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La planta ha muerto
from Ágora número 28
by Ágora Colmex
LA PLANTA HA MUERTO
Lucía Ortiz Marín
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—la planta ha muerto —dijo mi hermana apenas me senté a la mesa del restaurante. Quedé paralizado un par de segundos, tratando de entender a qué se refería. Se veía cansada, y grandes ojeras rodeaban sus pequeños ojos verdes. Tenía un aspecto más frágil y enfermizo que de costumbre.
—¿De qué hablas?— terminé preguntando, al tiempo que tomaba asiento. Alcé el brazo para ordenar un café, pero los meseros pasaron sin notarme. Mi hermana clavó la mirada en su taza de té y respiró hondo. —La planta encima del refri, ¿no la recuerdas? —me increpó con agresividad— la
que he regado y puesto al sol todos los días… —Mamá está preocupada por ti. Dice que no contestas sus llamadas. ¿Dónde has estado?
—No estás entendiendo. Sólo me fui un día. Un solo día y murió… ¿Crees que debería intentar revivirla una vez más?—. Una lágrima resbaló por la mejilla de mi hermana y
cayó sobre su mano. Noté las profundas arrugas de su frente y las canas que destellaban en su cabello teñido de negro. Recordé que, cuando éramos niños, ella juró que jamás se pintaría. Todo había cambiado mucho desde entonces.
—No recuerdo la planta de la que hablas. Si se murió, probablemente no fue tu culpa.
Además, hay una infinidad de plantas que puedes cuidar, no tienes que sufrir tanto por una. Si mal no recuerdo, tienes un jardín entero que depende de ti, sin mencionar…— las arrugas se profundizaron y sus manos se aferraron con desesperación a la taza, como si quisiera quebrarla.
—No puedo cuidar de un jardín cuando dejé morir a la única planta que importaba. Tengo que encontrar la manera de traerla de regreso. No puedo dejar que se vaya…
Rompió a llorar desconsoladamente. Sus hombros se agitaban y había perdido todo
control sobre el volumen de su llanto, que aumentaba cada segundo. No sabía qué hacer. Sólo mi madre sabía controlar los ataques de pánico de mi hermana. Lo único que se me ocurrió fue tomarla de las manos: estaban frías.
—Todas las plantas mueren. A veces por la tierra, por el sol, por el agua; pero no es tu culpa. Es normal que estas cosas pasen.
Guardó silencio durante unos momentos. Acto seguido se limpió las lágrimas con
la manga de su suéter, siempre manchado de tierra, y respiró hondo. —No entiendes. No puedo dejarla morir—alzó la mirada. Un escalofrío me recorrió entero cuando clavó
sus ojos en los míos—. Cuando llegue a casa la regaré y la sacaré al sol de nuevo. Eso la revivirá. ¿No crees, hermanito?
Siempre me arrepentiré de ese momento. Al verla tan desesperada e impotente y, aunque adiviné la locura que la estaba ahogando, simplemente asentí con la cabeza y la dejé terminar su té. Después de un par de minutos se levantó, me puso una mano en el hombro y me dijo que se marchaba. Le prometí que mamá y yo iríamos a verla el sábado. Apenas era martes en la mañana.
Llegamos a casa de mi hermana al mediodía. Le llevé una maceta con geranios rojos: plantas muy resistentes, perfectas para el verano. Le durarán bastante tiempo, pensé, y tal vez ayudarían a aliviar su tristeza. Toqué el timbre tres veces, pero nadie salió a abrir. Mi madre, preocupada, me ordenó usar mi llave de repuesto. Aunque me parecía una falta a su privacidad, abrí la puerta. Por dentro, la casa estaba oscura y fría. Mamá se precipitó escaleras arriba llamando a mi hermana: primero con voz baja, luego a gritos.
En lugar de subir como mamá, me dirigí al jardín, el lugar más importante para
mi hermana. Había plantado margaritas, dalias, petunias y muchas otras flores que necesitaban sol para sobrevivir. Cada mañana se levantaba a regarlas y las cuidaba durante todo el año. Incluso en invierno, cuando la mayoría se marchitaba, abonaba la tierra y se preparaba para la llegada de la primavera. Al llegar a la puerta de vidrio, me detuve. De pronto entendí todo. Corrí a toda velocidad, todavía con la maceta en las manos. Mi hermana, con mirada perdida, estaba sentada en el pasto. Sostenía con fuerza, entre sus manos sucias, cubiertas casi por completo de tierra, una regadera. Frente a ella, sentada en su silla de ruedas, mi sobrina aún goteaba. El agua resbalaba por su barbilla, recorría su vestido y llegaba hasta sus pies. Las moscas revoloteaban alrededor de su cabeza, y de vez en cuando se posaban en sus ojos abiertos y en su pálida boca.
Mi hermana alzó la cabeza al escuchar mis pisadas.
—Hermanito, creo que estoy a punto de lograr que reviva… La maceta se resbaló de mis manos y se hizo añicos contra la tierra.