2019
V
LA NOCHE ESTRELLADA Proyecto de Almudena Anés
Almudena Anés (Madrid, 13 de Octubre de 1998) es una autora española criada en Alcalá de Henares. Amante de la lectura desde pequeña, empieza a escribir a partir de los ocho años, participando en diversos certámenes y proyectos a lo largo del tiempo. Ha estudiado Letras & Humanidades durante toda su vida académica, recibiendo numerosas menciones honoríficas y becas, entre las que destacan las de la Fundación Romanillos y las de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Ganadora del Tercer Premio de Relato de la Biblioteca de Guadalajara en su primera publicación, publicó un proyecto de autoedición llamado Las Primeras Luces en diciembre de 2017. Su primer libro ha sido Ars Moriendi, publicado con la editorial Diversidad Literaria en mayo de 2018. En la actualidad, está estudiando Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid y disfrutando de una estancia Erasmus en la Universidad de Trieste, Italia. De este modo, La Noche Estrellada se presenta como una continuación del juego de luces que estableció con su primer proyecto en solitario de autoedición. En un diálogo con la obra del pintor Vincent Van Gogh, la autora escribe un cuento sobre el paso a la madurez de un niño que desea ser entendido y amado.
Todos los derechos de las imágenes pertenecen a Pinterest, desde los fragmentos de obras de Vincent Van Gogh hasta el artwork basado en la obra del artista.
Para Bruno.
LA NOCHE ESTRELLADA Proyecto de Almudena Anés
ÍNDICE. Introducción al Cielo. Ursa Maior Orión Canis Maior Taurus Leo Escorpio Andrómeda Acuario Centauro Hércules Pegasus Monoceros La Vela y la Brújula Casiopea Cruz del Sur El Boyero Ursa Minor Descenso al Subterráneo.
Introducción al Cielo. “Cuando siento una necesidad de religión, salgo de noche y pinto las estrellas.” Vincent Van Gogh. Vicente suena mejor en inglés. Él lo sabe bien. También sabe que es feo porque tiene el pelo pelirrojo y todos los niños en el colegio le llaman zanahoria. Y la zanahoria sabe mal. Eso lo ha probado. Pero desconoce todo lo demás y mira siempre al cielo, con la cabeza bien alta, para encontrar las respuestas a sus preguntas en las estrellas. Y no sucede. Y no pasa. Y quizás ese es el problema de la gente diferente como el bueno de Vicente, que siempre nos han convencido de adaptarnos a la sociedad cuando el mundo sería mucho mejor si todos nos atreviéramos a ser nosotros mismos. Por eso Vicente pinta.
Pinta con todo el cuerpo y con todo el corazón, como si mañana fueran a cortarle los últimos nervios de sensibilidad. A veces tiene días en los que piensa que no va a volver a despertarse con el sentido del tacto, y nada le daría más pena que no sentirse entre la noche y el espacio. Alargar la mano, alzarse sobre el suelo y tocar cualquier astro. Ese es su sueño y su mayor miedo. Un terror que no puede compartir con ninguna otra persona porque él ya es el niño raro, el loco, el bicho naranja que pasa más tiempo entre las nubes que mirando en dirección contraria al techo.
No quiere morir aplastado. Sólo ansía introducirse en el cielo como otro ente más y adquirir la armonía de los cuerpos celestes, las luces y su propia oscuridad. Y pinta y vuelve a pintar mientras le insultan y le pegan y todo parece un gran error en el colegio, como si vivir no mereciera cada esfuerzo, ni cada lágrima derramada ni cada viejo dolor abierto en canal en forma de pintura. Pero Vicente tiene esta ilusión, esta creencia fehaciente, esta verdad líquida que le lleva a las constelaciones. Vicente puede que sea un chico zanahoria pero, sin duda alguna, es el único capaz de transformarse en un cometa.
Ursa Maior. La madre de Vicente tiene miedo de que su hijo se suicide. No perdura la lejía encima de la mesa. Guarda todas las cuerdas como serpientes y sogas. Se muerde las uñas y sueña con matarratas. Piensa que su hijo no quiere vivir porque es pelirrojo y los niños se ríen de él. Piensa que vive demasiado en las estrellas. Y son las estrellas las que se ahogan en la lavadora con los productos de limpieza, los desinfectantes y la falta de confianza. Porque ambos tienen miedo y son incapaces de mirarse a la cara y hablar sobre la verdad.
Una verdad densa como un dolor, espesa entre la bruma de las constelaciones, lacerante e indescriptible dentro de las relaciones maternofiliales. Así se siente Vicente cuando mira a su madre y sólo observa ojeras y obesidad de una edad madura mal llevada, perspectiva de vejez que le destroza cuando se acuerda de su mamá osa y del antiguo amor que se profesaban. Ahora se ahoga entre sus pechos. Y no respira y tampoco se amamanta porque entiende que ya es mayor pero también sabe que todavía es un niño y ha tenido que madurar demasiado deprisa porque la vida es dura para aquellos que no se identifican con el canon. Su madre intenta
ayudarle cuando intuye lĂĄgrima entre sus ojos verdes y le acaricia el pelo y le dice que todo va a salir bien pero, en realidad, no lo sabe. Como tampoco sabe decirle Vicente que la echa de menos como madre aunque siempre estĂŠ delante, aunque siempre le abrace. Y no es suficiente. Nunca es suficiente.
Orión. Los planetas a veces se sienten bolas de billar sobre un tablón enorme en el que juegan los dioses. Quizás el destino del género humano se define como un vulgar juego de bar en el que siempre alguien pierde por ser el golpe equivocado. La última oportunidad. Vicente también se siente así, ajeno a sus propias decisiones, como si nada valiera la pena al final y cada día se consumiera en la brocha del lienzo. Cargada de pintura. Tremendamente pesada. Un peso que soporta sobre sus hombros de niño genio que pinta y canta y baila porque, a pesar de todo, le gusta la vida. Adora la vida. Y la vida suele intentar cazarle, ponerles caza a sus sueños, a sus esperanzas, a cada ínfima parte de su ser que se resiste en su guerra contra el mundo. Todos dicen que él no llegará a nada y tal vez tengan razón pero quiere luchar por ello hasta el final.
Se considera un guerrero y muchas veces ha caído para volver a levantarse y nadie le curó las heridas de las rodillas, nadie le besó los cortes en las manos ni lamió su sangre derramada por las causas perdidas. Cayó porque las cometas caen y vuelven a resurgir después, como aves fénix, como héroes que jamás murieron.
Canis Maior. Dentro de la soledad del universo, Vicente no sabe dónde encontrar su propio hueco entre tanta estrella. Piensa que pertenece a la oscuridad, a los agujeros negros porque no existe ningún sitio donde poder resguardarse del frío y de la inseguridad. Busca en el gran maremágnum de las redes sociales y sólo encuentra más miedo, dudas y las furias desatadas en combates a ciegas que se ciernen sobre el mundo. Se siente solo y ni sentándose a la sombra de un almendro a pleno día logra alcanzar serenidad. Por eso quizás la vida o la suerte a veces ofrecen segundas oportunidades para aquellos que han perdido el norte.
Al principio fue el ladrido de un espectro, un espejismo en mitad de un callejón a altas horas de las madrugada. Luego el sueño se hizo realidad y Vicente encontró a su primer amigo. Un perrito negro, un cachorro abandonado en la inmundicia de una basura que se ahorca con los restos de las latas de cerveza y los reflejos brillantes de las esquirlas. Cristales que engañan a la vista de los soñadores, siempre dispuestos a ser cortados por lo que nunca sucederá. La fe es extraña. Eso piensa Vicente mientras mira feliz al pequeño animal, que se acurruca ya para siempre en su pecho, buscando el aliento que le faltó desde que nació. Un animalito fiel a su madre, muerta junto a su cuerpo mamante de leche y muerte, como aquellos que desean vivir en el cielo pero primero tienen que pasar por el trámite de la tierra. Vicente por fin entiende el concepto de religión. Y también el de amistad.
Taurus. Vicente no soporta el sufrimiento ajeno porque apenas soporta el suyo propio. Se concentra en las formas de su habitación, en el movimiento horizontal de los objetos que configuran su atmósfera y el agobio de la existencia
se
hace
palpable.
Vive
en
Fuenlabrada pero parece Arles y no recuerda muy bien el motivo de su desasosiego, quizás una vida pasada. Su padre adoraba los toros y cuando él era pequeño solían ir a todas las corridas que podían. Así Vicente aprendió a odiar por primera vez. No es un sentimiento que haya cicatrizado. Sigue teniendo miedo por el toro que se debate entre la espada y la pared, y odia con todo su corazón de niño que tuvo que hacerse mayor demasiado pronto. Odia al torero por blandir el arma mortal. Odia a su padre por permitir semejante tragedia. Luego su padre murió de cáncer y, solamente entonces, tuvo que aprender a quererle aunque ya no sirviera de nada, del mismo modo que se le rinde respeto al toro por haberle matado cuando ya no respira, cuando el animal es un cadáver sobre la mesa de autopsias. Vicente nunca ha terminado de entender la delgada línea roja que separa al amor del odio. Por eso la pintó azul en sus cuadros. Para que no pareciera sangre derramada.
Leo. Las palabras otorgan valor a aquel que sabe usarlas. Vicente tenía la esperanza de ser uno de esos niños dueños de su propia valentía y el tiempo, quizás más bien la falta de madurez, le enseñó que no era así. Ahora es mayor, no mucho más, pero le hace ilusión creer que sí y enfadarse con los lienzos al teñirlos de negro porque sigue teniendo miedo. Un terror infinito a la vida que se manifiesta en los golpes nerviosos de la cucharilla contra el vaso de cristal, en los bolígrafos mordidos y en los restos de pintura entre los dedos, sin identidad ni ocultación de evidencia de que ahí hubo un rastro de heridas.
Heridas abiertas que sangran y pintan palabras de amor para alguien que no las vale ni merece. Vicente está enamorado de una niña que le recuerda a cuadros de mujeres desnudas y activan deseos secretos a la inocencia que se desquebraja. Una tarde pensó que podía regalarle una estrella, así que descargó Google Sky en su teléfono y le puso el nombre de aquella niña a la que creía mujer. En el amor hay que ser valiente. Nunca es fácil hablar sobre sentimientos. Hay que ser un león y devorarse el corazón.
Aunque uno se quede sin ello.
Escorpio. Veneno hecho sangre y rabia. Un escorpión en una jaula levantando la cola para clavar su aguijón. Pura desesperación y drama escenificados en el gran teatro del mundo. Vicente le pregunta a su doctor por qué todos sus cuadros son tan dolorosos y, a la vez, tan vivos. Quiere preguntar sobre el sentido de la textura de la carne y de la pintura y sobre todas esas cosas que su mente de incipiente adolescente todavía es incapaz de entender. ¿Por qué el amor duele si es algo tan bonito? ¿Por qué tengo que llorar por alguien que me quiere? ¿Por qué nos abandonó mi padre? ¿Acaso no le gustaba el color de mi pelo? ¿Por qué mamá toma pastillas? ¿Por qué nadie sabe cómo me siento? Y el doctor desconoce cómo contestar a un niño con los ojos de un adulto y las manos de un animal. Sólo puede darle vagas respuestas que no ayudan y que rompen un poco más, cada día, casi como una tortura china, a su pobre corazón. Un órgano que se nutre de esa misma pócima que le hace artista desde tan joven y también le convierte en un ser triste pero con las suficientes fuerzas para seguir adelante. Como los alacranes en el desierto.
Andrómeda. Los escaparates ofrecen imágenes borrachas de nosotros mismos. Así aprendió dibujo anatómico Vicente, dibujando maniquíes de hombres y mujeres a lo largo y ancho de las calles más concurridas de Madrid. Poco a poco, sus ojos se fueron levantando para dirigir su mirada hacia los cuerpos vivos que le rodeaban. Ahora siente deseo por cada uno de ellos, sin entender de géneros. Todavía es joven pero sabe que el amor y la pasión van de la mano y que quiere tocar cada piel para dibujarla en el lienzo después, como si siguiera un código braille pero con pintura, manchándose los dedos. Él no pinta mujeres ni tampoco hombres. Pinta historias. Historias encadenadas a las paredes del café y a las puertas del baño con palabras y firmas de glorias pasadas. Va a la iglesia a confesarse porque imagina pecado en los muros de sombras y sabe que lo que intuye con los ojos cerrados y la entrepierna apretada es verdad. Sucede, pasa. Es natural. Y a él le gusta. Lo disfruta cada noche en su cama. Cada mañana cuando observa el caballete desde el colchón y desnudo se pinta. Se toca. Se corre. Se disfruta. Porque conoce la belleza y sabe apreciarla del mismo modo que algún día sabrá apreciar su reflejo en el espejo.
Acuario. Siente que se ahoga y no hace nada. Cae lluvia morada y suena Prince de fondo. Se hunde y no hace esfuerzos por salir a flote porque nadar en este caso no serviría de nada. Necesita desconectar, olvidarse de un poco de todo, de que es él y del color que tiene su pelo, de que es Vicente, el niño del pelo rojo, el zanahoria. El eco de las voces se pierde en el tanque de agua azul que forma la piscina municipal. Y también se diluye lo demás, como acuarelas en el mar, como las identidades rotas. Vicente mira hacia arriba desde abajo y todo su mundo se reduce a agua y cloro. Mira a través del agua como quien lo haría sintiendo la madera de un cuadro, lo material y la esencia natural que forma cada cosa. Cuando su madre le lleva a nadar para corregir la escoliosis, Vicente no piensa ni en las posturas de la espalda ni en los consejos del médicos, sólo se acuerda de respirar y por fin se encuentra completo.
Ya no es un pez con alas. Sólo una vulgar sardina con cola de sirena, brocha de todas las pinturas que brotan de su mano herida, garfio contra Moby Dick y los matones del colegio pero nunca lo suficientemente fuerte. Quizás por esa razón nunca se ha atrevido a pintar muchos motivos acuáticos. Para no emborronar el agua con la realidad.
Centauro.
Cuando su padre se fue de casa porque ya no quería a su mamá, Vicente no lloró. En vez de llorar y deshacerse en agua que no iba a ninguna parte, decidió mancharse las manos sin tocarse los ojos. Y él seguía estando.
Y él seguía doliendo. Porque las ausencias van al vuelo de un caballo y aunque Vicente no llorara ese día ni ningún otro día ya más como un reto contra la vida, siguió sintiendo durante mucho tiempo las cabalgadas a solas en el difícil proceso hacia la madurez. Cada caída, cada derrota, cada desuello contra la hoz y el martillo eran un grito que moría en su garganta y renacía en la figura adusta y sombría de sus composiciones. Una naturaleza sin padre que revivía en el corcel negro en un campo de trigo para transformarse después en cuervos de mal agüero. Ya no había más padre para él. Ahora su padre está muerto y no sabe cómo galopar ante sus propios sentimientos de niño abandonado, poco querido. Vicente le enseña sus pinturas a su tumba con la esperanza de que comprenda su hueco, lo que ni el cuadro encierra o esconde en las entrañas del lienzo. Lo que él nunca se atrevió a decirle, a chillarle con el fuego de un animal ante su noche más oscura. La soledad.
Hércules. Las clases de gimnasia siempre fueron lo peor del colegio. En el instituto no han mejorado. Vicente sigue teniendo miedo al potro porque conoce el polvo de sus rodillas cuando cae y se raspa la piel para brotar sangre más mortal que celeste. Ojalá sucediera lo contrario. Quiere ser un dios para vencer al profesor cuando le llama inútil, cuando se ríen de él por sus brazos esqueléticos y por la textura que adquiere su llamarada cuando se moja. Pelo zanahoria, nadie te quiere. Es para volverse loco. Por eso él sueña con ser alguien mejor. Alguien respetado por todos. Alguien a quien quieran.
Pegasus. Todos sueñan con volar pero ninguno quiere la caída. Vicente pinta modos de caer porque ya ha conocido demasiadas veces el color de la herida y no es cuestión de valentía plantearse saltar al vacío cuando el caballo está en lo alto de la cresta. No es de cobardes querer caer al vacío. La inmolación se transforma en una salida. En una vía de escape.
Vicente lo sabía cuando describía caballos saliendo por ventanas y se imaginaba como jinete de su destino aunque de poco sirviera cuando comprobaba al despertar cada mañana que seguía a salvo en la cama. Ahora duerme en el balcón. Es verano y hace calor, le dice a su madre cuando le pregunta. No le cuenta que abajo el abismo llama a su puerta, acariciando la almohada sobre la que descansan sus sueños y el cargador de su teléfono, el libro a la mitad que podría no acabar nunca. Porque Vicente piensa que pinta el cielo pero sólo alimenta a la eterna duda.
Monoceros. Sueña con casas amarillas y avenidas de árboles ardiendo porque el mundo dentro de su cabeza es puro fuego y Vicente lo sabe pero no quiere hacer nada para parar el proceso de sublimación entre sus sueños y el lienzo. No podría sobrevivir de otra forma si no fuera capaz de expresarse así. Piensa en las luces y el agua y en la manera que tiene todo de encajar en su propia trayectoria porque quizás no existe ningún otro modo para entender la realidad. Es una locura, duda Vicente cuando la pintura resbala por sus manos sucias y su madre le dice que baje a cenar pero siempre es demasiado pronto. Por eso cuando duerme, todo se para y adquiere sentido en las gotas microscópicas que descienden del pincel para crear nuevos sueños, mejores expectativas de vida.
La Vela y la Brújula. Quien te guía te marca como los Reyes Magos de Oriente siguiendo la estela de lo que es sólo una historia. Mi mano siempre será tu mano, le dijo Vicente al polvo acumulado de los cuadros y jamás venderá nada pero todavía es joven y cree en la vida aunque le haya tratado mal. Cree en las familias felices y piensa que seguir el camino recto que dicta la sociedad es sinónimo de moralidad pero lo cierto es que cuerdo no es. Pierde el hilo y el rumbo en cada quicio de ventana en los que se sienta a mirar el paisaje y mientras se va pasando la vida y no regresa.
No hay norte en el infinito mar de los perdidos.
Casiopea. En la escuela Vicente siempre intentó encajar. Pero cuando eres el niño raro eso no sucede. Por eso sufrió durante tantos años. Ahora es un adolescente con la nariz respingona y un piercing en la oreja izquierda. También lleva una dilatación en la derecha. Y ya no es tan niño porque por fin ha comprendido el motivo por el que su padre les abandonó y está muerto y jamás volverá y odia y quiere a su madre y no puede remediarlo. Su pintura ha cambiado, ahora le tortura y siente que todo su mundo arde. Y quiere arder con él. No le importa ya mucho nada excepto los pigmentos que se derraman como sangre y van muchos chicos y muchas chicas detrás de él con la intención de que les pinte, de que les convierta en sus chicos y chicas francesas porque Vicente es muy guapo y muy inteligente y ahora el mundo es cuando empieza a apreciarlo. Pero él ya no quiere saber nada de todos aquellos que le hicieron daño en el pasado. Ha perdido la inocencia. Pero se ha ganado a sí mismo. Y no quiere hacerse llamar Vincent. Sólo quiere ser él mismo.
Cruz del Sur. Vicente escucha a Pink Floyd pero prefiere Led Zeppelin. Es de la vieja escuela pero sigue pensando que le iría mejor en la vida si escuchara a Ariana Grande. Quizás fuera más normal. También ha pensado muchas veces en las cosas que pinta, como si no terminaran de tener sentido. Quizás por eso se pinta cruces en las manos y no son sangre cuando sangran y se clavan sobre el lienzo sin ser Cristo ni nada parecido. No se considera mártir pero le gustaría encajar más y no quedarse clavado en la estacada, sin saber muy bien hacia dónde mirar cuando tiene tanto paisaje para pintar. Jamás podría imitar a Gauguin.
El Boyero. Todo es campo en su mente y el mundo se reduce a colores primarios y silencio. Sólo la energía hace ruido. Actúa como una flecha que atraviesa a la velocidad de las redes sociales. Vicente no encuentra su realidad en aquello que no existe porque no puede pintarlo y las cosas que no se pintan no son reales. Quizás por eso ha empezado a autorretratarse. Ya no es un niño y ha empezado a dejarse bigote porque no tiene más vello en el rostro pero eso el cuadro no lo sabe. Sólo los espejos que no mienten. Pero él se pinta con barba y el pelo más largo, más sedoso, más fuerte porque no quiere acabar calvo como su padre. No quiere ser su padre. Sólo quiere pintar a alguien mejor que la imagen de adolescente que le devuelve cruel el espejo.
Ursa Minor. El pequeño Teo va a tener que aprender muchas cosas y lo primero que desea Vicente es que se manche las manos de pintura con él. Mamá ahora sale con otro hombre y este hombre ya lleva varios años en la vida de Vicente y ahora es su nuevo padre y ahora tiene un hermano con los mismos ojos verdes y el pelo más claro. No será el niño zanahoria, piensa alegre Vicente. Será un nuevo comienzo. Para todos. Para él. Para el boceto que permanece silencioso al lado de la cuna.
Descenso al Subterráneo. “¿Qué sería la vida si no tuviéramos el valor de intentar cosas nuevas?”. Vincent Van Gogh. Cuando ya no miras al cielo, sólo queda la tierra. Vicente ha decidido que no quiere seguir pintando las estrellas porque sólo tiene ojos para su hermano, corriendo por los parques, riendo en cada esquina pleno de vida. Así que ahora mira de frente al mundo, a la tierra y el resultado le parece maravilloso. Ha dejado las pinturas y los lienzos en blanco, todo lo que una vez formó su identidad y que hoy se resquebraja para madurar. Todavía no sabe si es feliz pero le gusta la sonrisa de su hermano y también le gusta más su pelo pelirrojo. Le da más personalidad. Eso piensa y se mira en el espejo y va a empezando a sonreír. Poco a poco. Del mismo modo que se descubre en su madurez, descubre otras cosas. Ahora le ha dado por tocar la guitarra. Porque Vicente suena mejor en inglés. Pero por fin es él.
FIN