Cuadernos de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach
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Gregorio Salvador Caja
¿Decadencia de la literatura?
Presenta: Jesús Neira Martínez
Índice
Cátedra Emilio Alarcos Llorach
3. Josefina Martínez Álvarez
Directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach
5. Presentación de Gregorio Salvador por Jesús Neira Martínez
Catedrático jubilado de Dialectología Hispánica de la Universidad de Oviedo
9. ¿Decadencia de la literatura? por Gregorio Salvador
Vicedirector de la Real Academia Española
Cuadernos de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach Dirige: Josefina Martínez Álvarez Coordina: M.ª Teresa Cristina García Álvarez Tel.: 985 104 632 • Correo electrónico: josefina@uniovi.es
¿Decadencia de la literatura? es el título de la conferencia impartida por Gregorio Salvador en el edificio histórico de la Universidad de Oviedo, el día 26 de marzo del 2002 a las 20.00 horas, dentro de las actividades organizadas por la Cátedra Emilio Alarcos, en el curso 2001-2002.
Edita: Cátedra Emilio Alarcos Llorach, adscrita al Vicerrectorado de Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo Directora: Josefina Martínez Álvarez Secretario: José Luis García Martín Consejo asesor: Víctor García de la Concha, Humberto López Morales, Ángel González Muñiz, José M.ª Martínez Cachero, Carmen Bobes Naves y Salvador Gutiérrez Ordóñez Edificio Milán. C/ Teniente Alfonso Martínez. 33011 Oviedo
Colabora:
© de esta edición: Cátedra Emilio Alarcos Llorach © de ¿Decadencia de la literatura?: Gregorio Salvador © de las fotografías: Juan Menéndez • Correctora: María-Fernanda Poblet • Diseño: Pandiella y Ocio • Fotomecánica: Principado • Imprime: Gráficas Apel • D. L.: As-1.536/05 • ISSN 1699-9754
Josefina Martínez Álvarez • Directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach
Inauguramos hoy el ciclo de conferencias de la Cátedra Emilio Alarcos reuniendo en una cita imaginaria —como diría nuestro Antonio Machado— a tres grandes maestros de la filología española: Jesús Neira, Gregorio Salvador y Emilio Alarcos, tres amigos leales e invariables, tres modelos científicos sólidos y coherentes. Templados en la fragua de los austeros métodos positivistas pidalinos, sus propósitos fueron siempre muy claros: el estudio e interpretación de los hechos lingüísticos, y a tal fin, el análisis de la lengua que los conforma, contribuyendo de manera decisiva en su quehacer filológico a la apertura de nuevos horizontes hacia metodologías y orientaciones innovadoras: rigurosos historiadores de la lengua, perspicaces lexicógrafos, finos dialectólogos respetuosos y escrupulosos con el hecho dialectal, insignes gramáticos, profundos conocedores y amadores de nuestra literatura, críticos inteligentes de la obra literaria... Estos son sus poderes, estas son sus cartas de presentación, un elenco de notables para un público bien dispuesto que tan amablemente ha querido acompañarnos a pesar de lo poco propicio de estas fechas prevacacionales. Del profesor Neira —quién mejor que él para presentar a nuestro conferenciante— se podrían decir muchas cosas. Conviene recordar que allá por la década de los sesenta, llegó con rica y larga experiencia a ocuparse de las enseñanzas de dialectología española en esta Universidad, de la mano del profesor Alarcos. Transformada en cátedra esa disciplina fue él el primero en ostentarla con toda autoridad, y desde entonces su colaboración y vinculación al maestro fue intensa y continuada. A su magisterio seguro, a su amistad leal y bondadosa aludía don Emilio en el volumen homenaje de Archivum con motivo de su jubilación e insistía en su condición de sabio modesto, alejado del mundanal ruido por la escondida senda que guía al bien. Él nos dirá con palabra justa y precisa lo que debemos saber del filólogo Gregorio Salvador, que es además flamante novelista recién estrenado con la novela El eje del compás, editada por Planeta y que ya ha recibido el elogio de la crítica: «El eje del compás —dice Juan Manuel de Prada— logra imponernos al novelista tardío que cuenta y desentraña los pasadizos del alma». Hace casi ocho años nos sorprendió con un delicioso libro de relatos titulado Casualidades, que revelaba su habilidad narrativa, la de un genial contador de historias, creador y fabulador, un auténtico novelista. Lástima que a Emilio le haya faltado el tiempo para compartir contigo esta gozosa epifanía. Interesado particularmente por la «cosa literaria» es natural que hoy no nos hable de cuestiones lingüísticas sino de literatura viva y palpitante, y Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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Gregorio Salvador, vicedirector de la Real Academia Española; Mario Díaz, vicerrector de Investigación de la Universidad de Oviedo; Jesús Neira Martínez, catedrático jubilado de Dialectología Hispánica de la Universidad de Oviedo, y Josefina Martínez, directora de la Cátedra Emilio Alarcos Llorach.
a buen seguro que a esa interrogación tan sugerentemente formulada en el título de su conferencia —¿Decadencia de la literatura?— seguirá un diagnóstico lúcido y apasionado del panorama actual de nuestra literatura, con esa capacidad expositora, ese verbo irrestañable que atrae al oyente, y que le hace partícipe de cuanto dice, implicándole en la intención de su discurso. De él decía Alarcos: «A Salvador no le falta habilidad dialéctica para la polémica ni capacidad para manejar la paradoja y una ironía circunspecta y fundamentada que puede levantar en los antagonistas mal informados y creyentes, algún desasosiego y malestar». Y seguía «Cuando en el desierto dejado por la evaporación de lo racional, se han implantado tantos miasmas con su hojarascosa frondosidad de sandeces, está muy bien que un Quijote enérgico y lúcido se imponga la tarea ingrata y áspera de vocear la verdad». Para mí la presencia de Gregorio en este recinto es dolorosamente entrañable, él fue testigo de excepción de mi vida y milagros, y en esta hora, al decir del gran Vallejo, me gusanea la arácnida de la melancolía: Madrid y el Luarqués con Gamallo y Pavón, el Berrio y los Alvar, la Academia, las cenas en Santa Cruz de Marcenado con mi idolatrada Ana, congresos aquí y allá, tribunales de oposiciones, conferencias, tantos recuerdos... Querido Gregorio «ya no es ayer» y muchas cosas se nos han quedado en el camino, dulzuras de años irrecuperables, pero vivir persiste, solsticios y equinoccios se suceden y no queda otra que componer el gesto y seguir adelante, ni resignados ni contentos, para parar las aguas del olvido. 4
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Jesús Neira Martínez Catedrático jubilado de Dialectología Hispánica de la Universidad de Oviedo
Presentación de Gregorio Salvador Acepto con gusto la invitación que se me hace para decir unas palabras previas a esta conferencia. El conferenciante, Gregorio Salvador, es una figura bien conocida y prestigiosa en nuestro panorama cultural. Es, ante todo, un lingüista, uno de nuestros grandes lingüistas. Ha trabajado desde hace muchos años en el campo de la lengua española, y lo ha hecho siempre con rigor científico y con la pasión de encontrar la realidad que esconden las palabras. Ha estudiado la lengua en distintos planos y desde varios puntos de vista. En primer lugar, ha investigado sobre la lengua en su aspecto primario, en la lengua viva en su manifestación oral, lo mismo en España que en América. Su labor ha sido fundamental en la elaboración de los atlas lingüísticos, de modo especial en el alea (Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía). En estas obras se trata de dar una visión panorámica de un hecho lingüístico en distintos puntos geográficos de la zona estudiada. El análisis del mapa obtenido nos proporciona datos muy interesantes, lo mismo en el aspecto lingüístico que en el aspecto etnográfico. Revela la diversidad, siempre inherente a una lengua, dentro de su unidad. Más allá de esta visión panorámica de ciertos hechos lingüísticos, Gregorio Salvador ha investigado en particular sobre determinadas hablas andaluzas. El habla de Cúllar-Baza es una excelente monografía dialectal derivada de su propio conocimiento de la lengua como hablante y de su preparación lingüística. En ella se muestra la tendencia hacia la sistematización en estas modalidades dialectales más allá de la consideración normativa de corrección o incorrección. Gregorio Salvador ha fijado también su atención en la lengua escrita. Su capacidad crítica y analítica, unida a su sensibilidad ante la obra literaria, se ha manifestado en excelentes comentarios de textos. Recordemos entre otros su estudio sobre la técnica novelesca de Cien años de Soledad de García Márquez, o la del lenguaje poético en su comentario del soneto La Tierra de Blas de Otero o en su artículo «El tema del árbol caído en Meléndez Valdés». Gregorio Salvador ha investigado sobre la lengua en su doble manifestación, hablada y escrita. Pero también ha estado atento a la interrelación entre lengua y sociedad. Cuando entre ellas han surgido problemas lingüísticos, su autorizada voz siempre ha estado presente tratando de poner luz desde un plano estrictamente científico. Los hechos ocurridos en una sociedad tienen siempre ciertas repercusiones lingüísticas. Pero la lengua Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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tiene su camino y su ritmo propio no condicionado por los sucesos políticos y sociales. El ignorar esto puede traer graves inconvenientes, como podemos ver refiriéndonos concretamente a España. La antigua organización en provincias ha sido sustituida por la de las comunidades autónomas. Como consecuencia, cada una de estas tiene su gobierno, su parlamento regional, y las competencias que las leyes les asignan. Cada comunidad autónoma ha tratado de destacar sus rasgos peculiares, sus características propias actuales o históricas, lo que se llama ahora su identidad. Se piensa así que cuanto mayor sea este grado de identidad lleva consigo un mayor grado de competencias o de autogobierno. De hecho, ya en la misma Constitución se distinguen dos tipos de autonomías, unas, a las que se califica de nacionalidades, frente a las demás. Este planteamiento ha repercutido en la lengua. En España existe una evidente pluralidad lingüística: el castellano funciona como lengua común, junto a otras lenguas españolas u otras modalidades lingüísticas con mayor o menor extensión y personalidad, partiendo siempre de la base de que ninguna lengua o modalidad lingüística es superior a otra. En cuanto al contenido, lo importante siempre es lo que se dice, no la lengua empleada. En algunos casos, la lengua de ciertas regiones ha pasado a convertirse en el signo de la identidad regional, tratando de destacar sus peculiaridades, sus divergencias frente a las otras lenguas. Se procura así hacer propaganda, promocionar la lengua propia dentro de la misma autonomía. Esto puede conducir a situaciones curiosas: la lengua, instrumento básico de comunicación, puede convertirse en un medio de exhibición para marcar la identidad y la diferencia frente a los demás, e incluso, extrañamente, puede llegar a ser un medio de incomunicación cuando se habla con alguien que no conoce nuestra lengua. Hay dos errores en estos planteamientos, uno en el concepto de identidad y otro en las características de la lengua. La identidad no hace falta exhibirla, está siempre presente tanto en el grupo local como en el regional o nacional. Esta se revela también aunque tratemos de ocultarla. Cuando se exhibe, se pierde autenticidad, se cae en un falseamiento. Cuando se habla con normalidad, con naturalidad, se piensa en lo que se dice, no en el modo de decirlo. Por lo que respecta al concepto de lengua, el lingüista ruso Jakobson ya dijo hace muchos años que en la lengua no hay propiedad privada. La palabra que decimos o que oímos si es entendida, pasa a ser nuestra, aunque se modifique ligeramente su fonética o su interpretación. La lengua no tiene fronteras, por eso todas las lenguas del mundo son lenguas mestizas, en las que las palabras pasaron de unas a otras sin conflicto alguno. Por otra parte, la lengua tiene un ritmo propio, un ritmo lento que no coincide con 6
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los hechos políticos o sociales. Por eso las fronteras lingüísticas no suelen coincidir con las fronteras políticas. Este ritmo lento se debe a que en la formación de la lengua intervienen todos los hablantes: es la auténtica democracia. La lengua no la crean ni la dirigen los gramáticos, ni los políticos, ni los escritores; es una obra colectiva y anónima que está en evolución continua pero en permanencia esencial durante siglos. Por eso nadie ha podido asistir al nacimiento ni a la muerte de una lengua. En estos últimos siglos hemos asistido a grandes cambios y revoluciones políticas, pero no a un cambio de lenguas. Gregorio Salvador ha tratado estos temas con rigor y con pasión en la prensa, en la cátedra y en algunos de sus libros, como el titulado Lengua española y lenguas de España, al que hay que añadir su excelente artículo sobre las características del español y su extensión en el momento actual publicado en el suplemento El Cultural del diario El Mundo. Digamos, para finalizar, que, además de las cualidades ya citadas, Gregorio Salvador introduce rasgos de humor que rebajan el inevitable tono doctoral o profesoral de sus escritos.Y esto siempre se agradece, porque, como decía mi amigo Manolo Pilares: «El sentido del humor hace al hombre superior».
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¿Decadencia de la literatura? Me es particularmente honroso y personalmente me emociona estar aquí hoy con ustedes disponiéndome a dar una lección en la Cátedra Emilio Alarcos. En mi memoria perduran todas las que de él recibí y estamos ahora aquí tantas personas que coincidimos con él en amistad y cariño que no sé si voy a tener temple para llevar adelante el tema que les he anunciado: ¿Decadencia de la literatura? Así, con signos de interrogación, como lo ven ustedes en el programa. Aunque sin interrogaciones, de modo afirmativo, ha sido tema recurrente, casi enfadoso por repetido, en todas las épocas, y en esta igual que siempre. Hay una cierta proclividad, muy generalizada, en los balances que se realizan del pasado y del presente, a hablar de crisis de los valores humanísticos tradicionales, de su decadencia, y entre ellos, por supuesto, de la literatura, pues se asegura, además, que estamos pasando de la comunicación por la palabra a la comunicación por imágenes, y que el cine primero y ahora la televisión están sustituyendo a la literatura en una extensa parte de las funciones que le eran propias y que la están arrinconando, casi dejándola sin objeto. En España hay quien habla de la extinción de las grandes figuras, del menguado relevo que ofrecen las nuevas generaciones literarias a las anteriores, a las que se han sucedido durante el siglo xx, que en el juicio de muchos críticos y, desde luego, en el sentir de millares y millares de lectores, ha sido estimado como un nuevo siglo de oro de la literatura en lengua española. Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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Yo, en cualquier caso, pongo lo de decadencia entre interrogantes, me planteo la cuestión como una interrogación retórica, porque no le hago la pregunta a nadie, me la hago a mí mismo. A estas alturas de la vida no está uno ya para afirmar, para pontificar, sí para poner cualquier aseveración en tela de juicio. Es innegable que el siglo veinte ha sido literariamente excepcional, pero si me pongo a hablar de carencias y escaseces actuales, no faltaría quien me tildara de viejo nostálgico e incomprensivo y no sin razón, porque lo que creo con seguridad es que el relevo será acaso menguado —ha sido grande el esplendor pasado, innumerables las figuras— pero evidentemente existe. No voy a hacer recuento de los consagrados actuales, bien conocidos de todos, pero es que hay otros que están llegando, todavía en trance de consagración, a este y aquel lado del Atlántico, que van a dar mucho que hablar en los años venideros. Lo que ocurre es que se publica muchísimo, más que nunca, y que gran parte de lo que se publica es malo, sin paliativos. Pero acaso no en una proporción mayor de la que siempre ha sido usual.Y quiero detenerme un poco aquí, porque esa frase mía, rehecha, «El 99 % de lo que se publica en España es malo sin paliativos», tomada de un titular periodístico, me la ha convertido en sentencia insistentemente citada ese libelo crítico mensual que titulan La fiera literaria y que arremete a diestra y a siniestra, con implacable ferocidad y críticas demoledoras, no siempre injustas pero algunas veces sí. Lo que yo había dicho era pura referencia estadística. Uno de cada cien autores, una de cada cien obras publicadas sobrevive a su tiempo en la memoria de los hombres.Y no es un porcentaje retórico, establecido por aproximación, a ojo de buen cubero, no. Es el resultado de la investigación realizada hace treinta y tantos años por los sociólogos de la literatura de la llamada escuela de Burdeos, la escuela de Escarpit, sobre la base de la historia literaria francesa de los siglos xvii, xviii y xix. Y el rigor metodológico de esa escuela fue renombrado.Y sépase, para más precisión, que ese uno por ciento no incluía, como pudiera pensarse, solamente a los clásicos, a los autores de pro, ni únicamente las obras que se reeditan y que mantienen viva su lección, no, este porcentaje sería mucho más bajo, del cero y muy poco por ciento; el uno incluía, según Escarpit y sus colaboradores, a todos aquellos autores y obras que aún se mencionan de algún modo, aunque sea en una relación de manual antes de llegar al etcétera, en una nota de pie de página en cualquier monografía sobre la literatura de la época e incluso en cualquier estudio de erudición localista, más guiado por el afán de airear dudosas glorias regionales que por el de bucear auténticos valores humanos. 10
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Y me había detenido entonces y me detengo ahora en estas estadísticas de la escuela bordelesa para que nos demos cuenta del pavoroso problema que nos plantea la literatura actual, la literatura presente. Porque la producción literaria se ha centuplicado a su vez y el uno por ciento es en cualquier caso inabarcable, aunque fuera fácilmente distinguible. El lector de hoy se encuentra con esos unos por cientos establecidos para el pasado por la decantación histórica y con oleadas de letra impresa de ahora que le proporcionan un ancho mar para el naufragio. Yo he de reconocer que una de mis más gustosas aficiones, la de visitar librerías, recorrer sus anaqueles con la vista y hojear los libros expuestos, las obras anunciadas, las novedades ofrecidas, se me va convirtiendo cada vez más en un martirio, porque lo que me gustaría leer desborda con mucho mis posibilidades de tiempo y el vacío de lectura, de conocimiento directo, que inexorablemente se abre ante mí, me produce vértigo. Pienso que pueden estar allí, despuntando, los autores que vayan a ser los clásicos del siglo xxi y que es muy probable que yo los esté pasando por alto y que me vaya a morir sin enterarme. Pero ocurre que compro muchos libros, me regalan no pocos, me envían sus autores otros tantos, formo parte de jurados literarios, leo y leo, y son inmensa mayoría los que me espantan desde las primeras páginas, los que no puedo acabar tras unas cuantas calicatas enojosas e irritantes y arrumbo, finalmente, con la ingrata sensación del tiempo que he perdido. Obviamente pertenecen a ese noventa y nueve por ciento de las estadísticas de Escarpit y no quedará memoria de ellos, supongo, pero de momento están ahí, espesos, formando un bosque editorial que nos impide ver los árboles, y permítaseme darle la vuelta a la mostrenca imagen, porque aquí es efectivamente el bosque el que no deja ver los árboles. El gran problema, pues, con que nos hallamos si lo que queremos es comparar pasado y presente de la literatura, con ánimo de advertir señales de decadencia y conjeturar su inmediato futuro, es que el pasado nos ha llegado ya cribado y limpio de polvo y paja, sin toda la hojarasca de libros deleznables que en su día lo envolvió, y el presente se nos ofrece íntegro, confuso y revuelto, y se hace arduo en ocasiones hallar finalmente la perla auténtica o la joya valiosa entre el enredijo de tanta bisutería. ¿Qué hacer entonces? Desde luego no podemos esperar al siglo xxii o xxiii para que los sociólogos literarios futuros nos digan cuál era el cero equis por ciento que merecía la pena haber sido leído ahora. Aunque el avance científico parece ya a punto de alcanzar la posibilidad de hacer real el mito de la Bella Durmiente y hay, se dice, en los Estados Unidos, muertos congelados esperando el descubrimiento del fármaco que los cure dentro de un siglo o dos, aunque eso sea posible, no parece probable que Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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«Uno de cada cien autores, una de cada cien obras publicadas sobrevive a su tiempo en la memoria de los hombres. Y no es un porcentaje retórico, establecido por aproximación, a ojo de buen cubero, no. Es el resultado de la investigación realizada hace treinta y tantos años [...].» ninguno de nosotros se convierta en un fiambre tan longevo como para despertar en el siglo xxii y, si escapa al susto, dedicarse a leer entonces lo que ahora le hubiera pasado inadvertido. Bromas aparte, el asunto hay que resolverlo de algún modo si queremos establecer juicios medianamente razonables.Y conviene aclarar, sin embargo, que aparte estadísticas y otras historias todos o casi todos esos escritores que consideramos clásicos fueron ya señalados como tales en su época.Y enuncio el hecho porque, curiosamente, existe la falsa creencia, muy extendida y casi generalmente aceptada, que afirma todo lo contrario.Y no es cierto. Los grandes escritores han podido vivir azarosamente, han podido ser encarcelados, perseguidos, han podido ser pobres, pasar hambre, ser humillados, despreciados, pero siempre, en cualquier caso, ha habido contemporáneos suyos que han proclamado su 12
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grandeza, que han tenido plena conciencia de su exacto valer, del alto lugar que les correspondería en la historia. Hay, por ejemplo, un aleccionador episodio final en la vida de Cervantes que quiero recordar brevemente. Primavera de 1616. Unos emisarios del rey de Francia llegan a la corte madrileña. Entre ellos hay un lector incansable, humanista, fino espíritu literario.Y en seguida, en la primera ocasión, pregunta por Cervantes, quiere saber de ese ingenio singular, quiere conocerlo. ¡Ah, sí, Cervantes —se le dice—, pero están Salas Barbadillo, Liñán, Céspedes, Juan de Piña, tantos y tantos otros novelistas! No; es Cervantes el único que a él le interesa, el único gigante, para él, de ese frondoso y áureo bosque que constituye la narrativa española de la época. Los cortesanos madrileños han leído el Quijote, claro (¡qué gracia tiene! ¡tanto disparate y tan ridículas aventuras!), pero Cervantes ¡quién sabe dónde andará, si ya se ha muerto o no! Alguien lo sabe, de todos modos: vive pobremente, no sale a la calle, está muy enfermo. El embajador se hace conducir al domicilio del novelista, departe amigablemente con él, le testimonia la admiración que el mundo empieza a sentir por su obra, lo abraza para despedirse. Cervantes va a morir pocos días después, pero la gloria ya ha llegado a su aposento. La anécdota, aparte de ponernos a los tiernos y sentimentales «el alma atravesada en la garganta como una nuez de ballesta», que diría el mismísimo Don Quijote, nos ilustra sobre un par de cuestiones: la primera, que siempre hay quien lo sepa, quien parezca venir del futuro y no del pasado; la segunda, que se suele saber mejor desde lejos que desde cerca, porque desde cerca diríamos que se ve más el uno por ciento que el cero equis que dijimos, pongamos ya a bulto cero coma cero uno, porque resulta que el cero coma noventa y nueve está tan rabiosamente ocupado en buscarse su lugar en la futura letra pequeña de los manuales, en la mediocre tesis doctoral comarcana, en el catálogo de libros raros y curiosos, que empuja, se adelanta y no deja ver con claridad. Ante tal amontonamiento, ante semejante laberinto, la función de la crítica es esencial. Necesitamos quien nos oriente sobre lo que es imprescindible leer, sobre lo que pueda ser relativamente aceptable y, más que nada, sobre todo aquello que no merece ni un segundo de nuestro tiempo ni una pizca de nuestra atención. Creo que lo que verdaderamente escasea es la crítica fiable y lo que yo, desde luego, más echo de menos es un conjunto bien nutrido de críticos solventes y a la vez tajantes, que no se pierdan en divagaciones y que no templen gaitas y le pongan la cruz a quien se la tengan que poner. Alguno que otro hay, no digo que no, y hasta uno de ellos, que es buen amigo, me alerta a tiempo sobre determinados bodrios que otros han alabado y me ahorra tiempo y desengaños. Porque se alaban Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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bodrios, qué duda cabe; la ambigüedad, el confusionismo y la indistinción campan por la crítica inmediata, la periodística, la que tiene como misión informar y orientar al público, misión que escasamente cumple, pues en un alto porcentaje se mueve entre el esnobismo y la ignorancia, el sectarismo y el interés, desnortada y pedante, repetitiva y oscura.Y eso sí que acaso sea un signo de decadencia literaria, porque desde luego la favorece. Se elogia a voleo, se premia el galimatías, se desdeña la claridad, se crean falsos prestigios, se engaña y se confunde. La gente compra los libros que le dicen, los más vendidos, según las listas que publican, cada semana, las secciones literarias de diarios y revistas. Los más vendidos no son siempre los más leídos, aunque los haya que merezcan leerse, e incluso a veces pertenecen al grupo ese de los que hay que abandonar a las quince o veinte páginas. He de decir que alguna vez he propuesto una sección crítica especialmente dedicada a esos libros ilegibles.Yo mismo estaría dispuesto a escribir —y creo que conmigo otros muchos frustrados lectores— sobre las razones que me han llevado a lanzar lejos de mí el celebrado mamotreto de moda, tras leer sacrificada y detenidamente veinte o treinta páginas y hacer luego con detenimiento algunas calas en otras tantas para cargarme de razón y dejar el caso listo para sentencia. Más de una persona se ha sentido aliviada, a veces, cuando yo le he comunicado mi impresión sobre alguna novela que le habían recomendado y en la que se sentía incapaz de avanzar. Haría falta esa crítica de libros impracticables, bien argumentada desde lo enojosamente leído y lo pacientemente hojeado; y útil, al menos, como aviso de navegantes que se adentren por ese mar editorial que nos rodea. Prevalece la opinión elogiosa, con más o menos reservas, sobre lo mediano y lo francamente malo de algunos, un prudente silencio sobre lo igualmente malo de otros y, lo que es más grave, un silencio estudiado y mortal sobre bastantes obras excelentes. Quizá en ese desdén por lo excelente y en la consciente igualación, que abunda, de lo bueno con lo mediano, se halle la más peligrosa vía hacia el decaimiento. La igualación menoscaba y deslustra lo que tiene brillo y valor. Si todo se empareja, nada se alza, y en la literatura, cuando la tamiza el tiempo, lo que nos queda son las cumbres. Leo, a veces, como elogio de un libro recién aparecido, que está bien escrito. Naturalmente es lo menos que se le puede pedir y eso no habría ni que mencionarlo, pero si se afirma es porque, de hecho, hay otros a la par que no alcanzan esa mínima exigencia. Hace años que lo vengo observando y ese valor proclamado de lo bien escrito me recuerda una anécdota que si no la hubiera presenciado no la creería y ustedes, si no hay alguien que la presenciara igual que yo, acaso la pongan en duda. Ocurrió la tarde, de agosto creo, en que fue elegido papa el cardenal Albino Luciani, que adoptaría el 14
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«Ante tal amontonamiento, ante semejante laberinto, la función de la crítica es esencial. Necesitamos quien nos oriente sobre lo que es imprescindible leer, sobre lo que pueda ser relativamente aceptable y, más que nada, sobre todo aquello que no merece ni un segundo de nuestro tiempo ni una pizca de nuestra atención. Creo que lo que verdaderamente escasea es la crítica fiable [...].»
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nombre de Juan Pablo I y cuyo pontificado, como recordarán, sólo duró treinta y tres días. La elección resultó sorprendente porque no había entrado en ninguna de las cábalas previas al cónclave. Aquella noche tve preparó un reportaje sobre el nuevo papa, para su telediario, y entrevistaron a un obispo, todavía hoy en activo, que por determinadas circunstancias resultaba ser uno de los pocos eclesiásticos españoles que había tenido bastante relación personal con el, hasta aquella tarde, patriarca de Venecia. Alabó su sencillez, su bondad y su piedad, y acosado por el entrevistador que insistía en conocer qué rasgo especialmente destacable de la personalidad del elegido habría movido al Colegio Cardenalicio para elevarlo al solio de san Pedro, nuestro obispo aseguró convencido: «Sí hay un rasgo excepcional en su personalidad: la fe. Es un hombre que, ¿cómo le diría yo?, cree en Dios». Pues bien, tan chocante como la afirmación del obispo, que admitía como factible la elección de un papa agnóstico, me resulta lo del «libro bien escrito» en las páginas literarias de los periódicos, que da por mal escritos otros de los que se reseñan allí y que también, por lo tanto, constituyen parte de la literatura que se tiene en cuenta. Si se acepta, pues, tal cosa, y lo mal escrito no sólo se publica, sino que además se le concede beligerancia crítica y a veces hasta premios, la decadencia no es que se avecine, es que además se nos presenta con salvoconducto. ¿Ha ocurrido esto, de tal modo, en el pasado? Yo creo que no, que era más difícil dar gato por liebre, que se empezaba por escribir bien, correctamente, digamos, con propiedad cuando menos, y los niveles de calidad se establecían después. Eso hasta no hace mucho, hasta bien avanzado nuestro siglo, hasta lo que realmente podemos llamar presente porque lo hemos vivido y actúa sobre nosotros, hasta que se pone en tela de juicio la vigencia de lo que ha dado en llamarse la galaxia Gutenberg. La literatura ha visto mermadas desde hace medio siglo, muy lentamente al principio, aceleradamente después, casi vertiginosamente ya, parte de las funciones que había desempeñado durante milenios: una, la de darle permanencia al decir humano, concediéndonos la posibilidad de «escuchar con los ojos», como diría Quevedo, las voces señeras del pasado, las voces destacadas del presente, otorgándonos la facultad de actualizar en cualquier momento esos decires, de recrearlos desde nuestra personal perspectiva, de razonar con ellos y desde ellos («Razonan conmigo los libros cuyas palabras sigo con los ojos», escribió también Quevedo en una de sus cartas desde la Torre de Juan Abad), ayudándonos, cuando es preciso, a huir de la soledad sin enajenar nuestro albedrío a los inevitables riesgos de la compañía. Otra, la de hacernos entrar en otras vidas, seguir otros acontecimientos, trasladarnos a otros tiempos y a otros lugares, multiplicar de ese modo nuestra experiencia vital. 16
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Edison primero, consiguiendo la grabación de la voz, los hermanos Lumiére, dándole movilidad a la imagen fotográfica, la posterior fusión de ambos hechos en el cine sonoro, la invención del televisor por el escocés Baird, han ido sustituyendo paulatinamente la cultura del libro, que era la que teníamos, por la cultura audiovisual, que es la única que ahora tiene mucha gente. Esa competencia, que goza de todas las ventajas, pues al espectador no se le exige el esfuerzo que al lector, su actitud es mucho más pasiva, por principio, podría hacernos suponer que la literatura no es que haya entrado, universalmente, en decadencia, es que tiene los días contados. Eso es lo que pensaba Mac Luhan cuando escribió su libro La galaxia Gutenberg, pero el mismo éxito de la obra, tan leída y tan citada, es buena prueba de que las funciones del libro no las agotan, ni mucho menos, sus competidores audiovisuales. La actividad del lector es precisamente eso, una actividad; la lectura precisa cooperación por parte del lector, meditación, reflexión, imaginación. Ahora está de moda en crítica literaria una escuela que cultiva la llamada estética de la recepción, pero eso no es ninguna novedad, salvo en el nombre y la pedantería; todos hemos sabido desde siempre que no hay literatura sin lectores. Es evidente que lo de entrar en otras vidas, seguir otros aconteceres, trasladarnos a otros tiempos y a otros lugares lo podemos obtener ahora, sin mayor aplicación de la mente, desde la mera percepción sensorial, con el cine o con la televisión. Pero eso no excluye la dimensión literaria que se halla en la misma base de esos medios ni, por descontado, a la literatura pura y simple sin tales apoyos. La aventura de leer es siempre más aventura que la de contemplar, porque es una aventura íntima y personal, que se la va haciendo el lector, desde las palabras del texto, a su propia medida. Por eso sigue habiendo lectores, muchos lectores, más que nunca, como ya dije antes, simplemente acaso porque hay más gente y porque el analfabetismo se ha reducido muy considerablemente en esta parte del mundo que habitamos. Naturalmente me refiero al analfabetismo estricto, el de no conocer las letras, el de ser incapaz de leer. Porque el analfabetismo funcional es, proporcionalmente, mucho mayor de lo que pudo ser en el pasado, cuando saber leer era el paso decisivo hacia la elevación cultural y la posible mejora de situación social. Ahora se sabe leer, se conoce la mecánica de la lectura, se leen anuncios y letreros, pero como es un bien generalizado no se valora. El analfabeto funcional, el que no lee cosa que valga la pena y, si lee, no entiende, es una especie muy extendida que alcanza, incluso, los niveles universitarios y posiblemente tiene en su casa esos libros que nos sorprende ver en las listas de los más vendidos, porque hasta compra libros, de los que se airean y anuncian, como pudiera comprar otra cosa cualquiera. Generalmente no reconoce su condición, aunque ya empieza a haber quien Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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la proclama. Hay revistas que tienen o han tenido secciones donde diversos personajes públicos contestan, de su puño y letra, una serie de cuestiones sobre su carácter y sus preferencias. Pues bien, un conocido bailarín, hombre joven y de notable éxito, escribía, hace algún tiempo, junto al epígrafe Mis escritores favoritos, rotundamente y sin empacho, esto: «No leo». Quizá haya que agradecerle la sinceridad, porque si se repasan otras respuestas a esa pregunta de otros encuestados más o menos conocidos, es fácil advertir que idéntica situación se ha resuelto con tres o cuatro nombres tomados al azar de la actualidad periodística y los recuerdos del bachillerato, pero que de hecho el declarante pasa de la literatura. No es que me sorprenda tal cosa. Durante nueve cursos, entre 1966 y 1975, yo enseñé crítica literaria en la Universidad. La asignatura era de tercer curso y correspondía a la sección de Filología Hispánica. Solía entregar el primer día un cuestionario que me permitiera una cierta orientación sobre los conocimientos y opciones de los alumnos. Les pedía, entre otras cosas, que me dijesen las tres novelas, las tres obras dramáticas y los tres libros de poesía que más les hubiesen gustado. Pues bien, hubo uno que me respondió con esta frase: «La novela que más me gusta son Los intereses creados de Federico García Lorca». No es un chiste, aunque lo parezca. Lo de las obras dramáticas y las líricas lo dejó en blanco, tras el esfuerzo de síntesis que acababa de realizar. Y una chica del mismo curso contestaba así: «No he leído ninguna obra, pero me regalaron el verano pasado un libro de Camilo Cela y cuando tenga tiempo lo pienso leer». Probablemente se imaginarán ustedes que todo esto lo cuento ahora, ya avanzada la conferencia, para amenizarla un poco y animarlos a resistir hasta el final. Pero hay un epílogo. Hace cosa de dos años, me contaba un amigo que uno de sus nietos, adolescente con aficiones literarias, entusiasta y ya abundoso lector, tenía serios problemas con su profesor de literatura en el instituto, con el que no se entendía en absoluto y que le había suspendido la evaluación trimestral. Le pregunté quién era y me dio su nombre. El de Los intereses creados. Indignado el abuelo, orgulloso y seguro de su nieto, que le había salido a él en la afición a la lectura, se fue nada menos que a la Consejería de Educación de la comunidad autónoma correspondiente, donde tenía un amigo funcionario que le presentó a la inspectora del área de Lengua y Literatura. Mi amigo tuvo una conversación con ella, que repetía siempre las mismas frases de una extraña jerga pedagógico-legal, que acabó exasperándolo. «Una perfecta imbécil», me dijo. Le pregunté también por su nombre.Y resultó ser la del libro de Cela, que no sé si habrá tenido tiempo ya de leer después de tantos años transcurridos. Por supuesto se había licenciado, como el otro y como cualquiera que se lo proponga con un poco de paciencia, y ahora ocupaba este puesto «de directa designación». 18
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Aunque parezca mentira, un porcentaje altísimo de los profesores de literatura ni son lectores ni les interesa mayormente lo que enseñan. Se han dedicado a eso como podían haberse dedicado a vender zapatos o a proporcionar impresos en una ventanilla. Una encuesta en la Universidad Complutense puso de relieve, hace algunos años, que el 40 % del alumnado no estaba estudiando la carrera que hubiera preferido, sino la que su nota media de selectividad le permitía. En las Facultades de Filología y de Historia, que son las menos exigentes en la admisión, ese porcentaje se dobla y además, como es sabido, el que alguien explique literatura en el bachillerato no depende siquiera de que sea profesor de esa materia, puede serlo uno de otra cualquiera que necesite completar su horario. Todo esto sí que puede tener que ver, a la larga, con la decadencia de la literatura y, corrigiéndolo, podríamos evitar que se llegara a ella. Cualquier posible decadencia se evita con un sistema educativo adecuado. Y, desde luego, si se multiplican los lectores exigentes y bien formados e informados, no hay lugar para la caída, no hay razón para el deterioro. Si se fomenta la afición a la lectura, si se hace comprender que los medios audiovisuales la complementan, pero no la sustituyen, si se pone cada cosa en su lugar —y eso ha de formar parte de la educación—, la literatura cumplirá la función que le corresponde y tendrá que estar a la altura de las circunstancias. Y acaso las circunstancias del tiempo que estamos viviendo y del que vamos a vivir le exijan a la literatura una perfección mayor, una más acendrada calidad, precisamente por su obligada convivencia con los medios audiovisuales, que en alguna de sus funciones la suplen con aparente ventaja. ¿Y cómo es la literatura de hoy, en definitiva? ¿Declina realmente? Yo empecé por manifestar lo que sinceramente creo. Se lee más que nunca y se escribe más que nunca, aunque gran parte de lo que se publica es malo sin paliativos, si a mi juicio me atengo.Tenemos, todavía vivos afortunadamente y en plena actividad, un numeroso elenco de grandes escritores, de los que están fuera de toda discusión, asentados ya en su condición de clásicos de nuestra lengua, y apuntan, como ya dije, a un lado y otro del Atlántico, en la patria común de la lengua española, nuevas figuras con la fuerza suficiente como para que se produzca el relevo sin un descenso brusco e irremediable. Acaso en unos géneros más que en otros. Así, por ejemplo, entre la turbamulta de poetas, no encuentro ninguno que se me acerque ni de lejos a los de mi personal preferencia. Y eso que los libros de versos se hojean con rapidez y sería fácil encontrar la perla escondida. Aunque sean multitud, que lo son. Leo en un periódico la extraña noticia de que hay tres mil cuatrocientos veintitrés poetas censados en la provincia de Cádiz y, sin que uno acabe de entender lo que es un poeta Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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censado, la cifra produce escalofríos, pensando en que hay otras cuarenta y nueve provincias por censar. Como los poetas tienen sus temas contados, porque lo que expresan son emociones y los sentimientos esenciales del ser humano no pasan de una docena, su mérito consiste en decirnos lo consabido como si no lo hubiéramos oído nunca, con las palabras justas para darle la forma precisa, la máxima intensidad y la dimensión exacta al dolorido sentir o a la alegre exaltación que con ellos compartimos. Es posible, pues, que uno se construya, en su juventud su particular parnaso, se haga su íntima antología con sus específicas odas, himnos, elegías y madrigales, se los grabe en la memoria y en el corazón y los haga tan suyos que ya no encuentre nunca a nadie que pueda superarlos. Puede que sea eso, pero el caso es que, desde hace cuarenta años por lo menos, yo sólo he hallado algún verso suelto, rara vez un poema entero, nunca un poeta completo que haya sentido necesidad de agregar a mi amplio, vivo y permanente florilegio lírico. En cuanto a la literatura dramática y su evidente decadencia, quizá la más visible de todas, yo me voy a permitir recordar un artículo de Francisco Nieva, «Un teatro sin escritores», que ya resulta bastante explícito desde su mero enunciado. La gente con sensibilidad literaria empieza a desdeñar el teatro, afirma el dramaturgo, porque cuando se decide a asistir a una función sale frustrada, porque encuentra que la parte espectacular es excesiva. En el teatro el escritor ha pasado a un segundo plano, relegado por directores, actores, tramoyistas y hasta electricistas, ahora llamados luminotécnicos. Me satisfizo, al leerlo, ver confirmado por alguien que vive el teatro por dentro lo que yo pensaba desde mi simple condición de espectador y que puedo formular así: el teatro, cuya competencia con el cine, primero, y luego con la televisión resulta mucho más frontal que la de los otros géneros literarios, ha escogido el peor camino para rivalizar con ellos: el de intentar aproximárseles en espectacularidad en vez de intensificar lo que le es genuino, que es precisamente su carácter fundamentalmente literario, su consistencia textual. Acaso la excelencia del teatro norteamericano del último medio siglo radique en que sus grandes autores sí lo supieron entender. Con irradiación entre nosotros: los mayores éxitos en nuestras propias carteleras en el pasado inmediato, con reposiciones y a teatro lleno, han sido obras como El precio de Miller o ¿Quién teme a Virginia Woolf? de Albee, por ejemplo, que no es que sean esencialmente texto, es que se atienen incluso a la regla de las tres unidades, que no fue sólo una obcecada actitud de los neoclásicos, como en tiempos nos explicaron, sino una prudente actitud literaria frente a un teatro, el romántico, que empezaba a desviarse hacia la espectacularidad. El ensayo, por su propia naturaleza, no parece hallarse en conflicto con los medios audiovisuales y puede construirse y propagarse desde la actividad 20
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diaria de la prensa, lo que le otorga unas ventajas de las que carecen los otros géneros. Existe además una tradición gloriosa en nuestras letras, desde el padre Feijoo hasta Julián Marías, pasando por Larra, Unamuno y Ortega. Lo que ocurre es que empieza a cundir una literatura ensayística más cargada de ideologías que alimentada de ideas, donde el tópico sustituye a la reflexión y la prosa apelmazada y seudotécnica a la brillantez estilística de nuestros mayores. Pero hay excepciones notables y hay que saber discernir, porque este género, el más obligadamente ligado a su circunstancia temporal y espacial, no admite como los otros la espera de un juicio futuro, sino que ha de recibirse su lección de inmediato para que cumpla con la debida eficacia su función, que no es simplemente estética, naturalmente. Precisamente por eso, sobre ningún otro género suele caer la intencionada cortina de silencio que sobre este, en muchas ocasiones, cae, y ningún escritor suele ser ninguneado —utilicemos el verbo mejicano, tan expresivo— del modo tan implacable con que lo suelen ser no pocos ensayistas. Nuestra obligación de lectores, en este caso, es permanecer alerta y no dejar que ahoguen, desde la descalificación, la insidia o el silencio, a los que nos puedan salvar de un declive que sería, en este terreno, especialmente dañino y no solo desde la perspectiva literaria. Si el teatro, vimos, optó, en su competencia con el cine por intentar, sin éxito, asemejarse a él, la novela, en análogo trance, y dada la libertad de que el género goza, sus borrosos límites, ha pretendido, en diversas ocasiones, separarse de la simple y pura narración y perderse en recovecos expresivos, en primores de estilo, en rebuscadas oscuridades, en complicadas técnicas. Con plácemes críticos, por lo general, y olvidos públicos casi inmediatos, salvado el genio de algunos cultivadores. Porque lo que la gente quiere, desde tiempo inmemorial, es que le cuenten historias, que le relaten otras vidas con sus venturas y desventuras, que le narren sucesos reales o ficticios, y que todo se suceda en el tiempo, azarosamente, como su propio existir. El cine y la televisión le sirven esas historias y esos sucesos en imagen, pero no han acabado de sustituir la magia narradora de la palabra y la novela, el relato literario, no va tener otra decadencia que la que se empeñen en proporcionarle algunos desnortados escritores. Abunda lo malo, lo mediocre, lo deleznable, lo falto absolutamente de interés, pero también lo original, lo brillante, lo bien contado, lo llamado a pervivir, lo que nunca perderá emoción: el cero coma cero uno por ciento con el que empecé la conferencia. No he querido citar nombres del presente literario proyectado hacia el futuro. Siempre hubieran faltado y alguno les podría disonar. Los ponen ustedes, seguramente los habrán ido poniendo ya. Pero ahora sí les voy a proponer como remedio para una posible declinación de la novela, unas palabras recientes de uno de esos Gregorio Salvador Caja • ¿Decadencia de la literatura?
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escritores que ya han tomado el relevo, mi compañero de Academia Antonio Muñoz Molina. Esto ha dicho: «Parece que en los últimos tiempos se hayan empeñado en hacernos creer que la novela debe escoger entre ser profunda y aburrida o entretenida y superficial, como si la inteligencia y la amenidad fuesen incompatibles.[...] Renunciar a la narración viva, al movimiento, a la acción y a la trama, limitar la novela, la literatura, a un ejercicio de estilo, a un desahogo personal, a un acto solitario ante un espejo, me aburre muchísimo. Cuando era joven quería que en mi vida pasaran cosas.Y ahora quiero que en mis novelas pasen cosas. Con planteamiento, nudo y desenlace, y los puntos y las comas en su sitio». Sí, creo que eso es lo que esperan los lectores. Que los hay a montones. Se venden muchísimos libros y no todos son para decorar el cuarto de estar. Yo he escrito un artículo no hace mucho sobre los lectores en el metro. A mí, que lo utilizo con frecuencia, me admiran esos viajeros que abren su libro, se sostienen como pueden, se desentienden de vaivenes y empujones y se sumergen en ese otro ámbito que la literatura les proporciona. Suelen ser lectores de buenos libros; aunque se evadan, lo que leen no es habitualmente literatura de evasión. Los hay siempre, a cualquier hora y en cualquier trayecto, y a mí me elevan la moral. Abundan más entre ellos las viejas ediciones, compradas en la cuesta de Moyano, que los flamantes ejemplares de la moderna industria editorial, aunque tampoco estos falten. Es más fácil, en cualquier caso, encontrar lectores de Galdós o de Baroja que de Terenci Moix o Antonio Gala. Y esa es, si nos paramos a pensarlo, la grandeza de la literatura: su pasado, depurado ya, acrisolado, tamizado, sigue siendo presente, actuando sobre nosotros, ofreciéndonos solaz y reflexión.Y es tanto el pasado, que puede servirnos de puente para saltar sobre cualquier periodo de decadencia sin disminuir nuestra afición lectora, sin reducir nuestras posibilidades de hallar la intimidad de un autor que nos acompañe y nos consuele, sin privarnos de esas claras ventanas a la comprensión del mundo que los libros excelsos nos proporcionan. ¿Hay alguna obra más actual que La rebelión de las masas? Yo, como los lectores del metro, tras desechar, como dije, tantas nuevas lecturas inacabadas por inacabables, me refugio en los viejos autores seguros, en gozosas relecturas con las que aguardo la llama que de vez en cuando se enciende, no para consumirse en su propio éxito momentáneo, sino para perdurar como esos otros fuegos literarios que me siguen enardeciendo. Es de los lectores de quienes depende lo que pueda ser en cada momento la literatura y, por lo tanto, a ellos, es decir, a nosotros nos corresponde evitar su decadencia. ¿Cómo? No dejándonos engañar por los fuegos fatuos. Así de simple. Nada más. Muchas gracias. 22
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Ana Muller
Cรกtedra Emilio Alarcos Llorach