ÁGORA PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO Año XIV. Núm 29. Edición digital 14. Al mar, a la mar Octubre- Diciembre 2012
Encuentro en alta mar.
PAPELES DE ARTE GRAMÁTICO
Año XIV. Núm. 29. Edición digital 14 Octubre- Diciembre 2012
Director: Francisco Javier Illán Vivas Responsable informático: Javier Israel Illán
Portada: Théodore Géricault Le radeau de la Méduse, Museo del Louvre, París.
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Caesar non est supra grammaticos
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SUMARIO PORTADA Théodore Géricault 5
CUADERNO DE BITÁCORA DE ÁGORA NAO.
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CUADERNO DE DERROTA
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El agua, la tierra y el mar. Por José Luis Martínez Valero Mil maneras de regalarnos el mar. Por Isabel Durante Asensio
LA TELA DE PENÉLOPE La condición humana y sus condiciones. Por Amparo Alegría Pellicer
30 BOGAR A TODO TRAPO. PANORAMA DE LA POESÍA EN ESPAÑOL DEDICADA AL MAR 31 35 36 38 40 41 43 46 48
Vicente García Hernández: La mar y la llama // Mar y rosa Fernando Joaquín López Guisado: Dos poemas de La letra perdida Josefina Soria: Dos poemas de Es mi fiesta y lloraré si quiero Salvador Sandoval: Capitán de barco Joaquín Piqueras: Tankas marítimos Inmaculada Pelegrín: 17:00 // Material fotográfico Julio Pavanetti: Las olas // Marenmedio Miguel Gutierrez García: Como olas de mar // Canto a mi mar Annabel Villar: Principio // Haikus de mar adentro
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CALMA CHICHA. RELATOS
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Aprendiz de marino. Por Elías Meana Díaz
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La isla. Por Francisco Javier Illán Vivas
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En Patufet. Por Alma Pagés
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Crónica de un despertar. Por Lola Estal
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ARTÍCULOS LITERARIOS
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El mar, hervidero de seres especiales. Por Andrés Pons García
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Tras el rastro del Nautilius. Por Jesús Maeso Romero
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Los sonidos de la música. Por David Martínez Castillo
82
Crónicas del Mar Menor y cuentos de sirenas. Por Carmen Clemente
85 85
CARTAS NAUTICAS. BIBLIOTHECA GRAMMATICA "La isla del tesoro", de Robert L. Stevenson. Por Fernando López Guisado
Narrativa:
88 95
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Encuentro en alta mar: Fragmento de la novela El heredero del clan, de Montse de Paz Conquistando princesas junto al Mediterráneo: Fragmento de la novela Noches de sal, de David Mateo.
ATRAQUE Medusa gigante
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CUADERNO DE BITÁCORA DE ÁGORA NAO. FECHA ESTELAR 310165 La literatura en el espacio digital, la última frontera. Estos son los viajes de la revista digital Ágora en una misión que durará el tiempo que los lectores quieran, dedicada a la exploración de mundos creativos desconocidos, al descubrimiento de nuevas firmas, de nuevas visiones creativas, hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar...
¿Qué puede aportar una revista digital a esas acciones decisivas? Hemos pensado que escribir sobre el mar, sobre la mar, con todo el trapo desplegado, mirar el mar desde la literatura, desde el cine, desde la creación poética, desde la fotografía... no dejar sin contemplar toda y cada una de sus caras, para que nuestros lectores y lectoras, desconocidos vientos que llevan adelante la singladura de esta Nao, retornen su mirada a Este es el primer número de la nueva la singularidad de cada uno de los mares del generación postfulgenciana, y, al igual que la mundo. nave de la Flota Estelar que surca el espacio de la Federación, nunca podrá olvidar al Varada ya esta singladura nº 29, quiero Capitán Kirk, tampoco nosotros olvidaremos despedir y agradecer a quienes navegaron nunca a Fulgencio Martínez, fundador y con nosotros. Desde Amparo Alegría, la alma mater de Ágora durante más de catorce primera que enrolé; Elías Meana, José Luis años. Martínez, Joaquín Piqueras, Carmen Clemente y Vicente García, expertos en El recuerdo del antiguo capitán planeará incontables y azarosas singladuras; Alma sobre esta nave como un hado guardián para Pagés, David Mateo, Jesús Maeso, Andrés mantenernos empuñados al gobernalle y Pons, Inma Pelegrín, Salvador Sandoval, alejarnos de la fiebre que obsesiona a todo Julio Pavanetti, Annabel Villar, Miguel piloto. Gutierrez, Lola Estal, Fernando López, Montse de Paz, Isabel Durante y David El mar, la mar, escribió Alberto Fortes, el Martínez, todos ellos y ellas expertos en mismo y único mar, tenga mil caras, mil cartas marinas, en faros y señales, en colores, mil tonos de azul y de verde y de ventolinas y en mares arrebolados, hasta gris, mil grados de luminosidad en cada llegar aquí, lector, a tus manos, a la pantalla rincón del planeta (Memorial de a bordo, de tu ordenador y conteniendo la respiración, Barcelona, 2003), se enfrenta a uno de los como en una desesperante calma chicha que peores periodos de su historia, que conducirá derivará a tu antojo. a cambios irreversibles y devastadores si no se emprenden acciones decisivas y con Recuerdo especial a Josefina Soria, a quien carácter inmediato. siempre tenemos en la memoria.
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CUADERNO DE DERROTA EL MAR / LA MAR EL AGUA, LA TIERRA Y EL MAR
Por José Luis Martínez Valero (texto e ilustraciones)
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Esa línea, al fondo, de azul indiferente, es el mar. Nada más quieto que el mar de las salinas. M. V.
El mar, aunque desde lejos parece inmóvil, nunca descansa, continuo cubre la roca, y la descubre, saca a la luz las algas húmedas, para poco después ocultarlas, una y otra vez, así siempre. Este movimiento de fuga semeja la poesía, es el instante que el poeta apresa, cuyo desnudo fue escenificado por sirenas, seres de agua y seres de tierra, que a veces algunos creen haber visto. Su presencia y su desaparición las hace semejantes al fragmento, en donde una parte remite al todo, de ahí que sean también símbolo. Este texto se ha construido siguiendo ese ritmo del agua marina, en fragmentos, como quien contempla el mar y va poniendo nombre a sus recuerdos. El mar o la mar golpea lento la roca y la convierte en arcos, puertas, leones, nubes o piedras que se hubiesen posado junto a la costa. Entre tanto como si respirase, incansable, mueve su gigantesco pecho. La orilla del mar sabemos que es tierra, pero la tierra sigue debajo del agua, esos paisajes misteriosos, bosques, praderas, volcanes, montes, simas, desiertos, que tanto atrajeron al capitán Nemo, mientras nos guiaba en aquel nuestro primer viaje submarino. El agua se extiende sobre la arena, parece que desapareciese, pero vuelve, deja mensajes, maderas, trozos de barcos, manchas de petróleo, bolsas de plástico. Cuando era niño, el mar depositaba en la orilla globos de vidrio, aquellos flotadores que se utilizaban para las redes, como si algún adivino los hubiese abandonado a su suerte. Buscábamos tesoros, las cosas que el mar dejaba sobre la arena, entre las algas, las orejas de fraile, las conchas, las chapinas, los ermitaños. Recuerdo a los viejos pescadores mirar al mar, donde un hombre, puesto en pie sobre el bote, mueve los remos, con un cigarro en los labios como si pasease, y la red, los palangres o las nasas en la popa, avanza lento, sin que se sepa, cuando se detendrá. Aquella mañana del cuarenta y nueve, era diciembre, los viejos pescadores miraban al mar, a las enormes nubes en el cielo, y decían, va a ser muy fuerte, todos los barcos tendrían que estar ya en el puerto, y al día siguiente las olas cubrían el faro, golpeaban como gigantescos martillos el espigón, arrasaban los balnearios. El mar no tiene caminos, es el camino. En el puerto de Mazarrón el barco fenicio bajo el agua permanece intacto. Los hombres costeando llegaban a otras tierras. Así el plomo, la plata, el hierro, la cerámica, las lanzas, el aceite, el garum, los números, la escritura, han ido de aquí para allá. El hombre que viaja sabe más, y más de sí mismo. A veces en las playas de invierno aparecen restos de ánforas, clavos de bronce retorcidos, corchos como rosquillas, plomos de redes, botellas con mensajes. El mar nunca calla.
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Robinsón Crusoe recoge todo lo que el mar quiere darle y, de los restos del naufragio, extrae toda una civilización que extiende sobre la isla, con el propósito de establecer, de dar con un nuevo principio, por si fuese posible la primera vez, y las olas le traen al compañero, porque es Viernes, y como otro Sancho, tratarán de hacer la vida soportable, para lo que pactan ese encuentro en que el salvador será a su vez salvado. En todos los lugares del mundo se rinde homenaje a Robinsón cuando se extienden en los mercados sobre las plazas, las viejas fotografías, los libros que han sido leídos, las máquinas que ya no se utilizan, los discos, las lámparas viejas, los trastos cuya identidad se ha borrado, las cartas que un día tuvieron sus nombres. Nadie ha descrito la furia de las aguas marinas, los acantilados, la lucha con el mar como Víctor Hugo en Los trabajadores del mar, lo leí en la traducción que hizo Altolaguirre para Espasa-Calpe, 1933, en aquellos primeros libros de bolsillo. La Odisea es un libro de mar y memoria. De mar porque es continua su presencia, parece que su ritmo moviera el curso de los sucesos, y es memoria porque, para que vuelva Ulises, es tan necesario su recuerdo, como que él mismo no se olvide. La memoria y el mar tienen el mismo ritmo, siempre se mueven sin que lleguemos a descubrir su sentido. Este podría ser el argumento de la obra: ¿Es posible el viaje de regreso? Durante el trayecto asistimos a la exploración del mundo. Ulises antepone su deseo de conocer, al temor de lo desconocido. Estamos ante el primer hombre moderno. La tragedia del hombre reside en el tiempo, y el tiempo son los otros, y de estos otros, sólo Penélope y Telémaco aguardan su regreso. Dos mil años más tarde, Rodrígo Díaz de Vivar, nuestro Cid, emprende el camino para recuperar a los suyos, y conoce el sufrimiento de estar fuera, vagando en busca de la tierra y el honor. Este exilio, funda una larga tradición, se convierte en constante del ser de España. El español es más cuando se reconoce desposeído, interino, exiliado. Recordemos que cuatrocientos años antes de que Ulises vague de isla en isla, ocurre el éxodo del pueblo judío a través del desierto. El motivo es el mismo, vuelven al origen, han de atravesar un mar de arena, ahora es toda la nación quien viaja. Siempre hay un estar fuera, un haber sido expulsado, el hombre desde el Paraíso terrenal es un exiliado.
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Cualquier día puede ocurrir que salgamos a la calle y con las primeras luces, cuando la ciudad comienza a poblar de coches y gentes sus calles, en cualquier jardín descubramos, como depositados por la marea o restos de un naufragio, a los que llegan de África, y es seguro que nos recordarán a los compañeros de Ulises que, acosados por los dioses, vagan buscando su destino. Entre tanto del puerto de Cartagena parten las naves que trasladan a Cervantes, a Garcilaso, a Quevedo. Recordad aquellos versos del Viaje al Parnaso, capítulo I: Con esto, poco a poco, llegué al puerto/ a quien los de Cartago dieron nombre,/cerrado a todos vientos y encubierto. A cuyo claro y singular renombre/ se postran cuantos puertos el mar baña,/ descubre el sol y ha navegado el hombre. Todo puerto es una puerta por la que entran viajeros, productos, noticias, culturas, enfermedades y remedios, a veces se convierte en la puerta de salida. Por el hambre, los hombres, parten a otras tierras en busca de trabajo, otras la intolerancia, la persecución de las ideologías, los fundamentalismos religiosos les obligan a tomar el primer barco. Los moriscos salen por esta puerta, los jesuitas de la diócesis de Toledo parten de Cartagena, lo hace también la escuadra en el treinta y nueve camino de Bizerta. De Sète, cerca de Marsella, sale el paquebot Sinaïa de la Compagnie Française de navigation a vapeur, camino de México, puerto de Veracruz, con mil seiscientos refugiados republicanos toca en Funchal, la postal para evitar la censura, fechada 28 de mayo, 1939, el matasellos, 3 de junio, 1939, 19 horas: Querido padre: Reunido con Pilar y Juanito viajamos con toda felicidad. Escribiré a nuestra llegada. Abrazos a toda la familia de su hijo Juan. La balandra que traslada a Espronceda sale de Gibraltar en busca de la libertad poniendo ruta hacía Lisboa. El mar es melodía en busca de letra, puro ritmo, canción y silencio. En nuestro romancero aparece el Conde Alarcos, aquel que como recordaréis: Andando a buscar la caza/ para su falcón cebar,/ vio venir una galera/ que a tierra quiere llegar; / las velas traía de seda/ la ejarcia de oro torzal,/ áncoras tiene de plata,/ tablas de fino coral. Marinero que la guía,/diciendo viene un cantar,/que la mar ponía en calma,/ los vientos hace amainar;/ los peces que andan al hondo,/ arriba los hace andar;/las aves que van volando,/ al mástil vienen posar./ Allí habló el infante Arnaldos,/ bien oiréis lo que dirá:/ -Por tu vida, marinero,/ dígasme ora ese cantar./ Respondióle el marinero/ tal respuesta le fue a dar:/ -Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va. En el Cantar de mío Cid, se cuela el mar de Valencia: Ojos vellidos catan a todas partes/ miran Valençia cómmo yaze la çibdad,/ e del otra parte a ojo han el mar,/ miran la huerta, espessa es e grand,/ e todas las otras cosas que eran de solaz.
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El mar es patria de los sin patria, marginados, exaltados por los románticos, Espronceda y La canción del pirata, manifiesto de la nueva poesía y manifiesto para la libertad: Que es mi barco mi tesoro/ que es mi dios la libertad,/ mi ley la fuerza y el viento,/ mi única patria la mar. A veces, el mar, nos trae la derrota, la Invencible, con aquellas palabras que sólo los monarcas estaban capacitados para enunciar: Yo envié a mis naves a luchar contra los hombres, no contra las tempestades. De nuevo contra los ingleses, en Trafalgar, Galdós lo cuenta, y la arena de las playas cubre las cubiertas para que se empapen con la sangre de los heridos. -Es para la sangre- me contestó con indiferencia. -¡Para la sangre!- repetí yo sin poder reprimir un estremecimiento de terror. En Cartagena, hay una plaza: Los héroes de Cavite, que conmemora otra derrota heroica. En Londres, como todos saben, está la plaza de Trafalgar, donde, en pie sobre robusta columna se alza, eterno oteador de horizontes, el almirante Nelson, vencedor y víctima de aquel combate. Los ingleses celebran una victoria, algo perecedero, nosotros la gloria de los héroes, ¿se trata de una concepción teológica?, o, ¿acaso celebramos la derrota?, si así fuera, sería conveniente que nos hiciésemos un psicoanálisis colectivo, para averiguar los motivos que nos impulsan a recorrer el calvario de nuestros fracasos, ¿hay en ello cierto sentido de culpa?, ¿es nuestra manera de recordar?, ¿sólo el dolor es memoria? Estas preguntas las formulo, pero no pretendo contestarlas, quisiera que sirviesen de pórtico a una reflexión sobre nuestra manera de estar en el mundo. La victoria es una, fue; la derrota, sigue ahí, aún presente.
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El barco suele ser entendido como símbolo de la unidad en la diversidad, Hermann Melville, en su libro Moby Dick, integra las razas, las culturas, las religiones y les ofrece una tarea común, en la que alcanzarán la perfección de la muerte. Recordemos que para Galdós, el guerrero era el barco, que ofendía y defendía con toda clase de armas, de ahí lo variopinto de sus uniformes, los diversos oficios que, perfectamente organizados, contribuían, siempre a las órdenes del capitán, a cumplir su destino. En oposición a los barcos contemporáneos de Galdós: cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes... simples máquinas de guerra...Los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor. Entre los navíos anclados en el puerto de Cádiz destaca sobre todos el Santísima Trinidad, el más grande del mundo, el que más cañones portaba, distinto a todos por su colorido, especie de Titánic en sus días, y que será la presa más codiciada por los ingleses, que a toda costa querrán trasladarlo a Gibraltar para restaurarlo y más adelante exhibirlo, como trofeo en los puertos de Inglaterra: El Santísima Trinidad era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel coloso construido en La Habana con las más ricas maderas de Cuba en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios... El interior era maravilloso por la distribución de los diversos compartimientos, ya fuesen para la artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres, cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares. A veces el mar es la muerte, recordaréis aquel poema mágico del XV en el que Manrique, copla tercera, dice: Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar/ qu´es el morir: / allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ e consumir:/ allí los ríos caudales,/ allí los otros medianos/ e más chicos, / allegados, son iguales/ los que viven por sus manos / e los ricos. Estrofa manriqueña, que como la ola se rompe en el verso quebrado, para volver incansable una y otra vez, con su ritmo isócrono, nunca monótono, camino de la última orilla. De Machado este proverbio cuyo comienzo dice: Morir…¿Caer como gota/ de mar en el mar inmenso? ¿Mar u olvido?
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En el varadero se estacionan los barcos para ser reparados, calafateados, pintados, se desprenden todos esos caracolillos, ovas, que lastran su marcha e impiden que se deslicen ágiles sobre las aguas. A veces se quedan ahí definitivamente y sus cuadernas se nos muestran como huesos mondos que el sol blanquea, mientras el aire y la sal les proporciona ese color indefinido que se aproxima lentamente a la nada. Recordad aquel poema de Lope de Vega que comienza: Pobre barquilla mía/ entre peñascos rota/ sin velas desvelada/ y entre las olas sola. En el que la barquilla es el cuerpo que tras haber navegado se encuentra hoy ya sin fuerzas, destruida en cualquier rincón que el destino le tiene reservado. Altolaguirre en La playa, dedicado a Federico García Lorca, describe ese varadero provisional:
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Las barcas de dos en dos/ como sandalias al viento/ puestas a secar al sol. José Moreno Villa, entre Los poemas escritos en América, 1938-1947, tiene uno que conserva el ritmo de las olas, mejor, de las ondas, se titula Nos trajeron las ondas, su primer verso es este: No vinimos acá, nos trajeron las ondas, y revive el viaje del exilio. Creo que todo su poema está en este primer verso. Nunca un alejandrino sonó tan armonioso, parece hecho de verdad y de tristeza, hay en él una aceptación que sobrepasa la misma coyuntura histórica y lo dota de una dimensión clásica. Recuerda a esos santos, ya muertos, que arrastrados por las aguas se posan sobre una playa o sobre un monte, y todos los del lugar lo eligen como patrón. Cuando dice: Teníamos que hacer algo fuera de casa Y aquello que tenía entre manos, lo deja a medias, como el que decide salir a dar un paseo y, después permanece dando vueltas el resto de su vida, sin encontrar la puerta de la casa, el libro que ha dejado abierto, las cuartillas que perfectamente ordenadas, permanecen en la carpeta, el cuadro iniciado. Sin embargo, esta trágica ausencia, la transforma en una fuerza marina que le ha conducido hasta ese acá, donde ahora vive. No hay venganza, no hay ese torvo mirar hacia el pasado. No es que acepte, sino simplemente ocurre y ese ocurrir ha caído sobre los exiliados: Nos trajeron las ondas, nos llevarán las mismas, Ha desaparecido la voluntad, el yo en que se apoya, el hombre se ha convertido en una vela a favor del viento, y éste soplaba hacia América, siempre hacia fuera. José Moreno Villa iría a Nueva York enamorado de una pelirroja, como antes había ido Juan Ramón Jiménez para casarse con Zenobia, pero volvió compuesto y sin novia, y escribió Jacinta la Pelirroja, libro en el que rompe con la tristeza del amante frustrado y con humor acepta lo que pudo haber sido y no fue. Cuando vuelve, después de andar de aquí para allá, en México contrae matrimonio con la viuda de su amigo y nace un hijo para el que escribe: Lo que sabía mi loro, restos del naufragio, donde reúne todas esas cosas que conforman la cultura oral, canciones infantiles, adivinanzas, poemas que nunca se olvidan, cuentos, porque quiere que su hijo no olvide la lengua que aprendió de su padre. Si vivir es ver volver, Azorín, entonces somos viajeros en el tiempo. El 98, que buceó en el pasado, llegó a ver que todo se repite, esta es su paradoja, parece que nunca se ha movido… Con Juan Ramón vamos hacia el futuro, salimos de Castilla, estamos en el Sur. El pasado es un lugar seguro, se puede describir, aunque sea otro el tiempo en el que se vive, y otra la emoción con la que vivimos. ¿Cómo describir lo que no ha tenido lugar y aún está haciéndose? ¿Cómo dejar constancia de su nacimiento? Para ello escribirá: Diario de un poeta reciencasado. El camino es el primer símbolo, alguien ha de recorrerlo superando determinadas pruebas, se sabe que la meta es Zenobia, pero también la belleza, también la verdad, quiero decir su poesía. La norma social estipula que el novio ha de ir al lugar de la novia. En este caso hay que trasladarse a Nueva York y, para hacerlo, tendrá que atravesar el Atlántico, lo que significa el descubrimiento del mar.
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El mar es ritmo, es esencia, es presente, misterio, memoria, es y, lo sabe, el conjunto de imágenes más sugerentes que un poeta puede alcanzar. El mar le va a dar la nueva poesía. ¿Hay un mar interior, o bien es ese que el barco va abriendo? Abrir, nacer, dar a luz, renacer, primavera, son imágenes para expresar otra realidad. ¿De qué mar se habla? ¿por qué Atlántico?, de Atlas, el que participó en la guerra de los gigantes contra los dioses, y una vez vencido, fue condenado por Zeus a sostener la bóveda celeste, lo que supone un esfuerzo continuo, una lucha por mantener el equilibrio. El poemario comienza ya con lo que se va a convertir en su gramática poética: la oposición, su particular dialéctica: ¡Qué cerca ya del alma/ lo que está tan inmensamente lejos/ de las manos aún! La llegada, titulada América del Noroeste, profundiza en la poesía desnuda, dice así: Te deshojé, como una rosa,/ para verte tu alma./ Y no la vi. Mas todo en torno/ -horizontes de tierras y de mares-,/ todo, hasta el infinito,/ se colmó de una esencia/ inmensa y viva. Con Mar de vuelta, el yo reconoce ahora la existencia de lo otro, a partir del mar que se le ofrece desnudo, sólo agua. Por eso este mismo mar parece desconocerlo y, como consecuencia, ya es lo que tiene que ser, por tanto dirá: Mar, hoy te llamas mar por vez primera. Te has inventado tu mismo y te has ganado tú solo tu nombre, mar. El cielo está ya perfectamente situado, ya hay equilibrio: ¡Qué refugiados nos sentíamos,/ bajo su breve inmensidad definitiva! Por último el poema Todo concluye el proceso. El viaje iniciático ha concluido, el poeta ya está transformado y su poesía también es otra: Verdad, sí, sí; ya habéis los dos sanado/ mi locura./ El mundo me ha mostrado, abierta/ y blanca, con vosotros,/ la palma de su mano, que escondiera/ tanto, antes, a mis ojos. Este Diario cambia definitivamente la poesía en España, y abre casi todas las posibilidades que se van a dar en el XX. El poeta se conoce en el viaje, la poesía se renueva en el camino, Federico García Lorca va a América del Norte y, como resultado de ese viaje, compone uno de sus más importantes libros: Poeta en Nueva York, en el que denuncia proféticamente los males que sostienen a nuestra civilización, recordad los primeros versos de La aurora de Nueva York: La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas. La realidad frente al mito, la aurora queda reducida a uno de aquellos anuncios que descubría Juan Ramón confundido con la naturaleza. La aurora, la de los rosados dedos, el comienzo del día y su belleza, es ahora cieno, suciedad, podredumbre.
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El sol dora los cuerpos tendidos, las piedras brillan, el agua alisa una y otra vez la arena con sus largos dedos, la mar multiplica sus reflejos. Volvamos al Sur, a las playas que aún desnudas se ofrecen a nuestra vista, olvidaos de las aglomeraciones, de los miles que acuden en verano, recorred la arena que duerme bajo el cemento. Bajo el mar, la Atlántida, los puertos, las casas bajo las dunas de Guardamar, los pinos de la orilla, las salinas donde el sol tiñe de rosa la tarde. José María Álvarez ha hablado de este mar y de este sol, con él se cierra éste, mi viaje hacia La isla del tesoro, leamos los versos de Ceremonia del Sur: El sur no tiene estatuas/ Como un reino increíble/ Bajan de las montañas hasta el mar/ Sus áridas llanuras/ abrasados caminos/ Cadáveres de puertos que una vez / Alumbraron los mares Devorados/ Bajo el sol por el tiempo/ Mundo viejísimo impasible/ Contempla el paso del Destino/ Los imperios que alzáronse y cayeron/ Enterrándolos sin memoria.
José Luis Martínez Valero (Águilas, 1941) Catedrático de literatura y escritor. Su último poemario publicado ha sido Libro abierto, con la asociación La Sierpe y el Laúd.
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MIL MANERAS DE REGALARNOS EL MAR La omnipresencia del mar en el cine
Por Isabel Durante Asensio
Desde antiguo, el hombre ha sentido la necesidad de reflejar aquellas circunstancias que hacen del mar objeto de fascinación, convirtiendo su contemplación en una constante búsqueda de lo sublime, así como en una fuente inagotable de inspiración. Se trata, pues, de un territorio casi mágico donde todo es susceptible de hacerse realidad, un universo inabarcable e inmenso donde las historias merodean entre la ficción, el mito y la invención, y lo real. Más allá de esta apreciación, en primer término sencilla, la experiencia artística, en sus diferentes disciplinas, ha generado múltiples inquietudes, abordadas, en muchas ocasiones, desde una perspectiva epistemológica, aunque también desde un punto de vista cercano a la fábula. En otro sentido, el mar simboliza un continuo ir y venir, un vaivén incesante y perpetuo que concuerda con una premisa fundamental perseguida por el hombre que se manifiesta y concreta, de modo incuestionable, en el cine; la de dotar de movimiento al discurso y recrear el transcurso del tiempo. Ésta idea de representación móvil tiene una condición nomológica y es afrontada, de modo pertinaz, a lo largo de toda la historia de la humanidad. Ya nuestros antepasados en las cavernas dibujaban escenas de caza de una forma diégetica, intentando imprimir esa cualidad de desplazamiento y circulación a la imagen. A este respecto, los pioneros del recién estrenado arte, intuyeron todas las posibilidades técnicas y compositivas que el nuevo medio ofrecía, además de vislumbrar la abundancia de metáforas existentes capaces de reflejar la seducción que el mar provocaba. De este modo, las retóricas y descripciones sobre el entorno natural cobraron fuerza en las producciones mudas. Ejemplo de lo señalado es la realización de La mer (Baignade en mer) (El baño en el mar, Auguste y Louis Lumiere, 1895), película que formó parte de la primera proyección pública y comercial del cinematógrafo, compuesta por diez cortometrajes, que tuvo lugar en el Salón Indien du Grand Café el 28 de diciembre de 1895, o la inestimable Le voyage dans la lune (Viaje a la luna, Georges Meliés, 1902) [1], una ambiciosa producción donde el realizador francés Georges Meliés, se sirve de grandes peceras para recrear el fondo marino. Si bien las limitaciones tecnológicas de los primeros tiempos impedían representar todas las facetas estéticas tal y como las entendemos en nuestros días, los esfuerzos y el ingenio de algunos profesionales fueron suficiente para que el espectador viviera una suerte de acontecimientos asombrosos y extraordinarios que hasta esa fecha solo había podido transmitir la literatura y, en menor medida, las bellas artes. A ello hay que sumar que
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muchos de esos espectadores desconocían cómo era el mar, nunca lo habían visto y apenas lo sospechaban. Esta circunstancia fomentaba aún mas el aura de misterio que impregnaba todo lo relacionado con el mar. Antes de realizar un breve repaso por los títulos más significativos concernientes al tema, hay que apuntar que el mar en la gran pantalla se puede entender desde dos perspectivas; como objeto y como sujeto. En el primer enfoque, su intervención se limita, básicamente, a ser el escenario donde se desarrollan las historias, un mero contexto que apoya la acción, pero que no aporta una visión pormenorizada. En el segundo nivel, donde se presenta como sujeto, menos habitual, se transforma en el verdadero protagonista de lo sucedido, del periplo, de la epopeya, y cobra, a este respecto, una dimensión transcendental. Aunque no existe un género puro que responda a unos patrones delimitados y exclusivos, ya que siempre concurre cierto cariz híbrido, a continuación se propone una esquemática sistematización por grupos temáticos que permita intuir las diversas aristas de una materia tan compleja. A buen seguro que estas páginas no serán suficiente para dilucidar todos los aspectos interrelacionados entre mar y cine, pero esperamos que proporcionen una idea inicial sobre el asunto. El primero de los epígrafes de esta selección sería el mar como contrario, como símbolo de la naturaleza desafiada, de forma inconsciente, por el hombre en múltiples episodios. De esta hecho nace una lucha, en la que el personaje tiene que superar los desafíos y hostilidades concebidas por ese enfrentamiento. Adversidades como la tormenta o la catástrofe ponen de manifiesto la inconsistencia de la existencia del hombre. Así las cosas, aparecen géneros propicios, ligados al terreno de la aventura y, sobre todo, del drama, para este tipo de historias de conflicto y superación. Títulos como Captains courageous (Capitanes intrépidos, Víctor Fleming, 1937), The Poseidon Adventure (La aventura del Poseidón, Ronald Neame, 1972), White squall (Tormenta blanca, Ridley Scott, 1996), Titanic (James Cameron, 1997), Message in a bottle (Mensaje en una botella, Luis Mandoki, 1999), The perfect storm (La tormenta perfecta, Wolfgang Petersen, 2000) o The impossible (Lo imposible, Juan Antonio Bayonas, 2012) [2], por citar unos pocos, pertenecerían a esta categoría. En su argumento predomina, de este modo, la tragedia, ya que el desenlace de la historia suele estar marcado por el desastre o la pérdida, en definitiva, por la desgracia. Estamos ante la más poderosa fuerza de la naturaleza, dotada del poder de destruir la voluntad del hombre, que se vuelve incapaz de dominar la situación frente a una manifestación tan rotunda e incontrolable, revelando, en consecuencia, la fragilidad humana en oposición a la infinitud e inmensidad del mar. Otro bloque sería el definido por el combate, hecho que entronca con la tradición del cine bélico y el género de aventuras, vinculado, a su vez, a subgéneros como el de piratas, donde se recrea, fundamentalmente, la época de los siglos XVII y XVIII y donde todo el protagonismo recae en el bucanero, figura de espíritu socarrón y rudo, a menudo presentado
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como un forajido que, poco a poco, evoluciona hasta dejar traslucir sus buenas y nobles intenciones. Otros de estos subgéneros son el de batallas marítimas, coincidente con períodos de guerra, o el de comercio naval, reflejo del siglo XIX, época de aperturismo y expansión mercantil del pueblo norteamericano. Estas realizaciones respondían, por un lado, a la necesidad de construir un contexto oportuno para mostrar una sociedad permeable a los valores que se formulaban desde ciertos grupos de poder, al tiempo que se arengaba a las masas, sobre todo durante el período de la II Guerra Mundial, y de otro, a la necesidad de proporcionar un cine de evasión, apartado que cobraba especial relevancia en épocas de crisis, ya fueran económicas o de valores. No olvidemos, al hilo de lo comentado, que el cine es una de las herramientas de propaganda más inteligentes e importantes del hombre contemporáneo, algo que pronto descubrieron los gobiernos de los diferentes signos políticos, totalitarios y demócratas, haciendo uso del mismo para la difusión y afianzamiento de su ideario gubernamental. Gracias a la política de las grandes compañías, las Majors, y a su stars system, surgieron protagonistas especializados a los que se asociaba, de forma inmediata, con esta clase de producciones. Así, actores como Errol Flynn, Gregory Peck, Burt Lancaster y su inseparable amigo mudo, Anthony Quinn o Douglas Fairbank, se convirtieron en estrellas irrefutables del género de aventuras que contaba con el mar como escenario. Mencionaremos algunos títulos inolvidables dentro de este apartado como Captain Blood (El Capitán Blood, Michael Curtiz, 1935), The sea hawk (El halcón del mar, 1940), Sinbad the sailor (Simbad el marino, Richard Walace, 1947), Captain Horatio Hornblower (El hidalgo de los mares, Raoul Walsh, 1951), The crimson pirate (El temible burlón, Robert Siodmak, 1952), The buccaneer (Los bucaneros, Anthony Quinn, 1958) o Moutiny on the bounty (Rebelión a bordo, Lewis Milestone, 1962). A partir de la década de los sesenta el interés por este modelo de películas descendió de manera considerable. En la actualidad, la saga Pirates of the Caribbean (Piratas del Caribe, Gore Verbinski y Rob Marshall) intenta regenerar esta tradición, anclada en la época dorada de Hoolywood. También es significativo subrayar el valioso papel que jugó la mujer en este tipo de producciones, pues aunque a priori solo acompañaba al héroe en sus peripecias, enseguida mostraba un fuerte carácter, severo y descarado, en contraposición con la imagen frágil y sutil que se suponía debía encarnar. La configuración de este personaje solía responder a un modelo implantado, a una tipología predeterminada. Rostros como el de Maureen O´Hara, Flora Robson o Virginia Mayo popularizaron este arquetipo. Incluso, el mundo femenino llega a suplantar, en ocasiones, el rol tradicionalmente reservado al hombre en películas como Anne of the indies (La mujer pirata, Jacques Tourneur, 1951) o en Cutthroat island (La isla de las cabezas cortadas, Renny Harlin, 1995).
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Dentro de este mismo apartado, en el capítulo dedicado al cine bélico, destacan largometrajes como Nihonkai daikaisen (La batalla del mar de Japón, Seiji Maruyama, 1969), Tora, Tora, Tora (Richard Fleischer y Kinji Fukasaku, 1970), Midway (La batalla de Midway, Jack Smight, 1976), The hunt for red october (La caza del octubre rojo, John Mctiernan, 1990) o la más reciente Master and Commander (Peter Weir, 2003). También se han producido trabajos en este apartado desde el punto de vista de la comedia e, incluso, en su vertiente romántica, como Operation Petticoat (Operación Pacífico, Blake Edwards, 1959), una hilarante película que se desarrolla en un submarino militar. Otro conjunto de películas que podrían aglutinarse dentro de la misma sección, serían las relacionadas con los peligros de la fauna oceánica. Así, tenemos títulos míticos como Moby Dick (John Huston, 1956), basada en el clásico literario creado por Herman Melville donde la lucha del protagonista, Ismael, y una enorme ballena blanca, va mucho más allá del supuesto enfrentamiento. También Jaws (Tiburón, Steven Spielberg, 1975), un auténtico éxito en taquilla que ha llegado hasta nuestros días como una película de culto al dar el pistoletazo de salida a esta especie de subgénero. Surge, del mismo modo y en fechas similares, la saga Piraña, de la que destaca la primera entrega, Piranha (Piraña, Joe Dante, 1978). Free Willy (¡Liberad a Willy!, Simon Vincer, 1983), por el contrario, es un melodrama por entregas sobre la amistad de un niño y una orca que representaría otra tendencia, donde los animales de entrada peligrosos, se convierten en amigos fieles e inseparables de nuestro protagonista. Esta sección animal, presagiamos será reavivada con la llegada del 3D y los avances tecnológicos que se pueden aplicar como demuestran películas como Jaws 3 (Tiburón 3, Joe Alves, 1983). En otro orden de cosas, aparece el mar como confín, como elemento distanciador del mundo contemporáneo, como término y demarcación poderosa que aleja al protagonista de su realidad cotidiana, mostrándole otro forma de entender el mundo. A este respecto, la figura del náufrago se presenta como el protagonista habitual de estos films, ya sea en manos del maestro del suspense en Lifeboat (Náufragos, Alfred Hitchcock, 1944), en adaptaciones de clásicos literarios como la versión mexicana de Robinson Crusoe (Luis Buñuel, 1954) o Treasure Island (La isla del tesoro, Byron Haskin, 1950), o en revisiones actualizadas y extensamente galardonadas como Cast away (Náufrago, Robert Zemeckis, 2000). El cine como lugar de tránsito ha suscitado un enorme interés. Ya hemos señalado arriba, la importancia del viaje en ciertas películas de aventuras. En otro sentido, la travesía, tal y como sucede en el resto de las artes, no se limita a un desplazamiento sino que se constituye como una experiencia iniciática próxima al espectador que a modo de diario, de cuaderno de bitácora, nos habla de aquellas preocupaciones y tribulaciones que inquietan al héroe, en una especie de itinerario interior que deja al descubierto todas y cada una de las f acetas de los personajes. Podríamos citarentre otros títulos Ulisse (Ulises, Mario Camerini y Mario Bava, 1954), adaptación de la novela de Homero, o 20.000 leagues under the sea (20.000 leguas de viaje submarino, Richard Fleischer, 1954), historia basada en una novela de Julio Verne y una de las primeras películas ejecutadas en cinemascope.
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Al mar como escenario bucólico se ha recurrido infinidad de veces, ya sea desde una perspectiva estética como desde otra narrativa. Aludir a algunos títulos es una tarea a todas luces inútil, ya que son tantas las citas que deberíamos señalar que nos dejaríamos importantes menciones en el tintero. En cualquier caso, y teniendo en cuenta este advertencia, nos atrevemos a apuntar algunos títulos que por su significación se han convertido en una imagen cargada de valor icónico que se encuentran anclada, de forma irrefutable, en el ideario colectivo como la tórrida escena en la playa en From here to eternity (De aquí a la eternidad, Fred Zinnemann, 1953), los clandestinos encuentros frente al mar en Ryan´s daughter (La hija de Ryan, David Lean, 1970) o la maravillosa carrera de caballos en la playa de The quiet man (El hombre tranquilo, John Ford, 1952). El mundo de la animación también ha sido permeable a esta cuestión como demuestran las producciones de la factoría Disney con títulos como The little mermaid (La Sirenita, John Musker y Ron Clements, 1989) o Finding Nemo (Buscando a Nemo, Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2003). Este mismo año, alentados por el éxito de Piratas del Caribe, Aardman Animation produjo The Pirates! Band of Misfits (Piratas, Peter Lords y Jeff Newitt, 2012), cuento sobre un peculiar y divertido grupo de corsarios que ansían ganar el premio al Pirata del año. Otro espacio aparte sería el del documental, con un punto de partida diametralmente opuesto al de la ficción, ya que sus pretensiones se encaminan a desvelar algunos de los secretos causantes de esa fascinación ya señalada al comienzo de estas líneas; esa cualidad hipnótica que define su idiosincrasia. Pero en no pocas ocasiones estos trabajos no han servido sino para acrecentar ese carácter mágico, trascendental y misterioso al presentarnos escenarios y seres que jamás imaginamos y que parecen traídos de otro mundo. Tal vez la obra más afamada, en este sentido, sea la realizada por el Capitán francés Jacques Cousteau (1919-1997) en sus expediciones a bordo del Calypso. En definitiva, el mar en el cine se ha manifestado desde posicionamientos muy distintos, pero de todos ellos se deriva una conclusión clara: la posibilidad de que en el mar, como en el cine, cualquier cosa es posible. Isabel Durante Asensio es crítica de cine.
PD: Las fichas técnicas de las películas mencionadas en este artículo han sido extraídas de la base de datos de IMDB. Según la fuente consultada, puede sufrir leves variaciones. [1] Cuya historia ha sido recreada, de manera magistral, por Martin Scorssese en su última película Hugo Cabret (La invención de Hugo, 2011). [2] Todavía en cartel.
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LA TELA DE PENÉLOPE LA CONDICIÓN HUMANA Y SUS CONDICIONES (Le radeau de la Méduse) Por Amparo Alegría Pellicer
La historia del barco francés "Medusa" fue uno de los sucesos más deleznables de la historia de Francia. El lienzo, que se encuentra en el Museo Nacional del Louvre, se basa en un suceso real, el hundimiento de dicho barco francés a causa de la negligencia de su capitán, y la inmoralidad de los gobernantes conservadores de la época. La obra fue pintada como una metáfora que denunciaba la situación política y social francesa, pero también fue intención de su autor plasmar la irreductible resistencia de la esperanza y de la dignidad humana, incluso en los casos de injusticia tan extrema como en el suceso que aconteció. Era una época en que toda Francia yacía derrotada por el hundimiento de la ambición del imperio napoleónico, y estaba en manos de coronas, aristocracias y voluntades corruptas. El periodo de la Restauración había comenzado su singladura y las potencias europeas emprendían una nueva ola de colonialismo por todo el planeta, intentando construir imperios que una y otra vez chocarían entre ellos, hasta llegar al horror de la Segunda Guerra Mundial. El dos de julio de 1816, la fragata Medusa, perteneciente al ejército francés, naufragó frente a la costa oriental africana de camino hacia la colonia francesa de St. Louis. El capitán, un absoluto desconocedor de las artes del mar, había sido puesto al frente de la expedición gracias a un favor político de su amigo personal, el ministro de la marina Du Bouchage. La expedición estaba compuesta por la fragata Medusa, antigua fragata de guerra a la que se le habían quitado los cañones para adaptarla a la función del transporte, la corbeta Écho, el bergantín Argus y una bricbarca de transporte llamada Loire. La expedición partió el 17 de junio de la isla de Aix rumbo a Senegal. En ella el Ministro enviaba en la fragata todo un pueblo dispuesto para reconstruir la civilización en la colonia de la capital senegalesa de San Luis junto a un contingente de soldados de bajo rango.
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El gobernador y un grupo de favoritos iba en la fragata, entre ellos un nefasto personaje llamado comandante Richefort, nombrado capitán de San Luis, y verdadero responsable de que la nave embarrancara, aunque es realmente el capitán Chaumereys quien tenía a su cargo la vida de esas 400 personas. En su primera escala en Tenerife, la flotilla se dispersa, en parte debido a los vientos y en parte por la impericia de sus navegantes. Casi veinte días después de haber zarpado desde la costa francesa y estando a la altura de Mauritania, toman un desvío de la ruta oficial. Debido a esa impericia y la ineptitud de los dirigentes, el barco encalla en un banco de arena, a 50 millas de Mauritania. Tres días después, viendo imposible su rescate y con una gran vía de agua, tienen que abandonarlo. Los oficiales son alojados en 6 botes salvavidas, con una capacidad de 42 plazas cada uno. 252 personas suben a bordo, dejando atrás a 147, en concreto 146 hombres y una mujer. 17 marineros se quedaron a bordo de “Medusa” y se ahogan con ella. Por supuesto, el capitán está a salvo. El problema es que estas 147 personas tienen que salir con premura de un barco a punto de hundirse, por lo que se construye una balsa de madera de 20 metros de largo y 7 metros de ancho, donde subirán los últimos 147 desdichados a los que no se les ha querido alojar en alguno de los seis botes salvavidas, pero con la idea de que los botes salvavidas la arrastraran hasta la orilla. Ya en el embarque, la balsa se hundió considerablemente, lo que hizo cundir el desorden y el caos, lo que, a su vez, provocó la pérdida de la mayoría de las provisiones y el descontrol de toda la flotilla. Uno de los botes, donde va el capitán, empieza a tirar de esta improvisada nave. Pero pesa demasiado y no se sabe si por egoísmo o por pura desgracia, las cuerdas atadas desde los botes se van soltando una tras otra, abandonando la a su suerte en medio del mar, cuando quedaban aún 60 kilómetros para alcanzar la costa. Desde ese momento dependerían absolutamente de su suerte. Los náufragos navegaron a la deriva durante trece días, tiempo en el que sufrieron auténticas calamidades, tormentas, oleaje, peleas, pero sobre todo el hambre y la sed. Situaciones de locura y muerte, dado que las únicas provisiones que quedaban en la balsa eran un paquete de galletas, dos bidones de agua y dos barriles de vino. La única solución fue también la más terrible, los cadáveres que cada día se iban sumando, se aprovecharon para alimentar a los que quedaban. Las 130 personas que se agolparon en la balsa en un principio, se redujeron a 60 al segundo día, y a tan solo 27 cinco días después. Al final, y gracias al canibalismo, sobrevivieron 15 personas, que se vieron reducidas a 10 tras el rescate por el capitán del Argus.
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El capitán había dejado a su suerte a decenas de franceses. Alguien, desde la costa francesa, se hace eco de la noticia y esta llega hasta París. En la capital nadie hace el mínimo esfuerzo por recoger a 147 compatriotas, incluso un barco que se cruza con ellos durante su odisea, desoye los gritos de socorro. Trece días después, el 17 de julio de aquel 1816, un barco encuentra la balsa. A bordo 15 personas. El capitán del Argus que rescata la paupérrima embarcación, les pregunta acerca de su desdicha. Y la contestación es aplastante: han muerto 132 personas, las que quedan se han tenido que comer a sus compañeros de viaje, la mayoría tienen una deshidratación preocupante, otros han enloquecido, de las 15 personas encontradas con vida, 5 mueren tras el rescate. El mundo se entera de la noticia y de la espeluznante vivencia de estos 15 supervivientes. La noticia caló entre los artistas e intelectuales del momento, y fue la razón por la que el pintor Théodore Géricault (dicen que en un impulso romántico) se afeitara la cabeza, para obligarse a llevar a cabo su idea, evitando que nadie lo viera y encerrándose en su taller hasta terminar el cuadro que fuera relato y denuncia de lo que había ocurrido. No cabe duda que el artista realiza una soberbia preparación de la obra. No contento con leer la narración de Savigny y Corréard (supervivientes de la tragedia y autores de la publicación Narrative of a voyage to Senegal), los visitó e interrogó extensamente. Buscó al carpintero que había sobrevivido al naufragio- Lavillete- y le convenció para que le realizara una maqueta a escala de la balsa, que instaló en su estudio. Visitó hospitales psiquiátricos, para ver los rostros de la desesperación; morgues, para averiguar el tono exacto de la piel de los muertos, el aspecto de los cuerpos mutilados, realizó numerosos bocetos y estudios previos sobre cadáveres y restos humanos sacados de cementerios y ejecuciones públicas. A partir de ese momento estuvo encerrado en su estudio ocho meses, durante los que contó con la colaboración de sus amigos artistas, dándose la anécdota de que un jovencísimo Delacroix posó para él, apareciendo en el cuadro, bajo el anciano de capa roja, como la figura muerta del primer plano, tumbada y con el brazo izquierdo extendido. Favor que le devolvió su amigo Dalacroix convirtiendo a Géricault en un personaje de los muertos del infierno que cruza en la barca de Dante. Dos años después, en 1819, Théodore Géricault presenta un cuadro de fabuloso formato, un lienzo cercano a los 35 metros cuadrados. Una enorme pintura al óleo de 491x716 cm tamizado por una luz opresiva y que representa una escena dantesca. Lo peor de todo es que el lienzo se inspira en un suceso real la obra se titula Los náufragos de la Medusa y plasma el sufrimiento vivido por los pasajeros abandonados del barco francés. Es la balsa de la Medusa la que flota a duras penas en el lienzo. Y los 15 que sobrevivieron a un infierno demente abandonados por todos, los que escenifican tan cruento asunto.
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La balsa de la medusa es un cuadro épico, tanto por los acontecimientos que narra, como por lo que supone la obra en ese momento social. El instante elegido por el artista para reproducir la imagen del naufragio, es uno de los de máxima tensión de todo lo ocurrido. Al principio el artista se plantea diversos enfoques para plasmar el acontecimiento. En una primera idea, busca representarles como héroes para poner de manifiesto la miseria moral de los gobernantes. También pensó en pintar la escena de la lucha entre los amotinados alienados que querían destruir la balsa, pero pensó que era mostrar a los náufragos como culpables. Trató de hacer una metáfora política, pero pensó que convertirlo en un manifiesto ideológico impediría comprender realmente la historia real de lo ocurrido. Otra opción sobre la que realizó borradores, fueron los actos de canibalismo, pero los descartó porque entendía que no mostraban el sufrimiento por aquella injusticia, ni la solidaridad y el heroísmo de la condición humana. Finalmente decide representar el momento justo cuando se produce un primer avistamiento del barco que habría de rescatarlos -el Argus- la nave que toma el nombre del antiguo Argos que, capitaneado por Jasón, encontró el Vellocino de oro. Decidiendo con ello que, en vez de exhibir un cuadro de dolor, prefirió mostrar el anhelo que residía en el fondo de cada uno de los supervivientes, en sus actos de lucha por la vida y de mantenimiento de la dignidad humana mas allá de las extremas condiciones. Aun así la escena representada es tremenda, dado que aúna el dramatismo de los días vividos, el ambiente de miseria que reina en la balsa y el cruel instante en que el júbilo inicial del avistamiento del barco, se convierte en desolación al perderlo de vista. Esa fue su opción, pero hubo otros pintores que optaron por mostrar los otros aspectos que Géricault descartó. Cuando éste expone su cuadro en Londres, el éxito no fue suyo sino de un espectáculo en un teatro en el que, a través de grandes cuadros se mostraban al público los episodios del naufragio en sus facetas más escabrosas. Jean-Louis André Théodore Géricault nació en la francesa ciudad de Ruan en septiembre de 1791. Fue la figura principal del romanticismo francés y durante su corta vida se dedicó en cuerpo y alma al arte de la pintura, ayudando así a definir el movimiento romántico pictórico francés. En 1811 entra a estudiar en Escuela de Bellas Artes de París, pronto se dio cuenta de que su pasión por lo excesivo, y la pincelada empastada, lo que revelaba un marcado temperamento. Su primer éxito vendrá al año siguiente en el salón de París con la obra Oficial de cazadores a la carga. Este estilo inicial académico irá desapareciendo, tornándose así en un estilo claramente romántico. La proyección de Géricault se limitó solamente a doce escasos años, pero fue tiempo suficiente para dejar una cantidad considerable de obras Era un amante reconocido de la naturaleza y un apasionado por los caballos, lo que le determinó a realizar cantidad de esbozos y cuadros de estos fantásticos animales, con una realidad y dinamismo que no han sido superados por prácticamente ningún otro pintor galo.
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Una de sus primeras obras fue Retrato de un oficial de los cazadores dirigiendo una carga, la cual expuso en el salón internacional de 1812 que le dio a conocer. Sus obras con carácter apasionado y vehemente supusieron una ruptura con el Neoclasicismo e introdujeron el primer Romanticismo. En 1814 su obra Coracero herido es horriblemente acogida por el público, lo que le sumirá en una profunda tristeza. Consigue salir, pero volverá a recaer tras el próximo fracaso en el Gran Premio de Pintura de Roma. Para recuperar su integridad moral y artística (lo hizo así porque dejó embarazada a una tía suya y le dio miedo las consecuencias que pudiera tener este amor prohibido), en 1816 viaja a Roma en la mas estricta soledad. Aquí queda atónito ante la pintura del renacimiento italiano, es especial con la obra del siempre único Miguel Ángel. Y tras un minucioso estudio de la historia del arte italiana también se prenda de la pintura de Rubens y Caravaggio. Géricault rechaza la escuela pictórica de Jaques-Louis David, ya que ésta significa un Neoclasicismo académico. Él prefiere ensalzar épicamente asuntos de la vida cotidiana. Estilísticamente se vio influido por los estudios de la antigüedad desarrollados en el siglo XIX y por los maestros de los siglos XVII y XVIII. Entre 1818 y 1819 pinta Carro de soldados heridos y también pinta una de sus obras insignia, la Balsa de la Medusa. En 1820 Géricault va a Londres. Allí entra en contacto con Cobstable, cuya pintura causa un gran impacto al artista al igual que la pintura de caballos de Stubbs. A partir de ese momento, lo trágico y el sufrimiento pasan a formar parte de su temática, lo que le eleva a los altares del romanticismo. Tal será su pasión por el sufrimiento, muerte y locura que llegará a inspirarse como modelos de sus obras a pacientes de manicomios, un ejemplo de ello son los fantásticos lienzos titulados El Cleptómano y la mujer loca, ambos pintados entre los años 1822 y 1823. Pero Géricault no sólo se conformó con ser un paradigma del romanticismo, si no que, gracias a su lienzo "Derby en Epson", pintado en sus últimos años de vida, creó un precedente hacia el impresionismo. El cáncer se llevó a este maestro de la pintura un 26 de enero del año 1824, mientras residía en París, pero aunque la producción de Géricault se limitó solamente a doce escasos años, dio lugar a una gran colección artística. Estéticamente la balsa de la Medusa es una muestra de formación clásica y emoción romántica. Analizando la obra, podemos decir que el soporte del cuadro es un lienzo. Este tipo de soporte es muy común, sobre todo a partir del gótico, y generalmente, como sucede en este caso, el material utilizado sobre él son pigmentos disueltos en alguna materia grasa. Esta técnica es el óleo. Géricault utiliza una pincelada espesa, lo que da una sensación de cuerpo y materia al cuadro. Estilísticamente tiene un predominio del color sobre el dibujo, característica principal del romanticismo que utiliza colores oscuros que profundizan la dramatización de la escena, además de utilizar el juego de tonos para crear claroscuros.
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Presenta la obra un fuerte contraste entre una parte de la balsa con algunos náufragos muy oscura, en la que apenas se pueden distinguir las diferentes figuras, y otra parte más clara en la que se evidencia la tridimensionalidad de la pieza. Además, representa el espacio y la profundidad utilizando una línea de horizonte que son las olas y creando diferentes planos dentro de la misma balsa, dando sensación de movimiento con los pliegues en las telas para dar la impresión de que hay mucho viento, sobre todo por la vela de la balsa. El pintor también representa un mar tempestuoso, muy agitado, con unas olas muy grandes, para dar más movimiento a la escena. Aunque todos se concentran en el centro del cuadro, la composición es abierta, porque algunas figuras se salen de la balsa, como por ejemplo los hombres muertos que tienen una parte del cuerpo en el agua y la otra en la balsa, así como por los hombres que están moviendo el pañuelo, etc. El artista utiliza una composición piramidal, hace dos pirámides: una debajo de la vela y la otra con el vértice en el hombre de color negro que agita un pañuelo de color rojo. Técnicamente el cuadro es una muestra de formación clásica y emoción romántica. La estructura compositiva triangulada con una clara disposición piramidal ascendente y en amplios escorzos, crea una disposición ordenada y en equilibrio, todo ello muy académico y al gusto de la época. Lo mismo que el trabajo de anatomía, cuerpos hercúleos y esculturales, que contrastan con la penuria que pasaron los náufragos, pero dota al lienzo de una energía que contagia para su observación. En cualquier caso esta disposición en diagonal, es una de las más dramáticas de la historia de la pintura. Los ojos del espectador recorren sin pausa un camino de ida y vuelta que oscila entre la muerte representada en el primer plano, a la vida y la esperanza que se concentran al fondo de la escena. Todo lo pintado es puro romanticismo, porque la composición triangulada se compensa con la disposición de los cuerpos en rítmicos impulsos de los ángulos del centro y del primer plano al fondo, con escorzos violentos y posturas imposibles, que añaden una cierta afectación teatral y muy dramática a un hecho ya de por si trágico. Los colores son igualmente ardientes, y la luz contrastada, casi fantasmagórica en algunas partes del cuadro, confiere a éste esa expresión patética tan propia, al uso en los cuadros románticos.
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Géricault rompió con todas las reglas temáticas del neoclasicismo en este cuadro, pero respetó las de la composición. Podemos observar la pirámide que forman las personas en la balsa (cuyas figuras evocan la forma de representarlas de Miguel Ángel) que está coronada por un hombre de color negro (que ondea una pieza de tela para llamar la atención de los barcos). Mediante esta composición se pretende dar solidez al cuadro, lo que contrasta con el caos del oleaje. La importancia del lugar que otorga al personaje negro puede estar en concordancia con la lucha por abolir la esclavitud que se acababa de iniciar. Por otro lado, el hombre que agita el trapo blanco muestra la esperanza por la salvación. A la izquierda del lienzo, un hombre de avanzada edad se cubre por un manto rojo dando la espalda al barco creando un punto de impacto visual hacia el cual se va la mirada rápidamente. Esta figura es antagónica a la anterior, ya que es símbolo de la desesperanza que impregna toda la escena plagada de cadáveres. Sin embargo, gracias a las diagonales en ascendente creadas en el cuadro a través de los brazos de los hombres, llegamos a la figura del hombre negro y la esperanza exaltada por la agitación del paño, haciéndonos recobrar las fuerzas por vivir, curioso y original recurso de Géricault. El barco que salvará a los náufragos no se averigua en el lienzo, pero sí los obstáculos, ya que unas grandes olas abaten la barca al tiempo que el viento sopla en contra, dejando a la suerte y el azar la salvación de los moribundos supervivientes. Es precioso como plasma el viento en los personajes. Mientras el anciano con el llamativo manto rojo ha curvado su cuerpo a favor del viento, como sinónimo de rendición a la muerte, los jóvenes de la pirámide contonean su cuerpo en contra, intentando salvarse del trágico destino. Podemos observar que la colocación de los personajes no es arbitraria, sino que en la parte inferior ha colocado a cadáveres y al anciano, y encima a los que buscan la salvación, contraponiendo en ese poco espacio los dos grandes temas de la muerte y la vida respectivamente. La intención de Géricault al pintar este cuadro es proclamar su rechazo a la pintura histórica, retratando por primera vez un hecho de actualidad. También elige el tema del naufragio para expresar la angustia del destino. Terminada la obra en julio de 1819 se colgó en el Salón de aquel año el 31 de agosto bajo el titulo “escena de Naufragio” y presidiendo dicho salón el propio Luis XVIII. La obra marca un antes y un después en la evolución de la pintura, porque logra alcanzar una intensidad formal y emocional nuevas, marcando las bases del movimiento romántico. Desde luego, cuando uno se encuentra frente a este lienzo, lo primero que salta a la vista es su enormidad; mide unos cinco por siete metros de largo. Gericault lo pintó un siglo antes de que se popularizara el cine, pero no cabe duda de que su intención era la de conseguir algo parecido a lo que consigue el cine (y por cierto, no la televisión); que el espectador se sienta atrapado por el cuadro, que se meta en él. Y desde luego, en este cuadro hay algo de cinematográfico: como si fuera una película, nos cuenta una historia de un modo absorbente.
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Personalmente creo que Gericault logró un indudable acierto con la composición de este cuadro, situando el punto de vista del espectador (nosotros) desde detrás de la balsa. La disposición de las figuras en una diagonal es tal que nuestra mirada se ve llamada hacia la parte derecha del cuadro, en donde los jóvenes agitan unos trapos para llamar la atención de alguien. ¿De quién?, ¿de nosotros? La tensión dramática, desde luego, es brutal. ¿Pero por qué este cuadro se ha convertido en una imagen icónica de tal fuerza? Una razón evidente estriba en su sencillez. El cuadro consta de tres elementos. En primer lugar el océano, la vela (hipotética), la balsa y sus ocupantes. El segundo motivo por el que nos atrapa es porque es una historia de naufragio y las historias de naufragios son historias de esperanza, pues vemos en ellas que, del modo más inverosímil, las personas finalmente salvan la vida. Pero se trata de una esperanza ciega y que no consuela, pues quien vive y quien muere se decide estrictamente por azar. La tercera razón por la que nos impactan las historias de náufragos es porque tenemos miedo a sentirnos abandonados. En las historias de náufragos el protagonista es repudiado o se pierde o es olvidado. En cualquier caso el náufrago puede preguntarse si hay alguien buscándolo, si le echan de menos y, en definitiva, si es alguien para sus semejantes. El miedo al abandono es casi tan fuerte como el miedo a la muerte, pues, en definitiva, el abandono es algo así como estar muerto para los demás. Estos tres elementos son los que se hallan presentes en las historias de náufragos, y en este cuadro en particular. Representan en buena medida la condición humana, y desde luego no hace falta que hayamos nunca naufragado para entenderlo. Cualquiera que haya sentido la presencia de la muerte, la soberanía del azar, o el horror de sentirse abandonado está capacitado para comprenderlo. Y esta última reflexión es lo que me da pie para mencionar a Oscar Wilde, que consideraba la exclusión social como el mayor misterio de la humanidad. Quizás esta historia serviría en buen modo para analizar los naufragios de nuestra sociedad. El desastre de la medusa tuvo su origen en la incompetencia del Capitán y la inmoralidad de un gobernador (según el relato de un superviviente ya se manifestó cuando en una violenta maniobra a la altura del cabo de Finisterre, un niño cayó al mar y no supieron o no quisieron hacer las maniobras necesarias para rescatarlo). Los poderosos de la medusa mostraban una arrogancia tal que no atendieron a más razones que las propias y a hacer una demostración de su dominio. Embarrancaron en el banco de arena Arquin en un día tranquilo de navegación, con un tiempo magnífico, ensimismados en su orgullo, solo por no atender las voces de los técnicos. Los mandos no solo hicieron oídos sordos a los reproches, sino que intentaron culpar a todos menos a ellos, ordenando en primer lugar el salvamento del Gobernador y sus favoritos, que, según cuenta el cirujano y superviviente Savigny, fue depositado en el bote salvavidas sentado en su sillón rojo de terciopelo y con salvas de honores. Hay muchísimas otras historias de naufragio famosas en la historia del arte y la literatura, pues, como se ha dicho, es un tema extraordinariamente sugerente. La novela clásica sobre naufragio es Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, que se basó en un caso real. Mas recientemente esta la película Náufrago, con Tom Hanks, o la serie Perdidos.
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Mucho más terribles son las historias de naufragios basadas en hechos reales. El hundimiento del Titanic es el episodio más conocido, tal vez porque se interpreta como un castigo a la soberbia del espíritu humano que se cree capaz, erróneamente, de dominar la naturaleza con su técnica. Pero para mí, personalmente, los episodios más cercanos al cuadro de Gericault son esas noticias que vemos todos los días acerca de pateras que son rescatadas en nuestras costas con algunos supervivientes. Sin ir más lejos, cuando escribo estas líneas, el suceso acaecido en la isla italiana de Lampedusa, donde 50 inmigrantes, de los 100 que viajaban en patera, han desaparecido bajo las aguas del mar, ante la tardanza del rescate. Uno de los últimos regalos del ex ministro de interior italiano, Roberto Maroti, fue declarar el puerto de Lampedusa como “no seguro” para el desembarco de inmigrantes, y decretar la “alerta inmigración”. El hoy líder de la xenófoba Liga del Norte pretendía dar una imagen de duro a sus votantes, después de haber sido incapaz de gestionar humana y eficientemente la llegada a la pequeña isla de más de 50.000 personas que huían de las revueltas en el Norte de África. Es increíble que doscientos años después se sigan viviendo todos los días episodios como el de la Balsa de la Medusa de gente que lucha por su vida ante la indiferencia general. En África, en Asia y en el mundo en general, los abandonados y los ignorados se cuentan por millones. Esta insensibilidad ante el abandono es de lo que sigue denunciando a gritos este cuadro aún en la actualidad. Todos los acontecimientos relatados en el suceso de la Medusa revelan una estructura social determinada. ¿Lo pienso yo sola o viendo tantas similitudes está naufragando también nuestra sociedad?
Amparo Alegría Pellicer (Murcia, 1952) Enfermera. Licenciada en Bellas Artes. Máster en producción y gestión artística, especialidad en gestión y tecnología. En la actualidad, tras haber patentado a su nombre la propiedad intelectual de un nuevo material como componente escultórico, cursa los estudios de doctorado en Bellas Artes.
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BOGAR A TODO TRAPO PANORAMA DE LA POESÍA EN ESPAÑOL DEDICADA AL MAR
Ulises y las sirenas, decoración de un vaso ático, Museo Británico.
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VICENTE GARCÍA HERNÁNDEZ Dos poemas de Materia elemental LA MAR Y LA LLAMA
La mar y tú, la rosa, sois fugaz crucifixión de un cuerpo que se exhala. Crucifixión y muerte del amor de esa frágil rosa que es el mar, la esposa aquella de las curvas formas de los ojos heridos por gaviotas, de la frente lluviosa y pensativa; la mar contemplación, luego misterio, como un milagro que llorara al hombre siempre, que lo cercara siempre, amándolo, odiándolo sin pizca de odio, sólo azotando su aventura, su ira por llegar más allá de lo soñado, dejando al tiempo atrás como un gran can dando ladridos rojos, dando rosas. La rosa y tú, que rizas tus cabellos para lanzar espumas al galope contra las sombras que la noche alberga. Déjame herirte de aves, de sucesos de amor, para una iniciativa de olmo que en beso acabe, en comunión, gemido.
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¿Si digo una palabra, si la creo alta y azul, anuncio el mar? ¿Si digo “la mar”, pronuncio todas las palabras, como “hueso”, “cerezo”, “álbum” o “tris”; o “a moi”, o “credere” o simplemente “rosa”. Si digo una palabra, y la creo hermosa y me conmuevo, y miro más allá de mis ojos extendiéndola, y no hay lunas que la adormezcan, ni horas que su vejez desnuden; si me lleno de amor por ella, de alas, de bocados, y a ella a la vez del mismo amor la colmo, luz, casi amargo, casi sangre o risa, quizás palabra hiriéndose de pájaros, es el mar y su llama lo que digo: y, allí, la rosa, quieta, en su silencio esperando, no dicha, sin milagro aún, hasta el concierto con la muerte.
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MAR Y ROSA (variación 4) La mar y tú, la rosa, sois fugaz palpitación: o espiga de amarillos templos, o un arrecife con voz de agua salpicando y hablando vidrios, cristales de esperanza, espumas, que, en la luz tenue de la víspera, cuando el sol es ocaso y no cascada de arias y lejanos ponientes, le haga amor, sólo amor, para una muerte de hombre y transparencia; frágiles, como un pétalo o su efluvio, o la mar misma dada en su sudario. ¡Ah, mar, o rosa amiga, mis dos muertes (¡o amores!), que en el pecho sois pájaros en huida, vidas o rachas que el corazón amueblan y lo conmueven! Así yo llego al más acá de los soñado, dado voces de luna, dando voces de tierra (¿o mar, o rosa?) para un hombre, que, en la noche, se ofrezca y sea diálogo donde haya vuelos; es decir, sueños, vino en los labios, ocasos de plegaria y sus herrumbres, y un silencio de trigo,
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donde no se oiga Dios sino su mano moldeando el barro para hacer que una palabra espesa de palomas y sus significados, le hable y viva, y, en su humildad, habite el hombre. La mar y tú, la rosa, sois fugaz crucifixión de un cuerpo que se exhala, que se amuebla de dichos y miradas y en tertulia se tiende como un cuerpo. Crucifixión y muerte del amor en esa frágil rosa que es el mar, la mar, la diosa de las flores dulces, de los ojos volados por gaviotas, de la frente lluviosa y pensativa; la mar contemplación, o mar misterio, como un milagro que llorara al hombre siempre, que lo cercara siempre, amándolo, iluminándole aventuras, con furias de oleaje y otros árboles, para llegar al más allá de lo soñado, dejándole tiempo atrás como un gran can dando ladridos blancos, dando rosas, espumas o gemidos que en mis manos tiemblan, como una catedral sin Dios, como la llama del mar llorando como rosas o sueños deshojados.
Vicente García Hernández (Molina de Segura, 1935) poeta, dramaturgo y escritor, es sacerdote católico. En 1965 fue accesit al premio Adonais de poesía con Los pájaros. Materia elemental fue publicado por el Taller de Arte Gramático dentro de su colección Micromedia.
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FERNANDO JOAQUÍN LÓPEZ GUIDADO Dos poemas de La letra perdida AQUÉL que quiera de mí debe buscar este caserón bajo el confín del mundo este mar bajo la lluvia esta tierra escarpada de los gigantes dormidos. Por eso me refugié entre pleamares de coco: para firmar el océano en la lentitud, reflejarme en las banderas de mujeres olvidadas y en las rocas moldeadas por la espuma. Vine para quedarme. Vine para no venir.
AÑOS buscan: finalmente solo hubo entre nosotros fantasías, ansias de ser y deseos reprimidos. Desde el balcón, miro el mar, desde el balcón, siento su voz golpeándome el oído: enajenado, devorando las piedras una a una, extendiendo una brisa fría como las manos del cielo. Recordar, siempre recordar dónde hemos llegado, lo escaso que cada uno hemos recibido a tan altos intereses, la mucha indignación pretendida y el mucho dolor escondido por algunos. Desde el balcón, miro el mar. Desde el balcón, recito lentamente. Desde el balcón, observo el cercano horizonte entre tinieblas. Fernando Joaquín López Guisado (Madrid, 1977) combina la escritura con la imagen para el diagnóstico. Ha publicado, entre otros, Aromas de soledad (1995), El altar de los siglos (1998) y La letra perdida (2012). Pertenece al grupo Escritores de Rivas.
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JOSEFINA SORIA Dos poemas de Es mi fiesta y lloraré si quiero
MILAGRO DE LA LUZ
Amanece y la luz llega con prisas. Adelgaza, se afina y antes que el sol irrumpa encendiendo colores a las olas despierta con su voz de salterios musicales. Un murmullo responde que en términos dichosos se reitera. El agua seducida por el viento avanza hasta la playa más lejana y penetrando en ella se dispersa para volverse espuma. Se ensancha la mañana. El cielo crece de las pequeñas nubes suspendido. En tanto el viento, su cantar reitera y a su cauce de espejo se retira cuando la luz, doncella en su hermosura crece, se empina, sube, resplandece mirándose señora de los mundos.
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A LA ORILLA DEL AGUA
He acudido de nuevo a tu llamada. Como Saúl respondió: Aquí me tienes. Habla. Ya te escucho. Más tu silencio- largo- no se acaba. El viento sigue derribando voces. Esa sílaba torpe, inacabable que mi esperanza esquiva. El mar. El mar de abajo, el mar de siempre en su ataúd de plomo se confina. El asombro deshoja los acentos cuando busco tu huella. ¿Me llamabas Señor? Aquí me tienes. Háblame, que no piense que es esa oscuridad la que me nombra.
Josefina Soria (Albacete, 1926. Murcia, 2010) cultivó el cuento, la poesía y el teatro. En 2008, en nuestra revista nº 13, le dedicamos un homenaje donde ya se publicaron dos poemas de Es mi fiesta y lloraré si quiero, editado por La Sierpe y el Laúd en 2012, dentro de su colección Acanto. Remitimos a los lectores a aquel homenaje, que encontrarán en nuestro blog, para acercarse más al legado literario de Josefina Soria.
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SALVADOR SANDOVAL LÓPEZ CAPITÁN DE BARCO
Porque me turba la mar y las olas me dan miedo, mi madre nunca me puso un traje de marinero. Nunca, de blanco y azul. Siempre, de gris y de viejo. Yo fui un niño descalzo. Sin unas botas de cuero, sin una gorra de estrellas y un ancla de oro en el pecho, no fui capitán de barco como soñara mi abuelo que, al fin, se murió sin ver de azul marino a su nieto. Yo conquisté mis galones jugando a niño travieso con una espada de caña, medio en broma, medio en serio. Y gané mis entorchados sobre el barro y el estiércol, cogiendo grillos y ranas entre la hierba y el cieno. Me batí con el pirata “Pata de palo” en un duelo primero con tirachinas, y más tarde, cuerpo a cuerpo. Estos fueron mis galones: manchas de sangre y remiendos que punteaba mi madre en mi camisa de lienzo.
Y me habló Dios en la noche cuando todo era silencio: “Porque no tuviste gorra ni traje de marinero, ni galones en la manga ni zapatos como espejos y apenas tuviste pan y leña para el invierno, te doy todas las estrellas que sembré en el firmamento. ¡Cógelas! ¡Cubre de estrellas las manchas y los remiendos, los descosidos y el barro! ¡Cubre de estrellas el cielo y la sangre y los bolsillos de tu camisa de lienzo! ¡Deja una estrella en la charca donde se pudren los negros, en las chabolas del llanto de tantos niños hambrientos, en las cuevas de los niños descalzos y analfabetos! Y olvídate de la mar, que tu barco está en el cielo. La Luna será tu vela. El barco serán tus sueños”. No he vuelto a pisar la playa porque es de lumbre, y me quemo. Las arenas son del mar. Yo tengo muchos luceros... … Porque me turba la mar y las olas me dan miedo
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mi madre nunca me puso un traje de marinero. Soy de tierra, y siempre quise tener los pies en el suelo y no fiarme del mar por voluble y traicionero. No tuve traje ni barco. No los tuve ni los quiero, que el traje es sólo un disfraz y, en el barco, me mareo.
...Dios no quiera que una barca me arrebate mar adentro, que está la noche sin luna y el mar, crecido y violento, y van a jugar las olas con estos cuatro maderos. ¡Dios mío, qué soledad! Cielo y agua, agua y cielo, y, en medio, rota, mi barca está varada y sin remos.
Sobre las rocas, a veces, intento mirarlo, intento adivinar sus perfiles, sus orillas, sus linderos. Sobre una roca de espumas quiero abarcarlo y no puedo. Que no cabe tanto azul en unos ojos tan pequeños.
En la noche no hay estrellas y está muy lejos el puerto.
De Sol de otoño.
Salvador Sandoval López (Las Torres de Cotillas, 1928). Poeta de lo humano y de la tierra que le vio nacer. Ha publicado libros que forman parte fundamental de la poesía regional, en palabras de Díez de Revenga: Descendamos al valle, Agua de río, Maizares y retamas, Sol de otoño y El mundo sellado.
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JOAQUÍN PIQUERAS Tankas marítimos I
IV
El mar nos lleva
Para mostrar
en su vientre de espuma,
su pasión por la vida
y un rumor de olas
el mar se abre
nos recuerda que nada
de piernas: fríos flujos
somos sino arena.
de espuma lo penetran.
III
V
Por la erizada
Nado desnudo,
piel del mar sobrenada
braceo entre versos
la sombra de esta
para arribar
sinuosa afrodita
a esa orilla donde
que emerge de mi pecho.
las olas dejan su huella.
II Desnuda sobre tu lecho de agua, exhibes
Joaquín Piqueras, (Alguazas, 1967) Ha publicado
labios de espuma,
Antología del desconcierto, Concierto non grato, Tomas
y esperas es(n)camada
Falsas, Los infiernos de Orfeo y Se lavó las manos y la
que la marea suba.
Toalla parecía una compresa, ha ganado con ellas destacados premios de poesía.
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INMACULADA PELEGRÍN 17:00 Varada en la bañera me pregunto qué extraña marejada me arrastró hasta aquí, a un paisaje de acantilados blancos en porcelana china y arrecife de botes de champú. Soltadas sus ventosas de esmalte, unos peces de plástico curiosean alrededor de mí. Contemplan mi cetácea placidez, mi realidad que tanto les sorprende. Pero cómo contarles lo que soy. ¿Cómo explicar la luz de las estrellas, o la palabra aire, que, visto desde arriba, el mar es el envés de un esturión inmenso cuyas escamas arden bajo el sol? ¿Cómo hablar de la fuerza que me empuja a zambullirme en otros universos, de la atracción que habita bajo la servidumbre del oxígeno? Varada entre dos mundos me pregunta qué extraña marejada me arrastró hasta aquí. Si soy un pez con corazón de pájaro si un pájaro que sueña ser un pez. De Cuestión de horas.
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MATERIAL FOTOGRÁFICO
Estábamos descalzos y contentos inmersos en un día de domingo y toalla. En primer plano cuatro amigos sujetos al instante. Al fondo unos bañistas el cielo desteñido, la incoherente quietud con que las olas subrayaban el curso de la tarde. En la esquina inferior, una sombra, es posible del fotógrafo se proyecta en la arena y la oscurece. De Óxido
Inmaculada Pelegrín (Lorca, 1969). Licenciada en psicología. Fue premio internacional de poesía Gerardo Diego en 2007, con Óxido; XXXII premio hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez en 2011, con Cuestión de horas. También ha publicado Trapos sucios, 2008.
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JULIO PAVANETTI LAS OLAS
Ajenas al candado del horizonte plúmbeo las olas van y vienen con la espuma adherida a los acentos. Las palabras oscilan entre ellas; voces cómplices de las correntadas, de noches y recuerdos. Tras su viaje, las olas rozan mi desmemoria como suave caricia de los vientos, hasta ejercer, inevitablemente, su errabunda influencia en el azul geografía de mis versos.
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MARENMEDIO Lo que tengo está en medio de las olas… PABLO NERUDA
En medio de las olas dos oscilantes lenguas, diferentes, iguales, pétalos de rosa nocturna que acaban plegándose, para copular en el vientre de un mar envarado. En medio de las olas, entre dos playas distantes, distintas, húmedas de sal navegan mis voces: lozana, la de la memoria,, mustia, la del veintiuno. Expuestas al sol, se resecan, las dos son mías. En medio de las olas yo asisto y observo el viaje, tránsito permanente hacia ninguna parte, salgo de aquella orilla desangrándome en ocasos, para entrar en el aquende y viceversa; los chicos han perdido el pelo y tienen arrugas, todas las chicas tienen canas, aunque se las tiñan. Llanto inútil que los intestinos del mar rezuman de mortal invalidez. ¿Evolución o involución? En medio de las olas paso del alba al crepúsculo, veo saltar a los peces burlándose de mis lágrimas de ayer, sin embargo andan hecho trasgos espumando mi resistencia, dejándome con las brasas de mis sueños al otro lado de las dársenas, reviviéndome entre versos tras la lluvia, pero antes olvido.
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En medio de las olas, sujeto a sus caprichosos vaivenes, espero como ausente, sosteniendo mi soledad. Buceando, entre exilios y desexilios, emigro hacia el calor de los recuerdos para volver de desemigrar, cuando el sol se congela en el silencio del océano. En medio de las olas, sedimentado en su poso, se halla todo lo que tengo y todo lo que perdí, ellas acogieron mis cuitas y mis versos; allí están mi juventud, mi padre, mis amigos, mis recuerdos, mi historia que pudo ser, mi presente y mi futuro, mi corazón, ahíto de horizontes inalcanzables, dividido entre soles y lunas, mis sueños gratuitos, mi canto y mi acento. ¿A qué orilla incompleta e indolente, a qué altares de piedra divinos, a qué parte de la muerte pertenezco? En medio de la correntada se cayeron los naipes, pero continúo el camino aunque todo se quedó marenmedio... el mundo sin resolver, con puentes destruidos por la inevitable influencia de las olas.
Julio Pavanetti (Montevideo, Uruguay, 1954). Fundador y presidente del Liceo Poético de Benidorm, localidad en la que reside desde 1977. Ha sido incluido en numerosas antologías nacionales e internacionales, y sus poemas traducidos a varios idiomas. Su último título publicado es Voces en azul.
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MIGUEL GUTIERREZ GARCÍA COMO OLAS DE MAR
Como olas del mar, que van y vienen besando las arenas de la playa sin llegar a quedarse nunca en ellas, voy por la vida. Cuando el viento me lleva a la tierra me abrazo llegando hasta su orilla. Me voy cuando la arena me rechaza, pero vuelvo enseguida a dejar las señales de mis aguas... Como olas del mar, nunca me quedo. Como olas del mar, siempre me marcho borrando las señales de mis huellas. Como olas del mar, dejo en la boca de aquellos que me beben el acerbo regusto de mi sabor amargo.
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CANTO A MI MAR
Nací mirando al mar Mediterráneo, sobre piedras labradas por la historia. Las aguas que mi infancia acompañaron, el rítmico sonido de las olas rompiendo acompasadas en la arena, la nostalgia de cantos marineros - memoria triste de lejanas tierrasfueron los ecos que viví en mis sueños. Y en aquel litoral, y en sus colores, azul del mar, dorado de la playa, carmín del sol cruzando el horizonte, creí que mi vivir -quietud y calmaquedaría perdido en el derroche de un infinito mar que nunca acaba. Pero el destino me llevó muy lejos. Surqué otros mundos, navegué otras aguas, y pasando de un puerto hacia otro puerto, me olvidé de las que eran más cercanas. Había perdido el faro de mi noche. Los rumores de aquellos otros cantos resonaban como lejanas voces en mi pecho de pájaro asustado. Volví los ojos a mi antiguo mundo, quise encontrar, de nuevo, mi ideal. De entre todos los que viví, ninguno logró en su canto hacérmelo olvidar. Recordé en mis oídos su murmullo... y terminé volviendo al mismo mar. Miguel Gutierrez (Cartagena, 1931). Ha sido incluido en varias antologías poéticas. Autor de Félix Tabasco, apuntes para una biografía incompleta; Lo que importa es vivir, Tardes del otoño viejo y Tiempo de recuerdos. Miembro del Liceo poético de Benidorm, vive a caballo entre Madrid y Benidorm.
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ANNABEL VILLAR PRINCIPIO
Desembarca la vida de unas naves que surcan los mares de agua dulce, y recalan en puertos recogidos al socaire del viento. Otras veces viaja en los barcos que cruzan mares procelosos y atracan entre muelles renegridos azotados por las saladas aguas.
Toñy Riquelme
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HAIKUS DE MAR ADENTRO
bajo la lluvia olor a tierra viva hierba segada. siembran el agua la sal y las gaviotas huele a mar viva la tarde cruza el puente de madera reluce el sol unos albatros en los acantilados paisaje celta marea diurna se retiran las olas costa gallega una luciérnaga encandila la noche es luz de luna
Annabel Villar (Montevideo, Uruguay, 1955). Poeta. Miembro fundador del Liceo Poético de Benidorm, en breve aparecerá su poemario Viaje al Sur del Sur; desde 2004 ha sido finalista de varios certámenes literarios, en España y en Hispanoamérica. El último de ellos en 2012, en Curtea de Arges, Rumanía.
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CALMA CHICHA Relatos
Toñy Riquelme
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APRENDIZ DE MARINO Por Elías Meana Díaz
Aquel lluvioso domingo de finales de julio de 1967, Fermín Ramos Solana cumplía diecinueve años, y ese mismo día, al atardecer, se iba a encontrar con lo que durante casi seis meses iba a ser su único mundo: el bacaladero Ventarrón, que en menos de setenta y dos horas partiría del Puerto de Pasajes hacia las frías y a menudo revueltas aguas de Terranova. Fermín, de aspecto frágil, mediana estatura y rubicundo con los ojos claros, había obtenido el certificado de “alumno de puente” el pasado mes de junio en la Escuela Oficial de Náutica de Bilbao, y desde entonces había tratado en vano hacer las obligatorias prácticas a bordo de un petrolero o de un mercante de los que hacían navegación de “gran altura”, pero las plazas de alumno en este tipo de barcos estaban muy disputadas, entre otras razones, por la cantidad de días de navegación y experiencia que en un periodo relativamente breve podían acumularse. Para poder obtener el título de piloto, se requerían trescientos sesenta días de mar, y Fermín no podía permitirse el lujo de perder el tiempo en barcos que hicieran rutas cortas con largas estadías en puerto; necesitaba ser piloto para contribuir con su salario a la economía familiar (el sueldo de cartero de su padre daba para poco) a fin de que sus dos hermanos: una jovencita de quince años y un chaval de trece, tuvieran la oportunidad de estudiar más allá del bachiller. ooo0ooo “La entrada al puerto, esta a la vuelta de la verja” — le indicó el conductor del autobús urbano que le había traído desde la colindante ciudad de San Sebastián, donde había llegado procedente de Burgos en el “Expreso de Madrid”. — ¡Gracias por todo señor! — agradeció despidiéndose desde la acera maleta en mano. Mientras el autobús arrancaba, terminó de abrocharse el impermeable hasta el cuello y, a buen paso, contorneó la gran valla metálica bajo el torrente de agua que caía del cielo hasta llegar al acceso de peatones y mercancías del puerto. “¿Dónde vas?” — preguntó el carabinero, gritando desabrido tras los cristales de la garita del control, molesto por tener que dejar la lectura del diario deportivo que tenía entre las manos obligado por los golpecitos que Fermín daba en el cristal para llamar su atención. — A embarcar en el Ventarrón — contestó alzando la voz lo suficiente como para hacerse oír entre el ruido que producía el chaparrón al golpear contra el techo de cinc de la garita y el aislamiento de los cristales.
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El guardia, pareció asentir con la cabeza y sin más, llevó de nuevo la mirada al periódico. Fermín, que toda referencia que tenía acerca de donde se encontraba el bacaladero era que estaba amarrado en el muelle de San Pedro, cerca de la fábrica de hielo, desistió de preguntar. Eran las cinco y pico pero entre el cerrajón de las nubes y la cortina de agua que soltaban, apenas se veía más allá de los cien metros — ¡Ni un alma transitaba por la explanada del puerto! — Avanzó hacia la sombra de una grúa portuaria, y llegado al borde del muelle decidió seguir por la izquierda no tardando en distinguir la silueta de un barco atracado frente a una nave industrial: “Fabrica de hielo”, pudo leer en el gran cartel instalado sobre el inclinado tejado. Ventarrón, constató cuando pudo leer el nombre del barco pintado en la amura con letras blancas.
“El capitán está en tierra. ¿Quién pregunta por él?” — inquirió con marcado acento gallego, el hombre que como un espectro amarillo apareció entre la lluvia en cuanto pisó la cubierta del bacaladero. — Soy el alumno, mi nombre es Fermín, Fermín Ramos — contestó levantando la cabeza para poder mirar a la cara del espigado marinero que se protegía de la lluvia con un chubasquero amarillo y un sudete del mismo color. ¿Alumno?, ¿alumno de qué? — preguntó ahora intrigado, chorreándole el agua por el ala del sudete al inclinar el largo cuello hacia Fermín. — De puente, alumno de puente — respondió a punto de que los dientes comenzaran a castañetear — El agua le había entrado por el cuello y también por los zapatos, y estaba aterido. — ¡Ah si, el “agregado” discúlpeme! Venga conmigo, le llevaré junto al segundo, es el único oficial de puente que se encuentra a bordo. “¡La leche! ¡Cómo vienes chaval, vas coger una pulmonía!” — exclamó Raimundo Arteta Zagundi, el segundo de a bordo, un bermeano de mediana edad, gordito, afable y resuelto, que en cuanto cruzó dos frases más con Fermín le indicó cual era su camarote para que se cambiara inmediatamente de ropa. — La cena es a las siete: le diré a Víctor el cocinero que preparare una sopa bien caliente. Las duchas están al final del pasillo. Quítate enseguida esa ropa y date un buen remojón de agua caliente, seguro que te sacudes el frío” — le aconsejó. Fermín, helado y empapado como estaba, no tardó en quedarse desnudo para frotarse con ganas todo el cuerpo con una de las dos toallas que perfectamente dobladas estaban sobre la cama. Seco y reconfortado, recorrió con la vista la exigua cabina (no llegaba a los siete
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metros cuadrados) amueblada al milímetro con una litera con baranda escamoteable y cajones bajo el somier, una mesa plegable y una estantería para libros fijadas al mamparo que delimitaba la cabecera de la litera, un armario ropero de cuerpo y medio en el opuesto, un lavabo de acero inoxidable con espejo y repisa, y una silla con brazos. En el mamparo del costado interior de la cama y a la altura de un hombre de estatura media, había un ojo de buey que daba directamente a la mar — El camarote, correspondía al tercer oficial, pero el Ventarrón, al igual que tantos otros bacaladeros, no solía navegar más que con dos pilotos — Satisfecho con lo que veía, abrió la maleta depositando sobre la cama el contenido. Tomó unas zapatillas y envuelto en la toalla, salió en busca de la ducha. ooo0ooo El comedor que a su vez hacia las veces de sala de estar, también estaba milimetrado, pero aun así no dejaba de ser acogedor, y el ardiente platazo de sopa: un caldo de arroz sembrado de gambas, almejas y mejillones, estaba más que sabroso y junto con el vino que a pesar del rechazo inicial, le había servido Raimundo, le estaba dando de nuevo la vida. No cenaban solos, en la mesa redonda que había en una de las esquinas, también lo hacía Manuel Salgado (Manolo), el tercer maquinista que desde que Raimundo les había presentado, no había vuelto a abrir la boca más que para que le entrara la cuchara. “¿De dónde eres Fermín?” — le preguntó Raimundo, mientras untaba un trozo de pan en la lamina de caldo que quedaba en el plato. — De Bribiesca, un pueblo de la provincia de Burgos — respondió dejando la cuchara descansando en el plato. — ¡Así que burgalés! ¡Bueno, ya tenemos dos tripulantes de tierra adentro! ¿Cómo fue que se te ocurrió estudiar náutica viviendo lejos de la mar? — Desde siempre quise ser marino: mis padres querían que estudiara perito industrial, pero conseguí salirme con la mía — contestó con una sonrisa para preguntar: ¿Quién es el otro de tierra adentro, don Raimundo? — Ya te he dicho que me llames Raimundo a secas y que me tutees, lo del don y el usted, déjalo para el Viejo — El otro — continuó — es el radiotelegrafista que como la mayoría de los Chispas, es madrileño. Salvo vosotros dos, el resto somos de la costa: vascos o gallegos, ¿”verdade” Manolo? El maquinista, que en ese momento se llevaba el vaso de vino a los labios, se limitó a asentir con la cabeza. — Manolo, es como Patricio, el Chispas, no abre la boca si no es para comer o maldecir — comentó el piloto con naturalidad, trinchando con ganas el filetón de buey acompañado de patatas fritas que el camarero acababa de servirle. — ¿Cómo es que hay tan poca gente a bordo? ¿Cuántos tripulantes somos? — preguntó Fermín, una vez que el camarero puso delante suya el pedazo de buey con patatas que le correspondía. — En esta campaña, seremos cincuenta y cuatro — respondió Raimundo comenzando por el final — pero hasta mañana por la tarde — continuó — solo permanece a bordo lo que puede considerarse como la “guardia de puerto”. Los demás, o tienen sus casas por los alrededores o están hospedados en fondas y hoteles de Pasajes y San Sebastián disfrutando de estos tres o cuatro últimos días en compañía de sus esposas e incluso algunos, de sus
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hijos. La campaña pasada fue larga ¿sabes?: teníamos que haber llegado a primeros de junio, pero no lo hicimos hasta bien entrado julio, retraso que ha supuesto que la gente apenas haya tenido más de una semana de auténticas vacaciones — concluyó mientras pinchaba con el tenedor unas cuantas patatas. — ¿Y usted?… Perdón: Y tu, ¿no has tenido días libres? — ¡Si!, los diez que me correspondían los pasé en mi pueblo con la familia, luego me tocó echar una mano en el arranche y aprovisionamiento del barco para la nueva campaña. ¡Así son las cosas en la pesca hijo! — terminó rematando la explicación con aire de queja. Fermín, sorprendido por el exiguo descanso después de casi siete meses en la mar, hizo suyo el lamento del piloto y durante unos instantes guardó silencio. — ¿Qué te parece si después de la cena, me doy una vuelta por cubierta?, quiero ir conociendo el barco — comentó tras la pausa. — ¡Eso está bien! No podré acompañarte, pero mañana, en cuanto desayunemos, te mostraré el Ventarrón de quilla a perilla — aseguró Raimundo, tomando de nuevo su habitual jovialidad. ooo0ooo La claridad que entraba por el ojo de buey le despertó. Levantó el brazo hasta la altura de los ojos: las seis y treinta, marcaba el reloj. Se incorporó a medias para prestar mejor atención a los ruidos, pero el único sonido que percibía era el que provenía de las entrañas del barco, en concreto, el runruneo del motor auxiliar que en la sala de máquinas generaba la energía eléctrica. De rodillas, avanzó sobre la cama hasta llegar al grueso cristal. El tiempo había cambiado y ni una sola nube empañaba el cielo que comenzaba a colorearse de azul. Aflojó las palomillas que trincaban el portillo y al abrirlo, un intenso olor a mar le colmó el olfato y refrescó sus pulmones, al tiempo que la vista se regalaba con el verdor de la campiña y el del variado colorido de las pintorescas casitas de la ribera del barrio de San Juan, en la otra orilla de la ría. Toc, toc, sonó en la puerta. — ¡Voy! — contestó a la llamada, bajándose de la cama — Don Fermín: soy Paris el camarero, el desayuno es a las siete. — ¡Gracias, Paris!, enseguida bajo — agradeció, tras caer en la cuenta de que el tal “don Fermín” era él — “Tendrás que acostumbrarte: son las normas, pero no le des mayor importancia, el tratamiento en absoluto impide la familiaridad e incluso la camaradería entre oficiales y el resto de la tripulación” — le había aclarado Raimundo, cuando durante la cena pidió al camarero, que por edad bien podría ser su abuelo, que le tuteara y este se disculpó por negarse a ello. Aseado en el exiguo lavabo, tomó del ropero camisa y pantalón limpios: ambas prendas, a pesar de las horas pasadas comprimidos en la maleta, todavía conservaban las rayas del planchado. “¡Pero si todo va a llegar hecho un arrugón!” — había advertido inútilmente a su madre viendo el esmero con el que planchaba hasta los calzoncillos que se iba a llevar. Con el recuerdo de su madre afanada en lo que iba a ser su equipaje, dejó camisa y pantalón sobre la cama, y abrió el cajón grande del armario donde había guardado los dos jerséis de gruesa lana que le había tejido a costa de quitarse horas de sueño. Sacó el
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primero, el de color azul marino y cuello alto, y se lo llevó a la cara: olía a hogar, olía a su madre. Llevaba tres años fuera de casa, pero el alejamiento que en breve iba a emprender no tenia comparación, y no solo por los miles de millas de océano que le iban a separar de su familia durante casi medio año. Hasta entonces, su experiencia acerca de la vida no era mayor que la de cualquier otro joven que como él se hubiera visto obligado a trasladarse del pueblo a la ciudad por motivos de estudios, pero ahora, cerrados los libros, la “alegre vida estudiantil” se había acabado, y el mundo, e incluso la profesión que tanto anhelaba comenzar, se presentaban tal cual eran: A lo largo de muchos meses iba a convivir y trabajar en un reducido espacio con hombres hechos a todo, gente recia acostumbrada a arrebatar al mar sus riquezas en uno de los entornos más duros del planeta, y dudaba de ser capaz de estar a la altura que le correspondía. Conmovido, dejó de nuevo el suéter en su sitio, cerró despacito el armario, se vistió, y poco después, algo más tranquilo, se sentaba a la mesa frente a Raimundo. En la redonda, Manolo se enfrentaba a un plato de patatas cocidas coronado por arenques a la plancha (sardinas de bota). “¿Y usted como quiere los huevos con jamón o con salchichas?” — le preguntó Paris, tras haber hecho la misma pregunta al segundo oficial. — Preferiría café con leche y pan tostado o galletas, ¿puede ser? — ¡Si claro!, le preparé unas rebanadas de pan y también traeré galletas y mantequilla — contestó el camarero mirando extrañado al segundo. “Estando en la mar, tienes que desayunar como Dios manda” — le aconsejó escueto Raimundo — Luego, cuando hayamos terminado — continuó de seguido — haremos el recorrido — concluyó dando un buen pellizco al pedazo de pan que tenía en la mano. Se lo llevó a la boca, masticó con ganas y se enjuagó con un trago de vino. El Ventarrón, sólido y bien diseñado, había sido construido en 1952. Desplazaba 1.300 toneladas a plena carga, tenía una eslora de 63,5 metros, una manga de 10, 65 y un puntal de 5,90. La potencia de su motor era 1.200 CV y su velocidad máxima 13 nudos. Durante la hora larga que duró el reconocimiento, Raimundo no dejó de darle explicaciones y consejos, ni de responder a las muchas preguntas que Fermín le hacia, en particular sobre la maniobra y los trabajos que se efectuaban mientras se faenaba. “Cuando el copo se vuelca sobre cubierta, todos: marineros, rederos y saladores, trabajan duro y deprisa y lo tienen que hacer bien, por más frío o mala mar que haya — Le informó mientras descendían por la estrecha escotilla que daba acceso a la bodega, dónde bien estibada, transportaban las seiscientas toneladas de sal que si la campaña se daba bien requeriría el salazón. — ¿Cómo es la operación de salar? — preguntó intrigado Fermín al pie de aquella montaña blanca. — Los bacalaos, sin cabeza, y abiertos en dos, limpios de espina y vísceras, descienden en grandes cestos a la bodega donde los saladores los van extendiendo sobre la capa de sal que tienen preparada, luego, palean de nuevo sal del montón hasta cubrirlos, procurando echar la cantidad justa formando una nueva capa sobre la que esparcen la siguiente tanda de peces, y así sucesivamente. ¡Es un trabajo fino y duro a la vez!: fino porque la capa de sal entre los bacalaos debe ser lo más delgada posible, y duro porque trabajan sin descanso con la cintura doblada — explicó con detalle el piloto, bajo la mortecina luz de la bodega.
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Cuando le tocó el turno al puente de mando, visita que Raimundo dejó para el final, Fermín quedó sorprendido tanto por su amplitud y funcionalidad como por el generoso y moderno equipamiento electrónico instalado, ¡y no era para menos! El Ventarrón, además del obligatorio compás, contaba con giroscopo, piloto automático, dos radares, dos sondas y un radioteléfono. ¡Todo un despliegue de ayudas a la navegación y un lujo en aquellos años! “Ya quisieran tener un puente como este muchos mercantes españoles”. — comentó Fermín, basado en lo que había observado durante las visitas que a lo largo de los estudios había realizado a barcos atracados en Santurce o a lo largo de la ría de Bilbao. — En la pesca, no se escatima en nada que contribuya a llenar más y mejor el copo — Contestó Raimundo satisfecho del dictamen del alumno, abriendo la puerta que había a mitad del puente — TSH rezaba en la chapa atornillada a la madera — Este es el reino de Patricio, aquí es donde habla todo lo que calla fuera de él — anunció. “¿Qué se te ofrece Raimundo?”, oyeron preguntar sorprendidos desde el interior. — Disculpa, Patricio, no sabía que ya estabas a bordo. Estoy enseñando el barco a Fermín, el alumno que esperábamos — Contestó, entrando en el cuarto de radio, donde bajo el dintel de la puerta que comunicaba este con el camarote, había aparecido el madrileño, un hombre que aparentaba haber dejado atrás los cuarenta, gordito como Raimundo, aunque con gafas y cara de vinagre. — ¿Quién te ha engañado chaval? — preguntó el radio a modo de saludo, acercándose a Fermín con la mano extendida y un rictus en la boca que debía ser lo más cercano a una sonrisa que podía esbozar. ooo0ooo “¡Al trescientos diez!”.¡Avante toda! — ordenó el capitán desde el alerón sin alzar lo más mínimo la voz — Don José Luis Ormaechea Salabarría, guipuzcoano de Ondarroa, un hombretón que rondaba los sesenta al que le venían pequeñas todas las puertas, debía tener cables de acero en lugar de cuerdas vocales, y su potente voz se hacia oír dentro del puente con solo susurrar la orden — ¡Trescientos diez! — confirmó Xurso, el timonel, alias el Largo comenzando a palmear las cabillas — Xurso, era el marinero que había recibido a Fermín el día de su llegada. — ¡Avante toda capitán! — confirmó también Fermín, llevando la aguja del telégrafo de órdenes a la máquina a la posición ordenada. — ¡A rumbo don José Luis! — informó el Largo, cuando la proa apuntó al trescientos diez. — ¡Gracias Xurso! — musitó el Viejo, “atornillándose” todavía más la boina a la enorme cabeza. El Ventarrón dejaba atrás la estrecha bocana de la ría de Pasajes rumbo a los Grandes Bancos. No menos de diez singladuras tenían por delante antes de llegar a las proximidades de las costas de Terranova, y no menos de dos meses pasarían antes de tocar tierra, a no ser que hubiera alguna incidencia. El puerto al que agotadas las provisiones y el combustible entrarían, sería el canadiense de Saint John´s, en el extremo oriental de la península de Avalon, en la isla de Terranova — ¡Casi cuatro siglos llevaban los pescadores españoles faenando en aquellas aguas! El tiempo, aunque lluvioso (sirimiri era lo que caía), no se presentaba malo y el barómetro así lo confirmaba. No había más viento que el que producía la marcha del barco, y las olas,
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largas y tendidas que llegaban del NW, no provocaban más que un sosegado, aunque profundo y molesto cabeceo. Fermín, excitado desde que había saltado de la cama al filo de las cinco, dos horas antes de la partida, comenzaba a notar los síntomas del “mal del mar”, aunque de momento, conseguía tragarse la ácida bilis que le llegaba a quemar la garganta. Era su primer día de mar, y la emoción le ayudaba a mantener el tipo. Hasta entonces, no era mucho lo que como alumno le había encomendado el capitán, pero se sentía orgulloso de ser su ayudante, máxime, cuando para su asombro, habían salido del puerto sin práctico — Algo tan simple como había sido retransmitir de viva voz (haciendo bocina con la mano), la primera orden del Viejo: ¡Popa larga spring!, dirigida a Raimundo que, en esa parte del barco, estaba al frente de la maniobra de desatraque, le había hecho sentirse tan ducho y tan recio como cualquiera de sus cincuenta y tres compañeros. “Muchacho: no aguantes más, y suelta por la borda todo lo que tengas que soltar” — le aconsejó amable don José Luis, cuando al entrar en el puente dispuesto a conectar el piloto automático, se fijó en la palidez y el sudor que resbalaba por el rostro del agregado. Fermín, avergonzado como si le hubiera pillado en falta, pasó del pálido al rojo sin poder evitar las consecuencias de la nueva arcada con la que se quejaba su estomago, y corrió hacia el alerón con la mano sellando la boca. “¡Listo Xurso! — Avisó el Viejo, al transferir el gobierno manual al “automático”, librando al timonel de la faena — “¡Vigílele no se nos vaya a ir por la borda!” — ordenó con cierta preocupación, refiriéndose al mareado. “¡Tranquilo hijo! ¡Quien no se embarca, no se marea!” — fue el popular refrán marinero con el que el don José Luis recibió a Fermín cuando al poco regresó al puente seguido del Largo, limpiándose la boca con un pañuelo y los ojos todavía enrojecidos. “¿Anoto en el diario la hora de fuera de puntas, don José Luis?” — preguntó volviendo a sus obligaciones, sorprendido de que la voz no le fallara. — La hora, el estado de la mar y el del tiempo — puntualizó el capitán sin asomo de reproche, guardándose una sonrisa de satisfacción. — “Tiene madera“ — se dijo, observando como el agregado atravesaba el puente camino del cuarto de derrota, compensando con el cuerpo y las piernas la bajada que emprendía el Ventarrón, tras culminar el ascenso de la última ola.
Elías Meana Díaz (Salamanca, 1946). Marino y escritor. Premio Nostromo 1998 con María la Bonia; ha publicado también Ganando Barlovento, Capitán de Fortuna, Entre dos banderas y la serie El Piloto Azul. En breve aparecerá Los silencios del Atlántico, continuación de Entre dos banderas.
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LA ISLA Por Francisco Javier Illán Vivas
Habían transcurrido varias horas desde que la noche extendió su oscuro sudario en los no muy lejanos montes, donde giraban, indecisos, los modernos molinos de viento. Frente al televisor, estuve de canal en canal, buscando un programa que entretuviese mis horas de insomnio, pero, tras visitar más de doscientos, desistí, cansado. Regresé a los libros que estaba leyendo en ese momento, El color de la magia, de Terry Pratchett; y El caso de Charles Dexter Ward, de Lovecraft, pero ninguno de ellos me interesaba lo suficiente a las dos de la madrugada. Deseaba dormir, anhelaba dormir, era la cuarta noche que no conseguía conciliar el sueño. Así que, y sólo para cansarme, me introduje nuevamente en el mundo disco, en las ridículas aventuras de Rincewind y Dosflores. Necesité menos de media hora para reconocer que no estaba leyendo, que mis ojos patinaban sobre las páginas, siguiendo las líneas del texto, pero mi cerebro se negaba a comprender. Con la pretensión de agotar mis fuerzas hasta la extenuación, me dirigí al despacho, decidido a vaciar los estantes de libros, llevar parte de ellos a las librerías del sótano y subir otros que aún no había tenido tiempo de leer. Pero cuando encendí la luz me detuve. El polvo había cubierto de nieve los libros, con una tintura plena de vivencias, de sensaciones que parecían hablarme de compañías, pero también de soledades, vacías, absolutas. No. Tampoco cambiaría los libros de lugar. Miré por la ventana, a mi izquierda, también los cristales estaban polvorientos. Allí bailaba un aura especial: mi despacho, no era muy espacioso, pero desde la posición del escritorio, sentado frente al ordenador, adquiría una dimensión de espacio infinito. Y entonces, vi, frente a mí, como si hubiesen sido puestos en ese preciso momento, los diarios. Mis diarios y agendas. El omnipresente polvo se había negado a posarse sobre ellos, aunque podía percibir el exudante olor a viejo de algunos. Me acerqué y comencé a ojear, aleatoriamente, alguno de ellos, abriendo páginas al azar y leyendo, mientras mis pensamientos seguían erráticos, viajando a días perdidos en el tiempo de esta efímera existencia. Las páginas me hablaban con voces apagadas, pero intensas y vivas, mostrándome imágenes que el televisor nunca podría. Se cayó un doblado papel que, olvidado, se escondía entre las páginas del diario del año 2003.
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Me agaché, y aquello requirió un esfuerzo casi titánico. La enfermedad que me corroía los huesos se empeñaba en que no realizase determinados movimientos, y éste era uno de los más dolorosos. Extendí la hoja y ante mi sorpresa apareció la inolvidable letra de Ruth. ¡Qué tormenta de recuerdos y vivencias cayó sobre mi cabeza y mis hombros! Necesité sentarme frente al escritorio, mientras la pantalla del ordenador me miraba, fría y oscura. ¡Ruth! Su recuerdo me producía un dolor profundo y lacerante. Ruth era una mañana, blanca, limpia, perfumada, ágil como una gacela, como los delfines en el agua, como el aire bailando en la nieve, sus manos te podían tocar con la misma suavidad que el rocío se posa sobre las hojas de los árboles. Y digo era porque no he vuelto a verla desde entonces. La amé, lo reconozco... La amo. En mi sombría vida sólo ha existido una mujer. Y sólo existirá una: Ruth. Seguí pasando hojas del diario hasta encontrar lo que buscaba. Seis folios manuscritos, e inacabados, con el relato de lo que ella me escribió y, posteriormente, me contó, en un momento de dudosa lucidez, en una fría habitación del Hospital Psiquiátrico, donde debe de seguir internada. II Me asombró recibir la carta en mi nuevo domicilio, donde no hacía ni dos años que me trasladé, y que además era desconocido para casi la mayoría de mis amistades. Pero allí estaba, mi dirección claramente escrita en el sobre, y en el remite, únicamente Ruth. La abrí mientras mis pensamientos corrían desbocados por laberínticos caminos. Y leí: Hola, François: Sé que hace tiempo que no nos vemos. Sé que te va a sorprender recibir esta carta. Sé también que te va a sorprender muchísimo más cuando sepas dónde me encuentro recluida, pero eres la única persona a quien puedo recurrir para contar la historia que me ha traído hasta aquí. En otro tiempo, tú y yo llegamos a mantener una relación especial, tuvimos ocasión de conocernos bien y sabes que, aunque siempre me ha gustado la fantasía, nunca dejé de tener los pies en la tierra. Ahora necesito tu ayuda. Necesito que vengas a verme. Necesito saber que alguien me cree o perderé la razón. No pienses que exagero. Por varias razones que te contaré cuando nos veamos, me han ingresado en el Hospital Psiquiátrico. La medicación que me suministran me envenena poco a poco, tengo mucho miedo, mi memoria flaquea, temo que pronto no recordaré ni mi nombre, y temo vagar por los pasillos de este espeluznante edificio como el resto de los lugareños.
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Mi habitación es la 312 y me permiten las visitas por la tarde. Mi familia viene a verme algunas veces; si están cuando llegues, no te marches, espera que lo hagan ellos. Por Dios, ven a verme, ¡tengo tanto miedo! Aquella carta estaba escrita con una letra que vagamente reconocía, con signos desiguales, renglones torcidos, llena de tachones, sin centrar y muy desordenadas las ideas, de tal forma que me he atrevido a reproducirla ordenada― al menos como considero que debe ser ese orden―. Y para mí esto representó la segunda sorpresa. Hacía años, Ruth y yo habíamos mantenido una fluida correspondencia, y su escritura era limpia sobre el papel, ordenada, y sabía expresar claramente las ideas. ¡Y además me revelaba que se encontraba en el Hospital Psiquiátrico! La tercera sorpresa fue ella. Aún hoy me duele recordar con quién me encontré en aquella fría e inhumana habitación de hospital. No importaban los muebles, no importaban las cortinas, o las ventanas, ni siquiera los cuadros. La habitación era enfermiza, hueca, repelente. Apenas fui capaz de reconocer a Ruth, convertida en un consumido y tembloroso espectro. Toda su energía parecía concentrarse en sus vidriosos ojos. Sentí temor, lo confieso. No obstante, me senté a su lado, frente a ella, y cuando me tocó las manos, apoyadas sobre mis inquietas rodillas, se desencadenó una catarata de sentimientos que creía muertos. Las yemas de sus dedos me abrieron a los infinitos recuerdos de cuanto habíamos vivido juntos. Allí estaban sus castaños ojos mirándome desde la multitud de mundos que había conocido, y no dudé que Ruth tenía algo muy importante que comunicarme. En ese momento, me atreví a besarla en la frente. Entonces, ella, como si sus palabras hubiesen estado en una prisión, como si las hubiese almacenado en una olla a presión durante demasiado tiempo, estalló a contar. ― Ya no espero que alguien crea mi historia. Sólo deseo que tú la creas, que tú sepas qué ocurrió en aquella execrable isla surgida de los abismos del tiempo... Tú sabes que, en la antigüedad, los cometas fueron considerados como signos enviados por los dioses para anunciar a los hombres la proximidad de algún desastre, e incluso para provocarlo, y que a partir de Halley se produjo la definitiva elucidación de la naturaleza de los cometas. Tú sabes que el pasado 28 de agosto trajo la gran oposición de Marte, en la que este planeta se encontraba a la distancia mínima de la Tierra, y que esa situación no ocurría desde hacía 60.000 años. Y tú sabes, Fran, que no somos los únicos habitantes del universo.
III Los razonamientos que siguieron eran eminentemente científicos, y casi extraviaron el discurrir de mis pensamientos. He pretendido poner cierto orden en su relato, que le llevó mucho tiempo narrarlo, además de cientos de pausas, de dudas, de volver sobre sus propias
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palabras. Mi primera impresión fue que ella no debía de estar en aquel lugar, pero aún no había llegado el momento en que revelase todo cuanto debía decirme. Noté, en sus análisis iniciales, que había estado buscando una razón científica a cuanto le ocurrió y que en su mente la había encontrado. Me relató que la aciaga mañana del 27 de agosto, muy temprano, Carlos, su marido, y ella, junto con otra pareja amiga, habían decidido salir en su barco a pasar el día navegando y pernoctar en Isla Perdiguera. Salieron desde un pequeño puerto, en el Mar Menor, hacia la isla, pero mientras se acercaban a ella decidieron variar el rumbo, seguir hasta el Estacio y navegar por el Mediterráneo. En el puerto Tomás Maestre, atracaron el tiempo necesario para esperar la apertura del puente, mientras disfrutaban de unos asiáticos y compraban bocadillos y bebidas. Hablaron sobre posibles destinos, que si dar la vuelta a Isla Grosa o ser más atrevidos y llegar hasta Tabarca, pero no tenían una idea fija. Estar disfrutando de un mes de vacaciones les permitía lucubrar sobre el destino, sin prisas por volver. Tras escuchar la previsión del tiempo, definitivamente decidieron navegar con destino a Tabarca. El lebeche favorecía la navegación rápida y tranquila, y animaba a los cuatro amigos, que en la bañera del barco, entre risas y bromas, tomaban unas cervezas. Pero el caprichoso Éolo tenía otros planes. A media mañana, la emisora anunciaba un cambio de tiempo cuando se estropeó. Carlos dejó a Ruth al timón y, acompañado de Pedro, bajó a comprobar la emisora. El viento empezó a rolar y pronto cayó bruscamente, las velas guadralpeaban con intensidad. Ella miró alrededor buscando señales de viento, comenzó a recoger génova sobre el enrollador. Obdulia estaba intranquila, el barco se movía mucho debido a las olas. Y, además, cuando miró hacia popa, casi tenían encima un inesperado chubasco, de gran intensidad a juzgar por su oscuridad. Llamó a Carlos, muy alarmada: ― ¡La mayor, Carlos! Su vehemencia asustó a Obdulia y a Pedro, que impidieron que la maniobra de arriar la mayor fuese lo suficientemente rápida para evitar lo que ocurrió: una violenta racha de viento desgarró la costura de un paño de la vela, dejándola inservible. Carlos consiguió recogerla con pulpos y tomó el timón del barco. El cielo se oscureció súbitamente y fue rajado por cientos de atronadores rayos. Sin emisora y viento con rachas de fuerza 8, Carlos desplegó apenas una punta de génova para tener un poco de gobierno en el barco, y decidió mantenerlo lejos de la costa. Durante un tiempo impreciso, navegaron sin rumbo fijo, convertida la nave en un juguete de las olas, caprichosas y violentas, mortales ante cualquier descuido. Fue de esa forma como avistaron una pequeña isla, el viento les empujaba hasta allí, así que Carlos maniobró con la embarcación hasta acercarse a ella por sotavento. El viento amainó tan repentinamente como había subido y una amplia y tranquila playa se les ofrecía, hospitalaria. Carlos, ayudado por Ruth, echó el ancla. Obdulia y Pedro, en las literas, se encontraban en muy mal estado, habían vomitado tanto que les era impensable pasar allí ni un momento más. Querían bajar y pisar tierra firme.
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― ¿Dónde estaremos?― fue la primera pregunta de Carlos, aliviado de haber alcanzado tierra firme y de observar cómo el cielo recuperaba su característico color de atardecer veraniego, aunque el viento había dejado mucha mar.― Debemos de haber sido desviados hasta un lugar que ahora mismo no consigo ubicar. Cuando echaron pie a tierra en la desconocida playa, aunque no corría la menor brisa, la bostezante oscuridad tembló. Ante ellos se levantaba una enmarañada jungla de arbustos, que impedían ver más allá, si tal cosa fuera posible entre la helada negrura, tan sólida como un muro. Decidieron echar un vistazo a la isla, convencidos de encontrar un lugar donde pasar la noche, y descansar, sobre todo, descansar. ― ¿Qué hora será?― consiguió preguntar Pedro.― Se me ha parado el reloj. Ella no solía llevar reloj, pero Carlos observó que también el suyo se había detenido. ― No me gusta esto, Carlos. ¡Vámonos de aquí!― las palabras de Ruth cayeron tan pesadas como una lápida. Él le explicó que no sabían dónde estaban, y sin averiguarlo, al no haber viento, no se aventuraría a salir a motor. Se reafirmó en su opinión de que la isla debía de estar habitada. Sin mas palabras, se acercaron a la primera línea vegetal, que abría ante ellos laberínticas rutas entre los troncos de árboles cuyas raíces se retorcían como culebras. Era una vegetación desconocida, pero tampoco la espesa negrura les permitía detener la mirada. Con la intención de evitar que alguno se extraviase, avanzaban cogidos de la ropa. Carlos se sentía atenazado por la impotencia, incapaz de reaccionar ante la precipitación de acontecimientos en tan escaso espacio de tiempo. Ahora, consideraba un error el haberse echado a la mar en un día como aquél, que podía ser tan especial por la oposición planetaria que los noticiarios se habían cansado de repetir. Él era el único culpable. ¡Y ahora se encontraban desorientados y perdidos en un umbrío bosque del cual ponía en duda que alguna vez hubiese visto la luz solar! No quiso decir nada, pero los instrumentos de navegación del barco se habían vuelto locos, de ahí que dudase dónde se encontraban. Abriendo la marcha, miraba con agónica angustia en todas direcciones, intentando escrutar la oscuridad y temiendo a las heladas sombras que les envolvían. Ellos no lo sabían, pero sería cerca de las veintiuna horas cuando salieron del círculo de árboles y se encontraron ante un valle, iluminado por una extraña luna de espectral luz, y en cuyo fondo se destacaba claramente una ciudad. Una ciudad de una antigüedad que mareaba, posiblemente ruinas fenicias o cretenses. ¿Dónde diablos estaban? Carlos no recordaba haber leído ni oído nada como aquello en una isla cercana a la costa de Murcia o de Alicante, porque la deriva no les pudo llevar más lejos. ― ¿Y eso?― preguntó Ruth.― No me gusta el olor de este lugar. Volvamos al barco. Pedro reconoció igualmente que no era posible lo que estaban viendo. No había constancia científica de aquella ciudad en las cercanías de la costa. ― ¿Hemos derivado hasta Grecia?― preguntó, irónico. ― Seguro que no― sentenció Carlos.― No sé dónde estamos, pero no quiero desaprovechar la oportunidad de ver lo que la suerte nos ha traído.
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En el silencio nocturno, pronto se percataron de la titánica antigüedad de las ruinas, cuyo estilo no existía en los anales de la historia humana. Puertas caóticas, piedras gastadas por miles de años, blancas más allá de todo conocimiento posible, no era mármol, ni granito, además, todo estaba cubierto de algas, como si aquella ciudad hubiese permanecido sumergida hasta hacía pocas horas bajo la superficie marina, lo cual era incomprensible al entendimiento de ellos cuatro. Conforme avanzaban, aquellas indescriptibles construcciones despertaban un miedo que les corroía; y fueron percatándose de que flotaba algo odioso en el ambiente, el hedor no podía describirse y entre las laberínticas callejuelas se movía algo semejante a espectros moribundos, temblorosas aberraciones que Ruth me juró volvería a desmayarse si intentaba describírmelas. La luna era una pavorosa calavera en la engullente oscuridad del firmamento cuando el horror despertó volcánico en sus entendimientos, cayendo sobre ellos tan pesado como una de aquellas blasfemas piedras, y corrieron llevados por la fuerza del más abominable e indescriptible de los terrores, cercano a la locura, mientras ojos de luz de intolerable excelsitud les miraban desde los abismos del tiempo, habiendo despertado en aquel año humano de 2003 con el único propósito de ponerse en contacto con sus hermanos de otros planetas y recordarles que aún aguardaban, sesenta mil años después, que volviesen a recogerles. Pero aquellos seres se encontraron con los inesperados visitantes. IV Ruth cayó en una insana somnolencia, temblando y apretando sus dedos contra los míos con una rabia que no reflejaba su demente rostro. Me clavó las uñas con furia, la sangre goteaba cuando conseguí llamar la atención de una enfermera, que pronto pudo reducir aquel desvarío de mi amada amiga. Mientras me vendaban las heridas, ella volvió a gozar de un instante de clarividencia. ― Fran, dijo, he presenciado un horror para el cual la mente humana no está preparada. Aquellas formas indescriptibles de horrible negrura alzaban su pasmoso aullido hacia el firmamento, llamando, llamando hasta que sus ardientes ojos, nacidos en los abismos del tiempo, se fijaron en nosotros. Corrimos, corrimos, huyendo de aquel envenenado mundo de locura, por estar en un lugar donde ningún humano había estado antes, por que sé que jamás aquellos pavorosos seres tuvieron contacto con los humanos, desde el amanecer de los tiempos. Aquellas cosas, fuesen lo que fuesen, provocaban un terror que te corroía las entrañas, eran enemigas de cualquier otra clase de vida, pues de ellas se alimentaban. >> Carlos y Pedro les hicieron frente, arrojándoles piedras, mientras nos urgían que corriésemos hacia el barco. ¡El barco! Entonces creía que nos separaba de él una infinita distancia. Mientras la desesperación anidaba en nuestro ánimo, supe que jamás volveríamos a verles, pues en la oscuridad escuchamos un pandemonio de horribles gritos de dolor, un dolor no físico, un dolor del alma, y supimos que procedían de ellos dos, quienes se entregaron para nuestra salvación.
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>> Ofelia tropezó y cayó al suelo. Yo estaba presa del más aterrador de los miedos, y no resistí mi deseo de escapar. La dejé atrás, lo confieso, sentía el insufrible olor de aquellos seres a mi alrededor, y veía, aunque nunca miré hacia atrás, sus odiosos ojos de fuego tras mis pasos. Nuevamente, los gritos de muerte me golpearon despiadados los oídos. Corrí más allá de toda razón y, cuando las fuerzas flaqueaban en mis piernas, cuando las sienes me golpeaban como yunques y mi pecho era un fuelle salvajemente agitado, alcancé la playa, no muy lejos del barco. Me arrojé a las oscuras aguas, asiéndome a ellas como a la única posibilidad que me quedaba de escapar de aquel demencial acoso. Nadé mientras tragaba agua salada. Te juro que no recuerdo cómo puse el motor en marcha y recogí el ancla. >> En la orilla, aquellas pesadillas lanzaban nuevamente sus aullidos al cielo, nuevamente sonó la barahúnda que nadie jamás podría interpretar, mientras alcancé el barco. Yo debía de ser la primera presa que escapó de aquel enloquecedor lugar, donde seres indescriptibles aguardan el regreso de sus semejantes para abandonar este mundo. Definitivamente, Ruth quedó en silencio. Las últimas palabras habían surgido de su boca con dificultad, pero ella luchó contra la medicación para poder terminar de contarme una historia increíble. La enfermera, que había permanecido a mi lado, escuchando― posiblemente por enésima vez― el imposible relato, me contó que la habían encontrado en la cubierta del barco, a la deriva, inconsciente, con una severa deshidratación e importantes quemaduras. En ese momento, me fijé en un dibujo sobre la mesilla. Pedí permiso a la enfermera, que hizo un gesto con los hombros y salió de la habitación, recordándome que había terminado el tiempo de la visita. Allí, dibujado, estaba uno de aquellos inenarrables seres de aborrecible negrura. No puedo describirlo, no existen palabras humanas para hacerlo. No pude despedirme de Ruth, ella ya no estaba; sólo, su cuerpo. Salí del Hospital. Monté en mi coche y escapé. Huí. En mi cabeza resonaba un nombre desconocido: Jhabvala, acompañado de un sentimiento de horror primigenio. Engendros nacidos de un imposible cruce entre insectos y reptiles. Pero yo los conocía, porque ellos me habían aterrorizado en mis más abominables pesadillas y no me encontrarían desprevenido.
Francisco Javier Illán Vivas (Molina de Segura, 1958). Escritor, ha publicado recientemente A mi manera.
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EN PATUFET (PULGARCITO) Por Alma Pagés
Mi infancia tiene el color de un día de verano especialmente caluroso. En el azul marino del agua reverberaba un sol cegador, del que en vano intentaba protegerme con mi sombrerito de paja italiana, un poco cansada ya de que aún no me hubieran llamado.
Me asomé por la quilla de la barca tras la que me había escondido. El viejo Josep seguía remendando redes. Me gustaba su cara regordeta, su calva rosada, protegida del sol por un extraño gorro, sus ojos juguetones. Fue él quien primero me llamó "la nena de Madrid", lo que con su acento cerrado sonaba extrañamente cálido y oscuro. Me contaba siempre la misma historia, la historia de su nieto, Pep, un chico muy listo que estudiaba náutica en Barcelona. Iba a ser marino. Sería la primera vez desde que se guardaba memoria de la saga familiar que un primogénito abandonara la pesca. Algún segundón había embarcado hacia América y jamás se había vuelto a saber de él, pero l’hereu.... A veces daba la impresión de
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no saber si ese hecho extraordinario le hacía feliz o desgraciado. Entonces me miraba y me preguntaba: que m'enténs, nena? Yo asentía con la cabeza, mientras las sensaciones, que no las palabras, se me grababan con fuerza en el recuerdo. Antes de continuar su relato, Josep se quedaba unos instantes mirando fijamente el mar, un mar plácido de verano, lejanas aún las tormentas de finales de agosto. Ahora venían las muertes. Su padre y su abuelo se habían ahogado en sendos temporales, el uno cuando Josep era apenas un adolescente, el otro cuando la nuera, la Carmeta, estaba embarazada de Pep. Aquí terminaba la historia. Yo me lo quedaba mirando y él me revolvía mis pelillos cortados a lo chico con su manaza áspera y callosa, mientras me decía admirado: quina nena més llesta i més maca! En ese momento aparecía la María, que saludaba al viejo Josep, le preguntaba por la familia, me cogía de la mano y me llevaba a casa porque ya era la hora de comer. Hoy las cosas no habían sido así. En lugar de quedarme a ver cómo Josep remendaba las redes, me había escondido detrás de la última barca volcada en la arena, al final de la playa. Josep se había pasado el tiempo mirando a todos lados. Me echaba de menos, se le notaba preocupado. Sentí como cosquillas malas en la boca del estómago. Pero a mis cinco años sabía muy bien que tenía que seguir escondida, que tenían que buscarme. Mi madre me había abandonado en el bosque y ahora vendría a buscarme. El viejo Josep se marchó. Yo me dirigí hacia las rocas desde donde mis hermanos se tiraban al agua. Tenían prohibido hacerlo y nunca me dejaban subir con ellos, así que pensé que era un buen sitio para esperar. El mar tenía un azul muy fuerte, el calor del sol atontaba. La María me descubrió y me cogió en brazos gritando, porque grita por todo. Yo rompí a llorar. Ella intentaba consolarme, pensando que estaba asustada. Yo lloraba de rabia, cada vez con más fuerza. Mi madre no había venido a buscarme. Ni me había llamado. No pensaba echarme la siesta. El tío se había llevado a mis hermanos a Tossa. Estaban muy enfadados porque este año, cuando llegaran las fiestas, tendrían que participar en el "Ball de Plaça", un baile en recuerdo de una princesa mora enamorada de un cristiano, nos había contado la María. Ya eran mayores, así que no podían negarse. A saber qué chicas les tocarían en suerte como pareja (eso les preocupaba mucho, lo estaban repitiendo todo el rato). Además tenían que ir vestidos “de señoritos de Madrid” (eso lo había dicho la María, toda embobada). Yo tenía ganas de que llegaran las fiestas, porque el viejo Josep tocaba la tenora y al oírlo yo sentía algo muy raro, como cuando la tieta me contaba "En Patufet"[1], y yo pensaba que mi madre vendría a liberarme cuando estuviera "a la panxa del bou, que no hi neva ni hi plou"[2]. Bajé despacito la escalera. El gato estaba tumbado en el pasillo, delante de la sala grande, toda en penumbra. Era el lugar más fresco de la casa; a veces me echaba a su lado y me dormía apoyando la cabeza en su tripa. Pero hoy salí al jardín. Diana vino hacia mí moviendo el rabo. Intercambiamos besos y lametones, luego nos fuimos a mi rincón. Allí tenía instalada mi cocinita, la mesa donde daba de comer a las muñecas y las sillitas donde las sentaba. Diana era blanca y tan golosa como yo. Cuando los domingos iba con el tío a comprar el postre, la pastelera siempre me regalaba platitos de azúcar. Los tenía de huevos fritos con chorizo, de filete, de queso, pero
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en cuanto me descuidaba, la bruta de Diana se los comía todos y las muñecas se quedaban sin almuerzo. Un día hasta se zampó una goma de borrar que yo estaba guisando en trocitos. Entonces pensé que podía cortar alguna flor y cocinarla, como hacía la tieta con los tomates, porque a mí no me dejaban pasar al huerto. Seguida por Diana me dirigí hacia los parterres aunque, no sé por qué, me dio por ir rodeando la casa por detrás. Entonces oí las voces. Eran mamá y la tieta. Las voces sonaban muy raras, como si retumbaran en una casa encantada. Yo ya sabía lo que aquello quería decir. Eran cosas de mayores. Cosas que podían ser terribles, como el temporal que había hundido dos barcas en invierno y puesto de luto a las mujeres. Las voces venían de la sala pequeña, la que estaba al lado del cuarto de jugar, donde mi hermano mediano escondía sus tebeos para que yo no se los cogiera. Entré por la cocina, sin hacer ruido, seguí por el pasillo, crucé el vestíbulo, agazapándome tras un sillón de rejilla, desde donde podía ver la salita. El corazón me latía muy fuerte, se me subía a la boca. No había sala, era una cueva, una cueva dentro del bosque, en la que una figura, de espaldas, gritaba mucho, en castellano. Al volverse comprendí que era una ogresa y que iba a devorarme. Tenía que huir. No podía moverme. Tenía que huir. Logré salir corriendo, hacia el desván. Me metí en el baúl. El bou ha devorado a En Patufet, me dije, pero vendrán a buscarme. Y me quedé dormida. Me despertó Diana, que ladraba con fuerza al baúl. Luego oí los gritos de la María: ¡la nena, la nena! Y la voz preocupada de la tieta: on és? on és? Y yo, gritando, encantada, "a la panxa del bou, que no hi neva ni hi plou"[3]. La tieta abrió la panxa del bou, me sacó, me abrazó, me llenó de besos. La ogresa había desaparecido. Bajamos al jardín, con Diana dando saltos y lamiéndome las manos. La tieta se sentó en el sillón grande de mimbre y yo, en su regazo. Me apoyé en sus pechos grandes, cálidos y le pedí que me contara, una vez más, En Patufet.
Alma Pagès ha publicado poemas y relatos en diversas revistas literarias de España y México. Ha sido antologada en varias publicaciones. Ha publicado Cuaderno de Aro / Trobar clus, Laietana / Poemas que olvidé escribir de joven, y A la manera de James.
[1] Pulgarcito [2] En la panza del buey, donde ni nieva ni llueve. [3] En la panza del buey, donde ni nieva ni llueve.
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CRÓNICA DE UN DESPERTAR Por Lola Estal
Ismael Murria Estal
Es la hora en la que el barrio de los pescadores todavía duerme. Los pocos automóviles que se aventuran a recorrer el perímetro del puerto no han ocupado su papel en la escena, y solamente en algunas de las casas se observa un humillo que se eleva por encima de los tejados. Voy caminando por camino de tierra bordeado de adelfas de colores varios. Voy en busca del mar que espera mi llegada con la ansiedad de cada día. Paralela a mi paseo la gran explanada de Menera me saluda con sus ocres y me invita al aislamiento. Hace frío, y algunos hombres acaban de cruzarse en mi camino llevando sus cañas y nasas. No han reparado en mi presencia a estas horas tempranas ni yo he intentado acercamiento alguno hacia ellos. Sus caras me resultan conocidas pero no podría decir por qué razón. Un perrillo negro les sigue de cerca; se dirigen al muelle sur mientras comentan algo sobre el viejo mercante anclado desde el final de la contienda, y sus voces se pierden al rebasar la última curva del camino.
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Aligero mis pasos para acudir puntualmente a mi cita y contemplar el despertar del sol por encima del delta. Como cada mañana, el viejo faro apagará su luz y dará paso a la claridad amiga. Él tampoco falta al encuentro. A pesar de los cambios efectuados en el entorno y de que otras candelas iluminan los amarres del nuevo puerto, permanece ahí, erguido y desafiando al tiempo con la arrogancia de antaño. Dejo atrás las dunas y la premura, y me dirijo, ahora ya con paso sereno y hundiendo mis pies en la arena, hasta las rocas del espigón. Respiro hondo mientras dirijo la mirada hacia la loma, principio y fin de la sierra y, adivinando sus contornos amurallados, me despojo de todo atuendo comenzando por el calzado y finalizando el ritual por mis prendas íntimas, de las que las olas se apropian disimuladamente. El disco solar no tarda en llegar; se asoma desde la desembocadura de un Palancia que perece cauce arriba amordazado por la presa. El alba no viene sola, la acompaña el poeta que, con sus versos, va tiñendo de oro las aguas. La música se suma al diálogo: es el susurro del viejo mar en su acariciar constante sobre las erosionadas rocas en la base del espigón. Las primeras aves se aproximan siguiendo la estela del último carguero, en busca quizá del sustento; mientras, la actividad portuaria avisa de una nueva jornada. Las calles se visten ya de gente que va y viene ajena a mi bautismo en los azules de mi mar que pronuncia mi nombre desde el horizonte, y los pescadores regresan tras su expolio portando llenas las cestas y vacías las palabras. A su lado, un perrillo negro camina rezagado y yo me crezco cuando uno de los hombres me mira sin verme, en mi regreso, por el camino bordeado de adelfas de colores varios. En la explanada de Menera los ocres han desaparecido bajo el asfalto y los vehículos se amontonan estacionados. Atrás se queda mi mar y, con él, mi despertar. Poco a poco me adentro en la ciudad que no me respira. A mi lado, un perrillo negro camina y mueve su cola. Desde el etéreo de mi cuerpo, yo lo miro, y le sonrío.
Lola Estal (Puerto de Sagunto, 1957). Escritora tardía, ha publicado Los gatos de santa felicitas, y otros trabajos que, aunque no han sido editados, comparte a través de su blog. Redactora de la revista Amaranto Cultural, estudia lengua y literatura española en la UNED.
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ARTÍCULOS LITERARIOS
Poseidón y la ninfa Calipso, rodeados de tritones, apaciguando la tempestad en que va a naufragar la nave de Telémaco. Tapiz. Monasterio de El Escorial, Madrid.
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EL MAR, HERVIDERO DE SERES ESPECIALES Por Andrés Pons García
El mar puede ser un hervidero de seres especiales. Cazadores de fieras marinas, piratas con intenciones aviesas, capitanes de barcos de guerra. Todo un horizonte de fantasías cinematográficas que el cine nos hizo participes en variedad de historias que van desde lo bélico, humor, terror, aventuras. Tiburón el clásico de Spielberg motivó las peores pesadillas acuáticas de muchos bañistas, las visitas a la playa desde aquel momento nunca fueron igual. Muchos de nosotros mirábamos atrás con desconfianza por si acaso aparecía un escualo gigante. La gran banda sonora de James Horner y las contadas pero terroríficas apariciones del asesino del mar provocaban pavor en un pequeño pueblo estadounidense, el filme llega su gran clima final en un duelo entre un sheriff, un experto cazador y un estudioso de los peces. Tres hombres contra la bestia que descubren unos grandes lazos de amistad entre ellos y aprenden amar el entorno marino a pesar del peligro que corren. El éxito del filme significaba no pocas copias, algunas afortunadas como la de 1977 titulada La ballena asesina. En una variante interesante, la ballena protagonista se lanza a la caza de unos pescadores que mataron a su hijo. El cazador cazado con una crítica sobre la pesca indiscriminada sobre esos maravillosos gigantes de la mar, mezclada con altas dosis de tensión, se construye un filme realmente atractivo a pesar de surgir como una copia de Tiburón. Vamos a repasar algunas obras memorables con el mar como principal protagonista: Master and Comander (2003) El arranque de la película es de sobresaliente, con esa batalla en medio de la noche. Hasta tal punto está bien rodada, que cuando uno va de visita al famoso buque inglés, el Victory (en Porstmouth, Inglaterra) te ponen los diez minutos iniciales como paso previo al visionado de la vela original de dicho barco. Vamos, que literalmente la película es de museo. Es cine de aventuras, con pinceladas históricas, momentos emotivos, buenas escenas de acción, una ambientación excelente e incluso ligeras pizcas de humor. En resumen, cine del bueno con sabor clásico. De esta pasamos directamente a otro de esos clásicos que amenizaban las tardes en esas sesiones que pasaban por la televisión Hidalgo de los mares (1951).
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Mucho antes que Russell Crowe, Gregory Peck encarno a uno de los capitanes de barco mas entrañables de todos cuantos ha dado el cine. Este Horatio Hornblower se paseaba de lado a lado del atlántico con una gran maestría y mucho carisma. Celebre es la famosa escena en la que mantiene a la tripulación en vilo en busca del ansiado viento que llenar las velas. Uno de los clásicos del cine de aventuras. Imprescindible. Y de clásico a clásico con Moby Dick (1956). De nuevo Gregory Peck se pone al mando de un barco, pero esta vez con fines muy distintos. Su obsesión será dar caza a un espécimen de ballena blanca que le dejo con unas de las caracterizaciones marineras mas emblemáticas de la historia del cine; con su pata de palo y la cara de malas pulgas adornada con una cicatriz de punta a punta. Este capitán Ahab arrastraba a su tripulación con su locura en pos de un cetáceo de color blanco y que mira con ojos recelosos. A mí todavía me resulta una buena película de aventuras marítimas. Avanzamos un poco en el tiempo y cámbianos la temática para ver a Jeff Bridges dando lecciones a un grupo de adolescentes en Tormenta blanca (1996), una de estas películas que tiene el Ridley Scott, que si bien no son nada del otro mundo, resulta bastante entretenida. Por definirla de alguna manera, digamos que es una mezcla entre El club de los poetas muertos y La Tormenta Perfecta. La película esta mas que correctamente rodada y resulta casi como unas placenteras vacaciones en el mar, si no llega a ser por la dichosa tormenta que da nombre a la película y que traerá consigo la principal acción (y momentos dramáticos). Una película entretenida de un director generalmente entretenido. Por supuesto si del mar hablamos, no dejare de mencionar Waterworld (1995) para muchos un fiasco de proporciones apocalípticas, para mí un film más que decente.
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El Kevin Costner post-bailador se mete en la piel de una especie de Mad Max con pies de pato que navega sin rumbo fijo por un planeta tierra que tiene de todo menos tierra. Dennis Hopper da vida al maloso de turno. Curiosamente los malos de la película son aquellos que fuman (por si alguien quiere sacar segundas lecturas). Muchos vieron en la película un fracaso que no fue tal y aunque no entra en la categoría de películas míticas, se pasa uno un buen rato. Cine palmitera de calidad. Y del mar ruidoso y poblado de las más diversas tribus, pasamos al mar vacío y de pesadilla de Calma total (1989). Nicole Kidman y Sam Neill dan vida a una pareja que deciden relajarse en el mar tras la traumática pérdida de su hijo. Tan mala suerte tienen que se encuentran con un barco a la deriva en el que viaja Billy Zane, que como no podía ser de otra manera, es un psicópata con ánimos de amargar al personal. Tiene momentos angustiosos y nos muestra lo peligroso que puede ser el mar, aunque este en calma. Y no me voy de este repaso sin mencionar un titulo que, aunque haya envejecido un poco mal, me gusta ver de vez en cuando: El gran azul (1988). Esta película es de la época en la que el arrogante de Luc Besson me gustaba. Quizás no sea una maravilla pero es una película bastante simpática, de estas que ves en un momento concreto de tu vida y que por alguna razón, se te quedan en el subconsciente. Con bastante humor y un poquito de drama, este título nos sumerge en el mundo de las competiciones de buceo sin oxigeno. Bonita, sencilla y visible.
Andrés Pons García (Mallorca, 1982). Crítico de cine mallorquín. La mayor parte de su obra se centra en el género de terror en todas sus vertientes. Ha publicado el ensayo El terror según Pons, y novela del mismo género, El Club. Sus críticas cinematográficas se publican en diferentes plataformas y revistas digitales como Muchocine.
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TRAS EL RASTRO DEL NAUTILIUS Por Jesús Maeso Ilustración de Raquel Martínez Merino
“-¿Le gusta el mar, capitán? - ¡Sí, me gusta! El mar es todo para mí. Cubre siete décimas partes del globo terrestre. Su brisa es pura y sana. Es el inmenso desierto donde el hombre no está nunca sólo, pues siente temblar la vida a su lado. El mar no es más que el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; no es más que movimiento y amor; es el infinito viviente […] Es por el mar por el que el globo ha comenzado, y quién sabe si no acabará por él. Aquí está la suprema tranquilidad” Jules Verne 20.000 leguas de viaje submarino
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Lo cierto es que, así visto, ¿a quién no le gustaría el mar? Es más, ¿a quién no le gustaría realizar un increíble viaje bajo el agua recorriendo todos y cada uno de los grandes océanos que bañan nuestro planeta?¿A completar un recorrido que nos llevase por los mares del Japón, que se adentrase en el Estrecho de Torres para acabar frente a las costas griegas y cruzar en toda su extensión nuestro añorado Mar Mediterráneo para encaramarse después hasta el Polo Sur? ¿De bordear indistintamente y sin complejo alguno el Cabo de Hornos y el de Buena Esperanza, como hicieran aquellos intrépidos navegantes que buscaban nuevas rutas comerciales? ¿De hacerlo con alguien que puede mostrarte los secretos mejor guardados de cada uno de esos parajes? ¿De poder observar los fondos marinos más profundos desde una plataforma sin igual? ¿O de conocer de la mano de un experto profesor las más variopintas especies marinas? Tal proeza es la que nos propone Julio Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino, a manos de uno de sus personajes fetiche, el indómito Capitán Nemo, y a bordo de un artilugio sin igual, el Nautilus. Y acierta, como sólo Verne suele hacer. Porque cualquiera lo desearía. Porque consigue que nos sintamos atraídos y fascinados a partes iguales, como nunca antes nadie lo había logrado, por el mar, el que tantos logros y no menores tragedias ha proporcionado a la humanidad. Porque ni siquiera que nuestro viaje se realice bajo las aguas entre unas estrechas paredes metálicas y con una asfixiante sensación claustrofóbica, o que su tripulación se comunique en una incomprensible lengua propia de atlantes es óbice ni impedimento para desearlo. Porque, indudablemente, puede más esa absoluta tranquilidad proporcionada por el fondo del mar, ése que “no pertenece a los déspotas”, y que es el único lugar donde existe la independencia, como magistralmente escribe Verne en una categórica afirmación que sigue resultando válida incluso más de un siglo después. El mar, no podía ser otro, ese medio del que el autor estaba enamorado, en el que se perdía durante largas temporadas a bordo de los distintos barcos que ostentó, y que empleaba como medio para –al igual que hacía su personaje– alejarse de la miseria mundana del Viejo Continente. En definitiva, el mar, el que da todo el sentido y contenido a la obra más magistral del genio francés. Autor, obra, y personaje. Verne, Veinte mil leguas y Nemo. Los dos últimos permiten al escritor navegar más allá y más profundo de lo que nadie había logrado para dar forma a su novela más personal; a la vez, el primero otorga a los otros dos la capacidad de adquirir toda su dimensión y esplendor, elevando la literatura de aventuras a niveles pocas veces vistos. Son, pues, conceptos completamente indisociables. Tanto, que cuesta no identificar al personaje con su creador. Nemo y la capacidad de eclipsar Es así como los protagonistas, sus vivencias y sus reacciones consiguen crear un ambiente aún más atrayente. Es imposible olvidarse de quienes, persiguiendo un monstruo marino, acaban encerrados casi por casualidad en un prodigio de la tecnología, el Nautilus, cuyo destino deberán compartir para siempre. De este modo quedan introducidos el Profesor
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Aronnax –que llega a padecer un notorio Síndrome de Estocolmo–, su asistente Consejo o el rebelde Ned Land– interpretado por Kirk Douglas en la no siempre acertada versión cinematográfica, y en el que pesa en exceso el ansia por recuperar su libertad perdida–. Todos ellos quedan eclipsados, empero, por el enigmático Capitán Nemo, el gran director del Nautilus, en el que ha establecido su particular residencia, alejada de una civilización a la que deplora, y con el que surca sin restricciones su exclusivo hábitat, unos fondos marinos que conoce milimétricamente. De ellos obtiene todo lo que necesita para su supervivencia y en ellos lo tiene todo bajo control, desde los conocimientos para deslastrar una nave encallada en el Estrecho de Torres, a realizar excursiones submarinas a pie, enfrentarse a enormes monstruos marinos o encontrar la ruta más propicia entre el Mar Rojo y el Mediterráneo. Gracias a Nemo, a bordo del Nautilus no hay accidentes, sino incidentes. Con fuertes convicciones morales, solidario, pacifista, defensor de los derechos de los animales, justo, culto, versado, y con dominio y conocimiento absoluto de cuanto le rodea, Verne construye en él a su alter ego en la ficción. La historia del hombre de las aguas es la crónica de alguien inconformista con el mundo en el que le tocó vivir. Nunca hubo personaje más misterioso, oscuro, distante y frío que Nemo. Y aún así, tampoco hubo nunca personaje más mimado, meridiano, y cuidado por Verne. Como señala J.J. Benítez, Verne “fue una sorpresa, una permanente contradicción y un espíritu en constante lucha consigo mismo”. Quién sabe si Nemo no contribuía, en cierto modo, a su particular liberación personal y a permitirle llegar donde no podía hacerlo físicamente. Literatura, Ciencia y Aventuras, ¿Todo en uno? Porque cuando uno repasa los lugares visitados por el Nautilis en Veinte mil leguas de viajes submarino, deja volar su imaginación y piensa hasta qué lugar es capaz de llegar el ser humano, o cuales son los instrumentos que le han permitirían alcanzarlos, y de repente constata que es difícil que Julio Verne no lo haya hecho antes, y que además no haya escrito un relato sobre ello. La emoción que siente el lector al adentrarse en la obra del francés es forzosamente similar a cuando lee sobre los grandes aventureros de nuestra Historia, de la conquista de nuevos continentes, de la llegada al espacio o de la circunnavegación de la Tierra. Verne empleaba un medio, la literatura, para perseguir una finalidad en realidad muchísimo más ambiciosa: “resumir todos los conocimientos geográficos, geológicos, físicos y astronómicos acumulados por la ciencia moderna y rehacer, bajo la atractiva forma que le es propia, la historia del Universo”, como reconocía el editor de sus obras, Hetzel. En la que nos ocupa, queda constancia sobrada de ello, pues constituye un magnífico compendio ictiológico, además de una fuente fidedigna de conocimientos geográficos y científicos, que otorga una mayor profundidad al relato aun a costa de restar algo de dinamismo a la acción. No debe extrañar esta vocación científica, pues Verne no deja de ser hijo de su tiempo, y el siglo XIX es, recordemos, una época de revolución tecnológica muy vinculada a las posibilidades que ofrecían la máquina de vapor y la energía eléctrica. Nuestro autor debió estar al corriente de dichos avances, dado el contacto que tuvo con la sociedad científica
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francesa de la época, lo que le permitió aprovecharse de los mismos. Basta prestar un poco de atención para ver que el Nautilus es fruto de ese interés: una nave submarina que se sirve de la potencia dinámica de la electricidad para desplazarse a una velocidad superior a la de cualquier barco de vapor existente entonces, o de emplear la iluminación eléctrica para no quedarse perdido en los abismos de los océanos. “La electricidad da al Nautilus el calor, la luz, el movimiento, en una palabra, la vida”. Ahora bien, una cosa es tener acceso a esos saberes, y otra anticiparse al futuro, ya que las aplicaciones que el de Amiens llega a hacer de los mismos no eran, ni de lejos, una realidad por aquel entonces. De hecho, tendrían que pasar aún dos décadas desde la publicación de la obra, para que un gran ingeniero nacido en tierras murcianas como Peral consiguiera poner en marcha el primer artefacto submarino militar de propulsión eléctrica con ciertas similitudes a las descritas por Verne. ¿Fue entonces el Nautilus la obra de un futurólogo? Muy posiblemente no sea así, ya que el mismo autor solía reconocer que él no había inventado nada. Muchos de los artilugios por él pensados no dejan de ser un medio para el desarrollo de unos planes, en los que se servía ya fuese de los avances técnicos conocidos o de aplicaciones posibles pero no exploradas de los mismos. Y ahí es donde surge el mobilis in mobile, el “móvil en el elemento móvil”, la extrapolación de conocimientos para adaptarlos a las necesidades de su imaginación y ponerlos al servicio de sus personajes. Es la razón por la que el éxito de Verne superó al de Aristide Roger, por lo que Nemo derrotó al Capitán Trinitus, y el Relámpago cayó doblegado ante el Nautilus. ¿No fue acaso entonces ese magnífico submarino lo que ahora serían el Halcón Milenario, el Enterprise o la máquina de teletransporte de Langelaan? ¿Predicciones erradas o desconocidas? Por otra parte, cabría preguntarse si fue Verne una persona capaz de anticiparse a eventos históricos. Igual de difícil es la respuesta, porque en ocasiones la ficción o diverge o va más allá de la realidad conocida en nuestros días: el Polo Sur alcanzado por Admunsen y Scott en 1912 poco se parece al punto austral conquistado por Nemo, en el que todavía ondea la bandera por él clavada, mientras que, ante nuestro desconocimiento, confiaremos en la descripción que del continente perdido platónico realizan los navegantes del Nautilus, en el que es si duda uno de los mejores pasajes de la novela, y donde Verne nos abre las puertas de su particular mundo mágico, que se manifiesta esta vez en la caracterización de la Atlántida. Y aún así, Veinte mil leguas sigue abordando temas más actuales de lo que pueda parecer: el surgimiento de masas de tierra en medio del océano, como recientemente han sufrido los vecinos de la canaria isla de El Hierro; la importancia que para el comercio mundial tiene el Canal de Suez –inaugurado, por cierto, en las mismas fechas en que se publicaba la novela–; la preservación del equilibrio natural en el medio acuático; o el descubrimiento y expolio de tesoros sumergidos cerca de las costas españolas, que nos hace recordar casos como los del
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Oddisey. De nuevo, esas “intuiciones” que dejan a uno petrificado y que reflejan, una vez más, lo atemporal de la sabiduría innata del escritor, que excede los requerimientos exigibles a una producción orientada teóricamente al entretenimiento. A modo de conclusión No debe ser fácil trasladar de una manera didáctica conceptos técnicos y científicos de difícil comprensión para su época, y menos aún a través de una novela de aventuras amena para el lector. Lo cierto es que Verne lo consigue con maestría en Veinte mil leguas de viaje submarino, quizás porque amaba los océanos más que nada, y así es más fácil realizar el arduo trabajo. Verne sabía la importancia de la obra, pues no de otra forma llegaría a afirmar que «Si no puedo lograr terminar este libro, no tendría consuelo. Nunca he tenido un tema mejor entre las manos». Una vez visto el resultado, el peligro reside, en último término, en sentirse completamente absorbido por las palabras, y en querer compartir un destino que forzosamente es trágico en cualquiera de sus extremos. Una vez que se descubre al Nautilus y al Capitán Nemo, uno haría lo que fuese por permanecer un poco más a bordo, por conocer un poco más los abismos del océano, por visitar nuevos lugares desconocidos, y por permanecer para siempre en un submarino sin igual. De continuar eternamente en movimiento. Mobilis in mobile
Jesús Maeso Romero (Molina de Segura, 1981). Licenciado en Economía, ha colaborado ocasionalmente con medios de comunicación de carácter regional (La Opinión de Murcia) y local (Molina Siete Días). Con este artículo inicia su colaboración con Ágora papeles de arte gramático.
Raquel Martínez Merino, nacida en Alcantarilla, es ilustradora y diseñadora gráfica.
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LOS SONIDOS DE LA MÚSICA Por David Martínez Castillo
La gran variedad de obras musicales de numerosos compositores a lo largo de toda la historia, que tienen al mar como tema central, nos da la medida de la gran atracción que éste ha ejercido sobre el alma de tantos artistas y, sobre todo, de la profunda relación entre mar y sonido. Desde el amanecer de las civilizaciones, el continuo rumor del mar, la cadencia de las olas, de las mareas, han ejercido un influjo magnético sobre la forma en la que los distintos pueblos han creado sus cantos y ritmos particulares. Los griegos, que todo lo midieron y todo lo pensaron, que nos dieron sus modos, sus metros y que estudiaron el sonido y sus armónicos, relacionaron la música con los astros y con el carácter de sus distintos pueblos (Dorios, Jonios…) y expandieron esos conocimientos por este mar que es el nuestro: el Mediterráneo. Si nos centramos en la música occidental y en sus diversos periodos artísticos, vemos que esa influencia se ha manifestado de diversas maneras. El mar como todo lo eterno: el firmamento, la guerra , las pasiones. Ha sido representado como escenario de dramas, como alegoría, como reflejo de nosotros mismos. La ópera, la música sinfónica, la vocal, la de cámara. En toda la gran variedad de formas, estilos y propuestas musicales que la Historia de la Música nos ha brindado, encontramos el mar como leitmotiv. Podemos comenzar nuestro viaje con Alfonso X (1221-1294) que en sus Cántigas de Santa María introduce temas marineros, aventuras de piratas, corsarios, tesoros escondidos y tabernas de mala muerte. Como ejemplo encontramos su Cántiga 379 (Los Corsarios) y la 248 (Los Marineros de Laredo). Antonio Vivaldi (1678-1741) dentro de su opus 8 Il Cimento Dell´armonía e Dell ´inventione, nos recrea ¨La Tempestad en el Mar¨, que es el número 5 de esta serie de conciertos para violín que incluye ¨Las Cuatro Estaciones¨ y que utiliza todos los recursos de la orquesta de cuerdas para simular una tempestad. Aunque no podamos hablar de la Water Music de Haendel, estrenada en 1717, de música inspirada puramente en el mar, el enorme éxito que supuso para el compositor y los crecientes recursos musicales que le proporcionaban los 50 músicos que ejecutaron su estreno supusieron un hito en la historia de la música. Idomeneo, Rey de Creta, ópera en tres actos en la que Mozart (1756-1791) con libreto de Giambattista Varesco, según un libreto de Antoine Danchet, utiliza al mar y a Neptuno como juez de los destinos humanos. Hay que resaltar en esta obra, que Mozart entra en contacto
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con la famosa orquesta de Mannheim en Múnich, decisiva en la evolución de la música en general, en la que destaca su cuidado del sonido, su articulación precisa y su fraseo. Son interesantes las alabanzas de contemporáneos de esta orquesta, como Schubart, que opina: “Ninguna orquesta del mundo ha superado a la de Mannheim. Su forte es un trueno, su crescendo una catarata, su diminuendo un río cristalino que murmura en la distancia….” Tras un viaje a Escocia, Mendelssohn (1809-1847) compone Las Hébridas, obertura que supera los límites de su propia forma y alcanza el nivel de sinfonía en miniatura. En un brevísimo espacio de tiempo, somos testigos del cambio de humor del mar del norte. De la calma a la tempestad solo hay un momento y Mendelssohn lo plasma con inigualable maestría tanto dramática como musical.
Wagner (1813-1883), que aseguraba que se había encontrado el tema para su Holandés Errante en un viaje tempestuoso que realizó entre Londres y Riga, escribe en su autobiografía de 1843 que se inspiró en un relato de Heinrich Heine. Acuñó el término leitmotiv para designar una serie de melodías y ritmos que identifican a un personaje o a un concepto dentro de sus obras. En El Holandés, la actitud blasfema del capitán del barco condena a éste y a su tripulación a navegar eternamente hasta el día del juicio final. Wagner utiliza canciones de marineros y ritmos que evocan el balanceo constante del buque. El Corsario de Berlioz, la célebre Barcarolla de Offenbach, el Aquarium de El Carnaval de los Animales de Camille Saint-Saints o El Mar y El Barco de Simbad de RimskyKorsakov, Cuadros Marinos de Elgar, los Cuatro Interludios Marinos de Britten, la Sinfonía del Mar de Vaughan Willians, o más cercanos a nosotros como las Vistas al Mar de Toldrá o la inacabada Sinfonía del Mar de Turina, son solo unos ejemplos de la enorme cantidad de música sobre temas marinos. El Romanticismo encontró en el mar un tema afín: su majestuosidad, su tensión, su extensión, que dieron pie a una búsqueda de mayor riqueza sonora, de nuevas armonías .Es tal la energía creadora, que parece que se van a acabar los recursos musicales, que se están exprimiendo las últimas gotas de la tonalidad.
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Pero la música es como el agua. Siempre encuentra una salida. El siglo XX trae nuevas ideas, nuevos caminos. Al frenesí Romántico le suceden toda una nueva ola de compositores y nuevos puntos de vista. Me gustaría terminar esta pequeña Historia de la convivencia de la Música y el Mar , tratando una obra que para mí es atemporal. La Mer de Claude Debussy (1862-1919). Comenzada en 1903 y terminada en 1905, es una obra orquestal de unos 25 minutos de duración dividida en tres movimientos. Sin entrar en un análisis profundo de la obra, como músico, me impresionó desde la primera vez que la escuché. Muchas de las sensaciones que tuve en esa primera audición las sigo manteniendo hoy. Me pareció algo distinto a todo. La Mer no es una obra clásica ni romántica. Es las dos cosas a la vez. Consigue llevarnos a nuestro interior, pero sin imponer el ego del compositor. Es la naturaleza la que nos habla, es el mar. Su grandeza radica en este equilibrio. Cuando Debussy compone esta obra no pasa por sus mejores momentos personales. Un divorcio y un gran escándalo por su relación con Emma Bardac, lo alejan de muchos amigos y lo aíslan socialmente. Si a esto sumamos que el propio Debussy quiso viajar a las montañas de Borgoña para no distraerse con el sonido del mar, para no crear una obra superficial, una simple imitación, podemos entender el tremendo trabajo de búsqueda interna que supuso esta partitura. Debussy crea sonoridades puras. Dio vida a estos maravillosos momentos musicales sin un fin. La sonoridad no era ya la esclava de la estructuras ni de los ritmos ni las armonías. Todo flota en su propia belleza sin un objetivo. Cuando uno se acerca a La Mer no debe pensar en postales ni historias. Es algo parecido a un paseo en otoño por una playa desierta, es un dialogo con algo más grande que nosotros. No quisiera terminar sin hacer referencia a todo el patrimonio musical que poseemos y que no nace en los conservatorios ni en los teatros. Me refiero a la música tradicional. Como músico, mi última mirada la dirijo hacia nuestro tesoro cultural más puro: El Cante Jondo, vestigio de las tradiciones que se expandían por todo nuestro Mediterráneo. Esa Andalucía milenaria que canta a su mar desde lo más profundo de su alma, y en la que mar y canto comparten las mismas voces.
David Martínez Castillo. Miembro fundador de la Orquesta Sinfónica de la Región de Murcia. Concertino de la Orquesta de Jóvenes de Murcia y miembro de la Camerata Murciana y del cuarteto Arsis-Tesis. Profesor de la Escuela de Música Chaplin.
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CRÓNICAS DEL MAR MENOR Y CUENTOS DE SIRENAS Por Carmen Clemente Abenza
Fue jugando a bucear en el Mar Menor, hace algunas décadas, que me encontré por primera vez y cara a cara con un caballito de mar. Lo reconocí de inmediato, porque lo había visto en muchas ocasiones dibujado en los libros de cuentos que tenía en casa, junto a otros seres que viven en las profundidades del mar, las sirenas. Entonces hice una deducción harto lógica: si hay un caballito de mar aquí, debe haber sirenas cerca. Y durante mis infantiles veranos a orillas de nuestro paradisíaco mar, me dediqué a buscarlas. Los cuentos de tradición oral que escuchaba a mis mayores, en aquellos tiempos sin televisión, no contenían elementos marinos y puesto que crecí en la huerta de Murcia, los seres acuáticos mas comunes que conocía eran las ranas (otro día hablaremos de príncipes metamorfoseados). Así que me fascinaban aquellos maravillosos seres submarinos, que seguro debían vivir en aquel inmenso, lejano y cristalino Mar Menor. Estrenando mi habilidad de leer, lloré y lloré sin consuelo mientras leía la versión original de “La sirenita” (aún a salvo de Disney), aquella que sacrificó lo más bello de sí, su voz, para conseguir a su príncipe y que en un acto de generosidad, renunció incluso a su existencia, con tal que él fuera feliz. Y aunque como contrapartida consiguió un alma inmortal, esto no consoló a la niña que yo era, que se preguntaba, ¿si esto es un cuento, cómo es que no termina bien? Mucho más tarde, en La Odisea, comprobé que las sirenas no siempre habían tenido cola de pez y que no eran tan bondadosas como la que nos describió Andersen. Incluso la expresión “cantos de sirenas” no tenía precisamente el tinte romántico que yo le asocié. ¿Sería cierto que las sirenas eran malvadas? Mientras comento en voz alta lo que escribo, un amigo me contesta: “Es su naturaleza”. No respondo. Sonrío al comprobar lo fuertemente integrados que tenemos algunos mitos en nuestra cultura. Saltar del lago de las sirenas de Peter Pan, a los escritores de aventuras solo fue cuestión de tiempo, aunque nunca abandoné mi gusto por los cuentos de tradición oral, y los ilustrados con algo más que versiones edulcoradas. De hecho tengo un recuerdo imborrable de mí misma, adolescente, espigadísima, sentada en aquella sillita de la sala infantil de la Biblioteca Regional de Murcia, por entonces en Alfonso X, sobrándome piernas por todos lados y disfrutando de un bellísimo álbum ilustrado de Pinocho, en el que no había sirenas, pero si una ballena, enorme, como son las ballenas. En esa adolescencia me atreví a surcar la superficie de todos los mares, guiada por Stevenson, Salgari, Melville, Defoe, Espronceda (aún recito de memoria su canción del pirata), con la única excepción de Verne, que me condujo por las profundidades.
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Gracias a esos escritores, subir a los balnearios que salpicaban la playa de Los Alcázares y que el viento me diera en la cara, tenía otro sabor. Sabía a salado, a aventura, a libertad, ¡ay quien pudiera ser rescatada por un capitán pirata (aquí haría algún comentario mi psicóloga), salir en busca de tesoros y quien sabe si conocer a alguna sirena! Allá en la juventud, nadando entre un trabajo y otro, y tras conocer a algún pirata de verdad (a veces hay que pensar muy bien lo que una desea, ¡que razón tiene mi psicóloga!, pero de piratas hablaremos otro día), sin una decisión expresa, las casualidades de la vida me permitieron regresar a estos paisajes marinos de mi infancia. Recalé en Santiago de la Ribera y trabajé con vistas al Mar Menor durante años. Ahora me viene a la memoria el cuento “Piel de foca, piel del alma” (1), que no habla exactamente de una sirena, mitad mujer, mitad pez, sino de una mujer que vive en el mar, bajo su piel de foca. Un hombre le roba su piel y promete devolvérsela a cambio de que viva con él durante un tiempo. Ella acepta pero él no cumple su promesa. Como para ella es necesario vivir en el mar, poco a poco va perdiendo su vitalidad. Es el hijo de ambos quien encuentra la piel y se la entrega. Ella vuelve al mar y recupera la salud y su vida. Cuento muy poético, con muchas posibles interpretaciones, como todos los cuentos. Sin embargo, ¿qué pasó con el hombre?, me preguntaba una mujer cuando terminé de narrar esta historia, en una contada ante un público exclusivamente femenino. Lo que para mi tenía final, para ella era algo inacabado. Por entonces yo prefería preguntarme ¿cómo va esto de las relaciones?
Isla Perdiguera. Carmen Clemente.
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Es otro cuento, “La esposa sirena” (2), recogido por Calvino, el que nos da una posible respuesta y nos habla de dos esposos que se quieren. Él es marinero y su esposa pasa mucho tiempo sola. Por cosas de la vida, ella le es infiel y aunque pide perdón a su marido, este la arroja al mar para que se ahogue. Unas sirenas la salvan y la acogen en su mundo. El marido que aún la quiere, se arrepiente de lo que ha hecho, pero ya es tarde. Tiempo después su barco se hunde y su esposa, ahora sirena, lo salva de morir ahogado. Ambos se siguen queriendo, pero ella pertenece al mundo de las sirenas. Tras pagar ambos un alto precio, regresan de nuevo a tierra para vivir juntos de nuevo, habiendo aprendido a colaborar para mantener su vida de pareja. Así que, ¿se trataría de colaborar? Bueno, regresar a las orillas del Mar Menor era estar en casa y como el lugar lo facilitaba, decidí aprender a navegar por mi misma, en vez de esperar a capitán alguno, pirata o no. Y fue en la escuela de vela del Club Náutico Mar Menor donde mi monitor de vela ligera, que no me era indiferente, me enseñó bien el arte de navegar: llevar el timón, aparejar y trimar velas, arbolar un snipe, abocar y volver a adrizar un vaurient, los vientos y los rumbos. ¡Ah! Y a bajar la cabeza a tiempo, para que no la golpee la botavara cuando la vela mayor traslucha. Allí, cada tarde de sábado, los alumnos, amigos y monitores de la escuela montábamos nuestra pequeña y particular regata con destino al puerto Tomás Maestre: el último pagaba los asiáticos, que en algunos días de invierno eran absolutamente imprescindibles para recuperar el calor. Recuerdo que en el cuento, “El príncipe Alí y la reina de las sirenas” (3), en su comienzo la sirena en cuestión, no es princesa, sino reina. Es bella, sabia y poderosa. Cuando encuentra al príncipe Alí, él está enamorado de una princesa “ideal” aunque aún no la conoce físicamente. La reina de las sirenas, ama al príncipe Ali y no utiliza su belleza para seducirlo, ni su magia para someterlo, ni su sabiduría para manipularlo. Solo le otorga al príncipe la facultad de convertirse en mujer (los psicoanalistas disfrutan mucho con estos pasajes, pero de esto hablaremos otro día), para que pueda acercarse a su princesa y conocerla realmente y después elija a quien prefiera de las dos. Alí se decide por la reina, ya que la princesa no resultó ser tan ideal. Y así, reina y príncipe deciden libremente convertirse en compañeros. Es el príncipe, en este cuento, quien adquiere el rango de rey. Esta mañana, el puente del Tomás Maestre, se abrió a las diez en punto, para dejarnos pasar. Pensábamos navegar rumbo a la isla de Tabarca, pero la previsión es de viento de levante fuerza 3-4. Eolo ha decidido por nosotros, el capitán (no, no es pirata), que es mi esposo (¿se acuerdan de mi monitor de vela?), y yo pensamos que no se debe iniciar una travesía con viento en contra. Así que ponemos proa a La Azohia. Tabarca y La Azohia son los lugares más cercanos donde aún hoy las aguas son claras y los peces se acercan a los bañistas. Si alguna sirena se aventurara por este litoral, para curiosear cerca de nuestro barco, escogería sin duda alguno de estos fondos. Este verano cayó en mis manos “La familia animal” (4), otra historia con sirena. Ella es libre, inteligente, espontánea y alegre. Se deja sorprender y disfruta de las cosas pequeñas de la vida. Mantiene fluidamente su relación de pareja, sin perder su espacio. No es un relato heroico, no hay nadie con quien luchar, nada que reparar. Solo vivir el momento.
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Por mi experiencia vital puedo contestar algunas preguntas: a veces los cuentos, como en la vida, no terminan bien y que las relaciones entre hombres y sirenas, son difíciles, pero posibles. Pero después de leer y contar muchos cuentos, ignoro cual es la verdadera naturaleza de las sirenas. Solo sé que las hay de muchas clases: míticas y efímeras, adolescentes y adultas, malvadas y bondadosas, felices e infelices, y podría añadir muchos más adjetivos. A veces son una mezcla de varios de ellos. Quizá haya tantas como los autores, lectores, narradores u oyentes, recrean cada día. Hoy el Mar Menor, no tiene sus fondos de arena, formando microdunitas, ni sus aguas transparentes, no hay zorros viviendo bajo sus piedras, ni cangrejos paseando por la playa, ni caballitos de mar nadando en sus aguas (sí, sé que hay intentos de repoblación, pero es que lo veo difícil). El medio se ha degradado, el fondo ha quedado colonizado totalmente por el alga conocida popularmente como oreja de liebre y sus aguas han sido invadidas por las medusas. Las hay a miles. Si ofrecieran la suficiente flotabilidad, en algunos días de verano, se podría ir caminando sobre ellas, como poco, desde Los Alcázares hasta la isla Perdiguera (5), y aunque la mayoría no tienen tentáculos urticantes, de vez en cuando se cuela alguna que sí (en fin, eso son cuentos de miedo, y de eso hablaremos otro día). Siempre que navego, nado o buceo, busco rastros de sirenas, ya que creo firmemente que existen y no pierdo la esperanza de encontrarme con ellas. De lo que he perdido completamente la esperanza es de encontrar un solo caballito de mar en mi ahora tristemente deteriorado, y aún bello, Mar Menor.
Carmen Clemente Abenza (Lorquí, 1958). Cuentacuentos especializada en tradición oral y género. Actriz y guionista. Su último guión, para espectáculo de danza, será estrenado en Teatro Circo de Murcia, el 6 diciembre 2012. Ha sido antologada en Los martes de luna llena.
(1) “Piel de foca, piel del alma”, versión de Clarissa Pinkola Estés, de su libro “Mujeres que corren con los lobos”. (2) “El príncipe Alí y la reina de las sirenas”. Versión de Ana Cristina Herreros, de su libro “Cuentos del Mediterráneo”. SM (3) “La esposa sirena”. Versión recogida por Italo Calvino en su libro “Cuentos Populares Italianos”. Siruela. (4) “La familia animal”. Randall Jarrell. Alfaguara. (5) El Mar Menor tiene cinco islas: Barón, Perdiguera, Ciervo, Sujeto y Redondela. Para comprobar lo que digo sobre el deterioro del Mar Menor, solo tienen que acercarse a su orilla.
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CARTAS NÁUTICAS (BIBLIOTHECA GRAMMATICA) TUSITALA Y EL MAR (Una reflexión sobre LA ISLA DEL TESORO)
Robert L. Stevenson Anaya. Tus libros. 1981. Traducción de José María Álvarez Valdemar. Avatares. 2009. Traducción de Francisco Torres Oliver
“Nunca pude ver el mar en calma en la isla del tesoro…”
Me equivocaba al pensar que resultaría sencillo escribir sobre mi libro favorito. Considerado el mejor clásico juvenil, y adaptado a muchos otros medios (películas, musicales, videojuegos), su fama pesa mucho. ¿Qué no destacar de una novela sencilla y, sin embargo, tan profunda y rebosante de matices? Por eso, he condensado algunas de las razones (muchas me dejo) que me impulsan a regresar anualmente a La Isla del Tesoro de la mano de Tusitala. Así le llamaron en los Mares del Sur: “el contador relación literaria con el mar fue muy estrecha, por entretener a su hijastro. Sin embargo, consiguió que trascendiera edades y épocas: supone un referente lectura.
de historias.” Narrar era su don. Su eso ideó este relato de piratas para una trama de aventuras para jóvenes de novela con múltiples niveles de
La Isla del Tesoro representa un viaje marítimo hacia a la madurez para los lectores. Dejan atrás el cómodo entorno materno, se templan en la vida a bordo, comparten duras experiencias, toman decisiones y deben aceptar las consecuencias. Tras las aventuras, aprenden que las personas son como las olas: en ocasiones, oscuras; en otras, claras; volubles o calmadas, pero nunca unidimensionales. Éste resulta el rasgo más potente de la novela: todos los personajes tienen volumen, incluso el loro. Los héroes despliegan rasgos negativos: el capitán es inflexible; el doctor, arrogante;
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el squire, imprudente; hasta Jim es cruel con su sustituto en la posada. Por otro lado, los piratas muestran detalles redentores: Bones paga su deuda con el mapa; Israel es un envidiable artillero. Incluso el epítome del mal, el fallecido Flint, es recordado como un “orgullo para Inglaterra” por su habilidad marinera. Qué decir, pues, del carácter más completo, el hombre con una sola pierna. “Todos temían a Flint, pero él temía a Long John Silver”. Una proeza narrativa describirle mediante los miedos de una persona sin temores. Barbacue, con los rasgos propios del mar: encantador y malvado, maestro y egoísta, dulce y cruel, ahorrador y sobrio, temperamental y traicionero. El mejor pirata de la literatura, con el permiso del Capitán James Garfio. Demuestra la solución de Stevenson a los problemas éticos: apelar al “pacto entre caballeros”. Quien lo rompe, como Israel, merece la muerte. Quien lo respeta (aún de mala gana), como Silver, se salva (con un poco de picaresca, eso sí), aunque no se redima. La relación del pirata con Jim es la verdadera “protagonista” de la historia; simboliza un hito de la adolescencia: descubrir que nuestros maestros resultan seres de barro, imperfectos. La vida rara vez se asemeja a un mar tranquilo, y, aunque tengamos un pergamino marcado con una X, puede resultar falso o inútil. Pero no es razón para rendirse al cinismo y abandonar la esperanza. Debemos trazar nuestro mapa vital en búsqueda del auténtico tesoro: la propia personalidad. Mediante el estilo indirecto, desde la perspectiva de Hawkins (con un breve paréntesis del diario del Doctor), el narrador arrastra a sus lectores con ritmo frenético: siempre pasan cosas. Aunque deja claro, desde un principio, el buen término de la historia, consigue mantenerte en vilo. Por supuesto, no resulta fiable: retiene información o la presenta de forma sesgada. Pero eso añade encanto y obliga al lector a ejercitar su punto de vista crítico: ¿se dispararon por accidente las pistolas? ¿Fue una cobardía disfrazada la huida del fuerte? ¿Salvaba el doctor a los presos que cayeron bajo su bisturí? Ayuda a formar buenos lectores y resulta acorde con el espíritu de la historia: no hay verdades absolutas y nada es lo que parece. El estilo otorga, también, comodidad al autor en ciertas materias: las terribles maldiciones piratas no se citan explícitamente. Se echa en falta el primer amor, una de las experiencias más importantes de la vida, en ese viaje en pos de la madurez emocional; pero la ausencia de personajes femeninos (exceptuando a la madre) fue exigencia del hijastro de Stevenson. Respecto a las ediciones, hay muchas de gran calidad. Menciono dos editoriales, por lo cuidado del trabajo: Valdemar (digna de coleccionista) y Anaya (familiar para cualquier lector). Ambas cuentan con una excelente traducción, introducción y el imprescindible glosario de terminología náutica que hacen más cómodo el viaje. Me despido con una última razón: gran parte del tesoro de Flint sigue allí, esperándonos. En esta ocasión, he compartido mi regreso anual con vosotros. Por favor, no dejéis de llevar allí a vuestros hijos y seres queridos. Hay pocas experiencias comparables con el primer viaje a La Isla del Tesoro.
Fernando López Guisado
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ENCUENTRO EN ALTA MAR Fragmento de la novela de Montse de Paz El heredero del clan, Espasa Libros, 2011.
La pala de fresno hendía las aguas, levantando una montaña de rizada espuma. Thorvald accionaba con destreza el enorme remo, situado a estribor y hacia la popa del barco. Sujeto a un soporte de madera clavado en cubierta, el timón pivotaba suavemente, empujado por los brazos vigorosos del joven navegante. Aunque la tripulación contaba con un capitán veterano y experto, llamado Olafur, tres hombres se iban turnando para conducir la nave, y a Thorvald le gustaba hacerlo. Harald observaba cómo al empujar hacia delante el extremo de la pala ésta barría las olas tras de sí, el barco viraba hacia la derecha y se adentraba en alta mar. Por el contrario, si querían enfilar hacia tierra, el timón debía accionarse hacia atrás, de modo que la pala era propulsada y el barco giraba a babor. Thorvald adiestró a su amigo y en pocos días Harald aprendió a guiar el bajel. Más complicado era dominar la vela, que Olafur hacía girar con maestría sobre el eje del mástil para aprovechar los vientos. Cuando surcaran aguas más calmas, deberían empuñar los remos. Pero la tripulación estaba tranquila; en el primer tramo de su viaje, los abruptos acantilados sufrían el azote de los vientos y su soplo empujaba la flotilla hacia el sur. Nunca se alejaban de la costa. De noche, cuando el cielo estaba despejado, las estrellas trazaban su mapa luminoso en el firmamento. El día que rebasaron la Zarpa del Dragón, el promontorio rocoso que marcaba la frontera sur de las tierras de Sunnskate, divisaron una resplandeciente aurora boreal. Los marineros se congratularon y elevaron cánticos a sus diosas. «Las valquirias iluminan nuestro camino», gritaban enardecidos. Dejaron atrás la silueta sombría y velada en nieblas del monte Valla, que se elevaba sobre la Zarpa, y desde entonces Thorvald se sintió con el ánimo mucho más ligero.
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Su optimismo contagiaba a la tripulación. ―Harald, esta expedición dará sus frutos. Me he trazado una meta y he hecho una promesa ante los dioses. ―¿Y cuál es? ―Voy a regresar a Sunnskate con mis barcos tan cargados como he partido… y a rebosar de oro. No volveré antes. Harald sonrió. ―Eres ambicioso, Thorvald. ―¡Hemos de ser ambiciosos! Si no es así, ¿qué sentido tendrá nuestro esfuerzo? Thorvald demostró a su amigo que sus palabras eran algo más que bravatas. Comenzaron a fondear en las aldeas más pobladas del litoral. Los barcos iban repletos de pieles, carne seca de reno y hueso de astas. También llevaban ámbar, lana virgen y lana tejida, incluso tintes para colorearla. La táctica era simple: Thorvald jamás intercambiaba mercancía si no era con la posibilidad de revenderla en otros lugares. En varias ocasiones, Harald lo vio rechazar incluso el oro, priorizando otros productos que planeaba vender a mayor precio. Una noche zarparon de una populosa aldea de pescadores, cargados de colmillos de morsa y barriles de sebo. Los barcos navegaban lentamente, escorados bajo el peso de la mercancía, y Olafur rezongaba mientras manejaba el timón para salir del fiordo. Pero Thorvald estaba de un humor inmejorable. ―¿Así es como piensas llenar tu barco de oro? ―le provocó Harald―. ¿Con grasa de foca? Thorvald sonrió y lo invitó a sentarse junto a él, ofreciéndole aguardiente de su cuerno. ―Aún no lo entiendes, Harald. En el próximo fiordo, nos adentraremos hasta las aldeas interiores. ¡Allí les venderemos los colmillos de morsa, que ellos no cazan! En cuanto al sebo, es un producto barato. Pero espera a que compre minerales, aromas, y lo tratemos. Sirve para mil cosas, lo sabes bien. Si fabricamos jabón y ungüentos y lo vendemos en pequeñas porciones, envasado en tarros de loza, ¡nos lo quitarán de las manos en cualquier puerto! ―Pero Thorvald, ¿dónde lo vamos a fabricar? ―Pronto llegaremos a Bernskate, que es aún más grande que Sunnskate. ¡Haremos un trueque! Por seis pellejos de oso podemos contratar a media docena de muchachos que lo harán encantados. Me dirás que las pieles de oso son caras, sí… Pero, ¡echa cuentas! Si vendemos doscientos tarros de sebo a dos piezas de bronce cada uno y quinientos de ungüento aromático a una de plata por vaso, ¡cuenta las pieles de oso que se pueden comprar con todo eso! Harald contempló a su amigo con admiración. Estaba descubriendo que no sólo era un guerrero temerario, sino un negociante astuto y capaz. ―Eres un hombre afortunado, Thorvald. Triunfas en la guerra y en el comercio… ¡Muy pocos en Sunnskate pueden alardear de tener esas cualidades sumadas! Thorvald se lo quedó mirando durante unos instantes. La brisa soplaba de alta mar y agitaba sus cabellos castaños sobre los hombros fornidos y musculados, que tanto admiraban los jóvenes de su edad. ―No tienes nada que envidiarme. ¿Has pensado en ti mismo? ―¿En mí?
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―¡Sí, en ti! ¿Quién ha hecho tantas cosas como tú? Conoces la forja, has trabajado la madera, eres granjero y agricultor, como los hombres de tu clan; has abierto una taberna con Lokki, conduces manadas de renos y has domado caballos. ¡Solo te faltaba navegar! ¿Quién entre los hombres de la tierra sabe guiar un barco, como tú lo haces? Harald permaneció en silencio y Thorvald continuó. ―Además, te llevas bien con todos. Los de la tierra te respetan, los del mar somos tus amigos; Randver confía en ti, los pequeños clanes te adoran y Bruni se rinde ante tu espada… ¡Hasta esos pastores de renos te aprecian! El mismo Hadski te mira con más respeto que a nuestro propio jefe. Y en la guerra, ¡por los dioses, que no dejas atrás a uno solo de los matadores de osos! Por si esto fuera poco, eres amigo de la hechicera. ¿Te das cuenta, Harald? Si hay un hombre completo en Sunnskate, ése eres tú. ¿No lo has pensado nunca? ―Pues… la verdad, no. No lo había pensado. Thorvald rió y le palmeó el hombro. ―En el mar hay mucho tiempo para pensar. Y te diré aún más. Llegará un día en que serás el candidato perfecto para suceder al jefe, sea quien sea éste. Ese día, Harald, te juro que yo te apoyaré con todas mis fuerzas. Y me romperé el casco, si es necesario, para que todos los clanes del mar te secunden. Harald tragó saliva y sintió vértigo. Jamás nadie le había hablado de su futuro en esos términos. Ni siquiera la anciana Birna. De pronto, comprendió que Thorvald veía el trayecto de su vida con asombrosa lucidez, como solo un amigo o una persona muy cercana podía hacerlo. ―No estoy seguro de querer eso ―murmuró―. Y no es cierto que todos me aprecien. Al menos hay un clan que no… Thorvald lo interrumpió con una carcajada. ―¿Te refieres a Ingram? ¡Ese viejo refunfuñón! ¡Bah! Ingram está solo. Es muy rico, sí. Tiene cientos de reses y muchas tierras. ¿Y qué? Está peleado con medio Sunnskate. Ni siquiera se lleva bien con sus propios hermanos. Ha perdido a sus dos hijos mayores y ve llegar su declive. Ingram está ansioso, forzará alianzas y eso le hará enemistarse con otros clanes y perder autoridad. ¡Por eso ruge como una bestia acorralada! Sabe que sus días están contados. ―Aún así, es el padre de Inge… ―¡Ah! ―Thorvald suspiró y le pasó el brazo por la espalda―. Esa es nuestra maldición. Somos jóvenes y tenemos un porvenir lleno de promesas. Pero yo he perdido lo que más quiero y tú no puedes poseerlo. Harald asintió y dirigió la vista hacia el mar. Las nubes se agolpaban en el cielo y las olas, antes de un azul oscuro, se habían tornado grises. ―No desesperes, Harald. No desesperemos… Los dioses saben qué nos depara el destino y hemos visto su señal en el cielo. Algún día nuestros deseos se cumplirán. ―¿Tú crees? ―No lo dudes. Tú conseguirás a Inge, y yo encontraré a otra mujer… ―se le quebró la voz, pero continuó―: …que me dará un heredero.
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Harald aspiró una bocanada de aire frío y salobre, deseando que las palabras de Thorvald se convirtieran en profecía. Y se preguntó por qué su amigo, que días atrás había clamado contra el cielo, ahora recuperaba una fe insólita en sus designios. ―Has cambiado. Hace poco no creías en los dioses. Thorvald lo miró y sonrió. ―En el mar también crece la fe. ¡Ésa es nuestra áncora! Pero, días más tarde, Harald pensó que la fe era pequeña, débil e impotente contra las enormes montañas de agua y espuma que se levantaron ante ellos. El mar se agitaba como un gigantesco lienzo sacudido con furia y los navíos comenzaron a saltar en los abismos que se abrían entre las olas. Los marineros se apresuraron a arriar las velas, cubriendo con ellas las mercancías. Olafur sujetó el timón de su barco con mano firme mientras la lluvia caía inclemente y el viento ululaba, ensañándose contra la flota. Los hombres se amarraron a las bordas, intentando mantenerse a salvo de las voraces lenguas de mar que barrían la cubierta. Harald no recordaba haberse visto preso por el pánico como entonces. Ni en las horas más trepidantes de sus cacerías de juventud, ni en lo más álgido de un combate, jamás había sentido tan cercanas las fauces de la muerte. Con las entrañas retorcidas y el corazón entre los dientes, luchó con sus compañeros por continuar vivo y respirando al tiempo que el mar se desbravaba sobre ellos. ―¡Harald, ayúdanos! Entre el fragor del huracán y el estallido de las olas rompiendo contra el casco avanzó como pudo, aferrándose a la borda, hasta llegar al timón. Olafur aún pugnaba por dominarlo, pero las fuerzas le flaqueaban. Lívido por el frío y el esfuerzo, su cuerpo tenso y empapado parecía a punto de romperse. Thorvald se había situado a su lado y agarró el timón. ―¡Vamos, Harald! ¡Ven aquí! Harald llegó a trompicones y se aferró al remo. Casi al momento, una ola arrolladora pasó por encima de ellos y Harald sintió cómo su cuerpo se elevaba, succionado por el mar. Cerró los puños y se abrazó con todas sus fuerzas a la barra de madera, hasta que sintió cómo las fibras musculares de sus brazos le estallaban de dolor, mientras los ojos y la boca se le llenaban de agua salada. Cuando pudo volver a respirar, se encontró arrojado sobre la cubierta. Olafur había sido arrastrado al otro extremo de popa. En medio del aguacero y el vendaval se oyó la voz de Thorvald. ―¡Ayúdame, Harald! ¡Necesitamos la fuerza de dos! Tosiendo y jadeando, logró arrastrarse hasta el timón, se levantó y sujetó el fuste junto a Thorvald. Y entonces sintió el barco como algo vivo, crujiendo y tambaleándose bajo sus pies. Cada sacudida de las olas era un azote a su cuerpo, pero al mismo tiempo, agarrando el timón, sentía que aún podía ser su dueño. ―¡Saldremos de esta, Haraldsson! ―¿Tú crees? ―¡No lo creo! ¡Estoy seguro! Apenas acabó de hablar, una inmensa muralla de agua se elevó ante ellos. Era enorme, lisa como una sábana, brillante y azulada, con las crestas plateadas rompiendo muy por encima de sus cabezas.
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―¡Dioses! ¡Estamos perdidos! Thorvald empuñó el timón, virando con todas sus fuerzas, y lanzó un alarido mientras dirigía la proa del barco hacia el centro de la ola. Harald empujó con él, despidiéndose de la vida para sus adentros, y entonces vio algo que jamás olvidaría. La proa rasgó la ola como si fuera un lienzo y la nave se precipitó contra la masa de agua, limpia y directa como una saeta. ―¡Agárrate fuerte, Harald! Fue lo último que él oyó, antes de sentir el fragor y la violencia de todo el océano estrellándose sobre ellos. Cuando Harald volvió en sí, lo primero que sintió fueron sus puños. Y a continuación el escozor en la piel y el dolor en el pecho. Ensordecido y empapado, abrió los ojos. Aún agarraba el timón, y Thorvald sonreía a su lado. Las olas les habían despojado de sus jubones y camisas y tan sólo les quedaban los pantalones, hechos jirones y adheridos a sus muslos. Un último trueno retumbó sobre el mar agitado y el viento comenzó a soplar desde tierra. ―¡Hemos pasado lo peor! ―gritó Thorvald―. Esta noche fondearemos en puerto seguro. Harald no podía creerlo, pero así fue. Todos los barcos de la flotilla se salvaron y, aunque en estado lamentable, atracaron en un pequeño puerto situado en la embocadura del fiordo de Bernskate. La borrasca se alejaba mar adentro, con su cortejo de nubarrones iluminados por el centelleo de los relámpagos. Habían perdido parte de su mercancía y seis hombres desaparecieron en el temporal. Los cascos de las naves necesitaban reparación, dos de ellas tenían el mástil quebrado y varios tripulantes habían resultado heridos. Los de Falki murmuraban. ¿Tal vez los dioses no favorecían aquella expedición? Pero Thorvald no se desanimó. Declaró que haber superado la tormenta era una clara señal del favor de los cielos y no se dio por vencido ante las pérdidas. Cuando posaron los pies en tierra, Harald caminó vacilante, como si la arena se agitara movida por el oleaje. Se apoyó en Thorvald y éste se echó a reír. ―¡Aún eres hombre de tierra, Haraldsson! Espera a navegar durante unas lunas más, y entonces toda la tierra te parecerá flotante y ansiarás la seguridad del barco. Harald movió la cabeza, exhausto y sintiendo vértigo en el estómago. ―No era la primera vez que te enfrentabas a una tormenta, ¿verdad? Sabía cómo abordarla… Thorvald sonrió sin responder. ―Sinceramente, creí que no lo contaríamos ―dijo Harald. ―Verás…―Thorvald bajó la voz y lo atrajo hacia sí―. Yo tampoco. Aquella noche cenaron en una taberna donde todos los lugareños los observaron con estupor y admiración. Thorvald rió a gusto cuando sacó su bolsa de monedas de plata y la abrió ante el mesonero. El hombre miró al joven empapado y descalzo, con el torso desnudo y los cabellos pegados a la piel, y al resto de la tripulación que lo acompañaba. Ante los murmullos—«parecen supervivientes de un naufragio»—, Thorvald se apresuró a afirmar que en modo alguno lo eran.
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―Hemos pasado una mala racha, eso es todo. Nuestras naves están ahí, enteras y cargadas de mercancía. Y me propongo venderla toda en la próxima luna. Mientras cenaba un buen asado de foca regado con cerveza fuerte, rodeado por Harald, Olafur y sus compañeros, Thorvald atrajo la atención de los clientes de la taberna y no tardó en hacer los primeros negocios. Ofreció trocar un lote de pieles y tejidos de lana a cambio de ayuda en la reparación de sus bajeles. Más de diez hombres se disputaron por aquel trabajo. Pasaron media luna en Bernskate, mercadeando y recorriendo las costas del fiordo. Thorvald contrató los servicios de un grupo de hombres para fabricar ungüento y envasarlo. Fue entonces cuando un joven apuesto y pelirrojo, de carácter desenfadado, se unió a su tripulación. Dijo llamarse Freyr, vivía solo sin hogar fijo y se dedicaba a cualquier faena que le aportara lo necesario para sobrevivir, pero destacaba en el trabajo manual con la madera y el hueso. Cuando Thorvald descubrió su habilidad, le ofreció tallar las astas de reno y los colmillos de morsa para fabricar utensilios diversos. El muchacho aceptó encantado y no exigió remuneración alguna. ―Me basta con que me hagáis un sitio en vuestro barco ―dijo, mostrando a Thorvald un cuchillo decorado con artísticas muescas―. No os arrepentiréis. Thorvald no lo pensó dos veces. Con el trabajo de Freyr, el hueso que almacenaban sus naves multiplicaba su valor. Por otra parte, el muchacho era alegre y tenía la virtud de entablar conversación con toda clase de personas. Fue él quien los guió hacia las aldeas interiores del fiordo y propició muchas ventas suculentas. ―Este chico es una mina de oro ―comentó Thorvald una noche, contando monedas y piezas de plata. Harald sonrió ante el entusiasmo creciente de su amigo. También él comenzaba a apreciar sinceramente a Freyr. ―Será una buena idea llevarlo con nosotros. Cuando abandonaron Bernskate, el sol estival ya iluminaba durante largas horas el océano. Los vientos amainaron y en varias ocasiones tuvieron que echar mano a los remos. Al día siguiente, distinguieron las velas de otra flota acercándose a ellos. Se trataba de una nave grande seguida de dos más pequeñas. Harald no pudo evitar una exclamación. ―Esa vela roja… ¡Es la Skuld! ¡Me juego la cabeza! Thorvald rió alegremente. ―¡Vaya! Nos cruzamos nada menos que con nuestro amigo Egill. ¿Qué tal si preparamos un encuentro? Freyr se encaramó por el mástil e izó una bandera blanca, que se agitó como señuelo sobre la vela a rombos de la nave. La vela roja distante se ladeó y los dos barcos que la acompañaban aminoraron su avance. Al cabo de unos minutos, un banderín claro ondeaba sobre la verga de la Skuld. Harald aguzó la vista y distinguió el dragón negro bordado en el lienzo, como un escorpión prendido en la tela púrpura. Las dos naves capitanas se abordaron en alta mar. Los marineros tendieron una pasarela de cuerdas y tablones y Thorvald y Harald cruzaron, manteniendo el equilibrio, hasta saltar sobre la cubierta de la Skuld. Egill los recibió con los brazos abiertos.
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Más grueso, observó Harald, y quizás también más envejecido, aunque apenas pasaba de los veinticuatro, el hijo de las águilas del mar regresaba de su largo periplo satisfecho y con dos bajeles más acompañando su nave. ―¡Ha sido un viaje largo y provechoso! ―exclamó―. Y vosotros, ¿qué hacéis tan al sur? ¿Pensáis llegar hasta los daneses? Thorvald sonrió con suficiencia, percibiendo el recelo de Egill. ―Sí, navegaremos hasta el estrecho, ¿por qué no? Me propongo regresar al menos con la mitad de oro que tú. Egill soltó una carcajada. ―Llegas un poco tarde, Thorvald. ―Humm, quizás. En fin, si puedo vender todo lo que llevo ahí, ¡me conformaré con la plata! Egill lanzó una mirada escrutadora a la cubierta de los barcos de Thorvald. ―Veo que llevas un buen lote ―dijo, mirando las apretadas hileras de baúles y ánforas tapadas―. ¿Se puede saber qué es todo eso? Thorvald sonrió avieso. ―Eso… ¡es mi oro! No quiso decir más. Harald decidió no revelar el contenido de las jarras y dejó que Egill se devanara los sesos a conjeturas. Por fin, Thorvald hizo traer un barril de su mejor cerveza y lo compartió con la tripulación de la Skuld. Los capitanes bebieron, brindaron y se despidieron. ―Harald, vuelve conmigo ―le dijo Egill―. ¿Qué demonios haces con Thorvald? Es un patán y negocia como un oso. Yo traigo buena mercancía y tengo la intención de navegar hacia Kali antes de que acabe el verano. ¡Ven conmigo! Él movió la cabeza, mirándolo con afecto. ―Egill, lo siento. Ya me he comprometido con él. No puedo echarme atrás. ―¿Por qué no, diablos? Yo siempre te he proporcionado buenos tratos y ahora te estoy ofreciendo ganar más oro. ¡Te haré un hombre rico! ¿No es eso cuanto necesitas? Podrás acabar tu casa, comprar las fincas que quieras… Harald se mordió los labios. Era tentador, sí. Podía regresar y enriquecerse rápidamente… Volvería a ver a Inge. Tal vez se había equivocado, queriendo alejarse tanto. Desvió la mirada hacia Thorvald, que aguardaba unos pasos más allá con el semblante en calma. Sobre sus cabezas, las gaviotas trazaban círculos, chillando. ―No. Te agradezco tu invitación. Pero no quiero volver. No ahora. Egill asintió, al tiempo que la sonrisa desaparecía de su rostro. ―Tú lo has querido así, Haraldsson. ―Que los dioses te acompañen, Egill. Montse de Paz (Lérida, 1970). Licenciada en filología inglesa y directora de la Fundación ARSIS. Ha escrito varias obras de ficción y ensayo y publicado tres novelas: Estirpe Salvaje, El heredero del clan y Ciudad sin estrellas, que fue VIII Premio Minotauro de fantasía y ciencia ficción.
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CONQUISTANDO PRINCESAS JUNTO AL MEDITERRÁNEO Fragmento de la novela de David Mateo Noches de sal, Grupo AJEC, 2011.
Desde el Treinta y nueve Grados se tenía una perspectiva magnífica de la playa de las Arenas, de la Malvarrosa y, recortados en el horizonte, de los enormes apartamentos de Portsaplaya. Pero lo que en realidad fascinaba a Abel era el Mediterráneo. Un remanso de ira contenida que sólo despertaba en invierno. Alma oscura y profunda, como escribió una vez Machado y recordaron tantos otros, que se eclipsaba bajo un atardecer rojo; y aun así jamás podría compararse al Atlántico, ladrón de navegantes y anfitrión de viudas desconsoladas. Aquella víspera de finales de octubre la costa estaba desierta y la mar picada. La verde superficie se rizaba entre guirnaldas de espuma y lanzas de coral rojo, dejando tras de sí un cerco brillante, como de aceite, que daba vida a las aguas que chocaban contra los bloques de piedra que custodiaban el Dique Norte. Un surfista, pese a las horas postreras del día, se dejaba llevar por la resaca, recuperando el aliento, subiendo cada vez que el mar se plegaba y descendiendo entre sortijas de efervescencia blanca. El traje de neopreno brillaba como una boya perdida en la inmensidad, solitaria, minúscula, el reclamo perfecto para que todos los clientes de la terraza clavaran la mirada en él y sus sueños rotaran alrededor de aquella figura exiliada en el sombrío universo de agua. Del bar llegaba el bullicio de la gente. Fernando Alonso se disputaba el título mundial con Raikkonen y Hamilton en el circuito de Interlagos. Rafa, futbolero de pro, se quejaba a menudo del estúpido fervor que despertaba la Fórmula 1. —Gritan como borregos y todavía faltan treinta vueltas para el final. ¿Qué interés pueden encontrarle a eso? Si no fuera por ese circuito urbano que proyectan hacer en la ciudad, a buenas horas iban a interesarse por los coches.
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En el ambiente sonaba una melodía Chill Out, un son envolvente que se fusionaba con las olas, voces femeninas transformadas en sirenas tras la puesta de sol, sesiones de cuerda que dejaban un rastro vibrante en el aire, eléctrico, impregnado de salitre y cantos de gaviota. Bossa nova y algo de lounge que se mezclaban con los susurros de las parejas que bajaban por el canal y subían al dique para pasear por él. Así era el Treinta y nueve Grados, magia en las noches de verano, solaz retiro para las pasiones en las tardes de otoño. Por eso le agradaba a Abel. En cierta forma le recordaba a su propio hogar, tan próximo al mar, tan próximo a la frontera sin límites en que se convertían las calas de San Amaro y Lapas. El surfista aprovechó la cresta de una ola para bajar a la orilla, después reinició su lucha contra los elementos para volver a adentrarse en el mar. Se había convertido en la principal atracción de los turistas que paseaban alrededor del bar y que no tenían el más mínimo interés por la Fórmula 1. Un grupo de cuatro francesitas atrincheradas contra la baranda cuchicheaban entre sí, dirigiéndose risillas malintencionadas. —Seguro que están hablando de cómo se lo follarían —aseguró Rafa, observando con insidia al surfista—. Se creen que el deporte de riesgo supone tener un revolver del calibre treinta y ocho bajo la bragueta. ¿Por qué serán así? —Eres un bestia —le reprochó Abel. —No, que va, míralas cómo se inclinan. Rafa se aupó sobre su hamaca para encontrar mejor perspectiva. Una de las francesas, de cabello largo y rojo, saludaba al surfista mientras se sujetaba el pañuelo de seda que le arropaba el cuello. Su cintura rozaba una y otra vez la balaustrada, provocando que la sonrisa de Rafa se hiciera más angulosa. —Seguro que están hirviendo por dentro, como pastelitos de crema recién sacados del horno —dijo con naturalidad, después le dio un trago a su cerveza y volvió a reclinarse sobre el respaldo de la hamaca—. Si la fuerza es el derecho de las bestias, yo ahora mismo soy el señor de las bestias. —Eres un machista —recitó Abel, imitando la voz de Lorena. Aquello no pareció sentarle muy bien a Rafa. —Y tú vas en franca decadencia, Jean Valjean. Últimamente, pasar una tarde en el sofá de mi abuela es más interesante que compartir una cerveza contigo. Estás muy mal, tío. Tanto ir a ese local de ocupas te pone menopáusico. —No digas tonterías. —¿Que no diga tonterías? Patri me dijo que ligaste con una bailarina de striptease y que no la has llamado todavía. —Patri es una bocazas. —Sí, lo es, pero si no es por ella no sabría nada de vuestra aventurilla en Los Nocturnos.
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—¡Cagüen la pena negra! ¿Es que aquí uno no puede tener intimidad? Rafa soltó una risita y volvió a echar una ojeada a las turistas. Las francesas, cansadas de seguirle la rosca al surfista, se alejaban por el paseo. La brisa agitaba sus vestidos de gasa, de algodón elástico, sus pañuelos de seda, sus enormes pamelas, como si un geniecillo revoltoso se escurriera junto al aire y encontrara una satisfacción especial al tensar la tela y dejar entrever sus cuerpos duros. En la playa, el surfista volvía a aprovechar una ola y descendía hasta la orilla a toda pastilla, desatando los comentarios y los aplausos de los espectadores. —Rafa, tú que tienes más experiencia que yo en estos asuntos, ¿cómo se puede acceder a un sitio inaccesible? Abel soltó el aire de golpe, como si acabara de decir algo que llevaba toda la tarde mascullando. Se le había secado la garganta, por lo que tuvo que beber cerveza para quitarse la aspereza. —¿A qué te refieres? ¿Tiene que ver con esa extraña chica que vive en la casa del viejo? Abel sonrió con desidia. Ir con Patricia a un sitio acababa siendo como llevar al pregonero del pueblo detrás. Al final, no había Dios que no supiese cada paso que dabas. —Me gustaría conocerla. Estoy casi seguro de que fue ella la que escribió el cuento. Ella es Secreto. Lo supe en cuanto la vi. —¡Anda ya! No me seas místico. Podrías estar equivocándote. —No, no me equivoco. Estoy seguro. —Abel se reclinó en la hamaca y le habló de forma confidencial, como si compartieran un secreto capital—: Es ella. Sus ojos, Rafa, sus ojos transmitían la misma dulzura que sus palabras. Melancólicos, grises y tristes. Era como mirar a través de un sueño y ver como el cuento de Secreto tomaba forma. Es algo que sólo puedes sentir cuando estas en conexión con otra persona a un nivel muy íntimo, muy receptivo… no sé como explicarlo. —Yo sí, tío. Te haces demasiadas pajas mentales y eso no es bueno. —Que no, coño, que no. Tuve un profesor de arte que aseguraba que cada vez que escribimos o dibujamos sobre un lienzo, dejamos una impronta de nosotros mismos. Si eres lo suficientemente receptivo, puedes llegar a captar ese rastro y comprender hasta un nivel metafísico cómo es esa otra persona. —Creo que la cerveza se te está subiendo a la cabeza. —¡No me estás prestando atención, Rafa! Es algo científicamente demostrado. Existe la arteterapia, existe una psicología humanística que habla del auto-conocimiento, del desarrollo personal y de la mejora de la salud a través de la expresión plástica. El arte puede convertirse en la herramienta que permite indagar sobre el estado interior de una persona a través de sus emociones estéticas. Va más allá de la mera comunicación oral. —Disciplinas contradictorias a una ética psicológica coherente —respondió Rafa, en cuyo estrecho cerebro de traumatólogo no cabían semejantes teorías—. Deberías acudir un poco más a clase.
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—¡Rafa, medicina y arte pueden ir asociados! Existen epónimos en la mitología que confirman esa teoría: Príapo, Morfeo, Narciso… ¿Acaso no has leído «La montaña mágica» de Thomas Mann? Pétit tache humide. ¿Y «La Peste», de Albert Camus? Es un tratado impresionante sobre la naturaleza, el tiempo, el cuerpo humano, las enfermedades, la muerte. —¡Chorradas de comecocos narcisistas! —Recuerda que Rudolf Erich se adelantó al síndrome de la pseudología fantástica y Shakespeare fue un auténtico psicoanalista de las emociones humanas. ¿Y qué me dices de Barbey d`Aurevilly y su cuento «Una historia sin nombre»? Creó al personaje de Lasthénie que acabaría derivando en el Síndrome Lasthénie. ¿También pasas de eso? Para ser querido hay que estar enfermo. Muere y serás amado. Los escritores, los pintores, los escultores introducen una parte de sus preocupaciones en las obras que crean. —A Abel le hubiera gustado decir «introducimos», pero no se atrevió. Padecía un pudor casi obsesivo que le alejaba de ese maravilloso mundo que tanto anhelaba abrazar y que tanto dolor le deparaba —. Basta con ser un poco receptivo para ver el corazón del escritor latiendo entre las letras. Si llegas a atisbarlo, obtendrás una perspectiva inmejorable de la psique de la persona que se encuentra al otro lado de la página. —Muy esclarecedor, Jean Valjean, pero una vez más das un largo rodeo para llegar al quid de la cuestión. —Rafa se acomodó en la butaca y distendió la mirada por encima de la baranda. El cielo, cada vez más plomizo, se deshacía en pedazos sobre un mar quebrado por olas. La superficie gris invitaba a todo menos a un baño, aunque el obstinado surfista seguía allí, incansable, ajeno a un firmamento que amenazaba con volverse en su contra, aislado con sus propios pensamientos, con sus propias divagaciones. A Abel le dio un poco de envidia aquella introspección tan íntima—. ¿Recuerdas la canción de los Celtas Cortos? — continuó Rafa—: El rey que tenía tres hijas y las metió en tres vasijas. Y las tres princesitas que lloraban desconsoladas mientras su padre les gritaba que por favor se callaran. Aquí no hay tres princesitas, sino sólo una. Y esa princesita, Abel, es tu princesita, y no hará nada hasta que no la rescates. —¿Cómo? ¿Quieres que rescate a Secreto? Pero si ni siquiera sé si ella desea que la rescaten. Sólo la he visto una vez. —Querido amigo, todas las doncellas aguardan a su príncipe encantado, y más las que se encuentran encerradas en la torre. Es tu Rapunzel, Abel. Aunque no lo creas, ella está deseando que te aproximes un poco más a su ventana para lanzarte la trenza de cabellos dorados y que la rescates de las garras de ese viejo chocho. —¿Tratas de decirme que la saque por la fuerza de casa? Rafa se echó las manos a la cabeza y su expresión se volvió muy cansada. —Hace un minuto tratabas de darme una lección de psicología y en el fondo tienes menos luces que el camerino de Stevie Wonder. Atiéndeme bien, Abel. Muchos piensan que la paciencia es la madre de la ciencia. Yo creo que, en el fondo, ese es el recurso al que se agarra la gente corriente para no encarar sus problemas. La verdadera madre de la ciencia es la insistencia. Las demás son todas madres putativas. Para conseguir algo hay que quererlo
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realmente. Para rescatar a Rapunzel no basta con ir sólo una vez a la torre, hay que ir una, y otra, y otra, y otra, hasta que Rapunzel beba los vientos por ti y te abra ella misma la puerta. No esperes a que el rey destape la vasija. Destápala tú, Abel, y quédate con la princesa. —Pero ¿y si el rey no quiere darme a su hija? —No me seas idiota. —Rafa apuró la caña y pidió otra al camarero con un gesto—. Ningún rey da la mano de su capullito de alelí al primer desgraciado que llama a su puerta. Aunque parezca mentira, el coño de las princesas se cotiza muy caro últimamente. Para desvirgar a la doncella delante de papá hay que superar dos condiciones. La primera la cumples de sobra: tienes cara de pardillo, como casi todos los príncipes encantados. La segunda prueba, Abel, es que te acerques muchas veces a la vasija hasta que la quiebres por cansino. Estoy seguro de que si llamas mil veces a la puerta, al final ésta acabará abriéndose. —¿Tú crees? —Abel no parecía del todo convencido. —¿Con quién te crees que estás hablando? Comparado conmigo Cyrano de Bergerac fue un aficionado. ¡Hazme caso, Abel! Sé lo que me digo. Tengo experiencia sobrada en este campo. Mañana mismo te vas a la Plaza del Ayuntamiento, compras unas flores y te presentas en casa del viejo con la sonrisa más radiante en los labios. Verás como así abres algo más que la puerta del corazón de Secreto. —Con que me deje pasar del recibidor me conformo. —Si sigues mi estrategia, amigo mío, es pan comido. Tras esa aseveración, Rafa comenzó a despotricar una vez más de los parroquianos del Treinta y nueve Grados que seguían la carrera de Fórmula 1. Aquella tarde, Fernando Alonso perdió su título de Campeón Mundial después de revalidarlo dos años seguidos y Abel Barros porfió un firme propósito: conquistar a la princesa de la vasija.
David Mateo (Valencia, 1976). Escritor de género fantástico, aunque ha publicado también literatura infantil y guiones de cine. Ha colaborado en revistas y dirigido dos dedicadas al género fantástico. Entre su extensa obra podemos citar la serie La Tierra del Dragón; Heredero de la alquimia, Noches de Sal y Prohibido salir con el cliente.
ATRAQUE