ENCONTRAMOS CUENTOS EN… -DINAMARCA -FRANCIA -REINO UNIDO - SLOVENIA …..
Una leyenda de Gozo dice que mientras regresaba a casa desde Troya, el héroe griego Ulises naufrago en Gozo y paso siete años con la ninfa marina Calypso. Ella vivía en una cueva en lo alto de los acantilados sobre el mar. Otra de estas leyendas cuenta la historia de una viuda del pueblo de Gharb cuyo hijo fue capturado por unos corsarios. Después de rezar a San Demetrio, el santo salió de un cuadro de la capilla del pueblo y persiguió al barco corsario sobre las olas, rescato al chico y lo trajo de vuelta, sano y salvo, a su madre. La última leyenda, que es la más conocida y se puede decir que no es leyenda, sino historia, habla del apóstol San Pablo. Fue arrestado y conducido a Roma para ser juzgado. Tras el naufragio, la vivienda más cercana era la villa de Publio, a las afueras de Melita, donde hoy en día se encuentra Rabat. Publio era el gobernador de la isla y
hospedó a los naúfragos en una gruta bajo la vivienda. San Pablo permaneció en la isla tres meses y sembró la doctrina cristiana, a la que la población de malta se adhirió con entusiasmo. Según la tradición, a las piedras de esta cavidad se les atribuyeron poderes milagrosos y en el solar donde se levantaba la residencia de Publio se edificó una iglesia. Ésta fue reconstruida varias veces y hoy su lugar está ocupado por la Iglesia de San Pablo de Rabat.
Cuento popular de Italia
A enredar los cuentos -Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla. -¡No, Roja! -¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”. -¡Que no, Roja! -¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de patata”. -No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”. -Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa. -¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa. -Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”. -¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”.
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió… -¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja! -Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”. -¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”. -Exacto. Y el caballo dijo… -¿Qué caballo? Era un lobo -Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”. -Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle? -Bueno, toma la moneda. Y el abuelo siguió leyendo el periódico.
La caperucita roja Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo: “Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.”
“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. “Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.” - “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?” - “A casa de mi abuelita.” - “¿Y qué llevas en esa canasta?” - “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.” - “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?” - “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada
en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.” Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó la abuelita. “Caperucita contestó el lobo. “Traigo pastel y Ábreme, por favor.”
Roja,” vino.
- “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.” El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra
más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas. Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. “¡!Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.” - “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.” - “Son para verte mejor, querida.” - “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.” - “Para abrazarte mejor.” - “Y qué boca tan grande que tienes.” - “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja. Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo
ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. “¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!” Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente.
En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: “¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!”, y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quizo correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto. Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al
lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
Cuento popular de Reino Unido.
El tigre que vino a tomar el té o en inglés, The tiger who came to tea.
Hecho por Judith Kerr, el cuento se publicó en 1968. Este
cuento
ganó
pronto
el
reconocimiento
de
clásico
contemporáneo. Este es el cuento: Sofía y su madre están merendando en la cocina cuando suena el timbre. Se preguntan quién puede ser, pero no se les ocurre quién, así que van a abrir la puerta.
Cuando Sofía abre la puerta, se encuentra un tigre que dice, con toda educación: "Discúlpenme, estoy hambriento. ¿Podría tomar un té con ustedes? La madre de Sofía le invita a pasar y le ofrece un sándwich. El tigre se zampa todos los sándwiches de un solo bocado. '¡Glup!' y, con cara de tener mucha más hambre, hace lo mismo con todos los pasteles, todas las galletas y toda la tarta, regándolo con toda la leche de la jarra y todo el té de la tetera. Luego se pone a rebuscar más, hasta que acaba con toda la comida que hay en la casa y con todo el líquido también, incluida el agua de las tuberías. Entonces, también con mucha educación, dice "Gracias por el té. Será mejor que me vaya ahora", y se va. Cuando el papá de Sofía vuelve, le cuentan la visita del tigre y lo que pasó y él propone salir a cenar. Así que salen, ya de noche. 'Todas las farolas de la ciudad estaban encendidas, y todos los coches llevaban las luces puestas',
y se van a cenar a un
restaurante. Al día siguiente, Sofía y su madre van a hacer una gran compra y se acuerdan de comprar una lata de comida para tigres por si acaso. Éstas son algunas de las ilustraciones de El tigre que vino a tomar el té:
EL CONEJO EN LA LUNA
Un día, el ancianito de la luna miró abajo hacia un gran bosque en la tierra, y vio a un conejo, un mono y a zorro viviendo juntos, compartiendo como muy buenos amigos. “Ahora, me pregunto cuál de ellos es el más bondadoso”, se dijo a sí mismo. “Creo que bajaré a ver”. Entonces el ancianito se convirtió en un mendigo y bajó de la luna al bosque donde estaban los tres animales. “¡Por favor!, ayúdenme”, les dijo. “Estoy muy, muy hambriento”. “¡Oh! que pobrecito viejo mendigo!”, dijeron los tres animalitos, y fueron rápidamente a buscar algún alimento para el mendigo. El mono, trajo muchas frutas. Y el zorro pescó un gran pez. Pero, el conejo no pudo encontrar nada que traer. “¡Oh Dios!, ¿que hago yo?, el conejo gritó. Pero entonces, tuvo una idea. “¡Por favor!, señor Mono”, dijo el conejo, “puede usted reunir algo de fuego para mi. Y usted, señor Zorro, ¡por favor!, ¿hacer una fogata grande con la madera?”. Ellos hicieron lo que les pidió el conejo, y cuando el fuego estaba ardiendo bien brillante, el conejo le dijo al mendigo: “Yo no tengo nada que darle a usted”. Así que me pondré yo mismo en este
fuego, y entonces cuando yo esté cocinado, usted puede comerme”. El conejo iba a saltar hacia dentro de la fogata para cocinarse a sí mismo. Pero entonces, repentinamente el mendigo se convirtió en el viejo hombre de la luna. “Usted es muy bondadoso, señor Conejo”, dijo el anciano. “Pero usted nunca debería hacer nada que lo lastime a usted mismo. Por ser usted el más bondadoso de todos, yo lo llevaré a vivir conmigo a mi morada. Entonces, el viejo hombre de la luna tomó al conejo en sus brazos y se elevó con él hacia la luna.
La casa de Halvar Hace muchos años, en los montes de Suecia, vivió un gigante llamado Halvar. Era un gigante pobre porque era bueno y generoso. Lo poco que tenía, lo regalaba, ya que nada le gustaba más que hacer felices a los demás. La gente que pasaba por delante de su casa le saludaba y él siempre les ofrecía una de sus grandes sonrisas. Un día que Halvar estaba sentado tomando el sol, pasó por allí un hombre que llevaba una vaca. El hombre tenía aspecto famélico y triste, y su vaca era un montón de huesos. - Buenos días señor – dijo el campesino, que iba a la ciudad - Buenos días, buen hombre- contestó Halvar -. ¿Vas al mercado a vender tu vaca? - Sí- contestó – Mi esposa y yo vivimos en una granja no muy lejos de aquí. Me llevo la vaca a ver si me pagan por ella, aunque la pobre está tan flaca que no se si me darán algo para poder salir adelante. Necesito harina para hacer pan, porque pasamos mucha hambre. Cuando el campesino se iba, el gigante le dijo: -¡Espere!… Me gustaría hacer un trato con usted. Le cambio su vaca por siete cabras gordas y hermosas. -No entiendo… Si tú eres tan pobre como yo ¿por qué ibas a hacer eso? -Bueno… si puedo ayudarte, lo haré. Lleva la vaca a tu establo y cuando amanezca mañana, allí encontrarás lo que te ofrez
Cuento popular de Dinamarca Abuelita Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas y esto nadie lo duda, pues ya vivía mucho antes que papá y mamá, incluso antes que hubiera luz eléctrica. Tiene un libro de cuentos con recias cantoneras de plata; lo lee con mucha frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su libro de cuentos? ¿No lo sabéis? Cada vez que las lágrimas de Abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y Abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de Abuelita. Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso y apuesto. Huele la rosa y ella sonríe -¡pero ya no es la sonrisa de Abuelita!-, sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cuentos, y… Abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro. Ahora Abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. -Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito. Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y no daba miedo mirarla. Era siempre Abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cuentos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a Abuelita. En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro de cuentos, colocado bajo la cabeza de Abuelita. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero Abuelita no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cuentos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, también se ha convertido en polvo. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y el órgano suena y sigue vivo el recuerdo de la vieja Abuelita, con los dulces y queridos ojos eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a Abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo...
El caballo en el pozo Había una vez un campesino, que luchaba con muchas dificultades, poseía algunos caballos para que lo ayudasen en los trabajos de su pequeña hacienda. Un día, su capataz le trajo la noticia de que uno de los caballos había caído en un viejo pozo abandonado. El pozo era muy profundo y sería extremadamente difícil sacar el caballo de allí. El campesino fue rápidamente
hasta
el
lugar
del
accidente,
y
evaluó
la
situación,
asegurándose que el animal no se había lastimado. Pero, por la dificultad y el alto precio para sacarlo del fondo del pozo, creyó que no valía la pena invertir en la operación de rescate. Tomó entonces la difícil decisión de decirle al capataz -sacrifica al animal tirando tierra en el pozo hasta enterrarlo, allí mismo.
Y así se hizo. Comenzaron a lanzar tierra dentro del pozo de forma de cubrir al caballo. Pero, a medida que la tierra caía en el animal este la sacudía y se iba acumulando en el fondo, posibilitando al caballo para ir subiendo. Los hombres se dieron cuenta que el caballo no se dejaba enterrar, sino al contrario, estaba subiendo hasta que finalmente consiguió salir.
HECHO POR IYAN MORÁN VITOS (UN CUENTO ESLOVENO)
El Cuento de la abuela
“Había una mujer que acababa de cocer pan. Le dijo a su hija: - Ve a llevarle esta hogaza calentita y esta botella de leche a tu abuelita. Y la niña partió. En la encrucijada se topó con un bzou, (un hombre lobo), que le dijo: - ¿Adónde vas?. - Le llevo esta hogaza calentita y esta botella de leche a mi abuelita. - ¿Qué camino tomarás? – le preguntó el bzou- ¿el de las agujas o el de los alfileres? - El camino de las agujas, le dijo la niña. - Vale, entonces yo tomaré el de los alfileres. La pequeña niña se distrajo recogiendo agujas. Mientras tanto, el hombre lobo llegó a la casa de la abuela, la mató y puso un poco de su carne en la despensa y una botella de su sangre en el estante. La niña llegó y llamó a la puerta.
- Empuja- dijo el bzou- está cerrada con paja mojada. - Buenos días, abuelita. Te traigo una hogaza calentita y una botella de leche. - Ponlo en la despensa, mi niña. Coge la carne que está allí, y bebe de la botella de vino que hay sobre el estante.
Mientras ella comía, un pequeño gato decía: ¡Que puerca! Se come la carne de su abuela y se bebe su sangre. - Desvístete, mi niña- dijo el hombre lobo- y échate aquí, junto a mí. - ¿Dónde dejo el delantal? -Tíralo al fuego, mi niña, ya no te va a hacer ninguna falta.
Y cada vez que le preguntaba dónde dejaba todas sus otras prendas, el corpiño, el vestido, las enaguas, las largas medias, el bzou respondía: -Tíralas al fuego, mi niña, no las necesitarás nunca más. Cuando se tumbó en la cama, la niña dijo: - Ay, abuelita, ¡qué peluda eres! - Así no paso frío, mi niña. - Ay, abuelita, ¡qué uñas tan largas tienes! - Así me rasco mejor, mi niña. - Ay, abuelita, ¡qué hombros tan anchos tienes! - Así puedo cargar la leña para el fuego, mi niña. - Ay, abuelita, ¡qué orejas tan grandes tienes! - Así te oigo mejor, mi niña. - Ay, abuelita, ¡qué agujeros de la nariz tan grandes tienes!
- Así aspiro mejor el aroma de mi tabaco, mi niña. - Ay, abuelita, ¡qué boca tan grande tienes! - Es para comerte mejor, mi niña. - ¡Oh abuelita, me he puesto mala¡ Déjame salir. - Mejor háztelo en la cama, mi niña. - Ay, no, abuelita, quiero ir fuera. - De acuerdo, pero no tardes mucho. El bzou le ató un cordón de lana al pie y la dejó salir. Cuando la niña estuvo fuera, ató el cordón a un ciruelo que había en el jardín. El hombre lobo se impacientó y dijo: - ¿Estás haciendo mucho? ¿Estás cagando?. Cuando vio que no le respondía nadie, salió de la cama de un salto y vio que la niña había escapado. La siguió pero llegó a su casa justo cuando ella cerraba la puerta tras de sí, poniéndose a salvo.
EL PASTEL DE CUMPLEAÑOS UNA MAÑANA MIFI LA DESPERTÓ SU MAMA Y LE DIJO -MIFI DESPIERTA HOY ES EL CUMPLEAÑOS DE TU PAPÁ Y QUIERO HACERLE UN PASTEL DE CHOCOLATE - AY QUÉ DIVERTIDO A ÉL LE GUSTA EL PASTEL DE CHOCOLATE Y A TÍ TAMBIÉN ¿¿¿TE PUEDO AYUDAR MAMA??? -¡YO PUEDO LAMER LA CUCHARA! - CLARO QUE SÍ MIFI, PERO TENGO UN PROBLEMA, NO TENGO CHOCOLATE, NI SUFICIENTE MANTEQUILLA, NI HARINA… ¿PODÍAS IR A PEDIRLE UN POCO A LA TIA ALIS??? -CLARO QUE SÍ MAMA, LA TIA ALIS SIEMPRE HACE PASTEL
DE
CHOCOLATE
Y
SEGURO
TIENE
LO
QUE
NECESITAS. -TE HAGO UNA LISTA DE TODO -
YO
PUEDO
ACORDARME
DE
TODO
BIEN
MAMÁ
CHOCOLATE, MANTEQUILLA Y…. Y…. -HARINA MIFI -¡AY! SI, HARINA, YO YA IBA A DECIR HARINA - MUY BIEN MIFE YA PUEDES IR, PERO RECUERDA SIN HARINA NO HAY PASTEL - SI MAMA -AL LLEGAR MIFI LE PIDIO A SU TIA VAINILLA LECHE Y AZÚCAR
- AQUÍ TIENES MIFI - MUCHAS GRACIAS TIA ALIS AL LLEGAR LA MAMÁ LE DIJO -MIFI HAS TRAIDO TODO - SI MAMÁ, LA CREMA, EL AZUCAR Y LA VAINILLA LA MAMÁ DIJO -MIFI NO ERA ESO MI VIDA - MIFI SE ECHO A LLORAR Y DIJO - AHORA YA NO PODREMOS HACERLA TARTA PARA PAPÁ Y LA MAMÁ DIJO -PODEMOS HACER UN HELADO DE CUMPLEAÑOS A LA HORA DEL CUMPLEAÑOS EL PAPÁ DE MIFI DIJO: -ESTE HELADO DE VAINILLA ESTÁ DELICIOSO QUE BUENA IDEA MAMA BONI LE GUIÑÓ EL OJO A MIFI Y TODOS DISFRUTARON DE HELADO DE CUMPLEAÑOS
FIN
CUENTO POPULAR ALEMÁN
EL GALLO DESCONTENTO Cuando Dios creó a los animales dio a cada uno una forma peculiar y una voz distinta para que pudiesen distinguirse unos de otros. Al gato se le dio el maullido, al burro el rebuzno, al león el rugido, y a la serpiente el silbo. Cuando el Señor hubo terminado quiso que se celebrase un concierto de ensayo para ver si todos sonaban tal como Él había dispuesto. Fue una hermosa y soleada mañana en que el cielo no se veía manchado por una sola nube. Los animales se habían reunido alrededor del trono de Dios y a una señal dada con la batuta, empezaron a gritar, mugir, balar, maullar y cantar a coro.
Sólo un animal no tomó porte en el concierto y guardó un enfurruñado silencio. Era el gallo. No estaba satisfecho con su voz; le hubiera gustado poder cantar como el ruiseñor o el canario. Pero no se atrevía a decirlo. - ¿Por qué no cantas, Gallo? - preguntó Dios. - El estúpido sol me ciega - replicó el Gallo. - Y además no hace nada de aire y mis ki-ki-ri-kís no se propagan debidamente. Dejad, Señor, que sople el viento a fin de que mi voz se oiga en la lejanía. - Muy bien - dijo el Padre Celestial, de cuyo rostro desapareció la bondadosa sonrisa. - Se hará tal como tú deseas. Extendió la mano y en seguido se levantó un ligero vientecillo. Luego Dios levantó la mano por segunda vez y dio la señal para que el concierto prosiguiera. Pero nuevamente permaneció callado el Gallo. - Gallo, sigues sin cantar - dijo Dios. - Es que aquí en la tierra apenas noto el vientecillo - replicó desafiador el gallo. - Sólo puedo cantar en lo alto, donde sopla la brisa y flotan las nubes. - Entonces sube - replicó Dios frunciendo el ceño. - Pero no rehúyas tu obligación por tercera vez. Después de esto el Señor cogió al ave y la colocó en lo alto de una montaña. Hacía frío, mucho frío, y el Gallo temblaba bajo su ropaje de plumas.
Luego, Dios levantó por tercera vez su batuta y todos los animales comenzaron la música. Pero tampoco ahora emitió su voz el Gallo. - ¿Sigues negándote a cantar, Gallo? - preguntó, muy serio, Dios. - ¿Qué queja tienes ahora? - Estoy helado, Señor, porque el viento sopla sobre mí de todas direcciones y yo sólo quería que soplase de una. Dadme una mejor protección para el viento y el frío. Entonces tal vez esté en condiciones de levantar la voz. Entonces Dios salió de Su alto trono y aunque en Él esto no era habitual, dirigió una furiosa mirada al Gallo. - Eres desobediente y obstinado - gritó. - Debería castigarte rudamente. Pero, en Mi bondad, satisfaré tus deseos y ya veremos si ahora estarás conforme. Te colocaré en las agujas de los campanarios y en lo alto de las casas, para que siempre puedas vivir en las alturas. Te quitaré tu blanda y suave carne y te haré de una materia más dura, que llamaré plancha de hierro; así podrás desafiar a las más furiosas tormentas y a la lluvia, como deseas. Y cuando sople el viento girarás siempre en su dirección, así sólo lo notarás por un lado. Pero como hoy no has querido cantar a pesar de mis repetidas órdenes, en lo futuro permanecerás mudo hasta el fin de los siglos. Y así creó Dios el Gallo Veleta. Y cuando de noche le oigáis gemir y chirriar en lo alto de un campanario, a influjo del viento, recordad como en un tiempo fueron castigadas su obstinación y desobediencia.
¿POR QUÉ EL MAR ES SALADO? Había una vez una niña llamada Clara que era muy pobre. Tan pobre que apenas tenía un cacho de pan para comer. Un día, mientras estaba en el bosque buscando moras, se puso a llorar desesperada. Una viejecita se le acercó y le preguntó: - ¿Por qué lloras chiquilla? - Soy muy pobre y hace días que no como -le contestó. - No llores. Toma esta bolsa mágica. Cuando necesites alguna cosa ábrela y di: "BOLSA, BOLSITA, BOLSERA, DAME LO QUE YO QUIERA". Ella te lo dará, pero no te olvides de decir: "BOLSA, BOLSITA ENCANTADA, CIÉRRATE Y PARA". Al llegar a su casa, Clara abrió la bolsa y deseó, con todas sus fuerzas, tener la suficiente comida para no pasar hambre nunca más. Pronunció las palabras mágicas y, al momento, tuvo una mesa llena de alimentos y su casa humilde se rodeó de una huerta con tomates, lechugas y árboles frutales. Clara no necesitaba nada más para vivir, así que dijo: - "BOLSA, BOLSITA ENCANTADA, CIÉRRATE Y PARA". La bolsa paró y Clara nunca más pasó hambre. La fama de la bolsa se extendió por los alrededores.
Un día un capitán de un barco, que era muy ambicioso fue a casa de Clara a pedirle la bolsa prestada y esta se la dió.
Luego el capitán embarcó en su navío. Tenía que ir a un país muy lejano a comprar un cargamento de sal y, cuando ya estaba en alta mar, pensó: - "Será mejor pedírselo a la bolsa, así llenaré antes el barco y me haré rico". Sin dudarlo, pronunció las palabras mágicas. - "BOLSA, BOLSITA, BOLSERA, DAME LO QUE YO QUIERA". De la bolsa comenzó a salir más y más sal, muchíiiiiiiiisima sal. El barco se fue llenando de tal manera que se estaba hundiendo mientras, el capitán, asustado, le ordenaba a la bolsa parar, pero ¡no recordaba las palabras mágicas! - "¡Ya vale maldita bolsa no quiero más!- gritaba como si estuviera loco. Pero la bolsa no paró. El barco con tanto peso se hundió en el fondo del océano, llevando consigo la bolsa que no paraba de echar sal.
El reloj Ni siquiera se sabe exactamente cuando en nuestra ciudad, en la plaza, fue elevado en alto el gran reloj luminoso. Se sabe que hace trece años en ya profunda vejez murió el hombre que recordaba cuando había muerto el señor Leo Rubić. Y el señor Leo Rubić se presentaba como el hijo ilegítimo del banquero Ančić del que se creía que había importado el reloj. Leo durante su vida no ocultaba que estaba orgulloso de eso y que le agradaba el cuento que se contaba sobre el reloj. Ante todo, porque con este dato podríamos determinar aproximadamente lo viejo que era el reloj, todavía más, porque Leo había contado y de otras buenas acciones que su padre había hecho a la ciudad. Pero, Leo murió y poco a poco desaparecía el cuento sobre su padre, como si su muerte lo hubiera arrastrado consigo, como si lo hubiera enterrado en la tierra; quedó sólo el cuento sobre el reloj, el que fue enriquecido de manera convincente con el pasar de los años de la muerte de Leo. Llegó a ser totalmente claro que a la ciudad no le importaba tanto quien colocó el reloj; ya casi nadie escarbaba acerca de su origen y muchos consideraban que durante la vida de Leo todo fue inventado y que se divulgaba sólo para agradar a Leo. Leo había quedado solo y en la cuidad le tenían lástima. Para la ciudad el reloj existía desde tiempo inmemorable; como las rocas y los cerros. Se decía que estaba hecho sólo para aquellos que lo veían y al mismo tiempo nadie creía que existiera hombre que no lo hubiera visto porque en verdad se veía de todos los rincones de la ciudad, se ve de las casas altas y de los pueblos lejanos, de los sótanos; a través de las ventanas más estrechas y diminutos huecos, se ve desde los cerros. - Y a través de los cerros se veía - algunos decían, porque
se reflejaba en el cielo; en realidad no existía agujero a través del cual no se viera el reloj: éste era el objeto que más se miraba en la ciudad, a donde quiera que alguien fuera lo encontraba, todos los caminos atravesaban por la plaza sobre la cual pendía en la pared más alta de la cuidad, hasta que no se construyó la iglesia y luego también lo alcanzó el álamo que se extendió rápidamente así que la pared estaba entrecortada por sus ramas. Pero, al reloj no lo cubría nada. Y lo más interesante es que nadie, nunca le daba cuerda ni lo reparaba y él daba sus vueltas y siempre era puntual; todavía más, todos los habitantes de la ciudad ponían sus relojes según él y probablemente y los pasajeros porque durante su estadía en la ciudad lo miraban continuamente. Era inusual y porque siempre le daba el sol, hasta cuando la ciudad estaba cubierta de nubes. Al anochecer, cuando el viento se alejaba y se detenía en los álamos, claramente se oía el paso del reloj. Y por la noche mucha gente se hundía en el sueño con él y luego contaban como su movimiento desaparecía lentamente hasta apagarse. Y lo más bello era de lejos, fuera de la ciudad: se veía claramente como estaba sentado sobre el álamo, bajo la chimenea en la cual se esconden los pájaros, los que a veces reposaban en él. El sereno Dervo siempre de último echaba una mirada al reloj; esto era muy importante porque en la cuidad consideraban que el reloj era diferente después de cada mirada y que nunca lo podemos apreciar cuando es más bonito. Mientras tanto Dervo sólo comprobaba que el reloj estaba en el mismo sitio. Y así no más en la cuidad aparecieron dos desconocidos. Entraron por el sur, de donde vienen sólo aquellos que han sido mal informados; los descubrieron hábilmente. Los advenedizos miraron el reloj por largo rato; daban vueltas a la casa y
examinaban: uno evaluaba algo a ojo, despertando la atención de los presentes. En seguida se reunió un montón de gente. Los recién llegados no temían por sus intenciones y uno dijo: - ¿Por qué nos siguen? Vamos a quitar el reloj. A pesar de que la gente no pudo no asombrarse de su osadía, uno de ellos tranquilamente preguntó: - ¿Por qué protestan? Eso ofendió a los ciudadanos así que los atacaron, pero los recién llegados los esquivaron hábilmente levantando las manos. - ¿Son ustedes normales? - preguntó un anciano. - El reloj está aquí desde tiempos inmemorables - agregó otro. - Ni su ciudad existe tanto tiempo - dijo el recién llegado. - El reloj está aquí hace mucho tiempo - dijo de nuevo el anciano. - Nadie en la ciudad se acuerda cuando lo pusieron, tanto tiempo hace, señor - empezó a explicar uno y cuando se dio cuenta de que ni esto le ayudaba, continuó: - Por aquí pasaron muchos ejércitos, pero ninguno tocó el reloj. La gente les gritaba: cómo se atreven, especialmente hoy, cuando a nadie se le ocurre eso, quitar el reloj. - Yo le voy a decir, señor, que hubo un hombre en nuestra ciudad que quiso quitar el reloj, pero él estaba mal de la cabeza y hasta que no se murió nostros cada noche lo cuidábamos, ¿entiende? dijo uno con voz temblorosa por lo que concluyeron que recién llegó y que estaba apurado. - El reloj es como las rocas; él está aquí y nadie lo toca - continuó el anciano.
- El reloj está más cerca del cielo que de la tierra - dijo una mujer. - Tú no sabes donde empieza el cielo - dice el recién llegado. - Cinco metros sobre mi mano levantada, señor, y el reloj cuatro dice un joven. - El reloj es nuestro - se enojó el recién llegado. - Eso no nos lo había dicho nadie hasta hoy - de nuevo dice el viejo. - Porque es nuestro y nosotros estamos por primera vez aquí sigue el recién llegado. Ya se había reunido un montón de gente. Cuando los recién llegados vieron que todo era en vano, que no lograrían fácilmente el reloj, empezaron a explicar que por la ciudad hace ya mucho tiempo había pasado un hombre, viajero conocido en todo el mundo: Samiz Dizdar, quien pasó toda la vida visitando ciudades y comparando sus bellezas y no se confundió en ninguna parte. - Y en su ciudad - alza la voz el recién llegado - él no entendió nada, de ninguna manera pudo valorar como corría el tiempo: en todos partes del mundo lo lograba porque sabía seguir el movimiento del sol y se guiaba por él, pero aquí perdió ese poder maravilloso como si alguien con la mano se lo hubiera quitado. Él puso este reloj. Pero, no presintió que el reloj quedaría hasta hoy igual como lo había dejado - terminó el forastero. - No le crean, como si nosotros no supiéramos que el reloj lo puso el primer director DEL BANCO MUNICIPAL, el señor Ančić irrumpe una voz. Los forasteros confusos sacaron un papel de la cartera. - ¡Miren! - empezó a gritar aquel quien más hablaba.
- En el papel estaba escrito: - Quien posee este documento tiene el derecho de quitar el reloj y llevarlo donde quiera. La
gente
quedó
petrificada.
Estuvieron
parados
algunos
momentos, mudos. Creyeron que lo del reloj quedaba terminado con esos desconocidos, lo quitarían y se le perdería el rastro para siempre. En el papel había algunos timbres de diferentes formas y tamaños y todavía más firmas, legibles e ilegibles. Entre las legibles algunos distinguieron nombres conocidos e importantes, lo que más los atemorizó. De repente alguien del montón empezó a gritar: - El reloj dejará de funcionar si lo bajan. - No. - Sí. Y si no se para en seguida, se parará cuando lo saquen de la ciudad. El hombre hablaba con voz profunda y solemne, así que todos se tranquilizaron. - Nosotros lo quitaremos de todas maneras - dice el que siempre hablaba.- Quiso aclarar que lo llevarían a una gran ciudad y lo depositarían en un lugar seguro, que lo quitarían de la plaza donde lo puede deteriorar la lluvia o romper el viento y que lo verá más gente y que ellos también pueden venir cuando lo deseen. Quiso convencerlos de que hay que quitar el reloj en seguida, que ellos dos lo tienen que hacer y que lo harán pase lo que pase. - Nosotros lo quitaremos – dijo al final y empezó a trepar por la pared. La pared se desmoronaba porque había sido lavada por la lluvia. - Qué nadie me tire piedra - dijo él.
- Déjate de eso, hombre, así y así el reloj se parará; de nuevo dijo aquella voz que era la única a la que temía. Subía muy hábilmente. Ni siquiera temía que la pared se derrumbara sobre la calle, aunque desde arriba era claro como estaba inclinada y vieja y como en todas partes a su alrededor crecía la hierba, porque ya hace años todos la esquivaban temiendo a que se cayera y la última huella de destacado Ančić. El hombre llegó hasta el reloj y en seguida empezó a destornillarlo. Esto no duró mucho e irrumpió el grito. - ¡Se paró! La gente se regocijaba; el tumulto se apretaba y no podía oírse nada de la gritería. - No se paró, no griten - la tranquilizaba el que se había quedado abajo de la pared, pero la masa no se pudo contener. Esto enfureció al hombre, el que arranca el reloj con toda su fuerza, lo saca y desajusta. Lo mira en sus manos por algunos momentos y entonces enojado gritó: - De todas maneras nosotros lo llevaremos. Mientras bajaba, la masa se unía, así que parecía que se movía la ciudad. Partieron sin separarase del gentío que los seguía. - Lo llevaremos - cínicamente y entre dientes decía levantando en alto el reloj parado. A todos les parecía que se estaban llevando y la plaza porque la ciudad de repente empezó a disminuirse y a vaciarse. Cuando salieron de la ciudad a la carretera, se cayó una aguja de reloj. El hombre se inclinó para agarrarla pero sin éxito. - Déjala - le dijo el otro.
Un poco después de eso se cayó y la otra, pero no paraban; al contrario, apuraron su andar para huir del pueblo que se enjambraba detrás de ellos. Ahora empezaron a caerse los números: bajaban lentamente, casi revoloteando, uno por uno, circularmente, a distancias iguales; quedó sólo un campo blanco, circular, apretado por un rígido marco de acero. - Más rápido, más rápido - apuraba aquel que llevaba el reloj, pero mientras corrían, caían los trozos del reloj, uno por uno; simplemente se disipaban por la carretera y desaparecían sin dejar huella. Hasta el puente que está alejado dos pueblos de la ciudad, se les había esparcido todo el reloj. Cuando se encontraban del otro lado del río, en la carretera brilló el marco de acero, pero no voltearon. Apresuraban su paso, se perdían, desaparecían y aparecían detrás de los álamos y la gente los seguía retrocediendo y recogiendo en la carretera los trozos de su reloj.
La bella durmiente Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día decían: "¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!" Pero el hijo no llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le dijo: "Tu deseo será realizado y antes de un año, tendrás una hija." Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y ordenó una fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la niña. Eran trece estas hadas en su reino, pero solamente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas. La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que alguien pudiera desear en el mundo. Cuando la décimoprimera de ellas había dado sus obsequios, entró de pronto la décimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien fuerte: "¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará con un huso de hilar, y caerá muerta inmediatamente!" Y sin más decir, dio media vuelta y abandonó el salón. Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la malvada sentencia, sí podía disminuirla, y dijo: "¡Ella no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!" El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el reino fuera destruído. Mientras tanto, los regalos de las otras doce hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la llegaba a querer profundamente.
Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino. "Buen día, señora," dijo la hija del rey, "¿Qué haces con eso?" - "Estoy hilando," dijo la anciana, y movió su cabeza. "¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lindo?" dijo la joven. Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ella se punzó el dedo con él. En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo llegando a casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y toda la corte con ellos. Los caballos también se durmieron en el establo, los perros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, incluso el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía. Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una bandera que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella durmiente "Preciosa Rosa," que así la habían llamado, se corrió por toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de atravesar el muro de espinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era imposible, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tuvieran manos, y los jóvenes eran atrapados por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.
Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también el rey, la reina y toda la corte se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y tratado de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pegados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo: -"No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa Rosa."El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el joven no hizo caso a sus advertencias. Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el día en que Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo detrás de él como formando una cerca. En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al palacio, las moscas estaban dormidas sobre las paredes, el cocinero en la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba sentada con la gallina negra que tenía lista para desplumar. Él siguió avanzando, y en el gran salón vio a toda la corte yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina. Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un respiro podía oírse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y despertó, y lo miró muy dulcemente.
Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el cocido. Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.
Cuento popular de la República Checa
El barbero loco En la época de Rodolfo II de Habsburgo, su corte se había transformado en la meca de magos, alquimistas, científicos e inventores de toda Europa. Si alguno de ellos lograba llamar la atención del soberano con sus proyectos y escritos, el Rey ponía a su disposición todos los recursos económicos necesarios para que siguiera con sus investigaciones, además de permitirle pleno acceso a los salones y bibliotecas de la Academia de Alquimistas Praeguensis. En la calle Karlova, que daba al puente Carlos, vivía Jan Hajeck, un barbero por el que sus vecinos sentían respeto y aprecio; su habilidad para realizar sangrías había salvado la vida a más de uno de ellos. Pero ninguna sabía nada de su amor por la alquimia ni de que, a la noche, después de cerrar su tienda, Hajeck se encerraba a estudiar los misterios de las ciencias, pues aspiraba conocer los secretos de la piedra filosofal y luego ofrecer sus conocimientos al Rey.
Pasado un tiempo Jan dejó de frecuentar a sus amigos y la taberna. Los secretos ocultos del universo absorbían todas sus horas. La barbería tenía las puertas cerradas días enteros. Y extraños sonidos y luces se veían en ella por la madrugada. Los clientes, antes tan asiduos, se fueron alejando. El rumor de que el barbero había perdido su juicio se extendía más y más. Jan estudiaba y estudiaba. Dejó de comer y dormir. Muy pronto no tuvo dinero. Los pocos amigos que se acercaban a su barbería se cansaron de golpear la puerta. No atendía. Una noche, muy oscura, la puerta de su tienda se abrió. El barbero llevaba en su mano una navaja. Sus ojos buscaban un cliente y al ver un hombre que caminaba rumbo a su hogar le dijo: -¡Por favor! Déjame afeitarte, necesito una moneda que me permita continuar estudiando. El hombre, corrió convencido de que Jan estaba totalmente loco y lo quería matar. Jan buscó a otro transeúnte y su suerte fue la misma. Insistió durante toda la noche en su afan de conseguir algo de dinero. Esa fue la última vez que se lo vio con vida. Aun hoy, en la calle Karlova, cuentan que vaga en la noche el espectro de Jan, el barbero. Con su navaja en mano ruega a quienes caminan por allí, que se dejen afeitar. La leyenda afirma que si alguien se lo permite, la maldición que lo acompaña cesará y entonces podrá descansar definitivamente en paz.