Argentina, una historia de frontera

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ARGENTINA, UNA HISTORIA DE FRONTERA. BARBARIE, DESARRAIGO, MESTIZAJE: CLAVES PARA UNA INTERPRETACIÓN




García Conde, Luis Argentina, una historia de frontera: barbarie, desarraigo, mestizaje: claves para una interpretación . - 1a ed. - Santiago del Estero : Barco Edita, 2013. 242 p. ; 30x21 cm. ISBN 978-987-9447-16-1 1. Historia Argentina. I. Título CDD 982 Fecha de catalogación: 16/10/2013

Está permitida la reproducción parcial del texto y de imágenes citando fuente y autor.

Dibujo de tapa: fue realizado en una sola línea (sin alzar la pluma) por Juan Carlos Espeche Gil. El original fue obsequiado por el artista, en 2003, al autor de este libro. Espeche Gil falleció el 21-12-2012. Sirva la publicación del dibujo como un homenaje a su talento y calidad humana. Corrección: Rosa De Luca Diseño interior: Alan Grynberg Diseño de tapa: Alan Grynberg

Queda hecho el depósito que marca la ley Nº 11.723


Para Valeria, Luis E. y Belén. A la memoria de Ricardo “Tata” García Conde, de quien aprendí todo.



PRÓLOGO Cualquier lector que en nuestros tiempos se interese en algún aspecto de la historia argentina, o en toda ella, encontrará libros recientes que pertenecen en líneas generales a dos espacios diferentes. Por un lado, la obra de los historiadores a los que se suele llamar “académicos”, que trabajan en universidades y centros de investigación, siguen un método de trabajo bastante estricto, y realizan trabajos generalmente muy bien documentados y actualizados pero que muchas veces son de difícil acceso, porque tienen un lenguaje complejo o porque se preocupan sobre todo por hablar para otros colegas y no para un público más amplio. Existen otros textos con un alcance mucho mayor, accesibles y entretenidos, de autores conocidos como “divulgadores”, que a veces cometen “pecados” diferentes: poca investigación o demasiada simplificación, una mirada de la historia que suele dividir todo en dos bandos para poder explicarlo –lo cual no siempre ayuda a entender lo que verdaderamente ocurrió– y que privilegia las acciones de los grandes hombres para comprender el devenir histórico. Esta división que presento es sin duda exagerada y hay obras excelentes en ambos campos que no responden a esos parámetros. Pero además, estas dos corrientes no agotan el panorama. Existe un género que supo ser importante en el pasado y luego perdió fuerza en el país: el ensayo histórico, en el cual un autor presenta una interpretación propia del pasado. El libro de Luis García Conde se enmarca en esta tradición. Por un lado, por cómo está construido el texto: una mirada general de la historia, en una prosa clara y directa, sin notas, donde el autor elige un camino expositivo personal. A la vez, porque la mayoría de los autores que

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se mencionan, a los que se hace hablar en el texto, son grandes ensayistas argentinos: Sarmiento, Lugones, Martínez Estrada, Jauretche, Murena y otros desfilan críticamente por las páginas. En este ensayo, García Conde nos ofrece una reflexión bien informada sobre la historia argentina en conjunto, apuntando a algunos rasgos que propone como fundamentales para entender el derrotero de nuestro país: la frontera, el mestizaje y la idea dicotómica y complementaria de civilización y barbarie. El análisis escapa a la matriz de pensar la historia desde los grandes hombres. Propone un recorrido por el tiempo que organiza combinando las características del territorio con las distintas “entradas” que hubo en él de población y recursos: dos invasiones sobre los pueblos originarios (en el siglo XVI y en el siglo XIX), dos colonizaciones (la que creó la sociedad hispano-criolla y la que hizo surgir a la sociedad argentina moderna a fines del siglo XIX), una gran inmigración que fue decisiva para la conformación del país. La propuesta de fondo de García Conde es entender la historia argentina no como nación monolítica ni como sumatoria de provincias, sino a partir de las regiones, unidades que le parecen las más adecuadas para comprender cómo se construyó esta nación. En ese sentido, remite a trabajos académicos de los años setenta y ochenta en América Latina, que defendían un enfoque regional, y le devuelve un lugar privilegiado a la geografía –en sentido amplio, territorio y gente– como clave para comprender el país. Las imágenes que ilustran el libro pueden considerarse una parte del ensayo. El tipo de material gráfico seleccionado y las propias fotos tomadas por

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el autor dan cuenta también del personal análisis de García Conde. En suma, escrito en un tono ameno y claro, el libro que aquí prologo es una invitación a pensar, a internarnos en una manera de ver la historia, personal y sugerente, que nos estimula a corrernos de ciertas corrientes fuertes en la actualidad. Es un texto bienvenido, y me alegro de que Luis me brindara la oportunidad de escribir estas breves líneas introductorias. Ahora, adelante…

Gabriel Di Meglio Buenos Aires, 8 de mayo de 2013

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INTRODUCCIÓN Cuando nos decidimos a leer un libro de historia imaginamos encontrar una serie de nombres propios, fechas, batallas, héroes, villanos, vencedores y derrotados. Este preconcepto tiene su origen en los manuales estudiantiles, en las películas y programas de televisión, donde los que protagonizan la historia son algunos elegidos, seres casi sobrenaturales que con sus acciones mueven las agujas de nuestro destino, la de los que andamos ocupados en las cosas de cada día, de la gente que no integra genealogías patricias ni regias, ni ocupa ministerios, ni condujo gloriosas batallas. Al contrario de aquellos relatos, no busques en esta obra memoriosas cronologías, ni batallas decisivas, ni la inteligencia de políticos destacados, tampoco debates sobre los más amados o repudiados presidentes. Nada de eso. En estas páginas no vas a gozar de una pluma refinada ni de un aparato erudito rebosante de referencias, citas bibliográficas y novedades historiográficas. Se trata, apenas, de un bosquejo para pensar la historia argentina, un ensayo que convoca al debate, tanto por su contenido como por su estilo. Intenta ser una conversación que estimule la curiosidad y el cariño por lo que somos. Una apelación tanto al intelecto como a los sentimientos. Por eso no requiere de la memoria ni de sesudos conocimientos; necesita, sí, de una apertura sensible a todo cuanto nos rodea. Algunas de las formulaciones teóricas pueden parecer arriesgadas, pero no deben ser tomadas como afirmaciones cerradas. Son hipótesis dispuestas como chuzas que renueven el interés por pensar las cosas de nuestra tierra y su gente.

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Como fue dicho, vas a hallar en estas líneas una historia sin políticos ni militares, una historia que tiene como protagonistas a los hombres y a las mujeres comunes, personas como vos y como yo. Una historia para el presente. A la historia que se enseña y publica, basada en hechos, con pretensión de verdad, documentada con leyes, decretos, sentencias, partes de guerra, proclamas, biografías, tratados, comunicaciones, etc., la subyace, coexistiendo, otra historia, con más realidad que aquella. Esa historia que como una corriente subterránea construye el devenir, de manera anónima, casi imperceptible. La historia de los invisibles, de los que no tienen voz, cuyos quehaceres no son registrados en manuales ni academias, pero que son los que impulsan las velas de los tiempos. No vamos a recorrer el pasado de los hombres y las mujeres como abstracciones atemporales y ageográficas. La historia es tiempo y lugar, es el hombre y su medio, tanto físico como cultural (su mundo). Por eso, el eje del relato será nuestro pueblo, sus luchas por sobrevivir, por crear a partir de lo dado. La historiografía, incluso la de la llamada escuela económica y social, mantiene una deuda con los hombres y mujeres del común, los concretos, los reales. Las generalizaciones suelen abusar de las clasificaciones y agrupan a las personas en categorías, necesarias para pensar, pero que generan abstracciones que corren el riesgo de la deshumanización y aíslan los relatos de las personas de carne y hueso. Cálculos, gráficos o estadísticas enriquecen el valor científico de los estudios pero multiplican la sensación de ajenidad. La ciencia histórica es percibida como algo extraño, distante, para pocos y sin vínculos con el propio existir, con lo cotidiano, con el mejor vivir de ese hombre que en palabras de Raúl Scalabrini Ortiz (de 1931), está sólo y espera.

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Scalabrini Ortiz pedía para la patria que se empape nuevamente en el espíritu de la tierra. Un reclamo vigente, cuyo desafío tiñe los próximos capítulos del libro. En estas páginas se desarrollan un conjunto de conceptos y criterios postulados como claves para comprender nuestra historia: la frontera, los caminos, el mestizaje, el sincretismo, el otro, el desarraigo, la ocupación del espacio, la región… También los arquetipos humanos. No hay pretensión de verdad, apenas una propuesta cultural, de identidad y de sentido. Este trabajo consta de dos partes: una primera general que aporta claves de interpretación histórica y otra, segunda, centrada en cada una de las historias regionales (pendiente de publicación). En lo que atañe a la estructura espacial, la narración se estructura con base en las regiones, y en lo concerniente a lo temporal, hace hincapié en dos momentos, en dos traumas trascendentales: primero el sufrido en los años inmediatamente posteriores a la llegada de Colón a América y luego, la llegada del capitalismo europeo a través de sus hombres y mujeres, su dinero y su modernidad. Como guía y soporte de los conocimientos, además de las fuentes de especialistas, incluidas en la bibliografía, este libro está inspirado en las páginas escritas por algunos de aquellos que, desde hace dos siglos, vienen pensando el país. Intelectuales que deben ser leídos: Mariano Moreno, Bernardo Monteagudo, Domingo F. Sarmiento, Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Juan B. Alberdi, José Hernández, Lucio V. Mansilla, José Ingenieros, Joaquín V. González, Manuel Ugarte, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Astrada, Manuel Gálvez, Victoria Ocampo, Raúl Scalabrini Ortiz, José Luis Romero, Arturo Jauretche, Rodolfo Kusch, Bernardo Canal Feijóo, Ricardo Güiraldes,

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Héctor A. Murena, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Tulio Halperín Donghi, Félix Luna, Gregorio Recondo, Hebe Clementi, entre tantos pensadores de lo nuestro, que merecen atención y reconocimiento.

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LA FRONTERA

LA FRONTERA

Para comprender cabalmente la historia de los argentinos, es necesario aclarar algunas ideas sobre el concepto de frontera. Frontera y encuentro son claves y un buen camino argumental para el relato histórico. Diversas fronteras y variadas dimensiones para el encuentro. Nosotros y los otros. Toda frontera tiene más de un lado y supone miradas enfrentadas. Gregorio Recondo (quien fuera sociólogo y diplomático argentino) rescató un grafiti de las calles de Buenos Aires que decía: Estás perdida, yo tengo el otro lado de tu mirada. Y las fronteras, efectivamente, son dos lados y dos miradas que se encuentran y funden en una sola. Por ello, nos remiten a considerar la cuestión del otro, el otro lado de nuestra mirada. Contaba Jorge Luis Borges en el cuento Historia del guerrero y de la cautiva (en El Aleph, de 1949), que su abuelo, Francisco Borges, ejerció la comandancia de las fronteras norte y oeste de Buenos Aires y sur de 17


Santa Fe. Por lo que debió radicarse en Junín, junto a su mujer, inglesa ella, desterrada a ese fin del mundo. Allí, la abuela de Jorge Luís conoció a una indígena rubia de ojos celestes, británica como ella. Se acercó a hablarle y le propuso dejar las tolderías, quedarse de este lado, del cristiano, con toda su ayuda. Sin embargo, la proposición fue rechazada por la india rubia que deseaba volver al desierto. El cuento de Borges también relata el cambio de bando de un guerrero bárbaro. Un luchador que muere combatiendo en defensa de Ravena y de las maravillas de Roma, que cae enfrentando a sus antiguos camaradas. Decía Borges: no fue un traidor, fue un converso, y llegaba a una conclusión: Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulf (el bárbaro). Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la 1

1 Aborígenes del noreste en la primera década del siglo XX. Nótese la relatividad de las diferencias entre gauchos e indígenas. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebata un espíritu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran podido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales. Los dos lados de la mirada. La frontera define una unidad compuesta del encuentro de dos miradas. La frontera constituye un concepto complejo: define a la vez fronteras físico-territoriales y fronteras culturales o simbólicas. Ambas históricamente inestables. No se trata de un concepto uniforme y es utilizado para designar muchas realidades: fronteras económicas, religiosas, políticas, agrícolas, de la civilización y tantas más. Ha sido abordado por la ciencia política, por el derecho, 2

2 Toldo aborigen hecho con cueros en la patagonia. Primera década del siglo XX. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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por la diplomacia, por la sociología, por la antropología, por la historia y su definición difiere de acuerdo a la disciplina y a los enfoques con que es formulada. Europa y América, el blanco y el negro, el inmigrante y el nativo, la ciudad y el desierto, históricamente constituyeron fronteras, espacios de encuentro, miradas contrapuestas. Por eso, la tierra por ocupar, los espacios inmensos y vacíos, “desiertos”, propios de nuestro paisaje colonial, devinieron en fronteras para el conquistador. América se constituyó como un continente frontera para la expansión transoceánica europea. Por eso, repasar el proceso de ocupación territorial es un buen modo de reconstruir la historia de aquellos encuentros. Frontera y fronteras, sobre cuyas huellas se configuró nuestra identidad. La historiadora Hebe Clementi tradujo y divulgó en nuestro medio, en la década del 70, la obra de Frederick Jackson Turner (1861-1932). Este autor formuló una teoría de fuerte influencia en la historiografía estadounidense, según la cual, el espíritu norteamericano, individual, pionero, emprendedor, se habría forjado en la gesta de expansión hacia el oeste. En ese esfuerzo por conquistar el oeste, se habrían modelado las características más sobresalientes del ser “americano”. Lo medular de la teoría de Turner fue condensado en una conferencia pronunciada en 1893, El significado de la frontera en la historia norteamericana. Nacionalidad, democracia e individualismo, habrían sido los tres grandes atributos estadounidenses conformados en el avance por la frontera. Inspirada en Turner, Hebe Clementi propuso rescatar la frontera como clave para estudiar la historia de la América toda. Publicó en varios tomos un extraordinario estudio: La frontera en América. Una clave interpretativa

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3 Familia Toba en su vivienda. 1901. Foto AGN.

de la historia americana (1987), fuente inspiradora de cuanto se plantea en estas páginas. Clementi definió a América como frontera de Europa y dio una clave para interpretar a la América mestiza, la comprensión de su historia a partir de los sucesivos encuentros. Cuando hablamos de frontera no nos referimos a la línea política que separa la soberanía de dos estados. Entendemos por frontera un área, una zona, un mundo complejo y diverso, vivo, heterogéneo, sitio privilegiado del sincretismo y del mestizaje. Frontera remite a un espacio de encuentro, de interacción, de enfrentamiento, de resistencia, donde se yuxtaponen las culturas, las miradas. Terreno en el que podemos identificar múltiples actores, intereses, proyectos, relaciones sociales y de poder,

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4 Fortín “1ra División”. La fotografía permite imaginar la soledad y precariedad de medios en que vivían aquellos soldados criollos. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

cosmogonías; formas de creer y de hacer que se entremezclan o se someten, o confrontan, o se sintetizan. El concepto de frontera conlleva la idea de existencia de otros. El primer otro de la Europa conquistadora fue “el indio”, luego su descendencia. El indio fue el bárbaro al que había que “civilizar”. Es el comienzo de la dialéctica colonizador-colonizado, del desembarco de la “racionalidad” europea y su unidireccionalidad del “progreso” y del relato histórico. En muchos manuales hemos leído descripciones de la “frontera con el indio” como una línea. Una línea dibujada en un mapa y que iba evolucionando, expandiéndose por sucesivos impulsos de la “civilización”, hasta la reducción final de los últimos “salvajes”. Nada más alejado de la realidad histórica. Ni el “mundo blanco” ni el “mundo de los infieles” eran homogéneos en su composición, ni en su cultura. Variados grupos humanos y múltiples relaciones conformaron,

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en los diferentes períodos, un entramado complejo de relaciones e intereses. Así, los contactos e intercambios fueron la regla, en un sentido multidireccional. Muchos “blancos” recurrieron a los indígenas en busca de mano de obra barata, o hicieron su riqueza comerciando en los toldos, o se les asociaron, o marcharon a vivir con ellos, o los aprovecharon en su favor para confrontar militarmente con otros “blancos”. De la misma manera, del lado aborigen, también los enfrentamientos y las divisiones fueron normales, así como fueron variadas las formas de vincularse con “el otro”. Del encuentro en sus incontables amores, vínculos, enfrentamientos, contradicciones y acuerdos, se irá forjando una identidad nueva, original, mestiza, criolla: una sociedad de frontera. El aborigen y el gaucho no fueron eliminados, desaparecidos, están en nosotros, como lo están los europeos llegados. En las pampas fue fácilmente verificable la constitución de una sociedad de frontera. Con posterioridad a la conquista, un multicolor haz de relaciones vinculó el mundo hispano criollo con el mundo aborigen. A estos enlaces, entrado el siglo XIX, se agregaron los nuevos inmigrantes europeos; ya sea de paso o instalándose en las tierras que hasta entonces sólo ocupaban criollos y aborígenes. Con ellos, el ya complejo espacio fronterizo se vio alterado, enriquecido en la pluralidad de relaciones. Así como no había una sola identidad indígena, tampoco será ya una sola cultura blanca. Los signos de la frontera serán la multiculturalidad, el sincretismo y el mestizaje. De esta sociedad de frontera dieron testimonio los desertores, los cautivos y cautivas, apresados de los dos lados, con sus experiencias y relatos; los huidos a las tolderías, los caciques blancos, gauchos, reseros,

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5 Sincretismo religioso. Semana Santa en las afueras de la ciudad de Corrientes. 2004. Foto del autor.

vagabundos, bandidos y vendedores ambulantes. Hay muchos documentos publicados, al respecto, siendo muy conocidas las memorias de los cautivos Santiago Avendaño, Auguste Guinnard, Benjamín F. Bourne, o las del coronel, luego cacique, Manuel Baigorria. También en Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, es descrita la pluralidad de realidades de la frontera bonaerense avanzado el siglo XIX. Otro testimonio muy interesante es el del diario de Pedro Andrés García, que relata una excursión a las Salinas Grandes, en 1810. En dicha memoria, Pedro Andrés García se queja diciendo: muchos de nuestros campestres, cuyas costumbres (no distan) muchos grados grados de las de los salvajes, se han familiarizado con ellos, y atraídos por el deseo de vivir a sus anchas; o bien temerosos del castigo de sus delitos, se domicilian gustosamente entre los indios. Estos tránsfugas, cuyo número es muy considerable y crece incesantemente, les instruyen en el uso de nuestras armas, e incitan a que ejecuten robos y se atrevan a hacer correrías en nuestras haciendas.

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Pedro A. García también describió las pequeñas poblaciones que iba descubriendo a medida que se alejaba de Buenos Aires: Estas poblaciones son seguras posadas de los indios infieles que hacen tránsito a las guardias o a nuestros campos… Y se refirió a la presencia humana: Los fronterizos son muy frecuentes, por el interés de la compra de maíz de que hacen los indios mucho uso para comerlo en grano, o mal pisado, cocido en agua. Estos fronteros, que disfrutan confianzas entre estos españoles, son los introductores de los indios de tierra adentro: casi todos son parientes, amigos y relacionados. Aunque García pensaba que el principal daño en estas fronteras y capital, como en la de Córdoba, San Luis y Mendoza, de esta parte del norte de la cordillera de los Andes. Es, pues, el franco comercio con la capital y frontera, fomentado casi por determinado número de hombres, que sin reflexionar en el mal que hacen (aunque lo conocen) prefieren su particular y vil interés al general. (…) a pretexto de robos y extracciones de ganado, piden permiso para ir a hacer sus rescates a los mismos toldos, y esto se hace llevando carpetas cargadas de bebidas adulteradas (…) llevándoles cuchillos, sables y espadas… De la misma manera, García contaba: Llega enero, y cruza por la campaña un enjambre de pulperías, llevando consigo el pábulo de todos los vicios. Como vemos, no había dos universos incontaminados. Los dos lados de la frontera se imbricaban, transformándose mutuamente. Alejandro Gillespie llegó a Buenos Aires como integrante del cuerpo expedicionario de las invasiones inglesas. En su escrito Buenos Aires y el interior plasmó sus recuerdos de la estadía en este suelo en los años 1806 y 1807. Allí describió la presencia de aborígenes en los pueblos y ciudades para vender sus productos.

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Gillespie escribió: Todos van bien montados y con sus mejores atavíos. Siempre colocan sus mercaderías al lado de la calle e inmediatamente después de su arribo; lo mismo aquí (se refiere a Areco) que en Buenos Aires se nombran soldados para acompañar a los diferentes vendedores dondequiera que iban, no para protegerlos sino para espiar su conducta. Los artículos que traen eran principalmente yerba del Paraguay, o mate, ponchos de estambre fuerte, teñidos de negro y rojo (…), lana, sal, bolas para bolear caballos, bueyes y avestruces, riendas, cueros de tigre, zorrino y zorro y otras baratijas menores. También vale como ejemplo de personaje de la frontera, metáfora de la Argentina del siglo XIX, la vida de Martina Chapanay. Martina Chapanay fue hija legítima del último cacique huarpe del Valle del Zonda, Ambrosio Chapanay, y de la cautiva sanjuanina Mercedes González. Martina nació en 1799 y vivió en la tribu hasta los veintidós años. Luego se casó con un hombre blanco y partió con su amado a enrolarse en las tropas de Facundo Quiroga. Guerreó junto al caudillo hasta que su pareja murió en combate y Facundo Quiroga fue asesinado en Barranca Yaco (1835). Regresó, entonces, al hogar paterno. Pero halló que el sitio estaba abandonado y que los miembros de la tribu habían sido muertos por los blancos, reclutados en los ejércitos o bien, habían huido a refugiarse, desperdigados, en las serranías. Martina, optó por esconderse en los montes y desde allí lideró una gavilla de salteadores. Más tarde se enroló en las fuerzas del gobernador sanjuanino Nazario Benavides. También este caudillo fue asesinado y Martina volvió, entonces, a comandar una banda de ladrones hasta que, otra vez, retornó a las luchas federales, ahora al mando de Angel Vicente Peñaloza. Pero su nuevo jefe también cayó asesinado.

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Recién entonces, ya mayor, Martina Chapanay se estableció en la tierra de sus ancestros y terminó sus días, a los 88 años, en armonía con sus vecinos, colaborando con hacendados y viajeros, ya integrada al nuevo orden impuesto. La frontera, entendiendo a todo el territorio argentino como frontera, fue el teatro donde transcurrió la historia nacional. El espacio de encuentro donde se confundieron los diferentes actores, transfigurando su propio ser en nuevas síntesis que contienen a las partes.

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LA PRIMERA INVASIÓN (SIGLO XVI)

LA PRIMERA INVASIÓN (SIGLO XVI)

El poblamiento de nuestro territorio comenzó hace aproximadamente doce mil años. Cuando los europeos ingresaron en la actual Argentina, hace menos de quinientos años, vivían en este suelo un número de habitantes difícil de precisar. Algunos estiman un total aproximado de entre 300.000 y 500.000 individuos, otros consignan un mínimo de 900.000 aborígenes en los comienzos de la ocupación española. De lo que no hay dudas, es que se trataba de una geografía habitada. La población estaba distribuida irregularmente, más concentrada en algunas regiones, dispersa en otras. Amplias extensiones permanecían aún inhabitadas. La mayor concentración estaba en el noroeste, luego en el Litoral, la Mesopotamia y el Chaco; menos en Las pampas y en Cuyo; muy escasa en la patagonia, Tierra del Fuego e Islas del Atlántico Sur.

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Los aborígenes del Noroeste, de las tierras altas, tenían los mayores niveles de organización, muchos eran agricultores y pastores sedentarizados. En cambio, los pueblos de las tierras bajas eran en su mayoría nómadas, cazadores, recolectores y pescadores; solo algunas parcialidades guaraníticas eran agricultoras y sedentarias. En cuanto a la clasificación de los diferentes grupos étnicos hay muchas sistematizaciones, por ejemplo, se los denomina: Chichas, Apatamas, Calchaquíes, Omaguacas, Lules, Tonocotés, Sanavirones, Diaguitas (NOA); Capayanes, Huarpes (Cuyo); Guaraníes, Chiriguanos, Matacos (Wichís), Pilagás, Tobas, Mocovíes, Abipones, Caigang, Mocoretás, Corondas, Chaná Timbúes, Charrúas (NEA, Mesopotamia y Chaco); Querandíes, Puelches, Pehuenches, Poyas, Chonecas, Yamanas, Onas (Pampa, Patagonia y Tierra del Fuego). Hay otras maneras de identificar a los grupos, en las que difieren los especialistas. Además, la misma evolución fue haciendo que algunos pueblos sean llamados de variados modos para diferentes épocas. A pocos años de la llegada de Cristóbal Colón a América, ya Hernán Cortés había dominado el Imperio Azteca (1519) y Francisco Pizarro tomado el Cuzco, capital del Imperio Inca (1533). Derrotadas militarmente las dos grandes civilizaciones americanas, las tierras fueron distribuidas por la corona española, mediante documentos, en beneficio de los conquistadores. Sólo quedaba convertir el papel escrito en dominio verdadero. A partir de 1535, se inició desde el Perú el avance exploratorio y conquistador hacia el sur. La selva amazónica se les presentaba, a los aguerridos peninsulares, como una zona difícil de penetrar, por lo que la incursión se hizo por la franja andina. La primera entrada hacia el Tucumán, por el noroeste, fue la del grupo comandado por Diego de Rojas, cont. p. 34 30


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1 La Quebrada de Humahuaca vista desde el pucará de Tilcara. Paso de los incas y de los conquistadores. Camino del intercambio con el Alto Perú, Potosí y Lima. Geografía estratégica en las luchas por la independencia. Foto del autor.

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2 Grabado del siglo XVI. Las costas del Brasil y del Río de la Plata en el fantástico imaginario de los conquistadores. Publicado por Blasco Ibañez en 1910.

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en 1543. (Ocho años antes, el territorio había sido transitado por una expedición al mando de Almagro con rumbo a Chile). Mientras tanto, por el este, las costas argentinas estaban siendo exploradas en busca de un paso hacia el oriente, al Océano Pacífico. Siguiendo la costa, Juan Díaz de Solís llegó en 1516 al Río de la Plata (al que denominó Mar Dulce). Mas no pudo volver con la noticia a España, pues allí perdió la vida en manos de los nativos. Lo sucedió, en viaje exploratorio, Fernando de Magallanes (1519–1522) quien recorrió las costas patagónicas hasta descubrir los canales fueguinos. Por ellos, su expedición logró navegar el paso marítimo hasta el Océano Pacífico o Mar del Sur, como lo denominó su descubridor, Vasco Núñez de Balboa. A estos viajes exploratorios por mar, siguieron los intentos de asentarse en tierra firme. Sebastián Gaboto remontó el río Paraná hasta la desembocadura del río Carcarañá y levantó la primera población española en el actual territorio argentino: el fuerte Sancti Spíritu (1527). Apenas dos años más tarde, el minúsculo asentamiento fue incendiado y destruido por los aborígenes locales. La primera fundación de Buenos Aires (1536) siguió igual suerte, agonizando por la escasez de alimentos y el asedio indígena, terminó siendo abandonada por los sobrevivientes. La fundación de Asunción daría base al dominio español sobre el mundo guaraní. Las entradas de los conquistadores en nuestro actual territorio nacional fueron realizadas a lo largo del siglo XVI. Desde el Perú, por el noroeste; desde Chile, por el oeste; y desde el Río de la Plata y Asunción, por el este. La conquista española siguió un patrón de ocupación del territorio basado en la creación de ciudades. Por eso, estas entradas fueron corrientes de poblamiento y fundación de ciudades.

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Algunas de estas ciudades se convertirían en centros principales o bases para la difusión de nuevas poblaciones, madres de ciudades, como Santiago del Estero y Asunción, fundadas en 1553 y 1537, respectivamente. Otras, apenas sobrevivieron escasos años y fueron abandonadas o destruidas por los aborígenes. La aventura pobladora estuvo saturada de resistencias y complicaciones. Hacia fines del siglo XVI, de las veinticinco ciudades recientemente fundadas sólo habían sobrevivido quince. Si trazásemos una línea imaginaria uniendo estas quince ciudades sobrevivientes y su área de influencia, podríamos dibujar un mapa del área conquistada tal como permaneció por tres siglos. Del otro lado, detrás de las marcas imaginadas, las zonas no conquistadas: el noroeste andino, el centro norte gran chaqueño y el extenso sur pampeano patagónico. Los poblados se interconectaban mediante caminos. Así se fueron articulando las primeras rutas comerciales, uniendo - en el camino con el Alto Perú Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba. Córdoba con Mendoza y San Juan y a su vez, con Santa Fe y Buenos Aires. Por su parte Buenos Aires, estaba vinculada, por los ríos, con Santa Fe, Corrientes y Asunción. A partir de aquel esquema de enlace, con el Tucumán, Cuyo, Corrientes (Asunción) y Buenos Aires en sus extremos, se fue desarrollando el camino de las tropas de ganado en pie, de los jinetes y de las carretas. Y las postas, como necesarios mojones para sobrevivir a las durísimas travesías. En los primeros cien años de la conquista quedó estructurado el esqueleto de la Argentina de los próximos siglos. Con posterioridad, las rutas, líneas fluviales y los

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ferrocarriles trazados a fines del siglo XIX y XX, ratificaron grosso modo aquella estructura de comunicación colonial. Las antiguas huellas y caminos fueron las líneas de tránsito que vincularon los cuatro puntos cardinales del mundo español, siempre amenazado: desde el Gran Chaco, con sus selvas inconmensurables y las tribus más temidas; desde los indomables cerros calchaquíes con sus vallas de piedra y sus bravíos pueblos; desde el sur las pampas aterraban con su horizonte infinito, negado de puntos de referencia, sus soledades y sus escondidas fuentes de agua potable. La conquista se caracterizó por sustentarse mediante la inversión de capitales privados. El instrumento legal fueron las capitulaciones: contratos entre la corona española y la persona del conquistador; convenios donde se establecían, por escrito, los derechos y obligaciones de cada parte. El conquistador corría con los gastos y los riesgos, en la tarea de ampliar los dominios en nombre de la corona. Como contraparte, el rey recompensaba al titular del emprendimiento con tierras y mano de obra aborigen. El rey era soberano y única cabeza política del imperio español. Era él quien otorgaba toda concesión o privilegio. Durante el siglo XVI, los adelantados fueron quienes representaron al rey en la dura faena de descubrir y conquistar. El de adelantado era un cargo político militar por el que el rey otorgaba la facultad de repartir tierras y encomendar indígenas, y quien lo poseía era gobernador, capitán general y alguacil mayor de su jurisdicción. Podía dictar ordenanzas y hasta acuñar monedas. Vinieron como adelantados Pedro de Mendoza, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Juan Ortiz de Zárate… Para poder explotar la mano de obra indígena y someter a los aborígenes rebeldes, los españoles aplicaron una política violenta con los irreductibles,

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a los mansos y vencidos optaron por reunirlos y sedentarizarlos. Para ello crearon reducciones o pueblos de indios. (Para el Diccionario Enciclopédico Espasa Calpe, reducir significa Volver una cosa a su lugar donde antes estaba o al estado que tenía. Disminuir, estrechar, ceñir. Sujetar a la obediencia a los que se habían separado de ella.) Luego, estos aborígenes eran encomendados, es decir repartidos en encomienda entre los europeos. La violencia, el cruel régimen de trabajo de las mitas y encomiendas, tuvo responsabilidad primordial en un marcado descenso demográfico. (Otras causas de la caída demográfica fueron las nuevas enfermedades y el impacto en los americanos de la desestructuración del mundo político social precolombino.) Como ya fue mencionado, el avance de la conquista española se fue consolidando mediante la fundación de ciudades, inicialmente pequeñas aldeas. El lugar para la fundación era elegido atendiendo factores defensivos y estratégicos: buenas comunicaciones con otros poblados, cercanía con fuentes o cursos de agua, buena disponibilidad de mano de obra aborigen, un clima y una geografía relativamente amable… Una vez decidido el sitio para el emplazamiento de la ciudad, se trazaban, sobre líneas rectas, las calles, plazas y solares, alrededor de la plaza mayor o plaza principal. La fundación de cada ciudad era realizada en un solemne acto ante la presencia de testigos, de un sacerdote y de un escribano que labraba el acta de fundación. Así, por ejemplo, en 1565, por encargo del Gobernador Francisco de Aguirre, el Capitán Diego de Villarroel fundó la Ciudad de San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión. Para ello hizo plantar en el centro un grueso tronco, denominado palo y picota y

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efectuó el ceremonial correspondiente en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y de la Virgen Gloriosa Santa María, su bendita madre, y del Apóstol Santiago, luz y espejo de las Españas, y de San Pedro y San Pablo y del bienaventurado Arcángel San Miguel (…) a donde dijo y señaló fuese la plaza de la ciudad… y en nombre de su Majestad el rey Don Felipe fijó la picota y puso nombre a la nueva ciudad, todo ante testigos y notariado por un escribano público. Durante la formal ceremonia el conquistador daba lectura a sus derechos y distribuía las tierras como mercedes que el rey otorgaba a título gratuito a los integrantes de la avanzada colonizadora. En torno de la plaza se disponía la construcción de la Iglesia, del Cabildo y de las viviendas de los funcionarios y de la gente principal. A cada poblador se le asignaba un terreno o solar en el cual debía construir su casa; a su vez, se asignaban, en las afueras, chacras para el cultivo (las cercanas y más pequeñas se llamaban suertes de pan llevar y las distantes y extensas, estancias). Las ya mencionadas corrientes de colonización se componían de pequeños grupos de españoles que, con el auxilio de centenares de aborígenes, creaban nuevos poblados en los territorios conquistados. Los pequeños contingentes emprendían las fundaciones a medida que iban avanzando y asegurando el poder. Primero consolidaban una “ciudad”; luego de unos años, un pequeño grupo dejaba la ciudad y emprendía la búsqueda de otro punto donde instalarse, y así sucesivamente. Por ejemplo, la ciudad de Mendoza creció a partir de treinta vecinos y dos mil quinientos indios tributarios; San Juan, con veintitrés vecinos encomenderos y mil indios

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LA PRIMERA INVASIÓN (SIGLO XVI)

tributarios; Santiago del Estero, con cuarenta y ocho vecinos y doce mil indios en encomienda; Tucumán, con veinticinco vecinos y tres mil indios en encomienda; Córdoba, con cuarenta vecinos y doce mil indios repartidos. Los abusos en la explotación de la mano de obra indígena provocaron sublevaciones y enfrentamientos en los valles Calchaquíes y en la frontera del Gran Chaco. También en la frontera sur y en la región guaranítica las fricciones fueron constantes. Los españoles debieron redoblar sus defensas y organizar reiteradas expediciones punitivas. La consecuencia directa de la violencia material y cultural ejercida fue una marcada caída demográfica, principalmente en el noroeste, la región originalmente más poblada de la actual Argentina. Muchos pueblos fueron exterminados o extrañados como los Quilmes y Hualfines, otros huyeron a perderse en las espesuras del monte y de la selva, o en las inexploradas llanuras. La mayoría debió someterse al invasor. El tráfico de negros esclavizados vino a compensar, parcialmente, las dificultades creadas por la escasez de mano de obra aborigen. Los sacerdotes y misioneros católicos bendijeron la conquista y dieron sustento intelectual y moral al atropello. Valen como disculpa relativa algunas prédicas e influencias cristianas en defensa de los vencidos (por ejemplo, las denuncias de Fray Bartolomé de las Casas) y los criterios y mentalidades vigentes en la Europa de esos tiempos. La resistencia nativa a la conquista nació con los primeros contactos y no se redujo a las acciones violentas. Las políticas para evitar el sometimiento al invasor fueron diversas, retirarse a las geografías más intrincadas, simular incapacidades o naturalezas poco útiles al trabajo, esconder las propias costumbres,

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creencias y sentimientos. También hubo estrategias de integración o mimetismo. Y naturalmente, no faltaron las cobardías y las traiciones. Con violencia y merced a la superioridad técnica y militar, las últimas resistencias fueron vencidas a fines del siglo XIX en las tierras pampeanas, patagónicas y del Gran Chaco. La conquista y colonización americana se hizo destruyendo culturas y regando la tierra de sangre. El dominio invasor quedó para siempre y la resistencia nativa se refugió en el silencio y en un rencor secreto, subterráneo, imprevisible.

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LA BARBARIE

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En la Argentina, durante el período colonial y en el primer siglo de vida independiente, el concepto de desierto estuvo asociado a la idea de barbarie. La barbarie era la antítesis de la civilización, de la vida en las ciudades. La palabra bárbaro, que entre nosotros populariza Sarmiento, se remonta, si rastreamos sus orígenes, a la antigua Grecia. Para los griegos, dice el mexicano Leopoldo Zea, en Discurso desde la marginación y la barbarie (1988), bárbaro era el que hablaba mal el griego: Balbus, en latín, es el balbuciente, tartamudo, torpe de lengua, el que no pronuncia clara y distintamente. Para el griego, bárbaro es el hombre rudo, el no griego, el extranjero. Esto es, el hombre que está fuera del ámbito griego o al margen del hombre que así califica. Bárbaro será, también sinónimo de salvaje, inculto, esto es, no cultivado de conformidad con el que parece el modo de ser del hombre mismo por excelencia, el griego.

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El logos tiene, desde su lejano origen griego hasta nuestros días, dos acepciones: la de razón y la de palabra. Como tal, el logos griego continuará en Roma, en Europa y en el mundo occidental, será un logos predominante y, por ende, dominante. Cualquier otro logos tendrá que justificarse ante el logos por excelencia. Logos que implica el sentido del mundo del que él mismo es expresión: la cultura, el modo de ser y la concepción de su propio mundo. Será este logos el paradigma para calificar cualquier otro logos, cualquier otra cultura, modo de ser o concepción del mundo. El paradigma de lo que está afuera, al margen. Agrega Zea. Definir es saber la palabra precisa que permite deslindar lo conocido en relación con otras cosas igualmente conocidas. Tal era para el griego el logos y su función. Zea sentencia, fuera del logos, capaz de definir lo que conocía, sólo estaba la nada (…). Fuera de la razón está lo indefendible, lo inefable, lo ambiguo y por ello ajeno a la razón. Con posterioridad, en Roma, el logos deja su lugar a la ley, al derecho. Bárbaro ya no es el que habla mal, bárbaro es el que está por fuera del orden legal romano. En el imperio romano, la lengua latina no es un instrumento de discriminación, es una herramienta de asimilación. No se deja de ser bárbaro hablando bien el latín, sino cuando se es parte activa del orden expresado en el derecho romano. El imperialismo europeo fundamentó la expansión y la conquista sojuzgando pueblos y hombres a partir del supuesto de una minusvalía, o directamente, falta de humanidad, de los sometidos. A este esquema, el cristianismo medieval sumará otra distinción, la de infiel. El bárbaro es el que no cree en Cristo y su iglesia. Así se desarrolló la justificación de una evangelización armada y de la expansión europea más cruel.

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1 Interior de un taller textil con mujeres obreras. Foto publicada por Manuel Chueco en 1910.

Las ideas de civilización y barbarie se vienen forjando desde los albores de la historia cultural de occidente. El civilizado hace y relata la historia. Es la historia. En cambio, el bárbaro habla y piensa de otra manera, no escribe, no se ajusta a las leyes, ni a las costumbres de la civilización (en singular) y no tiene fe, es un infiel. Es la prehistoria. Esta forma de ver al otro llega a América con la conquista y desde entonces, prevalece y reina en el más extendido sentido común. Desde el descubrimiento y la conquista, Europa se autopropuso a América como modelo cultural referencial; esto es como proyecto universal de civilización. De tal manera, la propuesta universalista de Europa como “centro” – de la que son meros epifenómenos los mapas que ubican en las zonas periféricas de la cartografía a las regiones no europeas – redujo a la marginalidad a los grupos y sociedades resistentes al liderazgo europeo. Los principales dirigentes argentinos aceptaron el proyecto cultural que ubicaba a Europa como grupo de referencia sin advertir que dicho modelo era también un proyecto de colonización y de dominio. cont. p. 46 43


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2 Choele Choel. El reverendo Espinosa, luego Arzobispo de Buenos Aires, impartiendo instrucción religiosa a un grupo de nativos, mujeres y niños, sometidos. 1879. Expedición al Río Negro. Vistas de Antonio Pozzo, acompañando al General Julio A. Roca. Museo Roca.

3 Provincia de Mendoza. Hombres, mujeres y niños trabajan en la vendimia. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

4 Impresionante palacio de la señora Inés Ortiz Basualdo de Peña; ejemplo de las suntuosas residencias que, a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, construyeron las familias más acomodadas de Buenos Aires. Foto publicada por Manuel Chueco en 1910.

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5 Interior del colegio dirigido por las Hermanas de la Caridad en Patagones. 1883. Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

6 El famoso gaucho rebelde que inspiró la novela Hormiga Negra de Eduardo Gutiérrez (autor, entre otras, de Juan Moreira). La imagen pretende ser testimonio de la definitiva aceptación del nuevo orden político y económico por parte del gauchaje rebelde. Foto publicada por V. Blasco Ibáñez, con el texto “el último gaucho malo”, en 1910.

7 El cacique Villamaín rodeado por su gente. Vencido, viste uniforme del ejército. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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En nuestro país, Sarmiento fue quien expresó con vehemencia los dilemas de la controversia entre civilización o barbarie, aunque corresponde aclarar que el sanjuanino no planteó civilización o barbarie en el título de su obra, sino civilización y barbarie. Describió el país que le tocaba vivir, desde su óptica europeizadora, como un compuesto de ambas sustancias. Sarmiento inicia el Facundo con toda la fuerza de su estilo escribiendo: ¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Así, Sarmiento no niega a Facundo, más bien parece admirarlo y lo evoca para que le devele los secretos guardados en las entrañas de la patria. Pero identifica a la barbarie como el elemento a vencer, su destierro como la condición necesaria para poder acceder a la civilización (siempre en singular). Era el modelo imaginado, la idea, el que debía someter la realidad nacional tan esquiva y resistente al molde de los sueños civilizadores. Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la Pampa, dijo: Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo, y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos. Arturo Jauretche, en su célebre Manual de Zonceras Argentinas, describe aquella actitud de querer - sin más - ajustar la la realidad criolla al molde civilizador, que se repite a lo largo de la historia, en los planteos de otros políticos y teóricos con menos talento que el de Sarmiento. Intelectuales a los que Jauretche critica por rehuir la concreta realidad circunstanciada para atenerse a la abstracción conceptual.

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Así, decía don Arturo, algunos intelectuales (y políticos) se sienten civilizadores frente a la barbarie. Lo propio del país, su realidad, está excluida de su visión. Este tipo de ideólogo, no parte del hecho y las circunstancias locales que excluye por bárbaras, y excluyéndolas, excluye la realidad. (…) Su idea no es realizar un país sino fabricarlo, conforme a planos y planes, y son éstos los que se tienen en cuenta y no el país al que sustituyen y derogan, porque como es, es obstáculo. Jauretche ejemplificaba, con cáustica acidez, dicha actitud frente a los asuntos nacionales: Si el sombrero existe, sólo se trata de adecuar la cabeza al sombrero. Que éste ande o no, es cosa de la cabeza, no del sombrero, y como la realidad es para él la barbarie, la desestima. De ninguna manera intenta adecuar la ideología a ésta, es ésta la que tiene que adecuarse, negándose a sí misma, porque es barbarie. Más que una realidad, la barbarie será una idea. Bárbaro es todo lo que no se ajusta a los parámetros preestablecidos por la civilización. Bárbaro es el otro lado de la frontera, es lo salvaje, es lo diferente, es lo desconocido, es lo contrapuesto, es lo otro y el otro, es lo no europeo. 8

8 Para los civilizadores el aborigen es salvaje e infiel. Como paradoja, la aceptación de la fe cristiana es considerada un primer paso de asimilación al nuevo orden del mundo moderno. Bautismo de indios en Reuque Curá. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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9 Blasco Ibáñez fotografiado con nativos del noroeste. Resalta la diferencia en el modo de vestir del español. Foto publicada por V. Blasco Ibáñez en 1910.

La historia enseña que las distancias entre Sarmiento, Quiroga y Rosas no eran tan significativas. Los diferenciaban proyectos políticos e ideológicos. Es decir, el campo de la barbarie no se desprendía tanto del presente como del porvenir deseado y de cierta identificación. De la delimitación entre el nosotros, los civilizados, por una parte y por otra, los otros, los bárbaros. La galera y el poncho, como símbolos que pretendió sintetizar Justo José de Urquiza, el presidentegeneral que construyó su palacio de tono europeo en las gauchas soledades entrerrianas. Para legitimar la civilización se utilizó la idea de cultura. El civilizado es culto, el bárbaro es inculto. Como la civilización, la cultura es designada en singular. Durante el período expansivo e imperialista, las elites europeas se autonominaron como máxima expresión del desarrollo humano. Se identificaron como el modelo a seguir por todos los subdesarrollados que quisieran alcanzar su nivel de vida, es decir, acceder a la “civilización” y a la “cultura”, la de ellos. Las palabras cultura

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y civilización adquirieron connotaciones eurocéntricas, también fueron entendidas como ideologías o juicios de valor positivos. Desde entonces, quienes se negaran a amoldarse a dichos esquemas o se resistieran a dejar de ser ellos mismos, serían descalificados como bárbaros. El estadio final, concluyente, insuperable de la evolución humana era la civilización occidental (europea). En verdad, todos los pueblos tienden al etnocentrismo y aprecian lo propio como valioso y lo diferente como dudoso o negativo. Es la cuestión del otro, del diferente. Tzvetan Todorov, en La Conquista de América. El problema del otro, abordó la cuestión y señaló tres ejes para exponer la problemática de la alteridad: un plano axiológico, un plano praxeológico y un plano epistémico. Respectivamente en primer lugar, hay un juicio de valor, es decir, el otro es bueno o es malo, lo quiero o no lo quiero, es mi igual o es inferior a mí. Luego, en segundo lugar, está la acción de acercamiento o de alejamiento, vale decir, adopto los valores del otro, me identifico con él; o asimilo 10

10 Aborígenes rendidos en Cajón del arroyo. Pichi Malal. 1883. Foto de Pedro Morelli. Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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11 Ya aceptada la subordinación a las fuerzas del estado nacional, lanza en mano, forman el cacique Villamain, capitanejos e indios de pelea. La imagen permite apreciar el carácter mestizo de aquellos protagonistas del espacio frontera. 1883. Foto de Pedro Morelli. Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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al otro a mí, le impongo mi propia imagen. También puede existir la neutralidad o la indiferencia. Finalmente, en tercer lugar, conozco o ignoro la identidad del otro. Quienes se asumieron como los civilizados, el europeo conquistador o aquellos que los continuaron en el proyecto civilizatorio, identificaron al otro como el bárbaro. En el plano axiológico, no lo quisieron y lo calificaron como malo; en el plano praxeológico, negaron sus valores y trataron de asimilarlo o someterlo. Finalmente, en el plano epistémico, tendieron a negar e ignorar la identidad del otro. El otro era el bárbaro. El otro (de la elite cultivada y civilizada) fueron el aborigen, el negro, el gaucho, el inmigrante iletrado, el cocoliche, la chusma, el aluvión zoológico, el cabecita, el mersa, el grasa, y tantos otros más; negados, ignorados, descalificados. Los que no son gente como uno. En la segunda mitad del siglo XIX, el discurso civilizador se convirtió en mensaje modernizante. La civilización es la moderna civilización europea, concebida como superior. Desde esta supuesta superioridad se construye la ideología de la modernización como imperativo: civilizar, educar, desarrollar a los pueblos primitivos, subdesarrollados. La superioridad civilizada justifica, si fuese necesario, someter a la barbarie por la violencia para no frenar el avance de la historia. Desde el punto de vista moderno, el bárbaro está en estado de culpabilidad por resistir el proceso de civilización. Al asignarle un carácter redentor a la modernidad, los costos, sacrificios y sufrimientos impuestos a los pueblos atrasados o inmaduros son necesarios e inevitables como condición para acceder al estadio superior que encarna la modernidad europea.

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La modernidad aparece después del descubrimiento de América, cuando Europa se autoafirma como el centro de la historia del mundo. La periferia que rodea ese centro forma parte de esa autodefinición y el territorio de confirmación de la superioridad. Europa forja su propia identidad y voluntad de poder sobre el mundo, definiendo al otro como inferior. Europa se expande, avanza, penetra, impone. América es frontera de esa voluntad de dominio universal. La crítica de este trabajo es al eurocentrismo. También es un cuestionamiento a la incapacidad de muchos sudamericanos para conocer y valorar lo propio y a partir de ello, abrirse a todas las culturas y a las experiencias acumuladas por todos los pueblos del mundo. No es una negación a las creaciones ni a las ideas extranjeras. El peruano Juan Carlos Mariátegui (en un artículo, Lo nacional y lo exótico, publicado en Lima en 1924) decía que frecuentemente se oyen voces de alerta contra la asimilación de ideas extranjeras. Estas voces denuncian el peligro de que se difunda en el país una idea inadecuada a la realidad nacional. (…) Pero los adversarios de la ideología exótica sólo rechazan las importaciones contrarias al interés conservador. Las importaciones útiles a ese interés no les parecen nunca malas, cualquiera que sea su procedencia. Se trata, pues de una simple actitud reaccionaria, disfrazada de nacionalismo. En otro escrito de 1927, Mariátegui decía, refiriéndose al Perú, que la tradición nacional se ha ensanchado con la reincorporación del incaísmo, pero esta reincorporación no anula, a su turno, otros factores o valores definitivamente ingresados también en nuestra existencia y nuestra personalidad como nación.

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El mestizaje constituye un tema principal para la historia argentina. Aunque la cuestión ha sido tratada apenas tangencialmente, se trata de una de las llaves para interpretar nuestro pasado. El mestizaje es, también, un elemento insustituible para analizar el presente y sus conflictos. El concepto mestizaje, propuesto para el debate y la crítica, no se refiere solo a las pretéritas relaciones filogenéticas, es más amplio y complejo, ya que trata de la identidad y la cultura. Se enlaza con la disección de otra idea que Hebe Clementi lanzó a la arena de los debates sobre las interpretaciones del pasado americano: la idea de América como frontera de Europa. Una propuesta brillante, a partir de la cual es posible proyectar una imagen de nuestra sociedad como una sociedad de frontera. Comunidad de hombres y mujeres que en su interactuar van conformando un devenir y una cultura esencialmente

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mestiza, sincrética. Una cultura de frontera, donde se entrecruzan, convergen o se enfrentan cosmovisiones. La frontera como espacio en el que se encuentran diversas maneras de vivir, fecundándose mutuamente para parir una criatura original, propia, diferenciada de la de sus ancestros, una cultura que contiene las partes que la constituyen, pero que las supera en el resultado; es y no es lo precedente. El peruano Antenor Orrego, en la década del treinta del siglo pasado, llamó al proceso de conjunción secular del mundo descubierto por Colón y del mundo que vino con Colón, de la América autóctona y de la Europa invasora, la digestión de América. Raúl Scalabrini Ortiz, en El hombre que está sólo y espera, refiere un espíritu de la tierra y lo describe como un gigante, que por su tamaño desmesurado es invisible para nosotros. Dice: es un arquetipo enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio, devorando y asimilando millones de españoles, de italianos, de ingleses, de franceses, sin dejar de ser nunca idéntico a sí mismo. Podemos añadir, un espíritu forjado en la frontera, un espíritu mestizo. A principios del siglo XX, la presencia masiva de inmigrantes europeos, mayoritariamente radicados en Buenos Aires y en las grandes ciudades del litoral, llenó de interrogantes a dirigentes e intelectuales sobre la identidad de la joven Argentina. Han quedado cantidad de testimonios sobre la perplejidad que vivieron al descubrirse en el medio de un variopinto despliegue de comunidades extranjeras, con sus propias instituciones, idiomas, costumbres y tradiciones. Una de las primeras reacciones, de parte de la intelectualidad de comienzos del siglo XX, fue de tipo nacionalista (cuando no xenófoba). Un esfuerzo por rescatar

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la identidad original de los argentinos de ese mar de extranjeros, en esa Argentina diferente en la que se sentían extraños, extraviados, donde ya nada era como antes. Querían “argentinizar” a los recién llegados. Pero ¿qué era lo argentino? Políticos y pensadores se interrogaron sobre la identidad nacional. Entre aquellos pensadores se destacó Ricardo Rojas, autor de La Restauración Nacionalista, publicado por primera vez en 1909 y dirigido a transformar la educación y responder a los desafíos que planteaba la inmigración masiva. También es justo mencionar a Manuel Gálvez, entre los primeros que postularon un nacionalismo argentino de tono cultural. Ambos, Rojas y Gálvez fueron prolíficos escritores y pensadores que abordaron con jerarquía los problemas que les planteaba su época. Ricardo Rojas asumió la evidencia indeleble de lo europeo, excediendo el primer fervor exclusivamente 1

1 Ronda en un ingenio. Al sometimiento por la vía militar le siguió una rápida y violenta incorporación de los indígenas a las desiguales relaciones de producción capitalistas como mano de obra explotada. Foto publicada por Blasco Ibáñez en 1910.

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hispanista y lanzó al ruedo intelectual una formulación superadora, publicada en su libro Eurindia, de 1924. Una propuesta integradora. En Eurindia, Ricardo Rojas desarrolla la tesis de que los argentinos, en un sentido cultural (y racial), no somos europeos ni aborígenes, somos el resultado original de ambos componentes: eurindios. Una síntesis comprensiva de las partes Rojas escribió: Eurindia es el nombre de un mito creado por Europa y las Indias, pero que ya no es de las Indias ni de Europa aunque está hecho de las dos. Y agregaba: Los españoles hispanizaron al nativo; pero las indias y los indios indianizaron al español. Así, proyectando la teoría euríndiana, para Rojas, la política se personificó en caudillos conservadores como Rosas, que no tuvo simpatía por la civilización europea, o en jefes progresistas como Rivadavia, que no tuvo apego por la civilización americana. Unos y otros divorciaron así 2

2 Aborígenes llevados compulsivamente a trabajar en los ingenios esperando el momento del cobro. Primeros años del siglo XX. Foto publicada por Blasco Ibáñez en 1910.

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dos factores de nuestra personalidad, o sea, evitaron la cópula fecunda buscada por Eurindia . Para comprender la búsqueda teórica de Ricardo Rojas no hay nada más ilustrativo que recorrer su casa en la Ciudad de Buenos Aires, hoy museo nacional. Ricardo Rojas quiso dejar plasmado en la arquitectura de su propia vivienda lo medular de la proposición. En el pensado y cuidado diseño de la casa, cuyo frente imita la histórica Casa de la Independencia de Tucumán, se combinan elementos criollos, incaicos y españoles. Incluso publicó un libro con los fundamentos teóricos y estéticos, los detalles constructivos y la aplicación de los elementos decorativos y simbólicos de la casa. Sin embargo, Ricardo Rojas, que prefirió de entre las europeas la tradición española, soslayó en sus estudios otras presencias. Su principal olvido fueron los negros. Aún hoy, sobre el componente cultural y racial negro pesan ocultamientos, silencios y negaciones. 3

3 Un alto en el camino. Excursión de una familia rural, descendiente de inmigrantes, en las Sierras de los padres. Provincia de Buenos Aires. Primera década del siglo XX. Foto colección del autor.

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Recae sobre la negritud una valoración social y cultural injustamente negativa, más disvalorativa aún que la que pesa sobre la ascendencia indígena. En estas tierras, la presencia negra fue numérica y culturalmente muy importante y pervive en todos nosotros, a pesar de los referidos mantos de prejuicio. Todos tenemos algo de negro, como de aborigen, como de europeo, en la sangre, en el hacer, en el creer y en el pensar. Como consecuencia del etnocentrismo europeísta que atraviesa nuestra historia y sus relatos, dadas las relaciones de poder establecidas, la marca cultural europea es muy potente y se expresa en el idioma, la religión, la filosofía, las maneras de producción y consumo, etc., pero lo negro y lo nativo también se manifiestan con fuerza, algunas veces de manera expresa, en otras circunstancias como influencias profundas, soterradas, quizás imperceptibles, que transforman el modelo puro, el equilibrio de los dominantes. Así, vemos cómo los arraigados preconceptos hacen que algunos argentinos se autodesignen como europeos o como “blancos”; cuando las más obvias evidencias físicas o culturales lo desmienten. Sucede que a los rasgos físicos y a las maneras de actuar se las identifica con relaciones de poder, de dominio y de subordinación. Un asunto cuyo origen podemos remontarlo al primer contacto entre conquistadores y conquistados; al primigenio impacto de la invasión europea; a los acercamientos iniciales, que pronto fueron sexuales; al nacimiento del mestizaje americano. Desde el comienzo mismo de la conquista, los cronistas y testigos plasmaron con su pluma entusiastas descripciones de la belleza de las jóvenes americanas. cont. p. 60 58


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4 El comandante Ruibal llega a Codihue con el sometido cacique Renque Curá y su tribu. Foto de Pedro Morelli. 1883. Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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5 Padres salesianos con sus alumnos, en Patagones. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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Ulrico Schmidel, quien tomó parte en la conquista del Río de la Plata como integrante de la expedición del Adelantado don Pedro de Mendoza, dijo de nuestras mujeres que eran muy lindas y grandes amantes y afectuosas y son ardientes de cuerpo. También que eran muy hermosas y no se tapan parte alguna de su cuerpo, pues andan desnudas tal como su madre las echó al mundo. Además del atractivo descrito, también gravitó la circunstancia de que la colonización española, a diferencia de la norteamericana que fue establecida con familias, fue emprendida por hombres solteros. Por ello, y considerando las sugestivas valoraciones del alemán Schmidel, las vastas distancias a recorrer y los tiempos largos de las travesías, estimularon las uniones entre las mozas locales y los varones recientemente arribados. También debemos considerar, como un factor favorable a un veloz mestizaje, al escaso número de mujeres blancas que acompañaron las primeras expediciones. Los españoles obtenían las mujeres americanas por medios pacíficos o por la fuerza. Si bien, las conquistas militares incluyeron violaciones y tomas de cautivas, hubo también mujeres aborígenes que consintieron unirse a los españoles. Existió el caso de mujeres ofrecidas por caciques como símbolo de unión o amistad. Ruy Díaz de Guzmán escribió, en 1612, de sus experiencias en nuestras tierras, en La Argentina. Historia del descubrimiento, conquista y población del Río de la Plata. Allí informa que los caciques guaraníes consideraban que regalar mujeres era un medio excelente para unirse con los españoles. Así, a todos los llamaban cuñados. El Inca Garcilaso de la Vega escribió que viendo los indios alguna india parida de español, toda la parentela se juntaba a respetar y servir al español como a su ídolo, porque había emparentado con ellos. Y así, agrega Garcilaso,

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fueron estos tales de mucho socorro en la conquista de las Indias. El mismo Garcilaso fue ejemplo de mestizaje, hijo natural de un padre que pertenecía a la familia de los Duques de Feria y del Infantado y de Doña Elizabeth Palla, sobrina de Huayna Capac. También sucedió que algunos españoles solicitaran a sus jefes o autoridades se les concedieran mujeres aborígenes como criadas, muchas de las cuales terminarían, en los hechos, como concubinas. De esta manera, ya sea por la fuerza, haciendo uso del engaño o por amable consentimiento, no fueron pocos los españoles que vivieron rodeados de decenas de mujeres del país. También proliferaron las infidelidades, los matrimonios mixtos y, como lo atestiguan diversos documentos, una extendida poligamia, que ya era normal entre funcionarios incaicos, caciques guaraníes y tribus del Tucumán. 6

6 Basílica de La Virgen de Itatí inaugurada en 1950. Así podía verse, entonces, observada desde el río Paraná. Foto colección del autor.

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Estos antecedentes facilitaron en los españoles similares costumbres. La poligamia se ejercitó en abundancia en la zona guaranítica, área conocida por los europeos como el Paraíso de Mahoma. Los sacerdotes, por su parte, rendidos ante la evidencia y la necesidad, en los primeros tiempos optaron por hacer la vista gorda a las licencias que se tomaban sus fieles. Para las aborígenes, vincularse a un español proporcionaba ventajas materiales y sociales. Además, sus hijos podían llegar a ser aceptados como “españoles”. La mayoría de los conquistadores no legalizaron sus relaciones, aunque sí se ocuparon de sostener, educar, catequizar y bautizar a sus concubinas y amantes. En consecuencia, gran parte de los primeros hogares formados en las ciudades fundadas durante los siglos XVI y XVII fueron mestizos. La primera generación de mestizos desempeñó parte activa en la conquista. Así, por ejemplo, Juan de Garay y sus compañeros - mestizos de Asunción fundaron Santa Fe y, finalmente, Buenos Aires en 1580. Como ya fue señalado, el mestizaje americano se inició con los primeros encuentros entre españoles y americanos; también la presencia del elemento negro se remonta a aquellos orígenes. Negros o descendientes de negros llegaron con los conquistadores, sea como esclavos, sea como sirvientes. A su vez, el componente negro viajó en el propio ser de los conquistadores, ya traído desde la cuna, en la sangre y en las convicciones y costumbres aprendidas en tierras ibéricas. Aunque en un comienzo el cruzamiento fue aceptado como un resultado lógico y natural de la conquista, ya avanzada ésta, la Corona y la Iglesia dieron la voz de alerta e iniciaron un conjunto de proclamas,

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condenas, normas y prohibiciones con el fin de evitar el mestizaje. Todos los esfuerzos fueron vanos. Ya existía en América otra sociedad, diferente, nueva, mestiza, una sociedad de frontera. Crecen, entonces, las exigencias de pureza racial. El origen de esta cuestión se remonta a las concepciones medievales de ortodoxia religiosa, de limpieza de sangre (sin moros, ni judíos) y al orgullo de linaje, vigentes en la España medieval y que fueron transferidos a este lado del océano Atlántico. En la América colonial se impuso la sociedad o régimen de castas. De acuerdo con este régimen se definieron, por ley, las mezclas raciales y sus respectivos estatus sociales y legales. 7

7 Altivos aborígenes del Gran Chaco posan con sus arcos y flechas. Año 1900. Foto AGN.

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En España era el mayor prestigio no descender de judíos ni de moros. En América, la piel, más o menos blanca, decidía el nivel social que ocupaba el hombre en la sociedad. Así, un blanco, aunque pobre, se consideraba parte de las clases altas de su país. Durante los siglos XVII y XVIII, en América, los españoles y los criollos “blancos” sentían un ilimitado desdén por los mestizos y por las castas. Las castas eran clasificadas, según los componentes raciales asignados, con numerosas denominaciones que variaban según la costumbre o la región: mulato, morisco, albino, lobo, zambaigo, cambujo, barcino, coyote, cuarterón, quinterón, zambo y varias más. Desde el punto de vista legal, el primer lugar en la escala de privilegios lo ocupaban los españoles (primero los peninsulares, luego los criollos) y sucesivamente indios, mestizos, negros libres, pardos, mulatos y zambos; por último, los esclavos. Aunque, desde el punto de vista social, el último lugar era para el aborigen. Como podemos imaginar, con el transcurso del tiempo, los entrecruzamientos siguieron en aumento, por lo que la administración colonial ofreció discernir las pertenencias raciales otorgando documentos públicos. Comenzó la venta de certificados de blancura o de pureza de sangre. Pero, la veracidad de estas constancias, en poco tiempo, fue relativizada por la corruptela de los funcionarios que extendían garantías falsas o dudosas. En América se configuró una realidad racial y cultural evidentemente mestiza, más fuerte que todos los prejuicios teóricos o las inútiles prescripciones de la Corona. Recién en el siglo XIX, revoluciones mediante, fueron eliminadas del cuerpo legal las últimas discriminaciones legales de casta o raciales. Aunque borradas del papel, permanecieron enquistadas en la cultura y en las relaciones de poder.

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EL MESTIZAJE

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8 Columna original tallada en piedra por los aborígenes guaraníes en la antigua reducción de San Ignacio Miní, actual provincia de Misiones. Foto del autor.

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9 Aborígenes “agauchados” del noroeste. Año 1900. Foto AGN.

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10 Capilla en el noroeste. Destaca la sencillez del original estilo norte単o. Foto del autor.

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LA PRIMERA COLONIZACIÓN (SIGLOS XVI, XVII Y XVIII)

LA PRIMERA COLONIZACIÓN (SIGLOS XVI, XVII Y XVIII)

Una vez fundadas las primeras ciudades, comenzó el proceso de consolidación de lo conquistado. Durante el siglo XVII se fueron completando los tejidos urbanos, - alzados inicialmente con barro, maderas y paja - con templos y casas de construcciones más sólidas y perdurables. Acarete Du Biscay, viajero inglés, describió la ciudad de Salta de mediados del siglo XVII como un pueblo que contiene como cuatrocientas casas y cinco o seis iglesias y conventos. Luego agregaba que no estaba circundado por murallas, fortificaciones ni fosos. También, en ese siglo, comenzó a hacerse más efectiva la presencia de la Iglesia Católica. La llegada de las congregaciones de dominicos, franciscanos, mercedarios y jesuitas, dotó a la colonización europea de mayor densidad cultural y de elementos ideológicos útiles para afianzar la dominación y la paz. Los religiosos adquirieron un papel principal en las políticas de reducción e integración de los

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pueblos originarios a la estructura colonial. Sin duda, la experiencia más significativa fue la de las misiones de los padres jesuitas, instaladas en la región noroeste, durante el siglo XVII. Hasta entonces, la presencia evangelizadora había estado a cargo de los sacerdotes que acompañaron a los contingentes conquistadores. La llegada de las órdenes religiosas y la creación de las primeras diócesis sistematizaron la labor de la Iglesia Católica. También, durante el siglo XVII, se abrieron los primeros seminarios destinados a instruir a los futuros curas criollos, protagonistas destacados de la historia que estamos recordando. La red hispánica de ciudades en el actual territorio argentino fue siendo vinculada con caminos más estables. Por ellos comenzaron a circular hombres, ideas, objetos y mercancías. 1

1 Carro transportando caña de azúcar, en la provincia de Tucumán. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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La economía de la época se estructuraba a partir de los centros mineros. Como consecuencia de ello, los circuitos comerciales crecieron orientados a Potosí, donde se extraía la plata. Los metales preciosos eran transportados a Europa recorriendo largas distancias por tierra y por mar. El oro y la plata americanos eran necesarios para financiar la modernidad capitalista europea. Si bien el camino oficial era por el norte, una parte significativa fugaba por el sur, por el puerto de Buenos Aires. A causa de ello, la corriente comercial principal se estructuró uniendo Jujuy con Buenos Aires, a través de Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba. Otro circuito comercial ligaba a Buenos Aires con Chile, por Córdoba y Cuyo. Por los ríos Paraná y Uruguay, Buenos Aires se comunicaba con el noroeste, con Santa Fe, Corrientes y Misiones. Por esos años, comenzaron a coordinarse los primeros intercambios comerciales y a esbozarse las producciones regionales especializadas, como los vinos y aguardientes cuyanos, la yerba mate y el tabaco del noreste, la explotación del ganado vacuno en las pampas y los textiles en el noroeste. También la producción de mulas, destinadas a Potosí, vinculó a las pampas con el noroeste, camino a los centros mineros altoperuanos. Por Buenos Aires ingresaban manufacturas europeas y esclavos. Salían productos primarios y plata potosina. Las modestas economías regionales, incipientes y de muy baja escala, se fueron relacionando con los flujos del comercio internacional. Buenos Aires se vinculó con Europa y con Brasil. El noroeste con el Alto Perú. Cuyo con Chile. Córdoba, desde el centro, era el eje de la distribución y el noreste guaraní se ligaba con Santa Fe y Buenos Aires. cont. p. 72 69


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2 Iglesia de la Estancia de Santa Catalina en Ascochinga, Córdoba. La estancia fue fundada por la Compañía de Jesús en 1622. La arquitectura jesuítica representa un ejemplo de peculiar creación europeo-americana en tierras de frontera. Foto del autor.

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3 Portal del Templo Mayor de la reducción jesuítico-guaraní en San Ignacio Miní, actual Provincia de Misiones. Constaba además con viviendas para aborígenes y misioneros, aulas, cocina, comedor, talleres y depósitos. Foto del autor.

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4 En 1883, la ciudad de San Salvador de Jujuy conservaba su estilo colonial y el aspecto general de pequeño poblado hispanoamericano. Foto AGN.

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El comercio se hacía por medio de mulas y pesadas carretas, por caminos precarios, relativamente transitables. Para atravesar las desoladas distancias, los recorridos entre una ciudad y otra estaban jalonados con casas de posta. Allí, los viajeros podían tomar agua, pasar la noche y canjear los caballos agotados por otros más aptos para viajar hasta la siguiente posta. Por el sistema de caminos y postas transitaban las tropas de carretas, las galeras, los jinetes y los arreos del ganado en pie. Por allí circulaban la correspondencia y las noticias, las modas y novedades, los bienes de intercambio. Había caminos principales que relacionaban los centros económicos ya señalados y otros caminos secundarios, incluso huellas o senderos ocasionales sólo utilizables por lugareños o con la ayuda de baqueanos. Así se estructuraba una vasta red de interconexiones. El sistema se extendía desde Charcas hasta Buenos Aires, totalizando una distancia de 11000 km, (2000 leguas). 5500 km debían cubrirse para unir Lima con Buenos Aires; para viajar de Buenos Aires a Corrientes había que atravesar 1276 km y para llegar a Asunción 2216 km. Con esas distancias y la mencionada precariedad de las vías de comunicación, los más veloces conductores de correspondencia tardaban aproximadamente treinta días para unir Potosí con Buenos Aires. Este sistema se mantuvo hasta el siglo XIX. Sostener una casa de postas era un verdadero desafío y sus dueños fueron un ejemplo de personajes de la frontera. Las postas estaban expuestas a los ataques aborígenes y a los asaltos. Las distancias las volvían pobres de abastecimientos y desvalidas frente a los problemas de salud, dado que los lugareños eran atendidos con medicinas caseras y conocimientos heredados de los mayores o de las curanderas, si las hubiese. Para resolver

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todos los problemas que se presentaban, los maestros de posta se bastaban de sus propias fuerzas e ingenio. Sólo la experiencia les permitía sobrevivir, casi en soledad, ya que conocían como nadie los arcanos de la tierra. El inglés John Miers, quien recorrió estas provincias a comienzos del siglo XIX, en su Viaje al Plata (1819-1824) dejó una estupenda descripción de una posta, que, aunque extensa, es útil transcribir. Escribió: La posta de Escobar se parece mucho a las construcciones similares que se encuentran en los caminos reales a Mendoza y al Perú; por lo tanto la descripción de la misma podrá servir para todas. Es un gran rancho, construido con estacas torcidas, bastas, clavadas en el suelo; cruzadas sobre éstas, y atadas con lonjas de cuero, hay otras piezas, con las cuales se entrelazan ramas de arbustos o cañas, atadas también con guascas. La armazón así obtenida se revoca por fuera y por dentro, con barro azotado a mano. El techo está construido en la misma forma que los costados, con palos unidos por medio de lonjas de cuero; la cumbrera del techo se apoya, en el interior de la casa, sobre dos postes y todo va recubierto con pasto. El conjunto de la construcción es de lo más rústico y miserable, muy parecida en todo, excepto en el tamaño, a una cabaña de barro de Irlanda. El maestro de posta y su familia vivían todos juntos, en esa habitación única. Al lado de ese rancho había otro, de menores dimensiones, para uso de los pasajeros. En esta casa de hospedaje no había sillas, ni mesa, ni cama; estas cosas, o tan sólo una de ellas, difícilmente se encuentran en postas; la única forma de librarse del duro suelo es una especie de armazón de cama formada por cuatro estacas cortas enterradas en el piso y cuatro palos cruzados y atados con guascas formando un marco en el cual se estira un cuero de novillo. Muy pocas de estas construcciones

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poseen puerta y solamente disponen de un cuero para evitar la intemperie. Otro rancho confeccionado de la misma manera, frecuentemente sin revocar con barro – un simple sotechado de ramas – se ve adosado, en general, a estas habitaciones, y se lo utiliza para cocinar. Casi no necesito decir que estos ranchos no tienen ventanas. Algunas postas están divididas en dos habitaciones una de las cuales es el almacén o despacho de bebidas, y la otra el dormitorio. En algunas de estas casas puede verse debajo del alero un agujero cuadrado, hecho con el fin de dar paso a la luz y el aire, y, lo mismo que la puerta, se cierra, cuando el tiempo obliga a ello, con un pedazo de cuero. Muy rara vez las casas estaban jaharradas o alisadas, y en general se las deja con ese aspecto rústico que les da el barro simplemente azotado con las manos. Aún siendo tan miserables ofrecen un cierto refugio al viajero en tiempo de tormenta, aunque con frecuencia no resultan absolutamente impenetrables a la lluvia que, durante el invierno, cae en fuertes chaparrones, y en tormentas de truenos durante la estación calurosa. En estos refugios el viajero puede, si quiere, precaverse de los intensos rocíos que caen por la noche en todo este extenso país. Estos rocíos penetran las ropas y le mojan a uno, le hielan, y producen una sensación muy desagradable. El mayor inconveniente de estos tristes habitáculos – por lo menos para los europeos – es la increíble cantidad de pulgas, chinches y otras sabandijas más intolerables. Tal como las describe John Miers, las viviendas eran edificadas con unos pocos puntales de madera, paja, barro y cuero. Sin metales. Con los elementos que proveía el medio. En el noreste, además de los elementos enumerados, fue común el uso de las cañas. En el noroeste también se utilizaron piedras y la madera del cardón. cont. p. 76 74


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5 Viñedos en Cuyo. Con esfuerzo, la tierra pedregosa fue canalizada para regar y producir en áreas de escasas o nulas precipitaciones. Foto publicada en Visión de Argentina, 1950.

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También para la construcción de fortines, carretas, instalaciones de trabajo y corrales se utilizaron dichos elementos. En su lento andar, las caravanas de carretas o los arreos de animales no llegaban, en algunos trechos largos, a ir en una sola jornada de una posta a la otra. Por ello debían acampar a medio camino. También había trayectos poco transitados y despoblados de postas. En esos penosos viajes se forjaron algunos arquetipos de la sociedad de frontera colonial como el carretero, el maestro de posta, el baqueano, el bueyero, el resero… Las carretas eran inmensos carromatos construidos con madera y cuero, a veces también con cañas. Eran tiradas por dos o tres juntas de bueyes, por lo que avanzaban al ritmo del paso moderado de aquellas bestias. Las carretas tenían ruedas altas para atravesar los cursos de agua, sin puentes y las huellas anegadas por las lluvias, los pantanos y barriales profundos. Xavier Marmier describió las tropas de carretas a mediados del siglo XIX: caravanas argentinas de diez, quince y veinte carretas, caminando lentamente, una tras otra, por caminos polvorientos de huellas profundas a través de la pampa desierta que no pueden recorrer sin un guía experimentado. Un hombre a caballo recorre la línea de carretas, ordena los movimientos de la tropa, organiza los campamentos. (…) La caravana no hace más de cinco o seis leguas por día. Llegada la noche, se detiene junto a un pastizal y toma sus precauciones para ponerse a cubierto de dos especies de enemigos: los indios y los tigres. Las carretas se disponen en círculo (…) dos o tres hombres hacen vigilancia mientras los demás duermen en el suelo o en la carreta. Las tropas de carretas, los arreos y jinetes transitaban los caminos y los circuitos comerciales

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estructurados de acuerdo a la lógica política, comercial y económica de la Corona. Ciudades, caminos y ríos conformaban las arterias y el esqueleto del país colonial. La circulación económica estaba orientada a Lima y Potosí. A contramano del Perú, Buenos Aires y el Río de la Plata fueron acrecentando su influencia hasta convertirse en el escenario predominante del intercambio mercantil legal y en la puerta principal del tráfico ilegal de mercancías. Finalmente, el contrabando y la crisis de la economía minera del Alto Perú invirtieron las agujas de la circulación comercial. Las corrientes del comercio se orientaron hacia el Atlántico. Por ello, Buenos Aires, de ser un área pobre y marginal terminó convirtiéndose, a partir de 1776, en la capital política y centro económico del entonces creado Virreinato del Río de la Plata. Prosperidad para el litoral, crisis y decadencia para las regiones interiores. Con la centralidad porteña se prefiguró el país embudo, con todas sus arterias dirigidas, como haces, a la ciudad capital de la Argentina.

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LA CIUDAD Y EL DESIERTO

LA CIUDAD Y EL DESIERTO

Las palabras ciudad y desierto funcionaron como claves de nuestra historia y de su relato. Pero no en su significado restringido, en el sentido que regularmente les otorgan los diccionarios. Ambas palabras encerraron conceptos más amplios, verdaderas maneras de mirar el mundo. Cuando Pablo Mantegazza recorrió nuestras llanuras, en 1855, experimentó ese sentimiento sobrecogedor que produce la inmensidad pampeano patagónica: La pampa os aterroriza y conmueve por la idea sensible del infinito, pero de modo muy distinto que el mar. En éste teneis siempre ante los ojos una masa infinita de agua, ante la cual os parece como si quedarais reducido a arista de paja, pero siempre veis el agua que se mueve, agitada y espumosa (…) camináis sobre un terreno que se mueve y aunque vuestras relaciones con él sean de monotonía inexorables, veis, sin embargo, un cuadro de vida del cual sois parte activa, reactiva y batalladora.

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En la pampa, en cambio, tocáis un infinito que no se mueve, y aquel terreno nivelado como por un matemático, que, inmóvil, eternamente igual a si mismo, hollais con el casco de vuestro caballo, impacienta y abruma. Nace el sol, rojiso y fulginoso, en medio de las hierbas como si saliese de una rasgadura del suelo, y después de acompañarnos en las largas horas de un larguísimo día, sin un minuto de sombra, se hunde por la tarde en el extremo opuesto, sepultándose también en la tierra. (…) Siempre la misma tierra, el mismo círculo infinito que abarca la tierra. El testimonio de Mantegazza vale para imaginarnos la impresión y sensación de soledad e indefensión que habrán sentido los españoles que penetraron estas pampas en el siglo XVI. También nos ayuda a comprender por qué la conquista y posterior colonización se estructuró a partir de las ciudades y por qué el discurso civilizador se asumió como la antítesis del desierto. Ambas palabras, ciudad y desierto, se utilizaron para representar un conjunto de valores, ideologías. Por eso, lo que se denominaba desierto no era tal, ya que nombraba un espacio habitado. En realidad, el concepto desierto se utilizaba para referir las áreas no ocupadas por el hombre de la ciudad, no urbanizadas al modo europeo. Alberdi decía que en América lo que no es europeo es salvaje. Las que se denominaban ciudades no lo eran en el sentido actual del término, ya que constituían – hasta bien entrado el siglo XIX - apenas, asentamientos precarios, aldeas o pequeños poblados. Para ocupar el territorio, la ciudad era instituida legalmente, se fundaba por designio del rey y era llamada ciudad tuviera muchos o pocos habitantes. Los europeos, en sus labores de conquista y colonización, se vieron obligados a fundar poblaciones como

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manera de ir ocupando el espacio, un territorio demasiado vasto para tan pocos hombres. Querían, desde esos centros civilizados, influir sobre el agresivo medio circundante. Hostilidad de la tierra sometida que los hombres de las ciudades sintieron a lo largo de los siglos. Las ciudades de nuestro país nacieron como un reducto para preservar la vida de los conquistadores, no sólo en un sentido físico, sino también en sus costumbres, tradiciones y creencias. Las ciudades fueron centros de expansión sociocultural, enclaves de la cultura europea que se pretendía proyectar, transferir al espacio externo a su mundo. La fundación de ciudades fue el punto de apoyo de la colonización española y alrededor de ellas se fue diseminando la nueva civilización. El desierto se presentaba como la amenaza, el lugar de lo desconocido, el desafío a vencer. El desierto era la inmensidad inculta. Los montes, las selvas, las cumbres escarpadas, también eran el desierto. No se trataba de la falta de agua o de vegetación, tampoco de ausencia de seres humanos. El desierto era la carencia de civilización. Las ciudades eran la civilización que se imponía a una tierra “vacía”, vacante de “cultura”. Sarmiento, en el siglo XIX, en Facundo escribía: el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, sin, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra, entre celajes y vapores tenues que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar el cont. p. 84 81


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1 Vista de la Plaza principal del Fuerte General Roca. Aislados y en un marco de absoluta austeridad, unos pocos soldados defendían la presencia del estado nacional. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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2 Carhué en 1879. La mayoría de los pueblos y ciudades argentinas nacieron hace menos de un siglo. Las localidades más antiguas antes de convertirse en urbes fueron, por décadas, pequeños caseríos. Expedición al Río Negro. 1879. Vistas de Antonio Pozzo acompañando al general Julio A. Roca. Museo Roca.

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3 Los desiertos y las salinas actuaron como barreras naturales en la comunicación entre los pueblos. Para atravesarlos había que tomar precauciones, proveerse de agua y alimentos e ir guiados por conocedores de la zona o baqueanos. Salinas en Córdoba. Foto del autor.

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4 Puesto de una estancia en la provincia de Buenos Aires. Aunque los ladrillos están asentados en barro, la casa respeta, en pequeña escala, el estilo arquitectónico de las casas principales del casco de la estancia. (Primera década del siglo XX). Foto colección del autor.

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5 Ciudad de San Salvador de Jujuy en 1883. A pesar de ser una de las primeras ciudades, fue fundada en 1593, a finales del siglo XIX, Jujuy todavía conservaba su apariencia austera y colonial. Foto AGN.

punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al sur y al norte acéchanla los salvajes… Sarmiento describía la soledad del “civilizado” en la infinitud americana, rodeado por el desierto, acosado por los salvajes. Un siglo más tarde, el personaje de un cuento de Jorge Luis Borges (La noche de los dones) describió el ataque de un malón como si todo el desierto se hubiera echado a andar. Acorde con estos sentimientos, las ciudades fueron concebidas por los colonizadores españoles y luego por quienes continuaron en su cruzada transculturizadora, como auténticas ciudadelas no sólo en sentido militar sino, sobre todo, en sentido social y cultural, una ciudadela europea y europeizadora en la que conservaran intactas las formas de mentalidad y de vida, la raza y los sistemas de normas y valores europeos, escribió José Luis Romero, cuyos insustituibles escritos sobre el tema fueron publicados en

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Situaciones y ideologías en Latinoamérica (en 1981, tomando trabajos ya publicados en 1967) y en Latinoamérica. Las ciudades y las ideas (1976). Afirmaba Sarmiento en Facundo: la ciudad es el centro de la civilización argentina, española europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y los comercios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin a los pueblos cultos. La elegancia de los modales, las comodidades del lujo, los vestidos europeos, el frac y la levita tienen allí su teatro y su lugar conveniente. Está claro que Sarmiento estaba definiendo una imagen teórica, ideal. La realidad de la mayoría de los poblados de su época distaba muchísimo de lo que su pluma describía. Luego, Sarmiento sostenía: la ciudad capital de las provincias pastoras existe algunas veces ella sola, sin ciudades menores, y no falta alguna en que el terreno inculto llegue hasta ligarse con las calles. El desierto las circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a unos estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas. Patética debilidad la de aquellos oasis de civilización enclavados en la gigantesca América “bárbara”. Las ciudades eran refugios. Sarmiento decía: Saliendo del recinto de la ciudad todo cambia de aspecto: el hombre de campo lleva otro traje (…) parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro. Aún hay más: el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse del de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales (…). Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscripto afuera.

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Por ello, la ciudad se va a instalar en el imaginario civilizatorio como el sitio de la seguridad ante el campo inseguro. La ciudad será cristiana, el desierto infiel. La ciudad ordenada y previsible, el desierto desordenado y azaroso, imprevisible. Por eso, consecuentes con la voluntad expansiva y conquistadora, los habitantes de la ciudad trataron de crear una relación de dominio sobre el entorno, estableciendo límites objetivos o mentales, señalando sitios, lugares y caminos. Reconociendo e identificando, designando, además de lo propio, lo ajeno. De esta manera se fue articulando un espacio de relaciones, cuyo centro era la propia comunidad y respecto del cual todos esos puntos, lugares, territorios, estaban ubicados y se integraban en una representación mental compartida. El centro era el espacio físico y mental propio. Era el orden, el área de las cosas buenas. Lo otro, el espacio periférico, marginal, incomprensible, peligroso, ajeno, el territorio de la barbarie: el desierto. 6

6 Fortín Cabo Alarcón. Construido íntegramente con troncos, adobe y lonjas de cuero. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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Los límites entre el desierto y la ciudad eran imprecisos, difusos. Material y simbólicamente, el uno y la otra se penetraban, se confundían, generaban un espacio de frontera, una zona de mestizaje. Por otra parte, como paradoja, ambos polos se rechazaban, se celaban, desconfiaban, pero no podían escapar a la relación. Se definían mutuamente uno por el otro. Por eso, el primer instinto de dominio europeo va a ser nombrar y medir. Dibujar en el mapa, hacer el plano, cuadricular el terreno, señalar el centro, asignar los solares de acuerdo a las jerarquías, establecer las propiedades. Nombrar y medir constituyeron prácticas esenciales en el dominio del espacio y en la consolidación del territorio. Medir era una forma de apropiación para establecer las dimensiones de lo propio y facilitar una representación social del espacio dominado. Lo que no estaba medido era, en cierto modo, ajeno, extraño, era lo desconocido. El espacio no medido era el territorio amenazador, era el desierto, eran las distancias desconocidas, era el aislamiento. 7

8 Cueros vacunos secándose al sol. Curtiembre a comienzos del siglo XX. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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La cuestión se proyectó en el tiempo. Ezequiel Martínez Estrada, en Radiografía de la Pampa (1933), con su aguda capacidad de observación, destacaba el aislamiento a que era sometido el hombre de nuestras pampas y decía: El morador de nuestros pueblos conoce los nombres de los inmediatos, pero no los ve; el campo y el cielo no ofrecen reposo a la vista ni al alma un punto en que descansar. La unidad de medida entre los pueblos aislados no es la vista, ni la rivalidad: es la medida geográfica, la milla, el kilómetro, la legua y las horas de viaje. De esta manera, distancias y soledades envuelven al ser, a la vez que la ciudad no puede vencer la resistencia de los campos, de los desiertos. Una resistencia que retroalimentaba la sensación de lejanía, aislamiento y soledad. Martínez Estrada agregaba: tras mucho andar, el pueblo que primero se encuentra parece el último, como si después de ese no hubiera otro más. Nos invade un sentimiento de pena, y la alegría de la llegada se defrauda en un abatimiento de aldea chata, incolora, hecha a imagen y semejanza del campo. (…) Ese pueblo está envuelto por el campo; en la lucha que ha entablado con la soledad, el vencido es él: está sitiado por el campo; enquistado y reducido a un curioso caso de mimetismo. El campo entra por las calles y por los terrenos con los yuyos. Los yuyos son los heraldos con que el campo anuncia su lenta, infatigable invasión. Hay que estar cortándolos siempre y siempre crecen. Una perseverancia de la naturaleza que desmoralizaba, achataba, desesperaba a los cruzados de la civilización. Pioneros que resistían como soldados perdidos o abandonados.

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Decía Martínez Estrada: esos pueblos parecen aerolitos, pedazos de astros habitados caídos en el campo. Al llegar se diría que entramos otra vez al pueblo que hemos dejado, y que el viaje fue una ilusión. No es tanto que las casas sean pequeñas cuanto que parecen chatas por la inmensidad de la perspectiva. Su pequeñez es una ilusión óptica; es la pampa que las achica. Como las achicaban los picos nevados, las estepas, los cerros, las mesetas, los montes o las selvas. Sobre todo, por las noches, el desierto infundía terror. Las extensiones se poblaban de almas en pena, ánimas, animales misteriosos, ruidos, silbidos y músicas extrañas. Era la expresión inasible de nuestra América.

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LOS CAMINOS Y LOS RÍOS

LOS CAMINOS Y LOS RÍOS

Nuestra historia argentina puede ser relatada a partir de la historia de sus caminos y de sus ríos. Luego, de sus ferrocarriles. Cuando los primeros europeos llegaron a este suelo, lo penetraron navegando sus aguas interiores y adentrándose por huellas, senderos y caminos que ya habían sido abiertos y recorridos por los nativos. Por el noroeste, el camino del Inca llegaba hasta Cuyo y una red de caminos incaicos vinculaban los dominios con el Cuzco, con el ombligo del mundo; capital y centro del Imperio, desde donde partían los caminos principales hacia las cuatro regiones en que los incas habían dividido su mundo: Chinchaysuyu al norte, Antisuyu al este, Contisuyu al oeste y Collasuyu al sur, que abarcaba parte del actual territorio argentino. Desde el Cuzco, el camino bajaba hasta donde hoy está Sucre (en la actual Bolivia) desde donde continuaba el camino real de Collasuyu, por Potosí, Tupiza y Tarija cont. p. 93 91


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1 Las vías del ferrocarril atraviesan serranías y buscan llegar a las regiones más productivas. Foto publicada por Manuel Chueco en 1910.

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(también en la actual Bolivia). Atravesaba la Quebrada de Humahuaca, las planicies y cerros de Jujuy, Salta y Tucumán. Se extendía hacia el sur, hasta alcanzar la ahora provincia de Mendoza. Este camino principal, serrano, era atravesado, a su vez, por rutas transversales que lo vinculaban con el costero que corría paralelo a la costa del Pacífico, cordillera de por medio. Verdaderos antecedentes de los actuales pasos cordilleranos. Los caminos incas procuraban que en su trazo persistiera la línea recta, con la finalidad de acortar distancias, disminuir el tiempo de viaje de los caminantes y acelerar la transmisión de las noticias. Tanto los materiales, como el ancho de sus calzadas, variaban según la geografía que recorrían. En algunos tramos llegaban a medir seis metros de ancho y en general estaban cubiertos con piedras de diferentes tamaños que, puestas unas al lado de otras, delineaban el camino. Los puentes, construidos con diversas técnicas (los colgantes eran los más usados), permitían atravesar ríos y hondonadas. Los desniveles pronunciados del terreno o las pendientes empinadas eran salvados con escalones de piedra. De tanto en tanto eran construidos pucarás defensivos y/o de vigilancia, como el Pucará de Tilcara en la Quebrada de Humahuaca, y tambos donde se almacenaban granos y otros elementos de valor. Los caminos del Inca fueron construidos para ser recorridos a pie o con llamas, dado que no conocían los caballos, las mulas, ni la rueda. Los europeos que ingresaron en son de conquista, por el noroeste, lo hicieron siguiendo los caminos del Inca. Aún hoy, las comunicaciones con el extremo noroeste argentino siguen aquellos caminos delineados hace más de cinco siglos.

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En las orillas de los ríos y a la vera de las huellas y caminos se instalaron los poblados. Fueron los naturales de las costas del río Paraná quienes indicaron a Caboto, en el siglo XVI que partiendo por tierra hacia el noroeste, desde la desembocadura del río Carcarañá, se podía ingresar tierra adentro para llegar a las Sierras de la Plata, las regiones que brillaban por el resplandor de los metales preciosos y que despertaron los más alocados sueños en los ambiciosos hombres de la conquista. Fue así como se tuvo, por primera vez, la noticia de un camino, que cruzando el continente en diagonal unía el Río de la Plata con los dominios del Inca. El recorrido señalado por los aborígenes se dirigía al camino real, cruzando el territorio hacia el noroeste, desde la actual ciudad de Rosario. Se trata del trayecto que aún hoy vincula el litoral con el noroeste y que describió magníficamente Carrió de la Vandera, apodado Concolorcorvo, en El lazarillo de ciegos caminantes después de recorrerlo entre 1771 y 1773. En tiempos de la conquista, en las Pampas y hacia el sur, la población era muy escasa. La mayor densidad de habitantes estaba en el noroeste, Gran Chaco y noreste (siempre en términos muy relativos tomando en cuenta la falta de información precisa - solo contamos con estimaciones - y lo exiguo del número en todas las regiones). Sin embargo, los antiguos pobladores de las tierras bajas, con su andar, fueron trazando senderos y rumbos en las inmensidades pampeanas y patagónicas. Así se fueron consolidando las rastrilladas principales y secundarias. Rastros o verdaderas huellas que hombres y animales, en su ir y venir, iban dejando en la tierra. En apariencia seguían un trazo caprichoso, pero eran el resultado de la experiencia y la sabiduría, adquiridas con los años y en la lucha contra la adversidad

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de la geografía. Evitaban médanos o guadales y con orientación segura, seguían las rutas del agua dulce; ríos, arroyos y lagunas en las cuales saciar la sed de hombres y animales, so pena de sucumbir en las desérticas llanuras. Más tarde, tropas, diligencias y galeras siguieron estas rastrilladas indias. Así como también, transcurrido el tiempo, fueron bien consideradas por los ingenieros que trazaron las rutas y vías ferroviarias orientados por aquellas antiguas marcas. En la patagonia tenemos noticias de que existieron veredas indígenas. Sendas que unían el interior con las riveras atlánticas, con las costas a donde los habitantes iban a recoger frutos del mar. También los ríos fueron las vías privilegiadas por los conquistadores para penetrar el Continente. Las primeras exploraciones se hicieron navegando sus aguas o bien caminando paralelo a sus cursos. Los ríos eran necesarios 2

2 Catamarca. Un camino surca el monte y se pierde en la distancia. Foto del autor.

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proveedores de agua potable y línea de referencia para orientarse en las incursiones al territorio desconocido. Las corrientes colonizadoras de Asunción y del Río de la Plata (también llamadas del Este) tuvieron por escenario principal las aguas del río Paraná, los ríos vinculados y sus adyacencias. Cuando los primeros conquistadores llegaron a estos ríos, les salieron al encuentro los aborígenes en sus canoas. Las embarcaciones eran el medio de transporte primordial de aquellos nativos y del río extraían casi todo lo necesario para la subsistencia. La existencia de dichos pueblos originarios estaba estrechamente ligada a los ríos con su flora y su fauna. Los europeos tuvieron mucho para averiguar y aprender de ellos. También, los esfuerzos por vincular los núcleos de conquistadores asentados, entre las regiones del este y del oeste, se hicieron recorriendo los ríos Bermejo, Salado del Norte, Dulce y Carcarañá. 3

3 Camino serrano en Catamarca asciende alargando su trayecto para reducir la pendiente y facilitar el tránsito de hombres, animales y vehículos. Foto del autor.

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Los ríos Salados del Norte y del Sur fueron por siglos el límite entre los “blancos” y los aborígenes. Los ríos Colorado, Negro, Chubut y Santa Cruz fueron, en el siglo XIX, las vías de exploración del interior patagónico. De la misma manera que los caminos y los ríos sirvieron a los conquistadores para explorar y colonizar la tierra, las vías ferroviarias trazadas en la segunda mitad del siglo XIX valieron para introducir la economía mundial capitalista al interior argentino. El plano de los ferrocarriles fue diseñado de acuerdo a la lógica exportadoraimportadora con la forma de un embudo hacia el puerto de Buenos Aires. Por allí saldrían las materias primas traídas desde las regiones productivas e ingresarían las manufacturas y los capitales que penetraron el país. El trazado ferroviario no contempló la interrelación entre las regiones interiores, lo que hubiera favorecido la emergencia de un mercado interno nacional interregional. Con los trenes llegaron a las provincias las novedades de Buenos Aires y de Europa, sus modas, las nuevas necesidades, la cultura de la productividad y del consumo. Merced a ello cambiaron las relaciones de producción. Se introdujo el gran comercio, la economía monetaria, el trabajo asalariado y la producción en escala. Los ferrocarriles, los sucesores de La Porteña de 1857, fueron crecientemente propiedad de capitales británicos. Estas inversiones gozaron del beneficio de una garantía estatal de rentabilidad y de la propiedad de la franja de tierra por la que atravesaba el tendido, como privilegiados estímulos al capital extranjero. Las vías se expandieron primero por la provincia de Buenos Aires, luego unieron, en 1870, Rosario y Córdoba. En 1876, el estado nacional invirtió lo necesario para llevar el tren hasta Tucumán. También en ese tiempo, se iniciaron los primeros tramos hacia Cuyo.

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A lo largo de la extensión del trazado ferroviario, tal como había sucedido con los ríos y los caminos, fueron creciendo los pueblos, se incorporaron nuevas tierras a la producción y se afianzó el poder del gobierno central. En 1881, los ferrocarriles ya eran casi integralmente controlados por los intereses británicos. La red ferroviaria contaba con 2516 km de vías. Al finalizar el siglo XIX, Cuyo, el noroeste, el noreste y las pampas - con terminales en sus nuevos centros de especialización productiva - estuvieron totalmente conectadas a los puertos exportadores por el moderno transporte ferroviario inglés. El mapa económico tradicional quedaba desarticulado en favor del nuevo esquema de integración capitalista mundial. 4

4 Camino desértico en Cuyo. Para llegar al pueblo más próximo era necesario recorrer muchos kilómetros. Mediados del siglo XX. Foto colección del autor.

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5 Foto de un palacio de la Avenida Alvear, en la Ciudad de Buenos Aires, publicada por Manuel Chueco en 1910. El edifico aún existe y puede apreciarse actualmente en la esquina de Avenida Alvear y Rodríguez Peña como testimonio de la riqueza de las clases dirigentes de la Argentina del Primer Centenario.

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6 El río Paraná en el norte de la provincia de Corrientes. El Paraná ha sido navegado por siglos: nativos, conquistadores, exploradores, científicos, religiosos, militares, comerciantes, aprovecharon sus aguas para penetrar el continente. Foto del autor.

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7 El Vapor Neuquén rumbo al interior patagónico. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

8 El ferrocarril vinculó al puerto de Buenos Aires con las zonas que producían las materias primas demandadas por la industria europea. Foto del autor.

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El río Salado, a menos de 200 km. de la Ciudad de Buenos Aires, fue por muchos años el límite fronterizo con las tierras aborígenes del sur. Foto del autor.

El río Dulce, en Santiago del Estero, recorre la provincia pocos kilómetros al sur del río Salado del Norte. Este último fue hasta la segunda mitad del siglo XX el límite fronterizo con el territorio dominado por los aborígenes del Gran Chaco. Foto del autor.

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LA SEGUNDA INVASIÓN (SIGLOS XIX Y XX)

LA SEGUNDA INVASIÓN (SIGLOS XIX Y XX)

Durante la segunda mitad del siglo XIX la Argentina sufrió transformaciones profundas. En dicho período fueron configurados el mercado y el Estado nacional. Estos cambios, veloces e irreversibles, fueron padecidos por la mayoría de los hombres y las mujeres de la tierra. Algunos pudieron adecuarse a la nueva estructura política y económica, otros fueron incluidos por la fuerza. En el transcurso del siglo XIX, la revolución industrial europea, el aumento de su población y el importante desarrollo de los transportes, condujeron a la creación de un amplio mercado mundial. Este extraordinario incremento del comercio internacional aceleró la integración de los países periféricos al mercado mundial en expansión. De esta manera, el país se incorporó a la economía mundial conducido por una minoría dirigente que imaginaba construir en este suelo una nación de acuerdo a los modelos liberales, europeo y norteamericano. Los principales pensadores de este modelo fueron Alberdi y Sarmiento.

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Para Alberdi, el capital foráneo y la inmigración europea eran los mejores instrumentos para conseguir un acelerado progreso cultural y económico, y “el desierto” argentino necesitaba ser poblado con europeos, que con el ejemplo de su cultura, laboriosidad y destreza, contagiarían a las masas locales iletradas y sospechadas de poca disposición al esfuerzo productivo. Sarmiento, por su parte, imaginaba que la educación popular era el complemento indispensable para construir un país destacado, con un mercado nacional, de producción y consumo. Soñaba con una extendida clase media agraria, con independencia económica y de criterio, como elemento fundamental para una futura democracia. Sin embargo, los anhelos igualitarios de la propiedad de la tierra democráticamente parcelada fueron derrotados por el capital concentrado y los poderosos intereses terratenientes. Caudillos y masas provincianas resistieron el proyecto liberal capitalista porque veían cómo su poder político y económico era amenazado. Sin embargo, aunque los grupos liberales eran minoritarios en el interior, lograron imponer su voluntad al país. Para ello apelaron a la fuerza militar y doblegaron toda resistencia de los caudillos y las montoneras. Luego, una política consistente en otorgar beneficios sectoriales y asociar a las dirigencias provincianas en la conducción del proyecto nacional, logró integrar la nación de acuerdo al modelo liberal y conservador. Mientras la expansión imperialista y neocolonial europea creaba un mercado mundial, Gran Bretaña promovía la teoría de las ventajas comparativas, según la cual cada región del planeta debía especializarse en la producción de aquellos productos para los que tenía condiciones naturales favorables. Así, de acuerdo con esta

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división internacional del trabajo, Inglaterra se reservaba la producción industrial y delegaba en sus colonias y áreas de influencia la producción de productos primarios, la extracción de las materias primas con la que elaboraba las manufacturas que, a su vez, revendía con valor agregado. A este esquema de comercio internacional se integró la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX. Es decir, la economía y la sociedad locales fueron transformadas en función del modelo agro exportador, inducido desde el extranjero. En el país se circunscribieron regiones especializadas en monoproducciones, demandadas por el mercado mundial. A su vez, eran importados los capitales y las manufacturas transoceánicas, que ingresaban sin restricciones, amparados por una coherente superestructura jurídica debida a los convencionales constituyentes de 1853 y a los constructores del llamado proyecto liberal del ochenta. cont. p. 107 1

1 Los bretes y mangas facilitaron las tareas ganaderas. Su incorporación afectó la vida del gaucho, ya no fueron indispensables sus mejores destrezas y habilidades como voltear o enlazar animales en campo abierto. Foto del autor.

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2 Señoritas de Buenos Aires a comienzos del siglo XX. La influencia europea en los gustos y en la moda porteña distanció simbólica y culturalmente a las elites de Buenos Aires del resto del país. Foto publicada por Manuel Chueco en 1910.

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El acaparamiento que hizo la elite oligárquica de la propiedad de la tierra y de la producción agropecuaria orientada a la exportación, llevó a que aquellos inmigrantes que no pudieron acceder a dichos círculos privilegiados se orientaran al comercio, los servicios, las profesiones liberales y a las actividades industriales. Así, desde finales del siglo XIX, la participación de extranjeros o descendientes directos de ellos, en las actividades industriales, de servicios e intermediación, es preponderante. En consecuencia, desde las primeras décadas del siglo XX crece una vigorosa clase media de origen criollo-inmigratorio. Fenómeno que también es observable en los incipientes núcleos obreros. Como ya fue dicho, la fuerte expansión del mercado mundial dio lugar a un aumento de los intercambios de mercancías, personas y capitales. Y en la Argentina del siglo XIX produjo un rápido crecimiento en función del mercado externo. Inicialmente con los cueros, luego con la lana y finalmente con las carnes y los cereales, sobre cuyas bases se apoyó la gran expansión productiva del período 1880-1914. Del referido proceso emergió la poderosa y pujante Argentina del Centenario. Promesa de gran potencia americana, los brillantes números de la macroeconomía nacional dejaron semiocultos los costos humanos y culturales de tan sensacional crecimiento. La minoría gobernante, para imponer su proyecto de país integrado al mundo, se dio un conjunto de políticas: someter definitivamente a los aborígenes, terminar en el interior con toda resistencia a su proyecto, consolidar los límites territoriales de la nación, dictar una constitución y leyes liberales que favorecieran el libre comercio, el ingreso de capitales y el arribo de inmigrantes europeos. La inversión extranjera sería el combustible de la nueva

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economía integrada al mundo y los inmigrantes la necesaria mano de obra calificada para levantar la Argentina moderna. En los sueños de los civilizadores, los nativos serían adaptados al proyecto modernizante por contagio, por el ejemplo de los inmigrantes europeos, por la educación pública, o por la fuerza, mediante el uso de las fuerzas de seguridad y de legislación coercitiva. Los adelantos tecnológicos también tuvieron protagonismo, los fusiles, el telégrafo, el ferrocarril; luego los grandes establecimientos industriales. Las antiguas tecnologías quedaron vetustas, perdieron eficacia y competitividad. Las habilidades, competencias y oficios tradicionales del país perdieron su valor. Los pequeños circuitos de intercambio locales fueron arrasados por el nuevo mercado nacional e internacional. El gaucho, después de la manga, del alambrado y de los títulos de propiedad de la tierra, se sintió acorralado. Su habilidad para rodear, pialar, enlazar vacunos en las llanuras, disminuyó en importancia con los nuevos adelantos. Las leyes de vagos, los comisarios y jueces de paz corruptos actuaron como eficaces represores de la libertad y del nomadismo gaucho. Para vivir en las ciudades y pueblos, el gaucho no tenía aptitudes laborales ni culturales, no contaba con dinero ni era su 3

3 Vista general de la Bodega Tomba en Mendoza. La producción vitivinícola industrializada relegó la antigua elaboración doméstica de vinos. Foto publicada por Blasco Ibáñez en 1910.

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vocación el encierro. Ya no podía carnear para comer animales reyunos ni transitar libremente de pago en pago. El gaucho terminó de peón o enrolado por la fuerza en la milicia, mal pago y maltratado. Cierta literatura envolvió la vida del peón rural de un halo romántico, quizás por la dignidad y altivez gaucha que nunca resignó, pero, en realidad, el transcurrir del hombre de campo fue penoso, caracterizado por el desamparo y la explotación. Leopoldo Lugones, en El Payador (1916), denunció cómo la estancia enriqueció al patrón y al colono, pero nunca al gaucho cuyo desinterés explotaron sin consideración… y contó con bellas palabras su ocaso: el gaucho aceptó su derrota con el reservado pesimismo de la altivez, ya no necesitaba de él la patria injusta, y entonces se fue generoso. Herido al alma, ahogó varonilmente su gemido en canciones. Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta. En el interior, las regiones tradicionalmente vinculadas a la producción artesanal no pudieron acceder a los mercados internacionales y sus productos tampoco pudieron sobrevivir a la invasión de las mercancías importadas. Con excepción de unos pocos lugares, se acentuó la decadencia del interior, a la vez que fueron puestas en crisis las formas económicas y de sobrevivencia locales. Desde este enfoque, las campañas militares emprendidas contra los nativos pampeanos, patagónicos y chaqueños tienen la misma lógica que el combate a los caudillos del interior y que la infame guerra contra el Paraguay:

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someter a las fuerzas díscolas al poder estatal centralizador, para poder articular el país al proyecto liberal capitalista europeo. Las dirigencias liberales, convencidas de la necesidad de incluirnos en el proyecto modernizante capitalista ejercieron sobre los pueblos una coerción material y simbólica tendiente a modificar las relaciones sociales, homogeneizar la población según los parámetros europeos e integrar el espacio nacional como un mercado único, articulado con el puerto de Buenos Aires y con los mercados externos. El cambio se dio simultáneamente como esbozos de revolución industrial y como proyecto político protoburgués. La formación de una economía capitalista y de un estado nacional con un gobierno inspirado en las ideas del progreso son aspectos de un mismo proceso. Un nuevo panorama económico y social se estructuró alrededor de las producciones orientadas al mercado mundial: la vitivinicultura en Cuyo, los ingenios azucareros en el noroeste, los quebrachales y obrajes en 4

4 Rueda de aborígenes en un ingenio. Las vestimentas delatan quiénes son los patrones; también, la distancia cultural que los separa del explotado mundo aborigen. 1923. AGN.

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el Gran Chaco, las actividades ganaderas y agropecuarias en las pampas, la producción ovina en el sur. Una vez ocupado el Chaco, se inició una intensa actividad depredadora de la riqueza forestal, aprovechando la fuerza de trabajo barata de los indígenas. En el territorio de las actuales provincias de Santiago del Estero, norte de Santa Fe, Chaco y parte de Corrientes se concentró la explotación del quebracho, cuya madera fue destinada a la fabricación de durmientes ferroviarios y para la extracción de tanino, utilizado para curtir cueros. Allí nació el obraje. Las principales empresas depredadoras del monte y de las vidas locales fueron extranjeras. Al abandonar, cuando ya no les convenía más, dejaron kilómetros de desierto y un panorama social de desestructuración comunitaria, abandono y miseria. En la Patagonia, al desplazamiento de los pueblos aborígenes le siguió la apropiación privada, también en muchos casos por parte de extranjeros, del territorio de los pueblos originarios y del Estado. La cría y explotación de ganado ovino, en unas pocas inmensas estancias, 5

5 Medias reces en un frigorífico de comienzos del siglo XX, cuando la carne era un primordial producto de exportación. 1919. Foto AGN.

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con escasa presencia y asentamiento humano, orientó la producción regional al mercado externo. En Cuyo y el Tucumán, la llegada de capitales, con el apoyo estatal y el tendido de líneas férreas, favorecieron el desarrollo de las respectivas agroindustrias del vino y del azúcar. Para las pampas, la construcción de puertos y la instalación de frigoríficos y de grandes sociedades acopiadoras y comercializadoras de granos estructuraron la producción regional orientada al mercado mundial, fuertemente ligada a los intereses británicos. Hubo prosperidad en los centros del nuevo sistema económico, olvido y miseria en las periferias y en las áreas no integradas. Los aborígenes desintegrados y vencidos, los gauchos proletarizados, los excluidos de las antiguas economías regionales en crisis, artesanos desplazados por la competencia extranjera, las familias incapaces de adecuarse a la naciente economía monetaria y consumista, todos ellos se convirtieron en la mano de obra barata, 6

6 Sitio de concentración y venta de postes de madera dura en Santiago del Estero. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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explotada sin límites, del novel esquema económico. Los cuerpos fueron devorados por los requerimientos productivos de la globalización económica capitalista, en la zafra, en el obraje, en la viña, en las faenas rurales, en los primeros talleres e industrias. Buenos Aires, la ciudad puerto, creció hasta convertirse en una metrópolis de fama mundial, el interior profundizó su decadencia, con la sola excepción de aquellos pequeños enclaves beneficiados por la demanda internacional. La Reina del Plata ya nunca perdería su preeminencia económica y política. Quedó estructurada una nación macrocefálica e injusta, en la que los criollos fueron relegados a la trastienda del país portuario, con la capital como vidriera cosmopolita. En pocas décadas, la artesanía fue reemplazada por la manufactura y el taller familiar por la fábrica. La economía local autosuficiente y basada en el trueque y en la colaboración comunitaria fue sustituida por una economía monetaria, con base en el papel moneda, la libre competencia, los grandes capitales, las compañías de bolsa y los instrumentos de crédito. Los progresos tecnológicos, la producción en escala y el capital concentrado dieron vuelta el país, lo colocaron patas para arriba. La transformación fue violenta. Los mencionados desarrollos puntuales no fueron resultado de una paulatina evolución, su llegada nos tomó en otra sintonía. Por eso su impacto sólo puede ser comparable con el de la conquista colonial española, en este caso una conquista neocolonial capitalista. El proceso señalado no fue en un solo tiempo. Sobrevivieron modos económicos y culturales, como supervivencias superpuestas a los nuevos moldes. Fracturas y continuidades, aunque estas últimas laterales, ocultas, poco explícitas, menos oficiales.

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Ingenio La Florida en Tucumán. La llegada de los grandes ingenios y la expansión del cultivo de la caña de azúcar, hasta convertirse en monocultivo tucumano, transformaron radicalmente la provincia norteña. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

El molino (introducido en las dos últimas décadas del siglo XIX) significó un adelanto técnico de gran importancia para las actividades agropecuarias y para la ocupación del territorio. Personas y ganados pudieron asentarse en lugares alejados de los ríos y lagunas. Foto del autor.


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9 Interior de la fábrica de dulces Noel y Cía. Fue fundada por Benito Noel, pionero de la industria argentina, en 1847. Foto AGN.

10 La Cervecería Quilmes, fundada por Otto Bemberg en 1899, se convirtió a comienzos del siglo XX en la mayor fábrica de cerveza del mundo. 1910. Foto AGN.

11 Fábrica de extracción de Tanino de quebracho en Calchaquí, provincia de Santa Fe. Las propiedades del tanino para la curtiembre de cueros atrajeron los capitales extranjeros, las empresas responsables de la deforestación de gran parte de nuestro territorio. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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LOS INMIGRANTES

LOS INMIGRANTES

No podemos entender la rápida modernización de la Argentina ni su fácil integración como actor relevante en el esquema capitalista mundial, sin considerar los importantes flujos migratorios de personas y capitales ocurridos hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Como resultado inmediato de la revolución industrial y de la expansión capitalista, millones de europeos debieron abandonar sus lugares de nacimiento y emprender la gran emigración transatlántica. Persecuciones políticas y religiosas, desocupación, pobreza, ausencia de perspectivas de progreso, restricción al acceso a la propiedad de la tierra, espíritu de aventura, mejoramiento de los medios de transporte, entre otras causas, provocaron masivos traslados de gente por el mundo en los siglos XIX y XX. Millones de europeos vinieron a América, primero a Canadá y a los Estados Unidos, luego a Sudamérica.

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Desde 1840 hasta el primer tercio del siglo XX, más de 12 millones de personas migraron desde el Viejo Continente hacia Iberoamérica. El arribo a la Argentina de millones de extranjeros, en muy pocos años, tuvo un impacto extraordinario. Crecimiento demográfico aceleradísimo; introducción de una variedad caleidoscópica de idiomas, costumbres y tradiciones; veloz inundación de novedades y de valores desconocidos; violenta ruptura de la uniformidad y del paisaje reconocido. Un conjunto de elementos que produjeron una radical y traumática transformación. Durante el período colonial, la política virreinal había sido refractaria a la radicación de extranjeros en tierras americanas. Las leyes cerraban el acceso de los extranjeros al interior del Virreinato del Río de la Plata. Por ello, la presencia de habitantes no españoles fue rara o minoritaria en el virreinato hasta el siglo XIX. Hacia 1770, Félix de Azara señaló la existencia de 1854 extranjeros sobre un total de 300.000 habitantes. La cantidad de extranjeros en el virreinato no varió de manera significativa hasta comienzos del nuevo siglo. Recién entonces, las ideas aperturistas de la época y la Revolución de Mayo favorecieron una actitud más abierta a las migraciones. Sin embargo, fue después de mediados del siglo XIX, que se activó en forma decisiva el flujo inmigratorio. Hacia 1854, sobre una población de 900.000 habitantes, podemos estimar en 80.000 el número de extranjeros radicados en estas tierras, mayoritariamente franceses, ingleses, españoles e italianos. Desde esos años y durante toda la segunda mitad del siglo XIX, no dejó de crecer el número de inmigrantes, con un pico estadístico de entradas a comienzos del siglo XX, entre los años 1904 y 1913.

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Entre 1871 y 1880 llegaron a la Argentina 261.000 inmigrantes, número que fue incrementándose hasta 1914. El censo de 1914 identificó sobre un total de 7.885.237 habitantes, 5.527.285 argentinos y 2.357.952 extranjeros. Es decir, aproximadamente un 30% del total de la población argentina era extranjera, sin contar que muchos de los censados como argentinos eran hijos de las primeras camadas inmigrantes, nativos en los papeles, más o menos acriollados en lo cultural. El porcentaje de extranjeros sobre el total de los habitantes fue menor en las áreas interiores y acentuado en las ciudades principales, aproximándose al 50% del total de residentes en Buenos Aires y Santa Fe. Es fácil imaginar la impresión que semejante marea de personas y culturas diferentes provocó en la sociedad tradicional y resulta casi natural que despertara desconfianzas, prejuicios y exaltaciones nacionalistas, cuando no xenofóbicas. En las campañas, como lo refleja José Hernández en el Martín Fierro, la hostilidad del paisanaje hacia los recién llegados fue grande: porque no hablaban bien el castellano campero, no montaban a caballo con pericia, no eran diestros para las rutinas ganaderas… Y algunos no eran católicos. Núcleos de inmigrantes propagaron aquí sus logias masónicas y se movilizaron a favor de las ideas liberales. En particular en las comunidades italianas. Así, aún hoy perduran en muchas localidades los templos masónicos linderos a las sociedades de socorros mutuos de las colectividades. Dice Martín Fierro, en una de las estrofas en que se queja de los gringos: No hacen más que dar trabajo/ pues no saben ni ensillar/ no sirven para carnear/ y yo he visto muchas veces, / que ni volteadas las reces, / se les querían arrimar. cont. p. 122 119


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1 Sede de la masonería en Posadas, provincia de Misiones. Destacan los símbolos masónicos (escuadra y compás de los constructores) en las rejas y en el frente del edificio. Foto del autor.

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2 Sociedad Espa単ola en Posadas, provincia de Misiones. Las comunidades extranjeras se agruparon en sociedades para atemperar a単oranzas y resolver necesidades comunes. Foto del autor.

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Tierra adentro, en tiempos de guerras y luchas intestinas, los criollos eran reclutados por la fuerza en los variados bandos beligerantes, mientras que los extranjeros estaban exentos de ese servicio. Mientras unos eran llevados a pelear, incluso morir, los otros podían continuar laborando y viviendo junto a sus familias, produciendo tranquilamente y hasta aprovecharse del ausentismo obligado del criollo. No podemos desdeñar las prevenciones que despertaron en los criollos ciertos inmigrantes que, gracias a las fluidas habilidades comerciales adquiridas en Europa o en el seno familiar, actuaron como pulperos, bolicheros, vendedores ambulantes o prestamistas, introduciendo en las campañas formas de apropiarse de las riquezas mínimas del paisano, con una consecuente acumulación de fortuna y las correspondientes envidias. Si enfocamos la atención en los cambios productivos, hallamos que la expansión del ganado ovino y de la agricultura, actividades para las que los europeos eran más hábiles, significaron el desplazamiento laboral del criollo. Además, pronto los extranjeros tendieron a vincularse o asociarse, en contraste con la naturaleza más solitaria e individualista del gaucho. Gracias a dichas experiencias asociativas, muchos inmigrantes se beneficiaron y tendieron a diferenciarse económica y socialmente. A la vez que muchos inmigrantes lograban tierras en propiedad, la mayoría de los criollos no tenían títulos, eran expulsados de los campos de sus padres y forzados a emplearse como peones. A los extranjeros, el Estado les ofrecía una variedad de ventajas y beneficios; a los nativos, leyes coercitivas y persecuciones. Por eso, los gauchos recelaron de los recién llegados, los señalaron con poco disimulado desprecio y

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hasta produjeron reacciones violentas, como el terrible asesinato de extranjeros sucedido en Tandil en 1872. Escritores como Julián Martel, Miguel Cané o Eugenio Cambaceres plasmaron en su literatura huellas de aquellos prejuicios contra los recién venidos. También hallamos expresión de la reacción cultural nacionalista en La Tradición Nacional de Joaquín V. González o en La Restauración Nacionalista de Ricardo Rojas. La publicación de Manuel Gálvez, para el Centenario, El Diario de Gabriel Quiroga. Opiniones sobre la vida argentina también fue expresión de aquellos sentimientos nacidos del viejo país sacudido por la inmigración multitudinaria y su impacto en la vida cotidiana. Este libro llamó la atención por su tono pesimista, una pluma crítica que contrastaba con el exagerado optimismo que reflejaron los escritores y periodistas del momento. Manuel Gálvez anticipaba, en la introducción, que venía a dar la nota discordante sobre la verdadera situación de la Argentina al cumplir su primer siglo de vida independiente, entre tantos elogios, como los que la adulación cosmopolita y la vanidad casera asestarán a mi patria. 3

3 Cargados con bultos y baúles, los inmigrantes llegaron en masa al puerto de Buenos Aires. 1912. Foto AGN.

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Gálvez, reflexionaba con las palabras de Gabriel Quiroga: La concurrencia de razas, desnacionalizando el país, ha suprimido todas nuestras virtudes características, y añadía: Gabriel Quiroga es patriota porque lleva muy dentro de sí mismo el sentimiento de la patria y la idea de la nación. Sus antepasados le transmitieron, sin saberlo, ese ¡tan criollo! Rencor atávico al extranjero. En el Diario de Gabriel Quiroga, suerte de ensayo sobre la Argentina del centenario, Manuel Gálvez suspiraba por la pérdida de los valores tradicionales, que – pensaba - habían sido extraviados en las grandes ciudades argentinas, artificiosas, materialistas, repletas de inmigrantes. En cambio, su personaje, Gabriel Quiroga conservaba verdadero patriotismo porque ha penetrado cariñosamente en el espíritu de las provincias y comprendido la acerba tristeza de las razas vencidas. Finalizado el experimento de transplantar a la Argentina millones de europeos, sus promotores se vieron sorprendidos por los resultados prácticos de sus ideas. A los éxitos iniciales de la experiencia inmigratoria le sucedieron las críticas y los replanteos. Desde entonces, mucho se ha dicho y escrito sobre las distancias entre el proyecto soñado - un país colonizado con europeos “cultos” para que trajesen sus conocimientos, los aplicaran en estos “espacios vacíos” y contagiaran con su civilización y laboriosidad a los antiguos argentinos - y las mejoras reales que el proyecto produjo. Muchos consideraron como una frustración la inmigración de europeos del sur, mayoritariamente españoles e italianos, a quienes estigmatizaron como menos ilustrados que los nórdicos. Vinieron los más brutos, argumentaron como explicación fácil de posteriores frustraciones nacionales. Estas opiniones se asentaron en el prejuicio, la burda simplificación o el encubrimiento de realidades.

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Fueron aseveraciones tan falaces como la afirmación de que el escaso desarrollo de la Argentina anterior a la inmigración era resultado de una supuesta minusvalía racial criolla, como sugiere Sarmiento en Conflictos y armonías de las razas en América. Otro error, reiterado, fue imaginar que el moderno desarrollo económico europeo se podía transplantar, como un módulo, a una realidad tan disímil como la nuestra. Sin contar las incapacidades, intereses y corruptelas de las clases dirigentes que no fueron consecuentes con una correcta política de distribución regional, de colonización y de instalación en condiciones de dignidad, de los inmigrantes. Fueron repetidos los abandonos, las estafas y los engaños que padecieron muchos de ellos. En Europa, los inmigrantes habían sido atraídos por agentes de inmigración al servicio del gobierno argentino, de compañías de colonización o de las empresas navieras. Enganchaban con promesas, verdaderas o engañosas, a los potenciales interesados en partir en busca de mejores horizontes. Estos agentes actuaban como propagandistas, reclutadores, prestamistas, tramitadores de permisos y documentos, como gestores de soluciones ante cualquier inconveniente que pudiera surgir. Una vez embarcados, después de dos meses promedio cuando los barcos eran impulsados a vela (hasta 1870) y menos de veinte días cuando fueron a vapor, los inmigrantes eran alojados en hoteles estatales para inmigrantes. Allí podían permanecer un par de días a cargo del estado, hasta que marchaban al destino elegido. La mayoría de las tierras argentinas fueron acaparadas por un pequeño grupo de latifundistas. Por eso, pocos inmigrantes pudieron establecerse definitivamente en el campo. Gran parte de los colonos

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debieron sobrevivir como pequeños propietarios, arrendatarios, o finalmente abandonar la tierra, partir a las grandes ciudades, y si no tenían suficientes recursos, alojarse en miserables conventillos. Muy pocos pudieron acceder a la propiedad de la tierra. Es injusta la premisa de que todos los inmigrantes que vinieron a la Argentina eran brutos. Quizá muchos de ellos no tenían los modales refinados que los funcionarios soñaron, pero llegaron con voluntad de trabajo y de elevación social; portaban experiencias y aptitudes de alta competencia para la Argentina de entonces. Gracias a ello, pronto supieron destacarse en el comercio, la industria, la educación y las artes. Crearon pequeñas empresas, instituciones culturales y educativas, aplicaron sus conocimientos laborales y técnicos. En pocas décadas llegaron a integrarse plenamente a la vida nacional e incluso a ocupar sitios relevantes en la escala social del país. Incorporaron su apego al trabajo, voluntad de ahorro y progreso material, estima por los estudios y la capacitación, todos elementos necesarios para la incorporación de la Argentina al sistema mundial de producción capitalista. A modo de ejemplo, son ilustrativos algunos casos de la primera inmigración italiana a Catamarca. En 1812, en la tenencia de Catamarca, cuya población ascendía aproximadamente a 25.000 habitantes, no vivía ningún italiano. En 1869, de acuerdo al censo nacional, residían en la ciudad de Catamarca 14 hombres y 8 mujeres italianas. Entre ellos un médico (el primero de la ciudad), un boticario, profesores de música, constructores, comerciantes y artesanos. Consideremos que, como en tantas partes del territorio nacional, en 1857 la ciudad de Catamarca tenía apenas 6.000 habitantes, de los cuales el 65% era analfabeto, un porcentaje que aumentaba

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adentrándose en las campañas. Merece destacarse el papel que les cupo a los constructores italianos, así, por ejemplo, el arquitecto Caravatti construyó en Catamarca la Casa de Gobierno (inaugurada en 1859), el edificio de la municipalidad, el frente del cementerio, el Hospital San Juan Bautista, entre otras emblemáticas edificaciones. Es dable de observar, cómo Caravatti, a poco de estar en la provincia, logró una calificada influencia, como sucedió con tantos otros europeos distribuidos por la Argentina que portaban experiencias y capacidades desconocidas hasta entonces. El Censo Nacional de 1895 evidenció la poca importancia cuantitativa que la inmigración italiana tenía en la Catamarca finisecular, apenas 100 hombres y 14 mujeres de nacionalidad italiana en la ciudad, y 235 hombres y 96 mujeres en todo el territorio provincial. El mismo censo, en Santiago del Estero indica que había 161.502 habitantes, 2307 eran extranjeros, un porcentaje de 1,4% sobre el total de los censados. Números porcentuales que, generalizando, son comunes a toda la región noroeste, no así para las regiones orientales. Del millón de extranjeros registrados en suelo argentino por este mismo Censo Nacional, el 80% de ellos vivían concentrados en la Capital, en la provincia de Buenos Aires y en el litoral. Hacia 1914 el 70% de los extranjeros radicados en el país residían en las áreas urbanas, mientras que la población nativa se repartía aproximadamente por mitades entre la ciudad y el campo. Como consecuencia de esa distribución demográfica, con una destacada presencia inmigrante en las ciudades, fue modelada una matriz europea para las ciudades, mientras que mantuvieron su raíz criolla las campañas.

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Oportunamente, los inmigrantes más decididos, o sus hijos, adosaron, con oportunos enlaces matrimoniales, al prestigio académico o al poder económico, la prosapia de los grandes apellidos. Pronto, los recién llegados se fusionaron con el linaje tradicional y se sumaron a las clases dirigentes. Por lo menos un tercio de los apellidos de los fundadores de la Sociedad Rural Argentina y del Jockey Club tenía un origen extra hispánico, y si extendemos la mirada sobre el conjunto de la clase dirigente de principios del siglo XX, hallamos una participación, de origen inmigrante, superior al 50%. Renombradas fortunas fueron acumuladas por agentes de casas comerciales, financieras e industriales europeas. Emprendedores como Luro, Santamarina, Torquinst, Bemberg o Bunge y Born, alcanzaron una acentuada influencia económica, política y social. En el otro extremo de la escala social merece ser destacado el protagonismo de los trabajadores inmigrantes en la difusión de ideas políticas y sociales de avanzada, también en las luchas obreras y sindicales. El original proceso de mestizaje humano y cultural se extendió en forma más o menos acentuada por todo el país. Transcurridos los años, los motes burlones de gringo, tano, gallego, ruso, turco, franchute fueron siendo despojados de su carga despectiva, y se popularizaron como apelativos cariñosos. El componente inmigratorio vino a ser parte indeleble de la Argentina de los siglos XX y XXI. Fue en la integración de aquella ingente multitud de fragmentos culturales que maduró nuestra cultura argentina.

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4 Ciudad de San Fernando de Catamarca. Edificio del Colegio Nacional construido (el primer cuerpo) por el arquitecto Luis Caravatti (1871). Foto del autor.

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5 Casa de Gobierno, iniciada en 1859, construida por los hermanos Caravatti en la ciudad de San Fernando de Catamarca. Foto del autor.

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Quienes imaginaron una nación para el desierto en el decir de Tulio Halperin Donghi – complementaron las políticas de incentivo a la inmigración ultramarina con planes de colonización. Por ello, a partir de 1853, año de la Constitución Nacional, el Estado emprendió acciones políticas favorables al asentamiento de familias de agricultores extranjeros en tierras públicas y privadas. Para ello, durante la segunda mitad del siglo XIX, fueron dictadas un conjunto de leyes reguladoras de los emprendimientos colonizadores del Estado, de compañías y de particulares. El inmigrante ideal era el pionero, aventurero con ansias de superación, dotado de inteligencia y tenacidad para los desafíos y para el trabajo. El pionero debía avanzar sobre las áreas incultas, poblar y cultivar el desierto. Obviamente, aunque los hubo, no todos los colonos fueron así.

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En las primeras décadas del siglo XIX, ya se había intentado fundar algunas colonias, pero con la intención casi exclusiva de consolidar las fronteras ganadas a los aborígenes. El coronel Pedro A. García, conocedor de la realidad fronteriza, dejó valiosos diarios de viaje y otros documentos de los años de los primeros gobiernos patrios. Allí, García ya postulaba formar pueblos de agricultores para poblar las fronteras. Algunas colonias, con extranjeros, se fundaron en tiempos de Rivadavia, como la de San Pedro, en 1825. También fueron emplazadas colonias agrícolas-militares, como la Colonia Nueva Roma, en Bahía Blanca. En general, con el tiempo fracasaron. Estos antecedentes tienen el valor de indicar la permanencia de una línea argumental: la necesidad de establecer puntos de consolidación y defensa estratégica en las fronteras. Vale decir, la política colonizadora tuvo dos sentidos, por una parte, traer el componente humano que se pensaba necesario para construir una nueva Argentina y por otra, terminar de empujar a los nativos y evitar cualquier retorno del país que se quería sepultar. Después de algunos intentos fallidos, las primeras instalaciones de colonias fueron realizadas, durante la segunda mitad del siglo XIX, en Santa Fe (colonias San Carlos, Esperanza, San Jerónimo…), en Entre Ríos (San José, 1 de Mayo, San Anselmo…), en Corrientes (San Juan…). Luego, a partir de dichas experiencias, se fundaron colonias en Córdoba, Misiones, Chaco, Formosa, Santiago del Estero, La Pampa, Chubut, Río Negro; en Buenos Aires en menor medida. La actividad colonizadora a cargo del Estado fue complementada con iniciativas privadas; como las de Aarón Castellanos (1853), Beck y Herzog (1857), Werner y Cía (1863), y tantos más, a partir de contratos o concesiones públicas. cont. p. 134 132


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1 Contrato de colonización en francés y alemán. Publicado por Adolf Schuster en 1913.

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Estas empresas privadas, si no poseían tierras las compraban u obtenían gratis del Estado previo contrato de colonización. Reunían en Europa los grupos de familias interesadas en migrar (hacían verdaderas campañas de propaganda), se encargaban de organizar las colonias y trasladaban los contingentes hasta el lugar. Las parcelas de labranza eran dadas en arrendamiento o bien ofrecidas a los inmigrantes agricultores, para su venta en cuotas. Una vez llegados al país los primeros contingentes inmigrantes, fueron ellos mismos quienes supieron atraer a otros de sus paisanos. La confianza en la carta de un pariente, amigo o vecino, que ya había migrado, decidió a otros a emprender la aventura de lanzarse a estas tierras incógnitas. Algunas colonias fueron habitadas con personas de un mismo origen - especie de islas culturales, con sus idiomas, costumbres y tradiciones en común - otras, 2

2 Colegio suizo, con sus alumnos formados, en Carcarañá, provincia de Santa Fe. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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en cambio, crecieron como poblados cosmopolitas. En aquellas, no siempre fue tan cierta la voluntad de integración con la sociedad receptora (como afirma, con excesivo optimismo, Alberto Gerchunoff en Los gauchos judíos (1910)). Como es comprensible, las colonias de una misma comunidad nacional tendieron a trasplantarse con todos los componentes de su cultura. En los primeros tiempos, los colonos tuvieron que conformarse con levantar ranchos de paja, barro, madera y cuero, a la usanza lugareña y sobrellevar años de privaciones. Debieron transcurrir muchos inviernos hasta que, los más resistentes y prósperos, pudieran construir edificios de ladrillo y techados de teja. Más tarde, la llegada del ferrocarril acrecentó el valor de las tierras, facilitó las comunicaciones, el traslado de materiales y productos y estimuló la localización de nuevas colonias en las adyacencias de las estaciones. Las dificultades para cancelar la totalidad de las cuotas y sus intereses, para acceder a los títulos de propiedad de los predios o para pagar los elevados arrendamientos, empobrecieron a muchos colonos. Además, tuvieron dificultades para acceder al crédito y para comercializar sus cosechas. La mayor parte de los inmigrantes se vieron arrojados de la tierra fértil que los había atraído, pletórica de ilusiones de prosperidad y tuvieron que partir con sus familias a la ciudad o retornar vencidos a sus países de origen. La problemática derivada del alto precio de los campos y las condiciones en que eran arrendados, fueron motivo de agudos conflictos entre agricultores, medieros, arrendatarios y los dueños de las tierras. El más relevante fue la protesta de 1912 conocida como Grito de Alcorta, que se extendió por el sur de Santa Fe y Córdoba y que dio origen a la Federación Agraria Argentina.

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En un primer momento, los molineros, los dueños de almacenes y las casas comerciales de Rosario y Buenos Aires cubrieron las necesidades crediticias y de comercialización para los chacareros. Pero, luego de los años ochenta se instalaron dos grandes firmas exportadoras de trigo, Bunge y Born y Dreyfus (luego se sumarían algunas más), que dominaron las exportaciones y concentraron todo el proceso de comercialización de cereales, en perjuicio de los pequeños agricultores. Cuando en 1876 se sancionó la Ley Avellaneda sobre inmigración y colonización, Santa Fe y Entre Ríos marchaban a la cabeza del movimiento colonizador. Santa Fe contaba con 61 colonias y Entre Ríos con 14. En Buenos Aires, los intereses de los latifundistas hicieron fracasar los intentos de arraigar una cantidad significativa de colonias agrícolas, solo fueron creadas unas pocas, entre otras las de Baradero, Chivilcoy, 9 de Julio, Pigüé. La mayor cantidad de colonias se instaló en la Argentina entre 1880 y 1892. Pero aún en el momento de más auge solo representó una pequeña área de la superficie cultivable y en ninguna provincia la colonización ocupó más del 10% del territorio provincial. La Ley Avellaneda establecía para toda la república el régimen para la inmigración y la colonización y los organismos responsables de aplicarlo. La norma fijaba la necesidad del apoyo público. Sin embargo, la Ley Avellaneda dejó demasiados espacios legales para los abusos privados. Muchos inversionistas y especuladores compraron tierras fiscales a bajo precio con la promesa de establecer colonias en ellas, pero no cumplieron con su parte. Aprovecharon los vacíos de la ley en su favor, por ejemplo, estableciendo a los campesinos en sus campos sin ofrecer oportunidades reales de acceso a la propiedad cont. p. 138 136


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3 Estudiantes del colegio alemรกn en la Colonia Humbold, provincia de Santa Fe. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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4 Colonos suizos en su chacra de Baradero, provincia de Buenos Aires. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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de la tierra, o revendiéndola a precios muy superiores a los que habían pagado por ella, o bien con contratos precarios y carentes de estabilidad. El resultado fue mano de obra barata para hacer producir las tierras en su casi exclusivo beneficio. Como muchos contratos estipulaban el pago de las deudas en cereal, la ganancia del dueño de los campos se incrementaba con el acopio y la comercialización de los granos. El ideal de colonización como entrega de tierras gratuita, o en pequeñas cuotas y a bajos intereses, solo existió en contados casos. Preponderaron las relaciones de mediería y arriendo. La mayoría de los inmigrantes que llegaron con el sueño de poseer su propio terreno de labranza nunca obtuvieron su título de propiedad y debieron rebuscársela como medieros o peones, cultivando en fincas ajenas. Hay relatos históricos que realzan como un mito la figura del colono inmigrante que se sobrepone a la adversidad a fuerza de sudor y se convierte en progresista propietario, pero subsisten los silencios sobre los inmigrantes sin tierra, arrojados a una vida tan negada como la de los gauchos. Obligados por las circunstancias, en el quehacer de las duras faenas camperas, se produjo el mestizaje criollo de numerosos extranjeros excluidos. Algunos deambularán detrás de changas, de trabajos temporarios, para las zafras, las vendimias, las cosechas de cereales. Así se originan los linyeras (voz originada en la italiana linghera, suerte de bolso o mochila que cargaban al hombro quienes marchaban de cosecha en cosecha ofreciendo sus brazos), luego bautizados atorrantes, y en el siglo XX crotos, dado que el ministro Crotto, del gobierno de Irigoyen, les permitió viajar gratis en los trenes cargueros.

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La colonización, junto a la introducción de modernas tecnologías y la maquinaria agrícola, impulsaron la agricultura y facilitaron la gran expansión cerealera de finales del siglo XIX. El predomino ganadero, de las antiguas estancias de la civilización del cuero, comenzaba a ser cuestionado. Algunas colonias de la Argentina fueron más famosas, otras trascendieron por sus originalidades, como las colonias galesas de la provincia de Chubut, o las colonias de Río Negro, donde fueron afincados aborígenes vencidos. Entre las colonias más antiguas e ilustres podemos citar Colonia Esperanza (Santa Fe) fundada en 1856, Colonia San Carlos (Santa Fe) de 1858 o Colonia San José (Entre Ríos) 1857. Colonia San José fue creada por iniciativa del general Urquiza, que la asentó en campos de su propiedad, donde está la actual ciudad de Colón. Aunque las colonias fundadas con posterioridad tuvieron características propias y perdieron muchos de sus aspectos positivos, San José nos ilustra sobre aquellas colonias pioneras, ya que sirvió como modelo experimental. Mientras un agrimensor terminaba de amojonar los lotes destinados a cada familia, Urquiza se hizo cargo de los víveres necesarios para la subsistencia temporaria de los recién llegados. Además le proporcionó a cada grupo familiar cuatro bueyes mansos, dos vacas lecheras con cría, dos caballos, cien gallinas y una suma de dinero suficiente para comprar implementos de trabajo y semillas. También distribuyó árboles forestales y frutales, membrillos, perales, durazneros, ciruelos, plantas de vid, etcétera. Los colonos firmaron con Urquiza un contrato de colonización que estipulaba la entrega de tierras (hipotecadas

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hasta pago completo del precio, más los intereses), animales, semillas y herramientas a cada familia. Urquiza designó un administrador general y creó un Consejo de Colonos (elegido entre los vecinos). En 1860 y 1861 fueron creadas una escuela de varones y otra de niñas. En 1862 se establecieron un destacamento policial y un Juzgado de Paz, al año siguiente se hizo la primera elección de concejales y se construyó la iglesia. La población de la Colonia San José recibió sus habitantes por tandas, alcanzando en 1860 una población estable de aproximadamente 1500 personas. Conviene repasar los oficios de los primeros hombres instalados: herreros, carpinteros, albañiles, sastres, zapateros, carroceros, relojeros, maquinistas, armeros, hojalateros, toneleros, encuadernadores, aserradores, pintores y panaderos. Esta enumeración es gráfica en relación al aporte de habilidades técnicas de aquellos hombres. En nuestra dilatada geografía, en general, la población rural era diestra para las tareas propias de la ganadería, pero ajena a los mencionados oficios. Una vez más resalta la distancia de los dos mundos puestos en contacto en nuestro continente frontera. Esta segunda oleada de inmigración y colonización europea tuvo escasos puntos de contacto con la primera española de los siglos XVI y XVII, caracterizada por la prepotencia y la fuerza técnica y militar. La segunda inmigración y colonización fue pacífica y deseada por la clase dirigente argentina, no por ello estuvo exenta de violencia simbólica. Tampoco desde el punto de vista cuantitativo son comparables ambas experiencias, ya que la presencia numérica de los españoles siempre fue minoritaria. Por el contrario, la inmigración de fines del siglo XIX fue masiva.

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Tal vez comparable con la profusa introducción de esclavos africanos. En ambas etapas colonizadoras, aunque los venidos llegaron portando imaginarios de superioridad, conciencias etnocéntricas, no lograron evitar el mestizaje y la integración. Muchos se argentinizaron completamente, otros mantuvieron sentimientos de ajenidad y añoranzas de un pasado mítico europeo. Las quimeras de Alberdi y Sarmiento no se cumplieron tal cual habían sido pergeñadas, sin embargo, el país vivió una transformación completa. Nacía la Argentina moderna.

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5 Familia rural, descendiente de inmigrantes, en el frente de la casa principal de la estancia. Primera década del siglo XX. Foto: colección del autor.

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6 Carretas cargadas de lana en una estancia de la provincia de Buenos Aires. Primera d茅cada del siglo XX. Foto: colecci贸n del autor.

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LOS ESPACIOS VACIOS Y LA APROPIACION DE LA TIERRA En la Argentina, aún hoy, predominan los espacios vacíos. La población se halla concentrada en unos pocos núcleos urbanos; la mayoría habita en las grandes ciudades, mientras vastas áreas permanecen como vacíos demográficos, con menos de un habitante por kilómetro cuadrado, como es el caso de las provincias patagónicas, La Pampa y la región montañosa del noroeste. Esta realidad de escasa presencia humana en grandes extensiones contribuyó, desde los primeros tiempos de la conquista, a crear en el imaginario conquistador la idea de América como un inmenso espacio a ocupar, tierras vacantes, sin población y sin cultura. Un espacio disponible donde fundar ciudades y transplantar la propia cultura, fundar en el vacío, crear reductos europeos en medio de la aparente nada. Esa idea motivadora, el mandato de ocupar estos territorios, orientó los esfuerzos - en nombre de la cultura y de la civilización - de los hombres que conquistaron y colonizaron la Argentina.

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Así como podemos decir que nuestra historia se puede narrar a partir de la exploración y navegación de los ríos, de la historia de los caminos y de los ferrocarriles, de la misma manera es posible trazar un recorrido retrospectivo del devenir histórico nacional guiados por los sucesivos momentos que atravesó el hombre en su avanzada para ocupar el espacio, el territorio inculto. No sólo la secuencia, también el relato singular de cada añoso y sacrificado avatar pionero. La evolución paulatina de las líneas de ocupación del terreno señaló el desenvolvimiento de sucesivas fronteras interiores. No nos referimos a las fronteras políticas, sino a las fronteras reales, aquellas que se fueron configurando a medida que hombres y mujeres se establecieron de manera efectiva y permanente; cuando comenzaron a laborar el lugar, a cultivar y a criar animales, a desarrollar sus técnicas y sus oficios, a levantar sus viviendas y sus pueblos. En este sur del continente, a diferencia de otras regiones de América, a pesar de haber establecido ciudades y de haber repartido indios en encomiendas, a los europeos no les fue sencillo incorporarlos de manera estable a sus proyectos económicos. El aborigen no sedentarizado era difícil de fijar a un territorio delimitado y por ende era poco apto para la producción deseada. A la conquista primera del territorio le siguió la exploración de las geografías desconocidas. Luego la ocupación de los territorios descubiertos, su apropiación, distribución y colonización. La expansión-colonización se hizo creando ciudades en la inmensidad. Los europeos eran pocos y debían mantenerse unidos. Aunque cartas y mapas describían con sombreados las áreas colonizadas, diferenciándolas de las tierras aún salvajes, la soberanía española era endeble y relativa.

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1 Prácticos y baqueanos heredaron de la experiencia indígena el saber de los mejores pasos para cruzar la cordillera. Mendoza. Foto del autor.

Espacios inmensos, de frontera, una geografía desolada, fueron por siglos el principal escenario de los colonizadores. Sucesivas incursiones, relevamientos, identificaciones, aprendizajes, a lo largo de los años y respaldadas por la superioridad técnica y militar, fueron ampliando los límites de lo propio. Ríos, huellas, caminos y la fundación de poblaciones guiaron la aventura española de asentarse en lo desconocido. Hasta el período independiente, la Corona apenas pudo sostener una ocupación más o menos efectiva del territorio en las franjas que recorrían el mapa desde Jujuy hasta Córdoba y desde allí hasta Cuyo y Buenos Aires. También las vías fluviales desde Buenos Aires hasta Asunción. Todo el Gran Chaco y el sur de las Pampas y la

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Patagonia permanecieron en poder de los nativos hasta finales del siglo XIX. Influyó el hecho de que nuestro territorio era considerado marginal, sin demasiada relevancia productiva ni estratégica. Además, la tierra, sin mano de obra para trabajarla no era de gran valor. Tampoco había metales preciosos. Por siglos, los territorios aún en manos aborígenes no despertaron demasiado interés, y se mantuvo un frágil equilibrio de relaciones con los grupos humanos que las habitaban, medianamente pacíficas. Recién con la paulatina vinculación hispanoamericana a la economía capitalista mundial, una vez roto el sistema monopolista español, renació el impulso territorial expansivo y el corrimiento sostenido de las líneas de fortines que demarcaban las fronteras interiores. El capitalismo, motorizado por Inglaterra, demandaba materias primas y nuestra joven nación se insertó en el 2

2 Llanura pampeana, abierta, como era antes de ser colonizada, forestada, alambrada, cultivada, poblada por los humanos. Foto del autor.

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comercio internacional como proveedora de productos primarios. Después de la Revolución de Mayo, llegó el tiempo del saladero y de la expansión de la región ganadera pampeana. El cuero, el tasajo y la carne salada se convirtieron en principales productos de exportación. Exterminados los vacunos salvajes se redujeron las vaquerías y comenzó a crecer el precio de la tierra. En adelante, el valor del suelo tuvo una constante apreciación. Pasada la mitad del siglo XIX, el rápido desarrollo de la producción de ovinos y de la exportación de lana y hacia finales del siglo, el aumento de la agricultura y la siembra de cereales, los mejoramientos de las técnicas y de las razas, el molino y el alambrado, fueron funcionales para incrementar las producciones agropecuarias, mientras que el ferrocarril, los primeros frigoríficos y los más veloces barcos de acero y a vapor, también dieron un impulso sustancial al comercio exterior y al aumento del precio de las tierras. La región pampeana se convirtió en la principal beneficiada por los fuertes flujos de dinero provenientes del intercambio comercial con el extranjero y, en ese contexto, nació y se fortaleció la tradicional clase dirigente de la joven argentina, vinculada al campo. Durante la segunda mitad del siglo XIX se consolidó la nueva estancia, como una unidad productiva capitalista, una suerte de fábrica de materias primas, con una organización del trabajo, con horarios, con división de tareas y jerarquías, con asalariados, con modernas tecnologías e inversión de capitales para incrementar las ganancias. De “este lado” de las fronteras interiores, la fundación de poblados cedió fragmentos de su original

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sentido civilizador y de control político. Algunas de estas funciones se transfirieron a la estancia, en gran parte del territorio nacional. El casco de las estancias comenzó a ocupar muchas de aquellas funciones políticas, administrativas y civilizatorias que hasta entonces eran monopolizadas por las ciudades. Además de unidad económica, la estancia creció hasta convertirse en una influyente unidad política y social de las campañas, en un factor de control y firme ocupación del territorio. Este incremento del poder de las estancias estuvo vinculado al proceso de concentración de la propiedad agraria y al continuo aumento del poderío de los grupos que se lanzaron a la conquista de la tierra y del Estado. La distribución de inmensas extensiones de tierras públicas se remonta a las políticas de tierras impulsadas por Bernardino Rivadavia, cuando las tierras fueron puestas como garantía de deudas del Estado y cuando la ley de Enfiteusis favoreció que, a la larga, unos pocos constituyeran grandes latifundios. Gran parte de los apellidos incluidos en la nómina de enfiteutas que obtuvieron tierras entre 1822 y 1830 fueron, luego, conocidos terratenientes, como los Anchorena o los Alzaga. Desde entonces, se reiteraron las distribuciones y adquisiciones de tierras públicas a muy bajo precio, muchas veces para conocidos y amigos de los gobiernos de turno. Durante el siglo XIX, el suelo se cotizó con tendencia al alza por la expansión y pacificación de las fronteras con el indio, la fundación de nuevos pueblos, la colonización, el tendido de las líneas férreas y el aumento de la demanda internacional de nuestra producción primaria. En la adquisición de campos a bajo precio, la especulación en posteriores compra-ventas o el uso de

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éstos como garantía para hacer negocios financieros, se originaron las principales fortunas de la Argentina finisecular. Grandes extensiones de tierras públicas fueron donadas a particulares o dadas en reconocimiento y pago por servicios prestados, como a los militares expedicionarios de la Campaña del Desierto. Así, el General Julio A. Roca fue obsequiado por la provincia de Buenos Aires con veinte leguas de campo, mientras que el Estado nacional lo benefició con otras quince leguas. Para financiar la Campaña del Desierto, el Estado emitió bonos sobre la tierra aborigen a conquistar. Estos bonos fueron motivo de especulación y/o de cancelación con fracciones de campo para sus tenedores, muchos de ellos ya terratenientes. También se reiteraron los remates, incluso en Europa, de tierras fiscales. Durante mucho tiempo, para la nación y las provincias, el suelo público fue la base del crédito y fuente de ingresos rápidos para el tesoro. Entre los años 1876 y 1893 se enajenó el 35% del total de las tierras públicas de todos los territorios nacionales. Si a ello sumamos las ventas de las provincias, descubrimos que en ese período fueron vendidas, a personas vinculadas a los gobiernos y a capitales extranjeros, más de 41 millones de hectáreas del campo de todos los argentinos. Todo este proceso de concentración de la tierra, con exiguos dineros y en muy pocas manos, trajo no pocos escándalos, aunque lo fabuloso de las ganancias sirvió para torcer voluntades y acallar incómodas denuncias. Favores políticos, complicidades de clase, creencia social de propiedad del país o franca corrupción permitieron el reparto desigual del territorio. Porcentajes que se aproximan al 50% de esta apropiación de la tierra fue en favor de extranjeros. A modo cont. p. 152 149


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3 Valle del río Neuquén. 1883. Para atravesar los extensos desiertos era necesario valerse del trayecto de los ríos. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

4 Fortín Cabo Alarcón. La ausencia de árboles en la llanura permite al vigía, parado sobre la parte más alta del fortín (a falta de mangrullo), divisar lo que sucede en muchos kilómetros a la redonda. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

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5 Paisaje de C贸rdoba desde las altas cumbres. Las sierras cordobesas se destacan jalonando el fin de las extendidas llanuras del este. Foto del autor.

6 Serran铆as y montes intrincados actuaron como una barrera natural a la apropiaci贸n privada de la tierra y al continuo desplazamiento de los nativos de sus tierras ancestrales. Catamarca. Foto del autor.

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de ejemplo: en la provincia de Buenos Aires, en 1895, 38.347 de los propietarios de la tierra eran argentinos y 36.000 extranjeros; en la provincia de Santa Fe, 16.543 eran argentinos y 20.000 extranjeros; en la provincia de Entre Ríos 18.000 eran argentinos y 12.000 extranjeros. Para 1914, esta proporción era aún mayor en favor de los extranjeros, confirmando la tendencia a la concentración y extranjerización de la propiedad agraria. Los nuevos latifundistas fueron en su mayoría ausentistas, vivían en las ciudades y dejaban las estancias a cargo de un mayordomo administrador o bien las arrendaban para que otros las trabajaran por ellos y les enviaran parte de las ganancias, sin los riesgos propios de las labores rurales. Otra consecuencia directa del latifundio fue una tendencia a la explotación extensiva de los campos, con pocas inversiones y mínima ocupación de mano de obra. Los habitantes históricos de las campañas se vieron obligados a conchabarse en las estancias en condiciones precarias y con pagos miserables. Muchas estaciones de ferrocarril llevaron el nombre de los dueños de las tierras. Esto se debe a que los grandes estancieros donaban las hectáreas necesarias para que atravesaran las vías y también los predios cercanos a la futura estación para crear un pueblo, repetidamente bautizados con el apellido del benefactor. Las ventajas para el terrateniente eran múltiples, no solo acrecentaba su prestigio y ego con la denominación de la estación, también radicaba mano de obra, facilitaba el transporte de sus productos a los centros de comercialización y acrecentaba significativamente el valor de sus propiedades por la presencia del ferrocarril en la puerta de la estancia. Los sueños sarmientinos de la Argentina constituida por una inmensa clase media compuesta de medianos

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agricultores cultos, mayormente venidos de Europa, fue derrotada por la ambición de una insaciable elite que acumuló negocios, tierras y poder político. El romántico sueño colonizador terminó con el regreso de muchos inmigrantes o con su hacinamiento en las grandes ciudades, sin la posibilidad de radicarse en las fértiles parcelas que la propaganda oficial les prometiera. La experiencia de las colonias agrícolas sólo fue exitosa en áreas puntuales, mayormente en las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. El periodista francés Jules Huret, que fuera comisionado para realizar diversos viajes por América y Europa, publicó en París, en 1911, De Buenos Aires al Gran Chaco. En esa obra dejó testimonio de las impresiones recogidas durante su paso por nuestro país a principios del siglo XX. 7

7 Carro transportando la cosecha a la estación de ferrocarril. Foto publicada por V. Blasco Ibáñez en 1910.

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Huret atribuyó a la señora de Alvear, de una rica familia argentina y cuyo nombre es bien conocido en París, este aforismo: Hay dos clases de gentes: los locos y los cuerdos. En Argentina los cuerdos son los que conservan sus tierras y compran nuevas; los locos los que las venden. Luego Huret daba ejemplos sobre la adquisición y apropiación de las tierras. Cuando el gobierno argentino decidió en 1878 la campaña de Río Negro contra los indios, faltaba dinero. Ofreció a los estancieros más ricos leguas de campo en la Pampa y en el sur de la provincia de Buenos Aires por 1000 y 2000 francos la legua cuadrada (2500 ha). Estas tierras no tenían entonces ningún valor. (…) Mi padre adquirió diez leguas a 2.000 francos la legua me dice M. M… G… Cuando murió fueron repartidas entre sus cuatro hijos con el resto de la herencia. En 1885, el mayor vendió su parte a 30.000 francos la legua. En 1890, el segundo vendió la suya a 75.000 francos la legua. En 1905, el tercero obtuvo 225.000 francos por legua. Así, en menos de treinta años, esta familia pudo vender a 225.000 francos las leguas que había adquirido, poco tiempo antes, a sólo 1000 o 2000 francos. Una ganancia superior al mil por ciento. También recogió Huret una historia - leyenda según la cual la familia R… M… una de las más antiguas del país, compró hace 50 años a los indios de entonces dueños de la comarca, cincuenta leguas de terreno, o sea 125.000 hectáreas, en Maipú, por un rebaño de caballos blancos. (Seguramente se refiere a Ramos Mexía, hombre de reconocidas buenas relaciones con las tribus de la zona). Como otro ejemplo del vínculo entre poder político y enriquecimiento, Huret cita que por la misma época, el actual vice-presidente de la República, Sr. De la Plaza, compró al Estado 20 leguas de terreno al sur de la provincia de Buenos Aires a 2.000 francos. Después marchó

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a Inglaterra donde permaneció algunos años. Durante su ausencia se empezaron a cultivar las tierras vecinas y se construyeron algunos ferrocarriles. Cuando volvió a la Argentina se le ofreció 150.000 francos por cada legua. De la Plaza era más rico sin ningún esfuerzo. Y agregaba Huret: Las anécdotas más comunes y el fondo de toda la conversación seguida, se refieren a las fortunas hechas en diez años, a los emigrantes de ayer, hoy millonarios, a las vastas regiones que están por desmontar y que no esperan más que brazos para producir riquezas, a los terrenos que poder adquirir a 20 pesos la hectárea y que valdrán 200 dentro de cuatro años. Los que cuentan esas cosas, verdaderas, por otra parte, en su mayoría, no tienen sin embargo la menor intención de ir a fecundar aquellas praderas lejanas y sacar de ellas los tesoros que sus bocas enumeran, pues son todos abogados, jueces, profesores, políticos, ingenieros, médicos o ‘estancieros’. 8

8 Antigua estancia La Porteña, que fuera de los Güiraldes, pagos de don Segundo Sombra, en San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Foto del autor.

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Pero ellos son los que comprarán aquellas leguas cuadradas de pampa, algunas veces sin desembolsar un céntimo, y las revenderán a los seis meses, al año, a los dos años, a los 8 días tal vez, con el beneficio de una fortuna. Así, pues, se siente la impresión de que se encuentra uno entre una multitud de jugadores que se enriquecen en el juego de la tierra. Este proceso, tan bien narrado por Jules Huret, no incluyó solo a Buenos Aires, también vale para las demás provincias, como por ejemplo el caso ocurrido en Santiago del Estero, donde el fisco santiagueño, en 1870 y 1871, entregó a Adolfo Carranza un total impresionante - de 680 leguas de suelo (que luego revendió a latifundistas porteños). Igualmente, como ya fue señalado, durante la segunda mitad del siglo XIX una sucesión de leyes pusieron en venta las tierras de los diez territorios nacionales, Formosa, Chaco, Misiones, La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut, Santa Cruz, Los Andes, Tierra del Fuego e Isla de los Estados, que abarcaban en conjunto una superficie de 119.240.600 hectáreas (excluidos los lagos). Por esas disposiciones, 41.555.700 hectáreas de las mejores tierras de aquellos territorios fueron donadas o vendidas a bajo precio a solo mil ochocientas personas. En casos como La Pampa o Misiones, el Estado enajenó casi todo el territorio provincial, con el agravante de que muchos de los nuevos propietarios fueron empresas extranjeras, siendo paradigmático el caso de Santa Cruz. Gran cantidad de los nuevos dueños adquirieron aquellas superficies para aprovechar la oferta, especular o acrecentar heredades. Pocos actuaron como verdaderos pioneros, la mayoría mantuvieron vacías e improductivas las tierras y desarrollaron sus vidas acomodadas en las grandes ciudades.

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LOS ESPACIOS VACIOS Y LA APROPIACION DE LA TIERRA

Aquel imaginario de los conquistadores europeos sobre la existencia de América como un espacio vacío, listo para ser penetrado y ocupado, fue heredado por las clases dirigentes de la Argentina independiente. El desierto, las inmensidades dominadas por los nativos, eran considerados espacios vacíos, sin dueños, vacantes, esperando ser ocupados, repartidos y explotados, por los nuevos portadores de “la cultura”, “el progreso” y “la civilización”. 9

9 Rubén, entrerriano, peón alambrador, apuntalando un vencido poste viejo. Los títulos de propiedad de la tierra y el alambrado como elemento demarcatorio del espacio privado, fueron acorralando al gaucho que debió abandonar su modo de vida independiente y conchabarse como asalariado de un patrón propietario de estancia. Foto del autor.

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10 Cardones en Jujuy. Foto del autor.

11 Cr铆a de lanares en la provincia de Santa Cruz. La Patagonia fue ocupada con inmensas estancias ovejeras. Muchas de ellas propiedad de ingleses. Foto publicada en Visi贸n de Argentina, 1950.

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Marcas de hierro. Su uso permitió identificar la propiedad del ganado, diferenciarlo del reyuno y castigar el cuatrerismo. Foto del autor.

Tilcara. Provincia de Jujuy. Foto del autor.

Gauchos en un puesto de estancia. Para llevar un mejor control, en los grandes campos, se establecían puestos diseminados en las tierras más alejadas del casco principal. Primera década del siglo XX. Foto colección del autor.

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EL DESARRAIGO

EL DESARRAIGO

Dijimos que frontera, mestizaje, ocupación del espacio, región, son conceptos primordiales a la hora de repensar la historia de nuestra tierra y de su gente. De igual manera, el desarraigo interpreta muchas de las cuestiones medulares que estamos repasando. Los conquistadores y sus primeros descendientes, sufrieron el desarraigo. (Cervantes diría que el nuevo mundo es el refugio de los desesperados del Viejo.) Los pueblos originarios, desplazados de sus terruños, por la fuerza o la necesidad y los negros esclavizados, sufrieron el desarraigo. También lo sufrieron los gauchos e indios. Y fue desarraigado el soldado, que por imperio de la ley o de las circunstancias, terminó en los fuertes y fortines, y las mujeres y los niños que los siguieron y los cabecitas negras, acorralados por el progreso, obligados a dejar sus pagos. Padecieron el desarraigo los inmigrantes europeos llegados masivamente a finales del siglo XIX, tanto como los que vinieron durante el siglo XX de los países vecinos.

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Los que, en el presente, habitan la mayoría de las poblaciones de la Argentina llevan asentados en el lugar no más de dos o tres generaciones. El dato no debería sorprendernos si consideramos que, con excepción de las capitales históricas, de las primeras provincias, la mayor parte de los pueblos y ciudades no superan las dos centurias de existencia. Mientras que aquellas ciudades que más han crecido, lo han hecho, hace no más de ciento treinta años, por influjo del torrente de inmigrantes europeos y de trabajadores originarios de las regiones interiores del país. José Hernández, en el Martín Fierro, describe el destino del hombre de las pampas, del gaucho que es arrojado de su lugar en el mundo, del criollo que es arrastrado por la leva a los fortines, a la frontera y finalmente al desierto, a los dominios del infiel. Condenado a andar, sin volver a reencontrar plenamente su lugar, ni recuperar aquel mítico pasado, cuando esta tierra, en que el paisano vivía, y su ranchito tenía y era una delicia de ver, cómo pasaba sus días. La mayoría de los criollos, a lo largo del tiempo, debieron dejar sus lugares de nacimiento o de la infancia. Algunos marcharon para siempre a engrosar los conurbanos, otros lo hicieron temporalmente, como mensuales o peones golondrina. Las estancias se poblaron con paisanos santiagueños, correntinos, entrerrianos, etc. Y otros marcharon a las esquilas sureñas, a las cosechas del Alto Valle, a la zafra cañera, a los obrajes madereros, a las cuadrillas del algodón o del tabaco. Una masa de desplazados, que no quiso o no pudo seguir el consejo del Viejo Vizcacha: conservate en el rincón, en que empezó tu existencia. Desde otros continentes, atravesando el océano Atlántico llegó otra multitud de desplazados, ya no solo

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eran desplazados de sus regiones, ellos eran arrojados de sus países. Considerando la magnitud del flujo inmigratorio a la Argentina, con origen en Europa, el brasileño Darcy Ribeiro calificó a nuestro país como una sociedad trasplantada. Una verdad parcial, ya que si bien es verdad que el número de inmigrantes fue importante, no es acertado negar la sociedad preexistente. En la década de mil novecientos sesenta, en un contexto de debates sobre la identidad argentina, Héctor A. Murena hurgó en el alma de esa sociedad trasplantada a que se refirió Ribeiro y ahondó en la problemática de una parcialidad, los dilemas del segmento europeo de la Argentina, parte que Murena asumió como la suya. En El pecado original de América, Murena afirmaba que el hombre que vino a América lo hizo abandonándolo todo: dejando en la mayoría de los casos no sólo la propia comunidad y los propios dioses, sino también la familia y la lengua. A tal punto que venir a América consistió en la insólita experiencia de pasar en realidad de un planeta a otro. Y Murena agregaba que de semejante trauma - el primer epifenómeno del misterio de que nos haya tocado nacer aquí – no nos hemos recuperado. Murena se sentía un europeo desterrado en suelo americano y hacía común ese sentimiento como explicación de muchos de nuestros males. Expresaba dramáticamente que: el estupor inicial de abrir los ojos ante un panorama ajeno a mi sangre no deja de repetirse día a día. Decía: América es el alma europea expulsada del antiquísimo recinto de la historia, desterrada, contemplando su remoto asilo, embargada por una secreta, incesante pregunta sobre las causas de la presunta culpa que motivó el destierro, cayendo, tras la máscara de la vida próspera y saludable, en el pozo de

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1 Rendido, un grupo aborigen en los bosques de Nires al pie del Cerro Rucachoroy. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

una nostalgia que elige la propia destrucción como medio para redimir la culpa. En otro párrafo, Murena, agregaba: América está integrada por desterrados y es destierro, y todo desterrado sabe profundamente que para poder vivir debe acabar con el pasado, debe borrar los recuerdos de ese mundo al que le está vedado el retorno, porque de lo contrario queda suspendido en ellos y no acierta a vivir. Para vivir en este orbe hay que quemar las naves del viaje. Por eso, Murena definía que América es la hija de Europa, y necesita asesinarla históricamente para comenzar a vivir. Como ejemplo de la necesidad de dicha actitud radical, Murena señalaba a Sarmiento: con su antihispanismo y su admiración por Estados Unidos, ilustra

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2 Militares en la entrada del Fortín Paso de los Indios. Ranchos de barro y paja, cercados con palos a pique. 1883. Foto Álbum Encina, Moreno y Cía. Museo Roca.

desaforadamente esta necesidad. Su vehemencia parricida. Y apuntaba, a manera de sentencia concluyente: No podemos continuar a España ni podemos continuar a los incas, o a cualquier otra cultura indígena que se desee invocar porque no somos ni europeos ni indígenas. Somos europeos desterrados. Así se sentía Murena, un europeo desterrado. Y su sentimiento era y es el de muchos, más o menos concientemente. Pocos textos, como El pecado original de América, de Héctor A Murena, son tan ilustrativos sobre las penas ocultas de tantos descendientes de europeos argentinizados y de argentinos europeizados. Murena describía a quien hubiera preferido no nacer en estas tierras. Por lo que ha visto y oído en su casa

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natal a sus padres extranjeros, o a los padres de los padres, o por las lecturas que ha hecho, o por los viajes, o por los objetos, las telas, las herramientas, los perfumes, las músicas, los cuadros europeos que ha visto, olido, tocado, oído, usado (…), los entiende como símbolos de un mundo ante el cual el suyo es menospreciable. Para este sujeto dolido por una especie de añoranza sin final, la imagen de Europa queda en lo hondo de su ser como un purísimo ideal, como un paraíso por volver al cual el alma suspira siempre. Su alma sufre porque en realidad está siempre en América. ¡Pero América es tan hiriente, caótica y desdichada! Por eso, el prototipo de europeo desterrado que invoca Murena, cuando piensa en el país políticamente, piensa que habría que reformarlo todo, piensa en crear otro país que no sea este. En una nota de la revista Claudia (de 1959), citada por Jauretche, Silvina Bullrich dice que en general, los argentinos se consideran desterrados (me refiero a los porteños y especialmente a las porteñas de las capas elevadas de la sociedad) quizá haya en nosotros nostalgia de la tierra de nuestros abuelos; quizá nuestro ser puje por recobrar nuestras raíces europeas, hace apenas un siglo arrancadas de cuajo. La angustia del destierro asoma en cada frase: se envidia al que pudo regresar al terruño, a la lejana patria espiritual. Esta es la oficina: Europa es el hogar, y se sueña con regresar a él. Arturo Jauretche, en su célebre obra de sociología popular El medio pelo en la sociedad argentina de 1966, también escribió sobre el desarraigo, dedicó un capítulo al Desarraigo de la clase alta. Decía don Arturo que tanto soñar con Europa, mirarla o vivir en ella, la alta sociedad se fue aislando de la vida cívica, también se desvinculó de la milicia y del país todo.

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Así, aislada, fue completando su desconocimiento del país que pasó a ser como un país extranjero en colonización, o a lo sumo en tutela. Lo llamó el sector ausentista, tan desarraigado, que desconocía el país real y lo imaginaba como la escena de una de sus estancias. Tan alejadas del país verdadero. El sociólogo Julio Mafud, para la misma época que Murena, dedicó un libro a la cuestión, El desarraigo argentino de 1959. También, para Mafud, a los primeros conquistadores europeos el viejo mundo los excluía y los rechazaba. Y los enviaba a otro planeta con la promesa de un destino fabuloso, salían de un pueblo o de una aldea e iban a conquistar un continente. Pero la suerte de la mayoría sería trágica, unos morirán de manera violenta en manos de los nativos o de sus pares más codiciosos, otros caerán por efectos de las nuevas enfermedades. Mafud decía del conquistador que surgió de un mundo sólido, palpable. Y partió hacia otro mundo invisible, inexistente. (…) Imaginó mundos increíbles: la fuente de la salud, el continente del oro, el paraíso terrenal… y lo esperaba el desencanto. Para esconder la desilusión, la alucinación sustituía a la impotencia. Sitiados por la realidad escapaban por las vías de la imaginación. Y, cuando la imagen no concordaba con la realidad, no desechaban la imagen: omitían la realidad. Esta actitud de negación frente a un mundo adverso o diferente, inasible, este refugiarse en la idea pura o en el sueño distante para sobrevolar la realidad, echó sus raíces entre nosotros y se mantuvo como desencuentro perdurable. Decía Mafud que causa angustia esa conquista desesperada. Entran a América como al paraíso, y no encuentran otra cosa que el infierno. Desilusionados,

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destruyen y exterminan todo. (…) Ninguno traía una idea o una inquietud que indicara afincamiento o estada. Venían de tránsito. Nunca se detenía, pasaban (…) Partían inmediatamente. (…) Cada conquistador o cada acompañante era un ser sin estar. Su cuerpo estaba en América, pero su imaginación y su mente estaban en España, gozando de las riquezas conquistadas. No construían ni una casa, ni un camino, ni una herramienta: esos eran elementos de arraigo. Para ellos América era siempre un camino hacia algo. Esta ajenidad, en relación a lo americano, va a permanecer entre nosotros a lo largo de los años. Acierta Mafud. La distancia entre realidad y deseo se va a proyectar a toda la historia, por ello, los que confiaron en que el telégrafo y el ferrocarril serían la solución a la barbarie, después comprendieron su error. A lo sumo (…) eran elementos de camuflaje. De la misma manera argumentaba, la institucionalidad manuscrita nació con un corte vertical: por un lado, la realidad, por el otro los deseos (…). La realidad patinó sobre sus estructuras. La suplió la abstracción. (…) Por un lado los hechos, por el otro los deseos. (…) Las piezas y las estructuras no concordaban. (…) Cada constitución es un intento. Cada intento una frustración. (…) Mientras el hombre de carne y hueso todavía está ahí, inédito. Esperando que lo descubran. Por debajo de la fachada europea y urbana permanecen el gaucho y el aborigen, la chusma, el cabecita negra. Habitan el inconsciente colectivo y de tanto en tanto afloran, trastocando la imagen formal de la Argentina. Por eso, aquello de no hagas despertar el indio. Como escribiera Sarmiento en Conflictos y armonía de las razas en América: El indio no está sólo en el desierto, sino también en la universidad, en el foro, en el periodismo cont. p. 170 168


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3 Familia descendiente de inmigrantes posa en el parque de una estancia. Los cuidados atuendos demuestran el esfuerzo por mantener su cultura en un medio que induce al mestizaje. Primera década del siglo XX. Foto colección del autor.

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4 Sufrida mano de obra aborigen en un ingenio del noroeste. Foto publicada en 1910 por V. Blasco Ibáñez.

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y en el gobierno. Y emerge, deforma, trastoca. Kusch lo llama el hedor de América. Julio Mafud también indagó en el desarraigo del gaucho. Decía que su cuna fue un vacío. (…) Fue creado por un choque y no por una unión. Por eso, su psicología fue la del hijo ilegítimo. (…) Eso era el gaucho, un ser sin padre ni familia. (…) Por un lado el indio y por el otro el hombre civilizado. Su existencia bailoteaba entre los dos extremos. Excluido desde afuera, se aisló hacia adentro. No se vinculó a nada. No convivió con nadie. (…) Desarraigado sería su mejor calificación. Mafud agregaba: Su mundo no se afincaba en la tierra firme. Estaba cimentado sobre el caballo (…) era nómade: no se fijaba en ningún lugar. (…) La movilidad era su cosmovisión. (…) siempre estaba en camino hacia algo: en la leva, en el malón, en el arreo. No vivía, ambulaba (…). Era un exiliado. (…) La tierra no era un punto de afincamiento. Era un punto de llegada o de partida. Sus ‘oficios’, al igual que sus sueños, afloraban del animal (…) domador, tropero, resero, baqueano, rastreador, payador, matarife, desjarretador (…). Cada oficio era más el cumplimiento de una vocación y casi de un destino. El oficio de Resero de Don Segundo Sombra es más un destino que un trabajo. Ensayaba Mafud. También Ezequiel Martínez Estrada coincidía en que lo fundamental del gaucho es la movilidad, la falta de arraigo y, consecuentemente, el instinto ambulatorio. De esta manera, para los mencionados autores, el desarraigo no solo tenía un origen forzoso, era también un desarraigo por naturaleza o destino. Lucio V. Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles distingue al paisano del gaucho. Uno tiene hogar, paradero fijo, hábito de trabajo, respeto a la autoridad. El otro, el puro gaucho, es errante, enemigo

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5 Profesor contratado por descendientes de inmigrantes europeos para dar clases a sus hijos en una estancia de la provincia de Buenos Aires. Primera década del siglo XX. Foto colección del autor.

de toda disciplina podía unirse tanto al indio como a la montonera. José Hernández en el Martín Fierro describió al gaucho. Don Segundo Sombra, el héroe de Ricardo Güiraldes, es el peón. Ambos desarraigados, el primero rebelde, el segundo resignado. Julio Mafud, también apuntaba sobre el desarraigo en el inmigrante. Escribía que para el inmigrante europeo el nuevo mundo (…) era una brillante extensión de tierra poblada de posibilidades. Eso era lo importante, las posibilidades. Viajaban atraídos por la esperanza de una vida mejor, sin embargo al partir, con las cabezas invertidas miraban para atrás. Miraban a la aldea o al pueblo donde dejaban el corazón y donde de tanto en tanto regresaban con el alma.

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Con la partida comenzaba la ruptura en su interior. Era su propia vida que se partía. Y quedaban como crucificados en la disyuntiva: empezar otra vez y ser americano o ser europeo como siempre en América. Como consecuencia de ello, de ese dejar el alma en la patria de origen, la inmigración europea puso su sello en una manera de ver la Argentina. Para el inmigrante europeo, decía Mafud, Buenos Aires era el límite con Europa y la frontera con el interior. La República, una circunferencia con Buenos Aires en su centro y las provincias como diminutos puntos invisibles que no vio o no quiso ver. Mafud afirmaba que ingresaban en América creyendo que el estado transitorio era la realidad definitiva. Dueños de una casa de cinc o de madera, en el fondo se consideraban inquilinos. El inmigrante, un hombre de paso, instaló la aldea o el país de origen en la villa y le puso nombre: Villa Galicia, Italia Chica, Villa España, Círculo Alemán, francés o Colonia Alemana, o inglesa. Crearon mundos cerrados. Inadaptación, añoranza, prevención, todo conspiraba contra la sociabilidad. Vivían en comunidades hacia adentro y en incomunicación hacia afuera. En consecuencia, estos inmigrantes, desarraigados, vivieron pensando en volver, pero el tiempo nada perdona y al intentar regresar, muchos descubrieron que el país de origen había cambiado. Concluye Mafud, sintetizando el drama del europeo desterrado: Por no habitar un mundo deshabitó los dos. Así, por añorar lo europeo o, en el otro extremo, exaltar exclusivamente lo nativo, se negó la evidencia de una cultura mestiza, la realidad de una cultura de frontera, rica, original. Para Murena, el mestizaje americano – que en algunos países asume la forma racial - es de orden mental cont. p. 174 172


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Estudiantes alemanes vestidos con trajes t铆picos en Colonia San Carlos, provincia de Santa Fe. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

Mujeres cosechando algod贸n. Noreste. Chaco, a帽os cuarenta del siglo XX. Foto publicada en Visi贸n de Argentina, 1950.

Tiempo de descanso en el monte. Trabajadores del obraje. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

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y espiritual y afecta tanto a los indígenas como a los recién llegados. Es el efecto de la frontera, que funde los elementos en contacto, fusiona los dos lados de la mirada. Además del inmigrante, del gaucho, del criollo del interior, y de los aborígenes, negros esclavos, traídos del África, también fueron desarraigados. Los primeros negros llegaron como esclavos o sirvientes de los conquistadores. Recién después del 1600 comenzaron a introducirse en cantidad. En general ingresaron por el puerto de Buenos Aires, para ser luego llevados tierra adentro, hacia el noroeste, Córdoba, Tucumán y Salta. El número de piezas, como se los designaba, traídas a lo largo de los siglos XVII y XVIII fue numeroso, al punto que en la región de las actuales Tucumán y Santiago del Estero los negros llegaron a superar el 50 por ciento de la población y en algunas localidades de esta última provincia, porcentajes aún mayores. Eran capturados principalmente en la Guinea, el Cabo Verde, Senegal y Angola, por los mismos traficantes o, en muchos casos, por reyes locales asociados con los negreros. Son inenarrables los sufrimientos del cuerpo y del alma a que fueron sometidos aquellos africanos: hacinamiento, falta de higiene y alimentación, enfermedades, extrañamiento de sus lugares, cultura, creencias, pérdida de seres queridos, etc. En el curso del siglo XVIII funcionaron en Buenos Aires tres mercados de esclavos: en las proximidades del actual Parque Lezama, en la Quinta del Retiro y en las cercanías del Riachuelo, donde estaban las barracas, llenas de esclavos, al punto que una queja presentada al Cabildo de Buenos Aires manifestaba que el viento que generalmente reyna es sumamente perjudicial a la salud

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pública que es lo que más se debe cuidar; porque soliendo venir de los negros medio apestados, llenos de sarna y escorbuto y despidiendo de su cuerpo un fétido y pestilente olor pueden con su vecindad infeccionar la ciudad. Los esclavos eran adquiridos por las familias principales para el servicio doméstico o para tareas generales. En el noroeste, dichas familias tenían un promedio de 8 a 10 esclavos. También las órdenes religiosas eran propietarias de una cantidad considerable de esclavos dedicados al servicio en iglesias, conventos, colegios, haciendas y misiones, como surge de inventarios y documentos. También los funcionarios adquirían esclavos para aplicar su fuerza de trabajo en obras y servicios públicos. Los caserones del Buenos Aires colonial albergaban gran cantidad de esclavos, que no eran aprovechados únicamente como servidumbre doméstica, sino que servían – en muchos casos – de capital de renta, ya que familias de las clases dirigentes procuraban sus ingresos del esfuerzo de negros que realizaban tareas artesanales, o bien, salían a vender los productos elaborados en casa de sus dueños. Las familias acomodadas de Buenos Aires tenían entre diez y doce negros, y más de un viajero extranjero se sorprendió de la promiscuidad de las relaciones entre negros y blancos, en aquel Buenos Aires virreinal. Es muy difícil estimar, con exactitud, la cantidad de negros traídos durante el período colonial en el virreinato, máxime cuando muchos eran ingresados por contrabando. Del censo de 1778, realizado por el Cabildo de Buenos Aires durante la gestión del Virrey Vértiz, resultó que la población de la gran aldea, sobre un total de 24.083 habitantes, se componía con 15.719 españoles, 1288 mestizos e indios y 7268 mulatos y negros. Es decir, un elevado porcentaje de personas de color.

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Para el historiador Ricardo Rodríguez Molas, en esos mismos años, la población del interior del Virreinato del Río de la Plata se componía con un cincuenta por ciento de negros y mulatos. Más allá de las cifras, de lo que no quedan dudas es de la importantísima presencia de negros entre nuestros ancestros. Una vez más, en este suelo, idea y realidad hallaron escasa coincidencia. Aunque el ideal de la Corona española era que los españoles se unieran sexualmente solo con españolas, vale decir, blancos con blancos, indígenas con indígenas y negros con negros, la fuerza de la naturaleza orientó la historia en otros sentidos y el ideal regio no halló entera satisfacción. Se ha escrito mucho sobre las razones que determinaron la reducción del número de negros en la población argentina. Las causas han sido atribuidas a enfermedades, como la tuberculosis, que los habría afectado con una alta mortalidad; también, a las guerras civiles y de la independencia, luchas en las que habrían ocupado las primeras líneas del combate. Pero, es necesario destacar, además, el papel cumplido por la valoración política, social y cultural asignada a la blancura y la incidencia de ella para el ascenso social. Se puede constatar una tendencia al mestizaje, un tránsito del negro al blanco, tanto en lo físico como en lo cultural y en lo simbólico, por sucesivos enlaces y negaciones de la propia tradición. También, los aborígenes del actual territorio argentino padecieron sucesivos desarraigos a lo largo de toda la historia, expulsados de sus tierras, por la fuerza de las armas, de la ley, o de la economía capitalista. Sufrieron desarraigo los aborígenes esclavizados por los bandeirantes en el noreste; los valientes Quilmes vencidos en los valles calchaquíes y desterrados a Buenos

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Aires; los miles de hombres y mujeres sometidos en la Campaña del Desierto; los reducidos, repartidos para el servicio doméstico de señoras paquetas, enrolados como marineros, arriados para trabajar en los obrajes, contratados con vales para la zafra de la caña de azúcar, etc. Trabajadores, inmigrantes, gauchos, aborígenes y esclavos negros sufrieron el destierro, fueron desarraigados.

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LA PERSISTENCIA DEL HEDOR DE AMÉRICA En las áreas de la América hispánica donde se alzaban las grandes civilizaciones, inca y azteca, la actitud del europeo fue la de someter, dominar, o aplastar lo existente. La metáfora más impresionante de dicha actitud quedó expresada en el emplazamiento de iglesias sobre los antiguos asentamientos o lugares de culto nativos; como el convento de Santo Domingo edificado sobre el complejo religioso Qorikancha, en Cusco. La magnificencia de muchos de los templos, construidas durante la cruzada transcontinental europea, vino a demostrar la superioridad de la civilización invasora y a aplastar las creencias paganas. En muchos casos, debajo de esos edificios, con sus majestuosas bóvedas y sus elevadas cúpulas, descansan, soterrados, restos de aquellas culturas americanas sojuzgadas. El impacto de la conquista truncó el desarrollo de las civilizaciones americanas y los pueblos vencidos se replegaron sobre sí mismos, conservando bajo el

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barniz hispano-cristiano las esencias de su modo de ser y de pensar. En el plano material, a simple vista, sobresalen los imponentes templos católicos, pero debajo, cubiertos por baldosas y muros, yacen los vestigios de las culturas pretéritas, la memoria soterrada. Restos ocultos, que no se ven, pero que están. Una constante de la historia, apariencias superficiales y corrientes subterráneas. Los ríos profundos como los designó el escritor y etnólogo peruano José María Arguedas (1911-1969) - por donde transitan las fuerzas que van modelando el porvenir y que emergen de tiempo en tiempo, haciendo patente las transformaciones, ya inapelables. El pensador argentino Rodolfo Kusch supo indagar sobre la existencia de un trasfondo americano, una sustancia primordial, responsable de las reiteradas decepciones que sorprendieron o hicieron sentir impotencia a quienes trataron de transplantar instituciones o pautas culturales en un suelo que erróneamente supusieron vacío, inerte. La clave que desarrolló Kusch se relaciona con la mencionada metáfora de las iglesias sobre los restos americanos. Una construcción ciudadana, europea, civilizada, culta, implantada sobre otra realidad, que emerge o actúa desde los más hondos pliegues de la historia. Una realidad que por momentos parece adquirir – para quienes civilizaron estos territorios – características de maldición. Es el hedor de América, que brota una y otra vez, degradándolo todo. Es el hedor de América, del desierto, de los montes, de los cerros, que penetra por las grietas de las ciudades; una y otra vez, a pesar de los fallidos esfuerzos de los civilizadores. Kusch decía, en primera persona, que el mendigo que nos persigue pidiendo una limosna, o la india que

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nos habla y no le entendemos, nos inquietan. Si estamos, señalaba Kusch, en una población, aldea andina o fronteriza, cuando ingresamos en una iglesia recuperamos cierta paz, pero siempre nos queda la sensación de que afuera ha quedado lo otro y nos acosa una inseguridad. Expresaba Kusch, nos hallamos como sumergidos en otro mundo que es misterioso e insoportable y que está afuera y nos hace sentir incómodos. Se preguntaba: ¿Serán los cerros inmensos, los paisajes desolados, las punas heladas? Kusch escribía que lo que molesta es un hedor que flota en el ambiente. Y el hedor de América es todo lo que se da más allá de nuestra populosa y cómoda ciudad natal. Es el camión lleno de indios, que debemos tomar para ir a cualquier parte del altiplano, y lo es la segunda clase de algún tren, y lo son las villas miseria. Para Kusch, el hedor tiene algo de ese miedo original que el hombre creyó dejar atrás después de crear su pulcra ciudad. Se trata del temor de perder las pocas cosas que tenemos, ya se llamen ciudad, policía o próceres. Es un miedo - aseguraba Kusch - que actúa desde nuestro inconsciente, es el temor de quedarnos atrapados por lo americano. (…) Es el miedo a la ira de Dios desatada como pestilencia y desorden, que en América se nos muestra (…) con toda su violencia y que nos engendra el miedo de perder la vida por un simple azar. Por eso nos sentimos pequeños (…) pese a nuestras grandes ciudades. Es como si nos sorprendieran jugando al hombre civilizado, cuando en verdad estamos inmersos en todo el hedor. Algo que nos impide ser totalmente occidentales aunque nos lo propongamos. Y sentenciaba, se trata de la absorción de las pulcras cosas de occidente, por las cosas de América. Esas cosas de América que refirió el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura (1967). cont. p. 184 181


1 Vivienda construida íntegramente con las hojas y ramas que el entorno natural provee. Provincia de Misiones. Década del cuarenta, siglo XX. Foto colección del autor.

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2 Familia de hacheros en la selva batiendo árboles a machete y hacha. Foto publicada por Adolf Schuster en 1913.

3 Viviendas construidas en los espacios ganados a la selva en el noreste. Década del cuarenta, siglo XX. Foto colección del autor.

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Asturias ponía como ejemplo a los murales de México donde todo está mezclado: campesinos, liebres, arzobispos, aventureros, mujeres de la vida y también nuestra naturaleza, inmensas pampas, inmensos bosques donde sólo somos pobres seres perdidos. La idea de Kusch, de un hedor de América, que es ese sustrato americano al que nos referimos anteriormente, es muy útil para describir incomprensiones y desencuentros a lo largo de la historia. Repetidos intentos por hacer desaparecer ese hedor, por borrarlo, por negarlo, por esconderlo, siendo que es imposible, porque es parte de la sustancia misma sobre la que se construyó nuestra historia. Por eso, todo lo que es traído se transforma, se corrompe o se deforma. Una parte se toma, otra se aprovecha, otra se descarta, otra se destruye, otra se funde para darle otro destino y así sucesivamente. El hedor de América es el desierto, son las montoneras, los alzamientos indígenas, los descamisados que irrumpen un 17 de octubre, las creencias populares, las estéticas grasas, etc. Es la barbarie que inquieta e impide la copia perfecta del modelo europeo. Eso, decía Ezequiel Martínez Estrada, es lo que crea en Sarmiento el doble sentimiento de creer y no creer en el país. Victoria Ocampo, desde Francia, el 26 de diciembre de 1951, en pleno peronismo, escribió una carta a la poetisa chilena Gabriela Mistral contándole sus dudas sobre la posibilidad de volver pronto a la Argentina, terruño al que extrañaba, o extender su estadía en París. Dudaba, porque eso que deseo: los árboles, el aire y el espacio, me lo perturba la subterránea agitación de la Nueva Argentina. Es decir, la perturbaba la subterránea agitación de las oscuras masas peronistas. Ya no es la antigua Argentina idealizada, es la real, la mestiza, la frontera de Europa. Además del país de los suyos, del

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que le enseñaron padres, maestros, existía otro país, casi ajeno, inquietante. Héctor A. Murena, en El pecado original de América, planteaba una hipótesis similar. También él percibía una inadecuación entre el molde teórico y la realidad en que se pretendía asentar. Afirmaba que estilo europeo y carencia de mestizaje: las dos características señaladas eran en apariencia ciertas, incluso habían servido durante largo tiempo para alimentar la jactancia de los argentinos. Pero solo en apariencia eran ciertas. Pues sin duda se habían constituido en estas latitudes ciudades de aspecto europeo, en las que habitaban gentes de modales europeos, pero tanto las ciudades como las gentes se apoyaban sobre la inestable arena americana, cuyos fantasmas trabajaban permanentemente esas estructuras y las almas de sus constructores, les infundían la inestabilidad del suelo. También Raúl Scalabrini Ortiz, en El hombre que está solo y espera de 1931, alertaba al respecto: El que mire fisonomías o hábitos creerá estar en Europa, no el 4

4 Frente de un rancho santiagueño. La geografía influye de manera significativa en la cultura de quienes la habitan. Foto del autor.

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que fije pulsos o inspiraciones. En realidad, ninguna de las instituciones europeas ciñe las correspondientes sinuosidades de la idiosincrasia porteña. Se las acepta como el hombre atareado acepta el traje de confección, donde unos miembros huelgan y otros van maldispuestos. Sarmiento, por su parte, en Facundo, describía esta realidad tan impermeable a la civilización, causa de sus desvelos. Relataba: El pueblo que habita estas extensas comarcas se compone de dos razas diversas, que, mezclándose, forman mediostintes imperceptibles, españoles e indígenas. En las campañas de Córdoba y San Luis, predomina la raza española pura, y es común encontrar en los campos, pastoreando ovejas, muchachas tan blancas, tan rosadas y hermosas, como querrían serlo las elegantes de una capital. (Nótese el blanco como parámetro de belleza). En Santiago del Estero, el grueso de la población campesina habla aún la quichua, que revela su origen indio. En Corrientes, los campesinos usan un dialecto español muy gracioso: - dame, general, un chiripá - decían a Lavalle sus soldados. En la campaña de Buenos Aires se reconoce todavía el soldado andaluz, y en la ciudad predominan los apellidos extranjeros. La raza negra casi extinta ya – excepto en Buenos Aires – ha dejado sus zambos y mulatos, habitantes de las ciudades. Y aquí surgía, para Sarmiento, lo americano como hedor, como maldición para el proyecto civilizador; de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, decía. Y Sarmiento concluía afirmando: Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado, la incorporación de indígenas que hizo la colonización.

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Las razas americanas viven en la ociosidad, y se muestran incapaces, aún por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española, cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos. Es decir, para Sarmiento, no sólo es la raza, es el desierto, es América, que todo lo transforma. En el otro extremo, Sarmiento presentaba como modelo la pulcritud y laboriosidad de las colonias extranjeras asentadas en el sur de Buenos Aires y se lamentaba: La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos, viven como una jauría de perros; hombres tendidos en el suelo, en la más completa inacción, el desaseo y la pobreza por todas partes; una mesita y petacas por todo amueblado; ranchos miserables por habitación, y un aspecto general de barbarie. Para Sarmiento (sobre todo para el último Sarmiento, decepcionado) el problema eran las razas americanas. También lo era el desierto, que incluso era capaz de limar las virtudes de los europeos. Por eso, se trataba de algo más serio que las apariencias, era una especie de maldición, tal vez, la persistencia del hedor de América.

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6 Vivienda con paredes de ca単a y barro. La finca cuenta con un horno de barro. Noreste. Foto del autor.

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5 Casa construida, con los elementos que aportan la naturaleza y las tradiciones lugareñas, en la que se han incorporado los últimos adelantos técnicos, energía eléctrica y televisión. Noreste. Foto del autor.

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7 Obreros marineros y foguistas en huelga. 1902. Foto AGN.

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La historia argentina ha sido relatada a partir de sus provincias y los conflictos políticos, limítrofes o económicos, que las enfrentaron; siempre tomando como hilo conductor los avatares de sus clases dirigentes. En los escritos históricos la gente de la tierra apenas si es aludida como el número que engrosó los ejércitos, las montoneras o, más recientemente, las urnas electorales. La historia política de las provincias no es un buen camino para comprender la historia en un sentido amplio. Para interpretar mejor nuestro pasado, debemos profundizar en el conocimiento de sus regiones, unidades cardinales de estudio y comprensión de lo argentino. La vida de los hombres y mujeres transcurre como un esfuerzo continuado para enfrentar y sobreponerse a los desafíos a que nos somete el medio en que estamos inmersos. Crecemos obligados a cubrir necesidades tanto materiales como espirituales y en ese quehacer vamos interactuando con el prójimo y con el medio, creamos instrumentos, herramientas, saberes, creencias, instituciones,

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arquitecturas, en fin, maneras de vivir y de morir. Naturalmente, la particularidad de cada una de estas respuestas está decisivamente influida por el tiempo y por el medio en que habitamos. Aquellas acciones útiles en un clima cálido son contraproducentes en uno frío, razonables en una geografía llana y fértil pero ilógicas en la seca montaña. Por eso, no tiene sentido construir viviendas de piedra o de hielo en una zona carente de esos elementos, y tantos otros ejemplos como podamos imaginar. Desde siempre, hombres y mujeres viven su época, de acuerdo con los caracteres del ambiente material y espiritual que los circunda, con el auxilio de una herencia cultural. Así, las generaciones que se suceden en una misma región van forjando habilidades, símbolos, creencias y costumbres. Reciben y atesoran conocimientos tan vitales, que si alguna circunstancia los colocara en un medio opuesto al suyo les costaría sobreponerse al cambio, podrían incluso sucumbir por inexperiencia o no adaptación. Cuando el medio ambiente es muy adverso, extremo, el devenir imprime en los pueblos personalidades muy marcadas y visibles. El hombre de la cordillera o de las altas mesetas se siente disminuido ante una naturaleza grandiosa, por los vientos cortantes y los soles que curten la piel. Un silencio severo sobrecoge el espíritu andino e invita al ruego, a la plegaria que suplica a la tierra que no se mal disponga con la pequeñez humana. Las alturas forjan gente dura, reservada, de mirada enaltecida. En los montes y en las selvas, la vegetación espesa, los sonidos animales, todo son señales de suerte o mal augurio, signos que sólo saben leer quienes están compenetrados del lenguaje de las espesuras. Es el imperio de los secretos. Y los ríos, que avisan con espumas cont. p. 194 192


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Cruce de la cordillera de los Andes. Mendoza. Foto del autor.

Aserradero en el noreste. La historia de la región está signada por la explotación de los bosques y la producción maderera. Foto del autor.

Alzaprima tirada por bueyes en el noreste. Foto colección del autor. Tomada en la década del cuarenta, siglo XX.

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y camalotes las próximas crecidas. Un desparpajo de ensueños y fantasías donde se reproducen hombres y mujeres, poco graves, henchidos de optimismo y alegría. En las llanuras, cuyos pastos solo saben interpretar los baqueanos de las pampas, no transcurre el tiempo. Cualquier pequeña discontinuidad es noticia y ningún fenómeno, por insignificante que sea, escapa a la muda atención de sus habitantes. Seres de palabras medidas y gestos efectivos, acostumbrados al silencio, amasan melancolía y generosidad. El lugar actúa sobre el carácter de las sociedades. El hombre es en su medio, en su geografía, en su región; es situado en un tiempo y en un lugar. A la hora de circunscribir las regiones podemos tomar en cuenta diversos criterios o poner el acento en algún aspecto particular. Hay regiones naturales, políticas, económicas, culturales, históricas, geográficas, etc. En nuestro país, al precisar - para su estudio - espacios regionales, se superponen, de manera bastante aproximada, criterios naturales, geográficos, históricos y culturales. Obviamente, no corresponde a una regionalización histórico – cultural una delimitación precisa en exceso, ya que su definición nunca será exacta. A diferencia de las delimitaciones políticas, las regiones delineadas – como en este caso – a partir de parámetros ambientales, históricos y culturales siempre tendrán bordes difusos o yuxtaposiciones. De manera adicional, tomando en cuenta las opiniones de quienes viven allí, las autopercepciones, veremos cuanto hay de elección, de identificación individual y grupal, por sobre cualquier otro criterio clasificatorio. Los bordes culturales los deciden los pueblos. Otros autores, según sus propios estudios y conclusiones, han esquematizado las regiones fracturando cont. p. 196 194


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Cancha en la costa desde donde se trasladaban los rollizos de madera en barcos o jangadas río abajo. Primera mitad del siglo XX. Foto colección del autor.

Tarefero cosechando la yerba mate. Años cuarenta, siglo XX. Foto colección del autor.

Cataratas del Iguazú. Los saltos y la selva que deslumbraron al tenaz conquistador Alvar Núñez Cabeza de Vaca en el siglo XVI. Foto del autor.

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el mapa de la Argentina en ocho, siete, seis o cinco grandes regiones. Nosotros vamos a optar por una síntesis simplificadora de las propuestas más clásicas. Así, elegimos como regiones fundamentales de la Argentina: las Pampas, la Patagonia, el Nordeste, el Noroeste y Cuyo. (La zona central comparte caracteres con sus regiones vecinas, por lo que la subsumimos en ellas. El área que incluye la actual provincia de Córdoba, con su permanente proyección y protagonismo histórico político, se vincula con la región Noroeste al norte, al poniente con Cuyo y al sur y al este con las Pampas.) Como es lógico, estas regiones no son del todo homogéneas y se trata de un ordenamiento que puede ser clasificado, a su vez, en subregiones. Por ejemplo, la Patagonia puede ser considerada en su oeste cordillerano y en su este de costas atlánticas; en su norte árido de estepa y en su extremo sur de aridez fría. Lo que importa es la afirmación de que es útil identificar a las regiones argentinas y contar con ellas para estudiar el pasado nacional, pues se trata de unidades de estudio con fundamento en la historia más concreta y comprensiva, plasmada en el modo de ser y de vivir de sus habitantes-protagonistas. El conjunto de los argentinos no constituye una realidad uniforme, se compone con una multiplicidad de historias y culturas cuyos componentes básicos se confunden singularmente en cada región, con rasgos históricos de fusión que las caracterizan, particularidades lingüísticas, religiosas, musicales, constructivas, tecnológicas, productivas, etc. Como fue dicho, los ambientes naturales son el cimiento donde se desarrollan las actividades humanas, donde el hombre satisface sus necesidades, produce cultura en íntima relación con los elementos que le brinda cont. p. 200 196


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7 Las excursiones de aventureros y exploradores, debían ir siguiendo el curso de los ríos o trazar recorridos que incluyeran lagunas u otras fuentes de agua potable. Las posteriores huellas y caminos, en general, continuaron aquellos primeros rumbos. Laguna de Monte. Provincia de Buenos Aires. Los eucaliptus que cierran el fondo no son autóctonos, la llanura no poseía árboles, quizás algún monte de talas. El eucaliptus fue introducido por Sarmiento quien vio en esa especie rústica y de rápido crecimiento un gran aliado para vencer al desierto. El mandato civilizador indicaba la necesidad de cultivar árboles. Foto del autor.

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8 Vegetación de las serranías catamarqueñas, monte bajo, enmarañado y con diversas especies de árboles nativos, tunas y cardones. Foto del autor.

9 Sierra sinfín, con la que se cortan tablones, en un establecimiento maderero de la provincia de Misiones. Mediados del siglo XX. Foto colección del autor.

10 Monte santiagueño, camino a Guasayán. Quedan pocos quebrachos y sobreviven algunos itines y algarrobos, amenazados por el desmonte y los sucesivos corrimientos de la frontera agropecuaria. Foto del autor.

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Cosechando naranjas que serán trasladadas en un carro tirado por bueyes. Provincia de Corrientes. Publicado en Visión de Argentina, 1950.

Cargando la caña de azúcar en carros, antes de ser llevados al ingenio. Tucumán, década del 80, siglo XX. Foto del autor.

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la naturaleza y en interacción con sus semejantes. Por eso, para comprender las historias y las culturas regionales, previamente, debemos conocer los ambientes naturales, relieves, climas, vegetaciones, faunas, las comunidades, etc. El mejor consejo, para aprender con el corazón y la razón, es el de echar a andar los caminos, pisar la tierra, experimentar vientos, temperaturas, distancias y convivir con las gentes de cada lugar. Viajar para sentir en la piel cada región y conocer cómo es la vida de sus hombres y mujeres. Saber quiénes los precedieron por anécdotas, relatos y escritos. Indagar sobre las heridas y los silencios. El Noroeste, que fuera parte integrante del Imperio Inca, conserva esencias de aquella civilización y de otras culturas andinas. El Noreste se nutre de las culturas guaraníticas. En Cuyo perviven rezagos incaicos y tradiciones transcordilleranas. En las Pampas y en la Patagonia resuenan aún las avanzadas araucanas y los legados trashumantes de los aborígenes de las tierras bajas. Las narraciones, poemas, canciones populares del Noroeste se refieren a los cerros, a los cardones, a los vientos... Región de bombos, dulzura y hojas de coca. En el Noreste se canta a los ríos, a las especies vegetales, a los pájaros...; en las Pampas se recita a la soledad, a la monotonía, a las estrellas...; en Cuyo se invoca el vino, el sol, la cordillera…; en la Patagonia las coplas nombran las distancias, los lagos, los puertos, el mar…; el Noreste es el país de los ríos, del mate, de los pájaros y el chamamé… Si nos inclinamos ante las creencias y tradiciones, abundan en variedad y vigencia. Cada región tiene sus creencias, mitos y leyendas, transmisiones orales que se propagan en el espacio propicio. En las Pampas, para aliviar el dolor de muelas, curar la culebrilla y otros males,

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se aconseja frotar, sobre el doliente, la panza de un sapo de buen tamaño. En las regiones del norte no hay peor pesar que el viento norte, que sopla varios días en continuo, ocasionando serios trastornos en las personas, arrastrando a los hombres a los boliches y originando peleas, provocando terribles ataques de celos y jaquecas a las mujeres. También sabemos, que casi todas las salamancas (bulliciosas y festivas cuevas del diablo, donde los salamanqueros aprenden a ejecutar la guitarra como ninguno a la vez que reniegan de Cristo) se hallan ubicadas en Santiago del Estero y en Catamarca. En Cuyo se venera a la Difunta Correa, como en el Noreste a San La Muerte. En las Pampas es posible adivinar que va a llover porque disparan los yeguarizos, abundan los alguaciles y cantan los teros. De la Patagonia conocemos de los enojos de los cerros, causados por las diversas formas de provocación a que los someten los hombres. Si nos concentramos en el punto de vista histórico, hallamos que los pueblos de las cinco regiones tienen en común el haber sufrido dos grandes traumas o fracturas (aunque en diferentes tiempos): la primera, con la entrada de los conquistadores y primeros colonizadores; la segunda, en el siglo XIX, con la masiva llegada de inmigrantes europeos y la introducción de las modernas relaciones de producción capitalista. Estas experiencias históricas dejaron hondas huellas, desiguales en cada región. Las llamadas corrientes colonizadoras, por su parte, también marcaron su impronta, ya se trate de la corriente colonizadora de Cuyo, la corriente colonizadora del Noroeste o de las corrientes colonizadoras del Este. Es notoria la herencia cultural española en las regiones del norte, casi ausente en las comarcas del sur argentino. cont. p. 206 201


13 Frente del templo de San Ignacio Miní en la década de 1940. Foto colección del autor.

14 Cerros en Humahuaca. Provincia de Jujuy. Foto del autor.

15 Paisaje de la provincia de Buenos Aires, con un pequeño tala sobreviviente al avance de la agricultura. Al fondo puede verse un monte de eucaliptos, especie introducida que se ha naturalizado como parte del paisaje bonaerense. Foto del autor.

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16 Planta de yerba mate o caá (en guaraní). Se la cosecha periódicamente, extrayendo las ramas pequeñas con sus hojas. Luego serán secadas, trituradas y estacionadas para su comercialización y consumo. Foto del autor.

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17 Camino, en la provincia de Misiones, sembrado de yerba mate en líneas (a la derecha). Años cincuenta, siglo XX. Foto colección del autor.

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18 Campo sembrado de girasoles. En el horizonte, montes de eucaliptos. El campo natural pampeano, en pocos a単os, ha sido gravemente transformado. Foto del autor.

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Cada región fue integrada al mercado internacional con una explotación o especialización productiva. De manera esquemática, la zona del Chaco (y norte de Santa Fe) fue organizada para la tala del quebracho destinado a la producción de tanino y durmientes (luego el algodón). Por la franja boscosa que se extendía desde Santiago del Estero hasta la costa del Paraná, se ensancharon los territorios del obraje. En Tucumán, Salta y Jujuy se difundió el cultivo de la caña y se levantaron los ingenios azucareros. En Cuyo creció la tradición productora de frutos secos y aguardientes, y proliferaron las bodegas y los viñedos. La Patagonia nació como la región de la lana; luego del descubrimiento de oro negro, también fue región petrolera, y en las costas marinera. Los cultivos y la elaboración de la yerba mate y del tabaco determinaron la existencia de los hombres y mujeres del Noreste. En las Pampas, la historia es inseparable de la explotación del ganado y de la siembra de cereales. Cada especialización productiva desarrolló sus prácticas y oficios, formas de vida, vínculos económicos y relaciones de poder. Así fueron esculpidas las singulares tradiciones regionales. Finalmente, es necesario consignar que las clasificaciones regionales no relativizan el hecho de que las regiones - con sus propios orígenes, desarrollos, historias y culturas - comparten raíces, esencias y fuentes que las integran en un conjunto nacional, con pasado y futuro en común. De igual manera que el pasado y el destino de los argentinos es el de los sudamericanos.

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237



ÍNDICE Prólogo

7

Introducción

11

La frontera

17

La primera invasión (Siglo XVI)

29

La barbarie

41

El mestizaje

53

La primera colonización (Siglos XVI, XVII y XVIII)

67

La ciudad y el desierto

79

Los caminos y los ríos

91

La segunda invasión (Siglo XIX) Los inmigrantes

103 117

La segunda colonización (Siglo XIX)

131

Los espacios vacíos y la apropiación de la tierra

143

El desarraigo

161

La persistencia del hedor de América

179

Las regiones

191

Bibliografía

209

239



LUIS IGNACIO GARCÍA CONDE Nació en Santo Tomé, provincia de Santa Fe, pero vivió siempre en la Ciudad de Buenos Aires. Es profesor de Historia, egresado del Instituto Nacional Superior del Profesorado “Joaquín V. González”. Dictó cursos de historia argentina y ejerció la docencia en diversas instituciones públicas y privadas. Se desempeñó en el equipo de investigadores del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. Se especializó en Historia Oral. Presentó trabajos de investigación histórica en congresos del país y del extranjero. Publicó artículos en las revistas Crisis; Todo es Historia; Voces recobradas, Revista de Historia Oral; El Cronista Mayor de Buenos Aires y La Letra Partida (publicación digital), entre otras. Es co-autor de obras que indagan en la cultura popular: Nosotros y el fútbol. El fútbol como hecho cultural se explica en el contexto más amplio de nuestra historia; y de historia oral: Pablo María Gazzarri. Testimonios sobre su vida, secuestro y muerte; Monseñor Podestá. La Revolución en la Iglesia; Algunos apuntes sobre Historia Oral y como abordarla. luisgarciaconde@hotmail.com



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