ISSN 2075-2520
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Revista hispanoamericana de ficción breve
ENTREVISTA Leticia Bustamante ARTÍCULOS Gómez Trueba, Belevan, Arroyo, Gallegos ESPECIAL Minificción peruana inédita de los 80 LIBROS Esteves, Guedea, Esteban, Brasca, Valenzuela, De la Fé, Epherra, Las Microlocas, Perucho, Gardella, Lagmanovich MINIS Del Carril, Ortiz, López Araiza, Silva Santisteban, Olaiz, Sumalavia, Andurriales, Rodríguez Briz, Baizabal
5 Enero 2015
Portada: Sin título. Óleo sobre lienzo (detalle)
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Revista hispanoamericana de ficción breve Número 5 Enero de 2015 Director Alexander Forsyth Editor general Jorge Valenzuela Editores Jorge Ramos Cabezas Óscar Gallegos Consejo editorial Alexander Forsyth, Jorge Valenzuela, Jorge Ramos Cabezas, Óscar Gallegos, Alberto Valdivia, Óscar Limache Asesores Mónica Klien, Violeta Rojo, Lauro Zavala, Raúl Brasca, Ricardo Sumalavia Responsables de sección Óscar Gallegos, Jorge Ramos Cabezas, Alexander Forsyth Diseño y diagramación Vicente Ochoa Rá Corrección Jorge Ramos Cabezas Rita Sheila Rodríguez Arte de portada e interiores Miguel Nieri ISSN 2075-2520
Una publicación electrónica del
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En pocas palabras
Letras corteses Efervescencia de la minificción
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Fixture Entrevista a Leticia Bustamante Valbuena
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Oh, le mot juste! Entre el libro de microrrelatos y la novela fragmentaria: un nuevo espacio de indeterminación genérica Teresa Gómez Trueba 15 El paracaídas de Morand Harry Belevan 30 El microrrelato costarricense actual Sergio Arroyo 33 El microrrelato metaficcional en El avaro, de Luis Loayza Óscar Gallegos
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Sinapsis Minificción peruana de los ochenta. Una micromuestra inédita: Cronwell Jara, Dante Castro, Carlos Schwalb Tola, Jorge Valenzuela El tamaño sí importa Fisuras en el aire, de Araceli Esteves Julia Otxoa
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Campo minado, de Rogelio Guedea Laura Elisa Vizcaíno
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Casa de muñecas, de Patricia Esteban Erlés Leticia Bustamante Valbuena
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Las gemas del falsario, de Raúl Brasca Edgardo Ariel Epherra
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Zoorpresas zoológicas, de Luisa Valenzuela Sandra Bianchi
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Maldito vicio, de Carlos de la Fé Félix Terrones
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La impura verdad, de Edgardo Ariel Epherra Maryana Pérez
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La aldea de F., de Eva Díaz Robello, Isabel González, Teresa Serván e Isabel Wagemann Giovanna Minardi
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El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana, de Rogelio Guedea (antologador) Cecilia Eudave
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La música de las sirenas, de Javier Perucho (antologador) José Pablo Camarena Sánchez
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Brevedades. Antología argentina de cuentos re-breves, de Martín Gardella (antologador) Raúl Brasca
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Abismos de la brevedad. Seis estudios sobre el microrrelato, de David Lagmanovich Lucila Herrera Sánchez
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Minimalia Emilio del Carril José Manuel Ortiz Soto Hugo López Araiza Bravo César Silva Santisteban Amélie Olaiz Ricardo Sumalavia Baltasar Andurriales Fernanda Rodríguez Briz David Baizabal
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La plástica y Fix100 Responsables de sección Normas para colaborar en Fix100
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Letras corteses
Efervescencia de la minificción La notable efervescencia de la minificción o el microrrelato, en estos últimos años —tanto del lado creativo como del académico y difusor (antologías, editoriales, revistas, congresos, talleres, concursos, etc.)—, nos obliga a reflexionar sobre los peligros que entraña esta explosión y adhesión entusiasta. Uno de ellos, como algunos críticos ya han señalado, es que esta tendencia saludable se convierta en una moda y, como sucede con toda moda, en algo efímero e insustancial. Porque en todo boom nunca faltan los vendedores de humo o los seudocríticos, que no ven más allá de sus propios lentes. Con esto queremos decir que, si bien es cierto que en Fix100 apreciamos las bondades estéticas y epistemológicas de la ficción brevísima, no es menos cierto que no nos dejamos obnubilar por sus encantos. Esto es, no intentamos endiosar a esta forma ni mucho menos pensar que es el más sofisticado de los géneros narrativos, por encima del cuento e incluso de la novela; formas que, según algunos críticos entusiastas, quedarían atrasadas en esta época digital propicia para las formas breves, como el microrrelato, pero no para las tradicionales, para aquellas de mediano o largo aliento. Nada de esto. Nosotros pensamos con Ítalo Calvino (Seis propuestas para el próximo milenio) que la «apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación», pues cada género tiene su propia dimensión estética, y lo más interesante, quizá, sea el diálogo que se establece entre ellos. Así, estamos conscientes de que tan solo exploramos una pequeña parcela del mundo narrativo y que debemos ser cada vez más exigentes y acuciosos para distinguir las pepitas de oro en los ríos de la ficción breve. En este nuestro quinto número, en «Fixture», entrevistamos a la doctora Leticia Bustamante Valbuena, autora de una tesis capital para entender el estado actual del microrrelato español. En nuestra sección ensayística, «Oh, le mot juste!», contamos con las valiosas colaboraciones de Teresa Gómez Trueba, Harry Belevan, Sergio Arroyo y Óscar Gallegos. La primera reflexiona sobre la frontera inestable entre el libro de microrrelatos con unidad temática y la novela fragmentaria; Belevan, por su parte, nos da su testimonio como lector y cultor de relatos breves; Arroyo nos presenta una breve aproximación historiográfica y una rica muestra del microrrelato en Costa Rica; y Gallegos nos entrega un estudio sobre el microrrelato metaficcional en El avaro de Luis Loayza. En nuestra sección «Sinapsis», presentamos una muestra inédita de minificción peruana de los ochenta (Cronwell Jara, Dante Castro, Carlos Schwalb Tola y Jorge Valenzuela). Y finalmente, en nuestras secciones «El tamaño sí fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve
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importa» y «Minimalia», contamos con una nutrida sección de reseñas y una selección de creadores que toman el pulso de lo más reciente en la ficción breve en Hispanoamérica y otras partes del mundo. Solo nos queda, una vez más, agradecer el valioso aporte de nuestros colaboradores y la gran acogida que está recibiendo Fix100 por parte de nuestros lectores. Los editores
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Leticia Bustamante Valbuena (Santander, España)1 Licenciada y doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Valladolid. Profesora experta en metodologías de la enseñanza en el área de la lengua castellana, competencias y de literatura en la Enseñanza Secundaria, y, en este campo, autora de trabajos básicos en España, habiendo colaborado con la editorial Santillana en más de veinte libros de texto y de consulta, guías de lectura y recursos digitales. En investigación y crítica, sus trabajos se han orientado preferentemente a la narrativa contemporánea española e hispanoamericana; y a partir de la elaboración de su tesis de doctorado, Una aproximación al microrrelato hispánico: antologías publicadas en España (1990-2011), su principal centro de interés se ha volcado hacia este género. Actualmente es profesora funcionaria de Educación Secundaria y Bachillerato en la Universidad de Cantabria.
Gracias a la internet, conocemos el valioso aporte de tu tesis doctoral. Cuéntanos, ¿cómo nace este ambicioso proyecto, y por qué una tesis sobre las antologías en España? Soy ávida lectora de narrativa, y en el año 1996 cayó en mis manos, casi por casualidad, la antología Quince líneas. Relatos hiperbreves, del Círculo Cultural Faroni. Quedé fascinada por esas brevísimas narraciones de autores conocidos y desconocidos para mí. En principio, no sabía bien si aquello era un experimento, una «gamberrada» o algo serio. Empecé a buscar y a interesarme por esas piezas breves y descubrí el mundo de la microficción. Evidentemente, aquello no era solo un experimento. El segundo gran descubrimiento fue en el 2001. Navegando por internet, me topé con el especial «Relato hiperbreve I», Suplemento Ñ de la revista electrónica Literaturas.com. Allí pude leer reflexiones de Lauro Zavala, de Dolores M. Koch, una entrevista a Ana María Shua y más microrrelatos… El tercer hito, que hizo que confirmara mis impresiones, fue conocer, de manera casi simultánea, el proyecto que Lauro Zavala había iniciado: El Cuento en Red. Revista electrónica de teoría de la ficción breve. Por otro lado, yo tenía una «asignatura pendiente». Por circunstancias de la vida, abandoné muy joven mi carrera académica e investigadora en la universidad 1. Entrevista realizada en febrero de 2014.
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y desde los veinticinco años trabajé como profesora de Secundaria y Bachillerato. Pero siempre me ha apasionado la investigación y la crítica. Cuando decidí elaborar mi tesis doctoral, tenía muy claro que debía retomar esa pasión y unirla a mi amor por la literatura, cuyo último fruto había sido ese «descubrimiento» como lectora. Las antologías habían resultado ser la ventana principal por la que yo me había asomado al género e intuía su relevancia. Como en principio solo eran intuiciones, me propuse hacer una investigación lo más exhaustiva y rigurosa posible. Durante el proceso, que duró tres años, disfruté muchísimo —y también sufrí bastante, por qué no decirlo—, pero creo que conseguí demostrar la importancia de las antologías de microrrelatos en la consolidación, canonización y difusión del género. Argumentas que uno de los rasgos genéricos del microrrelato es su «virtualidad narrativa», esa capacidad en potencia para producir el efecto narrativo. Esto se asemeja a la distinción de Violeta Rojo entre los microrrelatos con fábula y los que no la poseen en forma explícita, pues dejan al lector la tarea de reconstruir la historia. ¿Hasta qué punto este problemático rasgo abre las puertas para considerar como relato mínimo todo aquello que al lector, en su subjetividad, se le antoje como historia? Tomé el término «virtualidad narrativa» de unos trabajos publicados en la Universidad Católica Cardenal Raúl Silva Henríquez, de Chile, por el profesor José Luis Fernández Pérez. Me pareció un concepto clave para explicar los procesos de creación y recepción del microrrelato, y lo desarrollé. En efecto, tiene mucho que ver con la distinción que Violeta Rojo hace entre los microrrelatos con fábula y los que no la poseen de forma explícita, o con lo que Lauro Zavala denomina microrrelato posmoderno. Lo que más me gusta de este rasgo es precisamente su ambigüedad y, en consecuencia, sus posibilidades. En este rasgo, como en casi todo lo que atañe al microrrelato, no creo que se puedan aplicar exactamente los criterios cualitativos o cuantitativos que normalmente consideramos en otros géneros narrativos tradicionales, como el cuento o la novela. Claro que se deja una puerta abierta al lector; pero es que en el microrrelato, cuanta más condensación, omisión y elipsis haya, más se le exige al lector como cocreador. Por supuesto, no creo que toda pieza breve sea un microrrelato —y no solo por falta de narratividad—, pero tampoco considero que para que un texto sea un microrrelato tengan que estar explícitos los elementos narrativos tradicionales. Lo importante es que se produzca cierto movimiento narrativo, lo demás se puede elidir o puede estar implícito. Eso sí, es fundamental que el autor haya dispuesto indicios, señales necesarias que den pie a que el lector reconstruya o construya ese relato oculto o semioculto. Por eso es tan difícil conseguir la expresión breve, concisa y perfecta que encierre mundos ficcionales complejos en una historia, y más si esta aparece apenas trazada.
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En mi tesis, propongo algunas piezas donde la narratividad es tan sutil, que pueden no ser interpretadas como textos narrativos —estoy pensando, por ejemplo, en «La sirena negra», de Rafael Pérez Estrada, en «Amor y basura», de Carmela Greciet o, mucho más arriesgado aún, en «Breve antología de la literatura universal», de Faroni (Luis Landero)—, pero al analizar en profundidad su forma de expresión, descubrimos indicios de una historia semioculta en discursos descriptivos, líricos o expositivos. Sé que todo esto es cuestionable, pero soy tozuda en mis análisis. Aunque suene reiterativo por la considerable discusión al respecto, ¿cuál es tu posición acerca del estatuto genérico del microrrelato? ¿Es para ti un género independiente o una modalidad del cuento? Creo que deberíamos dar por superados ciertos aspectos de la conceptualización del microrrelato, y uno de ellos es su estatuto genérico. Podría argumentar aquí sobre las diferencias cualitativas, más que de extensión, entre cuento y microrrelato; sobre la interrelación que se produce entre rasgos, que aislados también posee el cuento, para que se produzca un microrrelato; sobre la naturalidad con que surgen géneros históricos en la historia de la Literatura —por ejemplo, el cantar de gesta en la Edad Media, dentro de la épica, no es lo mismo que la epopeya antigua— y aplicar ese mismo criterio al microrrelato, como subgénero histórico, diferenciado del cuento, dentro del género narrativo… Todo ello me lleva a defender el estatuto genérico del microrrelato, que considero un subgénero histórico diferente del cuento y al que, para abreviar, denominamos género narrativo. Pero creo que hay una prueba definitiva para defender esta postura. Tengo muchos amigos que son buenos escritores de microrrelatos y de cuentos. Si yo les pregunto si su actitud creadora para escribir un cuento o un microrrelato es igual, la respuesta siempre es la misma: no. Es decir, lo que esperaríamos si la pregunta se refiriese al cuento y a la novela (y nadie duda de que sean géneros narrativos diferentes). Si hacemos esta prueba con los lectores y les preguntamos si esperan encontrar lo mismo en un libro de cuentos y en un libro de microrrelatos, el resultado es similar, porque las «etiquetas» genéricas que los identifican ya están consolidadas y asimiladas. Lógicamente, esto no siempre ha sido así, porque el microrrelato ha pasado por un proceso de formación, legitimación y consolidación. Pero ahora mismo, incluso, si un escritor combina cuentos y microrrelatos en un libro o si los lectores los encuentran mezclados, los distinguimos. Con respecto a la consolidación y la canonización del microrrelato, además de los países que cuentan con una sólida tradición, como México y Argentina, ¿qué otros países percibes que siguen esta senda de creación, difusión e investigación?
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Creo que el proceso de internacionalización ha contribuido a que las diferencias en creación, difusión e investigación, abismales en el pasado, ahora se hayan minimizado. Hay publicaciones digitales donde el comité editorial constituye un crisol de nacionalidades, con las magníficas repercusiones que eso tiene. Fíjate, por ejemplo, en la Internacional Microcuentista. Revista de microrrelatos y otras brevedades (a mí me gusta llamarla la «Inter»): Colombia, Argentina, México, España, Perú… Por «barrer un poco para casa», diré que España se incorporó de manera tardía al pleno desarrollo del género. No quiero decir que no existiera desde principios del siglo XX —hay relevantes investigadores que han demostrado lo contrario—, pero desde el año 2006 aproximadamente estamos viviendo una auténtica explosión, que no está exenta de peligros. Conocía la actividad en países como Venezuela, Chile o Colombia, que siguen ofreciendo valiosas contribuciones en esos tres aspectos. Y autores aislados de casi todos los países hispanohablantes. Pero últimamente, y gracias a las redes sociales sobre todo, he tenido conocimiento de lo que se mueve en Perú. Y estoy perpleja. Y creo que deberíamos situar en un lugar de honor a quienes iniciaron este camino y siguen «al pie del cañón»; estoy pensando, por ejemplo, en la labor de El Cuento en Red desde México. En tu tesis hay un breve apartado para el desarrollo del microrrelato peruano, en el que expones lo hecho por Giovanna Minardi en su antología Breves, brevísimos (2006), y mencionas a los antologados. Ahora, independientemente de este apartado, ¿qué autores peruanos, además del conocido Fernando Iwasaki, percibes que son leídos, comentados o recopilados en las antologías o estudios publicados en España? La inclusión de Perú en el apartado de «Historia del microrrelato» obedeció a mi ingenua pretensión de conocerlo todo, recogerlo todo y mencionarlo todo. Obviamente, no lo conseguí y seguramente mi obsesión ocasionó injusticias y olvidos imperdonables. Pero es cierto que enseguida recibí desde Perú muestras de agradecimiento por ello. En el proceso de mi investigación conocí el blog Plesiosaurio y la revista Fix100, pero a partir de ese momento, a través de Facebook, conocí a autores peruanos como, por ejemplo, Rony Vásquez. Me preguntas por autores peruanos presentes en antologías que se publican en España y… ese es otro cantar. En volúmenes más o menos recientes, además de Fernando Iwasaki, encuentro a Jorge Díaz Herrera y Mónica Belevan. No me extraña que en su momento Giovanna Minardi constatara que solo en Relatos vertiginosos, de Lauro Zavala, en Dos veces bueno, de Raúl Brasca, y en La mano de la hormiga, de Antonio Fernández Ferrer, se recogieran textos de los escritores peruanos Manuel Mejía Valera, Julio Ortega y Julio Ramón Ribeyro.
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En tu trabajo comentas la relación entre la minificción y la labor pedagógica (y resumes estudios de Pérez Tapia, Henry González, y Eyré, entre otros). Como educadora, ¿te has aproximado al género minificcional con fines didácticos? ¿Cómo se podría trabajar con el microrrelato en las aulas, sea para desarrollar la competencia lectora o la creatividad de los alumnos? Parece que el microrrelato ejerce una gran atracción entre los docentes por sus posibilidades didácticas, y existen propuestas muy interesantes. He de admitir, sin embargo, que tengo ciertas reservas. Me explico. Este género exige un lector competente y con amplio bagaje cultural, por lo que siempre que lo utilicemos en clase con adolescentes o con estudiantes de español como lengua extranjera tendremos que escoger muy bien los textos y los objetivos con que pretendemos emplearlos, porque, de lo contrario, el reto para ellos será inalcanzable y nos veremos obligados a «destripar» la mayoría de sus claves. No estoy diciendo que el microrrelato carezca de posibilidades didácticas, sino que, para mí, pueden ser equiparables a las de otros géneros, como la poesía. Y si escogemos este género por ser más «motivador» o más «innovador», tal vez caigamos en la trampa del facilismo. Antes de trabajar en mi tesis doctoral, en una época en que trabajaba en simultáneo como docente y como colaboradora de la editorial Santillana, elaboré materiales didácticos con microrrelatos para alumnos de secundaria y… no me terminan de convencer los resultados; tal vez ahora lo haría de otra forma. Mi experiencia es que el género funciona mejor con alumnos de Bachillerato o en la Enseñanza de Adultos. Creo que aquí una adecuada selección de textos combinada con un concienzudo diseño de la aplicación didáctica pueden dar buenos resultados. Y no estoy pensando solo en profundizar en estrategias de lectura comprensiva y en técnicas para fomentar la creatividad de los alumnos, sino incluso en trabajar nociones de historia de la literatura, algunos conceptos fundamentales sobre narrrativa, reflexionar sobre el uso de nuestra lengua en general y de su uso literario en particular… Pero, por favor, no nos olvidemos de algo fundamental: hagamos que nuestros alumnos disfruten con la Literatura, ya sea con microrrelatos o con cualquier otra manifestación. Sé que se ha publicado algún libro de microrrelatos para niños, y, como voy a enseñar Literatura Infantil en la Universidad de Cantabria, tendré ocasión de formarme una opinión sobre el asunto. ¿Cuál es tu balance respecto de la calidad crítica y estética de las últimas antologías publicadas en España? ¿Existen criterios estables en la recopilación de lo que se considera un microrrelato? En general, creo que en España, tras algunas vacilaciones, existen unos criterios estables, aunque necesariamente flexibles, para elaborar antologías. Aunque se
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siguen publicando algunas según un criterio de oportunidad, supongo que la brevedad facilita este tipo de iniciativas. Pero destacaría dos muy relevantes para el microrrelato español: Antología del microrrelato español (1906-2011). El cuarto género narrativo (Madrid: Cátedra, 2012), de Irene Andrés Suárez, y Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español (Palencia: Menoscuarto, 2012), de Fernando Valls. Pero no solo encontramos antologías dignas, elaboradas por especialistas universitarios, ahí está la interesante propuesta De antología. La logia del microrrelato (Madrid: Talentura, 2013), de Rosana Alonso y Manu Espada. Como he reseñado las tres, no me extenderé en explicaciones. En un interesante artículo («De cómo el microrrelato se ha convertido en un fenómeno cultural». Fábula 33, 2012), señalas que el microrrelato ha sobrepasado lo estrictamente literario para constituirse en un fenómeno sociocultural complejo, producto de la globalización cultural, los concursos masivos y las numerosas antologías. ¿Qué opinas de la «popularización» del microrrelato, fenómeno que conlleva el riesgo de su banalización, y a que, posiblemente, se nos venda gato por liebre? Me reafirmo en mis opiniones que tan bien has sintetizado. Creo que quienes hemos estudiado el género y, por tanto, hemos leído muchos microrrelatos hasta conocer o configurar su canon, tenemos cierta responsabilidad en ello, aunque, por supuesto, nos podemos equivocar. Las nuevas formas de difusión literaria han eliminado filtros de los que antes el lector se fiaba bastante. Por mi parte, he decidido no hacer reseñas negativas: si considero que algo no alcanza la calidad literaria necesaria, esté en soporte de papel o sea digital, simplemente no lo apoyo ni lo difundo. Sé que mi aporte al respecto es ínfimo y que, tal vez, no le importe a nadie, pero algo es algo. Porque, ¿quién soy yo para coartar la libertad creadora y difusora de cualquiera que decida escribir y publicar en internet? Pero tampoco se puede admitir que todo lo que se escribe y se difunde en blogs, Facebook, Twitter, concursos y volúmenes antológicos merezca el nombre de Literatura. Son cosas distintas. ¿Qué expectativas tienes frente al VIII Congreso Internacional de Minificción, a realizarse en la Universidad de Kentucky (EUA) en octubre de este año?2 Cuando leí las líneas del Congreso, me parecieron interesantísimas, especialmente tres: «La minificción fuera del ámbito del español», que me atrae sobre todo como lectora; «El mercado editorial y la ficción digital; vitalidad y difusión», en la cual he trabajado y conozco bastante; y «Representaciones iconográficas en el microrrelato», 2. Se hace referencia al VIII Congreso Internacional de Minificción que se realizó en la Universidad de Kentucky, en los Estados Unidos, los días 15 a 18 de octubre de 2014.
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donde voy a iniciarme ahora. Además, hay otro ámbito que se puede intuir, aunque no está explícito y es lo que denomino el «microrrelato camuflado o disimulado» en novelas, libros de viajes, obras híbridas… que me asalta casi siempre que cojo un libro. Debe ser por deformación profesional. Lamentablemente, no creo que acuda a Kentucky, pero me mantendré informada y esperaré las Actas con avidez. Finalmente, ¿en qué proyectos estás incursionando actualmente? He escrito algunos textos que se publicarán en los próximos meses y en los que descanso del microrrelato: un capítulo de un libro en el que abordo antologías de cuentos publicadas en España, y algunas reseñas sobre obras colectivas de investigación lingüística y literaria, que se publicarán en la RANLE (Revista de la Academia Norteamericana de la Lengua Española). Y ahora, lo inmediato es aproximarme a algo que aludí en la respuesta anterior, la relación entre microrrelato e imagen. Voy a empezar con una reseña de Casa de muñecas (Madrid: Páginas de Espuma, 2013), libro de microrrelatos escrito por Patricia Esteban Erlés e ilustrado por Sara Morante, una reseña ofrecida a Fix100. Tengo pendiente también un proyecto para conceptualizar y enmarcar el microrrelato hispánico en un libro-taller que está preparando un escritor y amigo. Y… muchas ideas, pero poquísimo tiempo.
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Sin título. Óleo sobre lienzo (detalle)
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Oh, le mot juste!
Entre el libro de microrrelatos y la novela fragmentaria: un nuevo espacio de indeterminación genérica Teresa Gómez Trueba Universidad de Valladolid
E
n la ya abundante bibliografía existente sobre el microrrelato se aborda fundamentalmente la necesaria cuestión de su estatuto genérico (bien sea para afirmarlo o para negarlo), a partir de un intento de caracterización de los rasgos diferenciadores del mismo, en relación con otros géneros literarios afines, como son el cuento o la poesía. No es mi intención en este trabajo seguir insistiendo en ello, sino reflexionar acerca de otro aspecto creo que mucho menos atendido por la crítica: el contexto o estructura narrativa donde el microrrelato es publicado. Es raro que un autor dé a conocer un microrrelato en solitario. Dada la extrema brevedad de esta modalidad narrativa, lo habitual es que el microrrelato aparezca publicado dentro de un conjunto de ellos, es decir, en libros que albergan numerosas piezas, bien sean colectivos, bien sean de un único autor. Mi propósito es ahondar en la esencia del «libro de microrrelatos», poniéndolo en relación con otro tipo de publicaciones afines, concretamente con aquellas que podríamos calificar de novelas híbridas y fragmentarias. Y para comenzar esta reflexión, quiero llamar la atención acerca de uno de los rasgos que la crítica suele destacar en las caracterizaciones genéricas del microrrelato: el fragmentarismo (Zavala). Quizás porque el microrrelato es un género que tiende a identificarse con la poética de la posmodernidad (Noguerol, Garrido), de manera mimética se destaca su dimensión fragmentaria como algo inherente a la estética de la minificción, pero conviene que puntualicemos. Es habitual leer afirmaciones como esta: «El fragmentarismo daría cuenta, pues, no solo de la desorganización/ discontinuidad de la trama narrativa sino, sobre todo, del gusto posmoderno por lo pequeño, y en lo que nos atañe, por el microcuento» (Garrido, «El microcuento y la estética posmoderna» 59). Que los microrrelatos son pequeños es algo que no admite discusión; otra cosa es que sean fragmentarios o que su trama sea desorganizada o discontinua, que no siempre lo es. Lagmanovich advierte acertadamente a este respecto que lo fragmentario, cuando hablamos de microrrelatos, no reside
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en la forma de escribir un trozo aislado, es decir, un microrrelato, sino en la forma de componer el libro mediante esos trozos: «es un procedimiento de composición del libro, no de cada una de sus unidades constituyentes» (Microrrelatos 125-126).1 A partir de esta certeza, no olvido, por tanto, la importante cuestión del fragmentarismo narrativo o de la unidad de sentido, pero la traslado a una serie de textos, antes que al microrrelato en cuanto concepto genérico. No sé si por exigencia de los editores o por propia voluntad de los autores, lo cierto es que muy frecuentemente los microrrelatos (al igual que los cuentos) se publican en conjuntos cuyas piezas guardan una estrecha e intencionada unidad temática. Se podría citar multiplicidad de ejemplos, tanto de obras colectivas como de autor único. La extraordinaria popularidad que el microrrelato tiene actualmente ha hecho frecuente la aparición de colecciones constituidas a partir de un solo tema impuesto por el compilador. En muchos casos, se trata de publicaciones ocasionales, motivadas sobre todo por un interés comercial. Así, podemos encontrar, por ejemplo, una «colección de cuentos navideños», por iniciativa de El Cultural.es, aparecida en diciembre de 2006. Muchas de estas colecciones parten de un certamen de microrrelatos en el que, entre los requisitos formales exigidos a los textos, se incluye también el de un tema único para todos los participantes. Por lo general, se pretende crear un volumen atractivo, que trate un único asunto, pero a partir de una pluralidad de perspectivas y puntos de vistas. Sin embargo, lo cierto es que navegando por la red se pueden encontrar especies literarias cuanto menos curiosas, como, por ejemplo, el concurso de los «microrrelatos mineros», el de los «microrrelatos ecologistas» o aquel otro en el que obligatoriamente todos los microrrelatos presentados deben comenzar con la frase «Yo no he leído el Quijote, pero…». No cabe duda de que el microrrelato se está prestando como ningún otro género contemporáneo a una práctica evidentemente lúdica de la literatura. Pero también los autores, por su parte, cuando publican un libro de microrrelatos muchas veces buscan un motivo temático aglutinador que dé cierta unidad y trabazón al conjunto, lo que, parece ser, resulta más atractivo para los lectores.2 El fenómeno no es tan reciente; piénsese, sin ir más lejos, en algunos títulos ya canónicos dentro de la minificción, como las fábulas de Augusto Monterroso (en La oveja negra y demás fábulas, 1969), o en un libro como Las ciudades invisibles (1972) de 1 David Roas, por su parte, advierte que cuando se habla de fragmentarismo en relación con el microrrelato, se implican dos cuestiones diferentes: por un lado, su condición de texto inacabado, y por otro, la posibilidad de recortar un fragmento de un texto y leerlo como microrrelato, más allá de la intención del autor («Sobre la esquiva naturaleza del microrrelato» 21). 2 Naturalmente, hay muchas excepciones, siendo frecuente también la publicación de volúmenes que recogen la totalidad de los microrrelatos de un autor, independientemente de su temática. Es el caso, por ejemplo, de Los males menores. Microrrelatos (2002), de Luis Mateo Díez, o La glorieta de los fugitivos. Minificción completa (2007), de José María Merino.
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Ítalo Calvino. También dentro de nuestra narrativa podrían citarse algunos ejemplos célebres, como los Crímenes ejemplares (1957) de Max Aub, o, ya en el panorama de la narrativa española reciente, numerosos libros que se ciñen a esa uniformidad temática; tal es el caso, por citar algún ejemplo, de Bestiario (1988) o Zoopatías y zoofilias (1992), de Javier Tomeo, conjuntos de microrrelatos protagonizados por animales o en los que aparecen tipos humanos que poseen rasgos que les hacen semejantes a algún animal; El amigo de las mujeres (1992), de Gustavo Martín Garzo, que reúne microrrelatos centrados en la reflexión acerca del amor y la condición femenina; Un dedo en los labios (1996), de José Jiménez Lozano, donde encontramos 54 brevísimos «retratos» de mujeres, catalogados por la crítica dentro del género del microrrelato; Relación de seres imprescindibles (1999) de Anelio Rodríguez, una especie de bestiario donde 40 personajes fabulosos acompañados de sus respectivas ilustraciones protagonizan otros tantos microrrelatos; o, más recientemente, los Asuntos de amor (2010) de Juan Pedro Aparicio, en el que encontramos, además de cuentos más largos, un total de 29 «cuánticos» (término acuñado por el autor para referirse a los microrrelatos), unidos todos ellos de nuevo por la temática común del amor. Este último libro me permitió señalar que, en ocasiones, no solo se pretende dar homogeneidad temática al conjunto de microrrelatos publicados, sino también cierta trabazón estructural que justifique, de algún modo, la selección ofrecida. Y es que en Asuntos de amor, Aparicio repite un procedimiento a la hora de ordenar los textos que ya había puesto en práctica en anteriores libros de microrrelatos, como La mitad del diablo (2006) y El juego del diábolo (2008). En todos ellos se ordenan los «cuánticos» a partir de un criterio cuantitativo, considerando el número de palabras que tiene cada texto: En aquel libro [La mitad del diablo] los cuentos iban del más extenso al más corto, en éste, El Juego del diábolo, que como digo, es su complemento, los cuentos van del más corto al más extenso. Lo único interesante de todo esto es que los dos libros nacen de un acto de voluntad único, quiero decir que no son subproductos o rebabas de otros escritos, que los hice como se hace una novela, pensando continua y exclusivamente en ellos hasta completarlos (Giménez, «Entrevista a Juan Pedro Aparicio». Web).
Reténgase, por ahora, la expresión que utiliza Aparicio: «los hice como se hace una novela». Pero no es el de Aparicio un caso aislado en este punto; también Hipólito G. Navarro utiliza la misma disposición decreciente en Los tigres albinos. Un libro menguante (2000) y Clara Obligado en su antología de microrrelatos Por favor, sea breve (2001). Al margen del sugerente significado metafórico que pueda transmitirnos tal procedimiento de ordenación en relación con la elipsis como principal elemento compositivo, lo que deseo destacar ahora es que Aparicio, Navarro u Obligado han renunciado en sus libros de microrrelatos al azar como el elemento
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aglutinador, para sustituirlo por un criterio más objetivo y que, de alguna manera, confiere al conjunto la dimensión de estructura narrativa. Estructura que, como tal, cuenta con un significado que ha de sumarse al significado que tienen cada una de las piezas de la serie. En estos libros, la disposición de los textos viene determinada por la voluntad previa de componer un conjunto organizado y no una mera reunión, más o menos, azarosa de microrrelatos. El caso es que en ocasiones ya no se habla solo de unidad temática, sino de una nueva estructura narrativa (o incluso de «trama novelesca») a partir del ensamblaje de unos determinados microrrelatos. La editorial Alfaguara anunció en el año 2011, entre las próximas apariciones, un libro de José María Merino, titulado Las horas contadas. La publicidad del libro insistió sobre todo en un rasgo que pretendía venderse como algo novedoso y, sin duda, atractivo: Una historia formada a partir de microrrelatos cruzados: El autor avanza un paso más en su trayectoria literaria al abordar la creación de sus ficciones cortas con una nueva fórmula: la de una serie de cuentos, enlazados por unos protagonistas comunes, que conforman una trama novelesca.
Pero me voy a detener en un libro muy significativo respecto del fenómeno al que estoy haciendo referencia: Los ojos de los peces (2010), de Rubén Abella. En la contraportada del libro puede leerse, parece que, una vez más, a modo de reclamo publicitario: «Con estos textos brevísimos, ligados por una sutil red de tramas, personajes y escenarios comunes, Abella despliega toda su capacidad para sintetizar esos momentos de iluminación, esas escenas determinantes, sin vuelta a atrás, que cambian el rumbo de nuestras vidas». Y, efectivamente, sorprende encontrar en el interior de este libro de microrrelatos una sutil red de relaciones entre unos microrrelatos y otros, a partir de la reiteración de nombres de personajes o de escenarios. No todos los microrrelatos parecen estar relacionados, pero muchos de ellos lo están de forma muy explícita. La relación que se establece, a nivel de temas, personajes, escenarios, entre unos microrrelatos y otros, viene a modificar ostensiblemente la experiencia de la lectura. En la página 24, por ejemplo, encontramos el siguiente microrrelato: Expiación —¿Estás bien, encanto? —preguntó Penélope desde la cama. Damocles la miró sin verla. Se sentía gastado, débil, infinitamente viejo. Sin decir palabra agarró la chaqueta, dejó la cantidad acordada en la mesilla y se marchó. No pasa un día sin que lamente mil veces haber desafiado al Altísimo.
Podemos leer este microrrelato de forma aislada, y no tendremos ninguna dificultad para comprenderlo e interpretarlo. No obstante, leído este texto en el 18 |
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conjunto del libro, y en el lugar exacto que ocupa dentro de este, y especialmente en relación con los dos textos anteriores, adquiere un significado más preciso. Naturalmente, los dos anteriores también pueden ser leídos y entendidos de manera aislada o en relación con los otros. En ellos se nos había hablado previamente de un personaje llamado Damocles. En el primer microrrelato en el que aparece este personaje, «El anuncio» (Los ojos de los peces 22), se nos dice que este, un hombre ya maduro y recién enviudado, por fin se decide a dar el paso que le había tentado inconfesablemente durante toda su vida: tener una relación con una prostituta. En el siguiente, «La cita» (23), se narra el terrible descubrimiento por Damocles de una fotografía en la habitación de una prostituta, donde esta aparece junto a otra mujer que resulta ser la hija de aquel, enterándose en ese momento de la doble vida de su hija. Naturalmente, cuando el lector conoce esta información acerca de lo ocurrido a Damocles, el microrrelato «Expiación» es leído de forma diferente. A mi modo de ver, las posibilidades de interpretación quedan reducidas, mientras que una lectura aislada del mismo abre el texto a muchas posibles interpretaciones. A medida que vamos avanzando en la lectura del libro, podemos ir descubriendo más hilos narrativos que han sido construidos sutilmente a partir de la reaparición de personajes o lugares en diferentes microrrelatos que, a diferencia del primer ejemplo que hemos aludido, ya no están ubicados consecutivamente en el conjunto del libro. Por ejemplo, a lo largo del libro encontramos desperdigados en las diferentes secciones cinco microrrelatos que llevan por título «Viaducto» y se subtitulan «(uno)», «(dos)»… En los cinco textos, se narra una misma historia con posibles desenlaces o desde diferentes perspectivas. De nuevo, encontramos que leídos de forma aislada tienen un significado pleno y a cada cual más sugerente, pero cuando leemos la serie completa nuestra experiencia es diferente, ya que la clásica idea borgiana de los senderos que se bifurcan se adhiere al significado de cada uno de los cinco textos. Pero sin duda dichas relaciones intertextuales se incrementen en las dos últimas secciones del libro, donde determinados personajes y lugares muy recurrentes acaban siendo familiares para los lectores. Buen ejemplo de este procedimiento lo encontramos en el microrrelato titulado «Vestigios» (105), en el que se nos enumera todo lo que encontraron en el fondo del estanque del Retiro cuando lo vaciaron para limpiarlo: junto a una lista de numerosos objetos a cada cual más inverosímil, encontraron también el cuerpo de un hombre llamado Zenón. Previamente el lector ha sabido por otros microrrelatos de la mala vida y el alcoholismo de este personaje, lo que explica sin lugar a dudas por qué Zenón acabó sus días en el fondo de un estanque. Si leemos el microrrelato «Vestigios» de forma aislada, no podremos saber por qué el cuerpo de un hombre acabó en el fondo de un estanque, pero sin duda el misterio del relato y las posibilidades de interpretación se incrementarían notablemente en este caso.
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En la página 149, ya casi al final del libro, encontramos un microrrelato titulado de forma muy significativa «Desenlace», y en él, efectivamente, se nos narra el desenlace de una antigua enemistad entre dos personajes, Landelino Ortega y Pepe Villa, que ya habían aparecido en otros microrrelatos anteriores. El título de «Desenlace» nos llevaría a pensar que la historia de ambos personajes había quedado incompleta en los anteriores textos; pero si acudimos a uno de los microrrelatos donde se nos hablaba de los dos personajes y de su antigua enemistad, por ejemplo el titulado «Desplante» (138), descubriremos un microrrelato extraordinario, y que en absoluto deja en el lector la sensación de estar leyendo un texto inacabado en el que se precise de cierta información para cerrarlo. Creo que el interesante y hábil juego que establece Rubén Abella a lo largo de su libro, en relación con estos microrrelatos concatenados, no es en absoluto gratuito, más bien parece estar relacionado con una implícita y subyacente reflexión acerca de la fragmentación como rasgo inherente al discurso contemporáneo. En foros y blogs dedicados a la minificción no es raro encontrar la discusión acerca de si es necesaria o preferible la unidad temática o formal en un libro de microrrelatos. Puede verse, como ejemplo, la conversación de varios blogueros a propósito de un libro de Pablo Gonz, La saliva del tigre (2010). Se trata de un libro de microrrelatos extraídos por el autor de su propio blog. Una reseña del libro, publicada en la revista electrónica Internacional Microhorrorista. Revista de microrrelatos y otras atrocidades, destaca como defecto, aun reconociendo la calidad del libro, la falta de unidad temática en el conjunto de textos que pueda servir al lector como hilo conductor. Los posts que genera este comentario se dividen entre quienes niegan la unidad temática como requisito para la calidad de un libro de microrrelatos y los que la consideran imprescindible, o al menos muy recomendable, aduciendo, incluso, algunos ejemplos canónicos, como «el terror que se encuentra a lo largo del libro de Fernando Iwasaki; las historias de los pueblos que con frecuencia emplea Ana María Shua en libros como La fábrica del Terror o Temporada de fantasmas; la sirena como eje en la antología del mexicano Javier Perucho, Yo no canto, Ulises, cuento; las múltiples interpretaciones del Diluvio Universal en el libro Oficios de Noé, del colombiano Guillermo Bustamante Zamudio, solo por citar unos ejemplos» (post firmado por Esteban Dublín). En el otro extremo, están quienes niegan esa necesaria unidad temática al conjunto y destacan la unidad esencial del microrrelato, como género literario en sí mismo. Oportunamente se cita a Hipólito G. Navarro, quien opina: Al cuentista se le exige la unidad en lo que escribe cuando prepara una colección de cuentos, una unidad que además es múltiple: unidad de estilo, unidad temática, unidad de géneros y subgéneros…, como si cada pieza no fuese una obra completa, cerrada, única. Cada relato es una obra independiente, como lo es cada novela de un novelista, y como entiendo que es un error mayúsculo no verlo de esta manera, no hago otra cosa que dinamitar esa unidad cada vez que puedo, no sólo entre un relato y el siguiente que
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llegue en la escritura o en el atadijo final de un libro, sino incluso dentro de la misma pieza (cit. por Gabriel Bevilaquia en el mencionado blog).
La reflexión de Navarro es absolutamente convincente, pero la realidad es que las editoriales y, con ellas, muchos autores también, siguen apostando por la homogeneidad temática y el conjunto trabado de microrrelatos, que tiende a constituir un sistema más complejo que el de la mera aglutinación más o menos caprichosa de un puñado de textos. Tampoco ello debería extrañarnos si echamos la vista atrás y tenemos en cuenta que desde los mismos inicios de la literatura el cuento ha tendido a integrarse en sistemas superiores que lo engloben y justifiquen. Carmen Hernández Valcárcel, historiadora del cuento en los Siglos de Oro, nos advierte que en las colecciones de cuentos de aquel momento: «cada cuento por sí mismo constituye un sistema propio integrado en un conjunto que establece una conexión con otros sistemas similares que pueden enriquecerlo y ayudar a explicarlo» (El cuento español 48).3 Pero existen otros motivos que explican la habitual integración de los cuentos en estructuras que los acogen: «El sistema o conjunto superior, además, es la única forma factible de conservación de un texto brevísimo, inviable para su perpetuación impreso o manuscrito por su extensión mínima» (El cuento español 48). Adivino que, en muchas ocasiones, la actual tendencia de agrupación de los microrrelatos en colecciones temáticas y estructuras narrativas trabadas, no es otra que la de su mejor perpetuación y, más aún, su mejor comercialización. Pero al margen de las motivaciones extraliterarias que pudieran subyacer a veces en el procedimiento compositivo de algunos libros, lo que me interesa destacar ahora es el espacio de mestizaje genérico en el que voluntariamente se sitúan dichos libros. El fenómeno al que hago referencia, esa «nueva fórmula» de la que habla Alfaguara en su publicidad, confluye en el panorama literario actual con otro de signo contrario, pero con el que en algunos casos podría llegar a confundirse. Si, como acabamos de ver, el libro de microrrelatos da la impresión, en no pocas ocasiones, de querer parecerse a la novela, a partir de la búsqueda de un hilo temático conductor o de una macroestructura narrativa superior que engarce los peque3 Wentzlaff-Eggebert examina algunos de los procesos de fragmentación y de relacionamiento que se pueden observar en la obra Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas a la luz de la situación que se dio con el paso de la literatura oral a la literatura impresa en el siglo XVI. «En Bartleby y compañía Enrique Vila-Matas reúne un gran número de relatos breves y brevísimos de escritores que en cierto momento de su vida dejaron de escribir. La autonomía de estos microrrelatos es parecida a la de los relatos orales que los autores/editores de los siglos XV y XVI reunían en antologías y colecciones de cuentos o libros de caballerías y de pastores. Mientras que la invención de la imprenta facilita el desarrollo de texturas más enredadas y un sutil sistema de subordinaciones que confieren una creciente coherencia a amplios conjuntos narrativos, Enrique Vila-Matas opta por una estructura esencialmente paratáctica. Mediante un juego de alusiones a una multitud de hipotextos, esta estructura sugiere un estado de fragmentación y una libertad de asociación que ilustra la temática central del libro, el rechazo de una literatura alimenticia a favor de una literatura del No» (105).
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ños textos, en otros muchos casos, es la novela contemporánea la que acentúa su fragmentación hasta límites insospechados, quedando convertida en un puñado de textos breves (mucho de ellos microrrelatos) sin aparente conexión entre sí. Es decir, si en muchos libros de microrrelatos se sustituye el azar por un criterio más objetivo como elemento aglutinador, en la novela contemporánea pasa muchas veces lo contrario, la estructura azarosa y casual viene a remplazar el requisito que desde antaño se le viene exigiendo a lo novelesco: un orden causal que sustente la sucesión de los capítulos o fragmentos que componen la novela (en definitiva, un argumento). Cada vez es más frecuente que los escritores, bien por exigencias editoriales o bien por propia voluntad, alternen la publicación de libros más compactos que, a pesar de toda su ambigüedad, pueden seguir siendo catalogados como «novelas», con otros, que sin dejar de ser publicados en las mismas colecciones de narrativa, plantearían muchos más problemas en cuanto a esa denominación. Entre los primeros podríamos citar, a modo de ejemplo, a Doctor Pasavento (2005), y entre los segundos, a Dietario voluble (2008), ambos de Enrique Vila-Matas. Me refiero a ese tipo tan frecuente de libro de carácter sumamente fragmentario que se ofrece al lector como una miscelánea (en la que se mezclan con anarquía pequeñas ocurrencias, apuntes imaginativos, relatos brevísimos o, si se prefiere, microrrelatos, crítica literaria, diarios, etc.), al tiempo que, paradójicamente, como una unidad estética. Pero incluso también como una «novela», si, al igual que hicimos más arriba respecto a los libros de microrrelatos, hacemos caso de lo que nos dicen los paratextos que acompañan a estos libros. Dicha práctica —nada inusual en escritores de la generación de Vila-Matas— está siendo todavía más frecuente entre algunos escritores más jóvenes. Si nos fijamos, por ejemplo, en las «novelas» (e insisto que así son catalogadas en los paratextos de las solapas o contraportadas) que componen la trilogía Nocilla de Agustín Fernández Mallo, o en su reciente y polémica El hacedor (de Borges). Remake (2011), hemos de reconocer que en apariencia más que «novelas» parecen un collage de breves textos apenas enlazados entre sí, que además se intercalan con textos o citas ajenas, en algunos casos reproducidos literalmente y en otros distorsionados a través de ese procedimiento que el autor ha llamado docuficción. Tanto Nocilla Dream (2006), como Nocilla Experience (2008) (en Nocilla Lab, 2009, disminuye considerablemente la discontinuidad y dispersión de los textos, pudiéndose detectar un argumento entendido en sentido convencional) ofrecían una estructura sumamente fragmentaria, una especie de collage formado de breves textos narrativos apenas enlazados entre sí.4 Y, sin duda, muchos de ellos podrían ser considerados 4 En una reseña publicada sobre la segunda novela, Nocilla Experience, se lamentaba el crítico Miguel Espigado de que el final de la misma desmiente un poco este audaz planteamiento, restándose radicalidad a la propuesta. Es verdad que en ella, si la comparamos con la primera, no solo hay me-
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microrrelatos si fueran leídos en un contexto diferente.5 A lo largo de estas obras, esos breves textos van mostrando retazos de historias protagonizadas por varios personajes tan dispares como insólitos y cuyas vidas transcurren también en alejados y dispares puntos del planeta. Esos breves textos sugieren varias líneas narrativas simultáneas, que solo en algunos casos se cruzan. Otros de esos retazos de vidas no establecen conexión con el resto, de manera que asemejan ser cabos sueltos en medio de una red de historias enlazadas. Asimismo, mientras que algunas de estas historias parecen concluir, otras se van desdibujando sin que intuyamos qué ha sido de sus personajes. Por otro lado, las novelas de Fernández Mallo, como la de tantos narradores actuales, rezuma cosmopolitismo y nos traslada a un planeta globalizado, donde ya no hay centro ni periferia, un mundo donde una historia, que transcurre en un pequeño pueblo de La Coruña, está al mismo nivel que aquella otra que al mismo tiempo tiene lugar en Manhattan. Nos encontramos en estas obras con una sucesión de informaciones inconexas y constantemente interrumpidas que no solo contribuyen a romper con la clásica idea de argumento, del clímax o la tensión dramática, sino que destruyen la idea jerárquica de centro y periferia. Cada uno de los fragmentos de la novela (que aparecen numerados pero sin título) son susceptibles de ser cambiados, sustituidos o desplazados (así, por ejemplo, el texto 66 repite el 2 con variantes, en Nocilla Experience). El orden propuesto es solo uno de entre los infinitos órdenes posibles (no en vano Rayuela y su creador, Julio Cortázar, que aparece como personaje en Nocilla Experience, son unos de los referentes culturales constantes en esta novela). Solo el azar (el juego del parchís es otro motivo obsesivo dentro del segundo libro) rige una estructura narrativa que precisamente parece proponernos una reflexión acerca de la necesidad de la novela de romper con una fórmula convencionalmente aceptada y que ya no funciona en relación con nuestra actual percepción de la realidad, del tiempo y del espacio.6 nos personajes, sino que también algunas de las historias acaban cerrándose. «Es como si Nocilla Experience, en su final, se conformara con ser un libro, un artefacto con principio y final, mientras que Nocilla Dream en ningún momento cejaba en su intento de sobrepasar los límites del formato» (Espigado). Y si es cierto que la fragmentación extrema del relato se atenúa en la segunda entrega, mucho más lo hace en la última, Nocilla Lab, lo que a mi juicio no va en detrimento de la calidad de esta. 5. Precisamente Antonio Gil González titula una magnífica reseña de Nocilla Dream como «Microrrelatos para una exposición…», poniendo de manifiesto cómo buena parte de los pequeños textos que componen la novela se ajustaría sin problemas a las habituales definiciones del microrrelato. 6. La crítica ya se ha encargado de advertir, no solo el frecuente empleo de referentes reconocibles de la cultura cinematográfica, televisiva, musical, electrónica o comicográfica, sino también las obvias analogías de las novelas de Fernández Mallo con la imagen y lo visual. Señala Gil González que «la analogía de la “imagen” permite percibir la sucesión de estos bosquejos de relatos como cercana a la exposición fotográfica o pictórica, el arte conceptual, la instalación o la performance. En este sentido, cada sección es apenas una estampa, un fragmento de realidad —o de sus simulacros— prácticamente inanimada y de la que no sabemos más que lo que la representación sugiere, por lo que el universo narrativo se configura de un modo radicalmente elíptico» (35). Por mi parte, he destacado en otro trabajo («La tecnovela del siglo XXI…» 76-79) las analogías que pueden establecerse entre
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Aunque no contamos con espacio para poner demasiados ejemplos, es importante señalar que el texto de Fernández Mallo no es un caso aislado en las letras españolas contemporáneas. Entre los escritores de su generación podríamos citar España (2008), de Manuel Vilas (también denominado «novela» en la misma solapa del libro), conjunto de textos aún más heterogéneos y en este caso sin aparente conexión entre sí, más allá de la inconfundible marca de estilo de Manuel Vilas. Otro ejemplo podría ser la novela de Vicente Luis Mora: Circular 07. Las afueras (2007), de nuevo una heterogénea y desconcertante aglomeración de textos de marcada diversidad genérica, y solo relacionados entre sí a través de un leve, y a veces imperceptible, leitmotiv: la ciudad de Madrid. De uno y otro libro se podrían entresacar también un buen número de excelentes microrrelatos. Pero tampoco dicha práctica literaria es privativa de la llamada generación Nocilla. Antes de que estos publicaran sus libros, otros autores españoles habían ensayado fórmulas similares. Es el caso de Ray Loriga y su «novela» El hombre que inventó Manhattan (2004) (elogiada por Fernández Mallo en su blog). En ella encontramos una sugerente semblanza de la ciudad de Nueva York a partir del ensamblaje de treinta y ocho microrrelatos independientes, que no suelen superar las dos o tres páginas. En los distintos relatos se nos habla de una serie de personajes dispares y ajenos entre sí (en algunos casos viven incluso en diferentes épocas) que van apareciendo y desapareciendo intermitentemente y cuyas vidas, solo ocasionalmente, se cruzan de algún modo. A medida que avanzamos en la lectura de estos microrrelatos o capítulos de la novela, se va perfilando la identidad de estos personajes y la del escenario donde todos ellos habitan: Manhattan. A partir de esta estructura, la obra se sitúa en un lugar de indeterminación genérica. Si a primera vista tenemos la sensación de estar leyendo una colección de cuentos, a medida que avanzamos en la lectura vamos descubriendo un relato unitario. Este va tomando forma en la mente del lector con el mismo procedimiento con el que se construye un puzzle. A medida que vamos añadiendo piezas y estas van encajando y ocupando su lugar, vamos obteniendo una imagen cada vez más nítida y clara del paisaje que Loriga pretende construir. Los saltos en el tiempo, los cambios de perspectiva y, sobre todo, la brevedad de cada capítulo, otorgan a la novela un ritmo vertiginoso que recuerda mucho al de algunas películas (pienso en Vidas cruzadas de Robert Altman, por ejemplo, o en casi todas las de Alejandro González Iñárritu) que también han recurrido a una fragmentación extrema. Alberto Olmos, en Trenes hacia Tokio (2006), calificada de «novela minimalista», una vez más en la contraportada del libro, pone en práctica un procedimiento no muy dispar al utilizado por Loriga en El hombre que inventó Manhattan. En ella, Olmos las estructuras narrativas de Fernández Mallo y la hipertextualidad electrónica. No en vano hay quien muy acertadamente ha utilizado el concepto de estética del blog, aplicada a las obras de este autor (Pozuelo Yvancos).
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pretende ofrecernos su semblanza de la ciudad de Tokio, a partir de la agrupación y publicación en libro de los diferentes posts que progresivamente fue escribiendo en su blog, cuando residió en aquella ciudad. El conjunto es de nuevo un collage de breves textos narrativos sin pretensión alguna de homogeneidad temática y, menos aún, de construir un argumento. Pero, una vez más, si siguiéramos la práctica de Borges y Bioy Casares en su ya mítica antología (Cuentos breves y extraordinarios, 1953), donde publicaban como microrrelatos fragmentos sacados de textos mayores, podríamos encontrar en esta obra buenas muestras del género del microrrelato.7 En definitiva, si algunos autores de libros de microrrelatos apuestan por la creación de una estructura narrativa que justifique el orden de los mismos, algunos novelistas parecen, por el contrario, recurrir al azar como único elemento honesto para el engarzamiento de sus textos. La confluencia de ambos fenómenos sitúa a muchos libros en un lugar de evidente indeterminación genérica. Nos encontramos, sin duda, en un terreno movedizo, en un espacio de hibridación o mestizaje en el que no es fácil ni recomendable el encasillamiento de las obras literarias en unas u otras categorías. Y sospecho que ese encasillamiento se debe en muchas ocasiones a los editores antes que a los propios autores, que más bien tienden intencionadamente a rehuirlo. Apuesto a que la mayoría de los autores citados no se sentirían cómodos al ser relacionados con la creación, en exclusiva, de uno u otro género de libros.8 Pero lo que no debemos olvidar es que los últimos libros mencionados han sido catalogados, bien en los paratextos de los mismos, bien por parte de la crítica, como «novelas», y ello a sabiendas del desconcierto, cuando no decepción, que dicho calificativo puede ocasionar en los lectores. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se preguntaba no hace mucho tiempo en su blog por qué estos jóvenes novelistas españoles se empeñan en llamar «novelas» a sus libros, cuando aparentemente son colecciones de relatos: Todavía no entiendo por qué. No creo que sea una razón comercial, porque lo que publica DVD [editorial que saca el libro mencionado de Manuel Vilas] no apunta precisamente a eso. Tampoco creo que sea una cuestión experimental, porque esto de llamar novela a un engarzamiento de historias sueltas, en las que hay una misma atmósfera temática pero personajes distintos de un relato a otro, se ha hecho muchas veces.9 7. Tampoco creo que los autores citados sean ajenos a este hecho. En un post de su blog, El hombre que salió de la tarta, Agustín Fernández Mallo contaba una divertida anécdota que puede resultarnos significativa: En una sesión de firma de libros: «[En una sesión de firma de libros] En la caseta de Laie se me acerca una negrita muy simpática y me dice si le puedo firmar el libro, que es para su sobrina, que tiene 8 años y que está iniciándose en la lectura, y le ha parecido adecuado regalarle un libro de capítulos cortos e “historietas”. Apoteósico también. Suerte» (del post del 28 de abril de 2008). 8. Al libro de microrrelatos La sombra del obelisco (1993), de Rafael López Estrada, el editor le puso el subtítulo de «novelas» sin permiso del autor, seguramente para venderlo mejor, lo que parece ser que molestó a este (Valls 145). 9. Efectivamente, el recurso a la novela collage o puzzle no es nuevo, aunque por lo general entre cada una de las piezas del conjunto solía existir una relación más explícita de la que presentan las novelas
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Para Gil González, el hecho de que una novela como Nocilla Dream, a pesar de estar constituida por numerosos textos breves que podrían ser considerados auténticos microrrelatos (lo que el mismo crítico advierte desde el título de la reseña que escribe de este libro), no haya sido catalogada como libro de microrrelatos, y sí en cambio como una novela, responde al hecho de que en la obra de Fernández Mallo existen «suficientes y consistentes tramas a través de las cuales los diferentes hilos narrativos se relacionan sistemáticamente unos con otros, y con el conjunto» (35). Y, aún continúa, «si bien habrá de nuevo que recordar que este logrará su cohesión, más que en el tejido de un universo propiamente narrativo (acciones y personajes, motu aristotélico), en la actuación de una red de isotopías temáticas e imágenes iterativas o recurrentes sobre determinados cronotopos ambientales […] rasgos estos que apuntan hacia una modalidad en cierto sentido poemática de la escritura narrativa» (35). Ahora bien, esa misma trabazón, esa red de isotopías temáticas, la encontramos también en muchos libros de microrrelatos que, como tal, son vendidos y, como tal, leídos por los lectores, incluso en aquellos casos en los que, como ya hemos visto, se busca en ellos una unidad temática o argumental a partir de la disposición de los textos. No creo que de la mayor o menor relación existente entre los diferentes textos dependa en estos casos la legitimidad de aplicar el término «novela», dado que esa relación es cuanto menos difícil de cuantificar. Más bien considero que la utilización del término «novela» aplicado a este tipo de artefactos híbridos conlleva en sí misma un efecto estético que parece muchas veces premeditado. Cuando encontramos la palabra «novela» en la contraportada, los lectores esperamos descubrir cierta conexión entre las distintas piezas del conjunto, de tal forma que la frustración que nos provoca el descubrimiento de esa falta de continuidad forma parte central del efecto estético. Creo que estos autores lo que se proponen es cuestionar el concepto mismo de «novela» al atreverse a calificar así a su obra o permitir que otros lo hagan. El fenómeno al que hago referencia, la existencia de ese espacio de indeterminación genérica en el que no pocas veces confluyen y se confunden el libro de microrrelatos con la novela más arriesgada y fragmentaria del panorama actual, como es evidente, no es privativo de la literatura española. En 2007, el autor francés Régis Jauffret publicó una novela con el título de Microfictions, una colección de quinientos textos breves y ordenados siguiendo un criterio alfabético. Precisamente, el mismo fenómeno al que estoy aludiendo ha sido analizado en las letras francesas recientemente por Andreas Gelz, quien se pronuncia así al respecto: aquí comentadas. En un trabajo anterior («El mundo hecho pedazos: multiplicidad en la novela y el cine contemporáneos», 2006), a partir del conocido concepto de la multiplicidad de Ítalo Calvino, analicé un buen número de novelas y películas contemporáneas cuya estructura consiste en varias líneas argumentales alternativas que se cruzan, de forma desordenada en unos casos, de forma sucesiva en otros. Es decir, obras que pretenden ofrecer una historia unitaria a través de una suma de historias, independientes, paralelas y, solo aparentemente, desconectadas.
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«Esta paradójica forma de calificar una serie de “microficciones” como novela, y de escoger para titular dicha “novela” el nombre de un género literario distinto, revela la voluntad de redefinir lo que es una novela, incluso la intención de sustituirla por un género nuevo» (104).10
Sostiene asimismo Gelz que el éxito actual del microrrelato (añado yo: la reconversión actual de la novela en un puñado de microrrelatos) constituye un cuestionamiento de la novela como forma y género literario (116). Y efectivamente, creo que en el caso de obras como las mencionadas de Fernández Mallo, Mora, Vilas, Loriga u Olmos (pero probablemente también en los libros citados de Aparicio, Merino o Abella), de eso precisamente se trata, de redefinir el concepto mismo de novela, y en esa redefinición sus novelas se acercan cada vez más al libro de microrrelatos (o viceversa). Como en estos, los diferentes fragmentos se relacionan entre sí de dos maneras distintas, a partir de su diversidad y de su continuidad. Destaca Gil González, como una de las claves estéticas de Nocilla Dream, la tensión que se produce en la lectura de la obra entre la unidad y la dispersión, «entre la autonomía narrativa de cada una de sus unidades y su integración en un universo temático y argumental coherente» (35). Es decir, este nuevo fenómeno de novelas constituidas por un conjunto de breves narraciones autónomas pretende suponer un desafío para la novela entendida de manera convencional, al desaparecer de ellas el ingrediente que aún hoy está más presente en el horizonte de expectativas de los lectores, el desarrollo novelesco, sustituyéndolo por uno nuevo que bien utilizado puede lograr un efecto estético muy satisfactorio: esa tensión no resuelta entre la unidad y fragmentación del conjunto.
10. Destaca Gelz la oscilación genérica que presentan algunos trabajos del Oulipo en los que intervienen simultáneamente la novela y el microrrelato (o lo que podríamos interpretar como tal). Un ejemplo es La vida. Instrucciones de uso (1978), de Georges Perec, que el autor considera un romans, una novelas en plural: «Perec cuestiona la unidad misma de su propio texto, de la multiplicidad de sus narraciones, de las novelas, de los microrrelatos, que la constituyen. Con ello anticipa la problemática del microrrelato —que, según la lectura que aquí propongo, es la de la novela—, una problemática que se refiere, entre otros aspectos, a la unidad formal y semántica de una pluralidad de textos, su combinación y contextualización y las reglas de su reproducción» (Gelz 105). Cita otros autores del grupo Oulipo, al mismo Roland Barthes, cuyas novelas (L’Empire des signes,1970; Roland Barthes par Roland Barthes, 1975; Fragments d’un discours amoureux, 1977) parecen más bien una serie de microrrelatos, a Alain Robbe-Grillet, quien toma prestado de Barthes el término Romanesques, escrito en plural, para caracterizar sus obras, las cuales, mediante la fragmentación y la incoherencia de los elementos textuales que las componen, constituyen, estructuralmente, un encadenamiento de microtextos, o a algunos de los autores relacionados con el minimalismo (Jean Echenoz, Jean-Philippe Tousamt, Chistian Gailly y Patrick Deville), cuyas obras a menudo no son más que un collage más o menos motivado de breves pasajes (Gelz 105 y ss.).
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El paracaídas de Morand1
Harry Belevan McBride Academia Peruana de la Lengua El cuentista es como el mujeriego: así como este ve a una mujer y solo piensa en llevarla a la cama, el cuentista percibe una situación y solo piensa en convertirla en cuento. Isidoro Blaisten
Desde Poe hasta Cortázar, pasando por una interminable retahíla de versados predecesores y sucesores de estos dos enormes teóricos y practicantes, se ha abundado a troche, moche y vuelapluma acerca del cuento breve como género y no me queda sino adherir, aburrido pero obediente, a casi todos los manuales ofrecidos como recetarios precisamente para no tener que discernir entre ellos. Sin embargo, una arbitrariedad como es el gusto me hace inclinarme más por las «guasas antisolemnes», como las llamó Savater, aquellas definiciones menos acartonadas, pero que me proponen perífrasis humorísticas como la del epígrafe, o la aún más elíptica de Paul Morand, según la cual acometer un cuento (crearlo escribiéndolo y recrearlo leyéndolo) es como calcular una buena altura para lanzarse en paracaídas. A diferencia de la novela, el cuento —«narración corta en prosa, que pertenece a la ficción literaria, ideada para producir una impresión rápida y llamativa», según sentencian los lexicógrafos de la Real— a mi juicio y experiencia no «comienza al comienzo» ni «finaliza al final», sino que ase y se hace de una historia en el momento más determinante de su secuela, describiendo apenas ese instante sobre el cual el lector aterrizará como en paracaídas. ¡Pero eso sí!: todo cuento digno de llamarse como tal debe cumplir escrupulosamente con las elementales, pero no por eso menos rigurosas, exigencias del relato ficticio: tener una trama o argumento; con-
1. Texto correspondiente al epílogo de un estupendo y primer conjunto de microrrelatos del autor, el libro Cuentos de bolsillo (Lima: Universidad Ricardo Palma, 2007), texto que gentilmente nos ha cedido para su republicación (N. E.).
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tar con un personaje o protagonista; plantear una tensión o conflicto y alcanzar un desenlace o resolución. Lo demás es fábula, poesía, aforismo, máxima, refrán, mito, leyenda, apotegma, alegoría… y que el lector prosiga, si lo desea, sumando las demás prescripciones de la farmacopea literaria que le venga en ganas… Si lo dicho tiene alguna validez, convendremos entonces en que ni la temática ni la extensión son parámetros de medición para lo que es o no es un cuento. No obstante, como el relato breve —minicuento, cuento súbito, microcuento o como se prefiera llamarlo— sigue siendo recelado por muchos a pesar de su vitalidad y sus comprobados alcances literarios, debo discurrir unos instantes para intentar aclarar un par de cosas a los incrédulos del cuento instantáneo que aún andan sueltos por allí. Augusto Monterroso, autor de inevitable evocación sobre el asunto, que hace un medio siglo reinventó la irreverencia como estilo literario pero, sobre todo, el cuento breve como modalidad narrativa dentro de las literaturas hispanoamericanas, varias veces se interrogó, con la autoridad del diestro, acerca de esta singular expresión del laconismo narratorio: «Con frecuencia me pregunto: ¿qué pretendemos cuando abordamos las formas nuevas… del cuento, corto, breve, brevísimo? ¿De qué manera enfrentamos esa vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia este género inasible…? No se trata tan solo de una superficial cuestión de forma, de extensión o de maneras»; para luego afirmar, con la fervorosa convicción que todo agnóstico pone en aquello de lo que duda firmemente: «Las páginas también tienen que ser solo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento». Y concluía Monterroso con una frase que le atribuye a Mallarmé: «Toda abundancia es estéril». (Personalmente, no creo que las páginas de un cuento deban ser solo unas cuantas o unas muchas; deben ser, valga la banalidad, las estrictamente necesarias, como lo demostró el propio don Augusto M. con la soberbia concisión de «El dinosaurio», pero también, en la acera de enfrente, Kafka con La metamorfosis o Dostoievski con sus Apuntes del subsuelo que, a mi juicio, no son novelas breves, sino cuentos largos aunque sin una palabra sobrante, por aquello de que nos describen apenas los momentos sustanciales de sus historias; pero esta es otra historia…). No fue ciertamente Monterroso quien inició en nuestras literaturas el cuento súbito o inmediato como también se le suele designar, pues ya Darío, Huidobro y Borges lo cultivaron antes que él y, posteriormente, Arreola, Bioy Casares, Cortázar, Asturias, Benedetti, Loayza y como quien dice tantos más, para no tener que citar la abundancia de autores de otras geografías que también mantienen la vitalidad de esta clase de cuentos de bolsillo que parecen escritos como para leerse al paso. Pero, sin lugar a dudas, fueron la tozudez y el empecinamiento de Monterroso los que indujeron en la crítica y en el lector hispanoamericanos esa calmosa toma de conciencia de la pertinencia del relato breve, no como un género distinto al cuento sino, más bien, como una categoría paralela dentro de su más pura tradición,
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es decir, no como una fruslería subsidiaria o autónoma, un apéndice o apostilla del cuento, sino como una forma de absoluta correspondencia con este. No hay, entonces, en un autor de cuentos breves, ni inconsistencia ni irregularidad ni falta de aliento —Cortázar quejándose en francés qu’on a faitcourt par manque de souffle de quienes creen que, en narrativa, la novela lo es todo—, sencillamente porque cada tema impone sus propios límites. Y está en la capacidad de percepción del cuentista descubrirlos, de igual manera como el poeta deberá intuir si su verso ha de ser coriámbico, de tres pies o alejandrino, que al final de cuentas tiene también algo que ver con la extensión y no solo con la rima, sin presuponer que unos son versos mas no los restantes. En mis ávidas lecturas de colecciones de relatos breves, he observado, además, que, a diferencia de lo que acontece con los libros de cuentos de extensión tradicional, aquellos no guardan una determinada afinidad temática dentro de la recopilación sino que saltan, con la misma presteza que caracteriza su escritura, del relato de aventuras al realista, del tema infantil al de terror, del humorístico al erótico, al fantástico y hasta al puramente poético. Por eso me parece que el minicuento está siempre libre de cualquier plantilla nominal en el sentido de que, dentro de una misma compilación, cada uno es autónomo porque relata y remata su propia historia, pasándose así al siguiente que bien puede ser de factura enteramente distinta aunque provenga del bolígrafo de un mismo autor. Esto es así, claro está, salvo que se trate de una antología o de quien esté resueltamente comprometido con una determinada forma… o que persiga las que están en boga que, como toda moda, hay que lucirla guiñando a la vuelta de cada página… Sea como fuere, el propio Augusto Monterroso dirimió ese rasgo peculiar característico de la mayoría de colecciones de cuentos breves: «Un libro es como una caja en la cual pueden meterse textos de diversos géneros y con los más diversos temas, en contra de la idea general de que un libro de cuentos… debe constituir una férrea unidad». Dentro de nuestro recorrido literario, el cuento breve merece un respeto inversamente proporcional a la percepción juguetona que hasta ahora tiene, como si se tratara de una ingeniosa travesura más que de una forma o estilo tan serio y exigente como el género mismo al que pertenece.
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El microrrelato costarricense actual Sergio Arroyo Universidad de Costa Rica
A
ntes de referirnos propiamente al microrrelato costarricense, resulta oportuno definir qué entenderemos por microrrelato a lo largo de este artículo. Una vez aclarado ese punto, repasaremos algunos momentos claves de la práctica del microrrelato en Costa Rica a lo largo de su historia, para finalmente analizar una serie de textos producidos durante los últimos cinco años, en el lapso que va del año 2009 al 2014. El microrrelato, modalidad narrativa del cuento
A medida de que la práctica de la narrativa muy breve ha ganado audiencia y sus cultivadores han aumentado en número, ha dejado de ser la rara avis literaria del siglo XX. Los textos teóricos y críticos que la analizan han proliferado, y el debate generado en el proceso ha puesto el problema de los géneros en el tintero de la teoría literaria. Esto último debido a que hubo una búsqueda teórica por hallar la especificidad del cuento breve como género literario. En esta búsqueda, los estudiosos se han enfrentado con dos grandes problemas. El primer problema es determinar en qué se diferencia el microrrelato1 del cuento. Por lo general, los estudios del microrrelato intentan cumplir esta tarea partiendo de una serie de características que posicionarían al microrrelato como un género literario nuevo, el llamado «cuarto género narrativo» (Andrés-Suárez, 2012). A decir verdad, las caracterizaciones del microrrelato han sido muy numerosas. En el trabajo de la crítica venezolana Violeta Rojo se puede observar una caracterización típica: extrema brevedad, trama que requiere de la participación del lector, 1. Aunque es llamado de diversas maneras en distintos países y por diferentes estudiosos (hasta se dan casos de autores que lo llaman de distintos modos en un mismo trabajo). El motivo para la elección del término microrrelato es que resulta idóneo para una forma narrativa. Otros términos usados, como minificción o microficción, solo implican que el texto denotado es muy breve y que es ficticio: con lo que abarcaría desde la poesía breve, hasta la fábula, pasando por la greguería. Por lo tanto, las expresiones microficción y microrrelato denotan realidades distintas.
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estructura proteica, economía extrema del lenguaje y un empleo notorio de la intertextualidad (22-23). Una caracterización como esta da lugar al problema de que, con excepción de la extrema brevedad, no solo se puede aplicar al pretendido género del microrrelato, sino también a un viejo conocido: el cuento, que también está construido con un lenguaje económico, echa mano de recursos intertextuales, es proteico y requiere de una participación activa de parte del lector. El escritor y crítico español David Roas afirma que la suma de enfoques teóricos que intentan definir esta práctica narrativa «no ha logrado justificar su identidad y características esenciales frente al resto de formas narrativas, y en especial, frente al cuento» (67), por lo tanto rechaza que el microrrelato sea un género literario. Si bien el rechazo del estatuto genérico del microrrelato evita hacer la búsqueda acaso infructuosa de su especificidad, deja sin resolver otro problema, el de la existencia de un género literario llamado «cuento», donde cabría todo el conjunto de textos narrativos de ficción con unas cualidades tales que no se podrían considerar novelas. En ese conjunto entrarían textos narrativos extensos tales como Los asesinatos de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, o Salón de belleza, de Mario Bellatin; cuentos de dos páginas, como «El papel», de Ángel Olgoso; de una página, como «Borges y yo», de Jorge Luis Borges, y de una línea, como «El cuento de horror», de Juan José Arreola; todos ellos considerados cuentos en igualdad de condiciones. Desde ese punto de vista principalmente editorial, parece inapropiado negar el estatuto genérico del microrrelato; sin embargo, cualquier diferenciación genérica que se pueda sustentar teóricamente debe pasar por la estética: los rasgos formales que estén presentes en una práctica narrativa pero ausentes en otra. Es evidente que la única diferencia del microrrelato con respecto del cuento es su condición de microtexto, debida esta a la ya mencionada hiperbrevedad. ¿Es suficiente el criterio de la extensión para establecer un tratado de límites entre el cuento y el microrrelato? A simple vista, parece que no; pero si se consideran las repercusiones narrativas que trae consigo la mayor concentración de la información presente en un microrrelato y, sobre todo, lo que no se dice (los vacíos informativos, las elipsis), el microrrelato surge como una modalidad narrativa en la que se presenta una intensificación de los efectos del cuento. No está de más recordar que el estudio de los géneros literarios dista de ser una ciencia de medidas cuantificables. Establecer una diferenciación genérica, aduciendo algunas razones editoriales y otras tantas subjetivas está en la mejor tradición del estudio de los géneros. La distinción a menudo antojadiza entre novela y novela corta está ahí para hacer constancia. Ya sea que se considere el microrrelato como un género literario con estatuto propio o como una modalidad narrativa del cuento, parece necesario dar respuesta a la pregunta de qué tan «micro» debe ser un cuento para ser considerado micro-
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rrelato. Y no es una pregunta de respuesta fácil. Algunos críticos cifran la extensión de un microrrelato considerando la cantidad de palabras que lo componen. Otros, acaso mejor encaminados, desechan el conteo de palabras y aseguran que un microrrelato es el texto narrativo que cabe en el espacio de una página (Zavala 69), posiblemente en la creencia de que una página contribuye a evitar las pausas en la lectura y permite tener el texto a la vista (Calvo Revilla 21). No obstante, por donde se mire, parece imposible dar con un consenso sobre la extensión del microrrelato. Quizás lo más indicado sea, simplemente, describir la extensión de los microrrelatos publicados, especialmente en antologías (por la tendencia al canon, al cual toda antología parece apuntar). Al considerar las antologías «clásicas», Cuentos breves y extraordinarios, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1953), o El libro de la imaginación, de Edmundo Valadés (1976), y algunas más recientes, como Cuentos breves latinoamericanos (1998), o Mar de pirañas, de Fernando Valls (2012), se aprecia que, con algunas excepciones,2 solo se incluyen cuentos que ocupan el espacio de una o dos páginas impresas. Esta es la posición de Violeta Rojo, para quien el microrrelato hispanoamericano no sobrepasa en ningún caso las dos páginas de extensión (35). El segundo problema que representa el estudio del microrrelato como género literario es el de su especificidad frente a otras prácticas microtextuales. Este problema, a diferencia del contraste con el cuento, apunta a una solución más consensuada y convencional. La microtextualidad es dos cosas al mismo tiempo; por un lado, es la condición hiperbreve de un texto determinado, y por otro lado, es todo el corpus integrado por los textos que poseen esa condición. El corpus de la microtextualidad está integrado por una cantidad inmensa de textos literarios y no literarios, que se pueden clasificar en diferentes géneros discursivos y con funciones distintas. Hay microtextos líricos como el haiku, el epigrama; didácticos como el mito, la fábula, la parábola tradicional, el apotegma, el koan y el apólogo, y otros de clasificación más compleja como la sección de bestiario, la greguería… Un primer paso para establecer la especificidad del microrrelato dentro del corpus de la microtextualidad se puede observar en David Lagmanovich; según el teórico y escritor argentino, estamos en presencia de un microrrelato cuando un microtexto posee los rasgos discursivos de ficcionalidad y narratividad (27). Ahora bien, si un lector se enfrenta a un mito etiológico, pongamos por caso el de un pueblo indígena americano, y lo lee desde fuera del dominio cultural de ese pueblo, puede llegar a atribuir rasgos de ficcionalidad a la historia verdadera que todo mito 2. El cuento «Cómo descubrí al superhombre», de G. K. Chesterton, ocupa cuatro páginas en la edición considerada de Cuentos breves y extraordinarios. Los cuentos «Túnel de lavado» y «Fruta del tiempo», de Ignacio Martínez de Pisón; «Dédalo» y «Aquelarre», de Antonio Báez; «Continuidad del infierno» y «Madre atrás», de Andrés Neuman, así como «Apoyado en un Mustang del 66», de Lara Moreno ocupan tres páginas en Mar de pirañas.
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pretende ser. Se puede evitar el problema de la adjudicación de ficcionalidad a un texto que no está concebido con ese objetivo (como la fábula, el mito, etc.), matizando la fórmula de Lagmanovich de esta manera: un microtexto es microrrelato cuando posee, sí, los rasgos de ficcionalidad y narratividad, pero cuando prescinde de didactismo. Apuntes para una historia del microrrelato costarricense3 Uno de los primeros textos narrativos hiperbreves que se publicó en Costa Rica vio la luz en el diario El heraldo, en el año 1892. Se titula «La resurrección de la rosa» y es obra de Rubén Darío (Cuentos completos 220). El autor nicaragüense vivía a la sazón en Costa Rica y era un activo colaborador de los medios escritos de la época. Bajo la irresistible influencia del maestro modernista, se publicaron en el país numerosas narraciones breves, ya con muy poca o ninguna relación con los cuadros de costumbres que ocupaban las páginas literarias de los periódicos y las revistas del siglo XIX y avanzado el XX. Una característica evidente de estos primeros textos es su estrecha relación con la lírica, lo cual es muy significativo para este estudio porque ha producido innumerables resonancias en la historia del microrrelato costarricense. La mayoría de estos textos iniciales y hasta la obra íntegra de ciertos autores han sido dejados de lado por las historias de la literatura costarricense; en algunos pocos casos los títulos de colecciones de microtextos llegan a ser incluidos en las bibliografías. Este fenómeno no es específico de la literatura costarricense, más bien es una constante en Hispanoamérica y fue observado por la pionera de los estudios del microrrelato, Dolores Koch: Precisamente esta característica brevedad que más los distingue con claridad les arrebata importancia ante la crítica estudiosa. Con poca frecuencia aparecen en antologías. Un relato tan breve se considera modesto, o frívolo, a [sic] carente de envergadura. En el mejor de los casos se le toma por una anomalía excéntrica e inclasificable (Web).
Así, en más de un sentido, el mero hecho de plantear una historia del microrrelato costarricense implica el proyecto de una historia alternativa. En las siguientes líneas se intentará ordenar con un criterio cronológico unos cuantos apuntes que podrían servir como referencia para realizar ese proyecto.
3. Es necesario dejar claro que lo de «apuntes» en el título de esta sección no es un concepto gratuito. Los autores y los textos literarios mencionados en ellos no se eligieron de forma arbitraria, pero han quedado por fuera una gran cantidad de títulos y autores que podrían formar parte de ella con toda justicia; sin embargo, se omitieron en procura de brevedad.
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Primeros ensayos Los orígenes del microrrelato costarricense hay que buscarlos justo en la formación de la narrativa costarricense moderna, que data de principios del siglo XX. Uno de los primeros libros que incluye narrativa breve fue publicado en el año 1900. Su autor es Rafael Ángel Troyo y el libro de marras se titula Terracotas. El recurso de la elipsis, presente en el texto «Sangre de rosas» (en este caso, el motivo por el cual la protagonista intenta ocultar el lugar del cuerpo donde sufrió el arañazo), será un rasgo recurrente del microrrelato a lo largo del siglo XX: Lissie tenía dieciséis años ya cumplidos y bien empleados y también tenía un hermoso gato de angora, blanco como un copo de algodón y a quien mimaba tiernamente, prodigándole envidiables caricias. En el florido parterre de su casa conversaba aquella tarde sobre diversas futilezas un grupo de señoras y alegres muchachos, Lissie entre tanto jugaba con su gato, soplándole dulcemente en el hocico; pero el diablillo del animalejo no estaba de bromas aquel día y encarándose enfurecido con su dueña, repentinamente levantó una de sus manos y con toda fuerza clavó la garra en el pecho de la pobre Lissie, que asustada dio un grito de terror. —¿Qué te sucede? ¿Qué te ha pasado? —la preguntaron todos en coro. Y la afligida muchachita, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro encendido como una amapola, contestó entre sollozos toda turbada: —Nada, que el malvado gato me arañó aquí… aquí en el cuello, y sobre el cuello no había ninguna señal que denunciara el arañazo; pero en seguida una manchita roja apareció tiñendo la blancura inmaculada de su corpiño sobre el mismo punto donde se esponjaba uno de sus encantadores senos que, como palomita herida, palpitaba en el tibio nido de su corsé (Troyo 37).
El nombre de la protagonista, una preferencia por palabras de origen francés («parterre», «corsé»), galicismos que no prosperaron (futilezas, por «futilidades»), y la presencia de un laísmo («la preguntaron») —inusual en el habla del país— alejan el mundo ficcional del cuento de la «realidad costarricense» y lo insertan en el mundo modernista. La segunda edición de Terracotas tendrá que esperar más de cien años. En el año 1922 se publica Para los gorriones, de Rubén Coto, uno de los primeros libros costarricenses integrado exclusivamente por microtextos narrativos. Las breves historias relatan situaciones cotidianas en las que un narrador protagonista, que parece el mismo en la mayoría de los textos, habla sobre experiencias personales con la capacidad de asombro de quien observa el mundo por primera vez. La ventana de su habitación actúa en muchos de los textos como el lugar a través del cual se comunica el mundo exterior y el mundo interior del personaje. En algunos casos, el narrador ni siquiera necesita mirar afuera para dar con una historia. Tal es el caso de la pieza «El florero»: fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 37
Una mano amiga dejó una vez en mi cuarto, en el estante de libros, un pequeño y sencillo florero de arcilla. Pronto el polvo cubrió el vaso y una araña hizo allí su vivienda. El choque rudo de una silla contra el estante conmovió el mueble, y el florero cayó en pedazos. Esto me produjo cierto remordimiento: dispuesto siempre a sustentar una flor, el vaso sucumbía sin haberla alentado ni una sola vez. Más tarde he llegado a conjeturar si no sería por impulso propio que el búcaro, arrebatado de hastío, consumó de suyo su fin trágico. Y he pensado asimismo en los otros muchos vasos que pasan por la vida soñando siempre sustentar solícitos alguna flor; pero la flor no llega, no viene, no viene nunca… (Coto 121).
Es evidente el contenido lírico de los microrrelatos de Coto; sin embargo, lo narrativo prevalece por encima de lo lírico gracias al devenir temporal en el que suceden las acciones. Así, en el caso de «El florero»: a) regalan un florero al protagonista, b) el recipiente permanece sin ser usado para su propósito, c) el florero se quiebra. Las conjeturas siguientes del narrador se dedican a explicarse el suceso y agregan una conclusión generalizadora, que recuerdan la estructura de una parábola tradicional. Max Jiménez, uno de los protagonistas del período de formación de la literatura costarricense, cultivó el microrrelato en un libro muy particular que incluye tanto poemas en prosa como cuentos brevísimos y que lleva por título Ensayos (1926). Este libro ha sido citado como un exponente de la poesía en prosa costarricense y los textos que lo conforman han sido calificados como «textos híbridos entre relato y poema» (Monge 128). Pero más allá de eso, casi no se le ha prestado verdadera atención a su dimensión narrativa. Durante el período que algunos consideran como el clásico de la narrativa costarricense del siglo XX, se produce la obra de la llamada generación del cuarenta, que engloba la producción de una serie de autores que comenzaron su actividad durante dicha década. Entre estos figura Carlos Salazar Herrera, considerado como el cuentista más importante de su generación, debido a la publicación de Cuentos de angustias y paisajes (1947). Este volumen incluye, entre otros, el microrrelato paradigmático de la literatura costarricense del siglo XX, titulado «La ventana». La influencia de Salazar Herrera es tan grande que se puede hablar en el país de un antes y un después de Cuentos de angustias y paisajes, en el género del cuento. A partir de su obra, aparecen varios epígonos, entre los que destaca Francisco Zúñiga Díaz, que incursiona tanto en el cuento como en la modalidad del microrrelato. Es este autor, justamente, el primer escritor costarricense que ve sus microrrelatos publicados fuera de las fronteras nacionales; tal es el caso de los textos «Efraín Soto P.» y «La fiesta», que forman parte del libro La mala cosecha, publicados en Santiago de Chile, en 1967.
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Los breves desencantos En el año 1977 por primera vez un libro de microrrelatos recibe un premio literario. El libro se titula Herejías para topos, de Óscar Álvarez Araya, y mereció el Premio Joven Creación, que se entregó por primera vez en esa oportunidad. Seis años más tarde, Rodrigo Soto publicó la primera serie de los «Microcosmos», el conjunto de microrrelatos con el que se cierra su libro debut, Mitomanías. Soto es el primer autor costarricense que utiliza el prefijo micro- para referirse de algún modo a su propia narrativa breve. Estos microcosmos son siete cuentos breves sin título, y solo aparecen ordenados con números romanos, como es el caso de «I»: Mis ojos tenían un nombre. Mis ojos se llamaban Lisa. Y yo mismo, con estas manos ciegas, tuve que matarlos. Matar a mis ojos. Asesinarlos. Darles carne envenenada para escuchar sus gemidos de agonía. Cuando empezó la epidemia traté de no sacarla. Pero un ciego sin su perro es doblemente inválido, y sólo Lisa podía conducirme por las calles para vender la lotería. No trato de justificarme, pero uno tiene que comer, ¿no? Que vivir, ¿no? Y yo, sin Lisa, era doblemente ciego, no podía caminar, no podía vender. De manera que finalmente tuvimos que salir; tomando precauciones, claro, temiendo. Sin embargo, ya ve, todo fue vano. Antier llegaron los del departamento de sanidad para decirme que Lisa estaba enferma, para decirme que tenían que matarla. No los dejé, por supuesto. Les dije que yo mismo lo haría, que antes de tocarla ellos tendrían que matarme a mí. Las voces accedieron compadecidas y se alejaron murmurantes. Y ayer, ayer mismito, tuve que matar a Lisa, perra fiel, ojos de trueno. Ahora, dos veces ciego, me entrego a la tiniebla definitiva. Pero nadie sabe que la fidelidad de un ciego para con su perro es tan grande como la del perro mismo para con él. Nadie sabe que no comeré un bocado más. Ni siquiera lo sospechan (Soto 94).
Desde entonces, cada libro de cuentos de Rodrigo Soto incluirá su propio «Microcosmos», a excepción de su antología personal, Volar como ángel, que no incluyó la sección «Microcosmos» pero sí el microrrelato «La silla». La generación a la que pertenece Soto, conocida por algunos como «generación del desencanto», es la primera que cultiva el microrrelato de manera sistemática y mayoritaria. A los esfuerzos de Soto se unirá José Ricardo Chaves, que en su debut, La mujer oculta (1984), incluye seis microrrelatos; entre ellos, la pieza «Viento boreal»: En ese desierto plateado, sólo iluminado por la aurora boreal, los dos corrían desnudos uno hacia el otro, agónicamente, mientras el viento disgregaba sus cuerpos de arena. Destrozados completamente antes de unirse, el mismo viento mezcló sus restos (Chaves, La mujer oculta 92).
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Una característica fácilmente apreciable en las piezas micronarrativas de Chaves es su desarraigo geográfico y la preferencia por lo no realista, que será una constante a lo largo de su obra de ficción. La mujer oculta también resultó galardonada con el Premio Joven Creación y, del mismo modo que en Mitomanías, de Soto, sus microrrelatos aparecen reunidos al final del volumen y con el título cohesionador de «Historias breves (o de lo breve que es nuestra historia)».4 En 1993, aparece A lápiz, el segundo libro de cuentos del escritor Alí Víquez. A diferencia de lo que ocurre con la producción narrativa de Soto y la ópera prima de Chaves, Víquez no aparta los microrrelatos de los demás cuentos del libro, apareciendo estos entre cuentos de mayor extensión. Dos de los microrrelatos de este libro son profundamente intertextuales y «literarios»: el cuento «Cenicienta» es al mismo tiempo un homenaje a Kafka y una deconstrucción del cuento infantil de Jacob y Wilhelm Grimm, mientras que «Los años siguientes» remite a las vidas de los personajes de la tira cómica Mafalda, de Quino, una vez que estos se convierten en adultos. Ni Chaves ni Víquez volverán a publicar microrrelatos. Algo muy distinto sucede con los escritores Myriam Bustos y Fernando Contreras Castro. De 1995 data el volumen Cuentos, cuentas y descuentos, el debut micronarrativo de la escritora Myriam Bustos Arratia, quien apenas al año siguiente publicará Recuentos, un segundo volumen de la misma modalidad. Bustos Arratia se posicionará, a partir de entonces, como la autora de microrrelatos más prolífica de Costa Rica. El escritor Fernando Contreras Castro da a conocer en 1997 el libro Urbanoscopio. Se trata del primer libro de microrrelatos costarricense organizado alrededor de un tema. Esto se convertirá en una práctica constante en la narrativa breve de Contreras Castro, compuesta por conjuntos de relatos profundamente cohesionados. En el caso particular de Urbanoscopio, el texto parte de la ciudad como lugar y medio de vida, pero también como un elemento que modifica o trunca las vidas de una galería de personajes diversos. El hallazgo de lo eterno y lo trascendente en la cotidianidad de las calles puede estar al alcance del cambio de una luz de semáforo; así en «Luz verde: mujer lejana»: La primera bocina escupió algo así como un aviso o una amenaza, que pasó inadvertida. La segunda y todas las demás se dirigieron específicamente a su anciana madre en tonos cada vez más alusivos, hasta que por fin se percató de que era con él la cosa. ¡Natural!, la luz había cambiado mientras él contemplaba absorto desde la ventanilla de su auto una cara entre la multitud, una cara de mujer… una hermosa cara de mujer… un cuerpo de mujer… Hora pico, embotellamiento insufrible, cada centímetro de la calle había que ganarlo, ¡y un idiota se daba el lujo de dejar pasar el semáforo! 4. Este criterio de organización de los microrrelatos (en una sección aparte ubicada al final del libro) es el mismo que emplea Enrique Anderson Imbert para publicar sus microrrelatos (o «casos», para usar su término preferido) a partir de la publicación de Las pruebas del caos, en 1946.
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Avanzó lentamente tratando de seguir el paso de la mujer que también se abría camino a duras penas en la acera. Pero la luz verde no perdona y otra cuota de bocinazos lo obligó a continuar, esta vez dejando atrás a aquella hermosa mujer que avanzaba sin saberse observada, aquella hermosa mujer que bien podría haber sido el amor de su vida y que él dejaba irremediablemente atrás porque la maldita luz verde había abierto una hilera y no le quedaba más remedio que acelerar. Por un milagro de los que rara vez se dan en la calle, alcanzó a ubicar a su mujer en el retrovisor y ahí la poseyó unos instantes mientras se perdía para siempre camino a la oficina, consciente de que había desperdiciado la única oportunidad de su vida de detenerse, abandonar la nave en medio cuello de botella, alcanzar a la mujer y huir con ella a donde no hubiera presas ni bocinas ni malignas luces verdes de esas que lo hacen avanzar a uno hacia un lugar que, en definitiva, no queda adelante (Contreras Castro1997).
Los escritores Soto, Chaves y Contreras Castro son los primeros autores costarricenses cuyos trabajos de micronarrativa se recogen en una antología latinoamericana del microrrelato. Se trata de la ya mencionada antología Cuentos breves latinoamericanos, y los cuentos recopilados formaban parte, respectivamente, de las colecciones Mitomanías; La mujer oculta y Urbanoscopio. Con la llegada del milenio, continúa la tónica de los noventa con abundante producción de microrrelatos. La mayoría no aparece en obras dedicadas en exclusiva a la modalidad, sino que se recopila con cuentos de mayor extensión. Por su parte, Myriam Bustos Arratia publica Microficciones (2002), Microvagancias (2005) y Esto no tiene nombre (2007). Además, publican microrrelatos Santiago Porras, Eduardo Alfonso Castillo Rojas, Vernor Muñoz y Juan Santiago Quirós Rodríguez, entre muchos otros. A finales de 2011, por primera vez, una editorial costarricense (la Editorial Costa Rica) convoca a un premio dedicado específicamente al microrrelato. El ganador del Premio Joven Creación correspondiente al año 2012 resultó ser Marco V. Aragonés, cuyo relato, «Primer encuentro» es publicado ese año, junto con sendos microrrelatos de diecinueve autores, todos menores de treinta y cinco años. El microrrelato costarricense actual La proliferación del microrrelato actual en Costa Rica hace un eco evidente al fenómeno que se da en todo el mundo de habla hispana. A continuación se hace un recorrido por cuatro títulos significativos, por distintas razones, que se publicaron en Costa Rica entre 2009 y 2014: Los niños muertos, de Lía Crous (2009) Los niños muertos es un libro de la escritora Laura Casasa, firmado con el pseudónimo de Lía Crous. El libro aparece prologado por la escritora Julieta Dobles, quien anota que fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 41
Los niños muertos es una colección de «minicuentos» y, como es frecuente al hablar de esta modalidad narrativa, cita como referencia la obra de Augusto Monterroso. No es fácil comprender la mención de la obra del autor de Obras completas (y otros cuentos). Mientras que los cuentos de Monterroso muestran una narratividad evidente, que recurre al sentido del humor y a la parodia de las formas tradicionales de la micronarrativa (como la fábula o la parábola), así como a la existencia de personajes y tramas más o menos complejas, todo atravesado por el paso del tiempo narrativo, los textos de Crous no parecen resistir un examen de narratividad; más bien, proyectan un lirismo sustentado en la superposición de imágenes. Para muestra, el texto «Olvido»: En mi sueño es él el que se pierde. Sueño que está ahí pero ya no quiere entrar conmigo, o si no, sueño que le ofrezco llevarle la comida y nunca llego. En el sueño también él está en ese cuarto lleno de pinturas, en su casa y es su madre la que me entiende. Hay luz por las ventanas. Hay una galería donde estamos juntos, hay un encuentro que no ocurre, hay un camino que no me lleva donde dijimos, una llave azul que no abre ninguna puerta. Algo se me quebró. Creí que había olvidado todo (Crous 2009).
Algunos de los textos parecen recuentos de estados de ánimo o de pesadillas más que de sueños (como los caracteriza Dobles), y sobre esos recuentos la voz lírica teje una atmósfera de impresiones sensoriales, emociones íntimas, sentimientos de impotencia y angustias que no experimentan cambios de estado por medio de una acción narrativa. La importancia de los paratextos de los libros (las páginas legales, los encomios de la contraportada, los prólogos…) contribuyen en mucho a determinar el género de un libro. Por ejemplo, algunos autores publican textos con tonos y técnicas semejantes a los de la autora de Los niños muertos, pero —como para evitar las dudas— tienen el cuidado de decir en la página legal que se trata de poesía. No es el caso de este libro de Crous, en el que parece ocurrir el fenómeno contrario: la publicación de un libro de poemas en prosa como si se tratara de uno de microrrelatos. Fragmentos de la tierra prometida, de Fernando Contreras Castro (2012) La promesa que el dios de los hebreos hace en el Antiguo Testamento al patriarca mítico Abraham, cuando le pide que se marche de su ciudad natal, Ur de los Caldeos (Mesopotamia), en busca de una tierra nueva donde «mana leche y miel», es la premisa del segundo libro de microrrelatos de Fernando Contreras Castro. En su interpretación del texto bíblico, Contreras Castro instala la promesa mítica en una América Latina aparentemente distópica, pero, a final de cuentas, no muy lejana de la realidad actual. El concepto de «fragmento» se cita con frecuencia en los estudios del microrrelato. Las primeras antologías de narrativa breve que se publicaron en América 42 |
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Latina incluyen algunos fragmentos entresacados de textos extensos, ofreciendo a los lectores la posibilidad de leer fragmentos como si se trataran de textos completos y autónomos. La tendencia a homologar los conceptos de relato muy breve y de fragmento no toma en consideración el hecho de que un texto (por ejemplo, un cuento) es una secuencia lingüística completa, mientras que un fragmento es solamente un trozo de un texto. Ahora bien, cuando un autor publica un conjunto de fragmentos integrados en torno a un elemento unificador (como lo pueden ser la temática y el estilo), se produce lo que el teórico Lauro Zavala llama los «microrrelatos integrados» o la «novela de fragmentos mínimos»: La lectura crítica de los ciclos de minificción que constituyen una novela plantea problemas fundamentales para la teoría literaria y para la práctica de la escritura, pues son a la vez novela fragmentaria, ciclos cuentísticos y series de minificción (277).
En una novela fragmentaria, los fragmentos se van complementando unos con otros, contribuyendo a crear no tantos mundos de ficción como cuentos componen un libro, sino un solo mundo, al que se puede acceder por cada una de las pequeñas puertas que ofrecen una distinta visión suya. De este modo, los textos (o fragmentos) que componen Fragmentos de la tierra prometida se organizan, dejando ver con facilidad los elementos comunes que les confieren coherencia de unidad. El libro arranca con una página de «Coordenadas espaciales» («Los puestos fronterizos», «Las Zonas Protegidas», «Las ciudades abandonadas», etc.), «Coordenadas temporales» y un listado de «Personajes» («Los niños», «Los viejos», «Militares», «Pescadores») (13), en lo que parece hacer las veces del «Dramatis personae», la sección en la que se enumeran los personajes que intervienen en una obra dramática, y que en el libro de Contreras Castro está compuesto por personajes colectivos que se dividen en dos grupos: «Los nómadas» y «Los sedentarios». El mundo futuro de Fragmentos de la tierra prometida, determinado por la única coordenada temporal de la misma página 13 («El futuro simple»), guarda algunas similitudes con la estética del ciberpunk de los años ochenta. El mundo está irremediablemente dividido en dos: los (países) ricos y los (países) pobres; sin embargo, solo los ricos tienen acceso a la tecnología de avanzada: «Los ricos viven en ciudades amuralladas, en países amurallados» (32), o bien se aíslan de los peligros que aguardan en la superficie y huyen a «la ciudad submarina que construyeron los japoneses» (33). La invasión del cuerpo humano por medio de implementaciones tecnológicas se hace presente en el relato «La marca hace la diferencia», donde se lee: «En los hombros de nuestros niños no se ve la cicatriz que llevan sus padres donde, de niños, les insertaron el chip de identificación y localización por radio frecuencia […]» (31). Finalmente, otra característica del ciberpunk, el alcance mundial
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del drama, se evidencia al renunciar a la idea de que los problemas sociales se agotan en las fronteras nacionales. El lenguaje utilizado a menudo remite a toda el área mesoamericana y más allá. En el cuento «De Puebla a Panamá», se menciona la ruta que siguen los grupos nómadas que habitan la zona. Los títulos de los cuentos de Fragmentos de la tierra prometida remiten a todo tipo de productos culturales: películas, canciones, cómics, novelas (entre las que vale la pena destacar novelas de anticipación como Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley, lo que parece apoyar la tesis de la filiación del libro con la ciencia ficción); sin embargo, en el período en estudio hay una obra en la que la intertextualidad cumple un papel más preponderante: se trata de El mundo no es lo que parece, de la escritora Myriam Bustos Arratia. El mundo no es lo que parece, de Myriam Bustos Arratia (2012) A lo largo de siete títulos, Myriam Bustos Arratia ha logrado reunir la producción de microrrelatos más numerosa de la historia de la narrativa costarricense. También es una de las más distintivas gracias a su estilo: escueto, anecdótico y, en líneas generales, desprovisto de metáforas y otras figuras retóricas. En su libro más reciente, El mundo no es lo que parece, se observa una característica presente en buena parte de su producción narrativa: su titulología. Debido a la brevedad extrema de esta modalidad narrativa, el título de un microrrelato cobra una gran importancia. A menudo, la trama de la historia se echa a andar desde el propio título, y a medida que se explora más la práctica del microrrelato, se va descubriendo la importancia significativa del título; al punto que han empezado a aparecer microrrelatos que constan únicamente del título, como es el caso de «El fantasma», del escritor mexicano Guillermo Samperio (cf. Obligado). En estos casos, el cuerpo del cuento, o la «historia», pasa a ser discurso implícito y su eficacia depende enteramente de la competencia interpretativa del lector. Pues bien, cuando un microrrelato tiene como título un refrán de tinte humorístico, como en «La ocasión la pintan calva», por ejemplo, más que un simple título de un texto, lo que parece ofrecerse es toda una lectura de él. Sería incongruente esperar del relato algo distinto de un texto humorístico o paródico, con lo cual el título no solo opera como un programador de lectura, sino también como una sustitución de la lectura. Varios de los textos del volumen de Bustos Arratia se titulan con calificativos de sus protagonistas o hasta con frases hechas o refranes que condicionan ostensiblemente la interpretación de sus historias, esto en la medida en que en vez de abrir la gama de interpretaciones posibles, la constriñen. Algunos ejemplos de textos con refranes por títulos son «Soñar no cuesta nada», «El que ríe al último ríe mejor» y «El tiempo es oro», así como también el aludido líneas arriba. Esta tendencia titulológica
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no es originaria de la narrativa de Bustos Arratia, pues ya se encuentran ejemplos de ella en la antología seminal de la narrativa breve: Cuentos breves y extraordinarios, que incluye un texto titulado «El mundo es ancho y ajeno» (Borges y Bioy Casares152). Un rasgo ausente en las anteriores colecciones de Bustos Arratia es la inclusión en cada microrrelato de una serie de epígrafes. En algunos casos, se trata de solo uno, pero en otros la cantidad de epígrafes puede ascender hasta a cuatro. En todo el libro, aparece un total de 243 epígrafes, con lo que en su conjunto se constituyen en el aparato epigráfico más extenso de la literatura costarricense contemporánea, caracterizado por una gran diversidad: la literatura universal, la música popular y otros muchos discursos. Tal es el caso de «Fin de fiesta»: De súbito, el hombre tuvo una impensada —e inesperada— revelación: se dio cuenta de que había muerto. Entonces se tranquilizó: ya nada malo más podía sucederle. Consecuentemente, había llegado, por fin, el momento de poder dormir sin sobresaltos (Bustos Arratia, El mundo no es lo que parece 166).
Este cuento aparece precedido por cuatro epígrafes; a saber, uno del poeta mexicano José Gorostiza, otro del escritor sueco Gunnar Ekelöf y sendas citas de los escritores costarricenses Francisco Delgado y Francisco Rodríguez Barrientos. Uno de los epígrafes de la serie reflexiona sobre la muerte, otro sobre el suicidio y los sueños, uno más sobre la vida después de la muerte y, finalmente, uno en torno a la relación entre la muerte y los sueños. De esta forma, cada texto es puesto en diálogo con un motivo literario o un tema determinado. Da la sensación de que el cuento no termina con el punto final de la historia, sino que la presencia de tantas citas y de origen tan variado más bien dejan abierto el diálogo con la tradición, con la literatura misma y, principalmente, con el lector. Los temás más explotados en el libro son las relaciones afectivas, el oficio literario, la vejez, la enfermedad, la vida cotidiana y la muerte, temas que en gran medida han animado la producción cuentística de la autora a lo largo de su carrera. Historias Polaroid, de Luis Chaves (reedición de 2013) La obra de Luis Chaves es una de las más narrativas de las últimas generaciones de poetas costarricenses. Un clarísimo ejemplo de su narratividad se puede apreciar en un fenómeno que ocurrió con el poemario Asfalto. Un road poem, publicado originalmente en el año 2006. Este es un libro eminentemente narrativo y escrito en prosa, y que fue reeditado el año 2012, dentro de una colección de novela corta. Este es un hecho insólito en la historia de la literatura costarricense y resulta de interés especial para el estudio de los géneros literarios. Sin embargo, este no es el primer libro de Chaves en el que aparecen textos narrativos. fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 45
El libro Historias Polaroid, publicado originalmente en el año 2000, se divide en tres partes: «Todo lo que no vuela», «Documentos falsos» y «Travelling», y es un mosaico de la soledad, las calles y, sobre todo, de la familia que se queda perdida para siempre en el pasado. La primera parte del libro está formada por textos escritos en verso. Comúnmente se asocia el verso con la lírica, pero muchos de los textos de «Todo lo que vuela» son recorridos por una innegable vena narrativa, pues están llenos de acciones, eventos, nudos, desenlaces y los animadores por excelencia de la narrativa: los personajes. Considérese un texto como «Bienes raíces»: Antes de entregar la casa donde vivió por más de veintitantos años, mamá recorre en silencio cuartos y pasillos, la punta de los dedos roza lentamente las paredes. Al llegar a la ventana trasera asoma su cabeza, como si entrara en el túnel del tiempo. Frente al espacio donde existió una puerta, ahora rellenado por cemento y blocks, se detiene unos segundos, cierra sus ojos, entra. (Chaves, Historias Polaroid 21) Encontrar este cuento escrito en verso fue uno de los hallazgos más insospechados con los que se pudo topar un lector de poesía; sin embargo, al proponer una disposición del texto sin saltos de línea, escritores, editores y filólogos no se han puesto de acuerdo sobre si «Bienes raíces» es un poema o un cuento: Antes de entregar la casa donde vivió por más de veintitantos años, mamá recorre en silencio cuartos y pasillos, la punta de los dedos roza lentamente las paredes. Al llegar a la ventana trasera asoma su cabeza, como si entrara en el túnel del tiempo. Frente al espacio donde existió una puerta, ahora rellenado por cemento y blocks, se detiene unos segundos, cierra sus ojos, entra (Chaves, Historias Polaroid 21).
Parece haber, no obstante, un argumento teórico de peso para descartar que «Bienes raíces» sea un poema, y este es que la historia que relata es fantástica. Lo 46 |
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fantástico, en el estricto abordaje todoroviano, tiene un gran peso pragmático, más que un género temático, es una forma de reaccionar a la lectura de un texto, por medio de la vacilación de si se debe conceder crédito a lo leído: «La vacilación del lector es pues la primera condición de lo fantástico» (Todorov 71). ¿En qué lugar entra el personaje de la mamá del narrador?¿Entra en un lugar o en un tiempo distinto? ¿Efectivamente, viaja al pasado por medio de «el túnel del tiempo», o más bien se trata del viaje de la imaginación? Un texto que es capaz de producir en el lector una serie de dudas de este tipo depende de una trama en la que figuren personajes y los cambios de estado que solo ocurren en la narrativa, no en la lírica. Que la narrativa llegue escrita en prosa o en verso no es más que una circunstancia de la diagramación. Es posible argumentar, sin embargo, que la disposición en verso de un texto ya de por sí trae consigo una serie de elementos que están ausentes en la prosa y que alterarlo para convertirlo en prosa es modificarlo más allá de toda lectura «respetuosa» y que ello más bien produciría un texto distinto. El mismo libro Historias Polaroid —que no tiene en su título la palabra historias por casualidad— incluye, en su segunda parte, varios microrrelatos, estos sí escritos con todos los renglones de la prosa. Entre ellos, uno titulado «Delitos menores»: Espero mi turno. Tengo el siete ocho. El hombre al lado el nueve seis. Me pide la hora y, sin escuchar respuesta, me explica cómo abrir un carro en menos de un minuto. Saca su billetera, donde lleva una foto familiar descentrada. Esa de la cabeza a la mitad —señala—, es mi esposa; y la acercó a mis ojos con fingido interés. Es el cuarto piso de los tribunales. Los ascensores mal ventilados suben y bajan gente que pronto no volverá a ver la luz. Se escucha el metralleo de las casi obsoletas máquinas de escribir: Olivettis que pueden cambiar para siempre la vida de los mortales. Mi vecino de asiento afirma tener fe, «un error lo comete cualquiera», susurra, mientras levantamos las piernas para que el conserje lustre el piso debajo de nosotros. Suena mi apellido en el altavoz, luego mi nombre. Declaro mentiras y firmo. Salgo del edificio pensando en varias cosas, los ascensores y su paseo vertical como modernas barcas de Caronte, los relucientes pasillos de la Justicia, el hombre del nueve seis, su vida miserable, su foto mal centrada, su billetera entre mis cosas.
En este breve cuento se encuentran todas las obsesiones —o temas— en torno a los que gira el libro: la familia, que ya no existe en la realidad sino solo en fotografías viejas (polaroids), la soledad y una asimilación eminentemente visual del mundo. Que uno delos libros de poesía más influyente de los últimos quince años sea evidentemente un híbrido de lírica y de microrrelato, o bien que algunos de sus textos sean susceptibles de ser leídos como líricos y también como narrativos dice mucho de su riqueza de significados y de la particularidad de su composición, pero sobre todo del cambio de los tiempos en los gustos y las prácticas literarias del país. fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 47
Conclusiones El origen del microrrelato costarricense guarda relación con la prosa modernista, dada a conocer directamente por Rubén Darío a través de su labor divulgativa en periódicos costarricenses. Esto parece apoyar la idea de que el microrrelato es resultado de la evolución seguida por la prosa modernista de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, defendida por numerosos teóricos del microrrelato. Por ello, la práctica del microrrelato en Costa Rica se apoya en una larga tradición literaria, tan antigua como la novela y el cuento, aunque mucho menos conocida. La mayoría de los microrrelatos costarricenses escritos durante la primera mitad del siglo XX hay que buscarlos en revistas y periódicos, así como diseminados en libros de cuentos y en poemarios. No es sino hasta en el último cuarto del siglo cuando comienzan a aparecer los volúmenes integrados exclusivamente por microrrelatos, y desde entonces no han dejado de publicarse. Sin embargo, la noción de microrrelato es relativamente reciente (apenas retrocede a los años ochenta del siglo pasado, en la obra de Dolores Koch). Quizás a eso se debe el gran desconocimiento que se tiene en el país sobre esta modalidad narrativa (o género literario, según algunos) al grado de considerar microrrelato lo que es más bien lírica y viceversa, o en el más grave de los casos a invisibilizar una vieja forma de hacer literatura.
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Referencias bibliográficas FUENTES PRIMARIAS AA. VV. Antología de microrrelatos. Premio Joven Creación 2012. San José: Costa Rica, 2012. Impreso. Álvarez Araya, Óscar. «Herejías para topos». Golpe de estado. Ed. H. Rivas. San José: Costa Rica, 1997. Impreso. Bustos Arratia, Myriam. Cuentas, cuentos y descuentos. San José: Tecnociencia, 1995. Impreso. ———. El mundo no es lo que parece. San José: Tecnociencia, 2012. Impreso. ———. Recuentos: más cuentas, cuentos y descuentos. San José: Tecnociencia, 1996. Impreso. Chaves, José Ricardo. La mujer oculta. San José: Costa Rica, 1984. Impreso. Chaves, Luis. Historias Polaroid. San José: Arlekín, 2013. Impreso Contreras Castro, Fernando. Fragmentos de la tierra prometida. San José: Legado, 2012. Impreso ———. Urbanoscopio. San José: Norma, 1997. Impreso Coto, Roberto. Páginas escogidas. Antología de cuentos. San José: Universidad de Costa Rica, 1998. Impreso. Crous, Lía. Los niños muertos. San José: Uruk, 2009. Impreso. Darío, Rubén. Cuentos completos. Managua: Hispamer, 2007. Impreso. Jiménez, Max. Obras completas. San José: Stvdivm, 1982. Impreso. Salazar Herrera, Carlos. Cuentos de angustias y paisajes. San José: El Bongo, 1990. Impreso. Soto, Rodrigo. Mitomanías. San José: Costa Rica, 1983. Impreso. ———. Volar como Ángel. Re/cuentos, 1980/2005. San José: Costa Rica, 2007. Impreso. Troyo, Rafael Ángel. Terracotas. San José: Universidad Estatal a Distancia, 2006. Impreso. Víquez Jiménez, Alí. A lápiz. San José: Fernández Arce, 1993. Impreso. Zúñiga, Francisco. La mala cosecha. Santiago: Horizonte, 1967. Impreso.
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FUENTES SECUNDARIAS Otras antologías de microrrelato AA. VV. Cuentos breves latinoamericanos. Argentina-Brasil-Chile-Colombia-Guatemala-México-Nicaragua-Perú-Puerto Rico: Coedición Latinoamericana, 2010. Impreso Andrés-Suárez, Irene. Antología del microrrelato español. El cuarto género narrativo. Madrid: Cátedra, 2012. Impreso. Borges, Jorge Luis y Adolfo Bioy Casares. Cuentos breves y extraordinarios. Buenos Aires: Losada, 1993. Impreso. Obligado, Clara. Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves. Madrid: Páginas de espuma, 2002. Impreso. Valadés, Edmundo. El libro de la imaginación. México: Fondo de Cultura Económica, 1976. Impreso. Valls, Fernando. Mar de pirañas. Palencia: Menoscuarto, 2012. Impreso. Estudios Calvo Revilla, Ana. «Delimitación genérica del microrrelato». Las fronteras del microrrelato. Teoría y crítica del microrrelato español e hispanoamericano. Ed. Ana Calvo Revilla y Javier Navascués. Madrid: Iberoamericana, 2012. 10-42. Impreso. Koch, Dolores. «El micro-relato en Mexico: Julio Torri, Juan Jose Arreola Arreola y Augusto Monterroso». A dissertation submitted for the degree of Doctor of Philosophy. The City University of New York, 1986. El Cuento en Red 24 (otoño 2011): 4-106. Web. 20 abr. 2014. <http://cuentoenred.xoc.uam.mx/tabla_contenido.php?id_fasciculo=570>. Lagmanovich, David. El microrrelato. Teoría e historia. Palencia: Menoscuarto, 2006. Impreso. Monge, Carlos Francisco. «Sobre el poema en prosa en Costa Rica». Letras. Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje 47 (2012): 127-146. Impreso. Roas, David. (2012). «Pragmática del microrrelato: el lector ante la hiperbrevedad». Las fronteras del microrrelato. Teoría y crítica del microrrelato español e hispanoamericano. Ed. Ana Calvo Revilla y Javier Navascués. Madrid: Iberoamericana, 2012. 66-80. Impreso. Rojo, Violeta. Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos. Caracas: Equinoccio, 2009. Impreso. 50 |
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Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1972. Impreso. Zavala, Lauro. Cartografías del cuento y la minificción. Sevilla: Renacimiento, 2004. Impreso.
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Anexos Anexo 1 Antología mínima del microrrelato costarricense actual (2009-2014)*
Psychedelic Breakfast Germán Hernández Para Alonso Hernández Después de despertar, se quedó todavía algunos minutos en la cama mirando el cielo raso. Cuando no quedaron dudas se levantó y fue al baño, demoró lo necesario y listo al fin, se sentó a la mesa, se sirvió una taza de café y acompañó a su mujer en sus últimos momentos impregnados a esa tela de mal gusto, a ese desayunador pintado con aquella simetría rígida y sin escapatorias. Encendió un cigarrillo mientras ella se levantaba a recoger la mesa e iba a la cocina, él tomó el cuchillo de cortar el pan y con una servilleta le quitó los restos de mantequilla, se levantó, fue hasta ella y se lo enterró hasta que sus manos dejaron al fin de aletear y su respiración se detuvo suavemente. Regresó al comedor y apagó la colilla que había dejado encendida, fue al cuarto de los niños que no sufrieron tanto, pues aún dormían y, tal vez, confundieron aquello con una pesadilla. Dejó el cuchillo en el fregadero, se lavó los dientes, después se fue a trabajar. (En Variaciones para una ficción. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 2010).
* Recopilación de Sergio Arroyo. Todos los textos incluidos en esta antología mínima se reproducen con autorización de sus autores y sus editores. No se pueden reproducir en otro medio sin una autorización emitida por los propietarios de sus derechos de autor.
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Desde la canasta Heriberto Rodríguez En lo alto, la hoja de la guillotina reluce brillante. El verdugo se ha despojado de su capucha, insiste en buscar mis ojos, mis regios ojos que no se degradan con las insolencias de los plebeyos. Se libera la hoja, produce un sonido extraño. Nunca había escuchado un ruido así antes, he presenciado otras ejecuciones pero nunca me había parecido tan aterrador el crujir, tan definitivo. Deja de jugar con mi cabellera Luis, deja de soltarme los bucles, ya sé que eres mi rey, deja mis liendres en paz. Por qué cuando venimos a Versalles nunca me traes el desayuno a la cama. Sí, exacto, con tus propias manos, compláceme amor. Ya estoy harta de tus cortesanas, quiero que te quede claro: no lo soporto más. Ven para acá mi sol, sí, ya lo sé que el Sol era tu abuelo. Ahora no escucho nada. Desde la canasta puedo ver mi cuerpo apoyado en ese horrible reclinatorio, tan parecido a un confesionario, no veo mi cabeza, aunque creo que es mejor así, odio ver mi cabellera que hoy amaneció encanecida. Todo está en silencio, ahora. (En Atrapa insomnios. San José: Lanzallamas, 2011).
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Cómeme a besos Jacques Sagot —Le imploraba ella a él en su última misiva—. Y él contestó. Tan pronto ella abrió el sobre, las letras, transformadas en miríadas de insectos, abandonaron el papel y se lanzaron al asalto de su cuerpo. Subieron por sus brazos, llegaron al cuello, con instinto de aves migratorias se introdujeron en todo lugar húmedo y en sombra. El papel de la carta había quedado en blanco, y la diáspora de letras-insectos se la comían a besos, la colonizaban, cubrían la totalidad de su cuerpo. De ella no quedó nada. Después de haberla devorado en vida, volvieron las letras a la carta y reconfiguraron su orden original. (En Déjame morir. San Pedro de Montes de Oca: Tecnociencia, 2010).
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Forastero Teobaldo Federico Rosso La realidad implacable me conduciría al suicidio, si el sueño no me permitiese esperar. Guy de Maupassant
Le resultaba difícil vivir en medio de aquel territorio inagotable, tan lejos del mar, con veranos tan calientes e inviernos tan fríos. También le costaba pronunciar la palabra gauchos, pero mucho más le costó averiguar después lo que esa palabra significaba realmente. Los años en el silencio apocado de los pueblitos del interior le fueron enseñando a pensar que aquel aislamiento no era definitivamente malo y que muchas veces el panorama podía verse más alentador; como una mañana fría de sol, acompañada de esa emoción contenida de las fechas patrias, cuando alguien como él podía salir a cazar perdices y perderse en el medio de la nada del campo. Una mañana así partieron a trote de Sulqy, bien emponchados para atajarse el aire cortante de la helada. Llevaba las riendas el paisano, con ese rostro enigmático de hombre ni bueno ni malo; hombre nacido allí. La escopeta la llevaba él, un poco por no contrariar cómo tenían que ser las cosas, porque uno debía ser el que mandaba y otro el mandado a hacer. Y aquí nos detenemos nosotros, que con el asunto poco tenemos que ver. Se perdieron por un camino recto, polvoriento y de contornos grises por los pastos secos del invierno. Un rato después, por ese aire atemporal y solitario de la mañana campestre, se difundió el sonido apagado de un disparo lejano. Hasta que regresen, no sabremos qué ha pasado. (En Antología de microrrelatos. Premio Joven creación. San José: Editorial Costa Rica, 2012).
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Ana Isabel Gamboa Barboza Ana se encerró en su casa después de comprar suficiente comida para sobrevivir los meses que faltaban. Estaba decidida a evitar que la vieran en ese estado simplemente porque aquello era un error. Tras los comestibles, preparó todo con la agencia y depositó el dinero en una cuenta. Y comenzaron a pasar las semanas que, una más otra, fueron siendo meses, y de tanto tiempo que tuvo, tuvo muchos pensamientos. Pensó que, a fin de cuentas, no era tan malo lo ocurrido. Era, como diría Cuauhtémoc Sánchez en el libro favorito de Ana, Sin Cadenas, una oportunidad que le había metido ganas de vivir con decisión. Rumió que cuando se acabara todo se iría con el dinero a ese lugar y ahí viviría sola y sin penurias. Pensó que dejaría esa casucha fermentada con sus dolores y los dolores de las decenas de familias que la habitaron antes de que ella decidiera desaparecer de la casa de su familia y mudarse ahí. Se convenció de que al irse de ese sitio sería como volverse a ir, pero esta vez, sí de verdad y para siempre. Especuló que olvidaría por fin a esa madre, extraña y solitaria, que siempre la trató como a un íncubo. Y de tanto que pensó y confirmó, no se dio cuenta de que los meses ya deberían haber terminado. Nadie supo nada porque nadie la extrañó, no hasta que notaron un aumento de ratas en sus propias cocinas y llamaron al Jefe Político. Cuando entraron en compañía de la autoridad, vieron el cuerpo podrido de Ana tirado en el piso y repararon en que estaba muerta, pero se movía. Advirtieron, poniendo mucha atención y curiosidad, que de entre sus piernas salían dos pequeños piececillos que arrastraban el cuerpo inerte de su madre. (En Veinticinco cuentos perversos. San José: Guayaba, 2013).
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Aasifadamliya Eduardo Alfonso Castillo Rojas Nunca había tenido tanto calor. El camello en su rítmico y desgarbado andar no hacía más que acentuar el cansancio. El viento le azotaba la arena sobre la cara y el temor de quedarsesin agua le hacía soportar la sed quizá más de lo necesario. El guía árabe le miraba de reojo con una sonrisa que desde varias horas atrás le molestaba, pero no le decía nada, por un lado porque no podía seguir sin él y por otro porque de todos modos no lo entendería. De acuerdo con las instrucciones recibidas al salir de viaje, aún le quedaban dos horas de lomo, por lo que asumió que ese sería el tiempo que debía soportar la situación. El guía detuvo de pronto su camello; levantó su mano izquierda en forma abrupta y dijo algo así como «aasifadamliya», o al menos así entendió él. Hizo que su camello se agachara y lo puso rodilla al suelo, para de seguido hacer que su ungulado transporte también llevara su vientre al suelo. Un poco por las indicaciones y gestos, y nada por las palabras, entendió que había que tenderse al lado del animal. Así lo hizo justo a tiempo para que el aire cargado de arena empezara a volar sobre ellos. Los granos que lograban golpearlos en las manos o por entre la ropa, se sentían como alfileretazos, mientras el aire caliente aumentaba la sofocación. Fue apenas unos minutos, tres o cuatro, que debieron esperar. Era una tormenta pequeña, o una gran tormenta que apenas empezaba, nunca tuvo a quien preguntarle. Al terminar la ventisca la visión de arena y sol, sol y arena sin más compañía que una sensación de libertad lo hizo flotar sobre el desierto. «Aasifadamliya», se dijo y dejó que el camello escapara solo. (En Cuando alguien ama a una rana. San José: Uruk, 2013).
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La frontera Mario Valverde Montoya La fila era interminable. La noche agotada en el recuerdo. La carretera ensanchaba la tragedia. Los soldados trabajaban en la vía alterna; se ayudaban con focos potentes para asfaltar partes de la vía. Una especie de neblina fantasmal se alzaba debajo de la máquina; no tenían por qué descubrirme. La frontera es un límite imperceptible. Todo dependía de quinientos metros; poco a poco, empezaba a sentir envidia de esos uniformes sin rostro, duros, con sus cabezas codificadas en órdenes, ¿por qué tenía que estar en esta situación? Envidiaba el camión de al lado, cargado de granos, pasaría fácil. ¡Qué angustia a cada lento avance! Del lado izquierdo un auto de jóvenes del mismo partido, con sus símbolos, felices sin saber de su libertad; a lo mejor eso era ser joven, adoptar un símbolo, el más radical posible. Quería abrazar a mis hijas, apurar la botella de vino, mi esposa durmiendo y el silencio en la pluma: solo eso pedía. Otro avance, otro siglo, las luces cada vez más cerca, debían pasar. Sus insignias pegadas en la esquina del parabrisas. ¡Qué mierda! Cómo envidiaba las ballenas jorobadas cantándose amores. Tenía que pensar en cualquier cosa, mis ojos tenían que esconder por instantes mi odio a esos uniformes desteñidos de sensaciones. Mis hijas corrían por la mañana a la cama, mi sueño haciendo curvitas, se metían por debajo de las cobijas: solo eso quería. Otro avance. Miedo en los rostros del jeep de la izquierda, no pasarían; las luces tenían alas, estaban cerca, todo controlado. Los símbolos del partido en lugares estratégicos. ¡Pronto amores! —¡Bájese! Mis ojos sonrieron, ¡mierda!, las luces apagadas. Las encendí. ¡Cómo compartía tus pies helados! Salí del auto. Tanto miedo en cada auto de la fila. Si por cada soldado existiera una ballena jorobada… —¡Abra la cajuela! Aquellas risitas de la mañana debajo de las cobijas… Abrí y corrí; no avancé mucho. Unos sonidos agudos cruzaron la frontera, penetraron en mi cuerpo; observé que abrían la caja que estaba en la cajuela, con las cenizas de mi familia que se me unieron entre risitas, mientras mi cuerpo libremente se desangraba a un lado de la carretera y los autos aceleraban sin volver la vista atrás. (En Las voces P4R P4R. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 2013).
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El Coleccionista Randall Roque Un Coleccionista de horas sueltas salía a buscarlas cerca de la Rue París. Las inquiría justo al final de la alcantarilla, donde se aglutinaban como gatos aterciopelados, lamiéndose unas a otras filatélicamente. Cuando al fin las observaba distraídas o cabeceantes por el cansancio, las tomaba con ingrávida ternura hasta depositarlas dentro de su tetera de bolsillo, donde se les escuchaba correr despavoridas huyendo del cronograma del reloj. Así, cuando el empedernido Coleccionista creía tener las suficientes horas, se dirigía hacia los diversos gremios de los vanidosos y acaudalados moribundos, ofreciéndoselas a un costo ra-zo-na-ble, por aquello de que las necesitaran para meditar en las impensables y memorables palabras de último momento. Pese a ello, el Coleccionista se torturaba preguntándose de manera irremediable: ¿Quién coleccionaría las horas para un Coleccionista? (En Alguien llama a la puerta. San José: Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 2014).
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Comprensivo Myriam Bustos Arratia
Al llegar al consultorio de su médico y encontrarlo atestado de pacientes que aguardaban su turno (como si se tratara de un hospital de la Caja Costarricense del Seguro Social), calculó que nunca saldría de allí antes de transcurridas unas cuatro horas. Se armó, no obstante, de paciencia y comenzó a esperar. La última persona que había entrado salió del lugar a las seis y media, cuando ya estaba oscuro. La secretaria del médico lo invitó, entonces, a que pasara, y se encaminó hacia el cuarto en que atendía el galeno, no sin alguna dificultad, porque un sueño majadero se había apoderado de él. Abrió cuidadosamente la puerta y desde allí mismo divisó al profesional agachado sobre sus propios brazos encima del escritorio, evidentemente, ya dormido. Aunque no se resignaba a perder la tarde y marcharse para que el agotado médico pudiera continuar durmiendo, tampoco le parecía correcto interrumpir su sueño para lograr su importante atención. Entonces buscó la salida que le pareció menos violenta. Caminó en puntas de pies hasta la camilla y comenzó a quitarse la ropa externa. En seguida, subió, se atendió y se acomodó para dormir. Si el médico conseguía descansar hasta recobrar sus energías, con toda seguridad iba a estar dispuesto a atenderlo. (En El mundo no es lo que parece. San Pedro de Montes de Oca: Tecnociencia, 2012).
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Blade Runner Fernando Contreras Castro Viendo las fotos que guardo, y defendería con mi vida, me pregunto, ¿en verdad son míos estos recuerdos? (En Fragmentos de la tierra prometida. San José: Legado, 2012).
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Pasteles para enterrar el pasado Luis Yuré Cuando de chico tosía, mi madre llamaba al carpintero para que me tomase las medidas del ataúd, mientras mi progenitor comenzaba a cavar un hoyo de seis pies. Entretanto, mis hermanos inflaban los globitos para la prometedora fiesta funeraria. A veces, si después de autodesenterrarme me lavaba bien las manitas, me servían un gran pedazo de pastel y me reía solito, como un tonto, por sentirme tan feliz de vuelta entre los seres queridos. (En Micropsia. San José: Germinal, 2012).
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Samizdat Fabián Coto «Cuando la nieve cubre el mar y el crujir del pino deja en el aire más honda huella que el trineo, ¿a qué azul pueden llegar los ojos?». Así se leía en la primera página del primer samizdat que ellos publicaron. Por ese entonces rentaban un piso en un edificio del centro de Tirana, desde el cual se veía algo que bien podría ser el cauce de un río o una música sueca en ruinas. El pasado, para ellos, siempre había sido mejor que cualquier afirmación innecesaria. Eran los años 60 y Sali y Bárbara vivían juntos. Tenían un perro, bebían vino barato, escribían poemas con palabras soeces y escuchaban discos proscritos de rock ´n roll. No eran, en rigor parásitos sociales, pero despertaban sospechas en algunos de los militantes más viejos, que veían en ellos desviaciones burguesas y decadencia occidental. Por si fuera poco el papá de Bárbara había salido una mañana de los años cincuenta y nunca había regresado a casa. Muchos pensaban que era un desertor, sin embargo, Bárbara creía que su padre estaba enterrado en alguna fosa común luego de trabajar jornadas extenuantes en algún gulag del Ártico. La compulsiva necesidad de sublimar toda metafísica acabó generando que, al menos en Tirana,las personas como Sali y Bárbara sustituyan con fabulaciones todo aquello que les resulta incomprensible. Sali y Bárbara nunca salieron de Tirana, nunca conocieron Nueva York y nunca fueron a un concierto de Bob Dylan. Y sus samizdat no se convirtieron en piezas pop art. Ahora enseñan en la Universidad Nacional de Albania y en su clase hablan de Pushkin y de Gorki. La vida, para ambos, ahora es un patio limpio de hojas, sin perros que mueven la cola. En invierno Sali suele releer a Brodsky y bebe vino moldavo. A menudo se pregunta de qué color serán los ojos de Bárbara cuando el pasado deje de ser un sitio seguro para ambos. (En Las malas juntas 40 [25 ene. 2013]. Web. 5 mar. 2014. <http://lasmalasjuntas.com/category/vol-40/>)
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Anexo 2
Selección de libros publicados en Costa Rica entre 2009 y 2014 que incluyen microrrelatos1
2009 • Los niños muertos,* de Laura Casasa, firmado como Lía Crous. (Editorial Uruk) • Laberintitis, de Anabelle Aguilar Brealey. (Editorial de la Universidad de Costa Rica) 2010 • Las cosas no son tan simples,* de Myriam Bustos Arratia. (Editorial Tecnociencia) • Ventana del alma, de Jorge Bravo. (EUNED) • Parque de diversiones, de Laura Casasa. (Editorial Universidad Nacional [EUNA]) • Variaciones para una ficción, de Germán Hernández. (EUNED) • Déjame morir, de Jacques Sagot. (Editorial Tecnociencia) 2011 • Las lunas del Ramadán, de Randall Roque. (Ediciones 77) • Atrapainsomnios, de Heriberto Rodríguez. (Editorial Lanzallamas) 2012 • El mundo no es lo que parece,* de Myriam Bustos Arratia. (Editorial Tecnociencia) • Fragmentos de la tierra prometida,* de Fernando Contreras Castro. (Editorial Legado) • Micropsia,* de Luis Yuré (Editorial Germinal) • Antología de microrrelatos. Premio joven creación,* de varios autores. (Editorial Costa Rica [ECR]) • Consentimiento informado, de Gerardo Campos Gamboa. (EUNA) • Cuentos de mamá muerte, de Óscar Cruz. (Editorial Clubdelibros) • Cuentos escogidos, de Quince Duncan. (ECR) • Gente como tú lo encuentra fácil, de David López. (Editorial Germinal) • Historias redondas de cosas cuadradas, de Alejandro López Solórzano. (EUNED) • Hijas de familia, de Habacuq. (Editorial Germinal)
1. Los títulos marcados con un asterisco incluyen únicamente microrrelatos o microficciones.
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2013 • La Acuarilis,* de Gustavo Fernández Qu. (Editorial Clubdelibros) • Cuando alguien ama a una rana, de Eduardo A. Castillo Rojas. (Editorial Uruk) • Historias Polaroid, de Luis Chaves. (Editorial Arlekín) • Antierótica feroz, de Laura Fuentes Belgrave. (Editorial Clubdelibros) • La deslumbrada, de Mía Gallegos. (ECR) • Mi corazón de metal, de Daniel Garro. (Editorial Clubdelibros) • Veinticinco cuentos perversos, de Isabel Gamboa Barboza. (Guayaba Ediciones) • Las voces P4R-P4R, de Mario Valverde Montoya. (EUNED) • Escritos inéditos, de Carlos Salazar Herrera. (ECR) 2014 • Alguien llama a tu puerta, de Randall Roque. (Editorial Uruk)
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El microrrelato metaficcional en El avaro, de Luis Loayza1 Óscar Gallegos Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Loayza es uno de esos extrañísimos escritores que escribe por escribir, no para publicar. Mario Vargas Llosa Ahora que no escribo me publican más. Luis Loayza
Luis Loayza es, sin lugar a dudas, uno de los escritores más atípicos de la literatura peruana. Y no solo por la singularidad de su obra, sino también por su actitud frente a los círculos literarios: no da entrevistas, no sale en los medios de comunicación y nunca, hasta ahora, ha aceptado un galardón o premio literario. Incluso se sabe que Loayza publicó casi empujado por sus amigos (Abelardo Oquendo y Vargas Llosa), quienes primero conocieron en secreto su obra y luego la han difundido. Pero quizá lo más desconcertante sea el casi absoluto silencio que ha mantenido por largos años. Por esto, es difícil escribir sobre la vida de un hombre cuyo mutismo y aislamiento son su modus vivendi. Sin embargo, podemos vislumbrar, a través de esta actitud, una coherencia estética y ética en su vida y obra, donde la soledad y el silencio se compaginan con la naturaleza de su escritura: lacónica, reflexiva y escéptica. Luis Loayza (Lima, 1934) vivió parte de su infancia y adolescencia en el distrito clasemediero de Miraflores, donde creció en el seno de una familia de escritores.2 En su libro de relatos Otras tardes y en su novela Una piel de serpiente, narra su desencanto frente a los cambios de la modernización que sufre Lima y, en particular, su distrito. De ahí quizá provenga un tanto su escepticismo frente al progreso y a los movimientos políticos. En la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde estudió Derecho, conoció a sus primeras amistades, como Abelardo Oquendo y Mario Vargas Llosa, con quienes iba a compartir algunos proyectos literarios.3 Al respecto, Vargas Llosa cuenta sobre esos años y cómo conoció a Loayza: 1. Esta es una versión resumida de un apartado de mi tesis: El microrrelato peruano en la narrativa de los 50 (1950-1959): Luis Loayza, Luis Felipe Angell y Carlos Mino Jolay. Véase Gallegos (2014). 2. «Su abuelo, Luis Alberto Loayza, editó Piltrafas (1911), colección de romances criollos; su padre, Luis Aurelio Loayza Silva, no ha publicado libro alguno, pero, ha producido revistas juveniles, sonetos, siguiendo las huellas de Evaristo Carriego, Leonidas Yerovi y Baldomero Fernández Moreno […]». (Sánchez 1652). 3. Vargas Llosa estudiaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pero, como sostiene en El
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Gracias a este manifiesto conocí a quien sería uno de mis mejores amigos de esos años y me ayudaría mucho en mis primeros pasos como escritor. Habíamos entregado hojas con el manifiesto a distintas personas para que lo hicieran correr, y me advirtieron que un alumno de la Universidad Católica quería echar una mano. Se llamaba Luis Loayza. Le di una de las hojas y unos días después nos reunimos en Cream Rica de la avenida Larco para que me entregara las firmas. Había conseguido sola una: la suya. Era alto, de aire ido y desganado, dos o tres años mayor que yo, y aunque estudiaba derecho sólo le importaba la literatura. Había leído todos los libros y hablaba de autores que yo no sabía que existían —como Borges, al que citaba con frecuencia, o los mexicanos Rulfo y Arreola— y cuando yo saqué a relucir mi entusiasmo por Sartre y la literatura comprometida su reacción fue un bostezo de cocodrilo (Vargas Llosa 218).
Con estos amigos, Loayza fundará y codirigirá la revista Literatura, de existencia efímera (de solo tres números [1958]), pero que servirá de difusión no solo de sus preferencias literarias, sino también para publicar sus primeros textos ensayísticos («Retrato de Garcilaso» y «El lunarejo», por ejemplo), que le darán fama de uno de los prosistas más finos de nuestra tradición literaria. Abelardo Oquendo (2011), en una versión facsímil de esta revista, recuerda cómo se gestó esta aventura literaria: Según mi recuerdo, un atardecer llegó Luis al departamento de Mario en Las Acadias, puso un sobre de pago sobre la mesa y dijo: «aquí está, saquemos la revista». Pero Loayza discrepa por correo electrónico: «No tengo el menor recuerdo de haber llegado con un sobre de pago. Trabajaba en El Dominical de El Comercio, contigo —me dice— y vagamente en un estudio de abogado, como practicante y sin sueldo. Quizá colaboré con los gastos, pero no creo haber pagado la edición […]. Te enviaré otros detalles si te aparecen, pero no me presentes como un capitalista, falso recuerdo tuyo. Me doy cuenta que mi propia memoria está llena de esas invenciones. ¿De quién? ¿Quién inventa?» (7).
Otra aventura literaria de este grupo de jóvenes fue Cuadernos de composición, un efímero sello editorial, bajo el cual y en una edición no venal, Loayza publicó El avaro (1955), su primer libro de tan solo 150 ejemplares, que circularon casi clandestinamente entre amigos y conocidos; pero que fue bien recibida por la crítica del momento, sobre todo, teniendo en cuenta la precocidad del escritor (20 años). Así, nuestro autor fue identificado tempranamente como una de las jóvenes promesas de su generación, obteniendo un cierto prestigio entre los círculos literarios. Al respecto, Luis Jaime Cisneros, amigo y profesor de Loayza, fue uno de los primeros en reconocer públicamente las virtudes del joven narrador: pez en el agua, conoció a Loayza cuando recogía firmas en la Universidad Católica para un candidato a rector, y el autor de El avaro se ofreció a ayudarlo a conseguir más firmas, naciendo así una amistad que duraría, según el premio nobel, hasta la actualidad. Recordemos que su obra, Conversación en La Catedral (1969), está dedicada a sus amigos de esos años: Luis Loayza «el borgiano de Petit Thouars» y Abelardo Oquendo «el Delfín».
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Loayza llegó a la Universidad y a mi amistad en los días primeros de 1951. Estaba hecho de silencio y timidez, y miraba desde sus altos y cansados ojos con algo que era desasosiego y quería parecer serenidad. Había leído libros inverosímiles, e incurría con frecuencia en sabrosas partidas de ajedrez. Citaba de memoria poemas enteros, fragmentos de novelas, cuentos fantásticos. Su inventario de lecturas era ya copioso. La Facultad de Letras lo reveló como alumno inquieto. Desaprensivo para el dato erudito, mostraba su amor competente hacia todo lo que encerrara calidad poética y estilo esmerado (215).
Más tarde, en 1958, partió rumbo a Europa, donde coincidió con Julio Ramón Ribeyro y Vargas Llosa en París. También se conoce que viajó a Estados Unidos4 y, luego de algunas visitas esporádicas al Perú,5 radicó definitivamente en Ginebra donde se ganó la vida como traductor para la UNESCO. A partir de los años 60, perdemos el rastro biográfico de nuestro escritor, salvo un reportaje que le hizo la revista Somos (2002), en la que, sin embargo, no ofreció entrevista alguna y solo permitió algunas fotografías de su casa en Ginebra. Ahora solo podemos seguirlo a través de sus obras, que continúan publicándose a cuentagotas, pero de forma constante. De esta manera, luego de algunas reediciones de El avaro, Loayza publicó la novela breve Una piel de serpiente (1964), con la editorial Populibros, que se caracterizaba por la masificación de las obras a bajo precio. Por ello, esta novelita, ambientada en el año 1950, época de la dictadura del general Manuel Odría, alcanzó los 10 000 ejemplares, a diferencia de la exigua cantidad de su primer libro. Sin embargo, la crítica no fue tan elogiosa esta vez,6 y tampoco tuvo la aceptación de las novelas que, por aquellos años, aparecían en escena, como las de Carlos Eduardo Zavaleta, Julio Ramón Ribeyro o del propio Vargas Llosa.7 Luego publicaría su primer libro de ensayos, El sol de Lima, editado primero en Lima (1974) y luego, con nuevos textos, en México (1993). Asimismo, publicó el volumen de cuentos Otras tardes (1985), reeditado en el año 2000. A estos libros se sumarían dos más: su ensayo Sobre el 900 (1990) y una nueva recopilación de ensayos literarios, Libros extraños (2000). Por último, lo que podemos llamar su obra completa, hasta el momento, en dos volúmenes: Relatos y Ensayos (2010).8
4. Un hecho anecdótico, que cuentan sus amigos, es la famosa partida de ajedrez que le ganó a Bobby Fischer, genio y leyenda mundial de este juego, en el Nueva York de 1965. 5. En Lima, trabajó en el Suplemento Dominical del diario El Comercio y perteneció al consejo editorial de la revista Hueso Húmero, en la que también colaboró con varios relatos y ensayos, incluso, hasta estos últimos años. Véase, por ejemplo, el n.° 60 de Hueso Húmero (2013), donde aparece un relato suyo. 6. Miguel Gutiérrez (1988) sostuvo que esta novela es «una de las más aburridas de la literatura peruana» (110). 7. En los últimos años, sin embargo, se ha revalorado la propuesta estética de esta novela, incomprendida por aquellos años del boom latinoamericano. Al respecto, véase la sección «El novelista», en Para leer a Luis Loayza (2009), donde algunos críticos literarios analizan la propuesta novelística de Loayza. 8. Aunque no es un campo muy estudiado con respecto a Loayza, su labor como traductor es también
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Hasta aquí podemos rescatar, a través de estos testimonios, algunos rasgos generales del perfil del escritor y de su obra, centrada principalmente en El avaro, pero que guarda conexiones con el resto de su producción. Vargas Llosa (1993), por ejemplo, nos orienta acerca de la formación e influencias de Loayza, cuando menciona sus lecturas tempranas de Borges, Rulfo y Arreola; asimismo, su rechazo a lo que se denomina «literatura comprometida», que lo acerca más al Borges esteticista, pero que lo aleja de la tendencia común hacia el realismo de la narrativa urbana de su generación. Esto explicaría el porqué su obra, a pesar de los elogios de los círculos literarios, es casi desconocida por el grueso del público lector. Por su parte, Abelardo Oquendo (2011) califica a Loayza como un escritor de «culto», no solo por esta actitud de abstraerse a cualquier reconocimiento público, sino sobre todo porque sus obras son difíciles de conseguir, incluso, para aquellos lectores exigentes y fieles que lo siguen. Por último, de Luis Jaime Cisneros (1957), rescatamos su apreciación de «la calidad poética y el estilo esmerado», rasgos que luego serán corroborados por otros críticos nacionales. Recepción crítica de El avaro de Luis Loayza El avaro, como hemos referido, apareció en una edición no venal, en 1955, convirtiéndose en una de las primeras obras de la joven Generación del 50, que alcanzó un cierto prestigio entre los círculos literarios. Esto a pesar de su naturaleza mítica y universal que alejaba el libro ostensiblemente de las tendencias (y exigencias) estéticas de los años cincuenta: neorrealismo e indigenismo. Asimismo, este librito, de una brevedad insólita en la literatura peruana (20 páginas: 9 microrrelatos), sería hasta la actualidad la obra no solo más editada del autor (5 ediciones),9 sino también la más estudiada (3 tesis universitarias10 y varios ensayos, artículos y reseñas). importante para comprender su estética y filiaciones. Así, como sostiene Adolfo Castañón (1997), «a él le debe la lengua española la antología, el prólogo y la traducción más ambiciosas y relevantes de Thomas de Quincey, y no es casualidad que Jorge Luis Borges se inclinara por incluir las traducciones de este fulgurante prosista e impecable traductor en su Biblioteca Personal. También ha traducido a Nathaniel Hawthorne y a Arthur Machen» (8). Al respecto, véase también «Luis Loayza traductor», de Carlos E. Zavaleta (2009). 9. La segunda edición de 1970 apareció en Las Palmas de Gran Canaria, publicada por Inventarios Provisionales. La tercera edición de 1974, bajo el nombre de El avaro y otros textos, fue publicada por el Instituto Nacional de Cultura de Lima. La cuarta edición del 2000, El avaro, por el Instituto de Investigaciones Humanísticas de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM. Y la quinta del 2010, y última edición, hasta la fecha, apareció junto a su obra ensayística (Ensayos), en la recopilación de su narrativa completa (Relatos), editada por la Editorial Universitaria de la Universidad Ricardo Palma. 10. Hemos rastreado —solo con respecto a El avaro— tres tesis universitarias. Las dos primeras tratan íntegramente sobre su ópera prima: El avaro y otros textos de Luis Loayza: una aproximación narratológica, de Alejandro Susti (1991); y De Luis Loayza, El avaro. Mito y posmodernidad, de Reinhard Huamán Mori (2010). La tercera, El cuento fantástico en la narrativa del cincuenta: 1950-1959, de Elton Honores (2008), le dedica un apartado, donde destaca su figura como uno de los representantes de la narrativa fantástica.
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Por lo tanto, nuestro objetivo no es el de repetir las revisiones críticas que ya se han realizado sobre esta obra (Honores [2008] y Huamán Mori [2010]), ni tampoco el de redundar acerca de las bondades de esta obra: calidad poética, precisión del lenguaje, profundidad temática universal, etc., sino el de tratar de comprender, desde una perspectiva genérica, cómo se ha leído esta ópera prima de Loayza. Así, vamos a centrarnos en un aspecto capital que, en nuestra visión, no se ha profundizado suficientemente: los intentos clasificatorios o taxonómicos que ha sufrido esta obra por parte de la crítica, y el porqué de su marginación u ocultamiento a través de esas lecturas. Para ello, vamos a reunir en tres grupos los comentarios críticos al respecto. En el primero, encontramos las reseñas periodísticas que aparecieron tanto después de la primera edición (1955), como de la tercera (1974), que reunió, además de los nueve microrrelatos de las dos anteriores, otros textos que se publicaron en diferentes revistas del medio. En el segundo grupo, incluimos comentarios que aparecieron en dos publicaciones especializadas sobre la obra de Loayza: Identidades (n.° 56, 2004) y Para leer a Luis Loayza (2009). Aquí también podríamos incluir el especial que hace la revista Somos (n.° 741, 2001), a cargo de Fernando Velásquez, sobre la trayectoria de Loayza, y también un breve estudio de la obra de Loayza de César Ferreira, en la revista La Casa de Cartón de OXY (n.° 25, 2002). Y, en el tercero, contamos con tres tesis universitarias: Alejandro Susti (1991), Elton Honores (2008) y Reinhard Humán (2010). Pero vamos a centrarnos en las dos primeras, que son las que postulan una clasificación genérica. En primer lugar, observamos el predominio de calificativos imprecisos, equívocos y hasta peyorativos, sobre todo en el primer y segundo grupo. Por ejemplo, Abelardo Oquendo (1956), Guillermo Saravia (1975), Fernando Velásquez (2001) y Carlos E. Zavaleta («Los ejemplos de Luis Loayza» 2009) denominan a El avaro con el término laxo de «prosas». Así también, cuando Luis Jochamowitz (1976), Julio Teodori (2004) y Alonso Cueto (2009) nombran a esta obra con el término vago de «textos». Pero los que se refieren equivocadamente sobre esta obra son Alejandro Romualdo (1956) y Carlos E. Zavaleta («Los ejemplos de Luis Loayza» 2009), pues ambos sostienen que se compone de un conjunto de estampas. Los términos peyorativos los encontramos en Arriola Grande (1956) («cuadernillo literario [10]), Julio Teodori (2004) («ejercicios de estilo» [10]) y Sánchez (1964) («boceto en prosa poemática»). Los que, al menos, califican propiamente como relatos a esta obra de Loayza son Julio Julián (1956), Luis Jaime Cisneros (1957) y Raquel Chang-Rodríguez (1976). Por otro lado, apreciamos una mejor aproximación a la naturaleza de El avaro a partir del segundo grupo de comentarios críticos. Edgar Álvarez (2000) es, quizá, uno de los primeros en aproximarse a la naturaleza minificcional de esta obra; sin embargo, vacila en una serie de nombres: «cuento brevísimo, cuento ultracorto, minicuento, cuento en miniatura, cuento mínimo, o ficción súbita» (6). Pero líneas arriba
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los había nombrado como microrrelatos, que están relacionados con «antiguas formas literarias como la fábula, la parábola e incluso el aforismo» (5). Asimismo, Sergio Ramírez (2004) y Jorge Valenzuela (2009), quienes acertadamente habían mencionado a los textos de Loayza como «microrrelatos», también vacilan; el primero, sobre la naturaleza minificcional de esta obra; el segundo, entre cuento y microrrelato. Y, por su parte, César Ferreira (2002) confiesa que este primer libro de Loayza es «difícil de clasificar, a caballo entre el microcuento, la fábula, el bestiario y la viñeta, los textos de El avaro parecen regocijarse de su deliberada marginalidad» (52). Finalmente, y sobre todo en el tercer grupo, se progresa hacia una mejor comprensión de la naturaleza estética y de la visión de mundo que se desprende en El avaro. Esto porque se parte de marcos teóricos más elaborados y de una revisión metacrítica, que permite afinar el conocimiento de esta obra. Nos referimos principalmente a las tesis de Elton Honores (2008) y Reinhard Huamán (2010). El primero acierta en elucidar la naturaleza fantástica y desmitificadora de esta obra, y de asociarla con la del mexicano Juan José Arreola. El segundo profundiza sobre dos ejes que interactúan y se complementan: mitología y posmodernidad, para luego explorar temáticas modernas, como la crisis de la identidad, la pérdida de valores o el desencanto en el futuro. Sin embargo, Honores subordina la naturaleza independiente del microrrelato fantástico a su clasificación del «cuento fantástico estilístico—minificcional» (90). Y Huamán, a pesar de que precisa que estamos ante microrrelatos, no reflexiona sobre las implicaciones teóricas de su clasificación ni de la filiación literaria de esta obra. Entonces, como se aprecia, esta ópera prima de Loayza ha sufrido distintos intentos de clasificación, desde términos laxos o imprecisos, pasando por los equívocos genéricos, hasta los que acertaron en su naturaleza minificcional, pero no reflexionaron o precisaron su necesaria distinción con respecto al cuento. Esto es comprensible por la novedad que significó El avaro en el escenario de la narrativa peruana de los años cincuenta. Por consiguiente, nosotros, lejos de intentar etiquetar a esta obra una vez más, lo que intentamos es conferir un marco teórico apropiado —el del microrrelato11— para así comprender mejor su naturaleza autónoma e independiente con respecto a otros géneros breves, y así evitar confusiones, ambigüedades o equívocos, que oscurecen su entendimiento o no aprecian adecuadamente su valor estético. La estética del silencio en El avaro12 Hay dos frases milenarias que quizá puedan sintetizar la estética de Loayza. Una de ellas encuentra sus raíces en la filosofía oriental: «Nunca digas nada que no sea más 11. Para una aproximación de este marco teórico del microrrelato, véase Gallegos (2014). 12. En este trabajo, entendemos el término «estética» como el conjunto de principios, normas y visión del mundo que configuran la obra del artista. En este sentido, la estética es un concepto filosófico
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bello que el silencio», y que se relaciona con el haiku, el satori o la literatura zen, como medios para llegar a la iluminación, la epifanía o el instante de revelación. La otra, en cambio, es una inversión moderna de la máxima latina: Ars longa, vita brevis, que se permuta en «Ars brevis, vita longa», poniendo ahora énfasis en la cualidad de la brevedad para la perduración del arte.13 En realidad, ambas frases, la oriental y la occidental, están relacionadas y se complementan, ya que apuntan a un mismo sentido: belleza y brevedad son hijas de una misma actitud ética y estética frente a la vida. Una actitud, en suma, hermanada con las poéticas de lo mínimo, en donde lo que se calla es más importante que lo que se dice. La estética de la brevedad es, pues, una visión del arte que hace del receptor/ lector el verdadero creador y protagonista del sentido de la obra. Y, en la minificción narrativa, se busca un lector activo y cómplice que complete los vacíos o silencios de una historia, que a veces solo está sugerida con algunos trazos mínimos pero esenciales. En El avaro, se configura una estética del silencio, en la que el tiempo y la soledad se conjugan en un lenguaje que hace de la brevedad su potencia expresiva. Pero aclaremos que no es una brevedad entendida solo en términos cuantitativos, sino fundamentalmente en aspectos cualitativos; orientada hacia el concepto de la brevitas latina, en donde ella es sobre todo concisión, pero también precisión del lenguaje. Es decir, no se trata solo de quitar palabras, sino de poner las adecuadas. Este principio de economía radical de los medios de expresión, en el que menos es más, se vincula en la modernidad con el proceso de depuración del lenguaje que significó la poesía simbolista en Europa. Búsqueda que luego será emulada en el modernismo hispanoamericano, y llevada a su culmen en la estética fragmentaria de las vanguardias. De ahí que, en los mejores y más logrados microrrelatos, exista una relación íntima entre el lenguaje poético y el narrativo, como hemos observado en las lecturas que coinciden en este aspecto en El avaro.14 Ahora bien, creemos que una pregunta central para aproximarnos a la poética de esta obra es la siguiente: ¿es El avaro un texto donde predomina el espíritu clásico o, más bien, una actitud moderna?15 Es innegable que en este libro se respira, por un lado, el equilibrio y la sabiduría del mundo clásico, más aún, sus personajes que rebasa el campo literario, pero es intercambiable con el concepto de «poética», que propiamente está más circunscrito al que quehacer literario (Todorov y Ducrot 98). Por otro lado, en este acercamiento a El avaro de Loayza, estamos utilizando la quinta edición, del 2010, incluida en Relatos, revisada por el autor. 13. Esta inversión (Arte breve, vida larga) se encuentra como tópico en algunos estudios sobre el microrrelato, por ejemplo, en Zavala (2008). 14. Sin embargo, esta conexión, entre poesía y microrrelato, muchas veces cae en la confusión o indeterminación, porque muchas veces se antologa un texto en prosa poética como relato mínimo, pero carente de narratividad, y también sucede lo contrario: microrrelatos clasificados como poemas. Ejemplo de ello son los microrrelatos de Juan Ramón Jiménez, Juan José Arreola o Julio Torri, que son incluidos alternativamente tanto en antologías de minificción como en las de poemas en prosa. Al respecto, véase el interesante estudio de José Manuel Trabado (2010). 15. Podría plantearse la pregunta, como ya hizo Huamán Mori (2010): ¿es El avaro un libro posmoderno?
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tienen ese origen: el héroe, el avaro o el discípulo. Además se presentan temas y ambientes que nos trasladan a un mundo remoto y mitológico: templos, altares, estatuas y montes sagrados. Pero, por otro lado, en esta ópera prima también se configura, desde este ambiente clásico y mitológico, un espíritu más bien crítico e irónico propios de la conciencia moderna. Es decir, como ha observado Fernández Cozman (2009), en estos relatos se lleva a cabo, desde una conciencia individual, una desmitificación y desacralización que cuestiona y desestabiliza algunos valores preestablecidos por la tradición. De este modo, podemos postular que, en El avaro, conviven, o se contraponen dialécticamente, la forma clásica (lenguaje y estructura) y una visión moderna (ideología) que subvierte los presupuestos clásicos, míticos o tradicionales, como las ideas del honor, la verdad o la religión.16 Esencialización de los elementos narrativos Nos parece ahora pertinente, en un nivel más específico, determinar algunos procedimientos y recursos por los cuales se llega a esta poética sugestiva de la síntesis. Así, en el plano narrativo, observamos una esencialización o astringencia de los elementos de la historia: tiempo, espacio y personajes. En cuanto al espacio-tiempo, apreciamos, en primer término, una descontextualización de sus referentes. En efecto, las historias de El avaro no se ambientan, aparentemente, en ningún escenario o geografía específica. Las únicas pistas que observamos son abstracciones como «ciudad», «campo», «bosque», «monte», «templo», «morada» o «caverna».17 Asimismo, la diégesis nos ubica en un tiempo mítico y sin referentes históricos que dilaten la acción narrativa. Y con respecto a los personajes, estos son despojados de sus nombres propios y otras referencias individuales, para alcanzar así un cierto valor modélico o arquetípico: el avaro, el héroe, el discípulo, la 16. Lauro Zavala (2007) observa tres paradigmas de la minificción contemporánea: la minificción clásica (lineal), la minificción moderna (experimental) y la minificción posmoderna (según él: «la yuxtaposición de ambas narrativas»). Bajo estos presupuestos, los microrrelatos de El avaro, al conjugar ambas estéticas, estarían asociados al microrrelato posmoderno. 17. Si bien es cierto que no hay un tiempo y un espacio específicos, lo que sí vemos es la ficcionalización de un espacio-tiempo sagrado propio del mundo mítico. Este tema, de la dimensión mítica de El avaro, ya ha sido estudiado por Huamán Mori (2010). Por lo tanto, aquí solo vamos a precisar algunas cuestiones elementales al respecto, recogiendo los aportes de este, pero también de otros investigadores de la conciencia mítica, como Mircea Eliade (1978), Joseph Campbell (1997) y G. S. Kirk (2006). En síntesis, estos investigadores coinciden en afirmar que el concepto de mito, a pesar de su complejidad y densidad semántica, se puede concebir como un relato sagrado que intenta dar orden y sentido a ciertas cuestiones fundamentales de la vida: los orígenes del cosmos, del hombre o de los dioses, de las instituciones o de ideas como el bien y el mal. Por ello, a pesar de que existen diversas clases de mitos, según los estudiosos, el mito cumple una doble función: fundar y legitimar el orden existente. De ahí la concepción dual del mito sobre la realidad (caos/cosmos, sagrado/profano, hombre/dios); y que sus personajes, mayormente de origen sagrado, son dioses, héroes o animales extraordinarios que explican el tránsito o la lucha entre uno u otro plano de este orden dual.
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bestia, etc. Estos procedimientos le permiten al autor no solo economizar los recursos expresivos al máximo, sino también le posibilitan llegar a un lenguaje de alto contenido simbólico: lo que se pierde en particularidad, se gana en universalidad. De este modo, mientras la descripción se reduce a las mínimas pinceladas de estos elementos (espacio, tiempo y personaje), la narración se condensa para tratar las esencias o los grandes temas míticos o filosóficos y, a través de ellos, elaborar una crítica de ciertos presupuestos del pensamiento occidental. Así, tenemos la paradoja de cuestionar las totalidades o verdades establecidas desde sus fragmentos.18 En textos como «El monte», «La estatua», «Éxodo» y «El héroe», observamos este cronotopo de dimensiones míticas y sagradas. En el primero, la referencia al monte está cargada de hierofanía: «Los primeros habitantes de la ciudad vencieron a los enemigos en este monte, ayudados por el que es más que los hombres. Lo venero; saludo cada mañana su presencia prodigiosa» (39). En «La estatua», el narrador nos informa que el origen de este monumento, al igual que el templo, es desconocido; sin embargo, «se le ofrecieron sacrificios y se olvidó al dios del templo», ya que la casta sacerdotal, la que guarda herméticamente el secreto de su origen, legitima estos rituales (41). En el relato «Éxodo», nos encontramos en un tiempo de crisis: «estación del desastre: coinciden los agüeros y el inefable oráculo». Ni el rey, «hombre sobre los hombres», ni los sacerdotes, pueden evitar lo inexorable a través de invocaciones o sacrificios. Por último, en «El héroe», este personaje, que para la conciencia colectiva representa el orden positivo, surge como un símbolo del cosmos para eliminar a monstruos o bestias que representan el caos. No obstante, el propio héroe, como narrador personaje, intenta desmentir estas creencias. Otro procedimiento fundamental de concisión narrativa que observamos en El avaro son las formas de presentación y finalización. En los inicios y cierres de estos relatos, apreciamos que no se respeta la estructura ternaria aristotélica del principio, medio y fin, como supuesta organización completa de la fábula. Esto demuestra que esta obra se inscribe también en una tendencia de la literatura moderna que propone socavar las leyes tradicionales de la estructura narrativa. Es decir, en los relatos modernos se obvian los principios «lógicos» para encontrarnos en medio de la situación o lo que se denomina in medias res, y también los cierres no son tales, sino finales abiertos a la libre interpretación del lector. Sin embargo, en el caso del microrrelato, muchas veces ya ni siquiera podríamos hablar de una presentación in medias res, ni tampoco de finales abiertos. En efecto, cuando empezamos a leer los comprimidos de Loayza, nos encontramos de súbito en medio de un conflicto en el que se obvia toda situación media, para así apuntar hacia un final inminente: «Sé que cuando voy por la calle […]» («El 18. Jorge Luis Borges (2000), en el prólogo a sus Ficciones, decía «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos» (Ficciones10).
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avaro», 29); «Después de mucho tiempo el solitario vio acercarse un visitante a su morada» («El visitante», 31); «Agazapado en la altura, aplasto mi vientre contra la tierra y observo» («La bestia», 37); «Estación del desastre […]» («Éxodo», 43). Asimismo, en los finales, la indeterminación, ambigüedad o elipsis son algunos recursos que dejan no solo abierta la estructura, sino que exigen un lector que participe y complete la historia. Todo esto permite economizar las descripciones morosas del inicio o del final, y así poder enfocarse de lleno en la sustancia narrativa. En suma, a la máxima condensación expresiva no solo se llega a través de la astringencia de los elementos narrativos, sino también por medio de una estratégica ordenación de la trama, que depende fundamentalmente de la asociación o complicidad definitiva del lector. De otro modo, estas sofisticadas estructuras narrativas quedarían incompletas, vacías o ininteligibles. Y aquí llegamos a una cuestión capital en el tipo de microrrelato que aporta Loayza: la metaficción. En otras palabras, ¿cuál es la consecuencia de bordear los límites de la mímesis clásica? Metaficción y mundos posibles El concepto de mímesis, entendida por Aristóteles (1999) como la imitación de acciones, ha sido fundamental en la historia de la ficción. Por esto mismo, esta noción ha sufrido diversas interpretaciones a lo largo del tiempo, pero la que ha predominado es el tipo de mímesis realista que busca mantener en los textos literarios una cierta correspondencia con la realidad fáctica (Doležel, 1997). De este modo, se exigía la famosa verosimilitud como norma que valoraba y medía la eficacia de las ficciones en la representación de los hechos. Este concepto de mímesis realista, que ha privilegiado y legitimado obras de este tipo, ha sido hegemónico en el canon occidental, incluso hasta nuestros días. Sin embargo, con el advenimiento de la modernidad y, de manera más acusada, de la posmodernidad, estos fundamentos se han visto resquebrajados. Una de las causas es la crítica moderna a la razón instrumental, en contra de su concepción verista y utilitaria del lenguaje artístico. En tal sentido, este fenómeno, que sobrepasa el plano literario, se refiere a una crisis representacional que afecta a otras artes, como la pintura y el cine. Por ello, la experimentación sobre las formas que se ha efectuado desde las vanguardias artísticas ha desestabilizado las leyes de la poética tradicional y, entre ellas, el concepto de mímesis como representación. Ahora bien, sin entrar en mayor discusión sobre este complejo tema, la noción de mundos posibles es una de las teorías que postula la independencia y autonomía de la ficción frente a la realidad. Este concepto, que se opone al de mímesis clásica, nos permite entender que la representación «realista» es solo una de las posibilidades de construcción de la obra artística. Asimismo, la teoría de los mundos posibles concibe que ningún tipo de representación literaria tiene privilegio o
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jerarquía poética sobre otro, ya que cualquier modo literario, sea realista o no, al ser procesado bajo las convenciones del lenguaje artístico, es, ontológicamente, una forma de ficción entre otras posibles. Una consecuencia de esta visión es que se revalore al autor de ficciones que, rompiendo con el esquematismo verosímil, inventa su propio mundo independiente del real, y deja en un segundo plano el contenido de la obra para enfocarse en la forma. Hablamos de la literatura autorreferencial, aquella que se pliega sobre sí misma, sobre su propio lenguaje, y se libra de la unívoca referencialidad histórica o realista. Una de sus modalidades es la metaficción, que ha tenido antecedentes en la historia literaria (Don Quijote, Niebla, etc.), pero es en la época contemporánea cuando se manifiesta como una verdadera tendencia. De entrada, conviene precisar que aquí el prefijo «meta» no alude a «más allá», como en «metafísica», denotando a algo superior, sino a un significado similar en el concepto que Jakobson (1988) propuso sobre metalenguaje, donde la lengua misma se toma como objeto del enunciado. En este sentido, la metaficción es la ficción que habla o reflexiona sobre la ficción. Práctica que tiene sus antecedentes en las denominadas antinovelas, como fruto del agotamiento de las técnicas narrativas tradicionales. Posteriormente, William Gass cambia este término por el actual de metaficción, para evitar esa caracterización negativa que implicaba el prefijo «anti». Con el paso del tiempo, este término también se alternaría con otros como el de «autoconsciencia», introducido por Robert Alter. En el ámbito angloamericano, fue John Barth uno de los primeros en estudiar esta práctica en la obra de Jorge Luis Borges.19 En estas líneas, que intentan presentar lo fundamental de este concepto, seguiremos el trabajo de Clemencia Ardila (2009), para quien la metaficción se constituye en el rasgo definitorio de la posmodernidad. Esto se constata por la proliferación de obras literarias que rompen el pacto verosímil de lectura y buscan reflexionar sobre los mecanismos propios de la ficción. Sin embargo, la metaficción estuvo sumida en la indeterminación conceptual y teórica, aproximadamente hasta los años ochenta del siglo pasado, cuando aparecen las primeras sistematizaciones al respecto. De ahí que los distintos estudiosos, quienes han abordado este concepto, le adjudicaran distintos nombres: novela autoconsciente, novela reflexiva, sobreficción, novela autogeneradora, antinovela, aliteratura, mise en abyme, texto espejo, etc. (cf. Ardila 36-38). Pero, a partir de dos trabajos fundacionales, el concepto se va a estabilizar y va a predominar el término de metaficción: La tendencia general en los estudios sobre lo metaficcional, publicados en los años noventa en Inglaterra, Norteamérica, Canadá y en algunos países de América Latina, se 19. Sobre los usos del término y una mayor explicación en torno a la teoría metaficcional, véase Gil González (2001).
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enmarca en los trabajos de Linda Hutcheon y Patricia Waugh, quienes se destacan no solo por recuperar el término metaficción, sino sobre todo, por el impacto y acogida de sus propuestas en el ámbito de la crítica y la teoría literaria contemporánea. Estos dos estudios, por diferentes vías, vinculan metaficción y posmodernidad y hacen énfasis en cómo la autoconciencia y la autorreflexividad, modalidades de lo metaficcional, son características definitorias de una literatura posmoderna (Ardila 38-39).
Asimismo, esta aproximación a lo metafictivo, en la teoría europea y continental, se hizo desde teorías lingüísticas, como también del formalismo ruso, y asimiló nociones como la intertextualidad de Julia Kristeva, el carácter polifónico y dialógico del texto literario de Mijail M. Bajtín y el concepto de hipertextualidad de Gerard Genette. Esto implica la constitución de un marco teórico más amplio de metaficción, que aquel que la define como una obra que instaura una ficción dentro de otra. En otras palabras, también deben incluirse todas aquellas obras que examinan, de forma general, los sistemas ficticios y sus mecanismos de creación (cf. Ardila passim). Esquemáticamente, se puede presentar los semas constitutivos de este concepto en tres variantes: − Autorreflexividad: hacer ficción sobre/dentro de la ficción. − Autoconsciencia: indagar, observar, razonar sobre la ficción desde la ficción misma. − Autorreferencialidad: problematizar la relación ficción/realidad (Ardila 40). Sin embargo, el concepto de autorreferencialidad es un fenómeno mucho más amplio que rebasa el campo literario; pero, que circunscrito en este, una de sus modalidades sería la metaficción autorreferencial. Por lo tanto, esta última modalidad, además de incluir a las dos primeras, es aquella que pone en relación la unión de un universo representado —materia narrativa, contenido, fábula, historia— con el acto mismo de la representación. Juego de espejos entre lo real y lo ficcional. Nosotros, en esta aproximación a El avaro de Loayza, vamos a usar el concepto restringido de metaficción autorreflexiva y, en cierto grado, el de metaficción autoconsciente, pues creemos que en estos dos niveles se mueve dicha obra. El sentido de la metaficción en El avaro El avaro es un texto sui generis en la narrativa peruana, tanto así que no fue considerado precisamente como una obra narrativa. Esto porque desborda el ámbito de las convenciones usuales de este discurso, fundamentalmente en dos aspectos: su dimensión microtextual y su visión autorreflexiva del mundo. Esto explicaría también su doble marginación: genérica e ideológica. Con respecto a la primera, hemos observado cómo han predominado las lecturas que no consideran a El avaro un libro de narraciones, sino de prosas, estampas o ejercicios de estilo; con excepción de las más recientes lecturas, que, sin embargo, lo leen desde la poética del cuento, fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 77
que no aprecia adecuadamente su particular naturaleza genérica. Y, con respecto a la segunda, ya hemos visto cómo esta obra va en contra de las tendencias predominantes de los cincuenta: neorrealismo y neoindigenismo.20 Por lo tanto, ¿cuál es la propuesta o el sentido de esta obra que solo muy pocos han podido vislumbrar? Con El avaro, tenemos la convicción de que Luis Loayza logra ampliar cognoscitivamente los marcos tradicionales de la ficción narrativa en nuestro medio. Y esto lo hace, creemos, a través de la dimensión metaficcional de algunos de los relatos más importantes de su ópera prima: «El avaro», «El héroe» y «Éxodo», principalmente. De este modo, Loayza ingresa con derecho a una tradición de la narrativa que hace de la autorreflexión y de la autoconsciencia una búsqueda de los mecanismos y proyecciones de la propia ficción. Una tradición metaficcional que tiene antecedentes clásicos, como Miguel de Cervantes Saavedra o Miguel de Unamuno, o, dentro del relato breve contemporáneo, a narradores vinculados a la ficción posmoderna, como Julio Torri, Marco Denevi o Augusto Monterroso. Pero analicemos concretamente un microrrelato al respecto, como una forma de aproximarnos a lo que venimos sosteniendo. Análisis de «El héroe»21 Citemos completamente el texto: El héroe He conservado el secreto, no por vanidad sino por sentido del deber. Quizá lo sepan sin decirlo, pues la sombra de mis hombros hace desaparecer sus cabezas. Pero envejezco, toso, los alimentos me repiten en la boca su materia agria. Todavía soy «feroz como un jabalí, invulnerable como un árbol portentoso» pero sé que ahora mismo hablo como un charlatán. No puedo evitarlo y creo resignadamente que es la edad. Sépanlo, yo no maté al monstruo en su caverna. Al verlo cerré los ojos aterrorizado y me eché a temblar. No pude evitarlo; reconozcamos que era un animal verdaderamente horrible: echaba fuego por la boca, sur zarpas eran grandísimas. No hace falta que yo lo diga porque lo han descrito tantas veces que ya es clásico. Pero sucedió que él también me tuvo miedo y al retroceder violentamente se dio tal testarazo contra las piedras que se mató. Yo me pregunto: ¿por qué huyó el monstruo? Parece que había escuchado aquella 20. Para un mayor examen del contexto histórico y estético de la Generación del 50, en la que se inscribe esta obra de Luis Loayza, véase Gallegos (2014). 21. En este análisis, trabajamos con el texto de la quinta edición, de 2010 (Relatos 35-36), revisada por el propio autor, pero que se mantiene fiel al de la primera (1955).
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profecía que le anunciaba la muerte en su encuentro conmigo: no hay que prestar oído a estos oráculos que roban la fuerza. Este fue el comienzo de mi fama. De la serpiente marina no puedo decir nada porque ni siquiera llegué a verla. Pero no desmentí a aquellos buenos pescadores que me estaban tan agradecidos que creían haber visto la lucha. La historia, por lo demás (como las otras, algunas de las cuales ni siquiera conozco), no hace daño a nadie. Aunque es verdad que acabé con unos cuántos héroes: los pobres combatían tan abatidos que casi siempre empezaban por rogarme que no ultrajara sus cadáveres. En cuanto a mis otras hazañas, la verdad es que no fueron tantas ni tan extraordinarias: ya se sabe que las mujeres exageran mucho. Pero mi difunta esposa solía decirme que yo era nada más que un hombre como todos, y aun inferior a su primer marido. Título y perspectiva narrativa Desde el título, observamos la orientación intertextual de este relato. Pues, aunque de manera vaga e imprecisa al comienzo, este alude a todo un campo cultural en la memoria del lector competente. En efecto, la figura del héroe evoca, en el mundo del mito y de la épica clásica, a un personaje semidivino. Su presencia es elemental para el tránsito del caos (monstruo/esclavitud/injusticia) al cosmos (humanidad/libertad/ justicia). Por ello, para la conciencia colectiva occidental, el héroe es un ser que trasciende, a través de sus hazañas y sacrificios, el orden profano hacia una dimensión simbólica y sagrada. Así, este personaje es reverenciado porque la colectividad lo identifica como un símbolo que representa deseos y aspiraciones humanas. Con respecto a la perspectiva narrativa, notamos a un narrador personaje que nos introduce a la subjetividad de su conciencia; focalización interna que no es típica de los grandes relatos épicos, donde más bien predomina una cierta objetividad en la narración. En este sentido, no vemos al héroe en su dimensión heroica, en la pura acción de sus hazañas, que es el sentido de su existencia; por el contrario, observamos a este personaje como suspendido y meditando, dirigiéndose a un público para revelar su propia historia. Entonces, lo que importa aquí no es lo que hace, sino lo que dice, su verdad. En este aspecto, la lucha que realiza el protagonista no es objetivamente externa, como la de los típicos héroes; es, más bien, una lucha interna consigo mismo, que se basa precisamente en la tensión de no decir algo que sabe que es verdad (por «sentido del deber») y de confesarlo para librarse del peso de un engaño que ha sido mantenido por muchos años. Por lo tanto, creemos que este héroe presenta una conciencia escindida: entre la imagen que los demás tienen de él y la imagen que él tiene de sí mismo.
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Intertexto y metaficción Se ha relacionado este microrrelato de Loayza al clásico mito de Teseo, quien, con ayuda de Ariadna, libera a su pueblo matando al minotauro que vivía en el laberinto de Creta (representados, en el texto de Loayza, por el monstruo y la caverna, respectivamente). Así también, a la esposa de este héroe de Loayza con la Ariadna mitológica (cf. Fernández Cozman). Lectura que es válida, hasta cierto punto, por algunas correspondencias que presenta; pero nosotros no creemos que el texto de Loayza se reduzca a la relación metaficcional con este único mito,22 sino al mismo arquetipo tradicional del héroe, que se puede encontrar en diversos mitos, leyendas u otras obras clásicas. Así, nuestra lectura se orienta hacia la problemática de la representación que subyace a este relato; es decir, a la contraposición que se observa entre la figura del héroe en la visión clásica o tradicional, y una perspectiva moderna, irónica y desacralizadora. Para ello, apreciamos que algunos operadores de lo que concebimos como realidad —lo factual (el mundo de los hechos), lo ficcional (lo imaginario) y lo mítico (lo sagrado)— se conjugan y contraponen al mismo tiempo. El primero se relaciona con los hechos que, a pesar de todo, él sí ha realizado (sin querer), pues efectivamente mató al monstruo en la caverna, también a la serpiente marina y a algunos héroes (enemigos), librando así a su comunidad del caos. De estos hechos se desprenden los otros dos tipos de representaciones. Por un lado, el estatus mítico que alcanza este personaje en la memoria colectiva a fuerza de repetición («lo han descrito tantas veces que ya es clásico»), y por otro, la figura imaginaria de un héroe que no se corresponde con la idea que tiene de sí mismo el protagonista. En este sentido, no creemos que aquí exista la desmitificación de un mito, entendido como una mentira o un engaño (cf. Fernández Cozman), en tanto el mito, como toda creencia, escapa a la lógica del concepto de verdad como adecuación; además, para esta conciencia mítica lo trascendental no es tanto la verdad empírica sino las figuras o símbolos que forman su realidad. En cambio, creemos que lo que se opera es una ficcionalización del mito desde la conciencia individual del protagonista. En efecto, como habíamos dicho, este es un personaje escindido entre la representación que la comunidad tiene de él (un héroe) y lo que él mismo piensa de sí (un hombre ordinario). De esta forma, para el protagonista, la creencia colectiva de su figura heroica, al no corresponderse con un referente «real», sino más bien con uno imaginario, es una representación falsa: ficcional. En consecuencia, lo que se lleva a cabo es un cuestionamiento de cómo algunos mecanismos configuran y contraponen los discursos sobre la realidad: la verdad 22. Por ejemplo, el cuento de Borges, «El Asterión», narrado desde la perspectiva del minotauro, sí encuentra una plena correspondencia con este mito.
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fáctica o referencial, la ficción y el mito. En efecto, en un primer nivel ficcional (el relato mismo), el autor textual hace reflexionar a su narrador personaje sobre los otros niveles: la verdad fáctica y el mito. Frontera inestable que depende de la hegemonía de un discurso sobre otro: conciencia individual frente a conciencia colectiva. Así, mientras para el protagonista esta creencia (su estatus heroico) es falsa de acuerdo a su conocimiento de los hechos, para la colectividad, esta creencia se legitima como verdad desde la tradición oral: «No hace falta que yo lo diga porque lo han descrito tantas veces que ya es clásico». Así pues, a fuerza de repetición se genera una creencia que se toma como verdad simbólica o mítica desde la conciencia oral. Y, ¿por qué revela este secreto recién en la etapa final de su vida? Justamente lo hace por y ante la proximidad de la muerte: «envejezco, toso, los alimentos me repiten en la boca su materia agria» (35). La muerte se presenta aquí como una fuerza liberadora que le permite al héroe sustraerse de sus obligaciones terrenales para con la comunidad. Y así, finalmente, al estar liberado del compromiso colectivo, puede revelar por fin su verdadera identidad. Autorreflexividad y autoconsciencia Como habíamos señalado, existen tres niveles de metaficción: autorreflexividad, autoconsciencia y autorreferencialidad. Nosotros creemos que «El héroe» se mueve entre los dos primeros. Es decir, es un texto que hace ficción dentro de la ficción; pero también uno que indaga, razona o cuestiona acerca de la ontología de la ficción. Por ejemplo, cuando el narrador dice: «No hace falta que yo lo diga porque lo han descrito tantas veces que ya es clásico» (35), o, más adelante, cuando se pregunta por la huida del monstruo: «Parece que había escuchado aquella profecía que le anunciaba la muerte en su encuentro conmigo: no hay que prestar oído a estos oráculos que roban la fuerza» (35), lo que hace el personaje es enfocarse y, a través de sus palabras, enfocarnos en cómo ciertos discursos crean una trama que no solo imita la realidad, sino que efectivamente se toma como tal. Al final, es mediante la voz doméstica de un personaje secundario, como la esposa difunta del héroe, que se deconstruye todos esos entramados míticos al revelar que este «héroe», no era nada más que «un hombre como todos, y aun inferior a su primer marido» (36). De este modo, se desmitifica y desacraliza la figura del héroe, cuestionando las verdades establecidas de la colectividad, desde una conciencia individual. Por último, esta orientación metaficcional del microrrelato «El héroe» —como también de otros del mismo libro: «El avaro», «La bestia», «La estatua» o «Éxodo»— se inscribe en una tradición moderna que resemantiza u ofrece relecturas de referentes clásicos y universales. Estas versiones o subversiones son típicas de las mejores minificciones contemporáneas (La oveja negra de Monterroso, Confabulario de Arreola,
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Falsificaciones de Denevi, entre otras), ya que, por su propia naturaleza fragmentaria, el microrrelato tiene esta vocaci贸n de cuestionar totalidades o verdades absolutas, que causan ese placer est茅tico de reescribir la propia literatura.
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Referencias bibliográficas
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Sin título. Óleo sobre lienzo.
Sin título. Óleo sobre lienzo (detalle)
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Sinapsis
Una micromuestra inédita
Minificción peruana de los ochenta
Dentro de la llamada generación de narradores peruanos de los ochenta, destacan algunos notables exponentes que, aparte del cuento y la novela, han sabido sumergirse en los ríos de la minificción. Ahí tenemos, por ejemplo, a Carlos Herrera, y sus libros Crueldad del ajedrez (1999) y Crónica del argonauta ciego (2002), y Fernando Iwasaki, con su imprescindible Ajuar funerario (2004). Ahora, para ratificar que el género se mueve bien en esta promoción, Fix100 entrega una muestra de microrrelatos inéditos de un grupo de reconocidos escritores pertenecientes a esta generación: Cronwell Jara, Dante Castro, Carlos Schwalb Tola y Jorge Valenzuela. CRONWELL JARA Poema de Xiu, el pintor condenado a ser decapitado Xiu Kam Wei, el joven pintor, tuvo un lamentable accidente. Había despojado la vida de Wen Li, su bella mujer, al compararla con un nenúfar de vida efímera en una pintura. Su crimen era poético. En la celda, Xiu hizo un poema donde imaginaba suplicarle perdón a Wen Li, su esposa, pero fue condenado por el Emperador a ser decapitado y que sus restos fuesen arrojados a los cuervos y tigres del bosque, antes de transcurrir el año. El pintor no quería morir, todo lo contrario, deseaba vida eterna. Hasta que tramó una fórmula, un sublime secreto para salvarse. Solicitó unos pinceles, un lienzo… Hizo un nuevo poema y en él pintó un paisaje, un inmenso bosque, un altísimo puente colgante sobre un río, cruzando peligrosos desfiladeros. Nubes que difuminaban el puente. Xiu se pintó huyendo por el puente, pero imaginó que, al cruzarlo, el puente se hundía en el abismo a la vez que lo perseguían siete tigres. Entonces, pintó a ciento siete cuervos carroñeros, volando sobre las nubes del puente, y con ellos, sujetos a sus patas por unas siete lianas, un nenúfar. Sobre el nenúfar Xiu imaginó y pintó a su amada Wen Li y a él mismo sentados sobre la alfombrada flor; y de este modo remontaron, cómodamente, muy lejos del alcance de los tigres. Así, Xiu Kam Wei y Wen Li, poéticamente… desaparecieron de la celda. fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 87
Historia de una vaca que se suicidó por amor
El torero, cargado de arrojo y odio, desenvainó la brillante espada y se dispuso a matar al toro. Centésimo, el toro, henchido de amor y pensando en su vaca —gorda como cereza—, dispuso defenderse del torero. El torero era diestro y soñaba que Centésimo, esta montaña soberbia y de finos pitones, le sería el más hermoso trofeo. Centésimo, en cambio, sabía que con este torero, insigne déspota de estirpe gitana, glorificaría hoy sus sueños; esta tarde se juró verlo ensartado entre sus cuernos. El torero dedicó esta corrida a la Virgen Santísima y a su novia en el palco; la novia le arrojaba rosas fragantes; y él, a los besos como que se los devolvía al viento. Galante, Centésimo había dedicado este encuentro a su vaca; y como toro, tan solo la lamió con amor, como bestia y como amante. Al darse la estocada, el toro —ensangrentado como un sol oscuro en banderillas y penas— por fin incrustó las astas y paseó y humilló en los aires el glorioso cuerpo del malevo diestro. Pero el torero ya había incrustado la espada de infalible muerte. Chorreaba el lomo y el corazón encendido del valiente y enamorado Centésimo. El torero soltó el alma y solo, muy solo, se hundió en el cementerio. Lo esperaba el infierno por ese rencor hecho absurdo arrojo y soberbia. Su novia ni fue al sepelio ni derramó lágrima ni vistió de negro. Centésimo, como buen toro, abrió sus alas y voló al cielo. Lo esperaba su vaca que se había suicidado por amor.
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Un cazador infalible y demasiado famoso A Zein Zorrilla & Ena Ayudó al exterminio de los rinocerontes. Y de los leones, de los gorilas y de los nazis. Y, tal vez, de las ballenas, los cachalotes y los tiburones. Cazó a las mujeres más bellas. Cazó boxeadores. Cazó cachascanistas. Cazó novelas. Cazó fama. Cazó fortuna. Volvió a cazar a las mujeres más beautiful. Y para demostrarles a estas su pericia, una noche cazó la luna convertida en una fresa en una copa de un licor cualquiera (y como estaba ebrio, cazó la fresa, la copa y a la mujer que quiso con un solo arponazo de su infalible lengua). Cazó éxitos, aclamaciones, elogios, artículos. Y cazó la primera Gran Guerra. Cazó 237 heridas de metralla y esquirlas. Y la gracia cazó que le volaran casi los testículos. Cazó una Guerra Civil en España. Cazó toreros, cosos, cabriolas, espadas. Cazó a Ava Gardner. Cazó a las estrellas de Hollywood. Cazó a Picasso, a Pound, a Gertrude Stein. Y volvió, gran cazador, a cazar la Segunda Gran Guerra. Cazó una pipa, un anzuelo, una caña de pesca, el más hermoso delfín. Cazó más heridas: cazó dos accidentes aéreos. Sobrevivió de milagro, con muchos huesos quebrados, por ejemplo. Un día se dijo: «¿Qué me falta cazar?». Cazó una botella de whisky. Cazó editoriales. Cazó reyes, príncipes, súbditos admiradores. Fueron sus trofeos. Cazó los premios más humillantes: menosprecio y depresión; alcoholismo y derrota. Cazó un pez aguja. Cazó además docenas de críticas ponzoñosas. Decían, por ejemplo, que como novelista escribía como escritor apagado. Que sus últimos libros merecían el tacho del basurero. Cazó la vergüenza. Cazó el deshonor. Cazó el hambre, la escasez del dinero. Cazó el Time. Y, desde ahí, cazó el Pulitzer, el Nobel del sueño. Un día se dijo: «¿Qué me falta cazar?». Cazó otra botella de whisky. Cazó residencias. Cazó más money. Cazó potros, medio centenar de gatos, docenas de gallos de a pico. Cazó periodistas, acosos, reportajes, asedios. Empezó a ser él el cazador a quien todos querían cazar. Cazó estrés, más alcoholismo, más fama, más asechanza. Cazó pastillas, cazó psiquiatras, cazó médicos. Cazó más whisky. Un día se dijo: «¿Qué no he cazado? ¿Qué me falta cazar?». Cazó intentos de suicidio fallidos. Cazó espejos. Diablos azules. Males hepáticos. Cazó presiones arteriales. Cazó tensiones cardiovasculares. Hasta que una mañana, viéndose en el espejo (en el que tantas veces no se había reconocido), se dijo en un deslumbramiento: «Conozco a esta fiera de mirada inteligente, acechándome». Colocó el cañón de su arma de cazar rinocerontes en su propia boca. Apuntó hacia el cielo del paladar donde dormitaba su ángel protector ahora gordo como él y beodo como un palomo viejo en la rama del árbol —pero que él imaginaba a la fiera que le saltaba encima—. Apretó el gatillo con el dedo gordo de su pie. Lo demás ya todos lo sabemos.
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Los sonidos habían huido de casa Los sonidos habían huido de casa. Todo parecía flotar, como en una extraña pesadilla, en el vacío, en la nada, en el silencio. El gato maullaba sin maullido. El perro ladraba tras la ventana solo abriendo las fauces y sacando la lengua, pero sin ladridos. Ese día, los seres y las cosas se habían olvidado, desde muy de madrugada, de ponerse los sonidos. Y el viento, incoloro y fantasmal, ahora golpeaba la ventana y los cristales, mudo, afligido, con dedos transparentes pero sin hacer ruido. Algo andaba mal en el mundo que se había olvidado, ese amanecer, de poner a funcionar la maquinita de hacer el trino en el pico del pájaro y el croar en el amable canto de la rana, allá, en el riachuelo. El hombre, en ese vacío donde las cosas estaban sin habla, sin movimientos bruscos, sin ruidos pequeños ni grandes estruendos, estremecido, sintió que era el fin. El fin del mundo o de algo. Pero continuó con su labor. Ante su mesa de trabajo, frenético, apasionado, sabio, profundamente sabio e inspirado, murmuró: «vaya, otra vez; tendré que volver a inventar los ruidos. Esto no puede continuar así, es monótono el mundo». Y pergeñó cientos de signos y cosas sobre las hojas. Y hasta pareció que el mundo hacía silencio, ahora, para que él tuviera paz. Una paz donde las cosas parecían que enmudecían y, de repente, se paralizaban. Así acabó su texto. Suspiró, sonrió. Concluía también la fiebre de los delirios y la inspiración. El hombre sería luego uno de los más amados en el planeta, cuando todo se normalizó. Había concluido la que sería su célebre Novena Sinfonía, en la más conmovedora sordera.
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La lámpara del genio que se hacía de rogar El alegre y pobre pescador frotó la lámpara maravillosa, aquella exótica que recogió de las orillas del mar, cubierta de musgo, algas, pólipos y arena, y no apareció el genio. Volvió a frotarla en su casa, en su biblioteca, a solas, y no apareció el genio. Era un pescador demasiado pobre, pero ambicioso y de genio terrible. Releyó textos antiguos, trasnochó con Las mil y una noches en la mano. Pronunció cábalas, fórmulas mágicas. Y llamó, frotó la lámpara del genio. Y no apareció el genio. (Era un genio que se hacía de rogar). —Será porque he sido codicioso —se dijo—. ¡Al diablo y que la encuentre alguien de corazón bondadoso! El pescador, furioso, impotente, arrojó la lámpara maravillosa al abismo de aquel mar, de donde provino. La volvió a encontrar una anciana. La llevó a su casa. Una casucha pobre con una anciana buenísima. Ella no creía en lámparas maravillosas ni en genios. Un día la frotó para despojarle el polvo, la arena, como a cualquier objeto. Y tampoco apareció el genio. Colocó la lámpara aquella en un rincón de la cocina. Encima le plantó una vela. Y tampoco, nada. (Era un genio que se hacía de rogar). Otro día que se puso a cocinar moluscos y cangrejos, de casualidad, la anciana tropezó y cayó la lámpara en la olla hirviente. La vieja no se percató de esto. La olla de espesas aguas burbujeó en su natural hervor. Los cangrejos braceaban vivos. Y la lámpara: ahí te quería ver. Ese mediodía, la vieja comió cangrejos. Cuando se dio con la lámpara no le hizo gran caso. Lo que sí le impresionó fue que halló, «¡oooh!», a un pobrecillo e iluso genio muerto: con el turbante, la barbita elástica, los ojillos de ratón, la alfombrilla y el anillo mágicos, y todo muerto y bien bien muerto como cualquier otro cangrejo o molusco. Pobrecito. Y como ella no sabía ni de lámparas mágicas ni de genios ni de alfombras ni de anillos maravillosos, también se lo comió.
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Oda al poeta alado Feliz se vio por fin con el sueño realizado: le habían crecido las más finas y espléndidas alas. En las tertulias literarias en los grandes congresos internacionales y en los de provincia, causaría la admiración de los más incrédulos: ¡oh, filósofos y poetas! Hasta lograr el amor de la poeta prodigio más bella. Demostraría que sus alas eran nacidas y naturales y que, en inusuales acrobacias, podría volar en círculos y aladas espirales. Hasta lograr en el vuelo el embrujo del poema. Dos poemas, tres. Oh, infeliz y mínimo e implume aeda: Entonces, fue que le cayó el matamoscas.
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Si quieres cazar un ángel
Si quieres cazar un ángel, y ya prisionero, verlo, contemplarle de cerca —tan lleno de inocencia y de cielo—, tocarle, hincarle una ala con un punzón afilado o con un tenedor, consíguete una jaula. No una jaula de oro. Tampoco una jaba de gallos. Si no una bonita, de canarios. A veces llegan con el crepúsculo. A veces amanecen debajo de la cama. Y ponen huevos como las gallinas. Y no, no me refiero a aquellos leves y bellos, que se asemejan a algunas mujeres con las que, de acuerdo con ellas, se hace el amor. No. Me refiero a aquellos Ángeles emplumados y lindos, con las alas que brillan al sol. A veces se alejan al volver la aurora. Les molesta un poco la luz. Y más aman las sombras. Tímidos. Un tanto homosexuales. Poquitos cínicos. Algo desgraciados son los Ángeles. Yo atrapé, una vez, uno pequeño como un loro. Hablador como él solo. Admirador de Bush, Hitler, Pelé y Cristo, por supuesto. Lástima que por esos días no se me había ocurrido lo de las jaulas. Por esos días me molestaban otros seres, más dulces y pequeños. ¡Y cayó en una de las ratoneras! No me hizo ni un solo milagro. Ni su vida entre mis manos duró más de una hora. Por eso, si quieres cazar un Ángel, consíguete una bonita jaula. No una jaula de oro. Ni una jaba de gallos. A veces llegan con el crepúsculo. Y se alejan al volver la aurora.
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Dante Castro Agua de socorro Iba a ser puta de todos modos. En eso meditaba mientras lo conducían esposado por un pasillo demasiado largo para sus cortas piernas. Todos se fueron, trapecistas, malabaristas, coristas y animales, dejando atrás el acostumbrado basural en donde antes levantaron la enorme carpa de circo. Nadie regresó a preguntar por aquel que saltaba haciendo volatines al ritmo de palmadas. Pero estaba seguro de que ella sería puta, un embarazo prematuro a los dieciséis años, un marido que le pegaría cada vez que regresara borracho, otro más que haría lo mismo y terminaría en la calle por dinero. Quiso derrotarla así llorase tras la trabazón casual en que se liaron cuando cayeron al piso. Se resistió arqueando la espalda, tensando las piernas, empleando manos y uñas para trabar su esfuerzo. Mientras apretaba aquel breve cuerpo desnudo, le pareció que luchaba con una serpiente alada o cualquier otra criatura mitológica del fondo del mar. Puso fuerza al medio, empujó hasta que le arrancó un grito de dolor. Ese grito que espantó a las aves de los montes ribereños podía repetirse. Aferrándola de la cabellera con una mano y del mentón con la otra, le hizo girar la cabeza. Tras un último arañazo, cesó de defenderse. Sus miembros, antes tensos en la lucha, se ablandaron súbitamente. Luego, mirando la palidez del rostro inerte, tuvo miedo de haberla matado. Iba a ser puta de todos modos, nadie entendería que la salvó. La llevó al borde del arroyo y la tendió en la hierba con la cabeza bajo la sombra de un sauce. Seguía sin movimiento, apacible como si la muerte la hubiera sorprendido en pleno sueño. «Quien mata a alguien sin bautizar, peor pecado comete», recordó la conseja de gitanas viejas y le pareció una sentencia. Deseó que su víctima retuviera algo de vida y, sacando con la mano agua del arroyo, se apresuró a darle el bautizo de socorro. La niña conservaba inalterable el rostro exangüe. Imponiéndole los dedos húmedos en la frente, dijo en voz alta: «Te bautizo en el nombre del...». Y no pudo continuar. Los vecinos atravesaban la pampa con palos y linternas, vociferando insultos y maldiciones. «¡Ha sido el enano, ha sido el enano!», gritaba una gorda alentándolos. Iba a ser la puta. ¿Qué diría a los demás? Me hicieron mujer, para que siempre se lo recordaran y nunca recobrara respeto. Sabía que por la gracia del metal de sus ojos verdes y de su corta estatura, que por sus muslos regordetes y sus nalgas redondas, sería pieza codiciada. El pasillo concluye en la gran reja que clausura la rotonda y de ahí a los pabellones. Adentro, sabían quién llegaba. El llamador anunció su nombre y los motivos del ingreso. La última reja era pequeña, cerraba la celda tan breve para cuatro presos que lo miraban sonrientes, con los brazos cruzados sobre el pecho. Alguien que parecía mandar allí dio la primera palmada y los demás se acercaron frotándose las manos.
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Cordero de sacrificio Averiguas si está despierto aún el monstruo, si es él quien resuella con aliento entrecortado. Tú ya sabes cómo se agita al ritmo de sus placeres. Nadie te lo puede contar. Lo viviste, apenas eras un guardia con aspiraciones ingenuas, sobreponiéndote a marchas forzadas, operaciones nocturnas y patrullajes agobiantes. Creías que el único enemigo era la subversión, que tu oficial era el máximo exponente de virilidad y que ibas a ser como él, porque siempre hay que emular con el más grande. Qué simple eras. Ahora sí identificas sus resoplos de fuelle. Detrás de la puerta, está con ella. Nada puedes hacer: tú lo causaste. Quiero mi cambio al Huallaga, le dijiste a ella. Y te digo, hay que hacer todo lo posible. Allí nos jugamos las primeras cuotas del carro, las últimas del departamento, las pensiones adeudadas de los chicos. Y me he dado cuenta cómo te mira. Te codicia, te come con los ojos. Ensamblaste una reunión donde tomarían tragos. Comenzarían en un bar de Miraflores y concluirían con la gentil invitación del jefe: tengo de todo en mi casa. La ofrenda era ella, se iría a la cama con el gigante, pero antes tuvo que emborracharse. Y cuando el jefe sacó un paquetito del bolsillo, no dudó en ponerse las pilas. Necesitaba estar así para ofrecerse. La miraste, te miró, no había nada qué hacer. Te quedaste en el recibidor escuchando. Mientras bebías las sobras de todas las botellas, pusiste música en alto volumen. Aún así, la oías gemir. Te salieron lágrimas de impotencia cuando oíste ese grito desgarrador. Claro, la estaba sodomizando. A él le gusta exigirlo todo, no se conforma con poco. Y su miembro es doloroso, mi chica. Me lo vas a contar a mí que fui cinco años su subalterno y también lo he sufrido.
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Plancha quemada Inventar una frase banal, hacerse el desentendido, poner cara de inocente. Eso trataba de hacer Medina. Las cosas iban como siempre en el ómnibus, apretujones, empellones, pedir permiso o atropellar, eludir cortesías disimuladamente. Hubiera querido coger un asiento y hacerse el dormido para no cederlo a ninguna embarazada o anciana. Todos hacen lo mismo, dijo Medina. Conchudas, caraduras, hay igualdad de géneros y todavía quieren conmiseración. Medina la vio subir y no le impresionó tanto su juventud, sino esa forma desenvuelta de ser, sin complejos ni formalidades. Algo más: su exquisita pulcritud, cabellos largos castaños hasta la cintura, cuidados con primor y esmero, adivina un champú fino que perfumaba todo lo que está en sus cercanías; esa fragancia pleiteaba con el perfume que se había echado; la imaginó haciéndolo frente al espejo, un dedito para cada oreja, otro recorriendo el cuello y… ya está. Todo en ella olía a limpieza. Armonía de formas, delgada pero con caderas suficientes, la blusa suelta disimulaba bien sus pechos generosos, cintura de ensueño. Medina la observaba por encima del periódico que fingía leer. En realidad lo estaba leyendo, pero… Recordaba que dos décadas atrás el diálogo en el bus podía empezar por llevarle las cosas o cederle el asiento. Sería ridículo si lo cedía a quien no lo necesitaba. Le devolvería la cortesía, como diciendo: «usted lo necesita más que yo». Eso le ofendería. Hostigada por los apretujones, no podía mantener más su mochila en la espalda. Con una hábil maniobra la pasó adelante. Era tu oportunidad, galán. —¿Le llevo sus cosas? —¡Señor Medina!… Qué sorpresa… La miró desconcertado mientras recibía el bulto. —Cuénteme, ¿cómo está su hija?… Desde que acabamos el colegio no la he vuelto a ver… Medina tenía que inventar una frase banal, hacerse el desentendido, poner cara de inocente. No sabía si era su imaginación, pero sintió que todos en el ómnibus lo estaban mirando e intuyó una risita sofocada en cada uno de ellos.
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Carlos Schwalb Tola Tinitus absoluto El mal de mi abuelo, según habían diagnosticado los médicos, era una afección al oído medio o interno que lo hacía percibir un rumor o silbido constantes en la cabeza. Pero mi abuelo, desdeñoso de aquel diagnóstico, me explicaba que su mal no estaba ahí, o no solamente ahí, sino más adentro, y no era un simple rumor o silbido sino un ruido muy grande, enorme, como si tuviera dentro las cataratas del Niágara y, por estas, se desbarrancara no solo una gran masa de agua, sino también muchas otras cosas, prácticamente todo lo que él había vivido, soñado y creído saber, según me decía, desde sus recuerdos de infancia con sus calles tranquilas y sus parques arbolados hasta las imponentes catedrales que había visitado en Europa de la mano de su madre, y de las que recordaba sobre todo la maravillosa luz de sus vitrales y la voz de Dios que le hablaba en voz baja al oído mientras sonaba la música grave del órgano. Sí, hasta eso se había desbarrancado, y también los bosques por cuyos senderos había paseado en su juventud sintiendo que estaba predestinado para ser feliz, lo mismo que el mar y el placer de dejarse mecer por las olas; y luego, en su ancianidad, los libros de filosofía e historia y esa gran mole pétrea que en sus años de juventud había sido su idea optimista del hombre. Yo, a mis siete u ocho años, no soportaba la imagen de ese naufragio incesante y multitudinario que enumeraba mi abuelo, y para que él no padeciera más con esa espantosa visión, abría las cortinas de su cuarto para que pudiera ver desde su cama, donde yacía todo el día, que al menos el jardín de la casa con su añoso roble y la araucaria seguían en su lugar, lo mismo que, más atrás, la cadena montañosa de cumbres aserradas y nevadas. Pero al avanzar el día ese paisaje también comenzaba a deslizarse lentamente hacia el ocaso, y entonces yo me veía obligado a cerrar las cortinas para que mi abuelo no pudiera ver como hasta eso que parecía firmemente arraigado en la tierra e inmutable en el tiempo se hundía en la noche. Enseguida me sentaba a su lado en la cama, bajo la lámpara de luz cálida que colgaba del techo, y le sujetaba firmemente la mano, porque me parecía que así, agarrados los dos a la realidad inconmovible del afecto que sentíamos el uno por el otro, podíamos evitar esa corriente impetuosa que conducía todas las cosas del mundo hacia su fin.
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Una habitación Soy una habitación. No hace mucho que se han llevado todos mis muebles. Ahora luzco así, como se puede ver, igual a un cuarto de alquiler o de venta. La luz solar que entra a raudales por las ventanas sin cortinas ilumina el piso de tablones carcomidos y las paredes desconchadas y raídas. Antes nunca fue así, aunque, la verdad, tampoco fue mucho mejor. Había cosas, aunque la mayoría de estas pertenecían a inquilinos en tránsito que no se quedaban más de seis meses aquí: bibelots que no dicen nada de su poseedor, cuadros como tarjetas postales impersonales, sillones que parecían estar siempre diciéndole a uno que ya era hora de levantarse y partir. Algo hay aquí que no le gusta a la gente, y cuando se van no solo se llevan todas sus cosas, sino que cargan con algo más, como si quisieran desquitarse en mí de una ingrata estadía: focos de luz, la manija de bronce de una puerta, la grifería, cajas de electricidad, la tapa del inodoro… ¡Qué gente! De todas maneras, no me quejo. Este espacio, aunque vacío, es, en sí mismo, algo que podría llamar la atención de un artista o de alguien que sabe comprender el enorme potencial que el vacío ofrece al alma. Cuando personas así tocan a mi puerta, yo les abro enseguida y no necesito mostrarles nada para que se sientan inmediatamente cautivadas por lo que ven. A lo más se asoman por la ventana y miran distraídamente la calle; pero se nota que nada de lo que ven allá afuera les interesa tanto como lo que hay aquí dentro. La calle con su bullicio y su variedad tiene algo, no sé cómo llamarlo, redundante, pasajero, adjetivo. Mientras que aquí dentro, donde el vacío solo refleja el vacío, halla un eco el alma del hombre.
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Manos En mis largas noches de insomnio, miro detenidamente mis manos. Son mías, qué duda cabe, y, sin embargo, por momentos pareciera que no lo son. Aunque si fuera así, ¿de quién podrían ser? No solo las ausculto con atención, sino que palpo una con la otra, las restriego contra mis brazos y mi rostro para convencerme de que me obedecen y que, por lo tanto, forman parte integral de mi persona. Luego las elevo y las contrasto con la claridad de la noche, las palmas hacia fuera y hacia adentro alternativamente; ausculto los pliegues de los dedos en el dorso, la discreta cordillera que forman los nudillos, las venitas azulencas que lucen cual lánguidos riachuelos; luego estudio la palma horadada por una extraña orografía, como si observara con un telescopio la superficie de un lejano planeta. Enseguida cuento los dedos: son cinco en cada mano, todos de distinto tamaño, y los extiendo hasta el límite como si creyera que esconden una secreta cualidad elástica que, dado el caso, les permitiría alargarse y tocar el techo o el cielo. ¡Ah!, pero son duros e inamovibles los huesos, aunque cuando cierro falange por falange estas se doblegan con inusitada obediencia. Cada mano tiene una personalidad singular, cada una muestra similar deseo de palpar las formas y las texturas de todas las cosas, aunque la derecha —tengo esta impresión— prefiere palpar cosas tangibles y la izquierda cosas intangibles; pero, como no puede lograrlo, se limita a esbozar siluetas en el aire, como si dibujara los contornos de un pensamiento o de un sueño. Ambas manos saben ser tiernas, aunque en esto también hay diferencias entre una y otra, pues si esta es poco decidida en sus afectos, la otra es atrevida y parece alentar desmedidos emprendimientos. ¿Soñarán las manos? Esta parece que sí, la otra más bien da la impresión de estar meditando siempre, y debe de ser por esta razón que a veces sostiene mi mentón o mi frente, como si quisiera hacerse de todos y cada uno de mis pensamientos. En el día ambas se comportan de manera muy diferente a como lo hacen en la noche. Se diría que de la mañana a la tarde interpretan un papel convencional y decoroso que quizá han heredado de mis ancestros, mientras que al anochecer empiezan a mostrar una manera de ser harto desinhibida, una que no se detiene a pedir permiso ni a consultarle a nadie para hacer lo que les viene en gana hacer. Por eso tengo la impresión de que ellas no me pertenecen, al menos no del todo, y entonces no entiendo por qué nacieron conmigo ni qué secretos propósitos tuvo la Naturaleza al hacerlas así. De todas formas nunca llego a cansarme de mis manos —me tomo ahora la licencia de llamarlas mías—, porque siempre descubro algo nuevo e interesante en ellas. Admiro su incansable curiosidad, su sensualidad, sus osadías, sus miedos, su afán de asir todo lo que se puede asir y también lo que no se puede asir.
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Libros y comida «Cada vez remplazan más librerías por restaurantes», se quejaba conmigo el viejo librero, «aunque sean sucuchos donde se come la misma porquería todos los días. La gente ahora parece más feliz cuando come que cuando lee libros. Tal vez sea natural esta preferencia. A fin de cuentas, los buenos libros son fuente de amargura, pues nos ofrecen una visión de la vida mucho más interesante que nuestra, por lo común, miserable existencia. Puede que los libros nos entretengan en el momento de leerlos, pero cada buena lectura va sedimentando en nuestra alma los ingredientes de una futura infelicidad. Todo buen lector termina siendo un gran melancólico, como yo, o bien se suicida». Recuerdo que el viejo librero me contó que había llegado a este oficio porque creía que las posibilidades de hallar a la mujer de sus sueños eran mayores en una librería que en cualquier otro lugar del planeta. «Me la imagino hojeando el mismo libro que me interesa a mí; me la imagino inteligente y sensible, aunque también triste, porque no sabe vivir del mismo modo que yo. Pero no he tenido suerte de encontrar a nadie así. Me casé con una mujer descocada que nunca quise y ahora vivo con mi única hija que lleva una existencia desgraciada a mi lado». Recordé a Eva. Ella estaba interesada en mí y creía encontrar secretas afinidades electivas entre nosotros. Tal vez me confundía o deseaba confundirme con el protagonista de una de esas novelas de corte existencialista de los años cincuenta y sesenta que tanto le gustaban. Alguien hastiado del mundo y en apariencia indiferente a todo, pero con una reserva inexplotada de humanidad y de pasión. No importa que no me ames, me decía; lo que importa es que los dos no somos felices. Eso nos une. Estaba pensando en las palabras de Eva mientras su padre me hablaba sin detenerse, como si las palabras de uno hicieran eco con las de la otra: «La diferencia de la cultura de la comida con la cultura de los libros», seguía diciéndome él, «es que el goce de la comida es efímero, pero nos deja totalmente satisfechos, mientras que con la lectura de un buen libro el goce es duradero, pero nos deja totalmente insatisfechos. En esta época que cultiva la satisfacción inmediata como la meta suprema de la vida, los buenos libros no pueden tener ningún éxito». Le repliqué torpemente: al menos yo necesito leer buenos libros. Me miró con lástima y sentenció: «no te auguro un final de vida feliz». Han pasado veinticinco o treinta años desde esa conversación. Estoy de regreso en la ciudad de mi juventud, después de vivir todo este tiempo en el extranjero. Ahora la vieja librería se ha convertido en un restaurante, como temía mi amigo el librero. Me decido a almorzar allí hoy día. Una mujer gorda y mayor sentada en una mesa vecina me mira con ojos cansados y tristes, pero en los que me parece descubrir un centelleo de humanidad y de pasión. Recuerdo inmediatamente a Eva: ¿será ella? Yo también he envejecido y engordado. No nos miramos más, quizá espantados el uno del otro. Nos agachamos sobre el plato y comemos hasta sentirnos totalmente satisfechos.
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Conversación con un mendigo De tarde en tarde lo encontraba en el semáforo de siempre, andrajoso, escuálido y reseco como un sarmiento. Su frente era escasa, su boca carecía de dentadura y estaba reducida a la condición de pura mandíbula. En el antro de sus órbitas se movían inquietas dos pupilas tan negras e ingratas como dos lunares. Causaba la penosa impresión de que la realidad lo aplastaba de arriba abajo y de abajo arriba, en cuerpo y alma, y sin piedad. Llevaba en la mano un trapo sucio y deshilachado, como la bandera de su rendición sin atenuantes en la lucha por la diaria supervivencia, y circulaba entre los autos detenidos por la luz roja ofreciendo limpiar las lunas a cambio de una propina. La mayoría de los conductores negaban enfáticamente sus servicios porque suponían, con toda razón, que aquel trapo cumpliría el propósito opuesto. Cuando, a mi regreso del trabajo, detenía mi carro en ese semáforo, él me saludaba desde lejos con la mano en alto y una amplia sonrisa que achataba su cara aún más, y en sus ojos fulgía de pronto una luz liberada de la prisión de sus sombras. En realidad, todo él parecía iluminarse con esa amistad que imaginaba tener conmigo, como si yo fuera un antiguo conocido del barrio o, más que eso, un viejo amigo de unas épocas en que él había sido un hombre próspero y feliz. Se plantaba muy orgulloso al lado de la ventana de mi auto y me trataba con total familiaridad, como si el hecho de ser amigo de alguien que vestía saco y corbata y que manejara un auto del año lo hiciera crecer en importancia ante a sí mismo y ante los ojos de todos los conductores y pasajeros de los carros vecinos. En una ocasión se ausentó del semáforo por largo tiempo sin que yo supiera la razón. Cuando volvió, un año después, le pregunté si todo andaba bien con él. Fue una pregunta torpe, como me di cuenta enseguida, porque, ¿cómo podía andar todo bien con él? Su respuesta me tomó por sorpresa: «¿Te refieres a mi cáncer?». Aunque no sabía nada de este, le respondí que sí para no romper el vínculo de familiaridad que tenía conmigo. «Los doctores me han dado tres años más de vida», me dijo muy sonriente, como si me comunicara que se había ganado el premio mayor de la lotería. «No solo vivirás tres años sino el doble o el triple, y seguramente muchos más», añadí yo, tratando de aumentar su entusiasmo al mismo tiempo que sus años de vida. Mi comentario pareció molestarlo, pues dejó de sonreír, el fulgor en sus ojos se apagó y en su lugar aparecieron de nuevo los dos negros e ingratos lunares. Acto seguido, sin que pudiera impedírselo, empezó a pasar su trapo sucio por el parabrisas delantero. Al terminar, no reclamó su propina; solo me dijo: «¿Crees que la vida se puede multiplicar como si fuera una simple operación aritmética? Te aseguro que no es así… ¿Por qué no te bajas de tu auto y tomas mi lugar para que te des cuenta de qué se trata mi vida?». En ese momento, el semáforo cambió a verde y yo aproveché para despedirme, hundir el pie en el acelerador y huir de allí como quien se aleja de una visión de pesadilla.
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No podía ver bien la pista que tenía adelante porque el parabrisas estaba empañado por la fina película de grasa que había dejado el trapo del mendigo. No solo eso: mi propia mirada había quedado empañada por la imagen de ese hombre, y esta visión se interponía en mi camino de regreso a mi buena conciencia.
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Jorge Valenzuela El beso Solo después de que murió nuestro padre (un año después de que muriera nuestra madre), tuvimos la oportunidad de conocer a una medio hermana. Ya se sabe, las cuestiones de la herencia siempre terminan vinculando a las personas involucradas en este tipo de asuntos. Era previsible que conocerla no fuera muy grato para mi hermana mayor ni para mí, sobre todo porque no soportábamos la idea de compartir la herencia con una extraña (de hecho nunca tuvimos trato con ella) y menos aún revivir cualquier idea relacionada con la infidelidad de nuestro padre dentro del matrimonio. Solo recuerdo a mi hermana mayor, diciendo algo así como que esa mujer no se merecía nada, que por su culpa nuestra madre había sufrido muchos años en silencio y que prefería mil veces que estuviese muerta. «Esa mujer me va a tener que escuchar», recuerdo que dijo. Mi madre, que nunca habló del tema en la casa, nos había mantenido alejadas de ella, pero mi hermano, con quien mi padre tenía una gran confianza, había mantenido a lo largo de los años un contacto permanente y la conocía muy bien, de modo que entre ambos se había desarrollado una verdadera fraternidad. Fue, pues, él, quien un mes después del entierro de nuestro padre organizó una reunión para conocerla y tratar los temas de la herencia con el propósito de llegar a los acuerdos del caso. El día que la vimos por primera vez en aquel restaurante en el que fijamos la reunión, nos acercamos a ella, midiendo cada uno de nuestros gestos. Mi hermano, que había previsto un altercado, estuvo muy atento a los insultos que pudiéramos decirnos o a los gestos que pudiéramos hacernos, pero en realidad no tuvo que intervenir en nada. Recuerdo, más bien, que mi hermana mayor fue la primera en sonreírle a la hija de mi padre, en estrecharla contra sí y en darle un beso en la mejilla.
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Perros Solo es necesario atrapar el reflejo de otros ojos que no sean humanos. Loren Eiseley
En la casa hay tres perros cuyo origen callejero es evidente por el horrible aspecto que muestran. Esos perros son la compañía del hombre al que ahora, mientras cocina, observan atentamente esperando que aquello que hierve dentro de una gran olla de aluminio termine de prepararse. Colocar la olla sobre la hornilla, echar los huesos, lavar los alimentos, deslizar el camote partido en pedazos, aumentar el agua, suponen un esfuerzo previo: el convencimiento de que todo eso es necesario. En los estantes de la cocina hay bolsas vacías de comida, botellas de plástico recortadas por la mitad, artefactos malogrados, correas, pomos vacíos, pequeñas macetas con tierra reseca y, en las paredes, ensartados mediante un enorme clavo, calendarios de otros años colocados unos encima de otros. Ahora el hombre se ha quitado la camisa y es más visible su obesidad, su piel blanca cubierta por una densa capa de vellos, la pronunciada curvatura de la espalda, la larga dimensión de sus brazos, la carencia de consistencia muscular. El hombre resopla. En el esfuerzo estimula, apenas, un lánguido aliento, ese tipo de aliento que marca los apagados pasos que damos después de caminar largo tiempo sobre la arena mojada. Es evidente. Hay cansancio en cada uno de sus movimientos. El hombre habla poco porque ha perdido la fe en las palabras. Dice sí o no, moviendo la cabeza según el comentario recibido, pero nada más. Y no mira a la cara cuando le hablan. Prefiere no hacerlo, prefiere no saber qué piensa el otro, qué quiere, si sufre o no, si se parece a él o no. Solo resopla y después aspira profundamente el aire como si solo eso fuese necesario para seguir adelante. Solo quiere cumplir, servir. En el silencio de esa cocina se siente más seguro y de algún modo feliz, lejos de todos y de sí mismo, cercano a la quietud, al fuerte olor que despide la olla, a la ansiedad por comer, a la sumisión de los perros que lo observan e intercambian miradas atentas; esos tres perros que esperan sentados, como él, lo que juntos comerán. Lima, abril de 2010
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1988 Robaron un auto bastante viejo a pesar de que las indicaciones de los que tenían experiencia en ese tipo de operaciones había sido la contraria. Lo habían preparado toda la noche acomodando la dinamita con mucho cuidado. Al parecer, tenían todo controlado. Enrumbaron por las calles reconociendo la densidad exacta del tráfico que los haría casi invisibles, y se prometieron no perder la compostura en ningún momento. Eran las seis de la tarde. Un eterno primer semáforo los detuvo en la avenida Alfonso Ugarte desde que abandonaron la Panamericana Norte y subieron por el Puente Caquetá. En ese momento, el indicador de temperatura del auto empezó a balancearse, a dudar, como las agujas de una brújula. El conductor se percató del hecho y, señalando el panel, se lo hizo notar a su acompañante. Tenían aún que recorrer veinte cuadras para llegar al lugar donde debían dejar el auto. «Está recalentando mucho», pensó y una turbia gota de sudor blanquecino se deslizó sobre su aceitunado rostro. El tráfico los mantuvo atenazados por unos largos minutos y la aguja del marcador empezó a ascender aún más mientras ambos se decían, a sí mismos, que no podían fracasar esta vez. Habían recorrido solo algunas pocas cuadras. Hacia la primera esquina, en una estrecha calle que se abría a la derecha, observaron una librería que vendía libros religiosos. En ese momento, la ajuga se empinó, traspasó la zona roja y se detuvo en el extremo, en el espacio que indicaba el máximo de temperatura. —Allí —dijo el que conducía—. Nos detendremos allí hasta que baje el marcador. Tenemos que apagar este maldito carro. Cuando llegaron a la esquina, giraron a la derecha y trataron de estacionarse con mucha cautela, evitando cualquier impacto contra el sardinel; sin embargo fue demasiado tarde. La gran explosión se produjo antes de que terminaran con esa tarea. Luego de unos breves minutos, llegó un patrullero envuelto en el agobiante sonido de una ululante sirena. Los que se acercaron después, pudieron ver, en medio de una negra y picante polvareda, a un cuerpo que se quemaba dentro del auto y, a unos pocos metros, a un hombre que agonizaba. Su mirada fija pugnaba por proyectarse hacia el horizonte.
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Un sueño realizado
Esa noche, la policía nos encontró borrachos dentro del auto. Todavía recuerdo a la patrulla estacionada a nuestro costado y a un policía haciéndome señas. La decidida linterna que ostentaba como un cuchillo peligroso trataba de enfocarme la cara mientras los apurados gestos de Ricardo que me pedían que guardara calma. Me había estacionado, discretamente, frente a una fábrica y esperaba que el efecto del alcohol se disipara en nosotros. No tenía otra posibilidad. Cuando uno de los policías me pidió, con señas, que bajara la luna, pensé que no tenía escapatoria ni excusa posible; sin dudarlo un instante, me hice el desentendido. Ricardo operó de la misma forma y se hizo el dormido. Los golpes contra el vidrio no se hicieron esperar, eran golpes ansiosos y agudos, hechos con una especie de llavero o algo de metal. Levanté la mirada y vi la luz de la linterna que me apuntaba. En un instante dejó de alumbrarme y vi todo negro. Decidí abrir la puerta. —Buenas noches —dijo el policía, con cordialidad—. ¿Me entrega sus documentos? —Buenas —respondí, mirándolo a la cara. Saqué la documentación y se la entregué. Se trataba de un policía joven. —¿Se sienten bien? —preguntó, mientras me observaba y miraba los papeles. —Estoy bien —respondí, con sequedad. —Baje del auto —me ordenó—. ¿Ha bebido, señor? —Solo un poco —dije—. Venimos de un compromiso. —¿Su amigo se siente bien? —Creo que sí. Ricardo no se movió un milímetro. El policía empezó a rodear el auto y a enfocarlo con su pequeña pero punzante linterna. Era evidente que lo observaba con detenimiento y que disfrutaba demorándose en cada uno de los detalles del modelo. Es más, era posible verlo pasar la mano por encima de la carrocería y los distintivos de la marca. Cuando estuvo nuevamente frente a mí, me dirigió la palabra, como si fuese una sentencia: —Señor, en esas condiciones no puede manejar. ¿Vive cerca? —Sí —mentí, pensando en la casa de Ricardo, cuya cercanía, supuse, haría más fácil las cosas. —¿Me permite llevarlo a su casa, señor? —dijo el policía. No entendí; supongo que mi rostro fue elocuente. —Lo llevaremos a su casa —dijo, aclarándome las dudas con el énfasis de sus palabras—. Así no puede manejar.
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Accedí con un gesto de sorpresa y me senté en el asiento posterior. El policía se acercó a su compañero y le indicó que nos siguiera. En el trayecto a la casa de Ricardo, el policía no dejó de hablar efusivamente de lo costoso y exclusivo que era mi auto y del cuidado que debía tener con la «máquina» o con «su nave». —¿Los asientos son de cuero, no? Qué extraordinaria computadora tiene, qué fino el enchapado. Es un Audi, ¿cierto? —comentó, como si llegara a una gran conclusión. —Sí —sin salir de mi asombro. Luego de unos minutos, nos estacionamos frente a la casa de Ricardo. Antes de que el policía abandonase el auto vi en su rostro un gesto de satisfacción y ese tipo de sonrisa que ostentan quienes logran un objetivo largamente perseguido. El policía tardó en bajarse y hasta se despidió del auto como si se tratara de una persona. —Disculpe si le ha molestado que maneje su auto —dijo, en tono de súplica—. No quisiera que se sienta incómodo por esto. Y créame, sólo queríamos ayudarlo. Recuerde. No debe manejar ebrio. Nada más. No piense ni por un momento en otra cosa. Cuide bien su auto, se lo pueden robar.
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Cronwell Jara (Piura, 1949) Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Entre sus premios destacan el Primer Premio de Cuento en los concursos José María Arguedas (1979); Copé de Cuento (1985), y Bienal del Cuento Infantil Icpna (2008). En su obra sobresalen el relato Montacerdos (1981); los libros de cuentos Las huellas del puma (1986), Barranzuela, un rey africano en el Paititi (1990), Agnus Dei (1994) y Babá Osaím, cimarrón (2003), y la novela Patíbulo para un caballo (1989). Jara es reconocido también por su trabajo docente acerca del cuento; así, ha recorrido el Perú con su Taller de Narrativa Breve, invitado por diversas universidades e instituciones culturales. Dante Castro (Callao, 1959) Estudió Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, así como cursos de posgrado en Literatura, en la Universidad de La Habana. Licenciado en Educación por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, ha publicado los libros de cuentos Otorongo y otros cuentos (1986), Parte de combate (1991), Tierra de Pishtacos (1993), Cuando hablan los muertos (1998), Prosas paganas (2004), entre otros. Ha obtenido el Premio Casa de las Américas, en 1992, y el Premio Nacional de Educación «Horacio», en 1997, entre otros. Actualmente se desempeña como docente y periodista. Carlos Schwalb Tola (Lima, 1953) Licenciado en Literaturas Hispánicas por la Pontificia Universidad Católica del Perú y doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Emory, Atlanta. En 1985 obtuvo el Primer Premio en el Concurso «El cuento de las 1000 palabras», del semanario Caretas; y en 1996, el Primer Premio en el Concurso Copé de Cuento. Ha publicado los libros de cuentos Dobleces (2000), El sentido de los límites (2006) y ¡Están quemando el silencio! (2011), así como el libro de crítica literaria La narrativa totalizadora de José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa (2001). Sus textos han aparecido en revistas y antologías del Perú y el extranjero. Jorge Valenzuela (Lima, 1962) Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid. Premiado en concursos nacionales como el Copé y el José María Arguedas, ha publicado los libros de cuentos Horas contadas (1988), La soledad de los magos (1994), La sombra interior (2006), Juegos secretos (2011) e Infiernos mínimos (2014). Como crítico literario ha publicado Manual de Literatura Hispanoamericana, en dos volúmenes (2009 y 2011), El mundo de los clásicos (2010 y 2012) y Principios comprometidos. Mario Vargas Llosa entre la política y la literatura (2013). Actualmente se desempeña como Jefe del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y como editor general de las revistas Letras y Fix100.
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Sin título. Óleo sobre lienzo.
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El tamaño sí importa
Fisuras en el aire Julia Otxoa Escritora y artista plástica
Esteves, Araceli.
Fisuras en el aire Madrid: Eugenio Cano, 2013; 144 pp.
Estamos ante una excelente escritora, ante una selección de 102 espléndidos microrrelatos, donde el espíritu del género, como narración breve en la que se potencia al máximo la expresividad, mediante un lenguaje conciso y rotundo, desnudo de todo tipo de retórica, está plenamente representado en este libro. Presente en todas estas historias, lo fantástico como universo simbólico, el terror, el sentimiento de extrañamiento, la vida como misterio, la ilegibilidad de las cosas, la perplejidad ante el curso de los acontecimientos cotidianos, el juego constante de las apariencias, el desvelamiento de realidades ocultas que perviven en lo visible. El constante diálogo entre la vida y la muerte. El engaño de las apariencias es prácticamente la columna vertebral de todo el libro, desde el micro que lo inicia y que trata precisamente de eso, de las apariencias, «Extraña travesía». El juego, el simulacro, forma parte esencial de lo fabuloso, de lo fantástico como percepción de lo cotidiano, como sentimiento que yo también nombraría «extrañamiento». Esa profunda sensación de que detrás de la apariencia de todo hay otros mundos ocultos, invisibles, de sutiles relaciones con el presente. Por otra parte, lo fantástico, presente en todos estos magníficos relatos, nos lleva al rico universo de la fabulación, de lo simbólico. A los que desprecian la ficción frente al realismo cabría recordarles, que es en el mundo de la mitología y de la fábula sobre la que se construye la cultura griega y sobre la que se sostiene a su vez toda la cultura occidental, nuestro equipaje cultural pivota sobre los antiguos mitos, es decir, sobre la fábula. Y dentro de este paisaje simbólico de conjuro contra la oscuridad, la escritura de la autora rompe a menudo la dimensión temporal entre el más allá y el presente, a veces desde el terror, otras desde la ironía, otras desde lo poético, en un diálogo trasversal del ser en sus tiempos múltiples. fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 111
Una vez más, tras la agradable lectura de este libro, he recordado que las mejores lecciones de filosofía las he respirado siempre en lecturas de ficciones. En estos microrrelatos, hay más profundidad de percepción del ser ante la ilegilibilidad y el misterio de la existencia, que en muchos gruesos volúmenes de grandes padres de la filosofía. La fuerza de la simbología desvela mucho más profundamente la realidad que en otros textos, que los académicos definirían como realistas. Esa percepción transversal entre distintos tiempos, realidades o identidades, solo se puede realizar desde un sentimiento de asombro permanente, de apertura a otros mundos que respiran intercomunicados, aunque para percibirlos sea preciso una sensibilidad lúcida y poética como la de Araceli Esteves, una poderosa imaginación. El acto creador como conjuro contra el dolor, contra la incomprensión, contra el jeroglífico en el que, a veces, se convierte la existencia. Atrapar el miedo sobre el muro de las ficciones como hace miles de años lo hicieron nuestros antepasados en las cuevas prehistóricas y las distintas mitologías a lo largo y ancho del mundo y de todos los tiempos. En nuestro imaginario colectivo, este tipo de narración trasciende el campo meramente literario para formar parte de nuestras raíces culturales mas profundas a lo largo y ancho de la Tierra. Miles de narraciones desde La Odisea hasta Las mil y una noches han recorrido Oriente y Occidente, haciéndonos soñar con otros universos y calentando el frío de nuestro miedo. Por medio de la imaginación, el hombre vuela sobre sí mismo y sus limitaciones, y esa imaginación, origen de lo fantástico, no es solo un modo de conocimiento, sino también la facultad de expresar ese conocimiento a través de los símbolos. Poesía y filosofía culminan en el mito, en el símbolo, la alegoría y la metáfora. Lugar destacado ocupa en ellos lo alegórico. Considero que la alegoría puede ser una magnífica alternativa de pensar la filosofía de nuestros días. Estética del fragmento que es capaz de conectar con la totalidad y la realidad de lo concreto. Estética de la imagen dialéctica, asociativa, en donde las circunstancias, la actualidad son el punto de partida para narrar y pensar nuestro presente.
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Campo minado Laura Elisa Vizcaíno Universidad Nacional Autónoma de México Guedea, Rogelio. Campo minado. México: Secretaría de Cultura del Estado de Colima y ALDVS, 2012; 98 pp. En el año 2012, la Secretaría de Cultura del Estado de Colima, en coedición con ALDVS, publicó un pequeño libro de 16 x 17 cm, titulado Campo minado, del mexicano Rogelio Guedea. Al hojearlo, saltan a la vista textos de pocas líneas con espacios en blanco. Sin embargo, no se trata de minificciones. Los géneros literarios que habitan el libro colindan con la narrativa breve y la poesía: epigramas, aforismos y prosa poética; de los cuales hay mucho que aprender estructural y temáticamente, pues de ellos la minificción suele empaparse. Campo minado está dividido en cinco secciones: «Epigramas», «Órbitas», «Todo cielo común», «Campo minado» y «Timeline», donde la narrativa y la poesía se toman de la mano para hablar, autorreferencialmente, sobre el lenguaje, las palabras y aludir al grupo semántico de la migración, el exilio, la distancia y el país extranjero. De vez en cuando, también, se habla un poco sobre la mujer y un poco menos sobre la muerte. Pero lo interesante es que tanto los temas como los distintos formatos de los que el autor echa mano conforman un ambiente que no se menciona, pero que se construye en la mente del lector: la nostalgia. Nostalgia por el país que ha quedado lejos, nostalgia por las personas del pasado, y, en todo momento, nostalgia por el lenguaje, búsqueda por la palabra, cuestionamiento por la escritura. Actualmente, existe un asunto que cada vez más está ocupando el pensamiento de estudiosos de la literatura, este es el de la metaficción. ¿Qué es la metaficción? ¿Más allá de la ficción? Aunque existen grandes discusiones y teorías al respecto, la definición más sencilla es ficción que habla sobre la ficción; lo cual, en primera instancia, parece un tanto tautológico, pues parecería un pleonasmo más, pero hasta los pleonasmos tienen su encanto. ¿Por qué? Porque la ficción que habla sobre el lenguaje, la literatura, la palabra, la escritura y todo aquello que la construye, desestabiliza las fronteras entre realidad y ficción; despierta al lector para que este se cuestione sobre lo que considera real y lo que considera ficción. fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 113
Aunque la metaficción sea un tema actual, existe desde siglos atrás y su exquisitez se mantiene vigente. Por esta razón, Campo minado se lleva muchos aciertos al poner sobre la mesa la palabra a través de la palabra, la reflexión sobre la escritura misma y el cuestionamiento sobre el lenguaje; todo esto dentro de formatos breves, donde el peso del lenguaje es mucho más imponente y majestuoso. Los silencios y espacios en blanco que permiten las extensiones cortas como el epigrama, el aforismo o la prosa poética, hacen que cada palabra tenga un compromiso mayor, y, si aunado a esto, esas mismas palabras hablan sobre el lenguaje mismo, las dimensiones literarias aumentan, como es el caso de este libro pequeñito. En la sección «Órbitas», por ejemplo, desfilan algunos aforismos metaficcionales: «Nunca subordines una frase: el verdadero lenguaje no acepta tiranías» (31); «Palabras que se caen por no encontrar sentimientos que las sostengan» (32); «Su corazón escribe cuando sus manos duermen»(33); «El poeta debe aprender esto del pájaro: cantar aun con la certeza de que nadie lo está escuchando» (35). Y qué mejor forma de hablar sobre la literatura, la escritura y la creación que a través de la figura de la mano. En dos ocasiones distintas, la mano se convierte en personaje para expresar el acto del escribir y del decir, funcionando como una metonimia para representar el quehacer del escritor. Por otro lado, ¿qué es Campo minado? Es el título del libro, de una sección del libro y de un pequeño texto dentro de la misma; en este último, los temas que se han venido conjugando se intensifican fuertemente: el escritor, el país lejano y la figura de una madre representando el origen o, de nueva cuenta, el país. Llama la atención que las palabras de «Campo minado» están dirigidas a la madre: el personaje-poeta escribe para agradarle y ganar su amor. Parecería entonces que dicho texto explica por qué el libro lleva el mismo nombre. Esto no quiere decir, pues es imposible e inútil comprobarlo, que el autor escriba un libro para agradarle a su mamá. Pero da luces sobre el protagonista del libro, es decir, «Campo minado» ayuda a hacer más tangible y humana la voz que recorre cada una de las páginas. Esa voz cobra la forma de un poeta que se encuentra lejos de su país, de su madre y cuyas palabras están puestas ahí para que ella (o cualquier otro lector) las lea. Quizás es por ello que la nostalgia habita el libro sin mencionarse, gracias a la cual los lectores, que probablemente no vivimos en un país lejano al nuestro, como el autor real, nos podemos identificar con los textos, no por extranjeros necesariamente, sino por haber sentido la nostalgia tanto en las palabras como en la vida. Lo único que lastima la obra es una edición poco cuidada que permite más de un error, tipografía dispar y cajas no ajustadas. Fuera de eso, resulta interesante conocer a Rogelio Guedea no solo como creador o antologador de la minificción, sino también rescatando el lenguaje, buscando las palabras y tematizando al poeta a través de otros formatos breves.
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Casa de muñecas Leticia Bustamante Valbuena Universidad de Cantabria
Esteban Erlés, Patricia y Sara Morante (ilustradora). Casa de muñecas. Madrid: Páginas de Espuma, 2012; 181 pp.
Cuarto de juegos, dormitorio infantil, alcoba conyugal, baño, comedor, cocina, biblioteca, desván, cripta, jardín… no son solo espacios de un hogar familiar en miniatura. Las estancias por las que transitamos en Casa de muñecas son en realidad grietas y abismos íntimos en que, como indica la autora, se guardan «los secretos inconfesables y las historias más perversamente interesantes».Nos veremos atrapados por una atmósfera que nos envuelve y perturba, porque en esos espacios y en los personajes y objetos que las habitan identificaremos deseos ocultos, obsesiones, misterios, fobias, traumas, miedos, interrogantes o sospechas con los que se construye nuestro propio ser. Este es el primer libro de microrrelatos de Patricia Esteban Erlés, escritora que cuenta con tres libros de cuentos anteriores: Manderley en venta (2008), Abierto para fantoches (2008) y Azul ruso (2010). Ganadora y finalista en diversos certámenes, sus textos han sido seleccionados en numerosas antologías. También Sara Morante ha obtenido premios y diversos reconocimientos a su labor creativa; y ha ilustrado libros como Diccionario de Literatura para esnobs (2011), de Fabrice Gaignault; Los zapatos rojos (2011), de H. C. Andersen; La flor roja (2011), de Vsévolod Gashín; Xingú (2012), de Edith Wharton; Señal (2011), de Raúl Vacas, y Los Watson (2012), de Jane Austen. En la sorprendente dedicatoria, «Dedicado a Facebook, por todo lo que le debe este libro», se alude a que el proceso creativo y la selección de textos empezaron en esta red y, además, fue la que posibilitó el contacto entre ambas creadoras. El resultado es un volumen de exquisita factura plástica y detalles muy cuidados, con cien microrrelatos y cerca de cincuenta ilustraciones. Todo ello afecta a la recepción de la obra, ya que textos e imágenes se perciben como una experiencia estética completa, con sentidos y connotaciones que se complementan y amplían respectivamente.
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La depuración textual que exige el microrrelato se corresponde con la economía de las ilustraciones a dos tintas; la atmósfera siniestra de las historias se refleja en el negro de los dibujos y el imaginario femenino de la escritora se simboliza en el color magenta y en la abrumadora presencia de figuras femeninas en las imágenes. Empecemos por el título. ¿Por qué Casa de muñecas? En el libro de Patricia Esteban Erlés, las muñecas son la proyección estática y eterna de nuestros secretos y deseos inconfesables, nos lo recuerdan con su mirada acusadora; y nosotros, que somos contingentes, ansiamos su permanencia y proyectamos en su mundo las frustraciones del nuestro. Por eso, no es de extrañar que la obra se encierre en un círculo marcado por las siguientes citas: «La eternidad es el infierno de las muñecas», al principio; y «Te condeno a ser feliz, eternamente», al final. Inevitablemente, el título nos lleva al drama de Ibsen. Como la escritora ha señalado, hay ciertas concomitancias entre una y otra, ya que Nora, protagonista del drama, se rebela contra su condición de objeto-muñeca y decide vivir una vida plena. Además, en el ámbito de la microficción, el título de este libro puede evocar al de la obra de Ana María Shua, Casa de geishas, donde también se recrea el universo femenino en microrrelatos, aunque su planteamiento sea muy diferente. Las secciones de la obra se corresponden con los espacios de la casa. Y para introducirnos en este micromundo se plantean tres rutas posibles: de dentro hacia afuera, como si el lector fuese un habitante de ese hogar que recorre la cotidianeidad de cada estancia; de fuera hacia adentro, con los ojos de un viajero que viene de tierras lejanas a descubrir un entorno abandonado tiempo atrás; y desde el más allá, en el itinerario propio del espectro que sale del ataúd y revisita la casa. La arquitectura de esta casa-libro afecta también al contenido de los microrrelatos, ya que en cada sección predominan ciertos temas, motivos, enfoques o tonos. En «Cuarto de juguetes» se enfrentan los mundos de las muñecas y de los seres humanos. El fondo es la oposición entre eternidad y finitud, estatismo y dinamismo, permanencia y contingencia, como en «Paradoja» o «Exilio». El conflicto viene cuando confluyen, se confunden o se difumina la línea que divide a ambos y a sus respectivas normas, que son transgredidas («Rosebud»). La transgresión llega al límite cuando la rebelión tiene un resultado fatal, como en «Holocausto» o «Killer Barbies». La sección «Dormitorio infantil» está dominada por el miedo, casi siempre relacionado con el más allá, dimensión desconocida y aterradora. Precisamente, los terrores infantiles, tan irracionales pero tan vívidos, dan paso a motivos y personajes tradicionales en la literatura fantástica: apariciones y espectros en «La niña sin madre»; fantasmas en «La otra orilla»; o transformaciones en «Isobel». Por los microrrelatos del «Dormitorio principal» discurren relaciones de pareja y diversas vertientes o efectos del amor: inseguridad («El hombre equivocado»); nostalgia por la pérdida («Fantasmagoría»); obsesión, desengaño y venganza («La mujer de rojo»); o traición («El ramo»), por poner algunos ejemplos.
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El «Cuarto de baño» parece ser el espacio ideal para plantear la existencia de mundos alternativos y, sobre todo, para desarrollar el tema de la disolución de la identidad, que con frecuencia se concreta en el desdoblamiento a través del espejo. Así lo vemos en «Espejo impertinente» y «Taxi en el espejo». «Salón comedor» es la sección propicia para desarrollar asuntos relacionados con la familia y la perversión con que la normalidad cotidiana puede encubrir el egoísmo, las carencias afectivas o las ausencias. Apreciaremos estos temas en «Rosaura», «Sopa» o «Primer plato», por ejemplo. La «Cocina» está dominada por el lado más oscuro, cruel y maligno del ser humano, que aflora como respuesta al sufrimiento o a la desorientación y la angustia vital. La venganza puede ser genérica, como en el kafkiano «Destino», o contra quien nos ha dañado, como en «Carne fresca» o «Centrifugado». En la «Biblioteca» se concentran los juegos intertextuales en sus múltiples variantes, aunque no son exclusivos de esta sección: homenaje en «Fantasma (Homenaje a J. J. Arreola)», «Elección de vestuario (Homenaje a L. Mateo Díez)» y «Mascota (Homenaje a A. Monterroso)»; parodia en «Novela negra»; versión en «Simulacro»; o inversión en «Princesa rana». El «Desván de los monstruos» es el lugar donde se cuestionan verdades que debieran ser absolutas e intocables como la inocencia («El resplandor»), el amor materno («Seis dedos») o la belleza («La belleza»), que, incluso, llegan a transformarse en horror («Huésped»). En «Cripta», la muerte se diversifica en una interpretación agudísima de los novísimos, es decir, muerte, juicio, infierno y gloria: la experiencia de la muerte en «Tres eran tres»; una particular versión de juicio en «Tierra en los ojos»; el diablo se hace presente en «Celosía»; y se relativiza el poder de Dios en «Dios» o la cosmogonía en «Génesis». Y llegamos al final de nuestro recorrido con la sección titulada «Exteriores», donde los peligros se concretan en la mayor amenaza para el ser humano: la muerte —una vez más— como algo inexorable que acecha constantemente. De ahí títulos como «Volver», «Toc» o «Secreto». Como se ha podido intuir en este recorrido, la atmósfera creada resulta perturbadora y consigue atraparnos porque nos identificamos con los personajes y reconocemos situaciones y objetos cotidianos. Pero adquiere categoría de inquietante porque en ellos se proyecta ese lado oscuro que normalmente no reconocemos, al menos, en nosotros mismos. El ambiente siniestro e incluso macabro, con resonancias del Ajuar funerario de Fernando Iwasaki, se apoya, además, en múltiples referencias más o menos explícitas: hechos históricos como la ejecución de Ana Bolena y María Antonieta («Enciclopedia de testas ilustres»); personajes míticos como las sirenas («La belleza»); leyendas de brujas («Isobel») o mártires («Matando a Alodia»); obras y autores literarios como Poe, Cortázar o los ya mencionados Kafka, Arreola,
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Luis Mateo Díez y Monterroso; célebres obras cinematográficas como Ciudadano Kane («Rosebud»), Rebeca («Manderley en llamas») o El resplandor («El resplador»); motivos y personajes de cuentos tradicionales… Las ilustraciones funcionan como estímulos sensoriales para crear una ambientación que oscila entre lo victoriano y el horror gótico. Basta con recorrer algunos ejemplos sobresalientes para comprobar la diversidad de relaciones establecidas entre estas y los textos: en «Killer Barbies», la violencia explícita de la imagen —muñecas sangrantes, tuertas, atravesadas por ganchos de carnicero o anzuelos, frente a la ñoñería de la dueña y la muñeca resentida que inspira los crímenes— aporta verosimilitud y fuerza a la crueldad del relato; el delicado erotismo de la figura femenina y su contraste con un gran ojo acechante enriquecen el texto de «La mujer de rojo»; en «Tolitette», la cabeza de una mujer, donde arden algunos de sus recuerdos infantiles, es la alegoría visual con que se interpreta la pérdida de la infancia; y la sobria imagen de «El columpio», una soga de ahorcado, funciona como epifanía o revelación, ya que aporta la clave necesaria para interpretar el texto, intencionalmente ambiguo y metonímico. Aunque no todos los textos alcanzan la misma calidad, es evidente que ha habido una buena labor de depuración y selección. La autora domina las técnicas y procedimientos del microrrelato, sin caer en el facilismo ni en clichés. Son significativos la relevancia de títulos, inicios y cierres (abiertos, sentenciosos y epifánicos) la focalización inusual de la narración, el juego de contextos cronológicos y espaciales, el humor casi siempre negro, la maestría con que se manejan los más variados procedimientos intertextuales, la omisión deliberada de elementos narrativos, las elipsis, los indicios necesarios para reconstruir el relato semioculto… Destaca en el lenguaje la selección léxica. La reiteración de términos relacionados con «muerte» y «eternidad» nos lleva, una vez más, a las claves con que hemos de interpretar la obra. La contención estilística se alía con un simbolismo casi constante, que exige al lector cooperar en su interpretación. El lirismo se contrarresta con el desasosiego, el miedo, el terror o la violencia. Resultan especialmente logrados los símiles: «el fuego baja por las escaleras como una dama borracha», «Sorda, como la lealtad de un perro que no deja de amarte ni muerto». A veces, se refuerzan con potentes sinestesias, lo que no extraña en una obra de gran sensorialidad: «Los gritos son negros y el silencio un dolor que trepa como una mala hierba y araña el pasillo de nuestra casa», «el cielo amaneció seco y gris, como una cama de hotel». Casa de muñecas no es solo un libro de estética y arquitectura perfectas; es, además, una obra inquietante. Los sentidos profundos que esconde lo alejan del preciosismo vacuo, porque el recorrido lúdico por la casa se vuelve un viaje interior, que nos lleva a lo más profundo, oculto y oscuro de nosotros mismos: la casa de muñecas, ese mundo en miniatura que es memoria soterrada y onírica. Una vez descubierta, nos acompañará siempre. ¿Qué más se puede pedir a un libro de microrrelatos?
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Las gemas del falsario Edgardo Ariel Epherra Programa de Talleres El Aleph (Argentina) Brasca, Raúl. Las gemas del falsario. Granada: Cuadernos del Vigía, 2012; 84 pp.
La editorial española Cuadernos del Vigía publicó en 2012 Las gemas del falsario, una rotunda demostración de que Raúl Brasca practica en su narrativa lo que predica en su ensayística. En textos que se extienden desde menos de dos líneas hasta la media página, el autor confirma y reinventa las claves del microrrelato (como rotula el sello editor), seleccionando el vocabulario más preciso y desarrollando una combinación sutil de pesas y medidas para llegar al golpe de efecto (en un género donde ese golpe de efecto suele ser toda la historia). Con mayor exigencia, quizás, que su hermano «más grande», en un texto brevísimo importa lo que se cuenta, pero lo decisivo es «cómo está hecho». Brasca es uno de los más destacados referentes en esta especialidad, donde las letras hispanoamericanas se están reconociendo, y donde articulan historia y futuro en un corpus actual caótico, tan diverso como promisorio. Mucho tiene que ver Raúl Brasca —el antólogo y crítico— en la exploración, rescate y «puesta en valor» de la producción microficcionista de tiempos y geografías diferentes. Pero en Las gemas del falsario no hay dictado de cátedra ni exhibicionismos de manual, como harían autores menos profesionales (o que profesan otra cosa). Puesto a crear ficciones, Brasca aplica rigurosas técnicas como lo pedía Baudelaire: de forma endemoniada (en tanto la principal habilidad del demonio es hacer creer que no existe). Y así el resultado para los lectores es un goce estético puro y natural. Si además del disfrute «impresionista» apelamos a la curiosidad intelectual (como los buceadores que buscan perlas en las profundidades), podríamos descubrir el brillo filoso de algunos instrumentos, adivinar el pulso del autor alentando la vida de la obra, por ejemplo, en textos que cifran su efecto en paradojas del idioma o en intertextualidades varias: En el segmento «Causalidades», los textos de «La función hace al órgano» están construidos tomando en forma literal en la segunda parte lo que en la primera se dice fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 119
en forma metafórica. «Avatares de él y la mina» es un juego que explora los significados diferentes que pueden obtenerse cambiando el orden y la puntuación de las mismas 14 palabras. Aquí, conviene aclarar que «mina» en Argentina significa «mujer». «Palimpsestismo» recurre a la yuxtaposición de dos versos de un poema de Espronceda («La desesperación»), uno de Rubén Darío («Lo fatal») y cuatro de Jorge Manrique (Coplas por la muerte de su padre), estos dos últimos muy presentes en la memoria de varias generaciones de argentinos porque los recitaban en las escuelas. En una conversación sostenida con el propio autor, nos revela que «en este microcuento no hay ninguna palabra mía, salvo quizá el “gusta” del principio. Espronceda escribe “me agrada” en lugar de “me gusta” para no repetir el comienzo de la estrofa anterior, pero mi padre, que siempre recitaba estos versos, decía “me gusta” y estaba en lo cierto: así tiene mucha más fuerza». «Sexo regio» rescata una antigua leyenda o chisme palaciego sobre cierta reina de Inglaterra que elegía un soldado de la tropa para pasar cada noche. «Catalina y el caballo» alude a la versión según la cual Catalina II la Grande murió intentando tener sexo con un caballo. «Flojedad palindrómica» juega desde el título con la resonancia entre «palíndromo» y «palo» (falo) y la flojedad de ambos. Siete palíndromos componen el relato. «Anonadar» está tomado en el sentido de «apocar», «humillar», «dejar chiquito» o «superar por mucho» a otro, en este caso al personaje de Onán (cuyo prestigio sufrió un excesivo manoseo a lo largo de la historia). «El argumento de Onán» toma el verdadero sentido de la historia bíblica. Onán no era un compulsivo aficionado a la masturbación como hoy se lo (des)considera, sino que estaba obligado a mantener relaciones sexuales con la mujer de su hermano muerto, y se negaba a culminar el acto dentro de ella para que el hijo que tuviera la mujer no fuera el primogénito del hermano (así sería considerado por la ley). Siguiendo con el sexo y los enunciados de «doble filo», «El sentido de la libertad» retoma en otra dirección las palabras atribuidas a Sócrates cuando lo abandonó el vigor sexual: «Al fin libre». «Edipo complejo» y «Asociación perfecta» aluden a la amistad entre escritores más famosa de la literatura argentina: uno se apoya en el difundido chisme de que cierto autor se casó con la amante de su madre para ocultar el vínculo. El conjunto de los dos textos da una interpretación de la amistad entre dicho autor con otro colega, aún más prestigioso, basada en el complejo de Edipo de ambos, públicamente expresado en la conducta de Casanova de uno y en la adoración del otro por su propia madre. ¿Hay más intertextualidades, literarias o «chismográficas», en el libro de Brasca? Varias: «El navegante solitario» remite a Vito Dumas; «Ahab y la ballena» se refiere obviamente a Moby Dick; el «mundanal ruido» de «Posibilidades» recuerda a un famoso autor del Siglo de Oro español; la sirena griega de «Duelos» es la sirena homérica, y la otra, con la cual está confrontando en esa historia, es la sirena nórdica de los cuentos infantiles.
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Huelga aclarar a esta altura de la reseña que acaso se esté explicitando más de lo que convendría al juego del autor microficcionista, que es estimular al lector a que establezca por sí mismo los nexos que cada historia sugiere. Una de las bellas perplejidades que nos depara la ficción literaria es que todo buen texto se sostiene por sus entrelíneas. Otra evidencia es que cualquier asunto trascendente puede malograrse y quedar como una anécdota trivial si el autor no da con la forma en que requiere ser contado; en tanto, cualquier hecho, si bien se narra, asume cierta trascendencia por lo menos estética. Buen tema el de los guiños, dualidades y calidades para requerir la opinión del autor sobre este libro (y ya que lo tenemos a mano: una comparación con el precedente). Generoso, Raúl Brasca responde: «Yo creo que Las gemas del falsario es un poco más exigente con el lector que Todo tiempo futuro fue peor, lo que también es una toma de posición ante la creciente banalización del género: chiste fácil, obviedad, raquitismo literario. Un buen lector de microficciones debe ser una persona alerta, debe estar al tanto no solo de lo que el mundo de la cultura ofrece, sino de lo que le brinda el mundo en general, chismes incluidos: debe querer y poder leer el silencio, que es parte constitutiva de la microficción». Se ha resaltado al comienzo de esta reseña la pericia con que el autor divide las aguas de su creación narrativa y de su labor crítica, tendiendo un puente de mutuo goce entre autor y lector, por gusto del contar bueno y breve. Sin contradecir lo apuntado, valga el elogio del texto con que Brasca prologa este libro, y que los partidarios de etiquetas y clasificaciones podrían consagrar como un potente microensayo sobre el género.
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Zoorpresas zoológicas
Sandra Bianchi Ficción Mínima
Valenzuela, Luisa. Zoorpresas zoológicas. Morón, Buenos Aires: Macedonia, 2013; 102 pp.
Libro sobre libro Zoorpresas zoológicas, el último volumen de microficciones publicado hasta la fecha de la escritora Luisa Valenzuela, es un libro entramado en otros libros que lo preceden. Conformado por dos grandes secciones, la primera ofrece un compendio de animales, algunos que provienen de sus títulos anteriores en los que no se excluye al hombre mismo en su faceta animal, los bípedos implumes, tal como los llama la autora en su obra en general y en esta sección en particular. El nodo central del libro se encuentra en ABC de las microfábulas, en el que esta reseña hará foco. En verdad, ABC… es un libro en sí mismo, que consta de veintinueve microrrelatos, cada uno escrito con una de las letras del abecedario como punto de partida, letra que preside y sostiene todo el microtexto. Historia de las microfábulas La primera edición de ABC de las microfábulas (2009) es de autor; la segunda (2010) es un libro-objeto publicado en España por Del Centro Editores (los ejemplares venían firmados y numerados, y con ilustraciones del artista español Rufino de Mingo). La tercera (2011) es también un exquisito libro-objeto, con dibujos de Lorenzo Amengual, publicado por Editorial La Vaca. La cuarta se inscribe en este volumen de Macedonia Ediciones, a las que suma nuevos textos. Si bien el trabajo con el lenguaje articula la narrativa de Valenzuela, en ABC de las microfábulas cobra un protagonismo singular y vertebra los ejes de su poética a través de los juegos lingüísticos, el humor, el ingenio y diversas estrategias discursivas. 122 | fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve
Percepciones de lectura y lenguaje El conjunto de las microfábulas, en cualquiera de sus versiones, produce diversos efectos de lectura que, en un intento de clasificación, podrían agruparse en somático-sensoriales, por un lado, y en cognitivo-intelectuales, por otro. Es decir, mediante un camino intelectual cognitivo se incluye otra vía, la pasional, en la que se añade la experiencia sensible, no inteligible de la lectura de estos textos complejos, lúdicos y estimulantes a la vez. Entre los primeros efectos, se destaca el asombro suscitado por una gran admiración intelectual frente a esta empresa narrativa de la autora, seguido de una abrumadora sensación de que el sentido está presente pero es huidizo: J Jacinta, joven jirafa de Jaipur, se jabona el jopo en el jagüel. —Jajaja, joyas japonesas mis jubones. Los jueves el jilguero me jinetea hasta la jarana, justifico la jauja; se jacta con José el jirafo en jefe. José se jarta. ¡Jolines! Por jubilosa y jugosa la jalan a Jimena en una jaula. —Juro por mis jamones, por la joroba del jeque juro que no jugaré más; jerarquiza Jacinta, jadeante. Seré juiciosa, jamás jalaré la jabalina. El juez la juzga con jitanjáforas jónicas. Jimena jalona sus jeremíadas con jaculatorias jíbaras. Pura joda. No la ajustician, la juzgan jovial y la juntan con Júpiter.
Moraleja: La alegría es tu mejor defensa. Por encima del significado, prevalece la cadena de sonoros significantes que le otorgan un ritmo vertiginoso, in crescendo, a la lectura silenciosa o en voz alta de estos textos que pertenecen a un género o modalidad que exige la tensión narrativa y el ritmo poético. El signo lingüístico, el significante sobre la barra del significado, una vez más, abre la bisagra que enlaza con el segundo grupo de efectos buscados o logrados: el evidente despliegue del lenguaje, instalado ostensiblemente en un primerísimo plano, de tal modo que «le mueve el piso al lector» al decir de Valenzuela, o «le saca la alfombra debajo de los pies». En uno de los ensayos pioneros de Barthes, El grado cero de la escritura, se afirma que la ostentación como concepto es funcional a la literatura, al lenguaje y a la escritura: «no hay lenguaje escrito sin ostentación, lo que es cierto […] también de la literatura. Esta también debe señalar algo distinto de su contenido y de su forma individual, y que es su propio cerco, aquello precisamente por lo que se impone como Literatura». La ostentación en ABC… es lingüística, aunque también es un despliegue de ingenio, rasgo que caracteriza a la microficción y una habilidad literariamente ejercitada por los cultores del género, sobresaliente en la narrativa breve de Valenzuela.
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Rastreando filiaciones En ABC… parecen conciliarse en la trama infinita de los textos que fundan la Literatura como institución dos escuelas también fundantes de la historia literaria occidental: el culteranismo y el conceptismo. Si bien estas etiquetas tienen un peso histórico y circunscripto a su época, estos veintinueve textos pueden filiarse en sentido amplio con esa tradición estilística. La primera se materializa en el nivel léxico y semántico, direccionada desde la raíz misma de la palabra culteranismo, que viene de culto, «docto, erudito, cultivado de intelecto», cualidades que ponen en escena, con legitimidad, estas microficciones. El léxico, barroco en más de un sentido, alardea de su erudición al reunir inusuales voces tales como bulversante, trisca, djilaba, jolines, kilim entre otras que, creativas o simplemente oportunas, eruditas o con apariencia erudita, se condensan e intensifican y, a la vez, articulan una red de conexiones y correspondencias creando agudísimos conceptos, en un alarde de ingenio literario que evoca a la segunda escuela. El corpus genera un efecto de acumulación, de exceso, genuino barroquismo que enlaza los diversos procedimientos conceptuales: metáforas, alegorías, juegos de palabras, dobles sentidos, plurisentidos entre otros. Para la citada edición, Valenzuela agregó un glosario, espacio discursivo en el que remeda y parodia a las ediciones anotadas de los textos clásicos sin las cuales, dado el nivel de complejidad que ofrecen los vocablos, sería imposible la lectura y la aprehensión del significado, o al menos supone una ardua tarea para el lector contemporáneo. Por supuesto, este glosario está en clave microficcional: Iguazú: Parque nacional argentino con importante catarata que no afecta la vista, todo lo contrario. Jitanjáforas jónicas: Las jitanjáforas, dijo Alfonso Reyes, son juegos sonoros de palabras. A veces, por qué no, pueden haber sido acuñadas frente al mar Jónico. «A otro oso con esa osamenta» (valenzuelismo): Dicho popular equivalente a «A otro perro con ese hueso». Walt Whitman: En sus poéticas hojas las hojas de hierba se cantan a sí mismas.
La fábula En el título, ABC de las microfábulas, ya está presente la noción del artificio: fábula remite al género de los exempla (las narraciones con intención didáctica, fábula, alegoría, parábola); también a la ficción artificiosa, a la pura invención, y extensivamente, por fabuloso, a la cualidad de extraordinario. Cada texto finaliza, tal como prescribe el género didáctico —el que emula/ parodia—, con una moraleja, con la que se intensifica el asombro ya aludido y se juega a la sorpresa de la última línea, característica de la microficción. Con la relectura, la historia comienza a configurarse.
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Textos lúdicos y, a la vez, difíciles son estas microfábulas que pueden provocar tanto el asombro como la irritación mediante los desplazamientos semánticos que se generan con el uso de estas palabras inusuales, extrañas, cuyo objetivo es poner el extrañamiento en el centro de la escena narrativa.
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Maldito vicio
Félix Terrones Université François-Rabelais De la Fé, Carlos. Maldito vicio. Granada: Nazarí, 2013; 157 pp.
Mientras numerosas editoriales cierran sus puertas en España, aparece en Granada, con mucho entusiasmo, aunque a contracorriente del movimiento general: Nazarí. Dirigida por el italiano Paolo Remorini, estudioso de la obra de Ángel Olgoso, dicha editorial no solo apuesta por lanzarse a la aventura en tiempos de crisis, sino que también busca armar un catálogo alternativo a las modas, los amiguismos y las estrategias de marketing. Eso explica, por ejemplo, que haya decidido publicar antes que nada microrrelatos, un género con mucho éxito en redes sociales, pero que entrega pocos réditos una vez publicado en papel, y también la elección de autores de trayectoria singular, muchos de ellos desconocidos por el gran público, pese a su enorme calidad literaria (pienso, por ejemplo, en Ángel Olgoso), cuando no noveles en cuanto a dar a conocer un libro se refiere. Uno de estos autores es el español Carlos de la Fé, quien no es un recién llegado en esto de la escritura, antes bien, cuenta con varias publicaciones electrónicas y en papel. Además es conocido por su militantismo a favor de una perspectiva de género que permita entender a la sociedad de manera menos discriminadora. Ahora bien, hasta ahora Carlos de la Fé no había entregado al público un libro que reuniera sus microrrelatos, tal y como lo hace ahora con Maldito vicio (2013), un libro excepcional por varias razones. La primera de todas es la que parece la más obvia: el hecho de que se trata de un conjunto de textos breves que contribuye a la cada vez más emergente consolidación del género. Pese a la divulgación que los microrrelatos tienen entre el público lector, muchos de quienes leen todavía están cargados de prejuicios con respecto de un género que consideran menor, en la frontera entre el aforismo, el chiste y, peor aún, la anécdota. Con Maldito vicio, Carlos de la Fé nos muestra que el microrrelato, en las manos correctas, se puede convertir en una especie de bomba de tiempo que pulveriza el lenguaje desde dentro para entregarle un nuevo sentido, dilatar sus alcances y, por qué no, transfigurar al lector. 126 | fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve
Creo que Ángel Olgoso es quien ha formulado del mejor modo la apuesta literaria de Carlos de la Fé cuando afirma que «acota un territorio al tiempo que dinamita los límites, crea espejos con desenvoltura, facetas que devuelven imágenes de complicidades, de tropos, de epifanías y obsesiones de creador». De hecho, los microrrelatos de Carlos de la Fé son un rara avis en el ámbito hispánico por su preocupación esencial en el lenguaje, el proceso de escritura, la constante mise en abyme que realiza de la lectura y el permanente juego intertextual con textos hispanoamericanos o de otras tradiciones. No conozco ningún otro microrrelatista, en España o en América Latina, que se haya detenido con igual cuidado y énfasis en resaltar la materia puramente verbal de lo contado. Cada uno de los microrrelatos o relatos de Maldito vicio parece reenviar a esa inquietud, convertida en motivo literario, por hurgar dentro de las palabras lo que estas dicen, quieren decir y lo que el autor les lleva a expresar al ponerlas de revés, jugar con su organización, hacerlas contradecirse. La radical originalidad de su propuesta no supone que deje de existir una relación («sexual» diría Carlos, «textual», diría De la Fé) con otros autores. En lo breve, son permanentes las alusiones a Monterroso y Cortázar, por ejemplo, quienes son una presencia constante en el libro, pero también una influencia ética y estética. De ambos, De la Fé rescata esa actitud ambigua que consiste en el cuidado de las palabras cuando se escribe, pero también en la desconfianza frente a estas, pues siempre se rebelan contra quien las utiliza (las famosas «perras negras» cortazarianas). Otra gran presencia en el libro es la del recientemente desaparecido poeta Leopoldo María Panero, quien es citado con constancia, mediante notas a pie de página, en los últimos microrrelatos de la colección. Las citas, verdadero homenaje del autor, son también la oportunidad de explotar otro de los recursos abundantes en Maldito vicio: la polifonía. Carlos de la Fé se divierte en insertar las voces de otros, sobre todo autores, en sus textos no tanto para homenajearlos como para establecer el diálogo con ellos. Un diálogo que no se contenta con «invitar» al otro, sino que en ocasiones lo distorsiona y altera para entregarle un nuevo significado a sus palabras. Pienso, en particular, en el texto titulado «Diez pasiones para olvidar El dinosaurio», donde se imita la estructura y la extensión del precursor relato de Monterroso, pero al mismo tiempo se le reelabora en cuanto a su contenido en un ejercicio que tiene mucho de humorístico y experimental. También están las relaciones de corte negativo, aquellas que, por oposición, le permiten al narrador (y con en él al autor) posicionarse a nivel literario, aunque también en el plano social. Pienso, en ese sentido, en Mario Vargas Llosa y Javier Marías, por ejemplo, dos imágenes en sendos microrrelatos, dos escritores de presencia editorial y mediática tan constante que terminan, para los distintos narradores de los que se vale Carlos de la Fé, por convertirse en artistas más de premios que de literatura. De esta manera, se les presenta en los microrrelatos «Cosas veredes» y
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«Desconozco mayormente», dos textos llenos de humor por las situaciones que presentan —es deliciosa, por ejemplo, la manera en que se caricaturiza a Javier Marías rey de Redonda— como por el lenguaje que se utiliza. En particular el segundo relato, una extraordinaria muestra del oído narrativo del autor, de la manera en que se preocupa por entregarnos narradores pendientes del habla local, el sabor propio de cada variante del castellano (en este caso la peruana). El diálogo que Carlos de la Fé plantea con todos estos escritores y poetas, pero también con muchos más, le permite disponer a su manera un mapa, una topografía literarios que son suyos, pero que, gracias a la ficción, comparte con sus lectores. Por eso, he dejado para el final la mención a otra de las características de su ficción, ese hacerse del relato con el que constantemente juega. En lugar de contar ficciones desde una perspectiva acabada y unívoca, el autor canario se divierte planteando relatos en los que el narrador avanza con su relato a medida que escribe. Mediante el artificio del work in progress —el narrador que reflexiona a medida que escribe, o que cuenta que escribe—, Carlos de la Fé nos propone una versión de lo que es el ejercicio literario que, acaso, se expresa con total conciencia en uno de los relatos cuando le hace decir al narrador que «no sé por qué asociación de ideas me viene a la mente la imagen de la sagrada o divina —o como se diga— trinidad. Tal vez había que escribirlo en mayúsculas, pero no me da la gana. Autor, lector, personaje (por qué con minúsculas), comunión, literatura, nada». Asociaciones libres, humor, preponderancia del cómo sobre el qué, Carlos de la Fé ha llegado para mostrarnos, o más bien recordarnos, que existen infinitas posibilidades para el microrrelato, ese género cada vez diferente.
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La impura verdad Maryana Pérez Programa de Talleres El Aleph (Argentina) Epherra, Edgardo Ariel. La impura verdad. Cuentos de doble filo. Morón, Buenos Aires: Macedonia, 2012; 158 pp.
Suscribe Edgardo Ariel Epherra (Argentina, 1958) que «la vida no siempre puede entenderse, pero siempre se puede contar» y por eso publica un nuevo libro, esta vez de ficciones breves y brevísimas, que ha llamado La impura verdad y subtituló Cuentos de doble filo. La obra fue editada en Buenos Aires por el sello Macedonia en diciembre de 2012, e integra una saga de títulos que el autor enriquece desde 1983 en poesía, novela, ensayo, dramaturgia, crónica periodística y microcuento. Texto y contexto Se conjetura que la microficción es el modo de leer del tercer milenio, y que la brevedad va instalándose como la forma de escribir. Así visto el fenómeno, la estilizada precisión —que no la velocidad— podría ser una suerte de anclaje semántico por donde la palabra alcanzaría su destino de herramienta de comunicación, restituyendo sentidos a la incierta «realidad» cotidiana. Por esos rumbos transita La impura verdad. Preguntaremos: ¿Las buenas letras alcanzarían para poner fin al presunto embrutecimiento global? No es objetivo de este ensayo resolverlo, pero bien pueden representar el principio de algo. Ahora mismo, un aluvión de banalidad multimediática arrasa con la mentida «comunicación humana», y pareciera que la literatura solo accede al gran mercado por el camino de la estandarización, resignando matices en la forma de leer y de escribir, para que algunas grandes editoriales vendan mucho y parejo del mismo producto a toda la clientela global. Ponen paréntesis a estas «operaciones» las editoriales independientes como Macedonia y los autores con identidad como Epherra. Y no significa que sus «productos» resulten ineficaces en tanto objetos de deseo y sujetos de venta. Solo que además de buena mercancía estas son obras de arte.
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Media voz de doble filo En la edición que nos ocupa, el autor escribe con tono propio del decir entre paréntesis. Por su cautela fervorosa La impura verdad está «pronunciada» de esa forma: atenuando para enfatizar. Incluso, el conjunto de las historias se ve preservado por una especie de cuenco que le garantiza sabor, aroma, color, textura y contundencia; homogeneidad en la diversidad. Para mejor decirlo, Edgardo Epherra escribió intensas microficciones sigilosamente hilvanadas, con una media voz de doble filo. El autor abre el fuego con un prólogo atípico, en el que cuenta los avatares de su incursión por el Encuentro Multicultural del Caribe, donde narradoras y narradores orales de todas latitudes y diferentes edades llevaron sus textos a escenarios de prestigio académico y los pasearon por las comunidades periféricas de Santiago de Cuba. En ese momento, el libro era solo un manojo de borradores. Epherra prologa su antología con el relato de aquella aventura espiritual: fue espectador de sus propias historias, entre un público multicultural que las escuchaba en rueda porque todavía ni eran libro. Ya en las últimas páginas de esta edición, el escritor comparte una aventura intelectual. Aquí la herramienta es la razón, y se desafía a cada lector (a cada autor de microficciones) a escribir su propio decálogo, eligiendo entre buena cantidad de «certezas provisorias» enumeradas generosa y provocativamente. Este libro canta y encanta, como dirían algunas narradoras caribeñas, pues da la impresión de atesorar historias que se narran a sí mismas, que pueden leerse solas, que se invitan a bailar mutuamente ante los ojos y en los oídos de quienes las sepan percibir. Sus modos de decirse oscilan entre la afirmación espiritual y la búsqueda intelectual, a caballo de los énfasis y de las entrelíneas, por debajo de las tramas y a través de los personajes. Diálogos interiores Las historias que dialogan entre sí en La impura verdad están distribuidas en ocho secciones o grupos argumentales, que se emparentan y se justifican. Como queda dicho, el conjunto está «abrazado» por un paréntesis de apertura, que es «La fiesta del fuego», y uno de cierre, titulado «Veinte certezas provisorias». Las secciones que integran «el corazón» del libro son: «Hombres y letras», «Dioses y hombres», «Cyborgs y dioses», «Mujeres y guiños» y «Otras revelaciones». Aunque algunos pocos textos excedan el rango de microficción, la mayoría está dentro del género. A título de muestra compartiremos este ramillete: Círculo virtuoso: Él se había resignado a la costumbre, hasta que ella le obligó a dar un giro completo en su existencia. Ahora vive acostumbrado a la resignación. Rendirse a la evidencia: Aquel cuento encierra una poesía, la épica roba mitos, esta novela usurpa su identidad al ensayo, los haikus trafican aforismos y hay relatos que prostituyen leyendas. Millones de lectores se quejan por la falta de
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seguridad. La policía del lenguaje reconoce que la violencia de género literario es un delito irreprimible. Mímesis: Cierra el cementerio. La procesión de hormigas de las seis de la tarde se va desconsolando entre los yuyos. Pareja abierta: No es bueno que Dios esté solo, dijo Eva, y convenció a su novio Adán de formar el trío sadomasoquista más bizarro del mundo. Por defecto: Cuando apagan la última luz del bar de Tribunales un espejo sigue ardiendo de gente falsificada. Refutación de la identidad: Bienaventurados los maridos fieles, porque de ellos será el cuerpo de una mujer distinta cada noche. Integridad e integración Raúl Brasca, ensayista, antólogo, microficcionista y referente ineludible de esta forma narrativa en todo el mundo, sostiene que «La impura verdad es la síntesis de una larga y fructífera trayectoria literaria, que se incorpora a la literatura con el temblor original de la creación genuina y la sabiduría decantada del oficio ejercido noblemente». El escritor, editor y crítico Fabián Vique agrega que «este libro es una obra compacta, saludablemente literaria, fantástica y también muy vital». Así como valoramos los diálogos internos entre las historias de una misma sección, y entre las distintas secciones entre sí, justo es apreciar la estética del diseño exterior del libro (tapa, contratapa y solapas), que sugiere y representa lo que el lector hallará en sus páginas. La ilustradora y diseñadora argentina Cristina Baridón construye un inquietante pájaro, cuya columna vertebral es una lapicera de pluma, y cuyas alas abiertas remiten a una paloma blanquísima y a un tenebroso vampiro, respectivamente. La tapa está partida en colores que juegan a contraponer luz y sombra y se asocian con la tipografía. El blanco/negro del conjunto solo se quiebra en rojos mínimos para respaldo del subtítulo (cuentos de doble filo). Así desde la plástica se refuerza la idea de integración y de identidad que hace homogéneo a todo el libro, articulando con las letras (y la música) del interior. La contratapa propone al lector una gratificación adicional, a través de un microensayo, y hasta nos obsequia una historia de cierre: «Muchos son lectores, otros escritores. Todos van y vienen de la impura verdad a la pregunta virgen, se multiplican a diario y sueñan con fervor hasta después de muertos, porque los hijos de sus hijos continuarán alumbrando en este mundo historias verdaderas, o mejor aún: verdaderas historias. Así es como se renueva el ciclo de la vida en la literatura».
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La aldea de F.
Giovanna Minardi Universidad de Palermo Eva Díaz Robello, Isabel González, Teresa Serván e Isabel Wagemann (Las Microlocas) La aldea de F. México: UNAM, Edición Punto de Partida 9, 2011; 184 pp.
Dentro del ya casi consagrado mundo de la minificción, La aldea de F. es seguramente un libro desconcertante por su originalidad. Estamos ante un «cuarteto», es decir, sus autoras son cuatro escritoras, prácticamente noveles, que se autodefinen las Microlocas y que se han inspirado en el texto «El guardagujas» de Juan José Arreola, concretamente en un fragmento que narra el naufragio de un tren en un desierto tras el cual los pasajeros crean una comunidad alrededor de los restos. Eva Díaz Robello (Avilés, 1980); Isabel González (Zaragoza, 1972); Teresa Serván (Madrid, 1974), e Isabel Wagemann (Valdivia, Chile, 1972) han creado un mundo singular e insólito, han fundado una nueva geografía habitada por la palabra, han construido un pueblo de microficciones. La aldea es un espacio sin tiempo donde cabe todo el tiempo, un paisaje físico que se disuelve en el paisaje textual, un lugar que acoge cualquier historia. Y la autoría individual no es eclipsada por la autoría colectiva, aunque la obra tampoco es una antología. La construcción textual responde a un mundo-archipiélago formado por múltiples textos-islas, como puntualiza Isabel González: «[Es] un libro de microrrelatos en el que todas las piezas han de tener la misma relevancia e importancia en la composición del conjunto […] En ningún momento un tono o un estilo se ha impuesto a otro […] se puede afirmar que todo el trabajo creativo de base lo hemos elaborado de forma individual e íntima, pues, personalmente, no creo en otra forma de alumbramiento. Otra cosa son los procesos de corrección, imbricación y ubicación de nuestros micros. Ahí, es donde el trabajo colectivo ha jugado un papel fundamental». El libro se divide en cuatro partes. En la primera de ellas, titulada «La aldea», se describe el origen de la aldea de F., un lugar donde reinan los espejismos (provoca-
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dos muchas veces por la nostalgia), las sirenas y otros seres sobrenaturales o míticos. Esas visiones, mezcla de lo real y lo imaginario, permiten luchar, inútilmente, contra la resignación que supone el hecho de encontrarse atrapado en ese lugar inhóspito. El desierto es la resignación; el agua es lo soñado, lo recordado, lo añorado. Porque la aldea de F., repleta de ansias y deseos, se encuentra en una permanente búsqueda (o recuperación) de lo perdido. En la segunda parte del libro, titulada «Uno de esos accidentes», la verdadera protagonista es la muerte, aunque su mitológico hermano, el sueño, también tiene cabida. Los habitantes de la aldea de F. pretenden burlar a la muerte, evitarla, aunque a veces es ella la que se muestra esquiva. El hilo que separa vida y muerte es muy delgado, como también lo es el que separa el amor de la muerte. «Terreno impracticable», la tercera parte del libro, engloba microrrelatos cuyo tema principal es el amor y las relaciones amorosas o de pareja. O, mejor dicho, la dificultad para gozar del amor, la casi imposibilidad del disfrute en pareja. Un amor inestable que se tambalea, sin red de seguridad, por la cuerda floja. Por último, la cuarta parte del libro, titulada «Traviesos», comprende textos cuyo tema principal son los niños. Estos microrrelatos, en los que aparecen los juegos de estos niños, oscilan entre lo serio y lo lúdico, entre el mundo infantil y el adulto, sin olvidar tampoco los cuentos clásicos infantiles, muestran que, desde la mirada infantil, todo es posible, todo puede suceder. La apropiación irreverente y desinhibida de textos de autores consagrados (Juan José Areola, Oliverio Girondo, Alfonso Reyes, Ana María Shua, Raúl Brasca, entre otros) va formando un pliegue de voces, ecos e imágenes; de manera que, es una suerte de mise en abyme, los textos se fecundan y reproducen, se fagocitan unos a otros. Las Microlocas «ocupan» un terreno ajeno para reconquistarlo, imprimiendo en el mismo sus señas de identidad: intertextualidad, parodia, recreaciones, homenajes crean así un proceso en el que la lectura se convierte en una nueva escritura que puede proyectarse infinitamente. Y, además, sin perder cada una su voz individual, algunos de sus textos comienzan también a fusionarse, se confunden, se fagocitan… Ese espacio literario, convertido en un espacio habitable, se ha ido construyendo a través de la red. El nacimiento de la aldea ha supuesto también la construcción de un dominio informático común y colectivo, un grupo de Google, un lugar de encuentro virtual de las Microlocas ante la dificultad de los encuentros físicos. La correspondencia vía e-mail ha posibilitado el conocimiento y acercamiento de las cuatro escritoras, el intercambio de opiniones; al tiempo que surgía una red femenina de complicidad y confidencias. Escribe Teresa Serván: «Internet ha convertido el espacio individual de la escritura en un espacio común, la aldea, sin que nosotras hayamos perdido nuestra voz, nuestra forma de escribir». En el libro convergen el proceso de la escritura (los correos entre las cuatro), la escritura de los microrrelatos y la lectura del resultado, ofreciendo así una lectura en palimpsesto. Los correos de las Microlocas pueden leerse también como una única historia, una corresponden-
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cia entre mujeres trufada de humor y tristeza, amistad y solidaridad femeninas, y en ese espacio «real» dentro del espacio «virtual» se mezcla el proceso de escritura de los textos con el propio proceso textual y vital. Los microrrelatos de La aldea de F. van creando un mundo onírico en el que las mujeres cosen y descosen historias de vivos y muertos. El espacio al margen al que la mujer ha sido tradicionalmente confinada se convierte para las Microlocas en el espacio de la imaginación, de la creación. Sin embargo, esa problemática no se cuestiona ni analiza, sencillamente se asume y se desvela en los textos. El resultado conjuga la escritura y el afán por escribir, en una propuesta transgresora, antiacadémica, iconoclasta y demistificadora del espacio femenino. Para concluir, las Microlocas tratan de sobrevivir al vértigo diario abandonándose al abismo de la escritura, hilvanando nuevas e insólitas historias. Algunos microtextos: Margaritas Te quiero, mucho, poquito, nada, ay. Uno, dos, tres, cuatro. Te quiero, mucho. Cinco, seis. Pétalo que se resiste y tirón bestial y la madre que te. Poquito, nada. Siete, ocho. Margarita interminable. Flor deshojada a punta de pinza y dolor. Margarita sin pelos. Pubis trasquilado. Te quiero. Isabel Wagemann La excitación de los muertos La muchacha más joven del pueblo se encarga de adecentar a los muertos. Una vez al mes, con una falda mínima y un escote travieso, recorre el camposanto y, paño en mano, se arrodilla en las tumbas. Mientras frota la piedra sus caderas se agitan a ritmo de bolero. Saca brillo a las lápidas y sus pechos bailan. Los dedos se confunden, se alborotan, se marean, danzan con la bayeta, puliendo el mármol. La tierra late. Revienta de flores fucsias. Y la necrópolis rezuma un aire pegajoso. Un olor dulzón que cubre la aldea, sumiéndola en un amarillento letargo. Teresa Serván Zopilotes En tiempos de hambruna, los hombres arrancan a los niños de sus madres a las afueras del pueblo, a merced de los zopilotes. Aves de carroña con espuelas y yelmo como viejos conquistadores. Buitres enanos que cercan a los más débiles. «Recojamos a los fuertes», dicen los hombres, sin intuir siquiera la venganza de los antiguos pájaros. Bichos de nombre azteca, animales sin voz que, a través de gruñidos, dan por cumplida su misión: quedarse con los valientes y dejar que los hombres nutran a los frágiles, a los blandos, a los pusilánimes que en tiempos de hambruna arrancarán a los niños de sus madres. Isabel González
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El canto de la salamandra Cecilia Eudave Universidad de Guadalajara Guedea, Rogelio (antologador). El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana. México: Ediciones Arlequín, 2013; 192 pp. Se ha insistido en la necesidad de validar el cuento en todas sus formas, en la importancia de acercar a los lectores desde este género, en demostrar que la brevedad es tan eficaz como la más prolongada historia, entre muchos otros argumentos que se pueden llevar a discusión. Sin embargo, como enfatiza Rogelio Guedea, la finalidad es despertar el goce en los lectores, y Guedea lo consigue de manera más que atinada en El canto de la salamandra. Antología de la literatura brevísima mexicana, cuya selección y prólogo acercarán al lector a esta línea narrativa tan cultivada en México, al tiempo que se deleita en los imaginarios de los veinticuatro escritores aquí reunidos. Sin intención de crear polémica, sin imponer un punto de vista radical e inequívoco, sin apuntar hacia una estética configurada e inamovible, uno disfruta del prólogo de Guedea. Ágil, sin tropiezos nos entrega un panorama de los antecedentes de la brevedad en México y el porqué de los textos seleccionados. Los autores de este libro son «elásticos y anfibios», gracias a ello pueden cohabitar en los mundos de la literatura de cualquier género, de cualquier tendencia. De ahí llamar a esta antología El canto de la salamandra. Las propuestas teóricas de esta expresión literaria también son revisadas de manera rápida pero acertada. Se exponen la posturas de Lauro Zavala, de Javier Perucho, entre otros, para conversar con ellas, para diagramar un plano de construcción en contrapunto que va desde lo concreto hasta lo posible en el campo de la elaboración estética y de la recepción de este intersticio del cuento, cuya presencia en el panorama de la literatura actual no se puede ignorar. Por ello, Guedea enfatiza que la literatura brevísima se movió desde una periferia obligada por ciertos cánones al centro, y, para comprobarlo, nos entrega un propositivo juego donde rompe paradigmas y propone uno propio, que todo amante de la brevedad debe conocer: REST (Reyes, Estrada, Silva y Torri), quienes desde fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 135
su perspectiva son los primeros en proponer una estética para lo mínimo. Estética sobre la cual se diseñan los planos arquitectónicos de una casa literaria —analogía que Guedea utiliza para hablar de su trabajo como antologador— que desde sus cimientos nos invita a las reflexiones continuas y continuadas. Desde esta postura es desde la cual la selección de autores es convocada para construir un espacio donde el lector habite, disfrute, cuestione. Las bases ya están formulas en el REST, más otros pilares que se suman para el levante de la construcción: Campobello, Tario, Arreola y Monterroso, desde luego; las vigas y soportes: Salvador Elizondo, Felipe Garrido, Guillermo Samperio y René Avilés Fabila, y reforzados por puntales como Max Aub, González y De la Borbolla. Una vez levantada la obra negra y fundamento de toda edificación que se jacte de durar, se integrarán otros escritores más contemporáneos cuya intervención en la estructura de la literatura brevísima mexicana dependerá de la consistencia, madurez y perseverancia de su oficio y obra: Marcial Fernández, Alberto Chimal y Muñoz Vargas, entre otros. Desde esta perspectiva, Rogelio Guedea —arquitecto escrupuloso en la metodología, búsqueda e integración de autores— entrega al lector no solo un libro, sino una casa que habitará con su lectura, con la posibilidad de reconstruirla, con la evocación que pueda o no provocarle los textos aquí reunidos. Caminará por sus pasillos, se convencerá o no de los cimientos, de las vigas reforzadas, mirará los detalles o la funcionalidad de los autores nuevos o novísimos incluidos en este proyecto. Quedará, entonces, en este dueño-lector, decidir quién se queda en la casa y quién debe partir a habitar otras latitudes literarias o no.
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La música de las sirenas Llegarás primero a las Sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas.
José Pablo Camarena Sánchez Universidad Nacional Autónoma de México Perucho, Javier (antologador). La música de las sirenas. México: Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México, 2013; 152 pp.
He pasado algún tiempo de mi vida enseñándome a eludir a las sirenas. Dicen tantas cosas acerca de su canto y de su belleza, de su poder y seducción, que ya no sé qué resulta más fácil: huir de ellas o entregarme a sus encantos. ¿Qué importa si son aves o peces? ¿Qué más da si Ulises resistió a sus hechizos o si Homero simplemente lo inventó? ¿Cuál es la implicación detrás de su genealogía? ¿Qué si son griegas?, ¿qué si son irlandesas?, ¿qué si son mexicanas o simples dibujos de la lotería?… ¿Qué importa si dejo de eludirlas? Y dejé de hacerlo. Dejé de evitarlas el día en que ellas decidieron llegar a mí disfrazadas de libro, ese libro titulado La música de las sirenas, que es otra forma de llamarle a la cautivadora obsesión del antologador, Javier Perucho. Estas sirenas llegaron a mí en tan diversas formas que no supe cuándo ya estaba sumido en sus historias, en sus mitos y en sus maneras de representarse. En una bandada de la más breve narrativa, las encontré poéticas, metafóricas, salvajes y, en algunos casos, planas o con truculentos significados. Una vez que dejé de esquivarlas, pasé a analizarlas. Este libro del sirenólogo de Axolotitlán goza de la capacidad de reunir autores de diferentes filiaciones literarias, estilos, épocas y perspectivas. Tal vez los autores de estas brevedades no podrían estar unidos si no fuera por las sirenas, esos seres femeninos que se han abierto brecha en el largo camino de la historia literaria. Y digo que es gracias a las sirenas porque, después de leer los primeros relatos, uno se da cuenta de que no es la minificción la que une a los escritores, sino estas criaturas bestiales. Todo en el libro está dispuesto para el goce de las ninfas y para la satisfacción de
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los deseos de sus (per)seguidores. Pocos casos hay en la actual práctica de las antologías minificcionales en donde los textos se subordinen de forma tan ordenada al tema, pues por lo regular la excusa de escribir prosas brevísimas gana la partida y se lleva el estrellato: escribir minificción por el hecho de hacerlo y dejar el asunto central como un llano pretexto. Aún no entiendo cómo pude escaparme de ellas durante tanto tiempo —ya no estoy seguro de que así fue— si con los textos de este libro caí en la cuenta de que hay sirenas de aire («¡Sirenas!», de Ginés S. Cutillas), agua («Lorelei», de Lilian Elphick) y tierra («La sirena del desierto», de Martín Gardella); sirenas viejas («La última sirena», de Diego Muñoz Valenzuela), modernas («Una cosa por otra», de Laura Elisa Vizcaíno) y mitológicas («El amor de las sirenas», de Wilfredo Machado); sirenas poetizadas («Los pescadores de sirenas», de Rubén Darío), históricas («Sirenas», de Jorge Luis Borges) y dibujadas («Caldo largo de cola de sirena», de Ana Clavel). Así, los escritores de veta más antigua (Enrique Anderson Imbert, José Antonio Ramos Sucre, Ramón Gómez de la Serna, Marco Denevi) comparten espacio con nuestros autores contemporáneos (David Baizabal, Adriana Azucena Rodríguez, Ana María Shua). Estos escritores antiguos se acercan mucho más al mito y al relato histórico o épico, se emparentan con el texto libresco e intimista, y con la tradición más pura y menos experimental. Por el contrario, los autores de nuestra actualidad son completamente minificcionales en el sentido más posmoderno del concepto, juegan con lo establecido y en ese arranque corren el riesgo de perder la esencia literaria y de caer en la escritura vacía y anecdótica. Sin embargo, todos los textos hablan por sí solos, son defendibles desde una perspectiva crítica y su inclusión en la antología está más que justificada en la pluralidad de formas, voces y maneras de encarnar a las sirenas y sus tópicos. Como un preludio a La música de las sirenas está el otro libro de Javier Perucho, Yo no canto, Ulises, cuento, y creo que el presente libro no podría existir sin su hermano, ese primogénito que se encargó de abrirle la puerta al emblema, figura y símbolo de las sirenas para que llegaran a todos los lectores en su forma minificcional, para que llegaran a mí y me perdiera en sus perfiles. Lo interesante es que en ambos títulos se le da una preponderancia al canto, a la musicalidad, esa cualidad intrínseca de todas las sirenas. El canto funciona como la perfecta metáfora para hablar del erotismo, del goce de los sentidos, de eso que nos toca pero que no podemos tocar, de eso que cautiva y confunde. En el prólogo de este último libro ya hay una ligera advertencia: «¿la música de las sirenas es una melodía?, ¿vocaliza un secreto?, ¿o una revelación del más allá?» (14). La bondad del libro, en primera instancia, es que no ofrece ninguna interpretación y que esta queda en manos —y ojos— del lector. La sirena no es de quien la posee, sino de quien se deja poseer por ella. Una vez arrastrados a sus dominios
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podemos acomodarla a nuestro antojo y despojo. Por eso, el prólogo es interesante, pues plantea una introducción a la teoría de la sirenología (una parte ya había sido publicada en el primer número de esta misma revista: Javier Perucho. «Introducción a la sirenología». Fix100, número 1, julio-diciembre de 2009). Este prolegómeno nos inicia en una teoría seria sobre una entidad legendaria y con la constante lectura sobre sirenas, el interesado se percata de que la frontera entre lo ilusorio y lo real se diluye, que la frontera entre lo fantástico y otras concepciones genéricas se disuelve. Esto sucede gracias a la teoría circundante planteada por Javier Perucho, y podemos encontrar un paralelismo en lo acontecido con la minificción como género y su estudio: la teoría sienta bases que deben facilitar y encausar una lectura crítica y completa. Y así como hablo del prólogo, hablo de la «Noticia documental», que funciona como un anexo bibliográfico y da constancia de la extracción de cada uno de los textos. Mientras unos fueron escritos expresamente para esta antología, otros fueron buscados, encontrados, recordados y seleccionados. La música de las sirenas se vuelve, entonces, un registro bibliográfico y una antología sui generis que va de la recopilación a la creación expresa. Ese registro final no solo hace pensar en la vasta tradición literaria sobre las oceánidas y en el constante regreso a su simbología y su significado, también hace pensar en que estamos frente a un bestiario moderno que se despliega como un catálogo de la expresión estética de la palabra. Ya que me he entregado sin reservas a la autoridad mítica de las sirenas, solo me queda decir que ellas no tienen nombre. Una sirena es todas las sirenas y viceversa, así como todos los autores son un mismo Ulises buscando su salvación o su condena. Al final del tiempo serán ellas quienes conserven la voz de las historias que las circundan y que intentan aprehenderlas, no los autores, ni siquiera los textos. Estas sirenas han llegado a mí envueltas de literatura con el libro La música de las sirenas y espero que conquisten a varios más. Es imposible ignorarlas, es imposible engañarlas y es imposible no sentirse atraídas por ellas (¿seguiré hablando de las sirenas o de las mujeres en general?). Las sirenas, más que narrarse, describirse o exponerse, se escuchan… A las sirenas se les escucha. Solo me resta preguntar: ¿Es Javier quien vive obsesionado por las sirenas o son las sirenas quienes se han obsesionado con él? Después de leer la antología, les recomiendo cambiar el nombre de Javier por el suyo propio e intentar responder esta pregunta.
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Brevedades
Raúl Brasca Diario La Nación (Argentina) Gardella, Martín (antologador). Brevedades. Antología argentina de cuentos re-breves. Buenos Aires: Manoescrita, 2013; 144 pp.
Lo primero que se advierte al leer Brevedades es que es una antología hecha para el placer, compilada por un autor-lector. Hay, por lo menos, dos tipos de antologías de microficción: las hechas por académicos con propósitos académicos y las hechas por autores con propósitos estéticos y hedónicos. Las primeras suelen afirmar en sus prólogos que se proponen relevar el género en una región-recuerdo (una en la que el antólogo usa la palabra «catastro»), periodizan los textos, recortan el corpus según una definición y casi siempre explicitan conclusiones. Son, en primer lugar, trabajos de investigación. Las segundas reúnen piezas que el compilador juzga «buenas» y encuentra afines (según su criterio y sensibilidad), y ordena una detrás de la otra como ordena las palabras cuando escribe, según una sintaxis que solo él domina. Por supuesto, juzgo muy valiosas las antologías de los académicos y no niego los altos valores estéticos que puedan tener, pero señalo que son radicalmente diferentes de las de los autores por su intención. Las primeras son pensadas para sistematizar el estudio del género, las segundas son verdadera creación, y corresponde incorporarlas como tales a la obra del autor—compilador. Quiero decir que Brevedades se suma hoy a la obra de Martín Gardella; más todavía, creo que es un libro relevante dentro de su obra. Yo había leído a la mayor parte de los antologados y puedo decir (esta afirmación me incluye) que, como en una buena fotografía, salimos todos muy favorecidos. Solo alguien con muchas lecturas en su haber y la capacidad de formalizar a partir de la síntesis y la elección estética un modelo personal de lo que es la microficción pudo lograr la armonía general del libro simultáneamente con un alto nivel individual. Con seguridad, no le fue fácil: Brevedades posee piezas disímiles que abarcan el realismo inquietante o
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conmovedor, el absurdo, lo fantástico y el lirismo narrativo. Algunas logran eficacia por el humor, otras por la invención verbal, otras por la contundencia de sus finales, otras por la ambigüedad de sus finales. Sus longitudes, la lectura lo transmite, son la consecuencia de una búsqueda estética y no el resultado de un mero afán contable; una búsqueda que debió de haber culminado en el descubrimiento de que las cualidades comunes que se advertían en las microficciones elegidas y conferían homogeneidad al conjunto se daban casi siempre en piezas de menos de una página. Hasta aquí las virtudes que Brevedades comparte con las mejores antologías del género. Veamos ahora aquellas más particulares. Es una compilación moderna. Sin desdeñar los temas, mecanismos y formas de lenguaje tradicionales, pone énfasis en lo que la contemporaneidad ha aportado. Sin disimulo, se propone a sí misma desde el título al lector joven: Cuentos re-breves, anuncia. No importa que cuando el lector la abra, encuentre que no todos son cuentos, que más precisamente se trata de una colección de mundos, donde conviven Ulises con la Play-Station, Eva con los hombrecillos verdes que saben poner en pausa al universo y volverlo a play, la princesa y su sapo con Facebook, donde se revela un curioso origen de la matemática y donde puede releerse Caperucita y el lobo, Guillermo Tell, y las viejas historias de magos, conejos, brujas y unicornios en clave irónica. Es un acierto que los autores sean solo treinta. Se necesita más de una microficción para ingresar naturalmente en el sistema de escritura de un autor, y Gardella elige poner cuatro, un número razonable. Resulta así un libro de ciento veinte textos, todos muy legibles en lo que a este aspecto se refiere. No hablaré de los autores consagrados, Ana María Shua, Luisa Valenzuela, María Rosa Lojo, David Lagmanovich, Orlando van Bredam y Eduardo Berti, porque sus nombres garantizan la calidad de sus piezas. Entre los otros, Gardella escogió algunos de los muchos que aparecen habitualmente en las antologías de los últimos años: Eugenio Mandrini, notable por su lirismo; Juan Romagnoli, de potente invención; Ildiko Valeria Nassr, con sus mundos siniestros y originales; Roberto Perinelli, frecuentador del absurdo; Fabián Vique y su personal humor; y Antonio Cruz, Mónica Cazón, Julio Ricardo Estefan, Carolina Fernández, Sergio Gaut vel Hartman, Eduardo Gotthelf, Leandro Hidalgo, Juan Manuel Montes, Ana María Mopty, Laura Nicastro y él mismo, cada uno con los textos más representativos de su obra. El resto son los novísimos, al menos como microficcionistas, algunos de ellos surgidos en los blogs de la red: Gabriel Bevilaqua y su consistente absurdo, Sandro Centurión con su humor filoso y descreído, el versátil e infalible Diego Kochmann, Rocco Laguzzi, resucitador frustrado de viejos libros, Mario Lillo y su capacidad de sugerir, Juan José Panno con sus magníficos micros futboleros y Franco Vaccarini de potente imaginación y asombrosa economía verbal. Brevedades no es una antología más, es un aporte nuevo y original a la, ya muy abundante, bibliografía sobre microficción.
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Abismos de la brevedad
Lucila Herrera Sánchez Universidad Nacional Autónoma de México Todo ser necesita un lugar donde morar sobre la tierra. El mío es el libro. Ni el original manuscrito, ni el envío por correspondencia, ni la aparición en una de tantas revistas, aplacan mi deseo de contar con un lugar donde quedarme para siempre. Así es como concibo la página de un libro. Para un microrrelato como yo, ese lugar es lo más parecido posible a los que otros llaman inmortalidad. David Lagmanovich. Memorias de un microrrelato
Lagmanovich, David. Abismos de la brevedad. Seis estudios sobre el microrrelato. México: Universidad Veracruzana, 2013; 137 pp.
El pasado mes de marzo de 2013, la Universidad Veracruzana publicó la última recopilación de los estudios sobre el género del microrrelato del maestro David Lagmanovich (Argentina, 1927-2010). Esta antología reúne algunos de sus ensayos que vieron por primera vez la luz en la revista Quimera e Ínsula, entre 2005 y 2006, a cargo de Fernando Valls. El libro, de 137 páginas, contiene los aportes más significativos de uno de los teóricos más lúcidos sobre el género: dos textos introductorios que enmarcan la importancia del microrrelato, así como el esbozo de una poética; reflexiones sobre el papel del escritor de brevedades; un análisis importante sobre el concepto de minificción: corpus y canon desde diversas perspectivas teóricas; un texto muy bien conformado sobre las cualidades del microrrelato frente a las del poema; algunas ideas finales sobre las «características definitorias» de un microrrelato, el problema de las tipologías y las clasificaciones, así como de los conflictos de fronteras entre un género aún indefinido y las fábulas y otros tipos textuales. Propone, en su último capítulo, estrategias de acercamiento para la promoción de la lectura a través de microtextos; sin embargo, también advierte sobre el peligro que puede llegar a representar abocarse solo a la minificción, descuidando la revisión de obras más extensas e igualmente importantes. 142 | fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve
Estos seis estudios representan las preocupaciones sustanciales del teórico de Tucumán. Con un estilo y lenguaje amenos, pero no por eso menos cuidadoso y rigurososo, los textos que conforman esta antología, literalmente, se devoran en una sentada. Aunada a la gran facilidad de explicación de conceptos nada simples como la minificción, la parodia, el canon, la exploración de una poética compleja (como la del microrrelato), Lagmanovich suma erudición y conocimientos profundos sobre el cuento, en general, a las teorías que lo sustentan (desde el siglo XIX), así como un enorme bagaje de referencias a textos clásicos de la literatura en español y otras lenguas. Cualquier lector interesado en los textos breves puede acercarse a esta última recopilación de ensayos lagmanovianos, predominantemente conversacionales, pues brindan la impresión de ser apreciaciones y puntos de vista; pero si se leen con cuidado, se puede distinguir la talla del autor de El microrrelato: teoría e historia, solo para confirmar la gran capacidad de análisis y exposición de un escritor que no impone y que más bien sugiere, que no pontifica, pero previene, arriesga y acaba persuadiendo con la brillantez de su prosa. Cabe mencionar que la obra teórica de Lagmanovich tiene un lugar de referencia obligada para todo aquel que desee profundizar sobre el género de la minificción y el microrrelato. Sin lugar a dudas, resulta indispensable mencionar su papel como formador de generaciones más jóvenes, no solo teóricos sino creadores y microcuentistas que han encontrado en sus teorías esa poética que induce al acto creativo. Antes de su muerte en 2010, Lagmanovich había participado en números encuentros, simposios, conferencias y talleres, impartido clases y sesiones, escrito artículos y libros en los cuales dejó una herencia fundamental para creadores y artistas. Él mismo está considerado como un gran microrrelatista y al caso vendría uno de sus libros menos conocidos, editado por Macedonia a finales de 2010, Memorias de un microrrelato, un texto imperdible para todos aquellos que amamos el género: Urge, pues, averiguar el sentido de esta escritura, que tal vez en algún momento se convierta en lectura solo para que alguien nuevamente la procese o la recicle como escritura.
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Sin título. Óleo sobre lienzo.
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Minimalia
Emilio del Carril (Puerto Rico) Historia de amor Ella era una sĂĄbana olvidada; ĂŠl, un fantasma sin personalidad. Hasta que se encontraron, y se amaron y se completaron y asustaron felices por toda la eternidad.
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En un lugar apartado de La Mancha
Al sentirse descubiertos, los gigantes decidieron transformarse permanentemente en molinos.
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Aires de independencia
Cansada de tantos atropellos, la mejilla izquierda le dijo a su hom贸loga de la derecha: 芦Resuelve tus problemas sola禄.
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José Manuel Ortiz Soto (Guanajuato, México) Creación interrumpida
Al fin estaba listo el hombrecillo de barro. El Creador lo observó detenidamente y, a punto darle el soplo de vida, se lo pensó un momento. Y como hiciera antes con otros prototipos más avanzados, no quiso arriesgarse y lo destruyó.
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Pasión oculta
Bajo el disfraz de fea que porta con orgullo, la araña esconde un secreto. Educada en el arte de tejer hilillos de seda, construye su palacio en las ramas de un árbol o en cualquier rincón abandonado. Es vigía celosa en la torre más alta del castillo, princesa cautiva que lleva el tiempo en gránulos de arena y noches estrelladas. Pero a ratos, cuando nadie la ve, da rienda a su pasión por el circo, y es payasa y trapecista.
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De novela
Para rematar la historia, el autor pens贸 en un final sorpresivo y contundente. El cuento sali贸 huyendo.
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Hugo López Araiza Bravo (Ciudad de México, México)
A la antigüita
El apuesto inglés escribe bajo el manzano. Una mujer desnuda lo observa desde las ramas. Le sorprende que no la haya notado todavía. Arranca un fruto y se lo arroja a la cabeza. El caballero lo observa confundido, luego se le enciende el rostro y comienza a garabatear frenéticamente. La mujer suspira frustrada. —Yo te advertí que ese método de seducción ya no funcionaba —le susurra la serpiente.
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El problema de la inducción
David despertó con sed. Abrió el grifo y la mesa giró sobre su propio eje. Empujó la mesa y los libros volaron hacia la ventana. Cerró la ventana y la planta rompió su maceta. Levantó la planta y el sillón comenzó a vibrar. Detuvo el sillón y salió agua del grifo. Decidió regresar a la cama, con la esperanza de que todo volviera a la normalidad cuando despertara. Si despertaba.
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Perdido en la traducción
—Si me besas, me transformaré en un apuesto príncipe y compartiremos el reino —argumentaba el sapo. —¡Croac! —escuchaba la princesa.
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La caverna
El filósofo estaba encadenado. Sus ataduras, bien fijas a su vientre, se enroscaban por el resto de su cuerpo, de modo que solo le permitían dirigir su mirada hacia el muro frente a él. Ahí veía proyectadas curiosas siluetas, formas humanas en movimiento. Pero él sabía bien que debía haber algo más que esa realidad penumbrosa. Poco a poco se fue convenciendo del embuste. Comenzó una lucha violenta contra sus ligaduras y en un giro logró ver la salida. Se lanzó por la estrecha abertura. Avanzó penosamente entre gritos que no eran los suyos. La luz lo cegó. Sintió que una mano le retiraba el cordón del cuello. En cuanto sintió aire lo aprovechó para berrear con toda su fuerza. Cuando recuperó la vista, lo primero que se le ofreció fue la cara de la partera. —Se llamará Aristocles, como su abuelo.
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César Silva Santisteban (Trujillo, Perú)
La trampa
Todos saben de aquel pez dorado que vive en los árboles, titubea al volar y se espanta con el agua. Ningún cebo vivo lo atrae, por lo que resulta casi imposible de ver y aún menos de echar mano. Pero la luz del día lo seduce al punto de morir en el intento de llegar hasta el sol, y de aquí que, siquiera una vez, se haya podido cazar a este animal engañándolo con un espejo.
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Paire de chaussures
Me han jurado que nadie mueve las cosas. Si esto es verdad, debo concluir que se mueven solas. Y mirándolas bien, tiene sentido. Porque si cosas, plantas y animales llevan dentro los mismos átomos (nos encontramos en la tabla de Mendeléyev), no veo ninguna objeción para que se muevan. Más bien, siento lástima por ellas, ya que debido a cierta vergüenza o algo de miedo, tienen que ajustarse a nuestra rígida idea sobre su conducta. Si no, al respecto, pensemos en los viejos botines pintados por Van Gogh. ¿Acaso no se ven tristes, sometidos a una mirada que les resulta extenuante y dolorosamente compasiva? ¿Pueden imaginarse, tal vez, el largo tiempo que tuvieron que estar inmóviles para que el célebre chiflado pudiera dibujarlos? Qué duda cabe de que esos botines sufrieron un quebradero de nervios, pues de otra forma no se explica la infinita pena que exuda aquel retrato. Un retrato que, ahora lo vemos claro, sí, hasta la fecha erróneamente hemos llamado impresionista…
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Los ojos de Lina (epílogo)
Aquellos ojos dejaron de mirarme hace dos años; ahora, ciegos, habitan en un sótano libre de polvo e insectos, sobre tres capas de terciopelo, en una bellísima urna de cristal de murano. He oído que sobre ellos cae la luz de una pequeña vasija de aceite; sé también que la urna tiene, al pie, una placa con algunas señas de su propietaria y las dos fechas de mi nacimiento y de mi muerte. En realidad, nadie duda de que sean una reliquia a un tiempo hermosa y repulsiva, y está claro que tampoco nadie sabe que a su alrededor aún palpito yo…
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Francamente
Pipino El Breve se ha casado ya con Bertrada La del Pie Grande. La noticia ha volado de pueblo en pueblo, pues no en balde se trata del reino de los francos. Bertrada es la décimosegunda consorte del rey Pipino, y pocos resisten a la tentación de ser ingeniosos al respecto y decir, por caso, que en muy grande problema se ha metido El Breve. O, también, que muy Breve le quedará el Pipino a la Grande. Etcétera. Pero la gracia del matrimonio llegó manchada de sangre, y no precisamente del gran virgo, que no daba pie a discusión, sino la sangre de una estupidez. Porque antes de que la Grande entrara con firme paso a las recámaras del Breve (y no al revés), allí había ingresado una de sus doncellas, atrevidamente, por lo demás, pues había fingido ser Bertrada y había exigido en breve la coronación. Fue, desde luego, una locura que pagó con creces. En poco tiempo el desaguisado quedó al descubierto por Pipino mismo, debido a que el periodo de pasión se extendió más allá de lo esperado y a él le dio tiempo de abrevar en los diminutos pies de la impostora. Y aunque nada calzaba, cuando menos calzaba mejor. Pero el deber de un rey es grande y no da pie a flaquezas, así que, haciendo tripas del corazón, Pipino mandó descabezar a la doncella, odiándola por haberle mostrado en breve los dedos inesperadamente pequeños de la felicidad.
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Amélie Olaiz (León, Guanajuato, México)
Discriminación
Afuera, Odio y Envidia descargaban una tormenta. Bondad, Esperanza y Amor, protegidos por el arca, navegaban creyendo que Yahvé era todo dulzura.
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El rey Mitas —Estoy consciente, don Alberto, de que diez mil pesos de oro no son cualquier cosa, por eso me comprometo a devolverle dicha cantidad en cuanto venda mi propiedad. ¿Cuento con su apoyo? —Vámonos a mitas… —dijo don Alberto como pensando fuerte. —Bueno, en realidad la mitad no se ajustaría a mis necesidades, pero con cinco mil pesos podría arreglármelas para salir del apuro. —No me malentienda, don Francisco. Mire: si yo le presto el dinero, pierdo el amigo y el dinero, así que mejor solo pierdo al amigo.
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Caducidad El príncipe, plagado de verrugas, insultó a la dermatóloga. Después de 10 años casado, el ungüento de besos no le servía para nada.
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Ricardo Sumalavia (Lima, Perú)
Oficios imaginarios En estos tiempos, si no estoy escribiendo, estoy viendo películas pornográficas. Ya no hay nadie que me lo reproche. Y esto es un enorme problema, pues se me está quitando el placer de verlas. Por suerte, hubo un cambio: Mi vecina es actriz porno. Como tengo mucho tiempo libre, al ver las películas, y una vez que ya agoté todas las vistas de los cuerpos, me detengo en los detalles del rostro. Fue así que no me cupo duda de que mi vecina, una joven checa, era la protagonista de uno de mis videos más vistos. En realidad no solo me baso en los gestos de su rostro. Esta chica checa —como me gusta llamarla— tiene una vida a todas luces muy disipada. La puerta de su apartamento está justo enfrente de la mía, y no me cuesta nada observarla por la mirilla. La mayor parte de sus invitados es salida de esos festivales porno a los que todo el mundo ahora asiste, con mayor asuidad, incluso, que cuando hay ferias de libros. Con ella yo no había pasado del saludo habitual entre vecinos. Pero, a poco de saber quién era, me instauré una rutina. Cuando escuchaba que volvía a casa con sus amigos, yo de inmediato colocaba la película en la que ella se entrega a una ardorosa orgía. Me divertía imaginar que al otro lado de su puerta ellos estaban haciendo exactamente lo que yo veía en la pantalla de la tele. Era como haber puesto una cámara escondida en su apartamento. Como un reality show, pero sin censura. Yo la pasaba muy bien de esta manera, con una vecina checa, monumental, cuyo cuerpo ya no tenía ningún secreto para mí. Pero una mañana, a eso de las once, nos encontramos cara a cara a la salida de nuestros respectivos apartamentos. Le dije «buenos días», a lo que ella me respondió igual, sumado su acento encantador. Su mirada se detuvo en mí, algo curiosa, sin decidirse a pronunciar algo más. No supe qué hacer o decir. —¿Usted es escritor, verdad? —se animó al fin. —Sí —le respondí, preguntándome al mismo tiempo cómo es que pudo saberlo. —Es que en casa de un amigo —continuó ella— había libros tirados por todas partes. Y como yo esperaba a que él terminara de vestirse, cogí uno, porque soy curiosa, y vi su fotografía dentro. Lo reconocí al instante. Le dije a mi amigo que usted es mi vecino y no me creyó. Entonces me traje el libro, porque yo estaba segura de que era usted. Y empecé a leerlo. Y me gustó. En verdad, lo que me gustaba más era leer e imaginar que usted estaba en su apartamento, escribiendo esta historia en el mismo momento que yo leía. Es una tontería, ya lo sé. Pero me pareció divertido. 162 | fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve
Luego, con una expresión de haber hablado más de lo debido, agregó dos o tres frases sobre el tiempo que hacía en la ciudad y se despidió. —Tengo trabajo —afirmó. —Lo imagino —le dije; o imaginé decirlo.
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Calendarios
Aprendimos esta lengua a costa de mucho sacrificio. Primero fue memorizar todas las frases hechas, aquellas construcciones que con solo repetirlas obtenías resultados inmediatos. Luego fue matizar su uso dentro de otras nuevas —más personales, más creativas— con un léxico que fue haciéndose abundante y atractivo. Lo duro en este camino, sin embargo, fue que mi hermano se estancó en la primera etapa. Y no hay marcha atrás. No podemos volver a nuestra lengua materna —la tenemos prohibida—. Pero, como digo, no hay avance con él. Al principio, enlazaba todas estas frases con maestría. Nos superaba notablemente y nadie advertía su carencia de vocabulario. Sobre todo era un maestro cuando reproducía los esloganes de los comerciales de televisión. No obstante, con el tiempo, esas frases fueron cayendo en desuso al mismo ritmo que los productos anunciados se volvían inútiles. Quizás lo pudo disimular con el silencio, pero algo en él lo impulsó a repetirlas vanamente. Por supuesto, cada vez era menos lo que él obtenía a cambio. Y sí, él vive en casa, con nosotros, que vamos almacenando sus palabras, como también lo hacemos con los calendarios viejos.
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Baltasar Andurriales (Ifni, Marruecos)
Argumento y conjetura de extraña simetría
Frente al espejo, la sombra de mis enemigos: La edad, el deterioro físico, el tiempo. Ante ellos, ¿cuáles, mis armas? La ilusión, el saber, la conciencia. Como temo al presente, estudiaré el pasado y edificaré el futuro con ellas. Mejor aún, por ser vanos prejuicios, sin ellas auscultaré el presente, ignorando el futuro y olvidando el pasado. ¡ No ! ¡ Grave, fatal error ! Temo al presente, por lo que inventaré el futuro y fraguaré el pasado, por ellas.
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Dulzura de la usura
Debo la novedad de haber entrado en posesión de un minuto a un amable señor que preguntó si disponía de uno. Para mi sorpresa, ahí estaba, completo, con sus segundos intactos, recién salido de una rauda hora y pugnando por atender los mil —qué digo, ¡los diez mil!— asuntos que lo asediaban. De color plata (por veloz, supongo), salta inquieto de un bolsillo a otro, de un sueño a otro, de un silbido a otro. Un momento pulsa las teclas de un piano de cola con embelesante tonadilla, y en el siguiente tintinea como moneda que cae en el pocillo de un ciego, que soy yo irremediablemente. Gusta susurrarme ocultos deseos al oído y, desde que lo tengo, insiste en estar entre ceja y ceja. Como desea escapar, lo cuido con celo pues es mi único capital, por lo que doylo a veces en préstamo por un módico interés: Si para caminar, devolver sesenta más dos pasos; si para soñar, añadir tres ovejas al cuento y una nube de algodón dulce; si para latir, una sístole y una diástole por cada diez, colocadas al final de la cola. (¡No me culpen si está en alza la cotización del minuto para el batir de corazones!)
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Escribir un poema
Caminando al alba por un apartado sendero rural, Tu Fu detúvose ante un arrozal para contemplar una gota de rocío. Surgía ya en su espíritu quieto la primera línea de un poema cuando, embargado de súbito por una profunda tristeza, percibió en la substancia cristalina el misterio de las aguas: Ríos y mares de poderosas corrientes, violentas tempestades, seres fantásticos como sirenas y dragones marinos. Asombrado, intuyó luego la esencia sutil del mundo celeste y el origen del Tiempo y el Universo. Por último, vio pasar ante sí los azarosos episodios de su larga existencia. Comprendió. Enjugóse entonces la lágrima que lo había atrapado en el Shih-Yü, la Rotante Eternidad, y continuó su camino.
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Fernanda Rodríguez Briz (Buenos Aires, Argentina)
Génesis imperfecto, 1
Sopló en su cara de barro aún tibio y dijo «eres mi obra maestra». —¿Y tú, quién eres? —respondió el Hombre, haciendo una mueca. Fueron sus últimas palabras antes de volver a ser una bola de barro. Tendrían que pasar milenios de milenios hasta que Dios se animara a intentarlo de nuevo. Y la próxima vez ya no le prestaría su propio idioma.
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Génesis de un Dios, 1
Y visto que quiso blasfemar y no teniendo contra quién hacerlo, dijo el Hombre «Hágase un Dios». Y un Dios se hizo. Y atardeció sobre el día séptimo, mientras el Hombre estrenaba un Dios, hecho a su imagen y semejanza.
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Porque el tiempo no roza a los de corazón limpio Cuando el joven Manuel se propuso adiestrar una paloma en el arte de entregar correspondencia, no imaginó cuán arduo podría ser. Firme en su férrea voluntad, convencido de la sinceridad de sus intenciones, no se dejó intimidar por el tiempo que pudiera demandarle. Cuando el ánimo flaqueaba, se repetía que, lejos de estorbar, las horas y los días enaltecerían aún más la causa, como lo hacen cuando la causa es noble. Finalmente, una mañana, partió la paloma… Y Ana, papel en mano, se preguntó por qué razón ella, ya abuela, recibiría una propuesta semejante.
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La difícil tarea de reconstruir un rompecabezas El teléfono sonó y la voz dijo algo como «Hola… tal vez no te acuerdes de mí, perdona el atrevimiento —o algo así— pero estoy armando el rompecabezas de mi vida y, al parecer, hay una pieza que me sobra, que no encaja. Y parece ser tuya».
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David Baizabal (Puebla, México)
Las a veces incalculables ventajas de los premios literarios
Si hacemos a un lado los concursos que como premio publican al autor, nos quedan, en el mejor de los casos, los premios en efectivo. Lo más útil, paradójicamente, no es el dinero porque se va con tal ímpetu en la compra de libros y diccionarios que nos obliga a participar en otros donde el monto sea más atractivo y rendidor. Más ventajosa resulta la acumulación pomposa de nombres de premios obtenidos —las menciones honoríficas sirven para hacernos ver como simples mortales— en una lista cronológica, en un apartado propio, en el curriculum vitae, para cuando se requiera trabajar en una secundaria, por ejemplo.
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Ilustre a caballo Para todos los compinches que tengan frío y quieran un chaleco pa taparse
No es lo mismo cabalgar que cavilar, porque todos pueden cavilar, pero no todos saben cabalgar. La cabalgata ofrece placeres—beneficios que la cavilada no: cabalgas tu caballo o tu mujer, también tu hombre, y si lo cavilas, alguien más se lo cabalga. Sin embargo, es muy común la dificultad para diferenciar ambas acciones. Por ejemplo, si le tomamos una foto a un ilustre montando un equino (por lo regular un pony) en pleno galope, no sabemos si está cavilando en la cabalgata o cabalgando en la cavilada. Esto no sucede en la plenitud del hombre humilde que encabalga vida y cavilaciones.
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Sin título. Óleo sobre lienzo.
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La plástica y Fix100
Miguel Nieri (Lima, 1931) estudió pintura en la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú, de donde egresó en 1961 con el Primer Premio y la Medalla de Oro, el primero de muchos reconocimientos que obtendría en su dilatada carrera. Tuvo su primera muestra individual en 1962, apenas salido de la Escuela, en el Instituto de Arte Contemporáneo, el más importante centro de difusión de su época, siendo becado ese mismo año por el gobierno francés para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de París. Uno de los más connotados representantes de la Generación del 60, su lenguaje pasó de la figura reconocible a la abstracción, para luego decantar en la no figuración plena, corrientes ya instaladas en el escenario de la plástica peruana luego de su introducción durante la conflictiva y fructífera década del 50. Lo anterior se refiere a los aspectos formales de su obra, los que, siendo importantes, suelen distraer del que es su principal atributo: su seguro manejo del color. En efecto, en Nieri uno encuentra a un colorista, no en el sentido común del término, que refiere un uso generoso de colores primarios y secundarios que saturan la obra de un expresionismo algo fácil (cuando no ingenuo), sino al maestro para el cual el color no encierra misterios; o que, dicho de otro modo, se sirve de todos los misterios encerrados en el color para comunicar el suyo. El enigma al que aludimos emplea una paleta en la que los grises dialogan con osadía, mas sin temor, con colores rotundos cuya grisura es apenas perceptible. La sutileza de ese diálogo configura un coro de suaves susurros, ora dulces y luminosos, ora hieráticos y ominosos, pero siempre mayestáticos, y siempre graduados con la precisión de un relojero. Grises en los que el color palpita silencioso, casi mudo, colores en los que el gris es escondido aliento: un diálogo en permanente expansión. En palabras de Alberto Culotti, otro fino pintor cuya obra engalanó nuestro primer número, «contemplar una pintura de Nieri es como recibir una clase maestra de color». fix100 Revista hispanoamericana de ficción breve | 175
Responsables de sección
Óscar Gallegos se encargó de la sección «Fixture», dedicada a la entrevista de críticos y escritores de minificción, y de la sección «Oh, le mot juste!», dedicada a la crítica y a la reflexión teórica sobre la minificción. Jorge Ramos Cabezas se encargó de las secciones «Oh, le mot juste!», dedicada a la crítica y a la reflexión teórica sobre la minificción; «El tamaño sí importa», dedicada a reseñas, y «Minimalia», dedicada a la difusión de textos de creación. Alexander Forsyth se encargó de la sección «La plástica y Fix100», dedicada a la semblanza y exposición de una breve muestra de un artista plástico invitado.
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Babelita Traducciones de textos de crítica y de creación. Racconto Texto destacado. La plástica y Fix100 Semblanza del artista invitado. Breviario Fichas mínimas de autores y colaboradores.