La vida del estudiante
Estamos en febrero y se acercan rápidamente los temidos exámenes, aunque algunos profesores lo llamen prueba o ejercicio, no deja de ser un examen. Nervios y cafeína ante las páginas y páginas que se tienen que devorar. Puede que sea una exageración, pero nos jugamos algo más que un número al lado de un nombre, apostamos nuestros sueños. Y tal y como están las cosas, no podemos disfrutar del hoy sin levantar la cabeza y mirar el incierto mañana. Alguien me contó que el secreto de la felicidad que se vive durante la infancia es eso mismo: el momento de la merienda o del juego como única meta, el ahora. De pequeños disfrutamos más porque no existe el después, se produce en todo su esplendor el carpe diem. Se acerca la hora de la verdad. El famoso folio en blanco -es la fobia de cualquier estudiante y se dice que se acentúa más en los futuros periodistas- y el reloj son los únicos que nos acompañan durante esas horas.
No negamos que nos lo pasamos bien, que tenemos más libertad que antes, además de disponer de multitud de oportunidades en muchos sentidos, por supuesto. Pero si nos quejamos no es por pereza. Si nos quejamos, es por la incertidumbre a lo que vendrá. A veces nos sentimos incomprendidos porque en nuestra mano está escoger entre tu deber y lo que te gusta, y a veces, la balanza se inclina en tu contra. Sí es verdad que hay momentos, con lo que realmente nos sentimos bien y nos servirán más adelante, pero eso no tiene cabida en el sistema informático donde aparece tu progreso académico, por ejemplo. Detrás de cada hoja con tachones, tipex o frases inclinadas, hay una beca en juego, un año de esfuerzo y quién sabe qué más. Cuando sale mal el examen o cualquier prueba que se anteponga en el camino, tenemos dos opciones: considerarnos las víctimas de un despiadado verdugo o aprender de ello.