Introducción
Pablo Piccato Esta es una selección de textos periodísticos escritos por Miguel Angel Piccato en México entre 1976 y 1981. Lo que sí se incluyen son todas las editoriales de La República entre los números 1 y 10, escritas por Piccato, así como otros textos publicados y firmados por él.
“Contrapuntes. Sobre (la) Controversia”. Sin fecha. CONTRAPUNTES Sobre (la) Controversia
El editorial del primer número de “Controversia” dice que “Educados muchos de nosotros en una izquierda dogmática y de discutible suerte y eficacia en la historia política de nuestro país, provenientes otros de un movimiento popular en cuyas estructuras reinaba el autoritarismo...” En el contexto de la nota queda bastante claro que esas palabras no se refieren solamente a los integrantes de la revista, sino al universo del exilio argentino en México. Si es así, y así es, algunos de nosotros vamos a tener que consultar de nuevo el padrón electoral, para ver dónde nos educaron políticamente o de dónde provenimos, o si existimos. Claro, antes de eso se dice que un lector atento “podrá observar que los artículos publicados en este primer número no guardan necesariamente homogeneidad”. Y es cierto; necesariamente no, pero hay cada casualidades que uno no sabe si quedarse con lo peronista, con lo gramsciano o con lo bien impreso del número. Yo, radical, pienso que desde la muerte de Yrigoyen hasta unos cuantos años después – algo más de una década – mi partido no cumplió, para decirlo por lo bajo, un papel demasiado lucido. La historia de la década infame está escrita y es bastante elocuente, y los radicales quedamos desde entonces con algunas salpicaduras. ¿Qué hago?. ¿Me “blanqueo” políticamente yo?. ¿Cierro los ojos y dejo pasar diez o doce años de la trayectoria de mi partido?. ¿O me abro y digo que no tuve nada que ver, que yo todavía no había llegado?. Porque yo no había llegado, es cierto, pero cuando llegué sabía todo lo que había pasado. Entonces lo asumí. ¿Hice bien?. ¿O después de haber tenido (de tener) mis ligas con ese partido – para mí el radicalismo, para otros pudo haber sido el PC, o Montoneros, por abundar en ejemplos -, me siento a escribir sobre él como si nunca hubiera pasado por la vereda del comité?. En el exilio el “blanqueo” puede ser más fácil, pero no deja de ser riesgoso: sobre lo blanco se notan más las huellas digitales. ¿Es posible pensar en Controversia en un contexto argentino tan ideal que fuera escrito y fuera leído por los mismos que la escriben y la leen hoy?. ¿Tal vez en “los 43 días que conmovieron a la argentina, la conmovedora primavera democrática” (Bernetti, sentimental y coqueto)?. ¿O en algún otro lapso menos breve, menos conmovedor tal vez, menos chisporroteante. Digo en el gobierno del Dr. Illia, en el que ni siquiera el Dr. Puigrós tuvo que exiliarse, lo que ya es decir algo?. La nota de la pagina final (“El tema de Cámpora”) hace temer por la solidez de los buenos propósitos. La cuestión es dura de pelar. ¿En qué ámbito, en qué situación – en la Argentina o en cualquier otro lado – son posibles la controversia y –hay que añadirla – la disidencia?. Gregorio Selser (“La recobrada libertad del cubano Huber Matos”, “El Día”, México, 29 de octubre de 1979) parece sugerir que no hay posibilidades ya para ese tipo de algarabías. Que deben penarse, acepta, por la parte baja, con veinte años de cárcel. Y que no hace falta explicar demasiado porqué se sanciona a un disidente. (“La interrogante (se refiere a la pregunta que muchos alguna vez nos hicimos sobre la condena de Matos) se ha resuelto simplemente con la puesta en libertad de Matos, al término de su condena”). ¿Quién fija las condiciones bajo las cuales o en medio de las cuales pueden plantearse la controversia y la disidencia?. (“Castro – vuelvo a Selser- manifestó que Matos podía regresar a Cuba cuando lo deseara”). ¿La cosa depende de la generosidad del líder?. ¿O, por extensión, de la generosidad de la mayoría?. Selser afirma que Matos, cuando renunció al mando de las fuerzas de Camagüey, proporcionó al enemigo de la revolución cubana “un documento (su renuncia) que sirvió como artillería pesada contra sus propios compañeros... Esto, en combate, en una guerra en cualquier parte del mundo, se llama “alta traición”. La renuncia de Matos (lo transcripto por Selser) decía: “yo creo que, al tener que elegir entre adaptarme o quitarme del camino con el propósito de no provocar un daño, es honroso y revolucionario que me vaya”.
¿Quiénes son “los compañeros”?. Matos “no confinó (sus disidencias) – dice Selser – a los límites de la discusión interna”. ¿Al interior de qué, como dirían los científicos sociales que ahora le copian las preposiciones al Mingo Tinguitella?. Matos, lo afirma el citado compatriota, era un demo-liberal (más o menos como Gregorio Selser). ¿Eran los comunistas sus compañeros?. ¿Quién, en todo caso, tenía que decidirlo?. La democracia es difícil, tiene razón Portantiero. Gustavo Cosacov alguna vez me propuso, después de una buseca, dos criterios posibles para indagar la existencia de un ámbito democrático: 1) un gobierno que racionalice sus actos (es decir que sienta y tenga necesidad de justificar sus decisiones) y 2) un Estado que desconfíe de sí mismo. Hablamos aquella noche, claro, sobre el presupuesto de un régimen colocado en el poder por la mayoría. Por ejemplo, el 12 de noviembre de 1933 el partido de Hitler ganó las elecciones con más del 95 por ciento de los votos a su favor. Todo un buen comienzo... para discutir criterios indiscutibles. Sobre la base de las notas precedentes, acuso formalmente a los escritores de Controversia de desdeñar al liberalismo. Y sobre esas mismas bases ya estoy tomando un poco más en serio lo que a continuación se transcribe, regocijadamente: “Si las masas asumieran, de alguna forma, el proyecto (socialista) sería un curso de acción probable - yo no participaría en él (Ojo: lo dice el de la voz, no yo) – pero me da la sensación de que está muy lejos de pasar una cosa así”. (Esteban Righi, Controversia No. 1, página 9, tercera columna). Portantiero dice que el capitalismo no necesita de la democracia y dice después que “Todo el resto: valores e instituciones que se asocian con la democracia y aún con la ampliación del liberalismo representativo (este sí visto como forma burguesa de la primera) configuran conquistas políticas e ideológicas arrancadas a través de luchas populares”. Quien conozca de algún otro sistema – vigente; en acto, no en potencia - al que se le puedan arrancar las cosas esas de arriba, “que calle ahora o que calle para siempre”. Controvertir es, también, contravenir. Es buena la controversia. Sólo que – temo – la Controversia argentina sólo será posible en este universo de probeta que es el exilio. En los ensayos del primer número se habla mucho de los errores, un poco menos de nuestros errores y casi nada de mis errores. Cuando Videla diga (todavía no me puedo olvidar de Selser) que podremos volver cuando lo deseemos, ¿es no asumir ciertas equivocaciones será la voz de ¡aura! para empezar a (a)cometerlas, alegremente, de nuevo?. Miguel Angel Piccato
“Para empezar”, editorial. La República, 1:1 (noviembre de 1977), p. 1-3
La unión Cívica Radical es hoy el más antiguo partido político argentino. Su supervivencia a través de más de ochenta años de agitada historia contemporánea argentina, es prueba irrefutable de su arraigo ciudadano y de la vocación democrática y republicana de las grandes mayorías, que la Unión Cívica Radical ha expresado con fidelidad desde el poder y desde la oposición. La dictadura militar -¿una dictadura más o la misma que desde 1930 sacude y anarquiza al país con sus flujos y reflujos, cada vez más virulentos?- ha puesto entre paréntesis la vida política, en otro intento absurdo de congelar la historia. Frente a él se plantean, como siempre, dos actitudes posibles: el conformismo o la protesta. El admitir el paternalismo de otro de los tantos “gobiernos fuertes”, que arrancan presumiendo que van a solucionarlo todo y terminan no pudiendo solucionar ni siquiera sus propias contradicciones, o la rebeldía democrática que, cuando se puede, se expresa en actitudes comunes, y cuando no en gestos individuales cualitativamente tan ponderables como los primeros, y también relevantes como aportes a la lucha por la libertad y la democracia. Quienes hemos debido marchar al exilio no renunciamos a la lucha. El esclarecimiento y la denuncia son nuestras armas –las únicas con que contamos- y es nuestro deber utilizarlas. Su eficacia inmediata no es, por cierto, comparable a la del asesinato y la tortura, que los militares argentinos han llevado a un asombroso grado de perfección y cinismo. Pero la historia está de nuestro lado, y ella es de veras cruel con quienes pretenden detenerla. LA REPÚBLICA será un instrumento en esa lucha, en esa tarea de reparación democrática. Se nutre del esfuerzo de un grupo de exiliados radicales que acepten la disciplina de la organización, pero reivindican su independencia creativa en una situación de emergencia como la que los argentinos estamos viviendo, en nuestro país y en el mundo. No hacemos con ello, por otra parte, sino arraigarnos aún más, en la esencia partidaria, que si ha logrado permanecer y expresar su vigencia en el ámbito nacional como pocos organismos políticos en el mundo, es precisamente por su permeabilidad a la incorporación de ideas y objetivos que se compaginen con las exigencias de una realidad cuya constante es el cambio. Por eso mismo, nuestras páginas aspiran a nutrirse también con el aporte de gente que, sin militar en la Unión Cívica Radical, milita en la democracia. Queremos ser amplios, pero al mismo tiempo queremos ser muy precisos. Nosotros, los radicales, proponemos a la libertad y la democracia como valores supremos de una sociedad organizada, cuya expresión más auténtica es la república. Por lo mismo, rechazamos siempre –y hoy más categóricamente que nunca- cualquier tipo de dictadura, de derecha o de izquierda. Y denunciamos la violencia como el instrumento eficaz de toda intención dictatorial. Creemos, con Condorcet, que “La palabra revolucionario solo puede aplicarse a las revoluciones cuyo objetivo es la libertad”. El radicalismo ya se probó en ellas. Y denunciamos la versatilidad política de la violencia pura, cuyo ejemplo clásico lo constituyen los orígenes del fascismo. No puede decirse que la democracia esté hoy en auge, ni en la Argentina, ni en América, ni en el mundo. Esto, antes que desalentarnos, nos incita a pugnar por ella con nuestras mejores fuerzas. Nuestro objetivo de hoy es derrotar a la junta militar fascista, que a incurrido en los más aborrecibles crímenes de que la Argentina tenga memoria. y Nuestro objetivo de ayer, de hoy y de siempre será consolidar una democracia basada en la libertad, en la justicia y en la igualdad de derechos y oportunidades. Muchas veces en el pasado reciente, se nos echó en cara a los radicales nuestra excesiva –así la calificaban- preocupación por la defensa de la libertad y de la democracia, por la vigencia plena de los derechos y garantías de los ciudadanos, que consagra el artículo 14 de la Constitución Nacional. Ahora seguimos luchando por lo mismo: por lo que hoy el mundo conoce como “derechos humanos”, y vemos a nuestro alrededor a muchos de nuestros críticos de ayer empeñados en la misma tarea. Aceptamos sumarnos a esa comunidad, porque no tenemos derecho a poner en tela de juicio la sinceridad de nadie. Pero ha de quedar en claro, sin embargo, que para nosotros la libertad, la democracia y la república no son medios ni argumentos para enfrentar una emergencia política, sino fines supremos que no pueden ser sujetos a negociación.
“Hasta aquí”, editorial. La República, 1:2 (diciembre 1977), p. 1-4 El fascismo encarnado por la Junta Militar de gobierno en la Argentina –y por todos sus colaboradores en todos los niveles- ha venido especulando hasta ahora con la presencia de la subversión como un justificativo eficiente no sólo para su permanencia en el poder, sino además –y principalmente- para su devastadora persecución de los hombres y de las ideas; para el secuestro, la tortura y el asesinato de hombres y mujeres cuyo único delito consistió en sostener principios y posiciones democráticos. Es hora de aclarar esto y ese es uno de los motivos fundamentales de la existencia de LA REPÚBLICA. La oposición a la dictadura militar no pasa solamente por los grupos políticos armados. Todavía más: ellos constituyen en estos momentos una expresión minoritaria en el marco de todo el panorama de la oposición que se da dentro y fuera de la Argentina. La guerrilla surgió en la Argentina cuando, entre 1966 y 1973, los militares golpistas clausuraron toda posibilidad de expresión y participación popular por cauces normales. La acción violenta no es un elemento normal de la vida política en ninguna sociedad. Precisamente apareció en la Argentina cuando la vida política era absolutamente anormal, por culpa de las fuerzas armadas. Al cerrar todo espacio político, ellas mismas generaron las condiciones ideales para que surgieran los grupos armados. Y son ellas también las que ahora, con el mentiroso pretexto de que todo opositor es un subversivo, no permiten ningún tipo de disidencia y protestan plañideramente, ante un mundo que los acusa justamente de asesinos, de que hacen lo que hacen porque la subversión les obliga a hacerlo. Los obreros que luchan por sus justas reivindicaciones con un coraje a prueba de balas, bayonetas y torturas; los estudiantes Radicales de la Federación Universitaria que son encarcelados en Córdoba por reunirse para hacer política, y que van a ser procesados por tratar de ejercer ese inalienable derecho ciudadano, no tienen nada que ver con la subversión, y es bueno y necesario aclararlo porque la subversión no ha sido, en concreto, sino una excusa que le ha prestado ya harta utilidad al fascismo argentino. Nosotros pensamos que el camino de la guerrilla fue, siempre, un camino equivocado. Pero antes de que los apresurados empiecen a sacar conclusiones extravagantes, queremos dejar bien en claro por lo menos dos cosas: la primera es que la subversión como tal nace en la Argentina contemporánea en septiembre de 1930, con el derrocamiento por las fuerzas armadas del gobierno Radical, constitucional y democrático de Hipólito Yrigoyen; y la segunda es que la guerrilla surge en la escena política argengina después que las fuerzas armadas, otra vez, derrocan en 1966 al gobierno Radical, también constitucional y también democrático del Dr. Arturo Illia, bloqueando los caminos de la democracia y arrastrando al país a una anarquía que no ha superado todavía el nivel agudo de su crisis. El país, reprimido, reventó como un abceso y lo hizo con violencia, a través de quienes tomaron las armas contra los verdaderos subversivos de nuestra historia: los militares. Con la procedente aclaración de que, entre 1966 y 1973, no fue ese el único medio del que se apeló para luchar contra la dictadura ni el que, a la postre, le arrancó las elecciones de 1973. Los primeros subversivos fueron y son, entonces, los militares. Esto no nos lleva a alentar la vía de la acción violenta contra los actuales detentadores del poder. Por el contrario, nuestra intención en poner de manifiesto, es denunciar concretamente, que la oposición que se ejerce hoy en la Argentina no sólo es legítima, como que se opone a un gobierno de fuerza, sino que además se hace para rescatar la democracia, por hombres y mujeres democráticos a los que nadie que sea honesto puede calificar de subversivos. La Junta Militar fascista padece fisuras internas que apenas están empezando a trascender y sólo a través de mínimas expresiones, aunque resultan más que significativas las declaraciones del almirante Emilio Massera al diario “El Nacional” de Caracas, donde el marino formula apreciaciones tan temerarias en el marco de las reglas de juego impuestas por los propios militares, que uno de sus voceros se ha apresurado a desmentirlas. No será el primer caso de alguien que se asusta de lo que dijo cuando lo ve transcripto en letras de molde. Lo importante es que Massera, una de las tres cabezas visibles de la Junta, ha hablado de sus convicciones democráticas y ha puesto como testigos de ellas a dirigentes de partidos políticos con los que, aparentemente, ha tenido contactos, según se desprende de sus palabras. Sus expresiones suenan como las de un hombre asustado que quiere liberarse de compromisos con sus cómplices, o como las de un oportunista, que sin duda lo es. Su intransigencia sólo se mantiene en lo que respecta a la guerrilla, precisamente porque la confrontación entre esos dos extremos se da con las armas,
y el vencedor seguro es siempre el que cuenta con más hombres y más capacidad de fuego. Pero cuando la confrontación sea con la historia, no le alcanzarán a Massera todas las unidades de la flota de mar ni todos los hombres de la marina para salir sin lesiones. Aunque dialogue ahora casi a diario con el descalificado dirigente gremial peronista e isabelista Lorenzo Miguel –Massera desde el comando en jefe de su arma y Miguel desde la cárcel, donde, estamos seguros, no padecerá incomodidades y el terror que sufren otros militantes democráticos, tan opuestos al gobierno de la Junta Militar hoy como lo estuvieron ayer, y por las mismas justas razones, al gobierno antidemocrático, represor y estúpido de Juan Domingo Perón y de su esposa y heredera política, María Estela Martínez de Perón. Hay una continuidad política notoria entre el último gobierno peronista y el actual gobierno militar, al punto que de los cientos de miles de exiliados argentinos que hoy viven en distintas latitudes de la tierra, el grueso debió salir del país antes del golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Es que debe recordarse que la primera aparición en escena de la tristemente célebre Alianza Anticomunista Argentina (AAA) se produjo en noviembre de 1973, cuando gobernaba el general Perón, en la forma de un atentado que casi le cuesta la vida al senador nacional por la Unión Cívica Radical, Dr. Hipólito Solari Yrigoyen. A partir de ese momento las AAA no dejaron de actuar en ningún momento, y su acción no tuvo solución de continuidad cuando el derrocamiento de la mujer de Perón. Los militares y el gobierno peronista estaban trabajando estrechamente unidos en la acción parapolicial y paramilitar –es decir en los secuestros, torturas y asesinatos- antes de que el gobierno de María Estela Martínez de Perón se desbarrancara por la pendiente de la paranoia e hiciera necesario derrocarlo, porque ya estaba lesionando intereses mucho más sensibles e irritables que los de la ciudadanía, inerme antes frente a una dictadura con fachada constitucional y enfrentada ahora a la dictadura desembozada y sanguinaria. La oposición real y efectiva a la Junta Militar fascista, entonces, precede hoy, como procedió ayer la oposición al gobierno de los Perón, de la ciudadanía democrática argentina. Esa oposición que se da dentro y fuera del país, es la que inexorablemente corregirá el rumbo e impondrá su presencia mayoritaria y patriótica en el futuro de la Argentina. No será la primera vez que ello ocurra, pero ansiamos que sea la definitiva. El argentino es esencialmente un pueblo de paz, que necesita tomar conciencia de los elementos extraños a ese sentimiento mayoritario que subsisten en el ámbito nacional. La constitución –o mejor dicho la reconstitución- de la democracia argentina deberá operarse, en consecuencia, sentando las bases de una república con poderes para su autoprotección. Que no han de ser por supuesto, los que está elucubrando el delirante ministro de Planeación Nacional de la Junta Militar, general Ramón Genaro Díaz Bessone, quien con una falta absoluta de originalidad anda por el país hablando de la Nueva República, término acuñado hace tiempo por fascistas que le precedieron en nuestra historia y emparentado con aquella Nueva Argentina con la que Perón, en sus momentos de esplendor, intoxicó la mente de millones de argentinos. La democracia –lo dijo una vez un esclarecido dirigente radical- no puede ser una vieja alcahueta y consentidora de cualquier cosa. Sobre la base de esa convicción hay que hacer muchas críticas y autocríticas, para no culminar esta dramática experiencia con nuevas improvisaciones y con otras actitudes complacientes hacia alguna gente que no lo merecía Perón el primero- y que no desperdició la ocasión para empujarnos otra vez al caos –es decir a un nuevo gobierno militar- después que los argentinos recuperáramos en 1973 la vida democrática, no sin sangre y sacrificios. Deben quedar claras, entonces, algunas cosas. Una de ellas –quizás la de mayor relevancia en estos momentos- es la probada inutilidad histórica de buscar el diálogo con los militares en pro de una recuperación democrática. Parece estúpido hablar de democratización con un interlocutor que nunca creyó en la democracia. La segunda es que la acción armada por parte de grupos cuyas fuerzas han ido mermando casi hasta la consunción, multiplica su negatividad en estos momentos, en principio porque lleva a estériles sacrificios a gente joven y valiosa, porque actúa de buena fe, y luego porque le pone piedras en el camino a la acción política a la que arrastra el desprestigio al fortalecer los argumentos falaces de la Junta cuando reitera su papel de cruzado contra la subversión. Y una final e imprescindible notificación debe dirigirse a quienes, como el asustado almirante Emilio Massera, piensan que el desenlace positivo de la crisis –que lo excluirá a él, por supuesto-, podrá incluir a gente definitivamente descalificada que, como Lorenzo Miguel y otros de su mismo sector y de otros sectores, son principalísimos responsables de la propia existencia de la crisis.
“Saludemos con fe los tiempos que vienen”, editorial. La República, 1:3 (enero 1978), p. 1-4
La historia es implacable. Los generales argentinos hacen siempre planes a largo término, hablan de objetivos, no de los plazos –aunque nunca terminan de definir esos objetivos- y planean para décadas, hasta que se dan de frente con la realidad, se golpean sonoramente contra ella y los objetivos empiezan a desdibujarse y los plazos a acortarse aceleradamente. La memoria es el atributo mínimo de los seres que razonan. Como los militares argentinos no razonan, tampoco tienen memoria. Si la tuvieses, se darían cuenta con qué ridícula reiteración desempeñan siempre la misma rutina, como viejos cómicos sin gracia. Desde que en 1930 abrieron la era de los golpes, han hecho siempre, puntualmente lo mismo. Primero la prepotencia, la petulancia, la soberbia en la usurpación del poder, prometiendo todas las soluciones, y luego el repliegue vergonzoso, la huída del escenario arrastrando el fracaso, corridos y abucheados. Esto es lo que está empezando a suceder ahora mismo en nuestro país, a menos de dos años del último golpe de estado. Las disensiones entre quienes detentan el poder ya son inocultables. Los comandantes en jefe de la marina y de la fuerza aérea han expresado claramente su enfrentamiento con el ejército, que al mismo tiempo funge como presidente. Detrás del reclamo de acabar con la duplicidad de funciones – presidente y comandante en jefe- y de ratificar que el poder real reside en la Junta y no en quien ejerce el Poder Ejecutivo, se agitan las aguas de la discrepancia, suscitada por una situación que los enfrenta problemas cada día más difíciles de resolver. No han servido para nada los secuestros, las torturas y los asesinatos. El pueblo argentino, sólo momentáneamente replegado frente al terror, vuelve por sus derechos y por el ejercicio pleno de su soberanía. Los militares comienzan a intuirlo y se produce la estampida. Ha fracasado el genocidio y ni siquiera la monstruosa imaginación de los asesinos atina a elaborar nuevas formas de atemorizamiento colectivo. El fracaso está a la vista y, desde el momento que se lo advierte, se empieza desesperadamente a buscar una salida. El mundo condena unánimemente a la Junta Militar fascista. El gobierno de los Estados Unidos –sí, oficialmente el gobierno norteamericano- informa a sus interlocutores de la Comunidad Económica Europea que: “La situación de los derechos humanos en Argentina será, a más o menos breve plazo, peor que en Chile y se convertirá en la más grave de todo el cono sur”. La AFL –CIO, la central obrera más poderosa del país del norte –y tal vez de todo el mundo-, denuncia que “la guerra que se ha declarado al movimiento obrero argentino ha convertido al gobierno de Videla en una organización terrorista”. El gobierno de Francia no se traga la pueril mentira de que los Montoneros fueron los secuestradores de dos monjas francesas –y once personas más- en Buenos Aires. Sabe que eso lo hicieron las bandas del gobierno fascista, y al gobierno le reclama en términos humillantes para la soberbia de nuestros generales. El “fundador” de la Nueva República, el ministro de Planeación Nacional de la Junta Militar fascista, general Ramón Genaro Díaz Bessone, renuncia sorpresivamente, cuando se encontraba en plena campaña promocional de su delirante proyecto, y el gobierno se traga todas las explicaciones, quizás porque no tienen ninguna que pueda expresar con un mínimo decoro. Se trata del ministro más importante del gabinete, el designado para reemplazar al presidente en caso de ausencia o incapacidad (incapacidad física, se entiende). En ese marco sordamente convulsionado, las fuerzas políticas argentinas comienzan, a su vez, a precisar su posición y sus definiciones. El presidente de la Unión Cívica Radical, en clara alusión al gobierno, explica la prudente actitud del partido como un aporte “para salvar la causa de la paz que otros perturban”. Pero cierra todos los plazos y promete “llamar al esfuerzo de todos los argentinos para asegurar el camino de la paz y la democracia en Argentina. Saludemos con fe los tiempos que vienen”. Esas palabras constituyen la noticia política más relevante –y más esperada- del año 1977 en la Argentina. El radicalismo es la fuerza política que puede –y debe- reencauzar el proceso nacional hacia el retorno a la democracia, la libertad y el pleno goce y vigencia de los derechos humanos y ciudadanos. La salida, sin embargo, no será fácil. Ni para los militares ni para el pueblo. Porque la historia argentina no telera más remiendos y porque –digámoslo de una vez- una solución satisfactoria implicará,
como condición sine que non, la destrucción de las fuerzas armadas argentinas en cuanto partido político armado. El Dr. Adolfo Gass, diputado nacional de la UCR, exiliado hoy en Venezuela, lo expresó crudamente en recientes declaraciones al periodismo mexicano: “Este proceso que hoy vive mi país – señaló- es diferente al de anteriores gobiernos militares. Se han roto todos los límites morales; las fuerzas armadas han manchado su uniforme con sangre y cargan sobre sus espaldas la responsabilidad del genocidio de un algo porcentaje de argentinos. A partir de esta premisa se entiende que haya sectores militares recalcitrantes que intentarán aferrarse al poder todo el tiempo posible. Ante esta situación solamente la unidad de todos los partidos y fuerzas democráticas y populares puede crear las condiciones para que ellos –los militares- se vean obligados a abandonar el poder”. Pero no se tratará solamente de eso. No se tratará, nuevamente, de que vuelvan a sus cuarteles a vegetar hasta que la sensualidad del poder los ponga otra vez en celo. Han secuestrado, han torturado, han asesinado, han robado hasta el menaje de las casas de los secuestrados, se están enriqueciendo con los más vergonzosos negociados –como lo han hecho siempre que han estado en el poder– y se han complicado todos, desde el más encumbrado de los generales hasta el más rastrero de los subtenientes, en los peores crímenes imaginables. No son redimibles. No pueden ser redimidos. Las fuerzas armadas argentinas deben sufrir una modificación en su estructura que implique su desaparición tal y como ahora existen y funcionan. Por debajo de esa legítima exigencia nos se advierte ninguna posibilidad de reconstituir la República sobre bases firmes y permanentes. Para decirlo con palabras parecidas a las que utilizan Videla y sus cómplices, hay que hacer las cosas de manera que no puedan repetirse los ciclos de gobiernos civiles y golpes de estado. Pero hacerlas así –y esto es lo que no entra ni en los cálculos ni en las palabras de ellos, los militares-, significa lisa y llanamente la abolición de la estructura militar oligárquica, antinacional y corrupta, que se genera a partir de la misma formación de los oficiales como casta alienada de la realidad argentina y de su pueblo. La empresa, como decimos, será fácil, no podrá cumplirse de la noche a la mañana. Pero se deberá cumplir, de una manera u otra, si de veras quiere recuperarse a la Argentina para la democracia. No hay otra opción.
“Los dictadores están desnudos”, editorial. La República, 1:4 (febrero 1978), p. 1-3
Una cosa en la soberanía del pueblo y otra muy distinta es la soberana impunidad de las dictaduras. Muchos criterios de la política internacional están en revisión y otros tendrán que revisarse más temprano que tarde, a la vista de realidades preocupantes como las del cono sur americano y las de otra regiones no menos castigadas por los regímenes atrabiliarios, pintorescos a veces, opresores y sanguinarios siempre. ¿En qué medida la humanidad –una humanidad que tiende a integrarse, por encima de las fronteras de los estados, a través de políticas comunes de desarrollo, de salubridad, de cultura, etc.-, podrá seguir sosteniendo el principio de no intervención ante el florecimiento de gobiernos dictatoriales que, además de marchar a contrapelo de la historia, suben al poder por empuje de sus armas y se sostienen con ellas, contra la voluntad de sus pueblos?. ¿A quién beneficia un principio de no intervención ejercido casi diríamos desaprensivamente, no más que como mero formulismo de cancillerías?. No a los pueblos, evidentemente, si nos atenemos al caso argentino, al ugandés, al chileno, al zaireño, al uruguayo, al del imperio centroafricano de Bokasa I. Además: ¿se ejerce realmente ese principio de no intervención?. ¿No interviene acaso descaradamente la Unión Soviética en el drama de nuestro país, al gratificar a la dictadura videlista con el mejor y más favorable convenio comercial que haya suscripto la Argentina en muchos años?. ¿No han intervenido los EE. UU. Repetidamente en Latinoamérica para instalar o apuntalar dictaduras (como la de Somoza, hoy)?. ¿No lo hizo acaso la URSS en Hungría en 1956 y en Checoeslovaquia en 1968 para sofocar el alzamiento popular contra las burocracias satélites de ambos países?. El principio de no intervención, visto a lo largo de su presencia en la retórica política internacional, huele a hipocresía. Apesta ya. Está convirtiéndose poco a poco en el último refugio de los usurpadores del poder, que tramposamente confunden soberanía con impunidad. Confusión a la que no se dejó llevar México, en cambio, cuando mantuvo sus lazos con la República Española contra la presencia usurpadora y sanguinaria de Franco, y retomó los lazos con el país oficial cuando este se nutrió del contenido del país real. Bajo este manto de impunidad, las cosas que se están sucediendo en la Argentina deslumbran por su cinismo y ensucian la conciencia de la humanidad. Hace unos días la junta militar publicó una nueva lista de detenidos a disposición del Poder Ejecutivo nacional, en uso y abuso de los poderes de excepción que los militares se han autoadjudicado. No hace falta repasar toda la lista para enfrentarse con monstruosidades. Basta advertir que en ella figura, por ejemplo, el profesor Alfredo Bravo, dirigente del gremio de los maestros, “desaparecido” hace muchos meses y de cuyo paradero el gobierno afirmó reiteradamente no saber absolutamente nada. ¿Dónde estuvo Bravo todo ese tiempo?. En manos de los militares, sin ninguna duda. En la misma situación que padeció el senador radica[1] Hipólito Solari Yrigoyen, también “desaparecido” por los militares y también torturado, como seguramente lo ha sido el profesor Bravo. A Solari Yrigoyen, un hombre público de vida y trayectoria transparentes, jamás le hicieron una sola pregunta durante las sesiones de tortura. Simplemente porque nada podían desconocer de su actividad. Sencillamente lo torturaban y lo insultaban. Y le informaban –como le informó un mayor del ejército en una de las sesiones-: “Te vamos a matar, como tendríamos que haber matado a tu tío (el ex presidente radical Hipólito Yrigoyen) hace cuarenta años”. Bajo ese manto de la no intervención también, los militares se dan el lujo de aparecer como los abanderados de la nacionalidad en el diferendo limítrofe con Chile. Pero no se ocupan de recordar que el histórico error de someter el problema al arbitraje de un país inamistoso con la Argentina –Inglaterra- fue cometido por otro gobierno militar, el del general Lanusse. Y no admitirán tampoco que antes de asumir esa decisión, Lanusse la consultó con sus pares de aquella junta militar –la de 1966-1973– y con los estados mayores de las tres armas, en los que militaban ya Videla, Massera y Agosti, los de la junta de hoy. Un político –Salvador Allende- los derrotó por interpósita persona. Es que los estados mayores pueden con la guerrilla, pero no pueden con la inteligencia. Y no nos distraigamos en la anécdota: si la Argentina pierde tres islas y algo más en su diferendo con Chile, será por culpa de un gobierno militar.
Sólo que con este otro está perdiendo mucho más, desde lo mejor de su gente, que ha tenido que ir al exilio o encerrarse en el silencio, hasta la dignidad nacional malherida por tanto crimen y tanta vejación al ser humano. No extraña, en ese sentido, que en dos trabajos que publicamos en este número –la nota del periodista francés Philippe Labreveux en “Le Monde” y la carta que nos dirige el escritor argentino César Guiñazú, exiliado aquí en México-, se deje notar la preocupación por la pasividad, dicho por uno de ellos, y la dispersión, dicho por el otro, de la oposición democrática al régimen asesino y antinacional que oprime a nuestra República. Esa común preocupación merece que, sobre todo quienes compartimos el exilio, reflexionemos sobre las grandes líneas de convergencia que nos aparten de las sectorizaciones facciosas que algunos minúsculos grupos han exportado y nos acerquen a una gran coincidencia de la gente democrática que, fuera del país, lejos de la Patria, tiene un papel fundamental que cumplir en el proceso de recuperación republicana. Nosotros somos quienes podemos y debemos decir que el rey está desnudo.
“Las violencias que los estúpidos necesitan para mandar”, editorial. La República, 2:6 (febrero 1979), p. 4
La frase de arriba es de Domingo Faustino Sarmiento y, aparte de ratificar su índole genial, radiografía a la dictadura argentina en esta coyuntura en que, no bastándole la represión, la complicidad de la gran burguesía, el desconcierto cómplice de grandes sectores de la pequeña puerguesía, la complicidad también y el amordazamiento a la vez de la prensa, para consolidarse en un poder cuyas bases cimbran al menor estímulo, necesita apelar al recurso de la provocación bélica en un intento desesperado por cerrar las muchas fisuras de su frente interno. Fisuras que se notan incluso en los más altos niveles de las fuerzas armadas, donde los grupos diferenciados cada vez se parecen más a las “familias” de la maffia especialmente por los procedimientos que utilizan para ventilar sus diferencias. El caso de las tres islas del canal de Beagle y el fallo de la corona británica en el diferendo con Chile, le ha caído del cielo a la dictadura argentina para armar esta farsa del “patriotismo” y de la “soberanía nacional” y para embarcar al país en una aventura que ya está saliéndole muy cara –un país en quiebra se ha convertido en uno de los mayores compradores de armamentos del continente, y quizás del mundo-, y que puede costarle mucho más todavía, si por desgracia el conflicto se materializa, como de veras quieren que suceda los irresponsables farsantes que mandan en la Argentina. “Tal como está planteado –escribía recientemente un analista de la política iberoamericana- el litigio argentino-chileno a propósito de Beagle no parece tener salida. Eso no quiere decir que se vaya a producir necesariamente un enfrentamiento bélico entre ambos países conosureños, pero las condiciones actuales son en realidad propicias para que cualquiera de las partes se sienta tentada a buscar en un conflicto externo la solución a sus (por cierto graves) problemas internos. El riesgo de una confrontación, pues, no debe ser subestimado”. Los teóricos argentinos de la “seguridad nacional” tienen ya muchos elementos para medir la validez de esa teoría en nombre de la cual avasallaron tantas veces la soberanía popular. Nunca como cuando los militares han gobernado el país, la seguridad de éste ha sido tan frágil. Todos los gobiernos militares argentinos han generado conflictos con las naciones vecinas, o han agudizado los ya existentes, como ahora sucede con Chile, y también con el Brasil. Pero esta vez necesitan de la guerra para que la muerte de unos cientos o miles de jóvenes inocentes exacerbe los sentimientos menos estimables del pueblo y les abra, en lo interno, una nueva coyuntura favorable un nuevo crédito para seguir detentando el poder que ejercen, también desde sus inicios, sobre muchas muertes. La Argentina padece un tumor canceroso: el partido militar. Y las enfermedades de ese tipo van exigiendo progresivamente drogas cada vez más fuertes. El mal no se extingue, pero el dolor se disimula. Hasta que la muerte acaba su trabajo sobre un cuerpo al que ha ido privando inexorablemente de toda dignidad. Los efectos calmantes, sedantes, del campeonato mundial de futbol duraron mucho menos de lo que previó la dictadura, y cuando todavía se está discutiendo si van a tener o no el mismo entrenador para el campeonato futuro, deben apelar a la morfina de la guerra para anular los sentidos, para neutralizar la sensibilidad de las terminaciones nerviosas del cuerpo nacional, para que si ellos se hunden, todo también se hunda alrededor de ellos. El conflicto con Chile no merece, seriamente, consideraciones de otro tipo. Apenas si recordar que el laudo dado por Gran Bretaña país hostil a la Argentina, que ocupa parte de nuestro territorio (las islas Malvinas) fue requerido en 1971, cuando la Argentina vivía también bajo la dictadura militar, la ejercida por el general Alejandro Lanusse. Desde sus orígenes, entonces, este conflicto fue generado por los militares, y ellos son los menos aptos para solucionarlo dignamente, que no patrióticamente, porque ya sabemos los muchos contrabandos que encierra la palabra patriotismo, entre otros el querer que se crea que una solución para la Argentina debe necesariamente significar una derrota o un menoscabo para Chile. Por esas y otras cosas, reiteramos que el conflicto no merece otro análisis que el que atañe a su gestación y sostenimiento como forma espurea y criminal de apuntalar la insostenible situación de la dictadura. No pueden hablar de soberanía nacional quienes están entregando el país, palmo a palmo, a cualquiera que quiera comprarlo (que no muchos quieren, en las actuales circunstancias). Ni puede solucionarse un problema de esta índole con meras bravuconadas. Sólo los dos pueblos que hoy viven
sometidos por dos de las dictaduras más sangrientas que haya conocido la historia del continente, podrán llegar a acuerdos dignos sobre un conflicto que tiene tanto de peligroso, hoy, como de artificioso. No, en cambio, sujetos de la índole del comandante del III Cuerpo del Ejército, que ha reiterado los síntomas verbales de su patología, hablando de que “no por nada es este un ejército invicto, que ha revalidado su condición de invencible en la reciente lucha contra la subversión”. Pero, ¿invicto contra quién? ¿A quien le ganó ese ejército? ¿A un Paraguay al que contribuyó a destrozar con la complicidad de los ejércitos brasileño y uruguayo, en beneficio del imperio británico, del que fue probadamente un títere? ¿A un puñado de jóvenes sin experiencia militar ni política ni armas ni ideas claras? Pero no hablemos ya de estos generales que han ensanchado el capítulo de la estupidez en la historia. Hablemos ahora, también de nosotros, los exiliados, los réprobos del régimen sanguinario, los convictos de promover o protagonizar toda campaña contra la Argentina que se da en el plano internacional. Parece necesario asumirse como tales –como réprobos y convictos de ese régimen para el que toda campaña a favor de los derechos humanos es una campaña contra la Argentina- y luchar con más decisión que hasta ahora, con mayor volumen quizás, sin duda con mayor unidad y coherencia, contra la amenaza de la guerra, contra “el crimen de la guerra”, que ya estigmatizara Juan Bautista Alberdi cuando el genocidio contra los paraguayos, contra “las violencias que los estúpidos necesitan para mandar”. Y sin concesiones a esa Santísima Trinidad de los sinvergüenzas: la Soberanía Nacional, la Seguridad Nacional y el Patriotismo, detrás de la cual esconden las peores intenciones, pero no pueden esconder la trágica realidad a la que han empujado al país.
“Reiniciando la comunicación. A propósito de nuestro editorial”. La República, 2:6 (febrero 1979), p. 4
Este número 6 de LA REPÚBLICA, con otro formato, pero con el mismo espíritu de las primeras ediciones, reinicia una tarea y una comunicación que debieron interrumpirse en marzo de 1978 por una razón sencilla y casi obvia en estos menesteres: falta de dinero. Hemos superado ese problema, esperamos que definitivamente, y continuamos el contacto con nuestros correligionarios y amigos lectores de todo el mundo para llevar el mensaje de los hombres democráticos argentinos en el exilio, y para seguir peleando por la reconquista de la democracia perdida en nuestro país. El editorial de este número está dirigido a esclarecer una de las causas profundas del conflicto argentino-chileno, que puso al borde de la guerra a dos pueblos hermanos. Esa causa a que aludimos es, como lo dijo Sarmiento y lo repetimos en el editorial, “la violencia que los estúpidos necesitan para mandar”. Escrito ya el comentario, se firmo el provisorio acuerdo de Montevideo. Pensamos en un primer momento, a la luz de ese hecho nuevo, en cambiar o modificar los conceptos vertidos. Pero decidimos luego no alterar nada de lo dicho, porque estamos convencidos que todo lo expresado ahí sigue vigente, pese a ese acuerdo, y lo seguirá estando en tanto no se remuevan las causas profundas que generaron esa escalada de terror e irracionalidad. Es decir en tanto la Argentina, así como en Chile, no recuperen la soberanía que a sus pueblos se les arrebató con lujo de violencia, de sangre y de cinismo.
“Empezó mal y terminará peor”, editorial. La República, 2:7 (marzo 1979), p. 4
Tres años van a cumplirse este mes, del golpe de estado que derrocó a un gobierno que iba camino de desintegrarse por sus propias contradicciones e incongruencias. La clase política argentina eludió, en determinado momento clave del proceso, asumir su responsabilidad de enjuiciar políticamente al Poder Ejecutivo, y eso fue lo último que necesitaron los militares para armar su paquete de justificaciones y para asumir un poder que en gran parte venían ejerciendo, a través de la represión, tras la fachada de aquel régimen de lamentable memoria. Los que iba a suceder después del 24 de marzo de 1976 estaba de alguna manera prefigurado en expresiones como las del actual presidente, quien en Montevideo había dicho que en la Argentina morirían todas las personas que fuese necesario para consolidar el orden. No puede decirse que el Gral. Videla sea un hombre que oculte algunas de sus intenciones. No, al menos, esta de lograr el orden a costa de la mayor cantidad de crímenes posible. El actual régimen militar, tal vez ha tenido ante sí en estos tres años el permanente recuerdo de la frustrada experiencia militar de 1966-1973, cuando otro delirante general quiso emular a Francisco Franco sin pagar el precio de un millón de muertos que a España le costaron su guerra civil y los 40 años de dictadura del sanguinario paladín de los valores occidentales y cristianos. Estos de ahora –los militares argentinos- asumieron su responsabilidad histórica con plena conciencia de que para consolidar su proyecto político y los designios de sus mandantes internacionales en lo económico, les iba a ser preciso asesinar, secuestrar, torturar y desaparecer a miles de argentinos. Tampoco se hubieran detenido si la cuota hubiese sido millonaria. Lo único que todavía no se han atrevido a hacer es aplicar con todas las de la ley la pena de muerte, que ellos mismos sancionaron en los inicios de la dictadura. No ha habido condenados a muerte, ni ejecutados en virtud de una condena de ese tipo, porque se optó por el expedito procedimiento del asesinato con nocturnidad y alevosía. Hay, como se ve, algunos límites que se resisten a superar. Como sobradamente saben que no pueden confiar ni en sí mismos, y menos aún en la supuesta lealtad y el supuesto honor de sus partes, ninguno se ha atrevido a poner su firma al pie de una condena a muerte. Aunque renieguen de ella, le temen a la historia. En cambio, sacar prisioneros de las cárceles y matarlos en la calle, fabricando supuestos enfrentamientos con la guerrilla ya inexistente, es algo de lo que todos y ninguno de los militares se podrán reprochar entre sí. Así actúa la maffia, y esto que existe en la Argentina es el imperio de la maffia que también como la maffia tiene sus obispos protectores y un íntimo catolicismo a flor de pecho. El pueblo argentino ha sufrido en consecuencia, un golpe muy duro del que es difícil que pueda recuperarse en un plazo más o menos breve. Sus centros más sensibles y activos –la clase obrera, la intelectualidad, el estudiantado- fueron los objetivos de os golpes más sangrientos y del más implacable trabajo de desarticulación. Hay cierta clase media para la que el orden es un valor supremo, porque el orden no es dialéctico, que ha asistido con pasividad y en ciertos casos con visibles muestras de aprobación, a este proceso de degradación nacional. Hay dirigentes políticos que se han sentado a la misma mesa para compartir el pan y la sal con los militares que con toda seguridad la noche antes habían estado dirigiendo sesiones de torturas o ceremonias de asesinatos. Y, por encima de todos esos estúpidos y esos criminales, hay un poder financiero que aún manejando la situación y aprobando los pasos dados por sus serviles, no termina de tranquilizarse frente a las perspectivas económicas y políticas argentinas. Como estos últimos son los inteligentes de entre todos ellos, están más próximos a la verdad que sus cómplices. Ni siquiera la ley más entreguista que se conozca en el mundo en materia de inversiones extranjeras como es la que ha sancionado este gobierno, ha logrado orientar hacia la Argentina una gran masa de capitales. El país no sale de la inflación y mientras se cierran las puertas de las fábricas, porque no tienen a quien venderle su producción, se multiplican los bancos y las instituciones dedicadas a la pura especulación con el dinero. En este proceso económico de consecuencias tan espectacularmente desastrosas está el talón de Aquiles del régimen. El “invicto” ejército, que ha llegado a los más altos grados de sofisticación, hipocresía y cinismo en el arte de hacer desaparecer gente, tendrá en algún momento, cuya llegada ellos mismos se están encargando de acelerar, que enfrentarse con las masas desesperadas cuando éstas ganen las calles. Y allí se verá si ese ejército de mercenarios preservará o no su invencibilidad, a la que más
cabría llamar virginidad, a la vista de que, en rigor de verdad, nunca peleó con nadie, al menos en condiciones que puedan equipararse a un enfrentamiento serio entre fuerzas de pareja importancia. No parece ocioso recordar un hecho reciente: el tercer ejército del mundo, el ejército iraní no pudo resistir más allá de unos pocos meses la presión del pueblo en las calles, y aunque no tuvo problema en asesinar a mansalva, finalizó claudicando ante la incontenible fuerza popular. Desde cualquier punto que se la vea, esta que anotamos es una perspectiva trágica, sin ninguna duda. Sólo que los militares argentinos se han ocupado prolijamente de cerrar cualquier otra posibilidad de desenlace de esta larga crisis y son ellos mismos quienes están acelerando su carrera hacia el abismo. Aunque más no sea cada 24 de marzo hay que recordar estas cosas, para que mañana –cuando mañana llegue- la compasión no nos atonte ni la piedad nos haga renegar de la historia.
“Las cuentas alegres”, editorial. La República 2:8 (abril 1979), p. 4
La dictadura argentina anda presumiendo con que el país tiene una de las más bajas tasas de desocupación de todo el mundo, algo así como el 1,8 por ciento. Ya se sabe que los gobiernos en general –y las dictaduras en particular- manejan las estadísticas con la destreza con que algunas señoras otoñales manejan los cosméticos. Algunos, muchos tal vez, se preguntarán si no habrá algo de aproximación a la verdad en esta afirmación tan rotunda y triunfalista, originada en un país donde la miseria crece en la misma proporción en que se acumulan las divisas, con las que el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, se luce ante los militares y les facilita acrecentar su armamento en miles de millones de dólares –con el consiguiente 10 por ciento de comisión para los incorruptibles soltados que tramitan esas operaciones. Parece preciso, en consecuencia, que nos ilustremos en torno a ese sorprendentemente bajo nivel de desocupación, que supuestamente rige en la Argentina. El país, ya se sabe, tiene casi tres millones de kilómetros cuadrados de superficie y poco más de 25 millones de habitantes. Lograr en él una ocupación plena no requiere milagros. Pero es el caso que los militares que gobiernan no la han logrado, sino que por el contrario han llevado a la clase trabajadora a un nivel de pauperización inédito en la historia de la República. La fuerza de trabajo en la Argentina puede calcularse en unas siete millones de personas. En los últimos cinco años, por lo menos medio millón de argentinos han tenido que exiliarse, y todos ellos, casi sin excepción alguna, pueden considerarse inscriptos en aquella fuerza de trabajo. Pero además, la política trasnochadamente nacionalista de la junta militar y el racismo implícito en ella, determinaron la expulsión del país de más de 300, 000 trabajadores de países vecinos, como Bolivia, Paraguay y Chile. Los trabajadores chilenos, vale la pena acotarlo, fueron expulsados con lujo de prepotencia y agravios, no sólo a su condición de extranjeros sino inclusive a su condición de seres humanos. Una sangría de 800, 000 trabajadores –tal vez más- a una fuerza de trabajo de la magnitud apuntada, reduce rápida y muy fácilmente cualquier porcentaje, nadie puede ignorarlo. Lo que sí se ignora, seguramente, es que la mayoría de los sueldos de los obreros argentinos no superan los 60 o 70 dólares mensuales. Una persona que gane esa cantidad -precisamente en un país donde la inflación anual es del orden del 200 por ciento- no puede considerarse sino subempleado. Eso es lo que hay en la Argentina de hoy: subempleo. Y si en última instancia hubiera que dar como buenas las cifras de la junta, es obvio que ellas estarían generadas por la necesidad de la gente de emplearse simultáneamente en dos o tres trabajos –en dos o tres subempleos, mejor dicho- para poder sobrevivir. Aun así: aun dando por buenas cifras que no lo son, el panorama que se presenta para el inmediato futuro es verdaderamente siniestro en lo que toca a la clase trabajadora argentina. Sin necesidad de acudir a otros ejemplos, está el muy elocuente de la industria automotriz, una de cuyas más grandes factorías –la de General Motors- cerró sus puertas el año pasado, dejando en la calle a miles de trabajadores de su planta y a otros tantos de las industrias subsidiarias que la abastecían. En estos momentos está por iniciarse –si es que no ha comenzado ya- la importación masiva, a precio de dumping, de automóviles fabricados en la Unión Soviética, entre otros los de marca Fiat. Esto presagia la debacle final de la industria del automóvil en la Argentina y una nueva y violenta ola de desocupación en el sector industrial, el más importante mercado de mano de obra con que contaba el país hasta hace poco. La política económica de la junta militar –que ejecuta Martínez de Hoz pero de la que no es el único, ni el principal, responsable- está quizás recién ahora definiéndose en toda su crudeza. Seguramente habrá quien fabrique nuevas estadísticas que disimulen la nueva realidad. Pero seguramente también, habrá una realidad.
“Argentina, tres años después”. La República, 2:9 (mayo 1979), p. 6. Argentina tres años después Por Horacio Crespo y Antonio Miramón. En “Vuelta”, Revista mensual mexicana dirigida por Octavio Paz. No. 29. Abril de 1979 Este es uno de los escasos trabajos que se han publicado en el exilio con motivo del tercer aniversario del golpe militar de marzo de 1976, y no de los pocos que merecen la pena de una relectura. Desde una perspectiva marxista, estos dos jóvenes intelectuales cordobeses analizan el proceso que culminó en aquellas fechas y cuyo origen remontan al proyecto fundado por la oligarquía terrateniente en 1880, que hasta ahora no ha podido ser sustituido. No obstante ese largo período que pretende abarcar el trabajo a través de tres planas y media de prestigiosa revista mexicana, el grueso del análisis se dedica al peronismo y el resto de los datos de la realidad política, económica y social pasada, presente y futura, se hacen girar en torno de él. Sin embargo no se profundiza lo suficiente, pensamos en las características del populismo –palabra que no encontramos en la lectura ni en la relectura de este trabajo-, que al hacer crisis la década del 50 determinó –más que “el bloque de los terratenientes y de la gran burguesía amiga de los Estados Unidos”el derrumbe de aquella experiencia contradictoria. Vivian Trías, en un análisis sobre el populismo de Getulio Vargas, Perón y Battle Berres Herrera, apunta que: “Las reformas populistas avanzaron mientras el excedente económico permitió satisfacer a tirios y troyanos”. Para los ideólogos del peronismo –cosa explicable- y de la izquierda argentina –cosa no tan explicable, aunque comprensible desde su desordenada vocación por insertarse en ese algo que alguien les ha dicho que es “lo popular”- una acotación como la de Trías debiera merecer algunas consideraciones más o menos serias, que no transitan por el análisis de Crespo y Marimón. El artículo después incurre en una prolija inexactitud al englobar a los gobiernos de Frondizi, de Illía y de Onganía en una misma característica: “querer desarrollarse sin tener en cuenta la presencia en el espacio político del país, del Perón y de las masas trabajadoras que seguían fieles al veterano general”. El gobierno de Illía –que no incurrió en fraude alguno, contra lo que más adelante sugieren los autores- hizo aún lo que estaba más allá de su alcance para que el peronismo hiciera valer su presencia con naturalidad, en el marco de un libre y honesto juego democrático. Los dirigentes de la cúpula sindical peronista que, con la aquiescencia de Perón, se pusieron corbata para asistir a la toma de posesión de Juan Carlos Onganía, merecerían con mayor justicia señalamientos e insinuaciones como las dirigidas por Crespo y Marimón al gobierno de Illía, metido a presión entre esas “mezclas raras de susseta y chancho del monte” que fueron las experiencias falaces de Frondizi y Onganía. Más adelante y tal vez como consecuencia de muchas confusiones vigentes en torno del radicalismo y de sus hombres, Crespo y Marimón califican de memorable el discurso fúnebre de Balbín ante el cadáver de Perón, oración que sólo puede considerarse memorable como curiosidad retórica. Los autores aciertan cuando afirman luego que “la clase obrera resistió los reagrupamientos en su contra, pero sin poder generar a su vez un proyecto autónomo de liberación” y cuando esclarecen un viejo malentendido –y a veces una mala excusa respecto de los problemas argentinos- con esta frase: “Quienes piensen a la Argentina en el sentido típico de casi toda la realidad latinoamericana, como una provincia del imperio estadounidense, se equivocan”. La caracterización de algunas “victorias” de la actual dictadura es también correcta: la “pacificación” en beneficio de esa raza sociológica inferior que es “el argentino medio”; la capitalización del éxito del campeonato mundial de fútbol y también la capitalización de la crisis con Chile a favor de un “patriotismo” de la más baja y descabellada especie. También hacen bien, finalmente, en denunciar la creciente presencia de la Unión Soviética en la zona, el apoyo del Partido Comunista a Videla y el bloqueo por parte de la URSS y de Cuba a todo intento por tratar el caso argentino en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. Un personaje menor, Luis Corvalan, secretario general del Partido Comunista de Chile, es evocado también, con justicia, recordando
aquello que dijo en México una vez que en Moscú lograron hacerle aprender el libreto: lo de Pinochet era fascismo, lo de Videla “era otra cosa”.
“La presencia obrera”, editorial. La República, 2:9 (mayo 1979), p. 4
El mes de mayo tiene una especial significación para los trabajadores argentinos, porque además de celebrarse en todo el mundo el “Día del Trabajador”, se recordará este año en la Argentina, el 29, el décimo aniversario de aquella gesta protagonizada en Córdoba por los obreros contra una dictadura que empezó a derrumbarse cuando el pueblo, con lo obreros al frente, ganó la calle. El “cordobazo” de 1969 dio por el suelo con las ambiciones imperiales de un caudillo militar vacío y obcecado, y aceleró dramáticamente el proceso de retorno a la democracia, a menos de tres años de que fuera derrocado el gobierno radical del Dr. Arturo Humberto Illia. En todas las dolorosas instancias de estad dos últimas dictaduras que ha sufrido el país, la de 19661973 y la que se abrió con el golpe del 24 de marzo de 1976, la presencia de los trabajadores ha tenido y tiene una gravitación decisiva. Nadie puede ser tan ingenuo como para no advertir que las luchas obreras, que se asientan sobre legítimas reivindicaciones sindicales y sobre la voluntad de recuperar derechos que les fueron cercenados, se trasladan por su propia y natural trascendencia al terreno de lo político, con el signo positivo del enfrentamiento a la dictadura. El sector de los trabajadores ha sido, en estas últimas décadas, el más agredido por los regímenes dictatoriales. Agredido económicamente a través del envilecimiento de la capacidad adquisitiva de los salarios y por el cierre de fuentes de trabajo, a causa de la política de desnacionalización de la economía ejercida por los gobiernos militares, siempre coincidentes en ese punto. Y agredida políticamente a través de la represión a su actividad pública y de la persecución a sus hombres y sectores más esclarecidos y más combativos. Sobre la base de esas evidencias, no puede negarse que la presencia obrera en el marco de la política nacional ha crecido a partir de una lucha llena de sacrificios, en la que ha corrido mucha sangre generosa de anónimos militantes. Sin el respaldo de las conducciones políticas, reticentes a asumir las actitudes de rechazo frontal a la dictadura, como, con una gran intuición política, lo hacen los trabajadores partiendo de sus problemas específicos, y sin el recurso del exilio para escapar a una situación que en lo personal puede tornarse intolerable para muchos de ellos, la clase obrara ha demostrado su enorme capacidad de recuperación ante las agresiones brutales de que ha sido víctima. En una planta industrial de Córdoba había 120 delegados el 24 de marzo de 1976. Sólo ocho de ellos quedaron vivos. Pero el cuerpo de delegados se reconstituyó inmediatamente y su actuación posterior no acusó el trauma de aquella aniquilación. No hubo nunca dudas sobre quién o quiénes eran los enemigos, ni hubo vacilaciones ni cobardía para plantear las acciones de lucha. Esa clase obrera, mayoritariamente peronista, tiene ahora, además, que jugarse sin la presencia de un liderazgo cuyo balance histórico, desde la perspectiva del desarrollo y fortalecimiento de las fuerzas del trabajo, no parece arrojar un saldo positivo. Esta situación abre una expectativa muy rica de posibilidades en cuanto al papel que esas masas puedan jugar en el futuro político argentino. Las mayores potencialidades de poder están hoy radicadas en ese sector. Sólo que por sí mismos, sin una organización y unos objetivos eminentemente políticos, esa clase puede vivir algunas graves frustraciones, como ya las vivió, que tendrían consecuencias también graves sobre el futuro de la República. Pero en todo caso no puede exigírseles a los trabajadores que lo hagan todo: la lucha, la organización política y las propuestas. Son los partidos quienes deben estar muy atentos a la evolución de ese movimiento, cuya madurez se ha ido perfeccionando en la acción, y son los partidos quienes tienen la responsabilidad de ofrecer alternativas viables para una democracia que tendrá necesariamente, que enriquecerse con la presencia de la clase trabajadora. Si los militares dicen que los obreros no deben hacer política, nosotros debemos decir que los obreros sí deben hacer política. La han venido haciendo y la están haciendo, en las condiciones más duras, y esto no sólo merece nuestro homenaje, sino también nuestra preocupación por hacer que esa presencia militante enriquezca el panorama político nacional.
“Más Subversión”, editorial. La República, 2:10 (julio 1979), p. 4 Más subversión La dictadura argentina ha descubierto que su lucha contra la subversión no ha terminado. Después de vanagloriarse durante casi un año de haber derrotado a la guerrilla -ratificando la condición de “invicto” de su ejército, como si esto fuera nada más un campeonato de fútbol, sólo que con muertos-, ahora Videla ha salido con la nueva de que los subversivos también están en otros lados, y hay que combatirlos. En realidad y de acuerdo con Videla, los subversivos están en todas partes: en los sindicatos, las universidades, el periodismo, los partidos políticos, las escuelas, las bibliotecas públicas y las academias de corte y confección. Videla, cartesiano al fin, piensa, luego mata. Hay razones para temer, entonces que el descubrimiento de esta segunda ola de subversivos desate en el país una nueva etapa represiva. Inexorablemente se está cumpliendo, todo parece indicarlo, con aquella delirante afirmación del general Saint Jean, interventor en la provincia de Buenos Aires, en el sentido de que morirán hasta los indiferentes. Es decir todos cuantos se les ocurra asesinar a las fuerzas armadas. La subversión, por supuesto, no existe en la Argentina. Es decir, sí existe: está gobernando. Los militares califican de subversivos en primer lugar a la gente con ideas de izquierda, luego a los liberales, después a los que no son lo suficientemente reaccionarios para su gusto y finalmente a quienes no están de acuerdo con ellas. Esto puede determinar que toda la población argentina, incluidos los niños, sea considerada subversiva por la dictadura, que, vale comentarlo, no se ha detenido tampoco cuando se ha tratado de reprimir, torturar y asesinar niños. ¿Por qué esta obsesión por la subversión? -se preguntará mucha gente desprevenida. En realidad, no existe tal obsesión. Las fuerzas armadas están decididas a perpetuarse en el poder, más allá de la hipocresía de ciertas declamaciones democráticas y más allá de la culpable ingenuidad- ¿ingenuidad?– de algunos políticos que dicen creer en esas declamaciones. Sucede que como no pueden gobernar el país: porque no saben hacerlo, porque la pugna de intereses entre ellos mismos los anula mutuamente, porque cuando se habla de su supina ignorancia nadie está bromeando, deben apelar a justificativos para su permanencia en el poder. Hace unos meses la justificación fue el conflicto con Chile. Ahora es, de nuevo, la subversión. Y lo seguirá siendo por mucho tiempo, tanto como decidan emplear en seguir mortificando, humillando y sojuzgando a nuestro pueblo, a costa de la vida y de la dignidad del país y de su gente. Pero a medida que el tiempo transcurre las máscaras van cayendo y los rostros de la infamia surgen en toda su repugnancia. Será muy difícil para cualquiera, a partir de ahora, reiterar boberías como aquella de que Videla “es un gran general para la democracia”. Coherencia Ya no queda ninguna duda sobre la participación de efectivos militares argentinos en la lucha que se libra en Nicaragua. Por supuesto que esa participación se da a favor del dictador Anastasio Somoza y en contra de un pueblo que pelea por su dignidad y por su libertad. Las fuerzas armadas argentinas pueden ser acusadas de muchas cosas, menos incoherentes. Hablan de democracia por pura gimnasia retórica. Pero cuando un dictador está en peligro, son los primeros en concurrir en su ayuda. Y más rápidamente aún cuando ese dictador es uno de los personajes más aborrecibles de la historia contemporánea, cuando es probadamente un asesino y un ladrón, hijo de otro asesino y ladrón, y hermano de otro. Los antecedentes genealógicos son importantes. Seguramente nuestros militares no apoyarían tan decididamente a unparvenú, a un dictadorcillo recién estrenado, a un tirano populista. Deben tener la seguridad, como en este caso, de que se trata de un individuo execrable, fuera de toda sospecha, para correr en su apoyo. Lo están haciendo ahora, repudiando una digna tradición de la política internacional argentina, que Hipólito Yrigoyen y Arturo Illia llegó a sus más altos niveles, y avergonzando a un pueblo para quien el apellido Somoza fue siempre sinónimo de todo lo aborrecible que puede darse en un ser humano. Tal vez nuestros militares estén cubriéndose las espaldas con este apoyo. Quizás lo hagan esperando reciprocidad en el futuro. O quizás para hacer buena letra ante el imperio del que quieren ser aliados leales y obsecuentes, sin demasiado éxito hasta el momento.
“El exilio y el reino”. La República, 4:18 (noviembre de 1981)
El régimen militar argentino y el exilio que suscitó, tienen algo en común: las rencillas domésticas que los carcomen y la imposibilidad de ubicarse a la altura de la historia que, quiéranlo o no, ambos protagonizan. Mientras el general Viola, presidente designado por sus pares y en el ejercicio del poder, sufre el acoso del general Galtieri, que no quiere saber nada, pero lo que se dice nada de liberalización del régimen y de apertura política –intenciones que, además, caprichosamente alguien le adjudicó alguna vez a Viola, jefe máximo de la represión desde el golpe de marzo de 1976 y hasta que abandonó la comandancia en jefe-, en el exilio vienen escuchándose murmullos dirigidos a olvidar lo pasado, a encontrar puntos de acuerdo, a asumir la actitud positiva de cara a una probable institucionalización del proceso, manejada por los militares. Los muertos molestan; los asesinos parece que no. En ese contexto se singularizan algunos que han devenido en epígonos de aquel diputado socialista Antonio de Tomaso, que abandonó su partido para acompañar al gral. José Féliz Uriburu en su golpe fascista de 1930 contra el presidente constitucional y progresista Hipólito Yrigoyen e inauguró la subversión militar en la Argentina, que todavía no cesa. De Tomaso fue premiado luego con un ministerio en el gobierno conservador de la Concordancia, del general Agustín P. Justo, período que los argentinos recuerdan como el de la década infáme. La deliberada mención de Yrigoyen tiene que ver con una propuesta que debería ocupar más lugar en las deliberaciones del exilio –y obviamente en las de los políticos argentinos-, que los análisis en torno a cómo arreglar las cosas con los militares y hacer que ahora sí se porten bien. Yrigoyen luchó contra el régimen “falaz y descreído” de la oligarquía nacional con el arma de la no violencia –aunque no eludió los procedimientos violentos cuando lo empujaron a ese callejón sin salida-, que hizo estragos entre sus enemigos y les arrancó finalmente la ley del voto universal, secreto y obligatorio, que lo llevó al poder, virtualmente plebiscitado, en 1916. Esa arma fue la abstención. Esa arma conserva todavía su vigencia para enfrentar la grave crisis –esencialmente política- de la Argentina de nuestros días. ¿Cómo puede operar esa abstención ante el régimen militar, habida cuenta de que este no habla de elecciones e Yrigoyen la ejerció precisamente frente a los comicios amañados de la oligarquía? De varias maneras, ninguna de las cuales excluye la actividad política, una intensa actividad política. El régimen que se inauguró con el golpe del 24 de marzo de 1976 no ha podido solucionar ninguno de los problemas que el país tenía para esa fecha y en cambio ha generado una multitud de otros que lo tienen jaqueado, y que inclusive le han enajenado el apoyo de sectores que le acompañaron al inicio y en los primeros tramos de su loca y sangrienta aventura. Contra lo que sus propios jerarcas afirman públicamente, la dictadura busca el diálogo porque cree que a través del contacto con la tolerante dirigencia política podrá acceder a un consenso del que está huérfana. La primera actitud de abstencionismo –o de la resistencia civil, si así quiere llamársele-, debería consistir en una negativa absoluta a todo diálogo, a todo contacto con el régimen o con sus personeros. La segunda actitud, anticipatoria de cualquier intención legitimadora del actual estado de cosas, debería fincar en la advertencia de que el cuerpo civil de la nación no quiere ni va a participar en elecciones que aseguren el continuismo del poder militar. El régimen, tarde o temprano, va a ensayar la vía electoral a través de la proscripción, el condicionamiento y el fraude, para garantizar el triunfo de su candidato o de los candidatos que le resulten potables. Porque va a llegar el momento –y la aceleración de la crisis interna en el gobierno lo muestra próximo- en que no va a saber que va a hacer con el paquete que tiene entre manos, con la maraña de problemas políticos, económicos y sociales en los cuales se ha ido enredando y que no puede deshacer con un mero acto de su voluntad o con el simple expediente de bajar consignas militares. Pero sucede que, sin que nadie se lo pidiera, ellos asumieron esa responsabilidad histórica al ejecutar el golpe de estado, cuya consolidación basaron en la persecución, el encarcelamiento y el crimen. A cinco años del proceso, la civilidad se ha ganado largamente el derecho de negarse a toda colaboración para sacar a Argentina del atolladero en que se encuentra. Que lo hagan ellos, los militares, porque ellos dijeron que lo iban a hacer. Y que lo hagan bien, si pueden. Y si no pueden, entonces que acepten las condiciones que la civilidad les imponga para salir de la trágica trampa en que han caído, la primera de las cuales tendrá que ser –lejos de toda duda-, el desmantelamiento de esa poderosa maquinaria de terror en que se han convertido las fuerzas armadas argentinas. Porque algo hay que dejar en claro también:
mientras persista la actual estructura militar no existirá la más mínima posibilidad de que el país se encamine hacia una democracia plena. Mientras esa actitud se asume frente al régimen, la resistencia civil debe operar una nueva y más sólida unidad entre las fuerzas políticas y sindicales, sin las cuales es impensable estructurar nada que valga la pena desde la intención de una nueva democracia, para ejercer una oposición que no espere ser llamada a las antesalas ni a las urnas del régimen. Las urnas se abrirán solas cuando el empuje del abstencionismo militante arrincone a la dictadura en la tragedia de su impotencia y cuando la insurgencia popular encuentre su momento y su espacio para darle la puntilla a ese animal de pitones ensangrentados que va a dejar en la historia argentina una sola huella: la de su instinto de muerte. Miguel Ángel Piccato
Fuente: https://sites.google.com/site/ppiccato2/MAP/textos-periodisticos-1