ALFONSO SASTRE HIGUERA
EN GUERRA.
El príncipe Sirh apenas contaba con nueve años y su cabello negro era corto como el del resto de los hombres de Tarsesh. Algún día heredaría el trono de su padre Durkandar y su cabello tendría que regirse por la corona que vestiría: en tiempos de paz tendría que dejárselo crecer. Únicamente podría cortárselo en época de guerra. Aquella mañana había despertado y se había sorprendido de no encontrar a su padre al lado de su madre durante el desayuno. La reina Lia tenía el semblante bañado en absoluta seriedad y le comentó que su padre no desayunaría esa mañana con ellos. Estaba reunido con sus hombres más leales y aún estaba por ver si no tendría que ausentarse del hogar por una temporada. El joven príncipe era lo bastante pequeño como para no entender el alcance de lo que se avecinaba, de modo que su madre no mencionó la palabra “guerra” que era la que más flotaba en el aire desde hacía unas semanas, desde la llegada de un guardia procedente de un puesto fronterizo, malherido y con la noticia de que las tropas de la nación rival se aproximaban a Tarsesh. De modo que Sirh tomó su desayuno con rapidez y salió de la estancia corriendo. Sabía cuál era el lugar que su padre elegía para encontrarse con sus amigos y hacia allí se dirigió. La Sala de Reuniones del palacio Kandar se hallaba una planta por debajo de la Sala del Trono. Era una inmensa sala circular donde bien podían caber cincuenta hombres en pie. Aquella mañana, reunidos en torno a la mesa sobre la que se hallaban desenrollados decenas de mapas, no había tantos hombres pero a Sirh le pareció que debía de ser un millar. Le parecieron enormes en cuanto a estatura, grandes y gordos, y terriblemente viejos pese a que el más anciano de todos no superaba los cincuenta años. Las cabezas se fueron volviendo hacia el pequeño a medida que iba avanzando entre ellos, como si caminara por entre los árboles de un bosque, hasta llegar a su padre. −¡Papá! –Exclamó Sirh tirando de la capa rojiza que el rey llevaba colgada del cuello. El rey Durkandar se volvió extrañado hacia la conocida voz de aquel diminuto hombrecito al que tanto amaba, deteniendo sus explicaciones sobre emboscadas y el terreno que sus soldados debían proteger y su rostro cambió automáticamente de expresión, de la hosca sobriedad a la sonrisa risueña de un padre que ama a su único hijo. −¡Sirh, hijo mío! –Exclamó el rey alzando a su hijo por los aires como si no pesara más que una pluma. −¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar ya en la escuela?
−No has venido a desayunar, papá. –Le espetó su hijo. −¿Es que los reyes no desayunan? Algunos de los hombres allí reunidos no pudieron reprimir la risa. Sirh era pequeño pero inteligente, tenía una mente muy aguda. Los mejores maestros del reino se ocupaban de su enseñanza preparándole para afrontar la responsabilidad de gobernar, pero por descontado era un niño muy listo y algo pícaro. −Te prometo que iré a desayunar tan pronto como pueda, hijo, pero antes hay algunas cosas que debo atender. –Le explicó Durkandar. –Ve a reunirte con tu madre. Dile que yo mismo la pido que te lleve al Patio Exterior para que contemples lo que he de hacer. El año que viene cumplirás diez años y es tiempo de que te conviertas en un hombre. – Durkandar se volvió hacia uno de sus hombres. – Fénzar, ¿puedes acompañarle hasta los aposentos de la reina? −Solo si puede cantarme una canción, majestad. –Dijo el soldado con la confianza que tenía en su amistad con el rey. El rey sonrió mientras dejaba a su hijo en el suelo. −No imaginaba que, además de príncipe, fueras trovador. –Le dijo el rey a su hijo. –A ver qué sabes hacer. Sirh le mostró la más grande de sus sonrisas. La música y las canciones era algo con lo que el pequeño disfrutaba en grado extremo. Casi tanto como con los juegos. Abrió los ojos como platos y echó un rápido a su auditorio. Reconoció a algunos de los hombres que estaban allí: algunos eran padres de sus amigos y compañeros de clase, otros eran rostros conocidos por su repetido paso por el palacio. Todos ellos eran hombres valientes, soldados. Eso Sirh lo sabía. Lo que ignoraba era que aquellos hombres ostentaban las posiciones más elevadas dentro del ejército de Tarsesh, Las Espadas de Oro. Entre ellos estaban Galaad Ga’wein a quien todo el reino conocía y tenía en alta estima por su bravura y coraje. Se hallaba el grueso Gullinorn Mulhonin cuyos hijos Sirh conocía aunque no eran de noble linaje y no compartían escuela con él. Estaban Scyfo el Rojo y Scyfo el Calvo. El apodo del primero de ellos resultaba del color de su cabello y barba, rojizos como el fuego; el porqué del apodo del segundo Scyfo resultaba algo más obvio. También estaban Fénzar, Ocasith y Perástates, padres de algunos de los compañeros de juegos del joven príncipe. Sin demorarse más, Sirh cantó: Las Espadas de oro son, resplandecen bajo el sol. Los soldados avanzan sin temblar
siguiendo los pasos del rey Kandar. Aunque vivan, aunque caigan Todos luchan por Tarsesh. Con arrojo y valentía hasta la victoria su lucha es.
Era una cancioncilla infantil que los niños solían entonar cuando jugaban con espadas de madera a que eran héroes legendarios que mataban monstruos. Fénzar, así como el resto de los hombres, no pudieron reprimir una sonrisa. Finalmente acompañó al joven príncipe al encuentro con su madre mientras el rey ultimaba los preparativos.
El Patio Exterior se encontraba entre el palacio y su muralla de protección. Era una amplia extensión de terreno empedrado que el rey aprovechaba para dirigirse a sus súbditos y hasta allí habían venido una gran multitud de personas procedentes de todo Tarsesh. Algunos eran meros comerciantes, zapateros, herreros o granjeros, pero otros muchos eran miembros de La Espada de Oro. El palacio se elevaba unos cincuenta peldaños en una elegante escalera que conducía directamente a la entrada del hogar de la familia real. Allí arriba esperaban algunos de los generales de la orden de La Espada y también estaban la reina Lia y su hijo Sirh. La esposa del rey trataba de disimular su gran preocupación mientras aguardaba en silencio la llegada de su marido. Su hijo pequeño, en cambio, estaba emocionado por la gran multitud que se había reunido para saludar a su padre. El rey no se hizo esperar y por fin atravesó el umbral hacia el exterior. Desenvainó su sable dorado que daba nombre al cuerpo de soldados del reino y lo elevó sobre su cabeza apuntando al cielo. Un instante después la multitud que se había congregado en el patio rompió en vítores y aplausos. Entre el clamor, Durkandar no se olvidó de dirigir una mirada a su familia. Sirh, sonriente, le saludó con la mano efusivamente. En cambio, el rey no supo interpretar la mirada de su esposa. ¿Era preocupación? ¿O tal vez estuviera molesta por haber permitido que su hijo pequeño estuviera allí presente? Cuando la gente se hubo calmado el rey pudo comenzar a hablarles: −Gentes de Tarsesh. –Dijo alzando la voz. – Los habitantes del vecino reino de Karsia están avanzando hacia nosotros con gran ímpetu, sin detenerse. Por tierra, es probable que ya se hayan internado en las profundidades del Bosque de los Mil Álamos. Por mar, sus naves se aproximan a nuestra costa.
>>De todos nosotros es conocida la abierta hostilidad que los karsianos nos profesan y el único motivo de su incursión en nuestras tierras es el de declararnos la guerra. >>Se aproximan días oscuros. Días en los que avanzaré, seguido de vuestros hijos, vuestros padres, hermanos y esposos, hacia la batalla. ¡Hacia la victoria! ¡No dejaremos que Karsia nos sojuzgue como a perros! Con un efusivo ademan, volvió a alzar la espada dorada apuntando al cielo y la multitud volvió a aclamar a gritos. Uno de los soldados de más alto rango dio un paso hacia el rey y éste le ofreció su sable. El soldado lo aceptó y se colocó detrás del monarca. Durkandar dirigió la vista a sus súbditos sin pestañear mientras el soldado agarró su larga trenza con una mano y la cortó con el sable dorado a la altura del cuello del rey. La melena del monarca había sido cortada. La guerra había comenzado.
Aquella noche en los cielos brillaba un escaso cuarto creciente de luna y el silencio se apoderó de las calles del reino. Era como si todos se hubiesen ido temprano a sus casas, cenando con gran solemnidad para dirigir luego una plegaria a sus deidades favoritas, rogando que protegieran a los soldados que avanzarían durante la siguiente mañana. En la zona de extramuros, más allá de la muralla que circunvalaba la ciudad, se hallaba la granja Fa. Una rústica vivienda se alzaba rodeada de un extenso terreno arado que alcanzaba hasta un estrecho sendero que conducía a un solitario camino por donde se llegaba a la ciudad. Allí, sentado frente a la mesa y con la coraza aún sobre el pecho, Karuk había perdido el apetito. −La sopa debe de estar fría ya. –Le dijo Alena, su madre, a modo de reproche. Karuk apartó el plato de delante de sí. −No tengo hambre. Su ceño estaba fruncido y su mente se hallaba a cientos de kilómetros de allí. Apenas oía el ruido que su pequeño hermano de siete años hacía jugando con el perro. Tena se le acercó por la espalda y le abrazó con todo su amor. −Me siento tan contenta de que hayas podido quedarte aquí. –Comenzó a decir. – Imagina cuánto voy a agradecer tu ayuda las próximas semanas. Hay mucho trabajo por hacer. Debemos cambiar una de las ruedas del carro y arreglar la verja, y…
−¡Madre! –Exclamó Karuk enfadado. − ¿Cómo puedes alegrarte de que me quede aquí? ¡Es una deshonra! Se levantó haciendo un brusco ademán, obligando a su madre a soltarle. −¡Karuk! ¡La guerra no es un juego! −Pero yo soy un soldado. Un Espada de Oro. ¡Mi misión es ir al combate detrás del rey! −Tu misión como soldado. ¿Y qué hay de tu misión como hijo? ¿Es tu misión hacer a que te maten y obligar a tu madre a enterrar a otro hijo más? Karuk ya conocía esas palabras. Las había oído decenas de veces. El hecho de que su padre y sus dos hermanos mayores hubiesen muerto sirviendo al rey era algo que no le facilitaba las cosas en su decisión de ser un soldado. −Tú no puedes entenderlo. –Dijo Karuk con cansancio. Sabía que nunca alcanzarían un acuerdo. −¿¡Qué es lo que no entiendo!? –Gritó de pronto su madre. Las lágrimas asomaron en sus ojos sin llegar a derramarse. El pequeño Raktiss se volvió al grito de su madre y Lekel dejó de ladrar. De pronto toda la casa se llenó por la presencia de aquella mujer que había visto el rostro de la muerte demasiadas veces. −¡Tal vez no entiendo las ansias que tienes por ir a matar a otros hombres que también tendrán familia, como tú! ¡Tal vez lo que no entiendo es cómo quieres seguir por ese camino que se tragó a tu padre y a tus hermanos! ¡O tal vez no entiendo por qué quieres reunirte tan pronto con tu amigo Obelyn! –Gritó Alena llena de dolor y pena. Karuk no recordaba haber visto nunca así a su madre, ni siquiera el día que le comunicó su decisión de convertirse en Espada. Una parte de él sentía la misma lástima que ella. Todos los días percibía en su interior ese vacío que su padre había dejado al morir cuando él solo tenía once años y Raktiss estaba recién nacido. Su propio mejor amigo, Obelyn Poltark, había perdido la vida de una forma horrible y violenta en la primera batalla que habían tenido. ¿Por qué seguía empeñado en ser un espadachín? Agradeció cuando su madre se dio la vuelta llevándose al pequeño Raktiss a la cama, dando por acabada aquella conversación. Solo en la habitación, Karuk se dejó caer sobre la banqueta y fijó la mirada perdida en su cuenco de sopa fría. Seguía queriendo ir al combate. Después de todo, era un Espada de Oro.
La cena había estado deliciosa, y aunque había comido demasiado, Gullinorn aún se sentía con fuerzas para jugar con sus pequeños hijos Killian y Kolker. Corría detrás de ellos hasta atraparlos y levantarlos en volandas, no se detenía hasta hacerles llorar de la risa. Mientras observaba la escena, Aen recogía la mesa en silencio. No había hablado mucho durante toda la tarde y se había esmerado por preparar los platos favoritos de su marido. Sabía que Gullinorn se ganaba la vida con una espada en la mano y eso significaba que el peligro le acechaba en cada esquina, sin embargo, una guerra era diferente. Su marido estaría lejos de su hogar durante semanas, tal vez meses. No recibiría ninguna noticia de él en todo ese tiempo y tendría que pelear por su vida día y noche sin descanso. Su corazón tenía una amarga pesadez como jamás había sentido. Casi se sobresaltó cuando Gullinorn la abrazó desde atrás y le besó el cuello. −Dime, ¿qué te sucede? –Le dijo con cariño. –Ya he acostado a los pequeños, así que puedes hablar con sinceridad. −¡Oh, Guli! –Exclamó Aen dándose la vuelta y colgándose del cuello de su marido. − ¡No vayas! ¡Por favor, no vayas! Él la abrazó con fuerza atrayéndola hacia su fuerte pecho mientras le acariciaba el cabello con los dedos. −No tienes nada que temer. –Le susurró al oído. –Los dioses me protegerán. Aen no era tan religiosa como su marido y sus palabras no le convencieron demasiado. No obstante, no pudo hacer nada cuando su marido la alzó en sus fuertes brazos y la llevó a su dormitorio. Con el amanecer, Gullinorn se levantaría en silencio y besaría a sus dos hijos pequeños en la frente mientras dormían. Después quemaría incienso delante de la imagen del dios Kharra mientras se arrodillaba y suplicaba que le permitiera volver sano y salvo. No tanto por él, no temía la muerte. Pero le aterrorizaba no saber qué ocurriría con sus hijos y su esposa. Para su sorpresa, Aen llegó y se arrodilló junto a él, en silencio.
La última noche que Galaad Ga’wein pasó en su hogar abrazó a su esposa Zarin con ardor apasionado y la desnudó antes de llegar al dormitorio que compartían. Con ternura, le besó cada centímetro de su turgente cuello mientras ella enroscaba sus piernas en torno a su cintura y le mordía los labios. Ambos estaban llenos de fulgor, eran jóvenes. Zarin era la última descendiente de una larga línea de Espadachines. De haber nacido hombre habría sido un fiero soldado. Sin embargo resultó ser una mujer salvaje, indómita. Toda su furia la reservaba para su
marido. Y la mayoría de las ocasiones, como esa noche, combatían de forma placentera para ambos. Después de haber repetido un par de veces, ambos terminaron exhaustos, abrazados en la oscuridad, con sus pieles cálidas rozándose, sobre la cama desarropados. Contemplándose en las tinieblas de la noche permanecieron en silencio, con la confianza que se tiene con el mejor de los amigos, el mayor de los amantes, la persona en quien más se confía. Almas gemelas. Más tarde hicieron de nuevo el amor y el amanecer les sorprendió sudorosos, jadeantes.
La mano del joven príncipe Sirh acarició el cabello de su padre, que dormía profundamente en el lecho real al lado de su esposa. El rey Durkandar abrió suavemente un ojo, luego el otro. En su visión apareció la figura de su querido hijo que algún día llevaría sobre sus hombros el peso de todo el reino. En sus labios se dibujó una sonrisa. −¿Qué haces aquí, pequeño? Sirh le devolvió la sonrisa sin dejar de acariciarle el pelo. −Nunca te había visto con el pelo corto, papá. El rey se incorporó y quedó sentado sobre el colchón con la espalda recostada sobre la amplia cabecera de la cama. El pecho, velludo y musculoso, estaba desnudo. Cogió a su hijo y lo sentó sobre las sábanas. −Es cierto. Hacía mucho que no se cortaba mi pelo, ¿verdad? Hay una razón para dejárselo crecer, Sirh. Y también hay una para cortárselo en algunas ocasiones especiales. −Yo tengo que cortármelo casi cada mes, papá. ¿No puedo dejármelo crecer como tú? −Cuando seas rey podrás dejártelo tan largo como quieras, hijo mío. Y ojalá que los dioses te concedan que tu cabellera llegue hasta el suelo. Sirh se quedó callado un instante, mirando a su padre a los ojos. −Te lo has cortado porque estamos en guerra, ¿verdad, papá? –Dijo Sirh sin saber bien en qué consistía todo aquello. El semblante de su padre se ensombreció.
−Así es, hijo. Nuestro deber, como reyes de Tarsesh, es salvaguardar la paz en nuestro reino y nuestro cabello largo es la demostración evidente de todo lo que hacemos por ello. Cortar nuestro pelo le muestra a nuestro pueblo que vamos a pelear por ellos. Por su libertad. −Eso ya lo sé, papá, pero…−Sirh titubeó. −¿Qué ocurre, pequeño? −Estaba pensando… −No tienes que preocuparte por nada. Tu padre volverá sano y salvo antes de que tu madre y tú os deis cuenta de que me he ido. –Durkandar abrazó a su hijo tratando de infundirle confianza y valor. −Eso ya lo sé, papá. Eres el mejor luchador que conozco, no hay quien te venza. Es solo que he estado pensando en todo lo de la guerra y tu pelo… −¿Qué te preocupa, Sirh? −Pues… ¿qué ocurre si el rey de Tarsesh se queda calvo? ¿Cómo podrá dejarse el pelo largo o cortárselo? Durkandar sonrió y luego se echó a reír a carcajadas. La inocencia de su hijo pequeño no dejaba de fascinarle y sorprenderle. Le abrazó con fuerza y le besó la mejilla, aplastándosela. Con suerte, tal vez pudiera regresar a su hogar sano y salvo, junto a su esposa y su pequeño. Cómo agradeció en ese instante haber apartado de allí a su insidioso Srasta. No se atrevía a imaginarse cómo sería dejar el reino en sus manos. De repente sintió unas manos suaves como el marfil sobre su hombro, deslizando finos dedos sobre su nuca limpio de pelo. Su mujer, Lia, se había despertado. −Buenos días, querida. –Le saludó él. −¿Quieres aprovechar que está aquí nuestro hijo para que desayunemos juntos? Ella le susurró al oído: −Dile al niño que se marche. A él le tendré todo el día y también mañana. A ti te pierdo hoy y quiero gozar de tu tacto y tu roce una última vez. Cuando el príncipe hubo abandonado el aposento real, Lia y Durkandar se tomaron el uno al otro. Él con pasión animal, ella con delicadeza, como si estudiase cada rincón del cuerpo de su amado, cada movimiento que hacía. Grababa en su memoria cada beso, cada sabor que alcanzaba a su boca, cada olor que aspiraba. Ella le tuvo con ardor, sí, pero también con miedo, asustada de que fuese la última vez.
Aún no era el mediodía cuando el contingente comandado por más de una docena de capitanes esperaba en el patio del palacio a su señor. Los dos Scyfos, Galaad y Gullinorn, Ocasith, Fénzar y otros más aguardaban a lomos de sus respectivos caballos. Las armaduras resplandecientes, las armas envainadas, los rostros serenos, serios. Cerca de los espadachines crecía una multitud compuesta de familiares, amigos y curiosos que se habían acercado para dar el adiós a los guerreros. Sabían que muchos serían los que tal vez no regresasen. En el pórtico del palacio, en lo alto de las escaleras que desembocaban en el patio, Durkandar apareció de la mano de su esposa. El príncipe Sirh les seguía de cerca. Cinco espadachines les custodiaban de cerca y uno de los comandantes de La Espada, el hombre llamado Perástates, también se hallaba cerca. Separándose de su esposa, Durkandar se aproximó a Perástates, desenvainó y le entregó su sable dorado. El espadachín hizo lo propio, de modo que el rey se quedó con una espada corriente como la de cualquier otro hombre y aquel comandante salvaguardaría la espada de oro. Perástates quedaba a cargo del reino hasta que el rey volviera. Si Durkandar pereciese, Perástates tendría que ejercer de regente del joven Sirh. Tras eso, Durkandar descendió los peldaños dejando atrás a su familia y los centinelas que les custodiaban y llegó hasta el caballo que le esperaba. Tras montar en él, encabezó la marcha de los soldados ante la vista de todos los presentes. −No puedo creer que esto esté sucediendo…−Maldijo Karuk por lo bajo entre los curiosos que se habían acercado a observar la salida del ejército. −¿Tampoco tú vas a la batalla? –Le dijo alguien a su espalda. Una voz conocida que Karuk supo identificar aunque hacía varias semanas que no se cruzaba con él. Era su compañero Jantar, otro de los espadachines primerizos con los que había compartido su primera misión, la funesta expedición al Bosque de los Mil Álamos. Ahora, el rostro de Jantar presentaba una cicatriz en la mejilla derecha, un corte producido en el transcurso de su batalla contra los misteriosos seres que se autoproclamaban como los hijos de Abikhtán. −Jantar… Parece que los novatos nos quedamos en casa… −Supongo que piensan que no sabemos pelear, que nos cazarían como a perros en el campo de batalla. –Repuso Jantar con cierta pesadumbre. –Somos los refuerzos, en caso de que algo vaya mal. Por un breve instante, Karuk deseó con todas sus fuerzas que las cosas fuesen de forma horrible para el ejército de Tarsesh y así tuviesen que enviarles a ellos también.
La estación de las lluvias apenas duró una semana más. Tras las nubes salió un sol brillante cuyos rayos chocaban bruscamente con las altas ramas de los árboles y sus frondosas copas. Sobre el suelo del Bosque de los Mil Álamos aterrizaba una mínima parte de toda la majestuosidad solar. A Gullinorn Mulhonin, a la cabeza de un batallón de ciento cincuenta hombres, seguía impresionándole aquel idílico paisaje lleno de vegetación abundante y de animales veloces y hermosos. El canto de los pájaros se dejaba escuchar desde el laberinto de hojas que se formaba sobre las cabezas de los jinetes. Buscó con la mirada tratando de vislumbrar algún lugar conocido. Le parecía mentira que hacía apenas algo más de dos meses se hubieran batido en ese mismo bosque contra aquellas grotescas criaturas que decían querer venganza contra Virrthan. Los soldados, en su mayoría hombres experimentados pero jóvenes, avanzaban atentos. Su trabajo consistía en llegar todo lo lejos que pudieran, rastreando cualquier indicio de los enemigos que apareciese, hasta dar con ellos y exterminarlos. Debían llegar hasta el mar y allí navegar hasta la isla de Corce en la que había una pequeña población que, sin ser ciudadanos de Tarsesh, habían jurado fidelidad a los reyes de la dinastía Kandar. Según contaban los informes, las tropas de Karsia habían llegado primero a aquel lugar y habían tomado el control de la isla. Desde allí, el resto de las tropas debían de haber seguido avanzando rumbo a la misma Tarsesh. Pasaron unos cuantos días más sin que se produjera ningún incidente. Durkandar daba las gracias por todos y cada uno de los momentos de paz que iba dejando atrás, sabedor de que a cada paso que daban más próximos se hallaban del combate. Fue una mañana, un poco antes del amanecer, cuando Durkandar oyó la llamada de alerta cuando aún dormía. Sobresaltado, se puso en pie de un salto, se calzó y se ajustó su coraza en un santiamén. Aferró su espada y salió de la tienda para comprobar que todo su campamento se movilizaba. −¡Ocasith! –Llamó a uno de sus comandantes. −¿Qué ocurre? −¡Señor! ¡Un destacamento de karsianos nos ha divisado y se acerca hacia aquí! −¡Despierta a todos los hombres! ¡Que se preparen para la batalla! −¡Pero, señor! ¡Los karsianos no han venido solos! Durkandar descubrió cierto temor en los ojos del comandante, algo insólito ya que Ocasith llevaba décadas combatiendo. −¿No lo sentís, Durkandar? ¡El suelo! El rey trató de percibir lo que Ocasith le decía y se sorprendió sintiendo un ligero temblor en el suelo. Como si una manada de toros salvajes corriera hacia ellos en embestida.
−Por los dioses…−Farfulló Durkandar. −¿Qué sucede? Las voces de los vigías se hicieron oír en el campamento: “¡A cubierto!”, y sin previo aviso tres soldados de Karsia irrumpieron de entre los árboles con gran velocidad, derribando los troncos y arroyando a los soldados de Tarsesh que no lograron apartarse a tiempo. Los karsianos eran hombres corrientes, soldados como sus enemigos, pero las bestias sobre las que iban montadas no eran simples caballos. −¡Por la barba de Agrunik! − exclamó Durkandar al ver a aquellas criaturas tan altas como columnas. − Las bestias de Krôm. El rey reconoció a aquellas fieras en seguida por las leyendas y cuentos que oyó cuando era niño: feroces criaturas de aspecto enorme que habitaban las cavernas de las tierras del fuego, con cuernos en sus cabezas y extrañas capas de tejido metálico sobre sus cuerpos, como si de una armadura que les creciese sobre el lomo se tratase. Las historias decían que los enemigos del legendario Disanver habían cabalgando sobre ellas y hasta el propio héroe, en una ocasión, montó sobre el lomo de una de.esas bestias en su lucha contra la ciudad de Her. Ahora, Durkandar las tenía delante. Solo eran tres, pero su fiereza estaba arrasando todo el campamento. Tres jinetes karsianos las dirigían y las impelían de un lado para otro, derribando con sus duros cuerpos a tiendas y hombres por igual. Un grupo más de karsianos apareció tras ellos. Iban a pie, armados con arcos y espadas. −¡Los arqueros! − Gritó el rey al ver la lluvia de flechas que abatía a sus hombres. − ¡Derribad a los arqueros! Los Espadas acataron las órdenes de su líder y se lanzaron contra los adversarios que tuvieron tiempo de disparar una ráfaga más de proyectiles antes de que los tarseshios alcanzasen la posición que ocupaban. Entonces, cara a cara, comenzó una encarnizada lucha en la que las espadas y los sables entrechocaban sin cesar. Los karsianos habían contado con el elemento sorpresa y con los temibles animales que les acompañaban, por eso en poco tiempo habían causado diversas bajas y arrasado el campamento casi en su totalidad. Sin embargo, los arqueros que luchaban contra los Espadas apenas eran un par de docenas que no pudieron continuar haciendo frente a los numerosos guerreros de Tarsesh. Por el otro flanco de la batalla, el grueso de las tropas tarseshias eran dirigidas por el valeroso Durkandar que luchaba desde el suelo firme contra una de aquellas terribles bestias y sus jinetes. Los Espadas acometían al fiero animal pero sus armas no hacían mella ninguna en su impenetrable coraza mientras que aquel enorme ser batía su larga cola con cuatro afiladas púas que brotaban de su extremo, lanzando a los soldados del rey por los aires o aplastándolos bajo los pies. Galaad participaba en contener a la segunda de aquellas criaturas mientras que Gullinorn comandaba el tercer batallón contra la última de las bestias. Desde los lomos de los animales, fuera del alcance de las armas tarseshias, los jinetes de Karsia disparaban flechas a blancos fáciles de alcanzar.
−¡Acabemos con ellos! − Gritó uno de los jinetes en su idioma al contemplar que sus compañeros que iban a pie eran finalmente reducidos y exterminados. Desde el otro extremo del campo de batalla, el comandante llamado Fénzar agarró uno de los arcos de los soldados karsianos muertos y disparó un certero proyectil contra uno de los jinetes, atravesándole el pecho. El karsiano quedó colgado del lomo de la criatura que cabalgaba, sujeto por las correas que le mantenían firmemente atado al animal. Con el jinete muerto, la bestia estaba fuera de control. Se revolvió bruscamente y los hombres de Tarsesh retrocedieron, temerosos de ser aplastados. El animal pudo echar a correr torpemente, tratando de huir de todo aquel caos y acabó chocando de bruces con otro de los animales, haciendo que se derrumbara. Con un grito al unísono, los soldados de Durkandar se abalanzaron sobre aquella segunda bestia y su jinete, malherido tras la terrible caída en la que casi había resultado aplastado por su propia montura. Con las piernas apresadas por las correas que le permitían mantenerse sobre el lomo de la bestia apenas tuvo ocasión de defenderse. Una lluvia de estocadas tarseshias cayeó sobre él mientras otros Espadas atacaban al animal en la cabeza, atravesando su cara, hocico y ojos hasta causarles la muerte a ambos. La tercera de las bestias se vio rodeada por un gran número de guerreros enemigos que, aunque lanzaban fuentes golpes de espada, no lograban herir la piel del animal. Aupándose todo lo que podían, los tarseshios comenzaron a dirigir sus estocadas a los pies y piernas del jinete karsiano y a cortar los amarres que le sujetaban. El karsiano ya no contaba con flechas que disparar y fue arrastrado hacia abajo, hacia el mar de enemigos que empujaban armas en su contra, listos para engullirle. Su final fue rápido. La temible criatura, liberada de su jinete, echó a correr despavorida. Cuando los tarseshios se dieron cuenta de que la lucha había concluido, Durkandar levantó un brazo ensangrentado y clamó con fuerte voz, victorioso, y sus hombres no tardaron en seguirle, felices de haber sobrevivido a aquella terrible emboscada.
VENCIDOS.
La escena después de la batalla resultaba grotesca. Cuerpos heridos, sin vida repartidos por todas partes en medio de aquel caos que era el campamento tras ser arrasado por aquellas enormes bestias. Los supervivientes pasaron el resto de la tarde recuperando los cadáveres de sus compañeros y dándoles sepultura. Decidieron no hacer una pira para que el humo ascendente no revelara su posición en caso de que las tropas enemigas se encontrasen cerca. También tuvieron que dar sepultura a los enemigos muertos para que la inmediata descomposición no atrajera a animales salvajes. Acto seguido recompusieron el campamento mientras los heridos eran atendidos. El recuento de las bajas resultó desmoralizante. Los muertos tarseshios ascendían a veintiunos y había otros quince heridos, un par de ellos de gravedad que, casi con total seguridad, no sobrevivirían a la noche. Por otra parte, los enemigos karsianos no alcanzaban a las dos docenas, incluyendo los tres jinetes de aquellas gigantescas bestias que tanto destrozo habían causado. El cadáver de uno de aquellos fieros animales también yacía inerte. Los otros dos habían huido. Cuando hubieron acabado de recomponerse, una multitud de soldados curiosos se fueron arremolinando en torno a aquel cuerpo. Era un animal enorme, tan alto como uno de los elefantes de la isla de Yulh. Su piel estaba recubierta de una infinidad de diminutas escamas de hierro que surgían directamente de la piel de aquel animal, como si de una coraza natural se tratase. El hocico estaba lleno de afilados dientes y de sus pies surgían tres duras garras delanteras. Su cola era larga y gruesa, lo necesario para ayudar a aquellos tremendos seres a mantenerse en pie. Acababan en cuatro largas púas que se convertían en una terrible arma trasera. Uno de los soldados tarseshios se acercó lo bastante como para tocar el cuerpo sin vida de aquel animal desconocido. El tacto de las escamas era frío. Agarró una y, con esfuerzo, logró arrancarla de cuajo del cuerpo. La miró con curiosidad y el resto de sus compañeros Espadas de Oro también la contemplaron. Todos los hombres habían oído las historias que se solían contar a los niños del héroe Disanver, el legendario héroe mitológico que había recorrido los doce países viviendo increíbles aventuras. Todos aquellos valerosos soldados de Tarsesh recordaban ahora la historia en la que Disanver se enfrentaba a las bestias de Krôm, extraños animales que ningún hombre de la presente época había contemplado jamás, pero cuya descripción encajaba a la perfección con el desconocido animal muerto que ahora tenían delante.
¿Qué era aquella extraña bestia? ¿Podía ser una bestia de Krôm? ¿Acaso las leyendas de Disanver podían ser ciertas? En aquel preciso instante, cientos de preguntas se acumulaban en las mentes de aquellos hombres cansados y el temor comenzaba a apoderarse de ellos. −Cavad un foso y enterrad a esa criatura. –Dijo el capitán Ocasith cuando alcanzó a ver al animal y a los hombres que lo contemplaban. −¿Enterrarla? –Preguntó uno de ellos atónito. Era una bestia extraña pero maravillosa, salvaje, había causado la muerte de varios de sus compañeros pero ahora la habían vencido. Era un trofeo. Podían llevarla de vuelta a Tarsesh para que toda la ciudad quedase fascinada de la proeza de aquellos soldados, podrían arrancarle todas las púas para que cada uno tuviese su propia medalla, podrían dejarla allí para que pudieran contemplarla al menos el tiempo que acampasen allí. Incluso había quien pensaba que podría servir de cena. Pero Ocasith era un hombre severo, de decisiones firmes que no revocaba. −Sí. Deshaceos de esa bestia infame. No la quiero en medio de nuestro campamento. A unos metros de distancia, Galaad Ga’wein observó aquella escena. Era un hombre valiente que se había enfrentado a la muerte un centenar de ocasiones. No creía en leyendas ni supersticiones aunque debía reconocer que se había enfrentado a más de alguna cosa que su raciocinio no alcanzaba a explicar. −Es una bestia de Krôm. –Le dijo Gullinorn Mulhonin con convicción. –No importa lo que digas, no me convencerás de lo contrario. Y sabes que tengo razón. Galaad no le contestó. De los dos, Gullinorn era el más religioso, el que prestaba atención a todos esos cuentos que las viejas solían contar sobre animales extraños y salvajes, lugares fabulosos y héroes formidables. Galaad era un hombre escéptico que acostumbraba a creer solo en lo que veía y que desconfiaba de las bondades de los sabios religiosos. Sin embargo, aquella extraña criatura muerta que tenían delante era algo que no podía explicar. −¿De verdad crees eso? –Preguntó tratando de mostrarse incrédulo. −¿Tú no? –Le respondió Gullinorn. − Monturas salvajes, con corazas de escamas naciendo de sus lomos, devoradores de carne y con púas de hierro en las colas. Dime qué son esas bestias con las que hemos luchado sino las míticas bestias de Krôm. −Que habitan más allá de las lejanas Tierras del Fuego. –Le recordó Galaad de forma seria. −¿Crees que nuestros vecinos karsianos han recorrido medio mundo y se han enfrentado a incontables peligros para capturar y domar a esas fieras mitológicas? Creo que es un esfuerzo increíble solo para declararnos la guerra.
−Tal vez lo de la ubicación de las bestias sí sea falso, tal vez no habitan esas lejanas Tierras del Fuego. No podemos negar lo que acabamos de ver, amigo mío. −Lo que acabamos de ver…−Repitió Galaad. −¿Sabes lo que yo veo, Gullinorn? Que una expedición de karsianos nos ha descubierto por casualidad y ellos solos han dado buena cuenta de nosotros. Casi un tercio de nuestro batallón ha desaparecido. No quiero ni pensar lo que ocurrirá si nos encontramos con más de esas cosas. Gullinorn se mantuvo en silencio, pensativo. Galaad no añadió nada más. Contemplaron a los Espadas cavando el foso para enterrar a la bestia mientras otros soldados se apresuraban a arrancarle algunas escamas para guardarlas como trofeos. −Agua de mar. –Dijo Gullinorn de pronto. –Disanver las vencía con agua de mar.
La noche cayó en poco más de una hora. Un grupo de soldados tarseshios se había separado del grupo para cazar algunos ciervos que sirviesen de cena para todo el contingente y al regresar no defraudaron a sus compañeros. El rey Durkandar inspeccionó uno por uno a todos sus hombres, los que permanecían vivos. Trataba de recordar sus nombres y a muchos de ellos, los más antiguos, había llegado a conocerlos lo suficiente como para recordar diversos detalles de sus vidas. Era un trabajo arduo, conocer a sus centenares de soldados, pero él era un rey que quería ser cercano a sus hombres. Si ellos estaban dispuestos a dar su vida por la suya qué menos que llegar a conocerlos y tratarlos con dignidad. Esa era una lección que Durkandar había aprendido de su padre y, para su grata sorpresa, había descubierto que, cuanto más se interesaba por sus soldados, más lealtad y admiración le profesaban éstos. El rey seleccionó a los hombres que se encargarían de custodiar el campamento durante la noche y él mismo decidió montar vigilia durante el primer turno. Ciertamente era un noble rey. Galaad se sintió agradecido de librarse de poder descansar, sería centinela otra noche pero esa podía dormir a pierna suelta. En su sueño, Galaad se hallaba en un paraje desértico y rocoso. El suelo estaba resquebrajado por la sequía. No había ni una sola nube en el cielo, allí nunca las había. Escorpiones y serpientes se ocultaban bajo las rocas. El sol, colgado del cielo, abrasaba como un horno candente. Nunca había estado allí, pero de inmediato Galaad supo dónde se encontraba. Las Tierras del Fuego. Hacía años había estado en un lugar cuyo nombre se parecía, la
Caverna del Fuego, pero no tenía nada que ver con aquel lugar abandonado de los dioses. Sintió la garganta seca, la lengua áspera, el sudor de la frente resbalando, ampollas formándosele en los pies. Tenía una cantimplora pero estaba llena de agua salada. El anciano con el que había compartido navío, un sabio llamado Ores, le había dicho que la necesitaría una vez hubiese desembarcado en esas tierras. Sin embargo, ahora empezaba a pensar que había sido una estupidez hacerle caso a ese pobre viejo. Fue entonces cuando escuchó ese leve ruido, algo gutural, como el gorjeo de las aves. Pero no eran pájaros. Una fuerte pisada a su espalda le hizo girarse sobresaltado. Allí estaba ese extraño animal salvaje, grande como una choza, de aspecto amenazador, hambriento de carne humana. Otra fiera más surgió en lo alto de un risco cercano, y una tercera se acercaba desde otro punto. Le rodeaban, eran una manada. Galaad buscó con la mano la empuñadura de su espada pero allí no había nada. No llevaba ningún arma colgada de su cinturón. Ni siquiera llevaba el uniforme propio de Los Espadas de Oro. No era Galaad aunque llevase su cara. En su interior sabía que tenía otro nombre. Disanver. Entonces una de aquellas bestias se abalanzó sobre él. Galaad, o Disanver, destapó su cantimplora hecha con la piel de un cordero y se dispuso a lanzar el agua del mar que guardaba directamente al rostro de aquel fiero animal. Pero en su interior no había nada. No había agua del mar. Solo aire y vacío. La bestia alcanzó su presa y despedazo con sus duras garras la carne de su pecho. En ese instante, Galaad despertó. No brincó sobresaltado como haría el resto de los hombres. Él solo abrió los ojos, tensando su cuerpo y apretando los dedos en torno a la empuñadura de su espada. No era Disanver y no estaba en las Tierras del Fuego. Estaba momentáneamente a salvo, en el interior de su tienda de campaña, durmiendo. Se relajó. Respiró suavemente. En la leyenda, Disanver poseía un viejo odre de piel de cordero, una cantimplora, llena de agua del mar en el que había navegado días antes, y lanzaba esa agua a los rostros de las tres horribles bestias y les producía terribles quemaduras que las hacía huir despavoridas. En su pesadilla, Galaad tenía la cantimplora vacía. ¿Por qué? Estaba seguro de que si se lo contaba a Gullinorn él le diría que se trataba de un mal augurio. De modo que se levantó en silencio y salió fuera de la tienda a respirar aire fresco. Más tiendas rodeaban las suyas y discretas antorchas alumbraban el perímetro. Varios soldados montaban guardia pero hacía horas que había concluido el turno de Durkandar.
Galaad se reprochó el haber soñado aquella tontería. Las bestias de Krôm. Se burló solo de pensarlo. Ni siquiera se llamaban así. Tenían otro nombre que ahora no era capaz de recordar. Krôm era un canalla en aquella historia que se había enfrentado a Disanver un par de veces y que logaba, más adelante, hacerse con el control de las bestias y hasta cabalgar a una de ellas. El final de la historia era el desastre para el malvado y sus bestias y la gloria para el héroe que lograba vencer a todos los obstáculos que encaraba. Disanver siempre ganaba. Pero Disanver no era real. De eso, Galaad estaba seguro. Era mitológico, ideado. Galaad no creía en esos cuentos. Se quedó allí de pie largo rato, respirando el aire nocturno, sin darse cuenta de que era observado. Dos leves luces brillaban con un tenue resplandor sobre las ramas de un árbol no muy alejado de allí, un álamo alto desde el que se podía divisar todo el campamento. Las luces surgían de dos cuerpos esbeltos de sendas mujeres. No. No eran mujeres. Eran ekhanys hembras. En silencio continuaron espiando a Galaad Ga’wein hasta que éste regresó al interior de su tienda. Llevaban espiándole durante varias noches sin que él lo sospechase.
A la mañana siguiente, los hombres todavía estaban recuperándose de sus heridas. Un par de decenas de hombres, los menos maltrechos, montaban guardia listos para ser la primera línea de defensa si sucedía un nuevo ataque mientras sus compañeros desayunaban. Durkandar había reunido a sus generales en su propia tienda y, sobre una enorme mesa en la que había desplegado un mapa del bosque y de la costa, estudiaban la próxima estrategia. −Estamos a poco más de dos semanas de distancia de Tarsesh. Si enviamos ahora un mensajero que pida refuerzos a la ciudad tal vez las tropas no tarden demasiado en unírsenos. –Propuso el comandante Ocasith. −Llegarían al cabo de treinta días, puede que un poco menos. ¿Qué se supone que haremos todo ese tiempo? ¿Quedarnos aquí de brazos cruzados? –Dijo uno de los Scyffos en completo desacuerdo con semejante decisión. −Está claro que solo cien hombres no serán suficientes para hacer frente a los karsianos, Rojo. –Espetó Ocasith en respuesta. − ¡Necesitamos toda la ayuda posible! −Pero dejar Tarsesh sin protección no es la mejor opción, Ocasith. Si resultamos vencidos, los hombres que hay en la ciudad serán la última esperanza. –Le contestó
Fénzar que, al igual que Scyffo el Rojo, opinaba que sería demasiado arriesgado dejar al reino sin protección. −¡Si nosotros, los mejores soldados de Tarsesh, resultamos vencidos por las tropas de Karsia, los hombres que se han quedado en casa no tendrán ninguna oportunidad! – Exclamó Ocasith con un puñetazo sobre la mesa. Los comandantes que apoyaban a Ocasith prorrumpieron en alboroto mientras que los que opinaban lo contrario también trataban de hacerse oír. Los nervios se habían apoderado de aquellos hombres acostumbrados a lidiar con gran tensión. −¡Basta ya! –Gritó Durkandar. Sus comandantes obedecieron la orden del monarca y el silencio absoluto inundó la tienda. −Haced llamar a un jinete que esté sano y que se ponga en camino ahora mismo hacia Tarsesh. Que vengan todas las tropas que sean posibles. –Ordenó el rey. −Pero, majestad…−Objetó El Rojo. −Basta, Scyffo. Como ha dicho Ocasith, si nosotros caemos, ¿qué posibilidad tendrá Tarsesh? No podemos caer. Debemos redoblar nuestras filas y aguantar. No hay opción para el fracaso. Ocasith saludó al rey con una leve inclinación de cabeza y salió de la tienda para cumplir la orden. Scyffo el Rojo, Fénzar y los demás comprendían la necesidad que existía de conseguir más soldados pero eso no significaba que estuviesen de acuerdo. El propio Durkandar se encomendó en silencio a los dioses, rogándoles que protegiesen su ciudad, especialmente a su mujer y su hijo. −Treinta hombres vendrán conmigo. –Añadió el monarca. –Avanzaremos con sigilo hasta dar con el campamento enemigo para averiguar cómo de poderoso es el ejército karsiano y evitar sorpresas. Los demás permaneceréis aquí y os mantendréis vigilantes. El rey abandonó la tienda ante la asombrada mirada de sus hombres. Estaba decaído y no se debía a la herida que había recibido en su brazo izquierdo y que ya había sido atendida convenientemente. Se le podía leer en el rostro lo que los comandantes se negaban a creer: que los karsianos se habían hecho con un poder sobrehumano y eso les dejaba a ellos, los valerosos Espadas de Oro del reino de Tarsesh, en una posición muy poco ventajosa. Creer que aquellas tres bestias con las que se habían topado serían las únicas con las que Karsia contaría, era muy ingenuo. Lo único que Durkandar esperaba era que aquellas bestias de Krôm fuesen la única sorpresa con la que las tropas de Karsia contaban.
Galaad, Gullinorn y Fénzar se encontraban entre los treinta hombres que acompañaban a Durkandar en su avanzadilla hacia el campamento enemigo. Ocasith había quedado al mando del resto del campamento. Durante siete días Durkandar y sus hombres avanzaron con precaución, vigilando que cada paso que daban fuese lo más sigiloso posible, sin romper ramas caídas ni pisar hojas si podían evitarlo. Caminaron entre los robustos álamos con ojos atentos, sabiendo que podían toparse con el enemigo en cualquier momento. Las noches eran frías. Dormían al raso, turnándose cada cuatro horas para montar guardia y no encendían ningún fuego que pudiese revelar su situación. Huían de los claros del bosque y buscaban lugares poblados de árboles donde pudieran permanecer escondidos sin dificultad. Cierta tarde, cuando estaba ya oscureciendo y mientras aún se encontraban tratando de elegir un lugar adecuado para pasar aquella noche, descubrieron una docena de luces brillantes luces sobre las ramas de los árboles. Azules, moradas, anaranjadas, verdes, rojizas. Luces que se movían sobre las ramas con movimientos lentos, elegantes, que parecían estar observándoles a ellos. Tras el resplandor luminoso se percibía con dificultad la silueta de hombres y mujeres jóvenes, todos ellos hermosos. Era algo excepcional. −Ekhanys. –Dijo Fénzar al contemplarlos. Pero nadie más añadió nada. Aquel espectáculo de luces danzarinas sobre sus cabezas era demasiado bello para estropearlo. Igualmente, aquellos luminosos seres de apariencia humana parecían igual de sorprendidos con la presencia de aquellos seres fuertes, vestidos con corazas, que habían irrumpido en sus bosques. Aquella noche, sobre las cabezas de Los Espadas de Oro brillaron algo más que las estrellas del cielo y, a la mañana siguiente, los ekhanys aún seguían por allí. Durante dos días más, los hombres de Tarsesh continuaron viéndolos y el número de aquellas hermosas criaturas pareció ir en aumento. Debían de haberse acercado al lugar que los ekhanys tenían por hogar. −Me preocupan estas criaturas. –Dijo uno de los hombres aquella noche al comandante Fénzar y al rey Durkandar, sus compañeros de turno de guardia. −No hay nada que temer. –Respondió Fénzar. –Los ekhanys son seres pacíficos, no conozco ninguna historia que hable de un ekhany peleando contra algún otro ser vivo. −Sí, pero se nos acercan demasiado y brillan. ¿No atraerán la atención de los karsianos, si andan merodeando por aquí cerca? Durkandar ya había contemplado aquella posibilidad y se había percatado de que no era el único de aquella avanzadilla que sospechaba que esos curiosos y resplandecientes
seres podían atraer al enemigo sin proponérselo. Pero, ¿qué podía hacer? Los ekhanys no les habían atacado, y si bien era cierto que no se conocían historias de guerra entre ekhanys, tampoco se conocía a ciencia cierta de lo que eran capaces. ¿Y si al tratar de quitárselos de encima desencadenaban la furia de increíbles criaturas feéricas? Durkandar ya había combatido contra seres fantásticos hacía apenas unos días, no quería tener que volver a hacerlo. Cuando el sol ascendió, el rey llevaba ya varias horas dormido tras recibir el relevo de uno de sus compañeros. Galaad le movió ligeramente el hombro para hacerle despertar con suavidad, mientras susurraba: −Majestad. Cuando el rey abrió los ojos se encontró a aquel valeroso soldado acuclillado a su lado, con el dedo índice sobre sus labios haciendo el gesto de guardar silencio. Un rápido vistazo al resto de los hombres le permitió descubrir que los que ya estaban despiertos se hallaban en posición de alerta y despertaban a sus compañeros aún dormidos con gran sigilo. −¿Qué ocurre? –Preguntó Durkandar en un susurro. −Los karsianos. –Le respondió Galaad señalando con la cabeza. El monarca se enderezó con gran cuidado, tratando de hacer el menor ruido posible. Agachado, avanzó hasta detrás de un ancho álamo, en la dirección que Galaad le indicaba. Desde allí pudo ver a varios metros a un grupo de soldados karsianos que avanzaban con igual cautela. Eran numerosos, tal vez cincuenta hombres, todos armados con sables y escudos. Una decena de ellos llevaban arcos y flechas, y otra decena sujetaba largas lanzas de casi dos metros de largo. Los Espadas de Oro se fueron agrupando en líneas detrás de su rey, los comandantes se colocaron a sus lados. −¿Atacamos, señor? –Preguntó Gullinorn. −Aún no. –Respondió Durkandar sin desviar los ojos de sus presas. –Podemos seguirles. Tal vez nos lleven hacia su campamento. Obedeciendo las órdenes de su rey, los treinta taseshios avanzaron despacio, afianzando cada paso, sujetando sus armas. Se hallaban a solo quince o veinte metros de sus enemigos. Una espesa capa de árboles les separaba y les ayudaba a permanecer ocultos pero aun así sus respiraciones eran entrecortadas, los latidos de sus corazones intensos, sus almas estaban inquietas, nerviosas. La batalla se podía desatar en cualquier momento. Durante varias horas caminaron en completo silencio. La primera fila de hombres contemplaba a los enemigos allí, delante de ellos. El resto de la avanzadilla tan solo podía ver las espaldas de los compañeros que tenían delante. Oían las voces de los
hombres de Karsia hablando en su propia lengua, bromeando sobre mujeres, riendo. Los tarseshios se detuvieron cuando sus oponentes se tomaron una pausa para comer. Desde detrás de los árboles, Durkandar y sus hombres observaron inmutables como los karsianos saboreaban cada bocado de los panes y los quesos que portaban consigo. Ellos aguantaron de pie, en silencio, sin comer nada. Después, los karsianos reanudaron la marcha y los tarseshios continuaron su seguimiento hasta la noche. Cuando la oscuridad se apoderó del cielo, las tropas karsianas se detuvieron en un claro del bosque. Levantaron unas pocas tiendas que varios hombres tendrían que compartir, y encendieron un fuego ante la furtiva mirada de Durkandar y sus hombres. Finalmente, los karsianos cenaron y se fueron a dormir, dejando a cinco o seis hombres como centinelas. Fue entonces cuando los comandantes tarseshios se acercaron por fin al rey para decidir qué harían. −Estamos dando la vuelta. –Dijo Galaad. −Cierto. No están regresando a su campamento, sino explorando el terreno. Nos buscan. –Añadió Gullinorn. −¿Qué vamos a hacer? −Esperemos. –Respondió Durkandar con firmeza. –Dentro de tres horas, cuando sea el cambio del primer turno, atacaremos. Era sin duda el momento idóneo para tender la emboscada. Tras esas primeras tres horas, el grueso del grupo estaría ya profundamente dormido, los centinelas relevados estarían bastante cansados y relajados como para no ser grandes contrincantes, y los guardias del segundo turno estarían recién despertados con apenas tres horas de descanso sobre sus espaldas, no opondrían gran resistencia. Los Espadas de Oro llevaban todo el día caminando en silencio sin haber probado bocado y ahora les tocaba aguantar firmes en sus posiciones, sin moverse, durante tres largas horas. Estaban agotados y con los pies adoloridos, pero aguantar era vital. Por fin llegó el momento en que los centinelas que vigilaban durante el primer turo despertaron a sus compañeros que les darían el relevo. Los primeros entraron en las tiendas para dormir mientras que los otros se desperezaban estirando los brazos y bostezando. Los tarseshios esperaron la orden de su líder. −Aguantad. –Susurró. Y continuaron esperando varios minutos más, los justos para que el movimiento en el campamento karsiano cesase, pero no los bastantes como para que los nuevos guardias se despertasen del todo. −Arqueros. –Llamó Durkandar con la voz baja. –Eliminad a los centinelas. Apuntad a sus gargantas.
Cuatro arqueros tarseshios dispararon sendas flechas en completo silencio, alcanzando a sus enemigos en el cuello, matándoles casi en el acto, sin darles tiempo a gritar. Los karianos cayeron al suelo a plomo, sin emitir ningún sonido más. Durkandar hizo un gesto con su mano, lanzando su brazo hacia adelante, y los tarseshios comenzaron a avanzar silenciosamente. Al alcanzar el pequeño campamento karsiano se dividieron en pequeños grupos que rodearon las tiendas. En ese instante, el rey de Tarsesh clamó con gran fuerza y sus hombres aunaron sus voces también mientras se lanzaban al ataque. Con las espadas en las manos, cortaron las telas de la tienda y entraron en estampida lanzando estocadas a diestro y siniestro sobre los karsianos que cayeron muertos sin mostrar resistencia. Solo los últimos de los karsianos que quedaban vivos tuvieron ocasión de alcanzarse las armas para tratar de defenderse, pero fueron superados en número y abatidos rápidamente. La batalla fue rápida y furiosa. No hubo clemencia. Matar a un hombre dormido no era la cosa que más les gustaba a Galaad y sus compañeros, pero decididamente era mejor que morir a manos del enemigo. En la guerra lo mejor era salvar cuantos más obstáculos mejor y acabar con un enemigo desprotegido era la mejor de las opciones. Cuando todo parecía haber acabado, los tarseshios derribaron las tiendas y fueron acuchillando los cuerpos de los enemigos caídos, para asegurarse de que todos estaban muertos. Durkandar no había perdido a ninguno de sus hombres en esa ocasión y ahora estaba bastante convencido de que no debía de haber más karsianos cerca, de modo que esa noche podrían cenar y descansar bien, aprovechando el fuego y las provisiones del campamento enemigo. Desde lo alto de los álamos, dos mujeres ekhanys habían contemplado toda aquella escena, con una mezcla de repugnancia y curiosidad, sin entender por qué aquellos hombres, en apariencia todos iguales, se habían quitado la vida unos a otros. −Por favor, Akana, vámonos. –Dijo una de ellas a la otra. −No te preocupes, Deraïs, no quieren nada con nosotras. –Respondió la llamada Akana. −¿Por qué estás tan interesada en esos humanos? Son peligrosos, han derramado la sangre de sus congéneres. −Sí. Pero entre ellos está él. La ekhany llamada Akana permaneció quieta sobre la rama del árbol. No sentía miedo. Sus ojos estaban fijos, como los de un halcón sobre su presa. Su compañera, Deraïs, sentía miedo. No entendía la obsesión que Akana tenía con aquel hombre al que llevaban días y noches siguiendo. El hombre al que sus compañeros llamaban Galaad.
A la mañana siguiente Durkandar y sus hombres reanudaron la marcha en búsqueda del campamento enemigo. Decidieron desandar todo el camino que habían hecho el día anterior hasta el punto donde habían descubierto a los karsianos. Desde allí trataron de encontrar el rastro que sus enemigos habían ido dejando. Fue difícil pero lograron dar con él y comenzaron a seguirlo. Durante dos días más caminaron. En sigilo, sin pausa, atentos a todos. Continuaron viendo a curiosos ekhanys que les observaban desde las alturas, pero en ningún momento repararon en que había dos hembras que prácticamente iban siguiéndoles. Al final de la tercera mañana desde su encontronazo con los karsianos alcanzaron la playa y allí, sin llegar a salir de la maleza, descubrieron el gran campamento enemigo. Ocultos tras la última línea de álamos observaron como la hierba y los arbustos iban menguando delante de ellos hasta que la tierra se volvía arena, y más allá de la orilla comenzaba el agua del mar. La playa era kilométrica y se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El campamento karsiano debía de contar con unos quinientos hombres: soldados de infantería, arqueros, lanceros, jinetes. Habían traído caballos y carros de combate con hoces en los radios de sus ruedas. Las tiendas estaban organizadas en cinco centurias que a su vez se dividían en cuatro grupos de cuatro, cada uno con veinticinco hombres. En medio del campamento, una tienda se alzaba con gran majestuosidad sobre todas las demás y allí numerosos esclavos y hermosas concubinas atendían las necesidades físicas y carnales de Mar’Uth, el príncipe primogénito de Karsia, el hombre que comandaba aquellas tropas. Los tarseshios le reconocieron de inmediato. Era un hombre alto, de gran atractivo y voz poderosa, como un trueno. Su cabello negro se unía a su barba y caía largo hasta los hombros. Lo llevaba atado en siete trenzas. Sus ojos eran del color de la miel. Era un hombre presumido y altivo que ambicionaba el trono de su padre. Lo que Durkandar sospechó fue que el príncipe tal vez estuviese tratando de conseguir su propio reino al conquistar Tarsesh. Pero lo que Los Espadas de Oro descubrieron con el más grande pesar fue el hecho de que los karsianos contasen con más de dos docenas de aquellos terribles animales que habían causado estragos en su primer combate. Las bestias de Krôm. −Es hora de que regresemos a nuestro puesto. –Le dijo Durkandara sus hombres. – Esperemos a los refuerzos y roguemos a los dioses para que seamos suficientes como para hacer frente a ese bastardo de Mar’Uth. El retorno al campamento fue más rápido que la ida. Al llegar, el rey y sus hombres se encontraron con la grata sorpresa de que las tropas de refuerzo ya habían llegado: trescientos Espadas de Oro entre los que se encontraban hombres veteranos y novatos, como Karuk Fa, que saludó efusivamente a Gullinorn Mulhonin cuando éste le vio. También relataron su encuentro con un primer destacamento de cincuenta karsianos y
los extraños y maravillosos ekhanys que habían contemplado en las profundidades del bosque. El silencio se apoderó de todos los hombres una vez que Durkandar relató lo que habían visto en el campamento enemigo que se alzaba en la playa, especialmente cuando habló sobre las numerosas bestias de Krôm. La reunión con los principales comandantes no se hizo esperar. Durkandar convocó de inmediato a sus hombres de más confianza y mayor rango y entraron al interior de la tienda. −El campamento se halla a algo más de una semana de distancia, justo en la orilla del mar. –Comenzó hablando Durkandar. –Son quizá unos pocos hombres más que nosotros pero su verdadera ventaja estriba en los terribles animales que tienen bajo su control. −¿De verdad son las míticas bestias de Krôm? –Preguntó uno de los comandantes que habían llegado con los refuerzos. −¡Por supuesto que no! –Exclamó un incrédulo Ocasith. – ¡Eso no son más que tonterías! ¡Cuentos de viejas! −¿Cuentos de viejas? –Inquirió Gullinorn. – ¡Eran bien reales cuando las combatimos! ¿Qué otra cosa pueden ser sino las bestias de Krôm? −¡Silencio! –Gritó el rey antes de que comenzara una discusión sobre la verdadera razón de ser de aquellas bestias. − ¡No importa cómo se llamen! ¡Lo único que importa es cómo vamos a matarlas! −Un enfrentamiento cara a cara con ellas es imposible. –Recalcó Galaad. –Tal vez si contásemos con catapultas o algún otro tipo de artillería pesada… −Tendríamos que construirlas y eso nos llevaría demasiado tiempo. –Dijo Fénzar negando con la cabeza. –Por no mencionar que arrastrarlas entre los malditos árboles sería prácticamente imposible. Habría que talarlos. −No podemos contar con ningún artilugio ahora mismo. –Admitió el rey. –Solo contamos con lo que ya tenemos. −En estas circunstancias, un ataque sorpresa parece lo más lógico. –Se aventuró a decir Ocasith. –Un ataque rápido con proyectiles, disparando a las bestias a los ojos, y causando el mayor número de bajas posibles entre las tropas karsianas antes de retirarnos con velocidad para volver a atacar días más tarde. −Guerra mediante emboscadas. –Dijo Gullinorn como si tratara de recordar un nombre apropiado para ese método de batallar. −Si algo sale mal, −dijo Durkandar, −es probable que muramos todos nosotros. Y no habría nada que detuviera el avance de Karsia hacia Tarsesh.
Fuera de la tienda, las tropas se preparaban para cenar con la última luz de la tarde. −Te veo muy contento. –Dijo Jantar a su compañero Karuk mientras se llevaba un pedazo de carne asada a la boca. El joven asintió con la cabeza mientras masticaba y tragaba con voracidad. −Sí. Este es el lugar donde tenemos que estar. –Dijo Karuk. –En primera línea de la batalla, no cuidando la ciudad como si fuésemos meras niñeras. −Pero esto es diferente. –Dijo otro de los jóvenes que cenaban juntos en el mismo corro. –Esto es la guerra. No es como patrullar por la ciudad montados a caballo. Cuando entremos en combate muchos de los que están aquí con nosotros morirán. Karuk no respondió. Pensó en su madre, en cuánto se había disgustado cuando finalmente llego el mensajero a la ciudad reclamando más tropas de auxilio. Su propio padre y sus dos hermanos mayores habían perecido en situaciones similares. Su gran amigo Obelyn Poltark había salido una mañana de su casa para encontrar la muerte por el camino. Tal vez esa fuese la última noche para Karuk. ¿Sería valeroso cuando llegase el momento de morir?
A la mañana siguiente, el campamento tarseshio se puso en camino rumbo al mar, no se detendrían hasta alcanzar a sus enemigos. Pensaron que serían siete días de inagotable marcha, pero no llegaron a cinco. Justo cuando habían recorrido la mitad del camino, los hombres que iban a la vanguardia tocaron las trompetas de alarma. −¿Qué demonios sucede? –Exclamó Ocasith. −¡Nos atacan! ¡Los karsianos están delante de nosotros! –Gritó uno de los soldados en respuesta. −¡Todos preparados para el combate! –Ordenó Durkandar. −¡Arqueros! De pronto, las tropas karsianas irrumpieron entre los árboles justamente delante de ellos. Los arqueros tarseshios dispararon una ráfaga de flechas que derribó a varios soldados enemigos. Espadachines de ambos bandos desenvainaron sus armas y lanzaban potentes golpes. Quienes no podían pararlos con sus respectivos escudos recibían violentos cortes en el torso, rostro o extremidades. Muchos resultaron heridos en el primer choque y muchos más murieron. −¡Fénzar! ¡Dirige las tropas hacia el flanco oeste! –Gritó el rey de Tarsesh.
El comandante sopló con fuerza el silbato que llevaba colgado del cuello para hacerse oír por encima del ruido del combate. Los que eran sus hombres le siguieron hacia el oeste. El flanco de los tarseshios comenzó a rodear a las tropas enemigas que quedaron atrapadas en el interior de un círculo de espadas contra las que pelear. Ocasith dirigía el ataque central y sus hombres se batían con gran fiereza, hiriendo y derribando contrincantes. Durkandar hizo sonar su propio silbato, la señal de que Ocasith debía echarse atrás y dejar paso a las tropas de Scyffo El Rojo. De este modo los soldados de Tarsesh se compenetraban, luchando unos mientras otros, en la retaguardia, podían descansar o sacar de en medio a los heridos. Galaad avanzó espada en mano seguido de Gullinorn Mulhonin y muchos de los recién llegados entre los que estaban Karuk y Jantar. Se abrieron paso entre las filas karsianas dando estocadas sin cesar. La sangre de los enemigos heridos salpicaba la cara de Karuk. Su hombro chocó contra el de un karsiano que se hallaba inmerso en un duelo de espadas contra otro tarseshio. Lanzó un golpe con su espada que atravesó el vientre de un enemigo y le vio caer. Más adelante el que caía era un Espada de Oro. Galaad se movía ágil y veloz, estaba en su elemento, era difícil seguirle. Karuk contempló a su héroe alcanzar a uno de los comandantes karsianos y batirse contra él. Era un hombre habilidoso en el manejo de la espada, pero Galaad Ga’wein lo era más. De pronto, Karuk se dio cuenta de que Jantar ya no estaba a su lado. ¿Le habrían herido? Según caía un enemigo, otro avanzaba hacia él. A sus pies, los cuerpos de ambos bandos comenzaban a acumularse. La lucha estaba muy igualada y el choque entre ambos ejércitos había sido devastador. La victoria estaba al alcance de cualquiera de ellos, sencillamente sería del que más aguantase en pie. Fue entonces cuando, en la lejanía, se pudo oír un rugido temible que iba avanzando hacia los hombres a una velocidad inhumana. En cuestión de segundos, karsianos a lomos de varias bestias de Krôm hicieron su terrible aparición derribando todos los enromes árboles que había a su paso. Trotaron veloces hacia la batalla, guiados por los karsianos que se sentaban sobre sus lomos. El príncipe Mar’Uth cabalgaba sobre una de ellas mientras aferraba una lanza. El heredero del trono de Karsia había descubierto a su principal objetivo en el campo de batalla: el rey Durkandar. Lanzó su jabalina con certera precisión, alcanzando al monarca de Tarsesh en el vientre atravesándolo. −¡Majestad! –Gritó Ocasith corriendo a socorrer a su rey. Durkandar había caído al suelo y no se movía ya. Los soldados karsianos se abalanzaron tratando de rematarle pero Ocasith se plantó frente a ellos, dispuesto a defender a su rey con la vida misma. Y eso hizo. Acuchilló a uno, a otro, a dos más, a cinco, a diez. Cada uno trataba de acabar con el comandante tarseshio y, aunque ninguno lo hubiera logrado en solitario, eran demasiados para que Ocasith saliera
impune. Le alcanzaron en los brazos, en las piernas, un tajo le marcó la cara, otros más le hirieron el torso. Finalmente, Ocasith cayó sobre su rey, como si tratara de dejar su cuerpo a modo de escudo que le protegiera. Las bestias de Krôm avanzaron furiosas, con ímpetu destructivo, sin hacer distinción entre tarseshio o karsiano. Sus garras despedazaron a tantos hombres como pudieron, sus cuerpos irrumpieron en medio del combate aplastando a todos los soldados que hallaron a su paso. El caos fue el que llegó a gobernar. −¡Retirada! –Gritó Fénzar viendo cómo sus hombres caían a decenas. Varios tarseshios habían echado ya a correr, también algunos karsianos se habían retirado, malheridos. De pronto, Galaad sintió una mordedura caliente en el estómago: le habían herido. Un simple soldado karsiano, un joven con la barba aún sin cerrar, le había atacado a traición y le había herido. Había temor en los ojos del soldado, apenas era un crío. Galaad, adolorido, acometió con fuerza, sin piedad. Derribó al joven soldado sin dificultad pero el dolor en la herida comenzaba a aumentar y sangraba mucho. De repente, se sintió desvanecer y a punto estuvo de caer al suelo. −¡Galaad! –Exclamó Gullinorn llegando en socorro de su amigo. −¡Tenemos que salir de aquí! −El… rey…−Musitó Galaad. −No le veo por ninguna parte. Ocasith ha caído y Fénzar ha gritado retirada. –El grandote pelirrojo no dio más explicaciones. Cogió a su amigo por la cintura y se alejaron del campo de batalla como pudieron. Atrás quedaron numerosos soldados muertos de ambos bandos, esparcidos por el suelo junto a sus armas y crecientes charcos de sangre. Las bestias de Krôm rugieron con fuerza. El príncipe karsiano dio un grito de victoria y sus hombres, los que quedaban, se le unieron. Eran los claros vencedores. Pero Mar’Uth no iba a detenerse ahí. Dio la orden de correr en persecución de los tarseshios que habían huido. Debían darles muerte antes de llegar a Tarsesh. Gullinorn, oculto entre los árboles, sostenía el cuerpo herido de su amigo. −¿Qué ha… ocurrido? –Preguntó Galaad. La zona del combate pronto quedó vacía a excepción de los cadáveres. El horror se dibujó en el rostro de Gullinorn antes de responder a su compañero: −Hemos perdido, amigo mío. Tarsesh está condenada. Al oír aquello, Galaad se separó, tambaleándose, para contemplar con sus propios ojos lo que su amigo acababa de decirle.
Era cierto. Cientos de soldados de ambos bandos destrozados. El cuerpo de Ocasith, grueso y musculoso, con su brillante calva sin un solo cabello, caído boca abajo. Algunos de los hombres que le habían acompañado en la avanzadilla que realizaron unos días atrás yacían muertos. ¿Quién era aquel joven que estaba caído de espaldas y sangrando profusamente? Conocía esa cara pero había olvidado su nombre. Era el joven que les acompañó en la travesía que el traidor Virrthan dirigió hacia más allá del confín del Bosque de los Mil Álamos. ¿Cómo se llamaba? No lograba recordarlo. Y el rey… ¿Dónde estaba Durkandar? Con la visión nublándose por el dolor no lograba divisarlo. Tal vez se hubiera salvado. Cayó de rodillas, mareado. Sentía que las tripas se le derramaban fuera del cuerpo. Aquello había sido una carnicería, la escena era espantosa. −Rézale a tus dioses, Gullinorn. –Dijo con un último aliento, lleno de rabia impotente. –Pregúntales por qué nos han abandonado. Gullinorn no contestó. En su lugar se escuchó una voz pétrea procedente de una garganta gris, rocosa. Era el cuerpo de un gigante que surgía de entre los árboles. Era Ukitran, el primero de los hijos de Abikhtan. −Tal vez los dioses no te contesten, Galaad Ga’wein. Pero mis hermanos y yo tenemos un pacto contigo. Y los hijos de Abikhtan siempre cumplimos nuestra palabra.
PONIÉNDOSE EN PIE.
Cuando Karuk Fa abrió los ojos no fue capaz de recordar nada salvo el gran río de sangre que manaba de su pecho tras resultar herido en el fragor de la batalla. Recordaba la calidez de la sangre besando su vientre y el escozor de la herida que se volvió repentinamente en una gélida quemazón que le provocó nausea y le aflojó las piernas hasta tal punto que se derrumbó. Cuando abrió los ojos supuso de inmediato que había ascendido a la región espiritual donde iban las buenas personas tras morir para reunirse con el Gran Dios que había creado los cielos y las tierras. Pero desechó esa posibilidad cuando sintió el vientre aún magullado tras la herida. Le habían cosido y estaba vendado, y era obvio que en el cielo no debía de haber nadie enfermo o herido por lo que supuso que todavía estaba vivo. −¿Te has despertado ya? –Rugió una voz dura y pétrea, como si le hablase una montaña. Karuk se sobresaltó ante aquella voz y el rostro de quien profería las palabras. Primero le asustó el aspecto inhumano de aquel ser, pero luego, cuando recordó dónde le había visto anteriormente, se sobresaltó aún más. Aquella criatura grisácea de más de dos metros de alto y con cuatro fornidos brazos que parecían estar hechos de piedra era Ukitran, el primogénito de los abikhtanitas, los cuatro seres que custodiaban El Bosque de los Mil Álamos y que ya habían cruzado las espadas contra las tropas de Tarsesh cuando Karuk Fa se adentró en aquellos parajes con la expedición del difunto capitán Virrthan. En aquella ocasión, los cuatro abikhtanitas habían dado buena cuenta de casi treinta hombres jóvenes hábiles en el manejo de las armas, de modo que reencontrarse cara a cara con el líder de ellos no le infundió ninguna tranquilidad. −¿Puedes oírme, humano? –Repitió Ukitran. −¿Te encuentras bien? Pero Karuk seguía demasiado aturdido ante aquella visión como para responder. −Tranquilo, Ukitran. Creo que el joven espadachín ha regresado por fin al mundo de los vivos. –Aquella voz que habló era cálida, humana. Karuk la conocía. Buscó con la mirada al dueño. Descubrió a varios espadachines como él. Parecían haber estado heridos pero se estaban recomponiendo. Algunos se estaban poniendo en pie, otros se alistaban las armaduras y armas. Vio también a los tres hermanos de Ukitran: Fargal, el anaranjado danzarín del fuego, y los gemelos Kaaru y Rua’ak. Entonces, por fin vislumbró aquel rostro amigo que le hablaba.
−Gullinorn. –Le saludó, dándose cuenta de que su boca estaba completamente seca y sus palabras surgían de ella con fragilidad. −Así es, humano. Gullinorn Mulhonin. –Dijo Ukitran mientras el grueso espadachín se aproximaba al lecho donde descansaba el joven que se acababa de despertar. −¿Cómo te encuentras, Karuk? –Se interesó. −Se…diento. –Musitó el joven. Gullinorn sonrió con satisfacción. −Eso se puede arreglar. Me alegra comprobar que tus heridas han sanado. Cuando los abikhtanitas llegaron hasta el lugar de la batalla tu yacías caído de espaldas, inconsciente y perdiendo mucha sangre. Karuk recordó cómo había llegado a ese punto. Había blandido su espada contra un contrincante que finalmente se había separado de él, medio herido. Luego desarmó a otro y lo atravesó con su acero. Un tercer enemigo karsiano había logrado hacerle un corte en uno de los brazos y se había batido con fiereza, de hecho, en algún punto de la batalla Karuk comenzó a perder terreno y a temer que su enemigo le pudiese vencer. Pero en ese instante había aparecido a su lado Jantar, otro joven espadachín amigo suyo, y juntos habían hecho frente al formidable guerrero karsiano. Y después de eso habían caído sobre ellos dos otros cuatro o cinco contrincantes. Karuk recordaba haber herido a alguno mientras paraba las estocadas de otro y por el rabillo del ojo había llegado a ver a Jantar acertándole a otro, pero los karsianos habían resultado superiores en número y finalmente habían logrado herir a Karuk. Recordaba un terrible golpe de espada karsiana azotándole velozmente en el vientre, una quemazón horrible mientras su sangre se vertía fuera de él y la veloz caída al suelo. Su visión se había emborronado y la oscuridad se cernió sobre él. En ese instante se dio cuenta de lo afortunado que era porque sus enemigos no hubieran decidido rematarle. −¿Y Jantar? ¿Está…?−No fue capaz de terminar la frase. −Ahí mismo. –Le señaló Gullinorn con el dedo índice a su amigo que, a lo lejos, aparecía envainando su espada. –También le hirieron pero los abikhtanitas llegaron justo a tiempo. ¿Puedes ponerte en pie? Karuk comprobó para su sorpresa que sí podía hacerlo. Sus piernas estaban fuertes y su vientre no le dolía. Su herida inclusa parecía haber cicatrizado. −La pócima curandera de los abikhtanitas es fabulosa, ¿verdad? –Le dijo Gullinorn dándole una palmada en el hombro. –Llevas inconsciente apenas un día y medio pero ya estás completamente recuperado. Así que, si puedes ponerte en pie y sujetar una espada,
vamos. El rey ha convocado una reunión para todos los Espadas que queden para combatir. −El rey…−Karuk lo había olvidado. ¿Qué había sido del monarca? En la batalla, Karuk no había estado cerca de él y no había podido observar cómo resultaba gravemente herido. Los hombres alrededor del rey habían ido caído bajo las espadas enemigas y, en un último intento por salvar la vida de su soberano, el capitán Ocasith se había abalanzado sobre él, poniendo su cuerpo como escudo ante las estocadas de los karsianos. Ocasith no había sobrevivido pero el rey Durkandar, como Karuk y tantos otros Espadas, había sido hallado por los abikhtanitas y sanado. Los Espadas de Oro que se habían congregado en torno al rey Durkandar eran menos de la mitad de los que habían salido el primer día de Tarsesh. El rey los miró con detenimiento. En sus rostros vio la pesadumbre de la derrota. Habían sido vencidos y, si no hubiera sido por aquellos cuatro seres enormes y misteriosos, todos ellos estarían muertos ya. La primera avanzada y los refuerzos que llegaron después, todos ellos habían sido arrollados por el príncipe karsiano Mar’Uth y aquellas bestias que había usado como caballería. Pero había una poderosa razón por la que los soldados tarseshios aún tenían que pelear. Era la razón que impulsaba a Durkandar a continuar. −Nos han vencido. –Les dijo a sus hombres. –Pero no estamos muertos. Tal vez creáis que no tenemos ninguna posibilidad de ganar, y puede que eso sea cierto. Pero os pido que cabalguéis conmigo hasta una nueva batalla. Persigamos a esos malnacidos karsianos y plantémosles cara de nuevo. Tal vez nos hagan sangrar hasta que nuestras venas queden secas pero yo no podría seguir viviendo sabiendo que no hice todo lo posible por salvar mi ciudad. Tarsesh, y todas las almas que aún están allí. Mi esposa, la reina Lia, y mi hijo, el príncipe Sirh. Y también vuestras esposas e hijos, vuestros padres, madres, hermanos y vecinos. Yo, Durkandar, pelearé por ellos. ¿Quién está conmigo? Fue un Espada el que alzó el primero su arma apuntando al cielo y clamó con voz fuerte. Acto seguido comenzaron a unírsele todos sus compañeros. Eran hombres valientes, guerreros leales a su rey que derramarían hasta la última gota de sangre si hacía falta por defender a las gentes de Tarsesh. Karuk había visto solo un instante a ese primer Espada que había clamado antes que ninguno y un segundo después todas las espadas desenvainadas y dirigidas hacia arriba habían tapado la vista, pero sabía quién era. Su voz era inconfundible. Galaad Ga’wein. De repente, la tierra retumbó ligeramente al paso de los cuatro gigantes hermanos que se aproximaban al grupo de hombres reunidos en torno a su rey. Los soldados les
miraron desconcertados, incluso asustados, les abrieron paso y Ukitran se adelantó hasta Durkandar. −Si lo permitís, mis hermanos y yo combatiremos a vuestro lado. –Dijo el primogénito de los hijos de Abikhtan. –Los soldados karsianos han tomado una ventaja injusta al llevar consigo a esas formidables bestias, permitidnos acompañaros para igualar fuerzas. Una leve sonrisa asomó en los labios de Karuk y estaba convencido de que más de uno entre sus compañeros también lo había hecho. El corazón de aquellos hombres había cobrado una fuerza nueva al oír las pétreas palabras de aquel ser que pretendía ayudarles en una empresa casi imposible, pero la decisión de permitidles luchar contra Karsia debía tomarla únicamente el rey. −Vuestra fuerza y vuestro coraje será bienvenido entre nuestras tropas. –Dijo por fin Durkandar para alivio de sus hombres, que volvieron a clamar con las espadas en alto para celebrar el ingreso de los nuevos cuatro soldados de Tarsesh. −¡Ahora, pongámonos en marcha! ¡Hemos de alcanzar a los karsianos!
Dos luces brillaban sobre las ramas de los álamos observando a las tropas tarseshias desfilando, siguiendo las huellas de las huestes de Karsia. Eran las dos ekhanys que desde hacía un par de semanas vigilaban a las Espadas de Oro, o más bien, que vigilaban a Galaad Ga’wein. Sus nombres eran Akana y Deraïs. −¿Cómo has convencido a nuestros primos abikhtanitas para que ayuden a esos hombres? –Preguntó una de ellas, la llamada Deraïs. −Sabes que tienen una deuda de sangre con Galaad. No pueden dejarle morir. Solo tuve que ponerles al corriente de la situación y ellos mismos decidieron intervenir. – Respondió la primera con una sonrisa amplia de satisfacción dibujada en su rostro. –No le dejarán morir, querida Deraïs. Y cuando todo esto haya acabado, Galaad Ga’wein será mío.
Ter’Eyon descendía de la copa del alto álamo ágil como un felino. Su sonrisa se dibujaba en el rostro. Era un hombre aguerrido que tenía en su corazón el deseo de hacerse inmensamente rico y poder disfrutar de los más excéntricos y lujosos placeres lo que le quedaba de vida, que esperaba que fuesen muchos años.
En el suelo esperaba el resto de sus compañeros, todo el ejército de Karsia que el príncipe Mar’Uth había dirigido desde sus tierras a través de aquel denso bosque hasta la victoria contra el rey de Tarsesh. Todos habían luchado con ferocidad y los tarseshios, pese a estar en inferioridad, se habían batido hasta el final, causando numerosas bajas entre los karsianos. Eso era algo que ninguno de aquellos hombres ponía en duda, aunque el príncipe Mar’Uth hubiera prohibido, bajo pena de mutilación, hablar de ello y reconocer el mérito de los enemigos. Desde el suelo apenas podía verse con claridad un par de palmos más allá de las narices. Los inmensos álamos que daban nombre a aquel bosque se superponían fila tras fila impidiendo a la vista divisar algo que no fuera más que madera, troncos y hojas. Desde lo alto de la copa del árbol, Ter’Eyon había hecho de vigía y6 ahora le diría a sus compañeros y a su señor qué había visto. Todo el campamento guardó silencio cuando Ter’Eyon se dirigió hacia el príncipe. Los numerosos soldados le fueron abriendo paso. El vigía vislumbró por el rabillo del ojo a aquellos fieros animales que habían sido traídos desde el más remoto confín de la tierra: las Bestias de Krôm. Vio a los mercaderes que se habían atrevido a seguir al ejército desde Karsia, ansiosos por venderles las provisiones que necesitasen durante la incursión. También había muchas mujeres. Algunas eran prostitutas que acompañaban a los mercaderes y los soldados. La expedición de un ejército siempre resultaba un negocio muy rentable para muchos. Pero la mayoría de las mujeres eran concubinas del príncipe heredero del trono de Karsia. Bellas jóvenes de diferentes naciones, con distintos rasgos y colores de piel o cabello que hacían las delicias de Mar’Uth cada noche… y cada día. Siempre que el príncipe lo deseara. El príncipe iba sentado sobre un enorme trono de madera de roble bañado en pan de oro que iba clavado sobre una plataforma cuadrada que transportaban dos docenas de esclavos para que el príncipe se elevara por encima de las cabezas de los demás mortales. Se puso en pie y sus hombres pudieron contemplar cuán alto era. Un joven de poco más de veinticinco años, atlético, fornido, con el cuerpo rasurado a conciencia. Su cabello oscuro iba suelto, solo se lo peinaba en trenzas para la batalla. Le caía largo tras la espalda y se le unía a la barba justo delante de las orejas. Era un pelo lacio, reluciente. Llevaba las cejas peinadas y recortadas, resaltando sus ojos almendrados color miel. Tenía unos rasgos finos, hermosos, lo cual hacía mucho más placentera la labor de sus concubinas. Olía a perfume y su piel resplandecía por los baños de aceite que solía tomar. Sus enemigos solían burlarse diciendo que tenía el rostro de una doncella y que era igual de delicado. Fue entonces cuando decidió dejarse barba y se volvió cruel. Ahora sus enemigos estaban, en su mayoría, muertos, y los que quedaban vivos solían hablar de él en susurros. Su voz era grave como los truenos del cielo, como jun martillo cayendo sobre un yunque en una fragua. Era una voz que contrastaba con aquel fino rostro y ese cuerpo
esbelto. Ahora su voz se dirigía hacia Ter’Eyon, y todo el campamento karsiano guardó un silencio pavoroso. −¿Y bien? ¿Qué es lo que tus ojos han descubierto en las alturas? –Preguntó. −Los árboles se extienden varios kilómetros más pero ya se divisa la tierra más allá del bosque. Tarsesh debe de quedar a un par de jornadas desde el punto en que nos encontramos, majestad. Mar’Uth asintió. Podía ponerse en marcha de inmediato y obligar a sus hombres a recorrer el camino de dos jornadas en una sola. Se plantarían al anochecer frente a las murallas del reino enemigo y acamparían, sitiando la ciudad. Las granjas y casas que se hallasen extramuros serían pasto de las llamas y del saqueo. Sus hombres hallarían fuerzas renovadas ante aquella perspectiva. Pero él estaba cansado del viaje. Tal vez fueran los dioses a los que los tarseshios adoraban, o tal vez fuese solo la casualidad. Sea como fuera, Mar’Uth ordenó levantar el campamento en aquel mismo lugar donde se hallaban para pasar la noche. Más adelante recordaría el momento en que tomó semejante decisión y se preguntaría cómo habrían sido las cosas si hubiera obrado de forma diferente. Pero aquella tarde se le antojó de descanso. Que sus hombres cenasen a gusto después de divertirse cazando a los ciervos que hubiera por aquellos parajes, que bebiesen vino hasta quedar embriagados, que disfrutasen de los cálidos cuerpos que aquellas mujeres que les acompañaban les ofrecían por tan solo unas monedas. La victoria estaba asegurada. Esa noche descansarían.
La noche era oscura en el corazón de aquel bosque, y lo era aún más en el lugar donde Mar’Uth había acampado junto con sus hombres. Durante la expedición a través del bosque habían visto resplandecientes seres luminosos sobre las ramas de los álamos. Ekhanys que habitaban en aquel lugar, arriba en las alturas, lejos de los hombres. Ahora, en aquel lugar que habían elegido para hacer un alto en el camino, la oscuridad era abrumadora, ninguna luz brillaba allí. No había rastro alguno de los ekhanys, lo cual era buena señal. Aquellas criaturas evitaban, si podían, el contacto con los hombres. El hecho de que no hubiera ninguno allí era señal de que en verdad se hallaban próximos al límite del Bosque de los Mil Álamos. Mar’Uth se hallaba muy cerca de su meta: la conquista del reino de Tarsesh. Se proclamaría señor de aquella ciudad tras matar a la reina y al joven príncipe y
esclavizaría a todas las gentes que allí hubiera. La repoblaría con habitantes karsianos y cuando su padre yaciese por fin con sus antepasados, heredaría el trono de Karsia, proclamándose señor soberano de un vasto imperio. Pero aquello sería solo el comienzo. Podría hacer avanzar sus tropas hasta el lejano occidente y conquistar el Reino del Oeste, logrando establecer un dominio como nunca antes hubo tenido un hombre. Tumbado y desnudo, junto a los dormidos cuerpos sensuales de las mujeres a las que acababa de poseer, imaginaba lo poderoso que llegaría a ser. Y aquello le producía una excitación más grande que cualquier otro deseo.
La oscuridad de la noche también había alcanzado a las tropas tarseshias que habían galopado todo el día sin descansar. Habían acortado notablemente la distancia entre sus enemigos y ellos, aunque aún no podían imaginar lo cerca que estaban de los karsianos. Los Espadas de Oro se habían ido a dormir todos sin excepción ya que los abikhtanitas habían prometido montar guardia. Parecía que aquellas enormes criaturas no necesitaban descansar. Solo uno de los hombres permanecía aún despierto. Se hallaba sentado sobre un tronco que había caído al suelo y aguantaba su espada en la mano, observándola como si se tratara de la primera vez que la veía. Aquella arma había sido un regalo que un ser sobrenatural le había obsequiado tras participar en una aventura que rozaba la locura. Gracias a ella había sobrevivido en su primer encuentro con los abikhtanitas y, de nuevo, gracias a ella había vuelto a sobrevivir cuando estas cuatro criaturas habían surgido en su auxilio recientemente. El hombre era Galaad Ga’wein y su espada tenía dos nombres. Uno era el que el propio Galaad le había puesto: Syuture, que en el idioma de los hombres significaba “Invencible”. El otro era su verdadero nombre y Galaad no lo conocía aún. Esa espada era única y Galaad comprendía que gracias a ella había llegado hasta donde estaba y, aunque en ese instante no era capaz de imaginarlo, le llevaría mucho más lejos. Cada noche desde hacía tiempo la examinaba con detenimiento, entendiendo que aquel metal encerraba en su interior más de lo que él era capaz de concebir. Invencible. Syuture. Era un nombre fuerte, poderoso, pero no había resultado veraz. Los karsianos habían sido superiores y de no ser por los abikhtanitas Galaad y todos sus compañeros habrían perecido. En realidad, esa no había sido la primera vez que fracasaba. Por mucho que le costase reconocerlo, Galaad Ga’wein ya había sido derrotado una vez a manos del hombre que ahora se llamaba…
−¿Aún despierto, Galaad? –Le llamó alguien acercándosele. −Majestad. –Saludó Gallad de forma respetuosa mientras se ponía en pie. −Déjate de formalidades. –Le pidió Durkandar. –Ahora solo estamos tú y yo, viejo amigo. Los títulos y los protocolos de corte son innecesarios entre nosotros. Dime, ¿qué haces aquí a estas horas? Mañana nos espera otro día duro de galope. −No podía dormir. –Le dijo Galaad. –Estaba pensando… −Dudó de si contarle la verdad, que aquella espada que sostenía entre sus dedos le desvelaba. −Yo me siento igual, viejo amigo. Hemos perdido muchos hombres, algunos no eran más que jóvenes que acababan de incorporarse al cuerpo de Espadas. Otros llevaban años siendo fieles. De no ser por Ocasith, yo… Yo habría muerto. Ocasith… −Durkandar se quedó sin palabras al meditar sobre su propio fin. −Ocasith te era leal, Dur. –Galaad había empleado el verdadero nombre del rey sin el sufijo Kandar que solo los monarcas podían ostentar. –Estaba preparado para morir por ti. −Pero no sé si yo lo estaba para ver cómo mataban a tantos de mis amigos. A veces me pregunto si de verdad tiene valor la corona que llevo sobre mi frente… Algo se movió entre los árboles. Era Ukitran, el primogénito de los abikhtanitas. −Rey Durkandar, Galaad Ga’wein. –Les saludó. –He hablado con los árboles del bosque. −¿Has encontrado a los karsianos? ¿Sabes dónde están? –Inquirió el rey ansioso. −Los árboles me dicen que se hallan acampados a media jornada de aquí. Los álamos les impedirán continuar su marcha dándonos tiempo a alcanzarles, si es lo que deseáis. −Bien. –Dijo Durkandar tomando la decisión final. –Mañana al amanecer avanzaremos hacia ellos. Al atardecer les sorprenderemos y nos enfrentaremos. Será el final para uno de los dos ejércitos. Durkandar comprendía que, si no eran capaces de detenerlos, también sería el final de Tarsesh.
SIUTURE.
El amanecer del nuevo día llegó. En el campamento karsiano las tropas aún dormían. Había sido una noche de música, alboroto y vino. Habían festejado la victoria sobre el reino de Tarsesh pese a que se hallaban a una jornada y media de distancia de la ciudad y aún no la habían sitiado siquiera, pero sus defensas habían sido machacadas y entre las murallas solo quedaban mujeres y niños. ¿Acaso no era obvio que ya habían ganado? El príncipe Mar’Uth se había despertado temprano y se había alejado unos pasos. Arrodillado en el suelo, se inclinó doce veces hasta que su frente tocó la tierra cubierta de hojas caídas y comenzó a rezar a sus dioses, las divinidades de su ciudad y que sus antepasados habían adorado. Les daba las gracias por permitirle llegar hasta ese punto y les suplicaba poder avanzar un poco más. Les pedía que le permitieran conquistar Tarsesh. A cambio, les ofrecería un sacrificio que esperaba que fuese del agrado divino: un sacrificio divino. Les ofrecería a la reina y al pequeño príncipe de nueve años. Mar’Uth habría hecho correr la sangre de todos los ciudadanos de Tarsesh si eso le hubiera granjeado el favor de los dioses, pero creía que, aunque fuesen criaturas sanguinarias, bastaría con manchar el palacio tarseshio con la sangre de la familia real. Después de la duodécima inclinación a tierra se puso en pie. Era hora de volver al campamento. Sus hombres tenían que despertar y conquistar una ciudad.
A tan solo pocos kilómetros de los karsianos, el rey Durkandar de Tarsesh cabalgaba desenfrenadamente a la cabeza de sus tropas. Se habían puesto en pie justo antes del amanecer y en ese instante galopaban al combate. Iban en persecución de los karsianos con la esperanza de encontrarlos antes de que llegasen a la ciudad. Debían frenarlos. Eran la última línea de batalla que quedaba y ya habían sido vencidos, pero no derrotados enteramente. Ahora, además, no estaban solos. Les acompañaban los cuatro seres que eran conocidos por el título de Los Hijos de Abikhtan. Criaturas no humanas, formidables, excepcionalmente fuertes y grandes, que hasta ese instante eran, para muchos de los soldados tarseshios, poco más que un mito. Ukitran, el primógenito de los abikhtanitas, corría a gran velocidad al lado del rey de Tarsesh. En sus cuatro brazos portaba sus cuatro armas y parecía como si los árboles del
bosque se fuesen apartando a su paso, dejando un camino espacioso para que los soldados pasasen. ¿Era solo una impresión de Durkandar o verdaderamente los álamos se movían? El rey se lo preguntaba en silencio, demasiado concentrado en la batalla que tenía por delante como para romper el silencio. Tras Ukitran iba su hermano Fargal, y los dos últimos abikhtanitas, Kaaru y Rua’ak, cerraban las filas de los soldados cubriendo la retaguardia. Entre los hombres se hallaban soldados valerosos: Galaad Ga’wein, Gullinorn Mulhonin, los capitanes Fenzar, Scyffo, y muchos otros. Durakandar había depositado su confianza en todos y cada uno de sus acompañantes, ya fuese humano o criatura. No podían fallar. Si lo hacían, la ciudad de Tarsesh y sus habitantes estarían perdidos.
Con los primeros rayos del sol entrando por la ventana de su alcoba en el palacio real, la reina Lia se puso en pie. Estaba turbada, desde que su marido se marchó al combate no había podido dormir cómodamente por las noches. Se acostaba preocupada y le costaba pegar ojo. Cuando por fin se quedaba dormida, las pesadillas la desvelaban. Soñaba que su marido no volvía nunca y jamás llegaban más noticias de la guerra, como si la tierra se hubiera tragado a los soldados de ambos bandos y nunca volvía a saber nada de su esposo. O peor, soñaba que Durkandar luchaba valientemente pero finalmente los enemigos le abatían, o tal vez resultaba herido de gravedad y, aunque no moría en el acto, no sobrevivía a la noche. Aunque la peor de todas era aquella en que los karsianos se plantaban allí, frente a la muralla de Tarsesh, con la cabeza de su esposo clavada en una pica. No, se dijo. Tenía que apartar de su mente esos pensamientos. No le hacían bien. Su marido estaba rodeado de hombres que le eran leales y que vivían de la espada, eran hábiles luchadores, soldados desde una edad temprana. Ellos le protegerían. Además, estaba Galaad. Ella le conocía. Sabía que Galaad era invencible y que moriría antes que permitir que su rey sufriese algún daño. Sí. Galaad era invencible. Que Lia recordara, solo había perdido una batalla en toda su vida, y era una que no se libró con espadas en las manos, sino con los corazones. Se acercó a la ventana para contemplar el patio del palacio. Los pocos guardas que quedaban seguían en sus puestos vigilantes. Más allá se levantaba la muralla que rodeaba su hogar y tras ella comenzaba el reino sobre el que gobernaba. La vista se extendía hasta más allá de la lejana muralla que rodeaba las tierras de Tarsesh y donde comenzaba el campo, y allí, a lo lejos, en la línea del horizonte, se alzaban los primeros álamos que formaban el frondoso bosque donde las tropas se habían internado.
Como cada mañana desde que Durkandar se había marchado, el horizonte aparecía tranquilo, en calma. Ninguna señal de peligro, no había hombres saliendo de entre los árboles ni humo ascendiendo al cielo. ¿Habría habido ya alguna batalla? Tal vez ni siquiera hubiera comenzado, tal vez los karsianos no se hubieran topado todavía con los hombres de su esposo. Lia deseaba que llegara el día en que, cuando se asomase a aquella ventana, descubriese a Durkandar cabalgando al frente de su ejército, de regreso a casa, sano y salvo. En ese instante, la puerta de su dormitorio se abrió despacio y el pequeño príncipe Sirh entró. −¿Madre? −Hola, amor mío. – Le saludó ella con una sonrisa que había practicado para no descubrir su verdadero estado de ánimo. − ¿Ya estás despierto? −¿No ha vuelto Padre aún? –Preguntó el niño restregándose los ojos somnolientos. −Ven aquí. –Lia se arrodilló y abrazó a su hijo, besándole en la mejilla. –Debe de estar a punto de volver, no te preocupes. −Le echo de menos. −Yo también. –Era cierto. Le extrañaba más de lo que jamás se hubiera imaginado. − ¿Qué te parece si vamos a desayunar? Luego podríamos dar un paseo a caballo, como haces cuando tu padre está en casa. El pequeño accedió y le dio la mano a su madre para que le acompañara. Justo antes de salir, Lia volvió la cabeza hacia la ventana una última vez. Seguía viendo el horizonte lejano y los primeros árboles que se alzaban en el bosque. Todo seguía en calma. No había ninguna señal de batallas. Y su marido no regresaba.
Invencible. Así era como Gaaad había llamado a su espada. Siuture. Así era como se pronunciaba en el idioma ekhany. Pero por mucho que le doliese reconocerlo, Galaad sabía que no vencería siempre. Tenía que ganar cada batalla, cada pelea, todas ellas, si quería sobrevivir. En cambio, solo le bastaba con perder una para morir. Una sola. Después de todo, no conocía a nadie que hubiese muerto dos veces.
Siuture colgaba de su vaina y él había desmontado de su caballo. Ukitran les había dicho que los karsianos se encontraban a una hora de distancia de modo que los tarseshios habían hecho una parada. Llevaban toda la mañana cabalgando y necesitaban descansar para disponer de todas sus fuerzas para el combate. El factor sorpresa no sería suficiente. Contaban con la fuerza de los abikhtanitas. Pero los karsianos tenían las Bestias de Krôm de su parte lo que tal vez les hacía superiores. El resto de sus compañeros dormía. Los abikhtanitas les habían preparado unas pócimas que les habían inducido a un sueño restaurador. En breve despertarían y se encontrarían fuertes como toros. Solo Galaad había rehusado tomarla. Y el rey Durkandar. Allí estaba aquel hombre que lucía la corona de Tarsesh. En el pasado habían sido amigos, antes de que Durkandar fuese nombrado rey. Pero después… No podía permitir que el rey muriese pese a que la amistad que se profesaban había muerto hacía mucho. Galaad era un Espada de Oro. Era leal al rey y no dejaría que muriera. No se perdonaría que la reina Lia quedase viuda y el pequeño príncipe Sirh huérfano. Dentro de un par de horas necesitaría que Siuture, más que nunca, hiciese honor a su nombre.
Los hombres de Tarsesh despertaron casi al unísono. La pócima que habían bebido les había proporcionado el descanso de una semana, sus cuerpos estaban curados, restaurados, y se sentían fuertes, invencibles. −Los árboles se interponen en el camino de los karsianos para no dejarles salir del bosque. –Les explicó Ukitran. − Es el momento de atacar. Así lo harían. Montaron en sus caballos y comenzaron a avanzar en completo silencio, primero despacio pero luego fueron cambiando el ritmo hasta que se encontraron al galope. Karuk Fa sentía el viento en su cara, ondeando su capa y revoloteando entre su cabello. Era un soldado, una Espada de Oro del rey, iba al combate a luchar por el honor y la seguridad de su pueblo, y viviría cientos de aventuras más. Lo sabía. En ese preciso instante lo supo. Y se sintió feliz.
A su lado cabalgaba Jantar, uno de los jóvenes que habían comenzado en el cuerpo de soldados el mismo día que él, y había otros más. Jóvenes valientes que deseaban servir a su rey y que tenían los mismos sueños: labrarse un nombre, una leyenda, correr aventuras encarando el peligro de la muerte, conocer hermosas doncellas a las que dejar prendidas de su coraje y arrojo. −Hasta la victoria. –Le había dicho Jantar a Karuk justo antes de montar a caballo. Esas palabras resonaban en el interior de su cabeza mientras su cara esbozaba una sonrisa. Se sentía invencible. Todos sus compañeros también. Cabalgaron a gran velocidad el último tramo que les separaba de sus enemigos y de pronto los tuvieron a escasos metros, de modo que cargaron contra ellos con gran ferocidad.
Los primeros soldados karsianos en ser alcanzados por los golpes tarseshios gritaron de sorpresa y murieron sin llegar a saber qué les mató. Una lluvia de flechas irrumpió entre las tropas de Mar’Uth una milésima de segundo antes que los hombres de Durkandar. Los proyectiles diezmaron a los karsianos al tiempo que los Espadas de Oro, montados a caballo, avanzaban atropellando a los enemigos que encontraban a ras de suelo. Uno de los soldados karsianos se vio sorprendido por la inesperada llegada de sus enemigos y su mano se dirigió rápida a desenvainar su espada al tiempo que el rey Durkandar de Tarsesh se aproximaba a él montado a caballo. El animal relinchó alzando majestuosamente sus patas delanteras mientras el hombre que tenía ante él aún no había empuñado su espada. De una coz, el caballo del rey estampó uno de sus cascos en pleno rostro del soldado karsiano. El sonido que hizo su cara cuando se le quebraron los huesos del cráneo fue horrible y el hombre cayó al suelo muerto sin proferir grito alguno. El factor sorpresa había acabado y, aunque los tarseshios habían causado numerosas bajas en menos de un minuto, todavía quedaban numerosos enemigos, hombres diestros en la batalla que con presteza se había preparado para contraatacar. Mar’Uth había dado orden de tocar el cuerno del combate y los centinelas había hecho sonar aquellos instrumentos para dar la voz de alarma. De súbito, los jinetes que cabalgaban aquellos animales asombrosos, las Bestias de Krôm, hicieron su aparición, arrollando a los hombres de Tarsesh que hallaron en su camino. Ukitran, el primogénito de los abikhtanitas, avanzó entre los hombres, sobresaliendo en altura y portando en sus cuatro brazos sus cuatro armas, y se plantó en medio de la primera bestia.
Su primera estocada la clavó en la clavícula del animal que se revolvió dolorido mientras Ukitran descargaba otro potente golpe contra el jinete, al que casi partió en dos. Liberado de su jinete y malherido, la Bestia de Krôm no le pareció una verdadera amenaza al abikhtanita, y la dejó huir lejos del campo de batalla. Los abikhtanitas, aunque hábiles guerreros, detestaban la violencia sin sentido de los hombres y no quitarían una vida si creían que no debían hacerlo. Un nuevo animal se abalanzó sobre Ukitran y uno de sus hermanos corrió en su auxilio. Los hijos de Abikhtan eran poderosos, igual que aquellas formidables criaturas, y su inesperada aparición del bando de Tarsesh había causado gran sorpresa entre los karsianos. Mar’Uth contemplaba la batalla desde uno de los extremos del campo de combate. Un joven soldado tarseshio de nombre Jantar había conseguido abrirse paso entre las filas enemigas y corría espada en mano hacia el comandante karsiano. Jantar estaba convencido de que si acababa con el príncipe Mar’Uth la fama y la gloria le lloverían de forma ininterrumpida durante los próximos años. Sería una leyenda viviente, como Galaad Ga’wein. Un golpe certero del príncipe karsiano segó la mano de su joven contrincante y Jantar quedó manco y desarmado. Antes de que la mano que aferraba su espada tocara el suelo, el joven soldado tarseshio sintió una terrible punzada en el vientre cuando Mar’Uth le atravesó con su sable, arrancándole el último aliento. El príncipe karsiano ni siquiera había sudado. La batalla estaba justo delante de él y hacia ella se aproximaba. Los hombres de Tarsesh que se interpusieron en su camino fueron cayendo al suelo de uno en uno o varios a la vez. Nadie doblegaría al poderoso Mar’Uth. ¿Quiénes eran aquellos gigantes monstruosos que acompañaban a los tarseshios? El príncipe de Karsia estaba desconcertado. La más pequeña de los hijos de Abikhtan hizo su entrada blandiendo su característico arco que disparaba sin cesar. Por cada flecha lanzada caía un soldado de Karsia. Los hombres le lanzaban estocadas pero sus armas no hacían daño alguno en pétrea piel morada. A su lado, su mellizo blandía dos espadas sin preocuparse por cubrirse de los golpes de sus contrincantes. Como pasara cuando los Espadas de Oro se enfrentaron con ellos, las armas de los hombres no bastaban para herirlos. Algunas Bestias de Krôm causaron bajas entre los tarseshios pero Ukitran y Fargal ya habían dado eliminado a la mayoría de ellas, o bien a sus jinetes humanos haciendo que los fabulosos animales huyeran lejos de allí sin causar daño a ningún hombre. Karuk lanzaba golpe tras golpe con su espada, parando algunos ataques contarios con su acero o con el escudo. A su lado combatía el valeroso Gullinorn Mulhonin, y no muy lejos estaba también Galaad Ga’wein.
Por el flanco derecho apareció el capitán Fénzar que cayó sobre la retaguardia karsiana seguido de sus hombres, de tal forma que sus adversarios quedaron rodeados. Mar’Uth veía a sus hombres caer al suelo bajo los aceros de Tarsesh, o volar por los aires tras las violentas embestidas de los abikhtanitas. ¿Qué había pasado? Hacía tan solo un par de horas la victoria estaba asegurada, había vencido al rey de Tarsesh. ¿Cómo era posible que ahora estuviese allí, con sus hombres, destrozando su numeroso ejército? ¿Acaso había regresado de entre los muertos como un espectro invencible sediento de sangre? No iba a permitir que el éxito se le escapara de entre las manos. Aferró la empuñadura de su arma y corrió veloz hacia el rey de sus rivales. Hubo hombres de Tarsesh que se interpusieron en su camino y trataron de derrotarle. Mar’Uth era un gigante entre hormigas. Parecía que su espada fuese de fuego y los sables enemigos ramitas secas que se consumían ante su toque. −¡Ahí está Mar’Uth! – Gritó Galaad que vio al príncipe avanzar a varios metros de donde estaba él. El espadachín trató de abrirse paso hasta el príncipe karsiano pero tenía ante sí diversos soldados enemigos que se lo impidieron. Gullinorn también estaban ocupado con los adversarios que le cerraban el paso, de modo que Mar’Uth continuó su imparable marcha hasta plantarse ante el caballo del rey y lanzar una terrible estocada que segó la vida del animal, derribando al monarca de Tarsesh. Mar’Uth gritó mientras levantaba su espada por encima de la cabeza y la bajaba con furia hasta el suelo, justo al lugar en el que Durkandar había caído. El rey de Tarsesh rodó por el suelo, escapando de la muerte por poco. Se puso en pie de un salto y paró con su propia espada el siguiente golpe de Mar’Uth. −¡Se acabó, Mar’Uth! ¡Ríndete ahora que aun puedes salvar la vida! –Le gritó Durkandar que llevaba una clara ventaja en la batalla. −¡Debes de estar bromeando, Durkandar! –Se burló Mar’Uth mientras reía a carcajadas. −¡Voy a arrasar tu maldito reino! Las espadas de los dos combatientes chocaron repetidas veces. Lo cierto era que Durkandar paraba los fortísimos golpes de su adversario con cierta dificultad. Mar’Uth era un hombre increíblemente fuerte y obligaba al rey de Tarsesh a retroceder. −¡No tienen por qué morir más hombres! –Exclamó Durkandar. −¡Tus bestias salvajes han sido derrotadas y mis cuatro amigos aún siguen en pie! ¡Tus hombres no pueden hacer nada contra ellos! −¡Aunque mueran todos mis hombres y mi cabeza ruede por el suelo, Durkandar, tan ciertamente como que viven los dioses hoy acabaré contigo!
Se abalanzó contra el rey de Tarsesh y lanzó un sablazo, otro y otro más, a cada cual más fuerte. Durkandar sostenía su espada con ambas manos, temiendo que se le fuese a escapar tras cada nueva embestida o incluso que se pudiera partir. Pero no ocurrió nada de eso. La espalda del rey chocó contra uno de los árboles del bosque y Mar’Uth sintió que le tenía atrapado, de modo que empujó su acero con tremenda fuerza tratando de empalar al rey. Todo sucedió muy rápido y ambos hombres, criados en distintas casas reales y habiendo sido entrenados en el combate desde niños, actuaron por pura instinto. Durkandar rodó hacia un lado, esquivando por centímetros el arma que Mar’Uth empuñaba, que fue a ensartarse en la madera del álamo. Aprovechando la inercia del giro, lanzó un fuerte tajo con su propia espada a su contrincante, a la altura del cuello, y cercenó la cabeza del príncipe de Karsia de un solo corte. El rey de Tarsesh se dejó caer de rodillas sobre la hierba, agotado, al mismo tiempo que el cuerpo sin vida de su enemigo se desplomaba a su lado. Algunos soldados karsianos echaron a huir al descubrir a su líder abatido. Otros muchos ni siquiera se enteraron y continuaron luchando hasta la muerte o la rendición. La batalla se prolongó apenas unos minutos más. En pie quedaron los Espadas de Oro y algunos karsianos que habían sido hechos prisioneros. Cientos de cadáveres cubrían el suelo y en la lejanía aún podían escucharse los bramidos de las Bestias de Krôm que habían huido del combate.
La guerra había concluido y el ejército karsiano había sido derrotado. Los hombres que habían huido del campo de batalla llegarían hasta su patria para dar la mala noticia a sus compatriotas y, más adelante, Durkandar le enviaría al rey de Karsia la cabeza de su primogénito, advirtiéndole que todos sus hijos y él mismo acabarían así si persistían en continuar aquella guerra. Pero eso sería dentro de unas cuantas semanas. En aquel instante, los tarseshios celebraban su victoria definitiva entre gritos y abrazos. Sus ropas celestes y sus corazas estaban manchadas de sangre, la suya y la de los caídos. Sus capas rojas ondeaban al viento hechas jirones. Durkandar se dirigió hacia los abikhtanitas. −En nombre de todo mi pueblo, os doy las gracias, hijos de Abikhtan. –Les dijo. – Vuestra intervención ha sido decisiva. Todo ciudadano en Tarsesh, ya sea hombre, mujer o niño, os debe la vida. Yo os estaré siempre agradecido y no dejaré que mi pueblo olvide cuánto os debemos.
−Nosotros tenemos una deuda de honor con vuestro siervo Galaad. Cada vez que él nos necesite, acudiremos. –Dijo Ukitran de forma escueta, de acuerdo a su carácter. Esa fue toda su despedida. Se giraron sobre sus pasos y desaparecieron en el interior del bosque. Tras eso, los hombres de Tarsesh comenzaron el camino de vuelta a su hogar sin olvidarse de llevar consigo a sus compañeros caídos a quienes se les proporcionaría el funeral de los héroes. Jantar había caído en el trasiego de la batalla. Sus ojos estaban abiertos y fijos en la lejanía. Karuk los buscó con la mirada, como si tratara de devolverles una pizca de vida. −Es uno de tus compañeros, ¿verdad? –Le preguntó Gullinorn al acercarse. –Uno de los jóvenes que se alistaron junto contigo y que nos acompañó en la expedición del capitán Virrthan. Karuk asintió levemente con la cabeza. −Parece que soy el único que queda vivo de mi promoción. –Dijo casi sorprendido. −En los últimos meses has vivido una aventura terrible y ahora una guerra. Muchas vidas se han perdido. ¿Cómo te encuentras? Karuk le devolvió la mirada apartando la vista del cadáver de Jantar. −Vivo. –Dijo. –Me siento vivo. Estaba feliz y sonreía. −He combatido por el rey y me he enfrentado a los enemigos. He sobrevivido. Ahora soy de verdad un Espada de Oro. Gullinorn meneó con la cabeza. −Te has batido en combate y has derramado sangre, pero ser una Espada de Oro es mucho más que eso. –Le contestó. −¿Qué es, entonces? −Tranquilo, muchacho. Vas camino de averiguarlo. –Le sonrió Gullinorn mientras le apoyaba una mano amiga en el hombro.
Casi sin descanso, los soldados se dirigieron hacia su ciudad, Tarsesh. Entraron por la puerta principal y todo el mundo se acercó para saludar a los vencedores. Los
supervivientes corrieron al encuentro de sus esposas y familias, de sus padres o de sus hijos. Una semana de gran fiesta y celebración siguieron a aquella tarde de fantásticos reencuentros y poco tiempo después se recibieron noticias de la corte de Karsia en la que se proponía una tregua indefinida.
El beso con Lia hizo que el tiempo se detuviera para el rey Durkandar. Ella estaba tan hermosa como siempre y parecía que hacía una eternidad que no la veía, pese a que solo habían estado separados un poco más de un mes. El roce húmedo de sus labios y el tacto de su piel hicieron que el rey se estremeciera como jamás pensó que podría hacerlo. Más que la corona, más que Tarsesh, aquella mujer era toda su vida. No había peleado por su pueblo y en el fondo de su corazón lo sabía. Había peleado por ella. Y también por su pequeño hijo, el príncipe Sirh, que apareció corriendo gritando a su padre hasta llegar a abrazarle. −¿Iremos a montar a caballo? –Preguntó el niño. −Mañana al amanecer será lo primero que hagamos, hijo mío. Te lo prometo. Estaba en casa. Paseó al interior del palacio cogido de la mano de su esposa y se acarició la nuca con la otra mano. Su cabello estaba corto pero esperaba que le volviera a crecer. Le rogaba a los dioses que se lo dejasen crecer tan largo que besase el suelo.
Gullinorn también regresó a su hogar a tiempo para cenar con sus hijos y su mujer, y Karuk regresó a su casa donde le esperaban su hermano pequeño y su madre que corrió hacia él nada más verle y le cubrió el rostro de besos. Tal vez a Karuk no le gustase, pero en su corazón le pesaba haber discutido con ella la última vez que habían hablado, de modo que le permitió a su madre actuar como tal.
La noche cayó sobre Tarsesh todas sus gentes se fueron a dormir, con la excepción de los pocos desafortunados que tenían que montar guardia.
Zarin, la esposa de Galaad, yacía dormida, desnuda, sobre su cama. Había recibido a su esposo con la misma fogosidad con que lo había despedido y, por primera vez en varias semanas, volvía a dormir tranquila. Sin embargo, el propio Galaad no podía pegar ojo. Sentado sobre una silla, con tan solo una sábana sobre los hombros, contemplaba aquella espada que el fabuloso ser llamado Abikhtan le había regalado hacía años. Siuture. Invencible. Había hecho honor a su nombre y había mantenido con vida a su portador. Galaad volvía a estar en casa. Sin embargo, en lo más profundo de su alma, una duda le atormentaba. En cientos de ocasiones se había enfrentado a numerosos guerreros y había salido adelante, derribándoles o dejándoles atrás. Y, sin embargo, cuando su rey Durkandar se encontró en peligro frente a Mar’Uth, no pudo deshacerse de los contrincantes contra los que luchaba y correr en su auxilio. Durkandar había quedado solo, a su suerte. Por fortuna, los dioses le habían protegido y había logrado imponerse. Pero Galaad se preguntaba: ¿había hecho todo lo posible por ir en ayuda de su rey? ¿O tal vez aquella vieja rencilla que aún escocía en su corazón le había impedido ir a socorrerle? No tenía respuesta para esas preguntas. Y todavía había una más que le aterraba por encima de todas las demás. ¿De verdad le habría pesado que Durkandar hubiese muerto? Galaad había jurado ser fiel al rey de Tarsesh, pero la rivalidad entre Durkandar y él había ido en aumento y ahora, el valeroso Espada de Oro Galaad Ga’wein temía, más que nada en el mundo, convertirse en un traidor. Siguió contemplando su hermosa espada bañada con la plata de la luna reflejándose en su filo durante largo rato más sin saber que él, a su vez, también era contemplado.
−Míralo, Deraïs. –Dijo la ekhany llamada Akana a su compañera desde los últimos árboles del Bosque de los Mil Álamos. –Allí, entre esos muros de piedra que los hombres han levantado, se encuentra Galaad, a salvo.
Frente a ellas se hallaba, en la lejanía, la ciudad fortificada de Tarsesh y ambas ekhanys resplandecían con una luz tenue que, desde lo alto de la muralla, los centinelas no lograrían verlas. −Pero ahora que ha vuelto a su hogar lo has perdido para siempre, Akana. −Nada de eso, querida Deraïs. Haré que Galaad Ga’wein venga a mí. –Dijo la hermosa ekhany. –Y entonces será mío. Para siempre.
FIN