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Esta publicaci贸n ha sido posible gracias al apoyo de la Direcci贸n General de Aduanas

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Archivo General de la Naci贸n Volumen LXXXV

Guido Despradel Batista

Obras Tomo I

Alfredo Rafael Hern谩ndez (Compilador)

Santo Domingo 2009

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Archivo General de la Nación, volumen LXXXV Título: Obras. Tomo I Autor: Guido Despradel Batista Compilador: Alfredo Rafael Hernández

Cuidado de edición: Luis Alfonso Escolano Giménez Diagramación: Juan Fco. Domínguez Novas Diseño de portada: Raymer A. Domínguez y Esteban Rimoli Lerebours Cubierta: fotografía de Guido Despradel Batista, tomada de su visa diplomática en 1941.

De esta edición: © Archivo General de la Nación Calle Modesto Díaz No. 2, Ciudad Universitaria, Santo Domingo, Distrito Nacional Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do

ISBN:

Impresión: Editora Búho, C. por A. Impreso en la República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Índice

Vida y obra de Guido Despradel Batista........................................9 Cronología de Guido Despradel Batista......................................27 A propósito del último incendio..................................................35 El incendio de 1805......................................................................39 Hostos y La Vega: Las proyectadas granjas agrícolas . del señor Hostos.....................................................................45 Aporte de La Vega a la obra de nuestra . Independencia (1844-1856)..................................................53 La Municipalidad de Santo Domingo ante . el golpe libertador del 27 de Febrero...................................95 El Manifiesto del 16 de enero....................................................121 El Congreso Constituyente de San Cristóbal............................127 Los «Apuntes históricos de Santo Domingo» de . don Carlos Nouel y la Constitución de San Cristóbal........133 Guerras de Independencia. Campaña 1855-1856. . Talanquera y Sabana Larga..................................................139 Algunos aspectos de nuestras guerras . de Independencia.................................................................149 Problemas económicos de nuestras guerras . de Independencia.................................................................165 Testimonios de limpieza de sangre de don . Tomás Bobadilla y Briones...................................................183 Don Tomás Bobadilla íntimo, 1857...........................................191 –7–

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Don Tomás Bobadilla y el cónsul Segovia.................................195 Don Tomás Bobadilla y la revolución . del 7 de julio de 1857...........................................................205 Don Tomás Bobadilla y la Revolución Restauradora................211 Los Seis Años de Báez y don Tomás Bobadilla..........................219 General Manuel Mejía, general Bartolo Mejía..........................233 El Protector, general José María Cabral, y el año 1867. Antecedentes de la entrega de Salnave...........................................237 El drama y el proceso del general . Manuel Rodríguez (a) el Chivo, 1867...................................253 Generales del 1867: sintaxis y firma...........................................273 Una revolución típica.................................................................281 Julián Lorenzo Despradel y Suárez............................................287 Discurso por Guido Despradel y Batista, . académico correspondiente.................................................293 Juan Pablo Pina...........................................................................299 Trujillo y San Rafael de la Angostura.........................................303 Algo de historia sobre Curazao..................................................309 ¿En qué fecha se fundó la ciudad de La Isabela?......................317 Una charla del doctor Guido Despradel: . un anecdotario médico de antaño......................................323 El hospital y el padre Billini.......................................................329 Duarte y el 27 de Febrero...........................................................335 Duarte (Bosquejo histórico)......................................................339 Aporte de la familia Duarte y Díez a la . Independencia dominicana.................................................367 Índice onomástico......................................................................395

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Vida y obra de Guido Despradel Batista A finales del año 2006 me encomendó el AGN preparar una recopilación de las obras del historiador Guido Despradel Batista (1909-1959), autor de una Historia de la Concepción de La Vega y una serie de estudios monográficos sobre diversos temas de la historia local y nacional. Este era el modo en que el Archivo quería homenajear al historiador vegano en el centenario de su natalicio. El estudio que se hace aquí sobre la vida y la obra de Guido Despradel, está basado en los testimonios de su hija Rithelena Despradel, Pichuca, y de otros personajes que le conocieron, y que fueron entrevistados por mí, así como los escritos realizados sobre su persona y sobre su obra por diferentes autores, y desde luego, lo que refleja su propia obra. Se ha organizado esta recopilación con arreglo, en parte, al orden cronológico de sus escritos, pero primordialmente se ha atendido a la mayor homogeneidad posible de los mismos. En el primer tomo se reúnen los principales trabajos de contenido histórico, tanto artículos y ensayos como los estudios que Despradel dedicara al patricio Juan Pablo Duarte y a su familia. Así mismo, se ha confeccionado una cronología resumida que aparece a continuación de esta presentación. El segundo tomo, por su parte, agrupa editoriales, artículos y conferencias de gran variedad temática. Se incluyen también algunos escritos juveniles de Despradel, de la época en que fue dirigente estudiantil universitario. –9–

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En los tiempos que le tocó vivir en La Vega la tradición oral era lo predominante, matizada por un conjunto de anécdotas que rayaban en la visión más fantasiosa que alguien pudiera imaginarse. Sin embargo, existían datos históricos más o menos precisos sobre el origen y evolución de la ciudad que habían sido publicados en periódicos, como los del padre Amézquita, los de fray Roque Cocchía, fray Cipriano de Utrera y el padre Ayala, pero tanto las élites como el común de la gente preferían las anécdotas y leyendas. Lo que pasaba entonces en la formación social vegana era insólito. Los grupos de la élite económico-social se habían quedado anclados en el espíritu medieval de la nobleza. Los dones y las doñas se recreaban tomando el té o un simple café por las tardes, entre algunos ocios muy típicos. Las revistas que traían el life style de los príncipes, condes y duques de la rancia nobleza europea eran muy bien atesoradas, al igual que las revistas sobre las últimas modas de Roma, Madrid, New York, París o La Habana. Estos grupos habían formado sociedades y clubes para vivir aferrados a esos sueños, que parecían sacados de los cuentos de Las mil y una noches y de Alicia en el país de las maravillas. Eso implicaba un alejamiento de los sectores populares mayoritarios, a quienes veían como simples villanos, como personas incultas. Por el contrario, ellos eran los cultos, los que estudiaban y escuchaban música «culta», tenían instrumentos musicales en sus casas, especialmente pianos, violines y mandolinas. El club que vino a concretizar sus anhelos fue el Casino Central, donde la selección de su membresía se hacía mediante el temible sistema de bolas; si les tiraban las bolas negras, los aspirantes recibían una humillación. Ante la carencia de una teoría socio-económica se había dividido a la sociedad en grupos de primera, de segunda y la chusma. Así que la pugna social tenía como protagonistas a los de primera y a los de segunda. Los favoreció el carácter alienado de esa chusma conformista, que deslumbrada, le dejó el espacio reverentemente, pese a que era la cuna de los talentos en el arte y los deportes que las élites capitalizaban. El escenario era muy propicio para el mundo de las leyendas, las fantasías y la creación de héroes artificiales que satisficieran las necesidades

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de abolengo de esos grupos de primera y segunda. Era necesario, pues, mantener esa historia puramente anecdótica. Muy cerca de la actual ciudad de La Vega, se encuentran los restos de una villa que en los tiempos coloniales tuvo una fugaz importancia dentro de lo que fue el centro de distribución y abasto de los conquistadores. Tuvo una vida efímera, pues fue destruida al igual que Santiago, entonces situado en Jacagua, por un terremoto en diciembre de 1562, cuando todavía podía decirse era una comunidad en construcción. Sin embargo, dada la escasa población de la isla y el objetivo que traían los inmigrantes al llegar a estas tierras, cegados por la ambición y las leyendas sobre las fabulosas riquezas auríferas, que no encontraron aquí, sino en la costa sur de la isla, emigraron, dejando dicha villa prácticamente vacía. De modo que los escasos sobrevivientes de ese terremoto fueron los que se establecieron en una parte de los terrenos que hoy ocupa la ciudad de La Vega. Para muchos, esas ruinas son de La Vega vieja; para nosotros, son las ruinas de la villa de la Concepción. En dicha villa llegaron a realizarse hasta dos fundiciones al año, y durante esos primeros años de la colonización fue centro fundamental del control especial, y por lo tanto, tuvo cabildo, obispado y catedral. En ella funcionó una especie de enclave, que por un breve tiempo la colocó como eje colonizador de la isla. Esto generó una serie de leyendas y mitos, que se fueron transmitiendo de generación en generación y todavía avanzado el siglo xx, se podían escuchar esas leyendas fantasiosas, llenas de inexactitudes. Siendo niño pude escuchar algunas leyendas que hablaban de una ciudad dorada, donde la iglesia tenía campanas de oro, las calzadas de las calles eran de oro y todos los objetos de uso cotidiano. Las personas andaban llenas de alhajas y dientes de oro. El altar de la catedral estaba hecho en oro macizo repujado. Era otra especie de El Dorado sudamericano. Se decía que la ciudad se había hundido como un castigo divino. Por entonces el sacerdote no podía iniciar la misa hasta que estuviera presente la máxima autoridad del pueblo, según dicha leyenda, un día lo

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hizo y cuando el gobernador llegó y encontró la misa comenzada, se dirigió directamente al altar y ahí mismo le propinó una cachetada al cura, frente a todos sus feligreses. En ese momento, sintieron un estremecimiento y la ciudad se hundió quedando sepultada. Fortalecía esa leyenda una marisma cercana denominada «la tembladera» donde la tierra movediza dejaba atascado al ganado que pastaba por ahí. Lo presentaban como una muestra de dicho hundimiento, además de la gran cantidad de objetos metálicos y de cerámica que los campesinos encontraban cuando estaban removiendo la tierra para realizar sus siembras o cuando realizaban algún tipo de excavación, además de la gran cantidad de ladrillos y piedras de cantería, restos de zapatas y unos que otros fragmentos de gruesas paredes en ruinas, además del torreón norte de lo que fuera el fuerte emplazado en aquel lugar. Se decía que la ciudad permanecía enterrada y que esas cosas iban aflorando con el tiempo. La cantidad de objetos encontrados allí fueron por lo regular vendidos a extranjeros y a coleccionistas locales, por lo que su documentación arqueológica siempre será muy incompleta. La comisión creada para su puesta en valor funcionó durante algún tiempo y se llevaron a cabo algunas excavaciones, pero pronto los trabajos fueron abandonados. Sin embargo, esos terrenos habían sido ocupados paulatinamente durante siglos, y aquellas ruinas terminaron en los patios de propiedades privadas. El tiempo había ido pasando sin que nadie pusiera caso a ese asentamiento. En una visita del delegado del gobierno en el Cibao en 1879, Segundo Imbert, notó el saqueo que se realizaba allí, y decidió formar un comité con los mismos residentes del lugar, pero eso tampoco lo detuvo. Para entonces se inicia realmente la construcción de algunas edificaciones de mampostería en La Vega; en ese tiempo era más barato contratar carretas para cargar ladrillos desde la villa de la Concepción, que mandarlos a fabricar a un tejar. Incluso, para la construcción de la actual iglesia del Santo Cerro y de la catedral vieja, se hacían peregrinaciones a dicho lugar, en las cuales los peregrinos extraían ladrillos que aportaban para la construcción de dichos templos.

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A Guido Despradel le tocó realizar una minuciosa investigación que desmitificara y situara en su realidad concreta aquel mundo de mitos. Así lo hizo, mediante un trabajo serio, sin contaminaciones de tipo afectivo. La labor de investigación histórica de Guido Despradel parte de una búsqueda documental en los archivos notariales, parroquiales, particulares de diferentes familias locales de larga tradición viviendo en La Vega; de testigos claves confiables por su larga edad y buena memoria, así como los textos de los cronistas de Indias y otros referidos a la época de la fundación, evolución y desarrollo de esta ciudad. Finalmente acudió al Archivo General de la Nación, donde terminó de documentar su trabajo. Gracias a los archivos notariales logró establecer el ritmo de la apropiación social del espacio donde se asienta actualmente la ciudad, especialmente del sector de la ciudad que conociera Guido durante su vida, y de sus alrededores, hoy urbanizados. En ellos encontró las documentaciones relativas a las apropiaciones originales, los sucesores y/o compradores o usufructuarios de estos terrenos hasta llegar al siglo xx. En los archivos parroquiales y de familias particulares logró establecer quienes fueron los primeros residentes, apoyándose siempre en los escritos de sus antecesores, que como los padres Amézquita, Ayala y otros, quienes, cada uno por separado y en diferentes momentos, habían hecho una brevísima relación de lo que fue la comunidad bajo estudio, según los datos obtenidos de sus antepasados. En el país, durante muchos años, los padrones realizados por las parroquias eran las únicas fuentes de datos poblacionales más o menos confiables, pues todos eran bautizados y/o casados en ellas, o por lo menos asistían al catecismo. Sin embargo, Guido se encontró con la limitación de que en La Vega solo había archivo parroquial desde 1805, pues el anterior se quemó en el incendio de ese año. Por estos archivos y algunos informes de viajeros y documentos de la corona española, se ha podido establecer cuántas personas y viviendas y la calidad de las mismas hubo en determinados momentos en el espacio que hoy ocupa esta ciudad.

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La misma familia Despradel tuvo un testigo clave excepcional, San Julián Despradel, quien a sus largos años de vida activa en el seno de la comunidad, sumó la cualidad de tener una memoria prodigiosa. Tuvo también, Guido Despradel, el privilegio de ser el biznieto de Ramón Suárez, uno de los comandantes que tomaron parte en las acciones militares de la gesta independentista en La Vega. Fue el nieto por línea materna del general Eugenio Generoso de Marchena, quien tuvo amplia participación en la vida política nacional. Su abuelo Despradel y su padre participaron muy activamente en la vida política local, de modo que dentro de las tradiciones familiares el hogar de Guido respiraba historia. Esto lo llevó a ser uno de los precursores en la práctica de la historia oral. También, ese conjunto de circunstancias en que vivió le abrieron las puertas de muchos archivos particulares, no accesibles a otras personas. Guido fue un lector voraz desde su niñez y tuvo la suerte de encontrar la mejor bibliografía disponible de su tiempo. Los cronistas de Indias le aportaron abundante material narrativo sobre los primeros años de vida de la villa de La Concepción, para usarlos como fuentes en la reconstrucción parcial que se ha logrado hacer sobre la vida e importancia de ella, ya que los documentos originales que podrían arrojar luz para confirmar y/o desmentir a los cronistas, hasta ahora reposan en el Archivo de Indias, en espera de quien vaya a nutrirse de sus contenidos para hacer una reconstrucción más fiel de lo que fuera aquella realidad. Hasta ahora, la vida de aquella villa sigue durmiendo en las leyendas y los mitos que el tiempo y las circunstancias de la desinformación se han encargado de forjar. La parte más rica de la historia de Guido es la que se apoya en los documentos de los archivos de protocolos y los legajos del Archivo General de la Nación, en una época donde posiblemente había material en abundancia, que hoy ya no se encuentra, sea porque haya sido víctima de las inclemencias del tiempo o por otras razones hasta ahora desconocidas. Y qué bueno que haya ocurrido así, porque ha sido la única forma de conocerlos. Hoy, al buscar en esos protocolos y legajos,

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sencillamente no aparecen muchos de los documentos que Guido pudo ver. Asimismo, es una lástima que tras el deceso de Guido, las personas en las cuales la familia confió para la publicación de sus trabajos inéditos no hayan correspondido a esa confianza. De acuerdo a su hija Rithelena, la segunda parte de la Historia de la Concepción de La Vega estaba ya terminada a la hora de su fallecimiento. Los demás trabajos, ensayos y monografías realizados por Guido fueron publicados esporádicamente en la prensa nacional: periódicos y revistas. Los textos de sus discursos, charlas y conferencias, en su gran mayoría no aparecen. El arduo trabajo de compilar una obra tan dispersa, pese a la tecnología de nuestros tiempos, ha llevado más de un año, y todo indica que se llegó a un tope. Quizás en un futuro, después de esta compilación aparezcan algunos más que se puedan dar a conocer. En 1967 el periodista, entonces director del vespertino El Nacional de ¡Ahora!, Rafael Molina Morillo, entregó al Archivo General de la Nación algunos documentos que Guido poseía en su archivo personal, son unos cuantos oficios originales correspondientes a la Comandancia de Moca y a la Gobernación de La Vega, cuyas copias se encuentran en el correspondiente legajo del Ministerio de lo Interior y Policía. Su contenido se refiere a la fallida sublevación de aquella común al mando del general Cartagena en el año de 1882. La característica fundamental de los trabajos de Guido Despradel consiste en que siempre se basó en documentos, salvo los casos en que utilizó el recurso de la historia oral con testigos clave altamente confiables, al igual que algunas tradiciones familiares. Pero el gran valor de su obra está en sus documentos, siempre citados, así como en las diferentes fuentes primarias utilizadas. Esto hizo del trabajo de Guido un esfuerzo válido y confiable, que a su vez lo convierte en fuente para trabajos posteriores. De los historiadores veganos que hicieron historia local es Guido Despradel quien sienta la base científico-metodológica de la investigación histórica en La Vega, que fue seguida en parte por sus sucesores. También se convirtió en la fuente de otros autores locales, que han publicado trabajos sobre temáticas originalmente tratadas

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por Guido. Así es como su obra ha sido la referencia obligada que debe ser citada por todos los estudiosos de la historia de La Vega; lo mismo puede decirse que quien no ha leído la historia de Guido, no conoce la historia de La Vega. Esto no le resta valor a la Historia de la Concepción de La Vega que publicara Mario Concepción en la década de 1980, pues aunque se apoye en Guido, Mario realizó también un gran aporte y publicó un texto actualizado, con un apéndice sobre los acontecimientos más recientes en nuestra vida política, cultural, social y económica. También su hermano J. Agustín Concepción trabajó una serie de episodios y vidas de personajes de la historia local de mucho valor. Y un historiador que fue un regalo de Samaná a La Vega, François Sévez, tuvo la oportunidad de aclarar muchos hechos históricos locales, especialmente en sus polémicas con el historiador Vetilio Alfau Durán, quien en su juventud residió en La Vega, mientras estudiaba en la Alta Escuela Juan Pablo Duarte, dirigida por el puertorriqueño Manuel Acevedo Serrano. Guido Despradel deja una obra de investigación valiosísima, que conecta la historia local con la historia nacional y viceversa. Su vida se vio envuelta desde su infancia en el mundo de la política local, donde su padre cuando no era diputado o regidor era fiscal o se desempeñaba en algún otro cargo público, mientras regenteaba su comercio particular. Guido tampoco sería la excepción, pues fue nombrado primero diputado al Congreso Nacional en 1941 (cuarenta años después que su padre) y en 1942 fue electo en las votaciones del 16 de mayo de ese año. Durante la campaña política de 1942 tuvo que participar en una serie de charlas destinadas a promover las bondades del Jefe, explicarle a la población los cambios que había en el proceso de votación, moviéndose por las diferentes zonas de la provincia. Ese año la campaña y la propaganda de las bondades trujillistas fueron extremadas, ya que se le había otorgado el voto a la mujer, y hubo en La Vega un conjunto de mujeres intelectuales colaboradoras de esta campaña, entre las que se destacaron Carmen Lara Fernández, Carmita Landestoy e Isabel Mayer, a quienes se les dio un tratamiento de princesas, por la gran cantidad de actividades sociales que fueron organizadas y dedicadas en su honor. Para entonces el régimen impresionaba

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a los campesinos con el sistema de celebrar las llamadas Revistas Agropolíticas en cada sección y paraje, a las cuales asistían todos los funcionarios públicos sin excepción, lo mismo que ningún campesino podía quedarse en su casa y debía pasar varias horas escuchando discursos e instrucciones. Le tocó desde muy niño vivir las angustias de las constantes rebeliones armadas que tenían su escenario en esta ciudad. Habiendo nacido en 1909, vivió los fieros combates que se libraron en esta ciudad en los años de 1912 y 1913, que descalabraron al recién inaugurado teatro La Progresista, utilizado como depósito de pertrechos, situado prácticamente en el patio de su casa natal. Por otro lado, también en lo ideológico, Guido Despradel fue un producto de su época. Los temas en boga durante su infancia y juventud, permearon su forma de pensar y entró de lleno en la discusión de la temática del ser dominicano. En sus trabajos titulados El hombre español, y Rasgos característicos de la raza hispánica y sus modalidades en Santo Domingo, y en su ensayo Las raíces de nuestro espíritu (1936), se evidencian las influencias de dichas ideas. Por otro lado, en su juventud y época de estudiante se vio influido por las ideas socialistas, de las que fue militante. Sin embargo, las ideas de Hostos, José Ramón López, Américo Lugo, Manuel Arturo Peña Batlle, Federico García Godoy y otros, aludían al tipo de Estado creado en 1844 y explicaban las razones de las tantas revueltas armadas como consecuencias de anomalías de tipo racial degenerativo, ya sea por la mezcla de sangre, o por la mala calidad de la alimentación. Se aseguraba que el predominio de la sangre africana daba al dominicano un sentimiento de inferioridad, servilismo y violencia, de la misma manera que veían en Haití a los descendientes de negros salvajes, sin religión organizada, que incluso fueron incapaces de aprender el francés de sus dominadores. Es decir, se concluía que el blanco era el ser civilizado, el negro el salvaje, lleno de supersticiones fetichistas, individualista y anárquico. Por eso veían que no podía, por falta de cultura, constituir un Estado, sin la transfusión de sangre blanca, que se obtendría mediante la inmigración.

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Esos trabajos de Guido Despradel mencionados más arriba, eran las explicaciones que sobre el ser dominicano aportaba este autor. Para Moya Pons, la esencia de lo que el pueblo dominicano pensaba de sí mismo durante esa época quedó plasmada en la conferencia «Las raíces de nuestro espíritu» afirmando que el pueblo dominicano debía su atraso, incultura y subdesarrollo a que en su etnia estaban presentes el indígena primitivo, el español haragán y el africano lujurioso. Todas estas ideas fueron parte del cuerpo ideológico racista propagado por el trujillismo que justificaría la matanza de 1937 y el proceso denominado «dominicanización fronteriza» y que facilitó la definición de una filosofía educativa, definida en la Ley Orgánica No. 2,909 del 30 de junio de 1951, que caracterizaba al dominicano como apegado a las tradiciones hispánicas, cristianas, etc. Es decir, una oposición entre lo hispánico y nuestra realidad mulata, una alienación racial y cultural, que reforzaba la voluntad del negro de comportarse como blanco, en detrimento de su realidad étnica. El hombre español y Rasgos característicos de la raza hispánica y sus modalidades en Santo Domingo constituyen un desafío ideológico. Sobre la base de lo que en esos tiempos habían escrito Ramiro de Maeztu, Keyserling, Madariaga, Karl Vossler y otros, pintó a un español, parecido al que vino aquí, pero no exactamente, como tampoco ese es el español que vive en la España de nuestros días. Precisamente en aquel español entre cuyas características señalan la dejadez y el mesianismo, están todos esos vicios heredados por nuestro pueblo precisamente del blanco, no del negro; o sea, que ese análisis eminentemente racista no encaja en nuestra realidad sino como un mecanismo de alienación y dominación de los grupos de la élite hacia las grandes mayorías. Guido cita a Altamira, quien dice: «Los antropólogos más destacados afirman que, cuanto más mezclado es un pueblo, tanto más fecundo y apto es para la civilización». Pero, hay una afirmación de Guido que suena paradójica, cuando señala: «Nunca hemos conocido prejuicios raciales por haber prácticamente desconocido el doloroso estado de la esclavitud del

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negro; además, el indio desapareció tan fugazmente de nuestro medio racial y biológico, que el influjo de su existencia sobre nuestra propia formación se ha convertido en lejano rumor de tiempos muy pretéritos». Y luego de algunas argumentaciones concluye: «Por ello, no es peregrino sostener que nuestra tierra recibió a España, vivió en España y se ha mantenido en España con legitimidad y firmeza». Es decir, somos españoles, más allá de la simple imposición de la cultura dominante, obviando la composición étnica y los vicios racistas colados por la ideología. Más adelante vuelve y cita a Madariaga, al referirse a esta modalidad del carácter español, y emite estos conceptos: «Indiferencia, pereza, pasividad, rostros de la vida pasional que se deja ir tranquilamente río abajo». Entonces está claro, que nuestro carácter no está fundamentalmente determinado por el predominio de sangre negra. Este era el contenido ideológico en discusión en los años veinte y treinta del siglo xx, que fuera aprovechado para el «proyecto nacionalista» de Trujillo. Pero debemos insistir en que cada uno de los trabajos publicados por Guido Despradel es un trabajo original y como ya se ha dicho, procede de fuentes confiables. Eso no significa sin embargo, que no se hayan colado errores y/o imprecisiones propias de toda actividad investigativa ni que la ideología en boga no le haya permeado. También, que intervinieran algunos elementos subjetivos producto de una época y de un estilo de hacer historia no del todo erradicado en el presente. Era la historia de la Grecia heroica, con todos sus mitos y la confusión de sus semidioses y titanes con los sujetos reales. Se resaltaba al héroe como el hacedor de la historia, y se fabricaban anécdotas para mitificar sus supuestas o reales acciones con signos hiperbólicos. Y Guido Despradel rompió ese patrón. Sus antecesores, como Manuel Ubaldo Gómez, quien es el padre de la historiografía local de La Vega, y también historiador nacional, fue testigo de excepción de muchos hechos. Algunos de esos hechos están matizados por la visión particular de don Manuel Ubaldo, porque como todos los que vivieron épocas y acontecimientos, alguna simpatía o repulsa tuvieron hacia los mismos. Sin embargo, los

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relatos de Manuel Ubaldo Gómez fueron la fuente utilizada por historiadores nacionales para referirse a esos acontecimientos testificados por él. Manuel Ubaldo Gómez escribió un Resumen de historia de Santo Domingo, que fue utilizado como texto en los centros escolares, hasta que fue desplazado por la Historia patria de Bernardo Pichardo. Entre Guido y Manuel Ubaldo se dio una gran fraternidad y colaboración mutua por el esclarecimiento de los acontecimientos históricos. Cuando el primero nació ya Manuel Ubaldo tenía 52 años de edad. Sin embargo, al Guido manifestar su interés por los acontecimientos históricos, Manuel Ubaldo no vio en él a quien podría desplazarlo y jamás tomó la actitud egoísta de cerrarle el camino a ese muchacho. No cayeron en la competencia, como lo prueba la carta cruzada entre ambos que se publica como parte de esta compilación, en torno a la legendaria figura de Juana Saltitopa. También, cuando en 1936 se realizó un homenaje (durante su vida) de reconocimiento a la ardua labor desarrollada por Manuel Ubaldo Gómez, fue Guido Despradel el vicepresidente del Comité pro-homenaje, quien además tuvo que vencer cierta resistencia del régimen de turno para realizarlo, y en 1942 pronunció en el local de la Academia Dominicana de la Historia, el discurso en el homenaje póstumo, que la misma organizó a Manuel Ubaldo Gómez, su miembro fundador y supernumerario recién fallecido. Junto con Guido Despradel otros historiadores veganos fueron miembros correspondientes de la Academia Dominicana de la Historia, de la que Manuel Ubaldo Gómez fue uno de sus fundadores en 1931. Entre los otros estaban Jovino Espínola, el hombre de las primicias y curiosidades en La Vega y Francisco Gómez Meléndez, cuyo trabajo fue continuado por su hijo homónimo. También Guido llevó una relación de amistad y armonía con los hermanos Mario y J. Agustín Concepción, como lo prueba su participación común en la redacción de periódicos locales y la carta que J. Agustín le envía a raíz de los sucesos universitarios de 1931. Fueron aquellos unos años brillantes para La Vega. Lástima que en breve tiempo se viera declinar el brillo

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cultural de esta ciudad por los celos del régimen político imperante. El más joven de los historiadores veganos, Frank Moya Pons, se dedicó a la historia nacional y no trabajó la historia local, salvo unos apuntes que publicó en el texto intitulado El pasado dominicano, y algunos episodios dispersos. Pero, si aquel declive fue lamentable, mayor lástima da la situación creada por quienes decidieron retomar la bandera para darle supuestamente continuidad al proceso cultural, que no mantuvieran la apertura y su política de reconocimiento a todos los valores que produce La Vega y se empeñaran únicamente en su promoción personal, lo que ha estancado sobremanera dicha actividad en la actualidad, con pueblos de los alrededores que como Jarabacoa, Moca, San Francisco de Macorís, Santiago y Bonao, van a la vanguardia con sus actividades culturales en todo el Cibao central. Cuando Guido vivía en La Vega, en vez de los veganos ir a los demás pueblos a participar de actividades culturales, se daba el proceso inverso, porque las luces culturales de La Vega eran el atractivo de todos los pueblos vecinos, que no solo venían a La Vega a nutrirse, sino que, además, hacían que los veganos hicieran extensión cultural hacia sus pueblos. Fueron memorables las participaciones de Guido en Amantes de la Luz de Santiago, en El Porvenir de Puerto Plata y en Lumen de Moca. Los sábados y domingos por las tardes, las sociedades culturales veganas como La Progresista, Cultura, Amor al Estudio, Amor al Progreso, entre otras, reunían a músicos, poetas y personajes ligados a las ciencias, en tertulias que incluían charlas, recitales poéticos, cantos y música de cámara, los cuales eran reseñados no solo por la prensa local, sino por la prensa nacional. Y debe resaltarse, que en ese entonces había un respeto absoluto por el área de dominio cultural de cada quien, no había un «sabelotodo» que quisiera eclipsar a los demás erigido en «Patriarca», y eso permitió que todos aportaran libremente sus conocimientos, llenando de orgullo su patria chica, que ganó por ello fama como ciudad culta. Entonces había en diferentes momentos promotores culturales, que como Carlos María Sánchez, José Granado Grullón, don Luis Despradel, Américo de la Rosa, el poeta José

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Perdomo, Emilio García Godoy, Juan Gassó Gassó, Pedro Heras, entre otros, estimulaban y dejaban a los artistas hacer su trabajo, tomándolos en cuenta para todas las actividades culturales. Cuando las circunstancias llevaron a Guido Despradel a Santo Domingo, continuó allá la actividad cultural en su propia casa, donde se reunían los intelectuales capitalinos en consecutivas tertulias. Conferencista y escritor, publicó artículos en el Listín Diario, La Nación y otros medios que circulaban en aquel entonces. Inquieto y rebelde desde muy joven, dedicó su vida a la lectura e investigación, para cultivarse intelectualmente. Su hija lo recuerda siempre, con un cigarro en la boca, y un libro en la mano. Fue arqueólogo-antropólogo, cuando en el país no se había desarrollado esa ciencia y sus escritos y hallazgos en ese sentido fueron tan importantes como los de Narciso Alberti Bosch y Carlos María Sánchez. Fue músico activo, miembro de orquestas locales, compositor de letras de canciones que han sentado precedentes en el gusto musical local. Se hizo médico e instaló en esta ciudad el primer laboratorio clínico; y, aun así, fue un fecundo investigador de nuestra historia. Sus escritos de los inicios de los años treinta revelan tempranamente al pensador profundo y rebelde. El joven Guido Despradel respondió al discurso de Max Henríquez Ureña, que propugnaba por el ejercicio de la fuerza para civilizar a estos pueblos. Según refirió su viejo compañero de actividades periodísticas, Julio César Martínez, a raíz del conflicto de los estudiantes universitarios, en 1931, Guido fue conducido ante la persona de Trujillo y se negó a darle la mano. Fue apresado después y acusado de alteración del orden público, lo que pudo ocasionarle una justa indignación, cuando sus reclamos eran cívicos y no incluían violencia de ningún género. Trujillo, sin embargo, le reservaría otro destino que al fin y al cabo culminó en su muerte prematura. El tirano tenía un gran olfato para reconocer los grandes talentos. También tenía su estrategia para atraerlos, de una manera o por la otra. Ya en 1937 Guido Despradel había probado quién era. Estaba en el cénit de su actividad cultural, reclamado por las instituciones locales y de

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los pueblos vecinos. Participaba en programas de radio y escribía en los periódicos locales y nacionales. Incluso en La Vega era el jefe de redacción de Renovación, dirigido por Julio César Martínez. Si no fue de una manera, fue de la otra, pues Guido pasó a ser miembro activo de uno de los más dinámicos movimientos trujillistas del país, que encabezaban en La Vega, Héctor B. de Castro Noboa, el Dr. Castro Valentín, Mario Concepción, Ramón del Orbe y del Orbe, entre otros; estos publicaban periódicos como El Trujillista y La Voz del Centenario donde se pintaba a Trujillo como un semidiós, pues su portada estaba encabezada con esta frase: «Caminamos hacia el 1er siglo de la gloriosa jornada del 27 de Febrero de 1844: con paso firme, fe robusta y confianza en el porvenir… Una divina inspiración nos ilumina: Dios… Nos orienta una vida vertical: Trujillo». Más abajo decía: «La Voz del Maestro: “La dignidad al servicio de la Patria, que hace apostolado y martirios, plasma nacionalidades o restaura sus pérdidas de derechos, debe ser, ahora y siempre, la divisa de los dominicanos para conservar este legado de libertad que nos granjea el respeto del mundo y los laureles de la historia”. Generalísimo Trujillo». Así, en 1940 Guido fue nombrado diputado al Congreso Nacional y en 1941 tuvo que trasladarse con su familia a Santo Domingo. En 1942 fue electo diputado en las elecciones generales de ese año. Esa década de los años de 1940 fue muy prolífica, pues si en 1938 había publicado su Historia de la Concepción de La Vega, que abarca hasta 1863, se dedicó a completarla hasta el siglo xx; por otro lado, realizó una serie de estudios monográficos y escribió varios ensayos históricos, que fueron publicados en el periódico La Nación entre 1941 y 1951. Entre esos estudios publicados en el diario La Nación se destacan: «Testimonios de limpieza de sangre de don Tomás Bobadilla y Briones», «Don Tomás Bobadilla y la Revolución Restauradora», «Don Tomás Bobadilla y la revolución del 7 de julio de 1857», «Los Seis Años de Báez y don Tomás Bobadilla», «Don Tomás Bobadilla íntimo, 1857»; «El drama y el proceso del general Manuel Rodríguez (a) el Chivo»; «El hombre español»;

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«Generales del 1867: sintaxis y firma»; «Trujillo: presidente, benefactor y caudillo permanente»; «Alrededor de un libro de un investigador brasileño que nos desconoce»; «El Protector, general José María Cabral, y el año 1867. Antecedentes de la entrega de Salnave»; «El hospital y el padre Billini»; «El Manifiesto del 16 de enero»; «Trujillo y San Rafael de la Angostura»; «General Manuel Mejía, general Bartolo Mejía»; «Problemas económicos de nuestras guerras de Independencia»; «Valentín Giró», además de otros que no se han podido localizar. A partir de 1971, Julio César Martínez publicó en la revista Renovación algunos de estos trabajos en diferentes números hasta el año de 1976. También reimprimió los folletos intitulados Las raíces de nuestro espíritu; Aporte de la familia Duarte y Díez a la Independencia dominicana; y su libro Historia de la Concepción de La Vega. Asimismo, cabe destacar: «Héroe, apóstol, soñador, y artífice: fue Juan Pablo Duarte», «¿En qué fecha se fundó la ciudad de La Isabela?»; siete artículos sobre Tomás Bobadilla que ya habían sido publicados en La Nación; «Juan Pablo Pina» y otros más. Ser parte de la Academia implicaba pues, el reconocimiento a una labor que ha sido fecunda y que cumple con determinados requisitos de calidad y cantidad de trabajo. Pero, también, hay grados, o ascensos, para los más calificados. Guido iba en ascenso en dicha institución, ya que pasaría de correspondiente a numerario.1 El régimen trujillista era despiadado. Si no toleraba la oposición, mucho menos iba a perdonar la disidencia. Todo o nada. Había que ser incondicional, sin ningún tipo de reservas. El país había creado un monstruo, un semidiós, a quien había que agradecerle todo. Sus ideólogos lo habían colocado en un altar tan elevado que no había forma de disminuirlo. Era cada vez más hacia arriba. Él era el Jefe y todo lo que había en el país le pertenecía o lo había creado él, y por lo tanto en todo momento y circunstancia había que darle las gracias, permanentemente

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Ya se ha mencionado que en este período es designado miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Historia.

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había que aclamarle. Era aplicable la frase: «Conmigo o contra mí». No era cuestión de dejar nada implícito ni a la libre interpretación. El patrón que se seguía en todo era primero Trujillo, y después lo demás. En los periódicos y revistas de la llamada «Era», él estaba siempre en primera plana. Al pronunciar el discurso en cualquier institución, sea cual fuere la actividad involucrada, había que dar gracias, o por lo menos mencionar a Trujillo. Papá Trujillo, en el habla popular, daba dinero para todo y era compadre de quien lo solicitara. En las misas diarias, por lo menos una petición era por la salud de Trujillo. Las canciones y poesías que los escolares entonaban al iniciar las clases y todas sus actividades conmemorativas patrias, debían estar dedicadas a Trujillo. Trujillo era el país, Trujillo era la Patria. Guido había sido asimilado por el trujillismo como ya se ha señalado después de un período de rebeldía e idealismo. Según Julio César Martínez, cuando en enero de 1937 dictó su conferencia sobre Juan Pablo Duarte en Puerto Plata, sin mencionar a Trujillo, fue forzado o «convencido» de que su colaboración con el régimen era asunto de vida o muerte. Guido Despradel, pasó a ser miembro del Partido Dominicano y a partir de ahí todo su talento fue aprovechado por el aparato propagandístico del régimen. Participó en los ciclos de charlas que organizaba el partido, visitó cada zona rural donde el partido lo disponía. Nombrado diputado, hizo la campaña para su siguiente elección. Obligado a mudarse a Santo Domingo, donde debía vivir todo congresista, según disposición oficial de la época, continuó allí sus servicios al régimen. Allí le vemos por última vez participando en un comité de veganos que pedía la postulación de Trujillo en 1955 para un nuevo período presidencial, y no se vuelve a hacer una reseña patente de participación activa en la vida política; toda su actividad pasó a ser más discreta. Incluso sus publicaciones y charlas, si las había, no son del todo conocidas. A partir de 1957 tenemos a un Guido prácticamente proscrito. El día 26 de enero de 1957, estaba programado su discurso de ingreso como miembro de número de la Academia Dominicana

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de la Historia, para ocupar la vacante que como tal había dejado Manuel Arturo Peña Batlle. Ese día, pronunció el mismo texto ampliado que sobre Duarte dictara en Puerto Plata, que no incluía el nombre de Trujillo, y ello causó una viva alarma en el seno de la Academia. Virgilio Díaz Ordóñez, encargado por la Academia para responder el discurso de Guido, fue el primero en reaccionar increpando a este y resaltando no solo la figura de Trujillo, sino la de Santana, a la que Guido había puesto en su lugar, pero que a los ojos de esos académicos era el verdadero libertador, la primera espada de la República. Y el hecho de que Guido señalara que la obra de Duarte estaba inconclusa, para ellos era un grave error, puesto que para esos intelectuales, Trujillo fue quien terminó la obra iniciada por Duarte. En los días subsiguientes, los periódicos recogieron las columnas de Ramón Emilio Jiménez, Manuel de Js. Goico Castro, Manuel Ramón Ruiz Tejada y Sixto Espinosa Orozco, entre otros, ensalzando a Trujillo y corroborando las afirmaciones de Díaz Ordóñez, y en el caso de Ramón Emilio Jiménez, haciendo una apología de Santana a quien colocaba en el lugar cimero en la lucha por la Independencia Nacional, aunque cometió un error actuando de buena fe cuando realizó la Anexión. De su última producción de los años posteriores a 1951 no se ha podido encontrar ningún trabajo para esta compilación. Enfermó de úlcera estomacal, la cual hizo crisis a partir de los problemas suscitados en enero de 1957 en la Academia de la Historia. Falleció en 1959, antes de completar los cincuenta años de vida. Justo es recordar y difundir su obra para el conocimiento de las nuevas generaciones, que ojalá no se vean jamás frente a una tiranía que de modo totalitario quiera controlar la vida de los ciudadanos.

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Cronología de Guido Despradel Batista 1909 20 de septiembre. Nació en La Vega. Fueron sus padres Napoleón Despradel Suárez y Sofía Batista, Marduma. 1922 25 de julio. Obtuvo su certificado de suficiencia en los estudios primarios elementales. 1924 23 de julio. Le fue expedido el certificado de estudios primarios superiores. 1925 Estudiante normalista con calificaciones sobresalientes. 1926 23 de septiembre. Título de bachiller en Ciencias Físicas y Naturales. – 27 –

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1931 Enero-mayo. Participó activamente en el movimiento estudiantil, como presidente de la Asociación Nacional de Estudiantes Universitarios (ANEU) y columnista en el Listín Diario, desde donde propulsó las reformas universitarias. 1932 28 de enero. Fue apresado y sometido a la justicia acusado de alteración de la paz pública, como parte de la represión desatada contra los dirigentes de la Asociación Nacional de Estudiantes Universitarios. Dirigía el periódico El Socialista que se editaba en La Vega. 1933 30 de marzo. Doctor en Medicina y Cirugía, Universidad de Santo Domingo. 5 de abril. Le fue otorgado el exequátur para ejercer como médico. 1936 Mayo. Hizo público su ensayo Las raíces de nuestro espíritu en la sociedad Amantes de la Luz de Santiago, y luego el 23 de mayo en el Casino Central de La Vega. Celebró sus bodas con la señorita María Esther Joubert Moya. Participó en la redacción y como columnista del periódico Renovación en La Vega, formando parte del grupo de sus fundadores junto a Julio César Martínez. Dictó charlas en diferentes clubes y sociedades del Cibao.

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1937 26 de enero. Con el patrocinio de la sociedad Cultura dictó una charla sobre Juan Pablo Duarte en el local de la sociedad Amor al Estudio. 25 de febrero. Dictó una conferencia sobre Juan Pablo Duarte en Puerto Plata, que desató una polémica al no mencionar durante la misma el nombre de Trujillo. 27 de febrero. Participó por la emisora HI5G en un programa para propiciar el amor a la ciudad de La Vega entre sus conciudadanos, en el espacio titulado La Hora Cultural. Organizó un homenaje a la heroína Juana Saltitopa, sobre quien realizó una investigación y recibió los aportes de Manuel Ubaldo Gómez. Marzo. Nació su primer hijo, Guido Emilio. Noviembre. Fue electo presidente de la sociedad Amor al Estudio para el ejercicio del año 1938. 1938 Enero. Fue electo como presidente del Casino Central, Inc. para el ejercicio de ese año. Publicó su Historia de la Concepción de La Vega, contribución a su estudio; además, «El incendio de 1805», en el Boletín del Archivo General de la Nación. 20 de junio. La Respetable Logia Concordia No. 3 le otorgó el certificado como aprendiz de masón.

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16 de julio. La sociedad Amantes de la Luz le otorgó el 1er premio por su trabajo «El aporte de la familia Duarte-Díez a la causa de la Independencia nacional». 1939 Publicó en cinco partes «De prehistoria: Apuntes sobre arqueología quisqueyana» en el BAGN, Nos. del 5 al 10; y «Hostos y La Vega», en Clío, órgano de la Academia Dominicana de la Historia. 26 de mayo. Murió su padre, el ciudadano Napoleón Despradel, Polón. 30 de junio. Pronunció un discurso ante la tumba del profesor don Pepe Álvarez con motivo del día del maestro. Julio. Formó parte del Comité pro recepción a Trujillo, cuando este fue de visita a la ciudad de La Vega. 1940 Junio. En la editora El Progreso publicó su libro Tomás Bobadilla, sobre ese personaje de la historia dominicana. 26 de julio. Como venerable maestro de la Respetable Logia Concordia No. 3 dirigió la liturgia correspondiente a la exaltación de grados. 6 de septiembre. Figuraba en la nómina de miembros honorarios del núcleo cultural minorista «Los Nuevos». Septiembre. Pronunció un discurso en el acto ofrecido a la sociedad mocana Lumen que visitaba a la sociedad Cultura, de La Vega.

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Diciembre. Ofreció un ágape como presidente de la sociedad Amor al Estudio a François Sévez y R. Sánchez Gratereaux por sus triunfos en los Juegos Florales Hispanoamericanos celebrados en Ciudad Trujillo. Diciembre. En el Consejo celebrado por la Liga Nacional Antituberculosa, fue electo secretario del Consejo Provincial de la Liga Antituberculosa. 1941 17 de octubre. Fue comisionado por la Academia de la Historia para representarla en los funerales del académico fundador fallecido, licenciado. Manuel Ubaldo Gómez Moya. 1942 13 de enero. Formó parte de la Junta de Ornato y Embellecimiento de la provincia de La Vega, creada por decreto del Poder Ejecutivo. 18 de febrero. Fue proclamado candidato a diputado para el Congreso Nacional para el período 1942-1948. 3 de marzo. Formó parte del comité integrado en el Partido Dominicano para la celebración de una manifestación de apoyo a Trujillo, en la visita de este a La Vega el 29 de ese mes. 16 de mayo. Electo diputado al Congreso Nacional, 19421948. Publicó «Testimonios de limpieza de sangre de don Tomás Bobadilla y Briones» en el BAGN. 18 de abril. Participó, en su condición de diputado, en la reunión presidida por R. Paíno Pichardo en el Partido Dominicano para diseñar la estrategia de campaña.

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24 de abril. Con el tema: «De la mano de Trujillo hacia el primer centenario de la Independencia» dictó una conferencia dedicada a Trujillo, en la Gobernación Provincial de La Vega, en pro de su elección 1942-1948. 20 de abril. En visita a Cotuí y Cevicos junto a los demás candidatos, intercambió allí impresiones e ilustró acerca de cómo conducirse en los referidos comicios 1942-1948. 29 de mayo. Se integró a la benemérita sociedad Padre Fantino que funciona en la ciudad de La Vega desde el fallecimiento del ilustre sacerdote. 19 junio. Inició un nuevo ciclo de conferencias políticas en La Vega, auspiciado por la Junta Comunal del Partido Dominicano. Repitió en la ocasión el tema «De la mano de Trujillo hacia el primer centenario de la Independencia nacional», lo que fue reseñado en la prensa como «una fervorosa oración nueva del trujillismo». 26 de junio. Miembro del Subcomité en La Vega pro Monumento de Piedras Vivas en San Cristóbal a la memoria del «Jefe». Julio. Nació su hija Rithelena. 7 de agosto. Pronunció un discurso en la Academia Dominicana de la Historia en el homenaje al fenecido miembro Manuel Ubaldo Gómez. 1943 Publicó «La Municipalidad de Santo Domingo ante el golpe libertador del 27 de Febrero de 1844» en el Boletín del Archivo General de la Nación. 9 de junio. Se integró al recién formado Ateneo Vegano.

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1944 24 de febrero. La sociedad Amor al Estudio le otorgó el 1er premio por su trabajo «Aportes de La Vega a la obra de la Independencia», serie publicada en el periódico La Nación sobre diversos tópicos de la historia dominicana. 1945 15 de enero. Por decreto del P. E. No. 2402 es nombrado «Catedrático director de los auxiliares de Clínica Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Santo Domingo». 1946 12 de octubre. La Junta pro Día de la Raza lo proclamó ganador en la sección de prosa. 1949 Publicó «Aportes de La Vega a la causa de la Independencia Nacional» en el Boletín del Archivo General de la Nación. También aparecieron en la revista enciclopédica El Observador unas notas intituladas «A propósito del último incendio». 1957 26 de enero. Pronunció su discurso de ingreso como miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia, sobre la vida y obra de Duarte. Fue expulsado de dicha Academia por no haber mencionado a Trujillo en dicho discurso.

1959 4 de julio. Murió en la ciudad de Santo Domingo.

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A propósito del último incendio*

Durante los 22 años de la ocupación haitiana, muy especialmente de 1825 hasta mediados de 1842, la ciudad de la Concepción de La Vega gozó de las primicias del progreso, aunque aquellos fueran años de opresión y de ignominia. Restablecida de la dolorosa catástrofe de 1805, y protegida por el espíritu amplio y altruista de un hombre que parecía haber sido enviado por la Providencia para subsanar la maldad negra de uno de los conductores de su Patria, la ciudad crecía y mejoraba cada vez más en sus construcciones materiales. Como todas las ciudades surgidas bajo el espíritu que animara a la colonia, en su centro estaba la Plaza de Armas: sabaneta cuadrada cubierta de fresca grama, y en aquel entonces turbaba su llana extensión por el mamposteado cuadrilátero que llamaran los negros dominadores con el rimbombante nombre de altar de la Patria. Hacia el oriente de esta plaza estaba el palacio del gobierno, vetusta construcción de pesadas piedras y argamasas que levantara el haitiano dominador para afianzar su ilógico predominio; hacia el lado occidental de ella, la casa de mampostería1 del poderoso *

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Este texto se publicó por primera vez en 1938, dentro del libro de Guido Despradel titulado Historia de la Concepción de La Vega, en el capítulo que dedica a «La tercera fundación». Una parte del mismo apareció en el No. 295 de El Observador, de La Vega, en noviembre de 1949. (Nota del editor). Esta construcción a la que hace referencia Guido Despradel Batista en los párrafos anteriores fue azotada por un terrible incendio en la noche del 12 de noviembre del corriente año, quedando solamente los escombros de lo que en otros tiempos llamaban edificio. – 35 –

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don Francisco Mariano de la Mota, única en su género, a cuya izquierda estaba la casa de familia y el comercio del comandante Ramón Suárez (siempre en la acera occidental) y a su derecha, la residencia de don Pepe Bernal, ambas construcciones de tablas de palmas y techadas de yaguas, materiales usados, con raras excepciones, en todas las viviendas del pueblo. Al sur de la plaza estaba la iglesia de mampostería, y techada de tejas, construida por los españoles después del terremoto de 1562 y sin ningún mérito arquitectónico; y al lado norte, humildes bohíos, sencillos y risueños como el espíritu amplio, culto y hospitalario de los hacendosos vecinos que habitaban en aquel entonces esta ciudad que arrulla eternamente el fiel Camú. Y cuando el adelanto le sonreía de tan bella manera, un nuevo cataclismo la hace presa de sus furias ciegas y desmedidas: el terremoto del 7 de mayo de 1842. El palacio de gobierno y la iglesia fueron destruidos, y la ciudad, de nuevo víctima ante la fatalidad de su destino, tomó el triste aspecto que conservó por muchos años. Alrededor de la Plaza de Armas, donde antes existían dos sólidos y aparentes edificios, se construyeron sendos bohíos, grandes y amplios, que hicieron, uno, el papel de iglesia, y el otro, el de cuartel de milicias y de cárcel. El resto de la ciudad era también de aspecto bastante pobre. Pasado el fuerte Puente de Piedra, pueblo arriba, había otra sabaneta cuadrada, donde hoy se ha construido el mercado. En ella se levantaban algunas ranchetas para la venta de carnes, y en los días primero de cada año se reunían los cívicos para que las autoridades celebraran revista. De bohíos estaba bordeada esta plaza del pueblo arriba: al norte de ella estaban, como principales, el de los Magoyos, y el de don Manuel Gómez; al sur, el del célebre Rufino de la Rosa, y el del sargento mayor Miguel Minaya; al este, el de don Pedro Viloria, detrás del cual se extendía un tupido javillal que habita­

Como podrá apreciarse esta construcción data de finales del siglo xviii y a pesar del trágico flagelo del siniestro y de los años sus bases se encuentran firmes. (Nota de El Observador, No. 295, La Vega, noviembre de 1949).

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ban enormes culebras, y hacia el oeste, el de la vieja Petronila Morel, el de José María Regino, el de Baldomera, la mujer de un tal Sanó y el de Cornelio de Peña. Peculiarísima era la conformación de la ciudad para la época que nos ocupa. Con un área mucho menor que la de la tercera parte de la actual, estaba rodeada por tres de sus puntos por lagunas. La mayor de ellas hacia el sureste, abundantísima en peces y en cacería y lugar de solaz para la muchachería alegre; hacia el norte la laguna llamada del Pozo Verde y al oeste la laguna de Las Tunas. Por el lado del sur se extendía una hermosa sabana, en don­de el incansable levita Dionisio Valerio de Moya, con la coope­ración técnica del ingeniero americano Arthur Lancaster, estable­ciera en nuestro país el primer aserradero. El pueblo no se extendía mucho por este lado del sur, pues Las Tres Cruces, que fijaban por este lado sus límites, estaban donde hoy se cruzan en esquina las calles Mella y antigua Colón. Hacia el norte, después de la casa de don Silvestre Guzmán, se extendían Los Tocones, trozo de monte en donde había dispersas varias chocitas de tablas paradas y unidas con bejuco pega palos y con sus puertas de yaguas. Y esta era La Vega de entonces: risueña, humilde, hacendosa y hospitalaria. Pueblo siempre alerta a las urgentes llamadas de la Patria y guardador celoso de su historia y de sus tradiciones, ja­ más dejó de celebrar por ocho días seguidos su rumbosa fiesta de la Virgen de Antigua, en medio del repiquetear de sus campanas y del retumbar enervante de sus sonoros atabales. Alegre y ufana, era un idilio de bienaventuranza en donde flore­ cía constantemente el espíritu. Era capaz de todo lo bueno y recinto fuertemente cerrado a la maldad y a la inquina… Esta era La Vega de entonces: la de la vida sencilla, la del trabajo digno y provechoso, la del coraje, la de la fe, la de la noble hospitalidad, la del ansia constante de aprender y de ayudar… esa, que tan dulcemente alabara nuestro García Godoy en su inmortal Rufinito y la que encarnara en Juana Saltitopa la virtud heroica de la virgen de Orleans y en Marcos Trinidad, la austeridad señera de un Cincinato…

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El incendio de 1805

Apenas transcurrido un año de haberse constituido en un Estado independiente los negros que como esclavos importara Francia a la parte occidental de la isla, dieron rienda suelta a sus incontenibles ansias de dominio, y se lanzaron en invasión armada a subyugar la parte oriental española, entonces colonia francesa bajo el gobierno del pundonoroso y previsor general Ferrand. Dividido en dos cuerpos, el ejército haitiano se lanza, ávido de matanza y de destrucción, sobre esta parte española a fines del mes de febrero de 1805. Por el norte venía el años más tarde emperador Enrique Cristóbal y por el sur, el presidente Jean Jacques Dessalines, severo y sanguinario cabecilla que en nombre de un feroz odio de razas esparció por todo el territorio insular la muerte, la desolación y la ruina. Vencida por las huestes numerosas de Cristóbal la brava resistencia de Serapio Reynoso en La Emboscada,1 se adueña de los pueblos del Cibao y prosigue su ruta de dolor, de pillaje y de

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Serapio Reynoso era hijo de La Vega. Fue su padre don José del Orbe, capitán de su majestad y para el 1779 alcalde ordinario de esta ciudad de La Vega. Como ha dicho Gaspar de Arredondo y Pichardo en el «Historial de su salida de la isla de Santo Domingo el 25 de abril de 1805», Serapio Reynoso fue hijo «natural y pardo» de don José del Orbe, y fue educado por su padre «al parejo de sus hijos legítimos». Consta en el archivo parroquial de esta ciudad de La Vega que para el 1847 murió en esta ciudad, a la avanzada edad de 90 años, María Carreño, viuda del valiente Serapio Reynoso. – 39 –

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matanza para ir a reunirse, ante las murallas de Santo Domingo, con su jefe superior Dessalines. Después de transcurridos veintiún días de asedio a la ciudad de Santo Domingo, se presentó en el Placer de los Estudios una escuadra francesa, acto que hizo temer al jefe haitiano que el occidente fuera otra vez invadido por las fuerzas de su antigua metrópoli. Y entonces, precipitadamente y como un nuevo Atila enfurecido ante el fracaso, el día 29 de marzo levanta el sitio y desocupa, tomando el camino del Cibao, el territorio antes español, dejando tras de sí una negra estela de horror, de desolación y de sangre. Crueles fueron los padecimientos de la Concepción de La Vega en esta época pesarosa de la historia nacional, y varios son los documentos que hemos encontrado en los archivos que ponen de manifiesto lo insaciable e implacable que fue el negro Dessalines para con esa ciudad que ya para ese tiempo comenzaba a resarcirse de sus muchos quebrantos. Dessalines, en sus ansias de destrucción, incendió la ciudad de La Vega, así como a varias otras del Cibao. Probemos documentalmente la veracidad y el horror de este incendio. El escribano público y de Cabildo don José Côtes, en un documento del 1815, dice: «Y porque en la pasada de la armada indígena del negro Dessalines a poner sitio a la Plaza de Santo Domingo, incendiaron no solo los campos, sino también los pueblos, y por consiguiente los archivos».2 Don Dionisio de la Rocha, escribano en esta ciudad para el 1805, al expresar en un documento ser el apoderado de los bienes de don Miguel Fernández Polanco, hace constar lo que sigue: «En el año 1805, cuando los haitianos invadieron, todos fugaron para librarse de la muerte e incendios. Don Miguel y su esposa, doña Juana del Orbe, huyeron, dejando en poder de su apoderado sus bienes y

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Archivo notarial del licenciado Francisco José Álvarez, La Vega. Documentos del escribano Côtes, 1815.

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documentos. Pero este también huyó, y dejó los documentos en una cajita con la criada de don Miguel, llamada Mae María Suriel; la criada tuvo que huir a los montes. Cuando invadieron los haitianos esta ciudad fue víctima (la cajita con los documentos) del incendio y de este modo se perdieron los títulos de propiedad tanto de Blas Martín como de casi todas estas provincias».3

Cuando en 1839 se hacía una investigación ante Casimiro Cordero, juez de paz, para probar que Juan de Dios de Lara era legítimo poseedor de unos terrenos en La Sigua, a requerimientos de su hijo Silverio de Dios fueron interrogadas varias personas que estaban vivas cuando el terrible incendio de 1805. Así, don Francisco Mariano de la Mota, quien tenía para ese año de 1839 la edad de cuarenta y cinco años, declaró: «Preguntado si tiene conocimiento del incendio que sufrió en 1805 este dicho lugar, respondió que le consta por haber sufrido el declarante bastante perjuicio en el referido incendio». Tomás Lucario, de oficio carnicero y quien contaba sesenta y seis años para esa época, dijo: «Que Juan de Dios compró terreno en La Sigua a Francisca Durán y a la Mejía; que vivió allí hasta el tiempo en que este pueblo fue incendiado por la armada del general Dessalines, y que dicho Juan de Dios con todos sus familiares fue prisionero de dicha armada».4

Don Manuel González vendió unos terrenos en Salamanca a Pablo del Rosario, casado con Juana Álvarez para el 1792. En fecha 29 de noviembre de 1813 la Álvarez se presentó ante don Juan Ramón Villa, alcalde primero constitucional, para probar la

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Ibídem. Este documento de De la Rocha lo presentó el capitán de Guardias Nacionales don Miguel Fernández Polanco, heredero de los bienes de don Miguel. Ibídem, declaraciones ante Casimiro Cordero, 29 de noviembre de 1839.

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posesión de estos terrenos, y pidió que don Vicente Paz, yerno del difunto don Manuel González, testificara esto, pues según ella misma declarara: «En el año 1805 cuando la invasión de Dessalines, fue incendiado el archivo y toda la ciudad».5 Y si estos testimonios no fueran suficientes, óigase lo que declaró Gervasia Ventura, mujer riquísima en nuestras épocas pasadas y quien contaba noventa años de edad para el año 1862, sobre el incendio del 1805. Dice la Gervasia: «En el año cinco, cuando los haitianos invadieron esta parte de la isla que al pasar por los pueblos fue incendiando, pillando, destruyendo y matando cuanto a su paso encontraban, una de sus víctimas fue mi marido Juan de la Cruz que murió asesinado por los dichos haitianos, pudiendo escapar yo y mis hijos milagrosamente. Cuando todo pasó volví a mi casa de Sabaneta y no encontré sino ruinas y cenizas».6

Además, y para más abundante justificación de este hecho vandálico, al revisar el archivo de nuestra iglesia parroquial hemos visto cómo en el libro XIV de asiento de bautismos, comenzado el día primero de enero de 1805, hay una nota que reza así: «Don Agustín Tabares presbítero, sochantre de la santa iglesia catedral encontró este libro de bautismos; en Sto. Domingo en la capital; en manos de un cualquiera, con el motivo del incendio que hicieran los indígenas, en las ciudades, pueblos y villas de esta isla, el año de 4 de este siglo de 800; por esta causa no se siguió el orden en este, y fue preciso poner las partidas en otro donde principió a la vuelta de este otro año: siguiendo el número y que comienza

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Ibídem, documentos de 1813. Ibídem, 1862.

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el de octubre. (Entonces comienzan las partidas en 1810)».7

La furia y la indignación del inhumano Dessalines se cebaron en la ya renacida ciudad del Camú e hicieron de ella nuevamente un doloroso teatro de desolación y de ruinas. De todo aquel pueblo que bajo el arrullo de pinares esbeltos entonaba hosannas al progreso, solamente quedaron en pie la iglesia y dos casas; y sus vecinos fueron víctimas del asesinato, del pillaje y de los atropellos más bárbaros y bochornosos. En el informe que presentara el presbítero Francisco Pablo de Amézquita al celoso y progresista gobernador haitiano general Placide Le Brun, en fecha treinta de abril de 1822, este ilustre levita, al referirse al destructor incendio de 1805 dice: «A principios de abril del año pasado de 1805, esto es, a los doscientos cuarenta y uno más o menos de haberse restablecido la ciudad de La Vega en esta misma área en donde está, fue arruinada enteramente por el fuego que mandó darle el general Juan Santiago Dessalines a su regreso de la de Santo Domingo que invadió y no pudo tomar. Todos los edificios, que eran de madera excepto la iglesia y dos casas de pared sólida, fueron reducidos a cenizas. Talados los campos inmediatos, saqueadas las haciendas de crianzas: y de los vecinos parte prisioneros y conducidos al Guarico, hoy Cabo Haitiano; parte emigrados a las islas vecinas y parte retirados a pasar dentro de la espesura de los bosques una 7

Como lo hace constar fray Cipriano de Utrera en su artículo que él llama de re-historia, intitulado «El degüello de Moca», publicado en la revista Panfilia, No. 10, 30 de noviembre de 1923, el cura de La Vega cuando el incendio de Dessalines era el mercedario fray Agustín Hernández, quien dejó la ciudad el 26 de febrero «con la nueva de haber llegado los haitianos a Santiago un día antes; lo que sabemos por haberse interrumpido desde dicha fecha la inscripción de las partidas de bautismos».

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vida salvaje; habiendo experimentado algunos en todo su rigor los estragos de un ejército que traía licencia para hacer todo el mal que se pueda a los vencidos».8

En su relato, aún inédito, intitulado «Desgracias de Santo Domingo», el padre Juan de Jesús Fabián Ayala y García, vegano ilustre fundador de la ciudad de San Cristóbal, nos da a conocer los horrores cometidos por las huestes vandálicas de Dessalines sobre los pacíficos y laboriosos habitantes de esta hospitalaria sultana del Valle Real. El licenciado Alcides García, en su muy bien documentado trabajo dedicado a la ciudad cabecera de la Concepción de La Vega, transcribe parte de esta verídica relación del padre Ayala, y los crímenes en ella presentados, junto con los fieles testimonios que hemos presentado en este estudio, son datos más que suficientes para recordar a las generaciones las inauditas crueldades de que fue víctima esta ciudad del Camú, de parte de las hordas en derrota que en pasadas épocas surgían de occidente a sembrar el terror, el dolor y la muerte en esta parte española de la isla. Boletín del Archivo General de la Nación, I:3 (julio-septiembre de 1938, pp. 196-200)

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El padre Amézquita fija como fecha del incendio de La Vega a principios del mes de abril de 1805. Se puede asegurar que este acto de crueldad ocurrió del dos al tres de abril, pues Dessalines levantó el asedio de Santo Domingo el 29 de marzo y se dirigió hacia el Cibao a marcha forzada y el 3 de abril estaba ya en Moca, en donde realizó actos de crueldad inauditos. La fecha del 3 de abril fijada como día en el cual las huestes haitianas realizaron el llamado degüello de Moca, acto que fray Cipriano de Utrera considera en su trabajo de re-historia antes citado como «simplemente un hecho criminal efectuado contra varias personas, y no como una miseria o desgracia general de la población de Moca», es una fecha admitida como exacta por todos nuestros historiadores, y muy especialmente por don Antonio del Monte y Tejada, contemporáneo a este acontecimiento.

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Hostos y La Vega: Las proyectadas granjas agrícolas del señor Hostos En esta edición especial por medio de la cual contribuye nuestro hebdomadario El Observador a la celebración en el territorio de la República del primer centenario del nacimiento de ese gran antillano a quien el puertorriqueño Antonio S. Pedreira presentara, en páginas justicieras y hondamente pensadas, a la conciencia expectante del continente como el perfecto ciudadano de América, hemos querido hacer referencia a la iniciativa, útil y salvadora como todas las concebidas por ese hombre, apóstol y maestro que se dio todo entero al porvenir de nuestra América, y que tal vez no sea muy conocida de nuestros compatriotas. Escritores consagrados y reconocidos publicistas dedicarán en esta fecha memorable en los anales gloriosos del continente, páginas hermosas, los unos, a la augusta memoria del ilustre antillano, y estudios enjundiosos, los otros, sobre el alto alcance de la obra fecunda y americana del insigne maestro, quien conjuntamente con Martí y Sarmiento, y haciendo nuestro el feliz pensamiento de Pedreira, señalara rumbos definitorios a la conciencia de IndoAmérica. Limitémonos nosotros, pues, a recordar en este artículo el práctico proyecto que en favor del desarrollo económico de nuestro país concibiera el injustamente combatido fundador de la enseñanza racional en Santo Domingo. Eugenio María de Hostos no fue uno de esos desarraigados ideólogos que arrebujados en falsos retoricismos han querido – 45 –

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señalar torcidos rumbos al destino de esta América nuestra. Producto legítimo del medio, su grito de «civilización o muerte» es una fiel confesión de que él creía en la magnitud de nuestras infinitas posibilidades y de que sentía, con conciencia puramente americana, el inmenso peligro que constituye para la realización de nuestro trascendente destino la imperdonable incomprensión de nuestros propios problemas y el abandono torpe de nuestras peculiares necesidades. El vasto plan de reformas que se propuso implantar en nuestro país el señor Hostos no se limitaba exclusivamente a la organización racional de la enseñanza tanto primaria como normalista, sino también al establecimiento de un número de granjas agrícolas para crear una generación de agricultores jóvenes, conscientes en el cultivo de las tierras, condición que indiscutiblemente es la base de la existencia y del progreso de la nacionalidad. Tal como él lo expresara a su aventajado discípulo el profesor don José Arismendi Robiou: «Vamos a comenzar por las normales, pero nosotros necesitamos que a cada normal que se establezca en la ciudad corresponda una granja agrícola en el campo». Artífice delicado e inspirado, el señor Hostos tenía obsesión por los cultivos. Con sus prédicas sabias cultivaba el cerebro y el corazón de sus discípulos, y con sus observaciones, recogidas con interés y entusiasmo, alentaba al hombre de campo para que las tierras respondieran a sus duros esfuerzos con la riqueza bienhechora de la cosecha sana y abundante. Al llegar a nuestra República y adentrarse en las fecundas tierras del Cibao, él no se cansaba de repetir cómo veía con pena cómo en estas comarcas los agricultores eran propietarios de grandes extens iones de terrenos y no obtenían los beneficios que la tierra podía darles, todo por falta de conocimientos en los cultivos intensivos; y cómo esto contrastaba con lo que él había visto lleno de admiración en España, en donde una familia de seis o siete personas vivía desahogadamente del producto de una pequeña heredad. De seguro que al ponerse en contacto el alma iluminada del maestro con la exuberante naturaleza de este valle de La Vega

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Real, comprendió a cabalidad que el destino de la grandeza de esta patria quisqueyana dependía del cultivo racional del espíritu de sus hijos y del cultivo intensivo de sus vírgenes tierras, ansiosas de las caricias del arado y del calor voluptuoso de la semilla que revienta en fecundo germinar. Él no se cansaba de admirar los prodigios de esta naturaleza: en nuestra ciudad de La Vega, en el sitio cercano de El Jobo, pasó una feliz temporada, y cuando hacía sus viajes a caballo de esta ciudad del Camú a las vecinas de Moca y de Santiago, por ir viendo los conucos, cacaotales y platanales, su viaje era un continuo desmontarse, hasta el extremo de que en una oportunidad, habiendo salido de La Vega a las ocho de la mañana vino a llegar al pueblo más cercano de Moca a las cuatro de la tarde… Ocho horas en un viaje que para los viajantes menos prácticos era un desdoro hacerlo en dos. Como lo proyectaba el señor Hostos, los discípulos de las granjas agrícolas debían ser agricultores jóvenes del lugar en donde cada una de estas se establecieran, y debía enseñárseles a leer, a escribir, a contar y a dibujar, además de los diferentes sistemas de cultivo, del manejo de los diversos implementos agrícolas y del cuido de los animales. Entraba también en su plan que a estos jóvenes agricultures, pues a su justo decir los viejos estaban ya anquilosados en sus prácticas primitivas, debía enseñárseles geografía evolutiva, para que conocieran las diversas regiones del país y las producciones a ellas peculiares. En esta ciudad de Concepción de La Vega quería el señor Hostos que se fundara la primera granja agrícola. En el viaje que realizara a ella en el año 1900 vino dispuesto a iniciar sus actividades en este sentido, y para tal fin se puso de acuerdo con su discípulo don Arismendi Robiou y comenzó a practicar sus diligencias preliminares, principalmente la de escoger el terreno adecuado. Este primer punto fue de fácil solución, pues al ponerse en contacto con don Rosendo Grullón, quien admiraba y quería al ilustre maestro, y explicarle su útil proyecto, don Rosendo puso a su disposición la finca que con el nombre de La Cubana poseía en el cercano paraje de Soto. Aceptado por el

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señor Hostos este sitio, el cual se encuentra a orillas del camino real de Moca, encomendó al señor Robiou que hiciera de él un croquis para dividirlo en parcelas. Por diligencias del señor Hostos, a la sazón inspector general de Enseñanza Pública, el gobierno del presidente Jimenes aceptó hacer la compra de estos terrenos del señor Grullón, para establecer en ellos una granja agrícola. Un documento que reposa en el archivo notarial a cargo del licenciado Francisco J. Álvarez, levantado en el año 1901, dice, al referirse a estos terrenos, lo siguiente: «Finca La Cubana, situada en el camino de Moca, donde el gobierno proyecta establecer la escuela de agricultura». (Cartagena Hinojosa, documentos, 1901). Tal como era el proyecto del señor Hostos, esta iniciativa de crear varias granjas agrícolas, en la cual La Vega tendría el lugar preferente, sería incluida en su sabio proyecto de Ley de Enseñanza próximo ya a presentarse a las Cámaras Legislativas de aquel entonces. A su regreso a esta ciudad de su viaje de prédica y de inspección a las vecinas ciudades de Moca y Santiago dio forma a su brillante iniciativa y dejó todo dispuesto para que tan pronto las Cámaras votaran en forma de ley su tan combatido proyecto, arbitrar los fondos necesarios para instalar y organizar en los terrenos a la orilla del Camú la primera granja agrícola en donde nuestra masa campesina recibiría de los labios de agrónomos competentes y ante la objetividad del experimento claro y metódico, los conocimientos indispensables para fomentar una industria agrícola científica y productiva. Pero la incomprensión de unos y los bastardos apetitos de otros, males que en estos medios aún amorfos de Indo-América se oponen a todo cuanto signifique luz y progreso, impidieron que llegara a tomar cuerpo de realidad esta salvadora iniciativa del ilustre antillano. Ante los ataques fuertes y continuados de sus protegidos adversarios, el señor Hostos prefirió retirar de la consideración de las Cámaras Legislativas su sabio y benéfico proyecto de Ley de Enseñanza; pues según él mismo lo expresara, era su deseo que su proyecto de Ley de Enseñanza fuera aceptado de manera espontánea y unánime, no en medio de pasionales

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y ruines oposiciones. Retirado el proyecto, la iniciativa de la creación de las granjas agrícolas ocupó la deshonrosa retaguardia de las cosas pospuestas, y La Vega, parece ser que la mayoría de las veces en eterna discordia con la suerte, se vio privada de gozar de los ingentes beneficios que le hubiera brindado la instalación en sus cercanías de una escuela de agricultura. Para el 1901, el escritor don Tulio M. Cestero dio a la publicidad un libro que intituló Por el Cibao, y en la parte que dedicara a la ciudad de Concepción de La Vega, al hacer referencia a la plausible iniciativa del señor Hostos, escribe lo siguiente: «La iniciativa benéfica del señor Eugenio M. Hostos, inspector general de Enseñanza Pública, ayudado eficazmente por el caballero Rosendo Grullón y el entusiasmo de un grupo de veganos, proyecta la creación de una finca modelo, escuela práctica de agricultura. El terreno escogido mide 150 tareas y en el plano levantado está dividido en 30 zonas de cultivo, de habitación y de labores. Así: una tarea dividida por el camino central de la finca para jardín de flores; una tarea para plantas medicinales; 4 para hortalizas; 2 ½ para mapuey; 2 para ñames de agua y 2 para ñames de Guinea; 2 ½ para batatas; 2 y ¾ para ajos y 2 y ¾ para maíz de clases diversas; 1 y ⅓ para sagú; y 1 y ⅓ para cebollas; 2 y ½ para arroz; 2 ½ para pimientos; 2 para yuca agria y para yuca dulce; 2 para espárragos y alcachofas; 2 ½ para papas de distintas clases; 2 ½ para algodón en sus diferentes clases y 4 para habichuelas. A industrias agrarias se dedican 8 ½ tareas. La zona atravesada por el camino central contiene un abrevadero con su bomba. Este camino divide también una zona, la más extensa, de 23 tareas para cañaverales. En 12 tareas se hará la conservación de las palmeras y su aprovechamiento, el cultivo del añil y otras plantas. En 22 tareas se hará el cultivo intensivo del plátano, el café y el cacao, circundadas

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de plantas textiles. Destínanse 9 tareas al forraje, con circunvalación de un piñal. En 15 ½ se fomentará un cafetal borincano. En una extensión de 5 tareas se criarán reses y cerdos y en otras 5 tareas se hará un vergel. En la zona de yerba y forraje se erigirá el edificio para la escuela. ¿Se realizará esta obra infinitamente útil y necesaria, que va a dar poderoso impulso a la evolución agrícola del Cibao, cambiando la rutina actual por los procedimientos científicos? –Integra ella más progreso positivo para el país, que la creación de un palacio o un lujoso viaje presidencial. El inspector general de Enseñanza Pública espera solamente la protección gubernativa, para poner en movimiento su iniciativa benéfica y crear la gran obra».1

Hemos transcrito íntegra esta parte del libro del señor Cestero, libro en el cual él llama a La Vega «la villa del porvenir», porque en ella está presentada en todos sus detalles la progresista y útil y patriótica iniciativa del señor Hostos. Sin efecto la laudable iniciativa del maestro, don Rosendo Grullón se propuso fundar en los terrenos de su finca La Cubana una colonia agrícola, y para tal efecto hizo venir de la vecina isla de Puerto rico unas diecisiete familias de experimentados agricultores y artesanos. Pero muy poco tiempo duró esta colonia, pues para una empresa particular eran excesivos los gastos que exigía el sostenimiento de aquellas familias no impuestas, al parecer, a vivir con esas mezquindades con que se sostienen el agricultor dominicano. Tiempo después uno de los colonos puertorriqueños, Zenón Valentín, levantó en parte de esos terrenos un tejar, y de los otros colonos venidos en aquel entonces aún reside en nuestro pueblo, en la cercana y reciente barriada de Villa Rosa, el viejo Martín Ortiz, quien no

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Tulio M. Cestero, Por el Cibao, Santo Domingo, Imprenta Cuna de América; J. R. Roques, 1901, pp. 37-40.

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ha dejado olvidar en nuestro medio la gran merecida fama de que gozaron los bien quemados ladrillos del boricua bueno y gordo ZenĂłn ValentĂ­n. En el centenario del nacimiento de Hostos. La Vega, 11 de enero de 1939. ClĂ­o, VII:34 (marzo-abril de 1939, pp. 60-62)

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Aporte de La Vega a la obra de nuestra Independencia (1844-1856)* Lema: En mi vida, no había llorado ni cuando murió mi madre. Lloré por vez primera cuando se arrió la bandera dominicana para poner la española: y lo haré otra vez, si hoy de nuevo se vuelve a arriar mi bandera para subir la americana u otra extranjera. Licenciado José Concepción Tabera y Del Hierro (Palabras a la Comisión americana. La Vega, 1871)

Introducción Un criterio científico, a la vez que práctico, viene dirigiendo desde hace algunos años el estudio de nuestra historia patria. Ya nuestro historiador no es el galano narrador de fantásticas leyendas, ni el escritor ameno de sabrosas y sugerentes tradiciones, sino que se ha convertido en el estudioso, que con amplio sentido humano, investiga el hecho en infolios y documentos de pasadas épocas, para hacer relucir la verdad sin desprenderla del propio meridiano de su tiempo y de sus circunstancias. *

Este trabajo fue enviado por su autor al concurso que celebró la sociedad Amor al Estudio de La Vega, con motivo del centenario de la República y ahora se publica tal como fue mandado a dicho concurso. (Nota aclaratoria del Boletín del Archivo General de la Nación, No. 61, abril-junio, 1949, en cuyas pp. 111-142 apareció publicado por primera vez). – 53 –

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Guiados por las directivas de la especialización, vamos abandonando la tendencia presuntuosa de escribir obras extensas, causa de lamentable esterilidad para la producción de nuestra literatura histórica, para dedicarnos a la preparación detenida y bien documentada de las monografías. Nos encaminamos por lo científico y por lo práctico. Y entre estas monografías, unas de las que tienen mayor interés y más grande utilidad son aquellas dedicadas a historiar la evolución, a través de los cuatrocientos cincuenta y dos años de nuestra existencia como miembros de esa gran familia que Pedro Henríquez Ureña ha llamado romántica, de cualquiera de las regiones de nuestro país. En este sentido, constituyen valiosas adquisiciones, la monografía que Incháustegui ha dado a Baní, la que Despradel Batista ha dado a la Concepción de La Vega, y la que Monclús ha dado a Monte Plata. Estamos alborozadamente celebrando el primer centenario de existencia de la República, y como siempre se ha esperado, todo el conglomerado social de Concepción de La Vega, vibrante de entusiasmo cívico, festeja el nacimiento glorioso de la aurora de Febrero y rinde tributo de honda veneración a la augusta memoria de sus héroes. Y en esta fecha magna, la benemérita sociedad Amor al Estudio, surco y sementera de progreso y de cultura, ha dado franca expresión al espíritu hidalgo, patriótico y alto de esa cultura acogedora del Camú auspiciando un certamen histórico-literario en el cual recibirán la exaltación inspirada del verso sus próceres epónimos y se pondrá de manifiesto, por medio de una de esas monografías a las cuales nos hemos referido anteriormente, cuál ha sido el aporte de La Vega a la realización de nuestra obra de Independencia. Lástima que este ejemplo útil y patriótico de Amor al Estudio no haya sitio imitado en cada una de las cabeceras de provincia de la República al celebrarse esta fecha memorable de su primer centenario de existencia. Es lamentable que sean tan escasas y pobres las fuentes de consulta para escribir una monografía como la presente. Nuestros archivos, en épocas pasadas, fueron víctimas del sacrilegio de la incomprensión y del descuido. No obstante esta razón de tanto peso, nos hemos dado a la tarea de revisar en el Archivo General

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de la Nación los libros copiadores de oficios tanto del Ministerio de Guerra y Marina como los del Ministerio de Hacienda y Comercio correspondientes a los años que corren del 1844 al 1856 que son los años que comprenden el desarrollo del proceso de nuestras guerras de Independencia, así como también los libros de resoluciones del Poder Ejecutivo pertenecientes a los años antes citados. Con los datos que hemos podido obtener en estas fuentes, muchos de los cuales revisten una relativa importancia, y con los demás que hemos extractado de los trabajos ya publicados y en los cuales se hace referencia a cualquier actitud de Concepción de La Vega en favor de nuestra Independencia, hemos podido documentarnos, no con la extensión que pretendíamos, para escribir este estudio histórico. Haremos al final una nota bibliográfica; por ello no hacemos aquí mención de los autores consultados. Y pecaríamos de ingratos si no señaláramos en este instante que de algunos archivos particulares hemos consultado algunos documentos aún inéditos que nos han ayudado a esclarecer varios puntos de notable importancia. Las notas nos irán señalando su procedencia. Sirvan estas palabras de introducción, y entremos en materia.

I. La Reforma (1843) Veinticinco largos años de gobierno despótico había ejercido ya el autócrata Jean Pierre Boyer, cuando el 27 de enero de 1843 los haitianos reformistas, tomando como escenario de su protesta las llanuras de Torbeck, donde tenía su asiento la Sucrerie Praslin, iniciaron en la región occidental de la isla la revolución de La Reforma. Los comandaba el férreo Charles Hérard Aîné y la Sociedad de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, instalada en Los Cayos hacia el mes de agosto de 1842, con sus «banquetes patrióticos» que animaba la elocuencia tribunicia de Hérard-Dumesle y de David Saint Preux, «fue el verbo palpitante que esparció de occidente hasta oriente del territorio insular los brillantes principios de su ideología». En las fértiles tierras de Léogane, en el paraje de Mapou Dampis, alcanzó la revolución su victoria definitiva y el

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4 de abril del 1843 se constituyó en Puerto Príncipe el gobierno provisional. En esta parte dominicana del este no solamente se adhirió a la revolución de Praslin el elemento haitiano antiboyerista, sino también aquella masa de legítimos patriotas que desde el 1838, en el seno augusto de La Trinitaria y ante las enseñanzas del apóstol Juan Pablo Duarte, luchaban por crear una patria libre e independiente, no porque vieran en esta revolución la completa satisfacción de sus ideales de liberación nacional, sino como un medio fortuito para poder más tarde destruir de manera completa el yugo ignominioso de los negros de occidente. Pues como con sagacidad lo ha interpretado Thomas Madiou: «Desde que Boyer salió de Santo Domingo en el 1822 el pueblo y los hombres de élite de la parte del este, no aspiraron más que a una separación que era, en sus tertulias el ideal político, hasta de aquellos que, por sus empleos y sus relaciones, parecían ser los más unidos a los haitianos».1 El 24 de marzo de 1843, en la tres veces célebre plazoleta del Carmen, se dio el grito de reforma en la antigua Santo Domingo de Guzmán. Y cinco días mas tarde, el 29 de marzo, bajo la direccion del general Desgrotte,2 se constituyó la Junta de gobierno. A comienzos del mes de abril de 1843 se proclamó La Vega a favor de la revolución de La Reforma y quedó constituida su Junta Popular de gobierno. El general de brigada Pedro Alejandro Charrier fue desconocido como jefe superior del distrito y ocupó sus funciones el general de brigada don Felipe Vásquez.3 El coronel Manuel Machado fue comandante de la Plaza y todas las demás autoridades

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Thomas Madiou, Histoire d’Haïti, tomo III (1843-1844). Debemos hacer constar además que al movimiento de la Reforma también se adhirió el elemento dominicano afrancesado, pero con las sordas miras de llevar a cabo los propósitos anexionistas del nefando plan Levasseur. Es justo advertir que el general Desgrotte peleó en Europa en los ejércitos imperiales de Napoleón. Saint Denis lo llamaba «bravo general». Como lo hace notar José María Serra en sus Apuntes para la historia de los trinitarios, don Felipe Vásquez era coronel de la compañía de gendarmes, en la ciudad de Santo Domingo, en tiempos de la dominación haitiana.

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haitianas prosiguieron en sus destinos respectivos. Cumpliendo la consigna trinitaria, el elemento haitiano reformista y el grupo de patriotas dominicanos habían al parecer realizado el movimiento en medio de la colaboración más estrecha, lo que estaba muy lejos de la realidad, como veremos enseguida. Para el 15 de junio de 1843 se celebraron las elecciones con el fin de designar las municipalidades, y en esta parte dominicana del este los patriotas que tenían en el inmaculado Juan Pablo Duarte su mentor y jefe tomaron la iniciativa en todas las localidades. En estas elecciones, como lo ha dejado expresado don José Gabriel García, «los separatistas se adueñaron de casi todas las municipalidades», circunstancia que provocó el rompimiento definitivo entre los patriotas dominicanos y el elemento reformista haitiano. Dos duartistas distinguidos fueron los directores intelectuales de esta labor de propaganda liberadora en La Vega: el presbítero doctor José Eugenio Espinosa y Juan Evangelista Jiménez. El primero, amigo personal de Duarte y separatista fervoroso, se había hecho cargo de la vicaría de la parroquia de la ciudad del Camú desde el 18 de julio de 1837 y la desempeñó hasta el mes de noviembre de 1844.4 Patriota integérrimo y luchador valiente e incansable, fue de los primeros propagandistas del ideal trinitario en tierras del Cibao y en su respetada casa situada en la antigua calle de la Reunión, bajo el No. 230, frente a la Plaza de Armas, acudían los veganos amantes de la libertad a oír de sus labios de sacerdote ejemplar la prédica del ideal de Duarte el inmaculado.5

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El padre Espinosa sustituyó en la vicaría de La Vega al presbítero Isidoro Ximinián de Peña, quien la desempeñaba desde el 31 de enero de 1812. El padre Ximinián de Peña fue violentamente destituido de su curato por el general haitiano Charrier. Esta destitución motivó su airada protesta, ante el notario Narciso Román, en julio de 1837. El padre Ximinián falleció en La Vega el 27 de septiembre de 1838. En un documento ante Narciso Román, el 24 de octubre de 1838, consta que Juan Reyes y Raymundo Gómez, albaceas del padre Ximinián de Peña, vendieron esta casa al padre Espinosa. El padre Ximinián de Peña la había comprado a don Juan Ramón Villa, y según consta en el documento esta casa estaba frente «a la plaza, contigua al solar del referido padre cura

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Bien merece la consagración de una tarja el sitio donde se levantó esta humilde vivienda, ya que en ella de manera casi segura se predicaron por primera vez en tierras cibaeñas los nobles principios de ese augusto ideal que bajo la invocación de la Santísima Trinidad inculcó Duarte a sus discípulos a partir del 16 de julio de 1838. Y debe ser orgullo nuestro que fueran oídos veganos los primeros en escucharlos en tierras norteñas de labios del prócer José Eugenio Espinosa. El segundo, Juan Evangelista Jiménez, era un adepto trinitario destacado hacia las ciudades cibaeñas desde la antigua Santo Domingo de Guzmán, para propagar en ellas el ideal de independencia. Activo, arrojado, convencido, fijó en la ciudad de La Vega su centro de propaganda, y el hogar santo y glorioso de las ilustres señoritas Villas(sic) y Del Orbe le sirvió de tribuna y de refugio. Hermosa coincidencia: las manos blancas y finas de estas vírgenes consagradas a la virtud del patriotismo confeccionaron la bandera nacional que por primera vez flotó en tierras del Cibao, como si el fervor patriótico de Juan Evangelista Jiménez hiciera nacer en sus espíritus la misma inquietud creadora de María Trinidad Sánchez.6 Al referirse a

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y por el fondo colindaba con la casa de Francisco Mariano de la Mota». Fueron testigos de dicha venta el coronel Toribio Ramírez y Manuel Saviñón. La calle de la Reunión era la antigua Padre Billini, hoy José Trujillo Valdez. La casa del padre Espinosa estaría, probablemente, donde está hoy el teatro La Progresista. Don Manuel Ubaldo Gómez Moya ha dicho que a La Vega le ha tocado la gloria de «haber sido la primera población del Cibao que vio flotar el pabellón dominicano». El 18 de septiembre de 1828, a la edad de 58 años, fue enterrado el presbítero licenciado Tomás Jiménez en la capilla mayor de la iglesia parroquial de La Vega. «El licenciado Ximénez debió haber sido pariente de las señoritas Villas, pues en su donación que hiciera a ellas Juana Paula Ximénez, resulta ser esta prima de don Juan Ramón Villa y tía de las señoritas Villas. No sé qué grado de parentesco existía entre Juana Paula y el presbítero Ximénez». (Guido Despradel Batista, Historia de la Concepción de La Vega, La Vega, Imprenta La Palabra, 1938, p. 255; véase la nota No. 116). Ahora nos preguntamos si el patricio Juan Evangelista Jiménez no era también familia de las Villas. Hay mucho viso de verdad en este parentesco.

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la misión de Juan Evangelista Jiménez, ha dicho lo siguiente el licenciado Alcides García: «Cuando la Trinitaria de Santo Domingo envió para el Cibao a Juan Evangelista Jiménez con el manifiesto revolucionario, La Vega abrazó al punto la santa causa. Y la familia Villa escondió a Jiménez, al ser descubierto y perseguido, en una fiesta del Santo Cerro, a donde acudió el diligente propagandista en cumplimiento de su misión, Manuel María Frómeta ofreció que “sus hijos servirían de cartuchos”».7

Aquí vale una digresión. ¿Cuál es el manifiesto revolucionario de los trinitarios? No debe ser el Manifiesto del 16 de enero de 1844. Ya sabemos que este documento lo escribió don Tomás Bobadilla, y que en muchos puntos contradice el ideal duartista. Entonces, ¿existió un manifiesto revolucionario de los trinitarios? La historia no lo conoce, y el Manifiesto del 16 de enero, que desde muchos puntos de vista vino a constituir nuestra declaración de Independencia, no puede ser considerado como el manifiesto revolucionario de los trinitarios. Sabemos que La Trinitaria era una sociedad secreta. Por lo tanto, su labor de propaganda se realizó con el mayor secreto posible. Pero los trinitarios eran unos revolucionarios que conspiraban para derribar un régimen de gobierno, circunstancia

7

Alcides García, «Concepción de La Vega», en La Opinión, Santo Domingo, octubre de 1924. Citado por Guido Despradel Batista, ob. cit., p. 164. Manuel María Frómeta, esposo de Josefa del Orbe; tía de las Villas. Como se ve Juan Evangelista Jiménez se acompañaba de los miembros de esta ilustre familia. Esta expresión de Frómeta de ofrecer sus hijos como cartuchos, demuestra una decisión demasiado violenta de Frómeta por la causa; hay patriotismos muy exaltados, pero es preferible admitir que la fuerza del vínculo de la sangre dirigiera a Frómeta en ese sentido. Valga aquí una aclaración: por un documento que hemos encontrado, levantado ante Narciso Román el 6 de marzo de 1838, viene a resultar que José Leandro Frómeta, hermano de Manuel María Frómeta, estaba casado con Chepa de la Cruz, y ya había muerto para este año de 1838. Manuel María Frómeta, con el grado de comandante, estuvo en el 30 de Marzo de 1844.

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comprometida que los obligaba a estar en una actividad permanente de organización y de prédica por todos los puntos del país desde el 1838 hasta el golpe de febrero. De lo contrario su causa no hubiera triunfado. Así, en cuanto a La Vega se refiere, podemos afirmar que su agente residente era el padre José Eugenio Espinosa y su delegado de enlace, Juan Evangelista Jiménez. Los hechos posteriores al 1844 dejan claramente demostrado que en la ciudad del Camú rodeaban a ambos próceres los Del Orbe, los Frómetas, los Taberas, los Gómez, los Portes, los Ramírez y demás familias distinguidas que se abrazaron al ideal de Patria libre.

II. Persecuciones (1843) Charles Hérard Aîné desde Puerto Príncipe emprendió «su marcha triunfal para ganar los territorios a las ideas de la revolución», para el mes de abril de 1843. Como dice el historiador Dorsainvil, el ruido de los sables y de las charreteras turbaba las calles de la capital del oeste y el jefe del gobierno provisional de la revolución de La Reforma, echando a un lado los principios liberales en que ella se inspiró para combatir el autocratismo de Boyer, marchaba hacia esta parte del este a ahogar manu militari toda aspiración de libertad y de justicia. Pero todo sería en vano, pues ya el delegado del gobierno de Puerto Príncipe, Augusto Brouat, dando muestras de un hondo espíritu previsor, había exclamado, ante el triunfo obtenido por Duarte y sus compañeros el 15 de junio de 1843, que «la separación de la parte española es un hecho». En Santiago se encontraba ya Charles Hérard Aîné cuando recibió, de manos de Joseph Tatin, la fatal denuncia que contra los planes de los trinitarios le hacía desde Santo Domingo el delegado Augusto Brouat. Desde este momento el jefe del gobierno provisional de Puerto Príncipe dejó iniciado el desgraciado proceso de sus persecuciones, que en el Cibao llevó a las mazmorras de la capital del oeste a Ramón Mella, a Francisco Antonio Salcedo, a Rafael Servando Rodríguez y al presbítero Juan Puigvert, y que en la antigua Santo Domingo de Guzmán

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alcanzó las proporciones de una noche trágica en la cual además de abrirse las puertas del presidio lejano, se vieron forzados a tomar el duro camino del exilio Duarte, Pina, Pérez y otros hijos preclaros de la Patria. Veamos qué parte le tocó a Concepción de La Vega en estos dolorosos momentos de las persecuciones rivieristas. Hérard Aîné llegó a La Vega en los primeros días del mes de julio de 18438 con la denuncia de que Rafael Servando Rodríguez, a quien ya había hecho prisionero en Santiago, en uno de sus viajes de propaganda en favor de la separación de esta parte del este, se había desmontado en esta ciudad en la casa del padre José Eugenio Espinosa y en el Cotuí, donde el padre Puigvert. Detengámonos un momento en la relación de los principales pormenores de esta supuesta conspiración de Servando Rodríguez, quien fue acusado ante Hérard «de haber traído de Cabo Haitiano una caja de charreteras y de sombreros de pico para los jefes de un supuesto partido colombiano, dizque organizado en el Cibao por el militar español Pablo Paz del Castillo». He aquí como da cuenta Hérard de esta acusación contra Rodríguez: «Rodríguez, a quien antes juzgaba más favorablemente, adoptó un aire de desdén y desafío, diciéndome que hiciera allanar su casa y que si esos objetos no se encontraban allí, su acusador no saldría de ella con vida. Indignado por su poca moderación, le hice encarcelar: sus acusadores quisieron echarse sobre él: yo le hice respetar. Recibí testimonios de esas odiosas tramas. En guardia contra las prevenciones, primero rehusé creerlas, pero pronto me denunciaron a Fabelo, quien trataba de sublevar el pueblo contra mí, de degollar a los soldados que andaban dispersos por la ciudad y de apoderarse

8

Sabemos que Hérard Aîné, llegó a Santo Domingo el 12 de julio de 1843, y el día 13 disolvió la Municipalidad para imponer otra el día 14, formada «por haitianos o por sus partidarios».

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del arsenal y de la fortaleza. Entonces hice encarcelar a todos los traidores que me fueron denunciados; los interrogué, y aquellos que estaban complicados en la conspiración, fueron remitidos a Puerto Príncipe por la vía de Puerto Plata».9

Todo esto no fue más que una infame intriga. El viernes 7 de julio, a las 10 de la mañana, «a requerimiento del ciudadano Ignacio Contreras, cuñado del ciudadano Rafael Servando Rodríguez», el menor Rubesindo Betances declaró ante José Tejera, juez de paz de Puerto Plata, entre otras cosas, lo siguiente: «Fui a Cotuí con el ciudadano Rafael Servando Rodríguez; declaré que de las tres valijas dos contenían su ropa y la otra contenía cigarros, libros, ropa sucia, etc.; y que me preguntó en casa de que persona se había desmontado en La Vega el ciudadano Rafael. Yo le contesté que él se desmontó en casa del padre Eugenio Espinosa; me preguntó en casa de qué persona se había desmontado en Macorís; yo le contesté que en casa del juez de paz, señor José Edonard. Me preguntó que en casa de quién, en Cotuí, y yo le respondí que en donde el padre Juan».10

En La Vega, el padre Espinosa fue sometido a un duro interrogatorio por Hérard, pero no se le pudo inculpar de nada, en cambio, el padre Juan Puigvert en el Cotuí, fue hecho prisionero y enviado a las cárceles de Puerto Príncipe.11

9

10 11

Emiliano Tejera, Mémoire que la Légation de la République Dominicaine présente à Léon XIII, Roma, 1896, p. 68. Citado por E. Rodríguez Demorizi, Contribución de Santiago a la obra de la Independencia, 1938. Despradel no indica las páginas de la obra de Rodríguez Demorizi. (N. E.). Citado por E. Rodríguez Demorizi, ob. cit. El mismo padre Juan, en unas memorias que escribiera sobre la iglesia del Cotuí, da constancia de esta prisión cuando al referirse a los libros más antiguos del archivo de dicha iglesia, dice «que desaparecieron cuando él

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Esta acusación contra Rafael Servando Rodríguez fue obra de intriga; pero es necesario admitir que ella era consecuencia del hecho de que Rodríguez estaba señalado como un decidido separatista, como lo eran el padre Espinosa y el padre Puigvert. Rodríguez, en 1833 como legislador, abogó, ante la intransigencia del dominador haitiano, porque se le dieran «ventajas» a la parte del este, pero, como ha dicho Rodríguez Demorizi: «Nada podrían lograr los dominicanos en el seno de la suspicaz corporación legislativa».12 El 13 de enero de 1844, desde Port Républicain, Charles Hérard le envió una carta, llena de falacia, a Rafael Servando Rodríguez, aún en prisión. Vale la pena copiar aquí de ella el siguiente párrafo para que se vea hasta dónde llegaba el espíritu de falsía de Hérard. Dice: «Mi intención no ha sido otra, sino la de reparar el honor de los pueblos del este por tanto tiempo tratados como conquistados; he querido también vengar la afrenta que un tirano y un déspota intentó gravar[Sic] en vuestras frentes, yo no puedo creer que un ciudadano del este, el cual debe todo esperar de mí, su libertador, llegue a concebir la infame idea de oponerse al bien que deseo hacerle».

Rafael Servando Rodríguez llegó a alcanzar el grado de coronel en nuestros ejércitos de la Independencia. Hechas por Hérard sus investigaciones en La Vega, he aquí, expresadas por sus propias palabras, las medidas que tomó en dicha ciudad:

12

se encontraba en Puerto Príncipe como prisionero por acusársele como conspirador contra Haití. (Archivo parroquial del Cotuí. Citado por Guido Despradel Batista, ob. cit., p. 162). Véase el discurso pronunciado por Rafael Servando Rodríguez en la sesión del 17 de julio de la Cámara de los Comunes, en Bulletin des Lois, No. 3, Port-auPrince, julio de 1833. Citado por Emilio Rodríguez Demorizi, «La revolución de 1843», en BAGN, VI, No. 26-27, enero-abril, 1943, pp. 28-109.

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«En La Vega, he suspendido de sus funciones al teniente coronel Machado, comandante de la Plaza por no haber querido obedecer al arresto del 15 de marzo. Después de haber organizado la guardia nacional y la Gendarmería, he confirmado al general de brigada Vásquez en el mando del distrito. La Vega reclama una escuela nacional y los servicios de una herrería mecánica: estos puntos fijarán, no lo dudo, la atención del gobierno».13

¿Cuál fue el arresto al cual no quiso obedecer el comandante Machado el 15 de marzo? Aunque ya para esa época los ánimos estaban exaltados por el desarrollo del movimiento reformista, consideramos que se trató de una cuestión de disciplina, pues poco tiempo después, en Santo Domingo, Hérard «ascendió al empleo inmediato al teniente coronel Manuel Machado y lo reintegró en el mando de la plaza de La Vega». «Sin duda por falta de denunciadores», como lo ha escrito don José Gabriel García, Charles Hérard no hizo prisioneros en La Vega. Esta aseveración hace honor a la ciudad del Camú: y consideramos que no hubo denunciadores al déspota jefe haitiano de la labor reivindicadora de los separatistas veganos porque, tal como hemos tratado de demostrarlo en el curso de este trabajo, en La Vega, tanto la mayoría de las familias prominentes, como la mayor parte del pueblo, acogió con sincero fervor patriótico la santa causa de febrero; al extremo de que personajes haitianos, investidos de altos cargos tanto civiles como militares, se abrazaron al movimiento de Independencia; como Carlos Dandonis, corregidor de la Municipalidad, Jean François Guillaume, en 1838 comandante de la Plaza, y el teniente de la artillería Fhillpeau (sic).

13

Emiliano Tejera, «Informe del general Hérard Aîné, 1843», en Memoire... Citado por G. Despradel Batista, ob.cit., pp. 162-163.

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III. El ambiente (La Vega de aquel entonces, 1843-44) El hecho histórico es necesario arreglarlo a su propia tierra; porque pierde su sentido humano el acontecimiento si no lo enmarcamos, con puntos sólidos, en el ambiente material en el cual tuvo a bien desarrollarse. La historia no es solamente fecha y personaje: es tambien trozo de vida con todas sus inquietudes y todas sus necesidades, tanto del hombre como especie geológica, como sujeto que piensa y que ama. Pobre y desalentador era el aspecto de la ciudad de Concepción de La Vega al entrar el año del 1844. El 7 de mayo de 1842 un terrible terremoto echó por tierra sus más sólidas construcciones y llenó de espanto el espíritu de sus laboriosos habitantes.14 Placide Le Brun, el progresista y activo gobernador haitiano, le había hecho empedrar sus principales calles y había levantado, en el lado oriental de la Plaza de Armas, el llamado palacio de Sangre, imponente construcción de piedras y argamasa; al sur de esta plaza, en cuyo centro se levantaba el mamposteado cuadrilátero presuntuosamente llamado por el haitiano dominador altar de la Patria, estaba la iglesia, de tapia y mampostería con su techo de tejas, y, hacia el occidente de la plaza, la casa de mampostería del rico don Francisco Mariano de la Mota. El progreso le sonreía, cuando esta terrible catástrofe del 7 de mayo la convirtió en un pobre villorrio de humildes bohíos de tablas de palmas techados de rústica yagua. Verde gramínea cubría sus calles, de noche huérfanas de toda luz, a no ser la de la luna, y por donde pastaban libremente cerdos, vacas y burros. Muchos de sus habitantes habían huido, llenos de pavor, a los campos circunvecinos y un espíritu de abatimiento reinaba en ella, máxime cuando como una nueva

14

«7, 8, 9, 10, 21 de mayo de 1842. Catástrofe en toda la isla; ras de marea; daños considerables en todas partes; los habitantes de las ciudades acamparon en despoblado; la tierra abierta, al cerrarse luego, tragó mucha gente; de 5 a 6,000 murieron en Haití; destrucción de muchos edificios; daños considerables en las iglesias de Santo Domingo». (Cipriano de Utrera, «Terremotos», en Disquisiciones históricas, libro III).

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ave agorera de desgracia una implacable epidemia de viruelas tocaba a sus puertas.15 En medio de este ambiente empobrecido cuajado de presentimientos amargos, ambiente que inmortalizara la pluma fecunda de García Godoy en las páginas de su Rufinito, se aprestaba el elemento separatista vegano para responder a la llamada urgente de la Patria sojuzgada, guiado por la palabra convincente de un padre Espinosa y por el ejemplo emulador de unas señoritas Villas y del Orbe.

IV. 1844 Haití no mantuvo en nuestro territorio un ejército de ocupación ni fuerte ni numeroso. La gendarmería, aunque comandada por oficiales del presuntuoso ejército de occidente, estaba formada en gran parte por soldados dominicanos, y la Guardia Nacional, vigilante del orden público en ciudades y campos, no solamente estaba dirigida por jefes dominicanos, sino que estaba constituida en su totalidad por elementos nativos de nuestro propio territorio. En 1843, Felipe Alfau, trinitario fundador, era el jefe de la Guardia Nacional de la ciudad de Santo Domingo y los militares más distinguidos en nuestras guerras de Independencia, como Cabral, Puello, Regla Mota, Salcedo y otros muchos eran miembros de esa institución armada durante la ocupación haitiana. Con razón escribió el cónsul francés Saint Denis al ministro Guizot, el 3 de marzo de 1844, al referirle el golpe del 27 de Febrero, que:

15

La epidemia de viruelas no llegó a La Vega, pero sí a la ciudad de Santo Domingo. En esta ciudad, el 23 de noviembre de 1843, se tuvo noticias «de los estragos que hacía la viruela en Saint Thomas». El 25 de diciembre la Municipalidad se reunió para tomar las debidas precauciones sobre un niño que fue, por oficio del médico en jefe estaba con viruelas». Ya el 27 de diciembre la epidemia se había expandido en la ciudad capital. (Véase Guido Despradel Batista, «La Municipalidad de Santo Domingo ante el golpe libertador del 27 de Febrero de 1844», en BAGN, VI, No. 26-27, enero-abril, 1943, pp. 3-27.

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«La Guardia Nacional de la ciudad hubo podido fácilmente apoderarse, desde el primer momento, del arsenal defendido solamente por 630 soldados mal armados y poco disciplinados. Pero deseando evitar toda efusión de sangre ella prefirió esperar hasta nuevos acontecimientos; había olvidado decirle, Sr. ministro, que ella hacía causa común con los insurgentes».16

Y así era en las demás poblaciones del país. En lo que a La Vega respecta en el punto que nos ocupa, tenemos que en 1843 el coronel Toribio Ramírez, héroe más tarde en el 30 de Marzo, era el jefe de la Guardia Nacional, y militares distinguidos en nuestras luchas libertadoras como Manuel Mejía y Marcos Trinidad, eran miembros de ella.17 Ya hemos visto cómo Charles Hérard confirmó en su puesto de jefe del distrito de La Vega al general de brigada Felipe Vásquez, soldado meritorio de la Patria. Pedro Alejandro Charrier, jefe del departamento de La Vega, en 1839 en el informe que presentó al presidente Boyer «sobre la situación de la parte española del este», presentaba como jefes militares de las secciones de la común de La Vega, a los siguientes: Sección de Sabaneta, a cargo del capitán Esteban de la Cruz. Sección de Guamas, a cargo del capitán Eugenio del Rosario. Sección de Bonao, a cargo del capitán Pedro Reinoso. Sección de Cenoví, a cargo del capitán Juan Suárez. Sección de La jagua, a cargo del capitán Manuel Toribio. Sección de Sabana Angosta, a cargo del capitán Juan Germán. Sección de El Palmar, a cargo del capitán Pedro María. Sección de Barranca, a cargo del capitán José Reinoso. Sección de Jamo, a cargo del capitán Faustino de Tapia. «Correspondance du consul de Saint Domingue avec le ministre des Affaires Étrangères de France Mr. Guizot, 1844-1846», en BAGN, VI, No. 28-29, mayo-agosto, 1943, pp. 142 y ss. 17 Manuel Mejía en 1836, capitán ayudante mayor de la Guardia Nacional. Marcos Trinidad, en 1838, capitán de la Guardia Nacional en la sección de Las Maras. (Archivo notarial del licenciado Francisco J. Álvarez, La Vega). 16

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Sección de Santo Cerro, a cargo del capitán Raimundo Suárez. Sección de Río Verde, a cargo del capitán Manuel María Abreu. Sección de La Torre, a cargo del capitán Manuel Reynoso. Sección de Peladeros, a cargo del capitán Raymundo Reinoso. Sección de San José, a cargo del capitán Pedro Rueda. Sección de Burende, a cargo del capitán Benito Rodríguez. Estos capitanes y los soldados que ellos comandaban en forma de la Guardia Nacional fueron los que al proclamarse nuestra Independencia constituyeron los cuerpos de veteranos que tantos laureles alcanzaron en los campos de batalla. Estos de La Vega, en cuyas filas están los tenientes, los sargentos y los rasos cuyos nombres la historia no registra, fueron el fundamento para organizar ese glorioso regimiento vegano que acudió a Santiago, a Talanquera, a Beller y a Sabana Larga para ofrendar en el altar de la Patria redimida el heroísmo de sus victorias y que emprendía marcha titánica por las escarpadas estribaciones del Macizo Central, para pasando valientemente por la puerta de Chinguela, cortar la retirada al enemigo en derrota en las llanuras bendecidas con sangre de valientes del valle de San Juan.18

V. El pronunciamiento Ramón Matías Mella y Castillo sorprende con su trabuco la indecisión de los conspirados de la noche del 27 de Febrero y en el histórico Baluarte del Conde nació, entre pañales de arrojo, la República que hoy celebra su primer centenario de existencia.

18

El 29 de noviembre de 1844 se hizo un llamamiento de voluntarios. El ministro de la Guerra dispuso que los batallones 1º y 2º dominicanos fueran divididos en cuatro partes iguales, «para que cada una de estas partes sirva de base a los cuatro batallones que deben formarse. Fueron estos los cuatro batallones de veteranos de Santo Domingo, y en cada una de las otras comunes se constituyeron otros tantos tomando como base las tropas efectivas y naturales» residentes en ellas. El regimiento vegano se constituyó, tomando como base estas Guardias Nacionales de la común. (Archivo General de la Nación, libro copiador de oficios del Ministerio de la Guerra, 1844).

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Capitulado el general Desgrotte y constituida la Junta Provisional Gubernativa, esta, con la mayor diligencia posible, envió comisiones a los diversos puntos del país para provocar en ellos el pronunciamiento en favor de la República recién creada. Pedro Ramón de Mena fue el escogido para realizar tan importante misión en los pueblos del Cibao, región en la cual solamente el Cotuí se pronunció primero que La Vega en nombre de la Patria libre.19 Presentemos aquí la versión que da el historiador García de cómo se realizó el pronunciamiento de La Vega: «El 4 de marzo, al llegar Pedro Ramón de Mena a La Vega, lo encontró todo preparado, y hasta la bandera hecha por las señoritas Villas, se reunieron en la Municipalidad todas las notabilidades de la común, incluso el gobernador, general Felipe Vásquez, y el comandante de armas, coronel Manuel Machado, quienes enterados de la comisión que llevaba, manifestaron que como autoridades haitianas salvaban su voto, aunque protestando no hacer oposición, con cuyo motivo quiso saber Cristóbal José de Moya, según refiere la tradición, con qué contaban los iniciadores del movimiento para sostener su obra y quién respondería de la suerte de las familias, a lo que replicó el coronel Toribio Ramírez que él y las Guardias Nacionales que tenía la honra de mandar servirían de muralla para contener el furor de los haitianos, manifestación patriótica que arrancó al presbítero José Eugenio Espinosa y a Juan Evangelista Jiménez un fervoroso viva a la República Dominicana que fue calurosamente contestado por José Tabera, Bernardino Pérez, Juan Álvarez Cartagena, José Portes, José Gómez y otros más».20

19

20

Cotuí se pronunció el 2 de marzo. Acompañaba a Mena el capitán Leandro Espinosa. Hemos tratado de averiguar si existe algún parentesco entre este capitán y el padre Espinosa, pero nuestras búsquedas han resultado fallidas. José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, Santo domingo, 1893, tomo II, p. 237. Citado por G. Despradel Batista, Historia de la Concepción…, pp. 164-165.

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Carlos Dandonis, de nacionalidad haitiana, era el corregidor de la Municipalidad de La Vega cuando se produjo el pronunciamiento. La Municipalidad, «después de examinar los poderes que presentó dicho comisionado, mostró todas las dificultades que naturalmente se presentan en esos casos, porque con razón, todos temían comprometer sus vidas con el gobierno haitiano, no hallando quien los garantizara».21 Pero al inhibirse el gobernador Felipe Vásquez, «quien fue llamado al seno de dicha corporación después de muchas alteraciones de una parte y de la otra» y ofrecer garantías el jefe de la Guardia Nacional coronel Toribio Ramírez, el corregidor Carlos Dandonis fue uno de los primeros en pronunciarse en favor de la Independencia de nuestra Patria. Y no terminó aquí su adhesión a la causa de la República. Entre los legajos de papeles que dejó a su familia el padre Anselmo Ramírez, prócer de la Independencia en las regiones del Cibao, existía un diálogo manuscrito sostenido para el año del 1853 entre las apreciables señoritas Javiera Bernal y Gabriela Salcedo.22 En este diálogo queda claramente demostrado que el corregidor Carlos Dandonis influyó para que la villa de Moca se pronunciara a favor de la Independencia. He aquí el diálogo: «Javiera. —Estoy aburrida, Gabrielita, con estas cosas de la República Dominicana. Gabriela. —¿Cómo así? ¿Acaso has tenido algún trastorno o te han hecho alguna injusticia? Javiera. —A mí no; ¿pero quién ha de ver con tranquilidad las injusticias que pasan?, ¡la virtud tan mal retribuida, los méritos olvidados y tantos sacrificios hechos en aquellos momentos de peligro! que ni aun siquiera, por vía de reconocimiento, se les ha dado una medallita o

21

22

«Manuscrito del presbítero Anselmo Ramírez», publicado por E. Lapeiretta enEl Dominicano, No. 86, Moca, 27 de febrero de 1888; citado por E. Rodríguez Demorizi, Contribución de Santiago..., Santiago, 1938. Javiera Bernal, natural de Santo Domingo, vivía en Moca en el hogar del corregidor José María Imbert para el 1844. Gabriela Salcedo era de Moca.

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cualquiera gracia a esos que con tanto valor y denuedo expusieron sus vidas. ¿Te acuerdas, Gabriela, del 4 de marzo de 1844, cuando habiendo recibido solamente una simple carta del corregidor de La Vega, Carlos Dandonis, a monsieur Imbert, que era también corregidor de Moca, inmediatamente tomaron la resolución de pronunciarse por la República Dominicana? Gabriela. —Dime, niña Javierita, ¿qué carta fue esa de que me hablas? Porque yo no he tenido noticias de semejante carta. Javiera. — Jesús, niña, es verdad que como yo vivía en la misma casa de monsieur Imbert, estoy más al corriente de lo que ha pasado que tú. Gabriela. —Es cierto, mi querida Javierita; yo no me acordaba que tú eras de palacio. Javiera. —¿Cómo de palacio? ¿Qué me quieres dar a entender con esto? Gabriela. —Ya te lo has dicho tú misma, Javiera; vivías en casa de Imbert, y como corregidor fuera este de la Municipalidad, todo iba a parar a su casa. Javiera. —Dices bien. ¿Quieres saber el contenido de la carta? Gabriela. —Sí. Javiera. —Pues te la referiré palabra por palabra. Decía así: “Dios, Patria y Libertad, República Dominicana. La Vega, 4 de marzo de 1844. Carlos Dandonis, maire de la común, al ciudadano José Ma. Imbert, maire de la común de Moca. Mi querido hermano y compatriota: Esta tarde, entre las dos y las tres, ha efectuado La Vega su pronunciamiento a favor de la República Dominicana: Lo que le participo para su inteligencia. Dios guarde a V. muchos años. Firmado: Carlos Dandonis”. Gabriela. —¿Nada más? No recibió ningún otro documento monsieur Imbert?

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Javiera. —Ninguno. Con ese aviso se tiró el cañón de alarma a las seis y media de la tarde, cuatro horas poco más o menos después de pronunciarse La Vega».23

La carta del corregidor de la Municipalidad de La Vega Carlos Dandonis, la llevó al corregidor de la villa de Moca José María Imbert don Carlos Campo, quien refirió en plena asamblea el proceso del pronunciamiento de La Vega. Tal como lo refirió Campo: «Entre las nueve y diez de la mañana, se presentó Pedro Ramón de Mena a la casa municipal intimando al municipio a que se adhiriera a la causa dominicana o sea a la separación del gobierno haitiano, proclamada en la ciudad de Santo Domingo, el 27 de febrero, bajo la dirección de una Junta Gubernativa, de cuyo centro tenía poderes bastantes para hacer la propaganda».

La relación de don Carlos Campo corresponde en términos generales a la que hemos transcrito anteriormente del historiador García. Hacia el 16 de noviembre de 1853, Manuela de Brea Vda. Dandonis reclamaba al gobierno de la República la suma de $4,500 «por gastos hechos por su difunto marido en el año de 1844, siendo corregidor de La Vega, en el movimiento de tropas que tuvo lugar en aquella provincia al momento de la invasión haitiana». El Poder Ejecutivo declaró «no haber lugar a tal solicitud» y que era suficiente que «por su patriotismo, celo y actividad que empleó el señor Dandonis en favor de la Separación, y por cuya conducta solo podía aspirar al título que mereció de dominicano».24 Pronunciada La Vega el 4 de marzo de 1844, ella fue convertida por el delegado Mena en el centro de las actividades para

23 24

Este diálogo, que es más extenso, lo publicó E. Lapeiretta, loc. cit. Archivo General de la Nación, libro de resoluciones y deliberaciones del presidente de la República, 1845-1855. Carlos Dandonis ejerció el comercio en La Vega y después de la independencia residió un tiempo en El Seibo.

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obtener el pronunciamiento, a favor de la causa de Febrero, de las demás poblaciones del Cibao.25 Expresa el historiador García que el 5 de mayo de 1844 fueron despachados para Moca en comisión los veganos Bernardino Pérez y José Portes, y que estos «regresaron por la noche con la fausta nueva de que el corregidor José María Imbert había pronunciado la común el día antes». ¿Quién envió a Moca a Pérez y a Portes? Indiscutiblemente el delegado Pedro Ramón de Mena, porque si este hubiera tenido conocimiento de la comunicación enviada el 4 de marzo por el corregidor Dandonis al corregidor Imbert por intermedio de don Carlos Campo, no hubiera tomado semejante medida. No cabe duda, los hombres del Cibao, amantes de su patria y de su tierra como ningunos, querían proclamar la existencia de la Patria libre sin intermedio de delegaciones. Un trozo del diálogo del cual hemos hecho mención anteriormente confirma nuestro aserto. Veámoslo. «Gabriela. —Pero dime, Javierita, ¿cuál es tu parecer respecto a los acontecimientos pasados? Javiera. —Mi parecer es el mismo que el de todos los habitantes del Cibao, pues no hay uno que no haya oído repetir una y mil veces los nombres de los libertadores de estas comarcas, sin cuyo concurso no hubieran tenido efectos los buenos deseos de los dominicanos que dieron el grito de separación. Gabriela. —¡Es verdad! Yo no me acordaba del señor Pedro Ramón Mena. Javiera. —¿Y qué quieres decir con eso? Gabriela. —¿Cómo fue? ¿No fue Mena el que vino con los poderes de la Junta Gubernativa para hacer pronunciar estos pueblos? Javiera. —Pero esos poderes de nada hubieran servido

25

En este punto no vamos a describir el proceso de los pronunciamientos de los demás pueblos del Cibao. Pues es nuestro propósito circunscribirnos lo más posible al tema propuesto.

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si la piscina de los pueblos no hubiera estado con anterioridad removida por otras manos. Gabriela. —Pues yo creía que el señor Mena lo había hecho todo en el Cibao. Javiera. —Mi querida Gabrielita, tú sabes muy poco de política, y yo casi, casi nada».

Hasta aquí la parte del diálogo. El autor de este diálogo es el padre Anselmo Ramírez, duartista fervoroso como el padre José Eugenio Espinosa, quien presidió el pronunciamiento de la villa de Moca en el 44 ante el libro de los Santos Evangelios y quien un día después, junto con el padre Domingo Solano, don Luis Escobar, Benigno F. de Rojas, Domingo Pichardo, dirigió el pronunciamiento de Santiago.26 El delegado Pedro Ramón de Mena salió para Santiago el 6 de marzo de 1844, «acompañado de una porción de veganos, pues como en aquella población no solo había muchos haitianos avecindados, sino también algunos dominicanos dementes, no quisieron que se presentara en ella enteramente

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Duarte, en muchas de sus cartas, recordaba con cariño al padre Anselmo Ramírez y al padre Regalado. Parece ser que el delegado Pedro Ramón de Mena se comportó con un tono bastante altanero en su misión por los pueblos del Cibao. Este diálogo encontrado entre los papeles del padre Anselmo Ramírez ha venido a comprobarlo. En él, Campo declara que Mena, en La Vega, «se presentó a la casa municipal intimando al municipio a que se adhiriera a la causa dominicana». Además, en más de una ocasión, se declara que «al fin en Moca, sin ningún otro documento ni emisario, nos pronunciamos solamente por la carta de monsieur Dandonis, y nuestro patriotismo», lo que da a entender que los separatistas veganos dirigidos por el corregidor Dandonis, hicieron caso omiso del delegado Mena, y desarrollaron su labor patriótica siguiendo sus planes ya previamente combinados con los otros patriotas del Cibao. Este diálogo fue escrito en el 1853. Pedro Ramón de Mena fue el hombre que pronunció el Cibao en favor del santanismo. Salvedad que hacemos para declarar que no ignoramos que en esta contradicción histórica también puede estar en juego la pasión política.

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solo (García).27 Pronunciado Santiago, después de vencer la obstinación de Morisset, quien fue enviado a Santo Domingo bajo la custodia del comandante vegano Juan Álvarez Cartagena, el delegado Mena fue a pronunciar a Puerto Plata en donde Cadet Antoine amenazaba reducir la ciudad a cenizas antes que rendirse, y en esta arriesgada misión encabezaba su escolta el comandante Juan de la Cruz, también otro hijo benemérito de las riberas del Camú. En una palabra, veganos hubo, y en puestos prominentes, en todos los pronunciamientos en favor de la causa de Febrero de las principales ciudades del Cibao, como si ellos representaran de manera legítima la unidad de pensamiento y de propósitos de esta comarca heroica de adherirse de manera consciente y espontánea a la santa cruzada que en el Baluarte tuvo su augusto Tabor.

VI. El 30 de marzo de 184428 La batalla del 19 de Marzo había tenido resultados indecisos y las huestes de Pierrot marchaban desafiantes por las fronteras del norte decididas a hundir en el más doloroso fracaso el grito glorioso de Febrero. Los hombres del Cibao se levantan en armas y Santiago, la invicta, era el bastión en donde la suerte de la Patria libre debía decidirse. No vamos a hacer un relato de la memorable batalla del 30 de Marzo, combate decisivo ante cuyos favorables resultados escribió el cónsul Saint Denis: «Generalmente se considera como salvada la causa dominicana». Nos limitaremos a presentar el aporte de La Vega al éxito de esta gloriosa batalla.

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Manuel María Frómeta, vegano, fue como delegado de la Municipalidad de Santiago a pronunciar a San José de las Matas. De aquí en adelante nuestro estudio tendrá un carácter especialmente documental. Pues lo que interesa es dar a conocer, al cumplirse este primer centenario de la República, la documentación hasta ahora desconocida, que demuestre el aporte de La Vega en nuestras luchas de Independencia. Más tarde, plumas privilegiadas, podrán escribir bellas páginas sobre este tema.

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El general Ramón Mella era el encargado de preparar las tropas «del cordón del norte», y ante la inminente amenaza de invasión haitiana él, junto con el delegado Pedro Ramón de Mena, se dirigió a las sierras en busca de tropas. La Municipalidad de Santiago, ante la falta de un jefe militar, llamó a La Vega al veterano general Felipe Vásquez, soldado de la Reconquista. Junto con él acudió la Guardia Nacional comandada por el coronel Toribio Ramírez y a la cabeza de las diversas compañías de valientes estaban Marcos Trinidad, Manuel Mejía, Juan de la Cruz, Juan Francisco Guillermo, José Rafael Gómez, Pablo Germosén, Tito Santos y otros tantos aguerridos soldados que a la Patria ha dado la hidalga sultana del Valle Real. El veterano general Felipe Vásquez, con el cargo de general comandante de los distritos de Santiago y La Vega, estuvo en Santiago organizando la defensa de aquella plaza desde el 11 de marzo hasta el día 27 del mismo mes, cuando se hizo cargo de ella el general José María Imbert; lo que viene a demostrar que no es cierta la versión tan corrida en nuestra historia de que este benemérito servidor de la Independencia «a las cuarenta y ocho horas de labor asidua, se encaprichó de que sus esfuerzos iban a ser inútiles y se volvió a La Vega a ocupar su puesto, abandonando el de mayor peligro». El viejo veterano, imponiéndose a miles de inconvenientes, sostuvo su delicada posición durante dieciséis días.29 Por su avanzada edad él pudo haberse fatigado, pero las

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Las siguientes comunicaciones demuestran que el general Vásquez estuvo en Santiago desde el 11 de marzo hasta el 27 del mismo mes. «Santiago, 11 de marzo de 1844. A los miembros de la comisión de San José de las Matas: Sin pérdida de tiempo dispondrá toda la Guardia Nacional de esa común para la primera orden que comunique a ustedes el general Vásquez y por el pronto ustedes harán venir una buena compañía de caballería a la disposición de dicho general». P. R. de Mena. Delegado de la Junta Provisional. (El Eco del Pueblo, No. 290, Santiago, 17 de abril de 1891). «Santiago y marzo 13 de 1844. Al corregidor municipal de Las Matas. Por el capitán Juan Quezada recibirá Ud. cien paquetes de quince cartuchos cada uno y trece lanzas para que arme Ud. la guarnición de ese lugar. Yo no me olvidaré de formar todo lo que fuere necesario en caso de

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tropas de La Vega supieron cumplir con su deber dirigidas por la energía de Trinidad, de Ramírez, de Mejía y de sus arrojados capitanes.

Testimonios que nos brinda la historia sobre los veganos que se distinguieron el 30 de Marzo. «En esta acción, que salvó la existencia de la República, se distinguieron el coronel Ángel Reyes, jefe del batallón santiaguero La Flor; el capitán Fernando Valerio, con su compañía de Sabana Iglesia y el coronel Toribio Ramírez, con las tropas de La Vega.30 El coronel Felipe Vásquez, al renunciar el mando de Santiago y regresar a La Vega, dejó el mando de las tropas de La Vega al coronel Toribio Ramírez.31 En el Libertad se encontraban Ramón Martínez, el capitán Fernando Valerio con las tropas de Sabana Iglesia y el capitán Marcos Trinidad con algunos veganos.32 El comandante Manuel María Frómeta, enviado junto con el doctor Bergés por el general Imbert para ir a observar los movimientos del enemigo. Vadearon el río Yaque por el sitio denominado La Emboscada y vieron que la columna que venía por el camino de

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necesidad.No deje de darme conocimiento de todo lo que se ocurriere, aquí no hay novedad». F. Vásquez. (El Eco del Pueblo, No. 290, Santiago, 17 de abril de 1891). Según consta en un oficio el general Vásquez, el 21 de marzo, se ausentó por 24 horas a La Vega, y volvió a Santiago a ocupar su puesto. José Gabriel García, Partes oficiales de las operaciones militares realizadas durante la guerra dominico-haitiana, Santo Domingo, Imp. García Hermanos, 1888. Despradel no indica las páginas de las que extrae la cita. (N. E.). Manuel Ubaldo Gómez Moya, Batalla del 30 de Marzo y sus resultados. Recuerdos, Colección de autores nacionales, La Vega, Imp. El Progreso, 15 de septiembre de 1920. Alejandro Llenas, «El 30 de Marzo», trabajo escrito en 1875 y publicado en La Información, Santiago, el 30 de marzo de 1926.

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Mao se movía en sentido de unirse a la que venía por el camino de Montecristi.33 También se distinguió notablemente Juana Saltitopa, natural de uno de los campos de La Vega, por lo cual la llamaron la Coronela».34

Las memorias inéditas del soldado de la Independencia y de la Restauración Esteban de los Ángeles Aybar y Aybar dan fe del heroísmo de la Coronela en el 30 de Marzo35 y los trabajos del verídico historiador licenciado don Manuel Ubaldo Gómez Moya, del doctor Guido Despradel Batista y de Pedro L. Vergés Vidal, además de poner de relieve sus méritos indiscutibles, ponen en silencio a los incrédulos apasionados que han llegado hasta a poner en duda su gloriosa existencia.36

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José G. García, Compendio..., tomo II. Frómeta y Bergés cumplieron a cabalidad su misión. Después del 30 de Marzo, Imbert acusó al doctor Bergés de traición. El cónsul Saint Denis, en su comunicación al ministro Guizot de fecha 13 de abril del 1844 dice, al referirse al 30 de Marzo, que «algunas personas influyentes de esta ciudad (Santiago) se han encontrado comprometidas por la conducta que ellas han tenido durante la acción». «De este número es el Sr. Bergés, médico francés, establecido en Santiago, que por su fortuna y sus relaciones ejerce, según se dice, una gran influencia en esta villa». «La conducta durante la jornada del 30 hizo recaer sobre él graves sospechas de traición». Fue enviado como prisionero a Santo Domingo, donde llegó el 11 de abril. Fue encerrado en La Fuerza. El doctor Bergés alegó que su acusación obedecía «a las pasiones odiosas de algunos deudores suyos, que querían así liberarse de sus deudas». El doctor Bergés fue entregado al cónsul Saint Denis, quien lo embarcó en La Naiade para Nueva York. En este asunto no estuvo envuelto Frómeta, quien fue en todo momento un patriota íntegro y decidido. José G. García, Partes oficiales… Estas memorias se conservan en el archivo del doctor Despradel Batista y han sido publicadas en parte por Rodríguez Demorizi en su trabajo Contribución de Santiago a la obra de la Independencia, pp. 22-23, y por su poseedor en su Historia de la Concepción de La Vega, pp. 203-204. Alta justicia ha hecho la benemérita sociedad Amor al Estudio al poner un canto a la Saltitopa en su certamen con motivo del centenario. Bien merecido tiene ella que la canten nuestros poetas: que el verso sea en esta magna fecha su tributo apoteósico, ya que historiadores ecuánimes con sus investigaciones cuidadosas han puesto en clara evidencia su existencia, su vida y su heroísmo.

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VII. Guerras de Independencia 1844-1850 Nuestras guerras de Independencia se desarrollaron en tres campañas militares: la del 1844 al 1846; la del 1849 y la del 1855 al 1856. En la campaña del 1844 al 1846, en las tierras cálidas del noroeste Francisco Antonio Salcedo con su cohorte de bravos brindó frescos laureles a la Patria en la sabana luminosa de Beller. En la del 18551856, los soldados del Cibao, bajo la dirección enérgica de Fernando Valerio, José Hungría, Juan Luis Franco Bidó y Antonio Batista, les ponen un fuerte cerrojo de victorias a las puertas del Massacre, en Sabana Larga y Talanquera, para que no pasen más a ensangrentar nuestro territorio los extraños invasores de occidente. En la del 1849 las regiones cibaeñas no sufrieron el azote de la guerra. En estas guerras de nuestra Independencia existían dos frentes de batalla: el del sur, con su cantón general en Las Matas de Farfán, en la campaña del 1844-1846, y en San Juan de la Maguana, en las del 1849 y 1856; y el del noroeste, con su cuartel general en Santiago y en la Boca de Guayubín. Azua, en el sur, y Puerto Plata, en el norte eran los puertos de abasto para los campos de batalla del sur y del noroeste, respectivamente. Pues nuestro territorio estaba empobrecido de caminos para aquella época, y el mar era casi la única ruta para abastecer de ropas, armas, pertrechos y alimentos a los ejércitos en campaña. Presentemos de una manera documental, todo lo que con respecto a La Vega en el desarrollo de nuestras guerras de Independencia hemos podido encontrar en los Libros copiadores de oficios del Ministerio de Guerra y Marina y de Hacienda en los depositos del Archivo General de la Nación. 3 de enero de 1845. Oficio del ministro de la Guerra al general Felipe Vásquez. La Vega. «Se formará en cada provincia una compañía de Policía y se organizarán las Guardias Nacionales. En cuanto al armamento nos estamos proveyendo por cuantas vías se nos presenten». El general Vásquez organizó en La Vega tres compañías de artillería sobrepasando la orden del ministro de la Guerra que solamente le había pedido formar media brigada.

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10 de marzo de 1845. Llegó a la capital una compañía del Cotuí al mando del comandante José Hernández y se le entregaron 100 fusiles. El teniente coronel José Valverde era el comandante del Cotuí. 18 de marzo de 1845. El teniente Silvestre Espinal llevó de la capital a La Vega cien fusiles. 21 de abril de 1845. «Enviados a La Vega 4 barriles de pólvora de cañón, una caja de piedras de chispa, 4 damajuanas de pólvora de cañón y 400 fusiles, vía Puerto Plata, a bordo de la goleta La Merced». 10 de noviembre de 1845. «Enviados a La Vega con el capitán Vicente Garrido $1,032 nacionales para gastos de guerra en esa provincia».37 7 de enero de 1846. Al jefe superior político de la provincia de La Vega. «He recibido Sr. general por el teniente Tomás Ramón Castillo de esa provincia los nueve prisioneros haitianos en la jornada de Beller, sin más nada por ahora que comunicar a Ud. El ministro de la Guerra Jiménez». 19 de enero de 1846. Remitidas a La Vega mil piedras de chispa con el teniente coronel José Rafael Gómez.38 Gómez llevó también $2,780 pesos nacionales para gastos de la guerra. En la misma fecha se le pedía al señor Raymundo Gómez, perceptor de La Vega, informe circunstanciado de las guarniciones de esa provincia para proporcionarles los fondos necesarios a su debido tiempo. (Ministerio de Hacienda, 1846). 1º de marzo de 1849. Al jefe superior político de La Vega: «Sr., pongo en su conocimiento que por partes recibidos del comandante en jefe de las fronteras del

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El capitán Vicente Garrido del batallón de La Vega, asimismo lo era el teniente Silvestre Espinal. En julio del 1845 se habían enviado a La Vega $4,064 nacionales; en octubre $74 nacionales y en noviembre $1,232 nacionales, para gastos de la guerra. Teniente coronel José Rafael Gómez, jefe de la brigada de artillería de La Vega. (Ministerio de Guerra y Marina).

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sur y de varias noticias venidas directamente de Santomas sabemos que en Caobas se encuentra un gran número de haitianos, a cuya cabeza se encuentra el presidente Soulouque; el gobierno en los actuales momentos está tomando las oportunas y necesarias medidas para que en caso de que intenten invadirnos sean nuestras fronteras defendidas lo mejor posible. Lo que pongo al conocimiento de usted para su inteligencia y gobierno. Sin más novedad Dios guarde a usted muchos años. Ministro de la Guerra».

16 de abril de 1849. Se le comunica al jefe superior político de La Vega la victoria de El Número. 18 de diciembre de 1855. Oficio al jefe político de La Vega. «De Santiago me han transmitido los partes de la línea hasta el 1º por los cuales he visto que los haitianos se apresuraban a las fronteras y que la presencia de las tropas de esa provincia se hacía allí necesaria. Espero por tanto que usted emplee toda su autoridad para que las tropas y las Guardias Nacionales marchen sin pérdida de tiempo».

Diciembre del 1855. Serían capellanes del Ejército los padres Octaviani, Valencia y Quezada. «De La Vega irá el presbítero Moya». (Oficio al general Domingo Mallol). 11 de diciembre de 1855. Oficio al gobernador político de La Vega: «Lamentable es señor gobernador una movilización general de tropas en las provincias del Cibao en los actuales momentos en que se necesita la presencia de cada individuo para la siembra del tabaco, pero no es posible dejar de tomar las medidas de defensa cuando se tocan esos mismos intereses, la vida, el honor, las familias».

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4 de diciembre de 1855. Oficio al jefe político de Santiago. Se le ordenaba hacer ir los herreros y armeros de La Vega a Santiago, «para arreglar los fusiles dañados». Se le decía en este oficio: «Santiago tiene que armar a la provincia de La Vega». 29 de diciembre de 1855. El capitán Castaño, del batallón de La Vega, llevó del arsenal de la capital a La Vega en una recua, 80 cajas de cartuchos de fusil, 200 cartucheras, 500 lanzas, 6 trompetas, 3,000 piedras de chispa. Se le decía al comandante superior militar que: «las balas de cañón de a 4, 6 y 8 no se pudieron enviar por no poderlas llevar la recua que Ud. mandó». También llevó 20 barriles de harina en saco. 22 de enero de 1856. Oficio al general libertador. Del Ministerio de la Guerra: «Por el dicho parte verá V. E. que Soulouque en Juana Méndez, con un ejercito de diez mil hombres, y aunque no se conocían sus intenciones es de suponer que cualquiera que sea su plan debe probar de nuevo la fortuna atacando Guayubín. En esta virtud he escrito a las provincias de La Vega y Santiago para el envío de la gente que queda en aquellos lugares».39

24 de enero de l856. Por disposición del ministro de la Guerra las cajas de guerra quitadas a los haitianos en Talanquera se distribuyeron entre los diversos cuerpos de La Vega y Santiago. Con estos diversos preparativos, y los demás de orden interno que tuvieron a bien tomar las autoridades competentes, concurrieron las aguerridas tropas de La Vega, en la campaña del

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Las fronteras del noroeste estaban bien resguardadas. El 22 de diciembre de 1855 decía el general Valerio al ministro de la Guerra lo siguiente: «La cantidad de tropas con que contamos en este lugar puede alcanzar a 7 mil hombres, número que creo muy suficiente para podernos batir a cualquier hora que se presente el enemigo, y hacerle pagar su imprudencia como siempre».

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1844-1846 a la gloriosa batalla de Beller, y en la del 1855-1856, a las acciones memorables de Talanquera y de Sabana Larga.

Testimonio de que da constancia la historia Batalla de Beller: «La columna del centro, con la tercera pieza, a cargo del teniente coronel Lorenzo Mieses, al mando del coronel José Nicolás Gómez, compuesta del regimiento número 3 de Santiago, del batallón de Moca y del de La Vega».40 Las tropas de La Vega se distinguieron de manera brillante en esta acción de «la luminosa sabana de Beller», y como lo dejó expresado Francisco Antonio Salcedo en su parte oficial, fechado en el cantón de la Boca de Guayubín el 28 de octubre de 1845. «No puedo señalar particularmente a ninguno de los que me acompañan, porque todos, sin distinción, cumplieron con su deber; todos merecen mi gratitud, y a todos los recomiendo a la nación». Talanquera y Sabana Larga: Dice el historiador García que al hacer retroceder las fuerzas haitianas a las dominicanas en el Paso de Macabón el general Franco Bidó «resolvió mandar en auxilio de Hungría y de Batista al comandante José Antonio Salcedo con quinientos hombres, a los cuales sirvió de práctico el oficial subalterno Benito Monción acompañándoles el capellán del ejército presbítero Dionisio de Moya». No olvidemos que el benemérito general Benito Monción nació en La Vega para el año del 1827.41 Don Manuel Ubaldo Gómez Moya, en su Resumen de la historia de Santo Domingo, al referirse a esta decisiva batalla, expresa que: «En medio del combate notó el coronel José Desiderio Valverde que por la parte en que estaba el general

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José G. García, Compendio..., tomo II, p. 307. Guido Despradel Batista, «Los Montion», en Historia de la Concepción..., p. 359.

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Manuel Jiménez con las tropas de San José de las Matas y Sabaneta, al mando de los coroneles Antonio Batista y José Hungría, se sostenía el fuego en retirada, por lo que se dispuso por el jefe superior, que el general Manuel Mejía con una parte de las fuerzas de La Vega, a las que se incorporó el capellán de la tropa presbítero Dionisio Valerio de Moya, los cazadores de Santiago y el batallón cívico de Jacagua al mando del coronel Nicolás Minaya, todos guiados por los valientes oficiales José Antonio Salcedo y Benito Monción, fueran en su auxilio. Con ese contingente derrotaron los dominicanos la división haitiana que por su fuerza numérica los había hecho retroceder.42 Manuel Mejía, Gral. de brigada, sub-jefe de la división del centro en la batalla de Sabana Larga».43

«El coronel Gerónimo de Peña, Chombito, herido de gravedad en esta acción murió el 20 de febrero siguiente, habiéndole llegado el despacho de general dos horas antes de su muerte». (Gómez Moya). «Oficio al general jefe de las fronteras del noroeste. Marzo 11 de 1856. Sobre la vacancia que hay de la plaza de coroneldel regimiento vegano por haberse elevado al grado de general al desgraciado patriota Sr. coronel Jerónimo de Peña (Q. E. P. D.) He tenido en cuenta las recomendaciones que me hace del teniente coronel Juan Francisco Guillermo, a quien indica usted

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Gómez Moya justifica esta versión sobre la batalla de Sabana Larga con unas «notas tomadas de una libreta del general José Desiderio Valverde, que me prestó su hijo Manuel en 1910». Trabajo publicado en El Observador, No. 24, 6 de julio de 1938. La Vega. En este trabajo dice Gómez Moya que por testimonio de Pepe Espínola y de su padre: «Al general Mejía, jefe de la columna, lo trajeron montado encima del cañón, en señal de triunfo». También nos da noticias don Ubaldo en este trabajo de que Pepe Espinola estuvo en Sabana Larga y de que «el padre Moya regresó al campamento con un kepis de un duque o un conde de la corte del emperador Soulouque». Archivo General de la Nación, libro copiador de oficios del Ministerio de Guerra y Marina, enero del 1856.

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como individuo apto para ocupar el puesto de coronel de ese regimiento. El ministro de la Guerra».44 «Coronel Gerónimo de Peña, comandante del fuerte San Nicolás, en las fronteras del noroeste».45 Por decreto del 22 de marzo el Congreso concedió a la señora Agustina Capellán, viuda del general Gerónimo de Peña, muerto de resultas de las heridas que recibió en la batalla de Sabana Larga, el suelo y la casa de madera que habita en Moca».46

VIII. El Paso de Chinguela (general José Durán) Como hemos dejado demostrado por la documentación citada anteriormente, brillante fue el aporte de La Vega en el desarrollo de nuestras victoriosas guerras de Independencia, pero cuando las valientes tropas veganas desempeñaron en estas campañas libertadoras un papel preponderante y de vital importancia para el mantenimiento del triunfo de las armas de la República, fue en aquellas diversas circunstancias en que bajo el mando experimentado del arrojado general jarabacoense José Durán ascendían las escarpadas vertientes del Macizo Central, para cruzando el paso difícil de Chinguela caer desde Constanza al valle de San Juan y hostilizar la retaguardia del enemigo en plenas llanuras sureñas. Porque eran dos frentes de batalla: el del sur y el del norte. Sin caminos por tierra y con la Cordillera Central como infranqueable barrera, en muy pocas ocasiones el soldado del Cibao peleó junto al del sur y al del este: ambos tuvieron su propio campo de batalla en sus regiones respectivas, y el Paso de Chinguela entre Constanza y San Juan fue el punto divisorio y la atalaya de expectación desde donde

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Ibídem, marzo de 1856. Ibídem, oficio del general Alfau al ministro de la Guerra, 12 de enero de 1856. José G. García, Compendio..., tomo III.

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el hermano contaba con una puerta de pase para prestar auxilio al hermano en caso de suma urgencia. Las tropas de La Vega al mando del general José Durán eran las centinelas permanentes de esta puerta de pase.47 Demostremos con los documentos que hemos podido reunir al respecto, este importante papel de las bravas tropas veganas en nuestras guerras de Independencia. Chinguela no debe pasar inadvertido para los cibaeños. Ante la inmovilidad de Santana en Baní, en la campaña del 1844-1846, la Junta Central Gubernativa resolvió organizar una columna de tropas cibaeñas que cayendo por el camino de Constanza, llegara al valle de San Juan. Duarte, ansioso de prestar sus servicios a la Patria en el campo de batalla, se ofreció para comandar las tropas del norte en esta osada operación. Pero la Junta, ya convertida en un hervidero de pasiones y de intrigas desestimó este espontáneo ofrecimiento del padre de la Patria con su comunicación del 10 de mayo de 1844. El general Ramón Mella fue el escogido para dirigirla y este le comunicó a Santana que «el 12 de mayo saldrían las tropas de La Vega sobre Chinguela». El futuro general libertador, lleno de astucia felina estacionado en medio de las dulzuras del valle de Peravia, ante el anuncio de Mella, dijo en su proclama del 16 de mayo de 1844 que «ningún obstáculo puede oponerse a las tropas de mi mando en su marcha, y a las columnas que vendrán inmediatamente de Santiago por Constanza»48… El abandono de Azua por Charles Hérard hizo innecesario que a esta operación se le diera toda la magnitud ya planeada, pero no obstante esto:

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En las guerras de Restauración las tropas veganas desempeñaron el mismo papel, siempre al mando del general Durán. Esta operación no la iban a realizar las tropas de Santiago, sino las de La Vega. Dice el historiador Gómez Moya: «Por el norte avanzaron también las de La Vega acantonadas en la estratégica posición de Chinguela, al sur de Constanza, bajo las órdenes del comandante José Durán, siendo las primeras que llegaron a San Juan». (Lecciones de historia de Santo Domingo).

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«Mella despachó por Chinguela algunas fuerzas al mando del comandante Durán, que aunque llegaron tarde a San Juan para hostilizar al enemigo que iba ya en retirada, llegaron a tiempo de proteger la ocupación de Azua por el comandante Antonio Duvergé y el contra pronunciamiento de Neiba por Tavera».

La importancia de esta operación ya la había previsto el cónsul Saint Denis cuando escribió al ministro Guizot el 17 de abril de 1844, lo siguiente: «Las tropas dominicanas, después de la derrota de la columna expedicionaria del norte, están plenas de confianza en sí mismas y se muestran impacientes por entablar lucha. El presidente Rivière se ha hecho muy fuerte en Azua para que sea prudente atacarlo allí. No se atreve a avanzar, y a menos que los dominicanos del norte vengan, como se espera, a atacar a su retaguardia, envolviéndolo por San Juan, es de temer que los dos ejércitos queden aún largo tiempo en las posiciones que ocupan, lo que agota los recursos de que pueden disponer».49

23 de marzo de 1849. Oficio al jefe superior político de La Vega: «Se le ordenaba mandar por el camino de Constanza mil o cuando menos quinientos hombres para cortar la retirada al enemigo caso que avance como puede suceder. El Sr. Presidente ha marchado para Azua con mucha gente y ese lugar está provisto de armamentos y pertrechos de guerra suficientemente».50

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«Correspondance du consul...», en loc. cit. Archivo General de la Nación, libro copiador de oficios del Ministerio de la Guerra, 1849.

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4 de abril de 1849. Al jefe político de La Vega: «Pongo en su conocimiento que ayer en la mañana se han batido nuestras tropas con la avanzada enemiga en el punto de Tábara y es de presumirse que hoy estén haciendo lo mismo en los conucos de Azua cuyo punto debemos sostener a todo trance para que no pasen, evitándolo la artillería del pueblo de Azua. Esta ocurrencia debe hacer redoblar los esfuerzos». (Ítem).

9 de abril de 1849. Se le comunica al jefe superior político de Santiago, general Salcedo, la pérdida de Azua y la salida para el cantón general de Sabana Buey del general Santana. (Ítem). 18 de diciembre de 1855. Oficio al jefe político de La Vega. «Deseo que Ud. vuelva a dar sus órdenes al coronel Durán para la reunión de su gente para que marchen a ocupar el punto que se le ha destinado y a Ud. toca proveerle armamento y pertrechos necesarios». (Ítem). 11 de diciembre de 1855. Oficio al gobernador político de Santiago. «El general libertador me escribió de Azua el 7 de los corrientes y entre otras cosas me dice: "Oficie Ud. inmediatamente al gobernador de La Vega para que dé sus órdenes a fin que el coronel Durán con su batallón o regimiento de Guardia Cívica de Jarabacoa pueda marchar, bien sea al valle de San Juan o a los lugares de los Ríos donde siempre ha acostumbrado acantonarse para impedir el tránsito del enemigo por Constanza". En consecuencia Ud. dará las correspondientes órdenes y advertirá al coronel Durán que debe ponerse en comunicación con el general libertador». (Ítem).51

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Al lado del general Durán se especializó en esas guerras de montaña otro general benemérito oriundo de Jarabacoa: Norberto Tiburcio, soldado de la Independencia y de la Restauración.

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IX. La jura de la Constitución La Constitución política votada por la Constituyente de San Cristóbal el 6 de noviembre de 1844, fue publicada y jurada en la ciudad de la Concepción de La Vega el día 22 de diciembre del mismo año. Esta Constituyente se reunió el 20 de septiembre de 1844, y fueron ante ella representantes por La Vega, Casimiro Cordero y Juan Reynoso y por el Cotuí, José Valverde. Un vegano ilustre también formó parte de esta Constituyente: el presbítero Juan de Jesús Fabián Ayala y García, preclaro fundador de la ciudad en la cual se votó la primera la Constitución de la República. En la iglesia parroquial, reunidas todas las autoridades y el pueblo, el presbítero doctor Elías Rodríguez, «catedrático de Derecho Canónico en la antigua Universidad de Santo Domingo» y en aquella época vicario interino de La Vega, pronunció el discurso de «publicación y jura». He aquí el lema de su discurso, de estilo elocuente y de pensamiento profundo: Custodite ergo verba pacti hujus, et implete ea: ut intetigatis universa que faciti».52 Lástima que por no extendernos demasiado en este estudio, no reproduzcamos el bien pensado discurso del doctor Elías Rodríguez. En él desfilan Moisés y el pueblo de Israel; se presenta la versión bíblica del proceso de la promulgación del Decálogo; se admiran las grandezas del arca de la Santa Alianza y se hace una explicación, capítulo por capítulo, del primer pacto fundamental que se dio en San Cristóbal, hoy bautizada con el título honroso de benemérita, a la República nacida en el Baluarte hoy hace justamente un siglo. Con estos brillantes párrafos cerró su discurso el doctor Elías Rodríguez: «Somos deudores a los patriotas que han trabajado en la redacción del pacto social; de tantos sacrificios, que

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«Guardad las palabras de este pacto y obedecedlas a fin que conozcáis vuestros derechos». (Deuteronomio, XIX, vers. 9).

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aunque descubriésemos algún lunar en la obra que nos han presentado, no podríamos aún considerarlos como imperfecciones, hasta que el tiempo y la experiencia no nos hagan palpar los inconvenientes. Debemos pues creerlo capaz de hacernos felices, puesto que asegura y determina nuestros derechos y nos enseña y facilita el cumplimiento de nuestros deberes».53

Este discurso fue publicado en un folleto en el 1845, en la Imprenta Nacional de Santo Domingo.

X. Duarte y La Vega La Vega, durante los primeros años de la Independencia, fue duartista. El padre de la Patria, el apóstol inmaculado del ideal de una nacionalidad libre y soberana, apartada de toda injerencia de cualquier poder extraño, tuvo en la hospitalaria ciudad de las orillas del Camú un numeroso grupo de partidarios sinceros y decididos. «Así, cuando el padre de la Patria le dispensó su visita, se vistió de regias gala y le demostró, de mil maneras, la admiración y el respeto que le tenía y la fe que ella abrigaba de que bajo su liberal, cívica e ilustrada dirección, la recién nacida nacionalidad caminaría por risueñas sendas de dignidad, de civismo y de progreso. Porque le amaba y porque en él creía, le hizo permanecer en su

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Al fundarse la Sociedad de Amigos del País, en 1846, «para abrir una suscripción general para facilitar y favorecer el regreso a su patria de todos los dominicanos esparcidos por el universo que carecieran de medios para efectuarlo a sus expensas», fue designado delegado en La Vega «para recaudar las suscripciones», el doctor Elías Rodríguez. 1846. En La Vega había ofrecido a la Diputación provincial, el cura de la parroquia doctor Elías Rodríguez, establecer clases de latinidad y filosofía y dar lecciones de teología moral y derecho público». (Memoria al Congreso del ministro Bobadilla, 1846. Citado por García).

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seno cinco días, brindándole a su noble persona como albergue el virtuoso hogar de las señoritas Villas y del Orbe, puras sacerdotisas del patriotismo».54

Pedro Santana, el perseguidor implacable del duartismo, en su proclama al «Pueblo y al Ejército» del 28 de julio de 1844 expresa que: «El anarquista Duarte, siempre firme en su loca empresa se hizo autorizar sin saberse cómo, por la Junta Gubernativa, para marchar a La Vega con el especioso pretexto de establecer la armonía entre el Sr. cura y las autoridades locales». Solamente Pedro Santana, en esta injusta proclama, ha hablado de que en La Vega hubiera existido divergencia entre su cura párroco y las autoridades en los primeros meses de la Independencia. La historia, en ninguna otra parte, nos da constancia de ello. Duarte fue al Cibao porque al convencerse con su clara visión de que en las regiones del sur y del este corría un inminente peligro de muerte su ideal de Patria libre, en las fértiles regiones del norte, aún no contaminadas por las oscuras maquinaciones de los Bobadillas y los Camineros, podía encontrar un apoyo para poder salvar la dignidad de la nacionalidad y el futuro de la libre existencia de la República. He aquí cómo relata Rosa Duarte la visita del insigne patricio a la ciudad de Concepción de La Vega: «Junio 21. Deteniéndose en el camino, el 24 llega al Cotuí en donde permanece hasta el 25 que sale para La Vega, en donde se encuentra y es recibido por su amigo y compañero de trabajos por la Independencia el presbítero doctor Espinosa, acompañado del comandante del pueblo; y estuvo allí hasta el 27 por complacer a sus amigos y al pueblo que con tantas demostraciones de afecto lo recibió. El 29 salió para Santiago».55

54 55

Guido Despradel Batista, Historia de la Concepción..., pp. 167-168. Como se ve, Rosa Duarte desvirtúa la falsa acusación de Santana contra Duarte. Aunque ella dice que Duarte estuvo en La Vega del 25 de junio de 1844 hasta

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El perínclito Ramón Mella proclamó en el Cibao a Juan Pablo Duarte como presidente de la República. El santanismo reaccionó, y los patriotas que en el augusto seno de La Trinitaria juraron crear la realidad gloriosa de Febrero, cayeron víctimas del hombre que del rústico hato del Prado saltó a Azua, de Azua, a la inactividad calculada de Baní y de aquí, al poder supremo del naciente Estado dominicano. El general Manuel Mejía fue quien pronunció a La Vega a favor de Pedro Santana.56 Cerremos este estudio dedicándole un recuerdo de reconocido respeto al duartista fervoroso presbítero doctor José Eugenio Espinosa quien fue cura y vicario foráneo de la parroquia de La Vega desde julio del 1837 hasta el mes de noviembre del 1844. Este febrerista sincero y diligente nació en la ciudad de Santiago de los Caballeros hacia el año del 1800 y murió en el poblado de San José de las Matas el martes 21 de febrero de 1882, después de haber ejercido el curato de este hermoso paraje de las sierras durante 48 años consecutivos. Fue su padre don José Espinosa y su madre doña María del Pilar Azcona, ambos vecinos naturales de Santiago. Se doctoró en Sagradas Teologías en la regia y pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino. El primero de mayo de 1809, en la ciudad de Santiago y ante el alcalde don Rafael Tovar asistido del escribano público Carlos de Rojas, dictó su testamento don José Espinosa. En él declara ser hijo legítimo de don Pedro Espinosa y de doña Isabel de Ortega, «todos vecinos naturales de Santiago. Pidió

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el 27 del mismo mes, ella expresa más adelante que él salió para Santiago el 29 de junio. Por lo tanto, Duarte estuvo en La Vega desde el 25 hasta el 29 de junio de 1844. (Rosa Duarte, «Apuntes para la historia de la isla de Santo Domingo y para la biografía del general dominicano Juan Pablo Duarte y Díez»). La leyenda de Rufinito es la expresión tradicional del duartismo de La Vega en los primeros meses de la Independencia. (Véase Guido Despradel Batista, Historia de la Concepción…, pp. 170-172). Observaciones pertinentes: en la introducción de esta monografía ofrecimos presentar en su final una nota bibliográfica. No la presentamos porque entendemos que en las notas la bibliografía está contenida completa.

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ser enterrado en la «bóveda de Nuestra Señora del Carmen», y declaró además que: «Soy casado con doña María del Pilar Azcona, hija legítima de don José de Azcona y de doña Antonia López, vecinos de esta ciudad; su padre natural de España en Europa, y su madre de esta ciudad, y dicho nuestro matrimonio fue celebrado en esta parroquia, in facie ecclesiae, y en el que hemos procreado por nuestros hijos legítimos, cuatro, Petronila, Ramón, Eugenio y Ramona, de los que solo existen vivos, Petronila de edad de trece años cumplidos, y Eugenio de nueve, declárolo para que conste».

Con este párrafo se cierra el testamento de don José Espinosa, padre del patriota presbitero José Eugenio Espinosa: E instituyo por mis legítimos y universales herederos de mis bienes a mis dos hijos Petronila y Eugenio para que los posean y gocen en paz, siendo tutora y curadora de los referidos mis hijos mi referida mujer».57 El padre José Eugenio Espinosa, uno de los más ardientes obreros de la Separación en el Cibao, sirvió también a la causa de la Restauración de la República, hasta el extremo de que llegó a formar parte de la Junta de gobierno establecida en

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Testamento de D. José Espinosa. Santiago, 1º de mayo de 1809, ante el escribano público Carlos de Rojas. Testigos: Simón de Rojas, Francisco Holmeda y Vicente Rodríguez. (Del archivo del licenciado Rodríguez Demorizi). Según consta en dicho testamento don José Espinosa poseía en Santiago, «la mitad del solar que se halla en la calle en que vivía don Juan Delmonte en frente de las Zapatas». El 10 de diciembre de 1883, el notario Joaquín Delmonte certificó que Petronila Espinosa y María Merced Santelices vendieron «el solar situado en la calle de las Rosas en esta ciudad a favor de la señora Josefa Pérez». Don Juan de Espinosa, casado con doña María Ana de Espinal (sic), fueron sus hijos: Isabel, Teresa, Catalina, Mariana y el licenciado Luis de Espinosa «vicario que fue de esta ciudad de Santiago» (1802). Don Juan de Espinosa era hermano del padre de don José Espinosa. Todos estos Espinosas son oriundos de Santiago.

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Santiago en 1865 y la cual presidió el prócer Benigno Filomeno de Rojas.58 La Vega tiene contraída con el padre Espinosa una eterna deuda de gratitud… Boletín del Archivo General de la Nación, XII:61 (abril-junio de 1949, pp. 111-142)

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«Ha fallecido en San José de las Matas, en una edad octogenaria, el ilustre sacerdote don José Eugenio Espinosa, uno de los primeros ciudadanos que en estas comarcas del Cibao, concurrió con patriótico entusiasmo a la gran obra de nuestra Independencia, así como también fue uno de los primeros en contribuir después a la grandiosa lucha de la Restauración. ¡Paz a los restos del benemérito sacerdote, que supo cumplir con los sagrados deberes del patriota!». El Porvenir, No. 441, Puerto Plata, sábado 4 de marzo de 1882. «Duelo. Ha fallecido en San José de las Matas a los 82 años de edad el presbítero Eugenio María Espinosa, 42 de ellos empleados en el modesto y fecundo ministerio parroquial del lugar donde terminó la vida presente; este ilustrado sacerdote fue uno de los primeros que en comarcas del Cibao concurrió con patriótico entusiasmo a la gran obra de la Independencia. Sometámonos a los inescrutables decretos de la Divina Providencia al cumplir con el deber de consagrar el tributo de nuestra admiración al digno ministro del Dios de bondad». La Crónica, año viii, No. 145, 7 de marzo de 1882. Redactor y editor: Francisco Xavier Billini.

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La Municipalidad de Santo Domingo ante el golpe libertador del 27 de Febrero I Orígenes de la Municipalidad de 1843 Hacia el occidente de nuestra isla, en las llanuras de Torbeck donde tenía su asiento la Sucrerie Praslin, los revolucionarios haitianos antiboyeristas en armas, y bajo el comando recio de Charles Hérard Aîné, inician, el 27 de enero de 1843, el movimiento de La Reforma. La Sociedad de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, instalada en Los Cayos para el mes de agosto de 1842, fue el verbo palpitante que esparció de occidente hasta oriente del territorio insular los brillantes principios de su ideología, y en Mapou Dampis, en medio de los cafetales exuberantes de Léogane, la armada revolucionaria da el tiro de gracia a los restos de las fuerzas de aquel gobierno autocrático que por veintidós años esclavizó al pueblo dominicano guiado por el absurdo principio de conquista de Louverture. Jean Pierre Boyer, el presidente inculto que recibiera de los reales labios de Luis Felipe de Francia el aristocrático llamado de príncipe, al cabo de veinticinco años de ejercer el poder dirigido únicamente por su voluntad ciega y despótica, había sido derrocado en nombre de los principios liberales que predicaba al pueblo la elocuencia desbordada de Hérard-Dumesle y de David Saint-Preux y que hacía arder los corazones en ansias de libertad – 95 –

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en los banquetes patrióticos de Jacmel y en las manifestaciones públicas de Jeremías que presidía el espíritu iluminado de Petion. En esta parte del este tenía que tener obligatoriamente repercusión el movimiento revolucionario iniciado en Praslin, no solamente entre el elemento haitiano antiboyerista, sino también en medio de aquella masa de dominicanos patriotas que laboraban de manera convencida por la creación de una Patria libre en el seno de La Trinitaria y también en medio de aquellos otros dominicanos, que aunque no tenían fe en el ideal de independencia pura y simple, no admitían el yugo haitiano y buscaban, para deshacerse de él, el protectorado de una nación extraña. Thomas Madiou ha dado una fiel interpretación a este hecho histórico cuando ha dicho: «Desde que Boyer salió de Santo Domingo en el 1822 el pueblo y los hombres de élite de la parte del este, no aspiraron más que a una separación que era, en sus tertulias, el ideal político, hasta de aquellos que, por sus empleos y sus relaciones, parecían ser los más unidos a los haitianos».

No cabe duda, el pueblo, en general, no quería la dominación del haitiano. En esto el pueblo dominicano ha tenido y tiene una postura fija que es el factor básico para el mantenimiento de su nacionalidad. Y en el 1843, cuando surgió el movimiento de La Reforma, muchos dominicanos se adhirieron a él como un primer paso práctico hacia la liberación definitiva, y otros, para dar tiempo a la elaboración de su ansiado protectorado francés. La posición ideológica de dos hombres en aquel momento crucial de nuestra existencia como nación y como pueblo, deja delimitado todo el sentido de aquella obra histórica: en la de Juan Pablo Duarte, con la inspiración de su apostolado en favor de una independencia pura y simple, y en la del corregidor Buenaventura Báez, cuando desde el altar de la Patria declara no oponerse al pronunciamiento en contra del haitiano, pero declarándose él francés.

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En la antigua Santo Domingo de Guzmán los reformistas se reúnen para iniciar públicamente su desconocimiento del gobierno de Boyer, en la plazoleta del Carmen, el 24 de marzo de 1843. El gobernador Carrié envía sus fuerzas para ordenarles que se dispersen y ante la resistencia de los revolucionarios reformistas, la voz de mando despectiva que diera Cousin, hace que la metralla los haga retirar precipitadamente. En San Cristóbal se organizan para la lucha los reformistas; pero cuando Carrié abandona la plaza ante la contundencia de los hechos consumados, entran en Santo Domingo, encabezados por el general Desgrotte y constituyen una Junta de Gobierno. Era el 29 de marzo de 1843. El 4 de abril de l843, en Puerto Príncipe, fue nombrado el gobierno provisional, el cual decretó que el 15 de junio debían reunirse las asambleas primarias y el 15 de septiembre, aquella célebre y pintoresca Constituyente que a los tres meses de movidas y apasionadas discusiones, y «después de sacrificar muchos discursos ante el altar de la Patria» para no irritar demasiado la desesperación de Charles Hérard, votó aquel pacto fundamental que al estar, a golpes de teorías, tan alejado de la realidad social y política del medio en donde se quería aplicar, fue tildado de «pequeño demonio» por el constituyente Saint Amand cuando se le remitió para su proclamación al presidente Hérard. Ha escrito H. Pauleus Sannon, en su Essai historique sur la révolution de 1843, lo siguiente: «En el este, donde la supremacía del oeste, supremacía de negros, debía ser necesariamente odiosa a personas que se reclamaban enfáticamente de sangre castellana, (…) pero lejos de proclamar la separación ex abrupto, debían aceptar los principios y las consecuencias de la revolución de occidente, y como en todas partes, se crearon municipalidades y se procedió a las elecciones para la Constituyente».

Justamente, pero en la elección de estas municipalidades, que en la ciudad de Santo Domingo tuvieron efecto el 15 de

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junio de 1843, se realizó el rompimiento definitivo entre los patriotas dominicanos y el elemento reformista haitiano. En ellas, Juan Pablo Duarte y sus compañeros trinitarios hicieron triunfar sus principios políticos; triunfo que hizo exclamar al delegado del gobierno de Puerto Príncipe, Augusto Brouat, que «la separación de la parte española es un hecho», y el cual ha sido considerado por don José Gabriel García como «precursor del alcanzado después en la noche memorable del veintisiete de Febrero de mil ochocientos cuarenta y cuatro». Efímera fue la existencia de esta Municipalidad surgida del sufragio popular. Cuando en la plaza Petion de la capital haitiana se proclamó la nueva Constitución del 2 de enero de 1844, el pueblo gritó: ¡Abajo los prefectos! ¡Abajo la Municipalidad! Estos gritos interpretaban los sentimientos del presidente Hérard, quien al ordenar a los comandantes militares de provincias que procedieran a proclamar en sus jurisdicciones respectivas la nueva Constitución, ese «pequeño demonio» que desde el primer momento él consideró inejecutable, les trasmitía verbalmente instrucciones para que la armada y el pueblo protestaran de ella, y muy especialmente de la creación de las municipalidades. En San Marcos llegaron al colmo las consecuencias de este maquiavelismo de Rivière cuando la soldadesca, al intentar cerrar la Municipalidad, asesinó vilmente al constituyente Bazin y al juez de paz Adam, acusados por el general Thomas Hector de querer «restaurar las instituciones de Leclerc y Rochambeau» (18 de febrero de 1844). Pero la primera Municipalidad víctima de este espíritu antiliberal de Charles Hérard fue la de Santo Domingo; sobre todo por haber ella surgido en medio de las intrigas del elemento reformista haitiano al dejar patente su elección el vivo deseo del pueblo dominicano de dirigir por sí mismo sus propios destinos. Para el mes de abril emprende Charles Hérard «su marchatriunfal para ganar los territorios a las ideas de la revolución»; y después de tomar enérgicas medidas en contra de los patriotas dominicanos en los territorios del Cibao, llegó a la ciudad de

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Santo Domingo el 12 de julio de 1843. La intriga lo esperaba armada con sus cobardes delaciones y el alma de todo un pueblo, de raza y de lengua distintas a las de sus opresores, le dio la más glacial bienvenida. Los patriotas fueron encarcelados y perseguidos y destituidos los constituyentes; y a los miembros de la Municipalidad, «los hizo reemplazar, bajo la presión de su autoridad, por haitianos o por sus partidarios» (Madiou). «Aproveché, escribe Charles Hérard, esta buena disposición para organizar la Municipalidad y obrar contra los facciosos» (13 de julio de 1843).

II Funciones de la Municipalidad de 1843 Esta nueva Municipalidad de Santo Domingo, formada por mandato de la férrea voluntad de Charles Hérard Aîné, fue pomposamente instalada el 14 de julio de 1843.1 He aquí la nómina de sus componentes: Domingo de la Rocha, corregidor; José Mateo Perdomo, Nicolás Henríquez, Julián Alfau, Francisco Cruz Moreno, Felipe Calero, Lucas Hinojosa, Lovelace y Dupont, consejeros. El 4 de septiembre se juramentaron como consejeros Hipólito Pierret y Manuel Jiménez, y más tarde, Pedro Ricart. Actuaba desde su instalación como secretario provisional José María Serra. En la sesión del 11 de agosto (1843) Félix María Ruiz solicitó el cargo de secretario titular, pero la Junta le declaró «que no podía aún nombrar un secretario titular»; prosiguiendo Serra en sus funciones de provisional: pero en la sesión del 9 de septiembre se dio lectura a una carta de José María Serra en la cual exponía «que no pudiendo continuar desempeñando las funciones de secretario provisional

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Según consta en el acta de la sesión de la Municipalidad de Santo Domingo celebrada el 28 de agosto de 1843, la Municipalidad fue instalada el 28 de julio de 1843. Hérard es quien dice en su informe que la instaló pomposamente el 14 de julio. (Citado por José Gabriel García). Despradel debe referirse a la obra de José G. García, Compendio de la historia de Santo Domingo, pero no indica la edición, el tomo ni las páginas de la misma. (N. E.).

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por algunas razones poderosas, le es preciso retirar sus servicios». Fue nombrado secretario Pedro A. Bobea por recomendación del mismo Serra.2 Amplias y diversas fueron las funciones acordadas a esta Municipalidad: de ella dependía la Guardia Nacional, al frente de la cual puso personalmente Charles Hérard al coronel Felipe Alfau, y además un cuerpo de policías, cuyo comisario fue durante todo su mandato el capitán Leandro Espinosa; remataba y administraba los servicios de patentes, de mercado y de tránsito por las barcas3 y ejercía el control sobre el curso de la moneda; se ocupaba del ornato de la ciudad y del mantenimiento y protección de la salud pública, muy especialmente con los servicios del Hospital de San Lázaro y del Hospicio que para el mes de octubre de dicho año 1843 se acababa de fundar en Santa Clara;4 tenía el control sobre los bienes nacionales, sobre

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Estos datos son tomados de las actas de la Municipalidad de Santo Domingo que reposan en el Archivo General de la Nación. Nótese cómo Serra, trinitario, es el primer secretario, Ruiz, también trinitario, solicita la secretaría, y cómo Bobea, de los encabezados en el golpe del Conde, ocupa la secretaría recomendado por el mismo Serra. Aquí se trasluce una labor de control revolucionaria sobre la Municipalidad de parte de los trinitarios en su engranaje vital, que es la secretaría. Eran tres barcas: la del Ozama, la de Santa Cruz y la de Jaina. Los enfermos de San Lázaro recibían una subvención del gobierno. En la sesión del 23 de septiembre la Municipalidad se dirigió al gobierno provisional para que se aumentara el estipendio a los pobres de San Lázaro, «pues para eso tiene ese establecimiento sus haciendas que han recaído en el gobierno». Para esa época eran bastante numerosos los leprosos en esta ciudad y la Municipalidad se vio precisada a ordenar al comisario de policía que los recogiera y los hiciera internar en San Lázaro. Otro problema serio de sanidad se presentó a la Municipalidad al declararse en esta ciudad la epidemia de viruelas. El 23 de noviembre de 1843 se tuvo noticias «de los estragos que hacía la viruela en Saint Thomas». La Municipalidad envió un expreso a Puerto Príncipe a buscar la vacuna, pero allí no la había y ya el 25 de diciembre la Municipalidad se vio precisada a reunirse «para tomar las debidas precauciones sobre un niño que por oficio del médico en jefe estaba con viruelas». Ya el 27 de diciembre estaba expandida la epidemia de viruelas y se escogió como sitio de aislamiento de los atacados «la casa nombrada la Generala, sita extramuros de esta ciudad». Al estar esta casa en los alrededores de San Carlos, los moradores

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todo de aquellas propiedades que habían sido secuestradas a las personas que por causas políticas abandonaron el territorio nacional;5 designaba los defensores públicos;6 en una palabra, tenía a su cargo, como corresponde a toda institución de su naturaleza y no obstante encontrarse nuestro pueblo conquistado y ocupado militarmente, todo el gobierno del municipio, y era además el portavoz en esta ciudad capital de la parte del este de los actos y propósitos políticos del gobierno de Puerto Príncipe. Precisemos con la presentación de varios hechos históricos concretos la significación y la labor de esta Municipalidad que rigió la vida de la ciudad de Santo Domingo durante el año del 1843, ya que este año, el cual se inició con el movimiento revolucionario haitiano de La Reforma, fue el decisivo para la cristalización de nuestro grito de Independencia, y porque al haber sido esta ciudad primada el centro vital que inició y mantuvo el nacimiento de la República, es lógico y necesario que nosotros conozcamos las actuaciones de aquella Municipalidad, constituida, con una sola excepción, por dominicanos, y representante civil, político y administrativo en esta capital del este, del gobierno opresor de occidente, durante ese año crucial y definitivo del 1843.

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de ese sitio protestaron de tal medida, pero la Municipalidad mantuvo su resolución. La vacuna se envió a buscar a Curazao, pero tardó mucho en llegar. La trajo de Curazao David León. Sobre esta cuestión de los bienes nacionales se presentaban casos muy curiosos. Por ejemplo, Hérard envió una carta a la Municipalidad «para que se le compense al ciudadano Henault con 32 carros de tierra de los terrenos de Mendoza, sección de Jainamosa, por igual cantidad de que es propietario en Fort-Liberté que el antiguo gobierno le había usurpado» (4 de septiembre de 1843). Así también Hérard ordenó a la Municipalidad que se entregaran terrenos en esta parte del este a varios soldados del batallón sagrado de Praslin. Los defensores públicos anteriores eran J. N. Tejera y Tomás Bobadilla. Fueron nombrados, en agosto de 1843, como defensores: Manuel Valencia, N. Tejera, W. Concha, Benito González, B. Latour, José Piñeyro. Seguramente que Bobadilla fue excluido por sus valiosos servicios prestados al gobierno de Boyer.

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Esta parte de nuestro estudio parecerá algo desarticulada, ya que los hechos presentados en ella son de naturaleza tan diversa; pero desde el punto de vista de la documentación histórica ella es fundamental, ya que nos dará a conocer concretamente la vida funcional de la Municipalidad de Santo Domingo durante el año definitivo para el proceso de elaboración de nuestra Independencia y nos permitirá comparar sus actuaciones con las de otras municipalidades de América frente a similares situaciones; actuaciones, que como se verá, no dieron manifestación en ningún momento de ese espíritu de patriotismo y de lucha que informó la existencia de otras muchas municipalidades que en este hemisferio sirvieron de cuna a la Independencia de sus pueblos respectivos. La Guardia Nacional. Su organización, dirección y mantenimiento dependían de la Municipalidad. Su jefe superior, que como hemos visto lo era el coronel Felipe Alfau, recibía sus ordenes directamente de la Municipalidad, pero las autoridades militares superiores haitianas, que eran a la sazón el general de división Pablo Alí y el general de brigada Etienne Desgrotte, ejercían sobre este cuerpo militar un control superior. Vamos a demostrarlo con dos ejemplos al caso. En la sesión del 22 de noviembre (1843) el comandante Carlos García, de la Guardia Nacional, denunció a la Municipalidad «a un hombre que el día anterior había informado al capitán de la caballería Polo que llevaba órdenes para reunir la compañía de africanos, de lo que también daría parte al capitán Esteban Pou». Ante esta denuncia, la Municipalidad comunicó el caso al comandante del distrito y le remitió al comandante García y al capitán Polo. Días después el general del distrito desestimó la denuncia formulada por García y por Polo por considerarla una intriga de ambos en contra del capitán Esteban Pou, y le dijo a la Municipalidad, «que son poco exactos los querellantes y que todo milita en favor del capitán Esteban».7

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Parece ser que este capitán Esteban Pou, quien comandaba la compañía de africanos, era un protegido de las autoridades militares haitianas. Ya hemos visto cómo en este caso el general Desgrotte le da a él la razón y tenemos noticias por Madiou cómo cuando el golpe del 27 de Febrero el general Desgrot-

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Una comunicación del coronel de la Guardia Nacional fue leída en la sesión del 12 de noviembre; en ella el coronel Alfau le anunciaba a la Municipalidad «un grande desorden ocasionado en la plaza de la Misericordia el día anterior por la tarde estando en el ejercicio los Nacionales». Los soldados Eugenio Contreras y Polito Beck fueron los autores del desorden al desobedecer al coronel Alfau y hacer armas en contra de él. «El primero, decía el coronel Alfau, fue hecho preso y el segundo se hallaba herido en el Hospital».8 El 13 de noviembre la Municipalidad, atendiendo «a que el consejo militar aún no está formado», designó un consejo especial nacional para que conociera solamente de este caso y designó como su presidente al coronel de Nacionales Regla Mota, de la común de Baní.9 Esta resolución fue comunicada al general Alí, quien le manifestó a la Municipalidad, el 14 de noviembre, que: «Al estar en vigor la Ley Marcial los delitos cometidos por los Nacionales, sobre todo en servicio, pertenecen a

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te contaba con el apoyo de este batallón de africanos, el cual les cerró el paso en Ingenio Fría a las gentes que venían de Los Llanos a prestar sus servicios a la causa de la Patria. Sabemos por Madiou cómo en esta oportunidad Joaquín Puello envió a su hermano Eusebio para que le dijera al comandante Esteban Pou que si no entraba con el batallón de africanos lo haría entrar a cañonazos. Pou no quiso entrar de Pajarito a la ciudad con el batallón, y si no es por la decisión de los capitanes de dicho cuerpo José de la Cruz y Santiago Basora, este cuerpo no hubiera prestado su cooperación a los patriotas del Conde. Después de constituida la República, el comandante Esteban Pou conspiró contra ella y fue degradado, hecho prisionero y enviado en confinamiento a Moca, como lo expresa el oficio de fecha 19 de enero de 1846 enviado al general Salcedo, el cual dice que «con la escolta que llevó los presos haitianos y que llevaba a Moca al ex comandante Esteban Pou». (Archivo General de la Nación, oficios de Guerra y Marina, 1845-1846). Se refiere a los haitianos tomados prisioneros en Beller y enviados de Santiago a esta ciudad capital. El Hospital Militar, del cual eran médicos de primera y segunda clase respectivamente Juan Bernal y Sannon. Este consejo militar especial estaba constituido por el coronel Regla Mota, por el capitán Miguel Mendoza, por el teniente Théophile Nerach, por el alférez J. A. Ramírez, por el sargento Tomás Concha, por el cabo Paulino Peralta y era su capitán relator Joaquín Delmonte.

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los consejos militares especiales, cuya formación pertenece al comandante del distrito y que por lo tanto se ve obligado a desconocer la legalidad del consejo especial que la Municipalidad ha formado».

A Contreras y a Beck ni los juzgó el consejo especial que dispuso la Municipalidad, ni tampoco la comisión militar de que hablaba el general Alí; pues en la sesión del 16 de febrero de 1844, a los cuatro meses de haber presentado su denuncia el coronel Alfau, volvió a conocer de nuevo la Municipalidad el caso y resolvió «que el dicho Contreras fuese presentado a la Junta en la sesión del viernes próximo con el objeto de hacerle algunas amonestaciones». Y a la sesión del 23 de febrero se presentaron los soldados de la segunda compañía del primer batallón, a la cual pertenecía Contreras, para recibir las amonestaciones que en nombre de la armonía les haría el corregidor, quien terminó diciéndoles a los soldados «que al ser ese cuerpo el depositario de la confianza y seguridad pública debía él corresponder a ella».10 La Guardia Nacional era un cuerpo con funciones estrictamente militares, pues para realizar las otras funciones de orden público, tenía la Municipalidad un cuerpo de policías y contaba con los servicios de los llamados comisarios de isleta.11 Tal como fue dispuesto en la sesión del 10 de febrero de 1844, «los agentes estarían condecorados con casaca azul con botonadura blanca y espada ceñida». Los comisarios llevarían, a más de la cinta na

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Nosotros seguimos con interés este caso buscando en él alguna manifestación de conspiración de carácter patriótico de parte de la Guardia Nacional. Nos fue sospechosa la demora de la Municipalidad para resolver el caso; la omisión que ella hizo de la advertencia del jefe haitiano, y el haber ella renunciado a hacer juzgar a los insubordinados por el consejo militar especial que ella designara, para limitarse, a los cuatro meses, a hacerle una simple amonestación verbal a la compañía a la cual pertenecían los dos insubordinados. Si hubo algo de eso, no hemos podido averiguarlo. Ya hemos dicho que el primer comisario era el capitán Leandro Espinosa; el segundo comisario era Lucas Velázquez. Espinosa tomó parte interesante y activa en el golpe del 27 de Febrero. He aquí los nombres de algunos comisarios de isleta: Wenceslao Concha, Joaquín Gómez y Juan Esterlin. Concha y Gómez estuvieron en el golpe del Conde.

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cional, «su condecoración con una medalla de plata con esta leyenda: “Comisario de Policía: Unión, Orden Público”». En la plaza de la Misericordia se pasaban en revista los guardias nacionales, pero después del acto de insubordinación que hemos relatado, la Municipalidad hizo publicar un bando para hacer saber a la Guardia Nacional «que los ejercicios se harán en la Plaza de Armas y que se prohíbe bajo las penas militares el que lleven su fusil cargado o municiones consigo». (Sesión del 15 de noviembre de 1843). Pero poco tiempo después los oficiales de Nacionales pidieron a la Municipalidad que los ejercicios se volvieran a practicar en la plaza de la Misericordia; petición a la cual accedió la Municipalidad, «bajo la condición de que viniera el cuerpo a formar en la puerta de la Municipalidad, de donde habrá de desfilar pasando por la Plaza de Armas dirigiéndose por la calle del Conde a la plaza de la Misericordia».12 Los acontecimientos políticos suscitados en el mes de agosto del 1843 en Haití, los cuales pretendían quitarle el poder a Charles Hérard, dieron lugar a la proclama lanzada el 5 de agosto por el jefe de operaciones del gobierno provisional de Puerto Príncipe y al decreto que ordenaba la movilización de la Guardia Nacional. Con tal motivo se reunió en pleno el 27 de agosto de 1843 la Municipalidad de Santo Domingo, ante la presencia del general de división Alí, del general de brigada Desgrotte, del coronel Felipe Alfau y de los oficiales de Nacionales de la ciudad y de los campos. He aquí lo que hace constar el acta de la sesión solemne de ese día: «El consejero Lovelace leyó la proclama del 5 del corriente y el decreto que moviliza la Guardia Nacional y prosiguió con una alocución propia del momento,

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La casa donde celebraba sus sesiones la Municipalidad, sesiones que comenzaban a las doce del día, era propiedad del coronel Carrié, y por ello el 7 de febrero de 1844 se presentó ante la Municipalidad el señor Abraham Coen, apoderado de dicho general Carrié, «reclamando en su nombre el local que la Municipalidad ocupa actualmente»; esta le contestó a Coen que «determinará satisfacer lo más presto este requerimiento».

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concluyendo con vivas a la Libertad, a la Independencia y a los principios de la Revolución. El corregidor pronunció un discurso invitando a la adhesión a la Patria, el que fue acogido también con ¡viva la Libertad!, ¡viva la Independencia!, ¡vivan los principios de la Revolución! El coronel de la Guardia Nacional Felipe Alfau manifestó los deseos de probar al gobierno su patriotismo, y presentó una carta que dirige al general de división Hérard asegurando que el cuerpo de Nacionales está dispuesto para oponerse a la facción que amenaza a la República, la que fue firmada por toda la oficialidad».12 bis 13

Funciones administrativas. Cuando gobernaba Boyer, Narciso Sánchez, amparado en un permiso que le diera el general Borgella, estableció una tienda en la plaza del Mercado; lo mismo 12 bis

«Sentinelle de la Liberté. No. 1, 13 septembre 1843. Liberté ou la mort. République haïtienne. La Garde nationale de Santo Domingo, au Général de division Charles Hérard Aîné, Comandant de l’armée expeditionnaire, et répresentant du Gouvernement provisoire, dans les parties du Nord et de l’Est. Général, frère et ami. Nous avons entendu le cri d’alarme jeté dans le Sud; quelques ambitieux ont voulu souiller la plus belle révolution morale qui ait jamais illustré un peuple. Ils se sont trompés. Nous avons foi en notre pays. Nous avons foi en notre étoile. Nous n’avons pas chassé la tyrannie pour passer de la liberté à la monarchie. En nous donnant nos drapeaux, vous nous avez fait jurer de maintenir nos libertés et l’ordre public, nous maintiendrons nos sermens; si ces libertés; si cet ordre public sont compromis, ordonnez, et vous verrez à votre voix toutes les Gardes Nationales de l’Est se léver comme un seul homme au sécours de la Patrie menacée. Nous le jurons. El coronel de la Guardia Nacional, F. Alfau. Santo Domingo, le 27 août 1843, et le prémier de la régénération. Le Commandant du 1er. Bataillon, José G. Brea. Le Commandant du 2e. Bataillon, Auguste Bernier. Machado, Juan Ravelo, A. Bernard, Lucas Velázquez, Angel Morales, St. Cloir Luc, Florentin Duluc, J. Lamarze. La Municipalité certifie que les signatures qui précedent ont été données par les officiers des susdits sections composant les trois bataillons de la campagne. Santo Domingo le 28 août 1843, 40e. et le 1er. de la régénération. Le Maire président de la Municipalité, Rocha. J. María Serra, secretario pro. et d’autres signatures». (Archivo del licenciado E. Rodríguez Demorizi).

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hicieron, asistidos del mismo apoyo, John y Carmen Morcelo. En su sesión del 21 de agosto de 1843 la Municipalidad resolvió que debían pagar anualmente doce pesos de arrendamiento ellos y las demás personas que se establecieran en la plaza del Mercado.13 El arrendamiento de los barcos de Santa Cruz, del Ozama y de Jaina era otra fuente de entradas para la Municipalidad, así como también las patentes y el remate de la carnicería y de los demás derechos de alcabala.14 Otra fuente de apreciables entradas era el pago de los derechos aduaneros, estando al frente de esta rama de la administración Ricardo Miura.15 En fin, todas las actividades financieras del departamento de Santo Domingo estaban bajo la dependencia de la Municipalidad, pero es necesario admitir que el estado económico de aquel gobierno municipal no era floreciente, ya que, entre otros muchos ejemplos, en septiembre de 1843 «se trató de abrir una suscripción para facilitar el aseo de la ciudad», y no se podían abrir nuevas escuelas que hacían falta ni aumentar el número reducido de los agentes de policía por «carecer la Municipalidad absolutamente de fondos».16 14

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Parece ser que la plaza del Mercado contaba para esta época con muchos establecimientos, pues el 31 de agosto los pescadores solicitaron a la Municipalidad un local en dicha plaza para el expendio de sus pescados; solicitud a la cual no pudo acceder, «por no haber capacidad en dicha plaza». Era rematista de la carnicería para este año de 1843 Manuel Cabral Bernal y de los derechos de alcabala José María Mella. Las reses se mataban en la sabana del Estado. Para determinar el tonelaje existían unos individuos que se llamaban «medidores de buques». La comisión encargada de examinarlos estaba formada por Ricardo Miura, Jean Evert, comandante de la Marina, Adolfo Nouel, preposé de Guerra y Marina y por un Brohn, capitán de barco. No hay duda que el ornato público y las condiciones sanitarias de la ciudad dejaban mucho que desear en la época que historiamos. La basura, en muchos sitios, hacía intransitables las calles y era tan deficiente el desagüe de ellas que se le dio comisión al consejero Calero para que se ocupara «de la apertura de los caños para franquear el desagüe» de la calle del Tapado y del callejón de Santo Domingo (6 de octubre de 1843). Además, el terremoto del mes de mayo de 1842 dejó muchos edificios en estado ruinoso, al extremo que en el acta de la sesión del 2 de octubre se lee que: «El presidente propuso la moción sobre algunos edificios arruinados que hay cuyas brechas perjudican a la policía la que se puso en discusión y se

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Funciones políticas. Ya hemos dicho que la Municipalidad era la representación del gobierno provisional de Puerto Príncipe en esta ciudad capital del este. Que la exposición de varios hechos históricos nos ilustre sobre la extensión y la naturaleza de esta representación. Anteriormente hemos hecho referencia del acto público de franca adhesión al gobierno de Puerto Príncipe que hiciera la Municipalidad el 27 de agosto de 1843. En la sesión del 11 de octubre de 1843 la Municipalidad conoció el decreto por medio del cual se proclamaba en toda la isla la ley marcial; ya en la sesión del día 2 del mismo mes se había dado lectura a la proclama del gobierno provisional en la cual se hacía referencia «a la conspiración acaecida en la capital, traducida al castellano por el consejero Lovelace y se decidió publicarla en ambos idiomas el día próximo».17 Una comunicación del gobierno provisional fue leída en la sesión del 11 de noviembre. En ella se le avisaba a la Municipalidad el envío de cinco ejemplares del decreto, «que acuerda concesiones de tierras a los bajo (sic) oficiales y soldados del batallón sagrado de Praslin, y a los regimientos de infantería 2º, 9º, 15º, 17º, 18º, 20º y 30º». El general comandante del distrito hizo la publicación de este decreto antes de que lo hiciera la Municipalidad, y esta le remitió una carta protestando: «siendo esto atribución de la Municipalidad». Este no fue el único caso en el cual se presentara una disidencia entre la Municipalidad y las altas autoridades militares haitianas por cuestión de jurisdicción en sus respectivas atribuciones. En la sesión del 29 de diciembre la Municipalidad aprobó el programa de festejos para celebrar el 1º de enero la fecha de 18

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decidió que los amos de estas casas cerraran las entradas para evitar el paso a los animales, publicando esta disposición». Se refiere a la conspiración de los Salomón. La carta del gobierno provisional, marcada con el No. 307, la cual daba cuenta del envío a la Municipalidad de cinco ejemplares del decreto que proclamaba la ley marcial, era de fecha 15 de septiembre. Se leyó el 11 de octubre. Como este caso, hemos apuntado otros muchos por medio de los cuales queda demostrado que las notas y comunicaciones se tardaban de tres a cuatro semanas de Puerto Príncipe a Santo Domingo, y viceversa.

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la Independencia y lo envió al general comandante del distrito para que este procediera a invitar a las demás autoridades de su dependencia. El general comandante le comunicó a la Municipalidad que el hecho de ella formular el programa de las fiestas de la Independencia «era una falta de reflexión» y que por lo tanto, le remitía uno formulado por él y la invitaba a ir a su casa el día 1º de enero para de allí partir para la Plaza de Armas. La Municipalidad le contestó, tal como lo expresa el acta del 30 de diciembre, «que ella no obra jamás sin haberlo reflexionado antes» y resolvió asistir a las fiestas yendo directamente a la Plaza de Armas sin pasar primero por la residencia del jefe militar haitiano. Sin embargo, el 10 de enero de 1844 la Municipalidad le envió una carta al general del distrito en la cual «le hacen algunas felicitaciones por su feliz acierto en mantener el orden en esta parte y manifestándole el pesar que su ausencia causa a esta corporación». El 28 de diciembre de 1843 el gobierno provisional anunciaba a la Municipalidad «que Mr. Juchereau de St. Denis es nombrado cónsul de Santo Domingo por su majestad el rey de Francia, y ha obtenido del gobierno provisional su exequátur, invitando a la Junta a recibirlo con todos los miramientos a que le hace acreedor el rango que ocupa»; añadiendo, en fin, «que su recepción será como la del agente de una potencia que está en buena inteligencia con la República». El 13 de enero de 1844 recibió la Municipalidad al cónsul Saint Denis. He aquí cómo relata el acta de ese día la recepción de que fue objeto el representante diplomático del rey de Francia: «Estando el cónsul en la casa del general del distrito, se envió una comisión a comunicarle que la corporación ya reunida estaba dispuesta a recibirlo. Se presentó el cónsul acompañado de varios oficiales de la armada francesa. El corregidor lo condujo a la sala y el adjunto Mateo Perdomo pronunció un corto discurso, al cual contestó Saint Denis. El acto terminó a las 9 de la mañana».

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El general del distrito, el 2 de febrero de 1844, anunció a la Municipalidad «que acababa de recibir oficialmente la Constitución» y que autorizaba a su edecán Hipólito Franquil para que se «entendiera con ella sobre las disposiciones de solemnidad de su publicación». Se preparó el programa y fueron invitados los concejales y las autoridades para el día siguiente a las siete de la mañana. Así se describe la fiesta de la publicación de aquella Constitución que el diputado Saint Amand llamó «un pequeño demonio»: «La Municipalidad se dirigió a la casa del general del distrito donde estaban ya reunidas las diversas corporaciones. De allí se encaminaron a la Plaza de Armas y subió la Municipalidad al altar de la Patria acompañada de los generales y el edecán Hippolitte Franquil. El consejero Lovelace dio publicación a la Constitución y Franquil a una proclama del presidente Charles Hérard. Vivas y vítores debidos. Se dirigieron al ex convento dominico en donde se cantó un tedeum y concluyó la función».

III Los hombres de la Municipalidad y sus actuaciones Esta parte de nuestro estudio no es más que una biografía esquemática de los hombres más prominentes que formaron parte de la Municipalidad de Santo Domingo del 1843. Como nuestro propósito es definir cuál fue la actitud de esta Municipalidad frente al grito libertador del 27 de Febrero de 1844, nos limitaremos a presentar la función de estos hombres desde el punto de vista exclusivo de ese proceso revolucionario que se inicia con la labor doctrinaria de La Trinitaria, que alcanza acción beligerante en las contiendas comiciales de La Reforma y que sintetiza

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de manera expresa y pública sus razones y sus propósitos en el Manifiesto del 16 de enero de 1844. Domingo de la Rocha. Desde el mes de julio de 1843, cuando Charles Hérard Aîné le impuso una nueva Municipalidad a la ciudad de Santo Domingo, hasta diciembre de 1844, fecha en la cual el presidente Santana decreta la disolución de la dicha Junta Municipal, Domingo de la Rocha ocupa en ella el cargo de corregidor. Solamente se vio interrumpida esta presidencia de De la Rocha en el seno de la Municipalidad durante el tiempo comprendido entre el 7 de septiembre y el 20 de noviembre de 1843, por haber sido electo diputado al Congreso Constituyente. El consejero Lovelace lo sustituyó durante esta ausencia.18 Rocha fue de los firmantes del Manifiesto del 16 de enero. García dice que Domingo de la Rocha e Hipólito Pierret fueron los comisionados de la Municipalidad ante el general haitiano Desgrotte para decidirlo «a entrar en las negociaciones preliminares de una honrosa capitulación» (28 de febrero de 1844). Nos ocuparemos más adelante del asunto. Manuel Jiménez. Es la figura más interesante de la Municipalidad de 1843 y la única que realizó, aunque fuera de su seno, labor revolucionaria. 19

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Domingo de la Rocha figura en la nómina de los constituyentes del 1843 dada por Madiou y en las actas de las sesiones de la Municipalidad de Santo Domingo se da constancia de la elección de De la Rocha como constituyente. Asevera Sannon que los constituyentes dominicanos fueron arrestados en Puerto Príncipe y que el gobierno provisional «cometió una falta al ponerlos en libertad por la intervención amigable de Levasseur y permitir que regresaran a sus casas en navíos de guerra franceses que llevaron a Saint Denis a Santo Domingo». Como ya hemos visto, el gobierno provisional avisó a la Municipalidad de la designación de Saint Denis por carta del 28 de diciembre de 1843, y este fue recibido por la Municipalidad el 13 de enero de 1844. Consta en las actas de la Municipalidad que De la Rocha reasumió sus funciones de corregidor el 20 de noviembre de 1843, ergo, el constituyente Domingo de la Rocha no regresó a Santo Domingo con Saint Denis. Más aún, creemos que tampoco fue hecho preso en Puerto Príncipe, aunque esto no quita que fuera del grupo afrancesado que se entendía secretamente con Levasseur y Barrot.

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Se juramentó como consejero el 4 de septiembre de 1843, pero después de realizado el golpe del Conde dejó de asistir a las sesiones de la Municipalidad. Manuel Jiménez fue miembro de la Junta Popular instalada en marzo de 1843. Separatista activo y convencido estuvo presente en la reunión celebrada por Duarte en el hogar de su tío José Díez, y en ella ofreció todo su apoyo a la causa de la Independencia patria. Ausente Duarte del país por las persecuciones de Rivière, ayudó a proseguir los trabajos separatistas en unión de Francisco del Rosario Sánchez, Vicente Celestino Duarte y otros patriotas distinguidos, y al sonar la hora liberadora del Conde, Manuel Jiménez fue uno de aquellos gloriosos encabezados que concurrieron sin titubeos a dar el grito de ¡dominicano libre! En la Junta Gubernativa presidida por don Tomás Bobadilla, Manuel Jiménez ocupó la vicepresidencia. Julián Alfau. Fue de los firmantes de la viril representación elevada a la Junta Popular el 8 de junio de 184319 y de él solamente sabemos que estuvo en la reunión celebrada en donde José Díez y que en ella, tal vez por un exceso de reflexión, consideró «una locura pronunciarse estando un ejército en marcha» (julio de 1843). No obstante, Julián Alfau hijo concurrió a la puerta del Conde el 27 de Febrero. De los otros miembros de la Municipalidad nada, al respecto que nos interesa, podemos decir; asistían puntualmente a sus sesiones y actos oficiales y cumplían las comisiones asignadas; en una palabra, fueron unos buenos concejales. En manos de trinitarios estuvo siempre la secretaría de la Municipalidad del 1843. Félix María Ruiz la solicitó y no le fue concedida; José María Serra la desempeñó provisionalmente 20

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El acta del 22 de agosto de 1843 dice lo siguiente: «Se decidió igualmente, oída que fue la proposición del consejero Lovelace, recoger todos los papeles que se hallen de la precedente Junta Popular, atendiendo a que ese archivo en el estado de desorden que se encontraba, abandonado en un aposento del Tribunal Civil, estará mejor resguardado en esta secretaría, para lo cual se le escribió al consejero José de la Cruz y García vicepresidente que era de dicha Junta».

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de julio a septiembre y Pedro A. Bobea, hasta su disolución en diciembre de 1844. Cualquiera piensa que esto obedece a una consigna; y no hay que dudarlo, pues en posesión uno de sus miembros de este engranaje vital como es la secretaría de toda institución, tenían con ello los trinitarios una buena fuente de información en su labor revolucionaria.

IV La Municipalidad de Santo Domingo ante el 27 de Febrero de 1844 El historiador haitiano Thomas Madiou, quien nos ha transmitido una relación detallada de los acontecimientos de esta parte del este en la noche del 27 de Febrero de 1844, según su testimonio, basada en documentos oficiales de la época y en notas suministradas «por dominicanos que han sido los autores o testigos oculares», no nos dice que la Municipalidad de Santo Domingo jugara ningún papel en el desarrollo de ellos. Y entre todos los autores que hemos consultado, tanto nacionales como de la vecina República de occidente, solamente don José Gabriel García dedica un párrafo a la Municipalidad de Santo Domingo con respecto al desenvolvimiento de los hechos que culminaron en la declaración de nuestra Independencia. Transcribamos la alusión, única por cierto, de García sobre el punto que hoy nos ocupa. «En vista del estado de las cosas se reunió la Municipalidad, y dominada por el deseo de evitar desgracias, delegó una comisión de su seno cerca del general Desgrotte, de la cual hicieron parte los ciudadanos Domingo de la Rocha e Hipólito Pierret, que fueron los que obraron más directamente en su ánimo para decidirle a entrar en las negociaciones preliminares de una honrosa capitulación».

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Según García, el general haitiano, ante esta actitud conciliadora de los comisionados de la Municipalidad, se decidió a enviar un parlamento a los patriotas pronunciados en el Conde con el fin de enterarse de sus propósitos, y al declarar estos que contestarían por escrito, y tardarse un tiempo apreciable para hacerlo, apareció en escena, ofreciendo sus buenos oficios, el cónsul francés Juchereau de Saint Denis, quien fue el mediador para concertar con los patriotas la capitulación del general Desgrotte. La capitulación la firmaron los representantes de la Junta Gubernativa y los del jefe de la guarnición haitiana, conjuntamente con el cónsul Saint Denis; y cuando el 29 de febrero de 1844 el general Desgrotte se dispuso a abandonar la plaza, hizo entrega del arsenal y de la Fuerza a la Junta Gubernativa. Ni en estos actos, que constituyen el reconocimiento oficial del triunfo del grito de Febrero, ni en las manifestaciones incontables de regocijo público con las cuales él fue recibido, que venían a ser la expresión genuina del sentimiento popular, tomó parte en absoluto la Municipalidad de Santo Domingo.20 No existe un acta de esa reunión de la Municipalidad del 28 de febrero de 1844 de la cual nos ha dado noticias don José Gabriel García.21 En Clío, don Emilio Tejera ha publicado la circular convocatoria para esta reunión del 28 de febrero, la cual dice así: «Ciudadanos miembros: Dos cartas dirigidas a la Junta Municipal que trata […] de la gravedad de las circunstancias, apelan vuestra reunión en el acto a más tardar a las 11 de este día[…]. Salud patriótica. El corregidor, Rocha». Pero, por 21

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En otros pueblos de la República las municipalidades fueron las que promovieron el pronunciamiento a favor de la causa independentista. En plena Junta Municipal de La Vega se leyó el Manifiesto del 16 de enero; en Moca, el mismo corregidor, acompañado de los concejales, declaró la adhesión al grito de Febrero y en Santiago fue la Municipalidad, ante la expectativa armada del general Morisset, la que dio el grito de Patria libre e independiente. En el libro de actas de la Municipalidad de Santo Domingo revisado para la preparación de este estudio en el Archivo General de la Nación, se puede ver el acta de la sesión celebrada el 23 de febrero de 1844 y en la misma página, siguiendo a esta, la de la sesión celebrada el 6 de marzo del mismo año.

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más que hemos buscado y averiguado, no hemos podido tener noticias de que ella se adhiriera de manera pública y expresa al movimiento liberador iniciado en la ciudad cuyos destinos dirigía. El 6 de marzo de 1844, bajo la presidencia de Domingo de la Rocha, y con la asistencia de los consejeros Ricart, Alfau, Pierret, Calero, Lovelace, Hinojosa y Henríquez, se reunió, como de costumbre, en sesión ordinaria, la Municipalidad de Santo Domingo. Solamente estaban ausentes Manuel Jiménez, quien desempeñaba la vicepresidencia de la Junta Gubernativa, y Dupont, el único haitiano que había formado parte de ella. De esta manera se encabezaba el acta de esta primera sesión celebrada por la Municipalidad después de haberse dado el grito de nuestra Independencia: «En Santo Domingo a los seis días del mes de marzo de mil ochocientos cuarenta y cuatro, 41 y primero de la Patria».22 En esta sesión se trató exclusivamente sobre las quejas elevadas por los arrendatarios de las barcas, los cuales querían levantar las fianzas prestadas por «haberse estas deteriorado con el pasaje de la armada expedicionaria».23 Este punto quedó resuelto en la sesión del 9 de marzo al presentarse en ella Manuel Cabral Bernal y manifestarle a la Municipalidad «que la Junta Gubernativa le había ordenado hacer saber a ella que en atención a que las barcas se hallan ocupadas continuamente con el pasaje de tropas le parecía que los contratos debían rescindirse». Las sesiones subsiguientes de la Municipalidad se limitaron a conocer quejas de diversos arrendatarios, los cuales protestaban de no poder cumplir sus pagos, «a causa de los motivos políticos últimamente ocurridos». 23

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Las actas anteriores se encabezaban así: «En Santo Domingo, 41 de la Independencia y 2 de la Regeneración, etc.». Después de celebradas tres sesiones más, el 23 de marzo, fue cuando se suprimió el 41, el cual se refería a la Independencia haitiana. Los arrendatarios de estas barcas eran Hernest, Joubert y Fontal. Como se ve, individuos de ascendencia haitiana.

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Como únicos puntos de importancia resueltos en estos meses próximos a febrero, solamente podemos citar la contribución de doscientos pesos dada por la Municipalidad a varios ciudadanos que se dirigieron a ella presentándole «la necesidad que tiene la patria de una prensa» (30 de marzo de 1844) y la entrega que hizo ella a la Junta Gubernativa, previa solicitud de esta última, de todos los fondos comunales en caja que ascendían a ochocientos pesos (8 de mayo).24 Cuando los afrancesados, dirigidos desde el seno de la Junta Gubernativa por Bobadilla y Caminero, promovieron aquella célebre reunión «para exponer la verdadera situación de la República», la Municipalidad fue invitada a tomar parte en ella. De esto da constancia el acta del 25 de mayo cuando dice: «La Junta Gubernativa invitó a la Municipalidad a hacer parte en una reunión el domingo 26 del presente mes, la que se efectuará en el local donde la dicha Junta Central tiene sus sesiones».25 Este es un franco testimonio de que la Junta Gubernativa siguió reconociendo en su carácter de Municipalidad a la Junta impuesta por Charles Hérard el 14 de julio de 1843. Otros muchos hechos lo comprueban. Después que el 12 de julio de 1844, Pedro Santana, a la cabeza del Ejército, declaró disuelta la Junta Gubernativa y se proclamó jefe supremo de la República, la Municipalidad de Santo Domingo, por resolución del 17 de julio, «decidió escribir a la Junta Gubernativa felicitándola y ofreciéndole sus servicios en lo que tienda al bien y a la tranquilidad de la Patria». Además, como en los tiempos de 25

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El 11 de mayo el médico en jefe, siempre Bernal, informó a la Municipalidad, «que la vacuna traída últimamente es verdadera según se ha observado en los niños». Se publicó un bando, «anunciando que la vacuna sería los sábados en el local del Tribunal Civil del resorte». Es de advertir que los padres no querían que sus hijos se vacunaran y que el comisario Espinosa debía ir de casa en casa para aconsejarlos a que convinieran en ello. García dice (tomo II, p. 259) que esta reunión fue en los primeros días de junio. Se da aquí constancia de que fue el domingo 26 de mayo de 1844. Despradel se refiere de nuevo al Compendio de la historia de Santo Domingo. (N. E.).

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Hérard, la Municipalidad recibía continuamente de la nueva Junta Gubernativa decretos, proclamas y resoluciones por medio de los cuales se tendía a formalizar los actos del gobierno. Así, entre otros documentos de tal naturaleza, dice el acta del 28 de agosto de 1844 que «se dio lectura de la resolución que ha tomado el gobierno contra J. I. Pérez, Duarte y otros sediciosos de la que se acusó recibo bajo el No. 21». El mismo tono y la misma actitud, como cuando Hérard le avisaba a esta misma Municipalidad haber establecido el consejo especial en la Croix de Bouquet «en ejecución de la ley marcial contra varios sujetos»… Esa continuidad de espíritu y de sistema de esta Municipalidad de Santo Domingo del 1843-1844 constituye uno de los ejemplos más característicos de nuestra fenomenología político-social. Es curioso observar cómo declarada entre nosotros la República, ella prosigue resolviendo sus problemas invocando las mismas leyes y los mismos decretos del gobierno al cual ella sirvió, pero que ya había perdido su autoridad sobre estos territorios del este. Veamos. El primero de junio de 1844 Juana y Josefa Valverde presentaron a la Municipalidad una reclamación sobre bienes inmuebles; en el mismo sentido presentó otra el 15 de junio José Heredia y Campuzano y el 20 de noviembre, otra, Lucía de León, y la Municipalidad declaró legales estas reclamaciones aceptando las actas de notoriedad expedidas por el juez de paz del gobierno haitiano ya derrocado y basada en el decreto del mismo gobierno de fecha 27 de diciembre de l843. Además, cuando los arrendatarios de las casillas del mercado, dando muestras de un sentido más realista, se negaron a pagar a la Municipalidad los derechos fijados «alegando que el gobierno que les exigía ese pago no existía ya», la Municipalidad, sin tratar de contrarrestar este argumento razonable de los arrendatarios, resolvió el 28 de agosto, «dar órdenes al receptor para que los obligara a pagar».26 A la luz de 27

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Las sesiones que se celebran de agosto a comienzos de diciembre se limitan a conocer las continuas contravenciones del comisario de policía

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la honradez histórica, para estos imperturbables consejeros no había pasado nada… Corría el 11 de diciembre de 1844, y en ese día, a las doce claras del trópico, como de costumbre, comenzó su última sesión la Municipalidad de Santo Domingo. El secretario Pedro A. Bobea dio lectura al decreto del presidente Pedro Santana, «el cual estaba ya en la imprenta», por medio del cual se declaraban disueltas las municipalidades que para esta parte del este y durante los años 1843-1844, había nombrado el jefe de operaciones del gobierno de Puerto Príncipe, Charles Hérard. Presidida esta sesión por el corregidor Domingo de la Rocha, en ella solamente estuvieron presentes los consejeros Hinojosa y Lovelace.27 Ante la lectura de este decreto, el cual obedeció a la promulgación de la Constitución de la República, la cual estatuía la forma de elegir las nuevas municipalidades, se hizo constar en acta lo siguiente: 28

«En vista de lo cual el presidente, tomando la palabra, se dirigió a los miembros y demás funcionarios de esta corporación declarando disuelta la Municipalidad. Con esta ocasión manifestó lo satisfecho que quedaba de los servicios de todos los que componían este cuerpo. Se dirigió una carta al secretario de Estado pidiéndole informes relativos a la entrega de los archivos que reposan en poder de la Municipalidad y al agente que debe recibirlos».

La Municipalidad constituida por la disposición arbitraria de Charles Hérard para sustituir aquella otra surgida de la votación entusiasmada de los munícipes de la antigua Santo Domingo guiados por la fe patriótica de Juan Pablo Duarte, antes de su disolu-

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contra los carniceros por matanzas clandestinas y contra los panaderos por peso incompleto del pan. No se olvide que esto es en plena guerra de Independencia. Después del 27 de Febrero de 1844 la Municipalidad de Santo Domingo celebraba sus sesiones con la asistencia de tres o cuatro de los doce consejeros que la constituían. Hay actas en las cuales solamente consta la asistencia de dos de ellos y del secretario.

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ción, presentó su estado de caja. Había recaudado de diciembre de 1843 a diciembre de 1844 la suma de 10,635 pesos; había gastado 9,616.62 ½ y dejaba por lo tanto, al gobierno de la República, ya que no podía ser a la próxima Municipalidad que surgiera del voto libre de un grupo de dominicanos, la cantidad de 1,032 pesos.28 29

Boletín del Archivo General de la Nación, VI:26-27 (Enero-abril de 1943, pp. 3-27)

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Pongamos esta nota final para hacer resaltar la labor patriótica del capitán Leandro Espinosa, quien fue comisario de policía de la Municipalidad de Santo Domingo desde su instalación por Hérard en julio de 1843, hasta cuando ella fue disuelta por el decreto del mes de diciembre de 1844. El capitán Espinosa jugó un papel muy activo en el golpe del 27 de Febrero. En compañía de Eusebio Puello se apoderó de la Aduana y de la Comandancia del puerto, acción que era necesaria para que pudieran entrar las gentes que venían del lado de Pajarito. Espinosa acompañó a Pedro Ramón de Mena en la campaña para pronunciar los pueblos del Cibao.

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El Manifiesto del 16 de enero

Si los españoles tienen su monarquía española, y Francia la suya francesa; si hasta los haitianos han constituido la República haitiana, ¿por qué han de estar los dominicanos sometidos, ya a la Francia, ya a España, ya a los mismos haitianos, sin pensar en constituirse como los demás? No, mil veces. ¡No más dominación! ¡Viva la República Dominicana! Juan Pablo Duarte, 1838

Perseguidos por Charles Hérard los trinitarios, y decididamente activos en sus planes proteccionistas, apoyados por Levasseur, los afrancesados, los patriotas dominicanos se resolvieron a precipitar la proclamación de la República libre e independiente. En el Manifiesto del 16 de enero está contenida la expresión de esta actitud, franca y puramente nacionalista, de los prohombres que realizaron la gesta magna de la noche gloriosa del 27 de Febrero. Este documento constituye el acta de declaración de Independencia del pueblo dominicano. Inspirado, ponderado, conceptuoso y enérgico, es digno de nuestras epopéyicas luchas, y puede parangonarse en equivalencias de vibración y de juicio, a cualquier otro de similar intención y significado – 121 –

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que haya guiado a la libertad a todo pueblo del mundo. Con respecto a nuestro continente, se han señalado muchos puntos de similitud entre él y el acta de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Vamos hacer un poco de historia sobre este memorable Manifiesto del 16 de enero al cumplirse hoy el 106 aniversario de haberse firmado. Digamos que fue encabezado con el siguiente título: «Manifestación de los pueblos de la parte del este de la isla antes Española o de Santo Domingo, sobre las causas de su separación de la República haitiana. 16 de enero de 1844». El historiador García, al referirse a los acontecimientos que subsiguieron al regreso a Puerto Príncipe del déspota Charles Hérard Aîné, expresa que: «De lo primero en que se ocuparon estos entusiastas continuadores de la obra separatista así que establecieron relaciones con todos los centros importantes, fue de redactar un manifiesto de agravios, del cual se sacaron solamente cuatro copias: una que llevó Juan Evangelista Jiménez al Cibao, otra que circuló Gabino Puello en los pueblos del sur, otra que dio a conocer Juan Contreras en los del este, y la que circulaba en la capital y sus inmediaciones».

Arrojada, anecdótica y peligrosa fue la misión de estos fervorosos propagandistas. Gabino Puello, con el Manifiesto en el bolsillo, tomaba como pretexto ir a tocar fiestas a los pueblos para desempeñar su labor revolucionaria. En Baní y en Azua solamente su intrepidez lo salvó del peligro. No menos expuestos estuvo Juan Evangelista Jiménez en las regiones del Cibao, al extremo que perseguido con saña por el gobernador haitiano Morisset, tuvo que esconderse en La Vega en casa de las señoritas Villa verdaderas sacerdotisas del patriotismo. En tierras orientales también tuvo que dar pruebas de su valor el denodado Juan Contreras: pero el Manifiesto caminaba, por

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caminos de entusiasmo, de patriotismo y de vicisitudes, y regaba por las tierras quisqueyanas la semilla de la ansiada libertad. Al referirse a este momento crucial de nuestra existencia histórica, don Carlos Nouel, en los apuntes inéditos que conservamos, dice lo siguiente: «El mes de enero de 1844 fue una época de agitación general. Los clubs se movían, el Manifiesto se sometía a todos los conjurados, los pueblos esperaban la indicación del día en que a un tiempo mismo había de estallar el movimiento en todos los pueblos, cuando surgió un incidente que apresuró la revolución».

Se refiere aquí el historiador Nouel a las maquinaciones de los afrancesados con el cónsul Lavasseur. Con respecto a estas maquinaciones expresa don Carlos Nouel que: «Los conjurados dominicanos que desde el 16 de enero habían dado su manifiesto, sabedores de los pasos dados por Cabral Bernal para estorbar la revolución e informados de que el general Desgrotte tenía aviso de que se tramaba una conspiración para ceder a los franceses la península de Samaná, aprovecharon la falta de tropas de fuerza en la ciudad y el 27 de Febrero en la noche, seguros de la adhesión a su causa de los dos regimientos que constituían la fuerza permanente de la plaza, se encaminaron a la Puerta del Conde y se hicieron fuertes en ella, ayudados por la guardia que la custodiaba, y dieron a las 10:30 de la noche el grito de separación y los vivas a la República Dominicana».

Se ha discutido la paternidad, en cuanto a su redacción, del Manifiesto del 16 de enero. Presentamos aquí algunas versiones a este respecto.

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Cuando en junio de 1847 el presidente Santana se obstinaba en hacer expulsar del seno del Congreso Nacional al tribuno don Tomás Bobadilla y Briones, su antiguo ministro universal, el avezado e ilustrado político, en su discurso de valiente y arriesgada defensa, entre otras cosas, dijo: «Creo, señores, que ninguno puede ser mejor dominicano que yo. Yo fui el primero que dije: Dios, Patria y Libertad; fui el autor del Manifiesto del 16 de enero; yo en la noche del 27 de Febrero me encontraba a la cabeza del pueblo; yo fui el presidente de la Junta Gubernativa más de tres meses».

El historiador haitiano Thomas Madiou, al referirse a la conjuración dominicana, dijo: «Cuando estos juzgaron que todo estaba ya bien preparado para que la separación fuera proclamada, determinaron hacer un manifiesto de la parte oriental de la isla contra la dominación haitiana. Francisco del Rosario Sánchez, ayudado por Mella, se encargó de redactarlo y en una reunión que tuvo lugar en la noche del 15 de enero de 1844 se le dio lectura y fue aprobado por todos los conjurados».

En el primer tomo de su obra Sánchez, Ramón Lugo Lovatón presenta la siguiente versión: «Aunque excitado por las circunstancias, Sánchez pudo, en relativa calma, concentrarse en la redacción del Manifiesto del 16 de enero, el cual dictó a Manuel Dolores Galván, dándose paseos en la habitación que ocupaba en casa de los Concha, en aquella misma estancia en donde, en los días más difíciles y por turno, hicieron guardia los trinitarios más comprometidos; donde se ocultaba también “la caja de la

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metralla que se iba llenando lentamente para el gran día”, y acerca de la cual nos agrega Eliseo Grullón: “En esa arca veneranda conservose por mucho tiempo una reliquia de valor inestimable, el Manifiesto de los dominicanos, firmado, hecho único tal vez en la historia, con sangre de cada uno de los conjurados y que el descuido de una señora indocta y desprevenida quemara con otros papeles, a tiempo que, expulsado por Santana, erraba su esposo por playas extranjeras a raíz de la Independencia”».

Don Manuel Joaquín Delmonte, en sus notas históricas, dejó escrito que: «Ramón Mella que parece tenía amistad con don Tomás Bobadilla, habló para que Sánchez tuviera con él una entrevista, y que viera una de las copias del Manifiesto, juzgándolo hombre de muchos conocimientos para que dijera si adolecía de alguna falta, y de ese hecho quedó dicho Bobadilla iniciado en el movimiento, esto ocurrió casi en los últimos días…».

El Manifiesto del 16 de enero ha sido publicado, principalmente, en la Colección de Leyes, decretos, reglamentos y resoluciones emanados de los poderes legislativo y ejecutivo de la República Dominicana, primer documento que figura en dicha interesante colección; en la Colección Trujillo, obra fundamental para el exacto conocimiento de la historia de la República, y en los Documentos para la historia de la República Dominicana, publicación del Archivo General de la Nación. Si examinanos con detenimiento el Manifiesto del 16 de enero, nos daremos cuenta de que él es la expresión viva y palpitante del ansia de libertad, de progreso y de sacrificio de los prohombres de la Independencia nacional. En él están presentes, tanto la impetuosidad patriótica de un Sánchez, como el raciocinio sereno y experimentado de un Bobadilla, un Mella o un Del Monte. Está

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firmado por ciento cincuenta y cinco patriotas y son sus tres primeras firmas las de Bobadilla, Mella y Sánchez. Así comienza el Manifiesto del 16 de enero: «La atención decente y el respeto que se debe a la opinión de todos los hombres y al de las naciones civilizadas exige que cuando un pueblo que ha sido unido a otro, quisiere reasumir sus derechos, reivindicarlos, y disolver sus lazos políticos, declare con franqueza y buena fe las causas que le mueven a su separación, para que no se crea que es la ambición o el espíritu de novedad que pueda moverlo».

Para terminar con el siguiente grito de lucha que llevó a la libertad al pueblo dominicano: «¡A la unión, dominicanos!; ya que se nos presenta el momento oportuno, de Neiba a Samaná, de Azua a Montecristi, las opiniones están de acuerdo y no hay dominicano que no exclame con entusiasmo: Separación, Dios, Patria y Libertad».

El Manifiesto del 16 de enero constituye el acta de Independencia del pueblo dominicano, en la cual en 1844 fueron expuestos los motivos justos e inaplazables para romper para siempre las cadenas con las cuales por veintidós años negros y dolorosos, nos subyugó Haití, nuestro enemigo permanente, obstinado y legítimo... Ciudad Trujillo, 16 de enero de 1950* 1

La Nación, X:3,605 (Ciudad Trujillo, 16 de enero de 1950)

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Cortesía de Salvador Alfau. (Nota del compilador).

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El Congreso Constituyente de San Cristóbal «Los diputados de los pueblos de la antigua parte española de la isla de Santo Domingo, reunidos en Congreso Constituyente Soberano, cumpliendo con los deseos de sus comitentes, que han jurado no deponer las armas hasta no consolidar su independencia política, fijar las bases fundamentales de su gobierno, y afianzar los imprescindibles derechos de seguridad, propiedad, libertad e igualdad, han ordenado y decretado lo siguiente».

De este modo elocuente y viril encabezaron los constituyentes de noviembre la primera Constitución que rigió la vida institucional, política, económica y social de la República, proclamada en el Baluarte sacralizado, el 27 de Febrero de 1844. La Junta Central Gubernativa, dando cumplimiento a los legítimos postulados comprendidos en el Manifiesto del 16 de enero, convocó, por su decreto de 24 de julio de 1844, las asambleas electorales para que reuniéndose del 20 al 30 de agosto procedieran al nombramiento de los miembros que debían componer el Congreso Constituyente Soberano. Este decreto, de articulado explícito, establecía en su artículo 16º que para ser constituyente era necesario ser hombre de conocido patriotismo; ser propietario de bienes urbanos o rurales; saber leer y escribir y ser vecino domiciliado en la común que lo elija o residente en el departamento. – 127 –

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En aquellos tiempos San Cristóbal era el poblado de mayor importancia más cercano a la capital. Baluarte del patriotismo, cuna procera de Cabral y de Duvergé, fue escogido como sitio donde debía celebrarse la primera Constituyente de la recién nacida República. Su vida, en eterna vigilia por la seguridad de la libertad ha poco conquistada, estaba custodiada por el espíritu noble y abnegado del ilustre padre Ayala, y por ello, no andaba muy desorientada la opinión del cónsul francés Juchereau de Saint Denis, cuando al comunicar a su Ministerio de Ultramar la razón por la cual se escogió a San Cristóbal como asiento del Congreso Constituyente, dijo que era con «el fin de dejar a sus miembros toda libertad de opinión y de acción y de sustraerlos a la influencia de espíritu de partido». Sin embargo, el gobierno de la República estaba en manos de los conservadores. El 24 de septiembre de 1844, a las siete de la mañana, se instaló en San Cristóbal, hoy ciudad benemérita, el Congreso Constituyente Soberano. De los treinta y dos miembros que debían constituirlo en aquel momento estaban presentes diecinueve, además de las autoridades civiles y militares. Los representantes de la soberanía del pueblo prestaron juramento ante los Santos Evangelios y después de escuchado el discurso de orden pronunciado por el presidente de la Asamblea, todos en masa, constituyentes, autoridades y público, asistieron a la misa solemne que oficiara el ilustre padre Ayala, representante ante el Congreso por la común de San Cristóbal, Manuel María Valencia presidió la Constituyente; Antonio Gutiérrez ocupó la vicepresidencia y el doctor José María Caminero y Juan Luis F. Bidó, fueron sus secretarios. Juan Nepomuceno Tejera fue su secretario archivista. Anunciada a la Junta Central Gubernativa la instalación del Congreso, este organismo delegó ante él al general Manuel Jiménez, a don Tomás Bobadilla y a Toribio López Villanueva, «para que fueran a felicitar en nombre del gobierno a los representantes del pueblo y les dieran cuenta de todo lo ocurrido últimamente en el país». Los delegados salieron de la capital el 26 con lucida comitiva y una compañía de Dragones Nacionales,

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y a las tres de la tarde del mismo día fueron recibidos en el seno del Congreso «para transmitirle los sentimientos de júbilo que la animaban por tan fausto acontecimiento». Don Tomás Bobadilla, el ministro universal de Santana, fue quien pronunció el discurso en representación de la Junta. A semejanza de los sermones religiosos, costumbre a la cual fue muy dado, lo inició con un lema tomado de un clásico latino. Esta vez fue de Cicerón y de su obra De oficios. «Lo verdadero, simple y sincero, es lo más conforme a la naturaleza del hombre». He aquí al lema al cual debía aprestarse en su espíritu el pacto fundamental que iban a votar los constituyentes de noviembre. Su discurso, al cual contestó el presidente Valencia, fue profundo, extenso y bien inspirado, tanto, que la realidad y sus ideas se contradecían… Vino la sesión tumultuosa del 28 de septiembre, en la cual el Congreso Constituyente negó su aprobación al proyecto de empréstito convenido entre el londinense Herman Hendrick y la Junta Central representada por Rafael Servando Rodríguez, Norberto Linares y Toribio López Villanueva. El constituyente Vicente Mancebo no pudo dar lectura al informe de la comisión por su cortedad de vista. Lo leyó Buenaventura Báez; y José María Medrano, con palabras precisas convenció a la Constituyente de que debía aceptar el informe de la comisión, el cual pedía el rechazo de ese empréstito que «traería la ruina total e inevitable de la República». Estaban ya de frente, en desarmonía de fatales consecuencias para el porvenir de la República, la Junta Central Gubernativa y el Congreso Constituyente Soberano. La Junta Central Gubernativa, por su nota del 11 de octubre, desconoció la capacidad para legislar al Congreso Constituyente, e intentó limitar sus funciones a la formación del pacto fundamental. La protesta surgió, y fue su portavoz el constituyente Buenaventura Báez, quien invocó, en su discurso del 14 de octubre, la inviolabilidad de los miembros del Congreso Soberano. Báez, Bobadilla, y José Joaquín Delmonte fueron los tribunos de la Primera República. Los principios proclamados por la Revolución francesa sirvieron de fundamento a la extensa peroración

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del empecinado corregidor de Azua de Compostela, y los radicalismos democráticos del tribuno Vergniaud constituyeron su fuente de inspiración. Estaban de frente el practicismo militar de Pedro Santana y el republicanismo idealista de los constituyentes del 44. El 17 de octubre, el Congreso Constituyente Soberano declaró a la faz de la Nación que sus miembros eran inviolables por las opiniones o votos que emitieran en el ejercicio de sus funciones. La comisión encargada de redactar el proyecto de Constitución estuvo integrada así: Vicente Mancebo, Buenaventura Báez, Manuel María Valencia, Julián Aponte, Andrés Rosón. Su informe lo rindió el 22 de octubre. Fue extenso y brillante, y decía en uno de sus párrafos lo siguiente: «La comisión se penetró desde luego, de que para que una Constitución sirva de cimiento a la felicidad de un Estado es indispensable que satisfaga sus necesidades presentes, remedie los males que pusieran a los pueblos en ocasión de reconstituirse y prepare un porvenir de paz y prosperidad».

No hubo largos debates y la primera Constitución política de la República de febrero fue aceptada por el Congreso Constituyente celebrado en San Cristóbal, el día 6 de noviembre de 1844. Pedro Santana fue elegido por el Congreso Constituyente presidente de la República, por dos períodos consecutivos. Dejemos ahora que don Carlos Nouel, yerno de don Tomás Bobadilla, nos relate los sucesos subsiguientes. «Hecha la Constitución y la elección de presidente se remitió aquella a Santana a Santo Domingo para que la viera. Del examen que de ella hicieron los miembros de la Junta se consideró impracticable por cuanto se establecía en ella la elegibilidad de los grados en la milicia, la prohibición de movilizar las tropas que estarían bajo el mando inmediato de los alcaldes de comunes». Santana consideró que esta disposición restaba autoridad

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al ejecutivo, sobre todo en tiempos de guerra Se negó a aceptarla y comisionó al señor J. F. Aybar para que fuera a San Cristóbal a hacer las observaciones pertinentes. El conflicto fue largo. El comandante de Armas de Santo Domingo, general José Joaquin Puello, puso a la disposición del futuro héroe de Las Carreras 250 hombres. Los constituyentes se alarmaron, sobre todo con la presencia agresiva en San Cristóbal del célebre Mora. Para zanjar tan delicado desacuerdo el Congreso Constituyente nombró una comisión compuesta por los diputados J. M. Caminero, Buenaventura Báez, Presbítero Solano y Antonio Gutiérrez, para que conferenciaran con otra de la junta central constituida por don Tomás Bobadilla, Ricardo Miura, Manuel Cabral Bernal y el general Ángel Reyes. Llegaron por fin comisiones a un acuerdo y surgió el célebre artículo 210. Para unos, obra de Bobadilla; para otros, del cónsul francés, Juchereau de Saint Denis. La Constitución fue sancionada por el presidente Santana el 17 de noviembre y el domingo 24 del mismo mes fue publicada solemnemente en la antigua Santo Domingo de Guzmán. En todas las cabeceras de provincias fue publicada en las plazas o lugares públicos. Los jefes y oficiales la juraron al frente de sus banderas y en las misas solemnes que fueron celebradas fue leída antes del ofertorio. Después de la misa y del sermón del cura párroco, todos, el clero y los vecinos, prestaron el juramento de guardarla y respetarla. Este fue el Congreso Constituyente Soberano celebrado el 24 de septiembre de 1844 en San Cristóbal, hoy ciudad benemérita, cuna de próceres y predestinada desde entonces a dar a la Patria el hombre señero que ha redondeado la obra de los egregios fundadores de la República: Trujillo. La Nación V:1,714 (Ciudad Trujillo, 6 de noviembre de 1944)

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Los «Apuntes históricos de Santo Domingo» de don Carlos Nouel y la Constitución de San Cristóbal La Asamblea Constituyente que preparó nuestra primera Constitución política se reunió en San Cristóbal, hoy la ciudad benemérita, el día 24 de septiembre de 1844. Fecha consagrada a la patrona legítimamente tradicional del pueblo dominicano, Nuestra Señora de las Mercedes. Por encargo de la Junta Gubernativa, se presentaron en el seno de esta Asamblea, el 28 de septiembre, don Tomás Bobadilla, el general Manuel Jiménez y Toribio López Villanueva, para «felicitar en nombre del gobierno a los representantes del pueblo y darles cuenta de todo lo ocurrido últimamente en el país». Como era de esperarse don Tomás Bobadilla fue quien habló en nombre de la Junta. Su discurso, escrito en un estilo hermoso y grandilocuente, abundaba en sabias previsiones y estaba inspirado en los más altos principios sociales y políticos. Pero en él no dejó de lucir su honrosa cabeza la injusticia: sobre todo cuando al referirse a la proclamación de Duarte en el Cibao, expresa lo siguiente: «La tranquilidad, el día de hoy, reina entre nosotros: Una pequeña facción desde el mes de junio creada por la ambición, turbó el sosiego público y dio lugar a que en Santiago y Puerto Plata se nombrase ilegalmente y contra los principios, presidente de la República a Juan Pablo Duarte, joven inexperto, y que lejos de – 133 –

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haber servido a su país, jamás ha hecho otra cosa que comprometer su seguridad y las libertades públicas; pero los amantes del orden y de los principios, los buenos patriotas, se apresuraron a poner remedio a esta especie de calamidad».

Este discurso de don Tomás Bobadilla, con derecho indiscutible para figurar entre las piezas más notables de la literatura política dominicana, nos pone de manifiesto la gran ductilidad de que era capaz el carácter de este hombre instruido y de una moral convencional y utilitarista. En él llama a Santana «la esperanza de la Patria», clama por el respeto de las libertades individuales y públicas y advierte a los constituyentes que el ejercicio de la soberanía «no puede depositarse en unas solas manos: que es necesario dividirla en poder legislativo, ejecutivo y judicial». En su expresión, este hermoso discurso es una prédica de amplio republicanismo y por el fundamento de su doctrina constituye una fiel enseñanza de cómo debe dotarse a los pueblos de una ley fundamental «verdadera, simple y sincera». No cabe duda de que en los primeros años de vida de la República la más sólida cultura científica la poseía don Tomás Bobadilla. Por medio de este discurso que pronunciara en el seno de la Constituyente de San Cristóbal, así como por aquel otro, profundo e inspirado, que pronunciara el 11 de diciembre de 1858 en la Gran Logia Nacional, su cultura en el campo de la sociología y de las ciencias filosóficas ha quedado alta y brillantemente demostrada. Pero comparando la deslumbrante teoría de sus palabras con la realidad de sus fatídicas actuaciones, don Tomás Bobadilla se nos presenta como un aventajado discípulo de aquella desconcertante escuela de los cínicos. Tal como dice la reseña que se hiciera de la instalación del primer Congreso de la República Dominicana, al referirse al discurso del comisionado don Tomás Bobadilla: «Oída esta alocución con aplausos, el presidente del Congreso contestó en términos análogos expresando la alegría que ellos experimentaban

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al oír los acentos patrióticos del gobierno, con quien siempre se unirán para trabajar en la felicidad pública».1 El 6 de noviembre de 1844 fue sancionada nuestra primera Constitución política. Pedro Santana es elegido presidente de la República y es invitado por el Congreso a pasar a San Cristóbal para que preste el juramento de ley. «Pero disgustado el elegido con la limitación de las facultades que se le acordaban, declaró instigado por sus allegados, que estaba dispuesto a renunciar al poder antes que aceptarlo en esas condiciones, incidente que provocando una alarma seria en el seno del Congreso, que vio abocado al país a una crisis política peligrosa, dio por resultado que este inclinara la cabeza para aceptar una segunda humillación, dejando injerir en la contrariada carta, a indicación de Bobadilla, el artículo 210 que habría de dar frutos tan amargos y costosos».2

Don Carlos Nouel, yerno de don Tomás Bobadilla y Briones, en unos «Apuntes históricos de Santo Domingo» que escribiera y que conservamos en nuestro archivo, nos presenta una relación detallada de todas las peripecias que llevaron a cabo Santana y Bobadilla para lograr la intercalación en la Constitución de San Cristóbal del antiliberal y despótico artículo 210. Cedamos la palabra al instruido autor de la Historia eclesiástica, en aquel momento crítico de nuestra existencia institucional, pero sin olvidar que sus noticias tuvieron como principal fuente las confidencias que en más de una ocasión le hiciera don Tomás Bobadilla.

1

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Archivo Municipal de San Cristóbal, «De algunos actos relativos a la instalación del primer Congreso Constituyente de la República Dominicana» publicado en el diario La Opinión, XVI, No. 3,619, Ciudad Trujillo, 21 de septiembre de 1938. José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, tomo II, p. 141. Despradel no indica los datos de edición de esta obra. (N. E.).

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Por lo interesante del asunto, la transcripción se impone íntegra y sin comentarios. Escribe don Carlos Nouel: «Reunidos los diputados en 24 de septiembre quedó instalado el Congreso Constituyente que principió sus tareas constitutivas confiando a una comisión de su señor el trabajo de preparar el proyecto de Constitución que discutido por ese cuerpo superior soberano quedó sancionado en 6 de noviembre de 1844. Once títulos y uno adicional comprende la obra de los constituyentes del 44. La forma de gobierno representativa y electiva. Las garantías individuales quedan en ella determinadas de una manera cierta; los derechos de los ciudadanos; la división de los poderes públicos y sus atribuciones; la responsabilidad de los funcionarios del Estado; el gobierno político de la República; la forma de las elecciones; las reglas generales para la administración de la Hacienda Pública; la creación de la fuerza armada y de la milicia ciudadana; la manera de revisar el pacto y algunas disposiciones que tienen el carácter de generales unas y de transitorias otras, terminan el pacto. Apresurados por la necesidad de constituir definitivamente se arrogaron los constituyentes la potestad de elegir por esa al presidente de la República e instalarlo en su cargo. Hecha la elección recayó en Pedro Santana a quien se recibió juramento el 11 de noviembre. Ineficaces fueron sin embargo los desvelos de los constituyentes para establecer reglas que fijaran derechos, deberes y garantías, porque toda su obra quedó aniquilada en el mismo parto con la disposición contenida en el artículo 210, que erigió el Poder Ejecutivo en dictador aunque para llegar a tanto hubo que violentar mucho, en más de un caso, el sentido del artículo citado.

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Pero este artículo tiene su historia. Hecha la Constitución y la elección de presidente se remitió aquella a Santana a Santo Domingo para que la viera. Del examen que de ella hicieron los miembros de la Junta se consideró impracticable por cuanto se establecía en ella la electibilidad […] de los grados en la milicia, la prohibición de movilizar las tropas que estarían bajo el mando inmediato de los alcaldes de comunes. Negose Santana a aceptar dicha constitución y para observarla dio comisión al señor J. F. Aybar quien pasó a San Cristóbal y a los tres días regresó dando cuenta de que se había reformado esa parte y que la constituyente estaba en buen sentido. Pasó Santana con los demás miembros de la Junta a San Cristóbal, pero antes de jurar el pacto quiso verlo y de ese nuevo examen resultó que ninguna modificación habían sufrido las disposiciones que él había observado. Colérico, Santana quiso entregarse a violencias pero contenido por los que le acompañaban, devolvió la constitución manifestando que no la juraría. Transpiró la cólera de Santana y entró el pavor en algunos constituyentes; otros aceptaban las reformas propuestas. Llegó hasta Santo Domingo la noticia de lo que ocurría en San Cristóbal y ese mismo día el comandante de Armas general J. Puello manifestaba a Santana que tenía 250 hombres a su disposición. Cundió esta noticia y de ello resultó que los representantes se reunieron para discutir las reformas propuestas y manifestaron a Santana que estaban conformes: que viniera a jurar. Se presentó a la Cámara pero antes de jurar quiso que se le leyera la constitución y nada se había cambiado en ella. Furioso Santana repitió que no juraría y se retiró. La presencia de Mora en San Cristóbal y las amenazas que vertían las tropas intimidaron a los representantes que nombraron una comisión compuesta por los diputados D. J. M. Caminero.

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B. Báez, Pbro. Solano, Antonio Gutiérrez y otros para que conferenciara sobre las reformas propuestas con otra comisión nombrada por Santana, compuesta de los señores don Tomás Bobadilla, Ricardo Miura, Manuel Cabral Bernal, general Ángel Reyes. De estas conferencias que se abrieron en público y luego continuaron secretas por la observación que hizo el diputado Manuel J. Delmonte de que la discusión era un juicio abierto a la obra de los constituyentes, resultó que se enmendó la Constitución suprimiendo las disposiciones relativas a la milicia y a las facultades de los alcaldes y para robustecer la autoridad ejecutiva en los tiempos anormales que corrían, propuso el señor Bobadilla la intercalación del artículo 210 que fue aceptado por todos y que por lo muy lato que parezca no autoriza el abuso que de él se hizo en más de una vez. Jurada la Constitución dispuso Santana su impresión e inmediata promulgación dando los decretos del caso y quedó disuelta la constituyente».

Así nació nuestra primera Constitución Política: en medio de «un juicio abierto a la obra de los constituyentes», como dijera Delmonte. La opinión más socorrida entre nuestros historiadores es que el artículo 210 fue inspirado a Santana por el cónsul francés Juchereau de Saint Denis y que la labor de don Tomás Bobadilla se limitó a hacerlo intercalar en nuestra primera carta fundamental. Pero aun así no es peregrino suponer que Saint Denis inspirara este artículo a Santana por sugerencias que le hiciera Bobadilla, ya que el cónsul francés y él eran íntimos amigos…* 3

La Nación, IX:3,170 (Ciudad trujillo, 6 de noviembre de 1948)

*

Cortesía de Salvador Alfau. (N. C.).

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Guerras de Independencia. Campaña 1855-1856. Talanquera y Sabana Larga

El mar era la ruta normal de abastecimiento para los ejércitos dominicanos en campaña en las fronteras del noroeste y del sur. Puerto Plata, en las costas septentrionales del Atlántico, era el puerto de entrada para abastecer de armas, municiones y vituallas a las regiones cibaeñas del norte, las cuales tenían su centro administrativo-gubernativo en Santiago, y sus frentes de batalla en las áridas regiones del noroeste. Azua, en las costas australes del Caribe, era el puerto habilitado para las regiones del sur y el centro desde el cual se trasmitían todas las medidas de gobierno y de administración para las vastas llanuras que en las zonas fronterizas eran campos de lucha encarnizada sostenida por los ejércitos dominicanos para mantener la Independencia proclamada en el Baluarte. En la gloriosa campaña del 1855-1856, en Boca de Guayubín se había establecido el cantón general de las armas del noroeste: para las del sur se escogió a San Juan de la Maguana. El ejército haitiano nos invadía tanto por el norte como por el sur. En esta última campaña del 56, en Cambronal y en Santomé nuestros soldados victoriosos desbarataron sus proyectos de conquista en los caldeados campos sureños; y ante esta derrota, las huestes del emperador Faustin Soulouque fueron a confirmar su impotencia en las fronteras del – 139 –

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noroeste. No obstante existir una cantidad apreciable de armas, municiones y vituallas en el almacén de Santiago, en el muelle de Puerto Plata descargaron el bergantín de guerra 19 de Marzo y la balandra Las Dos Hermanas, 100 barriles de pólvora, 200 cajas de cartuchos de fusil, 20,000 balas de fusil, 500 lanzas, 200 fusiles, 100 barriles de pólvora de cañón, 100 barriles de harina y 50 de galletas. El Almacén del Estado acababa de recibir refuerzos, pues de Boston había llegado la goleta americana Lysamden, al mando del capitán Elly, con suficientes pertrechos de guerra.1 Se preparaba la campaña en las líneas de combate del noroeste: el comandante superior de Puerto Plata, general Ramón Mella, había recibido instrucciones del ministro de la Guerra para montar la artillería de grueso calibre de Montecristi; el general Domingo Mallol, comandante superior de Santiago, informaba tener bajo las armas 9.740 hombres; el superior Gobierno había enviado como su representante a las regiones cibaeñas del norte al general Felipe Alfau; el general Juan Luis Franco Bidó fue designado jefe de las fronteras del noroeste y el general Fernando Valerio ocupó la jefatura del cantón general de la Boca de Guayubín. Presentamos ahora, a base de la documentación histórica que sobre este asunto poseemos, extractada de los libros copiadores de oficios del Ministerio de la Guerra de aquella época, el desarrollo de esa heroica campaña que culminó en las brillantes victorias de Talanquera y de Sabana Larga. El 24 de diciembre de 1855 el general Alfau comunicó al ministro de la Guerra «que los haitianos estaban abriendo un camino por Macaboncito para evitar los puestos adonde se les espera». Las vanguardias dominicanas sorprendieron este ardid del enemigo, y al atacarlos, y el cazador Emeterio de Islas dar muerte al coronel que venía a la avanzada, hicieron replegar al invasor. Por varias ocasiones intentaron de nuevo las fuerzas haitianas penetrar en nuestro territorio, pero en todas, las avanzadas dominicanas las rechazaron. El general Domingo Mallol dio parte de estos encuentros al ministro de la Guerra, y este,

1

Archivo General de la Nación, libro del Ministerio de Hacienda, 1855-1856.

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ante el desarrollo favorable a nuestras armas libertadoras de los acontecimientos, con fecha 2 de enero de 1856 le remitió el siguiente oficio: «Quedo informado de que los haitianos habían evacuado esas fronteras acosados solo por las guerrillas de nuestra gente. Lástima es que a eso se reduzca toda la invasión de Soulouque tan decantada y tan anunciada y que no hayan tenido el valor necesario para invadir de una manera más definida y medir sus fuerzas con los bravos del Cibao. En fin, ellos van ya bien escarmentados, pues en los campos de Santomé y Cambronal, han dejado más de 1,000 muertos y más de 1,000 heridos, llevando el espanto a sus hogares».

Frente a estos éxitos, las armas dominicanas se dispusieron, aunque con fuerzas reducidas, a hostilizar el propio territorio enemigo. De estas acciones de hostigamiento dio parte el general Alfau desde Santiago al ministro de la Guerra, quien en un oficio de fecha 12 de enero de 1856 las comunicó al general libertador Pedro Santana, en campaña en el cantón general de San Juan de la Maguana. He aquí el oficio del ministro de la Guerra al general libertador: «Comunica el general Alfau el 6 de enero que las guerrillas que entraron al territorio enemigo compuesta una de 10 hombres y la otra de 15, la 1a por las Sierras o doña María y la otra por Cañongo, esta última tuvo mejor éxito porque extrajo del territorio enemigo 17 reses, 3 burros, 5 puercos y 2 perros que quitaron a un montero, incendiando además 5 haciendas de caña, la primera no logró nada por haber encontrato una guardia a quien le hizo fuego pero que fue reforzada con fuerzas superiores, viéndose obligada a replegarse sobre nuestro territorio por esta causa».

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Las huestes del emperador Soulouque no habían desistido de su plan de invadir nuestro territorio por las fronteras del noroeste. Derrotadas en el sur, su obstinado propósito era conquistar en el norte las ricas regiones cibaeñas. El general Alfau, el 16 de enero, comunicó al ministro de la Guerra la desafiante presencia de Soulouque, con un ejército de 10,000 hombres, en la villa fronteriza de Juana Méndez. El 22 de enero le fue enviado el siguiente oficio al general libertador: «Por el dicho parte del general Alfau fechado en Santiago el 16 de enero verá V. E. que Soulouque se hallaba en Juana Méndez con un ejército de 10,000 hombres, y aunque no se conocían sus intenciones es de suponer que cualquiera que sea su plan debe probar de nuevo la fortuna atacando a Guayubín. En esta virtud he escrito a las provincias de La Vega y Santiago para el envío de la gente que quede en aquellos lugares».2

El 17 de enero, el general Valerio, jefe de las fronteras del norte, confirmaba esta noticia, y decía al general Alfau, en Santiago: «Las noticias de Haití son: que el ejército haitiano estaba completamente desmoralizado, que había sufrido mucho en las derrotas de Santomé y Cambronal. Que Soulouque con el resto de su ejército había marchado por el Guarico con la intención de atacar a Santiago, pero también se dice que Bobo había proclamado la República sostenido por algunos miles de personas».

Soulouque estaba amenazante, y ante la inminencia de la invasión que con valor y confianza esperaban las fuerzas dominicanas del Cibao, dispuestas a repetir las glorias de Cambronal y de Santomé, el ministro de la Guerra le ofició lo siguiente al general libertador: 2

Archivo General de la Nación, Ministerio de la Guerra, copiador de oficios, 1856.

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«El gobierno cree que siendo tan positiva conforme a lo arriba expuesto la invasión por aquella línea y según el último oficio de V. E. por esa del sur no hay haitianos, ha dispuesto, salvo la aprobación de V. E., pase la flotilla a las costas del norte, donde podrá prestar los auxilios en caso necesario, y partir con los cibaeños los nuevos triunfos que les están reservados a las armas de la República».3

Pero no fue necesario movilizar de sus bases la flotilla nacional, pues el 24 de enero de 1856, los ejércitos dominicanos del Cibao desbarataron las huestes imperiales de Soulouque en las jornadas gloriosas de Talanquera y Sabana Larga. Parte oficial de guerra. Talanquera y Sabana Larga. Campaña del 1855-56 «El comandante superior militar de la provincia de Santiago, al ministro de la Guerra. Santiago 27 de enero de 1856. Señor ministro: Remito a usted el parte que acabo de recibir de Talanquera, el 25 de los corrientes, que dice así: Son las ocho y media de la mañana y acabo en este instante de llegar del campo del honor, donde las armas cibaeñas han obtenido una victoria completa. El martes a las seis de la tarde nos pusimos en marcha para Sabana Larga, habiendo dividido el ejército en tres columnas: una al mando de los coroneles Hungría y Batista por el flanco izquierdo; otra por el flanco derecho mandada por los generales Florentino y Lucas

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Ibídem, 24 de enero de 1856.

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de Peña; y al centro los santiagueros capitaneados por el valiente general Valerio. Allí estuvimos hasta ayer a las nueve de la mañana, en cuya hora una división haitiana atacó a la columna de Hungría: estuvieron batiéndose dos horas y al fin el enemigo tuvo que salir de retirada por el mortífero fuego de nuestras carabinas. Quitaron a los haitianos una pieza de a 4 de bronce, y quedaron en nuestro poder un coronel, un comandante, infinitos prisioneros y además como 500 muertos. Tan pronto como cesó el fuego de esa parte, se presentaron a nosotros que estábamos en Sabana Larga; rompimos el fuego y ellos en retirada se plantaron en el cerro de la Plata, más allá de Macabón, en donde tuvimos un combate dilatado; pero cobardes como siempre, tocaron retirada, y en la espaciosa sabana de Jácuba quedó el campo sembrado de cadáveres, desde Sabana Larga hasta la ceja de Guajaba, próximo a Dajabón. Era imposible contar los muertos: allí se les quitó otra pieza de hierro, de a 8; se mataron algunos coroneles, se cogieron dos banderas, muchas cajas de guerra y una infinidad de fusiles, caballos, mulos, etc. y sesenta prisioneros, sin contar los que hizo Hungría. Los generales Florentino y Peña le salieron por la retaguardia en la sabana de Jácuba y la mortandad fue terrible. Hemos calculado en más de mil los muertos en ese sitio. A las cuatro de la tarde cesó el fuego, y ya quedaban ellos en sus límites. El general Valerio, valiente como su espada, se ha comportado de un modo admirable, pues él iba siempre delante matando haitianos, hasta que los dejó en Dajabón. El coronel Valverde ha acreditado el nombre que tenía de valiente; todos han peleado muy bien. Lo que parece increíble es que entre muertos y heridos, los nuestros no llegan a 25. Esto se dudará en toda la República, pero puede creerse porque yo más observaba a estos que a los haitianos.

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Nuestro ejército de Talanquera, señor ministro, estaba ansioso por llegar a las manos con el enemigo, que abandonó sus formidables posiciones marchando al encuentro de él para batirse desesperadamente. Dios guarde a usted muchos años. D. Mallol».4

El triunfo fue completo y fue tal el estrago que causó el diestro machete de los soldados cibaeños en medio de las filas haitianas, que el general Alfau, tres días después de la batalla, expresaba al ministro de la Guerra que: «Con el deseo de que en el parte detallado figurase exactamente el número de muertos enemigos, visitamos ayer todo el campo y me he convencido de que no era posible contarlos todos, en razón de que no tan solo están esparcidos desde el principio de Sabana Larga hasta Guajaba, sino también en todas las cejas inmediatas, y algunos cerros vecinos, donde se encuentran apilados, y aun en algunas cañadas y arroyos».5

La resonante victoria fue esparcida por todo el territorio nacional por medio de las columnas de la Gaceta del gobierno, de El Oasis y de El Dominicano, publicaciones oficiales, y las autoridades superiores de Santiago, vibrantes de entusiasmo patrio, lanzaron un impreso en el cual hacían resaltar las legendarias proezas de las armas cibaeñas. Setenta y cinco prisioneros quedaron en poder de los dominicanos. El 31 de enero le fue consultado al general libertador si se llevaban a la ciudad capital de Puerto Plata y a bordo de la goleta de guerra 19 de Marzo y de la mercante Ozama, surtas en aquel puerto. Y a este respecto, el 4 de febrero, el ministro de la Guerra comunicó al general Mallol lo que sigue:

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José Gabriel García, Partes oficiales de las operaciones militares realizadas durante la guerra dominico-haitiana, Santo Domingo, Imprenta de García Hermanos, 1888. Ibídem.

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«El gobierno aprueba intertanto (sic) vuelva a su estado normal la República la disposición que Ud. ha tomado respecto a los prisioneros haitianos remitiendo a esta capital los 16 oficiales, dejando los demás para los trabajos de esa ciudad y advirtiéndole que no se permitirá que uno de estos haga trabajos particulares. Espero que por la 19 de Marzo remitirá a esta capital las banderas quitadas a los haitianos para hacer ostensible las proezas, valor y heroísmo de las armas cibaeñas, las cajas de guerra las distribuirán en los diversos cuerpos de ambas provincias, pues todos carecen de ellas; los cañones servirán para la defensa de los que tan bien han sabido con su valor y arrojo arrebatarlos al enemigo».

En medio de tantos héroes, los sobresalientes obtuvieron nuevos grados militares. Los comandantes J. E. Ariza y G. de Lora fueron ascendidos a coronel; el capitán J. A. Salcedo, a comandante; los tenientes Eugenio Valerio, hijo del aguerrido general Fernando Valerio, y José Mallol, a capitán. El valiente Juan Suero fue confirmado como comandante cívico. Y además, se extendieron despachos a cuatro coroneles como generales de brigada y a cuatro generales de brigada, como generales de división. Y para que el valor dominicano tuviera en estas jornadas singulares una cabal manifestación, no faltó en ellas la presencia atrayente de una heroína en la figura bizarra de la arrojada Petronila Gaú, natural de Montellano, jurisdicción de Sabaneta. Ejército de valientes, de bravos, de aguerridos, en Fernando Valerio se plasmó con caracteres legendarios el espíritu de la República en armas. Dejemos que el propio documento nos hable de sus hazañas en aquellos campos inmortales del cantón de la Boca de Guayubín. Expresa el ministro de la Guerra: «Por cartas particulares del comandante Pichardo se sabe que el general Fernando Valerio rompió su sable matando mañeces, por lo que el gobierno se propone remitirle uno que recomienda a compra en el extran-

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jero para presentarlo a tan benemérito general, o comprarlo en esta plaza si se encuentra uno apropiado y digno de su vigoroso brazo».

En un hermoso estuche fue enviado el sable al general Valerio por intermedio del perínclito general Ramón Mella, a su cantón general de la Boca de Guayubín. ¡Loor a los bravos soldados de la Patria! Ciudad Trujillo. En el centenario de la República. Revista Militar, No. 97 (febrero de 1944)

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Algunos aspectos de nuestras guerras de Independencia Tenemos una historia romántica y otra historia práctica. De la primera ya hemos escrito muchos capítulos; de la segunda, muy pocos. Dejando a un lado nuestra historia colonial, cuyas fuentes conocemos muy poco a fuer de no poseerlas, la historia de la República casi por completo la hemos enfocado en su aspecto romántico: origen de ello, el entusiasmo de nuestra adolescencia como nación independiente, lo que trae como corolario, la pasión como fuerza directora al reseñar los hechos de nuestro pasado reciente. Aún nuestro ayer republicano está en carne viva: el estampido del trabucazo de Mella todavía no ha llegado en el tiempo a rumor de lejanías; y por ello, el padre de la historia de la República, don José Gabriel García, no ha hecho más que reseñar su propio presente activo y la generación que lo prosiguió, que va pie con pie con la nuestra, al escribir historia, la mayor parte de las veces lo que ha hecho es panegirizar la actitud de sus propios ancestros. Vayamos al tema.

Tropas En puridad de verdad se puede admitir como un hecho histórico indiscutible que durante sus veintidós años de dominación, Haití no mantuvo su autoridad sobre nuestro territorio – 149 –

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respaldado por un fuerte y numeroso ejército de ocupación que fuera importado de allende las fronteras: fue relativamente reducido el número de oficiales y de soldados haitianos que a esta parte de origen español del este enviara el autócrata Jean Pierre Boyer para sostener su fácil conquista. La gendarmería, aunque comandada por oficiales del presuntuoso ejército de occidente, estaba formada en gran parte de soldados dominicanos, y la Guardia Nacional, vigilante del orden público en ciudades y campos, no solamente estaba dirigida por jefes dominicanos, sino que estaba constituida en su totalidad por elementos nativos de nuestro propio territorio. Baste mencionar, entre varios ejemplos, cómo en pleno año del 1843 el coronel Felipe Alfau era jefe de esa Guardia Nacional en la antigua Santo Domingo de Guzmán, ciudad cabecera de esta parte ocupada del este. Consecuencia de esta forma especial que adoptaron los negros de la patria de Dessalines para sostener su yugo de más de cuatro lustros sobre nuestro territorio, fue el desarrollo peculiar de nuestro grito de independencia. Cuando en el histórico Baluarte del Conde se proclamó la patria libre e independiente, pólvora solamente quemó Ramón Mella al lanzar su inesperado trabucazo; ya que como fuerzas militares extrañas solamente tenían frente a sí los heroicos conjurados de la noche del 27 de febrero, la reducida guarnición haitiana que desconcertada y atemorizada se encontraba acuartelada en la Fortaleza del Homenaje. Estas tropas haitianas no constituían más que una reducida guarnición, y no obstante haber el historiador haitiano Thomas Madiou afirmado que después de la capitulación del 28 de febrero, se embarcaron con Desgrotte en las tres embarcaciones de nacionalidad rusa, francesa y haitiana, respectivamente, unos mil individuos, él mismo nos da constancia de que eran sobre todo, hombres, mujeres y niños de origen haitiano. En una palabra, en su gran mayoría, la población que durante veintidós años de dominación había fomentado Haití en la ciudad capital de la antigua Española estaba dedicada al comercio y a los empleos burocráticos. En los demás puntos del país, el proceso insurreccional fue aún más sencillo: la guarnición de militares

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de origen haitiano era todavía más reducida, y las municipalidades, o los grupos dirigentes de la insurrección, se limitaron a dar el grito de independencia sin necesidad de realizar aprestos guerreros. El grito de febrero, por lo tanto, lo que inició fue la escisión incruenta de esta parte del este de la ambiciosa República de occidente: fue, simplemente, el desconocimiento por el pueblo dominicano del régimen gubernamental haitiano y la adhesión a la causa de la libertad patria de ese gran conglomerado de elementos nativos que prestaban sus servicios en las fuerzas militares de ocupación del régimen boyerista. Hecho que dio por resultado, enfocando el problema desde el punto de vista militar, que el mismo oficial y el mismo soldado que prestaba servicios al régimen opresor desconocido y derrocado, viniera a ser el mismo oficial y el mismo soldado que defendiera la República que se acaba de proclamar. Por supuesto, sin dejar de contar los nuevos elementos que vinieron a sumarse en la lucha, como consecuencia lógica del desenvolvimiento de una campaña de tal naturaleza. Después del encuentro en La Fuente del Rodeo, exactamente calificado por don José Gabriel García «como el verdadero bautismo de sangre de la República», y de realizadas las gloriosas acciones del 19 y el 30 de marzo, el gobierno de la República Dominicana en armas dedica todas sus actividades en la organización y sostenimiento del ejército que debía llevar a victorioso término las heroicas campañas militares de nuestra guerra de independencia. Pero la base de este ejército, como ya hemos dicho anteriormente, la constituyeron los cuerpos de gendarmes de la Guardia Nacional que prestaron sus servicios a los haitianos dominadores. Estos soldados y oficiales pasaron a ser los llamados veteranos. Así, cuando el 29 de noviembre de 1844 se hizo un llamamiento de voluntarios, dándose por lo tanto comienzo al reclutamiento de soldados, el ministro de la Guerra dispuso que los batallones 1º y 2º dominicanos fueran divididos en cuatro partes iguales: «para que cada una de estas partes sirva de base a los cuatro batallones que deban formarse». Fueron estos los cuatro batallones de veteranos de Santo Domingo, y en cada

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una de las otras comunes se constituyeron otros tantos tomando como base «las tropas efectivas y nacionales» residentes en ellas. De una compañía de granaderos, una de cazadores, y otra de fusileros constaba cada uno de estos batallones y estos, conjuntamente con las brigadas de artillería y de caballería, vinieron a formar el invicto ejército dominicano que se cubrió de laureles inmortales en La Estrelleta, en Sabana Larga, en Las Carreras, y en cien batallas más que la fama ha inmortalizado. Se reclutaban los soldados, pero se enviaba a los comandantes de Armas el decreto de reclutamiento para que se guiaran por él privadamente, sin darle publicación: «por no convenir y entrar ahora en reclamaciones», les expresaba el señor ministro de la Guerra; y estas tropas reclutadas no salían para los frentes de batalla sin antes ser pasadas en revista de sueldos, y aunque algunas desertaban, como sucede siempre en todos los ejército del mundo en campaña, el gobierno de la República en armas sostenía una lucha activa y difícil para que al soldado en los campamentos no le faltaran, además de armas y municiones, comida y vestimenta adecuadas. Al perceptor de Azua le expresaba, a este respecto, el ministro de la Guerra: «Usted deberá hacer entender al soldado que el gobierno no le falta nunca con su ración y cifra en esto su mayor cuidado». Ante esta noticia histórica resulta peregrina la tradición de que en tiempos de nuestras guerras de Independencia, al reclutarse las tropas, se entregaba a cada soldado solamente un macuto con un poco de sal, para que durante el trayecto hacia los campamentos se procurara él mismo su comida. Los libros copiadores de oficios de los ministerios de Guerra y de Hacienda de aquellos años de lucha y de heroísmo dan constancia de todo lo comprado: al soldado siempre se le pagaba su ración y se le procuraban armas y vestidos, e innumerables eran los barriles de galletas y de harina de maíz, y los bocoyes de petit salé, de bacalao y de carne salada que del almacén del Estado, surtido a fuerza de miles de afanes de los comercios de Curazao y de Saint Thomas, eran enviados por el gobierno a los frentes de batalla de las fronteras del sur y del noroeste. Dinero también se enviaba: al cantón general de Las Matas, campamento de las regiones del

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sur que inmortalizó la pericia y el arrojo de Antonio Duvergé, se situaban con regularidad mensualmente $20,000.00. A esto obedecía que le oficiara a este ilustre general el Ministerio del ramo, después de aconsejarle tomar medidas drásticas para evitar la deserción, según él decía «el peor enemigo de la guerra», lo siguiente: «Puedo asegurarle a usted que el gobierno hará los más grandes sacrificios para enviarles fondos con el objeto de que el soldado no se queje de falta de ración y sueldo». El Banco de Saint Thomas y la Casa Comercial de J. B. Anduze e hijos, podían dar fe de ello.

Marina, ruta de abastecimiento El territorio del país estaba huérfano de caminos. La Cordillera Central dividía en dos regiones casi independientes las costas que al norte baña el Atlántico, de aquellas otras que hacia el sur mantiene en inquietud de invernazo el mar Caribe. Aun en el mismo interior de estas regiones del Cibao, del este y del sur, el transitar por tierra era lento y duro. Aquí en el norte, en la llanura fresca de tierra negra del cacao y del plátano, era duradera y lejana la ruta de La Vega a Santiago, y de aquí a Puerto Plata. Guayubín y Montecristi, en la línea seca y ardiente, eran de acceso difícil a partir de la invicta ciudad del 30 de Marzo. En el sur, Santo Domingo se sentía lejano de San Cristóbal y de Baní; y Azua, Numancia del patriotismo, era término de una ruta larga entre el calor de un camino desierto e intrillado. La tierra estaba huérfana de caminos y solamente la amplitud azul del mar aseguraba a los ejércitos de la República en armas, seguridad de aprovisionamiento en hombres, armas, pertrechos, dinero y comida. Santo Domingo de Guzmán era la base central de aprovisionamiento: en ella estaban el arsenal y el almacén del Estado. Azua, en el sur, y Puerto Plata, en el norte, eran los puertos de abasto para los campos de batalla del sur y del noroeste, respectivamente. Porque eran dos frentes de batalla: el del sur, con su cantón general en Las Matas de Farfán, en la campaña del 1844

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al 1846, y en San Juan de la Maguana, en las del 1849 y 1856; y el del norte, con su cantón general en Santiago y en la Boca de Guayubín. Sin caminos por tierra y con la Cordillera Central como infranqueable barrera, en muy pocas ocasiones el soldado del Cibao peleó junto al del sur y al del este. Ambos tuvieron su propio campo de batalla en su región respectiva y el paso de Chinguela, entre Constanza y San Juan, fue el punto divisorio y la atalaya de expectación donde el hermano contaba con una puerta de pase para prestar auxilio al hermano en caso de suma urgencia. El general jarabacoense José Durán fue el centinela permanente de esta puerta de pase. Al contar con pocos barcos el naciente gobierno de la República, el expediente de la requisición tuvo que ponerse en práctica de manera obligada y permanente. No obstante que a fuerza de inauditos sacrificios algunos barcos fueron comprados por el Estado a holandeses de Curazao, a ingleses de Saint Thomas y hasta a súbditos de Norteamérica. Existía una flotilla nacional y era el jefe de escuadrilla el intrépido coronel de marina Juan Bautista Cambiaso, quien a la vez era comandante del puerto de Santo Domingo. Las unidades con que contaba la marina de guerra de la República llevaban los nombres de Separación Dominicana, cuyo comandante fue el bravo Juan Alejandro Acosta; General Santana, al mando de Cayetano Barbaró; La Merced, que comandaba José Antonio Sanabia; 27 de Febrero, anteriormente de matrícula americana, bajo el nombre de John Taylor, y comprado en $1,500.00 fuertes a William R. Derickson; la Cibao, armada en Saint Thomas y al mando del teniente coronel José Naar; la Buenaventura, que tenía por comandante al arrojado santomero capitán Dickson; Libertador, Constitución y Congreso. Todas estas eran goletas de Guerra. La San José, con Simeón Vicioso como comandante y la Libertad, antes La Carlota y que vendiera al gobierno en $5,759.00 fuertes el comerciante Escarffullet, eran bergantines. En requisición fueron tomadas, para ser armadas, las goletas nacionales Taní, La Esperanza, y La Joven Antonieta, que glorificó con su osadía el teniente Marisca.

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El mar era para aquel entonces nuestra única ruta, ya que durante la colonia no fuimos más que una docena de villas aisladas por un centenar de hatos, que se extendían por la llanura de la sabana cubierta de pajonales o por la exuberante vegetación del monte, a cuyas cejas tupidas robaban aquí y allá su frescura, para crecer frondosos, el cafetal, el cacaotal y el conuco. El ibero colonizador no tuvo entre nosotros la obsesión del camino; y así, de nuestra historia colonial recordamos, al tratar de buscar las rutas por donde se desarrollara la vida económica de la antigua Española, los nombres románticos de un Camino del Azucey y de un Camino de los Hidalgos. Más nada. Porque en puridad de verdad, hasta hace no muy largo tiempo, en nuestro territorio Cibao y Sur eran regiones lejanas. No era camino fácil el que había que recorrer, más bien por la intuición de la huella que por la dirección del trazado apropiado, desde Santiago, pasando por La Vega, Cotuí y Antonsí como mesones donde pasar la noche y cambiar monturas, hasta la antigua Santo Domingo de Guzmán. Por este aislamiento no era raro encontrar en aquellos tiempos ricos y cultos caballeros y hermosas y distinguidas damas del próspero Cibao, que siguiendo las rutas del océano Atlántico visitaban frecuentemente a Nueva York, en Norteamérica, y a París, en Europa, y exhalaban el último suspiro de la vida sin haber visto jamás la Puerta del Conde de Peñalva, ni el Torreón del Homenaje. El mar era para aquel entonces nuestra única ruta y la antigua Santo Domingo de Guzmán, para el tiempo de glorias y de sacrificios cuando se desarrollaron nuestras guerras de independencia, era puerto de un movimiento mercantil activo y apreciable. A Curazao y a Saint Thomas, principalmente, se tenían que ir a buscar las vituallas y las mercancías; Azua y el Petit Trou daban salida a las maderas preciosas de los bosques del sur, sobre todo de Neiba y de las lomas del Bahoruco; por el puerto de Guasa, en el Seibo, se embarcaban los innumerables cueros de los extensos hatos del este; en Samaná se daba el mangle para curtirlos y en Montecristi estaban los grandes cortes de campeche. Esto constituía la base de nuestro comercio con las colonias de Curazao y de Saint Thomas, y Santo Domingo era su puerto de entrada y de salida.

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Por estas circunstancias, al desarrollarse nuestra guerra con Haití y ser el mar la única ruta práctica para desde Santo Domingo –centro único y principal de abastecimiento– enviar tropas, armas, municiones y vituallas al frente de batalla de las fronteras del sur, y armas, municiones y vituallas al frente de batalla de las fronteras del noroeste, pues tropas no era necesario enviar al norte, ya que las guerras de independencia en el Cibao las libraron exclusivamente los hombres cibaeños, así como las guerras de Independencia en el sur estuvieron exclusivamente a cargo de los hombres del este y de los hombres sureños, el gobierno de la naciente República se vio forzado a procurarse barcos por medio del expediente de la requisición. Pero en honor de la verdad histórica, varios armadores ofrecieron al gobierno, de manera espontánea, sus embarcaciones para ponerlas al servicio de la Patria, como lo hizo, entre otros, Pedro Ricart y Martí con su goleta Peregrina, que comandaba el intrépido Luis Nápoles. Armas, municiones y vituallas llevaron continuamente hacia el puerto de Azua y al de Puerto Plata la María Luisa, de Pellerano y Maggiolo; la Eleonora, de Luis Durocher; la Peregrina, de Ricart y Martí; la Ozama, La India, Las Dos Hermanas, y otras, entre las nacionales; y la Rigoletto, la Clara Rosa, y otras, de nacionalidad holandesa. Junto con ellas es justo mencionar el bote No-te-fíes, eficiente y rápido para llevar urgentemente a Azua –por muchas ocasiones– dinero, medicinas y correspondencia. Por las rutas del mar realizaba también la República en guerra su labor de espionaje en contra del enemigo; y esta labor, de suma importancia para el buen éxito de las operaciones, la realizaban principalmente buques extranjeros. Dejemos que un documento de la época, un oficio dirigido por el ministro de la Guerra al general libertador Pedro Santana, nos haga conocer las peripecias de este interesante aspecto de nuestras guerras de independencia. Dice en su oficio, de 15 de enero de 1856, el ministro de la Guerra, desde Santo Domingo, al general libertador, en campaña en el cantón general de San Juan de la Maguana:

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«El vapor español no pudo hacernos este servicio pasando a Jacmel a informarse por tener que pasar a Puerto Rico. Se le ofrecieron $350.00 a una goleta americana, pero pedía $600.00. La Australia, goleta holandesa, habría ido, pero tenía que llevar una carga a Curazao. Dentro de tres días tendremos noticias por el paquete y también las esperanzas por un vapor inglés que estuvo aquí y que tiene órdenes del señor cónsul inglés para que si había novedad importante volviese aquí con comunicaciones a los cónsules».

Hasta aquí el oficio. Realizamos una guerra completa, con todas sus grandezas y con todos sus astutos subterfugios. Se espiaban los movimientos y preparativos del enemigo, pues decía el ministro de la Guerra en la campaña del 1856, era necesario conocer «el estado del ridículo imperio de Haití». En esta labor de zapa el gobierno dominicano contaba con la complicidad de los cónsules de Inglaterra, Francia y España. El primero, por mantener en seguro resguardo sus colonias antillanas; el segundo, como solapada prosecución del nefando plan Levasseur, y el tercero, como taimada preparación de esa trama patricida que en la matrícula de Segovia tuvo un inicuo trampolín para saltar a la dolorosa anexión que hizo cambiar sus gloriosas preseas de libertador al hatero de El Prado, por el flamante marquesado de Las Carreras. Se espiaba al enemigo, no solamente por las rutas del mar por medio de barcos extranjeros que iban a Jacmel, al Cabo y a Puerto Príncipe, sino también en tierra; pues tal como se les oficiaba a los comandantes de las avanzadas fronterizas, debían escoger hombres, inteligentes, valientes y astutos, para que se infiltraran en los campamentos enemigos a vigilar sus movimientos. A propósito nos hemos detenido en la relación del papel que desempeñó la marina en el desarrollo de nuestras guerras de independencia, ya que además de haber sido de una importancia primordial, puso de manifiesto cómo en las luchas armadas por nuestra libertad patria supimos situarnos en la exacta

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posición que corresponde a un pueblo que tiene su asiento en un territorio insular. Hecho geográfico imperativo que muchas veces no tomamos en cuenta. Haití, como es lógico suponerse, también tenía su escuadrilla de guerra, y muchas veces temió el gobierno dominicano que el agresor de occidente intentara una invasión marítima sobre nuestro territorio. El punto más vulnerable era Samaná. Por ello fue puesto este punto en plan de defensa con artillería suficiente y con tropas seibanas numerosas al mando del general Remigio del Castillo, durante las campañas del 49 y del 56. El Tortuguero fue la primera victoria naval de la República. En la Separación Dominicana, comandada por el heroico Juan Bautista Cambiaso, y en la María Chica, al mando del denodado Juan Bautista Maggiolo, después de tres horas de combate, flotó cubierto de gloria sobre las aguas inquietas del Caribe el pabellón cruzado que no supo mantener sobre los humeantes fortines de Azua la obsesión de Pedro Santana, después del 19 de marzo. Y en Maluís o la Poza del Diablo, frente a las costas atlánticas de Puerto Plata, sufrió su más grande desastre la armada haitiana, al caer allí en poder de las fuerzas dominicanas del norte el buque almirante y dos goletas de la flamante escuadra de occidente, con su almirante, Cadet Antoine, varios oficiales y 119 hombres. Ante este feliz acontecimiento para la causa de la República, ofició el ministro de la Guerra al general de división Francisco Antonio Salcedo, lo siguiente: «Ud. tomará todas las medidas que están a su alcance para aprovechar todo lo que se pueda de los buques haitianos que están varados sobre las costas de Puerto Plata». Y al mismo tiempo ordenó al coronel Cambiaso salir con ocho buques, «a recorrer y examinar las costas del norte de la República para salvar los fragmentos de los buques varados muy especialmente la artillería».

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Batallas Nuestras guerras de independencia se desarrollaron en tres campañas militares: la del 1844 al 1846; la del 1849 y la del 1855 al 1856. Durante la campaña del 1844 al 1846, en las tierras caldeadas del sur condujeron a la gloria del triunfo las armas de la República, Duvergé, en Cachimán; Puello, en La Estrelleta; Ramírez Segundo Félix, en Los Pinos y en El Oreganal; y en las tierras cálidas del noroeste, Francisco Antonio Salcedo con su cohorte de bravos brindó frescos laureles a la libertad conquistada, en la sabana luminosa de Beller. En la campaña del 1849 El Número confirma la pericia y el arrojo de Antonio Duvergé y Las Carreras consagra de manera brillante el don nutritivo de mando y la reciedumbre valerosa de Pedro Santana. En la del 1856 la intrepidez de José María Cabral, de Juan Contreras, de Francisco Sosa y de Bernardino Pérez, le hace morder por última vez el polvo de la derrota en tierras sureñas, en Santomé y en Cambronal, al intruso de occidente; y en el noroeste, Fernando Valerio, José Hungría, Juan Luis Franco Bidó y Antonio Batista, en Sabana Larga y en Talanquera, les ponen un fuerte cerrojo de victorias a las puertas del Masacre para que no pasen más a ensangrentar nuestro territorio los extraños invasores. Con esta campaña del 1855-1856 termina el ciclo difícil y glorioso de nuestras guerras de independencia, y como dijera el general libertador Pedro Santana, al tomar sus últimas disposiciones en esta victoriosa campaña en las fronteras del sur: «Con romanos como los soldados de Soulouque no habría podido Escipión destruir a Cartago». Los partes de guerra de estas victoriosas acciones de armas están salpicados de expresiones brillantes, las unas, y de una exageración pintoresca y varonil, las otras. Presentemos algunas para que nos demos cuenta de cómo manejaban la pluma aquellos valientes paladines que con su espada estabilizaron la existencia de la República de Febrero. Después del reñido encuentro en la loma de Los Pinos, decía el teniente coronel José Tomás Ramírez a su superior el

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coronel Remigio del Castillo: «De nuestra parte no ha habido ni un solo herido, pero la pérdida del enemigo ha sido tan grande, que se conoce a pesar de todo el empeño que siempre ponen en ocultarla. El camino todo que recorrieron en la fuga no parecía sino un arroyo de sangre». En el brillante parte oficial del general José Joaquín Puello sobre la batalla de La Estrelleta, al decir del historiador García, «la más militar que se dio durante la campaña del 45», expresa, lleno de entusiasmo, este invicto y más tarde injustamente victimado soldado de la Patria: «La columna bajo mi mando, volando con la rapidez del rayo, se lanzó sobre el enemigo burlándose de sus balas y metralla». Desde el cantón general de la Boca de Guayubín oficiaba el arrojado general Francisco Antonio Salcedo sobre el triunfo obtenido «en la limpia sabana de Beller», y refiriéndose a la toma, sable en mano, del castillo, «amurallado, fosado, y artillado», situado en El Coco de Beller, afirma que «en el castillo corría la sangre como arroyos y toda la espaciosa sabana está sembrada de cadáveres». A los redactores de El Dominicano dirigió una carta un oficial de las armas dominicanas, sobre «la sangrienta jornada que tuvo lugar en este espacioso lugar de Santomé», y en otros párrafos entusiasmados, decía: «Estamos cansados de contar los muertos, por ahora estoy cansado y hasta la mano me duele de la docena de haitianos que he despachado para el mundo de Plutón». En Santomé hubo 695 haitianos muertos. El ministro de la Guerra comunicaba al general Felipe Alfau, delegado del Gobierno en el Cibao, refiriéndose al feliz resultado de las batallas de Santomé y del Cambronal, lo siguiente: «Las fronteras del sur permanecen despejadas de haitianos, excepto de aquellos que en la fuga se refugiaron en los montes y que por no conocer la localidad permanecen perdidos, pero son buscados por nuestra gente y cazados como las palomas en Galindo».

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Por ello dijo el general Santana, después de Cambronal: «De ese ejército de vándalos el que ha escapado va bien escarmentado, pues no lleva consigo sino el pellejo». Duras fueron las derrotas que en aquellos tiempos recibieron los haitianos invasores de manos de aquel ejército de bravos que venciendo miles de vicisitudes e imponiéndose a la pobreza y escasez del medio, consolidaron el éxito de nuestras guerras de Independencia en los campos de batalla del sur y del noroeste. Después de los triunfos resonantes de Las Caobas y de Hondo Valle, oficiaba el general Duvergé al ministro de la Guerra que «nuestro ejército, deseoso de ceñir sus sienes con nuevos laureles, ansía por traspasar los límites de la línea enemiga: solo la obediencia militar lo contiene». Este empuje arrollador de que dio muestras en todo momento el ejército de nuestros libertadores obedecía a las razones fundamentales: la primera, al concepto de superioridad que guardaba el soldado dominicano sobre el haitiano, y la segunda, la confianza que tenían nuestros soldados en el manejo del sable y de la lanza cuando se encontraban frente a sus obstinados adversarios en el campo de batalla. Para justificar la primera, baste un ejemplo. Obtenida la victoria de Talanquera, cuando las diezmadas huestes del emperador Faustino huyeron despavoridas a guarecerse en los montes de más allá de Juana Méndez, el general Domingo Mallol, comandante de armas de Santiago, decía con altivez romana al ministro de la Guerra «Después de haber visto el triste talante de esta gente, puedo decir a Ud. que no son hombres para batirse con nosotros». Era la raza que gritaba en nombre de sus fueros sacrosantos. Es un hecho mil veces repetido por la tradición que el negro de aquel lado del Artibonito le tenía un miedo atroz al arma blanca, instrumento de combate que el soldado dominicano manejaba con valor y destreza. En ella se confió siempre el triunfo de nuestras armas, y por eso, el ministro de la Guerra, en la campaña del 1849, en las instrucciones que le daba al gobernador superior político de Santiago, le decía: «No dejará de preferirse el uso del sable y de la lanza, cada vez que lo juzgue así

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la prudencia del jefe; por ser superiores en la guerra los dominicanos cada vez que hacen uso de dichas armas, experimentando los enemigos mayores estragos, y ahorrando al Tesoro gastos de pólvora y balas». El general Fernando Valerio, el de la célebre carga de los andulleros en el 30 de Marzo, fue uno de nuestros más recios paladines en el manejo del arma blanca, y fueron tales las proezas que realizó con su sable en Sabana Larga, que dice un oficio de la época lo siguiente: «Por cartas particulares del comandante Pichardo se sabe que el general Fernando Valerio rompió su sable matando mañeces, por lo que el gobierno se propone remitirle uno que recomienda a compra en el extranjero para presentarlo a tan benemérito general, o comprarlo en esta plaza si se encuentra uno apropiado y digno de su vigoroso brazo».

En un hermoso estuche de caoba le fue remitido el sable, digno de aquel vigoroso brazo de corpulento gladiador, al general Ramón Mella, comandante de armas de Puerto Plata, para que este lo enviara al general Domingo Mallol, quien debía entregarlo al benemérito general Fernando Valerio, jefe de las fronteras del noroeste, en su cantón general de la Boca de Guayubín. En la Gaceta del gobierno, en El Oasis y en El Dominicano, publicaciones impresas, anunciaba el gobierno de la República al ejército y al pueblo, las brillantes victorias alcanzadas por nuestras armas en los frentes de batalla, por medio de encendidas proclamas llenas de fervor patriótico. Estas proclamas, en las cuales se reproducían los partes oficiales de los jefes de las fuerzas en campaña, terminaban todas dando votos de gracias a la divina providencia por la protección que brindaba a las armas de la República. Este hecho, indiscutiblemente, da fe del hondo espíritu religioso que animaba a los hombres que en dura y valiente lucha crearon una patria libre e independiente, pero también deja entrever una firme influencia de los altos princi-

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pios de la masonería en el espíritu de aquellos seres heroicos y predestinados. Masones eran los más gallardos adalides de aquellas guerras: como Santana, Puello, Alfau e Imbert; y masones fueron los ministros más prominentes de los gobiernos que se sucedieron del 1844 al 1856: como Bobadilla, Caminero, Jiménez y Cabral Bernal. Por ello podemos decir que bajo la advocación del Gran Arquitecto del Universo alcanzaron la gloria y el triunfo las armas de la República en nuestras victoriosas guerras de independencia. Revista Militar, No. 132 (enero de 1947)

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Problemas económicos de nuestras guerras de Independencia* 1

Tráfico El único medio de transporte del indio eran las piernas. Por ello su camino no tenía que ser ni demasiado ancho, ni demasiado llano; sino que bastaba que se conformara a las tortuosidades caprichosas de la vereda. «Hallaron campos cultivados, huellas que indicaban la constancia de caminos y parajes donde se notaban señales de fuego ya apagado», ha escrito Irving al reseñar la llegada de Colón al puerto de La Concepción. Caballos y mulos trajeron los conquistadores, para los cuales la vereda india que serpeaba «por entre rocas y precipicios», resultaba fatigosa y estrecha. Desde entonces comenzó a ver La Española sus tierras pródigas atravesadas por la obsesión reclamante del camino. Desde La Isabela salió la primera expedición hacia las regiones interiores del próvido Cibao; la marcha era ruda entre montañas y breñales, que recordaban las sierras de Granada, y un grupo de jóvenes bizarros, curtidos ya en la aventura briosa de las guerras moriscas, se constituyeron en valiente vanguardia frente a aquella naturaleza primitiva y exuberante, y ayudados por un grupo de zapadores, «construyeron el primer camino que tuvo el Nuevo Mundo, y que se llamó el *

Este artículo nos ha sido facilitado por cortesía de Salvador Alfau. (N. C.). – 165 –

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Puerto de los Hidalgos, en honor de los bizarros caballeros que lo habían hecho». Tierra adentro, hacia los dominios del irreductible Caonabo, iba el Almirante. Cuatrocientos hombres lo acompañaban. Yelmos y coseletes, arcabuces, lanzas, espadas y trompetas, apoyados en el gesto brioso y mitológico de nerviosos corceles, pasearon por primera vez su insaciable poder de dominio por las tierras vírgenes de América. Delante iban los zapadores, primados en la acción civilizadora, abriendo caminos. Los hitos eran las fortalezas. Base del sistema, entonces en práctica, para establecer las colonias de explotación. La primera en América: la olvidada Española. De Santo Tomás a La Isabela, otro camino fue abierto: el primer puerto de abastecimiento se unía a la primera fundación de explotación minera, que custodiaba el tesón de Pedro Margarite, en franca actitud de reprobación «de la incredulidad de Fermín Cado». Estos fueron los primeros caminos de La Española. Pero la sed de oro, abrevada primero en Jánico, y después en Jaina, despojó entre nosotros al ibero colonizador de la obsesión del camino. Nuestro esplendor fue corto, y nuestro abandono largo. Y durante el, la vida de esa colonia que solamente recogió la gloria de la primacía, fue lánguida e improductiva. Muchos hatos extensos, pocos poblados miserables: no hacía falta el camino. Y esos pocos caminos coloniales, cuya línea definió el paso que por ellos hacía la recua, constituyen hoy, Nueva Era ayuntada por la voluntad inspirada de Trujillo el carro flamígero del progreso, nuestros caminos viejos. Indiscutiblemente, ellos son fuentes de dulces remembranzas. El camino viejo de La Vega a Santiago, que la crecida de Camú y de Licey y las irascibilidades de la cuesta de Puñal, hacían muchas veces intransitable; el camino viejo de Santiago a Puerto Plata, hijo del capricho de la montaña, y que definía su tránsito por la cantidad de lluvia que cayera sobre los flancos escarpados de La Cumbre; el camino viejo de la capital, con el cruce del Azucey, con su entrada de Pontón, con sus mesones en Cotuí y en Antonsí: largo vía crucis que caldeaba el sol de la sabana de Angelina y ruta turbada por

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las crecidas inesperadas de Arroyo-Vuelta. Los caminos viejos del sur y del este; el de Constanza a San Juan, que tenía su puerta en el paso de Chinguela, todos, son fuentes de dulces remembranzas, porque por ellos se deslizó casi la vida entera del pasado de nuestro pueblo. *** Así nació la República, con un territorio casi huérfano de caminos. La Cordillera Central dividía en dos regiones casi independientes las tierras del norte y las del sur. En aquellos tiempos el transitar por tierra era lento y duro. Vehículo: para el viajante acomodado, el caballo; para el transporte de mercancías y productos: la recua. Porque era tal la rusticidad de los caminos, que por ellos no transitaban carruajes de ninguna especie salvo la lenta y desvencijada carreta de bueyes en las cortas distancias. En la llanura fértil del Cibao, la ruta de La Vega a Santiago era pesada y duradera. De acceso difícil eran Montecristi, en la Línea ardiente, y Puerto Plata, en la costa atlántica. Y en el sur la antigua Santo Domingo se sentía lejana de San Cristóbal y de Baní; y Azua era término de una ruta larga entre el calor de un camino desierto e intrillado. Solamente existían los caminos viejos coloniales, de recorrido penoso aun para los mulos fuertes y adiestrados, y únicamente la amplitud azul de mar aseguraba a los ejércitos de la recién nacida República en pie de guerra, seguridad de aprovisionamiento en hombres, armas, pertrechos, dinero y comida. Nuestras tres campañas de las guerras de Independencia se desarrollaron en dos frentes de batalla: el del sur, con su cantón general en Las Matas de Farfán, en la campaña del 1844 al 1846, y en San Juan de la Maguana, en las del 1849 y el 1856; y el frente del norte, con su cantón general, unas veces en Santiago, y otras, en la Boca de Guayubín. Eran dos frentes de batalla completamente independientes. El soldado del sur y el del este pelearon siempre en tierras del sur, y el cibaeño, en las llanuras de la Línea del norte. Las raras veces que se juntaron en la brega gloriosa del combate era cuando por el paso de Chinguela caían

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las fuerzas cibaeñas a reforzar a sus hermanos sureños en el valle de San Juan de la Maguana. Pero el gobierno residía en la antigua Santo Domingo de Guzmán, y en ella estaban el arsenal y el almacén del Estado, centros de aprovisionamiento, para todos los ejércitos de la República, de armas, pertrechos, ropa y comida. Sin caminos adecuados, y carentes en absoluto de cualquier clase de carruajes –además de la insuficiencia de recuas y la poca resistencia de los mulos para llevar grandes pesos, sobre todo las piezas de artillería y sus balas– el mar era la única ruta de aprovisionamiento para las fuerzas en armas en defensa de nuestra libertad valientemente conquistada. Azua, en el sur, y Puerto Plata, en el norte, eran los puertos de abasto para los campos de batalla del sur y del noroeste, respectivamente. La falta de caminos hizo que los hombres de la Primera República realizaran las guerras de Independencia, amoldándose a nuestra situación indeclinable de pueblo insular. El mar era la ruta; por tierra nuestros poblados estaban prácticamente aislados, al extremo, que para aquellos tiempos, no era raro encontrar ricos y cultos caballeros y hermosas y distinguidas damas del próspero Cibao, que siguiendo las vías del mar Atlántico, visitaban frecuentemente a Nueva York, en Norteamérica, y a París, en Europa, y exhalaban el último suspiro de vida sin haber visto jamás la Puerta del Conde, ni el Torreón del Homenaje; aunque sí la estatua de la Libertad y la torre Eiffel. *** La República carecía de barcos y tenía que buscarlos con la urgencia más inminente. Se estaba en guerra, y en guerra por la supervivencia en la libertad; frente a circunstancias tan apremiantes, el expediente de la requisición se impuso. A su amparo, fueron requisadas para ser armadas las goletas nacionales Taní, La Esperanza, y la Joven Antonieta, glorificada por la osadía del teniente Marisca. Pero entre muchos armadores también alentó el vivo amor del patriotismo; varios ofrecían espontáneamente

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sus embarcaciones al gobierno: baste citar a Pedro Ricart y Martí, quien puso a su disposición la goleta Pelegrina que comandaba el intrépido Luis Nápoles. Los fondos estaban escasos, pero era necesario comprar barcos. Los comerciantes, muchos de ellos extranjeros, ayudaron a levantarlos y un crédito, aunque no muy alto, logró obtenerse en el Banco de Saint Thomas. Embarcaciones compró el gobierno a holandeses de Curazao, a ingleses de Saint Thomas y hasta a súbditos de Norteamérica. Se logró crear la escuadrilla nacional, de la cual fue jefe el coronel de marina Juan Bautista Cambiaso, a la vez comandante del puerto de Santo Domingo. La marina de guerra de la República contaba en sus comienzos con las siguientes unidades: Separación Dominicana, cuyo comandante fue el bravo Juan Alejandro Acosta; General Santana, al mando de Cayetano Barbaró; La Merced, que comandaba José Antonio Sanabia; 27 de Febrero, anteriormente de matrícula americana bajo el nombre de John Taylor y comprada en $1,500 fuertes a William R. Derickson; la Cibao, armada en Saint Thomas y al mando del teniente coronel José Naar; La Buenaventura, que tenía por comandante al arrojado santomero capitán Dickson; Libertador, Constitución y Congreso, que se agregaron más tarde. Todas estas unidades eran goletas de guerra. Bergantines de guerra, existían el San José con Simeón Vicioso como comandante, y el Libertad, antes La Carlota, y que vendiera al gobierno en $5,759 fuertes el comerciante Escarfullet. Eran goletas y bergantines de guerra, pero su misión principal consistía en transportar tropas, armas, municiones y vituallas a los frentes de batalla. Los combates marítimos fueron escasos. De importancia, solamente el de El Tortuguero. Además, debemos mencionar, en esta ruda labor del tráfico marítimo para el aprovisionamiento de los ejércitos en campaña, los continuos viajes a Azua y a Puerto Plata de la María Luisa, de Pellerano y Maggiolo; de la Eleonora, de Luis Durocher; de la Pelegrina, de Ricart y Martí; de la Ozama, de La India, de Las dos hermanas, y otras, entre las goletas nacionales, y de la Rigoletto y de la Clara Rosa, entre otras de nacionalidad holandesa. Junto con ellas, es justo recordar el

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bote No-te-fíes, eficiente y rápido para llevar urgentemente a Azua por muchas ocasiones apremiantes dinero, medicinas y correspondencia. Como el mar constituía la ruta normal de aprovisionamiento, hemos considerado conveniente hacer esta relación de las vías del tráfico, antes de entrar en el estudio de algunos problemas económicos de nuestras guerras de Independencia.

Dinero y presupuesto I Este artículo es una introducción necesaria para la comprensión del tema. Pues los problemas históricoeconómicos llegan a alcanzar su cabal esclarecimiento en la exposición clara y metódica de los antecedentes. Basta de digresión… Al adversario es necesario conocerlo a fondo y de frente. El dominicano no siente que hay dos pueblos sobre esta misma isla. Usamos el verbo sentir en su humana acepción de comprender y de prever. Dos pueblos: dos rivales, por eso hemos dicho adversarios, haciendo caso omiso de historias pretéritas. Es cuestión biológica y humana, pero permanente e inevitable. Nuestros problemas históricos, en uno de sus capítulos fundamentales, han sido y son enfocados desde dos puntos de vista diversos, básica y sustancialmente: por ello, estamos obligados a tener muy en cuenta, al investigar y juzgar ciertos problemas vitales de nuestra historia, a la otra parte. Es asunto práctico y de justa preservación. Hemos incurrido en otra digresión. Perdón. *** La República nació arruinada y empobrecida. Contaba con riquezas potenciales, pero carecía de crédito y de dinero. Haití, durante los veintidós años de ocupación, nos trató como presa de conquista. Antes de la proclamación del efímero Estado de Núñez de Cáceres, colonia abandonada y sumida

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en triste y lamentable estado de miseria, cuando Boyer con sus huestes invadió el indefenso territorio del este, no llevó a él ni prosperidad ni riquezas. Fuimos colectividad conquistada por un pueblo extraño, anarquizado y hundido en la más escandalosa bancarrota. Jean Pierre Boyer, antiguo jefe de la guardia de palacio de Petion, era un autócrata. «En todo quería dominar», dijo el presidente amigo de Bolívar. Y bajo la férula de este hombre absolutista, gimió nuestro pueblo durante veintidós años. Carlos X, por su ordenanza del 17 de abril de 1825, reconoció, de modo condicional, la independencia haitiana. Ciento cincuenta millones de francos era la indemnización exigida y que el barón de Mackau fue encargado de imponer a la República de occidente. Desde entonces el presidente Boyer se sumió en la más complicada obcecación: quiso imponerle a la parte sojuzgada del este el pago de la tercera parte de esta deuda: restringió el número de funcionarios y les disminuyó considerablemente sus sueldos; aumentó los impuestos, y se hizo sordo a toda iniciativa de bienestar y de progreso. El primer pago pudo hacerlo porque la misma Francia le prestó el dinero. Eran treinta millones de francos. Realizada la revolución francesa de 1830, los círculos políticos de París, inconformes con la falta de pago de la que había sido su antigua colonia, propugnaron por una nueva expedición contra Haití. Todavía en Francia se creía en las grandes riquezas de la próspera Saint Domingue. Las leyendas de los viejos colonos sobre los inmensos tesoros de Toussaint y de Cristóbal, escondidos en montañas encantadas, inflamaban aún la imaginación de los descendientes del señor D’Ogeron y del infortunado Leclerc. Si Haití no pagaba la deuda impuesta por Carlos X, era porque estaba procediendo de mala fe. Tuvo el comisionado de Luis Felipe, Dupetit-Thouars, en 1836, que ir a Puerto Príncipe para destruir esta falsa apreciación. Se convenció de la verdadera situación del tesoro haitiano y, «después de haber examinado las cuentas generales de la República de 1818 a 1835, se convenció de que era justo reducir

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al indemnización y de facilitar el modo de pago». Se redujo la deuda a sesenta millones, pagaderos en treinta años. Conclusión, que cuando Haití sojuzgaba la parte española del este, bajo la autocracia de Boyer, era un pueblo anarquizado y en estado de franca bancarrota. Este es un antecedente que es necesario conocer para la explicación exacta de muchos problemas económicos de nuestra Primera República. *** El Consejo de Instrucción Pública de Haití dio su aprobación como obra de texto, el 29 de marzo de 1924, al Manuel d’histoire d’Haïti, escrito por el doctor J. C. Dorsainvil con la eficiente colaboración de los Frères de l’Instruction Chrétienne, de Puerto Príncipe. Esta fuente hay que presentarla así, con datos claros y precisos. En este manual de historia haitiana se presentan las siguientes causas que impulsaron al pueblo dominicano a proclamar su Independencia. (Scission, dice el Manual, de donde muchos historiadores nuestros han deducido el inexacto y antinacional [concepto] de separación). Helas aquí: «a) Desde agosto de 1822 se habían aplicado a una población cuya cuarta parte era blanca, los artículos de la Constitución haitiana concernientes a la propiedad inmobiliaria; estas restricciones fueron mantenidas y hasta agravadas en 1843. b) Se quiso hacer pagar al este como al oeste la deuda de la Independencia. c) Frente al gran escándalo de los fieles, numerosas iglesias, muchos conventos y muchas abadías habían sido despojados de sus rentas, ya seculares, en favor del Estado haitiano. d) Se intentó dividir en propiedades individuales los hatos, esas inmensas extensiones de tierras, poseídas en común desde mucho antes.

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e) El corte de maderas preciosas, fuente importante de riquezas, había sido prohibido. f) En fin, un decreto del gobierno provisional (27 de septiembre de 1843) cerró al comercio exterior todos los puertos del este».

Como se ve, todas estas causas que impulsaron al pueblo dominicano a proclamar su Independencia, son de carácter exclusivamente económico. Las morales, culturales, políticas y biológicas, no las presenta el historiador de allende el Masacre, pues no le hace ningún honor a su pueblo que se conozcan; además, callándolas, se toma una actitud de propia defensa en un libro que servirá de texto a sus propios escolares. Estas causas están brillantemente presentadas en el Manifiesto del 16 de enero de 1844, nuestra legítima Acta de Independencia. No es del caso, dada la naturaleza del tema que desarrollamos, presentarlas en este artículo. Tratamos de cuestiones económicas, las cuales también, aunque en un estilo difuso, trató el Manifiesto del 16 de enero. Durante su despótica dominación, Haití forzó a la emigración a muchas de las más ricas y principales familias; arruinó el comercio, la agricultura y la crianza; prohibió la comunidad de los terrenos comuneros, base de nuestra economía agropecuaria; estableció un sistema monetario que redujo «las familias, los empleados, los comerciantes y la generalidad de los habitantes a la mayor miseria»; se incautó en favor del Estado de los bienes de los particulares; despojó a las iglesias de sus riquezas y, «por su abandono dejó caer en total ruina los edificios públicos, para que sus mandatarios aprovecharan los despojos y que así saciaran la codicia que consigo traían de occidente». *** La República nació arruinada y empobrecida. «El gobierno haitiano arruinó, empobreció y vilipendió a los dominicanos», escribió don Tomás Bobadilla al señor John Hogan, comisionado de

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los Estados Unidos de América cerca de la República Dominicana. Testimonio importante es este: lo daba Bobadilla, quien sirvió durante sus veintidós años de dominación al gobierno haitiano; quien recibió distinciones y favores de Boyer; quien fue comisario de gobierno y ordenó la ejecución de la sentencia en contra de los heroicos conspiradores de Los Alcarrizos; en fin, quien en 1830, ante las reclamaciones presentadas al gobierno haitiano por Fernando VII, salió en defensa de los usurpadores de occidente, presentando por la prensa, «unas largas y argumentadas observaciones acerca de las notas diplomáticas cruzadas entre los representantes de ambos pueblos». La situación era sumamente difícil para aquellos hombres esforzados que debían dirigir la economía del Estado recién creado. Sus éxitos los ponen a la altura de los más recios paladines. Sobre todo si agregamos a esta triste situación económica, el estado pobre y casi desolado del medio ambiente. En mayo del 1842, un terremoto implacable devastó las principales ciudades de la isla. La antigua Santo Domingo de Guzmán contempló sus mejores edificios convertidos en ruinas. A fines del 1843, cercano ya el gesto liberador de Febrero, la Municipalidad se preocupaba ante el estado deplorable del ornato público. Se lee en una de sus actas: «El presidente propuso la moción sobre algunos edificios arruinados que hay cuyas brechas perjudican a la policía, la que se puso en discusión y se decidió que los amos de estas casas cerrasen las entradas para evitar el paso de los animales, publicando esta disposición».

Sobre esto, la epidemia de viruelas del 27 de diciembre de 1843. La trajeron de Saint Thomas. Se envió un expreso a Puerto Príncipe a buscar la vacuna, y no la había. Después de causar la epidemia muchos estragos, logró traerla de Curazao David León. Pero entonces los padres no querían vacunar a sus hijos: de casa en casa tuvo que ir el eficiente comisario Leandro Espinosa, a convencer a los padres de que lo hicieran. La epidemia se extendió, y «en la casa nombrada la Generala, sita extramuros de esta

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ciudad», fueron aislados los enfermos, por encima de la protesta de los sancarleños. No podía ser más deplorable la situación del medio ambiente para aquellos tiempos gloriosos cuando se proclamó la República en el Baluarte. *** «Cuando el 29 de Febrero de 1844 las fuerzas haitianas entregaron a los patriotas dominicanos La Fuerza y el arsenal, la Tesorería de Hacienda esta exhausta de fondos», ha escrito García. Está claro: no había dinero y los pocos capitales que existían, exiguos por supuesto, se escondían. Estaban en su mayor parte en manos de extranjeros. «Por último se procurará emitir, tan pronto como sea posible, una moneda con garantía real y verdadera, sin que el público pierda la que tenga del cuño de Haití». Esto se prometía en el Manifiesto del 16 de enero. Vano empeño. La República nació arruinada y empobrecida, y su economía, por lo tanto, sobre bases ficticias. La moneda de Haití estaba absolutamente depreciada. Las cajas de la República, completamente vacías. Se estaba en pie de guerra, y se necesitaba urgentemente dinero. Comenzó el expediente ficticio de las emisiones de papeletas. Lo inició la Junta Central Gubernativa con el decreto del 2 de octubre de 1844. «Siendo preciso activar cuanto sea posible la confección de los billetes de caja de uno y dos pesos para subvenir a las necesidades del erario, y recoger los billetes haitianos que estén en circulación», el administrador general de Santo Domingo, Ricardo Miura, cumpliendo instrucciones de la Junta Central, creó una tercera comisión para firmarlos. Dos no bastaban, ante premura tan vital. La moneda de cobre haitiana aún circulaba en nuestro territorio un año y medio después de proclamada la República. Había que recogerla. El 23 de agosto de 1845, Manuel María Valencia, administrador general e inspector general de Hacienda, lanzó un «Aviso al público», advirtiendo que:

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«Circulará en el territorio de la República, desde el día de la publicación de este aviso, la moneda de cobre de la República Dominicana, y que un mes después de la fecha de la publicación en cada lugar, dejarán de circular como moneda los centavos de cobre haitianos, que serán presentados para su amortización a las respectivas contadurías».

Raro contraste. Cuando colonia, próvidos en oro y plata; nacida la República, lanzados en brazos del cobre importado, para tener moneda. Doloroso destino el de las colonias de explotación…

II El Congreso Nacional, tal como lo disponía en su párrafo tercero el artículo 94 de la Constitución de San Cristóbal, estaba capacitado para «fijar cada año los gastos públicos de los diversos ramos, en vista de los presupuestos que le presente el Poder Ejecutivo». La República estaba en guerra. La Constitución de San Cristóbal es un hermoso documento de derecho y de democracia. No creado por intuición, sino por obra de un legítimo conocimiento. El pueblo dominicano aún vive en sus postulados, gracias a la obra rehabilitadora de Trujillo. Pero en aquellos gloriosos tiempos, la República estaba en guerra por su propia supervivencia. Y por lo tanto, ante la hermosa teoría del principio, estaba la cruda y fatal exigencia de la realidad. Prácticamente el pacto fundamental de San Cristóbal estaba muy por encima del coeficiente mental de la colectividad nacional del 44. No intentamos justificar a Santana. Pero el artículo 210, hiriéndola en las propias entrañas, la hizo práctica. Veámoslo. ***

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El Consejo Conservador y el Tribunado se reunieron en Congreso el 11 de abril de 1845. José Joaquín Delmonte, vicepresidente del Tribunado, fue quien solicitó la convocatoria, pues «un asunto de la mayor gravedad y urgencia que tiene por objeto el proveer al sueldo y subsistencia de la tropa y empleados al servicio de la Nación», hacía indispensable dicha reunión. Ricardo Miura, el ministro de Hacienda, concurrió a la sesión del Congreso, y puso de manifiesto la urgencia de emitir la cantidad de doscientos mil pesos en billetes de dos y cuatro reales. Buenaventura Báez, presidente del Congreso, sometió como cuestión previa la constitucionalidad de la petición del ministro de Hacienda. Delmonte sostenía que sí lo era; Báez, que no, por prohibirlo el artículo 94, en su párrafo tercero, de la Constitución de San Cristóbal. Discutieron conservadores y tribunos, y el señor ministro de Hacienda fue interpelado, por no haber consultado en este caso al representante del Poder Ejecutivo, facultado por el célebre artículo 210, a tomar todas las medidas que juzgara necesarias. El ministro Miura se defendió manifestando que el Poder Ejecutivo no quería ampararse en el artículo 210, «estando la Nación reunida en sus representantes». Si siempre hubiera sido así… Se impuso la opinión del conservador don Buenaventura Báez. El Congreso no podía autorizar una emisión de papel moneda, «sin que previamente se presenten los presupuestos para votar la suma de los gastos generales del año». El Ejecutivo podía hacerlo, sin salirse de los trámites constitucionales. Contrastes. La República estaba en guerra. El haitiano invadía las fronteras. El gobierno no tenía dinero y las tropas necesitaban ración, comida y armamentos. El artículo 210 facultaba al Poder Ejecutivo a tomar medidas extraordinarias; y sin embargo, este, por supuesto en esta ocasión, quería someterse al dictamen del Congreso. Buenaventura Báez se aferró a los dictados constitucionales: que el Poder Ejecutivo decretara la emisión del papel moneda, y que el Congreso la aprobara. ¡Cuán diferente a las drásticas actuaciones de los luctuosos Seis Años…!

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Pero la República necesitaba urgentemente dinero. El presidente Santana se dirigió al Congreso Nacional el 21 de abril de 1845, y le presentó «la situación apurada del Erario público, exhausto de numerario con que hacer frente a las necesidades del momento, circunstancia tanto más grave, cuanto que las exigencias de las tropas acantonadas en las fronteras de nuestro territorio exigen la mayor atención». Pedro Santana era hombre práctico y de manera enérgica tenía en sus recias manos de avezado hatero y de soldado instintivo, las riendas del gobierno de la Primera República. Se lo dijo sin ambages al Congreso: «El Erario no podía esperar el detenido examen que exige el presupuesto general de la República». El presidente Santana, así lo expresaba, deseaba que se observara con severidad el régimen constitucional. Pero ante circunstancias tan urgentes, predominaba el principio de la defensa patria. De lo contrario, su deseo hubiera sido «que jamás se anticipasen las resoluciones». *** Sesión tumultuosa la del 21 de abril de 1845. El presidente del Tribunado, Juan Nepomuceno Tejera, abogaba por la aceptación de una ley que autorizara la emisión de dos o trescientos mil pesos en billetes de dos y cuatro reales, antes de que el Congreso verificara los presupuestos. El presidente de la Asamblea, Buenaventura Báez se oponía a ello. Lo prohibía la Constitución en su artículo 94, párrafo tercero. «No creo que sin tener examinados los presupuestos particulares y el general del Estado, sin saber cuáles sean nuestros gastos y recursos, sin acordar el contingente general de gastos, podamos acordar una suma parcial cualquiera que sea la exigencia y circunstancia del momento». Así argumentaba Buenaventura Báez. Contrastes. La idealidad de los principios, se oponía a la contundencia real de la emergencia… El Congreso comprendía la crítica situación en que se encontraba el Ejecutivo, seriamente empeñado en la dirección de una guerra, y con las cajas públicas carentes de numerario. En las fronteras la lucha era dura. El general Duvergé, desde su cuartel

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general de Las Matas, ya había anunciado el triunfo de Puello en Comendador y el desgraciado fin del coronel Augusto Brouat. Pero pedía más tropas para aumentar las guarniciones; armas, pertrechos, comida y dinero. Todas estas cosas estaba en la urgente obligación de enviarlas el Ejecutivo; y sobre todo, comprar y arrendar barcos para llevarlas. Pues la ruta de abastecimiento era el mar. Ante circunstancias tan apremiantes, en el seno del Congreso el punto de la constitucionalidad estaba en pie. Ante la petición urgente del ministro de Hacienda, Buenaventura Báez, legalista furibundo en esta época, le preguntaba acalorado al Congreso «cuáles serían las razones legales que se presentarían a la Nación en que apoyar este acuerdo». Desde la tribuna, pues en aquellos años de gloriosos sacrificios los representantes del pueblo hablaban desde una tribuna, Juan Nepomuceno Tejera, con encendida elocuencia, le contestó: «La salvación de la Patria es la suprema ley, y el Congreso debe proveer a su salud. Sin numerario con que subvenir a la imperiosa necesidad del momento, no hay Patria». El soldado necesitaba dinero, «pues sin él no hay voluntad de servir, por grande que sea el patriotismo del soldado dominicano». No había duda: la guerra es dinero. Báez, aferrado a su constitucionalidad, pero consciente de la gravedad del momento, propuso que el Congreso, apoyado en las facultades que le confería el artículo 94 en su párrafo 15, diera un decreto, «cuyo contexto no sea otro que repetir el espíritu del artículo 210 para que el Poder Ejecutivo tome las medidas y providencias que juzgue necesarias». Se convencieron tribunos y conservadores. Se votó el decreto y el Poder Ejecutivo ordenó la emisión de 200,000 pesos en papel moneda, la cual, tal como lo expresó el tribuno Lovelace, «al fin, desgraciadamente, tendrá que acordar el Congreso luego que examine los presupuestos y establezca el contingente». ***

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La guerra es dinero. En el Libro de resoluciones y deliberaciones del presidente de la República, correspondiente al 1845, el cual hemos consultado personal y directamente en el Archivo General de la Nación, consta que por decreto del Congreso Nacional de fecha 2 de julio de 1845, se autorizó una emisión de papel moneda por la cantidad de 329,898 pesos. De esta suma, 200,000 pesos serían en billetes de a dos y cuatro reales. Entiéndase que estamos hablando de pesos nacionales, de los cuales diez equivalían a un peso fuerte. El cambio no podemos ignorarlo, si queremos tener un exacto sentido económico de los problemas. Una explicación dio el señor ministro de Hacienda, de esta nueva emisión que decretó el Poder Ejecutivo el 3 de julio de 1845. Y como él decía, esta suma, «unida a los doscientos mil que en virtud del decreto de 21 de abril han sido emitidos hacen la suma total de quinientos veinte y nueve mil ochocientos noventa y ocho pesos, déficit que resulta a los gastos votados por la ley de 29 de junio». El primer presupuesto de la República cerraría con un déficit. No importaba: era un presupuesto de guerra. Lo importante era el amplio sentido nacionalista con el cual anunciaba este déficit el señor ministro de Hacienda: «Atendiendo que si esta nueva emisión aumenta la deuda interior o nacional es menos gravosa y ruinosa que las extranjeras, más fácil de amortizar, nos conserva nuestra independencia de una potencia extraña». Sereno patriotismo, confirmado por el rechazo que el año anterior hizo el gobierno de un empréstito de un millón y medio de libras esterlinas, que le ofreciera el comercio inglés a la República. Así lo escribió el ministro Bobadilla al comisionado americano Hogan. Ya el 22 de agosto se había decretado una emisión de 50,000 pesos en monedas de cobre, «para facilitar el cambio y recoger las haitianas». Y el 30 de octubre, escaso el gobierno de numerario por la disminución excesiva de los ingresos fiscales, y los gastos de guerra aumentando considerablemente ante las invasiones haitianas por el norte y por el sur, y sobre todo por la necesidad imperiosa de aumentar la flota nacional («lo que

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ocasionó gastos extraordinarios que absorbieron los doscientos mil pesos que se habían hecho en papel moneda»), el Ejecutivo resolvió, apoyado en las facultades que le confería el artículo 210: «Que el señor ministro de Hacienda y Comercio está autorizado a hacer continuar la emisión de billetes de uno, y dos pesos, hasta la suma de 200,000 pesos». Se intentó levantar un empréstito interno, pero fue imposible, por estar el comercio casi arruinado. Durante la campaña de 1849, también fue apurada la situación económica de la República. Desmoralizado el gobierno del general Manuel Jiménez; invadido nuestro territorio por las fronteras del sur; abandonada de manera desordenada Azua; llamado por el Congreso, en medio de una hora de angustia, el general Santana para que se pusiera al frente del ejército desorganizado, era inaplazablemente necesario comprar armas y pertrechos. Pero el Erario se «encontraba exhausto de moneda extranjera». En tal virtud, «se acordó autorizar al ministro de Hacienda para comprar libramientos sobre el extranjero, a fin de hacer frente con ellos a los pedidos que haga el gobierno». Dinero, hacía falta dinero. Para levantar fondos se solicitó un empréstito, el 7 de enero de 1850, a las personas más acomodadas de las provincias de Santo Domingo, El Seibo y Azua. A estas personas se les darían pagarés, «que no se admitirían en descuento de derecho de aduana», sino hasta el 15 de junio próximo. Ahora, si querían tener su equivalente en papel moneda, el gobierno podía pagarles desde la misma fecha del pagaré, por supuesto, «al cambio corriente de la onza». El Tesoro público no tenía en depósito moneda fuerte, y solamente contaba con el valor ficticio de la papeleta. Un poco más halagüeña era la situación durante la campaña del 1855-1856. Transcribamos un documento de la época, el cual nos dará cuenta de ella: «En la ciudad de Santo Domingo, a los diez días del mes de diciembre del mil ochocientos cincuenta y cinco y xii. Los secretarios de Estado reunidos en

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Consejo bajo la presidencia del encargado del Poder Ejecutivo: En atención a que amenazada la República de una próxima invasión haitiana, debe el gobierno no omitir ningún medio para resistirla ventajosamente. Considerando que para la movilización general a que puede dar margen la venida de los haitianos se hace imprescindible la necesidad de preparar fondos y cuanto se juzgue necesario para la defensa y seguridad del país. Atendiendo a que las actuales existencias en las cajas públicas de esta ciudad y de la de San Felipe de Puerto Plata, tal vez no basten a cubrir los cuantiosos gastos que hayan de efectuarse principalmente en el ejército y en pertrechos de guerra y provisiones. El Poder Ejecutivo oído el dictamen de los secretarios de Estado, ha resuelto: Que el ministro de Hacienda y Comercio quede autorizado en las presentes circunstancias a disponer como lo creyera conveniente a los intereses de la Nación, de la suma en moneda fuerte depositada en el banco de la isla de San Thomas, a reserva de dar cuenta en su oportunidad a quien fuere de derecho. Dada y firmada el mismo día, mes y año. El vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo. Manuel de R. Mota».

La Nación, V:1,770; 1,780 y 1,790 (Ciudad Trujillo, 1, 11 y 21 de enero de 1945)

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Testimonios de limpieza de sangre de don Tomás Bobadilla y Briones A mediados del mes de octubre del año 1810, don Tomás Bobadilla y Briones, a la sazón de veinticuatro años de edad1 y residente en esta centenaria capital de la antigua Española, compareció ante el señor alcalde ordinario de segundo voto don Francisco Madrigal Maldonado para requerirle: «Que para los efectos que me sea conveniente, necesito instruir información de mi limpieza de sangre por parte paterna». Estaba vacante, por muerte ocurrida

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Se ha dado como fecha del nacimiento de don Tomás Bobadilla la del 30 de marzo de 1785. (Rodríguez Demorizi, Max Henríquez Ureña, Lugo Lovatón). Su acta de bautismo nadie la ha visto, pues seguramente fue destruida por el incendio en Neiba. De esto da testimonio el mismo Bobadilla, cuando al instrumentarse este testimonio de su limpieza de sangre le fue requerida por el síndico procurador Ramírez Carvajal, y tuvo que contestarle que no la tenía, «porque para la primera y segunda partida que se me exige, media una imposibilidad moral, y es la de que habiendo sido quemado, como es notorio, el archivo de la parroquia de Neiba donde se hallaban, ya no pueden en ningún modo conseguirse». (Declaración al alcalde ordinario Madrigal y Maldonado de fecha 12 de noviembre de 1810). Ahora bien, en el mismo protocolo de los testimonios de limpieza de sangre de Bobadilla vemos este documento de fecha 4 de abril de 1811, suscrito por el Dr. D. José Núñez de Cáceres, asesor general, auditor de Guerra por S. M. y gobernador político interino. Dice en parte: «Por cuanto don Tomás Bobadilla natural de la isla y vecino de esta ciudad se presentó en este Tribunal con documentos calificativos de su edad ya cumplida de veinte y cinco años». Es decir que si don Tomás Bobadilla contaba el 4 de abril de 1811 la edad ya cumplida de veinticinco años, nació en el 1786 y no en el 1785. El mes sí pudo haber sido el de marzo. – 183 –

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en el río de la Hacha de su legal propietario, la escribanía de las de número que en esta ciudad ejercía el doctor don José María Rodríguez, el futuro ministro universal de Pedro Santana, armado con su diligencia activa e inteligente, encaminaba el cumplimiento de todos los requisitos que para obtener estos públicos destinos exigían las reales leyes de la corona de España. Ante el escribano real y público don Domingo de la Rocha se instrumentaron los documentos requeridos para dejar fiel constancia de que por su ascendencia paterna don Tomás Bobadilla y Briones procedía de familias que «han sido habidos, tenidos y reputados por personas blancas puras, libres de toda mala tara, de moros, judíos, herexes, negros, mulatos ni recién convertidos, procedentes de cristianos viejos y honrados». Limpieza de sangre que ante los arcaicos prejuicios raciales y de intolerancia religiosa que no pudieron prosperar en estas tierras hospitalarias y democráticas de América, era requisito indispensable en aquellos pasados tiempos del coloniaje hispánico para poder alcanzar oficios honoríficos o empleos en la administración política o religiosa. En su instancia presentada al alcalde ordinario, fechada el 18 de octubre de 1810, don Tomás Bobadilla, además de requerir de las personas cuyos testimonios solicitaba una prueba fiel de que sus ascendientes y colaterales por la rama paterna fueron individuos «blancos y libres de toda mala raza», formulaba a estas el interrogatorio siguiente: «Ítem: si les consta que soy hijo lexítimo y en lexítimo matrimonio de don Vicente Bobadilla y doña Gregoria Briones. Ítem: si saben que el citado mi padre fue hijo lexítimo de don Tomás Bobadilla y de doña Mauricia Amaral vecinos que fueron de esta ciudad, habido, tenido y reputado por tal en el matrimonio que contraxeron. Ítem: si doña Mauricia mi abuela fue hija lexítima de don Diego Amaral y de doña Catarina Ximenes naturales de las islas Canarias y vecinos que fueron de esta capital[…].

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Ítem: si les consta que soy sobrino carnal del doctor don Juan Bobadilla2 prebendado que fue de esta santa iglesia catedral, y si igualmente saben estoy en inmediato parentesco con el señor doctor don Pedro Valera».3

Previa citación del síndico procurador general licenciado Tomás Ramírez Carvajal, he aquí la nómina de las personas que prestaron su testimonio ante el interrogatorio que hiciera don Tomás Bobadilla y Briones, por intermedio del señor alcalde ordinario de segundo voto Madrigal y Maldonado para dejar probada su limpieza de sangre. Ellas fueron: don José Troncoso, José de la Fuente, José Zarga, el presbítero don Manuel de Mena, doña Isabel Samora Bermejo y doña Manuela de Jesús Valera. Todas eran naturales y vecinas de la antigua Santo Domingo de Guzmán y la mayoría de ellas, además de ser personas ancianas, veían minadas sus humanas naturalezas por molestos achaques; al extremo de que don Tomás Bobadilla se vio precisado a solicitar al señor alcalde «que enviara al escribano para que pasando a sus casas les tome sus deposiciones por no poder ellas asistir al Tribunal». Los testimonios justificaron plenamente los requerimientos de don Tomás Bobadilla; habían conocido a sus padres, quienes, cuando nació don Tomás «estaban avecindados en la frontera de la parte del sur»; sabían que sus abuelos paternos eran oriundos

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Fray Cipriano de Utrera en su obra Universidades de Santiago de la Paz y de Santo Tomás de Aquino y Seminario Conciliar a la ciudad de Santo Domingo de la Isla Española, Santo Domingo, 1932, pp. 497-498, al referirse a este tío de don Tomás Bobadilla, dice: «Presbítero don Juan Bobadilla, matriculado en Cánones y Leyes para el 1779. Nació en Santo Domingo y murió en 1799. Hijo legítimo de Tomás Bobadilla y de Francisca Amaral, fue tío paterno de don Tomás Bobadilla y Briones». Con el doctor don Pedro Valera y Jiménez, digno arzobispo, años más tarde, de esta arquidiócesis, por la abuela paterna de don Tomás, doña Mauricia Amaral, quien era hija de don Diego Amaral y de Catarina Ximenes. Al dar su testimonio sobre la limpieza de sangre de Bobadilla, doña Manuela de Jesús Valera, hermana probablemente del doctor Valera y Jiménez, declaró que don Vicente Bobadilla, padre de don Tomás, era su primo.

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de las islas Canarias y que, en fin, todos los ascendientes por la rama paterna del que sería más tarde el primer presidente efectivo de la República de Febrero y después el político de las astucias desconcertantes y el magistrado y legislador ilustrado, fueron «personas blancas y libres de toda mala raza». Pero hubo un testimonio que por ampliar aún más nuestros conocimientos sobre los familiares por la rama paterna de don Tomás Bobadilla, merece especial mención en este estudio. Fue el prestado, previa autorización que para ello diera el provisor y vicario general licenciado don José Ruiz, por el presbítero don Manuel de Mena, quien después de dar una referencia exacta y completa sobre los abuelos y bisabuelos paternos de don Tomás, declaró: «Que le consta a ciencia cierta y es conocimiento personal, que el que lo presenta es sobrino carnal del doctor don Juan Bobadilla prebendado que fue en esta santa iglesia catedral, y primo también carnal de los expresados fray Francisco Bobadilla4 del (sic) orden de Predicadores, sor Gregoria Reyes del orden de San Francisco, sor Francisca Ortiz del mismo orden, ambas en el convento de Santa Clara, y de doña María de Bobadilla mujer legítima del doctor don Francisco Figueyra oidor decano de la Real Audiencia de Cuba, y que no duda el parentesco que deduce con el presbítero don Salvador Amaral, sochantre en esta catedral».5

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Fray Cipriano de Utrera, en su obra antes citada, dice: «Don Francisco Bobadilla, tío o primo del conspicuo don Tomás Bobadilla y Briones, discípulo de la cátedra de Gramática en el año de 1782» (pp. 473-474). Ya vemos que es primo. El mismo don Tomás Bobadilla lo confirma cuando declara: «El presbítero don Francisco Bobadilla, mi primo hermano, residente en la citada isla de Cuba, fraile que fue de la sagrada orden de Predicadores» (18 de octubre de l810). En su interrogatorio de limpieza de sangre, decía Bobadilla: «Soy pariente en tercer grado de consanguineidad, con el difunto presbítero don Salvador Amaral sacristán mayor que fue en esta dicha catedral». Doña Francisca Amaral, madre de don Vicente Bobadilla, e hija de don Diego Amaral y de doña Catalina Ximénez.

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El 27 de octubre de 1810 terminó el interrogatorio; el día 30 del mismo mes y año el síndico procurador general se opuso a la aprobación de los testimonios declarados por no haber don Tomás Bobadilla presentado «su fe bautismal, la del matrimonio de su padre, así como las de sus primeros y segundos abuelos». Con fecha 12 de noviembre de 1810, don Tomás Bobadilla se dirige al alcalde ordinario Madrigal Maldonado exponiendo las razones por las cuales no ha podido presentar los citados documentos. En esta carta entre otras cosas dice: «No lo he hecho, porque para la primera y segunda partida que se me exige, media una imposibilidad moral, y es la de que habiendo sido quemado, como es notorio, el archivo de la parroquia de Neiba, donde se hallaban, ya no pueden en ningún modo conseguirse. La de mis primeros abuelos a pesar de que con el mayor empeño las he solicitado en esta ciudad no he podido encontrarlas. La de los segundos es absolutamente difícil, porque siendo ellos procedentes de las Islas Canarias y bautizados allí, aunque trajeran sus partidas, después del transcurso de tantos años, ya no se encuentran en manera alguna».

El 15 de noviembre, tres días después, el síndico procurador aceptó los testimonios de don Tomás Bobadilla. A la villa de Azua de Compostela se trasladó don Tomás Bobadilla y Briones para hacer recoger los legítimos testimonios de su limpieza de sangre por la rama materna. Tenía que ser así, ya que sus ascendientes por esta parte fueron todos vecinos por largos años de esta villa blasonada y del fronterizo poblado de Bánica. El 2 de noviembre de 1810, ante la real autoridad del teniente de Justicia Mayor y abogado de la Real Audiencia en el distrito de la villa de Azua don Pedro Arredondo y Castro, asistido de los escribanos públicos Francisco Llorens y José Comas, prestaron sus testimonios los siguientes vecinos de aquella villa sureña: don Pedro Laxara, alférez de Dragones;

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don Joaquín Firpo, sargento mayor de las Milicias Urbanas; don Manuel de Matos, comandante de Milicias Urbanas; José Algarrobo, Antonio Caraballo y Eusebio Montilla. Como alcalde ordinario presidió aquella audiencia don Pedro Nolasco Batista. Previa la introducción de rigor, he aquí los puntos que para su testificación sometió a ellos don Tomás Bobadilla: «Ítem: si les consta que soy hijo lexítimo y de lexítimo matrimonio de don Vicente Bobadilla y de doña Gregoria Briones, habido, tenido, y reputado por tal. Ítem: si saben que mi citada madre fue hija lexítima de don Mateo Briones y de doña Dominga Pérez.6 Ítem: si saben que don Mateo fue hijo legítimo de don Manuel Briones y de doña María Sánchez naturales de la Europa y vecinos de la villa de Bánica. Ítem: si doña Dominga mi abuela lo fue de don Miguel Pérez y de doña Ana Pérez. Ítem: si saben que las familias de que procedo con sus ascendientes han sido notoria y generalmente habidos, tenidos y reputados por personas blancas puras, libres de las razas reprobadas en derecho y procedentes de cristianos viejos y honrados. Ítem: si saben que mi abuelo don Mateo, su hermano don Manuel Briones y don Miguel Pérez mi bisabuelo han sido, el primero en distintas ocasiones alcalde ordinario, regidor y capitán de Milicias antes de crearse las disciplinas de la villa de Neiba, el segundo regidor perpetuo de la villa de Bánica, y el tercero alférez real de esta villa».

6

Bienvenido Salvador Nouel y Bobadilla en unos cortos apuntes que dejara, dice que la madre de don Tomás Bobadilla se llamaba doña Gregoria Briones y Casó, oriunda de Madrid. El sonetista inspirado, quien era nieto del prestante político que hoy ocupa nuestra atención, equivocó el segundo apellido de la madre de Bobadilla, pues ella se llamaba doña Gregoria Briones y Pérez. Estos interesantes apuntes del lírico Nouel y Bobadilla los publicamos íntegros en Renovación, Nos. 31 y 32, La Vega, 30 de abril y 15 de mayo de 1937.

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Todos los testigos declararon que lo expuesto por don Tomás Bobadilla era «público y notorio, pública voz y fama», quedando así legalmente asentada su limpieza de sangre de parte de sus ascendientes por la rama materna. Boletín del Archivo General de la Nación, V:24-25 (septiembre-diciembre de 1942)

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Don Tomás Bobadilla íntimo, 1857

A partir del mes de diciembre de 1856 don Tomás Bobadilla se retira a la vida privada. Aunque estuvo enfermo para esta fecha del «embuchado» que tan frecuentemente le daba, se disponía a emprender un viaje a Baní para ver sus «pequeños negocios». En la ciudad de Santo Domingo vivía en la casa de Mr. Charles, y como él lo expresaba a su yerno, en carta de 24 de diciembre de este año: «El general Sosa y su familia están aquí conmigo, y su campaña (sic) me es agradable». En el mes de febrero de 1857 don Tomás Bobadilla se encontraba en Baní al frente de sus negocios de maderas. En esta oportunidad don Carlos Nouel sufrió una gran pérdida al naufragar uno de sus balandros, y el viejo Bobadilla, en esta época preocupado por asegurar la felicidad de sus queridos familiares, consuela a su yerno expresándole que: «Como la fortuna es caprichosa, no siempre se decide por el que más lo merece, y preciso es en sus reveses no desmayar ni desanimarse, porque como dije otra vez, la juventud, la actividad y la inteligencia son un gran capital que vale mucho, y principalmente en hogares donde hay que trabajar y donde se puede sacar un hermoso provecho, resta pues que usted vaya a consolar su familia, y a comenzar de nuevo con las precauciones necesarias». – 191 –

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En esta misma carta, que es de fecha 25 de febrero de 1857, el viejo y experimentado político nos da a conocer el estado de abatimiento en que se encontraba su espíritu al verse alejado de esas actividades públicas que constituían el único motivo de su agitada existencia. Así se expresa en ella don Tomás Bobadilla: «Me están bajando una parte de la madera y creo mi presencia necesaria hasta que esté reunida y vendida para salir de algunos compromisos, y luego no sé qué hacer, porque ya usted habrá visto el aspecto que presenta nuestro pobre país y como se escasean los recursos por acá, ni sé si me vaya a Venezuela. Si me fije en el Maniel, o me vaya al Cibao a ejercer mi profesión; tanto miedo les he cogido a los destinos públicos y a los hombres, que quisiera alejarme de la sociedad para siempre».1

Esta decepción y este pesar que habían invadido el alma ya septuagenaria de don Tomás Bobadilla no eran más que la consecuencia de su desgracia política. Dueño Báez de los destinos de la República, los hombres que habían disfrutado tan ampliamente de los cargos públicos amparados por la ensangrentada insignia del santanismo, tuvieron que abandonar el cómodo disfrute de los altos puestos oficiales para ocupar la peligrosa e incómoda situación que tiene reservada la política a los de abajo. Situación que vino a hacerse más grave, cuando el levantamiento en El Cambronal de los coroneles Fernando Tavera y Lorenzo de Sena. El Senado, al poner en vigor la ley marcial en todo el territorio de la República, les hizo fácil a los hombres del gobierno adoptar «de lleno el sistema de represalias que venían condenando y que tantas desgracias ha causado al país». El general Santana es acusado de ser el alma de aquella frustrada conspiración y conducido en calidad de preso a la ciudad

1

Carta del 25 de febrero de 1857, dirigida desde Baní a don Carlos Nouel, en Santo Domingo.

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de Santo Domingo por el general de división José María Cabral, fue expulsado del territorio nacional, en la medianoche del 11 de enero de 1857, a bordo de la goleta nacional Ozama. Don Tomás Bobadilla no estaba acostumbrado a ser en política de los de abajo. Y esta difícil situación que se le había presentado, agravada por el mal estado en que se vio su salud en los primeros meses de este año de 1857, cuando el baecismo dominaba triunfante en todo el país, fue motivo más que suficiente para que se sintiera amargado y quisiera alejarse «de la sociedad para siempre». Tenía setenta y dos años, y en vez de estar como antes continuamente solicitado y lleno de poder, sentía pesar sobre sí la mano inteligente y férrea de su eterno rival Buenaventura Báez. He aquí lo que él expresaba a su yerno en carta del 3 de junio de 1857: «Yo estuve grave, y privado como tres o cuatro horas, y lo que más me lo confirma es que dicen me cogió con que la mujer de Enrique Abreu era Antonia, y por tres veces dizque le decía: ¿cuándo viniste? Y la agasajaba. Ya estoy muy mejor, pero débil porque las fuerzas vienen poco a poco, y a fines de semana me voy para Nizao por mis maderas, están vendidas y voy a disponer su entrega».2

Pero este viaje a Nizao no llegó a realizarse; el veterano luchador tuvo una recaída y desde su cuarto de enfermo vio venir todo ese cúmulo de esperados acontecimientos que vendrían a turbar la paz de la República y que le traerían meses largos de pesada e incómoda prisión. A su querida hija Antonia, y en la carta que le dirigiera en el día de su santo, le cuenta en estos términos los percances de su molesto quebranto:

2

Carta del 3 de junio de 1857 a don Carlos Nouel, Puerto Plata.

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«A los 25 días de haberme dejado las calenturas me volvieron; me han dado cuatro más y después de los ocho días de encierro hoy ha sido mi primera salida. Estoy muy flaco, sin fuerzas y mi moral casi lo mismo, pues no ha dejado de sufrir por infinitas causas. Pensé irme a Baní, pero la recaída me lo impidió y no me siento capaz en muchos días de emprender viaje por tierra; allá poco se hace, mas quizás me restablecería más pronto».3

La Nación, IX:3,136 (Ciudad Trujillo, 3 de octubre de 1948) Renovación, XXXVI:188 (La Vega, 30 de julio de 1971)

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Carta del 13 de junio de 1857 dirigida a su hija Antonia Bobadilla de Nouel, en Puerto Plata.

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Don Tomás Bobadilla y el cónsul Segovia El 24 de enero de 1856, Manuel de Regla Mota, a la sazón encargado del Poder Ejecutivo, nombró a don Tomás Bobadilla y a don Jacinto de Castro plenipotenciarios para convenir con los Estados Unidos de Norteamérica un tratado de paz, amistad, comercio, navegación, extradición. La poderosa República saxo-americana estuvo representada en esta ocasión por Jonathan Elliot. Presidido por Bobadilla, el Senado Consultor apro­bó este tratado el día 19 de marzo de 1856. El presidente Santana lo promulgó el 27 de marzo, pero este tratado no llegó a ratificarse.1 Entretanto este año de 1856, don Tomás Bobabilla, siempre en un estado de febril actividad y reali­zando esfuerzos inauditos por mantener en pie la ya impopular administración de Santana, veía su salud bastante resentida; y así lo expresaba a su yerno don Carlos Nouel, residente en Puerto Plata, en donde des­empeñaba las funciones de administrador de Hacienda Pública, en carta fechada el 8 de febrero. Escribía Bobadilla: «He visto con pena la ida de Antonia y del nieto: Me asalta la idea de que no volveré a verlos, porque en mi

1

Véase Colección de leyes, decretos y resoluciones emanados de los poderes legislativo y ejecutivo de la República Dominicana, tomo III (1855-1859), Santo Domingo, Imprenta del Listín Diario, 1927, pp. 248-249. – 195 –

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edad espero por momentos concluir mi paseo no muy dilatado. Quiéralos Ud. mucho y sea siempre buen padre y buen esposo. No dejaré de escribir aunque me cueste mucho trabajo».2

Este hombre excepcional contaba ya para esta época setenta y cinco años. Horas de incertidumbre y de deshonor comen­zaron a presentarse desde este año del 1856 al porvenir oscuro de la República. A fines de diciembre del 1855 arribó a la ciudad de Santo Domingo, con carácter de cónsul español, don Antonio María Segovia. Sustituía a San Just, y era portador del ver­gonzoso tratado dominico-español y traía, para hala­gar el desmedido orgullo de Pedro Santana, la gran cruz de Isabel la Católica con que condecoraba la reina de España al inculto general que trocó su dig­nidad de primer ciudadano de la República por el pomposo título de marqués de Las Carreras. Nefanda para la triste suerte de la Patria sería la misión del cónsul Segovia en nuestro país. Como dice don José Gabriel García: «Su consulado había venido a ser punto de reunión de los desafectos a la situación, que veían en el desagradable incidente la manera de escalar el poder, para lo cual volvían la vista al ex presidente Báez,[…] por el momento el único rival fuerte que podía oponérsele a Santana».3 Interpretado antojadizamente por el cónsul Se­govia el artículo 7 o del tratado dominico-español, la situación del presidente Santana se hizo insostenible. Y este, no solamente «temeroso de las complicaciones internacionales» sino considerándose culpable de todos los males que sus turbias combinaciones habían traído a la República, presentó su dimisión de la primera magistratura del Estado el 26 de mayo de 1856.

2 3

Carta a don Carlos Nouel, del 8 de febrero de 1856. José G. García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 3a edición, Santo Domingo, Imprenta de García Hermanos, 1900, tomo III, p. 190.

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He aquí las palabras de Bobadilla ante los acon­tecimientos que para entonces tenían lugar: «Ayer le fue admitida a Santana la dimisión que dio de la presidencia. Lo reemplaza el Vale y los colegios electorales son convocados para el 14 del entrante para nombrar un vice presidente. Mi candi­dato es A. Alfau, porque creo que es el que conviene en las circunstancias a atravesar. Los proyectos de mejoras que teníamos entre manos han venido a paralizarse. La sesión legislativa concluyó hoy. No sé si se prorrogue, pero me parece indispensable para los arreglos de Hacienda y otros que imponen las circunstancias».4

Su estrella política se eclipsaba, y por ello no comenta sino que se dispone a realizar las combina­ciones que lo ayuden a salir con bien de semejante trance. En efecto, Antonio Abad Alfau es elegido para la vicepresidencia de la República y el Senado Con­sultor prorrogó por treinta días más sus sesiones legis­lativas. Las descaradas intromisiones del cónsul Segovia en la intimidad de la vida política dominicana, creó al presidente Regla Mota una situación difícil. Buena­ventura Báez estaba en Saint Thomas y hasta allí fue el intruso extranjero para tramar con él su vuelta al poder. Solamente en un pueblo hondamente dividido por mezquinas pasiones políticas puede un represen­ tante de una nación extraña obrar de una manera tan abusiva y desdorosa. Pero, por desgracia esta era la lamentable situación de nuestro país en aquella época; hasta el extremo de que El Eco del Pueblo, al rebatir la honrada opinión de que la matrícula de Segovia perdería al país, declaró paladinamente:

4

Carta del 27 de mayo de 1856 dirigida a don Carlos Nouel, en Puerto Plata. Bobadilla llamaba a Regla Mota el Vale.

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«La desmoralización que podía producir la matrícula, no era efecto del artículo 7o del tratado dominico-español, sino la expresión manifiesta de un pueblo que quería mudar de convicción y que no había desperdiciado la primera coyuntura para hacerlo comprender a sus man­datarios; era la sed de garantías sociales que una ciuda­danía adquirida a fuerza de sacrificios no prometía, y que el extranjero venía a darle en su propio hogar».

Segovia proclamó a Buenaventura Báez «como el único hombre capaz de restablecer la tranquilidad y gobernar la República en paz y bienandanza». El pre­sidente Regla Mota, por decreto del 21 de agosto de 1856, declaró que el ex presidente Báez «quedaba so­lemnemente amnistiado». Y don Tomás Bobadilla, convertido en un simple espectador, escribe a su yerno lo siguiente: «Ya Ud. habrá visto nuestros papeles públicos, y yo mismo no se decirle cómo estamos. El señor Segovia contra el sentido del artículo 7o del tratado abrió la matrícula y la matrícula sigue. Baralt, de España ha escrito que no podía aceptar la legación, pero de los seis mil duros que le manda­ron se cogió la mitad, y el resto quizás sucedería lo mismo. Ofreció que obligaría a los haitianos a una lar­ga tregua y esperamos el resultado. Este fue el siñuelo (sic). Dijo a Santana que se alejase de los negocios y Santana se alejó habiendo renunciado hasta el título de general en jefe, lo que no se le ha admitido. Pidió una amnistía general y se dio como verá Ud. por la adjunta Gaceta; que Santana y Ventura se reconciliaran y Santana no se ha negado. Resta que Báez acepte y más después se sabrá el resultado. Pidió que se retirase el tratado americano y a pretexto de correcciones se ha pedido y no sabemos si

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vendrán a pedir explicaciones y entonces ¿qué le dirá? Dios quiera que no quedemos mal con una de las dos naciones. Todo esto pasa por acá y Santana está callado en El Seibo. Me dirá Ud. ¿y el gobierno por qué consiente?, ¿por qué no manda a España?, ¿o por qué no sus­pende de sus funciones a Segovia? Yo no lo sé porque estoy siendo simple espec­tador y solo hago lo muy preciso. La situación es como nunca se ha visto y el tiempo será el que desarrollará las cosas y es menester esperar; con esto puede Ud. hacer sus reflexiones y estar en cuenta de la salvación del país. Nada se dice de haitianos. Dios quiera que no les dé gana de volar este año».5

Durante casi todo el mes de septiembre del confuso año de 1856, don Tomás Bobadilla, aún en la presidencia del Senado Consultor, parece desentenderse de los complicados problemas políticos que inquietaban la existencia de la República y se va para el Maniel a atender unos negocios de cortes de madera que poseía en aquellas apartadas regiones. Durante su ausencia dimitió de la vicepresidencia de la República Abad Alfau, quien «veía con vergüenza y dolor el desenlace obtenido». El ministro de Justicia e Instrucción Pública, Felipe Perdomo, también se había separado de su alto cargo. Frente a estos acontecimientos, merece copiarse íntegra la carta, que con fecha 30 de septiembre de 1856, dirigió Bobadilla a su yerno don Carlos Nouel; porque en ella nos pinta el viejo y sagaz político cómo se estaban desarrollando los acontecimientos de la vida pública dominicana en aquella infeliz hora que preparaba momentos de dolor y de bochorno para la desventurada nacionalidad.

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Carta del 13 de agosto de 1856, a don Carlos Nouel, Puerto Plata.

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«Santo Domingo, septiembre 30 de 1856. Estimado Carlos: contesto sus dos últimas cartas que recibí antes del día 6 del corriente la una, en cuyo día me fui para el Maniel para atender a unos negocios de cortes de maderas que tengo por allá, y la otra vino a mis manos antes de ayer, que llegué sin más novedad que la fatiga del viaje y los restos de un fuerte catarro que me atacó el primer día de mi llegada allá. Veo con placer que usted y toda la familia están sin novedad: lo mismo quedaron las que viven en Baní, y su madre y deudos de aquí, los he visto hoy y tampoco tienen novedad. Los negocios políticos van bien, y no presentan ningún aspecto de gravedad alarmante: el gobierno se presta a cuantas reformas puedan introducir la felicidad pública y evitar o una asonada o una guerra civil, y Santana ha ofrecido contribuir a cuanto propenda al bien general. Báez llegó el jueves 21. Me dicen que se le hizo una gran recepción y que un gran concurso entre muchos vivas lo llevaron a su casa; yo lo vi ayer y me recibió con la afabilidad de costumbre. Todas las probabilidades están en que recaerá en él la vicepresidencia y luego que Regla Mota se dimita como lo hará, vendrá a ejercer la primera magistratura. La matrícula continúa no con tanto fervor; el ministro de Relaciones de Francia le escribe al cónsul que su gobierno de acuerdo con el gabinete inglés extrañaba mucho la conducta de Segovia, y la interpretación que le ha dado al artículo 7° del tratado que no debe ser de otra manera, sino como nosotros lo entendemos, pues de lo contrario ocioso hubiera sido el reconocimiento de la España para destruir la nacionalidad de la República, no quieren tampoco que aquella nación se anteponga en la cuestión haitiana, pues dicen que habiéndola ellos comenzado les toca

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concluirla; y al efecto iban a escribir al gabinete de Madrid. Nuestro agente de allá escribe también diciendo que la matrícula no tendrá efecto, sino como el gobierno de aquí la ha entendido, y aun se dice ya que Segovia ha sido llamado por la reina, esto último no es oficial pero muy probable, lo demás he visto las notas oficiales y no deja duda alguna. Ciertos hombres que nunca están contentos no dejan de chismear y aun de excederse en algunas habladas y bochinches, pero el orden general se mantiene y yo creo que si la reconciliación de Santana y Báez es franca y de buena fe el país tomará su aplomo, y la República marchará hacia los grandes destinos que está llamada. Dígale esto al padre Regalado y que le ruegue a Dios para que se consiga el que estos dos hombres puedan ir de acuerdo, porque si non, non (sic). Me alegraré que usted se halle bueno. A Antonia que contesto en esta sus dos cartas para mí muy apreciadas, que no olvido el potro, pero he menester oportunidad muy segura para mandárselo a Carlitos a quien dará un beso por mí. Me he cansado de llamar a Gerardo para colocarlo en un buen destino y ni aun siquiera me contesta mis cartas y José María me dicen está siempre en sus empresas, tampoco me escribe. Cuente usted siempre con el invariable afecto de su muy affmo. servidor y amigo. Bobadilla».6

6

Colección cartas de Bobadilla, 30 de septiembre de 1856, a don Carlos Nouel, Puerto Plata. Gerardo Bobadilla, hijo de don Tomás Bobadilla, militó siempre en política en contra de su padre. Gerardo Bobadilla era del partido rojo que presidía Báez. En 1854 el presidente Santana indultó a Gerardo Bobadilla, quien se hallaba en el destierro. Su padre era en esta vez presidente del Senado Consultor. En los Seis Años de Báez, cuando don Tomás Bobadilla tomó el camino del destierro, para no pisar mas el patrio suelo, su hijo Gerardo es elegido diputado por Santo Domingo a la Convención Nacional, y más tarde forma parte del Congreso y llegó hasta a presidirlo.

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Buenaventura Báez se hace cargo por segunda vez de la presidencia de la República el ocho de octubre de 1856. Y como era de esperarse, su concertada reconciliación con el general Santana no tuvo efecto. Todo lo contrario, pues la prensa ministerial de aquella época, en su tarea de distanciamiento entre aquellos dos hombres que se habían convertido en los amos rivales de los destinos de la República, después de declarar que «el olvido de lo pasado no era el maridaje, para el presente, de hombres de principios opuestos», declaró que era necesario «que los hombres que se habían ensayado en la cosa pública, y que por desgracia lo habían hecho muy mal, según el criterio de la nación, dejaran el campo libre a los nuevos actores, que a lo menos tenían fe en sus designios». El advenimiento de Buenaventura Báez por segunda vez a la primera magistratura del Estado, representaba para don Tomás Bobadilla un golpe adverso para sus pretensiones políticas. Hacia el 13 de octubre de 1856, decía Bobadilla a don Carlos Nouel, lo siguiente: «Por los papeles públicos habrá visto usted cómo se han arredondeado (sic) las cosas hasta que Báez ha sido colocado en la presidencia. Es imponderable las demostraciones del jueves que se le han dado y él ha correspondido con un famoso programa. En mi particular para con él una antigua buena amistad, pero no faltan hombres exclusivistas que quieren que todo sea mucho y que dicen abajo el Senado, pero todo esto calmará. Sin embargo, yo pienso retirarme y no lo he hecho porque el mismo Báez me ha suplicado que no dé mi dimisión. En cuanto a usted le he hablado y lo he recomendado».7

Establecido Báez en la presidencia de la República comenzó a hostigar al Senado Consultor para que procediera a averiguar,

7

Carta del 13 de octubre de 1856 a don Carlos Nouel, Puerto Plata.

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y a juzgar la conducta del ex presidente Santana y como dice el historiador García: «Ante las exigencias del Ejecutivo los senadores Bobadilla, Abreu, Rocha y Perdomo –persuadidos de que lo que se quería era hacerles cantar a cada paso la palinodia– siguieron las huellas de Pedro Francisco Bonó, haciendo también dimisión de sus empleos uno tras otro, para que vinieran a ocuparlos otros hombres adictos a la situación».8

Pedro Tomás Garrido fue electo representante por Santo Domingo en lugar de don Tomás Bobadilla. Renovación, XXXVI:186 y 187 (La Vega, 30 de mayo y 30 de junio de 1971)

8

José G. García, ob. cit., tomo III, p. 213.

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Don Tomás Bobadilla y la revolución del 7 de julio de 1857 El Senado Consultor autorizó al presidente Báez a hacer una emisión de seis millones de pesos nominales en papel moneda, y como dice don José Gabriel García, «el aumento repentino de esta especie funesta y perjudicial vino a destruir el equilibrio mercantil, pues la desconfianza alejó por de pronto el metálico de todos los mercados y echó a rodar el papel moneda por la pendiente resbaladiza del demérito». Esta medida fatal e inconsulta, que según opinión autorizada de algunos contemporáneos a ella fue tomada por el gobierno con el mezquino interés de tomar en las cajas nacionales fondos en oro, «bastantes para hacer frente a la revolución que todo el mundo vaticinaba», hirió de muerte los cuantiosos intereses del comercio de las regiones cibaeñas. Y el 7 de julio de 1857 surgió en Santiago un movimiento revolucionario que desconoció el gobierno de Buenaventura Báez y proclamó al general José Desiderio Valverde como presidente del gobierno provisional del Cibao. Acogido con entusiasmo este movimiento liberador del 7 de julio, el gobierno provisional del Cibao se convirtió en gobierno provisional de la República el 22 de julio de 1857. Y el 25 de agosto llegó a Santiago, procedente de su destierro de Saint Thomas, el general Santana, acompañado del general Regla Mota, del coronel Pedro Valverde y Lara y de su sobrino el teniente coronel Manuel Santana. – 205 –

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El 19 de febrero de 1858 se votó en Moca la Constitución que establecía la capital de la República y el asiento del gobierno en la ciudad de Santiago. El 12 de junio de dicho año el presidente Báez capitula entregando la sitiada ciudad de Santo Domingo al general Santana, quien al postergar a los prohombres del Cibao se había hecho dueño del movimiento revolucionario por ellos de manera tan digna y tan eficaz iniciado. Santana entra triunfante a Santo Domingo el 13 de junio y el vencido ex presidente Buenaventura Báez tomó la ruta, para él muy conocida, del ostracismo, a bordo de la goleta 27 de Febrero y sentó sus plantas de peligroso y temerario proscrito en la isla vecina de Curazao. Pedro Santana estaba otra vez en camino del poder, y no era posible que sus partidarios dejasen de aprovechar aquella nueva oportunidad que se les presentaba de hacerse dueños y señores de la cosa pública. En efecto, el 27 de julio de 1858, una comisión integrada por don Tomás Bobadilla, Juan Nepomuceno Tejera, Francisco Javier Abreu, Francisco Fasileau, José Mateo Perdomo, José María Calero, Antonio Abad Alfau y Pedro Valverde y Lara, se presentó en el Palacio Nacional y puso en las rudas manos del caudillo temido e idolatrado una manifestación por medio de la cual se le conferían plenos poderes. Las justas aspiraciones de los prohombres del Cibao fueron vencidas y el presidente Valverde, después de deponer el mando ante el Congreso el día 28 agosto de 1858, se embarcó para el extranjero el día primero de septiembre del mismo año por el puerto de Montecristi. Casi todo el tiempo que duró la revolución que el 7 de julio tuvo su cuna en la invicta ciudad cibaeña de Santiago, lo pasó don Tomás Bobadilla en la cárcel por orden de su rival y enemigo político Buenaventura Báez. El historiador García, al referirse a la protesta que el 29 de julio de 1858 hiciera el entonces senador Pedro Tomás Garrido en contra del decreto de indemnización a favor del presidente Báez, nos dice:

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«Este paso, por demás significativo, que coincidió con la llegada del general Juan Luis Franco Bidó con el grueso de sus tropas a El Caimito, cerca de San Carlos, donde estableció su cuartel general, hubo de determinar, junto con la prisión de Tomás Bobadilla, la del general Lorenzo Santamaría, que murió a poco en el hospital militar, y la de otros desafectos a la situación».1

Oigamos cómo relata don Tomás Bobadilla su larga prisión en la carta que dirigiera a su hija Antonia, con fecha 13 de junio de 1858: «Santo Domingo, 13 de junio de 1858. Mi querida Antonia: Con sumo placer te felicito hoy día de tu santo. Contesto tu carta que recibí junto con los encargos que me entregó exactamente el hijo de Cadete, habiendo dado a Cayetana los que tú le destinabas. Desgraciadamente yo, sin estar metido en la revolución, por meras sospechas o por maldad de Báez porque no aprobaba sus actos infames ni quise ser su adulador asalariado, el mismo día que se supo aquí la noticia fui puesto en arresto2 y aunque pedí mi pasaporte no se me dio, sin duda por temor de que yo me fuese al Cibao. Primero estuve en el cuarto de los Profetas, con la puerta abierta y comunicación franca; pero a los diez días después de la derrota del ataque

1

2

José G. García, Compendio de la historia de Santo Domingo, 3ª edición, Santo Domingo, Imprenta de García Hermanos, 1900, tomo III, p. 251. García dice que la prisión de Bobadilla fue el 29 de julio, pero si esta ocurrió, como expresa Bobadilla, el mismo día que se supo en la capital la noticia de que había estallado en Santiago la revolución, tuvo que ser hecho preso Bobadilla muy antes del 29 de julio.

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de la Estrella nos trancaron la puerta, y nos privaron de comunicación y como a los tres meses nos llevaron a Enrique Abreu y a mí al calabozo que está frente a la entrada del lado del aljibe donde estuvimos tres días muy trancados. Para esto nos llevaron con mucho aparato y creo que si hubiera permanecido allí más tiempo me hubiera enfermado. A los tres días, por empeño de algunas personas nos sacaron y pusieron juntos con los demás presos políticos que estaban en aquella pieza alta que da a la subida de la escalera del Homenaje. Como a los tres meses, un día cuando menos lo esperábamos nos bajaron al cuarto del Indio, tan reducido, tan inmundo y tan oscuro. A mediodía para comer era preciso encender luz. Todo, porque habíamos cooperado a la muerte de José Báez.3 Pero esto no fue sino una calumnia, y pretexto para sustraerse de las reclamaciones del cónsul inglés que se interesó mucho por mí. A los tres días nos volvieron a la pieza en que estábamos, siempre a puerta cerrada y sufriendo las mayores apreturas de Mora, Prudencio Ballistre y Pedro Salvador que eran los carceleros a cual peor de los tres. Mucho he sufrido, hija mía, y muchas veces amenazaron matarnos, pero la Providencia nos ha preservado y ayer en virtud del arreglo con el general Santana fuimos puestos en libertad. Hoy se ha verificado la entrada del ejército sitiador. Ventura(sic) se fue ayer con más de 400 mangulineros llevando consigo la vergüenza y el oprobio como sucede siempre a los que se oponen a la fuerza imperiosa de la opinión

3

Refiere García que Félix Báez, José, dice Bobadilla, «a título de hermano del presidente salía siempre con las tropas imponiéndose a los generales». Una vez avanzó de frente para tomar por asalto las trincheras del Caimito; imprudencia que le costó muy cara. Pues que viéndose obligado a contramarchar, los defensores del campo, al mando del coronel Eusebio Manzueta, se salieron de las trincheras y persiguieron a la columna en derrota, hasta meterla en las calles de San Carlos. Félix Báez falleció el 8 de octubre por el tétano que le produjo una herida que le dieron en la cara».

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pública, dejando el país arruinado, pues todo se lo han robado después de haber hecho más de sesenta millones de papeletas. ¡Yo estoy también arruinado! Mis maderas las regó el río Nizao. Solo he tenido noticia de que se recogió la mitad y la otra quedó dispersa, no habiendo tenido razón de ella después de estos acontecimientos».4

Don Tomás Bobadilla fue puesto en libertad el 12 de junio de 1858 y el día 26 del mismo mes y año: «La Junta Departamental del Ozama reunida en Azua de Compostela le nombra senador por Santo Domingo y le convoca a reunirse en Santiago»; no porque se encontrara sitiada la ciudad de Santo Domingo, pues las fuerzas revolucionarias entraron en ella el 13 de junio de 1858, sino porque Santiago, tal como lo dispusiera la Constitución de Moca, era para ese entonces la capital de la República. Esta elección de senador que recayera sobre su persona la justifica Bobadilla en su carta del 8 de julio de 1858, en la cual expresa a don Carlos Nouel lo que sigue: «Después que se rindió la Plaza y que salí de mi arresto, fue mi primer cuidado escribir a Uds. y luego lo repetí y hasta ahora no he tenido el gusto de ver letra de ninguno. Habiendo sido nombrado senador por esta provincia he querido ir allá porque personalmente me interesa ponerme al habla con el gobierno pues debo arreglar negocios, no tengo cabalgadura, y tengo mucha irritación en las piernas con muchas borbojitas(sic) y rasguños. Siempre he pensado en serio en irlos a ver».5

4

5

Carta del 13 de junio de 1858 a Antonia Bobadilla de Nouel, en Puerto Plata. Carta del 8 de julio de 1858 a don Carlos Nouel, Puerto Plata. En esta misma carta, Bobadilla, al referirse a la situación en que había dejado Báez el país, decía: «Los negocios aquí son muy apremiantes; el comercio ha sufrido mucho; casi todos están arruinados con el cataclismo

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Pero definidas ya las pretensiones usurpadoras del general Santana, don Tomás Bobadilla se convirtió en el más decidido corifeo de la tenaz oposición que sostuvo Santana en contra de los hombres del 7 de julio, ya que para este soldado que consideró como propiedad exclusivamente suya la primera magistratura del Estado, el triunfo de la revolución lo había asegurado su presencia ante los muros de la capital, «circunstancia que le daba derecho a disponer como árbitro absoluto de los destinos del país, anulando todos los actos revolucionarios que databan del movimiento del 7 de julio».6 Renovación, XXXVI:185 (La Vega, 15 de mayo de 1971)

6

de papeletas y las vacilaciones del cambio que llegó cuando Báez a más de 60 pesos la onza, y nos ha quedado la carestía. Las opiniones están muy desacordadas y todos los ramos de la administración pública en un completo desorden. Báez se llevó la mayor parte de la flotilla; ha sido preciso mandar a Venezuela; dicen que la hipotecó junto con otros bienes de la Nación a favor de Jesurum y no hay un medio en el Tesoro. Juzgue Ud. cómo estaremos». José G. García, ob. cit., tomo III, p. 300.

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Don Tomás Bobadilla y la Revolución Restauradora Don Tomás Bobadilla, el célebre ministro universal de Santana, siempre fue un tenaz opositor de las antipatrióticas pretensiones de anexar nuestro territorio a la corona de España. Un testimonio de ello nos da don Carlos Nouel, cuando en su carta de fecha 20 de febrero de 1878, dirigida al insigne repúblico don Emiliano Tejera, le expresa lo siguiente: «Una tarde de fines de marzo o principios de abril de ese año (1861), conversando con mi suegro don Tomás Bobadilla sobre el cambio político que acaba de operarse en el país, y al cual, como lo sabes, no éramos afectos, porque no debes haber olvidado lo que en unión tuya y de otros amigos trató de hacerse para contrariar el pensamiento anexionista, hablamos, entre otras cosas, de las restituciones que como consecuencia de la nueva situación creada, tenían los dominicanos derecho a esperar de su antigua metrópoli».1

1

Ramón Lugo Lovatón, en su segundo tomo de la biografía de Sánchez, cita la versión de Félix Mariano Lluberes de que Bobadilla y Manuel Delmonte pusieron a Sánchez en conocimiento de los proyectos de Anexión por intermedio de Manuel Rodríguez Objío. El prócer Sánchez estaba expulso en Saint Thomas. – 211 –

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Don Tomás Bobadilla, ante la insolente carta de su antiguo amigo y confidente Pedro Santana, se alejó de su lado y le dejó libremente realizar sus tétricos designios patricidas. Volvió otra vez a su vida privada, a ocuparse de sus cortes de madera y a velar y a aconsejar a su querida familia. Se fue a Barahona con el firme propósito de «levantar fondos». Era ya un viejo de setenta y cinco años, y en carta dirigida a su yerno don Carlos Nouel, de fecha 9 de diciembre de 1860, le dice: «Estoy fastidiado aunque la salud es buena». Desde los balcones del Palacio Nacional, frente a la plaza de la catedral primada, el general Pedro Santana proclamó la anexión de la República a la Corona de España en la mañana del 18 de marzo de 1861. Don Tomás Bobadilla se plegó ante los hechos consumados. El 28 de agosto de 1861, por mandato del capitán general Pedro Santana, Bobadilla entra a formar parte de una comisión de notabilidades, «que ha de encargarse de proveer al gobierno español de los datos necesarios para el affaire del agio, en tapete por el cambio de régimen». Y cuando por Real Decreto del 6 de octubre de 1861 se crea en nuestro territorio la Real Audiencia, don Tomás Bobadilla es designado magistrado de ella, conjuntamente con Jacinto de Castro, José María Morilla y Ramón de la Torre Trasierra. Por este mismo Real Decreto del 6 de octubre, Isabel II le reconoce a Bobadilla su título de abogado y le nombra presidente de Sala o de Fiscal. Y el 19 de noviembre del mismo año «el comisario regio D. Joaquín M. de Alba felicita a Bobadilla por su labor en pro de España y a nombre de S. M. le invita a encauzar la Hacienda Pública».2 El espíritu patriótico de los buenos dominicanos no dormía, y desde Capotillo a las sierras del Bahoruco se extendió el grito sacrosanto de la insurrección libertadora. En la madrugada del 3 de febrero de 1863 un grupo de arrojados patriotas, capitaneados por el comandante Cayetano Velás

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Ramón Lugo Lovatón, «Notas sobre don Tomás Bobadilla y Briones», en Listín Diario, Santo Domingo, 13 de noviembre de 1933.

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quez, asaltó el poblado de Neiba, cuna del conspicuo don Tomás Bobadilla, y redujo a prisión al comandante militar del distrito, general Domingo Lazala. Pero faltos de dirección los patriotas dominicanos, fue sofocada esta noble intentona y hecho preso el cabecilla Velásquez. En esta ocasión estaba en Neiba, al servicio de las fuerzas españolas, Tomás Bobadilla, hijo de don Tomás, quien estuvo al punto de perder la vida. He aquí cómo se refiere a este hecho don Tomás Bobadilla, quien antes de consumarse nuestra entrega a España «trató de contrariar el pensamiento anexionista». En carta dirigida a don Carlos Nouel, en fecha 16 de febrero de 1863, le dice: «Tomás ha corrido un gran riesgo. El día 7 en la madrugada le acometió una partida como de 30 hombres de Las Calderas, le asaltaron en su casa durmiendo, lo prendieron y tiraron el cañón de alarma: unos gritaban viva la República Dominicana y otros Haití. El alcalde acudió corriendo, y los que se reunieron ya eran más de 200. Tomás por una ventana que daba al patio de la pieza donde lo tenían la falseó, entró y lo puso en libertad, salió y cogió a cuatro de los cabezas, los demás huyeron y los persiguen y por parte del once dice que había ya restablecido el orden. Buena escapada. Buena vagabundería».

El 24 de febrero de 1863 De Peña, Polanco, Monción, Torres, Rodríguez, Pimentel y Cabrera inician en Guayubín nuestra segunda cruzada libertadora. Y ante este acto inmortal en nuestra historia, don Tomás Bobadilla, quien se jactara antes de haber sido el primero en gritar «Dios, Patria y Libertad» en el épico Baluarte, le expresa a don Carlos Nouel lo siguiente: «Dígame lo que pasa por allá y si están locos o borrachos, pues solo así se pueden emprender empresas tan descabelladas».3

3

Carta del mes de marzo de 1863, a don Carlos Nouel, en La Vega.

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Don Carlos Nouel era a la sazón alcalde mayor de La Vega. Magistrado de la Real Audiencia, Bobadilla, por sus méritos y sus servicios, llegó a alcanzar dos nombramientos de S. M. Isabel II. «Uno de carácter nobiliario: comendador ordinario y que le anuncia en agosto el marqués de Miraflores. Esta designación no se llegó a tramitar. El otro es de ministro representante del Ministerio de Marina otorgádole por la Real Audiencia el 17 de noviembre».4 Don Tomás Bobadilla criticó dura e injustamente la actitud heroica de los valientes paladines de la ruda y gloriosa revolución restauradora, como lo veremos en las cartas subsiguientes. En carta dirigida a su hija Antonia Bobadilla de Nouel, de fecha 9 de febrero de 1864, se muestra como simple espectador de los acontecimientos y le dice: «Las cosas de por acá van muy lentamente. Santana en El Seibo donde fue a sofocar un movimiento en Hato Mayor; Abad en Guanuma esperando para avanzar que venga una división que se está organizando en La Habana para venir sobre Montecristi. Hoy hace dos días que Tomás salió de Azua con una división que fue sobre Neiba y Barahona, y aunque no he sabido el resultado espero que por allá no habrá mayor novedad».

Tres días más tarde, el 12 de febrero, comunica a su hija, sola en Puerto Plata por haber salido su esposo para La Guaira, lo que sigue: «Supe de los de Baní y de Tomás que hace doce días salió de Azua con Puello sobre Neiba y Barahona donde esperan no hallar mayor dificultad después de haber estado en San Juan, Las Matas y Bánica sin encontrar enemigos. Florentino está río abajo sin gente

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Ramon Lugo Lovatón, «Notas…».

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saboreando los horrores que cometió. De día en día vienen tropas y creo no dilata una división que vendrá para Montecristi y entonces marchará la del sur y pronto terminará la cuestión del Cibao».

Al mes y siete días de esta carta, se expresa en estos términos: «Tomás en Azua, bueno: allá está porque se trata de organizar muy pronto una columna que marche sobre Santiago luego que salga la que va por Montecristi. Se han retirado a Azua las tropas de Neiba y Barahona, y también la columna de Guanuma. Los insurrectos muy faltos de todo y en los montes como salvajes. Aquí hay una carestía horrible; nada se hace y se dice que este mes los empleados civiles no tendrán sueldo porque las aduanas producen muy poco».5

Pedro Santana, decepcionado, murió el 9 de julio de 1864. La Revolución Restauradora alcanzaba brillantes triunfos, y frente a estas victorias salvadoras de la libertad nacional, Bobadilla, cauteloso y desesperanzado, escribía a don Carlos Nouel, el 26 de octubre, esta carta: «Por acá nada bueno que anunciar: fue de Santiago a Montecristi una comisión para tratar un arreglo, pero nada se ha trascendido: entre tanto, desde Montegrande hasta Higüey no se puede ir por tierra por la partida de bandidos que infectan(sic) esos lugares. Baní y Azua tranquilos, pero hay una carestía espantosa y nadie puede avistar cómo terminará esta guerra que ha desolado el país».

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Carta del 19 de marzo de 1864, a Antonia Bobadilla de Nouel, Puerto Plata. Dice Bobadilla en esta carta que «hoy se va Morilla enfermo para La Habana».

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Y el 11 de noviembre de 1864, convencido ya el viejo político de que el triunfo se acercaba para las armas dominicanas, se expresa en estos términos en una carta a don Carlos: «Justamente esto sucede cuando yo quisiera estar fuera de aquí y no ver a ningún dominicano, porque ellos han hecho para siempre la ruina del país y no sabemos cuál será el desenlace del drama horroroso que se representa, pues las cosas van de peor a peor. Cual que sea el resultado me alegro de su disolución. Seriamente quisiera irme de aquí; conozco mucho sus hombres... y los de todo el mundo... Hoy recibí cartas de Tomás; está en Azua. En Neiba hay muchas enfermedades. De aquí para arriba no se oye hablar sino de robos y asesinatos. Las proposiciones de arreglo cayeron porque Polanco se ha conspirado contra Pepillo y los que estaban con él. Ahí tiene usted otra vagabundería».6

Las Cortes españolas derogaron el decreto de anexión y la reina Isabel II, por Real Decreto del 3 de mayo de 1865, sancionó este acuerdo. La República era de nuevo libre e independiente. Don Carlos Nouel había vuelto a Venezuela y allí le escribió una carta don Tomás Bobadilla, con fecha del 8 de junio de 1865, en la cual le decía: «No se puede ponderar ni es fácil describir lo que ha sufrido este país en los últimos seis meses. La revolución tomó grandes proporciones; se abandonaron todos los pueblos y el gobierno se redujo a la capital, Azua, Baní, Samaná, Puerto Plata y Montecristi. Hemos sufrido

6

Carta del 11 de noviembre de 1864, a don Carlos Nouel, Puerto Plata. Este documento de Bobadilla obedecería de seguro también al hecho de que su hijo el coronel Tomás Bobadilla, de quien con tanto entusiasmo relataba sus campañas en contra de los patriotas dominicanos, se pasó, a fines de 1864, a las filas restauradoras.

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grandes escaseces y cuantos males son inseparables de la guerra. El proyecto de abandono que se publica y que sufrió largos y fuertes debates al fin se realizó y en primero de mayo salió la ley derogando el Decreto que anexó esta isla a España y autorizando al gobierno para que dicte las medidas convenientes, así es que actualmente hay una comisión en P[…] compuesta de Del Carmen Reynoso, Melitón Valverde, el padre Quezada y otros, y desde aquí se aseguran garantías para las personas y propiedades; que los empleados que quieran irán a Cuba y Puerto Rico, y los de color a las islas Canarias. Se han ido y se están yendo muchas familias; ya se evacuó por las tropas Azua y Baní. Aquí todo está encajonado. La Audiencia quedó disuelta y se nos dijo que los que quieran vayan a La Habana y Puerto Rico hasta que S. M. determine, pero sin destino con tal o cual cantidad para subsistir, así es que yo manifesté que me quedaba a pesar de que pienso que sobrevendrá la cuestión de aquí a dos meses, más la del Cibao, la de […] que levanta cabeza, la de los haitianos y una miseria espantosa pues las onzas están en el Cibao a 64 por 200 papeletas. Tomás parece que tuvo en Azua un disgusto con Puello y a principio de abril se fue para San Juan donde me dicen que está. Esto trastornó mis proyectos de embarque y aunque se me dice que habrá mucho orden, si las cosas van mal pondré la cara para allá. Dígame usted si es posible pronto en qué podré ocuparme y si sería fácil una colocación. Aquí la abogacía dejará poco y empleos no los quiero. En verdad que el gobierno actual del Cibao después que asesinaron a Pepillo y que tumbaron a Polanco hace esfuerzos por llamarlos a todos al orden. La comisión ha manifestado estos deseos, pero usted

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conoce esta gente y todas las tendencias que hay a la (sic) y tarde o temprano será preciso abandonar el país. Dígale muchas cosas a la familia; un beso a los chicos y consérvense buenos. Ustedes son felices porque no participan del desmoronamiento actual. Haga usted por conservar su posición que es buena y no piense en poner la cara para este suelo de calamidades y tribulaciones».

Renovación, XXXVI:184 (La Vega, 30 de abril de 1971)

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Los Seis Años de Báez y don Tomás Bobadilla Primera parte Se ha iniciado en el país el fatídico período de los Seis Años, esa época luctuosa que hizo revivir en nuestra Patria los días tétricos del terror que oscurecieren la historia de Francia, y que tal como los juzgara con su pluma lapidaria Miguel Ángel Garrido, ocuparon «seis años de fusilamientos, seis años de llamaradas espantosas, a cuya lumbre se leían las sentencias de muerte de sus comisiones militares».1 Establecido Buenaventura Báez por cuarta vez en la primera magistratura del Estado, abroquelado en el pomposo título de «gran ciudadano de la República Dominicana», los hombres del partido azul no cesaron ni un momento de combatir su régimen nefando y odioso, y entre ellos, don Tomás Bobadilla ocupó un lugar preeminente. A Puerto Rico fue a fijar residencia don Tomás Bobadilla. Vivió en Aguadilla, en Fajardo, en Mayagüez y en otros pueblos de la Antilla hermana. Y desde allí, ardiendo en una rebeldía que no tuvo en sus años juveniles, no se cansó de combatir el régimen que presidiera su eterno rival y acérrimo enemigo. En constante

1

Miguel Ángel Garrido, Siluetas, Santo Domingo, 1902. Despradel no indica la página de la que extrae la cita. Existe una edición más reciente de la obra de Garrido: Santo Domingo, Editora La Moderna, 1974. (N. E.). – 219 –

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comunicación con Luperón y con Cabral, aconsejaba, advertía, proponía, protestaba; en fin, revolucionaba activa e incansablemente para librar al país de los horrores de aquella dictadura funesta que ahogó en sangre las justas aspiraciones del pueblo y que puso en peligro los sagrados atributos de la nacionalidad. Las cartas que escribió Bobadilla a partir del 3 de junio de 1868 hasta el 23 de septiembre de 1871, además de constituir la historia fiel de los últimos años de su agitada existencia, son una fuente precisa de información sobre las actividades revolucionarias de los hombres que combatieron a Báez en sus Seis Años, así como de las rivalidades y discordias que hicieron imposible la formación de un frente unido entre estos aguerridos opositores al baecismo. Vamos a glosar estas cartas para que el lector, a más de conocer íntimamente los últimos años de la vida del hombre singular que en nuestro país ha tenido la historia política más larga, interesante y variada, recoja de ellas los datos que considere necesarios para aclarar uno de nuestros períodos históricos más dolorosos y funestos. Para los hombres que desde Puerto Rico y Saint Thomas revolucionaban en contra de Báez, la presencia de Sylvain Salnave en la presidencia de Haití les era altamente desfavorable. Por ello, cuando el 25 de abril de 1868 el general Nissage Saget sublevó el Artibonito y se proclamó general en jefe de la armada revolucionaria, los prohombres del partido azul tuvieron más amplias esperanzas de éxito al tener puerta franca por las fronteras del vecino Estado para preparar y lanzar sus expediciones revolucionarias sobre el territorio dominicano. Frente a estos sucesos que se desarrollaban en Haití, don Tomás Bobadilla escribía a don Carlos Nouel, el 3 de junio de 1868, en estos términos: «Por Saint Thomas hemos sabido la caída de Salnave y que Cabral con algunos se fue para Haití. Yo me alegro porque este será un refugio para tantos desgraciados que mendigan el pan en playas extranjeras. Esperaré hasta el 7 de diciembre a don Ramón que creo vendrá

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de Saint Thomas y después, a su venida y del correo de España, iré a verlos y formaré mi juicio para poner fin a las fluctuaciones en que me hallo. Báez escribió al general pidiéndole prestados 100 [...] para no comprometer a Samaná después que le da muchas seguridades de su gratitud al gobierno español. Las cosas de este hombre no tienen igual».2

Cabral, Luperón y Pimentel se reúnen en Saint Thomas. Pero los tres caudillos estaban en discordia, pues ninguno quería renunciar «a sus aspiraciones particulares». Y don Tomás Bobadilla, quien estaba informado de todas estas divergencias y quien, como político sagaz y experimentado, iba tras la pista del que presentara mayores probabilidades de éxito y de predominio, le escribe a su yerno lo siguiente: «Me alegro que Ud. haya visto las cartas de Saint Thomas y que Tomás haya ido de C[…] para Haití. La revolución contra Salnave y su caída es un gran bien para los dominicanos: Yo me estaré aquí hasta que venga el correo del 13 que debe traerme algún resultado de mi solicitud. Mientras yo no vaya no vaya Ud. a Mayagüez ni a Ponce. He escrito a ambos puntos y a nuestra vista conversaremos. Saldré de aquí después del 15 en cualquier ocasión que se presente y lo que resolvamos será cierto y seguro y se ahorrará tiempo y dinero».

Esto era el 9 de junio, y el 17 del mismo mes le dice: «Los amigos Ventura y Moya pondrán a Ud. al corriente de las noticias de nuestro pobre Sto. Domingo. Yo creo

2

Carta del 3 de junio de 1868 a don Carlos Nouel, Aguadilla. No hemos podido averiguar desde qué pueblo de Puerto Rico escribió Bobadilla esta carta. Con ella decía que el 26 del pasado mes (mayo) había regresado de Fajardo.

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que todo aquello está en conflagración. Espero aquí a don Ramón, quien me escribe y me dice que no viene porque esperaba a su hijo que estaba en Puerto Plata. También tengo recibida carta de Luperón. Ya yo no podré ir a verlos sino pasado el 25. No se mueva Ud. de ahí ni contraiga compromisos sobre Santo Domingo sin que nos veamos antes».3

Para el 3 de julio don Tomás Bobadilla le envió una carta a don Carlos con don Manuel de Jesús Galván, quien «le dará noticias de todo». Estaba enfermo, pues tal como él le expresaba a su yerno en dicha carta: «Algunas calenturas locas me han dado; estoy falto de apetito, pero camino y no tengo otra novedad». Por desgracia, a partir del 3 de julio de 1868 hasta el 3 de marzo de 1871, no conservamos en nuestro archivo cartas de don Tomás Bobadilla. Probablemente el viejo político realizó su tan anunciado viaje y durante estos meses vivieron él y don Carlos Nouel juntos en la acogedora ciudad borinqueña de Aguadilla. Durante este tiempo las actividades revolucionarias de los opositores a la sangrienta dictadura baecista se habían visto unas veces triunfantes y otras habían sufrido duros descalabros. Cabral, en su lenta y muchas veces mal dirigida campaña en las fronteras del sur se veía envuelto en el perturbador torbellino de la ambición y de la indisciplina y sufría amargamente el duro baldón que había oscurecido su legítima fama de soldado glorioso de la República, por la entrega del ex presidente Sylvain Salnave; mientras que Luperón, osado y orgulloso, después de realizar su legendaria aventura del vapor Telégrafo, mantenía en constante estado de rebelión las regiones del noroeste de la República. Ambos paladines combatían obstinadamente a Báez, pero la ambición más apasionada los mantenía separados en continuas y bastardas disputas. Cabral acusaba a Luperón de estar acaparando para sí todos los refuerzos que lograban levantar los comités revolucionarios que activamente trabajaban en las Anti

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Carta del 17 de junio de 1868 a don Carlos Nouel, Aguadilla.

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llas vecinas, y en cambio este, indignado, al creer que Cabral lo indisponía con el gobierno haitiano y considerándolo un aliado secreto de Báez para entorpecer su campaña, lanzaba sobre el viejo soldado los más duros denuestos, hasta llegar a llamarle «egoísta, hipócrita, ambicioso, inepto, traidor y perverso».4 Estas imperdonables rencillas entre ambos caudillos lo que hacían era afianzar cada vez más el régimen tiránico de Buenaventura Báez, el cual, ya para fines del año 1869, llevaba sumamente adelantados sus inicuos planes de arrendamiento de Samaná y de anexión de la República a los Estados Unidos de Norteamérica. Como dice el general Luperón en sus Notas autobiográficas: «Las negociaciones entre Báez y Grant para la venta de la República Dominicana adelantaban con espantosa actividad. El gobierno de Nissage, alarmado con los proditorios manejos de Báez y de Grant, aconsejó a Cabral que se entendiera con Luperón, para que de acuerdo con Pimentel trataran de salvar la Independencia de la Patria».5

Pero todo fue en vano. Contra aquellos hombres, cegados por la ambición y el orgullo personal, toda unidad de miras que hiciera una sola sus actuaciones dispersas, era imposible; aun, como se estaba viendo, estuviera en peligro la integridad de la nacionalidad. El 29 de noviembre de 1869 concluyó el presidente Báez con los agentes del general Grant los dos tratados de arrendamiento de Samaná y de anexión del territorio de la República a los Estados Unidos de Norteamérica. El 16 de febrero de 1870 se decretacen abiertos los comicios, «a fin de que los habitantes concurrieran a dar el voto que expresase categóricamente su

4

5

Gregorio Luperón, Notas autobiográficas, tomo II, p. 128. Despradel no indica los datos de la edición de esta obra de Luperón. (N. E.). Ibídem, p. 155.

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voluntad de unirse a la gran República». Y el 16 de marzo del mismo año el Senado Consultor se adhirió «unánimemente a este pensamiento y al mismo tiempo imparte la autorización dada por los pueblos al Ejecutivo dominicano, a fin de que lleve a puro y debido cumplimiento la voluntad de la Nación».6 Frente a esta determinación del gobierno dominicano, el presidente Grant envió al Senado, el 31 de mayo de 1870, su mensaje, en el cual expresaba, entre otras cosas, lo siguiente: «La adquisición de Santo Domingo es una aceptación de la doctrina de Monroe. Es una medida de protección nacional. Es afirmar nuestra justa pretensión a influir en el gran tráfico comercial que pronto debe correr de este a oeste por medio del istmo de Darién. Es arreglar la desgraciada condición de Cuba y concluir con un conflicto exterminador».7

Y para imprimirles mayor rapidez a las negociaciones, el presidente Grant, quien sentía «una ansiedad extraordinaria por la ratificación de ese tratado», envió a nuestra República una comisión, en el mes de enero del 1871 y a bordo del buque de guerra Tennessee, compuesta por el senador Benjamin F. Wade, por el profesor A. D. White, por el doctor S. G. Howe y por el señor A. Burton, como secretario.8 En próximo artículo veremos cuál fue la actitud de don Tomás Bobadilla ante estas antipatrióticas pretensiones anexionistas de su eterno rival y acérrimo enemigo Buenaventura Báez en estrecha connivencia con el presidente norteamericano general Grant.

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Manuel Ubaldo Gómez Moya, Resumen de la historia de Santo Domingo, libro tercero, Segunda República: 1865-1916, La Vega, Impresora Mercedes, de J. Cardona Ayala, 1922. Despradel no indica la página de la que extrae la cita. (N. E.). Citado por Tulio M. Cestero, «El problema antillano. Los Estados Unidos, Cuba y Santo Domingo», en La Cuna de América, No. 27, Santo Domingo, 24 de enero de 1914. Luis E. Alemar, «Casos y cosas de aquí y de allá», en Listín Diario, No. 16,107, Santo Domingo, 29 de marzo de 1930.

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Segunda parte He aquí cómo relata Bobadilla a su yerno don Carlos Nouel su salida de Puerto Rico y su llegada a Haití: «Abril 1 a la una de la tarde. Hoy a las 5 de la mañana señaló el vigía vapor; yo comencé a alistarme y me puse y estoy en son de marcha. ¡Resulta ser el vapor inglés, y el francés no aparece! Acabo de despedirme de Galván y familia y me dijo que aún no había recibido su carta; que P. Valverde le escribió con fecha 28 del pasado y le dice que Cabral fue derrotado en el Corozo el día 7, lo que yo no creo; y que había visto una carta del cónsul americano en que le decía de Cayo Hueso un miembro de la comisión que iba ya de retirada, fecha 22 del pasado, que si la anexión no se efectuaba pronto, no tendría lugar porque había muchos partidarios de oposición. Ayer me saqué un billete de la lotería premiado con $5.00. Si hubieran sido 500 ya los hubiéramos compartido, pero no hay que perder la esperanza. El cuñado de […] paga mi pasaje, el paquete y bote de embarque que serán como $20 por todo. Esto no deja de ser una ayuda para mi viaje y parece que Dios se va acordando de mí. Quedo esperando el vapor para concluir esta carta. Son las 7 y 7 de la noche y llegó por fin el vapor y estoy ya de marcha. Le he recomendado al regente: procure mandarle a Pancho para que le entregue un cartapacio del que se tradujo en Santo Domingo; procure ponerle un sobre y rotularlo a D. J. Gazan, calle de Juan Franco frente a la 3ra. Orden casa No. 78. Me despido y ruéguele a Dios me dé buen viaje».

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Y prosigue después Bobadilla esta misma carta en los siguientes términos: «El día 4 a las 5 de la mañana fondeamos en este puerto: bajamos a tierra, nos presentamos a las autoridades y nos hospedamos en casa de Chuchú a quien encontramos en la marina. Nos acompañó y nos es de mucha utilidad viviendo económicamente Billini, yo y Manuel M. Valverde a quien encontré en el vapor, y viene según me dice con la sola intención de ganar dinero. Dio la casualidad de encontrarme aquí con el general Pimentel que vino a vender un ganado (no sé de qué hato) y me dijo que hacía muchos meses que estaba enfermo y que ahora empieza a restablecer[se]. Le entregué copia de la protesta y de la carta a Sumner para que se la enseñara a Luperón y le dijera que yo iba para el Príncipe para ponerme en relación con Cabral, que era necesario se unieran y pensaran en establecer un gobierno para darle legalidad a la revolución y poner a Baéz fuera de la ley. No sé lo que habrán hecho y me parece no estará muy de acuerdo porque Pimentel vive y mora en Fort Liberté. Anoche vino Segundo Imbert que está con Luperón; vendrá a buscar recursos, pero el agente tras batidor(sic) que es Alfred Dekin está en el Príncipe. Entregué al capitán del vapor francés la carta para el Senado de los Estados Unidos para que la enviara por Jamaica a Cuba, habiéndole recomendado mucho este servicio. Yo espero un vapor que cada quince días viene al Príncipe para irme, o la primera goleta que salga aunque me dicen que los viajes en buque de vela son molestos y muy tardíos. Como usted verá por los impresos adjuntos los haitianos están muy inquietos porque el presidente Grant

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en su mensaje habló de la anexión de la isla de Santo Domingo y aunque el representante de Haití pidió aclaraciones, lo que se le dijo fue que los mensajes del presidente nunca habían dado ocasión a polémicas con los representantes de las naciones extranjeras y que el gobierno no podía derogar este principio. Al gobierno haitiano le han intimado que sea neutral, que no se auxilie a Cabral y aun pretendieron que se hiciera salir a los dominicanos que están aquí, a lo que se negó, pero aunque ha ofrecido y da recursos abundantes guarda cierta reserva para no comprometerse. Por el sur la revolución marcha, Cabral los ha derrotado tres o cuatro veces y avanza sobre Azua; ayer se dijo que la había tomado, pero no hemos podido averiguar lo cierto de esta noticia; hoy o mañana se espera correo y se sabrá lo cierto. Sin embargo, es muy desconsolador ver que en el sur no haya más hombre que Cabral, y en el norte Luperón sin prestigio pues no tiene 100 hombres y Pimentel nada ha hecho, ni hará, y Báez tiene porción de generales buenos como Valentín, Federico García Monción, Polanco, Salcedo y otros. Esto no quiere decir que Báez se sostenga en el poder, porque la mayoría de los dominicanos no quieren la anexión y ya ven en Báez un tirano ambicioso y que los está engañando. Cuando cayó prisionero Manuel Rodríguez, Luperón atacó a Guayubín con 50 hombres y Báez y Monción con más de 400 les cayeron encima y los dispersaron completamente, tuvieron que tirarse al monte para escapar y perdieron 17 caballos; todo el equipo, 2,500 cp. de 5,000 que se le habían dado y hasta ahora no se ha habilitado aunque el gobierno le ha ofrecido $400 luego que tome a Guayubín. Quieren Luperón y Pimentel que Cabral les mande siquiera 100 hombres del sur, y aquel ni quiere ni puede mandarles gente.

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Es una vergüenza que el Cibao que tiene más gente que las provincias del sur no haya reunido siquiera 200 hombres; dicen que de Guayubín para allá tienen partido y que le ofrecen cooperación, pero no avanzan, ni yo veo el hombre que los pueda hacer avanzar, que les inspire confianza y que pueda encabezarse. Tal es el cuadro de las cosas, sin ninguna exageración. Como ya he dicho espero irme pronto para el Príncipe y veremos lo que se pueda hacer, mientras tanto puede venir un resultado de la anexión y esto me pondrá en camino de lo que debo hacer. Y como el vapor francés no vendrá sino el 14 suspendo esta relación para continuar hasta última hora.12 de abril de 1871. Bobadilla».

Para el 14 de abril de 1871, cuando hacía apenas dos semanas había cumplido los 86 años, don Tomás Bobadilla se encontraba en Cabo Haitiano. Se sentía bien de salud y «firme en la idea de realizar cuanto se ha propuesto». Sus intenciones eran permanecer en aquel sitio portuario apenas una semana, pues quería ir cuanto antes al Príncipe a entrevistarse con el presidente Saget; y además, aquello no le gustaba, pues tal como él lo expresa a don Carlos: «Esta fue una gran ciudad, hoy no se ven sino ruinas, escombros, montes y porquerías por las calles». Ansioso de estar en actividad y de poder hacer algo en Puerto Príncipe a favor de la causa revolucionaria, no se cansaba de avizorar desde las costas la llegada de un vapor que llevara su vieja persona de incansable proscripto a ponerse en contacto con la agitada camarilla que en la capital del vecino Estado seguía con interés e incertidumbre los dolorosos acontecimientos que tenían lugar del otro lado de la frontera. El ansiado vapor no llegaba, y el 15 de abril de 1871, escribía don Tomás Bobadilla a su yerno la siguiente carta: «Mi querido don Carlos: creo que mañana temprano me marcharé para el Príncipe en una goleta con cuyo

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capitán he ajustado ya mi pasaje, pues no hay esperanza de vapor y el tiempo se pasa; ya quiero dejar de escribirle aunque supongo que esta carta no podrá ir sino en el vapor francés que vendrá a mediado del mes que viene y quizás ya para entonces veré si puedo aprovechar la ocasión del vapor inglés que sale de Jacmel a fin de mes. Del 14 para acá y después de mis últimas noticias, solo hay de nuevo que la Capotillo y un vapor americano han venido a Montecristi; parece que la malhadada escaramuza de Luperón sobre Guayubín con 50 hombres a quienes atacaron más de 400 y fue derrotado con pérdida de 3 hombres, 15 caballos y según dicen más de 2,000 fuertes de 5 m. que facilitó el gobierno, habiendo caído prisionero Objío que ni aun descargó su carabina, este suceso digo que parece que ha llamado la atención de Báez quien ostenta su autoridad con un vapor americano, lo que demuestra la protección de Grant y ni por eso se mueven los cibaeños ni se le unen a Luperón lo que prueba que él y su adjunto no tienen prestigio o esperan que se confirme la anexión, lo que creará mayor dificultad, y por el sur Cabral se mantiene en Yaque, y así van las cosas, sin embargo dice la Bandera Dominicana que el 27 de Febrero, Caminero en San José de Los Llanos, enarboló la bandera americana, hubo un alzamiento y los alzados estaban por los montes y que se suponían estuvieran con ellos que se huyeron de La Fuerza. De la comisión se dice que su informe fue favorable y que solo uno salvó su voto y dijo la verdad. La Capotillo en Montecristi a una goleta inglesa de Islas Turcas le pilló provisión de mercancias y el capitán levantó protesta y [el] gobernador ha escrito a Jamaica. Esto producirá a Báez un reclamo y se dice que el comandante del vapor desaprobó el proceder de la Capotillo.

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Aquí oigo hablar de protesta por la integridad del territorio como hizo Geffrard y he visto carta del ministro que dice que ya se había escrito al plenipotenciario de Washington en este sentido. Quizás en el Príncipe aclararé las dudas que esto me produce y de allí escribiré a usted sobre todo lo que nos interesa con amplios detalles».

Tercera parte Viejo ya de ochenta y seis años y casi desamparado en una patria que no es la suya, don Tomás Bobadilla, aún con los ojos fijos hacia el porvenir, aconseja a su yerno «paciencia y prudencia» ante la miseria. Su admirable vitalidad, forjada a rudos golpes en el crisol de las más fuertes luchas, todavía se mantiene palpitantemente asida al dorado esquife de la esperanza. Desaparecido el peligro de la anexión a los Estados Unidos, el gobierno de Nissage Saget, perturbado por un fuerte movimiento revolucionario, era tal vez más parco en prestarles su ayuda a los oposicionistas dominicanos. Ante las continuas rencillas de los jefes que en nuestro territorio combatían el fatídico régimen de los Seis Años, el gobierno de Báez se afianzaba y los hombres que desde tierras extranjeras se esforzaban por derribar la férrea tiranía que ensangrentaba el suelo patrio, veían esfumarse sus esperanzas y en dolorosa agonía apuraban los amargos sorbos de la más completa miseria. Y frente a circunstancias tan adversas, don Tomás Bobadilla escribía desde Puerto Príncipe a don Carlos Nouel el día 23 de septiembre de 1871, la carta siguiente: «Mi estimado don Carlos: Hacía como tres meses que no veía letra suya, aunque yo en muy buena salud escribía todos los meses, vía Jacmel, en sobre a Galván, mas en este mes han llegado a mis manos sus muy gratas del 12 de agosto y 3 del corriente. Los folletos no vinieron pero

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vi uno rotulado para otro y saldrá en El Monitor traducido al francés*. Veo con gusto lo que usted me dice de la familia, y en cuanto al matrimonio de Altagracia con ninguno mejor que con su tío debe hacerlo, pues aunque no tienen fortuna pueda Dios dársela y uno y otro tienen virtudes y medios de adquirirla. Es a mi entera aprobación, y si se hace, manos a la obra, por aquello de que casamiento y pastel, etc.… En carta de Margios, de Gonaïves, me dicen que ustedes le escribieron solicitando un acomodo para venir a aquel punto. No piensen en esto, ya se lo dijo a usted. Esto está miserable, en amenaza continua, no hay porvenir, y sería la mayor locura venir aquí con familia. Manténganse ahí como puedan que malo por malo me parece que eso es lo menos malo. Yo vivo a expensas mezquinas de la revolución. Tomás no hace nada, porque solo en tiempo de la cosecha es que hace algo. Vea su carta adjunta. La revolución va mal. Meriño viene, yo hice un manifiesto y empecé el programa, que no entendieron, y una junta de generales y oficiales nombraron un gobierno provisorio: presidente Cabral y ministros, Travieso, Andrés Ogando, Román y Arceno que nada han hecho ni harán. Travieso está aquí, y Cestero y Román más acá de Cachimán, porque el 9 volvieron a atacar los de Báez. Se derrotó Las Matas y ellos huyeron. Meriño está en Calesbas y usted no ignora que los clérigos no son para gobiernos de revolución, es muy partidario de Luperón y nadie lo hace variar. Báez está en Azua, parece que su objeto es tomar el Cachimán e introducir aquí la gente que tiene de Salnave y revivir la guerra civil, pues aquí hay mucho partido por aquel. Adón el 9 abatió las tropas de Báez en Comendador, las rechazó con solo 9

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Bobadilla se refiere al periódico Le Moniteur Haïtien. (N. E.).

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unos 40 hombres, le hirió 10, le mató otros tantos, entre ellos el general Fomarina y a su ida quemaron varios bojíos(sic) y talaron labranzas, pillaron, etc., pero los nuestros no tuvieron más pérdida que la de Ezequiel Díaz que fue cogido y fusilado inmediatamente. Cabral dijo no sé qué de Adón, este se retiró y todo aquello está desorganizado. Luperón en el Cabo con dolores de reumatismo, la gente dispersa. En Neiba se proyectaba un pronunciamiento por Báez, se descubrió y hay más de 14 presos. Dicen que Pimentel dirigirá esta gente de San Juan o sus contornos, vuelvan a atacar, con mayor fuerza y veremos el resultado. Yo deseo irme a Jandagra (sic) para de allí ir a Jacmel porque aquí no hago nada aunque el presidente y las notabilidades me tienen por gran cosa. Vivo con P. Valverde que les da memorias. Asco abundante, lo demás es caro. Travieso escribe a usted sobre lo de su comadre, yo no doy voto porque le dejo a su libre arbitrio. Nada se dice del Cibao, todo tranquilo y solo se habla del incendio de Puerto Plata. Nada me dice [...] muchas cosas de mi parte, y a mi[s] inolvidable[s] Virginia y Margarita un beso, a Antonia y a los demás mis cariños y usted disponga del fino afecto de S. S. en igual que los novios por quienes pido a Dios que baje del cielo sus bendiciones para que sean prósperos y felices. Affmo. Bobadilla».10

Renovación, XXXVI:189,190 y 191 (La Vega, 15 y 30 de agosto y 15 de septiembre de 1971)

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Carta del 23 de septiembre de 1871 a don Carlos Nouel, en Mayagüez. Dirigida desde Puerto Príncipe, Haití. En la valiosa colección de cartas del gran político que poseemos en nuestro archivo, esta es la última que escribiera don Tomás Bobadilla y Briones.

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General Manuel Mejía, general Bartolo Mejía* 1

A don Sócrates Nolasco, deferentemente

El docto historiador don José Gabriel García es quien ha dicho que el general Bartolo Mejía era quien ocupaba la Comandancia de la Plaza de La Vega cuando, apenas nacida la República, los pueblos del Cibao se pronunciaron a favor de Santana y en contra de la candidatura que para la presidencia de la República lanzara el perínclito Ramón Mella, tomando como estandarte de lucha el nombre glorioso del maestro Juan Pablo Duarte. El general Bartolo Mejía en el curso de su gloriosa carrera de las armas jamás ejerció ningún cargo militar ni político en esta ciudad de Concepción de La Vega. En la historia que sobre esta ciudad del Camú hemos ya publicado, queda ampliamente demostrado que quien ocupó el cargo de comandante de la Plaza de La Vega después de afianzada la Independencia de la República en la batalla memorable del 30 de Marzo, fue el ilustre patriota vegano, para aquel entonces teniente coronel, Manuel Mejía. Fue él quien pronunció a La Vega a favor de Santana, hecho de que da constancia la resolución de la Junta Central Gubernativa por medio de la cual se declaraba traidores a la Patria a los generales Juan Pablo Duarte, Ramón Mella y Francisco del Rosario Sánchez.

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Documento facilitado por cortesía de Salvador Alfau. (N. C.). – 233 –

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Entre los hijos de La Vega que han servido de manera fiel y constante a la Patria, el general de división Manuel Mejía ocupa un puesto preeminente. Alférez de Morenos para el 1811, en 1836 era capitán ayudante mayor de la Guardia Nacional. En el 30 de Marzo comandó las fuerzas de La Vega conjuntamente con el jamero heroico general Marcos Trinidad y López y el bravo coronel Toribio Ramírez. Teniente coronel y comandante de esta Plaza, para el mes de octubre del 1844, en la histórica batalla de Sabana Larga reforzó con las fuerzas de La Vega las tropas en retirada al mando del general Manuel Jiménez. Siempre en servicio activo, para el año 1852 ostentaba Manuel Mejía el grado de general de brigada y cuando en la épica prima noche del 26 de agosto de 1863 La Vega abrazó la santa causa de la Restauración de la República, el general Manuel Mejía fue uno de los jefes principales de ese golpe en el cual inmoló su vida espartana el nunca bien recordado Basilio Gil. Este soldado benemérito de la República se retiró del servicio activo para el año 1873 con el alto grado de general de división. Y años más tarde, ciego, pobre y olvidado murió en el santuario del Santo Cerro al lado de su esposa, también privada del sentido de la vista, Siña María. El general Bartolo Mejía, oriundo de Santiago, tuvo como principal escenario de sus patrióticas actividades al poblado de San José de las Matas, del cual fue comandante de Armas por muchos años. Por un feliz hallazgo conservamos en nuestro archivo unas memorias manuscritas de Esteban de los Ángeles Aybar y Aybar, hijo del general Bartolo Mejía y quien lo acompañó en el cargo de sargento, en sus luchas a favor de la Independencia. De ellas son los datos que sobre el general Bartolo Mejía presentamos en este artículo. Capitán de Gendarmería, por nombramiento que le extendiera el gobernador haitiano de Santiago general Morisset, en 1840, Bartolo Mejía fue a ocupar el cargo de comandante de Armas de San José de las Matas por muerte del coronel Joaquín Tavares. Realizado el golpe de Febrero, la actitud de Bartolo Mejía en aquellos momentos decisivos para la suerte de la Patria está claramente

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explicada en estos párrafos que de los manuscritos de su hijo Esteban de los Ángeles Aybar y Aybar nos vamos a permitir transcribir: «Como mi padre era el comandante de Armas del pueblo de San José de las Matas, por el gobierno haitiano, había sido mandado por oficio a llamar para recibir órdenes en contra de la revolución, y como mi padre era natural de Santiago se cercioró con los de allá y le declararon, y mi mencionado padre me mandó enseguida a ensillarle su caballo, y yo el mío lo arreglé. Porque yo era el plantón y el hijo de todas sus marchas, y en la misma noche nos pusimos en las veras de dicho pueblo de San José de las Matas. Al otro día mi padre hizo el esfuerzo de cumplir a favor del Estado haitiano, para no dar a conocer, al comité popular, la cosa como estaba. Mi padre, Bartolomé Mejía Aybar, que así se llamaba, hizo nombrar a todos los hombres sin excepción, desde la edad de 13 años hasta 60, al servicio, donde reunió 250 hombres y los puso bajo las armas al pie del batallón haitiano; el día 5 de marzo se apareció una comisión de Santiago, compuesta de 7 miembros. El padre Anselmo, el padre Domingo Solano, don Luis Escobar, Benigno F. de Rojas, Domingo Pichardo y otros de la ciudad de Santiago, a los que mi padre les dio colocación y asistencia, como amigos y paisanos y hombres notables. Ese mismo momento pasaron a la comisión popular, como a las tres de la tarde, y a las 12 de la noche fueron constituidos a tumbar el pabellón haitiano. Al llegar todos a la plaza a pronunciar la voz a favor de la República Dominicana, la tropa se negó, pero mi padre los convenció y se elevó el pabellón dominicano, los soldados abandonaron el cruzado pabellón y se fueron».

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Bartolo Mejía no estuvo en el 30 de Marzo. Había recibido un oficio del general Salcedo para que levantara fuerzas y cuando Ramón Mella llegó, en busca de refuerzos, a San José de las Matas, ya Bartolo Mejía las tenía, aunque escasas de armas y pertrechos, organizadas. Entonces fue cuando Bartolo Mejía y el arrojado tabereño comandante Francisco Caba, pusieron su emboscada entre Guayubín y Talanquera a las desbandadas fuerzas del general Pierrot. Para la batalla de Beller el general Bartolo Mejía organizó quinientos hombres en San José de las Matas y los puso al mando inmediato del coronel Francisco Caba y de Ramón Azcona. Y al derrocar Santana al presidente Jiménez, para el año de 1849, hizo este eterno usurpador del poder un viaje al Cibao, y destituyó de su cargo de comandante de Armas de San José de las Matas al general Bartolo Mejía, por considerarlo no adicto a su persona. El general Antonio Batista fue puesto en su lugar. A partir del 1849 el general Bartolo Mejía fijó su residencia en la ciudad de Santiago, pero cuando sonó para la nacionalidad engañosamente esclavizada la hora suprema de la Restauración, el general Bartolo Mejía obtuvo la capitulación de San José de las Matas en nombre de la República una vez más libertada. La Nación, I:351 (Ciudad Trujillo, 5 de febrero de 1941)

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El Protector, general José María Cabral, y el año 1867. Antecedentes de la entrega de Salnave I El Monitor, periódico oficial, había refutado el manifiesto que desde la isla holandesa de Curazao lanzó José María Cabral, el 28 de abril de 1866, en contra del presidente Báez. Las fronteras del sur levantaron el pendón revolucionario, el general Cabral, pasando por Haití fue a ponerse al frente de la rebelión y en las tierras del Cibao, después que el general Pimentel, ministro de lo Interior y Policía del gobierno de Báez, desertó de las filas del gobierno, la revolución estalló capitaneada por Gregorio Luperón. El presidente Báez, desconocido en el norte y en el sur, capituló el 29 de mayo de 1866. Surgió como consecuencia de las combinaciones políticas, el gobierno del Triunvirato. Pero esta era una de las épocas más tormentosas que ha vivido la República. El Triunvirato, aunque constituido por tres brillantes espadas restauradoras, no pudo mantenerse ante los continuos y furibundos disturbios políticos que mantenían en dolorosa zozobra a la regiones cibaeñas y se vio forzado a rescindir el mando en manos del general Cabral. El héroe de Santomé y La Canela se juramentó como presidente constitucional, en la iglesia de Las Mercedes, el 29 de septiembre de 1866. Apenas la comitiva oficial abandonaba las centenarias naves del cristiano templo patronal, los rojos, impenitentes e – 237 –

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incansables revolucionarios, se levantaron en contra del presidente Cabral, como ya lo habían hecho en 1865 en contra de su gobierno del protectorado, cuando el cabecilla Antonio Guzmán inició, en campos de San Pedro de Macorís, la revuelta baecista. En este año de 1865 Buenaventura Báez comenzó a realizar sus maquinaciones en Madrid, y para que se cumpliera el sino, ahogado en suspicacias, de la coincidencia, un guerrillero españolizado inició el movimiento revolucionario, que después de diversas peripecias, culminó con la provisionalidad de Pedro Guillermo, el 8 de noviembre de 1865. Los soldados de la Restauración, criticando la falta de patriotismo del cabecilla oriental, así lo cantaban en los campamentos: «Antonio Guzmán no me gusta a mí primero cacharro y después mambí».

En su cuna fue ahogada esta nueva insurrección baecista, y el Protector, acompañado de escogida comitiva, se dirigió en visita oficial al Cibao con el plausible fin, como lo escribió El Patriota, de «vigorizar con su apoyo eficaz los propósitos benéficos de los hombres de orden». Corría el mes de noviembre de 1866. Sylvain Salnave y Buenaventura Báez se habían aliado para combatir el gobierno del Protector José María Cabral. Estamos frente los antecedentes que justifican la entrega, por el héroe de La Canela y aguerrido caudillo de nuestras guerras de Independencia, del derrocado presidente haitiano, hombre, que al decir de Firmin, no era más que «un soldado de una bravura legendaria». Dejemos que documentos auténticos, extractados del Archivo General de la Nación, nos brinden el testimonio irrecusable que justifica, ante la crítica histórica, la actitud del denodado opositor del sangriento régimen de los Seis Años. Pedro Alejandrino Pina, trinitario fundador y secretario particular del presidente Cabral, desde Azua, dirigió una carta a los secretarios de Estado, encargados del Poder Ejecutivo, con fecha

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1º de mayo de 1867, en la cual les avisaba la salida del Protector para las regiones fronterizas de Neiba. En ella, además de dar cuenta de la mala situación política de Haití y de los fracasos guerreros de Salnave en las comarcas de Gonaïves, decía que «habían formado un arco en San Marcos para recibir a Salnave y que Victorin Chevalier (el P. Guillermo de allá) hizo la buena acción de destruirlo». Ya el general Victorin Chevalier se había levantado en San Marcos en contra el presidente Geffrard, el aliado de Cabral, para precipitar la capitulación del Protector de nuestros soldados de la Restauración, el 13 de marzo de 1867. El mismo Pina, el 6 de mayo, se refería a las maquinaciones de los baecistas en territorio haitiano y al entusiasmo que reinaba en las fronteras del sur a favor del Protector, al extremo de que «si desgraciadamente tuviéramos que pelear con los haitianos, no se necesitaría por este lado de aquí ni de un hombre de las otras provincias». Desde San Juan de la Maguana el presidente Cabral declaraba, el 8 de mayo de 1867, que «estoy resuelto a no tolerar la más pequeña hostilidad que nos venga de los lados de Haití», mientras que su secretario Pina, en comunicación dirigida a los secretarios de Estado el 12 de mayo, decía lo siguiente: «La toma de nuestros límites me parece una cosa fácil en el estado en que se halla Haití. Nuestra gente lo desea, y el partido que allí sufre terriblemente vería esta operación con gusto, y contribuiría con nosotros con bastante decisión: pero el presidente de la República no se ha resuelto a dar este paso todavía porque para ello esperaría siempre el voto del gobierno. Pero puede suceder que esos pueblos fronterizos pongan la bandera dominicana, sin que el ciudadano presidente haya tomado parte en ello, y en ese caso, ¿qué hacer? Está claro: se revolucionaba de ambas partes. Cabral salió para Las Matas el 12 de mayo; el general haitiano Dubuisson, jefe de Las Cahobas se presentó en el campamento del Protector un día antes y el general

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haitiano que mandaba en Juana Méndez declaró que “el jefe de Juana Méndez puesto por Salnave es un general dominicano que tiene una mancha en la cara. Estos hombres creen hacedera la toma de nuestros límites”».

El 13 de mayo llegó el presidente Cabral a Las Matas de Farfán, y desde allí decía: «Hincha, Las Caobas y todos esos pueblos quieren pronunciarse por la República Dominicana, el Príncipe está dividido en partidos, y debo estar prevenido». El 16 de mayo, el presidente Cabral llegó a Rancho Mateo, con su estado mayor y cien hombres, y allí se entrevistó con el comandante haitiano de Las Caobas, para advertirle (son palabras textuales) «que la República lo que desea es vivir en paz con los haitianos». Esta carta del Protector, dirigida a los secretarios de Estado, concluye de este modo: «Mañana saldré para Bánica. La circunstancia de haber sido tomado el fuerte Biassou por las fuerzas del general Baillot contra Salnave hace mi presencia allí necesaria. Por momento creo que habrá un movimiento contra Salnave en Mirebalais y Las Cahobas, circunstancia que quizás me hace dejar en La Matas a mi jefe de estado mayor».

Que el lector nos perdone, pero estamos presentando documentos auténticos y hasta hoy inéditos. Pedro Alejandrino Pina se quedó en Las Cahobas. El 16 de mayo el presidente Cabral comunicaba al general Tomás Bobadilla que «casi todos los puntos fronterizos haitianos se habían pronunciado contra Salnave». Las tropas dominicanas estaban acampadas al pie del puerto frente a una guarnición haitiana y en su entrevista de Rancho Mateo, el general Cabral había manifestado a un comisionado de Salnave «su desagrado por la acogida que se le había dado por el gobierno actual a una comisión de Báez».

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El 20 de mayo, siempre estamos en el 1867, estaba el Protector en Las Matas, y desde allí avisó a los secretarios de Estado, encargados del Poder Ejecutivo, que Edmond Andrieux, general haitiano refugiado en Las Matas por haber realizado un levantamiento en contra de Salnave, salía para Bánica «para ponerse al frente de las fuerzas que se levantará contra Salnave por aquella línea». Haciendo caso omiso de los más elementales principios del derecho internacional, dos bandos políticos se disputaban los dos gobiernos de la isla, el cabralista-geffrardista en contra del salnavista-baecista. En esta época la frontera era un mito y la ciega obstinación de las pasiones políticas, en escandaloso desbordamiento de intriga y de sangre, habían puesto de nuevo en vigencia el ilógico sueño de Toussaint de «una isla única e indivisible». Ambos bandos vivían en una cierta labor de espionaje. Desde Las Matas, el 24 de mayo, el presidente Cabral escribió a los secretarios de Estado lo siguiente: «Acaba de llegar de Puerto Príncipe Miguel Pineda, quien fue enviado por mí para que me diera informes. Habló con Salnave y este creyéndolo baecista le manifestó: que yo no duraría en el poder más de treinta días, y que mi venida a la línea era temiéndole al resto de la República. Por hoy esperan a Báez en el Guarico, y para este punto han salido Lovera, los Báez, los expulsos y varios españoles que se hallaban en Puerto Príncipe con el objeto de hostilizar por el norte. Todo esto ha sido dicho por el mismo Salnave a Pineda».

El ministro de Relaciones Exteriores del gobierno del Protector le envió una enérgica nota al presidente Salnave protestando de las actividades revolucionarias de los baecistas en territorio haitiano. Desde Puerto Príncipe el coronel Florentin se dirigió a Las Matas para llevar al presidente Cabral la contestación que a dicha nota daba el gobierno haitiano. Muchos votos de amistad y buen entendimiento le hizo Salnave al general Cabral pero el

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héroe de Santomé, quien en las mismas regiones fronterizas del sur se estaba dando cuenta de las agresivas manifestaciones que en contra de su gobierno realizaban los rojos bajo el amparo de los salnavistas, no les prestó mucha fe a las promesas del presidente haitiano. Por ello escribió a los secretarios de Estado, el 27 de mayo, lo que sigue: «El coronel Florentin confirma la noticia de que los Báez, los expulsos y los españoles que estaban en Puerto Príncipe se embarcaron todos para el Guarico; también me dice que habló con Salnave, y que este le manifestó que no tenía en Santo Domingo sino tres enemigos que son Cabral, Luperón y Pimentel, y todo esto me hace estar en guardia y dispuesto a tomar la ofensiva por estos lados tan luego se nos hostilice por el noroeste».

El espacio en estas columnas es limitado. En otra oportunidad proseguiremos glosando tan interesantes documentos de nuestra historia patria.

II Cuando el Protector, como consecuencia del pronunciamiento en contra del presidente Pimentel de 4 de agosto de 1865, se hizo cargo de la primera magistratura, las generaciones jóvenes de aquel inquieto año del 65 depositaron en su persona de soldado glorioso en ambas guerras libertadoras, sus esperanzas, inaplazables y necesarias en aquella época trastornada, de organizar una situación nueva «en hombres y en propósitos». Sus contemporáneos, apasionadamente conturbados en medio de un maremágnum político, le habían hecho injustas acusaciones. Y cuando el arrojado adalid de La Canela, en medio del estado de ruina en que había dejado al país la Revolución Restauradora, se negaba a emitir papel moneda y decretó una

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«deuda nacional consolidada»; y, además, cuando realizó una visita oficial al Cibao acompañado de escogida comitiva para, ante la devastación de las tierras y el descontrol enervado de los espíritus, «organizar y defender el derecho de propiedad», hasta La Regeneración y El Patriota, periódicos que proclamaban la candidatura de Báez y combatían con implacable ensañamiento la persona y el gobierno del Protector, recibieron estas justas e inspiradas medidas con interés y respeto. Pero al Protector le faltó, frente a circunstancias tan difíciles, decisión y energía, y envuelto en el cotidiano conflicto que provocaba la ambición política representada esta vez por las viejas tendencias en pugna tenaz y agresiva con los anhelos patrióticos de los nuevas generaciones, disminuyó su prestigio y perdió el apoyo –antes rodeado del más franco optimismo– de la juventud. Con el ánimo vacilante, el Protector depuso el mando ante la Asamblea Constituyente; pero los constituyentes no le aceptaron la renuncia al general Cabral y tratando de conjurar situación tan intrincada resolvieron designar una junta ejecutiva para que ayudara al Protector en su difícil obra de gobierno. El soldado tan decidido en el campo de batalla vacilaba, anonadado e irresoluto, ante las continuas maquinaciones que sobre el Capitolio lanzaban los baecistas. La revolución surgió en tierras del este y después de consumados varios acontecimientos, ante los cuales el cuartelazo definió el triunfo de los rojos, Pedro Guillermo, cabecilla victorioso, le impuso a la Asamblea Nacional la proclamación de Buenaventura Báez como presidente de la República. En la goleta holandesa Anita fue el general Cabral a Curazao, acompañado de Cesáreo Guillermo, de Eugenio Contreras, de Ignacio María González, del presbítero Calixto María Pina y de otros, a participarle al futuro sostenedor de la larga noche de los Seis Años, su elección para la presidencia. Báez «proclamó el más completo olvido del pasado»; Meriño pronunció su célebre discurso y el Protector derrocado ocupó el Ministerio de la Guerra del nuevo gobierno de su enconado adversario de la víspera.

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Los azules comenzaron a sufrir persecuciones. Cabral no pudo protegerlos y la dimisión y el destierro fueron su único camino. Está dicho por el historiador García: este ejercicio del poder por el general Cabral, con tantas alternativas de irresolución y de renuncias, le venía haciendo mucho daño «a su reputación de soldado leal y de patriota inmaculado». Nosotros hacemos referencia a ellas para que el lector comprenda más a fondo la actitud del presidente Cabral durante el año 1867, año crucial en nuestra historia, en el cual se afianzó la «evolución malhadada» iniciada en el año anterior, la cual, al juicioso decir de García, a semejanza del golpe de Estado santanista del 12 de julio de 1844, malogró profundamente el futuro desenvolvimiento de la República. Desde San Juan, en junio de 1867, el ministro Juan Ramón Fiallo hacía referencia a la miseria que había en las regiones del sur. Los artículos de primera necesidad venían de Haití y eran pagados en moneda haitiana. «Por la cuestión papeleta» el presidente Cabral se vio obligado a licenciar 800 hombres que estaban de guarnición en San Juan. Había hambre y desnudez y la deserción mermaba las filas del Protector en campaña frente al peligro haitiano. Robert Noël levantó los cacos de Valliére y de Mont-Organisé en contra de Salnave y el 10 de junio, Cabral, desde Las Matas, les decía a los secretarios de Estado lo siguiente: «Ayer llegué de Neiba y mañana salgo para Bánica. La revolución contra Salnave va tomando mayores proporciones. Como les tengo dicho haré cuanto pueda contra ese jefe enemigo nuestro, pero de un modo secreto mientras no nos haga la menor hostilidad».

Está claro: eran enemigos políticos y dos jefes de Estado rivales y en lucha por derrocarse uno al otro; por lo tanto, esa versión tan socorrida de llamar al general Cabral «el victimario de Salnave», debe mandarse al cajón de las inexactitudes injustas. Cabral pudo haber

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fusilado a Salnave él mismo en el sitio en donde lo hizo prisionero. Prefirió entregarlo. Un rasgo de nobleza. El yerno de Geffrard, el capitán Dupuy, desde Kingston, le dirigió una carta a Cabral el 8 de junio de 1867, y entre otras cosas, le decía: «Salnave a en fin reussi et est au pouvoir. J’ai appris par une personne de confiance que Delorme le coadjuter de Salnave, le premier ministre de Salnave se propose de protéger les frères Báez». A su vez el general Luperón, en Puerto Plata, le escribía al general José C. Reinoso, en Santiago, y después de decirle que los baecistas estaban halagados en Haití y recibiendo los sueldos correspondientes a sus grados, agregaba: «Ayer he recibido cartas de San Thomas dirigidas del cónsul dominicano, en ellas me pinta las buenas armonías que desea Haití tener con el gobierno dominicano, pero, créame, amigo mío, que por más esfuerzos que haga la diplomacia en dorarme a Salnave y su gobierno, siempre restoza en mí un no sé qué de dudas, que son muy disfil de desencatillarlas de mi baga imaginación por muchas razones propias de las circunstancias».1

Cabo Haitiano, en las regiones del norte, se convirtió en el centro revolucionario de los rojos, los cuales para fines del mes de julio, desembarcaran una expedición en las playas de Montecristi. Fueron rechazados por las fuerzas del gobierno, y como lo comunicó al presidente Cabral el general Eugenio Valerio, en su carta del 3 de agosto de 1867: «Al amanecer del siguiente día me hallaba con las gentes a vista de Montecristi, y sin presentarles ataque, abandonaron el pueblo dejando algunos fusiles y carabinas y una piesesita (sic) de bronce en el muelle hasta donde llegué en compañía del general Juan A. Polanco». El gobierno del presidente

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Hemos conservado la propia ortografía del vibrante autor de las Notas autobiográficas.

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Salnave había apoyado esta expedición y le facilitó dinero, hombres y pertrechos y sin embargo mientras ella pisaba las playas noroestanas, para tener como desgraciado epílogo el fusilamiento del denodado joven Barrientos, llegaba a la ciudad de Santo Domingo una comisión del gobierno haitiano «con poderes para sentar los preliminares de un tratado de amistad y comercio». El Protector le había avisado al general Luperón la llegada de los comisionados haitianos, y el heroico soldado de Arroyo Bermejo, correspondiendo siempre a su patriotismo recto y entero, en carta del 31 de julio, le decía: «De mi parte quedo plenamente satisfecho con la conducta que V. se propone seguir con el general Salnave y su gobierno, pues tengo la conciencia que este personaje y el gobierno que preside siempre serán hostiles a nuestro gobierno, que felizmente representa los verdaderos intereses nacionales».

No hubo ningún acuerdo, sí la agresiva hostilidad de los salnavistas y baecistas en las fronteras del sur, como lo dejaron comprobado los disturbios de Hincha y Las Cahobas y la insolente persistencia de las guerrillas haitianas de querer romper la guardia estacionada en Rancho Mateo. Pina, en su carta dirigida desde Las Matas el 16 de agosto, dio constancia de esto último, en estos términos: «Al llegar de Bánica los generales Sisco y Ogando tuvieron noticias de que el general haitiano Jean Simon dijo que al batir la revolución de Cahobas marcharía a romper la guardia de Rancho Mateo. Entonces Sisco, Ogando y dominicanos y haitianos que estaban en Rancho Mateo fueron a batir a Jean Simon».

La revolución había estallado en Haití en contra de Salnave. Los baecistas que fueron derrotados en Montecristi, fueron

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hechos prisioneros en Cabo Haitiano por los revolucionarios haitianos, y en las tierras del sur, las cuales vigilaba personalmente el presidente Cabral, la frontera se volvió un mito y los revolucionarios antisalnavistas, dominicanos y haitianos, convirtieron aquellas apartadas regiones en un campo de Agramante al desconocer los más elementales principios de autoridad y de gobierno. El Protector no apoyaba este estado de anormalidad peligroso, y hasta bochornoso, para la existencia de nuestra soberanía. Trataba de conjurarlo y al querer buscar sus causas, expresaba a los secretarios de Estado, desde Las Matas y en carta del 19 de agosto que: «Lo que puedo asegurarles es que aquí como en el Cibao y en Neiba, la expedición de Montecristi contra nuestro gobierno causó indignación general en términos que ha costado trabajo impedir que un gran número de dominicanos tomaran parte en la revolución contra el gobierno haitiano».

Estaba en pie la anarquía.

III El señor ministro de la Guerra anunció al general Parmentier, gobernador de Samaná, en su oficio de fecha 7 de agosto de 1867, que el presidente Cabral había salido para el sur con el decidido propósito de evitar que los disturbios revolucionarios de Haití vinieran a turbar la paz en nuestro territorio. El Protector llegó a Baní el día 9; el 19 anunciaba su salida para San Juan y desde Las Matas de Farfán, el 20 de agosto, dirigió la siguiente carta al presidente Salnave:

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He tenido la honra de recibir la comunicación que Ud. se ha servido dirigirme con fecha 17 de los corrientes, y he puesto a su contenido toda la atención que se merece. La he recibido acabando de llegar a esta común, adonde he venido precisamente con el objeto de tomar medidas que mantengan la paz entre las dos Repúblicas. Pongo en conocimiento de Ud. que los criminales que salieron del Cabo para apoderarse de Montecristi, y que perdidos volvieron al Cabo, tienen por agente en gran Gosier a un tal Tomas Christy, quien por medio de comunicaciones que le han sido entregadas al gobierno, excita a la revuelta a los habitantes de Neiba, Barahona y Petit-Trou. Valentín Santos y Marcoté y otros desde Cahobas pretenden lo mismo por estos pueblos. Constante en el propósito de conservar la paz, mi gobierno cumplirá el convenio celebrado con el de Haití».

Ya dijimos que no existió tal convenio, pues los hechos demostraron que este no fue más que letra muerta. Mucho más aún, si le prestamos entero crédito al general Luperón: «La comisión haitiana o mañesa que fue a Santo Domingo llevó las instrucciones de hacer fugar de la cárcel a los señores Monción, Salcedo y Carlos Báez». Así lo escribió desde Puerto Plata al general José del Carmen Reynoso. La revolución se levantó en Haití contra Salnave. El general Domingo Vivi trajo la noticia al campamento de San Juan de que las tropas de Cahobas se pronunciaron y se fueron al Cabo, ciudad que ya estaba pronunciada en contra del presidente haitiano. Los insurrectos se habían apoderado del fuerte Biasso, pero contraatacados por las fuerzas del gobierno, desconocieron a sus jefes y se dirigieron al general Ogando para ponerse bajo la protección del presidente Cabral, hecho que dio lugar a que las autoridades haitianas pidieran a las dominicanas la desocupa-

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ción de Rancho Mateo, «pretextando cosas que no existen», tal como lo manifestó el Protector. Pero también la revolución levantó su estandarte de sangre y de anarquía en nuestro territorio. El jefe superior político general Reynoso, al ser desconocido por sus fuerzas en Guayubín, pidió cien hombres de refuerzo, se dirigió a la Línea, pero aún el 29 de septiembre, internado en los guasabarales de Hato del Medio, «no había encontrado enemigos». Las tierras del Cibao también sintieron el influjo de la revuelta. Era complicada la situación del general Reynoso. En La Vega, el gobernador Abreu, en desacuerdo con el padre Moya, político influyente, estaba dispuesto a dimitir. El ministro de la Guerra recomendó para sustituirle a Manuel Objío, «que está peleando con el presbítero». Propaganda y combinaciones: pero como le decía el general Reynoso al ministro Apolinar de Castro: «Hace cuatro días que creí que en La Vega había una terrible explosión, y aunque no la temía, no la deseaba, mas parece que como se forman de chismes, con eso se desbaratan». Hombre astuto y ocurrente parecía ser el general Reynoso. Se quejaba de lo enredado de la situación, sobre todo por las diversas propagandas, y decía, haciendo galas de un sano humorismo criollo: «En este caso, para no exasperarme, me salgo al Yaque, refresco mi cabeza; y con una poca de calma respondo a la noticia: que salgan los baecistas al teatro». Estamos en el mes de septiembre de 1867. Las regiones orientales no dejaron de responder a estas intencionadas propagandas de revuelta armada. A ellas fue enviado el general Marcos E. Adón, aunque las propagandas rojas no prosperaron mucho en ellas así lo dejó demostrado el general Adón, cuando desde San José de Los Llanos le escribió al Ministerio encargado del Poder Ejecutivo, lo siguiente: «Son las seis de la mañana del día de hoy y debo manifestarle que la tranquilidad reina en toda esta línea; anoche dormí en este pueblo y no se oyó ni un chinchilín (sic)». Sin embargo, al general Adón, en esa noche que no se oyó ni un chinchilín, le robaron su brioso caballo con freno y silla. Valiente silencio nocturno.

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La revolución fue un hecho. Carlos Báez, desde el Guarico, el 10 de octubre de 1867, le escribió al general J. Barrientos anunciándole que el coronel Gabino Crespo se levantó en Montecristi y después de advertirle que era el momento más a propósito para evitar que el general Cabral vendiera Samaná en cinco millones de pesos, concluyó diciéndole: «Desengañado ya el gobierno haitiano de que Cabral le estaba traicionando, surtiendo de pertrechos a los cacoses, le había puesto a su disposición [de Valentín Báez] todos los elementos de guerra que le habían hipotecado». Las acusaciones eran recíprocas y así el general Tomás Bobadilla, en campaña en tierras del Cotuí, le dijo al ministro de lo Interior: «Yo creo, y estoy cansado de decirlo, que tanto los mañeses como los Báez se están burlando de nosotros». De regreso el Protector en Santo Domingo para el mes de octubre. Ante el empuje de la expedición baecista sobre Montecristi, Polanco, García y Pimentel se replegaron con sus fuerzas a Esperanza. Luperón salió con fuerzas por mar hacia la Línea, «para evitar las deserciones que se producen cuando van por tierra». Ya ha transcurrido la primera mitad del mes de octubre: el padre Moya y Juan Portalatín salieron de La Vega para Santiago con veinte hombres de a caballo; los siguió el general Eusebio Subí con ochenta hombres. De esto dio noticias don Casimiro de Moya a don Pablo Pujol en carta del 14 de octubre, la cual concluía así: «Ayer a las tres de la tarde salían para abajo al mando de los generales Reynoso, Pimentel y Polanco (Juan Antonio) unos 500 hombres, hoy o mañana se encontrarán con el enemigo, el triunfo es seguro». El 15 de octubre el Congreso Nacional dio al Poder Ejecutivo «extraordinarias facultades» para restablecer la tranquilidad alterada. El general Wenceslao Álvarez, después de encarnizado combate, ocupó las trincheras de Botoncillo. Pero en las regiones del norte la miseria era espantosa y las fuerzas del gobierno tenían poco dinero y escasa cantidad de pistones y de municiones. La revolución era fuerte y por ello escribió el general Álvarez a Luperón: «Esta es una cuestión interminable,

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dondequiera derrotamos, pero a poco ya se reúnen en otra parte». Del Seibo, de Azua y de la capital reunió tropas el presidente Cabral para marchar hacia el Cibao. Cotuí fue la plaza de reconcentración. Manzueta y Ogando eran los jefes de operaciones. El general Jacinto Peynado y el coronel Juan E. Aybar Vega desembarcaron con escasas fuerzas en Montecristi de la goleta de guerra Capotillo. Después de dos horas de combate tuvieron que reembarcarse ante la superioridad numérica de las fuerzas revolucionarias que comandaban el coronel Julián Zacarías, José Caminero y Memé Cáceres. La revolución iba triunfante. Memé Cáceres se posesionó como jefe de operaciones en La Vega y el 22 de octubre de 1867 Santiago se rindió a la revolución y se constituyó allí la Junta de gobierno presidida por el general José A. Hungría. Sylvain Salnave había derrocado a José María Cabral y cuando años más tarde fue despojado del poder el presidente haitiano, escribió don Tomás Bobadilla, desde Puerto Rico, a su yerno Carlos Nouel: «Por San Thomas hemos sabido la caída de Salnave y que Cabral con algunos se fue para Haití. Yo me alegro porque este será un refugio para tantos desgraciados que mendigan el pan en playas extranjeras». Comenzaba la revolución en contra del presidente Báez, encabezada por Luperón, Cabral y Pimentel, contando con el apoyo del presidente Nissage Saget. Así es la historia. La Nación, V:1,696; 1,719 y 1,725 (Ciudad Trujillo, 29 de octubre, 11 y 17 de noviembre de 1944)

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El drama y el proceso del general Manuel Rodríguez (a) el Chivo, 1867 I Para el conde Hermann de Keyserling una nación es esencialmente un alma y a su profundo modo de decir: «Una colectividad es o no una nación según que represente o no una unidad de estilo». Aunque ni la raza, ni el contorno, ni siquiera la historia como tal, constituye una nación, no cabe duda que el alma esencializada en esa unidad de estilo por él invocada, está contenida y expresada en la Historia. Una gran mayoría de nuestro pueblo no presta a los estudios históricos la atención y el interés que ellos merecen. Parece ser que nuestro pueblo, situándose en un plano de decadente artificialidad, tiene miedo de conocerse a sí mismo. Actitud lamentable sobre todo en esta nueva era de rehabilitaciones y de rectificaciones, cuando la amplia visión dominicanista del honorable presidente Trujillo, además de su pródiga protección a toda labor que tienda a dar a conocer y a interpretar nuestro pasado, ha brindado en la valiosa colección que lleva su ilustre nombre, las fuentes más exactas y completas para investigar todo el proceso histórico de nuestra nacionalidad. Muchos querrán, seguramente, que en estas columnas nuestra pluma se ocupe en el estudio de las líneas equinocciales, o de la forma de versificación del poema de Mío Cid, o de los apotegmas filosóficos de Bacon, o de otros tantos temas desarraigados de – 253 –

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nuestra propia hora y de nuestro propio ambiente. No. Proseguimos con las investigaciones en el terreno de nuestra historia patria, pues queremos hacer obra nacionalista, inspirados en la amplia visión dominicanista que impulsa en su obra portentosa el honorable presidente Trujillo.

El hombre y el soldado Según propia declaración, el general Manuel Rodríguez, apodado por sus contemporáneos con el mote de el Chivo, nació en Santiago hacia el año 1833. De raza de color era «de profesión militar y su ejercicio labrador». Después de la Restauración estaba avecindado en Moca; era analfabeto y no sabía firmar; esto no constituye una perogrullada, pues muchos de nuestros antiguos generales, sin saber leer ni escribir, sabían estampar con el mayor desenfado su firma. Bebía, jugaba, era amigo de broncas y fandangos y un eterno perseguidor de mujeres. De espíritu abusivo y de carácter violento, García lo ha llamado un guerrillero turbulento; y Luperón, a lo largo de las páginas de sus Notas autobiográficas, lo consideró como «un individuo sospechoso y de malos antecedentes», carente de civilización, quien cometió errores y fechorías indignos de un hombre público. Luperón al mismo tiempo lo defiende y lo acusa, cuando dijo: «La falta de buenos ejemplos que imitar produce la aparición de esas figuras como la del general Rodríguez, que mancillan sus nombres con hechos indignos de ellos mismos.» No olvidemos que el Chivo era un partidario apasionadamente leal de la política del autor de las Notas autobiográficas. «Monstruo, asesino, incendiario, prostituto, famoso salteador, hombre infernal, bárbaro y maldito», lo llaman en su exposición elevada al presidente Cabral, el 28 de febrero de 1867, un grupo respetable de habitantes de Moca; exposición en la cual campea un estilo indignado y violento, como lo demuestra este párrafo: «El genio del mal, no lo iguala; el parricida Nerón con sus demás crueldades, no le compite».Tal vez para rescatarlo en

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algo de tantos apóstrofes, que no sabemos hasta dónde puedan ser improperios, lo consideró Gregorio Luperón, al realizarse su fusilamiento, en la ciudad de La Vega, el 16 de mayo de 1867, como el «desgraciado general Manuel Rodríguez». Su carrera militar la realizó principalmente durante la revolución restauradora. Como soldado, era meritorio. Valiente, arrojado y escudado en un patriotismo que rayaba en un antiespañolismo recalcitrante. En el campo de batalla, alcanzó su generalato y las glorias de un libertador. He aquí sus ejecutorias. Con el grado de coronel el Chivo fue de los que pronunció a Moca, el 30 de agosto de 1863, a favor de la Restauración. Se ha dicho que comenzó su carrera militar en los campos de Sabana Larga, durante la campaña de 1856. Tomó parte activa en el célebre combate de Santiago, y en él, cuando las tropas españolas se retiraban hacia Puerto Plata, peleando al lado de Luperón, fue herido en la cuesta de Rafael. Derrotado el presidente Salcedo en San Pedro, el general Pimentel, designado para reemplazarlo junto con el general Rodríguez, fue herido y tuvo que abandonar dicho campamento. el Chivo quedó al frente del campamento, pero como ha dicho Luperón: «Si es verdad era un valiente, no tenía ni la moralidad, ni la capacidad necesarias para dirigir un campamento, pues además de ser un jugador de azar con los soldados, se iba hasta el Cotuí, a pasar días con mujeres, dejando el cantón a cargo de oficiales menos competentes que él». Era un indisciplinado. En cierta ocasión, estando el presidente Salcedo en Cevicos, se presentó el Chivo, quien venía del Cotuí sin permiso del gobierno. El presidente lo llamó; el turbulento general no quiso obedecerlo. Se ordenó a Luperón que lo arrestara, y el Chivo huyó en su caballo amenazando al presidente de que no entraría al campamento de San Pedro. Trastornador individualismo que tantos males causó a la Segunda República... Restaurada la República, el general Manuel Rodríguez tomó parte activa en las desquiciadoras contiendas políticas que se sucedieron en aquella época luctuosa. En el 1865, en Moca, desconoció el gobierno de Cabral y proclamó a Luperón «protector

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y dictador de la República». En esta ocasión proclamó su antiespañolismo y su antibaecismo. El movimiento fracasó. Más tarde, el Chivo formó parte de la junta de generales que desconoció a Báez e impuso el gobierno del Triunvirato el primero de mayo de 1866. Junto con Luperón tomó la plaza de Moca, en donde había hecho prisionero al triunviro Pimentel el general Salcedo. Suerte tuvo en esta oportunidad el ilustrado sacerdote Gabriel Moreno del Cristo, al salvarse de la carabina del Chivo, pues este, al ver que el padre Moreno sacaba de la iglesia engrillado al general Pimentel creyó que este culto sacerdote era el autor de la prisión del triunviro. Su espíritu cristiano, y sus tendencias políticas, fueron los móviles que impulsaron al padre Moreno a encerrar a Pimentel en el sagrado templo, para evitar que fuera maltratado. Gregorio Luperón ha pregonado la gran ascendencia que decía tener sobre el turbulento general Manuel Rodríguez. El Chivo fue el primer general restaurador que protestó de la elección de Pepillo Salcedo como presidente de la República de Capotillo. Luperón lo apaciguó. Así como también, cuando él lo proclamó protector y dictador, «el mismo Luperón marchó sobre Moca y sofocó el movimiento». De este modo hablan las Notas autobiográficas, en las cuales figura el general Manuel Rodríguez, en la nómina de los patriotas de la Restauración, «dignos de honrosa memoria».

El Chivo y el general Salcedo Gobernaba Cabral. El 20 de noviembre de 1866, de manera inesperada, el general Juan de Jesús Salcedo tomó militarmente la ciudad de La Vega. Reunido el Ayuntamiento, el general Salcedo le expuso que el general Manuel Rodríguez, gobernador de Moca, «le amenazaba su vida», y que por lo tanto tenía el propósito de arrestarlo y enviarlo a la capital. Se quejó el general Salcedo, ante aquella reunión en la cual también estaban presentes «algunas notabilidades de la ciudad», de que las auto-

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ridades de Santiago y de La Vega «no habían hecho caso de las denuncias que él hiciera de los atropellos y crímenes cometidos por el Chivo», y terminó por acusar a la colectividad vegana de estar iniciada en la conspiración «de separar las provincias del Cibao del gobierno» y de proteger al Chivo. La protesta no se hizo esperar ante actitud tan agresiva del general Salcedo. El padre Dionisio Valerio de Moya, y los generales Santiago Núñez, Norberto Tiburcio, Antonio Pérez y Juan Portalatín, se levantaron en armas y establecieron un cantón general en los Pasos del Camú. Desde allí dirigieron un oficio a Salcedo manifestándole «que si él quería corregir al Chivo debía dirigirse al ejército y no levantarse en armas y que les sorprendía que estando Salcedo con Cabral no estuviese a su lado cuando él lo había mandado a buscar». Lo acusaron, además, de haber hecho prisionero al general Núñez, comisionado de Cabral, de haberse apoderado de los mejores hombres y de la artillería y de que sus tropas habían vitoreado a Báez. Las negociaciones fueron largas: el general Salcedo estaba dispuesto a salir a combatir a los disidentes; pero temiendo que durante su ausencia entregaran la población al fuego y al pillaje, hizo al Ayuntamiento responsable del orden, y dispuso, para evitar desgracias, «el desalojo de sus tropas de la población y seguir con estas a atacar el punto que crea conveniente». Pero no hubo combate; el 25 de septiembre el general Salcedo se decidió a abandonar la ciudad, no sin antes protestar de que «el gobernador Ramón Martín de Moya nunca puso remedio a los conatos de asesinato que el precitado general Manuel Rodríguez había intentado contra él», y de exigir al Ayuntamiento una certificación, «haciéndole justicia a su laudable proceder y para que pueda servirle de garante para la conservación de su honor militar». El Ayuntamiento encargó de la Gobernación al licenciado Concepción Tabera y al general Miguel C. Abreu; los jefes del cantón de los Pasos del Camú felicitaron, «por haber evitado la

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efusión de sangre», a la corporación municipal, y después de exigirle al general Salcedo que dejara en manos de dicha corporación «el revólver del general Norberto Tiburcio, un trabuco y sable de cabo del ciudadano Damián Medina y una pistola del coronel Aniceto Contreras», le expresaron sus mejores votos de amistad y el deseo de «que la paz vuelva a nuestros hogares, para darle un abrazo como hermano». El 11 de octubre de 1866, el gobernador Miguel C. Abreu anunció a la Municipalidad la próxima visita a la ciudad del Camú del presidente Cabral. Ante semejante acontecimiento, el Ayuntamiento resolvió «erigir dos arcos triunfales y preparar un gran refresco, para obsequiar el día de su recepción en esta, al benemérito presidente y a su comitiva». Comenzaba el drama del Chivo.

II Debemos advertirlo. Estos artículos de divulgación histórica toman su información en documentos auténticos e inéditos debidamente catalogados en el Archivo General de la Nación. Otra creación fundamental y necesaria del vasto plan de genuina integración del espíritu de la dominicanidad, que alienta e impulsa el honorable presidente Trujillo. Estamos enfrascados en la investigación de los hombres, planes y sucesos del año 1867. Como hemos dicho, crucial y definitivo para el futuro desenvolvimiento de la vida institucional, social y política de la República. El drama y el proceso del general Manuel Rodríguez, sobreapellidado el Chivo, nos presenta, con la crudeza del alma y de la tierra que le sirvieron de escenario, un motivo de interpretación del estado político-social, y hasta ideológico, de la colectividad nacional de aquel año puntualizador de un ciclo histórico. Con lujosa y escogida comitiva realizó el presidente Cabral su anunciada visita a las tierras del Cibao. Prometió estabilizar la economía del país, tomó medidas para garantizar la propiedad

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y el orden y trató de hacer renacer la fe y la confianza entre los hombres de la cruzada restauradora. El 19 de enero de 1867, fecha de regreso del protector a la ciudad capital, ya el general Eusebio Manzueta, quien había ido a las regiones norteñas al frente de las fuerzas que acompañaron en su recorrido al presidente Cabral, había llegado a la antigua Santo Domingo de Guzmán con el general Manuel Rodríguez en calidad de prisionero. En una celda del Homenaje fue encerrado este guerrillero turbulento, y también soldado de la Patria, quien al decir del historiador García, «era peligroso en la paz por sus desórdenes, como en la guerra por sus crueldades». No se olvide que don José Gabriel García era el ministro de Justicia cuando se levantó el proceso al Chivo. Pero las piedras centenarias del Homenaje no amedrentaron al espíritu valiente y arrojado del temido general cibaeño. El 15 de abril, a los dos meses y veinticinco días de estar prisionero, el Chivo, en compañía del teniente Florentino Echavarría, de Antonio de Aza y de Carlos Báez, se fugó de la torre del Homenaje. La fuga tuvo lugar por el lado de Monte Grande; Carlos Báez fue capturado y como lo declaró el Chivo en la ciudad de La Vega, el 16 de mayo de 1867, al gobernador Abreu asistido de su secretario Francisco Rivas, su plan de fuga fue combinado por él y sus compañeros, «y ningún empleado del establecimiento ni de fuera de él lo auxiliaron en su fuga». En esta misma declaración, dada en la Comandancia de Armas preso y engrillado después de su recaptura, el Chivo dijo que se había fugado del Homenaje «por el deseo de salvar su vida, encerrarse en el monte y estar dispuesto para cuando el gobierno le llamase». Manifestó su adhesión al presidente Cabral y que era tal su disposición para servirle, que no había que llamarlo al monte, «hubiera salido para tomar las armas en defensa del gobierno actual». Esta fuga constituía un desprestigio para el gobierno del presidente Cabral, sobre todo ante los habitantes de Moca, los cuales le habían pedido que no permitiera que ese asesino «ose poner otra vez sus plantas en estos lugares». El 16 de abril, el

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ministro de la Guerra, J. E. Aybar, lanzó a las autoridades del país una circular avisando la fuga de el Chivo y sus compañeros y en la cual daba instrucciones para que los persiguieran, «pudiendo hacer uso de la fuerza en caso de fuga o resistencia hasta matarlos, constatando la identidad de sus personas». La fuga fue por el lado de Monte Grande, y por ello, el ministro de la Guerra, al dirigirse a Esteban Adames, comandante de Armas del Cotuí, le dijo que él «no era general si no capturaba al Chivo». Y para completar sus instrucciones, en las cuales se veía el nervioso interés de la preocupación ante el ridículo, autorizó al comisionado del gobierno en Santiago para que «una vez conseguida la captura y probada la identidad de las personas serán pasados por las armas sin más requisito que levantar un proceso verbal de la dicha identidad». Todas estas comunicaciones tienen fecha 16 de abril. En el Cotuí tenía una querida el Chivo, llamada Lorenza Rodríguez, quien vivía en una casa de él. La Mejorada Villa era un poblado tranquilo y pequeño, en donde todo lo que rompiera su cotidiana normalidad del vegetar invariable, era sospechoso. Esto fue la perdición para el Chivo. El comandante de Armas, celoso por guardar el prestigio de su generalato, notó un movimiento desacostumbrado en la casa de la Rodríguez. Buscó cuatro hombres armados, allanó sorpresivamente la casa y allí encontró al Chivo debajo de la cama hallándose en la actualidad vestido de limpio». Fue el 29 de abril de 1867. En manos del comandante Adames había un prisionero que requería cuidados especiales, pues ya había burlado los vetustos paredones del Homenaje, con sus fuertes cerrojos y gruesos barrotes de hierro. La cárcel del Cotuí era un ranchón que no prestaba seguridad ninguna, y el comandante Adames llevó al prisionero a la casa de la Comandancia, la mejor del poblado. Siete hombres lo custodiaban, al frente de ellos el oficial Laureano Manzueta. El comandante se acostó a echar una siestecita, y cuando el oficial Manzueta salió de la Comandancia «para requerir un soldado del servicio», el astuto Manuel Rodríguez le pidió al centinela lo dejara salir para satisfacer una necesidad

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fisiológica, y con una osadía que pone de manifiesto la valentía de su alma, volvió a fugarse. Tras él también tomó la fuga el soldado que lo vigilaba, temiendo el castigo que de seguro le impondría el enfurecido comandante Adames. Como declaró el comandante Adames el 13 de mayo a José M. Silverio y a su secretario Fernando Adolfo Mieses, comisionados especiales del gobierno para investigar la nueva fuga del Chivo, en el Cotuí no había ni cepo, ni grillos. Se desbarató un fusil para hacer un par de grillos, pero ya era tarde; el Chivo se había fugado. Además, el atareado comandante requirió a los vecinos de la Mejorada Villa para que lo ayudaran a custodiar al preso, pero «todos se hicieron sordos y ninguno compareció». No cabe duda que algún ascendiente tenía sobre las masas populares el turbulento general Manuel Rodríguez... Anduvo por las veras del Yuna; se ocultó en la casa de Antonio Viera y después, en los cerros de Chacuey o de la Montería, se refugió en la morada de Anastasio González. Estando aquí, se presentó una ronda al mando del comandante Adames y del general Francisco Santos. El Chivo se vio perdido y se entregó voluntariamente. Manuel Rodríguez tenía en continuo sobresalto a las regiones cibaeñas. El 14 de mayo de 1867, el general de división Norberto Tiburcio le escribió desde el Cotuí al gobernador de La Vega lo siguiente: «En este momento acabo de capturar al general el Chivo y salgo yo mismo para ese punto con él, pienso si Dios me ayuda entrar con él aunque sea a la oración». Eran las ocho de la mañana. Pero los enemigos del gobierno del Protector explotaban la prisión del Chivo para llevar la revuelta a la masa del pueblo. Las autoridades se daban cuenta de ello. Sobre todo el general Tiburcio, quien le pidió urgentemente al gobernador de La Vega que le «remitiera volando» hombres de confianza, «que vengan a pecharse por el camino de Pontón, pues en el camino puede ocurrirme alguna novedad». No le pasó nada, y el Chivo fue encerrado y engrillado en la Comandancia de Armas de la ciudad del Camú.

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Las propagandas persistían. Los baecistas de La Vega realizaban su labor solapada de temible oposición al gobierno, y frente a tan complicadas circunstancias, el gobernador Miguel C. Abreu le escribió, el 19 de mayo, al comisionado Reynoso, lo que sigue: «Este pueblo se halla algo excitado por la captura del general Chivo y pide se someta inmediatamente al consejo de guerra establecido en esta cabeza de provincia, porque puede suceder muy bien, de remitirlo a Santo Domingo, salgan al camino sus partidarios a salvarle». Pudo haber sido cierto pero los rojos le precipitaron su triste fin al Chivo.

III El proceso (1867) En la villa heroica, en el rústico local que ocupaba la Comandancia de Armas, del día 8 al 15 de febrero de 1867, se celebraron las audiencias. El señor ministro de Justicia, don José Gabriel García, ya se había dirigido, para el 21 de enero, al gobernador de la provincia de La Vega, manifestándole los urgentes deseos del gobierno de que el general Manuel Rodríguez «sea sometido a juicio inmediatamente por los crímenes de que lo acusan en esa provincia». El gobernador Abreu no perdió tiempo. Designó al «coronel de los ejércitos de la República» Miguel María Morín, juez instructor del sumario que debía instruirse al general Rodríguez y al ciudadano José Contreras, como su secretario. Ambos se reunieron en Moca, en la Comandancia el 31 de enero, «con el fin de llevar a debido cumplimiento lo dispuesto por la autoridad superior»: y después de cumplir solemnemente los reglamentos de rigor, ordenaron poner carteles en los lugares públicos «invitando a aquellos que tengan que deponer contra el general Rodríguez alias el Chivo se presenten en el más breve término posible». El escarceo desveló en inquietud la villa; las autoridades y los azules pusieron en juego todos sus resortes para cooperar lo

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mejor posible en la realización de sus consignas gobiernistas; los rojos, sometidos a la peligrosa y molesta posición de los de abajo, se apostaron en guardia con la táctica taimada de explotar a su favor tan complicadas circunstancias: ha comenzado el movido proceso del Chivo, el general temido, vicioso, y arbitrario que semanas antes ejercía las altas funciones de «general jefe de las fuerzas mocanas». Las audiencias eran públicas, y la primera se celebró el 8 de febrero a las diez de la mañana. Juan Moscoso, agricultor residente en Los Manantiales, fue el primero en presentar su declaración acusadora. En compañía de su padre y demás hermanos, fue preso y engrillado por el Chivo, para obligarlos a vender sus propiedades. Al comerciante Andrés Guzmán no le pasó menos. Su establecimiento «fue desbastado (sic) y pillado totalmente», y su desesperada esposa Inés Contreras estuvo huyendo mucho tiempo por el monte, «porque el dicho general Rodríguez había dado órdenes para que la asesinaran». Ramón Navarro vivía en Los Cercadillos. Allí tenía siembras y crianza de caballos. A su casa llegó el Chivo un mal día, y sin mediar averiguaciones, lo hizo amarrar, lo condujo a la casa del pedáneo Agustín Vera, «y a poco andar suspendió la marcha el general Chivo y ordenó cavarle la sepultura para que lo ejecutasen». En situación tan apurada, el Chivo le ofreció perdonarle la vida si le daba «dos onzas de oro y un potro de su propiedad color alazano cola blanca mostrenco». Navarro tuvo que dar lo exigido, «para escapar con vida». Pero al pedáneo Vera no lo trató el Chivo de acuerdo con su rango de autoridad rural: a él le exigió la entrega inmediata de tres vacas, y al no tenerlas, fue hecho prisionero por la ronda que acompañaba a tan abusivo jefe de las fuerzas mocanas. Así consta en las declaraciones de ambos. Doloroso fue el suplicio del pobre carpintero Nepomuceno Gómez. Tal como él declaró, el Chivo mandó a buscarlo preso a su casa. No obstante estar sumamente enfermo, lo engrillaron y fue enviado para Santiago «atravesado en un buey». Suerte que el comandante Juan Curumbo tuvo pena de su triste estado, y

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logró que lo dejaran en la cárcel de Moca. Gómez, al sentirse moribundo, le ofreció al ayudante Gregorio de la Cruz diez pesos fuertes, «si le quitaba los hierros o bien sean grillos para poder morir con más descanso». La oferta fue aceptada y De la Cruz recibió por su ayuda veinte pesos en papeletas, pues el peso estaba entonces al dos por uno. Marcos Perdomo y Santiago Faña obtuvieron del Chivo autorización para llevárselo para su casa, «a ver sí moría o se curaba». Mejoró y volvió a la cárcel. El Chivo era implacable. Entonces Gómez, desesperado, envió a su mujer a su casa, situada en el lugar llamado Cacique, a buscar una flamante cadena de oro. Se la obsequió al Chivo, y este lo soltó. Mes y medio después, estando el maltratado carpintero Nepomuceno Gómez en un fandango en una casa que en El Aguacate tenía el general Rodríguez, ¡ah hombre tan obstinado!, vio la flamante cadena de su esposa en el cuello de una querida del Chivo llamada Isidora. En Estancia Nueva tenía sus buenos trabajos el agricultor Domingo de Jesús Rodríguez, hombre de 42 años. Ricas sus propiedades en frutos y en ganado, el Chivo se las mandó a pillar. Días después fue a la población Rodríguez, «a votar para la elección del presidente», y se dirigió a visitar a su amigo Rufino Peña. Allí se presentó el furibundo general acompañado de un piquete y con un palo en la mano. Le propinó una rotunda paliza y después ordenó al piquete que sacara al quebrantado Rodríguez a empujones de la población, y mientras esto sucedía, el Chivo, desde un barranco, proclamaba «que en siendo de la familia Rodríguez iba a hacer no le dejasen nada para que comieran tierra»... Algunos, tratando de justificar esos desmanes del Chivo, dicen que él trataba así, de manera tan cruel y vejaminosa, a los españolizados... Una puerca de tamaño regular, «de color papacote», y un burro, «rusillo colorao», le quitaron por orden del Chivo a Pedro García, residente en Las Lagunas. Por este violento despojo, y la orden que de matarlo había impartido el temible guerrillero, estuvo fugitivo con su familia, durante cuatro meses, «por el interior de los montes». El burro de Pedro García también causó la desgracia

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del criador, vecino de Los Manantiales, Pablo Moscoso. El Chivo mandó a su casa a buscar el burro «rusillo colorao», y al no estar ahí el codiciado jumento, quisieron tomar otro «de la propiedad del declarante». Se negó a entregarlo Moscoso. Consecuencia: su padre, anciano de 85 años, y sus dos hermanos amarrados, presos y engrillados. Para soltarlos, el Chivo obligó al anciano Moscoso a vender su propiedad a Juan y Francisco Camacho, lugartenientes del general Rodríguez. Triste fue el caso del carpintero Pablo Díaz. Por una leve disputa en una pelea de gallos, el Chivo le dio una pescozada y lo mandó a la cárcel. Iban once días de encerramiento, cuando en la celda se presentó el terrible general, sable en mano, «y después de preguntarle si no había carabina en el cuarto, le dio dos sablazos, planazos, y después que abandonó el sable tiró mano de un garrote, y dándole de garrotazos, dejándolo a causa de las heridas y contusiones postrado enteramente, el Chivo le dijo que si todavía no estaba muerto lo acabaría de matar con su revólver al que echó mano». Lo salvó la piadosa, y hasta expuesta, intervención de los coroneles Juan Curumbo y Andrés Lozano. Engrillado, Díaz permaneció dieciséis días en la cárcel, «sin prodigársele los auxilios humanos». No cabe duda que el Chivo, cuando cometía actos de tan despiadada barbarie, se encontraba en el mismo estado que aquel cura de Sabaneta, «hombre de mal genio», quien envenenó las aguas de la laguna en donde abrevaban los animales y además quiso producir un incendio en el poblado, «todo eso causado por seguir las huellas de Baco». Este es también un hecho de 1867. Por una onza de oro fue puesto en libertad Regalado Cabrera, «quien no era partidario de la política que abrigaba y defendía el general Rodríguez», y a Leandro Cabrera, también labrador viviente en la sección de El Fundo, se le presentó un piquete al mando del comandante Juan Durán y lo hizo preso. Venían con él por el camino, cuando se presentó el Chivo en el paso de Moca y ordenó abrirle la sepultura para fusilarlo. Con seiscientos pesos salvaba su vida. Declaró no tenerlos. Y ya dispuesto a morir, el coronel Miguel Brache le sugirió que le

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diera al Chivo tres caballos y una onza de oro española. Así se salvó Leandro Cabrera. Era el 14 de febrero de 1867, cuando el Tribunal se transportó a la casa morada de la viuda Fermina de Peña, de oficio costurera, para oír la declaración más trágica de este espeluznante proceso. Su difunto esposo Félix Sosa, el 30 de agosto de 1863, fue asesinado por el Chivo, «con sol y buen día, en la calle de esta población». La dejó con ocho hijos, y en la indigencia, «al concluir con todo su haber». El Chivo la amenazó de muerte, y la pobre viuda tuvo que estar por espacio de dos meses huyendo con sus hijos; y a los tres meses (sic), «por segunda vez fue pillada de lo que había adquirido en tres años de trabajo». Con razón declaró el agricultor de Hato Viejo, el viejo Juan Báez, que el Chivo «es el hombre más atroz». El comerciante Joaquín Cabral declaró haber sido testigo del asesinato del infortunado Félix Sosa, «a quien mató a machetazos el día que se tomó el pueblo de Moca, después de la rendición de los españoles». El 4 de mayo, el Chivo entró a Moca tocando degüello y dio orden de robar a sus tropas, «no obstante los muchos esfuerzos que para evitarlo hizo el general Luperón». A Joaquín Cabral le pilló su establecimiento y le quitó más de doce mil pesos. Después –estando el declarante en Santo Domingo– el Chivo envió a su hacienda una ronda, la familia salió huyendo, «y amarraron a mi mayoral y a mis dos niños varones, el mayor de trece años, le pillaron tres cargas, seis serones de mercancías, una carabina, ropas, prendas, dinero». Tres días más tarde, el capitán Andrés Vásquez, con una escolta armada de carabinas, «insultó, amedrentó y afligió a mi esposa, y sol de mediodía fue a la pocilga y me robó un puerco francés, del grandor de un burro y una mancorna de vacas paridas». El descomunal puerco fue sacrificado, y al Chivo le tocó «la mitad de la carne y la mitad de la manteca». Excelente granjería. Las declaraciones de Joaquín Cabral fueron extensas y terribles. El Chivo fusiló al carpintero Chicho al salir del pueblo y asesinó al indefenso Benigno de Lara en Licey. En plena

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Comandancia le propinó una pescozada, «que se revolcó en el suelo», a la respetable doña Teresa Cueto. Violó jovencitas, tenía «un serrallo de mujeres» y mantuvo un cuerpo de tropas que nunca bajó de 60 u 80 hombres armados, «y los mandaba diariamente a los campos a recoger reses y puercos». Las regiones desde Guayubín hasta Cotuí temblaban ante las depredaciones del Chivo; por ello la premura del ministro de Justicia para que se le formara proceso.

IV El fusilamiento El coronel de los ejércitos de la República, Miguel María Morín, juez instructor del proceso levantado contra el general Manuel Rodríguez (a) el Chivo, satisfecho de su larga y dramática actuación, cerró el sumario el 15 de febrero de 1867, y lo remitió a su autoridad superior, el general Miguel Custodio Abreu, gobernador de la provincia de La Vega. En el Archivo Nacional están depositadas todas sus curiosas e interesantes piezas, las cuales constituyen el expediente No. 14 del protocolo de 1867, bajo el título «Proceso, captura y ejecución del reo Manuel Rodríguez (a) el Chivo, La Vega». Fue remitido el expediente por el gobernador Abreu al señor ministro de Justicia, don José Gabriel García, el 28 de febrero, y en su oficio de remisión le decía –después de otros particulares– lo siguiente: «Y se me dice de dicha común de Moca que si necesitan quinientas declaraciones no habrá dificultad en remitirlas». Bien se ve que fue copiosa y notoria la actuación de ensañada arbitrariedad del furibundo general Rodríguez. Don José de J. Castro, juez de Primera Instancia de la capital, recibió el proceso y sin pérdida de tiempo lo entregó al procurador fiscal, don Joaquín Montolío. Y he aquí que al llegar el proceso a manos de este funcionario quedó demostrado que las acusaciones en contra del Chivo no se habían tramitado dentro

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de las normas legales. Al recibirlo, el fiscal Montolío expresó al juez de Castro que: «No habiéndose instruido por el juez que corresponde y apareciendo en él diversos hechos aislados, sin que ninguno esté justificado por suficiente número de testigos que prueben su culpabilidad y a pesar de resultar diferentes cita que aún se hallan pendientes, en este concepto el fiscal es de parecer se devuelva con atento oficio esta causa a las autoridades que la remitieron para que se instruya por el juez que corresponda».

Esta carta es del 6 de marzo, fecha en la cual ya estaba prisionero el Chivo en el Homenaje... Aceptada fue por el juez de Primera Instancia la opinión del señor procurador fiscal, y por ello devolvió el proceso al ministro de Justicia, haciéndole las observaciones jurídicas pertinentes. El Chivo estaba preso en el Homenaje y el gobierno tenía sumo interés en instruirle su proceso. El ministro García devolvió el proceso al gobernador Abreu, y este, con la premura que el caso requería, lo remitió al juez de instrucción de La Vega, don José de Velasco. De nuevo en audiencia ahora en la ciudad del Camú. Frente a la Plaza de Armas, en el local del Tribunal de Primera Instancia, el juez de instrucción De Velasco, asistido de su secretario Francisco Antonio Clisante, reinició el interrogatorio de los acusadores del general Manuel Rodríguez. Corría el 29 de marzo de 1867. Concurrieron todos los que ya habían declarado en las audiencias de Moca. Aunque no todos, pues la pobre viuda del infortunado Félix Sosa, la costurera Fermina de Peña, no pudo ir a declarar a La Vega, «por impedírselo su situación angustiosa y miserable y su poca salud». Pero ella mantenía su declaración, y por eso escribió que «me ratifico en ella y estoy dispuesta a hacerlo mil veces, ante cualquiera autoridad que se presente en esta común». Todos los demás también ratificaron en La Vega sus acusaciones en contra del Chivo. El 29 de abril, el juez de instrucción

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De Velasco, terminado ya el expediente, lo envió al alcalde constitucional de Moca, E. Ma. de Rojas, «a fin de que esa alcaldía proceda a la formación de otro y tome algunas declaraciones que faltaban». Pero el señor alcalde constitucional devolvió al juez De Velasco el expediente, «por no poder consagrarse al desempeño de juez interino por impedírselo una enfermedad crónica». Carta del 3 de mayo, días en los cuales ya el Chivo andaba prófugo... Del Homenaje el Chivo se fugó el 15 de abril; el 10 de mayo, después de haber sido recapturado en campos del Cotuí, estaba preso y engrillado en la Comandancia de Armas de La Vega. Su proceso, pues, quedó detenido por su fuga, ya que el ministro de la Guerra había ordenado que una vez fuera capturado, y comprobada su identidad, debía ser pasado por las armas. A estas disposiciones se limitó el gobernador Abreu, echando a un lado todo el proceso judicial que antes había ordenado en cumplimiento de instrucciones superiores. Los rojos explotaban la prisión del Chivo para exacerbar los ánimos en contra del gobierno. Era preciso liquidar de manera definitiva el proceso del general Manuel Rodríguez. No el proceso, su persona. La Vega estaba alarmada. El gobernador Abreu, preocupado. El delegado Reynoso, acosado por las propagandas, buscando ánimos a orillas del Yaque. Moca temía. El gobierno de Cabral estaba al borde del desprestigio. Se imponía liquidar el asunto del Chivo. Pero antes de nada era necesario identificar su persona, y a esto procedió el gobernador Abreu. Era en La Vega, y el 16 de mayo de 1867. Las cosas iban de prisa. Afilaba el mediodía y ese mismo día, a las seis, debía ser pasado por las armas el general Manuel Rodríguez. Así había sido dispuesto. General Marcos Trinidad y López, comandante de Armas. Primer citado a la Comandancia de Armas. Frente al prisionero declaró que era «el mismo Chivo, por conocerlo personalmente hace mucho tiempo». José Eugenio Viloria, ayudante de Plaza, lo identificó, «por conocerlo anteriormente», y el oficial de la Guardia Francisco Trinidad, «por conocerlo personalmente hace tiempo». Estaba identificado por los hombres de armas.

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Ya eran las dos de la tarde. La alarma cundía. Un niño, Fidelio Despradel, se ha entrado en la celda del Chivo, y este le ha regalado una peseta mexicana. Se ofició al presidente del Ayuntamiento, don Emiliano Espaillat, para que asistido de los miembros de la Municipalidad, fuera a la Comandancia, «para que le dijera al gobernador si es el mismo Manuel Rodríguez (a) Chivo el individuo preso en dicha Comandancia». El honorable Ayuntamiento acudió solícito a la llamada, y su presidente, quien no guardaba del Chivo muy gratos recuerdos, le contestó al gobernador diciéndole que «hemos reconocido al individuo que U. me indica y resulta ser el mismo Manuel Rodríguez (a) Chivo». Claro que lo conocía. Ahora, la identificación de parte del señor alcalde constitucional, don Buenaventura Gómez. Fue llamado por oficio: a las tres de la tarde acudió a la llamada. Y por oficio dijo «que el preso con grillos es el mismo que anteriormente tenía conocido, y es el mismo que se denomina». Sacrilegio: no, tampoco se cometería sacrilegio. ¿Dónde estaría esa agitada tarde el padre Moya, en esa época, apasionado y activo cabralista? La iglesia quedaba a una esquina de la Comandancia. Atravesando la Plaza de Armas, ya se estaba en ella. El gobernador escribió a la carrera al cura vicario, para que viniera inmediatamente a prestar los auxilios de la santa religión al reo. Por suerte estaba en la sacristía el padre Moya. Vino, y a las tres de la tarde le administró «los santos sacramentos de la penitencia y comunión» al reo Manuel Rodríguez. Todos los trámites estaban cumplidos. Lo fusilaron el 16 de mayo de 1867, a las seis de la tarde. Fue en la sabaneta que bordeaba las lagunas de Las Tunas, frente a las paredes del cementerio. Las autoridades civiles y militares y mucha gente del pueblo, observaron la ejecución. El Chivo murió como un valiente. No hemos podido averiguar quién mandó el piquete. Cayó moribundo, pero faltaba el tiro de gracia. Se lo dieron con una carabina que no pertenecía a los militares presentes: salió de la masa del pueblo, de unas manos, honorables y honradas, de un hombre que recibió agravios del Chivo,

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y quien en su larga vida, dedicada al trabajo y a la filantropía, jamás volvió a usarla. Ni esa, ni ninguna. Debe estar enterrado en el mismo cementerio de La Vega, en una tumba sin cruz ni epitafio. La merece como heroico soldado de la libertad de la patria; pero sus muchos errores parece que han hecho olvidarla. Además de que la pasión, tan encendida en aquellos días, seguramente no permitió que ni siquiera tuviera sudario... El general Manuel Rodríguez, al morir apenas tenía treinta y cuatro años. Gregorio Luperón protestó de su fusilamiento en vibrante carta dirigida al presidente Cabral. «El partido español ve hoy con placer en el sepulcro a uno de sus más formidables enemigos. Tal hecho, presidente, es un atentado contra la Restauración. El partido nacional está amenazado de muerte». Tal decía a Cabral Gregorio Luperón. He aquí la contestación del presidente Cabral: «Entre los particulares de su carta me habla Ud. acerca del general Manuel Rodríguez el Chivo que fue fusilado en La Vega el 16 del pasado. Ese general, amigo mío, es verdad que prestó servicios a la guerra de Restauración, pero... desgraciadamente sus extravíos le hicieran figurar como uno de los primeros en proclamar a Báez, y después fue de los que cometió más desafueros y crímenes particulares a que la justicia no ha debido ser indiferente; y agréguese que al efectuar su fuga la hizo en compañía de Carlos Báez, hermano del mariscal, con el propósito –según resultó de las averiguaciones– de ir a los puntos de la línea del norte, para revolucionar a favor de aquel demagogo. Esto lo convencerá a Ud. y le despreocupará con respecto a la ejecución del mencionado general, cuyo caso, sin embargo, para mí, lo mismo que para Ud. ha sido altamente doloroso y sensible, pues no entra en mi política ir más allá de lo que me dicen los instintos de mi corazón».

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De esta manera murió el Chivo. En estos artículos hemos presentado su drama y su proceso, para nosotros característicos del espíritu reinante en ese año inquieto de 1867, de honda repercusión en el futuro desenvolvimiento de la vida agitada de la República, durante los que hemos llamado primeros diecisiete lustros de nuestra existencia de incomprensión republicana. La Nación, V:1,734; 1,742; 1,752 y 1,765 (Ciudad Trujillo, 6 de noviembre, 4, 14 y 27 de diciembre de 1944)

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Generales del 1867: sintaxis y firma

En la columna privilegiadamente consagratoria, desde la cual Sánchez Lustrino teodoliza (sic) las proyecciones de sus Ángulos, en un artículo dedicado al ilustrado y ecuánime licenciado don Jacinto de Castro, La Nación, al referirse a la instauración de una historiografía «científica» entre nosotros, expresa, entre otras cosas muy dignas de detenida atención de parte de todos aquellos que se preocupan de la investigación y divulgación de nuestro pasado, que: «No toda la sustancia de una nación es heroica y cierta afición plutarquiana puede empobrecerla, desdeñando aspectos cotidianos y poco hazañosos, pero fundamentales de su marcha en el tiempo». El concepto es exacto. Su enunciación, oportuna. Y nosotros, no solamente lo compartimos solidariamente, sino que lo practicamos. Prueba, hace fe...

*** Nuestra directriz es esa. Tanto desde el punto de vista ideológico, como en la labor, inaplazable, de darle cuerpo de realidad a esa ideología. Bien estén los héroes en el Olimpo: pero mal está en el oscuro establo de la ignorancia el conocimiento, juicioso y desapasionado, de esa masa con la cual ellos dieron vida a sus glorificadas y cantadas epopeyas. La historia no es novela, pero – 273 –

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tampoco es himno. Soldados de arrestos mitológicos; repúblicos eminentes, estadistas inspirados: está bien que se admiren y se exalten. Son los dioses mayores de la victoria y del patriotismo. Pero justicia y reconocimiento legítimamente merecen el soldado anónimo que cae sin condecoraciones en el campo de batalla; el hombre del pueblo que desde el taller, el mostrador y la dehesa con su trabajo silencioso y constante, crea los medios necesarios para sostener la lucha y alcanzar el triunfo; en fin, el maestro humilde, el oficinista olvidado, el agricultor que consume su existencia inclinado sobre la tierra bajo el látigo inclemente del sol, el pobre jornalero que liga su subsistencia a los caprichos de la oportunidad, todos merecen el conocimiento de la historia, porque ellos son los que realmente construyen y defienden la nacionalidad con su labor anónima e interminable.

***

Pero aun nuestros mismos héroes nos son desconocidos; porque de ellos hemos alabado su esencia de semidioses, y no su naturaleza psico-biológica de hombres. El acontecimiento histórico en sí no tiene suma importancia humana, si no se relaciona con la calidad integral del hombre que lo produce. A esto van dirigidos nuestros trabajos: a ahondar en la esencia y en la conciencia de todos nuestros hombres representativos del pasado, y a estudiar la estructura, el carácter y el dinamismo del medio económico, político y social que fue para ellos, al mismo tiempo, terreno matriz y escenario. Hecha la digresión, vayamos al tema. «Me llamo Marcos Trinidad, natural de la sección de Jamo, agricultor, general de los ejércitos de la República, no sé leer, ni escribir, ni firmar». No era posible, tenía que aprender a firmar, pues el general Trinidad, veterano de la Independencia y de la Restauración, era el hombre preferido, por su rectitud y honradez de carácter, por todos los gobiernos, para mantener el

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orden en la provincia de La Vega, ya sea que ocupara la posición de gobernador o la de comandante de Armas. Corría el año inquieto de 1867; el general Trinidad había nacido para el 1802. Su muñeca podía aún estar ágil para manejar el sable, pero no para dirigir trabajosamente una pluma sobre un trozo de papel. Tenía que firmar. Se dirigió al pueblo; fue donde el viejo platero que le había hecho la media caña del matrimonio; y en plata vieja y legítima, le entregó el rústico orfebre su firma. Desde entonces firmó. Siempre con tinta china, y había que ver el orgullo que sacaba de su bolsillo su firma. «Mi nombre es Manuel Rodríguez, natural de Santiago de los Caballeros, vecino de Moca, casado, de treinta y cuatro años de edad, de profesión militar y ejercicio labrador. No sé leer ni escribir». Sin embargo, cuando el coronel Miguel Brache se lo presentó a Pedro Advíncula Vásquez, laborioso agricultor de Estancia Nueva, y le exigió que le entregara cincuenta pesos fuertes, «para poder estar libremente en su casa», y al entregar Vásquez la suma exigida, el salvoconducto que le fue extendido por el comandante de Armas, Juan Georgen, estaba refrendado por la flamante firma del Chivo, «general jefe de las fuerzas mocanas». En su firma, se reflejaba su espíritu: estaba envuelta en una rúbrica enmarañada. Y también era fruto de un platero. Así, como Trinidad y Rodríguez, muchos generales analfabetos del 67 firmaban con marquetas labradas en maciza plata... Alrededor del presidente Cabral había hombres de instrucción sólida y reconocida. Basten como ejemplo los ministros don José Gabriel García y el licenciado don Apolinar de Castro, de quien era José Joaquín Pérez el oficial mayor. Pedro Alejandrino Pina, general y secretario particular del Protector en campaña, poseía una cultura literaria bastante apreciable. Da gusto leer las cartas del «benjamín de la familia duartista». Escritas con letra hermosa y clara, su sintaxis es envidiable. No en vano era periodista, maestro y poeta. Esta última hermosa cualidad la puso ostensiblemente de manifiesto en varias composiciones, sobre todo en aquella intitulada «Mi Patria», que dedicara a Félix María Delmonte, y que así termina:

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«¡No hay placer para mí. Allá en mi Patria bello es el sol y bellas las estrellas, dulce la voz del pájaro que canta, suave la brisa que las flores besa: ¡Allá en mi Patria está el placer del alma!»

Pero volvamos al reverso. Muchos de los generales del 67 estampaban su firma con su puño y letra. Unos, como José del Carmen Reynoso y Tomás Bobadilla hijo, sujetos de escuela, con claridad, facilidad y desenfado. Las cartas de estos, como las de otros más que por economía no citamos, están bastante bien escritas. Su ortografía y su sintaxis se ve que fueron estudiadas. Pero otros muchos generales apenas aprendieron a firmar, con todas las dificultades y peripecias del adulto analfabeto, de mano anquilosada por la rusticidad, que solamente estos signos alcanzara a estampar sobre el papel. Anonada la firma de Andrés Ogando. Es tan curiosa, que no podemos resistir la tentación de describirla. Una A (mayúscula) y un punto. Después una o y una g (minúsculas), seguidas de una A y una N (mayúsculas), para terminar con una d y una o (minúsculas). Todo aderezado con una rúbrica tan complicada, que solamente un calígrafo experto puede reproducirla. De seguro que se las enseñó, firma y rúbrica, un rústico maestro fronterizo de aquella época. Olegario Tenares firmaba con una letra de un infante que con el creyón trazara en la pizarra sus primeros signos. Una A (mayúscula), se interpone altiva de la sílaba Ga de su nombre. Norberto Tiburcio, el irreductible de Los Pinos, apenas sabía firmar. La firma, de letra temblorosa como la de la inexperiencia, es de las que se desparraman en el papel, ansiosas de espacio. Con sumo trabajo firmaba Federico de Jesús García, y aunque José Cabrera, el de Capotillo, sabía escribir, terrible era su ortografía y más bien un garabato su firma. Marcos E. Adón leía y escribía. Su letra era la de un médico a la antigua, pero era gráfico y original en sus cartas. Así dice: «Anoche dormí en este pueblo y no se olló (sic) cantar ni un

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chinchilín». Y en otra: «Ayer tan pronto llegó el refuerso (sic) a mojarra marché a delante sin parar en Guerra (sic), y a las ciete (sic) de la noche hise(sic) firme en la sabana de basa». Mejor ortografía, mejor sintaxis y mejor letra, tenía Eusebio Manzueta, el valiente guardador de la línea de Yamasá. Está claro: todos estos generales tenían sus amanuenses; unos, con caligrafía y ortografía aceptables; otros, de discípulos atrasados de escuela rural. Pero en las cartas, la sintaxis es de los generales. Sirvan estos breves ejemplos: Federico de Jesús García, al anunciar al ministro de lo Interior el embarque clandestino de Salnave por el puerto de Montecristi, terminaba diciéndole que «según tengo noticias su salud es tan mala que lleva los pies inchados (sic) hasta el extremo de no poder caminar, sin embargo, estoy alerta, y con deseo de empuñarlo». Norberto Tiburcio, mientras conducía preso al Chivo del Cotuí hacia La Vega, temiendo alguna sorpresa en el camino, le pedía fuerzas al gobernador Abreu, «que vengan a pecharme por el camino de Pontón». Así hablan y construyen los generales de antaño. Ex profeso hemos dejado para cerrar este artículo la figura de Gregorio Luperón. Entiéndase que nos referimos al Luperón general sobresaliente del 67. El autor autodidacta de las Notas autobiográficas escribía generalmente su correspondencia en el papel llamado «ministro». Su letra era grande, como la del niño que hace caligrafía en una plana de los cuadernos de Health; su puntuación, arbitraria; su ortografía, rural, y su sintaxis, la de un mozalbete que no conoce a [Andrés] Bello y pretende imitar el estilo de Montalvo. Vamos al ejemplo práctico. Con fecha 6 de junio de 1867, Luperón, entre otras cosas, le decía al ministro de lo Interior lo que sigue: «En ese caso deben cuidarce (sic) mucho, además, que como por desgracia mía, y de ellos, conozco tanto su partido, se desprecia, puesto que son hombres sin conciencia de lo que hacen, entanto que se sacrifican por un Mariscal español. descance (sic) Ud. y los

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demás en la confianza que báez (sic) y los suyos no tienen cuarteles».

Aún no sabe manejar la letra mayúscula. Este párrafo de una carta dirigida al delegado Reynoso, el 6 de julio de 1867, no puede ser más deplorable: «Créame, amigo mío, que por más Efuerzos que haga la Diplomacia en dorarme asalnave y su Gobierno siempre restosa en mi un nose que de dudas, que son muy disfil de desencatillarlas de mi baga imaginación por muchas razones propias de las circunstancias».1

Tenía a la sazón 28 años y leía con furor a Plutarco; pero no olvidemos que habían sido muy largas y duras sus faenas en la guerra. Para esta fecha, Luperón tenía un amanuense competente, como lo prueba su carta dirigida a Cabral el 31 de julio de 1867, correcta y bien escrita, pero que no es de su puño y letra. No era Manuel Rodríguez Objío, pues en esos tiempos residía en La Vega, en donde tenía «una tienda de segunda clase y un alambique de medio punto». Pero en donde da claras muestras del adelanto de su ortografía y sintaxis el general Luperón del 67, es en la carta que dirigió desde Montecristi al ministro don Apolinar de Castro, en noviembre de dicho año tormentoso. Al referirse a un dinero recibido, dice: «Los No 19 fuertes en villete»; y al hacer mención de la naturaleza de un movimiento que se le indicaba, decía que era: «peligroso en Razon del mal tiempo». Las fuerzas con que contaba estaban desmoralizadas y desbandadas, y por eso expresaba que necesitaba algunos días «de decanzo, para bover a formar este Ejercito». Su letra grande y clara, en la amplitud del papel ministro, hace resaltar aún más la rusticidad de su sintaxis y de su ortografía. En cada frase pone un punto; riega, sin tono

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En este fragmento se ha mantenido íntegramente la grafía original, tal como hizo Despradel, al igual que en el resto del artículo. (N. E.).

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ni medida, la mar de acentos; hasta tres en una misma palabra, y parco en el uso de la letra mayúscula, cuando la emplea, es como protestando de que deba ponerla donde debe ser. Esta carta al ministro De Castro termina con esta frase, rústica y negadora del idioma de Cervantes. Hela aquí: «Sívaces ponerme ála ordenes de su familia». ¡Brillante...! Sabemos que en los treinta años que tuvo más de vida, Gregorio Luperón mejoró en grado extremo su instrucción; pero a los hombres –y más si son públicos– es necesario conocerlos en todas sus etapas, condición que no se realiza con respecto al general Luperón, si solamente conociéramos de él sus Notas autobiográficas. Ellas nos merecerán un detenido estudio. La Nación, V:1,768 (Ciudad Trujillo, 20 de diciembre de 1944)

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Una revolución típica

Gobernaba el Protector, el benemérito general José María Cabral, cuando un 20 de septiembre de 1866 el otro también benemérito general Juan de Jesús Salcedo tomó con sus tropas a La Vega. Era el jefe superior político de la ciudad del Camú el ciudadano don Ramón Martín de Moya; y como justificados motivo que presentó a esta alta autoridad y al honorable Ayuntamiento –expresamente convocado– el general Salcedo, para tomar su actitud, fueron que en la vecina ciudad de Moca el célebre general Manuel Rodríguez alias el Chivo, «le amenazaba su vida», y además, que las autoridades de Santiago y de La Vega no habían hecho caso de las denuncias «que él hiciera de los atropellos y crímenes cometidos por el Chivo principalmente en San José de Las Matas en el gobierno del Triunvirato». Había aún motivo más serio y de mayor peso: el general Salcedo acusó a La Vega de estar iniciada en la conspiración que trataba de separar las provincias del Cibao del gobierno y, además, de proteger al Chivo. Frente a esta actitud hostil del general Salcedo, un grupo de personas notables, encabezadas por el presbítero Dionisio Valerio de Moya y por los generales Norberto Tiburcio, Santiago Núñez y Antonio Pérez, se retiraron a las montañas, y dispuestas a no aceptar «el dictamen del referido general Salcedo», plantaron su «cantón general revolucionario en Los Pasos del Camú». – 281 –

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Tal como lo declararon, no regresarían de la montaña, «hasta tanto no venga el general Cabral». Comenzaron los parlamentos. Reunido en sesión solemne y permanente el honorable Ayuntamiento, el ciudadano don José Concepción Tabera –el dechado de seriedad y de sapiencia jurídica– «dio cuenta de las cartas cruzadas entre él y el padre Moya». Ante su trascendencia, la sala resolvió dirigir «a los jefes opuestos al dictamen del referido Salcedo una copia de la exposición que hizo; una carta de Salcedo dándole garantías al padre Moya y a los que le acompañaban y una carta particular de Concepción Tabera». Llevó estos pliegos una comisión formada por los regidores Ramón Guzmán y Francisco de León y por Manuel Antonio Salcedo, padre del benemérito general en actitud hostil. La contestación no se hizo esperar. Los generales acantonados en Los Pasos del Camú enviaron una comunicación al general Salcedo en la cual le expresaban que: «Si él quería corregir al Chivo debía dirigirse al Ejecutivo y no levantarse en armas; que les sorprendía que estando Salcedo con Cabral no estuviese a su lado cuando él lo había mandado a buscar; que el general Núñez vino de comisionado de Cabral ante Salcedo y que este arrestó a Núñez; que Salcedo se apoderó de la artillería y de los mejores hombres; que han vitoreado a Báez las tropas de Salcedo».1

Los generales que tenían su cantón general revolucionario en Los Pasos del Camú terminaban exigiéndole al general Salcedo su retirada de la ciudad, después de entregado el mando al jefe superior político don Ramón Martín de Moya. Prosiguieron los parlamentos. Ese mismo día el general Salcedo dio contestación a sus adversarios diciéndoles:

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Archivo General de la Nación, libro de actas del Ayuntamiento de La Vega, 1866.

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«Que había ocupado la ciudad por serios y justos motivos y que no la desocuparía sin honor; que los sufrimientos que le había hecho padecer el Chivo (el general Rodríguez) amenazándole con quitarle la vida le obligaban a estar listo y vigilarse él mismo, ya que el gobernador Ramón M. Moya nunca puso remedio a los conatos de asesinato que el precitado general Rodríguez había intentado contra él, ni tampoco el Ejecutivo».2

En esta sesión solemne y permanente del honorable Ayuntamiento el único regidor que atacó al Chivo fue el ciudadano Ramón Guzmán, quien apoyó la exposición del general Salcedo. Sus palabras, que figuran en el acta correspondiente, están encerradas en una llave, y dice al margen: «La Corporación decidió anular estas dieciocho líneas». Curiosos tiempos aquellos... El 24 de septiembre de 1866 se reunieron las autoridades civiles y militares y las personas notables a pedimento del general Salcedo, para certificarle: «Que es muy cierto que dicho general Salcedo al hacerse cargo de la dirección de la administración pública de esta población, convocó a sus habitantes y les manifestó los motivos que le implicaron a tomar las armas y a hacerse cargo del destino de sus conciudadanos y los principios que seguía en su empresa, que no tendría ni tenía otro norte que la consagración de la autoridad del benemérito general Cabral protestando desde luego contra cualquiera otro principio».

No pararon ahí las exigencias del general Salcedo, pues como él lo declarara, al no poder llegar a un acuerdo, pedía se le certificara «que ha querido evitar la efusión de sangre, que durante su jefatura ha reinado el mayor orden, y que al tener

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Ibídem.

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que salir de la población a contrarrestar a los individuos disidentes, temía que en su ausencia entregaran la población al fuego y al pillaje». Ante semejante amenaza, el general Salcedo solicitó que se le descargara de esa responsabilidad. Todos los allí presentes, regidores, autoridades y personas notables, felicitaron al perseguido de el Chivo y le ofrecieron «salir personalmente cada uno garante de por sí de todas las personas que le hayan acompañado, ya con las armas, o de otro modo, al sostenimiento de la causa del orden y de la autoridad legítima». El Ayuntamiento quedó encargado del sostenimiento del orden y de la dirección de la cosa pública y designó como gobernadores interinos al licenciado José Concepción Tabera y al general Miguel Custodio Abreu. Frente a estos acontecimientos los cabecillas del cantón general revolucionario de Los Pasos del Camú le enviaron una comunicación al Ayuntamiento dando su asentimiento a lo pactado con el general Salcedo; pero le exigían a este, que antes de abandonar con sus tropas a la población dejara en poder del Ayuntamiento «el revólver del general Norberto Tiburcio, un trabuco y sable de cabo del ciudadano Damián Medina y una pistola del coronel Aniceto Contreras». Y terminaban su comunicación con estos términos: «Esa ilustre Corporación puede asegurar al ciudadano general Juan de Jesús Salcedo que en nosotros no existe ninguna disposición hostil contra él; al contrario que le ofrecemos nuestra sincera amistad y deseamos con toda la vera de nuestro corazón que la paz vuelva a nuestros hogares, para darle un abrazo como hermano».3

El general Salcedo desocupó con sus tropas a La Vega y para dar una prueba de la confianza que tenía en lo pactado, dejó en dicha población a su padre, quien lo acompañaba.

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Ibídem, carta del 24 de septiembre de 1866.

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Pero ahora viene el reverso de la medalla. El 25 de septiembre se reunieron, con la presencia de los jefes del cantón general revolucionario de Los Pasos del Camú, los señores regidores y personas notables y resuelven enviarle al general encargado del Poder Ejecutivo una exposición concebida en estos términos: «En la noche del veinte del corriente mes se presentó el general Juan de Jesús Salcedo con fuerzas imponentes en las inmediaciones de esta población, exigiendo se le entregase, y si así no lo verificaban, emplearía los medios de la coacción para entrar y apoderarse de ella como así resultó. Una vez conseguido su objeto exigió también de este Ayuntamiento y demás personas arriba expresadas, varios documentos y certificados que por temor de un exabrupto le fue[ron] concedido[s], y para salvar la población, pues a cada momento la veíamos amenazada de un peligro inminente, cual era el de ser quemada. Debemos participar a usted también que el general Salcedo se comportó con el mayor orden posible, durante su corta permanencia en ella; pero que después de la entrada de las tropas de la población –y según aseveran los ciudadanos presbítero Dionisio Valerio de Moya, Norberto Tiburcio, Santiago Núñez, Antonio Pérez y otro más– se le recogieron documentos irrefragables que prueban de un modo muy ostensible que traicionaba nuestra Administración. El estado aflictivo en que nos encontramos exige de vuestra benignidad su presencia en esta, para que cooperando con su influencia y simpatías, restablezca el orden, enteramente interrumpido».4

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Ibídem, comunicación del mes de octubre de 1866.

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Para el mes de octubre de 1866 estaban en La Vega los delegados del gobierno, generales Eusebio Manzueta y Wenceslao Álvarez. En plena sesión del Ayuntamiento, y tal como lo dice la correspondiente acta, el general Álvarez «tomó la palabra y expuso que el objeto de la convocatoria era para saber del Ayuntamiento y tomar conocimiento por sus actas de todo lo ocurrido durante la ocupación de esta Plaza por el general Juan de Jesús Salcedo y sus tropas en días pasados». Ante esta petición del ciudadano general delegado, el corregidor don Félix María Morilla ordenó al secretario interino, señor Pedro Antonio Casimiro, dar lectura a las referidas actas edilicias. Oídas las cuales el delegado general Álvarez manifestó que «la delegación del gobierno quedaba satisfecha del Ayuntamiento en todo lo que había obrado en tales circunstancias y que agradecería se le remitiesen copias auténticas de todos esos actos». Las copias auténticas fueron enviadas, «habiendo recibido este Ayuntamiento oficio auténtico de dicho recibo». Gobernaba el Protector, el benemérito general José María Cabral. Pero muy poco tiempo después de esta revolución típica, otra, auténtica, proclamó presidente a Buenaventura Báez, el Gran Ciudadano, cuyo nombre acusaban de haber vitoreado las tropas del general Juan de Jesús Salcedo…* 5

La Nación, IX:3,115 (ciudad trujillo, 12 de septiembre de 1948)

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Cortesía de Salvador Alfau. (N. C.).

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Julián Lorenzo Despradel y Suárez

Por qué no he de referirme a él desde las columnas de Renovación, si después de realizada su obra, a más de ser sangre de mi sangre y espíritu de mi espíritu, se ha convertido en una gloria legítima de la colectividad y en un valioso espécimen que pone palpablemente de manifiesto hasta dónde puede llegar, a impulsos continuados de valentía, de cultura y de nobleza, el nuevo tipo étnico que en este meridiano insular respira calor de trópico y bebe luz de esperanza. De mi pluma no recibirá el excitante himno de la alabanza, pero sí el exacto reconocimiento de la justicia… No seré para él incensario: por deber, por amor y por honra, ante él me prosterno, e hincado sobre el resguardado cofre de mi gratitud, rindo eterna admiración a su memoria… Presentaré su vida sin juzgarla: no quiero que el cariño me haga justipreciarlo, ni mucho menos que el freno de la modestia me haga cometer con él una injusticia. Julián Lorenzo Despradel y Suárez: así fue nombrado al declararlo ante el oficial civil de esta ciudad, José Rafael Gómez, su tío San Julián Despradel y Carlos. Nació en este pueblo de La Vega el día seis de septiembre de 1872 y murió, a los cincuenta y seis años de edad, en la ciudad de las piedras históricas, el día veintiocho de julio de 1928. Hijo legítimo de Anacleto Despradel, alias Estín, y de Desideria Suárez, sus ascendientes más lejanos fueron de orígenes diversos, – 287 –

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pues los padres de su padre, Juan Luis Despradel y Catalina Charles, procedían de Gonaives, Haití, y el padre de su madre, Ramón Suárez, era nacido en el sur de los Estados Unidos del Norte de América, cuando la madre de Desideria, de apellido Jiménez, era oriunda de las caldeadas regiones noroestanas de esta isla. En la mansedumbre eglógica de esta villa de la Concepción discurrieron los primeros años de su vida. Alegre, buscador de pendencias y distracciones propias de la infancia, fue un espíritu batallador y rebelde que no se avenía con la despótica disciplina que se imponía en los duros bancos de la escuela: y así, no fue muy asiduo en asistir a ella y como el pajarillo noble y libérrimo aspiraba la verdad de la vida en el encantador paisaje de la naturaleza… Muy pequeño aún, y por serios quebrantos que minaban la salud de su padre, fue a residir con su familia a los predios lejanos de Dajabón. Y allí recibió sus primeras enseñanzas de labios del cubano Eugenio Aguilera, quien al poco tiempo, y cuando él apenas frisaba en los nueve años, lo entregó a su madre diciéndole: «Desideria, todo cuanto sé se lo he enseñado al niño»… Volvió de nuevo a su lar nativo en compañía de su padre cada vez más enfermo, y del venezolano querido y culto señor Pardo recibió alguna instrucción, para después entrar en la escuela que dirigía el puertorriqueño (¿venezolano?) Gonzales en donde fue su maestro don Miguel Casimiro de Moya (don Bimbo). Su predilección y su amor se encaminaron siempre hacia las bellas letras; y muy especialmente hacia las lides brillantes del periodismo. Impelido por esta noble y relevante obsesión preparaba periódicos manuscritos que hacía circular entre los vecinos de este pueblo; y en esta tarea periodística rudimentaria tuvo como buen camarada a nuestro lírico insigne Bienvenido S. Nouel y Bobadilla. Esta entusiasta labor espiritual no le hizo olvidar que era necesario ayudar a su familia con el trabajo de sus manos. Trabajó en la imprenta de don Pedro Bobea y más tarde en la casa comercial que dirigían en esta ciudad don Horacio Vásquez y don Rosendo Grullón.

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Espíritu inquieto y liberal, y enamorado ferviente de la libertad y de la justicia, chocó con los anacronismos y concupiscencias reinantes en aquella época. Y así, al ganarse la ojeriza del gobernador provincial de entonces, sus familiares, para evitarle reveses y contratiempos, lo enviaron a Guayubín para que estuviera al lado de su hermano mayor Fidelio. Allí, en aquellas regiones de la Línea, fue maestro de escuela, secretario del comandante de Armas y secretario de la Alcaldía. Cuando se sentía ya asfixiado en aquel ambiente tan estrecho, alcanzó a oír la voz de Martí, el apóstol brillante, quien predicaba vehementemente por la merecida libertad de un pueblo hermano. Cuando el iluminado de Dos Ríos, apoyado en el brazo formidable de Máximo Gómez, preparaba la expedición que daría libertad y honor a Cuba y gloria a muchos hijos de Quisqueya, Lorenzo Despradel residía en Montecristi y tenía como a su compañero inseparable a Panchito Gómez, hijo heroico del ilustre banilejo. Estos dos iluminados adolescentes no pudieron formar parte de la expedición organizada por Martí y por Gómez, pues el recio caudillo de Mal Tiempo los excluyó diciéndoles: «No, ustedes no pueden andar en esto». Partida la expedición regresaron ambos a La Vega. Y aquí, en la casa solariega de Lorenzo, que por cariño era la de ambos, y debajo del conservado mango aún querido, planearon su partida hacia la manigua épica y gloriosa. Panchito partió el primero, y Lorenzo no se hizo esperar en la cita. Después de burlar el recio espionaje español en Haití, simulando ser un negociante en tabaco, logro embarcarse y pisó tierra cubana por las costas de Santiago de Cuba. Pero la manigua no permitió que ambos amigos se volvieran a ver: Panchito, ayudante del perínclito Antonio Maceo, «cayó junto a él en la fatal encrucijada de Punta Brava». Como simple soldado comenzó a luchar bajo el mando directo del Generalísimo, fue después subteniente; más tarde capitán y su secretario particular, y al terminar la guerra emancipadora lucía el grado de comandante del ejército libertador.

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Consumada la obra redentora, olvidó las marcialidades de la manigua, y sirvió a Cuba cívicamente, ora desde el desempeño de un cargo público como desde las columnas de la prensa predicando honor, cordura, honradez y dignidad. Fue un fiel servidor del ideal republicano y de la causa noble del Generalísimo. Como lo ha dicho un escritor: «En la Quinta de Los Molinos él fue el oficial más intimamente vinculado al pensamiento y a las ejecutorias del gran caudillo victorioso»; y al decir del cubano Francisco Gómez Toro, de la Academia de la Historia de Cuba, «siempre se conservó adicto al general, aun en los difíciles momentos de la Asamblea». En la hermana Cuba formó filas en el Partido Liberal y desde las columnas del diario de combate La Opinión, el cual dirigía, realizó una labor fuerte y efectiva en favor de sus ideales políticos. Y como dijo en los días de su sentida muerte un periódico capitalino: «Todavía se recuerdan en La Habana algunos de esos trabajos políticos, en que su pluma se inflamaba en apóstrofes y anatemas fulminantes, flagelando a los adversarios, como aquel famoso “Ecce Homo”, donde retrató moralmente al general José Miguel Gómez, desnudándolo ante la opinión pública y poniendo al descubierto sus errores y sus lacras».

Sus servicios a su Patria también fueron de valor apreciable. Luchó por darle libertad, dignidad y justicia. Ante la opresión de Ulises Heureaux preparó en Cuba, en compañía del coronel Piedra y de Berges, una expedición para restablecer en su pueblo de origen el decoro ciudadano. Pero esta expedición fue detenida en el puerto de Gibara y no pudo realizar sus propósitos reivindicadores. Caído Heureaux, viene al país y coopera en el gobierno del presidente Jiménez, para después volver a Cuba para seguir luchando por los principios del liberalismo. Entronizado Machado, regresa a Santo Domingo para dedicarse todo entero a su labor periodística. Estuvo frente a la

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intervención yanky (sic), y con el seudónimo de Hatuey publicó artículos en la prensa habanera combatiendo la injustificable usurpación de los marinos del Tío Sam. Colaboró en El Liberal, en El Día, en El Tiempo; fue redactor principal de La Cuna de América, director de Renacimiento, redactor del diario Las Noticias, y en El Siglo, con sus «Puños y regatones», escritos con el seudónimo de Crispín, realizó la labor periodística de carácter humorístico más original, popular e ingeniosa que se haya realizado en el país. No soy yo quien deba pronunciar un juicio sobre su labor literaria, ni mucho menos quien esté llamado a hacer el panegírico de su vida noble, honrada y fecunda. Pudo haber publicado muchos volúmenes, y no lo hizo. Es de lamentarse. Su labor literaria anda desperdigada en diarios y revistas, y solamente publicó en La Habana dos folletos, uno de ellos con el título de La falsedad de nuestro origen latino; y aquí en La Vega, en la colección de autores nacionales que dirigía García Godoy, apareció otro intitulado Páginas. Inéditos aún están «La garra del águila», estudio crítico sobre el imperialismo yanky, y «Los dominicanos en la guerra de Cuba», obra de gran valor histórico en la cual puso todo el amor y devoción de sus últimos años. Sirvió a la libertad, al arte y a la República, y por ello puede llamarse hombre, artista y héroe… Renovación, II:37 (La Vega, 28 de julio de 1937)

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Discurso por Guido Despradel y Batista, académico correspondiente* 1

Maestro y presidente de la Academia Dominicana de la Historia. Señores académicos. Señores. La pluma castiza y elegante del académico don Ramón Emilio Jiménez ha hecho en este acto de sincero y merecido reconocimiento el estudio biográfico del compañero venerado y venerable que en los múltiples aspectos de la vida cultural, social y política de nuestro pueblo, ha elevado a legítimo sitial de inmortalidad el nombre de Manuel Ubaldo Gómez Moya. Oportuna y merecida ha sido la elección que para agotar el número central de este acto ha hecho el maestro y presidente de la Academia Dominicana de la Historia; porque pocos tan bien autorizados para apreciar la obra amplia y robusta de aquel varón que por su virtud, por su civismo y por su ilustración hizo florecer en nuestro medio el espíritu eterno de la Grecia legendaria, que el académico don Ramón Emilio Jiménez, convencido admirador del hombre y de su obra y eterno ena*

Con motivo del homenaje rendido por la Academia Dominicana de la Historia a su miembro numerario recién fallecido, Manuel Ubaldo Gómez Moya. (N. C.). – 293 –

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morado del solar en donde se meció su cuna, de aquella Vega Real que el poeta, en vehemente canto de su lira inspirada, saludara como a una «ciudad que se levanta llevando en sus arterias sangre nueva». Breves, pues, han de ser mis palabras en este acto académico y al hilvanarlas, he dejado que un solo sentimiento dirija mi mente. Íntimamente complacido al observar las infinitas muestras de paternal cariño que hacia su pueblo natal daba continuamente don Manuel Ubaldo Gómez Moya y el regocijo cuidadoso con que reconstruía la historia de sus épocas pasadas, no he podido sustraerme a limitar mis palabras, a una agradecida y sincera evocación del veganismo de don Ubaldo. Y así debe ser, pues con ello hago pública justicia al más acendrado de sus amores y doy plena satisfacción a mi propio corazón, ya que gracias a sus páginas de evocadoras tradiciones ha hecho prender más hondamente al alma de sus compueblanos el recuerdo del amor de sus padres, el de las delicias de sus juegos infantiles, y el de las incertidumbres de sus anhelos de adolescentes que después de suaves violaciones de dulces virginidades, terminan por atarlos al madero inexorable de la edad adulta. No es exagerado afirmar que don Ubaldo amó en La Vega, a la Patria, y en sus compueblanos, a todos los dominicanos. Cuando la fresca grama era el asfalto que cubría sus calles y la luna el único fanal que las alumbrara en sus calladas noches, para el mes de septiembre del año 1857, nació en La Vega, en un caserón construido de palmas y de yaguas que ocupaba la esquina de las antiguas calles Libertad y El Sol, don Manuel Ubaldo Gómez Moya. Fue en aquella Vega que evocara hermosamente García Godoy en su Rufinito, y que él describiera con lujos de detalles y con fruición arrobadora, en sus viejos Recuerdos. Ochenta y cuatro años después, el 17 de octubre del año 1941, en su hogar honrado y venerado situado en las afueras del lado norte de su pueblo natal, en los parajes de naturaleza encantadora del Jobo en donde muchos años antes el señor Hostos había gozado unas cortas vacaciones de saludable reposo, rindió la jornada de la vida este dominicano de conducta acrisolada y de

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ilustración sólida. Fue su muerte en La Vega de hoy, que aunque ansiosa por estar a la altura del progreso, se entregó toda entera para demostrar la devoción entrañable que ha tenido para uno de los más ilustres y más prestantes de sus hijos; devoción de que ya le había dado muestras palpables cinco años antes, en la mañana del domingo trece de septiembre del año 1936, cuando en homenaje público y solemne, en el viejo teatro de La Progresista, lo designó su hijo adoptivo, le impuso en su pecho noble una medalla labrada con el oro que de las entrañas de su propia tierra arrastró en sus aguas el arroyo Guaygüí y le entregó un álbum de autógrafos, en el cual se encerraban «nombres amados por su corazón y caros a su recuerdo». Activo, generoso, estudioso y altruista, don Manuel Ubaldo Gómez Moya, apenas transcurrida su mocedad en las aulas de la escuela, se entregó todo entero a luchar por el progreso moral, cultural y material de su ciudad de origen. Joven de veintiún años apenas cumplidos, fue electo regidor del honorable Ayuntamiento y designado en el seno de esta institución edilicia miembro de la Junta de Instrucción Pública. El ornato de su pueblo y la educación de su juventud, constituyeron los móviles primarios en esta etapa de munícipe celoso y de laboriosidad incansable. Pocos años después, aún no alcanzados los primeros cinco lustros de existencia, entró a formar parte, de manera distinguida, de la benemérita sociedad La Progresista. Desde el primer momento su labor en el seno de esta sociedad, que ha sido crisol fecundo del cual han surgido ingentes obras en provecho del adelanto moral y material de La Vega, fue de un inspirado desinterés y de una asiduidad asombrosa. Y sin contar la labor alta de edificación social y patriótica con la cual iluminó esta institución filantrópica en muchas horas de incertidumbre la conciencia nacional, han sido en gran parte frutos del tesón y del entusiasmo de don Ubaldo la edificación en La Vega de un teatro, la organización en ella de una biblioteca pública y la instalación de un reloj en la torre de su iglesia parroquial. La benemérita sociedad La Progresista tuvo, sin disputa, en don Ubaldo, su cerebro y su brazo; y pasados los años, cuando un do-

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loroso accidente lo obligó a recluirse para siempre en la quietud santa de su hogar, el fue su consejero respetado a la par que su presidente de honor. Fue maestro en las aulas prestigiosas del colegio San Sebastián, que dio una falange de jóvenes ilustrados que han hecho honor a la cultura de la República; y siempre anheloso de elevar el nivel cultural, moral y social de su ciudad de origen, entró a formar parte de la ilustre y ya más que cincuentenaria sociedad Amor al Estudio. Con afán inquebrantable se dispuso en ella a dirigir por salvadores derroteros de luz a las jóvenes generaciones de aquel tiempo, y desde las columnas de El Ideal, órgano de aquella prestigiosa sociedad, y bajo el seudónimo de doctor Rosas, les dictó sus sabios consejos en aquella serie de artículos intitulada «Sanción moral». A guisa de ejemplo, y para que se aprecie someramente la reciedumbre de aquella alma digna de los diálogos socráticos, he aquí cómo comienza el maestro su primer artículo publicado en el 1906. Dice: «Así como la sociedad civil tiene sus tribunales de represión, y las sociedades particulares los tienen de honor; así la sociedad, en general, tiene un tribunal supremo llamado sanción moral, compuesto de la opinión pública educada en la práctica del deber y de la virtud».

No era don Manuel Ubaldo Gómez Moya un escritor ni galano ni castizo. Su prosa era cruda, como debía corresponder a su alma sencilla y honrada. Pero difícilmente se puede encontrar entre los escritores de aquel «pueblo de alma blanca» que abraza el Camú, como exclamara en su vibrante salutación el poeta, uno que haya realizado una labor periodística de mayor altura y trascendencia que el jurisconsulto e historiador don Manuel Ubaldo Gómez Moya. En El Adalid, para el 1907, aparecieron sus doctrinarios artículos «El juego», «Empréstitos» y «Liberales de ocasión»; desde

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las columnas de El Progreso combatía la desgracia de nuestros males sociales en aquellos años del 1915 y del 1916, de lo cual da ejemplo claro el artículo «La epidemia del revólver», según su feliz expresión, «más fuerte que la gusarola, el paludismo y la fiebre tifoidea». Y desde El Ideal, en sus tres épocas fecundas en espíritu y en intenciones, con sus artículos «Sanción moral», critica a los abogados «que a sabiendas meten en malos pleitos a sus clientes, a los comerciantes que roban y a los notarios que falsifican». Porque, tal como él les predicaba a los jóvenes de aquel entonces, «hay que poner coto a la gangrena social, y eso puede hacerlo la juventud sana y honrada». Todos estos artículos periodísticos de don Ubaldo estaban calzados, algunos, con sus iniciales, y la mayor parte, con su seudónimo doctor Rosas, pues la humildad fue el leitmotiv de su fecunda vida. Actitud que él mismo explica, cuando, en la «Aclaración» publicada en El Adalid el 20 de junio del año 1916, y frente a las malignas intenciones de los que intentaron tergiversar su labor en el seno de aquella comisión enviada por los municipios de la República a esta ciudad capital para ofrecer, según sus mismas palabras, «a las autoridades superiores sus buenos oficios en el sentido de gestionar la paz como medio de evitar que siga la intervención americana en la República», dijo: «Nunca he sido amigo de bombos, y me han parecido ridículos los que tienen apego a esas pueriles vanidades». A este principio vivió aferrado, durante toda su vida noble y útil, el maestro. Y por gustarle así la existencia humilde y tranquila, se entregó en cuerpo y alma a brindar las bondades de su espíritu en el seno augusto de la masonería. Fue un fiel creyente de sus doctrinas y la logia Concordia No. 3 del Oriente de La Vega siempre vio en él a su hijo predilecto. Y cuando se acercaba el triste momento de su muerte, y como postrera muestra de la sinceridad de su honradez y de su virtud, pidió que su cadáver fuera trasladado, de su hogar, directamente al seno de su logia, y que fueran sus hermanos masones quienes hicieran las exequias fúnebres. Yo tuve el honor y la satisfacción en ese momento de emoción inolvidable, de presidir como venerable maestro aquellas ceremonias

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que él consideró como únicamente necesarias para acogerse en la mansión eterna a la divina gracia que brinda a los justos el Supremo Artífice del universo. Como vivió, murió: querido de todos. Hizo de su corazón el cofre en el cual guardó el alma de su ciudad natal, y esta, admirada y agradecida, se ha convertido en la madre amantísima que continuamente evoca, en medio de las suaves armonías de sus pinares altivos, la grandeza de su nombre y de su obra. Pronto, no hay que dudarlo, en mármol se plasmará su efigie de varón noble y austero; y entonces La Vega, jubilosa y enaltecida, además del monumento que ya le tiene levantado a su augusta memoria en el propio corazón de cada uno de sus hijos, ofrecerá, para ejemplo de las generaciones presentes y futuras de la República, el otro, tallado en el mármol, blanco como su misma alma, extraído de las próvidas entrañas de su valle prodigioso. Clío, X:56 (noviembre-diciembre de 1942, pp. 169-170)

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Juan Pablo Pina

El prócer Pedro Alejandrino Pina, trinitario y restaurador, tomó como esposa a Micaela Rosón, la joven guapa y honesta que en los predios de Antonsí prohijara la familia Meriño. De esta unión, que la sagrada angustia del patriotismo hizo infeliz, nació, como tercero y último fruto, Juan Pablo Pina y Rosón. La amistad de amor entrañable que unía al padre con el apóstol y maestro de la causa sacrosanta de la Patria, hizo que se llamara Juan Pablo, y el sacramento de la Iglesia unió aún más a Duarte y a Pina cuando las aguas bautismales iniciaron al tierno Juan Pablo en la vida cristiana. Desde joven se dedicó al estudio. Cultivó las bellas letras y poseído por este dulce amor de las musas, madrigalizó en los polícromos abanicos de las bellas y representó con donaire en las tablas de aquel teatro que instaló la sociedad Amantes de las Letras. El ostracismo fue el hogar que dio por muchas veces la ingratitud de los hombres a su padre: por ello aborreció la política. Y cuando la incomprensión apasionada eclipsó el sol de la libertad patria, corrió a las fronteras del sur a unirse a Sánchez, quien junto con Pedro Alejandrino Pina venía a restaurar los fueros ultrajados de Febrero. – 299 –

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Juan Pablo Pina alcanzó el grado de capitán en esta guerra de la Restauración. Años más tarde, armado en lucha contra nuevos propósitos de anexión, combate junto a su padre y a Cabral los fines proditorios de Grant y de Báez. En esta hora, en Las Matas de Farfán, una terrible enfermedad le arranca de su lado la persona amada y heroica de su padre. Librada la Patria de esta otra amenaza de ignominia, Juan Pablo Pina, hacia el 1878, va a San Cristóbal. Y allí se prenda de Luisa Erciná Chevalier, la dama noble y virtuosa que había enviudado de don Pedro Molina y con quien un tiempo después contrajo matrimonio. La austeridad, el talento, la virtud y el amor dejan fundado el nuevo hogar. Juan Pablo Pina, escudado en la templanza de Luisa Erciná, se dedica en cuerpo y alma a levantar una honorable familia con sus propios hijos. En San Cristóbal fundó Juan Pablo Pina una escuela de varones, y desde ella sirvió de mentor a la juventud de aquellos tiempos. Editó el primer periódico que viera la luz en esa próspera común y más tarde, el Boletín Municipal. Fue, en distintas ocasiones, presidente del Ayuntamiento, síndico municipal y alcalde. Y en 1911, cuando el haitiano intentó violar nuestro territorio, Juan Pablo Pina, aunque de avanzada edad, siempre fiel a su actitud patricia, fue el presidente de la Junta Patriótica instalada en San Cristóbal. Se desvivió por el bien público, principalmente desde el apostolado del magisterio. Por ello dijo Hostos: «Bien es verdad que la escuela no basta, y que se necesitan, además, hombres como los señores Pina, Cordero y Pérez». Y por ser maestro, fijó todas sus esperanzas en la juventud, como lo demuestran estas palabras suyas: «Lo repito, la juventud es dueña del porvenir, y la Patria soñada por los ilustres de Febrero del 44, va camino de la dicha y de la felicidad en manos de esa juventud».

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Estas palabras las escribió Juan Pablo Pina en 1910. El 22 de julio de 1912 rindió la jornada de la vida, en esta ciudad de Santo Domingo, Juan Pablo Pina. Desempeñaba a la sazón el cargo de director del Registro y Conservaduría de Hipotecas. Renovación, XXXVI:182 (La Vega, 25 de marzo de 1971)

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Trujillo y San Rafael de la Angostura

El poblado que en nuestra era colonial fue fundado con el nombre de San Rafael de la Angostura constituyó, para los años de 1789 a 1791, nuestra firme avanzada fronteriza que en las llanuras del medio norte se oponía a la tenaz penetración de los invasores franceses de occidente. Su situación la define muy bien Del Monte y Tejada con estas palabras: «Luego fue saliendo de la grande vega del norte y orillando los límites de españoles y franceses, se llegaba al oeste o cantón de la Angostura, así llamado por el estrecho paso que ofrecía la cordillera del Cibao, se encontraba el pueblo de San Rafael que como Dajabón servía de puesto de guardia por su proximidad a los franceses».

Las aguas del Bayahá retrataban su hermoso caserío y su iglesia dependía de la de Hincha. Nuestro eminente historiador y geógrafo Casimiro Nemesio de Moya, en su obra inédita que se conserva cuidadosamente en el Archivo Nacional*, fija su fundación para el año del 1763, cuando 1

*

Despradel se refiere al Bosquejo histórico del descubrimiento y conquista de la isla de Santo Domingo, cuyo primer volumen se publicó en 1913, mientras que el resto permaneció inédito hasta su publicación en tres volúmenes por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, en 1976. (N. E.). – 303 –

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gobernaba la colonia don Manuel de Azlor y Urríes. Podemos admitir como exacta esta fecha, pues en una real cédula dictada en San Lorenzo el trece de noviembre de 1771, por medio de la cual el rey ordenaba votar «dos mil pesos de estas Reales Cajas» para reconstruir dieciséis bohíos que un incendio destruyó en San Rafael el día de San Pedro de 1769, se decía: «Que la anunciada población de San Rafael según le habían informado los oficiales reales de esa isla se estableció en virtud de mi Real Decreto de dos de julio del año de mil setecientos sesenta y uno y a cuenta de mi Real Hacienda se hicieron la iglesia y todos sus muebles».1 2

Reconstruida San Rafael –no obstante haber algunas de las familias canarias que la poblaron huido a La Habana ante las calamidades del incendio– se convirtió, como hemos dicho, en la avanzada fronteriza desde donde las autoridades coloniales españolas contrarrestaban la tenaz penetración de los franceses. Penetración de carácter económico en su primera etapa, para después convertirse en armada conquista de nuestro territorio. Los franceses habían destruido casi todos sus hatos, para dedicar los terrenos al cultivo de la caña, del algodón y del café. Desde entonces les faltaba ganado para su subsistencia y fueron hacia los hatos españoles en busca de él, ya fuera por compra permitida o por la solapada práctica de medios ilícitos. Del Monte y Tejada ha dado una fiel interpretación de este problema, aún de vital actualidad para nosotros, al decir que «al mismo tiempo que se disputaban los límites con tanto empeño, no era menor la cantidad entre los gobernadores sobre carnes». De este lado de la frontera, extensos hatos, mucho ganado y población escasa; del otro, población abundante, ricas plantaciones y poca carne. Desequilibrio entre los coeficientes básicos de la normal subsistencia. Resultado: robo, contrabando y conquista del terreno despoblado.

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Inédito. Archivo del licenciado Emilio Rodríguez Demorizi.

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Han sido necesarios más de veinticinco lustros para que surgiera Rafael Leonidas Trujillo y Molina y restableciera el equilibrio, dominicanizando las fronteras al dotarlas de «su atmósfera y su carácter nacional». Para el año de 1773, al reglamentar las autoridades coloniales españolas la introducción del ganado a la parte francesa, se señalaron como únicos lugares por donde legalmente podía conducirse este a Dajabón, Las Caobas y San Rafael. Después, cuando en el 1788, ante el anuncio de la reunión en Francia de los Estados Generales, los grandes plantadores demandaron al rey que Saint Domingue fuera considerado, no como una colonia, sino como una provincia de Francia (Dorsainvil). Y más tarde, al rebelarse, en la noche del 22 de agosto del año 1791, los esclavos contra los blancos ricos y poderosos, San Rafael de la Angostura se convirtió en el centro militar y político desde el cual el gobernador y capitán general español don Joaquín García ponía en ejecución sus sagaces medidas para evitar que las sangrientas revueltas que se desarrollaban en la colonia vecina se extendieran a esta parte española del este. En San Rafael residía la Comandancia General de las fuerzas españolas que debían resguardar las fronteras del sur. Al mando, primero, del coronel don Joaquín Cabrera, y después, del brigadier don Matías de Armona, este histórico poblado fue testigo de las continuas disputas de Toussaint, Biassou y Jean François, caudillos negros que para aquellos años decisivos combatían a los franceses bajo las órdenes de las autoridades españolas de esta parte del este. Pero cuando Toussaint abandonó las filas españolas para prestar sus valiosos servicios a la República, crítica fue la situación de esta avanzada fronteriza al dar un gran impulso esta defección del prodigioso caudillo negro al plan de los comisarios de la escarapela tricolor de entregar al dominio de los negros el territorio en donde estaban enclavadas las poblaciones españolas de San Rafael, de San Miguel, de Hincha y de Bánica. El coronel don Joaquín Cabrera, ante la falta de hombres y de recursos, ya le había previsto esto a la Audiencia, cuando le dijo: «San Rafael y aún San Miguel

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mucho más, se hallan totalmente dentro del círculo proyectado por los franceses».2 Toussaint vence a Biassou en San Miguel y sorprende a Jean François en Dondon. Desde entonces, el caudillo singular se impone sobre sus adversarios, y a fines de 1794 San Rafael de la Angostura cae en poder del negro excepcional que sería más tarde el mártir del castillo de Joux. Las armas de la Reconquista dejan sin efecto las estipulaciones de Basilea y amortajado en sus propios pañales por las presuntuosas huestes de Jean Pierre Boyer el grito independentista de Núñez de Cáceres, sobre la antigua Española cayó, durante veintidós años, la noche negra de la dominación haitiana. El 27 de Febrero, bajo el conjuro de las gloriosas piedras centenarias de la Puerta del Conde, nace la República; e iniciada en esta hora inmortal nuestra guerra de Independencia, con la heroica campaña de 1856 el extraño dominador quedó completamente vencido. En esta campaña las armas dominicanas solamente hicieron llegar su bandera de brillantes triunfos hasta Bánica y los puertos, y por ello San Rafael de la Angostura, y todos los demás poblados de fundación y de raigambre españolas que se extendían en el rico valle de Guaba, desde entonces pasaron a ser posiciones conquistadas por nuestros numerosos vecinos del oeste. En nuestros días el poblado que en nuestra era colonial fue fundado con el nombre de San Rafael de la Angostura, en lenguaje extraño se llama lisa y llanamente Saint-Raphaël. En 1777, cuando se demarcó la línea de Aranjuez, las mojonaduras marcadas con los números 88, 89, 90, 91, 92, enclavadas en el valle de Dondon y en el monte de la Angostura, hacían de este poblado una de nuestras más importantes avanzadas fronterizas. Hoy se encuentra situado hacia el extremo oeste del departamento del norte de la República vecina; dista 120 kilómetros de Las Caobas, 27 de San Miguel, 71 de Hincha y aproximadamente 150 de Bánica, único 3

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Carta del 4 de abril de 1793. Antonio del Monte y Tejada. Despradel no indica el título de las obras de Del Monte de las cuales extrae las citas. (N. E.).

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poblado que de estas fundaciones de nuestra era colonial española logró reconquistar con sus armas victoriosas la República. Por patriótica iniciativa de nuestro presidente el generalísimo Trujillo, el Congreso Nacional ha votado una ley por medio de la cual a partir del 1º de enero próximo se crea en una gran extensión de nuestro territorio fronterizo del sur la nueva provincia de San Rafael. Desde Ravinsal, paraje aledaño a los límites sur de Montecristi, el cual, haciendo honor al alto espíritu de dominicanidad que informan todas las actuaciones de esta nueva era de Trujillo se llamará Arroyo Limpio, hasta Saint Bacon, paraje limítrofe con el extremo norte de Barahona, y por los mismos motivos expuestos, denominado Aniceto Martínez, se extenderá esa nueva provincia fronteriza que en nuestras tierras calientes y bravías del sur, en función amplia de instructiva dominicanidad, hará volver a esas regiones «su atmósfera y su carácter nacional», como lo ha proclamado con su robusta palabra de jefe, y de patriota nuestro presidente, el ilustre generalísimo Trujillo. Objetivemos. Que nuestro lirismo tropical no nos haga caer en esta hora de franca exégesis nacional en rimbombantes y hueras alabanzas gongorinas. Ante la obra del generalísimo Trujillo, redonda, cabal y sólida, la labor del escritor consciente y lógico, y que esté además animado por ese espíritu de práctico y constructivo dominicanismo que impulsa la obra portentosa del jefe más auténtico que ha tenido el pueblo dominicano, es la de la ponderación ecuánime y la del análisis detenido de sus ya definidas proyecciones. Ante propios y extraños hay en esta era definitoria de los destinos de nuestro pueblo, un hombre y una obra. El hombre ha actuado y actúa. La obra está realizada y mantiene, ante circunstancias tan difíciles como las que hoy amenazan la existencia de toda civilización, su ritmo ascendente de normal perfeccionamiento. Si algunos, por pasión, por ceguedad o por ignorancia se atreven a combatir al hombre, este solamente tiene que señalar su obra, y ella, por su redondez, por su cabalidad, y por su solidez, se impone. La Nación, IX:3,157 (Ciudad Trujillo, 24 de octubre de 1948)

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Algo de historia sobre Curazao

Las Antillas son islas maravillosas, tanto las Mayores como las Menores. Apartémonos en este momento de las grandezas naturales de las Mayores y hablemos de los encantos de las Menores en estas páginas, todos sintetizados en la hermosura sonriente de Curazao. Las islas Menores han sido llamadas de Barlovento y Sotavento. La dirección de los vientos locos del Caribe ha definido su designación geográfica. Curazao pertenece a las Antillas Menores de Sotavento, las islas que no reciben el viento directamente, sino de rechazo, desde la desembocadura del Orinoco hasta el golfo de Maracaibo. Como ella están también Aruba, Buen Aire, Los Roques, Blanquilla, Tortuga, Cubagua, Orchila, Margarita, Trinidad y otras islas más pequeñas.

La geografía Curazao está situada paralela a la península de Paraguaná, en la costa norte de Venezuela, y a setenta y dos kilómetros al NE del cabo San Román. Es una isla montañosa y árida, de forma alargada, estrecha hacia el centro y por las puntas S y N La longitud de SE a NO

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es de 53 kilómetros, con anchura máxima de 20 kilómetros y su superficie abarca 600 km2 aproximadamente.1 Curazao, como toda isla antillana, también tiene sus cabos extremos. A ella le corresponden hacia el NO, la Punta Norte y el SE, la Punta Cañón. Refiramos del franciscano historiador nuestro los siguientes datos: «Curazao es montañosa y de origen volcánico, aunque sus elevaciones no presentan sistema; en el N los cerros arrancan cerca de las costas, y se internan hasta formar en el interior algunas mesetas altas. Los cerros del S son cuchillas estrechas como el Jafelberg (Monte de la Mesa) y Driegebraeders (Los Tres Hermanos). Las principales alturas son San Cristóbal (375 metros)2, punto culminante al NO; San Jerónimo y San Antonio, cada una con 200 metros. Otras colinas tienen alturas que ni bajan de 20 metros ni suben de 60. No hay ríos, causa de que la agricultura esté descuidada, pero los pozos dan agua de buena calidad y en abundancia. Una fuente natural sale de las cuevas de Hato, población pequeña en la medianía de la isla y costa del N».

Estamos haciendo historia y proseguimos con ella. Pero ya es tiempo de terminar con la geografía. Las costas de Curazao. A lo que a nosotros respecta, y en aquellos tiempos de luchas libertadoras, estas costas fueron refugio, remanso y sitio de muchas esperanzas.

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Cipriano de Utrera, «Curazao», en Panfilia, No. 11, Santo Domingo, 15 de diciembre de 1923. Cayetano Armando Rodríguez en su Geografía física, política e histórica de la isla de Santo Domingo o Haití, al referirse a Curazao dice: «La longitud de SE a NO es de 60 kilómetros; su mayor anchura de 12 y su superficie de 550 kilómetros cuadrados». La Enciclopedia Espasa en su última edición acepta estos datos del historiador y geógrafo dominicano recientemente fallecido. Cayetano Armando Rodríguez: 365 metros.

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Sobre ellas, C. Armando Rodríguez, en su Geografía ha dicho lo siguiente: «Las costas de Curazao ofrecen bahías y puertos de alguna consideración. El puerto franco de Santa Ana, en la costa meridional, es una especie de lago interior dividido en muchas otras bahías y se comunica con el mar por un ancho canal de bastante profundidad». Como lo dijo también nuestro historiador y geógrafo antes citado, allá para el 1900: «La entrada de ese puerto está defendida por dos fuertes. Al sudeste y dominada por una ciudadela, se encuentra la bonita bahía de Caracas, la que, por su magnífica posición, se ha dedicado a estación de cuarentena». Prosiguiendo estas breves notas, vayamos al 1900. «La capital de esta colonia holandesa es Willemstad, a la entrada del puerto. Esta ciudad ofrece, a manera de calles, algunos brazos de mar o canales de 20 metros de ancho, que la dividen en cuatro barrios llamados Otra Banda, Pietermaai, Scharloo y Punda». 1923. Seis lustros atrás: «La ciudad de Willemstad difiere notablemente de las ciudades antillanas, por el aspecto de sus buenos edificios, semejantes a los de Holanda en el estilo; tiene planta eléctrica, acueducto, servicio urbano e insular de teléfono, casas de hipotecas, caja de ahorros, bancos, dos establecimientos de beneficencia, hospital de leprosos,3 dos orfelinatos católicos y algunos colegios de enseñanza de gran nombradía en el exterior, como el Colegio de Santo Tomás dirigido por los Fratres y el Jabay o Welgelegen, instituto de señoritas fuera de la ciudad y al NO, en la prolongación de Bredestraat y Roode Weg, junto al borde O de la bahía Schottegat,

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Durante nuestras luchas independentistas, Curazao fue para nosotros un refugio acogedor y útil. Limitándonos al punto médico digamos que más de cien años atrás la Antilla holandesa era nuestro centro de aprovisionamiento terapéutico. Como ejemplo, dejemos constancia de que cuando la temible epidemia de viruelas de 1843, la vacuna tuvimos que mandarla a buscar a Curazao, pues no la había en Port-au-Prince.

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que es capaz de albergar numerosos buques tanto por su posición en el fondo del canal de Santa Ana, como por su extensión y profundidad de 23 metros. Willemstad tiene una entrada curiosa y agradable por la situación de los fuertes de defensa Riffort al O y el Waterfort al E».4

Su nombre. De todas las Antillas, Mayores y Menores, Curazao ha recibido su nombre de una fuente muy rara. Los indios que la poblaron eran, seguramente, arahuacos, pero no cabe duda de que esta palabra Curazao no es de procedencia indígena. Las Antillas han sido bautizadas como por un capricho fantástico. Así, la etimología de la palabra Curazao no es bien conocida. Según algunos, ese nombre viene del de un marino español, Quirazao, a quien se atribuyó el primitivo descubrimiento de la isla; otros creen que viene de la corrupción de la palabra francesa corrosol (guanábano), por la abundancia que allí hay de esta fruta; por último, hay quien pretenda que la palabra Curasao viene de cura y asado, porque se dice que en la época de la conquista un cura fue asado vivo en aquella isla. Toda remembranza bien merece una página. Fue hacia el 1880. Estaba en la Otra Banda el colegio de señoritas Welgelegen. Era para el 1880. En la República Dominicana, dominaba Ulises Heureaux. Y allá fue a estudiar nuestra madre con dos hermanas. Y así nos han contado. Estaba el colegio en el lado de la Otra Banda, y como ya hemos dicho era su nombre Welgelegen. Lo dirigían hermanas franciscanas que tenían su casa general en Amsterdam. Contaba con más de 300 alumnas, la mayoría procedentes de países suramericanos. De nuestro país pasaron por allí muchas adolescentes, que después fueron grandes damas de nuestra sociedad, preparadas en idiomas, música, labores y diferentes ramas de la literatura y de las ciencias.

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Cipriano de Utrera, loc. cit.

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Descubrimiento Cuando Alonso de Ojeda estaba en compañía de Américo Vespucio, hacia el año 1499, para algunos historiadores el 26 de julio, día de Santa Ana, fue descubierta la isla de Curazao. El cronista de Indias Gonzalo Fernández de Oviedo dejó constancia en una de sus relaciones de unos datos fantásticos acerca de los indígenas que la habitaban y del miedo que su corpulencia infundió en el ánimo de los descubridores, los cuales por ello no osaron penetrarla tierra adentro. Según la leyenda, por esta razón recibieron el nombre de Islas de los Gigantes Curazao y sus islas adyacentes de Aruba y Bonaire. Las Casas, quien estuvo en la isla no muchos años después de su descubrimiento, como no halló en ella gigante alguno, «se complacía años después en llamar a Oviedo embustero repetidas veces en su Historia de las Indias». Hacia el 1527, el emperador Carlos V cedió el señorío de Curazao al fundador de Coro, Juan de Ampués. La isla fue colonizada muy lentamente y en 1634 se apoderaron de ella los holandeses, cuando la expedición bajo las órdenes de Jan Van Walbeech hizo capitular al factor español don Antonio López de Morla. Los holandeses en breve tiempo exterminaron la raza aborigen, ya monopolizada(sic) por las grandes masas de negros africanos importados a la isla como pobre carne de esclavitud.

Invasiones Europa en aquellos tiempos de rivalidades en el campo de las competencias coloniales, hizo del mar Caribe un inquietante y trágico escenario de sangrientas luchas de conquistas y de reconquistas. Las islas, tanto las Mayores como las Menores, no tenían paz ni sosiego, y su normal existencia era una constante alternativa entre la opulencia, la muerte y la miseria.5 5

Basta leer el libro de Justo Zaragoza Piraterías y agresiones de los ingleses en la América española, para darnos cuenta de esta tragedia. La isla de Cura-

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Así, por varias ocasiones ingleses y franceses trataron de quitarle a Holanda el dominio de Curazao. De entre estas invasiones fue una de las más célebres la francesa de 1714, comandada por el corsario de nombre Jacques Cassard, la cual no tuvo eficacia como medio de conquista. En 1798 Curazao fue sometida por los ingleses, hasta cuando Holanda la recuperó en 1802. Inglaterra recuperó la isla hacia 1806, y la madre patria holandesa recupera su hija predilecta del mar Caribe al caer Napoleón en 1814 y los tratados fijaron para Holanda su definitivo y actual dominio. Fue el 27 de febrero de 1816 cuando llegó a Curazao el vicealmirante Kikkert, quien como gobernador general, tomó definitivamente posesión de la isla en favor de Holanda.

La República Dominicana y Curazao Para cerrar estas notas históricas vamos a presentar, de manera resumida por supuesto, las siguientes noticias relativas a ciertos aspectos de la unión que ha existido entre la atrayente gran Antilla Menor y nuestra República, al través de varios momentos interesantes de nuestra historia patria. Cuando en el 1843 el haitiano Charles Hérard Aîné, después de consumado el movimiento llamado de La Reforma, realizó su recorrido en nuestro país de persecuciones y atropellos, Duarte tuvo que salir de nuestro territorio y exilarse en Curazao.

zao fue muchas veces víctima de estas depredaciones; pero debido a la limitada extensión de este trabajo, nos eximiremos de entrar en detalles en ese punto. La obra de Zaragoza fue publicada en Madrid en el 1883. Imprenta de Manuel G. Hernández. Como ejemplo digamos que en la última invasión inglesa a la América española, Curazao recibió grandes daños y sufrimientos. Fue atacada por supuesto, de paso, con el más poderoso armamento de los ingleses, formado de cincuenta navíos de guerra de primera, segunda y tercera orden, al comando de los almirantes Eduardo Weinón(sic) y Chaloner Ogle, vicealmirante Lestok, y ciento treinta de transportes con trece mil hombres a la conducta del general Wembor.

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Allí estaba el patriota, en un hogar que debemos localizar, reconocer y adorar. Proclamada la República el 27 de Febrero de 1844, una de las principales medidas de nuestra primera Junta Central Gubernativa fue enviar a buscar al padre de la Patria, de su exilio en Curazao. Fueron a buscarlo en la goleta La Leonor, comandada por Juan Alejandro Acosta, los trinitarios Pina y Pérez, y el fundador de la República llegó a nuestras costas el 14 de marzo de 1844. En el 1861, cuando Santana llevó a cabo sus planes de anexión a España, en Curazao se reunieron nuestros patriotas para combatir los planes antipatrióticos del futuro marqués de Las Carreras. En esta Antilla hermana, bajo la inspiración de Sánchez, se constituyó la Junta Revolucionaria que combatió la anexión y que fuera para él su apoteosis de martirio en El Cercado. Para cerrar esta página de las anexiones, digamos que cuando Buenaventura Báez intentó hacernos colonia de Norteamérica, hacia el 1871, en Curazao estuvo el centro de acción de Quisqueya para combatir tan nefando plan. Muchos dominicanos ilustres, frente a tales circunstancias, escogieron a aquella Antilla próspera y hermosa como hogar y refugio. Consecuencia de esto es que allí hayan nacido, entre otros, nuestro Arturo Pellerano Castro, el 13 de marzo del año 1865, sobrenombrado el Byron dominicano, y el doctor Salvador Bienvenido Gautier, eminente clínico dominicano, el 14 de febrero de 1868, cuyo nombre prestigia uno de los hospitales que nos enorgullecen en esta época de efectivo engrandecimiento nacional. Hasta aquí estas notas sobre la isla antillana menor de Curazao, cofre de encantos para nuestro país y para muchos de esta América. Ciudad Trujillo, junio, 1954. Revista Patria Nueva, XVIII:119 (Ciudad Trujillo, 25 de julio de 1954)

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¿En qué fecha se fundó la ciudad de La Isabela? El acta de fundación de la primitiva ciudad de La Isabela aún no ha sido encontrada por ningún investigador de los hechos históricos concernientes al Descubrimiento y Conquista del Nuevo Mundo; y lo más probable es que esta acta no exista, pues tal como lo ha expresado el acucioso fray Cipriano de Utrera, parece ser que ni aun para la antigua ciudad de Santo Domingo de Guzmán los colonizadores españoles levantaran acta de fundación; además, y en cuanto al punto especial de nuestro informe, hasta la fecha no ha sido publicado un documento que atestigüe que el 24 de abril de 1494 fuera fundado el Cabildo de la antigua ciudad de La Isabela. En nuestras investigaciones, ninguno de los historiadores consultados ha hecho mención de que en dicha fecha del 24 de abril de 1494 fuera establecido el Cabildo de la antigua Isabela. Ni Pedro Mártir D’Anglería, en sus Fuentes históricas sobre Colón y América; ni Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, en su Historia general y natural de las Indias; ni Juan Bautista Muñoz, en su Historia del Nuevo Mundo; ni el padre fray Bartolomé de las Casas, en su Historia de las Indias; ni el bachiller Andrés Bernáldez, en su Historia de los Reyes Católicos; ni José Ma. Asencio, en su Vida de Cristóbal Colón; ni Navarrete, en sus Relaciones de los viajes de Colón; ni López de Gómara, en su Historia de Indias. Y entre los historiadores nacionales, ninguno tampoco da constancia de – 317 –

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semejante hecho, como puede comprobarse fácilmente si se consultan las obras de don Antonio del Monte y Tejada, de don José Gabriel García y de don Casimiro Nemesio de Moya, para nuestro concepto los tres autores de pasadas épocas más autorizados en nuestro medio en lo concerniente a la historia colonial de la isla. La aceptación de la fecha del 24 de abril de 1494 como la de fundación del Cabildo de la antigua ciudad de La Isabela, ha tenido de seguro su origen en una equivocada apreciación de los hechos históricos. He aquí la exposición escueta de estos hechos. El jueves 24 de abril de 1494 el almirante don Cristóbal Colón, «en nombre de la Sancta Trinidad», partió de la ciudad atlántica de La Isabela a realizar nuevos descubrimientos. Antes de partir, el almirante, «para dejar la gobernación de los españoles ordenada, y lo demás que tocaba a los indios desta isla» (Las Casas), nombró a su hermano don Diego Colón gobernador interino de la isla y escogió un número de personas, «de mayor prudencia, y ser, y auctoridad» (Las Casas) para que asesoraran a don Diego. Entre los cronistas antiguos solamente Las Casas y Muñoz nos dicen que Colón, para el gobierno de la isla, depositó todas sus facultades en una junta o consejo, que bajo la presidencia de don Diego Colón estaba formada, además, por el padre fray Bernardo Boil, Pedro Fernández Coronel, Alonso Sánchez de Carvajal y Juan de Luxán. En cambio, Pedro Mártir D’Anglería, al dar cuenta de la partida de Colón de La Isabela el 24 de abril de 1494, para realizar nuevos descubrimientos, nos dice que él dejó «el gobierno de ella y de toda la isla a su hermano y a cierto Pedro Margarit». Gonzalo Fernández de Oviedo, al dar cuenta del mismo acontecimiento histórico, expresa que Colón «dexó por su teniente e gobernador desta isla e con toda la más jente de los christianos a don Diego Colón su hermano», y el bachiller Andrés Bernáldez nos relata que cuando «partió el almirante a descubrir la tierra firme de las Indias a 24 días del mes de abril dejó en la ciudad por presidente a su hermano e un frayle que se decía fray Benito, y ordenado lo que cada uno había de hacer».

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Por lo expuesto anteriormente nos podemos convencer de que en el caso que ha motivado el presente informe se ha querido tomar por el Cabildo de La Isabela a la junta o consejo que dejara Colón en aquella ciudad a su partida el 24 de abril de 1494, y de cuya existencia solamente nos dan noticias, entre los historiadores antiguos de estas Indias, el padre Las Casas y Juan Bautista Muñoz. Estudiando detenidamente los hechos históricos no hay razón para que se establezca tal confusión. Para no hacer muy extenso este informe, solamente invocaremos dos razones que ponen claramente de manifiesto que no hay lugar a semejante confusión. Primero: Esta junta o consejo, si realmente existió, no era un Cabildo. El Cabildo, o más propiamente Ayuntamiento, se componía de un alcalde mayor, un alcalde ordinario y tres o más regidores. En la junta que nos ocupa no había ningún personaje con semejantes funciones; y no podía haberlo, pues ya con Colón en su segundo viaje había venido el alcalde mayor de La Isabela, quien mantenía aún su cargo en el 1496, como veremos más adelante, y también para mucho antes del 24 de abril de 1494, ya Colón había nombrado a don Francisco Roldán alcalde ordinario de la misma ciudad. Además, el Cabildo era una institución de jurisdicción limitada, no general: era «la junta que tienen y celebran los regidores y ventiquatros de las ciudades y villas para tratar y conferir lo tocante a sus cuerpos, estado y gobierno». Y como hemos visto anteriormente la junta designada por Colón el 24 de abril era para el gobierno de toda la isla y tenía en el ejercicio de sus funciones que someterse al cumplimiento de las órdenes que antes de su partida dejó consignadas el celoso almirante y gobernador perpetuo. Segundo: Por los datos que expondremos a continuación debemos admitir que al fundar el almirante la antigua ciudad de La Isabela, a fines del mes de diciembre del año 1493, también fue instituido su Cabildo. Los críticos de la historia de América han observado que los colonizadores iberos, antes de completar la construcción material de las ciudades y villas, creaban

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la organización institucional de ellas, representada en los cabildos. Así debió de suceder en la antigua Isabela, como dan testimonio de ello las siguientes noticias. Juan Bautista Muñoz, al referirse a la fundación de la ciudad de La Isabela, hacia fines de diciembre de 1493, dice que «fueron nombrados oficiales de justicia y regimiento; alguacil mayor, Pedro Fernández Coronel; alcaide de la fortaleza, Antonio de Torres». Cristóbal Colón en el célebre Memorial que envió a los Reyes Católicos con Antonio de Torres, fechado en La Isabela el 30 de enero de 1494, expresa lo siguiente: «Así mismo diréis a sus altezas cómo vino el bachiller Gil García por alcalde mayor e non se le ha consignado ni nombrado salario». Es decir que como se desprende de estas citas y de las consideraciones que hemos hecho anteriormente, el Cabildo de la antigua ciudad de La Isabela estaba ya creado desde los primeros días de enero de 1494. Más aún, cuando Colón, antes de su partida el 24 de abril de 1494, nombró su junta de gobierno, lo que hizo fue, llevado por su espíritu absorbente y autoritario, restarle poder y autoridad al primer Cabildo fundado por él mismo cuatro meses antes de su partida, en tierras del Nuevo Mundo. El almirante descubridor no tuvo un muy alto concepto del hondo significado que tenía la institución municipal en aquellos gloriosos tiempos de las católicas majestades. Esto puede verse cuando destituye de la alcaldía mayor de La Isabela a Gil García, cargo que ejerció este desde enero de 1494 hasta el año 1496, para nombrar en su lugar a Francisco Roldán y Jiménez, quien a su vez fue destituido por el almirante porque, tal como lo expresa Roldán al arzobispo de Toledo, «e yo refrenándole algo de sus cosas que me parecían indebidas tomó odio conmigo, que de su mano fizo otro alcalde para seguir su voluntad». Queda demostrado, pues, que el 24 de abril de 1494 no fue fundado el Cabildo de La Isabela, por existir ya este Cabildo desde comienzo de enero de ese mismo año de 1494. 1

1

Juan Bautista Muñoz, Historia del Nuevo Mundo, p. 193. Despradel no indica los datos de la edición de esta obra. (N. E.).

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En el año de 1518, escribe el licenciado Carlos Larrazábal Blanco en su trabajo histórico «Ideario españolense del siglo XVI»2: «A pedimento de la tierra y gobernando los padres jerónimos, se efectuó en la ciudad de Santo Domingo una junta de procuradores, o hablando en lenguaje político moderno un congreso de ayuntamientos, la junta se instaló el día 20 de abril, en el monasterio de San Francisco, hasta fines de mayo o principios de junio».

Larga y debatida fue la labor de este congreso de los altos representantes de los cabildos entonces existentes en esta isla y para que se vea el amplio espíritu de justicia y liberalidad que en muchos puntos inspiró sus trabajos, es conveniente consignar aquí que entre sus muchos acuerdos son dignos de mención aquellos que establecían que el gobernador no fuera perpetuo, que se instituyera la libertad general de comercio con todos los pueblos de España y de Indias, aun con los extranjeros, y aquel por medio del cual se le pedía al rey que «no enajene su alteza esta isla ni parte de ella». Renovación, XXXVII:196 (La Vega, 4 de abril de 1972)

2

Carlos Larrazábal Blanco, «Ideario españolense del siglo XVI», en Clío, julio-agosto, 1934, p. 124.

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Una charla del doctor Guido Despradel: un anecdotario médico de antaño En el Organon *, en su capítulo primero, se lee la siguiente sentencia: «La primera, la única misión del médico, es la de dar la salud al enfermo; esto es lo que se llama curar». Existe una re-historia y una intro-historia. La primera es cuestión de documentos; la otra es asunto de conversación, de preguntas y de anécdotas. Conversar es una virtud muy laudable por cierto. El hombre aislado es cero; está en contra de la teoría de Rousseau. Esta puede ser una introducción algo inexplicable. Pero es exacta. Conversando los hombres se entienden y además, se cuentan sus cosas pasadas. Por tanto, conversemos. Cuando nació la República hacia 1844, toda nuestra influencia cultural médica venía de Francia. Más claro: de París, la Ciudad Luz. Fuimos colonos de España durante cuatro siglos, pero colonos de hato; no de cultura. Por ello, nuestros códigos son franceses y nuestra terapéutica, también francesa. En la memoria de los pueblos hay cosas como una punta de lanza que rompe su destino y los vira hacia meridianos extraños. Concretemos el tema: El siglo xix fue el período glorioso de la medicina experimental. Fue el siglo del animismo de Stahl y de Hoffmann; de 1

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Organon es el nombre dado al conjunto de obras de lógica escritas por Aristóteles. (N. E.). – 323 –

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la teoría mecánico-química de Boerhaave y de la irritabilidad de Glisson y de Haller. Fue el siglo de la terapéutica alopática. Se hablaba en él de patologías inflamatorias, gástricas, biliosas, pútrida, nerviosa, […] del pecho, de oftalmia reumática, de fiebre cefálica y de reumatalgia (sic) del pecho y los miembros. Y en el dictó sus cátedras brillantes Dieulafon, y publicó Trousseau, en colaboración con Fidoux, su Tratado de terapéutica y materia médica. Ahí está el aconitum como antiflogístico; el árnica, como resolutivo; el colchicum, como reabsorbente; el sulfur, como antisóprico. Además el helleboras, la begonia, el arsenicum, medicamento poli-cresto; el heparsulphuris calcareum; la schilla, la sabadilla. Está de más mencionar la ipecacuana, la escila y la digital, medicamentos básicos de las fórmulas magistrales. Nuestra escuela médica era francesa. La del Hôtel-Dieu. La de la Sorbona. La de médicos siempre vestidos de bombo y chistera. Su prototipo: el doctor Alfonseca de París. Hombre, médico y sabio. Aquí un desliz. El almizcle era un medicamento muy valioso y estimado en aquellos tiempos. Cierto señor adinerado de la capital de antaño acostumbraba a pegarle a su esposa. Y una vez fue la zurra tan grande, que los familiares de la esposa maltratada tuvieron que llamar al doctor Alfonseca, de París. Frente al caso, el celebre galeno formuló lo siguiente: tintura de almizcle, mil gramos. Uso: compresas. El gramo de la tintura de almizcle costaba un peso. Y cuando el señor ricacho fue a protestarle de lo caro de la receta, el doctor Alfonseca de París le dijo: «Cómprela, para que no le pegue más». Terapéutica: palabra sagrada para el buen médico. Veamos cómo se aplicaba en nuestros hospitales en aquellos años del 1844 al 1900. Eran los tiempos de las sangrías, de los purgantes, de las ventosas, de los vejigatorios. Hipócrates inmortal. Quoq ferrum, non sanat, ignis sanat. Lo que no cura el hierro, el fuego lo sana. Terrible dilema. De asepsia y de antisepsia, no hablemos, para aquellos tiempos. Pues fue para el 1896 cuando el doctor Gautier comenzó a propa-

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gar en nuestro país las doctrinas pasteurianas; y años antes, para dar una somera idea hacia el 1894, cuando llegó por primera vez a nuestras tierras el suero antitetánico. Cirugía, la eterna obsesión de los médicos de hospitales, apenas se practicaba. El vientre era una cosa incógnita y sagrada. Para aquellos tiempos, no sé si por suerte, la cirugía tenía un campo muy limitado. La gran operación: amputaciones de los miembros inferiores. Después, incisión de abscesos, punciones vesicales, cura de hidroceles con soluciones yodadas, toracóntesis, paracóntesis. Hacia 1884 el doctor cubano Pedro P. Bobal Valdez hizo amidelectomías, extracción de pólipos nasales y uretrotomías, sobre todo externas. Otro cubano, el doctor Argilagoz, se atrevió a hacer operación de cataratas. Fue necesario que llegara de París el doctor Francisco Henríquez y Carvajal para que se violara el santuario misterioso del vientre. Para el 1890 operó a una niñita de apendicitis. Murió. Pero operó de salpingitis a una paciente, la cual logró sobrevivir. Ya había cobrado carta de ciudadanía la laparotomía en nuestro ambiente. Reumatismo: yoduro, salicilato. Diarreas: polvos de Dover, colargol, ratania y bismuto. Paludismo: quinina. Neumonía: poción de Todd, benzoato y cloruro de amonio. Tónicos: Kola, quina, nuez vómica y genciana. Nervios: los divinos bromuros y el agua de azahar. No dejo de recordar la digital, maravillosa con la escila en el vino de Trousseau. Bálsamo de Fiorarenti, ungüento populeón; las meticulosas fricciones mercuriales dobles, ayudadas por las gotas de licor de Fouler. Sin olvidar el honorable licor de Van Prieten, obligatorio en todas las curas externas. Ejemplo práctico. Hospital La Nacional, casa de salud civil y militar. Lo dirigía el doctor cubano Guillermo Fuentes, a quien mató el mayordomo Manuel Méndez. Allí se desconocía la gasa y el algodón. Hacían sus veces las hilas de trapos viejos. En ese hospital las salas se denominaban Duarte, Sánchez y Mella. Estaba en la manzana donde está hoy el

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Hotel Francés. En una parte de su planta alta vivían los oficiales de Lilís; y en la otra, los pensionados, que pagaban cuatro pesos mensuales. Donde están las ruinas de San Nicolás estaba el calabozo: sala de internamiento de los presos políticos enfermos, a los cuales no les faltaba su dosis regular de jalapa. Cuando un cirujano practicaba una amputación y el muñón no supuraba, alarma general. No estaba bien. Pues la supuración llamaba a la cicatrización, y para producirlas se ponía basilicón. Después el tejido supurante se quemaba con nitrato de plata, para producir la granulación. Si la hepatitis no cedía con las píldoras de Hydock, se ponía en una aguja una cinta de hiladillo impregnada de basilicón, se introducía en la región hepática intramuscularmente para producir la supuración. Este era el célebre sedal, el que aplicó el doctor Brenes hacia el 1888. Al paciente italiano que padecía de una afección supurada del hígado, y preparado con un largo pabilo untado de cera y de ungüento de altea. Brillante terapéutica… Allá, en los hospitales de sangre, la terapéutica era más rústica. Cirugía: extracción de proyectiles. Las heridas se lavaban con agua de coco y con infusión de orégano. Se curaban con hilas impregnadas con aceite de palo. Hemostáticos: el maguey y el copey. Y no mejor cicatrizante que la tela de araña. En aquellos hospitales de sangre la terapéutica era caprichosa y urgente. El general Santana siempre solicitaba en campaña agua de Florida y rapé. Y como dato interesante cabe recordar el pedido insistente del valiente Francisco Caba, quien desde su cantón de Guatiguano, en las fronteras del noroeste, le decía al general Domingo Mallol que le enviara medicamentos y sobre todo varias damesanas de romo, el cual, además de darles ánimo a sus tropas, «les hacía sudar a los soldados la calentura»… He aquí una vista panorámica de los usos terapéuticos en nuestros hospitales del pasado siglo. De ese siglo xix de la medicina experimental de Pavlov y de Claude Bernard, y en el cual los homeópatas, discípulos apasionados de Hahnemann, repetían la

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sentencia de Hipócrates que decía «que si los enfermos cancerosos se curaban, se morían más pronto». La terapéutica de las sangrías, los purgantes, las ventosas, los sinapismos, los vejigatorios y las sanguijuelas. La de la zarzaparrilla y el ruibarbo. Cuando para curar a un enfermo de nacíos y de pústulas, se le hacía una herida en una pantorrilla y se le ponía potasa caústica y se vendaba para producir supuración. Maravilloso absceso de fijación.* 2

La Nación, IX:3,724 (Ciudad Trujillo, 16 de mayo de 1950)

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Cortesía de Salvador Alfau. (N. C.).

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El hospital y el padre Billini

La historia no es cuento, sino realidad. Fantasear tejiendo los sedosos hilos de la leyenda, llevados por la ensoñación de querer revivir el pasado, no es hacer historia sino encubrir los firmes senderos por donde corrieron, luchando con el tiempo y turbadas en el espacio, las generaciones pretéritas, con el inconsistente velo de la irrealidad, adornada con los más emotivos arranques del sentimiento. Ya la historia ha dejado de ser arte, para convertirse en ciencia, y limitándonos a nuestro país, no es peregrino afirmar que en esta nueva y correcta evolución de los estudios históricos, es bastante lo que se ha venido alcanzando en los últimos lustros. En cuanto a la historia de la medicina respecta, es pertinente decir que en esta rama es donde estamos más rezagados. Pero brillantes horizontes hacia donde convergen prometedoras rutas, se están oteando en la investigación de esta rama de nuestra propia historia. Los precursores en estudio tan necesario e interesante pueden descansar tranquilos, muy especialmente nuestro inolvidable Elpidio E. Ricart, ya que algunos médicosliteratos actuales han recogido el gonfalón y están trabajando para que no queden fallidas tan nobles esperanzas. Francisco Javier Billini y Hernández es de los pocos hombres que en el accidentado devenir de nuestra historia ha marcado lo – 329 –

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que se puede llamar los linderos precisos de una etapa definitiva. Cristiano, hombre, educador, creador e idealista, es uno de nuestros pocos hombres época. Impulsados por nuestro sistema de vida gregaria, en el transcurso de nuestra historia –muy interesante y curiosa, por cierto– hemos tenido, desde el punto de vista de la valoración de los caracteres humanos, varias cumbres solitarias, pero jamás un grupo de hombres que al unísono dentro de la misma marcación de tiempo, hayan constituido la unidad compacta de un mismo sistema orográfico. Vamos a ser más explícitos. Todo cuanto hemos producido, ya sea en el campo cultural, social o político, ha sido una obra esporádica. Constituimos una colectividad reconocida como nación desde el punto de vista histórico y como pueblo, sin escuelas, ora sea en el sentido científico, artístico, literario o económicosocial. Hemos tenido –de manera indiscutible– maestros, pero sin una cohorte formal de fieles discípulos. En este sentido, y como caso excepcional, solamente Eugenio María de Hostos logró algo formal, mal pese a los que han pretendido desconocer el mérito ventajoso que en el medio social dominicano ha tenido su labor educativa. El padre Billini desarrolló su labor filantrópica, social y educativa en una de las épocas de nuestra historia más desconcertantes y calamitosas. Postrimerías de los incontables gobiernos de Báez; los enojosos problemas del cabralismo frente a las contiendas, algunas veces nobles o inspiradas, del luperonismo y del gonzalismo. Además, la continuidad octaviana de Ulises Heureaux. Luchando en contra del hombre y del medio ambiente, el padre Billini fue un maestro y creador solitario. Como todas nuestras cumbres excepcionales, su obra fue de él y por él, aunque no para él. Dejemos estas digresiones y vayamos a la realidad de la historia. El origen de este hospital Padre Billini se remonta a la antigua Casa de Beneficencia creada por el santo varón, digno del reconocimiento de la canonización, el 19 de julio de 1869,

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año de la anárquica junta del triunvirato y de los desmanes del general Manuel de Jesús Rodríguez, alias el Chivo.1 Esta institución fue creada por iniciativa privada gracias al tesón y desinterés del entonces humilde cura de Regina Angelorum. En una casa propiedad del doctor Pedro Antonio Delgado, se instaló esta Casa de Beneficencia. De aquel doctor Delgado, médico particular del general Santana, fundador de la primera clínica privada en nuestro país, y quien, al fallecer el 9 de julio de 1894, mereció las siguientes expresiones del Listín Diario, al hacer la reseña de su sepelio: «Era el hombre más amado del país por su vida caritativa y filantrópica». El primer director de esta Casa de Beneficencia fue el doctor José Ramón Luna, y doña Carlota Saldaña, la enfermera y guardiana de dicho establecimiento. Recordemos aquí que años más tarde, cuando desempeñaba el doctor Luna el cargo de director de este hospital, una mañana, al estar pasando su visita médica, sufrió una caída y se fracturó la cabeza del fémur derecho. Durante tres meses estuvo inválido y falleció el 11 de julio de 1916. Como nos lo ha expresado el doctor Manuel Emilio Perdomo, la sala de este hospital en donde sufrió dicha caída el doctor Luna, es la que actualmente –y hacia su ala izquierda– lleva el nombre del inolvidable doctor Salvador Gautier. El mismo día en que se instaló esta Casa de Beneficencia, se acogieron a ella los siguientes pacientes: Mariquita Miranda, paralítica de 55 años de edad; Mónica Sánchez, paralítica de 21 años; Seño Pedro, ciego de 60 años; Rosa, una ciega de 40 años que al decir de la tradición fue curada por el doctor Ramón Emeterio Betances, y Casimira Beltrán, de 80 años. Como se ve, todos eran enfermos crónicos y prácticamente incurables. Así el padre Billini, llevado por su espíritu caritativo, dio comienzos allí, no a un hospital, sino a lo que más tarde sería su asilo de ancianos desvalidos.

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Los desmanes del Chivo tuvieron lugar en 1865 y fue fusilado el 19 de mayo de 1867. Véase Alfredo R. Hernández Figueroa (Comp.), La Vega, 25 años de historia 1861-1886, Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2007, tomo I, pp. 35-95. (N. C.).

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Sin embargo, la Casa de Beneficencia no dejó de ser útil para que muchos enfermos recobrasen en ella su salud perdida. Según datos bastante fidedignos, desde su fundación hasta el año 1882, se habían admitido en dicha Casa de Beneficencia 214 enfermos. En una de las repetidas administraciones del presidente Báez, hacia el año 1873, el colonial hospital de San Andrés, donde hoy, anexa a nuestro hospital, se halla la capilla del mismo nombre, se convirtió en cárcel pública. A consecuencia de nuestras interminables revoluciones, se internaron allí muchos presos políticos, los cuales se fugaban de este mal resguardado recinto muy frecuentemente. En vista de ello, el superior gobierno decidió trasladar estos presos –muy peligrosos para él, por cierto– a la Fortaleza del Homenaje, y el antiguo hospital de San Andrés, el cual, al decir de Alcocer, para el 1648, «en su iglesia está un Santo Christo crucificado miraculoso con quien se tiene mucha devoción en esta ciudad», fue convertido en cárcel de mujeres. Llevado por ese ímpetu creador que hacía de él un combatiente alucinado, hacia el año 1880, el padre Billini solicitó y obtuvo del gobierno la cesión del viejo edificio donde estaba el colonial hospital de San Andrés, convertido para aquel entonces en inmunda cárcel pública de mujeres prostitutas. El 19 de junio del año 1881, el padre Billini, después de haber realizado varias reparaciones al desvencijado edificio del antiguo hospital de San Andrés, instaló y bendijo en él la Casa de Salud. Constaba de dos salas de reducida capacidad, en las cuales se pudieron acotejar, a Dios gracias, unos cuarenta catres de tijera. Una de estas salas se destinó para el internamiento de mujeres y la otra para el de hombres. Más tarde, una lápida fue colocada a la entrada del edificio con los nombres de las personas caritativas que ayudaron al noble filántropo a la reparación del edificio y al mantenimiento de la institución. Estas buenas personas fueron: don Juan Bautista Vicini Burgos, doña Mercedes de la Rocha, mister Allen, mister Harword Crosby y doña Eulogia Barrientos.

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En nuestros días, el por suerte no muy fuerte movimiento sísmico de años pasados, causó serios desperfectos en los entapiados paredones de la colonial capilla de San Andrés. Se han hecho modernas reparaciones y no sabemos si alegrarnos o llorar ante las reformas de que ha sido objeto esta antigua joya de la arquitectura colonial; aunque nos consuela aún ver en su clásico y valioso retablo la «miraculosa imagen del Santo Christo», tal como dijera el cronista Alcocer. Sigamos la exposición de este tema, por supuesto presentando de manera ligera, como una suite de estos tiempos modernos, los hechos, ya que la naturaleza del acto, cordial y sencillo, y sobre todo el tiempo, así lo exigen. El primer director de este establecimiento de salud fue el doctor Pedro Antonio Delgado. En 1894, hora de su lamentable muerte, fue sustituido por el doctor José Ramón Luna. Después ocuparon la dirección el doctor Jacinto Mañón, recientemente fallecido, el doctor Ramón Báez, quien estuvo desde el año l910 hasta el 1929, y otros distinguidos facultativos de nuestra clase médica. Esta es, señores, la breve historia de nuestro hospital Padre Billini, fundado por un espíritu siempre en función de esfuerzo, quien se puede considerar el primer filántropo dominicano, sacerdote de Cristo, merecedor de la canonización. De este hospital, que en el concepto de las valorizaciones es el primero de la República, por la alcurnia de su ancestro, por la virtud procera de su fundador y por las hondas raíces que tiene en el corazón de las masas del pueblo dominicano. Renovación, XLI:307 (La Vega, 28 de junio de 1977)

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Duarte y el 27 de Febrero

En su artículo publicado en el Listín Diario el 16 de julio de 1930, el doctor Alcides García ha expresado lo siguiente: «Cuando Duarte, a la cabeza del pueblo, le ganó a la gente del poder el 15 de junio de 1843 reñida batalla eleccionaria, hizo exclamar al inteligente delegado del gobierno de Puerto Príncipe, monsieur Augusto Brouat: “La separación de la parte española es un hecho”».

Esta «victoria cívica», obtenida en la plaza que lleva el nombre del egregio patricio, fue considerada por José Gabriel García como un «triunfo que llamaremos del derecho contra el hecho, precursor del alcanzado después en la noche memorable del 27 de Febrero del año de 1844». Y así como lo dispuso la expresión consciente del pueblo en aquella tarde de inaudita trascendencia, lo realizó, dándole palpable materialidad, el heroísmo trinitario en la noche gloriosa del 27 de Febrero, tomando como atalaya el bastión redimido del Conde y como armas, la voluntad decidida de un pueblo a ser libre o morir. Duarte, el jefe único de la revolución emancipadora de Febrero, no tuvo la inmensa dicha de participar personalmente en el golpe liberador de la histórica Puerta del Conde. Las persecuciones de Charles Hérard Aîné, y la inquina obsesionaria(sic) de – 335 –

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los malos dominicanos lo habían hecho salir del país en exilio involuntario y forzado. Como dice José María Serra: «Al estallar el movimiento de Reforma los afrancesados habían provocado antes una reunión de varios dominicanos en la casa de don Manuel Joaquín Delmonte, con objeto de aunar voluntades. Duarte manifestó que todo pensamiento de mejora en que el sentimiento nacional se postergara a la conveniencia de partidos debía siempre reprobarse, porque puesto en ejecución constituía delito de lesa patria».

Y en sus Apuntes para la historia de los trinitarios, agrega el periodista-prócer: «Una declaración tan franca y que llevaba aparejado el vituperio que a todos alcanzaba, aun a los mismos que aceptaron la reforma con los haitianos, le proporcionó el encono y la ira de unos y otros: así fue que antes de llegar Rivière a Santo Domingo, recibió una denuncia contra Duarte que le valió su persecución y destierro a Curazao, con la de algunos señalados como duartistas».

Cuando los prohombres de nuestra Independencia, amparándose en el grito reformista de Praslin, lograron destruir en esta parte española del este la omnímoda dominación de Boyer, solamente existían en nuestro territorio dos instituciones: el ingenio y el hato; pues el régimen colonial, como ya lo había expresado veintiún años antes don José Núñez de Cáceres, no era más que «un opresivo carromato». Al surgir la República la ineptitud fatal del medio anonadó el ideal duartista, y fue su doloroso destino carecer de una or-

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ganización efectiva y de una dirección consciente al caer bajo la férula de los únicos que hasta entonces habían poseído el hábito de mandar: el hatero, el mayoral y el negrero. Es indiscutible que al fundarse la República existía ya en nuestro medio un núcleo de verdaderos patriotas que tenían concepto de cómo debía instituirse una república y de cómo debía ella dirigirse dentro de las normas de la más estricta democracia: los trinitarios. Pero el ambiente los aniquiló. Don Carlos Nouel, en sus Apuntes, escribe: «Santana da el grito de independencia en El Seibo el día 26 de febrero de 1844, marcha seguido sobre la capital a la cabeza de 800 hombres armados de lanzas y acompañados de perros, con pañuelos en la cabeza, y entra a dicha ciudad a los gritos de “¡Viva seño Pedrito!”. A la puerta de la iglesia de los Remedios acampa la tropa y allí, ante la multitud curiosa, se acerca Bobadilla a Santana y cogiéndolo por ambos brazos dijo al pueblo: “¡Este es! ¡este es!”… El cerebro de las obsesiones cautelosas había encontrado el brazo armado, para ejecutar sus designios».

Constituida la primera Junta Central Gubernativa una de sus principales medidas fue enviar a buscar a Duarte de su exilio. Dejemos que Rosa Duarte nos narre la llegada del eximio patricio al suelo de la Patria por él fundada: «Serían las 7 de la mañana, cuando una comisión de la Junta Central bajó al muelle a recibirlo, con la orden de desembarque. Con la comisión bajaron las tropas, los empleados, el señor arzobispo, que fue el primero que al llegar a tierra lo abrazó diciéndole: “¡Salve, padre de la Patria!”. Con el señor arzobispo estaban los sacerdotes, que tanto lo querían, y en fin, el pueblo vitoreando al benemérito que había llevado a cabo su magna obra. Al poner el pie en tierra, el cañón de la

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fortaleza lo saludó con los tiros de ordenanza, y todo fue conmoción y alegría. Llega el inexperto joven y ofrece su espada a la Junta, que solo aguardaba sus órdenes, y en recompensa de su modesto desprendimiento le da el título de general de brigada».

Así relata su hermana Rosa Duarte la única verdadera apoteosis que recibiera en vida, y de su pueblo, el fundador de la República. La Nación, XI:3,647 (Ciudad Trujillo, 27 de febrero de 1950)

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Duarte (Bosquejo histórico)*

A guisa de prólogo Este bosquejo histórico sobre la vida inmaculada del egregio fundador de nuestra nacionalidad, Juan Pablo Duarte y Díez, es la introducción de una serie de ensayos que estoy preparando alrededor de la ejemplarísima actitud histórica de quien fue, a más de apóstol y libertador, maestro único e inimitable en la brillante y conturbada historia de Indoamérica. Fue dedicado, en forma de conferencia, a la recién instalada sociedad Cultura de esta ciudad de la Concepción de La Vega, y leído en el teatro Apolo de la ciudad de Puerto Plata, a solicitud del centro cultural Renovación. Jamás ha sido mi intención comerciar con la pluma: cuando escribo, o es por pura fruición espiritual, o por cumplir con un deber de justicia, de verdad o de progreso. Así es que si este folleto se vende es para pagar al impresor su labor y sus materiales. *

Esta obra fue leída en forma de conferencia en el local de Amor al Estudio, por solicitud de la sociedad Cultura, el 26 de enero de 1937, y en Puerto Plata, en el teatro Apolo, por solicitud de la sociedad Renovación, el 14 de febrero de 1937. Se publicó por primera vez en La Vega, Imprenta La Palabra, de Manuel A. Batista E., en 1937. – 339 –

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Con este bosquejo histórico sobre la perilustre figura de Juan Pablo Duarte, a más de satisfacer, aunque no de manera completa, el ineludible deber que ata a todo buen dominicano a la gloriosa memoria del padre y fundador de la República coopero, por supuesto humildemente, a que las generaciones del presente conozcan en sus rasgos esenciales la existencia de dolor, de incomprensión y de sacrificio de quien en sublime dúo repite con Martí la sentencia inmortal: «Patria es deber y agonía». Vega Real, 27 de febrero de 1937

I Introducción Me abismé en la vida fecunda de ese ilustre varón digno de un justiciero paralelo de Plutarco, y todo cuanto vi fue abnegación, dolor, fe y sacrificio. Quise, en íntima comunión el alma con los santos intereses de la Patria, escrutar su paradójico destino: y el egoísmo, la ignorancia y la injusticia me hicieron retroceder, sumido en hondas dudas y en desconsuelos desesperantes. Nacido para el amor y para el bien, la maldad lo crucificó en el calvario de la incomprensión y de la ignominia. Apóstol de una idea, la realidad surgida a los recios impulsos de su genio, vio en él, en vez de a su legítimo padre, a su enemigo… en vez de a su numen protector: al obstáculo que era necesario derrumbar para sumirlo en el más hondo mar del desconocimiento y del olvido. Él, «un visionario del amor»1, como dijera con su pluma rutilante Miguel Ángel Garrido, el primero en la «extensión y grandeza del esfuerzo», fue el último en el aprecio, la consideración y el respeto de la gran mayoría de sus coetáneos.

1

Miguel Ángel Garrido, «Juan Pablo Duarte», en Revista Mensual Ilustrada, No. 2, Centro de Recreo, Santiago, 30 de marzo de 1922.

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Como Sócrates, bebió la cicuta de las propias manos de sus conciudadanos… y pudo, ante las adversas y ruines circunstancias del momento histórico que él fuera el principal en crear, haber exclamado como Cristo: «Mi reino no es de este mundo». Héroe, apóstol, soñador y artífice, poseyó de los incorruptibles varones de Atenas, la virtud; y de todos los que superan la realidad de la hora que les toca plasmar y vivir, el castigo más inmerecido en un Gólgota de maldad y de oprobio. Fue el más desgraciado entre todos los padres libertadores de América, y el más prematuramente vilipendiado. Para él, en medio de la cosecha portentosa de laureles surgidos al aliento del más esforzado heroísmo, no hubo hora feliz de vendimia. Y su apoteosis fue la proscripción, y el insulto la apología de su inmenso sacrificio. Era revolucionario y místico. Estados de ánimo, que en la realización de los fundamentales movimientos de honda reforma social que había emprendido, hubieran sido altamente contradictorios si su misticismo, en vez de haber sido como fue, activo, «como el de la excelsa escritora avileña» según lo expresara en brillante página emotiva el doctor Henríquez y Carvajal,2 lo hubiera mantenido desprendido de las cosas terrenas y lo hubiera transportado, en suavidad de ensueños, por regiones ignotas de bienaventuranza. Como místico tenía una fe inquebrantable y una espiritualidad exquisita. Como revolucionario era un eterno rebelde y un organizador metódico e incansable. Sintió hondamente las necesidades de la Patria, y previó con lineamientos precisos el triste alcance de sus futuras desgracias. Fue apóstol, mentor, y maestro, y murió como todo redentor… crucificado.

2

Discurso de recepción y de bienvenida al académico Emilio Rodríguez Demorizi, publicado en Clío, fascículo V, No. 17, septiembre-octubre de 1935, p. 136.

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II Juan Pablo Duarte y Díez nació en día martes, y en fecha veintiséis de enero del año mil ochocientos trece. Hace hoy justamente ciento veinticuatro años. Nació este predestinado allá, en la secular Santo Domingo de Guzmán y en términos de la parroquia de Santa Bárbara, apenas transcurridos cuatro años de la heroica reconquista de don Juan Sánchez Ramírez, y ocho años antes de que, a los desvelos del eximio don José Núñez de Cáceres, se realizara, aunque por tiempo efímero, la primera existencia efectiva de la nacionalidad dominicana. De Vejer de la Frontera, ciudad hispana «situada cerca del histórico cabo de Trafalgar»,3 era oriundo su padre don Juan José Duarte y Rodríguez; y de la oriental villa de Santa Cruz del Seibo era su madre, doña Manuela Díez y Jiménez Benítez. Era, pues, nacido en tierras de América, de padres españoles y dominicanos, pero con una ascendencia legítimamente española. Su preparación cultural también era de origen legítimamente europeo. En los primeros años de su vida recibió de labios de los escasos y no muy bien preparados maestros con que contaba su ciudad natal en aquella época, sus primeras enseñanzas; y ya iniciado, y sintiendo en su interior las constantes llamadas que hacen ir tras la luz salvadora a los predestinados, se dirigió, apenas un adolescente y en viaje de estudios, a Estados Unidos, Inglaterra, Francia y España. Y allí, en aquellos medios de amplia cultura y de civilización refinada, cultivó esmeradamente su espíritu y se dio cuenta perfecta del estado de dignidad que brinda la libertad a los hombres. Oigamos ahora la voz autorizada de la tradición para que comprendamos cómo y dónde concibió Juan Pablo Duarte el sueño de independizar a su Patria. Cuando el futuro fundador de nuestra nacionalidad viajaba en dirección a Barcelona en

3

Emilio Tejera, «La ascendencia paterna de Juan Pablo Duarte», en Clío, fascículo II, marzo-abril de 1933, p. 41.

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un buque español, el capitán de este y en presencia de Duarte, profirió graves insultos contra los dominicanos, llegando hasta motejarlos «de cobardes y abyectos por no sacudir el degradante yugo de los haitianos». En silencio recibió el ilustre patricio aquel insulto de quien no hacía más que respirar por la herida de su orgullo, pero al llegar a Barcelona, donde permaneció algún tiempo en busca de nuevas y salvadoras luces, «planeó el glorioso pensamiento de libertar a su Patria».4 Y así, regresó a ella solícito y con la santa idea prendida fijamente en su cerebro ya ampliamente cultivado, y se lanzó a su cabal realización con la fe y el ímpetu con que lo hacen los geniales iluminados. La respuesta que diera Duarte al doctor don Manuel María Valverde a su regreso a su esclavizado solar nativo, justifica la veracidad de esta tradición. Al preguntarle este ilustre y sabio doctor, al mismo tiempo que insigne patricio, «qué era lo que más le había llamado la atención y agradado en sus viajes», Duarte le contestó: «Los fueros y libertades de Barcelona, fueros y libertades que espero demos un día a nuestra Patria».5 Tal vez fue esta la primera vez que expusiera a un compatriota la excelsitud y la grandeza del sueño que agobiaba a su alma visionaria.

III Bajo el peso de la dominación más degradante gemía el pueblo cien veces martirizado de Quisqueya. Ahogada, apenas recién nacida, en la más recia esclavitud la nacionalidad creada bajo la inspiración candente del doctor don José Núñez de Cáceres, el alma dominicana estaba sumida en la más cruel indecisión

4

5

Leonidas García, «Gráfica descripción de la vida del ilustre Juan Pablo Duarte», en Listín Diario, No. 13,062, Santo Domingo, 16 de julio de 1930. Ibídem.

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y no se entreveía en el oscuro horizonte de la Patria más que el dolor, la iniquidad y la injusticia. La idea de nacionalidad existía, confusa y torpemente, en el alma acongojada del pueblo; y no es de dudar que esta alma sintiera, aunque con ecos sordos, la ineludible necesidad de romper las duras y ominosas cadenas del negro dominador de occidente. Y como los pueblos ante la opresión tiránica o mantienen su personalidad, encastillándose en la dignidad de su historia, en la belleza de sus tradiciones y en la pureza de sus costumbres; o se despersonalizan, para desaparecer ante ella, rindiéndole pleitesía y admitiendo en todas sus partes el nuevo coeficiente cultural e histórico que le ha impuesto el opresor, la actitud del pueblo dominicano durante los veintidós años de destrucción y de tiranía de la dominación haitiana, nos pone de manifiesto la conciencia que él tenía de ese propio coeficiente que le daba legítima existencia histórica: ya que pudo mantenerse fiel a sí mismo hasta esperar la llegada de su mesías salvador. Y comenzó su obra redentora el apóstol como activo agitador y como fecundo maestro. Cada hogar noble era una tribuna para predicar su evangelio, y en la quietud de aulas improvisadas al azar, edificaba un templo para regar como semillas de luz sus sabias enseñanzas. Con la suavidad de su palabra convincente y con el poder de dominación que se escapaba, como chorros de sol fecundante, de su noble persona, comenzó a sumar decididos prosélitos a su grande causa. «Se brindó a darles clases gratuitamente a todos los jóvenes que lo deseaban», y como ha dicho un eminente publicista nuestro: «Dedicose a formar la mente y el corazón de sus amigos: cuidó de infiltrar en ellos con el odio a la tiranía aquel desprecio por los placeres voluptuosos que adormecen a esa edad peligrosa; trató de formarles para la lucha de la vida moral y física que debía aguardarles en el porvenir y cuando hacía esto el presbítero Hernández y él se encontraron de frente y obraron de

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consuno. Desde entonces se abrieron las clases, desde entonces se trabajó con fe y entusiasmo en la grande obra de la regeneración del pueblo».6

Y después de transcurridos cuatro o más años de realizar labor tan meritoria, surgió, concebida, planeada y organizada por él, la sociedad La Trinitaria. Al visionario, al agitador y al maestro se sumaba ahora el revolucionario organizador. Al conjuro de las tres cualidades más características de su alma privilegiada, surgía aquella organización secreta que convertiría más tarde en palpitante realidad el hermoso sueño de libertar a su Patria: de su patriotismo, de su fe en el sacrificio y de su espíritu eminentemente religioso. Para atestiguar su inmenso amor a la Patria, basta la actitud ejemplar e inmaculada de su vida. A ella ofrendó su existencia toda entera, su propia fortuna y la de su familia, y el gajo inmenso de laureles que a su paso tendió solícita la gloria. Tratar de justificar su fe en el sacrificio, es remover la esencia misma de su vida: porque él fue todo desprendimiento, abnegación y martirio… en ningunos labios es más exacto el dicho de Martí que en los de él mismo: «Patria es deber y agonía»… ¿Quién pudo sentir y comprender más hondamente esta sentencia, sino él mismo, quién ofrendó su corazón sangrante en el altar del más puro y sincero patriotismo? Su religiosidad la expresa elocuentemente el ideario que sirvió de firme sostén a su obra redentora. Él era un sacerdote que encerraba en su alma la pureza eucarística del santo. Clemente, caritativo y bondadoso creyó con fervor infinito en la sagrada religión de sus antepasados. Y en nombre de su Dios e invocando la Santísima Trinidad, fundó la sociedad que daría la ansiada libertad a su pueblo. Fue un santo varón. Y por eso su lenguaje, carente del fuego y del vigor del verbo tribunicio, era suave y meloso, salpicado de

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Félix Ma. Delmonte, «Reflexiones históricas sobre Santo Domingo», en Clío, fascículo V, septiembre-octubre de 1933, p. 131.

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profundas reflexiones y de hondo sabor sacerdotal. Cuando hablaba o escribía, no se sentía al agitador fogoso y violento, sino al apóstol, que ardiendo en sagrado fuego de inspiración divina, predica una nueva fe. Transcribamos aquí algunos trozos de sus cartas para que de sus mismos labios recibamos la expresión de su honda religiosidad y de la dulzura y penetración de su espíritu. En carta que dirigió a su amigo don Félix Ma. Delmonte le decía: «Tú eres providencialista si no me equivoco, y en esta inteligencia voy a explicarme: a la verdad, sentiría que no lo fueses, porque te amo; y los providencialistas son los que salvarán la Patria del infierno a que la tienen condenada los ateos, cosmopolitas y orcopolitas (allá va esa expresión aventurada queriendo significar ciudadanos del infierno)».7

¿No parece esta una página del bueno y profundo de Marco Aurelio…? En otra ocasión, cuando ante las desgracias de la Patria la indignación le subía al alma, en vez de lanzar duros denuestos y frases de sangrienta venganza contra los que causaban su mal, se armaba de su lenguaje profético y exclamaba: «Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia porque ellos serán hartos. Y el buen dominicano tiene sed de justicia ha largo tiempo, y si el mundo se la negare, Dios, que es suma bondad, sabrá hacérsela cumplida y no muy dilatado, y entonces, ¡ay! de los que tuvieron oídos para oír y no oyeron, de los que tuvieron ojos para ver y no vieron… ¡la eternidad de nuestra idea! porque ellos habrán de oír y habrán de ver entonces lo que no hubieran querido oír ni ver jamás».8

7

8

Citado por Leonidas García, «Influencia de la Iglesia católica en la formación de la nacionalidad y en la creación de la República Dominicana», en Clío, fascículo V, septiembre-octubre de 1933, p. 128. Ibídem.

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Aun en el manifiesto lanzado desde Guayubín, que es cuando asume su más efectivo y brillante gesto de director de hombres y de dominador de cosas, su palabra no alcanza la fulgurante estridencia de esas proclamas de los recios caudillos en campaña. Y en vez de lanzar esos apóstrofes lapidarios que se escapaban de los labios taumatúrgicos de Martí, o de vibrar, con acento de semidiós, como Bolívar en sus recios discursos inmortales, habla mansamente, aunque con decisión y firmeza, embargada el alma en sutiles emanaciones de santidad infinita, como el evangelista convencido desde el sagrado Gólgota de su cruento martirio. Decía su hermana Rosa Duarte que a los seis años de edad recitaba de memoria el catecismo, y fue tan poderosa su vocación religiosa, que como nos lo dice en un brillante ensayo el licenciado Leonidas García, expulsado del seno de la Patria el fundador de la República por la maledicencia y la ambición de un grupo de sus conciudadanos, se avecindó, allá en la hospitalaria Venezuela, en San José de Apure. Allí contrajo estrecha amistad con el presbítero San Gerví, con quien aprendió el portugués e intensificó sus conocimientos en la historia sagrada; este ilustrado sacerdote al ver su gran disposición para ejercer el ministerio eclesiástico, le propuso que se dedicara al servicio de la Iglesia. Pero los pensamientos patrióticos que agitaban su alma «le impedían tomar estado», según el mismo Duarte lo confiesa… En la convulsiva y anonadante historia de América no tiene similar este prócer admirable y admirado.

IV El domingo dieciséis de julio de mil ochocientos treinta y ocho se fundaba la sociedad patriótica La Trinitaria. Rosa Duarte nos dice al respecto lo siguiente: «Corría el mes de julio; él recordó que ese día en su Patria se celebraba el triunfo de la Santa Cruz, recordó que

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bajo su égida venció Constantino el Grande al tirano Majencio, y se creyó ser él también vencedor emprendiendo sus trabajos bajo la protección del signo de nuestra redención. El dieciséis de julio de mil ochocientos treinta y ocho, día del triunfo de la Santa Cruz, se pronunció con varios patriotas, dominicano independiente».9

Fueron nueve sus miembros fundadores; nueve próceres que son dignos de gratitud eterna y cuyos nombres deben ser esculpidos en grandes caracteres de bronce indestructible en el suntuoso panteón, en donde deben reposar sus restos venerandos, que el reconocimiento nacional debe levantar a su augusta e inmarcesible memoria. Tenían un cerebro y un corazón, Juan Pablo Duarte, el vidente e inmaculado; y un ideal supremo, la independencia absoluta de la Patria, Allí reunidos, en la casa de doña Chepita Pérez situada frente a la iglesia del Carmen, firmaron de manos del patricio insigne el inviolado juramento de los trinitarios. En este momento tan solemne es cuando la figura perilustre de Duarte traspasa los linderos de lo humano y se unge con los más altos atributos del más sublime apostolado. «Sus ojos azules, nos dice el trinitario Serra, de mirar sereno, le centelleaban; su tez suave, teñida de ordinario por las rosas, en aquel momento parecía deberle su color a la amapola; sus labios finos, donde de continuo una dulce y cariñosa sonrisa revelaba la bondad e ingenuidad de aquella alma noble e inmaculada, veíalos convulsos agitando el negro y espeso bigote que a la vez que formaba contraste agradable con su dorada y poco poblada cabellera, al dilatar la longitud de su frente daba majestad a su fisonomía. Con el pecho erguido, adelantando el paso, acompañando la acción con la mano derecha, como si terminara una arenga concitadora ante el pueblo, repitió: «¡Fuera toda dominación! ¡Viva la libertad! ¡Viva la República Dominicana!».10

9

10

Ibídem, p. 126. José Ma. Serra, Apuntes para la historia de los trinitarios, Santo Domingo, Imprenta García Hermanos, 1887. Despradel no indica en todas las notas

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¡No más humillación! dijo el apóstol libertador a sus convencidos compañeros. ¡No más vergüenza! «Si los españoles tienen su monarquía española y Francia la suya francesa; si hasta los haitianos han constituido la República haitiana, ¿por qué han de estar los dominicanos sometidos, ya a la Francia, ya a España, ya a los mismos haitianos, sin pensar en constituirse como los demás? No, mil veces. ¡No más dominación! ¡Viva la República Dominicana!».11 Y el apóstol habló, creó y organizó, y la República fue seis años más tarde una realidad palpitante que surgía, en medio de una apoteosis radiante de heroísmo, del fuego de su numen iluminado…

V Pero sombras negras de negación nublaban los blancos pañales que esperaban el laborioso advenimiento de la Patria redimida. En criminal connubio, cegada el alma por el desconcepto, y sintiendo pesar aún sobre ellos el dominio de los anacrónicos prejuicios de la todavía no extinta colonia, un grupo bastante numeroso de dominicanos, odiando a muerte al haitiano dominador, aceptaba la necesidad de romper su yugo, pero para entregar maniatada la República al protectorado de una nación extranjera. ¡Como si la esclavitud no fuera siempre denigrante aunque la impongan manos blancas enguantadas en seda! Justamente en mil ochocientos treinta y ocho, el mismo año de la fundación de La Trinitaria y seis años antes del golpe salvador de Febrero, los afrancesados, incapaces de albergar en sus almas la idea de un «nacionalismo puro y simple», comenzaron a concertar, cerca del cónsul de Francia en Puerto

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los datos completos de las fuentes y/o páginas de las que extrae las citas. (N. E.). Ibídem.

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Príncipe, sus odiosos e indignos planes anexionistas. Y así, ante el nacionalismo integérrimo de Duarte y sus compañeros, comienza a levantarse la iniquidad avergonzante del lesivo plan de Levasseur. «Ese plan paradójico y antagónico», según lo ha expresado un eminente historiador nuestro, «tuvo por objetivo el protectorado desintegrante, como escudo, no como garantía de la personalidad jurídica de la República en la comunidad de las naciones».12 Las nacionalidades no evolucionan ciegamente, y su generación y su progreso no son las resultantes casuales de fatales leyes del destino. La génesis y el desarrollo de las nacionalidades son consecuencias lógicas de las leyes positivas del determinismo histórico; y por ello, al nacer necesitan, como condición primordial de existencia, la fijación precisa de un ideal que venga a ser la estrella de orientación que dirija sus pasos, hasta alcanzar la difícil meta de esas inmortales realizaciones que les darán personalidad y permanencia. Para la nacionalidad dominicana este ideal orientador se encarna en la apostólica figura de Juan Pablo Duarte. Entre nosotros él fue el primero en concebir la Patria libre e independiente: sin protectorados ni restricciones; sintió en toda su hondura el principio vital de su unidad, y fijó para ella, tanto en su organización interna como en sus relaciones externas, la práctica consciente del más amplio liberalismo. Todo cuanto se opusiera al ideal duartista, se oponía al destino de la Patria. Y esta fue la labor de los afrancesados: contrariar grandemente los sagrados destinos de una nacionalidad que tuvo vida a despecho de sus sordas ambiciones y de su falta absoluta de fe. La labor desnacionalizadora de los hombres que «jamás tuvieron fe en el porvenir de la República» no puede tener justificación ante la crítica histórica. Refiriéndose a la labor de los

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Federico Henríquez y Carvajal, «Anexionismo», en Clío, fascículo III, mayo-junio de 1933, p. 58.

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afrancesados, en su hermoso y bien hilvanado discurso académico, dice el joven historiador Rodríguez Demorizi lo siguiente: «Todos, sin embargo, afrancesados y españolizados contribuyeron eficazmente al triunfo de la causa separatista, por esa misteriosa transmutación de los actos egoístas de los hombres en bienes colectivos. Los justos motivos que tuvo Duarte, desde el sagrario de su inalterable radicalismo nacionalista y agitado por santa ira, para darles el título de facciosos a los afrancesados, ya no deben existir para la crítica histórica. La sombra infamante que pesaba sobre ellos se fue desvaneciendo, como el lento caer de un velo que cubriese una estatua».13

Estamos absolutamente en desacuerdo con esta opinión del más joven de los miembros de nuestra Academia de la Historia. Si es cierto que la imperdonable actitud de Santana y de los afrancesados no llegó a obtener, de una nación extraña, un protectorado directo para la naciente República, es innegable que esta actitud vició de muerte las sanas tendencias que a la nacionalidad querían dar las ideas de Duarte, y mantenía en acción, en el orden interior de la República, el predominio de las fuerzas desquiciadoras y despóticas de la colonia. El airado anatema del padre de la Patria debe mantenerse siempre en pie, como un índice acusador contra los que han causado sus grandes males a la República. La crítica histórica, si quiere realizar labor eficiente en el cabal desarrollo de nuestra nacionalidad, no debe hacer caso omiso de la innoble labor de los afrancesados, ni muchísimo menos debe tratar de redimirlos ante la conciencia de sus conciudadanos. Urge que abandonemos nuestro conformismo histórico, y en vez de tratar de destruir

13

Emilio Rodríguez Demorizi, «Discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Historia, leído el 12 de octubre de 1935», en Clío, fascículo V, No. 17, septiembre-octubre de 1935, p. 130.

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la «sombra infamante» que pesa, con merecida justicia, sobre los que Duarte llamara afrancesados y orcopolitas, debemos presentar claramente a las generaciones la maledicencia de su obra destructora y mantenerla eternamente bajo la apoteosis del más vivo rencor.

VI «Cuando Duarte [dice en un importante artículo el doctor Alcides García], a la cabeza del pueblo, le ganó a la gente del poder el quince de junio de mil ochocientos cuarenta y tres reñida batalla eleccionaria, hizo exclamar al inteligente delegado del gobierno de Puerto Príncipe, monsieur Augusto Brouat: “La separación de la parte española es un hecho…”. Esta victoria cívica, obtenida en la plaza que lleva el nombre del egregio patricio, fue considerada por don José Gabriel García como un “triunfo que llamaremos del derecho contra el hecho, precursor del alcanzado después en la noche memorable del veintisiete de Febrero de mil ochocientos cuarenta y cuatro”».14

Y así como lo dispuso la expresión consciente del pueblo en aquella tarde de inaudita trascendencia, lo realizó, dándole palpable materialidad, el heroísmo trinitario en la noche gloriosa del 27 de Febrero, tomando como atalaya el bastión redimido del Conde y como armas, la voluntad decidida de un pueblo a ser libre o morir. Duarte, el jefe único de la revolución emancipadora de Febrero, no tuvo la inmensa dicha de participar personalmente en la asonada de la histórica puerta del Conde. La inquina y la ignorancia de los malos dominicanos lo habían hecho salir del país en exilio involuntario.

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Alcides García, «Historia de la plaza Duarte», en Listín Diario, No. 13,062, Santo Domingo, 16 de julio de 1930.

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Como dice José María Serra: «Al estallar el movimiento de Reforma, los afrancesados habían provocado antes una reunión de varios dominicanos en la casa de don Manuel Joaquín Delmonte, con objeto de aunar voluntades. Duarte manifestó que todo pensamiento de mejora en que el sentimiento nacional se postergara a la conveniencia de partidos debía siempre reprobarse, porque puesto en ejecución constituía delito de lesa patria».

Y agrega después el prócer trinitario: «Una declaración tan franca y que llevaba aparejado el vituperio que a todos alcanzaba, aun a los mismos que aceptaron la reforma con los haitianos, le proporcionó el encono y la ira de unos y otros: así fue que antes de llegar Rivière a Santo Domingo, recibió una denuncia contra Duarte que le valió su persecución y destierro a Curazao, con la de algunos señalados como duartistas».15

Cuando los prohombres de nuestra Independencia, amparándose en el grito reformista de Praslin, lograron destruir en esta parte española la omnímoda dominación de Boyer, solamente existían en ella dos instituciones: el ingenio y el hato; pues el régimen colonial, como ya lo había expresado veintiún años antes don José Núñez de Cáceres, no era más que «un opresivo carromato».16 Al surgir la República la fatal ineptitud del medio anonadó el ideal duartista, y fue su doloroso destino carecer de organización efectiva y de dirección consciente, al caer bajo la férula de los únicos que habían poseído el hábito de mandar: el hatero, el mayoral y el negrero.

15 16

José Ma. Serra, ob. cit. José Núñez de Cáceres, «Manifiesto del 1ro de diciembre de 1821».

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Es indiscutible que al fundarse la República existía ya en nuestro medio un núcleo de verdaderos patriotas que tenían concepto de cómo debía instituirse una república y cómo debía ella dirigirse dentro de los términos de la más estricta democracia: los trinitarios. Pero el medio los aniquiló. «Santana da el grito de independencia en El Seibo el día 26 de febrero de 1844, marcha seguido sobre la capital a la cabeza de 600 hombres armados de lanzas y acompañados de perros, con pañuelos en la cabeza, y entra a dicha ciudad a los gritos de: “¡Viva seño Pedrito!”. A la puerta de la iglesia de los Remedios acampa la tropa y allí, ante la multitud curiosa, se acerca Bobadilla a Santana y cogiéndolo por ambos brazos dijo al pueblo: “¡Este es, este es!”».17

El cerebro de las obsesiones cautelosas había encontrado el brazo armado para ejecutar sus negros designios… Constituida la primera Junta Central Gubernativa una de sus principales medidas fue enviar a buscar a Duarte de su exilio. Dejemos que Rosa Duarte nos narre la llegada del eximio patricio al suelo de la Patria por él fundada: «Serían las 7 de la mañana, cuando una comisión de la Junta Central bajó al muelle a recibirlo, con la orden de desembarque. Con la comisión bajaron las tropas, los empleados, el señor arzobispo, que fue el primero que al llegar a tierra lo abrazó diciéndole: “¡Salve, padre de la Patria!”. Con el señor arzobispo estaban los sacerdotes, que tanto lo querían, y en fin, el pueblo vitoreando al benemérito que había llevado a cabo su magna obra. Al poner el pie en tierra, el cañón de la fortaleza lo saludó con los tiros de ordenanza, y todo

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Bienvenido Nouel, «Bobadilla», trabajo inédito que poseemos en nuestro archivo.

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fue conmoción y alegría. Llega el inexperto joven y ofrece su espada a la Junta, que solo aguardaba sus órdenes, y en recompensa de su modesto desprendimiento le da el título de general de brigada».18

Así relata su hermana Rosa Duarte la única verdadera apoteosis que recibiera en vida, y de su pueblo, el fundador de la República.

VII Después de su brillante victoria del 19 de Marzo, Santana, obedeciendo a un plan preconcebido, se reconcentra en Baní, en donde mantiene a su ejército en una inactividad absoluta. La Junta Central Gubernativa ordena a Duarte «marchar inmediatamente para el cuartel general [del sur] con la división que sale hoy bajo sus órdenes, y se pondrá de acuerdo con dicho general Santana para todas las medidas de seguridad y defensa, procurando que sean en armonía con nuestra solución de ser libres o morir y según los principios que hemos proclamado…».19

Llega Duarte a Baní y Santana se obstina en mantener su extraña inactividad. Duarte, por tercera vez, dice a la Junta Central:

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«Recepción del fundador de la República el 14 de marzo de 1844». Extracto de los «Apuntes» de Rosa Duarte, publicado en Letras y Ciencias, No. 47, del 27 de febrero de 1894; y en Clío, fascículo V, No. 17, septiembreoctubre de 1935, p. 143. Comunicación de la Junta Central Gubernativa, fechada en Santo Domingo el 21 de marzo de 1844, disponiendo que el general Juan Pablo Duarte preste sus servicios en el ejército del sur, publicada por Emilio Tejera, «Documentos históricos del archivo de Duarte», en Clío, fascículo VI, No. 18, noviembre-diciembre de 1935, p. 163.

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«Hace ocho días que llegamos a Baní, y en vano he solicitado del general Santana que formemos un plan de campaña para atacar al enemigo, que sigue en su depravación oprimiendo a un pueblo hermano que se halla a dos pasos de nosotros. La división que está bajo mi mando solo espera mis órdenes, como yo espero las vuestras, para marchar sobre el enemigo seguro de obtener un triunfo completo, pues se halla diezmado por el hambre y la deserción».20

La Junta acepta que Santana postergue a Duarte, y ordena al patricio que regrese, con los oficiales de su estado mayor, a Santo Domingo. Presidía la Junta Central don Tomás Bobadilla y Briones. Sintiéndose obligado a cooperar de una manera activa en la cabal realización de la obra de la cual él era el legítimo padre, se ofrece a la Junta Central para dirigir la expedición, que partiendo de Santiago, y vía Constanza, debía caer sobre San Juan de la Maguana. Este organismo desprecia su espontáneo ofrecimiento y se limita a darle las gracias y a ordenarle que permanezca en Santo Domingo «en el ejercicio de las funciones que se le han confiado».21 Labor de postergación más sistemática no se ha visto igual en la historia de las luchas independentistas de América; así como tampoco se ha dado en ella un ejemplo más categórico de subordinación a la autoridad y al orden, como este de nuestro fundador y apóstol. En situaciones similares, y siendo él como era el jefe legítimo de la revolución, y estando, como en esta ocasión, en peligro de muerte la suerte y el destino del

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Carta del general Juan Pablo Duarte a la Junta Central Gubernativa, fechada en Baní el 1ro de abril de 1844, pidiéndole autorización para atacar al enemigo, publicada en el folleto Guerra de la Separación dominicana, por José Gabriel García. Citada por Emilio Tejera, loc. cit., p. 163. Comunicación de la Junta Central Gubernativa al general Juan Pablo Duarte, fechada en Santo Domingo el 15 de mayo de 1844. Citada por Emilio Tejera, loc. cit., p. 165.

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ideal supremo de la Patria, otros muchos de nuestros paladines, destrozando la augusta majestad de la autoridad, se hubieran echado en brazos de la insubordinación y del desacato. Pero en el alma de Juan Pablo Duarte no tenían cabida la indisciplina ni la arrogancia, y aun tal vez previendo el grave peligro que corría la vida de nuestra incipiente nacionalidad, se acogió obedientemente a las órdenes egoístas del organismo superior de que formaba parte. Con sobradísima razón ha dicho el maestro doctor Federico Henríquez y Carvajal que Duarte fue, en medio de la pléyade de nuestros libertadores, «el único en la pureza absoluta de su vida».22 Pero en honor de la verdad histórica debemos afirmar que en nuestra lucha de Independencia no llegó a realizarse la existencia del caudillo que sintetizara sus anhelos y les diera amplias y absolutas realizaciones a sus hondas necesidades. Duarte poseyó todos los atributos del apóstol, del mentor, del agitador, del revolucionario, pero careció de las cualidades esenciales que dan personalidad dominante e inconfundible al caudillo. Para ser esto último le faltó ese arrojo temerario que no se detiene en sentimentales contemplaciones ni en detalles, y esa consagración prestigiosa y atrayente que dan las glorias conquistadas en medio del fragor de los combates. Y ante él Pedro Santana, quien tampoco puede considerarse como el caudillo de nuestras gestas separatistas: porque si bien fue soldado admirable que conquistó laureles inmarcesibles en los flamantes campos de batalla, y tenía la reciedumbre necesaria para dominar y dirigir soldados, careció de la luminosidad y de la pureza de alma, indispensables para comprender en toda su amplitud el ideal de un nacionalismo amplio y constructivo y de una patria digna y liberal. Postergó las necesidades esenciales del espíritu de la nacionalidad al egoísmo y a la ignorancia, que eran los recios puntales de su alma; pues él era un producto directo del alma aún no extinta de la colonia. El caudillo es el conductor, y en el nacimiento laborioso de nuestra

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Federico Henríquez y Carvajal, «Duarte y La Trinitaria», en Clío, fascículo IV, No. 10, julio-agosto de 1934, p. 109.

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nacionalidad, para alcanzar lugar tan prominente era preciso sentir con fuerza las aspiraciones de la Patria. Duarte era un vidente, un revolucionario y un místico. Místico activo, sí, pero místico al fin. Si en él como en Bolívar se hubieran aunado la virtud del apóstol y el arrojo del caudillo, otro probablemente hubiera sido el destino de esa conturbada nacionalidad surgida al impulso incontrastable de su inspiración y de su sacrificio. Pero él era como Martí, con la sensible diferencia de que el apóstol luminoso de Dos Ríos contaba, en la ingente realización de su obra portentosa, con el firme apoyo del machete tajante, fiel e inteligente de un Máximo Gómez y de un Antonio Maceo… Y en el caso de nuestro padre fundador, se levantó ante él, furibunda y entorpecedora, la osada y mal aconsejada ignorancia de un hatero diestro para la batalla y solícito para las dictaduras.

VIII El 8 de marzo de 1844, apenas había sido proclamada la República, la Junta Central Gubernativa suscribía el llamado plan Levasseur. Duarte protesta airado en el seno de la Junta, agita con su fe de iluminado al pueblo, y detiene la consumación de hecho tan abominable… había salvado una vez más la sagrada integridad de la República. Como lo dijera más tarde el prócer trinitario Juan Isidro Pérez de la Paz, Duarte fue el único vocal de la Junta que combatió el plan Levasseur. Y así, al referirse a esta actitud suya el noble patricio, en su manifiesto de Guayubín dice: «Me pronuncié contra el protectorado francés deseado por esos facciosos y cesión a esta potencia de la península de Samaná, mereciendo por ello todos los males que sobre mí han llovido…».23 La Junta Central Gubernativa nombra al general Francisco del Rosario Sánchez jefe auxiliar del general Santana, y mientras el general Sánchez iba a tomar posesión de su destino, dis

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Juan Pablo Duarte, «Manifiesto enviado al gobierno provisional de Santiago», 28 de marzo de 1864. Citado por Leonidas García. Despradel debe referirse al artículo que menciona más arriba, véase nota No. 4. (N. E.).

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puso el 23 de junio que el coronel don José Esteban Roca fuese a hacerse cargo provisionalmente del mando de dicho ejército. Y como dice don Emiliano Tejera: «El ejército, instigado por los amigos del general Santana, se negó a reconocer el nombramiento de la Junta, y conservó a su cabeza a su primer jefe. La impunidad de este hecho hería de muerte al poder supremo de la República».24

Este era el primer acto de insubordinación del ejército. El día 13 de julio de 1844, apenas transcurridos cinco meses de haberse proclamado la República, Santana, el soldado rústico que «bautizó su espada en Azua de Compostela»,25 fue proclamado jefe supremo por las tropas que tenía bajo su mando, que no eran, precisamente, todas las que luchaban por la estabilización de la recién formada nacionalidad dominicana. Apoyado en las bayonetas de una tropa que pisoteaba con su indisciplina la augusta dignidad del ideal separatista, marcha sobre la ciudad capital a derrocar al gobierno que había tenido hasta entonces la República: la Junta Central Gubernativa. El ideal duartista ya estaba estrujado bajo las férreas botas del osado hatero, y sobre los despojos de la cruzada redentora de los trinitarios, se alzaba triunfante la loca ambición que cegaba a los hombres que jamás habían tenido fe en los destinos de la República. Ramón Mella, el fuerte adalid de la intrepidez sublime en el baluarte del Conde, proclama en el Cibao a Duarte como presidente de la República, con la condición, como se lo expresara a la Junta Central desde Santiago en comunicación del 19 de julio, «de que salvara al país de la dominación extranjera, que

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«Proceso verbal de lo ocurrido en Azua el día 3 de julio de 1844, al delegar el general Santana el mando del ejército al coronel J. E. Roca», en Clío, IV, No. 20, marzo-abril de 1936, p. 36. Ramón Lugo Lovatón, «Notas sobre don Tomás Bobadilla y Briones», en Listín Diario, Santo Domingo, 14 de noviembre de 1933.

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convocara la constituyente y remediara la crisis de la Hacienda pública».26 La Junta Central Gubernativa, presidida por Santana, desconoce la proclamación que en favor de Duarte hiciera Mella, y no conforme con esto, en una comunicación que hace estremecer de justa cólera a toda alma puramente patriótica, dice, refiriéndose al merecido y previsor movimiento que iniciara el denodado héroe del inmortal trabucazo: «Todo esto no podía ser sino la obra del maquiavelismo y de una malicia refinada para sacar partido de la credulidad de los inocentes habitantes para engrandecer al general Duarte, cuyos servicios a la patria aún no son conocidos, ni es hombre que pueda salvarla de ningún peligro».27

Estaba consumada la obra de los afrancesados y solamente faltaba para coronarla con la más vergonzosa de las ingratitudes, el flamante e indecoroso manifiesto que dirigiera Santana al ejército y al pueblo. En él llueven los insultos sobre Duarte y sus trinitarios. Tíldase en él al padre y fundador de anarquista, de intrigante, de ambicioso; se le acusa de traidor del santo manifiesto de la revolución y de haber atropellado las leyes del honor y de la delicadeza. Y concluye el general Santana, en medio de sus injurias y denuestos, preguntando: «Patriotas denodados, que en la noche memorable del 27 de Febrero última pronunciasteis en la puerta del Conde, el grito de Separación y Libertad; ¿estaba Duarte a vuestro lado en esas circunstancias participando de los peligros de tan heroica empresa, sin curarse, a imitación vuestra, de una seguridad personal, de que era

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«Manifiesto de la Junta Central Gubernativa», en Clío, IV, No. 21, mayojunio de 1936, p. 66. Ibídem, p. 67.

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preciso no acordarse para salvar el país? Comerciantes y propietarios, que a la clamorosa voz de la patria aprontasteis vuestros fondos para la compra de buques, armamentos y demás gastos del ejército, ¿figura el nombre de Duarte en alguna de las listas que con tan laudable fin formara vuestra generosidad y patriotismo?».28

Este es, señores, el documento más vejaminoso que se ha escrito en la vida pública dominicana. Es tan inmaculada la vida de Juan Pablo Duarte que al leer este injurioso documento que llena de escarnio las ejecutorias nobles y heroicas de nuestro pueblo, la mente se oscurece en medio de tristes meditaciones, y el corazón, conturbado, desgrana lágrimas de sangre sobre el desolado sudario de la desesperanza. Llamar anarquista y traidor a quien vio vilmente tronchados sus grandes ideales civilistas por no dejar de rendirle eterna pleitesía al orden, y llenar de inicuos improperios a aquella alma pura, que rebosante de sana decencia, llegaba hasta a inventar frases de elegante contextura griega para imprecar a sus bajos enemigos, esos ejecutores patibularios del dignificante liberalismo que debió inspirar y dirigir el advenimiento de la República, es ser un gran ingrato y falta imperdonablemente a los más elementales principios de justicia. Actitud tan deshonesta no puede jamás merecer el perdón, ni mucho menos el olvido, de todos aquellos hombres que crean en la fuerza edificante de la virtud, ni tampoco de los buenos dominicanos que vean en la egregia y perilustre figura del padre y fundador Juan Pablo Duarte, la encarnación suprema de la dignidad de la Patria.

IX Dueños Santana y los afrancesados del gobierno de la República, Duarte y sus compañeros eran, para la sistemática 28

«Proclama del general Santana», en Clío, IV, No. 21, mayo-junio de 1936, p. 70.

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realización de su obra nefanda, un estorbo en el suelo de la Patria. El 1ro de agosto el ejército libertador del sur pedía al jefe supremo y a la Junta Central Gubernativa «justicia contra los asesinos de la Patria».29 El día 3 del mismo mes sesenta y ocho padres de familia de la capital se dirigían a las mismas autoridades diciéndoles: «Que por los crímenes notorios de los antedichos reos de lesa nación era de absoluta necesidad expatriarlos del país, más bien que pasar por la pena de verlos ejecutar y condenar a muerte, medida de sus crímenes y a la que se habían hecho acreedores».30

Némesis se agitaba furibunda en el pecho de los hombres malvados. Esos, contra quienes pedía justicia sin guardarles compasión un ejército que antes había luchado con brillantez por la libertad; esos, acusados de reos de lesa nación por los mismos hombres que ellos antes habían arrancado de las cadenas de la esclavitud y del oprobio; esos, vituperados, e insultados, privados de los más elementales derechos y que tenían en sus frentes, como dogal de martirio, la inhumanidad de una corona de espinas… esos tristes desgraciados, eran los padres de la Patria. Y así, ante la insolencia de una soldadesca insubordinada y ante la conformidad de un pueblo que ya comenzaba a besar la mano que tiránicamente le pegaba, los acusadores se convirtieron en jueces, y ante la justicia estupefacta, lanzan la infame sentencia del 22 de agosto de 1844. Por ella se declaraba a Juan Pablo Duarte y a los trinitarios desgradados, traidores, infieles a la patria y desterrados del país a perpetuidad.

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Nota de Emiliano Tejera a la «Petición del ejército del sur al jefe supremo y a los demás miembros de la Junta Central Gubernativa», publicada en La Cuna de América, No. 42, 15 de mayo de 1914. Véase Clío, IV, No. 22, julio-agosto de 1936, p. 118. Ibídem.

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Ante este hecho insólito, manotazo brutal de la fuerza contra el espíritu herido de la Patria, exclamó don Emiliano Tejera: «Cinco meses antes eran libertadores de la Patria; aún no hacía veinte días un puñado de patriotas, y ahora, sin haber faltado a ley alguna, enemigos de la nacionalidad, reos de lesa nación, criminales dignos de muerte».31

X Rosa Duarte, en sus valiosísimos manuscritos, relata de este modo la partida del patricio: «Echemos un velo hasta su embarque para Hamburgo, efectuado el 10 de septiembre a las seis de la tarde. Rodeados de numerosas tropas bajaron al muelle; él iba enfermo con las calenturas que había traído de Puerto Plata y se apoyaba para poder andar en los brazos de su hermano Vicente y su sobrino Enrique. Al llegar al bote que debía conducirlos a bordo del buque los hicieron separar: pues los opresores de la Patria, para hacerles más dolorosa su separación, los confinaron a distintos puntos. Su hermano Vicente y su sobrino Enrique fueron confinados al norte de América».32

Y comenzó para el que lo había sacrificado todo por la emancipación de su amada patria, el doloroso ostracismo que duró por más de tres lustros. Con el alma transida de dolor y con los pies sangrantes, pero sin jamás permitir que se extinguiera en su alma predestinada el sacro fuego de su ideal nacionalista, el ilustre proscrito se dirige a la Venezuela hospitalaria y se interna en las tupidas selvas del Río Negro, a ocultar su desencanto y a pasar en el silencio y la soledad el resto de sus días amargos… Quién sabe

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Ibídem. Rosa Duarte, «Manuscritos». Citado por Leonidas García.

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cuántos sabrosos frutos produjo su alma mística en aquel aislamiento de pena y de melancolía. Pero sus escritos de esa época se han perdido y no han podido nuestras generaciones aprovecharse de la honda filosofía que de seguro se encerraba en ellos. Así estuvo, por largos y dolorosos años, ignorado de todos, hasta de sus queridos familiares. Hasta que un día, como lo expresara felizmente el padre Meriño: «Un periódico, mensajero misterioso que la Providencia, tal vez, hizo caer en sus manos, le impuso de lo acaecido en la República en el año 1861, y al punto sintió renacer en su mente las lejanas visiones que había acariciado en su mejor edad. La voz de la nacionalidad sacrificada no podía menos que hallar dilatado eco en su patriótico corazón, y voló a hacerse inmolar con ella o a contribuir a salvarla. Y, ¡oh misterios del destino!, Sánchez le había ganado también ya el primer premio del martirio luchando por la misma causa… ¡Qué hombres tan grandes!».33

Vuela, con nuevos ímpetus en su alma, a Caracas; organiza allí una expedición, y desembarca, dispuesto de nuevo al sacrificio, en las retiradas playas de Montecristi. Desde Guayubín dirige su manifiesto al gobierno provisional de Santiago, y entre otras cosas le dice: «Heme al fin con cuatro compañeros más en este histórico pueblo de Guayubín dispuesto a correr con vosotros del modo que lo tengáis a bien todos los azares y vicisitudes que Dios tenga aún reservados a la grande obra de la Restauración dominicana, que con tanto denuedo como honra habéis emprendido».34

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Fernando Arturo de Meriño, «Oración pronunciada en la catedral en la apoteosis de Juan Pablo Duarte», 1884, en Obras del padre Meriño, Santo Domingo, Imprenta La Cuna de América, 1906. Juan Pablo Duarte, «Manifiesto de Guayubín». Citado por Leonidas García.

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Pero la mala suerte, la maldad y la intriga le persiguen. Parece que este varón admirable nació para ser personaje de una tragedia de Esquilo. El gobierno provisional lo recibe con distinción y respeto, pero tal vez influido por razones que preferimos, por su indelicadeza, guardar en silencio, se limitó a utilizar sus servicios encomendándole una misión diplomática en Venezuela. Maltratado en su amor propio, el patricio inmaculado abandona de nuevo el caro suelo de la Patria, y ahora para siempre. Vuelve a Caracas, eterno refugio de sus desgracias incontables, y allí, sin rencor y sin odios, entrega su alma al Creador el 16 de julio de 1876… Coincidencias extrañas del destino: exactamente al cumplirse el trigésimo octavo aniversario de la fundación de La Trinitaria. Así fue la vida de Juan Pablo Duarte: doloroso vía crucis, forcejeo de ensueños, persistencia gloriosa de sacrificios. Más tarde, una generación que oyó los gritos de remordimiento de la conciencia nacional ante tanta injusticia, trajo sus restos venerandos al lar nativo… y hoy, en el corazón fiel de los dominicanos, ocupa el primer puesto, por ser la encarnación fidelísima del alma heroica y eterna de la Patria. Renovación, XXXI:62 y XXXII:66 (Santo Domingo, 29 de enero y 26 de febrero de 1968)

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Aporte de la familia Duarte y Díez a la Independencia dominicana La virtud del patriotismo está tan hondamente arraigada en el alma de un conjunto de seres privilegiados, que su existencia, obedeciendo a sabias y precisas leyes atávicas, toma caracteres de constante permanencia, hasta el extremo de poderse afirmar que hay familias que al constituirse llevan sobre sí la augusta carga de luchar y padecer por la libertad de sus semejantes. En la historia de Indo-América, escenario turbadoramente prodigioso en donde lucen cumbres de excelsitudes al lado de hondos abismos de miseria y de sangre, figura con alta prestancia y con legítimo derecho una familia que nada tiene que pedirle a la austeridad de los Escipiones y de los Gracos y que en las luchas nobles y valientemente emprendidas en estas promisoras tierras del Nuevo Mundo, en nombre de la dignidad y del civismo, comparte, por voto unánime, la gloria del primer puesto con las demás cunas patricias de América. Nos referimos a una familia de Santo Domingo, en el seno de la cual surgió, teniendo como único paralelo en la conturbada existencia de estos pueblos de descendencia indohispánica al ilustrado mártir de Dos Ríos, la figura apostólica del padre, maestro y fundador de la nacionalidad dominicana: la familia Duarte y Díez. Hasta hace pocos años nuestros historiadores estaban de acuerdo con la procedencia española de la familia Duarte, – 367 –

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pero no habían podido indicar con exactitud la región de España donde se meció su cuna. La misma Rosa Duarte en sus «Apuntes», felizmente considerados por el joven académico Emilio Rodríguez Demorizi como un «breviario de grandezas y miserias que contiene, como un Nuevo Testamento, la Semana Santa de nuestra historia»,1 afirma que su padre nació «en la ciudad de Sevilla» y el mismo don Juan José Duarte hace constar en su testamento que era natural «de Vergera en el Arzobispado de Sevilla», población, que como muy bien lo hace notar el académico don Emilio Tejera, no existe en España. Pero hoy, gracias a las minuciosas y correctas investigaciones realizadas por algunos de nuestros historiógrafos en los archivos españoles, se puede admitir como una verdad digna del mayor crédito que los Duarte proceden de la antiquísima ciudad de Vejer de la Frontera, en España, «situada cerca del histórico cabo de Trafalgar, en el partido judicial de Chiclana, provincia de Cádiz. Su término confina al sur con el estrecho de Gibraltar».2 Don José Duarte y Rodríguez, tronco venerable de la familia Duarte y Díez, nació el 15 de septiembre de 1768. Fueron sus padres don Manuel Duarte y doña Ana María Rodríguez Tapia. Cuándo llegara por primera vez a Santo Domingo don Juan José Duarte y Rodríguez es cosa que aún no ha podido ser averiguada; solamente podemos afirmar que ya estaba en nuestra ciudad primada para fines del 1799, como lo deja claramente demostrado una acta de bautismo levantada en dicha ciudad el 17 de octubre de dicho año y en la cual figura como padrino. Es útil dejar consignado en este estudio que para el año de 1699 residía en Santo Domingo el capitán Manuel Duarte, marino de oficio. Tal vez fuera el padre de don Juan José o a lo menos su pariente cercano.

1

2

Emilio Rodríguez Demorizi, «Discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Historia», en Clío, fascículo V, No. 17, septiembre-octubre de 1935, p. 128. Emilio Tejera Bonetti, «Ascendencia paterna de Juan Pablo Duarte», en Clío, fascículo II, No. 2, marzo-abril de 1933, p. 41.

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Con doña Manuela Díez y Jiménez Benítez contrajo matrimonio, en la ciudad de Santo Domingo, don Juan José Duarte y Rodríguez. Oriunda de la oriental villa de Santa Cruz del Seibo era esta venerable y admirable matrona; y su padre, don Antonio Díez, era natural de Osorno (Palencia-España), en donde nació el 15 de enero de 1749.3 La fecha precisa cuando se celebrara este matrimonio aún es ignorada, pero no es aventurado afirmar que fuera en los primeros años del siglo de 1800, pues Vicente Celestino, el primogénito de este matrimonio ejemplar, debió nacer hacia el año de 1802, como se deduce de una declaración de nacimiento hecha por el perilustre Juan Pablo Duarte el día 20 de octubre de 1836, en la cual afirmaba: «Que el día veinte y ocho de setiembre último ha nacido un niño hijo legítimo de Vicente Celestino Duarte Díez y de María Villeta y se le puso por nombre Wenceslao Camilo María, naturales de esta ciudad de treinta y cuatro años el padre y de treinta y seis la madre».4

Pero apenas comenzada la ventura de este joven matrimonio, las huestes negras del férreo y singular Toussaint invaden furiosa y salvajemente esta parte oriental española de la isla, y las familias acomodadas y principales, víctimas de la ambición y del odio que lanzaban a acometer las más crueles matanzas y más duros atropellos a nuestros negros invasores, tuvieron que tomar, en su mayoría, el penoso camino del exilio. A la vecina antilla de Puerto Rico se dirigió el matrimonio Duarte y Díez, y en la hospitalaria ciudad de Mayagüez fijó su residencia. Los años que durara esta involuntaria proscripción, no han sido precisados; y a este respecto solamente nos vamos a permitir expresar en este estudio que al no encontrar en el archivo de Santa Bárbara la partida de nacimiento de Vicente Celestino Duarte, probablemente el primogénito, el acucioso historiógrafo Máximo Coiscou

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Ibídem. Estado civil de Santo Domingo. Citado por Emilio Tejera, loc. cit., p. 39.

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Henríquez ha dejado demostrado que para el 31 de julio de 1804 aún estaba en Mayagüez el matrimonio Duarte y Díez, y que en aquella acogedora ciudad borinqueña vino al mundo el prócer Vicente Celestino Duarte y Díez, por los años de 1801 a 1802.5 Si fue durante el liberal gobierno del pundonoroso general Ferrand o después de consumado el movimiento de Reconquista cuando regresara al país la familia Duarte y Díez, es asunto que todavía no ha sido esclarecido por nuestros historiadores. En este sentido, y como dato cierto y preciso, solamente nos es dable afirmar que a partir del año 1812 estaba nuevamente establecida en la antigua ciudad de Santo Domingo de Guzmán esta ilustre familia, y que al poco tiempo de su regreso de su exilio, el día 26 de enero de 1813 y cuando gobernaba en la colonia reconquistada en funciones de capitán general el coronel de artillería don José Masot, nació el predestinado que en aras de la Libertad y de la Patria brindara al mundo esta familia ejemplarísima que hiciera revivir en tierras quisqueyanas la virtud patricia de la Roma inmortal. Juan Pablo Duarte y Díez, como muy elegantemente lo ha dicho en un precioso trabajo histórico el doctor Alcides García, nació en el día de Santa Paula, «la austera descendiente de los Escipiones y de los Gracos».6 Como lo ha dejado expresado el prócer trinitario José María Serra en sus valiosos Apuntes para la historia de los trinitarios: «La casa de don Juan Duarte estaba situada en la Atarazana, frente a la muralla, al lado de la antigua Aduana, y se dedicaba hacía ya muchos años al negocio de ferretería, motonería, cordelería y artículos de este género».7 En este hogar nobilísimo y hacendoso, situado frente a la ría desde donde innúmeras carabelas partían hacia tierras ignotas a

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Máximo Coiscou Henríquez, «Contribución a una biografía crítica de Juan Pablo Duarte y Díez», en La Opinión, Nos. 1,600, 1,602 bis y 1,604, Santo Domingo, 26, 29, 30 y 31 de marzo de 1932. Alcides García, «Duarte y Martínez de León», en Listín Diario, No. 13,982, Santo Domingo, 26 de enero de 1935. José María Serra, Apuntes para la historia de los trinitarios, Santo Domingo, 1887, p. 13.

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imponer el poderío de Castilla y de Aragón y a regar las doctrinas justas del Cristo, la rectitud y la laboriosidad de un padre, ayudadas celosamente por la bondad y la fe religiosa de una madre, levantaron para la Patria una familia que la libertad ha bendecido y la gloria le ha brindado sus más altos altares. Aquel hogar fue una escuela y un santuario. Una escuela de disciplina, de laboriosidad, de constancia, de sacrificio en el cumplimiento del deber, de la cual era el maestro don Juan José, fiel poseedor de las virtudes y del coraje del alma bizarra de España y hombre dado a las luchas del mar y con su corazón siempre abierto para todas las causas nobles y justas. Y ante el ara del santuario oficiaba una madre en nombre de la religión de sus antepasados. Alma devotísima, fue su labor cotidiana inculcar en los pechos jóvenes de sus hijos los salvadores principios de la moral cristiana. Y opimos frutos obtuvo de su noble enseñanza. Pues como nos cuenta Rosa Duarte, el padre y fundador de la República, cuando apenas contaba seis años de edad, recitaba de memoria el catecismo; y esta vocación religiosa nacida al calor de la fe de su madre, fue tan profunda en el alma del patricio, que le sirvió de inspiración y de guía al emprender la ingente cruzada en pro de la redención de su patria vilmente esclavizada. Ayudar a crear este espíritu altamente místico en el alma iluminada del inductor y jefe de la jornada liberadora de Febrero fue, si no el más grande, uno de los más valiosos aportes de la familia Duarte y Díez en favor de la realización de nuestra Independencia. Doña Manuela Díez creyente fervorosa de Nuestra Santísima Virgen de la Altagracia, abroquelada en su fe cristiana animaba a sus hijos, Vicente Celestino y Juan Pablo, en sus campañas de liberación en contra del ominoso yugo haitiano. Ella fue guía y aliento de esperanza, y su influjo cavó surcos tan hondos en el alma exquisita del padre de la Patria dominicana, que el ilustre padre Meriño, al recordar devotamente la medalla con que lo obsequiara en días oscuros de doloroso ostracismo el inmortal Juan Pablo Duarte, emitió estos brillantes y hermosos conceptos. Dice el padre Meriño:

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«Educado en la piedad religiosa, guardó siempre intacto el tesoro de su fe y acudía al Señor en las congojas de su corazón. En su grande alma mantuvo altar para su Dios y para su patria, y así sus virtudes cívicas llevaban el suavísimo perfume de sus virtudes cristianas. Y ponía también su confianza en el patrocinio de la Virgen llena de gracia, cuya imagen colgara de su cuello en días de zozobras su madre atribulada. Reliquia preciosa, señores, que llevó siempre con devoción y que hoy me envanezco de poseer como el más tierno recuerdo del amigo muerto».8

Fueron los hijos del matrimonio Duarte y Díez, Vicente Celestino, el primogénito, Juan Pablo, Rosa y Francisca. De situación económica bastante holgada y ocupando un puesto distinguido en el ambiente social de su época, don Juan José y doña Manuela no escatimaron medios para educar e instruir a sus hijos de la mejor manera posible. Y Juan Pablo, el hijo preferido, adolescente aún, fue enviado a la vieja Europa en viaje de estudios. De 1830 a 1832 duró la estancia del futuro fundador de la República en las civilizadas tierras del Viejo Mundo. Y allí, después de admirar el liberalismo de la Francia y la amplia libertad de que hacían galas Suiza e Inglaterra, pasó a Barcelona, en donde según la autorizada opinión de nuestros más destacados historiógrafos, «plasmó el glorioso pensamiento de libertar a su patria».9 A ella regresó ardiendo en vivas ansias de redención y de justicia, y en el seno del hogar, ante el contento que embargaba por su regreso a todos sus familiares, expresó por

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9

Citado por Leonidas García, «Influencia de la Iglesia católica en la formación de la nacionalidad y en la creación de la República Dominicana», en Clío, fascículo V, No. 5, septiembre-octubre de 1933, pp. 128-129. Leonidas García, «Gráfica descripción de la vida del ilustre Juan Pablo Duarte», en Listín Diario, No. 13,062, Santo Domingo, 16 de julio de 1930.

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primera vez la grandeza de su idea al contestarle al doctor don Manuel María Valverde que lo más que le había llamado la atención en sus viajes, eran «los fueros y libertades de Barcelona, fueros y libertades que espero demos un día a nuestra patria…». Y en el corazón de todos prendió la idea del apóstol: en el de su padre, quien nunca le negó su apoyo; en el de su madre, quien jamás dejó de alentarlo; en el de su hermano Vicente Celestino, quien se aferró a su santa causa con una fe tan honda como la de él mismo; en el de sus hermanas Rosa y Francisca, quienes en ningún momento le negaron su óbolo de dolor al sacrificio… Rosa Duarte, en sus «Apuntes», expresa lo siguiente: «Duarte comprendiendo que era necesario para que muchos de sus conciudadanos le ayudasen a realizar su noble aspiración, pensó en ilustrarlos, por lo que en el almacén de su padre daba clase gratuitamente a muchos, sin distinción de clases ni de colores».

Como se ve, su casa paterna siguió siendo escuela, y ahora él era el maestro y su hermano Vicente Celestino uno de sus discípulos más fieles y aprovechados. Esta labor de propaganda y de instrucción duró un lustro, y un día dedicado por la Iglesia a la exaltación de la Santa Cruz y a la advocación de la Virgen del Carmen, el 16 de julio de 1838, surgió, planeada y organizada por él, la sociedad patriótica La Trinitaria. Sin una base económica efectiva era casi imposible llevar a cabo la amplia y difícil labor revolucionaria para la cual se había creado, bajo la inspirada dirección del eximio Juan Pablo Duarte, la benemérita sociedad La Trinitaria. Y tocó a la familia Duarte y Díez, esta vez de manera indirecta, ayudar a realizar este punto de tan vital importancia. «Propuso Duarte –nos dice José María Serra–, la creación de un fondo al que todos contribuiríamos, cada cual en proporción de sus facultades pecuniarias,

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y la proposición fue aceptada, produciendo la subscripción ciento y tantos pesos que, dijo, van a trabajar en la casa de mi padre desde ahora mismo. Su antiguo crédito y el no tener competidor, la buena dirección de Juan Pablo Duarte, y la cooperación de su hermano Vicente, que de continuo en la costa estaba dedicado a la compra de caoba, campeche, mora y guayacán, les proporcionaban realizar ganancias tan lucrativas como frecuentes. El fondo de La Trinitaria entraba libre de todo gasto, a acrecentarse con beneficios seguros, rápidos y no poco considerables, puesto que se acumulaban al capital».10

Desde la fecha de su fundación hasta comienzos del 1843, el año célebre y agitado de la Reforma, la labor de La Trinitaria fue de propaganda y de organización. Era necesario aumentar rápidamente los adeptos, y los nueve preclaros fundadores, como incansables misioneros de la nueva fe que con palabra serena les enseñara el maestro, se lanzaron a la conquista noble de sus conciudadanos yéndolos a buscar al hogar, al taller, a la plaza, a la escuela, al templo y por todo el territorio de la Patria esclavizada. Tarea dura, arriesgada, que solamente una convencida disposición al sacrificio podía sostener y alentar, ya que los arrojados trinitarios, además de tener ante sí el férreo autocratismo boyerista, suspicaz y sanguinario, tenían que defenderse de las intrigas cobardes y repetidas de ese grupo de malos dominicanos que se habían avenido, por ruin cálculo y por falta absoluta de fe en el porvenir de la República, con el régimen de usurpación del haitiano invasor. Y en esta valiente cruzada que haría posible, años más tarde, la realidad esplendorosa de Febrero, la familia Duarte y Díez cooperó de una manera singular y activa: Vicente Celestino, de quien tan elogiosamente se ha expresado el invicto Gregorio Luperón, propagando el ideal supremo de independencia que tan luminosamente concibiera su genial hermano, y

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José María Serra, ob. cit.

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Rosa y Francisca, puras vestales que con tanto amor oficiaron en el sagrado templo del patriotismo, sirviendo de fieles mensajeras entre su idolatrado Juan Pablo y los celosos y decididos iniciadores trinitarios.11 Como muy bien lo ha dejado expresado Lepelletier de Saint Rémy: «En los veinte y dos años que duró la administración del general Boyer, la fusión pudo parecer verdadera entre las dos antiguas colonias europeas de Santo Domingo; pero estas no hacían más que dormir en un mismo letargo. Se tuvo de ello la prueba cuando en 1843 estallaron en la parte occidental contra el gobierno presidencial del sucesor de Petion los primeros movimientos insurreccionales que determinaron su caída».12

Los trinitarios, esa falange de patriotas que luchaban por la creación de una nacionalidad independiente y sin protectorado, no desecharon la oportunidad de unirse al elemento reformista haitiano que combatía el absolutismo de Boyer en esta parte española de la isla. El grito lanzado en Praslin repercute de un extremo a otro del territorio insular y derrocado el autócrata sucesor del liberal Petion, se establece un nuevo estado político

11

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El viejo don Juan José estaba al tanto de las gestiones revolucionarias de sus hijos Vicente Celestino y Juan Pablo, y se cuidaba de ayudarlos y de protegerlos. Como nos relata en un interesante artículo el licenciado Ramón Lugo Lovatón: «El mismo padre de Duarte, en ocasión de que Francisco del Rosario Sánchez vislumbraba en él cierta desconfianza por no informarle en qué sitio se encontraba Juan Pablo, el viejo don Juan, estrechando las manos de Sánchez, díjole: “No desconfío en absoluto del hombre generoso que salvó la vida de tres españoles (se refería al Sánchez abogado), a los cuales una vil calumnia condenaba a infame horca y en prueba de ello, dime en qué sitio y hora le esperas”». (Ramón Lugo Lovatón, «Notas breves sobre Francisco del Rosario Sánchez», en Listín Diario, No. 14,024, Santo Domingo, 9 de mayo de 1933). M. R. Lepelletier de Saint-Rémy, «Santo Domingo y los nuevos intereses marítimos de España», en Clío, No. 11, septiembre-octubre de 1934, p. 162.

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que al parecer debía estar inspirado en nuevos principios de libertad y de justicia. Pero muy pronto el elemento dominicano separatista se dio cuenta de que el gobierno provisorio surgido a los vivas la Reforma distaba muy poco por sus ambiciones y procedimientos, del caído régimen del engreído Jean Pierre Boyer. Y la lucha se inicia de nuevo, no solamente en contra del dominador haitiano, sino también en contra de esa turba de conservadores que en oscuros connubios tramaban el fatídico plan de Levasseur. A partir de 1843 comienza el vía crucis de la ilustre familia Duarte y Díez. Como nos lo ha referido don José Gabriel García: «Alarmados con razón los separatistas a causa de las amenazas de sus contrarios para la llegada del dictador, creyeron que había necesidad de precipitar los acontecimientos, efectuando, si era posible, un pronunciamiento a mano armada, que decidiera de una vez la suerte de la causa nacional».13

Don José Díez, tío del fundador de la República, promovió entonces una reunión en su propia casa, «con el noble intento de ver si podían unificarse las opiniones y evitarse el derramamiento de sangre fratricida». En esta reunión, en medio de los trinitarios fundadores y de Francisco del Rosario Sánchez, también estaba Vicente Celestino Duarte, quien desde este momento desempeñaría un papel principalísimo en el desarrollo del movimiento revolucionario separatista. Fatales fueron los resultados de esta reunión promovida por don José Díez, pues por obra de la indiscreción y de la inquina de que dio muestras el manuscrito intitulado «La Chicharra», todo cuanto había sucedido en dicha reunión llegó al conocimiento del delegado haitiano Brouat, quien lo comunicó al dictador Hérard Aîné, a la sazón en Santiago en viaje de propaganda y de inspección.

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José Gabriel García, Compendio de la historia de Santo Domingo, tomo II, p. 209. Despradel no indica los datos de edición de esta obra. (N. E.).

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Al llegar Charles Hérard Aîné a la ciudad de Santo Domingo, en donde, según él mismo lo expresara al gobierno de que formaba parte, «todas las puertas de los ciudadanos de origen español estaban cerradas», emprendió la más rabiosa y encarnizada persecución en contra de todos aquellos elementos acusados de separatistas. Y en este momento angustioso el hogar de los Duarte y Díez «fue registrado bruscamente por la soldadesca haitiana».14 Pero Juan Pablo Duarte, oculto ya desde días antes, logró embarcarse para el extranjero en compañía de Pedro Alejandrino Pina y de Juan Isidro Pérez. Al abandonar forzosamente el maestro y el inductor el suelo de la Patria, la familia Duarte y Díez no se arredró ante las continuas amenazas de que la hacían víctima los negros dominadores de occidente; todo lo contrario, Vicente Celestino Duarte, apoyado en la fe de sus padres y hermanas15 y ayudado eficazmente por su tío don José Díez, tomó, conjuntamente con el prócer eximio Francisco del Rosario Sánchez y del perínclito Ramón Matías Mella, la suprema dirección del movimiento revolucionario. Así, y como lo ha expresado en una carta uno de los hombres de la noche memorable del Baluarte: «Después de la ausencia involuntaria por su parte, pues la ocasionaron las persecuciones ejercidas contra él por los haitianos, del prócer Juan Pablo Duarte, iniciador y propagador a la vez del pensamiento de la Separación, quedó el prócer Francisco Sánchez a la cabeza del movimiento revolucionario, en compañía de don José Díez, Vicente Duarte, Ramón Mella, los hermanos Puello, de quienes fui yo el iniciador, y otros más, que por no tener lugar dejo de enumerarlos».16

14 15

16

Ibídem. No hay duda de que Rosa Duarte estaba en conocimiento íntimo del movimiento revolucionario encabezado por sus hermanos y otros patriotas. Prueba de ello son sus valiosos manuscritos. Carta de V. Gneco a J. R. Roque, 15 de febrero de 1889, publicada por Ramón Lugo Lovatón en su artículo «Sánchez y el 27 de Febrero de 1844», en Listín Diario, No. 14,014, Santo Domingo, 27 de febrero de 1933.

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Después de las ensañadas persecuciones del iletrado Charles Hérard Aîné, prosiguieron los separatistas bajo la dirección de Francisco del Rosario Sánchez, Vicente Celestino Duarte, don José Díez, Ramón Mella, Manuel Jiménez y los hermanos Puello, su ardua y valiente campaña de liberación. Don José Gabriel García nos dice a este respecto lo que sigue: «Apoyados (los encabezados trinitarios) de buena fe por un gran numero de jóvenes de todas las clases sociales adictos a la causa nacional, no vacilaron en ponerse de acuerdo y constituir inmediatamente en la capital el centro revolucionario que, comenzando por ponerse en comunicación con el iniciador y con los iniciadores dentro y fuera del país, debía concluir por concertar el pronunciamiento de los pueblos».17

Tristes y dolorosos fueron estos días de lucha y de zozobras para la unida y sufrida familia Duarte y Díez. Su hogar, santuario donde se veneraba constantemente el patriotismo y la virtud, sufrió imperdonables vejámenes de parte de la insolente soldadesca haitiana; hasta el extremo de que las nobles y decididas hermanas Rosa y Francisca recibieron de las torpes manos de los negros invasores duros é inauditos atropellos. De este insulto que recibieron las hermanas Duarte y Díez, se hace eco el consagrado trinitario Juan Isidro Pérez de la Paz, cuando en una carta dirigida a don Prudencio Díez a Caracas, le dice: «Don José Díez también está muy malo. Dicen que la pena de ver atropelladas las hermanas de Duarte, está acabando con él». 18 Así también, el prócer Pedro Alejandrino Pina escribía a Juan Pablo Duarte el 27 de noviembre de 1843:

17 18

José Gabriel García, ob. cit., tomo II, p. 222. «Documentos históricos del archivo Duarte», publicados en Clío por Emilio Tejera. En esta nota y la siguiente Despradel no indica los datos de número y páginas de la revista. (N. E.).

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«Su familia está desesperada con las amenazas que sufre y con la enfermedad de don Juan. Si este pobre anciano no puede recobrar la salud, démosle al menos el gusto de que vea, antes de cerrar sus ojos, que hemos coadyuvado de todos modos a darle la salud a la Patria».19

El 15 de noviembre de 1843, Vicente Celestino Duarte y Francisco del Rosario Sánchez, dirigían al perilustre Juan Pablo Duarte, a la sazón en Caracas en espera de la ayuda que le había prometido el presidente Carlos Soublette, la siguiente epístola: «Después de tu salida, todas las circunstancias han sido favorables, de modo que solo nos ha faltado combinación para haber dado el golpe. A esta fecha los negocios están en el mismo estado que tú los dejaste; por lo que te pedimos, así sea a costa de una estrella del cielo, los efectos siguientes: 2,000 o 1,000, o 500 fusiles, a lo menos; 4,000 cartuchos; 2 ½ o 3 quintales de plomo; 500 lanzas o las que puedas conseguir. Juan Pablo, volvemos a repetirte la mayor actividad, a ver si hacemos que diciembre sea memorable».

El presidente Soublette no había podido cumplir su ofrecimiento, y la situación económica del maestro y fundador de nuestra nacionalidad era tan precaria, que Juan Isidro Pérez aconsejaba a los demás trinitarios expulsos que vendieran sus relojes y las hebillas de sus correas para reunirle el pasaje a su admirado Juan Pablo para que pudiera regresar al suelo de la Patria. Y entonces el apóstol, ante el urgente requerimiento de dos de sus más aventajados discípulos, dirige a su familia esta carta, única en los anales de la historia de América:

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Carta dirigida por Pina a Duarte a Caracas el 27 de noviembre de 1843, publicada en Clío por Emilio Tejera.

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«El único medio [les decía] que encuentro para poder reunirme con ustedes es independizar la Patria. Para conseguirlo se necesitan recursos, supremos recursos, y cuyos recursos son: que ustedes, de mancomún conmigo, y nuestro hermano Vicente, ofrendemos en aras de la Patria lo que a costa del amor y trabajo de nuestro finado padre hemos heredado. Independizada la Patria puedo hacerme cargo del almacén, y heredero del ilimitado crédito de nuestro padre y de sus conocimientos en el ramo de marina, nuestros negocios mejorarán, y no tendremos por qué arrepentirnos de habernos mostrado dignos hijos de la Patria».20

La hora del supremo sacrificio había llegado, y la familia Duarte y Díez, siempre solícita a prestarle su más firme ayuda a su querido y predilecto Juan Pablo, inmoló en aras de la santa causa de la redención de la Patria todos sus bienes de fortuna. En este momento solemne para el patriotismo cedamos la palabra al benemérito don Emiliano Tejera. Dice nuestro insigne publicista al comentar este acto de noble y sin igual desprendimiento: «Duarte, durante los nueve años empleados en los trabajos por la Independencia, y sobre todo en los cinco y medio transcurridos desde la fundación de La Trinitaria, había ido gastando poco a poco su caudal, y para entonces muy poco o nada le quedaba. Pero existían bienes de familia, procedentes de la herencia paterna, aún indivisa, y él no vaciló en sacrificar la parte que le correspondía, y en pedir a sus hermanos y hermanas sacrificasen la suya».21

20

21

Emiliano Tejera, «Monumento a Duarte», p. 17. Citado por Emilio Tejera, «Proclama del general Santana», en Clío, IV, No. 21, mayo-junio de 1936, p. 70, nota 3. Ibídem. En nuestras investigaciones hemos podido averiguar que además de Vicente Celestino y de Juan Pablo, hubo otro hijo varón en la familia

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«Pero como en esos momentos era imposible vender las propiedades de la sucesión, pues esto habría sido mal visto por las autoridades haitianas, los Duarte tomaron a préstamo, privadamente, las sumas necesarias para preparar el movimiento del 27 de Febrero. Y como poco después de la Independencia la familia Duarte fue perseguida y desterrada, tuvo que sacrificar todos sus bienes, único modo de cumplir, antes de abandonar para siempre el suelo de la Patria, los compromisos contraídos para ayudar a su liberación».22

Don José Gabriel García nos dice, al referirse a este sublime gesto de abnegación que por la Independencia nacional llevaran a cabo los Duarte y Díez, que los honrosos conceptos emitidos en su carta por el puro e inmaculado fundador de la República los oyeron leer Sánchez, Mella y otros patriotas: «Al recoger de la familia la autorización de disponer de todos sus haberes para la realización del pronunciamiento proyectado, autorización de que fueron testigos José Díez y Enrique Duarte, dos de los parientes más cercanos, y que hizo ruido entre los demás adeptos a la causa nacional, quienes imitaron tan singular ejemplo contribuyendo cada uno, según sus fuerzas, para la compra de pólvora y plomo, reunión de armas y confección de cartuchos».23

Sobre la atalaya épica del Conde vibró, ufana y magnífica, la diana gloriosa de Febrero. Enardecidos los ánimos ante el

22 23

Duarte y Díez. Don Emiliano Tejera, al hablarnos de hermanos y hermanas, parece justificar la exactitud de esta noticia. Aunque no hemos encontrado una prueba documental de la existencia de este otro hermano del ilustre fundador de la República, si realmente existió, también es merecedor del glorioso recuerdo que aureola su noble familia, pues también sacrificó sus bienes de fortuna en aras de la Independencia de la Patria. Emilio Tejera, «Proclama del general Santana», loc. cit., p. 70, nota 3. José Gabriel García, ob. cit., tomo II, p. 225.

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arrojo legendario del inolvidable Ramón Matías Mella, todos los conjurados, fieles al mandato que les imponía el honor y el patriotismo, corrieron a ocupar sus puestos en aquella noche memorable en que el heroísmo recogía en los pañales del triunfo a la nacionalidad recién nacida. Y aunque el espíritu inmortal de Juan Pablo Duarte presidía aquel golpe brioso que nos diera tan justa y tan ansiada liberación, la familia Duarte y Díez no dejó de tener en él un representante directo, pues Vicente Celestino Duarte, a quien acompañaban su hijo Enrique, Juan Villeta, Leandro Espinosa, Francisco y Gregorio Contín y otros, no tardó en llegar de los primeros a aquella cita que en nombre de la libertad había dispuesto el patriotismo. Constituida la República, Vicente Celestino Duarte formó parte de la Junta Gubernativa Provisional y fue de los delegados designados por esta Junta para ajustar las bases de la capitulación del general haitiano Desgrotte, en compañía del doctor José María Caminero, Manuel Cabral Bernal, Manuel Aybar, Pedro Ramón de Mena y Francisco Javier Abreu. Como lo ha hecho notar el historiador García, Vicente Celestino Duarte era, en esta comisión, el único verdadero febrerista, pues los demás delegados no eran más que unos individuos que acababan de presentarse acatando el hecho cumplido. El 14 de marzo de 1844 regresó al suelo de la Patria redimida el perilustre Juan Pablo Duarte. Durante su obligada ausencia, miles fueron los padecimientos por que atravesó su resignada familia. Y como nos cuenta Rosa Duarte en sus verídicos manuscritos: «Su anciana madre y sus hermanas le recibieron anegadas en lágrimas, pues su deseada presencia hacía más dolorosa la pérdida del esposo y padre tan querido. Lamentándose su madre de que su padre no presenciara la llegada del más querido de sus hijos, el presbítero doctor Bonilla, entre otras palabras de consuelo, le dijo: “Los goces no pueden ser completos en la tierra, y si su esposo viviera, sería para usted un día de júbilo que solo

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se puede disfrutar en el cielo. ¡Dichosa la madre que ha podido dar a la Patria un hijo que tanto la honra!”. A las dos de la tarde notó el general Sánchez que las ventanas de Duarte no tenían banderas. Pidió unos velos blancos y él mismo formó con ellos unas banderas que colocó en las ventanas, con aplausos de todos, diciendo: “Hoy no hay luto en esta casa; no puede haberlo; ¡la Patria está de plácemes, viste de gala, y don Juan mismo, desde el cielo, bendice y se goza en tan fausto día!”».24

Los afrancesados, apoyados en la espada de Santana y dirigidos por la astucia de don Tomás Bobadilla, echaban por tierra el supremo ideal febrerista. La Junta Central Gubernativa aprobó el plan Levasseur el 8 de marzo de 1844 y Duarte, con sus autorizadas y enérgicas protestas del mes de junio en las sesiones de esta Junta y dentro del pueblo y del ejército, logró alejar los peligros de plan tan nefando y antipatriótico. Con mucha exactitud ha dicho el doctor Alcides García que «fue indispensable la presencia de Duarte para que se salvara Febrero».25 Mella proclama a Duarte en el Cibao como presidente de la República, y como lo expresa un documento de la época, ante esta actitud bien inspirada del vibrante rebelde del Baluarte, «herida de muerte la legalidad», el día 10 de septiembre son expulsados del suelo de la Patria Juan Pablo Duarte, Vicente Celestino Duarte, Enrique Duarte, don José Díez y un grupo de esclarecidos patriotas. Desde esta fecha de imperdonable injusticia, la familia Duarte y Díez comienza a ser víctima de la

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Rosa Duarte, «Apuntes». Citado por Emilio Tejera, «Recepción del fundador de la República el 14 de marzo de 1844», en Clío, No. 17, septiembreoctubre de 1935, p. 143. Los apuntes de Rosa Duarte constan de una serie de manuscritos y documentos de los que existían copias en el Archivo General de la Nación. La primera edición completa de los «Apuntes» fue publicada con el título de Apuntes de Rosa Duarte. Archivo y versos de Juan Pablo Duarte, Santo Domingo, Instituto Duartiano; Editora del Caribe, 1970, con notas de E. Rodríguez Demorizi, C. Larrazábal y V. Alfau. (N. E.). Alcides García, «El 27 de Febrero ignorado», en Listín Diario, No. 14,375, Santo Domingo, 27 de febrero de 1934.

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ambición desmedida que arrastró por oscuras sendas de odios y de crímenes a sus propios conciudadanos. El día 3 de marzo de 1845, cuando apenas contaba un año de vida la República, las ancianas manos de doña Manuela Díez recibieron la siguiente comunicación: «Manuel Cabral Bernal Secretario de Estado del despacho del Interior y Policía. A la señora Manuela Díez. Presente. Señora: Siéndole al gobierno notorio por documentos fehacientes, que es a su familia de Ud. una de aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de contrarrevolución e instrucciones, para mantener el país intranquilo, ha determinado enviar a Ud. un pasaporte para el extranjero, el que le acompaño bajo cubierta a fin de que a la mayor brevedad realice Ud. su salida con todos los miembros de su familia, evitándose el gobierno de ese modo emplear medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública en el país. Dios guarde a Ud. muchos años Cabral Bernal».26

Así correspondían sus compatriotas al ingente sacrificio que con firmeza y valentía habían llevado a cabo por la independencia de la Patria. A las tierras de la hospitalaria Venezuela fueron a buscar refugio doña Manuela Díez y sus dos hijas Rosa y Francisca. Y eran tan escasos los recursos con que contaba esta familia patricia al llegar a la Patria mil veces heroica del inmortal Bolívar, que el 25 de diciembre de 1845 Juan Isidro Pérez de la Paz, desde la ciudad de Cumaná

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Citado por Emilio Tejera, «Orden de expulsión de la familia Duarte», en Clío, No. 23, septiembre-octubre de 1936, p. 137.

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le escribía a Juan Pablo Duarte, quien se había ya reunido con su ilustre familia, esta página de dolor que desespera y desencanta: «No puedo más [le decía quien más tarde sería el Ilustre Loco]. Mándame a decir, por Dios, que no se morirán Uds. de inanición: mándamelo asegurar, porque esta idea me destruye. Nada es sufrir todo género de privaciones, cuando se padece por la Patria, y con una conciencia tranquila; mándame asegurar, en tu primera carta, que no perecerán de hambre».27

Como se deduce de esta sentida carta, en un inmerecido estado de desesperante miseria pasó sus últimos años esta virtuosa familia, lejos del suelo querido de la Patria y sufriendo amargamente los imperdonables desatinos y negras injusticias con que malograba el porvenir de la nacionalidad recién nacida aquella turba ciega constituida por aquellos que faltos de fe y de cultura no pudieron comprender el ideal de libertad, de dignidad y de civismo que tan firme y noblemente predicara el inmaculado Juan Pablo Duarte. No es exagerado afirmar que la familia Duarte y Díez ocupa el primer puesto en la historia de ese movimiento complicado y desconcertado que culminó con la proclamación de nuestra Independencia. De su seno surgió, para justa admiración del mundo y para honra de América, la figura perilustre del eximio fundador de la nacionalidad dominicana. Y fiel a la hondura de su virtud y a los llamados urgentes de la sangre, se abrazó con fe y con valentía a las ideas y principios que hicieron del más esclarecido de sus miembros un sublime predestinado. Así, luchó esforzadamente por su santa causa, que era la única y legítima de la Patria, y recorrió con él, palmo a palmo, la amarga senda de dolor, de incomprensión y de injusticia que para llegar al inolvidable Gólgota de su cruento martirio le

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Citado por Emilio Tejera, «Proclama del general Santana», loc. cit., p. 70, nota 3.

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trazaron, echándose en brazos del vejamen y del cinismo, sus propios conciudadanos. Como lo ha dicho Rosa Duarte, esa ingenua, veraz y respetabilísima dama: «Nosotras en todo somos las herederas de todas las contrariedades que a cada instante, como una rémora, Juan Pablo encontraba en su camino, y no exagero»28. Para concluir este estudio dejemos que las dignas y sufridas hermanas Duarte y Díez, las cuales junto con la excelsa María Trinidad Sánchez sintetizan la expresión suprema del valor y del heroísmo de que son capaces nuestras mujeres cuando la Patria gime en cadenas de dura esclavitud, nos digan desde las lejanías de un penoso e inmerecido exilio, su profundo amor a la santa causa de la libertad nacional y sus sinceros sufrimientos ante el penoso estado al cual habían llevado a la República los que cegados por la ambición y sumidos en fatal incredulidad, no fueron capaces de encauzar la naciente nacionalidad por las sendas de dignidad cívica trazadas por el puro ideal febrerista. Desde Caracas, el 10 de febrero de 1885, decía Rosa Duarte, en nombre de ella y de su hermana Francisca, a don Emiliano Tejera, lo siguiente: «Cuando recuerdo lo pasado y miro de mi infelice patria el presente, y que para colmo de nuestra desventura, los que debían por su propio decoro levantar la voz, permanecen mudos, me digo: los pueblos cuando menos se espera degeneran, esto no es una reconvención a ese pueblo mío, no, no son ellos los culpables, en particular somos nosotros, que en lugar de andar errantes debíamos haber vuelto a morir al pie de nuestra bandera, pero ya para nosotras todo pasó, todo desapareció».29

28

29

Carta de Rosa y Francisca Duarte y Díez a don Emiliano Tejera. Caracas, 10 de febrero de 1885, publicada en Listín Diario, Santo Domingo, 27 de febrero de 1932. Ibídem.

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Adiciones I El maestro doctor Federico Henríquez y Carvajal, en su bello artículo intitulado «La familia Duarte» aparecido en el folleto Gloria a Duarte expresa lo siguiente: «De ocho personas principales se componía la familia: la madre, doña Manuela Díez y Jiménez, viuda Duarte, y sus siete hijos: Vicente Celestino, Juan Pablo, Rosa, Filomena, Sandalia, Manuel y Francisca». Para decir después el maestro, con su estilo siempre expresivo y profético: «Manuel se volvió loco ante el cuadro de tristezas de su familia, Sandalia fue virgen y mártir en la aurora de su juventud florida». Y como exclama el ilustre presidente de nuestra Academia de la Historia: «Allí, al pie del Ávila, rindieron todos la carga de la vida en duelo. Los últimos en morir fueron: Juan Pablo, el l6 de julio de 1876; Rosa, el 25 de octubre de 1888; Francisca, el 17 de noviembre de 1889; y Manuel, el 8 de agosto de 1890».30

II Don Juan José Duarte y Rodríguez falleció en la Ciudad Primada el 25 de noviembre de 1843, como se desprende de este testimonio de Rosa Duarte: «Diciembre 20. A su llegada a Curazao recibe cartas de su familia que le participan el fallecimiento de su querido padre acaecido el 25 de noviembre ppdo. desesperado por no hallar medios para fletar un buque y dirigirse a Guayacanes, lugar en donde sabía le esperaban sus amigos y hermanos con los pertrechos y 30

Federico Henríquez y Carvajal, «La familia Duarte», en Gloria a Duarte. Documentos relativos a la inauguración del monumento erigido en homenaje al fundador de la República, Santo Domingo, Imprenta J. R. Vda. García, sucesores, 1930, p. 39.

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armamentos que pudiera conseguir, resuelven pasar a St. Thomas, viaje que no verificó porque le atacó una fiebre cerebral que no le permitía hacer nada, hasta el cuatro de febrero».31

III Para dejar demostrado el hondo amor a la libertad que animaba el corazón de don Juan José Duarte y Rodríguez, su amplitud de criterio y el firme apoyo que prestó, en su noble campaña libertadora, a su preferido y querido hijo Juan Pablo, copiemos aquí este pasaje de los interesantes «Apuntes» de Rosa Duarte: «Entró a las once de la mañana el general Rivière a la ciudad seguido de sus tropas y rodeado de los portadores de la maldecida representación que desde el día anterior había salido a recibirlo. Los viles aduladores del poder de Rivière le recibieron con muestras de la más degradante alegría. Después de un paseo militar por las calles se retiró Rivière al Palacio Nacional y mandó que uno de los batallones se alojara al lado y frente de la casa de Duarte, el que se había ocultado el día anterior en el almacén del señor José Ginebra; los enemigos de Duarte que sabían que estaba allí, les dijeron a los Ginebra, que si no le negaban su asilo, iban a ser envueltos en su ruina. Duarte, que en el dormitorio había oído a sus enemigos, determinó salir a las once de la noche a la calle, pues quería evitar a sus muy queridos amigos, graves perjuicios; determinado ya a salir a las once de la noche a pesar de los ruegos de José, llegó su hermano Joaquín y le dijo que había conseguido donde ocultarlo, pero que esperase a más tarde, a las dos de 31

Rosa Duarte, «Apuntes». Acerca de esta obra véase más arriba la nota 24. (N. E.).

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la madrugada, y le acompañó a la casa de la madre del señor Juan Alejandro Acosta. A las dos de la tarde fue el maestro Julián Alfau a ofrecerle a su padre su casa o la de sus amigos, porque decía que los rivieristas sabían que estaba oculto en casa de la madre de Juan Alejandro Acosta. Su padre le contestó que ignoraba dónde se hallaba y que no daría ningún paso que pudiera comprometer a tercera persona. (Había acabado de salir el señor Francisco Ginebra que había ido a decirle que buscara un lugar donde ocultarlo, porque sabían dónde estaba y esperaban la noche para ir a sacarlo). A las tres de esa misma tarde fue el presbítero doctor Bonilla a decir a su padre que le aconsejara presentarse, porque ocultándose se hacía más sospechoso. Su padre contestó, que era mayor edad y por lo tanto libre en sus acciones. A la oración fue don Luis Betances a suplicar que tocaran y cantaran, para que viendo a sus hermanas alegres, creyeran sus enemigos que se había embarcado y cesaran de perseguirlo. Apenas había salido Sánchez, llegó el joven Joaquín Lluberes, confirmando las noticias recibidas durante el día. El padre de Duarte lo mandó a la casa donde Duarte estaba oculto a decirle que el coronel Sánchez lo esperaba en la plaza del Carmen. A poco volvió Lluberes, diciendo que en la casa no lo dejaban salir y que en el vecindario había como cincuenta hombres ocultos dispuestos a morir si lo iban a buscar. No había acabado de hablar Lluberes, cuando llegó el joven Pedro Ricart, mandado por los Ginebra, a decirle a su padre que se apresurara a sacarlo, que las tropas que iban a buscarlo, se estaban formando en la plaza. Acompañado su padre de su nieto Vicente, que era casi un niño, subió el ángulo de la muralla y llegó al Cachón, lugar escabroso donde lo encontró rodeado de algunos amigos. Considerar cuánto habían sufrido sus padres y hermanos, durante ese aciago día; los amargos sufrimientos que la

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presencia de su padre le hacía comprender, que no le dejaban ni en la noche tener algún reposo, fue la primera copa de acíbar que sus enemigos acercaron a sus labios desgarrándole el corazón. Su padre, después de abrazarlo, le dijo: “Francisco Sánchez te espera a la diez en la plaza del Carmen, y con él tus amigos, aquellos con quienes te liga un juramento, y tu padre te manda salgas de un lugar en que solo puedes encontrar una muerte cierta que quitaría la vida a tu afligida madre”. Después de haber abrazado a los que le rodeaban, salió acompañado de su padre hasta la plaza de la iglesia de San Lázaro. Al separarse su padre lo bendijo. Al ver que Vicente lo seguía, se volvió y dijo: “Padre, pobre padre, tu hijo se separa de ti para siempre”. Él le contestó enternecido: “Mando a que te acompañe para a su vuelta saber quedas en seguridad al lado de tus amigos”».

IV Hérard Rivière se ensañó con la familia Duarte y Díez del modo más cruel y salvaje. Como dice Rosa Duarte: «Desde el día catorce por la mañana y por la tarde mandaba Rivière tres oficiales a solicitar a Duarte a su casa y lo mismo en casa de Pina, Sánchez, Pérez, visita que se consideraba que no era sino por el bárbaro placer de atormentar las familias».

No solamente el dictador haitiano maltrataba a la noble familia del fundador de la República, sino también ese grupo indigno de malos dominicanos que no pudieron alcanzar la altura sublime de su apostolado. «Julio 18. Los enemigos, ideando infamias por ver de coger a Duarte, mandaron dos oficiales del batallón que

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estaba alojado frente a su casa a proponer a sus hermanas que bordaran una bandera con las armas de Colombia diciendo que habían cogido dos pabellones colombianos en Santiago y se había perdido uno, y querían llevar dos a Puerto Príncipe. El padre de Duarte contestó que sus hijas no sabían bordar; los oficiales querían dejar la bandera de muestra, pero como su padre no quería recibirla, los oficiales se irritaron; al alboroto, se reunió gente del pueblo alborotada también. El comandante del batallón (con quien amenazaban los oficiales) llegó en ese momento y los hizo salir, amenazándolos con dar parte a Rivière. El objeto de querer los enemigos de la Patria poner en poder de su familia una bandera colombiana era que la atropellaran para que él saliera y formar de esa bandera el cuerpo del delito, que se le imputaba: unir a Santo Domingo a Colombia. Colombia no existía, pero que Rivière aceptaba esa patraña porque favorecía sus intereses».

Por juzgarlo de interés reproducimos aquí la descripción que hace Rosa Duarte del allanamiento realizado en su respetable hogar por las hordas negras de Rivière. Dice Rosa Duarte: «Julio 24. A las cuatro de la tarde fueron allanadas las casas de su tío don José Díez y la suya. Al oficial que llevaba la orden de registrar la casa le acompañaba una numerosa tropa de la que una parte cercó la manzana y la otra se introdujo en la casa dividida en dos filas, de dos en fondo; una fila de soldados armados entró por el dormitorio principal hasta las piezas interiores; y la otra se extendió desde la calle pasando por la sala hasta los corrales. Colocada la tropa se dio principio al registro el que duró hasta las seis de la tarde, pues sus hermanas sabiendo que iban a registrar la casa, aglomeraron en la galería, ayudadas por las sirvientas y algunos jóvenes,

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muchas y grandes cajas llenas de ropa, y loza que tenía su madre, montándolas unas sobre otras. Su casa estaba tan vigilada, que los afrancesados supieron el asunto de las cajas y fueron con la tropa cuatro a seis cargadores de madera para bajarlas; aburridos de trabajar inútilmente, pues no lo encontraron, el jefe mandó desfilar la tropa en dirección del almacén: él se hallaba oculto tras una ventana entornada que quedaba frente a su casa, presenciando lo que pasaba en ella; allí vio a uno que fue edecán de Carrie señalar la ventana al comandante Hyppolitte Franquil, jefe de la tropa, diciéndole: “Mr. Duarte está en esa casa, pues lo vieron asomarse a esa ventana cuando su padre se presentó en la puerta pidiendo la orden para allanar su casa; lleven a su padre y verá cómo al instante él se presenta”. Afortunadamente, los haitianos eran esclavos de la ordenanza y muy celosos de su autoridad, por lo que no tan solo lo mandó a callar, sino que como el oficioso le contestó con una amenaza, dio orden al sargento para que lo llevara arrestado. Salió su padre con las tropas que también tenían orden de registrar el almacén. Temiendo que siguieran el monstruoso consejo y que al no encontrarlo se llevaran a su padre, resuelto a presentarse en tal caso, se acercó al almacén saltando la pared del corral de la casa en donde estaba, acompañado de algunos patriotas siguió por los patios escalando las paredes hasta caer al frente del almacén de su padre; llegó en casa del señor Teodoro Ariza, el que le informó que no hallándolo en el almacén, las tropas se habían retirado y su padre había vuelto a su casa».

V Por la libertad de la Patria, la ilustre familia Duarte y Díez no solamente sacrificó sus bienes de fortuna, sino también la felici-

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dad del hogar, las bonanzas de la existencia y hasta el precioso tesoro de la vida. De labios de Rosa Duarte, veraz y justiciera al recoger en sus valiosísimos «Apuntes» muchos rasgos de la vida de noble apostolado del maestro y fundador Juan Pablo Duarte, recojamos el testimonio de esta dedicación fervorosa de su patricia familia al ideal sacrosanto de la Independencia. «Febrero 28. Sus hermanas y sobrinos con ayuda de los sirvientes, convirtieron en balas las planchas de plomo que había en el almacén, material de marina que se necesita para el forro en los buques. Los cartuchos que repartió su hermano Vicente en Los Llanos y demás pueblos (excepto El Seibo) fueron fabricados por las manos de las Duarte, y esa prueba de amor y patriotismo fue recompensada con un cruel destierro. Cuando el señor arzobispo doctor Tomás de Portes, el presbítero doctor Bonilla, don Francisco Pou y otros, preguntaban a la Junta Suprema la causa por que se desterraba a una respetable anciana con sus niñas, amenazándolas en el pasaporte con que si no se embarcaban el Gobierno se vería en el caso de emplear medios coercitivos, Bobadilla les contestó: “Ellas fabricaban balas para la Independencia de la Patria, con más razón no escatimarán medios ni recursos para la vuelta del hermano que lloran ausente”. También las fabricaron muchas otras en los que se nombran la familia de Ravelo, y la señora hermana del doctor Valverde y otros y otras a quienes libró la Providencia, excepto la señora doña Ana Valverde, señora muy respetada; el día que salió para el destierro se bendijo el fuerte de San Antón, que se había reedificado con la suscripción que la dignísima patriota salió a recoger entre los dominicanos que estaban entusiasmados y orgullosos de tener su patria libre».

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Índice onomástico

A Abreu, Francisco Javier 206, 382 Abreu, Manuel María 68 Acevedo Serrano, Manuel 16 Acosta, Juan Alejandro 154, 169, 315, 389, Aguilera, Eugenio 288 Alberti Bosch, Narciso 22 Alfau, Antonio Abad 197, 205 Alfau, Felipe 66, 100, 102, 105, 106, 140, 150, 160 Alfau, Salvador 126, 138, 165, 233, 242, 327 Alfau Durán, Vetilio 16 Alfau, Julián 99, 112, 389 Alí, Pablo 102-104 Altamira, Rafael 18 Álvarez, Juana 41 Álvarez, Máximo Antonio (don Pepe) 30 Álvarez, Francisco José 40 Álvarez Cartagena, Juan 69, 75 Amaral, Diego 184-186 Amaral, Francisca 185, 186 Amaral, Mauricio 184, 185 Amézquita, Francisco Pablo de 10, 13, 43-44 Anglería, Pedro Mártir de 317, 318 Antoine Cadet, 75, 158

Aponte, Julián 130 Ariza, Teodoro 392 Arredondo y Castro, Pedro 187 Arredondo y Pichardo, Gaspar 39 Ayala y García, Juan de Jesús Fabián 10, 13, 44, 89, 128 Aybar, J. F. 131, 137 Aybar, Manuel 382 Aybar y Aybar, Esteban de los Ángeles 78, 234-235 Azcona, María del Pilar 92-93 Azcona, Ramón 236 Azcona, José de 93

B Báez, Buenaventura 96, 129-131, 177-178, 179, 193, 197-198, 202, 205-206, 219, 223-224, 238, 243, 278, 286, 315 Barbaró, Cayetano 154, 169 Barrot, Adolphe 111 Basora, Santiago 103 Batista, Antonio 79, 83, 159, 236 Batista, Sofía (Marduma) 27 Beck, Polito 103-104 Bergés (médico) 77-78 Bernal, Javiera 70-74 Bernal, José (Pepe) 36

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Bernal y Sannon, Juan 103 Bernard, A. 106 Bernier, Auguste 106 Betances, Luis 389 Betances, Ramón Emeterio 331 Betances, Rubesindo 62 Billini, Francisco Xavier 58, 94, 329-332 Bobadillas (los) 91 Bobadilla, Francisco 186 Bobadilla, Juan 185-186 Bobadilla, María de 186 Bobadilla, Vicente 184-186, 188 Bobadilla y Briones, Tomás 124, 135, 183-189, 191-193, 195, 198-199, 201-203, 205-207, 209-214, 216, 219-222, 224, 228, 230, 232, 240, 250-251, 276, 356, 359, 383 Bobea, Pedro Antonio 100, 113, 118, 288 Bolívar, Simón 171, 347, 358, 384 Bonaparte, Napoleón 56, 314 Bonilla, José Antonio (presbítero) 382, 389, 393 Boyer, Jean Pierre 150, 171-172, 174, 306, 336, 353, 375-376 Brea, José G. 106 Brea, viuda Dandonis, Manuela de 72 Briones, Manuel 188 Briones, Mateo 188 Briones Pérez, Gregoria 184, 188 Brouat, Augusto 60, 98, 179, 335, 352, 376

C Cabral, José María 24, 66, 159, 193, 237-238, 251, 281, 286 Cabral Bernal, Manuel 107, 115, 123, 131, 138, 163, 382, 384 Cabrera 213 Cabrera, Joaquín 305 Cabrera, José 276 Cabrera, Leandro 265-266

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Cabrera, Regalado 265-266 Cado, Fermín 166 Calero, Felipe 99, 107, 115 Calero, José María 206 Cambiaso, Juan Bautista 154, 158, 169 Caminero (los) 91 Caminero, José María 116, 128, 131, 137, 163, 229, 251, 382 Campo, Carlos M. 72-73 Caonabo 166 Capellán, Agustina 85 Carreño, María 39 Carrié, Alexis 97, 105, 392 Casas, Bartolomé de las 317 Castaño (capitán) 82 Castillo, Pablo Paz del 61 Castillo, Tomás Ramón 68, 80 Castillo, Remigio del 158, 160 Castro 268, 279 Castro, Apolinar de 249, 275, 278 Castro, Jacinto 195, 212, 273 Castro, José de J. 267 Castro, Valentín (doctor) 23 Castro Noboa, Héctor B. de 23 Cervantes, Miguel de 279 Cestero 231 Cestero, Tulio Manuel 49-50, 224, Charles, Catalina 288 Charrier, Pedro Alejandro 56-57, 67 Cicerón, Marco Tulio 129 Cocchía, Roque 10 Coen, Abraham 105 Coiscou Henríquez, Máximo 369-370 Colón, Cristóbal 317-318, 320 Concepción, J. Agustín 16, 20 Concepción, Mario 16, 20, 23 Concha (los) 124 Concha, Tomás 103-104 Concha, Wenceslao 101, 104 Contreras, Aniceto 258, 284 Contreras, Eugenio 103-104, 243 Contreras, Ignacio 62 Contreras, Inés 263 Contreras, Juan 122, 159

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Cordero, Casimiro 41, 89, 300 Côtes, José 40 Cousin, Carlos 97 Cruz, Esteban de la 67 Cruz, Gregorio de la 264 Cruz, José de la 103, 112 Cruz, Josefa de la (Chepa) 59 Cruz, Juan de 42, 75-76 Cruz y García, José de la 112 Cruz Moreno, Francisco 99

D Dandonis, Carlos 64, 70-74 Delmonte, Félix María 275, 345, 346 Delmonte, Joaquín 93, 103, 125, 129, 177 Delmonte, José Joaquín 177 Delmonte, Juan 93 Delmonte, Manuel Joaquín 138, 211, 336, 353 Derickson, William R. 154, 169 Desgrotte, Henri Étienne 56, 69, 97, 102, 105, 111, 113, 114, 123, 150, 382 Despradel, Anacleto (Estín) 287 Despradel, Fidelio 270 Despradel, Juan Luis 21 Despradel y Carlos, San Julián 287 Despradel Joubert, Guido Emilio 29 Despradel Joubert, Rithelena (Pichuca) 9, 15, 32 Despradel Suárez, Julián Lorenzo (Muley) Despradel Suárez, Napoleón (Polón) 27, 30 Dessalines, Jean Jacques 39-44, 150 Díaz Ordóñez, Virgilio 26 Díez, Antonio 369 Díez, José 112, 376-378, 381, 383, 391 Díez, Prudencio 378 Díez y Jiménez Benítez, Manuela 342, 369, 371, 384, 387 Doctor Rosas (seudónimo de Manuel

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Ubaldo Gómez Moya) 296-297 Dorsainvil, Justin Chrysostome 60, 172, 305 Duarte, Enrique 381, 383 Duarte, Filomena 387 Duarte, Francisca 386 Duarte, Juan Pablo 9, 16, 24-26, 29, 33, 56-57, 60-61, 74, 86, 91-92, 96, 98, 118, 121, 133, 233, 339, 340, 342-343, 348, 350, 355-358, 361362, 364-365, 368-374, 377-379, 382-383, 385, 393 Duarte, Manuel 368 Duarte, Rosa 91, 337, 338, 347, 354, 355, 363, 368, 371, 373, 377, 382383, 386, 387, 388, 390-391, 393 Duarte, Sandalia 387 Duarte, Vicente Celestino 112, 369, 370, 376, 377, 378, 379, 382, 387 Duarte y Rodríguez, Juan José 342, 368, 369, 387-388 Duluc, Florentin 106 Dupont 99, 115 Durán, Francisca 41 Durán, José 85-86, 88, 154, 265 Durocher, Luis 156, 169 Duvergé, Antonio 87, 153, 159, 161, 178

E Edonard, José 62 Enrique Cristóbal (emperador) 39 Escobar, Luis 74, 235 Espinal, María Ana de 93 Espinal, Silvestre 80 Espínola, Jovino 20 Espínola, Pepe 84 Espinosa, José 92-93 Espinosa, José Eugenio 57-58, 60-63, 66, 69, 74, 91-94 Espinosa, Juan de 93 Espinosa, Leandro 69, 100, 104, 119, 174, 382

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Espinosa, Pedro 92 Espinosa Azcona, Eugenio 93 Espinosa Azcona, Petronila 93 Espinosa Azcona, Ramón 93 Espinosa Azcona, Ramona 93 Espinosa Espinal, Catalina 93 Espinosa Espinal, Isabel 93 Espinosa Espinal, Luis 93 Espinosa Espinal, Mariana 93 Espinosa Espinal, Teresa 93 Espinosa Orozco, Sixto 26 Esterlin, Juan 104 Evert, Jean 107

F Fernández de Oviedo, Gonzalo 313, 317-318, 397 Fernández Polanco, Miguel 40-41 Ferrand, Louis Marie 39, 370 Franco Bidó, Juan Luis 79, 83, 140, 159, 207 Franquil, Hyppolitte 110, 392 Frómeta (los) 60 Frómeta, José Leandro 59 Frómeta, Manuel María 59, 74, 77-78 Fuente, José de la 185 Fuentes, Guillermo 325

G García, Alcides 44, 59, 335, 352, 370, 383 García, Carlos 102 García, José Gabriel 57, 64, 69, 72-74, 77-78, 83, 85, 90, 98-99 García, Gil 320 García Godoy, Emilio 21-22 García Godoy, Federico 17, 37, 66, 291, 294 García Lluberes, Alcides 44, 59, 335, 352, 370, 383

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García Lluberes, Leonidas 343, 346347, 358, 363-364, 372 Garrido, Pedro Tomás 203, 206 Garrido, Miguel Ángel 219, 340 Garrido, Vicente 80 Gassó Gassó, Juan 22 Gautier, Theophile 315, 324, 331 Germán, Juan 67 Germosén, Pablo 76 Gil, Basilio 234 Ginebra (los) 388-389 Ginebra, Francisco 389 Ginebra, José 388 Goico Castro, Manuel de Jesús 26 Gómez (los) 60 Gómez, Buenaventura 27, 270 Gómez, Joaquín 104 Gómez, José 69 Gómez, José Miguel 290 Gómez, José Nicolás 83 Gómez, José Rafael 76, 80, 287 Gómez, Manuel 36 Gómez, Máximo 289, 358 Gómez, Raymundo 57, 80 Gómez Meléndez, Francisco 20 Gómez, Nepomuceno 263-364 Gómez Toro, Francisco (Panchito) 289-290 Gómez Moya, Manuel Ubaldo 19-20, 29, 31-32, 58, 77-78, 83-84, 86, 224, 293-296 González, Anastasio 261 González, Benito 101 González, Ignacio María 243 González, Manuel 41-42 Granado Grullón, José 21 Grullón, Eliseo 125 Grullón, Rosendo 47-50, 288 Guillermo, Cesáreo 243 Guillermo, Juan Francisco (Guillaume, Jean François) 64, 76, 84 Guillermo, Pedro 238-239, 243 Guizot, François (ministro) 66-67, 78, 87

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Gutiérrez, Antonio 128, 131, 138 Guzmán, Andrés 263 Guzmán, Antonio 238 Guzmán, Ramón 282-283 Guzmán, Silvestre 37

I Imbert, José María 70-73, 76-78, 163, 226 Imbert, Segundo 12 Incháustegui, Joaquín S. 54 Irving, Washington 165

H Hatuey (seudónimo de Julián Lorenzo Despradel y Suárez) 291 Hector Thomas (general) 98 Henault 101 Hendrick, Herman 129 Henríquez, Máximo Coiscou 369-370 Henríquez, Nicolás 99, 115 Henríquez Ureña, Max 22, 183 Henríquez Ureña, Pedro 54 Henríquez y Carvajal, Federico 350, 357, 387 Henríquez y Carvajal, Francisco 325, 341 Hérard Rivière Aîné, Charles 55, 6064, 67, 86, 95, 97-101, 105-106, 110-111, 116-119, 121-122, 314, 335, 376, 378, 390 Heras, Pedro 22 Heredia y Campuzano, José 117 Hernández, fray Agustín 43, 344 Hernández, José 80 Hernández, Manuel G. 314 Heureaux, Ulises (Lilís) 290, 312, 325, 330 Hinojosa, Lucas 99, 115, 118 Hipócrates 324, 326 Hogan, John 173, 180 Holmeda, Francisco 93 Hostos, Eugenio María de 17, 45-51, 294, 300, 330 Hungría, José 79, 83-84, 143-144, 159, 251

GuidoDespradel Tomo I.indb 399

J Jimenes Grullón, Juan Isidro 48 Jiménez, Juan Evangelista 57-60, 69, 122 Jiménez, Manuel 80, 83, 99, 111-112, 115, 128, 133, 163, 181, 234, 236, 290, 378 Jiménez, Ramón Emilio 26, 293 Jiménez, Tomás 58 Joubert Moya, María Esther 28

K Keyserling, Hermann de 18, 253

L Lamarze, J. 106 Landestoy, Carmita 16 Lancaster, Arthur 37 Lapeiretta, E. 70, 72 Lara, Benigno de 266 Lara, Juan de Dios de 41 Lara, Silverio de Dios 41 Lara Fernández, Carmen 16 Larrazábal Blanco, Carlos 383 Latour, B. 101 Laxara, Pedro 187 Le Brun, Placide 43, 65 Leclerc, Charles Victor Emmanuel 98, 171

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400

Guido Despradel Batista

León, David 101, 174 León, Lucía de 117 Lepelletier de Saint-Rémy, M. R. 375 Levasseur, André Nicolas 111, 121 Linares, Norberto 129 Llenas, Alejandro 77 Llorens, Francisco 187 Lluberes, Félix Mariano 211 Lluberes, Joaquín 389 López, Antonia 93 López, Antonio 313 López, José María López, José Ramón 17 López de Gómara, Francisco 317 López Villanueva, Toribio 128-129, 133 Lovelace, Juan Bautista 99, 105, 108, 110-112, 115, 118, 179 Luc, St. Cloir 106 Lucario, Tomás 41 Luis Felipe (rey de Francia) 95, 171 Lugo, Américo 17 Lugo Lovatón, Ramón 124, 183, 211212, 214, 359, 375, 377 Luperón, Gregorio 220-223, 226-227, 229, 231-232, 237, 242, 245-246, 248, 251, 254-256, 266, 271, 277279, 374

M Maceo, Antonio 289, 358 Machado, Juan Ravelo 106 Machado, Manuel 56, 64, 69, 290 Madariaga, Salvador de 18-19 Madiou, Thomas 56, 96, 99, 102-103, 111, 113, 124, 150 Madrigal Maldonado, Francisco 183, 185, 187 Maeztu, Ramiro de 18 Mancebo, Vicente 129-130 Marchena, Eugenio Generoso de 14 Marco Aurelio (emperador) 346

GuidoDespradel Tomo I.indb 400

Margarite, mosén Pedro 166 María, Pedro 67 Martí, José 45, 289, 340, 345, 347, 358 Martín, Blas 41 Martínez, Aniceto 307 Martínez, Bienvenido Martínez, Julio César 22-25, 28 Martínez, Ramón 77 Masot, José 370 Matos, Manuel de 188 Mayer, Isabel 16 Mejía, Bartolo 233-236 Mejía (la) 41 Mejía, Manuel 67, 76-77, 84, 92, 234 Mella, José María 107 Mella, Matías Ramón 60, 68, 75, 86, 92, 124-126, 140, 147, 149-150, 162, 233, 236, 325, 359-360, 377378, 381-383 Mena, Manuel de 185-186 Mena, Pedro Ramón de 69, 72-76, 119, 382 Mendoza, Miguel 103 Meriño (familia) 299 Meriño, Fernando Arturo de 231, 243, 364, 371 Mieses, Fernando Adolfo 261 Mieses, Lorenzo 83 Minaya, Miguel 36 Minaya, Nicolás 84 Miura, Ricardo 107, 131, 138, 175, 177 Moisés (profeta) 89 Molina Morillo, Rafael 15 Molina, Pedro 300 Monción, Benito 83-84, 213, 227, 248 Monclús 54 Montalvo, Juan 277 Monte y Tejada, Antonio del 44, 303304, 306, 318 Montilla, Eusebio 188 Mora, Pablo 131, 137, 208 Morales, Ángel 106 Morcelo, Carmen 107 Morcelo, John 107

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Obras 1

401

Morisset (general) 75, 114, 122, 234 Mota, Francisco Mariano de la 36, 41, 57, 65 Mota Álvarez, Manuel de Regla 66, 103, 182, 195, 197-198, 200, 205 Moya, Casimiro Nemesio de 303, 318 Moya, Cristóbal José de 69 Moya, Dionisio Valerio de 37, 81, 83-84, 221, 249-250, 257, 270, 281-282, 285 Moya, Miguel Casimiro de (Bimbo) 250, 288 Moya Pons, Frank 18, 21 Moya, Ramón Martín de 257, 281-283

N Naar, José 154, 169 Nápoles, Luis 156, 169 Nerach, Théophile 103 Nolasco, Sócrates 233 Nolasco Batista, Pedro 188 Nouel, Adolfo 107 Nouel Pierret, Carlos 123, 130, 135136, 191-193, 195-197, 199, 201202, 209, 211-216, 220-222, 225, 230, 232, 251, 337 Nouel y Bobadilla, Bienvenido Salvador 188, 288, 354 Núñez, Santiago 257, 281-282, 285 Núñez de Cáceres, José 170, 183, 306, 336, 342-343, 353

O Octaviani (sacerdote) 81 Orbe, Del (los) 60 Orbe, Del (señoritas) 58, 66, 90 Orbe, José del 39 Orbe, Josefa del 59 Orbe, Juana del 40 Orbe y del Orbe, Ramón del 23

GuidoDespradel Tomo I.indb 401

Ortega, Isabel de 92 Ortiz, Francisca 186 Ortiz, Martín 50

P Paíno Pichardo, Rafael 31 Pauleus Sannon, H. 97 Paz, Vicente 42 Paz del Castillo, Pablo 61 Pedreira, Antonio S. 45 Peña, Gerónimo de (Chombito) 84-85 Peña Batlle, Manuel Arturo 17, 25 Perdomo, José 21 Perdomo, José Mateo 99 Pérez, Ana 188 Pérez, Bernardino 69, 73 Pérez, Dominga 188 Pérez, Miguel 188 Pérez, Rosa 93 Pérez de la Paz, Josefa (Chepita) 348 Pérez de la Paz, Juan Isidro 61, 358, 378, 384 Petion, Alexandre 96, 171, 375 Pichardo, Bernardo 20 Pichardo, Domingo 74, 146, 162, 235 Pierret, Hipólito 99 Pierrot, Jean Louis 75 Pina, Calixto María 243 Pina, Juan Pablo 300-301 Pina, Pedro Alejandrino 61, 238-240, 246, 275, 299, 315, 377-379, 390 Piñeyro, José 101 Plutarco 278, 340 Portes (los) 60 Portes, José 69, 73 Portes e Infante, Tomás de 393 Pou, Esteban 102-103 Pou, Francisco 393 Puello, Eusebio 103, 119 Puello, Gabino 122 Puello (hermanos) 377-378

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402

Guido Despradel Batista

Puello, Joaquín 103, 137 Puello, José Joaquín 66, 131, 159-160, 163, 179, 214, 217 Puigvert, Juan 60-63

Q Quezada, Juan 76, 81, 217

R Ramírez (los) 60 Ramírez, Anselmo 70, 74, 77 Ramírez, J. A. 103 Ramírez, Toribio 57, 67, 69-70, 76, 77, 234 Ramírez Carvajal, Tomás 159, 183, 185 Ramírez, Segundo Félix 159 Ravelo, Juan 106, 393 Reinoso, José 67 Reinoso, José C. 245 Reinoso, Pedro 67 Reinoso, Raymundo 68 Reyes, Ángel 77, 131, 138 Reyes, Gregoria 186 Reyes, Juan 57 Reynoso, José del Carmen 217, 248250, 262, 269, 276, 278 Reynoso, Juan 89 Reynoso, Manuel 68 Reynoso, Serapio 39 Ricart, Elpidio E. 329 Ricart, Pedro 99, 115, 156, 169, 389 Robiou, José Arismendi 46-48 Roca, José Esteban 359 Rocha, Dionisio de la 40-41 Rocha, Domingo de la 99, 111, 113115, 118, 184, 203 Rocha, Mercedes de la 332 Rochambeau 98 Rodríguez, Benito 68 Rodríguez, Domingo de Jesús 264

GuidoDespradel Tomo I.indb 402

Rodríguez, Cayetano Armando 310311 Rodríguez, Elías 89-90 Rodríguez, José María 184 Rodríguez, Lorenza 260 Rodríguez, Manuel (el Chivo) 23, 213, 227, 254-265, 267-271, 275, 278, 281, 283, 331, 342, Rodríguez, Rafael Servando 60-63, 129 Rodríguez, Vicente 93 Rodríguez Demorizi, Emilio 62-63, 70, 78, 93, 106, 183, 304, 341, 351, 368, 383 Rodríguez Objío, Manuel 211, 278 Rodríguez Tapia, Ana María 368 Rojas, Benigno Filomeno de 74, 94, 235 Rojas, Carlos de 92-93 Rojas, E. María de 269 Rojas, Simón de 93 Román (ministro) 231 Román, Narciso 57, 59 Rosa, Américo de la 21 Rosa, Rufino de la 36 Rosario, Eugenio del 67 Rosario, Pablo del 41 Rosón, Andrés 130 Rosón, Micaela 299 Rueda, Pedro 68 Ruiz, Félix María 99-100, 112 Ruiz, José 186 Ruiz Tejada, Manuel Ramón 26

S

Saint Amand, 97, 110 Saint Denis, Eustache Juchereau de 56, 66, 75, 78, 87, 109, 111, 114, 128, 131, 138 Saint-Preux, David 55, 95 Salcedo, Francisco Antonio 60, 66, 79, 83, 158-160, 227, 236, 248 Salcedo, Gabriela 70-74 Salcedo, José Antonio (Pepillo) 83-84,

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Obras 1 88, 103, 146, 255-258, 282-284 Salcedo, Juan de Jesús 281-282, 284-286 Salcedo, Manuel Antonio 282 Salnave, Sylvain 24, 220-222, 231, 238242, 244-248, 251, 277-278 Samora Bermejo, Isabel 185 Sanabia, José Antonio 154, 169 Sánchez, Alonso 318 Sánchez, Carlos María 21-22 Sánchez, Francisco del Rosario 112, 124-126, 211, 233, 299, 315, 325, 358, 364, 375-379, 381, 383, 389390 Sánchez, María 188 Sánchez, María Trinidad 58, 386 Sánchez, Mónica 331 Sánchez, Narciso 106 Sánchez Gratereaux, R. 31 Sánchez Lustrito 273 Sánchez Ramírez, Juan 342 Santana, Pedro 26, 86, 88, 91-92, 111, 116, 118, 124-125, 129-131, 134138, 141, 156, 158, 159, 161, 163, 176, 178, 181, 184, 192, 195-206, 208, 210-212, 214-215, 233, 236, 315, 326, 331, 337, 351, 354-361, 383 Santelices, María Merced 93 Santos, Francisco 261 Santos, Tito 76 Santos, Valentín 248 Sarmiento, Domingo Faustino 45 Saviñón, Manuel 57 Serra, José María 56, 99-100, 106, 112, 336, 348, 353, 370, 373-374 Sévez, François 16, 31 Sócrates 341 Solano, Domingo 74, 131, 138, 235 Soublette, Carlos 379 Soulouque, Faustin 81-82, 84, 139, 141-143, 159 Suárez, Desideria 287 Suárez, Juan 67 Suárez, Raimundo 68

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403 Suárez, Ramón 14, 36, 288 Suriel, María 41

T Tabares, Agustín 42 Taberas (los) 60 Tabera, José (Pepe) 69 Tabera y del Hierro, José Concepción 53, 257, 282, 284 Tapia, Faustino de 67 Tatin, Joseph 60 Tavares, Joaquín 234 Tejera, Emiliano 62, 64, 211, 342, 355, 356, 359, 362, 363, 368, 369, 378, 379, 380, 381, 383- 386 Tejera, Emilio 114 Tejera, José 62 Tejera, Juan Nepomuceno 101, 128, 178-179, 206 Tiburcio, Norberto 88, 257-258, 261, 276-277, 281, 284-285 Toribio, Manuel 67 Torres, Antonio 213, 320 Toussaint-Louverture, François Dominique 95, 171, 241, 305-306, 369 Tovar, Rafael 92 Trinidad, Juana (Juana Saltitopa) 20, 29, 37, 78 Trinidad, Marcos 37, 67, 76-77, 234, 269, 274-275 Troncoso, José 185 Trujillo Molina, Rafael Leonidas 19, 22-23, 25-26, 29-33, 131, 166, 176, 253-254, 258, 305, 307

U Utrera, fray Cipriano de 10, 43-44, 65, 185, 186, 310, 312, 317

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V Valencia (sacerdote) 81 Valencia, Manuel María 81, 101, 128130, 175, 343, 373, 393 Valentín, Zenón 50-51 Valera, Manuela de Jesús 185 Valera y Jiménez, Pedro 185 Valerio, Fernando 77, 79, 82, 140, 146, 159, 162 Valverde, Ana 393 Valverde, José 80, 89 Valverde, José Desiderio 83-84, 144, 205, 206 Valverde, Josefa 117 Valverde, Manuel María 226, 343, 373 Valverde, Melitón 217 Valverde y Lara, Pedro 205, 206, 225, 232 Vásquez 275 Vásquez, Andrés 266 Vásquez, Felipe 56, 64, 67, 69-70, 76, 77, 79

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Vásquez, Horacio 288 Vásquez, Pedro 275 Velázquez, Lucas 104, 106 Ventura 221 Ventura, Gervasia 42 Vergés Vidal, Pedro L. 78 Vicioso, Simeón 154, 169 Villa, Juan Ramón 41, 57-58 Villas (señoritas) 58, 59, 66, 69, 90 Villeta, Juan 382 Villeta, María 369 Vossler, Karl 18

X Ximenes, Catarina 184, 185 Ximinián de Peña, Isidoro 57

Z Zarga, José 185

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Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI

Vol. XII Vol. XIII

Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I. C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón. C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón. C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1947. Índice general del “Boletín” del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin. Traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez. Introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.

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Vol. XIV

Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi. Vol. III, C. T., 1959. Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel. Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español. Santo Domingo, D. N., 2007.

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Obras 1

407

Vol. XXXII

La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo I). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo II). Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino. (Traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández). Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán. Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo I). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008.

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408 Vol. XLIX

Vol. L

Vol. LI

Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII

Vol. LIX

Vol. LX

Vol. LXI

Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Vol. LXV

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Guido Despradel Batista Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo II). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo III). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación. Santo Domingo, D.N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda. Santo Domingo, D.N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D.N., 2008.

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Obras 1

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Vol. LXVI

Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras –Negro–. Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Grego rio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Grego rio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal. Santo Domingo, D. N., 2009.

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Guido Despradel Batista

Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVIII La masonería en Santo Domingo. Haim H. López Penha, Soberano Gran Comendador (1932-1955). Compilación de Francisco Chapman. Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós. Santo Domingo, D. N., 2009.

Colección Juvenil Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII

Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007 Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Segunda edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D. N., 2009.

Colección Cuadernos Populares Vol. 1 Vol. 2

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La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D. N., 2009.

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Esta primera edición de Obras 1, de Guido Despradel Batista, se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editora Búho, en el mes de diciembre del año 2009 y consta de mil ejemplares.

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