la novela Los tres salen por el Ozama, en 1946, que narra la historia de unos amigos que arriban a la República Dominicana como refugiados y las peripecias que deben sortear para sobrevivir. Esta novela es la obra por la que se conoce en el país; la misma fue reeditada en el año 1989 por la Fundación Cultural Dominicana. Durante su estadía en México trabajó como director de las revistas Pont Blau y La nostra revista. Además de periodista fue escritor, editor y traductor de publicaciones. Regresó a Cataluña en 1969, donde continuó su oficio de novelista llegando a publicar: Haz memoria, Bel, ¿Qué quieres, Javier?, Cambio de vía, Llueve sobre mojado, Esto pronto hará higo, Volver, Ramón, Tira donde puedas y Oh, mala bestia. Aunque incursiona en sus primeros años en el género del cuento, en el cual narra episodios vividos, tanto en su época de reportero como en el exilio en Francia y Santo Domingo, solo hay publicado de su autoría un tomo de cuentos: Giovanna y otros cuentos y las narraciones Esto pronto hará higo. Su obra literaria está ligada al género de la novela, usa la ficción con una gran profundidad para que los hechos descritos sean históricamente exactos, razón por la que, de acuerdo a Ramón Sargantal y Susana Canal, es considerada de «realismo histórico».2 Con la publicación de estos cuentos y escritos en el periódico La Nación se completa el trabajo que hace años se viene ejecutando en su tierra natal, que es el de publicar toda la obra de este escritor. Los cuentos y escritos de Riera Llorca en el periódico La Nación demuestran la influencia que sobre este tuvo el oficio de periodista en la calle, con el que inicia su labor literaria. Posee
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Diccionari d’escriptors en llengua catalana, Edicions 62, Barcelona, 1998 en www.escriptors.com/autors/rierallorcav/index.html
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la técnica objetiva de la labor periodística y recurre al misterio del bajo mundo de donde saca sus personajes, o hace uso de sus experiencias personales para narrar hechos con la pretensión de que no se queden en el olvido. Así, también encontramos en sus escritos de opinión al culto periodista que conoce las realidades histórico-políticas del período que le tocó vivir, las que no solo narra, sino que también analiza y critica en sus textos. Por esas experiencias, cuando se refugia en otros países, Riera Llorca es un excelente cronista del exilio y con su ojo crítico y mordaz plasma la realidad del día a día donde reside. Natalia González Tejera
Cuentos
Pension de Famille
Pension de Famille, lee en una placa de cristal clavada a la pared, junto a la puerta. Entra y se encuentra en un pasillo, el final del cual no se distingue debido a la oscuridad. Adelanta poco a poco, con los brazos extendidos hacia adelante. Tropieza con un peldaño y cae de bruces sobre una escalera. Suelta una interjección y se levanta. Encuentra, a tientas, una barandilla, y empieza a subir. Al llegar al primer rellano ve una línea vertical de luz; es la rendija que deja una puerta entreabierta. Llama y nadie contesta; llama otra vez y como no le responden se decide a entrar. Ve ante sí otro pasillo, a cuyos lados hay varias puertas cerradas. No se atreve a avanzar. De pronto se abre una de las puertas del fondo y una mujer saca la cabeza. La penumbra no permite a Fernando distinguir más que una mata de pelo alborotado. —¿Quién es? —Soy yo. —¿Usted? Y, ¿quién es usted? Fernando se da cuenta de la tontería de su respuesta. —Me han dicho que tiene usted alguna habitación para alquilar. La mujer sale al pasillo y se acerca a Fernando. —¿Una habitación para alquilar? Tal vez. Pero no sé si le interesará. – 33 –
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La mujer no da una respuesta definitiva. Quiere ver antes cómo es su visitante y examina a Fernando de pies a cabeza. —¿Ya tiene usted papeles? –pregunta en voz baja. —Sí –miente él secamente. —Bien; no me gusta tener líos con la policía. Fernando se encoge de hombros. —Tendrá que pagar usted una quincena por adelantado. El muchacho vacila un momento; teme que la voz le falle, pero se decide. —¿Cuánto quiere usted? —Cien francos. Fernando aspira fuertemente. —Enséñeme la habitación. Esta tiene el espacio justo necesario para su mobiliario reducido: un diván con dos mantas, una silla, una jofaina y una percha clavada en la pared. Fernando da los cien francos a la mujer y cierra la puerta. Se quita el abrigo y se echa sobre el diván. Ya se queda allí para dormir, porque no saldrá para cenar. Se ha quedado sin un franco en el bolsillo. Fernando oye dar las doce en un reloj de una casa vecina. Se levanta, sale al pasillo y va hacia la habitación de la patrona. —¿Qué? ¿La sopa? Todavía no está lista. Vuelve a su habitación, se echa otra vez sobre la cama y reanuda la lectura. Media hora más tarde vuelve con el plato a la peiza [sic] de la patrona. —¿Tiene usted el franco? Fernando deja un franco sobre la mesa; la patrona lo toma y lo mete a su bolsillo. Entonces, con un gran cucharón saca de la marmita que tiene en el fuego agua de un verde indefinido, en el cual flotan algunos trozos de pan, y llena el plato de Fernando.
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Cuando este sale al pasillo, se da con una vecina que viene también a buscar su sopa. En una mano lleva el plato; en la otra, el franco. Cuando llega a los muelles empieza a clarear. Ya se distinguen las siluetas de las grúas. Se levanta el cuello de la americana para abrigarse un poco el cogote, hunde las manos en los bolsillos del pantalón y aprieta los codos contra los costados; tiene frío. Llega al sitio que le indicaron el día anterior, y encuentra, como le dijeron, varios grupos. Se mezcla entre ellos. Teme equivocarse y no se atreve a preguntar nada. Algunos de los que están en los grupos hablan español. Esto le decide y pregunta. Efectivamente; aquella gente espera la llegada de los capataces para la contrata de gente para la descarga de los buques. Llegan más hombres, que se agregan a los grupos o los forman nuevos. Fernando ve mucha gente, y piensa que es necesario que haya mucho trabajo para que los tomen a todos. Llegan los capataces y escogen a los más fuertes. Al pasar ante Fernando ni se fijan en él. Pero el muchacho no se impacienta; ya sabía que su cuerpo flaco y su cara pálida no atraerían la atención de aquellos hombres. Tiene la esperanza –muy vaga– de que la gente presentada será insuficiente para el trabajo; es entonces cuando –según le han explicado– toma a todo el mundo. Los escogidos se han alejado y se van en todas direcciones. De pronto Fernando se da cuenta de que los capataces han
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desaparecido y de que solo quedan allí los siete u ocho que no han sido contratados. Se pasa el brazo por la cara para enjugar con la manga su nariz húmeda y toma, cabizbajo, el camino de la ciudad. Tampoco aquel día comerá. La patrona accede a prestarle diez francos si le deja alguna cosa de valor como garantía. Fernando le enseña tímidamente su maleta de cartón. La mujer la mira despectivamente y después de unos momentos de duda, la abre y desparrama brutalmente las pocas prendas de ropa interior que el muchacho guarda en ella. —Esto no vale nada. Fernando nota que un sudor frío le cae por la frente; el corazón le late con violencia. Está por decir que hace ya tres días que no ha comido, pero se contiene; no quiere tener aquella debilidad ante la bruja. Su mano, puesta sobre el pecho, acaricia la pluma estilográfica que lleva en el bolsillo de su chaleco. La idea de desprenderse de aquella pluma con la cual trabaja desde hace cinco años le humedece los ojos. En los escaparates de Burdeos ha visto plumas como aquella a cuatrocientos francos; si la vendiese, tendría dinero para vivir algunos días, pero no la quiere vender. Le sabe mal dejarla como garantía para que le presten diez francos, pero piensa que en cuanto pueda devolver estos tendrá otra vez su pluma. Se decide; con un movimiento rápido la saca y la ofrece a la patrona. Tiende ya la mano izquierda para tomar los francos, pero la mujer retrocede dos pasos. —Ya veo que no tiene usted nada que valga un franco. Se va y cierra la puerta. Fernando se queda estupefacto y tarda un rato en rehacerse de su sorpresa. ¡Le han rehusado su pluma! Casi está contento. Toma el plato y va a buscar a la patrona.
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—No, no, no; ya le he dicho que si no paga usted el franco, no le doy la sopa. Fernando asegura que pagará al día siguiente. —¿Mañana? ¿Y de dónde sacará usted el dinero? La confesión brota, contra la voluntad del muchacho, con voz quebrada. —Hace ya tres días que no he comido. La mujer se encoge de hombros. —Me es igual; eso no me importa. Fernando siente de pronto una rabia feroz; las manos se le van hacia el cuello de la mujer; la ahogaría; la lanzaría contra el suelo hasta reventarla; tiene la tentación de coger la marmita y aplastarle con ella la cabeza… Pero no se mueve. La mujer le ve fuera de sí y da unos pasos atrás, asustada. Querría gritar y no puede articular ningún sonido. Con los ojos fijos en Fernando, abiertos desmesuradamente por el terror, se acerca a la puerta. Fernando hace un movimiento y ella cree que le quiere cerrar el paso. Loca de terror, cae de rodillas y arrastrándose por el suelo se le acerca. —No me mate… No me mate… Fernando queda inmóvil. —Le daré todo lo que usted quiera. La vieja toma el plato de las manos de Fernando y lo llena de sopa. —Tome… Tome… Le pondré más, luego… Fernando no oye; no ve. Se va lentamente, inconsciente, hacia su habitación. Todavía no ha engullido sus sopas, cuando llaman violentamente en la puerta. Abre y se encuentra ante dos gendarmes. Detrás de ellos, la patrona. —¡Está usted detenido! 1ro de marzo, 1940, p. 5
Aleu se divierte
De pie, junto al mostrador del bar, con un codo apoyado sobre el mármol, Aleu lee «París Soir». Cada dos o tres párrafos se vuelve y bebe un sorbo de su café con leche, da una ojeada al bar por encima del periódico y reanuda su lectura. Decididamente Germaine no viene. Si cuando acabe de leer el reportaje, su amiga no ha venido, se va. De pronto se echa para atrás, sobresaltado; de un manotazo le han arrancado de las manos el periódico, cuyas hojas vuelan y se desparraman por el mostrador, por el suelo, por las mesas… Aleu, asombrado ve ante él una muchacha rubia, fuerte –un tipo nórdico– con la cara roja y los ojos relucientes, que se balancea hacia adelante y hacia atrás. Parece que se va a caer. El muchacho arruga el entrecejo. La desconocida suelta una carcajada y da unos pasos atrás, con el brazo derecho extendido, el índice señalando a Aleu. Con un marcado acento extranjero exclama: —¡Oh, se ha enfadado! Aleu deja unas monedas sobre el mostrador y se va. En el momento que pone sus pies sobre la acera, la rubia se abalanza sobre él, y le abraza por la cintura. Él intenta desprenderse de la muchacha, pero esta ha entrelazado sus dedos sobre el estómago de Aleu y los esfuerzos del joven para librarse del abrazo son inútiles. – 39 –
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Varias personas contemplan la escena y ríen. Aleu está sofocado. Furioso, echa a andar; la muchacha no le suelta y él la lleva a rastras unos pasos. Se para y se vuelve; el mozo del bar le llama. —¿Qué pasa? —La señorita no ha pagado su consumición. —Bueno; ¿y yo qué tengo que ver con eso? ¡Qué pague! La chica, que cuelga de su cintura, ni le suelta. —¡Anda, déjame! —No, que te rías. —Vamos, preciosa. Mira ese señor del bar que te llama. —¡Qué se vaya a paseo! El mozo ha salido del bar y aguarda ante él, con la mano extendida. Aleu se lleva resignadamente la mano al bolsillo de su chaleco. —¿Cuánto debe la señorita? —Nueve francos. Aleu piensa que la chica es bonita y a pesar de su borrachera puede sustituir a Germaine. La lleva del brazo y la ayuda a mantener el equilibrio. Ella le ha dicho ya que es holandesa, que se llama Ana, que tiene un novio campeón de golf y que está pasando sus vacaciones en Francia. —Me gustan los morenos como tú. Y para demostrar prácticamente su afirmación le da un mordisco en la oreja. Aleu no puede reprimir un grito de dolor. En aquel momento pasan ante ellos una pareja de guardias que los miran plácidamente. Se meten entre el gentío que se apretuja en las aceras de los boulevards. En los de Montmartre y de la Poissoniére, estos días hay unos barracones de varios muñecos de feria popular. Ana se para en uno de pim-pam-pum. En el fondo del barracón varios muñecos
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de trapo están atravesados por una barra cilíndrica. Por un franco le dan a uno cinco pelotas que tira contra los muñecos; cuando se acierta, el muñeco tocado gira rápidamente durante un rato sobre la barra. Ana cree que el juego es divertido y toma cinco pelotas, pero en lugar de tirarlas contra los muñecos la tira contra el dueño del barracón, con tal acierto que todas dan en la cara del tipo. Aleu la coge del brazo, le da un tirón y se la lleva. La chica se para ante otro barracón de tiro al blanco y se precipita sobre la escopeta. Aleu, alarmado, se echa sobre ella y se la lleva a empujones, calle de Hauteville arriba, en dirección a Montmartre. Se meten por callejones oscuros. La holandesa se para de vez en cuando y dice: —Me gustas mucho, ¿sabes? Como no puede tenerse en pie, se apoya en Aleu. Su cuerpo se pega al de él y los dos, en la penumbra de los callejones, forman uno solo a la vista de los transeúntes. Vienen dos guardias ciclistas –dos «vaches roulantes»–. Aleu tiene un susto. Los guardias se acercan lentamente; parece que van a pararse. Ana quiere besar a Aleu. Él echa su cara para atrás y ella da los besos en el aire. Los guardias, al pasar junto a ellos, oyen el ruido del besuqueo y dicen: —¡Qué aproveche! Cuando la bailarina cubana se retira, los futbolistas ingleses ponen una copa de champagne en el suelo, en mitad de la sala. Hay que echarse sobre el parquet, horizontalmente y apoyándose solo en las manos y en las puntas de los pies, sorber de la copa sin derramar el líquido. El primero que lo prueba, con éxito, es un inglés; luego, Aleu; después, una muchacha americana. Cuando se levantan, los concurrentes les aplauden.
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Ana se pone en pie, después de varios esfuerzos para arrancarse de la silla y con paso vacilante se acerca a la copa. Se echa al suelo y prueba inútilmente de elevar su cuerpo, como han hecho los otros, con las manos y los pies. Acerca su boca a la copa y la vuelca; el líquido se derrama por el suelo y ella incrusta en él su boca, para sorber el champagne. Los ingleses la cogen y con gran alboroto, entre risas y gritos, la ponen en pie sobre la mesa. —¡Qué baile! Ana levanta una pierna y cae sentada. Todos se ríen. Aleu la carga sobre sus hombros y la saca a la calle. —¡Taxi! El coche se para ante el cabaret y el chófer abre la portezuela. Aleu echa su carga sobre el asiento y se acomoda junto a la chica. El chófer pregunta: —¿A dónde vamos? Aleu se vuelve hacia Ana y la sacude: ¿En dónde vives? Ana no contesta. El muchacho vuelve a sacudirla, esta vez violentamente, le da un par de bofetadas y consigue despabilarla un poco. —¿En dónde vives? Ana da el nombre de un hotel y una dirección. Para evitar que se le duerma, Aleu se pone a hablar a voces y le da, de vez en cuando, algún pellizco y algún golpe. Ella chilla; el chófer se ríe. Entran en el hotel y Ana, dando traspiés, empieza a subir la escalera. Apenas ha subido cinco peldaños, pierde el equilibrio y cae hacia atrás. Aleu la recibe en sus brazos, la levanta y la empuja suavemente con una mano, mientras con la otra se esfuerza por sostenerla.
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Cuando llega al primer piso, Ana se mete por un pasillo y se para ante una puerta. —¿Estás segura que esta es tu habitación? —Oui, mon cheri –contesta ella con su acento terrible. Aleu siente que su corazón late violentamente y cierra los ojos. ¡El escándalo que se va armar! El muchacho está seguro de que Ana borracha como está, se mete en una habitación que no es la suya. Oye el ruido de la llave al girar en la cerradura y tiembla. —¿Por qué no entras? Abre los ojos y ve a Ana, ya dentro de la habitación. Se acerca a la puerta y da una ojeada. Aparte la holandesa, allí no hay nadie; tal vez sea, efectivamente, su habitación. Entra, pero deja la puerta abierta. —Cierra. Aleu ve sobre la mesita dos retratos; el de un joven y el de Ana. Esto le tranquiliza y le decide a cerrar la puerta. Ana se le acerca, tambaleándose, le abraza e intenta besarle, pero echa tal tufo de licores y de tabaco, que Aleu, asqueado, vuelve la cabeza y le da un empujón. La muchacha cae sobre la cama y allí se queda, inmóvil. Canturrea, durante unos momentos un couplet de moda y queda dormida. Aleu contempla unos momentos sus muslos carnosos, blancos, que han quedado al descubierto y suspira. —¡Qué lástima –murmura– que esté tan borracha! Vacila unos segundos. Piensa que lo mejor será marcharse a su casa, pero se da cuenta que son ya las dos y media. El último metro para Saint Ouen hace ya tiempo que salió y no tiene dinero para tomar un taxi. Si quiere ir andando, necesita dos horas para llegar a su casa. Decide quedarse. Se desnuda y se mete en el cuarto de baño, en donde toma una ducha. Luego se mete en la cama, sin hacer ya caso de Ana y se duerme. Unos alaridos despiertan a Aleu. Sobresaltado, se incorpora y queda sentado en la cama.
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La puerta de la habitación está abierta y la holandesa da voces en el pasillo. Acuden los criados del hotel. —¡Un hombre se ha metido en mi cama! Uno de los criados entra y detrás de él, la holandesa. Esta, al ver a Aleu sentado en la cama se pone a chillar escandalizada. —¡Mírelo: ese es! El criado parece algo turbado; Aleu está también visiblemente desconcertado. Ana, como si se parapetase detrás del criado, desgreñada, los pelos rubios cayéndosele por la cara, chilla: —¿Qué hace usted en mi cama? ¿Cómo ha entrado usted aquí? Llegan dos guardias, avisados por los criados. —¿Qué pasa? —¡Este señor se ha metido en mi cama! ¡Pregúntele cómo ha entrado aquí! El guardia, dócil, pregunta: —¿Cómo ha entrado usted aquí? —La señorita me trajo. —Bueno, vístase. Esto se aclarará en la Comisaría. 6 de marzo, 1940, p. 5
Puerto Internacional
Mediada la tarde, algunos ciudadanos pasean su ocio por los muelles. El pavimento, calentado durante horas por un sol sin atenuantes, arde. Se oye el chirrido de las grúas y las voces de los descargadores. Dominando todos los ruidos pasa el roncar del motor de una canoa que remonta el Ozama, dejando tras sí una huella de espuma y ondulaciones en el agua que forma un ángulo, el vértice en la popa de la embarcación y los lados abriéndose hasta morir en los bordes del río. Sentados sobre el borde del muelle, varios muchachos han echado anzuelos al agua y aguardan pacientes. La espera puede ser larga y han cubierto sus cabezas con sombreros de paja de anchas alas. Están silenciosos y pasean sus miradas distraídas por el paisaje familiar de la orilla izquierda, en donde unas docenas de casitas de todos los colores se alinean cerca del río; detrás de ellas el terreno se eleva y en lo alto se ven las casa de Villa Duarte, manchas de colores diversos entre el verde brillante de la vegetación tropical. Junto a las escaleras, varias yolas esperan pasaje para llegar a la otra orilla. Cuando algún paseante se acerca a ellas, los yoleros le ofrecen a voces sus servicios; si está distraído, alguien sube las escaleras, se le acerca, le saluda ceremoniosamente y le invita a embarcarse. El transeúnte mira el paisaje tentador. Iría allá, a la otra orilla, pero el sol le da miedo. ¿En dónde se cobijará? Rehúsa la invitación, amable. – 45 –
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—Otro día será. —A la orden, señor. El yolero desciende las escalerillas y se mete otra vez en su bote. Junto a un barco inglés, pintado de negro, sin nombre ni matrícula, grandes barcazas llenas de sacos de azúcar le traspasan su carga. Trabajadores casi desnudos, sudorosos atan los sacos a las cadenas de la grúa y esta los sube lentamente, gira y los baja al fondo de las bodegas. Antes de que las cadenas caigan otra vez en la barcaza reclamando su carga, los hombres le están ya preparando otros sacos. El trabajo es duro y el calor sofocante. Aprovechando un momento en que las grúas se entretienen, los de la barcaza echan un «trago largo». Se pasan de uno a otro un cubo con agua, en el cual meten la cabeza y beben ávidamente. Caen en la barcaza otra vez las cadenas de la grúa y todos se precipitan a atar los sacos. Apoyado en la borda, un inglés rubio contempla, callado, el trabajo. De vez en cuando sin quitarse la cachimba de la boca, masculla alguna observación. Ha llegado un vapor. Se prepara su descarga. Un grupo de hombres se apiña al pie de la escalera. En lo alto de ella, sentado sobre la borda, un gigante que lleva pantalón de dril y corbata listada, en mangas de camisa, mira uno a uno los que forman el grupo y los va seleccionando. —¡Díaz y José! Los dos nombrados se separan del grupo y suben las escaleras. Sigue la elección. Unos diez metros atrás, echado sobre un montón de sacos, un hombre quiere que le tomen para trabajar y llama con voz plañidera: —¡Vázquez! Mira para acá. ¡Estoy aquí! Vázquez escoge sus hombres entre los que ve prestos al trabajo y que suben disparados en cuanto les nombra. Los hay de todos tipos y colores. La mayoría son hombres fuertes, con bíceps de atleta y piel reluciente. Los hay también de aspecto
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tan desmedrado que uno, al verlos, se maravilla de que intenten ocuparse en trabajos tan pesados como son los de descargar un buque, pero la sorpresa será mayor cuando se les verá levantar los pesados fardos como si fuesen manojos de paja. —¡Pedro y Peguero! El otro no se impacienta; parece que no tiene prisa. —¡Tómame a mí, Vázquez! El grupo va reduciéndose a medida que, de dos en dos, los componentes suben al barco llamados por Vázquez. —¡Estoy aquí! ¿Por qué no me llamas? Se ha removido un poco y se ha puesto más cómodo. Ha cruzado una pierna sobre otra y ha levantado los brazos y entrelazado los dedos de sus manos detrás de la nuca. Su voz le sale, en esta postura, más plañidera. —¿Por qué no me llamas, Vázquez? Este no le hace caso. ¿Teme darle un disgusto si le llama y le obliga a levantarse? ¿O es que no está seguro de que si le llama se decida a levantarse? Un avión cruza el espacio. Los marineros de un barco sueco, que se pasean sobre la cubierta, levantan la cabeza y contemplan el aparato que se aleja hacia el este. Cuando desaparece de su vista, reanudan su paseo; algunos se paran y miran hacia los muelles, que no podrán pisar. El capitán ha pedido a las autoridades que no les deje desembarcar, con el pretexto de que podrían emborracharse y no estar dispuestos para el trabajo a la salida del buque. En realidad lo que el capitán debe temer es que deserten, como hicieron días antes, en otro puerto, los tripulantes de un barco noruego. Los ojos azules de los marineros se fijan en las muchachas cimbreantes que pasan por los muelles. Estos suecos se acuerdan de los cafés, alegres y acogedores, que en otros viajes han conocido en los callejones de detrás de la Aduana, en donde por unos centavos se toman unas copas y en donde es fácil conseguir la amistad de muchachas que le hacen olvidar a uno las largas horas de soledad de los días de viaje. Piensan en fríos puertos del norte de Europa, muchos de ellos cerrados en este tiempo a la
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navegación porque las aguas están heladas y se desperezan voluptuosamente al notar sobre sus torsos, cubiertos por una simple camiseta, la caricia de la brisa que alivia el bochorno del día. Un barco japonés de carga. Los marinos amarillos contemplan impasibles el puerto, la descarga del buque, la fortaleza y sus centinelas… Dan la impresión de contemplarlo todo como cosas extrañas a su sensibilidad, que no producen en ellos ninguna reacción ni despiertan ninguna curiosidad. Las grúas toman la carga del fondo de las bodegas y la trasladan sobre los muelles. Se trabaja a una velocidad pasmosa. Las cajas y los sacos van formando grandes montones que obligan a los transeúntes a dar un rodeo. Más allá, otros montones de sacos, docenas de barriles alineados, cajas… Se leen los nombres de puertos lejanos de Europa y de Asia. Arrimados al muelle hay pequeños veleros que ostentan la matrícula de puertos de la isla. El leve movimiento que produce en las aguas el paso de las canoas a motor las hace balancear suavemente. Bajo un toldo que da sombra a la cubierta, un marinero moreno escribe una carta. Otros dos preparan la cena. Afluyen al puerto docenas de coches –de estos coches nuevos–, relucientes, como se ven escasamente en las ciudades europeas, en donde los automóviles son usados hasta que se caen a trozos de puro viejos. Está entrando un transatlántico. Su mole inmensa avanza lentamente. Para su marcha ante la puerta de don Diego Colón. La noticia ha corrido por la ciudad y de todas partes descienden curiosos y gentes que esperan la llegada en el barco, de amigos o de parientes. Gruesos cables sujetan ya la nave al muelle. De este, la multitud trata de distinguir entre los pasajeros que se amontonan sobre la borda alguna cara amiga y los recién llegados pasean sus miradas impacientes sobre la gente del muelle con el mismo propósito. Algunos saben que no tienen aquí ningún conocido
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y toda su curiosidad se posa sobre las casas de la ciudad, blancas y limpias, que parecen empinarse unas sobre otras, en el declive del terreno hacia el río, para poder ver el espectáculo magnífico del Ozama y sus riberas verdes. Entre la multitud congregada ante el trasatlántico, se destacan las muchachas dominicanas con sus vestidos de colores claros, ceñidos a sus cuerpos armoniosos, perfectos, que atraen las miradas curiosas de muchos pasajeros. Las muchachas sonríen y al hacerlo descubren una dentadura blanca como la de un anuncio de dentífrico. Muchachos con mandil blanco y una caja del mismo color, llena de dulces y pasteles, que llevan sobre el pecho, colgada del cuello, vocean su mercancía. Otros se estacionan con sus carretones llenos de guineos, cocos y naranjas mondadas. Estos agotan en pocos momentos su mercancía. Con los guineos y las naranjas en las manos, los que han descubierto amigos en el barco se acercan a este y lanzan con fuerza los frutos que los amigos, asomados a la borda del trasatlántico, alcanzan diestramente. Alguna naranja da con fuerza contra el costado del buque y se aplasta. Se inician conversaciones a gritos. Son muchos los que hablan a la vez y no hay manera de entenderse. Los guardias echan a la gente hacia atrás. Descienden los primeros pasajeros, que se van a la Aduana. Pronto esta está llena de maletas y de gente que da prisa a los aduaneros para que revisen sus equipajes. Los funcionarios, sin atolondrarse por el aparente desorden que el gran número de pasajeros lleva a la amplia nave de la Aduana, revisan concienzudamente las maletas. En poco rato quedará todo revisado. En cuanto uno ve los sellos pegados a su maleta, sale disparado, impaciente por instalarse en la ciudad. Los taxis se alinean ante él, arrimados a la pared, junto a la puerta de don Diego Colón. Una docena de muchachos le acosa. —Este. —Tome usted este. —Ven por aquí.
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El recién llegado está aturdido. Se mete en un coche. Mientras el chófer coloca el equipaje en la caja trasera del coche, el pasajero se arrellana en su asiento. Se abre la portezuela y un muchacho, con una gorra de colores, de jugador de baseball, se sienta junto a él. —Voy contigo. —¿Para qué? —Para acompañarte. Anochece. Los pescadores recogen sus instrumentos y su pesca y se van. Los descargadores dejan el trabajo y marchan en grupos que luego se disgregan. Cada cual marcha a su casa, en busca de la pitanza y del sueño reparador que ha de darle nuevas fuerzas para el trabajo de mañana, que se anuncia duro. Es ya de noche. Los marineros de los grandes buques desaparecen de la cubierta. Se meten en sus comedores para cenar. Los tripulantes de los pequeños veleros comen sobre la cubierta, bajo las estrellas. El toldo, que ya no es necesario, está recogido. Cuando acaban la cena saltan sobre el muelle y se dirigen cachazudamente hacia la ciudad, por detrás de la Aduana. Los marineros suecos les contemplan con envidia. Desde su barco oyen una música alegre de los cafés del puerto en donde aquellos marineros afortunados bailarán hasta la madrugada con las bellas muchachitas de color que antes vieron pasar a la sombra de los vetustos muros de la época colonial. Algunos, tal vez no volverán en toda la noche a su barco y el nuevo día les sorprenderá en una cama mullida, bajo un mosquitero blanco adornado con cintas azules, entre olores de ron, de perfumería barata y de ropa recién lavada. 7 de marzo, 1940, p. 7
El inocente Juan
Tomás marcha apresuradamente por la calle de Fontanella, en dirección a la plaza de Cataluña. De pronto, ante el Banco Hispano Americano, se para. ¿Quién es ese muchacho rubio que viene hacia él? Juraría que le conoce; hace un esfuerzo para recordar. —¡ Juan! La cara aniñada del rubio abre sus ojos azules con mirada de sorpresa. —¡Tomás! Se abrazan. Tomás recuerda el colegio de los Jesuitas, en la calle de Caspe, y un niño rubio, tímido, a quien tenía que defender a menudo de las burlas y los golpes de los compañeros. Aquel niño ha crecido; ahora es un mozo fornido, pero su cara barmbilampiña, redonda y colorada como un melocotón, conserva el candor de la niñez. Juan mira a su amigo tímidamente; parece turbado y no sabe qué decir. Tomás le pone sus manos en los hombros y le mira sonriente. —¿Vamos al café? —Bueno. Cogidos del brazo se dirigen a la rambla y se meten en el café Moca, lleno de gente. Encuentran una mesa desocupada y se sientan frente a frente. Juan, recostado en el diván, pasea sus ojos que parecen – 51 –
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reflejar un perenne asombro por la decoración, evocadora de los trópicos, del local. —¡Cuánta gente! —¿No habías estado nunca aquí? —No. Tomás sonríe y piensa que los años no han cambiado a Juan. Se pone a hablar y cuenta atolondradamente cosas de su vida, que Juan escucha con atención; se interrumpe para hacer preguntas a su amigo y sin esperar la respuesta de este prosigue sus explicaciones. Pasó unos años en el extranjero. Luego regresó para trabajar en el negocio de su padre. —Y tú; ¿no te has movido de Barcelona? Tomás se da cuenta de que Juan mira distraídamente, por encima de sus hombros, hacia otra mesa y que se pone colorado. Se vuelve y ve dos chicas que están haciendo señas a su amigo. —¿Quieres que vayamos con ellas? —No; preferiría marcharme. La multitud, esta tarde de domingo, invade las ramblas barcelonesas. Las aceras están ocupadas por los veladores y el público de los cafés que dejan libre en el borde de la acera un espacio insuficiente para el paso de los transeúntes. Tomás y Juan cruzan el arroyo y el paseo central. Se paran ante los carteles del teatro Poliorama. No les interesa el programa y vuelven ramblas arriba, a la plaza de Cataluña. Pasan ante el café del Brasil. La mirada de Tomás sigue dos muchachas que descienden las escaleras de la estación del metro. —¡Aguarda un momento! Tomás corre tras las chicas. Juan, recostado sobre la barandilla, ve como se saludan efusivamente y hablan unos momentos. Luego el amigo vuelve a él. —Son unas conocidas –le explica.
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Y le propone si quiere que las acompañen. —Van a Gracia, a casa de su tía. Podremos pasar allí un rato. Si te aburres nos iremos. Tomás mira, receloso, a Juan. Teme que este no aceptará su proposición, pero Juan, como si comprendiese sus deseos y su inquietud, dice, complaciente: —Vamos. Tomás, en las escaleras del metro, le presenta: —Mi amigo Juan Bartra. Juan balbucea un saludo. Ya en el metro, Tomás y la mayor de las chicas conversan animadamente. Se han olvidado por completo, él, del amigo; ella, de la hermana. Juan probablemente ya no se acuerda del nombre de la pequeña, que le han dicho al presentarles, porque pregunta: —¿Cómo se llama usted? —Araceli. —Es un nombre muy bonito. Ella sonríe. Ya no hablarían más si poco antes de dejar el metro ella no preguntase: —Y usted ¿cómo se llama? Nuria, la hermana de Araceli, presenta a los dos amigos a su tía, a sus dos primas –Rafaela y Teresa–, a Miguel, un primo lejano y a un señor gordo cuyo nombre no entienden ni Tomás ni Juan. Miguel, picado de viruelas y bizco, pone en marcha la gramola. El señor gordo, sentado junto a Teresa, se pega a ella y le habla al oído. Ella sonríe y se ruboriza. Tomás baila con Nuria. Juan se sienta en un rincón y se dedica a observar.
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Cuando la gramola se para, Miguel cambia el disco y baila con Araceli; el gordo se levanta y sin dejar de hablar a Teresa se pone a bailar con esta. La tía y Rafaela se colocan junto a la gramola –la primera sentada; la segunda en pie– y van cambiando los discos para que las parejas bailen sin interrupción. Así pasa un rato. De pronto Rafaela se acerca, sonriendo a Juan y le dice: —¿Por qué no baila usted? —Porque no sé. —No importa. Y la chica le tiende los brazos, invitándolo a que se levante. —No, no: es verdad; no sé bailar. Tomás, que pasa junto a él radiante, le dice: —Vamos, hombre, anímate. —Pero si no sé. Insisten un rato inútilmente. Juan, terco, no se mueve de su silla. Le dejan y siguen bailando; Tomás y el bizco se pasan uno a otro las tres chicas: Rafaela, Araceli y Nuria. El gordo no suelta a Teresa. Han abierto las vidrieras de la galería y circula el aire fresco. Cae la tarde. El sol poniente enrojece el cielo tras la montaña del Tibidado. Cesa un momento el baile y Araceli y Rafaela reparten bebidas heladas. Miguel, el bizco picado de viruelas, propone jugar una partida de pocker. Él, Nuria y Teresa se sientan ante la mesa. El gordo se añade al grupo. —¿Usted no juega? –pregunta Araceli a Juan. —No sé. —Ven acá, hombre –grita Tomás. Yo te explicaré como se juega.
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Juan se resiste. El bizco dice amablemente: —Es muy sencillo. Le vamos a enseñar; usted comprenderá enseguida. Juan se acerca a la mesa. Miguel le explica el juego; Tomás interviene, de vez en cuando, para aclarar lo que cree que Juan no entiende. Juan escucha atentamente y hace algunas preguntas. —Bueno; creo que he comprendido. Se sienta y empieza el juego. Durante un rato la suerte parece indecisa, pero poco a poco el dinero se va amontonando ante el bizco y ante Juan. Este, cada vez que tiene las cartas entre sus dedos, vacila. Su juego hace reír a todos. Solo el gordo, que está perdiendo ya mucho dinero, no se ríe. —Estoy ya harto de jugar con tipos que no saben; son siempre los que ganan. Y da un puñetazo sobre la mesa. Juan, azarado, deja sus cartas. Apoya sus manos sobre los brazos del sillón y parece que se va a levantar. Araceli se precipita sobre él. —¿Por qué se va usted? Siga jugando y no haga caso. En voz baja le murmura al oído: —Está de mal humor porque pierde. ¡Qué se fastidie! Anochece. El bizco dice: —Dad la luz. Rafaela se levanta y aprieta el botón del interruptor. La lámpara se enciende. Continúa el juego y ahora parece que la suerte se decide por Miguel. Tomás está también de mal humor y mira torvamente al bizco. Este da las cartas. De pronto Tomás se levanta y le aferra la mano. —Estas cartas están señaladas. Miguel palidece. —¿Qué quiere usted decir?
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—Que está usted haciendo trampa. Miguel protesta con indignación y Tomás le da un puñetazo. En aquel momento se apagan las luces. Se produce una gran confusión; se oye el ruido de golpes, de quejidos, de sillas derribadas, gritos… La voz de Juan chilla: —¡Tomás! ¡Tomás! —Estoy aquí. Se escabullen por el pasillo y dan con la puerta. Tomás está agachado, junto a la fuente, Juan llena de agua el hueco de su mano y lava la herida de su amigo, en el cuello, detrás de la oreja. —¿Te duele? —Sí. Tomás se incorpora, se aprieta la herida con pañuelo y echa a andar. —¡Qué ladrones! Yo hacía ya rato que me había dado cuenta y le estaba vigilando. Por esto, cuando he visto que me daba una carta señalada, he pensado: «Ya te tengo». ¡Qué escándalo! —Has cometido una imprudencia. Además, yo no creo que el bizco haya hecho trampa. Tomás, con aire de superioridad, dice: —Puedes estar seguro. Juan calla, pero mueve la cabeza. No lo cree. —Lo malo –dice Tomás –es que se nos han quedado con el dinero. Juan se da una palmada en la frente. —¿Qué hay? –pregunta Tomás. Con los incidentes de la huida y la herida de Tomás, Juan se había olvidado de decir que durante la confusión ha recogido su dinero. Saca de su bolsillo billetes y monedas de plata.
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—Oye, tú; me parece que aquí hay mucho dinero. Esto es que en el atolondramiento, a oscuras, he cogido el dinero del bizco. Tomás se ríe. —Le está bien, por tramposo. —Bueno; tú dirás lo que querrás, pero yo no creo que aquel tipo hiciese trampas. Tomás, ya irritado, dice: —Te digo que hacía ya rato que le vigilaba. Juan mueve, con testarudez suave la cabeza, y Tomás le mira despectivamente. —Pero, ¿qué razón tienes para creer que no había señalado las cartas? —Las había señalado yo. 8 de marzo, 1940, p. 5
El fugitivo
Alberto está sentado en la terraza del Café Cardinal, en el Cours Clemenceau. Hay allí poca gente. Alberto mira distraídamente a los transeúntes que pasan apresuradamente ante él, y bosteza. Contempla un rato una joven anamita que está mirando los cuadros del Cine Olympia. Cuando la joven colonial entra en el cine, Alberto mueve la cabeza. Una muchacha, sentada en el otro extremo de la terraza, le guiña el ojo. El joven sonríe y mira el reloj colgado en la pared, en el interior del café. Dentro de cinco minutos se irá. Llama al camarero y paga. Se despereza, se levanta y se va. Al pasar ante la muchacha, esta insiste en sus guiños. Él la saluda sin pararse, y ella le contesta con una mueca. Pasa ante la terraza del Regent, que empieza a llenarse de gente y busca, con la mirada, alguna cara conocida. No encuentra ninguna. Atraviesa la plaza de Gambetta y toma por la calle de Arés. Va a casa de Gabrielle, su amiga. Sube la escalera, que a esta hora ya tardía está casi a oscuras; le es familiar y salta el quinto peldaño, que no ve, pero que sabe está roto. – 59 –
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Llega al segundo piso y llama en una puerta; observa que esta está entreabierta. Entra y llama: —¡Gabrielle! Nadie contesta. Entra. En el comedor, que es la primera pieza, no hay nadie. Pasea su mirada por los muebles: en el centro, la mesa, cubierta por un tapete raído, y sobre ella un jarro con algunas flores ya marchitas; arrimadas a la pared, algunas sillas; en un ángulo, un diván con grandes cojines de colores chillones, y, recostadas sobre estos, muñecas de trapo. Un bufete de madera blanca toscamente pintado. Colgados de la pared, sobre el papel despegado en algunos puntos y roto en otros, algunos cromos: una vista de Elne, el pueblo natal de Gabrielle; un san Antonio –cuya presencia en la casa Alberto nunca se explicó– y una vista del puerto de Burdeos. —¡Gabrielle! Nadie contesta. Alberto entra en el dormitorio. La cama está deshecha. No ve a nadie en la habitación. Da unos pasos y se acerca a la cama. Los pelos se le erizan y un sudor frío le corre por la espalda. Las piernas le flaquean y todo su cuerpo tiembla. Intenta apoyarse en el respaldo de una silla, y nota que su mano no tiene ninguna fuerza. Sus ojos desorbitados por el terror miran fijamente el cuerpo de Gabrielle, tendido en el suelo, al otro lado de la cama, en medio de un charco de sangre. Tiene un cuchillo clavado en el pecho. Está sin vestido; solo cubierto con la combinación azul, tan familiar a Alberto, rasgada en un costado, sobre la cadera derecha. El muchacho recuerda que la rasgó él, la tarde anterior, y que Gabrielle se enfadó por ello. Sale, arrastrando los pies, y baja la escalera. Al pasar por el rellano del primer piso le parece ver una puerta entreabierta y una mujer junto a ella. Sigue bajando, lentamente y llega a la calle. Vuelve a la plaza de Gambetta, por el Cours de Clemenceau, se dirige a los «quais». Pasea, durante horas, inconsciente. Se hace de noche y Alberto no piensa en ir a cenar. Sigue paseando
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durante horas por las calles oscuras. Está aturdido. Ha perdido la noción del tiempo y de la situación. Cuando ya lleva tres horas vagando, al doblar una esquina se cruza con dos guardias que se paran y le miran recelosamente. Esto le vuelve a la realidad. Asustado, se orienta y se va a la calle Trois Conils, en donde vive en la buhardilla de un amigo. No ha podido dormir en toda la noche. Se levanta y nota que tiene la cabeza pesada. Toma un cubo, sale al rellano, en donde hay un grifo, y lo llena de agua, que luego vierte en una jofaina. Se lava, se viste y sale a la calle. Entra en un bar y se sienta ante una mesa. El mozo, que ya le conoce, sin preguntarle lo que desea le sirve un café con leche y dos croissants. Alberto empieza a tomar su desayuno, sin apartar la mirada del periódico, que está sobre la mesa vecina a la suya. Por fin se decide: lo agarra, lo despliega y recorre, con la vista, la primera página. Allí está el título enorme, a tres columnas: «Una mujer asesinada por su amante». Alberto arruga la frente. El corazón le palpita con violencia. El periódico explica cómo fue hallado el cadáver de Gabrielle, y dice que la policía tiene una pista: se supone que el asesino es el amante de la víctima, un español a quien una vecina vio salir, horas antes de que se descubriese el crimen, de casa de Gabrielle. La misma vecina ha contado, a la policía y al reportero, que Gabrielle y su amigo tenían a menudo, sobre todo en los últimos tiempos, disputas violentas que acababan algunas veces con golpes. Cuando acaba de leer la información, Alberto tiembla; sus dientes castañetean. Procura serenarse y trata de reflexionar. Si le detienen, ¿podrá probar su inocencia?
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El recuerdo de errores judiciales de que ha oído hablar crea, en su mente, la idea de que las circunstancias se combinan para hacerle víctima de uno de esos errores. Se ve, en su imaginación, ante el tribunal, escuchando su sentencia. Piensa en la vecina que declara haberle visto salir de casa de Gabrielle y recuerda vagamente que vio una mujer en una puerta del rellano del primer piso. ¿Podrá demostrar que cuando él estuvo en casa de su amiga esta había ya sido muerta? Pálido, desencajado, aturdido, sale a la calle. Un cartero le produce un susto; le ha confundido con un gendarme. El cartero está ya lejos y Alberto todavía se apoya en un árbol, esperando que pase el temblor de sus piernas. Se lleva la mano al pecho. ¡Cómo le late el corazón! Sentados ante una mesa de mármol, en un bar del «quai» Richelieu, Alberto y su amigo Bonnet hablan en voz baja. La patrona, gorda hasta la deformación, sentada entre el mostrador y la estantería llena de botellas, ha inclinado su cara roja sobre el pecho, ha cerrado sus ojos hinchados y dormita. De su pelo desgreñado penden, casi a punto de caerse, unos claveles rojos. En la sala no hay nadie más. A través de la ancha ventana, Alberto ve a unos marineros brasileños que discuten acaloradamente, sentados ante una de las mesas puestas en la acera, bajo el toldo. El joven da una mirada recelosa a su alrededor y la fijan un momento en las vidrieras que, detrás de él, dan paso a la trastienda. Vuelve a poner su atención en las últimas instrucciones de Bonnet. Ya tiene sus papeles en regla: es griego, y fogonero de un barco noruego que saldrá dentro de unas horas, de Burdeos, para las Antillas y para América del Sur. Un día, en Buenos Aires, la casualidad pone en manos de Alberto un montón de periódicos franceses. El joven vuelve a sus
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hojas nerviosamente. En una primera página lee este título: «El español asesino de Gabrielle Brousse ha sido detenido». Estupefacto, se pasa la mano por la frente. Su vista ha quedado fija en aquel título, que parece fascinarle. Se levanta, pasea unos momentos y vuelve a sentarse. Lee la información. Esta dice que Juan Sánchez, el español amante de Gabrielle, ha sido detenido y que ha confesado haber muerto a su amiga cuando, borracho, disputaba con ella. No había ninguna prueba contra él. Lo que le ha forzado a confesar han sido las declaraciones de la vecina que desde el primer momento declaró haberle visto salirse de casa de Gabrielle. Alberto se yergue, echa su cabeza para atrás y cierra los ojos. Recuerda a ese Juan Sánchez, que fue quien le presentó a Gabrielle. 15 de marzo, 1940, p. 8
Remordimiento
[...] Pedro pasa ante los que quedan en la fila, se sienta junto a la puerta de su barraca, cara al sol, y moja en el café trozos de pan que engulle lentamente. Algunos de los que en la fila iban tras él vienen, con sus latas llenas de café, a sentarse a su lado. —¿Qué te pasa? Pedro se vuelve. —¿A mí? Nada. —Te veo muy preocupado. Se encoge de hombros y no contesta. Cuando acaba su café, se levanta. Clava su lata en la fuente y entra en la barraca. El suelo de esta está cubierto de paja, que deja un pasillo, de la puerta al fondo. Sobre ella duermen los refugiados. Pedro ve a cinco compañeros que no se han levantado; están enfermos. Va a su sitio y toma la maleta, colocada en un estante clavado en la pared, a un metro sobre el punto en donde pone su cabeza cuando duerme. La deja en el suelo, sobre la paja, y la abre. En el fondo de la tapa hay pegado el retrato de una mujer; es Marina, su esposa. Queda un rato contemplándolo. Recuerda el hogar, y evoca las escenas de cuando él volvía de su trabajo, cansado, malhumorado, y su mujer, siempre alegre, salía, sonriente, a recibirle. Muchos días el acogía sus caricias y – 65 –
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sus bromas con palabras agrias; algunas veces, cuando su malhumor –provocado por contrariedades en el trabajo– era mayor, llegaba verdaderamente a maltratarla. Luego se arrepentía y deseaba hacer algo para disipar el disgusto causado a Marina, pero nunca se le ocurrían las palabras amables o el gesto cariñoso que podían producir el efecto deseado. Permanecía huraño y silencioso. Marina tenía una gran paciencia y soportaba los malos tratos con tacto que evitaba disgustos mayores. Pedro comprende, ahora, que si Marina no hubiese sido tan paciente, quizás se habría producido la ruptura de su matrimonio; reconoce –para sí– que dio motivos para que se llegase a eso. Al hacer estas reflexiones siente gran remordimiento y se hace el propósito de tratar tan bien a su mujer, en cuanto se pueda reunir con ella, que se vea compensada de los malos tratos anteriores. Será, para Marina, otro hombre. Saca unas prendas de ropa y un trozo de jabón de la maleta; cierra esta y la coloca otra vez en el estante, y se va al lavadero. Mientras restriega la ropa enjabonada sobre las tablas de madera, piensa en su mujer y en su futura vida conyugal. Está verdaderamente obsesionado. Un muchacho entra en la barraca con un montón de cartas y de periódicos en las manos. Tras él, algunos que le han visto pasar en los callejones que forman las barracas, se precipitan tumultuosamente. —¡El correo! El jefe de la barraca toma las cartas una a una y lee en voz alta los nombres. Los refugiados se apiñan a su alrededor; algunos se empinan detrás de él y tratan de leer los nombres de los sobres antes de que los vocee. Todos están nerviosos e impacientes. —Pedro Gomis. —Venga. Toma la carta y sale de la barraca. Se sienta al sol, y lee. Su mujer, desde París, le escribe de su impaciencia por reunirse con él, de la tristeza que le produce su soledad y de la inquietud que siente por la situación de él.
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Una lágrima corre por las mejillas de Pedro, y una idea empieza a afirmarse en su pensamiento. Llenan grandes sacos con la paja que desparramada por el suelo ha servido de cama durante unas semanas. Afuera, carros cargados con balas de paja nueva esperan. Pedro llena lentamente un saco y en un momento en que el guardián está distraído mete en él su pequeña maleta. Arregla bien la paja para que nada delate la presencia de la maleta. Sale, tras otros, con el saco a cuestas. Atraviesan el campo de concentración. Llegan a las alambradas y pasan ante los centinelas, acompañados de un guardia. Se alejan y descienden un declive del terreno hasta el borde de un barranco, en donde vacían los sacos. El guardia les vigila, algo rezagado. Pedro le mira de reojo, y cuando le ve de espaldas, regañando a uno que se ha quedado atrás, se esconde tras unas matas, coge su maleta y –tapado a la vista de sus compañeros y del guardia por rocas y matas– baja hasta el barranco y se aleja corriendo. A unos quinientos metros se para y se muda la ropa. Mira el reloj. Llegará a la estación con el tiempo justo para tomar el expreso de París. Pero el tren llega con algo de retraso y Pedro tiene que aguardar un rato sobre el andén. No le inquieta la presencia de los gendarmes; no piensa en los riesgos a que le expone su evasión. Piensa solo en su mujer y en la vida que habrá de rehacer. Le obsesiona el deseo de que su mujer encuentre en él a un marido amoroso que le haga olvidar al hombre brutal que fue en otro tiempo. Siente una verdadera angustia al pensar en lo mal que trató a Marina. Llega el tren. A las ocho de la mañana el expreso llega a la estación de Austerlitz y en pocos minutos vuelca sus pasajeros sobre los andenes. Pedro pasa, indiferente, ante los gendarmes y sale a la calle. Toma un taxi. —¿A dónde vamos?
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Pedro da una dirección; va allí cerca, al Barrio Latino. Cuando deja el coche, queda unos momentos inmóvil, con la cabeza levantada, contemplando la casa en donde vive su mujer. Es una casa vieja, como la mayoría de las del barrio, negruzca. Entra. La portera le pregunta a donde va. Pedro vacila un momento, porque no sabe qué nombre su mujer habrá dado en la casa. Se decide. —Voy al segundo, a casa de la señora Gomis. —¿La española? —Sí. —Vive en el segundo –informa innecesariamente la portera. Y volviéndose de espaldas se mete en sus habitaciones. Pedro sube las escaleras hasta el segundo piso. Cuando va a apretar el timbre, queda paralizado por la sorpresa. A través de las ventanas que dan al patio ve a su mujer, en el comedor de la casa, sentada sobre las rodillas de un hombre. Durante un rato Pedro queda allí, inmóvil, con la cara pegada a los vidrios, los ojos desmesuradamente abiertos. Su pensamiento –como su cuerpo– parece haberse paralizado y es incapaz de formar una idea. Pedro se vuelve y baja las escaleras. Cuando estará en la calle no se acordará de lo que ha hecho desde el momento de la sorpresa. La portera pregunta: —¿No estaba? —Sí; ya la he visto. La mujer le ve alejarse, con mirada curiosa, y mueve la cabeza. —C’est drole, ce type lá. Apoyado sobre la borda, Pedro contempla las casas de Boulogne, que el trasatlántico deja ya allá lejos; de vez en cuando baja su vista y mira el rastro de la espuma blanca que señala el paso del buque. Durante unos días, impresionado por la conmoción sufrida y ocupado en las gestiones de su embarque, Pedro no ha coordinado sus ideas.
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Ahora vuelve a pensar en su mujer y siente de nuevo las torturas del remordimiento. Se pasea por el puente, presa de su nueva obsesi贸n que le ha hecho vacilar antes de embarcar. Pedro se arrepiente de no haber dado una buena paliza a su mujer. 19 de marzo, 1940, p. 8
En una playa francesa
La columna de refugiados ha atravesado el pueblo. La gente se ha agrupado por las calles para verles pasar, silenciosos, cansados, con los vestidos abigarrados, sucios y andrajosos por las largas jornadas de camino a través de las montañas y por las noches que durmieron sobre las piedras, al aire libre. A la salida del pueblo un grupo de jóvenes les ha saludado. Se internaban en un bosque. Alguien dice que al otro lado está la playa, en donde instalan el campo de concentración. De pronto la columna se para. Los soldados y los guardias móviles dicen a los refugiados que pueden descansar. La gente echa al suelo las mantas, las maletas, los sacos, las mochilas, y se deja caer encima. Algunos se alejan un poco para satisfacer una necesidad. Los guardias no dicen nada. ¿Para qué? ¿A dónde pueden ir aquellos desgraciados que no sean cogidos al poco rato por las patrullas de soldados, de guardias móviles y de gendarmes que ocupan los departamentos de Arieége y de los Pirineos orientales? Magrinyá se aleja. A través de los árboles ve la carretera y los coches que pasan por ella. Ve camiones que se dirigen hacia el Norte, en los cuales se apretujan docenas de refugiados –mujeres y niños casi todos–. Piensa en su mujer y en sus hijos que dejó, dos meses atrás, en Barcelona y de los cuales ya no ha sabido nada. Quizás han pasado la frontera y les llevan en uno de estos camiones hacia algún campo. – 71 –
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Se vuelve para asegurarse de que no le ven. Sus compañeros y los guardias no se distinguen, escondidos por los árboles y las hierbas. Magrinyá se dirige lentamente hacia la carretera. Los cerros y las lomas que se levantan ante el mar, separados de él por la playa, el bosque y la carretera, están llenos de refugiados que viven al aire libre. Magrinyá ha hecho amistad con un ampurdanés que hace días vaga por aquellos lugares y le enseña a vivir. Le ha dejado un poco de sitio en lo que tenía que ser el depósito de letrinas de una casa en construcción, de la cual solo hay aquel depósito, los cimientos y dos trozos de pared que sirven para que unos treinta refugiados se resguarden del viento. El ampurdanés acompaña cada mañana a Magrinyá a la cantina en donde sirven café con leche a los choferes de los camiones destinados a varios servicios de instalaciones y abastos de refugiados; se ponen los dos en la fila y se hacen llenar sus latas de café con leche. Al mediodía van a hacerse llenar la misma lata de sopas en un cuartel improvisado. —Ya nos detendrán, no te preocupes. Ahora tienen demasiado trabajo. No pueden atender a todo. Todavía no tienen respuesta las alambradas que han de cerrar el campo. Algunos de los refugiados acampados en la montaña atraviesan todos los días la carretera y el bosque y van a ver los trabajos de instalación del campo de concentración. Cuando vuelven a la montaña explican a los compañeros los progresos que han observado. Un día dicen que han visto levantar casas de madera. El ampurdanés dice a Magrinyá: —No te hagas ilusiones. Eso no será para nosotros. Un día los «inspectores», como llaman a los que van a ver los trabajos del campo, no vuelve. Al día siguiente los guardias
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ya detienen a algunos de los que se aventuran por la carretera. Después vienen las batidas por los cerros que hay junto a ella. Magrinyá decide irse al campo de concentración. Piensa que por lo menos tendrá segura la comida y que para lo que sirve la libertad no perderá gran cosa. Piensa, también, que quizás desde el campo se podrá poner en comunicación con su familia, si es que esta ha podido entrar en Francia. Pasa ante la casilla de los guardias móviles y estos no le dicen nada. Cuando sale del bosque pasa por un camino que bordea las alambradas. Al otro lado de estas hay, alineadas, casas de madera. Al verlas piensa que en ella se debe estar muy bien, pero recuerda la reflexión del ampurdanés: «Eso no será para nosotros». Pronto sabrá que, efectivamente, eso no es para ellos. Llega a la entrada del campo. Allí hay unos centinelas senegalenses que ni siquiera le miran. Tiene un momento de indecisión. Si entra ya no podrá salir. Tres pasos adelante y ya está dentro. Mira atrás y piensa que nunca será demasiado tarde para encerrarse y que para vivir al aire libre es preferible estar en libertad, allá en la montaña. Pero piensa en que lleva veinticuatro horas sin comer. Se decide y da los tres pasos adelante. En la playa, anchísima, y tan larga que sus extremos se pierden en el horizonte, se levantan caóticamente miles de barracas hechas con matas, lonas, tabas de madera, cañas, latas y toda clase de materiales que se pueden aprovechar para construir un cobijo. La mayoría de las barracas tienen un palo y, en la punta de este, una bandera, un pañuelo, una camiseta, una lata, una escoba, una olla… Magrinyá sabrá, más tarde, que estas insignias sirven para que la gente, cuando se ha alejado de su barraca, la pueda distinguir desde lejos; si no, se extraviaría. Miles de hombres van atareados de un lado para otro. Unos van a la fila para la comida; otros llevan materiales para hacerse su barraca; otros llevan una carta a correos: los hay que van de tienda en tienda para ofrecer alguna cosa que quieren vender y los hay que piden a todo el mundo que les venda alguna cosa que necesitan. Casi todos llevan, en su indumentaria, alguna prenda
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militar, pero son pocos los que llevan un uniforme completo. Se ven restos de uniforme de carabineros, de guardias de asalto, de soldados, de marineros… —¡Magrinyá! Se vuelve y se encuentra en brazos de un amigo. —¡En dónde estás! —Acabo de llegar. —¿Quieres venir a nuestra barraca? —Hombre, ¡sí! —Anda, pues; ayúdame a llevar estas cañas. Fuera del campo, junto a la puerta, hay unas cocinas de campaña que humean continuamente. En ellas trabajan algunos refugiados. Magrinyá no comprende qué es lo que guisan en ellas, porque en el campo ningún día se ha repartido comida caliente. A las diez de la mañana se hace alinear a la gente por compañías y se forman las filas para recoger la comida. Desde que está allí cada día Magrinyá ha conseguido, después de cuatro horas de fila, un trozo de pan y un pedacito de chocolate. Cuando apenas acaba de comer esto, tiene que volver a la fila para la cena, que ha sido siempre, también, pan y chocolate, excepto en las dos últimas noches, en que les dieron un trozo de cordero para repartirse entre quince. Para asarlo hay que salir a buscar leña y los senegaleses apalean a los que cogen fuera del campo. A pesar de esto, la leña entra en el campo y la carne es asada. La población del campo aumenta. Cada día llegan nuevos grupos de refugiados que acaban de pasar la frontera o que han sido cazados en las montañas y en las carreteras. Muchos de los recién llegados han tenido que hacer marchas de jornadas enteras y llegan con los pies ensangrentados. Caen, rendidos, sobre las mantas y las mochilas, entre los excrementos y los restos de comida. Están extenuados y ni siquiera tienen ánimo para
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quitarse de encima los trozos de papel que el viento arranca de los excrementos y les echa a la cara. En la barraca de Magrinyá hay dos compañeros enfermos. Uno, con fiebre; otro, con diarrea. Han pedido varias veces que un médico venga a verles y no lo han conseguido. Uno de los enfermos se levanta. —¿A dónde vas? —Ahí fuera… A los pocos pasos no puede aguantarse. Vuelve lentamente a la barraca y cambia sus pantalones. Magrinyá va a la casilla del servicio sanitario y pide, con insistencia, que un médico vaya a visitar sus compañeros. Le dicen que si están muy graves les lleven allí y verán si en un cocheambulancia se les puede trasladar al hospital. Cuando Magrinyá vuelve, uno de los enfermos ha muerto. Improvisan dos camillas y cargan en ellas al muerto y al enfermo. El grupo trágico se pone en marcha. Sopla el viento y empieza a llover. Magrinyá y sus compañeros avanzan lentamente. Los pies se les hunden en arena; el viento, que les da de frente, dificulta su marcha y les echa encima, con furia, la arena que les da en la cara la sensación de alfilerazos. Magrinyá tropieza y cae. El muerto resbala de la camilla y rueda por la arena. Vuelve a colocarlo y reanudan la marcha. La gente mira silenciosa e indiferente el paso del grupo. Ante la casilla del servicio sanitario hay un coche-ambulancia. El motor ronca, ya en marcha. —¡Esperad! —¡Oh!, esperad… esperad… ¡Apresuraos, que es tarde, ya! Colocan primero al muerto.
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El chofer se impacienta y blasfema. Pone en marcha el coche; su ayudante se dispone a cerrar las portezuelas. Magrinyá coge al enfermo, lo levanta en brazos y lo lanza dentro del coche; los amigos tiran encima de su compañero, que se va corriendo ya detrás del vehículo, su mochila y sus mantas. Cuando la ambulancia está lejos comentan: —¿Te has dado cuenta?... —Ni una queja. —Ha quedado inmóvil. Todos piensan –y ninguno lo dice– que la ambulancia se ha llevado dos cadáveres. 21 de marzo, 1940, p. 8
Turistas y señores buscan color
La calle está a oscuras. Sobre una fachada blanca se ve un rectángulo iluminado. Es la luz que sale por la ventana del café y se proyecta allí. Ante las puertas de las casas, los vecinos, sentados en mecedoras, toman el fresco. En una esquina, a la luz de un quinqué puesto en una ventana, un muchacho está sentado en el suelo. Va descalzo; lleva los pantalones rotos y la camisa hecha trizas. Habla con otro muchacho que está de pie, a su lado, recostado en la pared, y mientras habla se arranca delicadamente algunas costras que tiene en la cara. —Nosotros –dice– vamos a ganar la guerra. —¿Nosotros? —Sí, nosotros, los aliados. Una chica se levanta de la mecedora, se mete en su casa, abre la nevera, saca de ella una botella y se sirve la bebida helada en un vaso que vacía de un trago. Arregla las flores que tiene en un jarro, sobre la mesa, y vuelve a sentarse en la mecedora, de cara a la Virgen de Altagracia, que tiene clavada sobre la puerta de su habitación. Algunas jóvenes, con vestidos blancos y de colores claros, pasean por la calle. Se oye el ruido de varios aparatos de radio, pero su escándalo es dominado por la gramola de café. – 77 –
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Un grupo de marineros noruegos viene del puerto, sube la cuesta de la calle y se para ante el establecimiento. Una muchacha que toma un refresco en el mostrador sale a la puerta, se coge del brazo de uno de los marinos y le invita a entrar. Pero el marino se va con sus compañeros. La chica le retiene y le dice: —Dame para dulces. El noruego no la entiende; se desprende de ella y sigue calle arriba. Tropieza con un pequeño vendedor de manís, que le enseña su lata. Le da una moneda y rechaza los manís. En el café varias parejas bailan sin cesar. Algunos clientes están sentados ante las mesas, en una sala interior. El dueño, apoyadas sus espaldas en la estantería en donde se alinean unas docenas de botellas, vigila a sus clientes. Los marinos noruegos vuelen y entran en el café. Algunos se quedan en la sala en donde se baila y en seguida están agarrados con chicas que nadie sabe de dónde han salido; otros se pasan al interior, se sientan y se hacen servir varias bebidas. Uno de ellos, que lleva una camiseta con rayas rojas, un chaquetón azul y una gorra con visera de charol ladeada sobre su pelo rubio, se quita la cachimba de la boca y llama a una muchacha. Esta se le acerca y él, riéndose, la lleva a empujones al reservado que hay en un rincón. No estarán allí muy tranquilos. Todos los clientes que están en la sala se acercan al reservado y asoman su cabeza por la puerta. En un rincón, un grupo de jóvenes discuten a grandes voces sobre un match de boxeo. Cerca de ellos un muchacho habla en voz baja con una chica; le propone que se vaya a vivir con él. Parece que ya han fijado condiciones y están de acuerdo. Ella, amorosa, pregunta: —¿Y tendré muchos vestidos? Él le aprieta el brazo y ella toma esto como un asentimiento. Entran tres turistas norteamericanos –un hombre y dos mujeres– y se sientan junto a los marineros noruegos. Mientras el hombre habla con el camarero, las dos mujeres pasean sus miradas por la sala, los ojos brillantes de curiosidad.
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—It is exciting! En una mesa, un hombre ligeramente borracho, explica un cuento. Sus amigos no le entienden y se ríen a carcajadas. Parece que el cuento es triste y el borracho se enfada. Se levanta, agarra una botella y asegura, muy serio, que va a romperla sobre la cabeza de uno. Pero en aquel momento el camarero llega con una botella llena; el borracho la coge, la compara con la que él tiene vacía, da esta al camarero, llena su vaso, se sienta y bebe. Las dos turistas exclaman a una: —It is exciting! Y una de ellas toma notas en un librito de cantos dorados encuadernado con piel. Los noruegos cantan. Los norteamericanos les escuchan atentamente; la del libro añade nuevas notas. Uno de los marineros echa su silla para atrás y cae de espaldas; otro se levanta y queda vacilante, sin decidirse a andar; uno de sus compañeros le agarra por un brazo y quiere hacerle sentar. Él se resiste; forcejean y derriban la mesa. Las botellas y los vasos quedan hechos añicos en el suelo, en el cual las bebidas derramadas forman un charco. Las muchachas chillan. El dueño corre presuroso. Uno de los noruegos levanta la mano, en un gesto tranquilizador, y le da un fajo de billetes. El hombre dirige una ojeada a los destrozos y otra a los billetes y toma estos sin decir una palabra; experto, ha hecho su cálculo rápidamente; no pierde. Levantan de nuevo la mesa; los marinos se sientan otra vez y les sirven nuevas bebidas. Entran tres jóvenes elegantes. Algunas chicas les saludan alborozadamente, como viejos amigos. Son concurrentes asiduos que gustan, de vez en cuando, de alejarse de su ambiente y de venir a estos barrios populares, como los turistas, en busca de color. Tienen spleen y hay que combatirlo. Se sientan. —¿Os divertís mucho? –pregunta uno de ellos.
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—No. Viene poca gente. Da un suspiro y añade: —Y, además, es gente que no me gusta. Las únicas personas caritas que vienen sois vosotros. El joven, complacido, ha cogido a la chica por la cintura, con las dos manos, y desliza estas suavemente por las caderas. —¿Vamos a bailar? El joven no contesta. Atrae a la muchacha hacia sí y la sienta sobre sus rodillas. Ella le coge la corbata. —¡Qué tela tan buena! ¿Te la han traído de Curazao? Un cliente se enfada con una chica porque esta no quiere acompañarle. —No vendré a verte más. —Bueno. No me hace ninguna falta. Yo no necesito nada de nadie. Tengo mi cama y todo lo que he de menester, y pronto tendré mi rancho. El cliente se va, despechado, y la chica se une al grupo de los jóvenes elegantes. El marinero de la camiseta listada sale del reservado, abrazado a su amiga. Ahora es esta quien da empujones; los dos desaparecen por la puerta que da a un patio. Los turistas norteamericanos se levantan. La del librito de notas da la mano a sus amigos y vuelve a sentarse. El hombre y la otra mujer se marchan. La americana que ha quedado sola inicia un flirt con un joven sentado a su lado. A los dos minutos el joven se ha trasladado a su mesa, y a los cinco, marchan juntos. Los tres jóvenes elegantes se van. Las muchachas se lamentan. —Es tarde ya –explica uno de ellos. Y salen. Los marinos se van también y, con ellos, sus compañeros que se habían quedado fuera bailando.
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Las muchachas empiezan a bostezar; la gramola enmudece y el camarero apaga las luces. El dueño sale a la puerta, mira a un lado y a otro, y murmura: —Ya no vendrá nadie esta noche. 4 de abril, 1940, p. 15
El camisero sarnoso
En el campo de H., en donde al estallar la guerra han concentrado a los inmigrantes checos, Miguel Janda nota que la sarna se le está extendiendo por todo el cuerpo. Siente una auténtica voluptuosidad al rascarse y en arrancarse las costras, tiernas todavía. Cuando se acuesta, envuelto en su manta, tarda horas en dormirse. No puede hacerlo si antes no se ha rascado de pies a cabeza. Empieza por una pierna, suavemente, y acaba con rabia; luego el pecho, febrilmente; debajo de las axilas, los hombros… Nota sus dedos húmedos de sangre. Rendido, acaba por dormirse. Un día se dice en el campo que en la enfermería ya tienen medicamentos. Va allí y pide. —Traiga una lata. Coge una lata que encuentra en la arena, entre montones de excrementos; la lava y le meten en ella un poco de pomada. Se baña en el mar, como hace desde su llegada al campo de H.; se seca con una toalla y con la palma de la mano se pone pomada por todo el cuerpo; siente un escozor terrible. Salta y suelta quejidos. Al poco rato –el tiempo de ponerse la ropa limpia– el dolor ha desaparecido. Hierve en un cubo la ropa que acaba de quitarse. Sigue el tratamiento durante unos días y se siente aliviado, pero la sarna no tarda en reproducírsele. Él atribuye esto a las mantas y al contacto con sus compañeros afectados. – 83 –
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Seguirá pacientemente la cura, pero resignado ya a no quitarse la sarna hasta que salga del campo de concentración. Janda, salido del campo para alistarse en las legiones checas, llega a casa de su amigo Hervieu, en L. Cuando Hervieu se dirige hacia él, los brazos extendidos con la intención de abrazarle, él echa para atrás y dice: —No me toques; voy hecho una porquería. En la ducha, al verse en el espejo, lleno de costras y de llagas, tiene un sobresalto. ¡Qué angustia! Se friega el cuerpo con un cepillo de esparto hasta que queda chorreando sangre; se ducha con el agua caliente, a una temperatura insoportable. Después se seca y se pone la pomada. Aprieta fuertemente las mandíbulas. Un rato después el dolor desaparece. Hace un paquete con la ropa que acaba de quitarse, llena de piojos, y sale a pasear, con el paquete cogido por las puntas de los dedos. Ya fuera del pueblo lo tira en un campo. Repantigado en uno de los divanes tapizados con pana granate del «Glacier», Janda contempla la gente que entra, mientras sus amigos juegan al ajedrez. Aquella morena, alta y delgada, que el día anterior llamó su atención en el paseo, entra acompañada de una vieja. —¿Quién es esa? ¿La conoces? Hervieu, que espera a que Huss juegue, levanta lentamente la cabeza. —Es la camisera –dice. Y vuelve a fijar su vista en el tablero. La camisera mira a Miguel. Este, con su ropa limpia, un vestido gris de Hervieu que le cae como cortado para su medida, acaba-
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do de pelar, se siente interesante y se contempla en el espejo. Le han dicho que su color moreno y que su pelo rizado tendrán mucho éxito entre las francesas. ¡Ahora lo va a probar! Se pone a hacer señas a la camisera. Esta se hace primero la distraída, luego sigue el juego. Janda coge un papel; escribe en él unas palabras y lo enseña a la mujer. Esta le señala disimuladamente una mesa vecina a la suya, sobre la cual hay periódicos y revistas. Miguel se levanta, se dirige hacia el W. C. y al pasar junto a la mesa deja el papel entre los periódicos. Cuando a los dos minutos vuelve a su sitio, la camisera le hace una señal de asentimiento. El camisero está en medio de un corro de vecinos. Asegura que hay que ser muy cauto en el trato con los refugiados checos que el Gobierno ha metido en el pueblo, para evitarse el contagio de enfermedades y de parásitos. Para convencer a sus auditores lee una nota del periódico en la cual se pide la adopción de medidas higiénicas para acabar con las epidemias que se extienden por los campos de concentración. La nota señala que una de las más extendidas es la de la sarna, que afecta a un setenta por ciento de la población de los campos. Solo la abundancia de los medicamentos, la energía y la continuidad de los tratamientos puede acabar con las epidemias. Algunos de los que escuchan empiezan a rascarse y el grupo se deshace lentamente. Las checas refugiadas tienen fama de hermosas en L. Las francesas les envidian el pelo. Los franceses admiran sus cuerpos majestuosos y su andar gracioso. Los jóvenes buscan la compañía de las checas en el paseo; cuando uno consigue la amistad de una de ellas, los amigos le felicitan y le admiran. Son ariscas, aquellas checas; y el francés que consigue su amistad adquiere fama de don Juan.
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El camisero entra en la farmacia. Esta está llena de gente y el hombre se sienta en un rincón. El boticario le pregunta qué desea. —No tengo prisa. Ya esperaré. Pasan veinte minutos. El camisero espera pacientemente. Cuando ya no queda ningún cliente, se levanta, se acerca al farmacéutico y pregunta en voz baja: —¿Tiene usted algún medicamento para la sarna? —Sí. ¿Quiere usted pomada o un líquido? —No sé… El camisero está visiblemente avergonzado y refunfuña, a manera de explicación: —Esos refugiados que nos van a contagiar a todos… El boticario no da importancia al asunto. Sale de detrás del mostrador. —Tome usted. Con esta pomada quedará usted curado en un día. Después de una pausa, dice, con tono festivo: —Alguna refugiada, ¿verdad? Y con el índice extendido le apunta a la barriga. La suposición y el aire maliciosamente risueño del farmacéutico sorprenden al camisero, que se siente halagado y no dice sí ni no. El boticario se despide con unas palmaditas en la espalda, sale y atraviesa la plaza. Con una mano en el bolsillo aprieta firmemente la caja de la pomada; con la otra, metida debajo de la camisa, se rasca el pecho febrilmente. 18 de junio, 1940, p. 6
Una criada con desgracia
Doña Alicia está desesperada. Son las nueve y todavía tiene que ir al mercado, bañar al bebé, preparar el almuerzo, barrer la casa… ¡Y la criada no viene! Cuando la tomó convinieron en que todas las mañanas vendría a las seis y hace ya unos días que viene después de las ocho. Doña Alicia anda alocada de un lado para otro; el bebé llora desesperadamente en su cuna. Llaman. Doña Alicia abre la puerta. La criada viene con otra jovencita. —Como ya sé que usted me va a botar, le traigo otra muchacha. En el primer día de servicio ya la nueva criada ha dado una sorpresa a doña Alicia. Cuando esta le anuncia que es ella quien va a hacer las compras en el mercado, Dolores, la muchacha, manifiesta su conformidad sin ninguna muestra de desagrado; por el contrario, doña Alicia cree descubrir en su rostro una sonrisa de satisfacción que la intriga, porque todas las criadas que ha conocido suelen reivindicar, con su tesón sospechoso, la compra en el mercado como una función irrebatable. —¿A qué hora hay que ir a buscar la leche? — A las siete. – 87 –
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Dolores, después de un momento de vacilación, da su conformidad. —¿Con qué se va a buscar? La señora le enseña un cazo de hierro esmaltado. —Me da vergüenza ir con eso; habrá que comprar una lechera. Doña Alicia las ha visto a setenta centavos en una tienda de la avenida Mella. Da un peso a la muchacha y la manda a buscar la lechera. Dolores regresa al poco rato, con esta y quince centavos de vuelta. Casualmente hoy en la ferretería han aumentado los precios. —Bueno… –refunfuña doña Alicia–. Y manda a la chica que lave el suelo. — ¡Ay doña Alicia! Le aseguro que hoy no puedo. Tengo un dolor de cabeza terrible. — Bueno, limpia el pescado. —¡Ay doña Alicia! No me haga limpiar el pescado. —¿Por qué? —¡Hiede tanto! Bien o mal –la señora más bien diría que mal– Dolores sirve desde hace ya unos días en casa de doña Alicia. Un día esta se entera de que Dolores pasa sus horas de ocio –y algunas más– en el baile y lo comenta con su marido. —Parece que es una locura lo que esta chica siente por el baile. Don Jacinto se vuelve para Dolores que en aquel momento pasa por la sala con un cubo y una escoba. —Oye: me han dicho que bailas muy bien el merengue. La muchacha esconde la cara en el brazo arqueado apoyado en el mango de la escoba y se ríe. —¿Es verdad? —No sé…
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Dolores hace girar su cuerpo en un movimiento de manifestación pueril de timidez. De pronto suelta el cubo y la escoba y se precipita sobre el aparato de radio. —Ahora les bailaré uno. Doña Alicia se lleva las manos a la cabeza. Suena la música. —Es un bolero –dice Dolores. También lo sé bailar. La muchacha baila el bolero, luego un fox, luego otro bolero, un vals. —Bueno muchacha, bueno –dice don Jacinto. Ya veo que bailas muy bien. Coge eso –y señala el cubo y la escoba– y vete a tu faena. Parece que hoy no tocan merengues. Dolores no se resigna a que no le vean bailar su baile favorito. —¡Ahora! Por fin baila su merengue y luego todo lo que la radio va tocando. La señora ha ido al mercado. Dolores entra en la habitación del matrimonio llevando en una bandeja el desayuno para don Jacinto, que hoy se levantará tarde porque trasnochó. Cuando don Jacinto moja el primer trozo de panecillo en el café con leche, Dolores, que se ha quedado allí, junto a la cama, le pregunta: —¿Quiere usted que baile, como ayer? El patrón levanta la vista, sorprendido. —No. Anda a tu faena. La muchacha se pone a bailar; esta vez sin música. Mueve lascivamente sus caderas; cierra los ojos y abre la boca en una risa provocativa, sacude violentamente los senos que parece que va a romper el vestido de tela ligera. Don Jacinto acaba de desayunar. Mira el reloj, las sábanas blanquísimas de su cama y el vestido mugriento de la muchacha. —Anda, recoge esto y vete a tu trabajo.
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Dolores, excitada y jadeante, mueve ahora todo su cuerpo en contorsiones desenfrenadas. Don Jacinto se deja caer en la cama, de espaldas a ella y se duerme. Dolores, desilusionada, recoge la bandeja y se va a la cocina. A la vuelta del mercado, doña Alicia se encuentra indispuesta y se tumba un rato en la cama. —Doña, ¿quiere usted que le prepare algo? –pregunta solícitamente Dolores. —No. No es nada. Lueguito me levantaré. A las doce, pasado su malestar, se levanta y va a la cocina. —¿En dónde está la leche? —Ahí, en la lechera. —¡Si está vacía! —¡Ay, doña! Eso es que sin darme cuenta la boté. Dolores miente. Hace un rato que se ha bebido sus buenos dos litros de leche. Dolores, que suele ser puntual, llega a casa de doña Alicia un poco tarde. —¡Ay, doña, lo que me pasa! —¿Qué fue? —Se lo voy a romper todo; me han echado mal de ojo. —Anda, déjate de tonterías y vete a buscar la leche. Al poco rato la muchacha vuelve con la lechera vacía. —¿Qué hubo? —Lo que le dije, doña Alicia. Me han echado mal de ojo y he derramado la leche. La señora da unas monedas a la chica y le dice: —Vuelve por la leche. Dolores regresa otra vez con la lechera vacía. —Se me ha derramado otra vez. —Bueno, hija, qué le vamos a hacer. Iré a buscarla yo. Lave los platos mientras voy.
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Cuando vuelve, Dolores le dice: —Mire, doña, he roto dos platos. Doña Alicia empieza a perder la paciencia. —Pon un poco más de atención en lo que haces. Un vaso se desliza de las manos de Dolores, cae en el suelo y se rompe en pedazos pequeños. —Deje eso. Ya lavaré yo. —¡Ay, doña Alicia! Yo no tengo la culpa. Me han echado mal de ojo. —Bueno, vete de la cocina. El ruido de un objeto que se rompe contra el suelo sobresalta a doña Alicia que sale disparada hacia la sala. —¿Qué fue? —El jarrón de las flores, que se me cayó. La señora está furiosa. —No toques ningún objeto. Coge la escoba y barre. Deja a Dolores barriendo y vuelve a la cocina. Se oye una detonación. —¿Qué fue? —Al levantar la escoba di en una bombilla y la rompí. Doña Alicia se deja caer en un sillón, desesperada. La muchacha se excusa: —Ya se lo dije, doña: me han echado mal de ojo. La señora se levanta, coge su monedero, saca de él unos billetes y los da a la chica. —Toma y vete. Dolores coge el dinero y se marcha. Al pasar por la sala tropieza con la mesita y la derriba. La pecera de cristal que había sobre ella se rompe, el agua se desparrama y los peces de colores quedan coleando sobre el mosaico. La muchacha se ha ido. Doña Alicia respira tranquila. De pronto se oye un estruendo formidable en la calle. Abre la puerta. Sobre la acera hay una guagua que ha embestido contra la pared. —¿Qué hubo?
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Dolores, que indiferente al escándalo que arman los pasajeros contempla los esfuerzos del chofer para volver la guagua al arroyo, explica: —Le hice señas para que parara y se fue contra la casa. El chofer, furioso, grita: —Mira, qué pendeja, la niña. ¿Y por qué te pusiste en mitad de la vía? 21 de junio, 1940, p. 6
Escritos
El judío se cansó de errar
Desde la dispersión, los judíos son siempre, en alguna parte del mundo, víctimas de atropellos y de persecuciones sistemáticas que obedecen a razones diversas: nacionalismo, diferencias religiosas, rivalidades económicas. El antisemitismo se produce cuando los judíos, voluntariamente o forzados por las circunstancias, se mantienen aislados, no se funden con la población del país que habitan. Modernamente, en los países cuyas leyes no establecen diferencias entre los judíos y los otros ciudadanos, los primeros no oponen ninguna resistencia a la asimilación, son fácilmente absorbidos –como ocurre en Francia, en España, en Inglaterra y en otros países– y no se produce el antisemitismo, por lo menos con manifestaciones de hecho. Una de las acusaciones hechas contra los judíos es que tienden a afiliarse a partidos políticos revolucionarios, y si bien no puede decirse que la acusación carezca absolutamente de fundamento, no se la puede aceptar sin reservas y explicaciones que le quiten todo valor como argumento antisemita. Los judíos, en donde son mantenidos en una situación de inferioridad, por las leyes o por el antisemitismo, tienden a rebelarse y consecuentemente se afilian a partidos de oposición, pero en donde las leyes no establecen para ellos excepciones desfavorables, no solo no militan en los partidos de oposición en una proporción mayor que los otros ciudadanos, sino que se – 95 –
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manifiestan más bien conservadores. Esto se comprueba en Inglaterra y en Francia. El antisemitismo ha producido, en nuestros días, el movimiento sionista que tiene dos orígenes y dos tendencias distintas: sionismo mesiánico, de carácter religioso, y sionismo político, de sentido práctico. Entre los judíos de la Europa oriental ha perdurado hasta hoy la creencia de que algún día llegaría un Mesías que les llevaría a Palestina y allí restablecerían su antiguo reino. En 1882, los pogromos y la legislación antisemita del Estado ruso provocaron la emigración de grandes masas de judíos, la mayor parte de las cuales se dirigió a América en donde, con el tiempo, se van fundiendo con la población anteriormente establecida allí, pero un pequeño número de los emigrantes –intelectuales casi en su totalidad– se trasladó a Palestina. Entre los israelitas del este de Europa se extendía la opinión de que no debían esperar pasivamente la venida del Mesías y la restauración del reino judío, sino que debían facilitar el acontecimiento estableciéndose en Palestina y trabajando allí. La idea fue expresada por primera vez por Leo Pinsker, de Odesa, en su libro Autoemancipación que fue publicado en 1882. En aquella época, Palestina carecía de comunicaciones y de industrias; sus tres cientos mil habitantes constituían una población inculta y atrasada; formaban parte de esta población treinta y cuatro mil judíos que vivían, sostenidos por la caridad de sus correligionarios europeos, en las cuatro ciudades santas: Jerusalem, Hebron, Safed y Tiberiada; la malaria y el tracoma eran enfermedades endémicas en el país, que dependían de la administración turca, corrompida e ineficaz. A pesar de todas estas circunstancias adversas, en 1885 se creó en Odesa el «Khoveve Zion» para fomentar la emigración de judíos a la «tierra prometida».
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A partir de aquel año el barón Edmond Rothschild contribuyó con grandes cantidades de dinero al establecimiento de israelitas en Palestina, que fue ya casi ininterrumpido, aunque lento y en pequeña escala debido a las condiciones del país. Paralelamente a este sionismo mesiánico de la Europa oriental se producía el sionismo político de la Europa central y occidental. El movimiento antisemita de Alemania y Austria en 1875 produjo una reacción entre los israelitas. Más tarde, los judíos de Francia, que desde hacía dos o tres generaciones se esforzaban para fundirse con la población cristiana del país, se vieron sorprendidos por las manifestaciones antisemitas provocadas por el proceso Dreyfus. Estas manifestaciones fueron, en Francia, circunstanciales y no han tenido repetición, pero Teodoro Herzl, periodista y escritor austríaco, de raza judía, que, como muchos israelitas, creía que el proceso de asimilación de estos a la población del país que habitasen era natural y deseable, descubrió en los franceses un odio latente contra los judíos que le decidió a estudiar la posibilidad de crear una «patria» para el pueblo hebreo. Expuso su idea en «Estado judío» que publicó en Viena en 1896. Herzl no tenía preferencias por ningún país para el establecimiento de aquella «patria» y se decidió por Palestina al conocer la existencia del Khoveve Zion entre cuyos miembros encontró muchos aliados. Hizo gestiones sin éxito cerca del sultán de Turquía, y en 1903, cuando estas gestiones fracasaron completamente, aceptó el ofrecimiento que hacía el Gobierno británico de Uganda, en África. El propósito de Herzl y de sus amigos de establecer un estado judío en Uganda no llegó a iniciarse prácticamente debido a la oposición de los sionistas mesiánicos, que impulsados por la gran esperanza de la vuelta a Palestina, no aceptaban que su «patria» fuese establecida en otro lugar y abogaban por el traslado a Palestina aunque no se les diesen garantías políticas. Los sionistas occidentales querían únicamente
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un territorio que se prestase a la inmigración judía y a conceder a esta una autonomía. No obstante, fue por iniciativa de Herzl que en 1899 se creó en Londres el Jewish Colonial Trust que tenía que ser el instrumento financiero del asentamiento de los judíos en Palestina, y en 1901, por iniciativa del profesor Hermann Schapira y bajo la dirección de Herzl se creó el Jewish National Fund para adquirir en el mismo país terreno para los judíos. La conjunción de los esfuerzos de unos y otros sionistas ha producido la situación actual. Durante la guerra, las tropas británicas conquistaron Palestina. En 1917 Weizmann, judío ruso nacionalizado inglés, obtuvo del Gobierno británico la promesa de ayudar al pueblo judío a reconstruir su hogar nacional en Palestina. Acabada la guerra, la Gran Bretaña recibió de la Sociedad de las Naciones un Mandato sobre Palestina, por el cual se establece en este país el Hogar Nacional Judío. Israelitas procedentes de todas partes se instalan en Palestina, a medida y en el número que las posibilidades del país lo permiten. Proceden de Estados en donde se les persigue; principalmente de Alemania, de Rumania y, hasta hace poco, de Polonia. Pero los judíos que viven en Francia, en Inglaterra, en los EE. UU., que se sienten, a medida que el tiempo transcurre, menos vinculados con el movimiento sionista y se confunden ya con los franceses, los ingleses y los americanos limitan su entusiasmo a los donativos para las organizaciones sionistas. Palestina satisfacerá, tal vez, el ideal de los judíos de tener una patria, pero es prácticamente imposible que esta patria les reúna a todos. La capacidad de absorción de Palestina es insuficiente para acoger ni siquiera a todos los israelitas que pretenden establecerse allí y por esto miles de ellos se ven obligados a
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emigrar, ante la imposibilidad de entrar en Palestina se dirigen a países en donde son asimilados por la población autóctona, se confunden completamente con ella y se desligan de una manera progresiva del mundo judío y de sus organizaciones. 2 de marzo, 1940, p. 7
El judío coge el arado
Se dice con frecuencia que los judíos forman un pueblo poco apto para la agricultura. La historia de los israelitas demuestra ligereza y la gratuidad de esta afirmación. Los judíos habitan, en su mayoría, en las ciudades, y no manifiestan un interés particular para desplazarse a las zonas agrícolas; hasta puede decirse que se nota, en los que habitan en pueblos pequeños, tendencia a afluir a las grandes ciudades. Pero esto no es un rasgo típico del pueblo israelita. Modernamente, en los países civilizados la atracción de las ciudades sobre la población rural ha creado el problema de la falta de brazos en el campo y aún en las naciones de economía agraria, la población urbana no tiene la menor tendencia a desplazarse hacia el campo. Un conjunto de circunstancias históricas ha concentrado en las ciudades a un gran número –la mayoría– de los judíos y estos al preferir la vida de la ciudad y las profesiones que les permitan subsistir en esta no se manifiestan de una manera distinta a los no judíos del mismo medio, y sufren una serie de influencias históricas y del ambiente.
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En la antigua Palestina, aunque un gran número de israelitas se dedicaba al comercio y al artesanado, la agricultura constituía la ocupación principal de la mayoría. Cuando los judíos salieron de Palestina, se dedicaron con preferencia a otras profesiones. En Babilonia, en donde se fijaron a principios del siglo vi, antes de J. C., fueron menos los que se dedicaron a la agricultura que los que se ocuparon en el comercio y en los oficios. Pero durante mucho tiempo, donde quiera que fuesen, los había que se dedicaban al cultivo de la tierra. En la Europa meridional, en Sicilia y en el sur de Francia, principalmente, se han encontrado rastros de la agricultura judía de los primeros siglos de la era cristiana. En la dispersión, los judíos no pudieron disponer a su gusto su destino económico. Tuvieron que someterse a las circunstancias y aceptar la estructura económica de los países en donde se fijaban y adaptarse a ella. Estuvieron sometidos a las leyes de excepción arbitrarias que les cerraban el paso a muchas profesiones. En algunos sitios las leyes les prohibían dedicarse a la agricultura; en otros, la tierra pertenecía a los municipios y los judíos extranjeros no eran admitidos a participar en su explotación, reservada a los naturales. Hubo excepciones: en España, en el sur de Francia y en la Alemania meridional, los judíos poseían viñedos y huertas. Durante varios siglos los judíos fueron impulsados, por circunstancias políticas, económicas y sociales –en las que algunas veces influía el factor religioso– al comercio, para el cual, a través de las generaciones, perfeccionaron sus aptitudes. Más tarde, el comercio no bastó a ocuparlos a todos y entonces se dedicaron a pequeñas industrias, que escogieron entre las que tenían algunas de las características del comercio: fueron tintoreros, sastres, orfebres, ópticos, talladores de diamantes. Después de la Edad Media, los judíos obtuvieron progresivamente el derecho a escoger sus medios de existencia, pero el comercio quedaba casi en todas partes su ocupación preferida y modernamente, aun en países en donde las leyes establecen su igualdad con los otros ciudadanos, la preferencia persiste.
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Habiendo practicado el comercio tanto tiempo, durante el cual adquirieron aptitudes excepcionales, no tienen ninguna razón para abandonarlo en el momento en que el sistema económico predominante en el mundo le da gran desarrollo y le hace extraordinariamente lucrativo. En los tiempos modernos la primera tentativa para establecer a los judíos en la agricultura se realizó en Rusia en 1804. Un decreto del Zar Alejandro I prohibía a los israelitas habitar en los pueblos y dedicarse al comercio de bebidas, que era el medio de vida de muchos de ellos; pero en una zona reservada, les era permitido adquirir tierra y trabajarla. Además, se le daba tierras en las provincias poco pobladas de Kherson y Yekaterinoslav. Nicolás I continuó la política de fijación de los judíos en el campo y los agricultores israelitas aumentaban lentamente. El Gobierno ruso favoreció la agricultura judía hasta 1860. En 1866 un «ukase» puso fin a las colonias judías. Algunos años más tarde, parte de las tierras que habían sido cedidas a los israelitas les fueron retiradas y en 1882 el Gobierno ruso prohibió a los judíos comprar tierras o tomarlas en arriendo. A pesar de eso, se calcula que en 1897 más de ciento noventa mil judíos vivían de la agricultura en Rusia. En 1880 se fundó en París la Jewish Colonization Association con un capital de 200 millones de francos para ocupar en la agricultura a campesinos judíos que eran perseguidos en Rusia. Esta organización adquirió tierras en la Argentina y las repartió, no solo entre campesinos judíos procedentes de Rusia, sino entre otros judíos que nunca se habían dedicado a la agricultura. En un principio, estos colonos se dedicaron a la ganadería. Gradualmente se fueron dedicando a la producción de leche y al cultivo de lino y de cereales. En los Estados Unidos, entre 1880 y 1890, algunos judíos inmigrantes de la Europa oriental se dedicaron a la agricultura
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–con preferencia a la horticultura y a la cría de volatería– en la proximidad de grandes ciudades como Filadelfia y Nueva York. Algunos de ellos ya habían ejercido esta profesión en Europa; otros eran pequeños artesanos que querían empezar una vida nueva en un país nuevo. Actualmente el número de judíos que viven de la agricultura en los Estados Unidos se calcula en ochenta mil. En Palestina, después de algunos ensayos realizados en años anteriores, en 1882, cuando la política antisemita del Gobierno ruso provocó la emigración de grandes masas de israelitas, se inició, ya seriamente, la colonización agrícola de Palestina, en donde los judíos procedentes de Rusia y otros que venían de Rumanía fundaron varias colonias. Desde entonces se ha progresado continuamente en la fundación de otras y la agricultura judía ha adquirido allí un desarrollo extraordinario a partir de 1919. En Palestina, en donde la colonización no tiene por objeto simplemente facilitar los medios de vida a unos millares de israelitas, sino que tiende a crear la base económica territorial del Hogar Nacional Judío, los colonos son preparados científicamente en varias escuelas de agricultura. En Rusia Subcarpática, que antes de la guerra estaba anexionada a Hungría, los judíos que desde últimos del siglo xviii llegaban a través de la frontera de Galizia, se dedicaron intensamente a la agricultura cuando a mediados del siglo xix las leyes húngaras les permitieron la adquisición de tierras y actualmente un 26’92 por 100 de la población judía del país se dedica a la agricultura. En 1924 empezó en la URSS un nuevo período de colonización judía. El Gobierno soviético se declaró dispuesto a dar tierras y a favorecer la colonización judía. Algunas organizaciones israelitas colaboraron a ella. El Gobierno, después de conceder las tierras, ayudó a los colonos eximiéndoles del pago de impuestos durante los tres primeros años de cultivo; concediéndoles tarifas de preferencia en los ferrocarriles y proporcionándoles madera barata para sus construcciones, semillas y, además, préstamos. Estos últimos años el Gobierno soviético trata de establecer grandes masas de agricultores judíos en Biro-Bidjan.
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Hace unos años el número de campesinos israelitas agrupados por países, se calculaba así: URSS Polonia EUA Rusia Subcarpática Besarabia Palestina Argentina Lituania Canadá Letonia Brasil
250, 000 100, 000 80, 000 30, 000 30, 000 28, 000 20, 000 15, 000 5, 000 1, 000 1, 000
Actualmente algunas de estas cifras deben haberse modificado considerablemente; en la URSS, por el impulso dado a la colonización de Biro-Bidjan; en Polonia, por la desaparición de esta nación como Estado, y en Palestina, por las últimas inmigraciones. El número creciente de agricultores judíos y la permanencia de estos, durante generaciones, en el campo demuestran que los israelitas, como la gente de otros pueblos, puede dedicarse provechosamente al cultivo de la tierra cuando las circunstancias les llevan a ella. El proceso de adaptación de los judíos a la agricultura será tal vez lento; quizás se necesitarán varias generaciones para conseguir que el porcentaje de judíos dedicados a la agricultura se aproxime al de los campesinos de los otros pueblos –y tal vez esto no pueda producirse nunca, dada la dispersión y las condiciones de vida que ella impone–, pero esto no constituye un argumento que demuestre en los hebreos escasez de condiciones para la agricultura. El desplazamiento de grandes masas de medio social y económico y de país se produce por la imposición de un conjunto de circunstancias históricas que persisten durante largos períodos. Los judíos fueron, en tiempos antiguos, campesinos,
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y el proceso de su desarraigo de la tierra no se produjo de una manera brusca, sino que se realizó a través de varias generaciones. Y las circunstancias que en nuestro tiempo determinan la vuelta de los judíos al campo provocan, ahora, un proceso de la misma lentitud, que las generaciones actuales viven en su principio. 4 de marzo, 1940, p. 7
El francés en Francia
Cuando la guerra estalló, el gobierno francés dispuso la evacuación de la población civil de los departamentos fronterizos con Alemania, los cuales forman las regiones de Alsacia y Lorena, que desde siglos están sometidas alternativamente a Francia y a Alemania. Los alsacianos fueron instalados en departamentos del Sud –entre otros en el de la Gironde–. Entonces los habitantes de estos tuvieron una sorpresa; no podían entenderse con muchos de los refugiados, porque estos solo hablaban alemán. Hubo consternación entre algunos patriotas. ¿Cómo se explicaba que hubiese franceses que no conociesen el francés? Cuando, después de la guerra de 1914-1918, Alsacia y Lorena fueron separadas de Alemania y agregadas a Francia, pudo explicarse el desconocimiento que los alsacianos y los loreneses tenían del francés por la germanización operada desde 1871, cuando Alsacia y Lorena fueron separadas de Francia y agregadas a Alemania. Los franceses meridionales comprobaban, en 1939, que a los veinte años de la reintegración de Alsacia y Lorena al Estado francés, había todavía alsacianos y loreneses que no hablaban la lengua oficial. Y esto les asombraba. En Burdeos empezaron a publicarse –ya en plena guerra con Alemania– periódicos en alemán para los refugiados alsacianos, porque estos eran incapaces de comprender la prensa francesa. – 107 –
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Esto aumentó la sorpresa de los bordeleses, que se explica por el hecho de que el prestigio de la lengua francesa impide ver a los ciudadanos de Francia la realidad lingüística de su país. El francés, lengua universal que es conocida por personas cultivadas de todos los países del mundo, corrientemente solo es hablada por una parte de los franceses. Estos, en las provincias –sobre todo en el campo– hablan varias lenguas que son conocidas con el término de «patois» y clasificadas, sin discusión, como dialectos. En realidad muchos de estos «patois» son lenguas de formación anterior al francés y que han tenido en la historia una época brillante por su literatura. Las hay que formadas paralelamente al francés tienen un origen común con este; otras tienen un origen distinto. Ninguna lengua de un país civilizado ha tardado tantos siglos para formarse como el francés. Ni el italiano ni el español, que llegaron a su madurez en plena Edad Media. El francés fue laboriosamente engendrado y cuando ha conseguido su madurez ha logrado, gracias al genio de quienes lo han cultivado, una expansión que ninguna otra lengua alcanzó. Pero no ha conseguido todavía ser la lengua familiar de todos los franceses. Cuando los romanos conquistaron las Galias, se hablaban en ellas varias lenguas. Los invasores introdujeron el latín y la mezcla de este con los idiomas autóctonos produjo nuevas lenguas que no fueron ya ni el latín ni los antiguos idiomas galos. Uno de estos, no obstante, se hablaba todavía en el siglo v en las montañas de Auvernia, sin mezcla de latín. Las relaciones con los pueblos vecinos introdujeron nuevos elementos en las lenguas del país, que se desfiguraban y evolucionaban con el transcurso del tiempo. Se formaron dos grupos lingüísticos: Langue d’Oc, grupo de lenguas que se hablaban en el Sud del río Loire y Langue d’Oil, de las que se hablaban al norte del Loire. Entre las del primer grupo destacaban el provenzal, que adquirió universalidad y cuya literatura influyó en la italiana, en la catalana, en la española y en la portuguesa y fue conocida en Inglaterra y en Alemania.
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Entre las del segundo grupo fue destacando gracias a los acontecimientos políticos que hicieron de los amos de Ile-de-France los jefes de Francia, la que con el tiempo ha sido el francés. Este, a fines del siglo xi empezaba a competir con el provenzal en algunos géneros literarios. Luego empezó a competir con el latín en la Administración y en la Justicia y sus progresos, en este terreno, culminaron en 1539, con la Ordonnace de VillersCotterets, que hizo obligatorio el uso del francés en la Justicia y en la Administración Pública. La difusión del francés se intensificó con el empleo de la imprenta. Fue, porque era la lengua oficial, la lengua de los literatos, y adquirió, con el cultivo, riqueza y brillantez. En el siglo xvii el conocimiento del francés empezó a extenderse más allá de las fronteras de Francia. Entretanto, las otras lenguas de este país –aun el provenzal– quedaban reducidas a lenguas regionales, que no se usaban ya oficialmente, que no eran ya cultivadas literariamente y que eran desconocidas fuera de los límites de la provincia en donde se hablaban. El prestigio del francés era ya deslumbrante y con el tiempo se calificaban de «patois» a los otros idiomas. La calificación era aceptada sin discusión y tenía el sentido de dialecto. Pero se da el caso que Francia ha llegado al siglo xx sin haber conseguido que el francés lo hablen todos los franceses. 12 de marzo, 1940, p. 5
Como en su casa
A cada momento el interés que la guerra europea suscita en los dominicanos pone a prueba los conocimientos que estos tienen del mundo. Los dominicanos, al comentar el curso de la lucha, citan los nombres geográficos y los de estadistas europeos, las distancias y las cifras de armamentos y de presupuestos con la soltura del que está familiarizado con las cosas de Europa; del que tiene un profundo conocimiento de ellas. Aun la gente sencilla, que uno supone inculta, habla de todo esto con el aplomo con que podría hablar un ciudadano del país del cual se habla. Y los dominicanos, que tan enterados están de las cosas del mundo, que tan bien conocen –aun los que no han viajado– los países extranjeros, creen que la República Dominicana es ignorada del mundo. Yo he oído a los dominicanos preguntar, generalmente a españoles: «ustedes, antes de venir aquí ¿habían oído nombrar la República Dominicana?». Yo no sé si esta pregunta, que he oído varias veces, está inspirada por la modestia o por la presunción; no sé si los dominicanos son tan modestos que llegan a creer que su país es desconocido en el extranjero o si son tan presuntuosos que creen que los extranjeros no tienen el conocimiento que ellos tienen del mundo. Pero la pregunta es clara y no se presta a interpretaciones dudosas; hay dominicanos que creen que su país es ignorado por el mundo. ¿Por qué atribuyen a la República Dominicana una insignificancia que esta – 111 –
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no tiene? ¿Por qué suponen a los extranjeros rematadamente ignorantes? En cualquiera de los casos están equivocados; en el segundo, por lo menos en lo que se refiere a los españoles. En España se sigue con interés cuanto se refiere a la América Latina y las cosas de aquí son tan familiares a los españoles, como las de España lo son para los dominicanos. Por esto ninguno de los españoles venidos al país se siente extraño en estas tierras. En la escuela, cuando estudian geografía e historia, los maestros les hablaron de Santo Domingo y este nombre les es recordado por una serie de hechos históricos estrechamente relacionados con su patria. Los acontecimientos de la vida contemporánea han llamado con frecuencia la atención de España sobre la República Dominicana y alguno de estos acontecimientos, como la ocupación yankee, han despertado allí tanto interés, que no solamente han sido seguidos por la prensa, sino que son motivo de estudio para escritores y políticos, los cuales han publicado sobre ellos varios libros leídos por la mayoría de los españoles que llegan aquí. Hay otras razones de orden más personal que hacen que la República Dominicana y sus cosas sean familiares a los españoles. Aquí ha habido siempre una numerosa colonia española que al mantenerse siempre en contacto con parientes y amigos que quedaron en su patria les hizo llegar, con las noticias de situaciones y actividades personales, noticias de la vida dominicana. Y el conocimiento de esta ha sido aun más divulgado por los numerosos dominicanos que en España han lucido su talento como artistas y escritores. Ensayistas, críticos e historiadores dominicanos han publicado en Madrid y en Barcelona obras que tuvieron el doble mérito de contribuir a ampliar el conocimiento que en España se tenía de Santo Domingo y de aumentar el prestigio de este con la reputación que daban a sus autores. Estas obras, y otras de autores españoles, han hecho conocer a ciudadanos de España que nunca habían salido de su patria, la vida dominicana y sus manifestaciones literarias y artísticas. Músicos y artistas de teatro dominicanos que han conseguido la popularidad en España captaron para Santo Domingo la simpatía de los públicos que les aplaudían.
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Por todo esto Santo Domingo no es desconocido en España, como creen algunos dominicanos excesivamente modestos o demasiado presuntuosos. Pero aun hay más: no solo los españoles no ignoran a Santo Domingo, sino que pueden encontrarse en él como en su casa; por la comunidad de la lengua, por la afinidad de costumbres y por la campechana hospitalidad de los dominicanos. En Santo Domingo las puertas de las viviendas permanecen siempre abiertas, para mitigar el calor de los interiores, pero también como signo acogedor, como invitación al paseante. Ninguna puerta está aquí cerrada para el forastero, y esto, que es visible en lo material es fácil comprobarlo en lo moral. 5 de junio, 1940, p. 6
Imágenes de refugiados españoles en Ciudad Trujillo, República Dominicana
Flandre, primer barco en llegar a Ciudad Trujillo con refugiados españoles, el 7 de noviembre de 1939. Fuente: periódico La Información, edición del 8 de noviembre de 1939.
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Maestros titulares en el día de la inauguración del nuevo edificio de Bellas Artes, entre ellos: Josep Gausachs, Manolo Pascual, José Vela Zanetti, Francisco Vázquez Díaz (Compostela), Eugenio Fernández Granell, Ángel Botello Barros, entre otros. Fuente: DO AGN F Conrado 2037.
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Eugenio Fernández Granell, violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional de Ciudad Trujilllo. Destacado pintor, ilustrador y literato. Fue un firme colaborador de la revista del movimiento Poesía Sorprendida. Fuente: DO AGN F Conrado 3277.
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José Vela Zanetti y familia. Este muralista inició su obra pictórica en Ciudad Trujillo, lugar donde realizó grandes murales con motivo del Primer Centenario de la República en 1944. Colaboró activamente en la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1942. Fuente: DO AGN F Conrado 1990-B.
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Josep Gausachs, artista pl谩stico, fue profesor de la Escuela Nacional de Bellas Artes, desde su fundaci贸n. Fuente: DO AGN F Conrado 4368.
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Francisco Vázquez Díaz (Compostela). Pintor y escultor. En Ciudad Trujillo participó en la Exposición de Bellas Artes, con motivo de la Segunda Reunión Interamericana del Caribe, junto a otros artistas exiliados. Fuente: DO AGN F Conrado 1248.
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Joan Yunyer, artista plรกstico, y su esposa Dolors Canals, educadora, ambos de origen catalรกn. Fuente: DO AGN F Conrado 1416-E.
Pintura de Joan Yunyer. Fuente: DO AGN F Conrado 1574-B.
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Fotograma de una obra de teatro dirigida por Emilio Aparicio y Antonia Blanco Montes. Fuente: Álbum de la familia Aparicio-Blanco.
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Restaurante Hollywood, ubicado en la calle El Conde esquina Hostos, Zona Colonial. Fuente: DO AGN F Conrado 3904-D.
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Maestro Enrique Casal Chap铆 en un concierto de piano. Fue el primer director de la Orquesta Sinf贸nica Nacional. Fuente: DO AGN F Conrado 3295-H.
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Fernando Blas, destacado caricaturista del peri贸dico La Naci贸n. Fuente: DO AGN F Conrado 1078.
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Reunión de exiliados españoles republicanos en el Centro Español Democrático. Fuente: DO AGN F Conrado 5169.
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Reunión de contertulios en la Cafetera Colonial, ubicada en la calle El Conde, donde los españoles refugiados eran asiduos visitantes. Fuente: DO AGN F Conrado 1215.
Actividad en el Instituto Escuela, Circa 1945. Fuente: DO AGN F Conrado 4982-A.
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Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. – 133 –
134 Vol. XII Vol. XIII
Vicenç Riera Llorca
Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación
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y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008.
136 Vol. XLVI Vol. XLVII Vol. XLVIII
Vol. XLIX
Vol. L
Vol. LI
Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII
Vol. LIX
Vol. LX
Vol. LXI
Vol. LXII
Vicenç Riera Llorca Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D.N., 2008.
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Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009.
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Vicenç Riera Llorca
Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009.
Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación Vol. CIII
Vol. CIV Vol. CV Vol. CVI
Vol. CVII
Vol. CVIII Vol. CIX
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Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010. Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 19832008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010. Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010.
Colección Juvenil Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII
Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007 Heroínas nacionales. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos, segunda edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2009.
Colección Cuadernos Populares Vol. 1 Vol. 2 Vol. 3
La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó, Santo Domingo, D. N., 2010.
Esta primera edición de Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación, compilados por Natalia González Tejera, terminó de imprimirse en el mes de junio de 2010, en los talleres gráficos de Editora Búho, C. por A., y consta de 1000 ejemplares.