EL CUENTO DE LA CIGARRA
El Norte de Castilla – 30.04.2000
Erase una vez una cigarra inquieta que vivía en un bosque de árboles de cemento llamado Madrid, donde trabajaba como una hormiga. No era, pues, una cigarra al uso. Escribía y escribía, con una letra apretada y menuda, sobre todo lo que habían visto sus ojos a lo largo de los años.
“Está lloviendo sobre la ciudad lo mismo que llovía sobre el corazón de un poeta sin suerte”
A veces, por esos ojos pasaban ríos –el modesto Carrión, el Sena, el Danubio, el Moldava- Otras hablaba con algunos muertos ilustres a los que trataba con familiaridad. Eran don Jorge Manrique, don Gonzalo de Berceo y cierto arcipreste afincado en Hita. Con ellos montaba su particular partida de tute mientras comentaban sin queja, pero con amargura, los males de su tierra.
Y era tierra lo que llevaba en los zapatos de tanto recorrer lugares y conocer gentes. Se la encontraba en ocasiones por los
cerros de Úbeda, caminando distraído por la sierra del Segura o recorriendo como quien va de la cocina al comedor la Tierra de Campos, que ya mayor recuperara tirando del hilo de recuerdos de su infancia.
Todo lo plasmaba en el papel con esa sencillez que sólo se consigue a fuerza de trabajar mucho, pulir, corregir verbos, artículos, adjetivos, rehacer versos una y otra vez con minuciosidad de orfebre.
“Poseer la certeza de que, digamos lo que digamos: casa, membrillar, tornasoles o amor –palabra única en el reino del mundonos sonarán lo mismo que nuestro nombre…”
Esto escribió una vez como aviso para otras cigarras o a modo de brújula con la que recorrer los últimos caminos, aquellos que le llevarían, sin querer queriendo, en busca de sus orígenes
palentinos y le impulsarían a escribir versos de amor a una ciudad que, agradecida, puso su nombre a una calle humilde, en la que sólo se escuchan, de vez en vez, gritos y algarabía de niños en los cercanos patios de colegio.
Por Palencia fue infiel a todas sus ciudades, se olvidó de otros ríos. Aquí dejó su corazón –tan grande-, su torre, sus “amigos –tantos- asomando a las puertas de las tabernas, todas sus novias del Sur y del Norte, encendiendo candiles en las ventanas más altas para decirle adiós, mientras por las calles últimas se deshacía el mundo”.
Tanto llegó a quererla, que en ella se imaginó su propio entierro: “…Un tren pasaba hacia el mar de los naufragios; cruzaba el río una barca negra, sin nadie; en el jardinillo provincial, ardían montones de hojas secas; en lo chopos del soto, temblaban las luces, la crencha del
cristo yacente, la barba de un rey antiguo, la trenza de la doncella de piedra que duerme en la catedral…”
Erase una cigarra que se alimentaba de aire, del pan candeal de la poesía que era su plato preferido, de manos de amigo y sonrisas de muchacha paseando por las plazas mayores.
La cigarra murió en mayo, el mes en que más cantan las cigarras, abandonó los últimos caminos por el único camino, nos dejó el legado de su poesía.
“Cuando me manden callar, que ya estoy casi callado, quién mi voz recogerá…”
Así lo dejó escrito en uno de sus últimos poemas. Sus incondicionales la seguimos recogiendo. Erase una vez Juan José Cuadros.
HÚNGAROS
El Norte de Castilla – 09.07.2000
Cuando comenzaba el verano llegaban al barrio los “húngaros”.
Se instalaban con sus carromatos de madera al amparo de una tapia lateral del colegio de los franciscanos, porque allí había una pequeña campa por la que discurría el arroyo donde abrevar las caballerías y lavar la ropa. A ese lugar, que era por otra parte nuestra mejor reserva de pesca de renacuajos acudíamos, casi en manifestación, los niños de los alrededores.
Primero despacio, asomando tímidos por la esquina con las cabezas rapadas y las rodillas sucias de pasar todo el día en la calle para luego, paso a paso, acercarnos tímidos y curiosos hasta las barandillas torneadas de los carromatos donde, amarrados a sus cadenas, se encontraban los monos esperando el frugal pasaporte de un mendrugo de pan duro que sacábamos del bolsillo como el tesoro que abría la casa de los sueños.
Los monos nos miraban con sus ojos sabios y alargaban la mano para recibir los presentes que dejaban en un plato desconchado y sucio para que una nómada vieja, con amplia falda de lunares y pañuelo con abalorios en la cabeza, repartiera equitativa los rebojos entre esos monos llenos de parásitos y unos niños morenos, de mirada profunda y manos casi negras de roña que los comían en silenciosa camaradería mientras los mirábamos con la boca abierta ente un espectáculo que los más veteranos conocían de años anteriores.
Como reguero de pólvora corría entre tanto por el barrio la noticia: “¡los húngaros!, ¡han llegado los húngaros!” y en una segunda oleada comenzaban a acercarse mujeres con paraguas, cazuelas, cuchillos y tijeras para que los hombres de la caravana, de traje y sombrero rigurosamente negros, camisa blanca y grandes bigotes, los reparasen o afilaran a 25 céntimos la pieza. Las “húngaras”, mientras, despiojaban a los niños o tejían cestos de mimbre que luego trataban de vender de casa en casa.
Mediada la tarde, con la rebanada de pan con membrillo en la mano, impacientes, nos volvíamos a congregar junto a los carros,
donde los mismos hombres que por la mañana reparaban cacharros, ofrecían una improvisada función de circo.
Algunos hacían ejercicios sobre tablas y cilindros; otros, juegos malabares; uno caminaba sobre un alambre tendido entre dos carros o pisaba descalzo sobre vidrios rotos, pero el que más nos gustaba era el traga fuegos. Siempre nos sorprendía que se pudiera meter la pequeña antorcha en la boca sin quemarse. Los monos mostraban después sus habilidades; la cabra hacía equilibrios a toque de trompeta y un año, hasta un oso encadenado a una barra de hierro hincada en la tierra, evolucionaba al son de la pandereta.
Terminada la función, las mujeres pasaban entre la concurrencia unas latas vacías de conserva en las que echábamos las monedas de 10 céntimos que nos habían dado nuestras abuelas y volvíamos a casa comentando la función y con prisa para la cena porque de noche los húngaros ofrecían lo mejor de su espectáculo: el cine.
Con el barrio en penumbra -apenas había alumbrado público- grandes y pequeños nos íbamos congregando en la plaza de
San Juanillo, que entonces llamábamos de Corea y no era más que una gran explanada de tierra que servía fundamentalmente para jugar al fútbol y correr en bicicleta. Cada cual llevaba su asiento: banquetas de cocina, sillas de comedor, bancos de tres o cuatro plazas y así se iba formando un improvisado patio de butacas al aire libre donde nadie te llamaba la atención por comer pipas.
En una de las fachadas colgaban la pantalla, que era una conjunción de trozos de tela blanca llenos de remiendos, atándola precariamente entre dos ventanas. La energía eléctrica para la máquina la pirateaban de la acometida más cercana y, cuando estábamos ya congregados e impacientes casi todos los vecinos del barrio -entonces sólo existían las llamadas “Casas de la Construcción”-, comenzaba la película que al principio veíamos guardando un silencio casi religioso -los más pequeños era la primera vez que asistíamos a una proyección- para, al poco tiempo irnos metiendo en la acción, aplaudir a los buenos, abuchear a los malos y silbar las pocas veces que el “chico” y la “chica” se daban un beso.
Durante tres días y tres noches, este era el programa que se repetía cada verano. De hecho las películas siempre eran las
mismas, cada vez más deterioradas: “Viva Zapata”, “Pancho Villa” y “El Salvaje”, con Charlton Heston disfrazado de indio en technicolor.
Terminada la función, mientras cada uno recogía su asiento, las mujeres volvían a pasar las latas de escabeche para recolectar la magra recaudación con que seguir subsistiendo y se disolvía el improvisado cine.
A la mañana del cuarto día corríamos de nuevo, esperanzados, al lugar de acampada, pero allí ya no había nadie. La caravana había partido temprano por la cercana carretera de Santander y sólo quedaban, como recuerdo de su presencia, los apagados restos del fuego de campamento que no se volvería a encender hasta el verano siguiente, cuando
en su prevista
traslación regresaran los últimos hombres libres.
No recuerdo cuándo fue la última vez que eso sucedió.
FERNANDO
El Norte de Castilla – 01.10.2000
Siguiendo una tradición familiar que heredó de su tatarabuelo y prolongaría en sus hijos, Fernando era pintor de los de brocha gorda, pantalón blanco y alpargatas. Un pintor de vieja escuela, que en el pequeño taller de su casa ejercía la alquimia de mezclar cola, blancoespaña, ocre, aceite de linaza, almagre y otros productos para
conseguir la materia prima con que cubrir las
paredes al temple, las puertas al óleo y demás métodos con los que “tapar las vergüenzas de los ricos y cubrir la miseria de los pobres. Para eso -decía- sirve la pintura y no para otra cosa, así que hay que hacerlo muy bien, no se vayan a notar los defectos.”
Era Fernando un torero frustrado, admirador de Joselito, El Gallo y Manolete y consideraba, como buen aficionado, que cualquier tiempo pasado fue mejor y que ya estaba bien de tanto “salto de la rana” porque el toreo no era “un espectáculo de saltimbanquis,
sino
una
religión
con
sus
sacramentos
y
mandamientos”. Ameno conversador, siempre tenía a punto alguna de las múltiples anécdotas de su vida y recordaba con frecuencia
episodios de cuando estuvo en la guerra de África. Explicaba que la calavera que llevaba en el antebrazo se la hizo tatuar en Nador unos días después de que, junto a otros soldados, le tocara dar sepultura a los abandonados muertos de la masacre del monte Arruit y reconociera entre ellos el descompuesto cadáver de uno de sus mejores amigos, vecino como él de la calle La Parra, hombre ya sin rostro al que reconoció por el medallón del “Dulce Nombre de Jesús” que unos años antes habían comprado los dos para hacerse cofrades. “La calavera -decía- es una especie de antídoto contra la muerte que hasta la fecha me ha dado buenos resultados. En esa guerra perdí un amigo y gané otro. Mi trabajo me costó, diez kilómetros con un compañero herido, a cuestas hasta el cuartel, atravesando un terreno dominado por los kabileños, pero ha pasado más de medio siglo y todavía me llama por mi cumpleaños. Los últimos africanos, me dice que somos”.
El conflicto de Marruecos le marcó mucho. Más que la guerra civil a pesar de que se salvó “in extremis” de ser fusilado como tantos otros, porque un fascista interesado le perdonó a cambio de que su hermano Vicente enseñara a tocar la corneta a la banda de música que en la ciudad estaba organizando la Falange.
Por aquel entonces tenía Fernando dos hijos de pocos años, una niña de meses y una mujer de armas tomar que todas las mañanas salía a trabajar a la fábrica de mantas. Todavía tendría una hija más, pero ninguna de las dos niñas sobreviviría a las miserias de la guerra. No le gustaba hablar de eso aunque a veces hacía escapadas al Cementerio Viejo de las que regresaba taciturno y sin ganas de comer.
De unos días que pasó en Madrid, guardaría siempre el recuerdo de cuando Ava Gardner le pidió fuego junto a la cartelera de un cine de la Gran Vía: “Aquella si que era una mujer. Más guapa que en las fotos”. Cuando por fin tuvo televisor no se perdía ninguna de sus películas y explicaba que así le había mirado a él, con el cigarrillo entre los labios y como perdonándole la vida. Nunca supe se fue un encuentro real o inventado.
Fernando devoraba todos los periódicos y revistas que caían en sus manos, pero en su casa sólo conservaba cuatro libros que hojeaba y releía con frecuencia. El resto de su biblioteca había ardido en la “bilbaína” durante los años del racionamiento, porque casi no había para comer y mucho menos para combustible. Ese fue el camino que siguieron Julio Verne, Cervantes, Charles Dickens y
Don Benito Pérez Galdós, pero se resistió a dar el mismo destino a esos cuatro ejemplares que conservaba como oro en paño.
El primero que enseñó a su nieto era un libro francés publicado en 1907. Se titulaba “Atlas Universel. Politique, Statistique, Commercee” y sus páginas estaban llenas de mapas, sobre todo de la Europa de la época, Imperio Austro-Húngaro incluido, banderas de todo el mundo, monedas y un montón de cifras y datos de producciones diversas.
- “Abuelo, ¿por qué pone Espagne, Allemagne o France?”. - “Porque el libro viene en francés”. - “Ya, pero ¿es que los franceses no saben decir bien la palabra Francia?”. - “Sí, pero les pasa lo que a un compañero andaluz que yo tenía y en vez de decir cal para encalar, decía “cápacalá” por eso mismo los franceses dicen Espagne, porque no saben decir España y además les importamos muy poco”. - “Ah, claro, es verdad”.
De este modo transcurría la conversación con el niño de siete años que comenzaba a aficionarse a los mapas y los países del
mundo, a soñar viajes por lugares exóticos, ascender montañas y remontar ríos que sólo existían porque así lo aseguraba un libro escrito en otra lengua.
El segundo llevaba por título
“El arte de reconocer los
estilos” y era un libro de bolsillo que daba un rápido repaso fundamentalmente
a
la
arquitectura
y
escultura
desde
Mesopotamia hasta el siglo XIX. Casi se lo sabía de memoria.
Por él desfilaban los arqueros del friso de Persépolis, volaban los toros alados de Khorshabad y se asomaban las agujas de Notre Dame
Andando el tiempo, le permitió hojear un cuaderno titulado “Antología del Epigrama Español” y comenzó a recitarle versos de memoria. Gracias a eso el nieto descubrió por primera vez a Quevedo, Góngora, Lope, Calderón y demás clásicos y se aficionó entre risas al veneno de la poesía.
Un día, ya jubilado, le dijo: “Mira, yo para no sentirme viejo digo que soy “usado” y así me veo en la obligación de cuidarme porque los monumentos antiguos hay que conservarlos y nací con el
siglo. Pienso mantenerme lo mejor posible hasta que doña Sarita Montiel venga a cantarme el último cuplé, aunque ya casi no me queda nada por ver. A lo largo de mi vida he participado en una guerra colonial, sufrido una guerra civil, conocido dos mundiales y tantas escaramuzas que he perdido la cuenta. Con toda esta experiencia, la única conclusión que he sacado es que, pase lo que pase, siempre pierde el mismo: Juan Pobre. Nunca te puedes fiar de los hombres públicos ni de los políticos, ni siquiera de los de tu bando. Yo sólo conocí a dos que me parecieran buenos, no digo que lo fueran: el primero no era intelectual ni se dedicaba a la política, se llamaba Durruti, era un hombre del pueblo y cayó defendiendo al pueblo. El otro, Don Julián Besteiro, a pesar de ser hombre estudiado cometió un error infantil: era profesor de ética y creía en la buena fe de las personas. Recién terminada la guerra lo encarcelaron y murió en prisión, yo creo que de pena por la poca caridad de los vencedores. Fíjate, al cabo de los años y con todo lo que he pasado, te puedo decir que en este mundo sólo hay cuatro cosas fundamentales: las personas, independientemente del país donde vivan, la belleza, la literatura y la libertad. Los libros que te he enseñado hablan de las tres primeras cosas y ahora es ya momento de que leas el cuarto”.
Ese
cuarto libro, que guardaba bajo llave, se titulaba
“Caracteres del anarquismo” y carecía de cubierta. Estaba forrado con un papel de estraza color pardo y había sido publicado, como los demás, a principios de siglo. En realidad era una compilación utópica e inocente, con algunos retratos de teóricos anarquistas y mensajes de fraternidad universal, pero tuvo la virtud de despertar en el nieto la curiosidad por lo que contenía una obra que Fernando se había resistido a destruir durante los peores años de la dictadura y escondía aún con miedo. “Léelo pero no lo dejes a la vista ni se lo cuentes a nadie. Cuando termines me lo devuelves. Algún día te explicaré por qué hay que esconderlo”.
Nunca lo explicó. No fue necesario.
Fernando era mi abuelo.
INMIGRANTES
El Norte de Castilla – 18.02.2001
Cuando comencé esta serie de colaboraciones me propuse realizar una colección de artículos más o menos literarios y algunas semblanzas de personas y lugares especialmente queridos para mí. Así lo he venido haciendo en líneas generales a lo largo de todos estos meses, aunque de vez en cuando las circunstancias me hayan obligado a abandonar la línea propuesta.
Eso es lo que me sucede hoy y por eso quiero avisar al lector de que en las líneas que siguen voy a tratar de un asunto para mí tan visceral que no estoy seguro de ser todo lo imparcial que debiera.
Se trata de un tema más que candente, una de esas balas virtuales que nos apuntan directamente al corazón y al cerebro: el fenómeno que ha dado en llamarse inmigración ilegal.
Parece un sarcasmo y ciertamente lo es, pues ilegalizar la inmigración es como pretender borrar con un gesto el motor que la produce: el hambre.
¿Desaparecerá el hambre por el mero hecho de prohibirlo?. Ciertamente se necesita ser muy estúpido, político avestruz o ambas cosas al mismo tiempo para pretender eliminar un problema por el simple método de ilegalizarlo.
Los que tuvimos la desgracia (y somos muchos) de ser hijos o parientes de emigrantes, tenemos también la suerte de conocer por cercana experiencia cuáles son las causas últimas que obligan a una persona a dejar su casa (cuando la tiene), su familia, su cultura, su idioma muchas veces, para correr la aventura de jugarse la vida en un país extranjero o terminar tirado en cualquier playa o en cualquier cuneta como un muerto anónimo.
Por eso sabemos que, salvo contadas excepciones, nadie se arriesga a llegar con lo puesto a una tierra extraña si no es con la intención de ofrecer su único capital, su fuerza de trabajo, a cambio de las migajas que personas nada desinteresadas le quieran ofrecer, que cruzar el estrecho en patera no es una excursión por el lago de
Sanabria, que atravesar el Atlántico supone hipotecarse de por vida a cambio de un billete de avión, que la familia que queda en los países de origen de esta pobre gente, con seguridad sufre más que ellos en la incertidumbre sobre si habrán llegado vivos al lugar de destino.
Y no digamos nada de la decepción que supone llegar a España y encontrarse con que eso de la “Madre Patria” no es más que un espejismo, una de tantas milongas que tanto gustan cultivar los gobiernos de acá y allá como alimento espiritual de indios, mestizos y “sudacas”. ¿Qué pensarán estas personas, que llegan confiadas en la imagen que al exterior venimos proyectando desde hace muchos años y una vez aquí, sin posibilidad de marcha atrás, se encuentran con que todo era una mentira macabra?. ¿Y esos pobres africanos que atraviesan medio continente al reclamo del paraíso del hombre blanco que la TV vía satélite les vende las 24 horas del día, para encontrarse, si sobreviven a la travesía, con la Guardia Civil que les dará una manta, un bocadillo y les expulsará del “Jardín del Edén” sin haber tenido tiempo de catar la manzana?.
Veo en los periódicos los ojos de infinito cansancio y a la vez de felicidad de estas pobres gentes, contentas porque creen que ya
terminó su calvario y se me cae la cara de vergüenza. Veo los cuerpos de los ahogados y se me cae la cara de vergüenza. Veo a esos huelguistas que dejan de comer como única salida para huir del hambre y se me cae la cara de vergüenza. Escucho las insensateces racistas de nuestro seguramente bien comido y bien pagado Secretario de Estado para la Emigración y me pregunto cómo una persona puede llegar a semejante grado de deshumanización ante el sufrimiento ajeno. Escucho el enésimo chiste malo de nuestro Presidente y me ataca la náusea. Pregunto (pregunta retórica) por dónde anda mientras tanto el Defensor del Pueblo y me llega el eco lejano de un ronquido.
Pero hay algo que me duele más: los políticos olvidan, ocultan, camuflan las realidades que les resultan incómodas o pueden inquietar su perpetuación en el poder, es su oficio y no se lo reprocho, más bien me sorprendería de lo contrario pero ¿qué pasa con la ciudadanía?. España ha sido, por causas históricas, un país de emigrantes y exiliados. No creo que haya una sola familia que no haya tenido alguna vez lo uno, lo otro o ambas circunstancias y, sin embargo, casi siempre topas con la indiferencia cuando no con el rechazo.
Me interrogo, por poner ejemplos cercanos, sobre qué hubiera sido de los miles de exiliados que provocó nuestra última guerra
civil
y
su
larguísima
postguerra
si
los
países
hispanoamericanos no les hubiesen abierto sus brazos solidarios. Me pregunto una vez más que hubiera pasado con tantas familias, entre ellas la mía, si cuando nuestros padres marcharon a Alemania, Francia, Holanda, Australia, les hubiesen puesto en la frontera con un bocadillo y una manta.
Y ahora, cuando nos toca corresponder con generosidad, cerramos a cal y canto las puertas del país y cubrimos nuestras miserias atrincherados frente al televisor, contemplamos con pasmosa indiferencia las noticias que nos hablan de hambre, inmigración y muerte, nos quedamos tranquilos aportando un donativo para los damnificados de cualquier terremoto como una forma de aplacar la conciencia (puñetera conciencia) y demostrar los solidarios que somos y, cada cual a su hora, nos acostamos tranquilos porque no nos zumban los oídos.
SEBASTIÁN
El Norte de Castilla – 20.05.2001
Este artículo fue galardonado con el Premio de Periodismo “Mariano del Mazo”, 2002, que convoca la Diputación Provincial de Palencia
“ Sebastián Culera se comió una pera y como era de agua le entró cagalera” Así, con esa crueldad inconsciente de la que sólo son capaces los niños, recibíamos en el barrio al pobre Sebastián, el pobre más pobre de Palencia. Bueno, en realidad el más popular, porque el más pobre era el “Fugitivo” un mutilado de guerra que sobrevivía arropado con cajas de cartón por los alrededores de las casas de Tarazona, pero eso es otra historia y no es este el momento de contarla.
Sebastián -decía- era un hombre bajito, con la boina llena de sebo que se calaba casi hasta las cejas, una vieja pelliza acolchada
de borra como las que utilizaban entonces los obreros y una especie de zurrón o bolsa de costado de color pardo indefinido de la que nunca se desprendía. Esas eran sus únicas pertenencias conocidas. Esas y una dignidad hecha a todas las intemperies.
De naturaleza pacífica, soportaba estoico las continuas chanzas y alguna que otra piedra silbadora lanzada, por suerte, con mala puntería las más de las veces.
Por lo demás, vivía y oficiaba de transeúnte por toda la ciudad, acudía muchas tardes a beber su porrón de vino a la cantina “Los dos hermanos”, tasca típica que se situaba frente al cine Avenida, y se dice que pernoctaba en la abandonada caseta de aperos de una huerta sobre la que hoy se levanta el convento de los Padres Claretianos y unos bloques de viviendas, pero eso fue poco antes de que fuera recogido por la Beneficencia Pública.
Todo el mundo le decía adiós y a todos saludaba con su sonrisa de hombre sin mala conciencia. Se paraba a veces y entraba en conversación con las señoras que iban a la compra o los obreros que volvían del trabajo, extendía la mano señalando hacia algún
lugar indefinido para explicar cuál era el trayecto que pensaba recorrer ese día, pero nunca le vi pedir limosna.
¿De qué vivía Sebastián?.
Amigo del viento y de la lluvia, se alimentaba de aire, decían algunos; de rebojos de pan duro que quién sabe de dónde sacaba; del porroncillo diario y la caballa en escabeche que religiosamente pagaba con unos céntimos roñosos; de la ciudad provinciana que tan bien le conocía y lo cuidaba como se cuida un árbol al que nadie riega pero ahí está.
En lo material, ayudaba como podía en la antigua cuadra de caballerías que junto a la Estación Pequeña tenía Florencio, tratante de ganado y propietario del anejo “Bar La Playa”. En esa misma cuadra dormía las más de las noches y de allí obtenía las cuatro perras gordas con las que lograba sobrevivir hasta que el lugar fue cerrado por derribo del edificio y Sebastián quedó en la pura calle.
Fue entonces cuando parece que encontró provisional refugio en la caseta de aperos hasta que las autoridades tuvieron a bien hacerse cargo de su sostenimiento.
Aunque querido por la mayoría, nunca faltaba quien hiciera escarnio del pobre Sebastián. Por eso surgían coplas y romances en torno a su persona, algunas acomodando canciones más o menos en boga como “Qué bonita es Barcelona” que se parafraseaba de la siguiente manera:
“Qué bonita que es Palencia, la Estación, los Jardinillos. Más bonito es ver pasar al famoso Sebastián por la calle en calzoncillos”
Obviamente la palabra calzoncillos no era sino un recurso dudosamente poético obligado por el ripio, pues nunca se vio a Sebastián así por la calle. Su dignidad de hombre pulcro no se lo hubiera permitido.
De hecho, procuraba cuidar en la medida de sus posibilidades el aseo personal y con cierta frecuencia acudía a afeitarse a la barbería de Antonio Pomposo, también hoy desaparecida y que se ubicaba en el barrio de la Puebla.
Parece que el tiempo todo lo borra. Ni la cuadra ni la caseta donde dormía existen, la cantina a la que tantas veces acudió hace tiempo que cayó bajo la piqueta. La barbería desapareció por el mismo método y Sebastián, el bueno de Sebastián, un día dejó de formar parte del paisaje palentino y desapareció de sus calles para no volver más, acogido en la Beneficencia hasta que la muerte fue a buscarlo, pero estoy seguro de que, de un modo u otro, por medio de quienes le conocimos y de quienes oyeron alguna vez hablar de él, Sebastián, “Sebastián Culera”, es y seguirá siendo siempre una parte humilde y amable de nuestro subconsciente colectivo, elemento vivo de una ciudad que ya no existe porque la modernidad, como Saturno, terminó devorándola.
Era curiosa la simbiosis que entre ambos, ciudad y persona, existía. Como parte de un todo, ninguno de los dos hubiera estado completo sin el otro. Resultaba casi impensable salir a cualquier hora, con cualquier derrotero, y dejar de ver a Sebastián con ese estar pausado en todas partes que casi lo hacía ubicuo.
Se le podía ver en un mismo día bajando por el paseo del Otero, viendo pasar los trenes de vapor en la Estación, sentado en
un banco del Sotillo de los Canónigos o mordisqueando una manzana por la avenida de Valladolid. Si preguntabas por él, siempre alguien lo había visto, pero cuando llegabas al lugar ya no estaba allí. Sólo se le encontraba cuando no se iba en su busca, como las buenas noticias o los billetes de lotería premiados, que llegan así, cuando no los esperas, a alegrarte la existencia.
Así sucedía con “Sebastián Culera”, uno de tantos recuerdos entrañables gracias a los cuales podemos aún constatar que alguna vez fuimos niños.
Espíritu libre, su repentina prosperidad sería también su cárcel y no sobreviviría mucho a las para él inusuales comodidades del asilo. Desde entonces, las aceras son más grises y más huérfanas.
¿ES EL ENEMIGO?
El Norte de Castilla – 29.07.2001
Y era, por primera vez, el enemigo quien se puso al otro lado del hilo telefónico. La muerte, ese enemigo común e inexorable que ha terminado con una persona que nunca los tuvo, Miguel Gila.
Gila fue un hombre sin malicia, eterno perseguidor de la felicidad en un país que le había dado todos los motivos del mundo para ser infeliz y resentido, pero aunque derrotado, jamás se permitió –jamás nos permitió- tan amarga derrota.
Muy joven aún, se vería obligado a empuñar las armas en defensa de una legalidad democrática conculcada por los golpistas de 1936 y fueron esos mismos golpistas quienes lo fusilaron con tan mal tino o tan buena fortuna, según se mire, que Miguel Gila pudo salvar la vida mediante la artimaña de hacerse el muerto. Como al cojo de su chiste, lo habían fusilado mal, sólo que la cojera, en forma de resentimiento, les quedó a los otros. A él, que también sufriría la cárcel y los duros años de un finalmente inevitable exilio,
le quedaría como única secuela una impagable ternura que derrocharía a manos llenas en sus caricaturas telefónicas y dibujadas.
Se fue Miguel y ya no nos saldrán las cuentas del colegio de nuestros hijos.
Se fue Miguel y nos quedamos sin la línea directa con Cabo Cañaveral, por más que algunos astronautas lleven apellido español.
Se fue Miguel y la “Clínica Los Dolores” dejó de anunciarse en las ferias regalando entradas para los toros a todo el que se quisiera operar en ella.
Se escapó Gila de esta cárcel y puede ya declararse “libre” sin el peligro de que alguien se le suba a cuestas confundiéndolo con un taxi. Alarde de humor negro, por mucho que parezca inocente, para un tiempo y un país sin inclinación a la risa porque los únicos que podía circular sin peligro con el rótulo de libres eran los taxistas.
Jack el Destripador volverá a cometer crímenes a sus anchas sin que nadie le “coma” la moral a base de indirectas. Ningún niño pobre será ya abandonado en el portal de un rico, uno de esos lugares donde se comían cosas tan exóticas en los años del hambre como sopa caliente.
La guerra ha perdido, con la deserción inexorable de Gila, el lado tierno que él se empeñó en darle durante toda su vida, acaso como modo de olvido de lo que le tocó pasar. A ningún sargento se le volverá a poner el pelo rubio al tratar de desatascarle la cabeza de la boca del cañón. Ningún soldado disparará con la bala atada a un hilo para poder recuperarla. Ningún espía se disfrazará de Mari Pili para conseguir los planos del polvorín. Nadie esperará para avanzar a que termine el partido de fútbol y en los telediarios, huérfanos de Miguel Gila, seguirán apareciendo los muertos de siempre,
los
dictadorzuelos
de
turno,
los
salvapatrias
y
atropellapueblos malhumorados que disparan con balas de verdad en defensa de sus realidades virtuales.
Pero la muerte se partirá de risa, se hará más humana, se apiadará, seguramente, de nuestro desamparo, porque se ha
llevado a Gila sin saber que en su territorio acaba de establecerse la primera cabeza de puente de un humor que nunca va a morir.
Allí realizará nuestro hombre su lenta labor de zapa para que la mueca de la parca se vaya tornando sonrisa. “¿No me haría usted un precio más barato poniendo yo el muerto?”, dirá con aparente ingenuidad el bueno de Miguel tratando de regatear para ahorrarse unos durillos de eternidad porque de todo se cansa uno menos de la memoria de quienes fueron nuestra particular “caja de resistencia” para tiempos sombríos.
Pero bien pensado y teniendo en cuenta que no es la primera vez que utiliza el truco, ¿no se estará haciendo el muerto para burlar a la muerte?. Colgad todos el teléfono, No salgáis de casa. Esperad unos días por si de repente suena el timbre, descolgamos y alguien nos pregunta por la parroquia de San Benito.
Estoy seguro de que muchos de los que con su intolerancia trataron de amargar la vida de este hombre bueno, lamentarán ahora su desaparición como se lamenta la pérdida de quien, sin ellos saberlo, también era su amigo, aquél que se fue sin irse porque nos deja su insobornable integridad, su impagable sentido del
humor, su estar en la vida sin herir al vecino ni tener que recurrir a lo chabacano, lo escatológico o lo chocarrero como tantos que se las dan de humoristas sin pasar de graciosillos de excursión, para tratar de hacernos soltar la carcajada o la sonrisa cómplice como él hacía.
Se nos fue de viaje el amigo de todos, quién sabe dónde y, más temprano que tarde seguro llegará a ese lugar de la memoria donde van los hombres de bien y simplemente dirá: “Hola, que soy yo, que he muerto” y quien quiera que sea el que lo reciba le contestará sin remedio. “Pues que sea la última vez que se muere sin permiso”.
LOS DICTADORES GALLINA
El Norte de Castilla – 21.04.2002
Los dictadores gallina se sienten reyes del corral enfundados en su disfraz de gallo. Exhiben sus plumas de colores, sus charreteras doradas, sus estrellas de plata, como siniestros comparsas de un carnaval anacrónico en el que sólo se tocan marchas militares.
Parecen
inasequibles
al
desaliento,
pero
duermen
intranquilos en sus habitaciones blindadas. Tardan en obtener el cada vez más difícil premio del sueño y en sus diarias pesadillas resuenan inmisericordes los gritos de dolor de los torturados.
Se refugian como niños medrosos en los inmaculados pechos de sus piadosas mujeres, que les insuflan nuevas energías para, a la mañana siguiente, seguir gobernando el patio de cuartel de sus polluelos.
Los dictadores gallina, por el día parecen muy seguros de sí mismos. Parcos en vocabulario y en ideas, ejercen su función
mesiánica a base de tanquetas y decretos. Saben en todo momento, tocados por el halo de un espíritu superior, cuál es lo mejor para su pueblo y lo imponen con voz de mando. No admiten vacilaciones.
Conspiradores por naturaleza, ven enemigos por todas partes, miran con desconfianza a los subordinados aduladores tratando de encontrar el brillo de la traición en uno ojos que, como los suyos, se ocultan tras gafas oscuras, predispuestos al seguro refugio de la “obediencia debida”.
Tiemblan ante cualquier ruido desacostumbrado y miran con disimulo –“la patria es estar vivo”-, bajo la cama y dentro de los armarios mientras sus castas esposas rezan las últimas oraciones del día en la capilla privada.
Los dictadores gallina creen que haciendo desaparecer a sus víctimas borrarán su recuerdo. Se complacen en el sufrimiento de las familias de tantos desaparecidos, en el temor de quienes esperan la llegada intempestiva de los gorilas. No saben que la memoria es terca y contra ella no existe ningún modo de olvido.
Son como los avestruces. Esconden la cabeza bajo el ala de su capote militar y así no ven cómo pasa la vida. Los atropellos les son ajenos, los cometen unos subordinados que, por exceso de celo, se extralimitan en sus funciones, pero ellos ignoran siempre lo que sucede a su alrededor. Su mano derecha nunca es responsable de los actos de su mano izquierda. Desde la atalaya de los coches blindados el país es un decorado de cartón piedra y vivos colores que esconde la trastienda de miseria.
Cuando se ven en peligro, olvidan su bien timbrado kí-kí-ri-kí y cloquean asustados, tiemblan con un párkinson repentino, babean, se mojan los pantalones, tratan de conmovernos con los achaques de una ancianidad que negaron a tantas víctimas, se muestran por una vez inteligentes, con la extraña lucidez que provoca el instinto de supervivencia. Suplican lacrimógenos una piedad que ellos ignoran y vierten lágrimas de cocodrilo rodeados de hijos y nietos para componer anacrónicas escenas familiares tan del gusto de la audiencia, mientras por dentro se ríen de esos pobres idiotas capaces de perdonar la ignominia en nombre de los para él tan menospreciados sentimientos humanitarios.
Los dictadores gallina, a pesar de sus delirios de grandeza, pasan de puntillas por la Historia. Sólo sus víctimas figurarán anónimas pero con letras mayúsculas, mas no descuidan entre protestas de falsa modestia la erección de alguna estatua en pose triunfal a ser posible ecuestre y, en los ratos libres que les deja su espíritu de sacrificio patrio, engrosar el montante de sus cuentas en Suiza para prevenir imposibles contingencias.
Los dictadores gallina llorarán de rabia y de impotencia por la inutilidad de tantos muertos. Víctimas de manía persecutoria y delirios de grandeza, lamentarán no haber terminado a tiempo con todos sus potenciales enemigos. Ya jubilados y venerables, sufrirán el agobio del dedo acusador, planeará sobre ellos el fantasma de la cárcel, el buitre del olvido, la sombra de la sospecha, el luminoso destello de la verdad, pero acabarán muriendo tranquilos en sus camas, confortados por el auxilio espiritual de algún obispo propicio, rodeados de su ejemplar familia, cogidos a la mano de su desconsolada viuda que tanto les quiso y ayudó en los momentos difíciles, dando ejemplo de impunidad a otras gallinas que quieran hacerse dueñas del corral, escuchando a lo lejos la letanía atroz de sus acólitos, la voz sin voz de los desaparecidos, el clamor marino de los muertos.
Y AUTE PASÓ POR AQUÍ
El Norte de Castilla – 02.06.2002
De vuelta de todas las idas y con motivo de las “IV Jornadas de Poesía Ciudad de Palencia”, Luis Eduardo Aute pasó por aquí no sin sobresaltos, al tener que posponer unos días su presencia a causa de una inoportuna enfermedad.
Y lo hizo por dos motivos que no son los habituales en él, la literatura y el cine, con una propuesta que para las Jornadas de Poesía supone un pequeño salto hacia adelante de cara a abrir el espectro de la creación artístico-literaria a todos los palentinos.
De este modo y casi recién llegado de Nueva York donde, invitado por Robert de Niro, presentaba su película el pasado día 9, tuvimos la ocasión de escuchar en propia voz sus poemas y ver esa rara avis cinematográfica titulada “Un perro llamado Dolor”.
Nos hubiera gustado sin duda, haber escuchado algo más de su poesía, especialmente de la discursiva que tantas veces y tan felizmente nos ha prodigado en forma de canción, pero como
consecuencia de la duración del film, el tiempo disponible para la lectura era escaso y prefirió emplearlo en decirnos algunas de esas pequeñas perlas poéticas que él llama “poemigas” en las que tanto utiliza los juegos de palabras y que adquieren su verdadera dimensión sobre el papel, donde el lector puede observar los juegos espaciales y tipográficos que enriquecen el mensaje o el concepto que Aute trata de transmitir. Por eso recomiendo para quien quiera profundizar en esta manera de hacer, la lectura de dos de sus libros: “Animal” y “Animal dos” si aún es posible encontrarlos en las librerías.
El primero se complementa con un CD musical y el segundo incluye un vídeo con secuencias de dibujos del autor, lo que da un importante valor añadido a las obras y nos facilita una visión más amplia de un creador multidisciplinar y multidisciplinado que transita de forma natural y con frecuencia entremezclada por territorios a veces dispares y a veces complementarios como son la pintura, el dibujo, la poesía visual, experimental o discursiva, la canción, la música a secas, el cine y cualquier otra faceta artística que se le ponga por delante.
Terminada la lectura, que seguramente supo a poco a casi todos los presentes en la sala, llegó el momento de ver “Un perro llamado Dolor”, película de dibujos animados, transgresora, libérrima y llena de imaginación donde un tema ya clásico como es la relación del pintor con su modelo sirve como disculpa al autor para profundizar en materias que le son muy queridas y ha utilizado de una forma más o menos habitual en sus otras facetas artísticas: amor, muerte, sexo, miedo, la transgresión, en suma, de lo convencional y políticamente correcto, como un funambulista en el filo de la navaja.
Todo ello, sabiamente mezclado en diferentes dosis, es el esqueleto sobre el que Aute fabrica el cuerpo de una película difícil, inquietante, imaginativa, por momentos dura, trabajada con la paciencia y minuciosidad de un amanuense y que puede provocar cualquier cosa menos indiferencia.
Por ella vimos desfilar obsesiones y personajes que son de todos a fuerza de ser ya universales. Pintores como Velázquez, Goya con su Maja, sus brujas, sus fusilamientos y su España negra, Lorca, Dalí, Buñuel, Sorolla, ManRay, Duchamp, Trotsky, Diego Rivera, Frida Kahlo, tantos y tantos otros personajes fácilmente
reconocibles y el perro, un perro que se llama Dolor como podría tener otro nombre porque es el mismo y distinto paseando por las diferentes partes de la película mirando y olisqueando como cualquier espectador curioso que desde el otro lado de la pantalla indaga en la oscuridad de la sala de proyección sobre el sentido – único o múltiple- de cada una de las escenas que por la magia de la luz se despliegan ante sus ojos. Un perro que va tejiendo el hilo invisible que da unidad a una película con la que muy pocos se divierten -tampoco está hecha para divertir- pero que de seguro habrá quedado en el recuerdo de cuantos la vieron como quedó en la mente de los que tuvieron ocasión de encontrarse con ella en San Sebastián, Madrid o Nueva York.
Una experiencia única y una ocasión única, al menos para quien estas líneas escribe, de comprobar de manera directa cómo el hecho de la creación artística en libertad, por más que a veces pueda inquietar –la libertad, como todo lo desconocido, inquieta- es capaz de llegar a ser un verdadero revulsivo o cuando menos, una invitación a seguir, sin cortapisas, los caminos que nos dicte la imaginación, aunque a veces suponga dar un salto en el vacío.
Sólo así, haciendo como Aute hace, un ejercicio de libertad sin trabas, podremos penetrar en la verdad pura del hecho creativo. Basta con ser sinceros y fieles a nosotros mismos. El resto vendrá añadido y Luis Eduardo Aute es sin duda, un buen ejemplo.
JUAN SIN SOMBRA
El Norte de Castilla – 23.02.2003
Unas veces se hace llamar Bernardo Fuster, otras Luis Mendo y las más, para complicar las pesquisas, hace uso de los dos nombres al mismo tiempo; pero todos sabemos que miente como buen pirata, porque eso y no otra cosa es Juan Sin Sombra, el último “Hermano de la Costa” que seguro andará, porque para eso es también músico, tocando alguna fusión mestiza de jazz y cajún en el pequeño escenario del “Neptune”, la taberna con nombre de barco que el propio Juan abrió cuando terminó con sus huesos cansados en Nueva Orleans hace más de tres siglos, su botín y su instrumento de músico a cuestas, la cabeza llena de canciones, los últimos rescoldos del delirio ardiendo en sus ojos alucinados y Mariana, la mulata del “Sign of Bacus” al lado, perdonando la vida a cuantos se cruzaban en su camino.
Y es casi por arte de birle-birloque que la música y la vida de este Juan resucitado nos llega en forma de disco-libro interpretado, con la maestría de siempre, por el grupo Suburbano, tan curtido en las lides de la vida, al margen de operaciones para triunfar en diez
minutos, recién repuestos de su condena de veinte años y un día pisando todo tipo de escenarios. Así nace “Los delirios del pirata”, como una pequeña joya escamoteada al cofre de Stevenson, London, Salgari o cualquier otro enamorado de la épica del mar, que encandila desde la primera página y desde la primera canción con sus continuas referencias –hipervínculos se llaman ahora- que nos llevan a otros lugares, otros tiempos y otras gentes.
Dice Juan Sin Sombra que “Nada existe hasta que no es cantado y nada se puede recordar mejor que a través de una canción”. Quizás por ese motivo regresa, vía Suburbano, a dejarnos memoria de una vida que se compone de retazos de la existencia de aquellos hombres libertarios y rebeldes que no quisieron someterse y se arroparon con la negra bandera de la piratería para inventarse una realidad delirante y transgresora.
“Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley la fuerza del viento, / mi única patria la mar.”, cito de memoria a Espronceda en unos versos que resumen a la perfección toda la filosofía que se encierra en “Los delirios del Pirata” y que desgrana en música y canciones dando un repaso general que arranca con la noticia de quién es el narrador y a veces protagonista de la historia
(“Fui pirata sin patria ni hogar / Fui la sombra de abril / Fui un músico en medio del mar…”) para, tras el intermedio de una canción popular francesa, pasar con “Me cago en Su Excelencia” a hilvanar una especie de carta de desnaturalización de tintes claramente quevedianos y que de algún modo recuerda también la que desde el río Amazonas enviara Lope de Aguirre a Felipe II para abandonar su obediencia; canción que comienza con los versos siguientes: “Ha de saber su Excelencia / Que la cosa anda jodida / Que el hambre no da guarida / Y se acaba la paciencia / Ante esta triste evidencia / Reniego del vasallaje / Y me lanzo al abordaje / Cagándome en su Excelencia.”.
Sigue después en tono lírico con “Adiós a las penas de Abril” y va de este modo desplegando la trayectoria vital de este músico de los “Hermanos de la Costa”, con canciones de taberna, declaraciones de principios, himnos como “El canto del pirata” (“Sin libertad qué me importa la gloria / Qué importa el rey, qué me importa morir…”), anécdotas hiperbólicas como la que se canta en “Eva pudo besar a Adán”, donde el capitán Lorencillo, en pleno asalto a Veracruz y presa de ese delirio que es el hilo conductor de toda la obra, propone al rey la entrega de rehenes y riquezas a cambio del beso de una mujer. Todo un regalo, como regalo es la
aportación a la obra de Pablo Guerrero en texto y voz, la colaboración de Imanol y, sobre todo, la delicia de escuchar a Carmen París en “Canta el viento”, sin lugar a dudas uno de los mejores cortes de esta rara avis sin desperdicio (“Canta el viento, acunando el encuentro / Y tu cuerpo es un puerto en medio del mar”).
Largo y personal periplo a caballo entre lo filosófico, lo vitalista, lo lírico y lo irreverente –cuatro buenas patas para tan singular banco- hasta el cierre definitivo de Isla Tortuga y
el
asentamiento del protagonista en Nueva Orleans con su mulata y sus recuerdos.
No podía tener Suburbano mejor regreso a ese mar discográfico tan lleno últimamente de piratas encorbatados y artistillas ocasionales promocionados hasta la saciedad, que con este disco libertario, lúdico y serio donde los haya, ni podíamos esperar menos de quienes reivindican un puerto de mar para Vallecas y defienden la huida a ninguna parte antes de caer en el peor de los ostracismos, que es el de la costumbre.
Por eso quiero recomendar en estas líneas una obra nada al uso y que si peca de algo es de imaginación y buen hacer, lo que posiblemente no sea el mejor pasaporte para pasar el peaje de las listas de éxitos, pero tampoco es eso lo que buscan –estoy seguro- y por ello es casi obligatorio darles las gracias.
PREGUNTANDO POR EUROPA
El Norte de Castilla – 29.01.2006
¿Queremos realmente los europeos ser una sola nación?. Francamente, a mi me cuesta mucho creerlo por más que desde los medios y las instancias más variopintas traten de convencernos de que sí.
Y no es porque dude de las ventajas que eso nos reportaría a todos. De hecho me parece que si tal posibilidad llegara a ser asumida con sinceridad, supondría un enorme paso hacia delante por parte del conjunto de pueblos que habitamos el Viejo continente, ¿Pero qué intereses comunes y tangibles son los que nos unen como para pensar que hoy por hoy estamos preparados para dar juntos tan importante paso.
Para ser sincero debo decir que para mi el auténtico motivo por el que muchos de los llamados políticos europeístas han defendido y defienden el desarrollo de la Unión Europea o como quiera que terminemos llamándonos, no es otro que el económico. No olvidemos que este invento comenzó llamándose “Mercado
Común Europeo” para pasar luego a ser la Comunidad Económica Europea”. Más sinceridad no cabe. ¿Cuál era y cuál es la finalidad primera de esta Unión, sino la de establecer un mercado más global para fomentar tanto el consumo interno como la competitividad de cara a la exportación y desarrollar así la economía cuanto más mejor?
El problema es que, como dice un verso de Mario Benedetti, “olvidaron poner el acento en el hombre” y a ese ostensible y acaso premeditado olvido ha de sumarse el afán expansivo al que toda empresa económica que se precia aspira y que se plasma en las constantes ampliaciones mediante la incorporación de nuevos países, sin haber consolidado antes otros logros necesarios.
A causa de ese afán básicamente mercantilista, a economías más o menos privilegiadas como eran las de la mayoría de los primeros miembros del Mercado Común, se unió por un lado el Reino Unido, con su permanente juego a la contra, su “cheque compesatorio” y su nunca disimulado compincheo con los norteamericanos -a fin de cuentas principales competidores y por lo tanto poco interesados en un mayor desarrollo de la Europa uniday por otro, países más o menos de segunda fila como Portugal,
Grecia, Irlanda o una España recién salida de la dictadura, que pasaron a ser receptores francos de la ayuda europea que salía y sigue saliendo de los llamados países ricos y muy particularmente de Alemania, Francia, Holanda y Dinamarca.
Al principio estas ayudas se iban paliando de un modo u otro, pues si bien nos entregaban mucho dinero en forma de subvenciones y ayudas, ese dinero revertía en gran parte en los países “donantes” como consecuencia del incremento del nivel de vida y del consumo de los países “subvencionados”, pero claro, con el tiempo fueron sucediendo dos cosas: que los pedigüeños nos hacíamos cada vez más pedigüeños instalándonos en la comodidad de los subsidios y que se iban incorporando nuevos países más pobres que nosotros, lo que creaba nuevos dilemas. ¿a quién se debe seguir ayudando, cómo y por parte de quién?.
En esas estábamos, cuando se produce la reunificación de Alemania y la consiguiente crisis de la llamada “locomotora de Europa”, que tiene que emplear muchos de los recursos que antes aportaba para otros países, en el empeño de reconstrucción de su propio territorio.
Y mientras tanto, nosotros –y no hablo sólo de los españoles- haciéndonos como quien no se quiere enterar de que ya no somos tan pobres como hace unos años y poniendo la manos a la mínima ocasión o escondiéndola cuando veíamos peligrar nuestro bolsillo común en tanto los de siempre tenían que seguir soltando dinero cada vez en mayor cantidad y con menos ganas.
En estas circunstancias y con la nueva crisis económica provocada por la guerra de Irak, nos encontramos con que la Unión Europea la componemos ya veinticinco países más los que están llamando a nuestra puerta incluida Turquía. También con que casi todos nuestros nuevos socios son sin duda más pobres que los que ya estábamos dentro y algunos nos debemos convertir más temprano que tarde en contribuyentes netos, mientras que otros miran cada vez más sus bolsillos y empiezan a presentir las telarañas que les pueden salir a poco que sigan aportando ayudas y, con este panorama, surge la llamada Constitución Europea, que se abre paso a trancas y barrancas, muchas veces más soportada que asumida, pero que todos los gobiernos, aunque sólo sea por pundonor y por dar ejemplo de europeísmo, se ven en la obligación de apoyar y defender, muchas veces en contra de su propia ciudadanía que no entiende un texto tan prolijo como incongruente y farragoso.
Llegan los referendums, las declaraciones parlamentarias solemnes, los grandes discursos triunfalistas que poco a poco se van convirtiendo en agónicos y, como quien despierta de un sueño, un día nos desayunamos con el no de los franceses, otro con el de los holandeses, uno más con las negras previsiones de Dinamarca y, finalmente, aparece Blair –Presidente de turno- anunciando que el Reino Unido pospone “sine die” la consulta popular, cosa previsible en un país que puede ser cualquier cosa menos europeísta. Otros se sumará, sin duda, y hasta da la nota jocosa un ministro italiano de opereta, que desentona hablando de la posibilidad de volver a la lira porque confunde Europa, que debe ser de todos, con el patio de su casa, que es particular.
Y los españoles haciéndonos los llorones para que nos sigan dando, cuando ya es el momento de que empecemos, no se si a dar, pero al menos a no recibir. Y los ingleses recibiendo ese cheque que compra cada año su fervor europeo –que no su fidelidad-, al tiempo que siguen viviendo por encima de sus posibilidades, con esa forma de mendigar que parece que nos están haciendo un favor. Y los alemanes hartos de tener que pagar su hegemonía política en la unión a base de subsidiar a terceros países. Y los franceses, con agricultores y pescadores soliviantados por miedo a perder sus
privilegios. Y los holandeses volviendo a ser tan suyos como siempre fueron. Y los polacos haciendo de tenaza con los ingleses en defensa del interés norteamericano. Y los italianos dirimiendo sus miserias de nacionalismo decimonónico (Liga Norte) y ropas sucias (Berlusconi) en un campo de batalla equivocado. Y…..
¿Cómo extrañarnos entonces, de que la idea de una Europa unida, tan deseable, sea en la práctica y tal como pintan las cartas que se están repartiendo, una tarea hoy por hoy utópica?.
Ni unos tienen que estar siempre pagando ni otros siempre recibiendo, porque ni los negocios ruinosos ni la “sopa boba” condujeron nunca a parte alguna, por más que muchos gobernantes se empeñen en ello.
No es así como se construye Europa, porque ninguna obra que se comience por el tejado podrá tener nunca un buen final. Y me temo que con este fárrago de Constitución y ese esperar que los pueblos afectados digan amén, no vamos por buen camino y no debemos sorprendernos, por tanto, de lo que se nos pueda venir encima. Lo dicho: olvidaron pone el acento en el hombre.
EL VIAJE El Norte de Castilla – 12.03.2006
Desde la confortable comodidad del interior del coche, los limpiaparabrisas, con su movimiento rítmico y basculante, me recuerdan al péndulo del hipnotizador que en su caseta de feria nos asombraba con su destreza para dirigir la voluntad de los atrevidos que subían al escenario.
Zis-zas, zis-zas, las escobillas van apartando, pertinaces, la cortina de lluvia que inmediatamente se vuelve a cerrar ante mis ojos. El exterior, con el agua que cae inmisericorde, parece un paisaje submarino atravesado por la incierta línea de la carretera por la que el coche va devorando kilómetros.
Trato de imaginarme cómo sería un mundo bajo el agua. Mi casa, mi ciudad, las calles que piso cada día, los vecinos con los que me cruzo, las tiendas, los cines….
Extraña sensación esta de desplazarse a resguardo de la climatología, como las burbujas del buceador, que suben esféricas y cerradas hasta explotar y ser aire en el aire.
Veo pasar árboles ahogados, piedras mojadas, señales de tráfico que dicen adiós y, poco a poco, lo que era uno de tantos viajes se va convirtiendo en el viaje, ese periplo interior hacia una particular Ítaca que se adivina en el horizonte y se vuelve a perder entre la niebla de lo vivido y la incertidumbre de lo por vivir.
La música suena y acompaña. “Riders on the Storm”, jinete en una tormenta que ya no sé si está afuera, en la intemperie que discurre tras los cristales tintados del automóvil, o dentro de mi mismo, arrojando su agua sobre los resquicios de una memoria que se abre paso nadando hacia la superficie. Afuera llueve / sobre la mar, / sobre las calles, / sobre el campo, / sobre mí corazón. / Afuera llueve…
“Rari nantes in gurgite vasto” – nadadores dispersos en un mar agitado-. Eso somos o eso dice Virgilio que somos y recupera y afirma Jesús Aparicio en un poema redondo de un libro memorable.
¿Por qué esta asociación de ideas?. ¿Qué tienen que ver conmigo los Dors, yo con Virgilio, Virgilio con Jesús, el libro de Jesús
conmigo?. Seguramente nada. Acaso todo o mucho. Vete a saber. Los viajes interiores tienen recodos inesperados.
Atravieso un pueblo. Parece un fantasma húmedo de casas cerradas a cal y canto, tristes, chorreantes, como llorando o pidiendo disculpas por estar ahí, agazapadas como animales heridos junto a la carretera, accidentes en un paisaje inhóspito que sólo intuyo.
Un tren pasa a lo lejos y, como siempre que llueve así, no va a ninguna parte. Dentro puedo ver, quizás adivino, cabezas inmóviles que parecen expuestas sobre una vitrina. En el tren, los abrazos son más largos / y los besos, pueden durar kilómetros… , extraños versos para un momento extraño. El coche sigue su ruta hacia el sur, boqueando como un buzo al que faltara oxígeno. Sus ruedas se deslizan sobre el asfalto como si circularan por un plano de la irrealidad.
Lo real está dentro o al menos eso quiero creer. En ese individuo que acaso soy yo, amarrado a su asiento por un cinturón de seguridad, los ojos fijos en la carretera que huye hacia atrás, las manos aferradas al volante como se aferra el náufrago al bote
salvavidas y la mente divagando por territorios oníricos tantas veces transitados.
Pasa un camión y escupe sobre el parabrisas su carga de barro y prisa. Me hace tomar conciencia, por un momento, de dónde me encuentro.
Se pierde a lo lejos, tragado por la primera curva, y vuelve a aparecer con su traqueteo jurásico.
Otro coche, otro náufrago, se cruza y me deslumbra con sus luces. Parpadeo, vuelvo a aferrarme a la realidad y el subconsciente retrocede, pero es un espejismo momentáneo, porque dentro de mi burbuja confortable -“Jinetes en la tormenta. En esta casa hemos nacido, en este mundo hemos sido arrojados, como un perro sin un hueso…”- otra vez Jim Mórrison se encarga de recordarme que aún llueve afuera, que sigue lloviendo sobre la mar, sobre la tierra, sobre las cosas y las gentes, sobre mi corazón que se empapa y tengo que ponerlo a secar para que no se pudra ni le salga ese musgo al que llamamos desidia.
La canción concluye lenta como acaba la lluvia y las cosas regresan a su lugar. El verde, mojado, es mas brillante y más verde. La carretera se dibuja de nuevo camino de algún lugar en el mapa. El sol hiere sobre el parabrisas y el coche se estira como recién salido de un letargo de siglos.
Las casas de mi ciudad interior vuelven a abrir puertas y ventanas. En el horizonte se recortan precisos los montes de Ítaca y Ulises sonríe con mis labios, feliz de haber sorteado los escollos del sueño.
Mentalmente, hago inventario por si echo algo en falta y me encuentro tan completo como puede estar alguien que regresa de sí mismo, con la rara sabiduría de quien se acepta tal como es y la certeza de que, como bien dice mi amigo Fernando Zamora, es peligroso asomarse al interior. Aunque acabes el viaje. Aunque vuelvas entero.
UN BIEN ESCASO El Norte de Castilla – 11.01.2009
Había dormido mal aquella noche. El bochorno veraniego que entraba por la ventana, le había hecho sudar de una manera inusual. Las sábanas se le pegaban al cuerpo con una sensación viscosa que le producía desasosiego y, sin conseguir del todo conciliar el sueño, pasó horas de extraña duermevela dando vueltas a la cama sin encontrar postura, mientras los pensamientos se agolpaban en su cabeza bullendo con una sensación de olla exprés que no acababa de encontrar su punto exacto de presión.
Llevaba ya meses sumido en un estado de duda permanente, sin decidir qué camino tomar. Sólo sabía que estaba cansado y necesitaba tiempo para sí mismo.
Tiempo: palabra mágica que nombraba algo de lo que él carecía constantemente.
Si lo tuviera, se decía, pondría en orden mis cosas, catalogaría la biblioteca, organizaría el archivo, contestaría toda la correspondencia
atrasada,
leería,
concertaría
tantas
citas
perennemente atrasadas, saldría de paseo, iría al cine, podría escribir ese libro que hace años tengo en proyecto… Pero en su situación, todos esos deseos se convertían en una misión imposible. ¿Cómo intentarlo siquiera, incapaz de decir que no a ninguna propuesta viniera de donde viniera o de inventarse una disculpa creible para librarse de compromisos indeseados?.
Así transcurría su vida, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, con la constante zozobra de pensar que cada vez que sonara el teléfono o llegara un correo, sería de alguien que le robaría una nueva porción de la cada vez más exigua tarta de su tiempo libre.
Pero aquella mañana, tal como se presentan las grandes decisiones de nuestra vida, sin saber cómo, decidió que había llegado el momento de cambiar de actitud. Fue como un repentino ataque de lucidez, un chispazo, el cortocircuito previo a una auténtica catarsis.
No tuvo que esperar mucho para comprobar que su decisión era realmente irrevocable: sonó el teléfono y desde el otro lado de la línea, escuchó una voz desconocida que, invocando
amistades comunes, le invitaba a dar una conferencia en un pueblo del que jamás había oído hablar. De momento no dijo nada, le hubiera sido imposible intentarlo porque el individuo en cuestión parecía tenerlo todo previsto y en su monólogo, prácticamente le llamaba -dando por sentada su aceptación- para indicarle el tema sobre el que tenía que versar su disertación, el día y la hora a la que debía presentarse en el centro cultural de turno. El que llamaba parecía tenerlo todo previsto, salvo la lacónica respuesta que, con una satisfacción hasta entonces desconocida para quien pronunció la palabra, escuchó como no creyéndolo desde el otro lado del hilo telefónico: un lacónico “NO”. Luego la inequívoca señal de que le habían colgado.
Durante las horas que siguieron a esa primera negativa, se sintió mal, como alguien al que pillan en falta y no encuentra una excusa que le justifique, pero no duró mucho esa inicial desazón, que fue dando paso a un nuevo estado de felicidad.
Ese día, nuestro hombre cumplió con algún compromiso previo y, terminada la jornada, se acostó satisfecho.
La mañana siguiente, entre el correo, encontró una carta donde se le proponía para formar parte del jurado que fallaría el “Premio Equis de Poesía”. Sólo tenía que leer sesenta trabajos, la mayor parte indigeribles y acudir a la entrega del galardón. A cambio de su trabajo, su tiempo y su viaje, le invitarían a cenar.
No esperó a que finalizara la tarde para contestar por el mismo conducto, esta vez no con una sino con dos palabras, por aquello de la educación: “No, gracias”.
Eso le permitió atender, las jornadas siguientes, algunas lecturas atrasadas.
Poco tiempo después, se encontró por la calle con un cargo público que le saludó muy amablemente, ponderó su gran valía, alabó su trayectoria intelectual y le invitó a firmar un manifiesto de apoyo inquebrantable a no sé qué asunto. Ante tan halagadora propuesta, decidió explayarse con un largo: “Lo siento, no va a ser posible. Otra vez será”, que dejó perplejo al proponente.
¡Qué satisfacción!. Cada vez que decía la palabra NO, la cantidad de tiempo libre de que disponía iba aumentando de
manera exponencial y su calidad de vida también. Su día a día iba cambiando imperceptiblemente.. podía leer, pasear, organizar esas cosas tan largamente pospuestas y hubo ocasiones en que se permitió el lujo de perder el tiempo. Algo impensable hacía apenas una semanas.
Pronto, porque todo se termina sabiendo, corrió la voz de su cambio de actitud y nuestro hombre fue adquiriendo fama de arisco e incluso de presuntuoso -¡qué se habrá creído!, comentaban airados algunos de sus primitivos aduladores-. Muchos de los que antes le daban coba, dejaron de hacerlo e incluso pasaron directamente de la alabanza al insulto o simplemente empezaron a ignorarle.
La prensa dejó de ocuparse de él. Las llamadas, los correos, las propuestas por cualquier conducto, se fueron espaciando hasta prácticamente desaparecer. Pudo decidir por fin, dónde, cómo y cuándo acudiría. Poco a poco cuantos antes le halagaban fueron desapareciendo.
Desde entonces, sólo le quedan amigos. Y es feliz.
REGRESO A COVALAGUA El Norte de Castilla – 20.07.2014
Todo el mundo tiene uno o varios lugres a los que, tarde o temprano, siente la necesidad de regresar y perderse como si allí se hubiera dejado algo en cualquier momento de su vida o con la esperanza de encontrar no se sabe qué a la vuelta del camino. Son los lugares de la memoria, esos sitios por los que alguna vez pasamos y ya no pudimos olvidar.
Yo tengo varios, cada uno por motivos diferentes, pero hay uno en especial que me ronda muchas veces por la cabeza y al que acudo con cierta frecuencia para perderme durante unas horas y recargar energías. Es un paraje que se encuentra en Revilla de Pomar y se llama Covalagua.
La última vez que estuve en Covalagua, era temprano, no hacía mucho que había amanecido y el lugar estaba vacío. Ni un paseante, ni un excursionista, nadie salvo el paraje y todo lo que contiene, lo que se ve y lo que no se ve, lo que se escucha y lo que guarda silencio.
Una ligerísima neblina flotaba aún entre rebollos, hayas y quejigos, las gotas de rocío brillaban aún sobre la hierba y los cardos azules, el frescor de la última noche todavía no se había retirado del todo, pero ya pululaba por todas partes el canto de los pájaros como si se contestaran los unos a los otros, rendajas, chochines, lavanderas, pero por encima de todo, los cantos del ruiseñor y del cuco, el pe-cu que pocas veces se ve pero no se deja de escuchar por todo el valle como el reloj despertador que anunciara el comienzo de una nueva jornada 1.
Con la mochila a cuestas me fui internando por el solitario camino. El refugio cerrado a cal y canto, la fuente regalando su agua a quien quiera beberla, unas huellas recientes de zorro marcadas en el barro como testigo de que en algún momento había pasado por allí, las mesas y bancos esperando a improbables visitantes, la imponente haya junto a una de esas mesas de piedra arenisca, con
su tronco marcado por las antiguas cicatrices de una navaja que dejó en él grabados nombres ahora ilegibles.
Parar para llenar la cantimplora y seguir camino, no mucho más allá, hasta el nacimiento del río Ibias, la “Covalagua” o “Covalangua” que da nombre al lugar, con sus estalactitas de toba y su cascada que este año, a diferencia de otros, no tiene mucha agua aunque sí la suficiente para poder escuchar su borboteo relajante y sentirse, a esa hora tan temprana, como en un mundo fuera del mundo, como si de un momento a otro pudiera suceder el milagro y empezaran a desfilar los viejos amigos de un tiempo muy lejano, las risas felices de los adolescentes chapuzándose en la pequeña presa que embalsa el río recién nacido y te pone la carne de gallina de lo frío que está.
Ya no se puede subir –mejor así- a la cornisa desde la que, saliendo de la boca de una cueva que es como el atrio de un templo iniciático, se precipita el agua como a cámara lenta, pero sí se puede continuar camino hacia el fondo del valle, bien siguiendo el curso del río o bien, desviándonos a la derecha, rebasando la alambrada que nada protege porque ya no están allí los ciervos que durante años le dieran razón de ser.
Si seguimos la segunda opción, una estrecha senda nos introducirá a través de una maraña salvaje y digna de nuestro mayor respeto, que asciende hasta la cornisa que culmina en el estrecho arranque del valle y da salida al páramo de la Lora. En ese punto, restos de abrigos de pastor y la mínima oquedad conocida como la cueva del Sastre. A medio camino, recién iniciada la subida, la gran roca quebrada que alguna vez se desprendió de su pared.
Pero si seguimos por el lado izquierdo a lo largo del río, oculto a veces por la maleza pero con el sonido de sus aguas siempre presente, iremos asistiendo a la multiplicación del canto de los pájaros y veremos revolotear entre flores y espinos a cientos de mariposas, mariposas de distintos tamaños y colores pululando por todas partes en una explosión de vida que nos acompañará a lo largo de todo el trayecto entre quejigos y cardos azules, avanzando por un antiguo camino apenas utilizado que, si siguiéramos hasta el final, nos llevaría al pueblo.
Y nos encontraremos con la primitiva piscina ya apenas visible y menos profunda de lo que fue, la que ya existía antes de que se construyeran el refugio, el puente, la reserva de ciervos y la
piscina nueva, el lugar de antiguos baños ahora ya fuera de uso. Y seguiremos camino conforme se empieza a abrir y ensanchar el valle, hasta llegar a un amplio prado en cuyo centro se encuentra un árbol viejo, el quejigo que ha sido testigo a través de los años, de tantas cosas, el árbol donde se atesoran los recuerdos de un tiempo que nunca va a regresar pero que en mi caso, fue el que me enseñó a amar ese lugar y me obliga al periódico regreso, como el tótem que representa al dios de la memoria.
Hay que palpar la rugosa corteza de ése árbol porque en ella residen todas las intemperies, todas las estaciones, todo el sol y todas las lluvias de una vida, abrazarlo como quien abraza a un amigo y despedirse con un mudo adiós, los ojos empañados por cierta emoción, antes de dar la vuelta y regresar, cuando todavía el sol no está alto, al punto de partida, a Covalagua. Mojarse las manos en la cascada, beber su agua en el cuenco de los dedos apretados y regresar, regresar de nuevo a la diaria realidad con la promesa de volver de nuevo, el día menos pensado, a ese lugar único por tantas cosas.
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UN AÑO SIN SILVA El Norte de Castilla – 14-09-2014
Parece mentira. Un año ya sin Silva y aquí sigue, presente en lo que se le echa de menos, presente en ese hueco imposible de llenar que ha dejado en las fiestas de tantos pueblos y en lo corazones de tantos amigos.
Hace unos días, Chus, su compañera, me enseñó una fotografía de las de guardar en la memoria. En ella se ve a una niña pequeñita, mirando hipnotizada a un músico grande, concentrado en tocar la dulzaina, Ese ha sido el detonante para que vuelva a escribir del amigo que, como flautista de Hamelin, hacía que todo el mundo le siguiera cada vez que su música empezaba a sonar. Por eso hoy quiero recordarle de la forma en que él quería ser recordado, contando anécdotas y batallas de otros tiempos alrededor del fuego de su recuerdo.
Me imagino la emoción que sentiría frente a aquella niña, él que era un sentimental, que lloraba cuando se emocionaba, como tantas veces le ví hacer escuchando canciones de Silvio Rodríguez y en especial ese “Unicornio azul” que glosó en unos versos urgentes
que se aprendió de memoria y me dejó como impagable herencia en una hoja de libreta.
Silva fue un hombre pródigo en todo lo bueno y para con todos, que se multiplicaba para que nadie se quedara sin él, afectado un tiempo por el disgusto personal y económico que le supuso el comentario que en una actuación hizo, en forma de juego de palabras como a él le gustaba, para introducir la canción “El cura de Perales”. Personas sin ningún sentido del humor, lo tomaron de forma literal y, tras una denuncia surrealista y una sentencia irreal, el asunto terminó en la condena al pago de una multa.
Fue una pequeña piedra en el camino de una persona siempre excesiva en sus sentimientos y que se daba gratis a todo el mundo y a todas las causas perdidas como cuando recién comenzada la Transición, un jovencísimo estudiante, Dionisio Aguado Merino, que circulaba jugando en un ciclomotor por el parque del Salón, no se detuvo al darle el alto un policía, por miedo a una multa y murió de un disparo en la explanada del auditorio. Ese mismo día, Silva con algún otro amigo colocó una vela y unas flores en su recuerdo en el lugar donde cayó Dionisio y, cada vez que la policía las retiraba, allí aparecía él para poner un nuevo ramo y para
marcar con un círculo rojo el hueco de una de las balas que se había incrustado en un árbol.
Pero también había fiestas improvisadas y gratificantes y así, en Perales, que era su pueblo, entre los veranos de 1981 y 1983, se juntaba con otros jóvenes veraneantes y de manera espontánea organizaba veladas en la bodega, reuniones en su casa, una revista muy participativa de la que salió un único número, denominada “El Nogal” y a la que hasta Peridis aportó una viñeta a página completa que le dedicó. Pero él quería más, quería reunir al vecindario y una noche de San Roque, sin pensarlo mucho y corriendo la voz de casa en casa, organizó una pequeña hoguera en torno a la que reunió a casi todo el pueblo, con saltos incluidos. Uno de esos veranos llegó a alquilar un autobús, para llevar un fin de semana a muchos de esos jóvenes veraneantes hasta el refugio de Cardaño de Arriba, que había pedido prestado al Club Espigüete, en un intento de revitalizar las fiestas de aquel publo, que por entonces andaban casi perdidas por falta de vecinos.
Son muchos los recuerdos, las risas y las canciones en aquellos veranos inolvidables en Perales, donde acudíamos casi
cada tarde los amigos de Palencia y donde muchas veces nos sorprendía la madrugada de regreso al trabajo sin dormir.
Como lo son los de la capital palentina, donde cada noche sucedía una nueva aventura, desde la broma que un día de los Inocentes llevamos a cabo, convirtiendo con un rotulador la letra P de las matrículas de algunos coches en letra B de Barcelona, a nuestros inicios en la radio de la mano de Javier Blanco en “La Voz de Palencia”, con una serie de programas en los que juntos y acompañados por Mercedes “La Marquesa” y Noemí Magdaleno nos encargábamos de divulgar la obra de cantautores tanto españoles como foráneos, en tanto Gregorio Antolín y Egidio Huerga se ocupaban de la música rock. Nos hacíamos llamar entonces colectivo “El Agujero”.
¿Y qué decir del “I Festival de Rock Ciudad de Palencia” que un grupo de jóvenes, Silva entre ellos como no podía ser menos, pusimos en pie para unos sanantolines con la ayuda del concejal Celso Mellado?. El evento, que se celebraría en el campo de fútbol de Viñalta, prometía ser memorable, pues allí estarían grupos de primer nivel de la época como Topo, Asfalto, Alameda y Burning, con el añadido palentino de Púrpura, germen de lo que después
sería Topaz. Todo estaba organizado al milímetro, desde un vistosísimo cartel obra de Antolín hasta un servicio de orden propio, pero con los equipos montados después de mucha peripecia y todo organizado y listo, justo unos minutos antes de comenzar el concierto que tenía que durar hasta la madrugada, se abrieron lo cielos y cayó una tormenta de tal calibre que se inundó todo y el público hubo de salir de estampida camino de la ciudad bajo unas aguas que parecía que nunca amainarían.
Ahí se ahogó un sueño que no se volvería a repetir, pero Silva decía: “No me importa, porque yo, que nunca juego al fútbol, he echado un partido en el equipo de los Burning y encima he metido un gol. Toma nota porque no me verás jugar más veces, que en el fútbol hay que correr mucho y yo no soy de correr”. Y es que, para matar el tiempo mientras los operarios del Ayuntamiento terminaban de montar el escenario, se organizó una pachanga entre los músicos y organizadores, aprovechado que nos encontrábamos en un campo de fútbol. Para algo tuvo que servir Viñalta, después de todo.
Estas cosas y muchas más son las que nos quedan del amigo que se fue para quedarse en nuestra memoria. Hoy he querido
compartir algunas con la emoci贸n de unas vivencias comunes que nunca voy a olvidar.
SINFOROSO El Norte de Castilla – 09.11.2014
Una tarde de 1964 apareció en el colegio un cura de los de sotana al que el maestro trataba con mucha deferencia y, como muy rara vez acudían extraños al aula, todos quedamos en silencio, a la expectativa, esperando lo que estuviera por venir y procurando no llamar la atención. Si de por sí nunca se oía una mosca para no despertar a doña Dolores, que así llamábamos a la vara de mimbre con la que se nos aplicaban los castigos a la mínima oportunidad, en esa ocasión la cosa era más seria o al menos así lo parecía por la manera servicial en que don Pedro se dirigía a la inesperada visita.
El caso es que tras una conversación que más parecía confesión, pues a pesar del silencio imperante no conseguíamos escuchar nada de lo que hablaban, el maestro se adelantó un paso, nos miró mientras permanecíamos acongojados cada uno en su asiento, levantó las dos manos para imponer innecesariamente un silencio que casi se podía masticar y reclamar nuestra atención y nos dijo poco más o menos:
Niños, este sacerdote que está a mi derecha, se llama don Melchor y ha venido a hablaros de la Santa Infancia porque como ya sabréis, el próximo domingo se celebra el día del Domund y es muy importante que cada uno aporte lo que pueda para que nuestros misioneros puedan seguir ganando almas para el cielo”.
En ese momento, don Melchor –nombre hipotético porque no recuerdo el verdadero – se adelantó en tanto don Pedro retrocedía para quedar en un segundo plano y comenzó su discurso:
“Queridos niños: cómo ha dicho vuestro maestro y ha dicho bien, el próximo domingo se celebra en todo el mundo, fijaos, en todo el mundo –enfatizaba- el día de la Santa Infancia ¿y qué es la Santa Infancia? os estaréis preguntando. Pues bien, se conoce como Santa Infancia a todos aquellos niños que por desgracia aún no han sido bautizados y muchos de ellos ni siquiera conocen a Dios. Daos cuenta de lo que sucedería si alguno de esos niños muriera sin bautizar: iría al Limbo de los Justos y quedaría sin la posibilidad de ver al Creador, pues nunca podría llegar al cielo porque habría muerto con el pecado original ¿y podemos consentir eso? Yo contesto por vosotros: ¡no, no podemos!. Imaginaos por un momento que cualquiera de los aquí presentes fuese uno de esos
niños y muriera sin haber recibido el sacramento del bautismo. Sería una tragedia para todos…..”
Y así, in crescendo, fue desarrollando su exposición en tanto nosotros, cada vez más anonadados, ya nos imaginábamos a todos esos pobres niños sufriendo en el limbo. Entonces, don Melchor haciendo una pausa dramática, nos mostraba, como si de una iluminación divina se tratara, la solución que ninguno habíamos imaginado aún aquella primera vez:
“…Pero todos esos males tienen un remedio, santo remedio: los misioneros, esos hombres valientes que se exponen a recibir la palma del martirio por ganar almas para el cielo, esos sacerdotes abnegados que llegan al extremo de sacrificar gozosos su vida, como no hace mucho ha pasado en el Congo, por llevar la palabra de Dios a las aldeas más remotas. Y con cuánto júbilo son recibidos por aquellas almas simples, que caen rendidas ante su celo apostólico abrazando el catolicismo, en tanto el diablo ha de batirse en retirada.
Eso sin embargo, queridos niños, requiere un esfuerzo muy importante y se necesita mucho dinero para llevarlo a cabo, por eso
estoy hoy con vosotros, para daros la oportunidad de contribuir a esta santa causa y facilitaros la satisfacción de ser partícipes de una evangelización que con tantas penalidades se lleva a cabo.
¿Y cómo hacerlo? os preguntaréis también. Pues muy sencillo, aportando cada uno la cantidad que buenamente pueda, pidiéndola a vuestros padres o con vuestro directo sacrificio empleando la propina del domingo para la hucha del Domund en lugar de gastarla en golosinas, porque ¿qué golosina puede ser mejor que la de conseguir cristianizar a un pagano? Preguntáoslo en lo más hondo de vuestros corazones y veréis que el gozo de conseguir que la palabra de Dios llegue a quienes no la conocen es más dulce que cualquier caramelo…. Y lo mejor de todo, que el próximo lunes cada uno traiga lo que pueda y se lo entregue al maestro, pero si alguien quiere y puede bautizar a un negrito, sólo tiene que traer diez pesetas y elegir el nombre que le quiere poner, que al cabo de un tiempo le entregaremos una fotografía del niño bautizado para que la tenga en su casa como recuerdo de una de las mejores obras que se pueden hacer en este mundo. Le entregáis los donativos a don Pedro, que él tomara nota de todo y nos lo hará llegar.”
Esa misma tarde, al salir de clase, el maestro nos recordaría la voluntaria obligación de hacer nuestro aporte y el lunes siguiente apareceríamos todos con nuestra magra cosecha de monedas y uno de nosotros, Pampliega, cuyo padre tenía una tienda de ultramarinos muy cerca de la escuela, llevaría las diez pesetas con las que bautizaría a un negrito. ¿Qué nombre le piensas poner, Carlitos? Y Carlitos dijo orgulloso y en voz alta para que todos lo escucháramos: “Sinforoso, como mi abuelo”. Y ahí teníamos durante un tiempo a Carlitos preguntando a don Pedro de parte de su padre por la foto del negrito al que había bautizado como Sinforoso, hasta que un buen día el maestro le entregó por fin una estampita con la esperada fotografía y un texto manuscrito en el reverso donde el supuesto Sinforoso agradecía a Carlitos su bautismo.
Este ritual ocurrió, que yo recuerde, al menos tres años seguidos, pero fue el segundo año cuando sucedió la anécdota graciosa, pues Carlitos, entusiasmado porque había conseguido bautizar a un negro por diez pesetas, se volvió a animar y decidió bautizar a un segundo “¿qué nombre le quieres poner esta vez?” volvió a preguntar don Pedro y Carlitos contestó “Sinforoso, como mi abuelo” “¿otra vez Sinforoso? ¿y no te gustaría ponerle otro
nombre para no repetir?” “Ha dicho mi padre que Sinforoso, que para eso me dio los dos duros”.
Y así llegó el día en que el maestro entregó a Carlitos Pampliega la foto del nuevo bautizado y éste al recibirla y sin pensárselo dos veces dijo: “pero don Pedro, si este es el mismo negro del año pasado”, a lo que don Pedro le contestó con sorna: “Y qué quieres hijo, no se si sabes que los negros son como los chinos, que a los que no estamos acostumbrados nos parecen todos iguales y hasta sus propias madres dicen que tienen dificultad para distinguirlos. Además, si le has puesto el mismo nombre que el año pasado, no pretenderás que te toque un niño distinto”.
PAISAJE DE UNA CIUDAD EN CRISIS El Norte de Castilla – 07.12.2014
Antes, cuando asomaba por la ventana, veía dos árboles que desaparecieron hace tiempo por decisión municipal y, aunque se plantaron otros, el descuido, la desidia y la falta de cuidados, con la ayuda puntual de los vándalos de turno, ha impedido hasta ahora que se lograran. Sin embargo, otra cosa ha proliferado frente a mi puerta y por toda la ciudad, que avanza y se perpetúa como si de una epidemia se tratara: los carteles de inmobiliarias.
Los hay con fondo blanco, amarillo, naranja…. todos ellos con escuetos mensajes en grandes letras para que se puedan ver desde lejos: “Se alquila”, “Se vende”, “Disponible”… y debajo un número de teléfono. Como quien reza una moderna letanía, recorrer la ciudad acaba resultando un renovado vía crucis fuera de tiempo, al que ningún paseante se puede sustraer y que muy bien podría ser declarado de interés turístico internacional, ahora que tanto se fomentan las rutas ciudadanas.
Como decía, abro la puerta y frente a mi, ventana con ventana, encuentro los dos primeros, que con su fondo amarillo
chillón disparan el mensaje gemelo, completado con su teléfono de contacto para posibles interesados, Pero nadie parece darse por aludido, porque llevan ahí años, aunque no tantos como el que hay tres puertas más allá de la mía, al que la intemperie ha convertido en ilegible.
Comienzo a andar y no he recorrido cincuenta metros cuando desde un balcón, asomado a una esquina, me encuentro con el cuarto “Se vende”. Miro entonces a las fachadas de enfrente y, salpicados por las ventanas, mezclados con las ajadas banderas que aún celebran un triunfo deportivo, no distingo menos de otros cinco anuncios.
Llego al primer semáforo y mientras espero a que se ponga verde, veo pegado a su fuste un folio lleno de tiras verticales con un teléfono impreso y el texto siguiente: “Urge vender piso. Tres habitaciones, todo exterior, recién reformado, precio interesante” y por pura inercia corto una de las tiras y la meto en el bolsillo.
Desemboco en la calle Mayor y la oferta se multiplica en un paisaje uniforme que comienza en la plaza de León y termina junto al parque del Salón: “Se vende o alquila entreplanta”, “Vendo”,
“Alquilo”, “Local 300 m2, completo o dividido”, “Se traspasa para cualquier actividad”, “Remate final por cierre”, “Liquidación de existencias por jubilación”, “Se venden estanterías y mostrador por cese de negocio”, “Se traspasa” y un largo etcétera que
va
conformando el paisaje de una ciudad en crisis, mientras me vienen a la cabeza muchas preguntas, todas ellas en la misma dirección: ¿qué será de Palencia cuando no haya local que no se alquile, piso que no se venda, negocio que no se traspase y tienda que no se cierre?, ¿qué ocurrirá cuando se venda media ciudad pero no haya quien pueda comprarla? ¿nos convertiremos en un pueblo fantasma, sin negocios, sin trabajo, casi sin vecinos?, ¿será a esto a lo que nos está abocando una crisis que afecta a todos menos a quienes la provocaron y cuya resolución está tan mal planteada que los políticos de turno, en lugar de aportar soluciones, nos multiplican los problemas y dilapidan unos logros sociales que tantos años y tanto esfuerzo costó conseguir?, ¿por qué, si lo que necesitamos es una reforma económica y de concepción social, se está llevando a cabo impunemente y sin piedad una involución ideológica que nos va a hacer retroceder en derechos casi cien años?.
Mejor no seguir por este camino, porque ningún político, ninguno, merece una sola línea en este artículo, aunque su nefasta sombra planee por todo él. Mejor seguir con mi monotemática excursión, pero debo reconocer que cansa. Cansa mucho encontrarse siempre, se mire donde se mire, el mismo paisaje de carteles donde sólo se ofrecen productos sin ninguna demanda, porque casi todo el mundo necesita vender y casi nadie está en condiciones de comprar, en una ciudad, en un país, donde las carencias son cada vez más clamorosas y patentes, donde con la disculpa de una crisis prefabricada, quienes la provocaron están arramplando con alevosía con todo lo que aún no habían robado y donde no sólo todo se vende, sino que casi todo se puede comprar sin que nadie se escandalice.
EPIGRAMAS DE ACTUALIDAD El Norte de Castilla – 25.01.2015
Decía el dramaturgo Víctor Ruiz Iriarte, que el delito de los que nos engañan no está en el engaño, sino en que ya no nos dejan soñar que no nos engañarán nunca.
Esto, ahora tan de actualidad, no es un fenómeno nuevo, pues sinvergüezas y delincuentes de guante blanco ha habido en todo tiempo y lugar y no dejará de haberlos. De hecho, a poco que uno se sumerja en el pasado, se dará cuenta de que las cosas no han cambiado tanto como podría parecer. De un modo u otro siempre se han cocido habas, aunque para tratar de poner buena cara al mal tiempo, los españoles tengamos la sana costumbre de echar mano del buen humor y la ironía.
Vamos a comprobarlo hurgando un poco en el riquísimo repertorio epigramático de la literatura española, estableciendo al tiempo los indudables paralelismos y coincidencias con nuestros contemporáneos, para constatar la certeza de lo que acabo de afirmar.
Los primeros versos que traigo a colación son de Miguel Moreno, poeta del siglo XVII y dicen así:
Que quebró aquel mercader / dice el pueblo comúnmente / y en sentido más corriente. / la quiebra se ha de entender. / Si lucido y placentero / vive y queda en el lugar, / no es él quien llegó a quebrar, / sino quien le dio el dinero.
A que les suena, sobre todo a aquellos que invirtieron en Forum-Afinsa o en las preferentes.
Y si leemos este otro, también del siglo XVII y firmado por el Conde de Villamediana, ¿nos se nos viene –por ejemplo- don Mariano Rajoy a la cabeza?:
Cuando el marqués de Malpica / caballero de la llave, / con un silencio replica, / dice todo lo que sabe.
Pero lean, lean y digan si estos versos del Príncipe de Esquilache no reflejan a más de un tertuliano radiofónico o televisivo:
Haces de todo desdén, / a nada crédito das / ni has creído ni creerás / por siempre jamás amén. / Y cuando todos te ven / a todo incrédulo así, / crees lo que nunca creí / ni es de creer, y es agravio, / porque crees que eres sabio / y que han de creerte a ti.
Y es que, como dijo Goya, hay personas que, sin saber de nada, creen que lo saben todo. Mas, sigamos con Fray Diego González, agustino y poeta del siglo XVIII, que parece retratar a Rouco en estos pocos versos:
Botijo con bonete clerical / que vierte la doctrina a borbollón, / falto de voz, de afectos, de emoción; / lleno de fuerza, ardor y odio fatal. / Su cólera y despique por igual / dividen en dos partes el sermón / que por tosco, punzante y sin razón / debieras predicárselo a un zarzal.
Sigamos en el siglo XVIII con Josef Iglesias incidiendo en el tema de los estafadores: Cierto poderoso echó / a un pueblo una estafa tal / que perdió lo que dejó / y a sus expensas fundó / un magnífico hospital. / Díjole uno-:¡Singular / obra! Mas no creo os sobre, / pues si a él se viene a curar / todo el que está por vos pobre, / no hay casa para empezar.
¿Qué tal vamos?. Porque hay muchos más ejemplos. El siguiente viene que ni pintado por su “rabiosa actualidad”. Salió de la pluma del poeta decimonónico José Martínez Villegas y nos cuenta cómo veía él la monarquía (la de entonces, por supuesto):
Hablando con maestría / de la formas de gobierno, / un fabulista moderno / defiende la monarquía. / Rasgos muy originales / tiene el ingenioso autor / pero ninguno mejor / que ponerla entre animales.
¡Vaya con Martínez Villegas!, autor también de este otro epigrama que nos recuerda al arte público de muchas ciudades y de la nuestra en particular:
Un escultor no afamado / pero de genio travieso / hizo un San Antón de yeso / poniendo un cerdo a su lado. / Y entrambos, en un renglón, / explicó prudente y cuerdo, / cuál de los dos era el cerdo / y cual de ellos, San Antón.
Seguimos con una pequeña muestra de Ventura Ruiz Aguilera, referida a los políticos. Cada cuál que establezca los paralelismos que crea convenientes:
Aceptando una cartera / el político don Luis / jura que hace un sacrificio. / Y es verdad… el del país.
Grande este Ruiz Aguilera. Ahí va otra píldora:
Blas, con ojos de malicia / un cartel mirando estaba / que un libro nuevo anunciaba / titulado “La Justicia”. / Leyólo y no dijo, amén; / Pero al ver “se vende aquí” / torciendo el gesto habló así: / “Y en otras partes también”.
Casi terminando, lean estos ocho versos de Liborio C. Porset, a ver si les suena el asunto:
Un librero en el mercado / vendiendo libros estaba / y “¡a tres reales!” –exclamaba, / “el Código del estado”. / - Es muy triste- dijo Unceta, / mal reprimiendo su saña, / que las leyes en España / no valgan ni una peseta.
Y juzguen también estos, salidos de la pluma de García Tejero, que tan bien retratan las diferencias que establece la Justicia:
Por robar Pepe Zurrones / una cabra en despoblado / el infeliz fue ahorcado / sin más consideraciones. / Roban otros mil millones / y nadie les dice nada, / porque es gente encopetada / y se dan tono y provecho / con grandes cruces al pecho… / ¿y la justicia? ¡Bobada!.
El penúltimo porque se me termina el espacio. Un retrato de Vital Aza aplicable a los desahucios:
Estoy muy mal, Nicanor. / - Pues yo no estoy bien, Severo / - A mi me embarga el dolor. / - Y a mi me embarga el casero / que es muchísimo peor.
No quiero terminar esta brevísima muestra sin invitarles a leer cualquier antología del epigrama español que caiga en sus manos y me despido ya con una última píldora que dedico a Wert, nuestro querido ministro Wert , tan afanado en terminar con la educación pública. Es de J. Bernat y Valdovi y ahí va:
Redactando a un estudiante / no recuerdo lo que fue, / dije: Coma. Y al instante / responde: no tengo qué.
LA VIDA EN UN PAPEL El Norte de Castilla – 22.02.2015
Cuando uno se pone a hurgar en las viejas cajas arrumbadas en el desván, corre el riesgo de rescatar cosas insospechadas, resucitar fantasmas, abrir puertas a lugares que nunca pensó volver a visitar. Elementos en apariencia anodinos en su nimiedad concentran algunas de las pequeñas historias que han ido conformando nuestra historia.
Es el caso de tantos papeles que vamos guardando sin vocación de coleccionismo y que terminan formando un variopinto popurrí de formas y contenidos diversos pero que, cuando uno después de muchos años sostiene entre las manos, sirven para retroceder en el tiempo y devolvernos a momentos alegres, tristes, entrañables, intrascendentes, trágicos, apasionados o, dicho de otra manera, despliegan ante nosotros todo un mundo de sensaciones y sentimientos que creíamos perdidos. Son la magdalena de Proust de nuestro pasado.
Eso fue lo que me sucedió hace unos días y todo empezó cuando, por motivos que no vienen al caso, me puse a hojear un
cuaderno que ha llegado ya a la cuarentena y milagrosamente conservo. Se recogen en él las crónicas ingenuas y torpes, a modo de “diario de a bordo”, de mis primeros viajes como mochilero en un tiempo y un país que ahora se me antojan muy muy lejanos y seguramente lo sean, no sólo metafóricamente hablando. Ni yo mismo me reconozco en algunos pasajes.
Leyendo lo escrito entonces, le pasan a uno muchas cosas por la cabeza, pero el verdadero valor de esas páginas no está tanto en lo que allí se cuenta, sino en los añadidos que acompañan a la narración a modo de pruebas irrefutables de que lo que se narra es cierto. Y es que no sólo se habla de viajes en tren, cuando todavía existían aquellos míticos vagones de tercera con sus duros bancos de tablilla, sino que allí están fijados con pegamento Imedio, los alargados billetes de grueso cartón marrón, troquelados en el centro y con la indicación del precio y el recorrido y, volver a tener esos billetes entre las manos me hacen retroceder a aquellos precisos trenes, aquellos días, y aquellos recorridos ya irrepetibles, del mismo modo que la factura de un camping me lleva a una tarde de lluvia e intemperie o la entrada de un cine a una película acaso inolvidable.
Ese fue el comienzo de todo, el detonante de la memoria que me hizo subir al desván y buscar en la caja llena de polvo donde se conservan los viejos tesoros, sin más valor, en el mejor de los casos, que el sentimental, que han ido conformando mi vida y mi persona: los pocos pecios que el naufragio de los años han ido arrojando a la playa del tiempo para que yo los vaya recogiendo y guardando sin orden ni sistema, coexistiendo en una anarquía que sólo la memoria –y no siempre- es capaz de ordenar.
Pero qué gusto, ir recuperando esos retazos de una vida, propia o colectiva, para luego con cuidado casi religioso, volverlos a colocar tal como estaban, como no queriendo que los fantasmas del tiempo se den cuenta de que hemos estado ahí, hojeando, manoseando, leyendo entre líneas, mirando como quien mira cosas que ya no están aunque parezcan estar.
¿Qué será de ellos cuando nosotros ya no estemos para ponerles nombre, lugar, fecha, tiempo?. Se quedarán ahí, aún más olvidados, hasta que alguna mano, quién sabe si piadosa o impía, se deshaga de ellos como quien barre el patio interior de la casa, sin saber que lo que está tirando a la basura son aquellas pequeñas
cosas que una vez acompañaron a su desaparecido dueño y, como él, acabarán siendo polvo y olvido.
Hay una canción de Serrat que ejemplifica muy bien la sensación que yo tuve. Pocas veces se ha escrito algo más bello y más certero para explicar una experiencia no siempre fácilmente explicable: “Como un ladrón, / te acechan detrás / de la puerta./ Te tienen tan / a su merced / como hojas muertas / que el viento arrastra allá o aquí, / que te sonríen tristes y / nos hacen que / lloremos cuando nadie nos ve”.
¿A quién no le ha pasado? ¿quién no ha derramado alguna vez una lágrima furtiva, ya sea metafórica o real, cuando le ha asaltado de improviso un recuerdo intempestivo hasta entonces dormido o ha tenido entre las manos algún objeto que, desde el fondo oscuro de cualquier cajón, se le ha revelado de repente y, con su tacto ha hecho que se agolpen en la memoria lugares y momentos inolvidables?.
Y no es nostalgia, no. Quizás sea añoranza de cuando éramos más puros, más jóvenes, más ingenuos. Quizás sea constatación de lo que somos como una consecuencia de lo que
fuimos, pero nadie podrá negar que cualquier objeto, por pequeño o intrascendente que nos parezca, esconde en su interior todo un mundo de sensaciones que ahí está, escondido, esperando el momento propicio para volver a la vida, a esa vida que sólo tienen las cosas inanimadas y no siempre somos capaces de encontrar.
Como cuando entramos en una casa abandonada y nos encontramos colgado de la pared un viejo calendario detenido en cualquier mes de un año cualquiera y nos parece sentir la mano de quien arrancaba la hoja o como el arqueólogo que encuentra enterrada una pieza de cerámica y al tocarla, siente que está haciendo con sus dedos el mismo recorrido que el desaparecido alfarero hizo cuando la fabricó con su sabiduría antigua y parece que está tocando todas las vasijas que se encierran en aquella vasija.
Así son las pequeñas cosas, los papeles perdidos, los objetos que vamos almacenando no sabemos por qué ni para qué y de pronto
los
reconocemos
imprescindibles
porque
sin
ellos
sentiríamos cierto vacío, cierto desasosiego interior que sólo con su azarosa presencia somos capaces de llenar.