Urbog

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Reconocer a Bogotá como centro productor de historias dependientes e independientes, como un lugar liberador de tensiones y creador de contrastes, como espacio común donde el arte está en un constante estado de metamorfosis y donde la literatura logra exaltarlo y abanderarlo, es la única condición para ser parte de este ambicioso proyecto llamado Urbog.

Pase las páginas y refuerce esa identidad que todos tenemos en común, ser Bogotanos no solo significa estar en el centro del país, ser bogotanos es tener el privilegio de ser actores activos de una metrópolis donde el arte y la literatura joven y vanguardista son los alcaldes de las nuevas ideas y pensamientos urbanos.



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Relato de: Mahita 8


¿Que niña de esta ciudad no ha tenido que lidiar con los piropos de los hombres en la calle? Seamos sinceras, grandes, chiquitas, flaquitas, gorditas, lindas, mamacitas, feas o feítas, todas nos hemos ganado un piropazo en varias ocasiones. Cuando acababa de volver a estas criollas tierras, me incomodaban mucho. “Uy qué vulgaridad, qué mamera esos manes siempre sobando la vida!!!!!!” Me ponía roja, se me cambiaba el caminado porque me los imaginaba cuando pasaba frente a ellos y la típica, me tropezaba ridículamente… Así que decidí cambiar de actitud. No es que me haya acostumbrado pero me acordé de una guía turística que había leído alguna vez que estuve en Cuba y en la que decían que las cubanas, cuando recibían ese tipo de insinuaciones, seguían muy dignas su camino, sin “enojarse”

ni sonrojarse y que como turista, uno debía intentar seguir el mismo ejemplo. Bueno… se aplicó el consejo, intentando tomarlo muy a la ligera. Y medio lo logré. ¿Saben porqué lo sé? Por que antes, todas las mañanas, cuando pasaba al frente de los obreros de la construcción del lado de mi casa, me pasaba lo que ya les conté… Ahora no, ahora intento pasar dignamente, haciéndome la que está pensando en otra cosa, como si esa vaina me resbalara. Claro, es pura pretensión porque siempre oigo lo que me dicen: “CSCSCSCSCSCSCSC, mami, mamacita, hola miammmor, princesa, monita, como estás…” y todos los otros de “si cocina como camina… están cayendo angelitos…uy qué ojazos…” Pero el peor fue el que me soltaron el otro día, me sentí como el ser más malo del mundo y al mismo tiempo me indignó horrible… El tipo en cuestión empezó su retaíla insoportable y yo

le pasé al lado como si nada cuando me dice “ni una mirada, ni un que más, es que al pobre y al feo todo se les va en deseo…”. No sabía si reírme, botarle encima el juguito que me estaba tomando, decirle “¿hola que más?” o decirle “usté que piensa señor, no es porque usted sea pobre, de pronto si es porque es super feo, pero en todo caso uno no se la pasa diciéndole que más a todo el que se va cruzando por la calle o aceptándole invitaciones a cualquier pendejo, ¡que se vino a creer, usté!” Pero no… opté por seguir caminando, ni me reí, ni le eché el juguito, ni lo insulté y mucho menos le dije hola. Y les confieso que esta es la hora en que aún me arrepiento de no haber dicho nada. Eso si, sigo sin entender a cuento de qué vienen esos piropos… ¿será que a veces alguna les dice “hola que más”?

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El almuerzo más Ese billete arrugado con el rostro del inmolado Jorge Eliécer Gaitán es el pasaporte para que lustradores, ambulantes y pensionados calmen el hambre en la plaza de San Victorino, centro de la ciudad. El menú es denominado por los comensales con el nombre de ‘combinado’. Uno de sus más veteranos representantes es Fabián Sánchez, quien ya completa 10 años al frente de la popular receta. A las 7 de la mañana, en la cocina de su casa del barrio Eduardo Santos, pone en el fogón las ollas con el arroz, los fríjoles bola roja y los chicharrones para que antes del mediodía se encuentren a punto para la clientela. La comida es guardada en cantinas de leche y envuelta en plásticos negros. Luego, son subidas en una bicicleta panadera para salir con rumbo a San Victorino. Las cantinas se abren. Los lustradores aparecen, hambrientos. El olor a comida recién hecha cubre el panorama. Fabián no da abasto para servir tantas porciones y recibir a cambio los mil pesos.

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Mil pesos para:


barato de Bogotá

Quitar el hambre

Ya tiene práctica. Saca el plato de icopor, sirve el arroz y después lo baña con una capa de fríjoles con chicharrón. “Esta es la vitamina de nosotros los vendedores de las calles. Es comida elegante”, opina entre cucharada y cucharada John Jairo, manizalita que encuentra económico el ‘combinado’. A las 12:30 del día, cientos de personas se divisan en la plazoleta, plato en mano. La mayoría come de pie y pasa entero: el presupuesto no alcanza para la gaseosa, que por cierto, es 200 ó 300 pesos más cara que el mismo almuerzo. En la zona, la oferta de corrientazos sobrepasa los 5.000 pesos; por ello, el ‘combinado’ de Fabián se convierte en una alternativa para “llenar la tripa por poco”, agrega Belisario, un veterano lustrabotas que a diario come en el improvisado puesto para economizar. En tan sólo 20 minutos, Fabián acaba con todo lo que trae desde su casa. Vende, al día, 200 porciones y compra los insumos de su preparación en Corabastos. Crónicas El Tiempo

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El Divino Niño huele a chocolate. No está batido, mezclado en leche o hervido en agua. Está en pastillas y guardado en grandes cantidades. El olor viene de la multitud congregada que de pie o sentada escucha en silencio el oficio religioso, la misa pronunciada por el sacerdote de turno, cuya voz golpea poderosamente al ser distribuida por altoparlantes. Como si se tratara de una gran fábrica de chocolate, el olor a cacao es lo primero que percibe el visitante al desembocar por una de las esquinas a la gran plaza de la parroquia del Divino Niño, en el barrio Veinte de Julio, al sur oriente de Bogotá.

Llegar a la plazoleta en ladrillo atestada de peregrinos olorosos a cacao significa haber atravesado no uno sino varios ejércitos enfrentados en un solo campo de batalla. Y no es metáfora. A lo largo de la Calle 27 sur está el ejército de los comerciantes de chucherías, el ejército de los vendedores de caldos y tamales, el ejército de los mendigos ancianos, mujeres y niños, confundidos con el ejército de lisiados en carros esferados y patinetas, y el escuadrón de los paralíticos en sillas de ruedas que venden loterías o extienden sus manos maltrechas para pedir limosnas, estos últimos agrupados en una esquina. Más allá y más acá, disputándose el espacio de la calle, están también los acólitos, generalmente adolescentes, ataviados de blanco, quienes venciendo su timidez no se quedan atrás en el gran mercado religioso: parados entre la multitud en movimiento cambian la hojita del evangelio del día por monedas. Las Fuerzas Militares también hacen sitio todos los domingos y feriados, poniendo vallas metálicas y agentes de policía en las bocacalles de la plaza, como si lo que se celebrara fuera una carrera de caballos. Y entre uno y otro grupo de mercachifles de todos los pelambres y cataduras, aparecen disgregados, casi arrollados por la plebe, los miembros de la Defensa Civil que sacuden un tarrito invitando a los transeúntes a colaborar económicamente.

Llegar a la plazoleta del cacao significa, además, haber atravesado la calle del tamal y el olor a hierbas hervidas. Así que antes de verla e inclinarse fervoroso ante la imagen del Divino Niño, venerada en el Veinte de Julio desde 1935 –fecha en que la adquirió en un almacén religioso del centro de Bogotá el salesiano italiano Juan del Rizzo- el visitante la ha visto durante el recorrido de cuatro cuadras desde la periferia hasta el templo, en vitelas, veladoras, estampas, almanaques, escapularios, a la par que ha escuchado las mil voces simultáneas de los mercaderes que lo circunda. No solo caldo y fritanga se vende con las imágenes del Divino. También matas de sábila, largas como animales marinos recién cazados que cuelgan de una varilla; budas negros, en piedra o en plástico; cruces de mayo, cuyo olor a laurel no logra vencer el fuerte olor a fritanga que viene de grandes y oscuros pailones con aceite requemado. Todos los objetos habidos y por haber son traídos allí para participar del milagro del Venerado. En las calles adyacentes al templo que contiene la pequeña imagen del culto del Niño Jesús, se exhiben y venden con igual facilidad zapatos, vestidos, brasieres, azulejos en jaulas diminutas, micos recién traídos de las selvas húmedas, platos de loza que se lanzan dos malabaristas sobre las

cabezas de la multitud de devotos, perritos de tres días de nacidos, estremecidos entre las manos de los negociantes. Al lado del Niño Jesús, en el camino hacia su santuario, se exhibe lo recursivo que ha sido el hombre colombiano para no dejarse morir de hambre. En esta parte de la capital se aglomera, sin que falte una sola representación de los diversos rincones de Colombia, la galería del subempleo y de la miseria. Los ejércitos de los subempleados son los gendarmes que cubren la entrada al Templo de Los Milagros. Como un valle de lágrimas y gritos, la Calle 27 sur es el sendero que conduce al creyente de sus milagros hacia la imagen del Divino Niño. Para llegar a Él, a su pequeña estatura libre de todo pecado, angelical, rodeada de querubines, la persona que lo busque debe padecer realmente grandes penalidades. “Las bonitas no acarician sino que patean, mire estos platos finos, de porcelana, los tres valen mil pesos y aguantan hasta tres lunas de miel, agarre encalambrao porque lo que no es mío que se lo lleve el río”, grita en un megáfono un vendedor de baratillo. El río es la multitud hormigueante que va y regresa, de mil caras que se enrostran y observan, y que nunca termina de pasar desde la misa de cinco de la mañana hasta la última de la noche en un día domingo.

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“Todo lo que quieras pedir pídelo por los méritos de tu infancia y tu oración será escuchada”, es la frase escrita en la Novena que ha alentado a por lo menos tres generaciones de creyentes colombianos desde que el padre Juan del Rizzo instaló la imagen del Divino Niño en la parroquia del Veinte de Julio.

El busto del itinerante salesiano (18821957) aparece erigido en la Gran Sala de la Cúpula , en el camino hacia el santuario, como un justo custodio de su obra. Del Rizzo había sido misionero en su país y luego en Barranquilla, Cali y Medellín, y a él se debe haber introducido en Colombia la veneración milenaria a la imagen del Niño Jesús, que fue cantada por Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Dicen que el padre Juan, como lo llamaban los primeros peregrinos, relataba con entusiasmo la leyenda según la cual en la provincia italiana en 1636 el Niño Santo se apareció a Margarita del Santísimo Sacramento. En el barrio Veinte de Julio, que era una zona marginal de la capital en la década del treinta, el salesiano logró realizar su sueño de construir un lugar de veneración católica. La imagen del Divino Niño, de brazos abiertos y pies descalzos, que el padre consiguió casi por casualidad en un establecimiento bo-

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gotano, atrajo las primeras limosnas y las primeras libras de chocolate con que los salesianos construyeron lo que se ha convertido en uno de los más grandes emporios religiosos de Latinoamérica. Sin el culto al Divino Niño, y sin las predicaciones del padre Juan, no hubiera sido posible en aquellos años iniciales que las autoridades del Distrito dotaran a esta zona de la capital de rutas de

transporte y de los servicios públicos básicos. Hasta una estación del tranvía, llamada popularmente “ La Cachucha ”, fue instalada en el marco de la plazoleta de la parroquia en la década del cuarenta. Las limosnas al Divino Milagroso y el programa de desayunos con chocolate para hijos de migrantes y pobres urbanos, que inició Del Rizzo, posibilita-

ron la ampliación del templo y la realización de cursos y talleres dedicados a la formación de la juventud. Setenta años después los peregrinos se han multiplicado, el templo exhala un cálido olor a cacao, pero los pobres también se han multiplicado y hacen filas para que les den siquiera una pastilla de chocolate. El templo fue modernizado en 1992 y muestra cuatro naves en un área de 46 por 20 metros , otra área anexa cubierta con una cúpula de acrílico y la gran plaza externa de la parroquia, sitios en los que se ofician tres misas simultáneas y 28 eucaristías al día, con por lo menos treinta sacerdotes que se turnan la ceremonia con estricta precisión salesiana. Los domingos fácilmente se llegan a celebrar misas para unos 150 mil peregrinos, la multitud silenciosa que proviene de todos los rincones de la ciudad. La imagen venerada no está en el templo, en la sala de la cúpula ni en la gran plaza al aire libre. Está expuesta en un simple salón de clases, en el extremo sur de la parroquia, sobre un modestísimo pedestal. Ante el Divino de los Pies Descalzos calma su ansiedad la multitud caminante, mientras las voces se vuelven tenues para la oración mágica.

Crónica de Óscar Bustos



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Bajo el cielo

capital de la

Bajo el cielo de Bogotá Con el frio de su nostalgia Los besos tibios hormiguean como un fogón en llamas y un abrazo se hace más tierno arropando el sueño en un hombro cansado. Bajo el cielo de Bogotá Brumoso como el lienzo de un Monet silencioso, caminaron y se inspiraron Los poetas gloriosos. Bajo el Cielo de Bogotá en un firmamento nocturno Se enamoró Asunción Silva y se despidió del mundo. Bogotá bohemia De artistas aventureros con ansias de estrellas y algo de dinero. Por la Candelaria fantasmagórica de banderas de mil colores y balcones españoles Se la pasan recorriendo de recoveco en recoveco los espectros de un Pombo

y un Vargas Vila haciendo cuentería en el Chorro de Quevedo. Vuelan los suspiros Como palomas espantadas en la Plaza de Bolivar, Un palacio de dictadores reluce como el día y una iglesía de 500 años se vuelve un fósil petrificado, Mientras un Bolivar congelado Mira al suelo, decepcionado Los sueños sucios en el suelo por sus sucesores pisoteados. Bajo el Cielo de Bogotá Invadido de edificios Que señalan como dedos el universo infinito, En esa Bogotá enorme como un laberinto de puentes serpenteantes y autopistas como rios, En esa Bogotá preciosa Con su prisa y con su frio Bajo el farol de la luna Te dejo los versos que escribo.

Autor: Jean-Paul Saumon (Seudónimo)

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Las canoas estaban amarradas en la orilla del Río. Habíamos tomado la decisión de partir de Santa Fe buscando territorios en los que levantaríamos nuestro nuevo hogar. Esa era la suerte del momento: abrirse paso a través de la nueva tierra que descubrieran los españoles hace más de 250 años. Todos los que viajábamos habíamos nacido en Santa Fe. Indios, mestizos y criollos formábamos una caravana de esperanza para ubicar el terreno que nos daría abrigo y prosperidad. Llegar al Río desde Santa Fe tomaba muchas horas de marcha a caballo. Los carruajes con nuestras posesiones se habían atascado en los grandes pantanos del occidente de la capital del Nuevo Reino de Granada. Fueron muchas horas de lucha para enfrentar el camino hasta llegar al sitio llamado Funza. Aquí la sabana es una gran extensión de tierra llena de árboles, pantanos y animales. La historia cuenta que una de sus veredas se encontraba el gran asentamiento del pueblo Muisca, en Bacatá. La palabra Fun-

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za quiere decir varón poderoso. El río es una bella corriente de agua. A través de ella miles de historias de comercio o de batallas se cuentan como simples anécdotas de otros tiempos ya pasados. Una vez embarcados en varias canoas partimos río arriba a encontrar nuestro destino. Nuestro primer objetivo de ruta era llegar hasta Cota, que en idioma Muisca quiere decir “Crespo” o encrespado”. La referencia principal de esta población era su gran lago. Cuenta la leyenda que en la cueva del Mohan ubicada en cercanías de Cota, Bochica predicó el culto al sol y enseñó a los indígenas a cultivar la tierra. El tiempo pasaba en medio del ruido de los remos al entrar al agua. El río se ampliaba en grandes lagunas ubicadas en nuestro recorrido. La gran variedad de aves captaba nuestra atención. Una en especial era el centro de la conversación por su esmerado trabajo. Era una especie de pato que se sumergía varias veces en búsqueda de alimento. El día se nos fue en un abrir y

cerrar de ojos. El transcurrir de los botes era lento debido a la gran cantidad de equipaje que transportábamos y a los troncos de árboles caídos que obstaculizaban el paso. Llevábamos armas y municiones suficientes para hacer frente a cualquier amenaza. Desde hace muchos años se cuentan historias de ladrones y asesinos que rondan los caminos cercanos a Santa Fe. La primera noche nos tomó por sorpresa en un paraje de altos árboles y aguas lentas donde paramos a descansar. Aprovechamos para reponer energía y pescar en las aguas cristalinas. Me llamó la atención la gran cantidad de cangrejos en la orilla. Este río está lleno de vida era el comentario de los viajeros y sus familias. Esa noche pescamos en demasía. Antes de amanecer comenzó el cántico del bosque con el llamado de los pájaros. Así supimos que debíamos seguir. Nuestra meta era llegar en las horas de la tarde al puente del Común ubicado en cercanías de la población de Chía.


Por: Roberto GarcĂ­a Rubio

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