EL ULTIMO CASO DE RAYMOND CHANDLER

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EL ÚLTIMO CASO DE RAYMOND CHANDLER Exposición colectiva en la Fundación Díaz Caneja Del 8 de abril al 30 de mayo de 2010


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SALA DE LA FUNDACIÓN DÍAZ CANEJA Martes a viernes de 10:00 a 13:30 y de 19:00 a 21:30 h. Sábados de 12:00 a 14:00 y de 19:00 a 21:30 h. Domigos y festivos de 12:00 a 14:00 h. Lunes cerrado. C/ Lope de Vega, 2 - 34001 PALENCIA Tfno. 979 74 73 92 - www.diaz-caneja.org

Comisariado de la exposición: Ángel Cuesta y Julián Alonso. Montaje en sala: Rubén del Valle. Diseño de catálogo y cartelería: Luis Miguel Esteban y Julián Alonso. © los autores Imprime: Gráficas ZAMART (Palencia) Fotografía de portada e interiores: Rubén del Valle (salvo páginas 15 y 34, de Rosa Alonso) Depósito Legal: P-88/2010


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EL ÚLTIMO CASO DE RAYMOND CHANDLER Exposición colectiva en la Fundación Díaz Caneja Del 8 de abril al 30 de mayo de 2010

Paulino Alba - Julián Alonso - Rosa Alonso Gregorio Antolín - Jesús Aparicio - Noelia Báscones Manuel Bores - Pedro Bureba - Carmen Centeno Amando Cuellas - Ángel Cuesta - Félix de la Vega Rubén del Valle - Bernardo Fuster - Vicente Mateo Fernando Palacios - Elena Padilla - Javier Pinar Adolfo Revuelta - Isabel Rodríguez - Luis Rodríguez María Sánchez - Sara Tovar - Fernando Zamora

Conferencia: “Un poco de historia de la novela negra en España”, por Manuel Blanco Chivite.


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El último caso de Raymond Chandler no es una exposición al uso. De hecho ni siquiera se trata, en sentido estricto, de una, exposición. Cuando es moneda común entre artistas suplir el genio, la técnica o la originalidad por un ego que puede llegar a alcanzar enormes proporciones y acecha la tentación de creernos el ombligo de un mundo puesto a nuestro servicio, lo que en la Fundación Díaz Caneja vamos a ver, desmiente con rotundidad lo que suele suceder en muchas propuestas colectivas, convertidas con frecuencia en acumulación de antagonismos e individualidades. La exposición de detectives, como coloquialmente la hemos venido llamando desde que comenzó a gestarse, trasciende todo lo hecho hasta la fecha en nuestra ciudad para convertirse en una auténtica creación cooperativa donde todos se han -nos hemos- apoyado en todos y nadie es más que nadie. Se trataba de conseguir un objetivo, imposible si cualquiera de los participantes se hubiera quedado por el camino o hubiese defendido contra el resto su estricta individualidad.

Ninguna obra, ningún texto, tendrían sentido si no estuvieran arropados por los demás. Por eso, sin renunciar cada uno a su propio estilo personal, todos nos hemos ceñido a unas pautas básicas: atmósfera, economía de color, sobriedad temática, ambientación y, con todo ello, se ha confeccionado un mosaico unitario y lineal que cuenta, se apoya y crea al mismo tiempo una narración que es como un gran cómic ocupando las paredes de la Fundación y, sobre todo, un homenaje lúdico a la par que serio a los grandes tópicos clásicos de la “novela negra”. Palmaria demostración de que, cuando se quiere trabajar en equipo y que el resultado parezca realmente unitario, es posible y muy gratificarte.

Así se gestó esta historia para ver y para leer, con la que todos hemos disfrutado y con la que esperamos disfruten, al menos tanto como nosotros, cuantos se acerquen a ella.

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Foundation Herald Periódico Oficial de la Fundación Díaz Caneja Abril - mayo 2010

Los autores confesos del último caso de Raymond Chandler, identificados y detenidos.

La peligrosa banda ya se encuentra entre rejas y será juzgada por un jurado popular.

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De nuestro corresponsal en los Ángeles

La prisión de Alcatraz será muy pronto y durante una larga temporada, el domicilio del famoso capo de la mafia Ángelo Cuestini y su pandilla de facinerosos.

En una brillante intervención, la policía de Los Ángeles ha conseguido meter entre rejas a la sanguinaria banda que ha estado perpetrando los delitos más sonados de la ciudad en los últimos años.

El fiscal del distrito ha anunciado que presentará muy pronto una serie de cargos que harán muy difícil que estos delincuentes puedan seguir atemorizando a la población. “Les va a sentar muy bien la camiseta de rayas –declaró respondiendo a una pregunta de nuestro corresponsal–. Los ciudadanos ya pueden dormir tranquilos”.

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Periódico Oficial de la Fundación Díaz Caneja

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Abril - mayo 2010

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MANUEL BORES

AMANDO CUELLAS

BERNARDO FUSTER

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Abril - mayo 2010

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UN TRABAJO SENCILLO Un homenaje escrito por Julián Alonso, incluyendo frases de Paulino Alba Jesús Aparicio Manuel Bores Carmen Centeno Bernardo Fuster Javier pinar Isabel Rodríguez Sara Tovar

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Prólogo

Ni un cliente en toda la mañana, ni una llamada de teléfono, ni una botella de bourbon en el cajón de la mesa. Nada que llevarme a la boca.

EN LA OFICINA DE MARLOWE

Sobre el cenicero, una montaña de colillas mal apagadas mantenía un precario equilibrio. El periódico yacía sobre la mesa abierto por la noticia que había captado mi curiosidad. Era una de esas notas de relleno, pero estaba ilustrada con la foto de una lápida de mármol en la que había grabada una inscripción teatral. Quise saber quién se escondía detrás de aquel epitafio. Qué vida vivida a grandes tragos y cuántas esperanzas rotas le habían llevado a escribir sobre su tumba: “Enterradme donde caiga mi sombrero”1.

Me puse a leer mientras pensaba: “Si a mi tuvieran que enterrarme de ese modo, no sabría qué bar escoger”. Estaba en esas cavilaciones cuando mi secretaria asomó la cabeza por la puerta entreabierta y dijo: —Señor Marlowe, ahí fuera hay una chica. —¿La conozco?

—No, pero seguro que querrá conocerla.

No tenía que haber dicho que la dejara pasar, porque, menos de un minuto después, el pecado cruzó el umbral enfundado en unas medias de seda; supe entonces que aquel sería el principio de todas mis desgracias2.

—Buenos días, señor Marlowe, necesito hablar con usted, tengo un asunto urgente que encargarle. La miré con cierto descaro tomándole las medidas. Sin duda, era el tipo de mujer que a uno le gustaría llevar colgada del brazo en cualquier acto público. Ella permanecía callada, aguantando con paciencia

Obra de Luis Rodríguez

mi exploración. Por eso, para romper el hielo, dije con mi tono más cortés: —Buenos días, señorita, tome asiento, por favor. ¿Puedo saber quién le ha dado mi nombre? —No creo que tengamos amigos comunes, lo encontré en la guía telefónica. —Bueno, de algo tenían que servir los cincuenta dólares que me cuesta aparecer en ella, ¿cómo ha dicho que se llama?

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—¿Está seguro de que lo he dicho?

Parecía que quería jugar y eso no terminaba de gustarme, pero a mi bolsillo le habían crecido telarañas y no podía despreciar unos dólares, así que, contemporizando, le dije:

—No, no me lo ha dicho y tampoco es que me importe mucho, siempre que tenga una buena razón para acudir a mi despacho. —La tengo, no lo dude y mi nombre es Sara, Sara Sternwood.

Una bofetada no me hubiera dolido tanto. El apellido Sternwood me hizo revivir de golpe una experiencia que hubiera preferido olvidar, pero aunque no soy propenso a creer en casualidades, aquello parecía una casualidad, así que proseguí: —De acuerdo, señorita Sternwood, y si no le parece mal mi pregunta ¿qué la trae por aquí? Me ayudaría mucho si me dijera de qué se trata. —Se cree muy listo, Marlowe.

—¿Usted no lo cree?3 Sepa que yo no me fío de las casualidades y que mi nombre no aparece en la guía de teléfonos.

Se quedó perpleja un instante, pero se repuso muy pronto. —Es usted un estúpido.

—Veo que nos vamos conociendo4 y no tengo todo el día, así que vayamos al grano.

—Conozco muy poco de usted, señor Marlowe. —Tiene suerte. Si conociera más, no le gustaría.

Hizo ademán de levantarse y yo no me inmuté, aunque por dentro ya veía cómo echaba a volar una posible fuente de ingresos cuando más falta me hacía; pero pareció pensárselo y permaneció en su asiento.

—Me lo está poniendo muy difícil, ¿siempre trata así a sus clientes?

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—Sólo a los que me mienten, señorita Sternwood ¿o debo llamarla de otro modo? Dio un respingo aunque consiguió guardar la compostura y puso cara de estar pensando por primera vez en su vida. Seguro que eso le provocaría dolor de cabeza.

—Sepa que no tengo por qué aguantar más impertinencias –añadió–. —Yo no le caigo bien, usted a mí tampoco, pero a diferencia de mí, usted me necesita5. Estoy dispuesto a hacer un trato, debería aceptarlo. Los tipos como yo no suelen ser tan condescendientes. —No quisiera engañarle, no me gusta usted nada. —No sabe el peso que me quita de encima. Estaba empezando a preocuparme.

—Está bien, disculpe. He venido a contratar sus servicios porque necesito encontrar a mi hermana. Se llama Marla, Marla Newman y se fugó de casa con Tracy Elliot, el dueño de los mejores garitos de Los Ángeles. —Por fin empezamos a entendernos.

—Le daré mil dólares por hacerlo: quinientos ahora; el resto… cuando acabe el trabajo6. —Eso es mucho dinero ¿qué tendría que hacer a cambio? —Ya se lo he dicho, hablar con mi hermana y concertarme una cita con ella. No necesita saber nada más.

—Parece un trabajo sencillo y si usted quiere tirar su dinero, yo no tengo inconveniente –en el fondo sabía que aquellos labios no me decían la verdad7, pero los mejores casos son los que tardan menos de un día en resolverse y pueden recordarse con satisfacción toda la vida8 –me dije–. ¿Cómo es su hermana? Necesitaré algún retrato para reconocerla cuando la encuentre. —Por eso no se preocupe –dijo mientras sacaba de su bolso un libro bien encuader-


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Obra de Rosa Alonso

nando en piel–. Puede escoger la foto que más le guste, pero cuide este álbum de fotografías, guarda toda una vida… —Descuide, los mejores claroscuros son de carne y hueso y no caben en un álbum. Las fotografías sólo me interesan para resolver asesinatos9 y buscar personas desaparecidas.

—Mi hermana no está desaparecida y mucho menos muerta –contestó con un sobresalto–.

—No se preocupe, lo segundo no lo creo y lo primero está por ver, pero es extraño que me ofrezca tanto dinero sólo por dar un recado. —Lo que yo tenga que hablar con mi hermana es cosa mía. Usted limítese a buscarla.

—De acuerdo, pero eso no creo que le guste mucho a Tracy Elliot y menos aún a su mujer, si es que se entera. —¿Su mujer?... No sabía que estuviera casado.

—¿Cómo cree que comenzó su prosperidad? Una rica heredera francesa es un buen principio para amasar una fortuna. —Me hospedo en el hotel Capitol. Manténgame al tanto de sus pesquisas y procure actuar con discreción. Me voy, tengo un taxi esperando abajo. —Déjelo en mis manos, conozco un tipo que me debe un favor10.

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Capítulo 1

EL CLUB DE TRACY ELLIOT

Obra de Ángel Cuesta

Cuando Sara Sternwood abandonó el despacho, me quedé un momento contemplando el fajo de billetes que acababa de entregarme y aspirando los últimos restos de su perfume. Era un perfume caro, de los que usan algunas actrices de Hollywood; uno no está acostumbrado a tales exquisiteces. Pensé que aquel trabajo parecía demasiado fácil para ser cierto y no me gustó. Algo me decía que ese dinero iba a ser el principio de mis problemas, pero había aceptado el caso, así que me puse la gabardina y el sombrero, dije a mi secretaria que se fuera a su casa y salí a la calle con la certeza, la pri-

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mera de aquella tarde, de que terminaría empapado antes de llegar al coche. La lluvia caía del cielo como si las nubes tuvieran prisa por terminar su labor. Llegue al Buick tan mojado como si me hubiera zambullido en una piscina y enfilé hacia el Club Lincoln, que era el cuartel general de Tracy Elliot. Casualmente era él quien me debía un favor. A Elliot le gustaba poner a sus clubes nombres de presidentes de los Estados Unidos, con la pretensión de llegar a tener uno por cada presidente. Era su forma de parecer un


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patriota y eso, acompañado de los sobornos que repartía estratégicamente, le permitía llevar a cabo sus actividades con tranquilidad.

Tiempo atrás, me había encargado un caso y, aunque no éramos amigos, por el momento nos manteníamos en buenos términos; pero por si surgían problemas, de camino pasé a recoger a Kid Garfio, un antiguo boxeador al que recurría cuando necesitaba ayuda. Tenía dinero fresco, y Kid no era ninguna lumbrera pero era leal, aún exhibía unos buenos puños y se conformaba con poco.

Como suponía, lo encontré en el cuarto de pensión barata donde vivía, haciendo lo que solía hacer cuando no tenía trabajo. Kid Garfio era un gran aficionado a las novelas policíacas y pasaba gran parte de su tiempo leyendo, así que cada vez que colaboraba conmigo en un caso, sacaba a relucir situaciones parecidas que había leído en los libros y a veces confundía la realidad con lo que recordaba de sus lecturas.

Tenía también una amiga ocasional un poco misteriosa, si es que ese calificativo puede ser novedoso para hablar de una mujer. El día que la conocí habían ido a visitarme justo cuando acababa de recibir un paquete enviado por Kid como agradecimiento por un trabajo que le había procurado. Cuando entraron en mi despacho y vieron sobre la mesa el paquete sin abrir, sin preámbulos ni presentaciones, ella me dijo: Mi padre, entendido en la cábala, me puso el nombre de Emma porque la letra m reduplicada es un símbolo de la perfección. Debiera Vd. haber abierto este paquete que tiene sobre la mesa y haber hojeado la antología de narraciones policíacas que hay en él y haber leído el cuento de Borges que lleva mi nombre y escrito su destino. No debiera haber despreciado tanto la literatura11. Muy rara la chica, no pude por menos que preguntarle, sin esperar contestación, para qué perder el tiempo leyendo

Obra de María Sánchez

cuando la aventura espera a la vuelta de la esquina.

—Vamos, Kid –dije– te invito a una copa.

—De acuerdo, Marlowe. La estaba necesitando. ¿Dónde vamos? —Al Lincoln, a hacer unas preguntas.

Había dejado de llover por el momento, pero las nubes seguían en el cielo más amenazantes que un matón de doscientas sesenta libras. El aparcamiento del club estaba lleno de coches de lujo y mi Buick, a su lado, parecía la Cenicienta después de las doce campanadas. Aparqué donde pude para no tener que dar propina al mozo y nos dirigimos a la puerta del Lincoln con la resolución de quien sabe que a poco que se achique no le van a dejar pasar.

—Buenas noches, amigo. Bonito traje – le dije al portero–. Dile a Tracy que Philiph Marlowe quiere verlo. —¿Y quién le digo que es Philiph Marlowe?

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—Tan sólo dile mi nombre. Si no ha bebido mucho, es posible que se acuerde de mí.

Nos echó una mirada suspicaz, pero, después de todo, debía ser mi día de suerte, porque le dijo algo al oído a un jovencito que andaba por allí y éste entró apresuradamente al local.

A los pocos minutos apareció el dueño de aquel tugurio de lujo. Se veía a las claras que debajo de aquel sombrero impecable y aquel traje de 3.000 dólares no había más que un chorizo de barrio con mucha suerte12. Aquel tipo era un enorme y estúpido montón de escoria pero, viendo a aquella pelirroja colgada de su brazo, uno se preguntaba si no habría escogido el lado equivocado13.

—Buenas noches, Marlowe, Hace mucho que no te veo por aquí. Seguro que necesitas algo de mí. —Buenas noches, señor Elliot. Si le dijera que pasaba por casualidad y se me ocurrió saludarlo, no se lo iba a creer, así que no voy a mentirle. Me gustaría hacerle unas preguntas en privado. —Pues adelante, habla, como si estuvieras en tu casa. ¿No queréis tomar una copa tú y quien quiera que sea tu amigo? Yo invito.

Pensé que si aquella fuera mi casa, no dejaría entrar a tipos como él. De fondo sonaba una orquesta de jazz y una cantante negra versionaba con voz áspera una canción de Billie Holiday. —Muchas gracias, pero me gustaría hablar con usted a solas. Mi amigo es Kid Garfio, un ex-boxeador de Detroit y mientras hablamos puede entretener a su pelirroja. Donde le ve, es un chico formal y sólo usa las manos para pelearse.

—¿Sabes que me estás intrigando? Pasad, no os quedéis ahí. Querida, ¿te importa tomar una copa con este amable caballero?Adelante Marlowe, soy todo oídos.

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—Bueno, señor Elliot, no se lo tome usted a mal, pero necesito charlar un rato con Marla Newman. Me han dicho que la puedo encontrar aquí y a un familiar suyo le gustaría hablar con ella. Al escuchar el nombre de Marla, me pareció que a Elliot se le erizaba el bigote. Tomó un poco de aire y un buen trago de whisky y me dijo:

—Marlowe, quedé satisfecho con el trabajo que me hiciste, pero eso no te autoriza a meter la nariz donde no debes: ¿qué pasa con Marla? —Nada que yo sepa. Ya se lo he dicho, una persona de su familia necesita hablar con ella y me paga para que la encuentre y le concierte una cita.Alo peor se le ha muerto el gato. —¿Y puedo saber qué familiar es ese?

—Bueno, señor Elliot, si se lo dijera faltaría al secreto profesional. —Al diablo con el secreto profesional, Marlowe, ¿o prefieres que mis muchachos te den un repaso? —No creo que consiguieran gran cosa. Nunca me he hecho ilusiones, siempre he sabido que mi bando es el de los perdedores. —No te llames a engaño, los héroes sólo existen cuando es más fácil morir que retroceder14.

—Me ha convencido. Yo no le digo quién me ha encargado el trabajo y usted no llama a sus muchachos. Es un trato que no debería rechazar.

—Me caes simpático, detective, prefiero un hombre con agallas a un cobarde. Te hablaré de esa chica. —Soy todo oídos.

—No debería decirlo porque mi reputación puede salir perjudicada –me pregunté a qué reputación se refería, pero preferí callarme–. Marla Newman es una chantajista


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que me engatusó, me hizo beber más de la cuenta y consiguió que algún amiguito suyo nos hiciera unas fotos… yo diría que comprometidas. Me tiene bien agarrado porque me amenaza con enviarle las fotos a mi mujer y cada vez me pide más dinero. He tenido que dejarle hasta mi casa con piscina. —Pues sí parece lista la chica. No me gustaría estar en su pellejo. —No sabes cuánto. ¿Quieres que hagamos otro trato? —Depende de lo que quiera de mí.

—Un intercambio que puede ser beneficioso para los dos. Yo te digo dónde se esconde Marla Newman y tú te las ingenias para conseguir que me entregue los negativos, averiguar quién es el cómplice que nos hizo las fotos y, si fuera posible, traérmelo bien empaquetado. A cambio, te pagaré muy bien.

Sacó un buen fajo de billetes y me prometió otro igual cuando diera con el paradero de aquel individuo. El caso empezaba a ponerse verdaderamente interesante15. El encargo era sencillo, encontrar vivo a quien se deseaba muerto16 y recuperar las pruebas de un chantaje. Todo empezaba a olerme muy mal, pero no podía cabrear a Elliot. —En estos asuntos uno no sabe cómo empieza, pero todos sabemos cómo terminan17. No le prometo nada, haré lo que pueda.

—Muy bien, Marlowe, pero no trates de jugármela, porque no tendrías dónde esconderte. La señorita se encuentra en mi casa de Laurel Canyon. Robert te acompañará hasta allí y será tu enlace para tenerme al tanto de las pesquisas. No me gustó el tal Robert. Un joven que se creía león y parecía un gato relamido con aires de grandeza. Ni me gustó su tono cuando dijo:

—Ya lo ha oído, señor Marlowe, cualquier cosa que tenga para el señor Elliot, tiene que hablarla conmigo.

Obra de Amando Cuellas

—Está claro, jovenzuelo, que este es tu primer trabajo y que por eso te has dejado ese ridículo bigote18 –y sin darle tiempo a reaccionar–: deja esos aires de grandeza y acompáñame o dime cómo llegar a esa casa de Laurel Canyon, así podrás reanudar tu ronda por las mesas del local.

Me miró con una mirada aviesa, pero aguantó bien mi andanada. -Les espero en el aparcamiento. Sólo tienen que seguirme con su coche, dijo escuetamente. Recogí a Kid Garfio, que a esas alturas llevaba encima al menos cinco copas y aún no había tocado un solo pelo a la pelirroja, y salimos a la calle. —¿Qué hiciste con la chica, Kid?

—La estuve observando un buen rato a través del vaso. Realmente era hermosa, seguro que valía cien de los grandes19. Me recordaba a un personaje de Dashiel Hammet. Cuando quería, Kid Garfio sabía ponerse poético.

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Capítulo 2

MARLA NEWMAN

El camino a Laurel Canyon, bordeando las colinas, tenía más curvas que la pelirroja del Lincoln y nuestro guía conducía como si tuviera que asistir a un parto, así que, cuando llegamos, parecía que habíamos hecho un safari por la montaña rusa.

—Esa es la casa, amigos. Yo ya he cumplido, y si tienen algo que comunicarme, estaré en el club tomando una copa.

—¡Qué suerte tienes, muchacho! Si hay algo mejor que un conserje cotilla, es un conserje cotilla aficionado al bourbon barato20.

Se hizo el sordo y yo me quedé con ganas de gresca. Definitivamente, había algo en aquel tipejo que no me gustaba nada. Vimos cómo arrancaba el coche y se alejaba por el camino, mientras nos dirigíamos hacia la puerta del chalet. Tardó en abrirse y cuando lo hizo, en el vano se recortaron las curvas de Marla Newman. El maldito Elliot tenía buen gusto, pensé.

—La señorita Newman, supongo –dije recordando el encuentro de Stanley con Livingston–. Me llamo Marlowe, Philip Marlowe. Me ha dado su dirección el señor Elliot y quería hacerle unas preguntas. —¿Unas preguntas? –dijo con un aliento que si hubiera tenido cerca una cerilla habría provocado un incendio– ¿Usted quién demonios se cree que es?

—Philip Marlowe, detective privado21, ya se lo he dicho y mi amigo es Kid Garfio, boxeador venido a menos ¿le importa que pasemos?

—Adelante, no tengo nada que ocultar – dijo tambaleándose y arrastrando un poco la voz–. Ardo en deseos de saber el encargo que les ha hecho Tracy.

—En realidad no es solo Tracy –dije mientras entrábamos–. El primer encargo me lo ha hecho su hermana: necesita verla y yo estoy aquí para concertar una cita.

Obra de Pedro Bureba

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—¿Verme mi hermanita?, eso es una novedad que merece otra copa –dijo mientras llenaba el vaso que llevaba en la mano–. Pues dígale que yo no tengo ninguna gana


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de verla a ella –se dejó caer en un sofá–. Venga, tómense algo, por el paseo inútil que se acaban de dar.Y le dicen que estoy harta de ser la niña pequeña a la que hay que cuidar. Sé cuidarme sola.

—No creo que Sara se conforme con una negativa, parece muy interesada en hablar con usted, muñeca. Si encontrara un hueco entre copa y copa, debería recibirla.

—Ni la educación es uno de sus fuertes ni su oído está pasando por sus mejores días. Creo que he hablado con la suficiente claridad. —Pues es una pena.

—Lo que es una pena es que haya venido hasta aquí acompañado de su amiguito. Me gustan los hombres maleducados y esta noche me siento muy sola. —¿Por qué no llama, para que la consuele, a su amigo el fotógrafo? Tal vez quiera hacerle un buen retrato.

—Querido, ¿quién se ha creído que es para faltarle al respeto a una dama como yo? —En primer lugar, yo no soy el querido de nadie y, en segundo lugar, usted no es una dama, sino una oportunista con una agenda muy bien amueblada. —¿Qué me ha llamado? ¿oportunista?

—En realidad quería decir ramera, pero mi buena educación me jugó una mala pasada22. —Parece usted incorregible. ¿A qué ha venido lo del fotógrafo?

—A que está chantajeando a Tracy Elliot y ese es mi segundo encargo: decirle que quiere que le entregue los negativos y todas las copias porque la gallina ya no está dispuesta a poner más huevos de oro. —Eso sí ha sido gracioso. ¿Y qué le hace suponer que voy a hacerle caso? ¿No sería mejor que aceptara un par de billetes, por

las molestias, y se largara con viento fresco? —No quiero su dinero, está lleno de sangre23.

—No se ponga dramático. Yo no he matado a nadie y esto sólo es un negocio. Estaba sentada sobre un taburete. Sus piernas parecían unas tijeras a punto de cortar24.

—Yo que usted me marcharía fuera una temporada; las cosas se van a poner algo feas por aquí25. Si no hace caso de lo que le digo esta casa puede ser para usted un infierno. —Hace tiempo que vivo en él y vivir en el infierno es lo que tiene: nunca acabas de acostumbrarte al frío26.

—En serio, señorita Newman: hable con su hermana y, respecto a Elliot, ya ha sacado todo lo que podía sacar. No sea codiciosa, es una apuesta demasiado fuerte para usted y le puede costar la vida. —Olvídese de mí, muñeco. Quienes como usted no ponen precio a la vida, nunca tienen nada27. Kid seguía atónito nuestra conversación, seguramente estaba tratando de recordar en qué novela la había leído y se creyó obligado a decir algo para justificar su presencia:

—Mire, señorita… Yo soy hombre de pocas palabras, pero si el problema es su amiguito el fotógrafo, no se preocupe.Yo me encargo de darle un buen repaso.

No sé lo que sucedió después. Sólo recuerdo que Marla Newman abrió mucho los ojos mirando algo a mis espaldas.Acontinuación un objeto duro me golpeó en la nuca y ya no supe más hasta un tiempo después, cuando sin conciencia de cuánto había transcurrido, desperté en medio de la oscuridad. En mi cabeza resonaban todos los tambores de los sioux. Palpé a mí alrededor hasta que mi mano tocó un cuerpo tendido y frío y entonces

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Obra de Rubén del Valle

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volví en mí definitivamente. Las luces estaban apagadas, me incorporé un poco y saqué la linterna que llevaba en un bolsillo de la gabardina, enfoqué a la derecha y casi me vuelvo a desmayar: junto a mí encontré tendido a Kid Garfio, el famoso boxeador zurdo de Detroit. El orificio de bala que había en su frente hacía descartar que su muerte hubiera sido debida a causas naturales28.

Entre su cuerpo y el mío, una pistola desconocida parecía mirarme con su ojo de muerte. Alguien la había dejado allí seguramente para incriminarme, así que la recogí con un pañuelo y la metí en el bolsillo. Me puse de pie como pude y, tambaleante aún, encendí el interruptor. Mi amigo no volvería a leer novelas policiacas. Miré el reloj para comprobar la eternidad que llevaba inconsciente: sólo había transcurrido media hora. Recorrí toda la casa husmeando en busca de algo que me sirviera y recogí un botón que reposaba junto al cadáver de Garfio y no le pertenecía: podía ser una prueba. Ni rastro de Marla Newman ni de fotografías comprometedoras o negativos. Quien quiera que fuese había hecho un buen trabajo. La sangre había manchado mis zapatos, tenían un aspecto horrible, como si padecieran una enfermedad terminal29. Los limpié como pude en el cuarto de baño. Por más vueltas que le daba, lo único seguro era que nada de aquello tenía sentido30. Borré mis huellas, eché una última mirada al pobre Kid y salí a la calle sin mirar atrás. Afuera, la noche era un negro monstruo de ojos amarillos. Monté en el coche y enfilé el camino hacia Los Ángeles sin quitarme de la cabeza el cuerpo de Kid Garfio tendido sobre el entarimado. A lo lejos, sonaban ya las sirenas de la policía. Alguien la había avisado esperando que me encontrara tendido junto a mi amigo y casi lo consigue.

Obra de Pedro Bureba

Al mirar por el retrovisor comprobé que a mí también me seguían los pasos31. Tuve que esforzarme para despistar a quien quiera que fuese y aún así no estaba seguro de haberlo conseguido. Mientras conducía en medio de la noche, hice balance del día y sólo recordé que Sara Sternwood me había contratado para un trabajo sencillo.

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Obra de Vicente Mateo

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Capítulo 3

Me extrañó no ver el coche del niñato cuando dejé el mío en un aparcamiento que había comenzado a vaciarse, pero no le di demasiada importancia. Quizás su mamá le obligara a acostarse temprano. El mismo tipo de antes estaba en la puerta, pero esta vez no se inmutó cuando me vio pasar.

DE REGRESO AL LINCOLN

La orquesta, cantante incluida, había desaparecido y los instrumentos descansaban sobre el suelo del escenario. Tracy Elliot se acodaba solo en la barra. Se me ocurrió que la pelirroja se le habría caído por el camino. Me vio llegar y no pareció sorprenderse demasiado.

—¿Qué se te ha perdido esta vez, Marlowe? Dos visitas en una sola noche son muchas visitas. —Se me ha perdido un amigo en su casa de Laurel Canyon, señor Elliot. O mejor dicho, no se me ha perdido, lo he dejado allí con un disparo en la frente. Su expresión cambió como por arte de magia. —¿Qué ha pasado?

Le conté con pelos y señales lo sucedido:

—…Cuando desperté, Marla había volado, mi amigo Kid estaba muerto, alguien había avisado a la policía y habían dejado junto a mí la pistola con que le mataron. He venido a avisarle porque seguro que la bofia no tardará en aparecer por aquí. ¿Tiene usted idea de quién puede habernos tendido la trampa?

—Tengo tantos enemigos que podría ser cualquiera, pero si se me ocurre alguno, te lo diré ¿Dónde está Robert?

—No lo sé, se marchó en cuanto nos dejó a la puerta de su casa y dijo que volvía al club a tomarse una copa –eso pareció hacer pensar a Elliot, pero no dijo nada–. Me voy, todavía

Obra de Ángel Cuesta

tengo algo que hacer y ni a usted ni a mí nos conviene que la policía nos vea juntos.

—Que pases una buena noche, Marlowe. Toma esta tarjeta de presentación. Te abrirá las puertas de todos mis locales por si necesitaras algo.

Salí de nuevo ante la impasibilidad del portero y me metí en el coche con una extraña sensación. El retrovisor emitió un brillo inesperado: un Colt 45 me apuntaba a la cabeza32.

—Ponga el coche en marcha y no se dé la vuelta –dijo una voz a mi espalda–. —Tranquilo, amigo, te has puesto tan convincente que estaría dispuesto a llevarte hasta Nueva York sin cobrarte la carrera ¿se te ha averiado el Ferrari con el que me perseguías? —No se haga el gracioso conmigo. Arranque ya o disparo.

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—Yo que tú no lo haría, aquí dentro no se ve nada y no acertarías el tiro. —No necesito luz para meterle una bala en la cabeza33.

—Vale, machote, ¿dónde quieres que te lleve? —Me va a llevar donde quiera que se encuentre Sara Sternwood.

—¿Sara qué? –pregunté mientras acercaba con disimulo mi mano libre al bolsillo donde guardaba la pistola.

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—Le he dicho que no se haga el gracioso conmigo: Sara Sternwood, la persona que le ha contratado para buscar a Marla Newman. ¿Me ha entendido bien o se lo deletreo? Y cuidado con las manos, póngalas donde pueda verlas, no quiero sorpresas. Aquel tipo era listo, había llegado a la misma conclusión que yo, lástima que ya fuese tarde34 para él. Había conseguido coger el revólver y el ingenuo había acercado demasiado su cabeza hacia mí para amenazarme. Levanté el codo con toda la


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fuerza de que fui capaz e impacté directamente en su barbilla. Debí hacerle daño, porque se oyó un chasquido y empezó a aullar como un cerdo llevándose instintivamente las manos a la cara. En ese momento me giré y le apunté antes de darle tiempo a reaccionar. —Pon el seguro a tu juguete y déjalo con cuidado en el asiento delantero, si no quieres que termine de enfadarme. —De acuerdo… de acuerdo.

Se notaba que era novato porque llevaba encima el susto de su vida.

—Así está mejor, ahora me vas a decir quién te envía y por qué si no quieres que las cosas se pongan feas para ti. —No puedo, si se lo dijera me mataría.

—No te lo voy a repetir más veces: dame un maldito nombre o te aseguro que no volverás a caminar35.

Aquel matón de tres al cuarto no tenía mucho fuelle, porque se desinfló a la primera de cambio y entre sollozos empezó a “cantar la Traviata”: —Yo sólo tenía orden de averiguar dónde está Sara Sternwood y llevarles a los dos al Club Washington. Eso fue lo que me dijo Robert “el Guapo”. —¿Y qué pinta ese niñato en esta historia?

—Es el amante de Marla Newman y está chantajeando a Tracy Elliot. El señor Elliot no sabe nada y le tiene como uno de sus hombres de confianza, pero por ahí se rumorea que hace negocios a sus espaldas y que está liado con su mujer.

—¡Vaya con el pollo del bigote!, con razón no me parecía de fiar. ¿Seguro que está en ese garito de mala muerte que dices? –el Washington era el lugar más inmundo que poseía Elliot en toda la ciudad, lugar de encuentro de matones a sueldo y jugadores profesionales–.

Obra de Adolfo Revuelta

—Seguro.Yo vengo de allí y me ha dicho que me esperaba con la señorita Newman.

—Pues me parece que esta noche va a ser más larga de lo que me imaginaba, porque voy a hacerle a esa pareja de enamorados una visita que no olvidarán y a ti esta vez voy a dejarte marchar, pero piensa que mandarán a otro para que termine el trabajo36 contigo en cuanto se entere el señor Elliot. Si eres listo te conviene contárselo tú mismo, pero ni se te ocurra decirle nada de su mujer. Dile que vas de mi parte y a lo mejor te perdona.

Cuando aquel tipo se bajó temblando del coche, guardé mi revólver en el bolsillo de la gabardina. Había llegado la hora de visitar a un viejo amigo37. Seguro que ni Robert ni Marla se esperaban que acudiera a la cita por mi propio pie, pero se lo debía a Kid Garfio y las deudas de honor siempre se pagan. Aquellos malditos cerdos habían conseguido cabrearme, y esta vez lo iban a pagar muy caro38. Me dije a mi mismo: si no regreso será porque estaré dentro de una caja de madera39.

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Capítulo 4

EN LA BOCA DEL LOBO

El Washington levantaba su fea fachada en las afueras de la ciudad y era uno de esos lugares nada recomendables para boy scouts y chicas de internado de monjas. Estaba situado al fondo de un oscuro callejón, en un lugar tan discreto que era difícil encontrarlo si no se conocía el camino. Su clientela era gente de la peor calaña, jugadores de ventaja, navajeros y matones de variado pelaje, pero yo sabía cómo tra-

tarlos: la mejor arma: el desprecio. El respeto: la más inútil40.

Llamé a la puerta y cuando alguien desde dentro abrió una mirilla, le planté en las narices la tarjeta de presentación que me había dado Tracy Elliot para cuando me hiciera falta y eso me franqueó la entrada. El matón era un tipo patibulario al que conocía de otras ocasiones. Se llamaba Malone pero no lo parecía. —Buenas noches, Errol Flynn, se ve que eres feliz por esa sonrisa de oreja a oreja. —No me ande jodiendo, Marlowe, sabe que no me gustan las bromas. Si anda buscando algo, seguro que aquí no va a encontrarlo.

—¿Quién sabe?, a lo mejor es mi noche de suerte. ¿Está por aquí el figurín de Robert con una chica? —¿Debería decírselo?

—Si no me lo dices, tendrías que explicarle por qué al señor Elliot.

—Es usted muy convincente, detective. Ya veo que tampoco está para muchas alegrías. Están los dos en un reservado al final del pasillo del primer piso, después de girar a la derecha. —¡Qué bien cantas para tener una voz tan ronca, Caruso! —Ya ve. Es lo que tiene trabajar en la ópera. ¿Busca respuestas en esta cloaca? —No, busco a un asesino.

—¿Y por qué cree que está aquí?

—Porque las ratas pueden vivir en los palacios, pero cuando necesitan esconderse vuelven a su agujero41.

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Si Malone pensara, le habría dado algo en que pensar. Subí con precaución las escaleras y avancé por el pasillo mal iluminado de


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aquel antro. No se oía ni una mosca, como si el lugar estuviera vacío o todos sus ocupantes tuviesen la oreja pegada a la puerta, al acecho de lo que pudiera suceder. Había girado a la derecha y tenía el reservado a pocos metros cuando un cuarto se abrió detrás de mí. Me giré con precaución y allí estaba la chica. Debió verme cara de asombro, porque… —¿Qué ocurre, Marlowe, no le gustan las sorpresas? —dijo mirándome con unos ojos grises, fríos como el hielo— tengo que contarle un par de cosas.

En alguna parte de esa esbelta figura llevaba escondida una pistola y estaba seguro de que iba a utilizarla42. Tenía que ganar tiempo.

—Lo que me sorprende es verla viva ¿dónde está su amiguito? Si quiso responderme no tuve ocasión de saberlo, porque un arma se me clavó en los riñones.

—Es usted un maldito entrometido –sonó tras de mí la voz de Robert–, no tenía que haber venido aquí.

—Yo sólo quería jugar una partidita de póker y el simpático Malone me dijo que buscabas pareja. —Tenga cuidado, ese viejo chiflado de Malone es la última persona en quien debe confiar43.

—¡Qué ingenuo soy, creí que era un buen tipo! Bueno, pues si no quieres jugar unas manitas, tendré que irme a otro club. Es una pena después de darme el paseo. —Usted no se mueve de aquí hasta que yo lo diga. ¡Entre ahora mismo en el reservado y siéntese en la silla! –dijo apretándome un poco más el cañón–. ¡Marla!, ata a este sabueso.

—La chica obedeció con rapidez pero no con demasiada eficacia. Había trasegado

Obra de Félix de la Vega

más alcohol de lo que marca la prudencia.

Observé que al impecable traje de Robert le faltaba un botón y eso me hizo unir algunos cabos sueltos. Se le había puesto cara de asesino, pero yo no tenía más remedio que intentarlo. Conocía el resultado antes de jugar mi baza y, aun así, asumí el riesgo sabiéndome perdedor. Sabía que el tiempo juega siempre con las cartas marcadas y decidí tirarme un farol: —Me parece que has llegado demasiado lejos, pero mira si soy generoso: por unas cervezas para los chicos de ahí abajo podemos llegar a un arreglo en cuestión de detalles. Tú decides si quieres ocupar toda la primera página de la edición vespertina o si, por el contrario, deseas compartirla con el béisbol en la matutina44.

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—¡Déjese ya de payasadas! –gritó– ¿qué le ha contado a Elliot? —Nada.

—¿Seguro? —Seguro

—Repítamelo

—Ya te lo he dicho muchas veces.

—Hágalo una vez más. Tal vez no le dé otra oportunidad de repetirlo. Debiera agradecer esos minutos más de vida48.

—No he abierto la boca ni para tomar un whisky, pero tu amiguito seguro que a estas horas está cantando de plano. Eso pareció preocuparle. De pronto tuvo prisa y empezó a salir de la habitación. Desde la puerta se giró y dijo:

—Todavía tengo un asunto pendiente de resolver con urgencia, pero en cuanto vuelva me va a tener que contar unas cuantas cosas si no quiere acabar en la cuneta de la carretera. Vigílalo bien, Marla. No quiero más sorpresas.

Obra de Adolfo Revuelta

—Me parto de risa con usted, Marlowe. ¿Se cree que voy a picar en el anzuelo?

—Deja de revolotear como una mariposa y sé razonable –insistí– mis amigos están esperando ahí abajo para jugar la partida. No los obligues a subir45.

—Los dos sabemos cómo acabará esto. Alargar el tiempo puede ser una estupidez o un discurso de la inteligencia. Pero eso lo decido yo46, que soy quien tiene la pistola.

—No tengo nada contra ti. Ha sido un encuentro casual, estrictamente profesional47 –mentí–.

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—He oído que los hombres de Tracy Elliot te andan buscando. Coge mi revólver, lo necesitarás49 –dije señalando el arma que había quitado al matón de poca monta en mi coche y que ahora descansaba sobre una mesa junto con la pistola que había matado a Kid y mi propia Mágnum–. Se fue y me dejó allí, con una chica borracha y somnolienta.

—Vamos, preciosa, desátame y te invito a un whisky50. Seguro que tu novio no vuelve –dije con familiaridad–. —¿Es que no ha oído a Robert?. Si le soltara, se enfadaría mucho conmigo.

—De acuerdo, pero por lo menos aflójame un poco la cuerda, me está cortando la circulación.

No sé qué pasó por su cabecita hueca, pero se acercó a mí apuntándome vacilante


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con la pistola, giró hacia la parte de atrás de la silla y dejó el arma encima de la mesa para poderme aflojar las ataduras. Un error por su parte porque me había atado tan mal que, mientras echaba mi farol ante Robert, había tenido tiempo de desatarme, así que en cuanto vi que estaba desarmada, me levanté de un salto y le di un puñetazo que la dejó KO en el suelo. De inmediato cogí mi arma y con precaución asomé la cabeza por la puerta. Todo estaba vacío y en silencio aunque apenas habían pasado un par de minutos. Miré por la ventana y le vi salir del Club. Hacía una noche espantosa, tan negra como mi humor. Agarré la pistola con fuerza y salí a buscarle51.

Bajé las escaleras procurando no hacer ruido y llegué hasta la puerta. Malone estaba sentado en una silla con su habitual cara de pocos amigos. —Otra vez nos encontramos, compañero.

—Casi le pisa los talones, detective –fue su lacónica respuesta. Se notaba que no le gustaba el tipo–. —Me gustaría quedarme un rato a charlar contigo, pero tengo un poco de prisa. Lo siento.

—Marlowe –me dijo, y por primera vez en su vida pareció que hablaba en serio–, puede darse la vuelta. A nadie se le exige entereza en este trance. Puede estar seguro de que nadie sabrá que usted es un cobarde. Esto quedará entre nosotros

Obra de Vicente Mateo

¿qué sería de nuestro trabajo sin la discreción?52 No le contesté. Metí mi arma en el bolsillo, abrí la puerta y salí a la noche. Un punto rojo brillaba intermitente en el callejón. Cuando desapareció por completo supe que tenía un par de segundos para sacar el arma53. El disparo sonó justo en el momento en el que yo me refugiaba en el vano de una puerta y luego escuché ruido de pasos a la carrera. Robert huía por las calles vacías. Podía escuchar el ruido de sus zapatos golpeando en Obra de Fernando Zamora


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los adoquines. Seguí su rastro por las cloacas, que es como decir por las bibliotecas o mi propio interior54, pero no pude dar con él. Siempre he sido muy aficionado a las metáforas, sobre todo en los malos momentos.

Obra de Fernando Palacios

Obra de Gregorio Antolín

Agotado por todos los sucesos de aquella noche eterna, dejé de buscarlo, recuperé el resuello y regresé al Washington a tomar una copa. Me extrañó encontrar la puerta abierta y más cuando entré y no vi rastro alguno de Malone. Me temí lo peor y muy pronto se confirmaron mis sospechas. El pobre portero yacía como un muñeco roto en el arranque de las escaleras. Curiosamente, su mueca parecía haberse dulcificado, era como si estuviera sonriendo por primera vez, pero estaba muerto, y el ambiente no invitaba a hacer bromas macabras. Subí pegado a la pared y procurando no hacer ruido, pero aún no había llegado arriba cuando escuché otro disparo y eso me hizo quedar quieto por un instante. El tiro parecía venir del reservado y allí estaba Marla Newman. No tenía nada a favor de ella, pero recordé el encargo de Sara Sternwood y me lancé a la carrera sin preocuparme por lo que pudiera pasar. Perdedor en tantas batallas, experto en todos los fracasos, aposté por aquella mujer como quien juega a la ruleta rusa y entré en tromba en la habitación. Allí estaba Robert, contemplando un punto de la estancia fuera de mi vista, pero en cuanto me vio entrar con el revólver en la mano, se revolvió como una hiena y me disparó. Debía estar muy nervioso, porque erró el tiro y reventó un cristal de la puerta. —Tire el arma. Ha perdido la partida y lo sabe. —Debí matarle en aquel momento. —Sí, aún no sé por qué no lo hizo.

—Supongo que en el fondo soy un sentimental55.

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Se calló de repente, me miró con ojos enajenados y levantó otra vez la pistola con ademán de disparar. No tuve más remedio que defenderme. Frente a mi cayó una lluvia de sangre, y fue como si lloviera nuestra ceguera56. Robert el chantajista, el asesino de mi amigo Kid Garfio, acababa de morir y yo lo había matado.

Entonces, como un sonámbulo, miré a mí alrededor. Marla Newman estaba desnuda sobre una montaña de dinero. Dos elementos bellos y peligrosos superpuestos, encantadoramente abrumadores57.Era sin duda la víctima más bella que había visto en mi vida, pero estaba muerta. La dejé sobre la cama con la mirada fija en el techo, de su boca aún salía un hilo de sangre, como una culebrilla seca y oxidada58. Si la situación hubiera sido graciosa, diría que de aquella refriega no se había salvado ni el saxofonista, pero maldita la gracia que tenía todo aquello. Salí de la habitación con

Obra de Elena Padilla

los pies como si los llevara lastrados con plomo; ni siquiera eché una última mirada al asesino. En la pared de enfrente mi propio reflejo me observaba con ojos aterrados. Disparé contra el espejo. Nunca permití que alguien me mirara de esa manera59. Obra de Rubén del Valle

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Bajé las escaleras sabiendo lo que me encontraría allí abajo, pero tenía que hacerlo. Malone seguía recostado en una postura imposible. A su lado, un charco de sangre bajo la luz mortecina de una bombilla. Eso era todo.

Tenía que hacer algo y lo hice. El incendio destruyó todas las pruebas del crimen, incluso al criminal60. Las farolas de la calle fueron testigos, pero nunca hablarían.

La noche había sido demasiado larga y supuraba sangre por todas las heridas. Todos los gatos maullaban a muerto. Las estrellas se habían apagado, la luna se había dado a la fuga, mi corazón era un hielo oprimiéndome el pecho y las nubes crecían sobre mi cabeza como un fantasma gris que amenazara devorarme. Cuando llegué a casa, me lavé las manos para dejar que el jabón diluyera mi culpa-

Obra de Rosa Alonso

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bilidad, me empapé la cara en busca de algún consuelo y descubrí sin pasión que en el desagüe del lavabo está nuestra imagen verdadera61.

Saqué una botella de bourbon y encendí un cigarrillo tras otro como si el mundo estuviera a punto de derrumbarse. Aquella noche iba a llover de nuevo. Vacié el vaso y contemplé el humo recorriendo la habitación, era tan espeo que creí estar en medio de un banco de niebla62 perdido en la ciudad. Había tanto alcohol en mi cuerpo, que olvidé que bebía para olvidar. Me quedé dormido. En el sopor alcohólico sonaron tres disparos. El primero hizo sangrar los ojos de los puentes. El segundo los ojos de las agujas. El tercero hizo sangrar los ojos de todas las cerraduras. Soñé con sangre toda la noche63 y soñé con Marla Newman. Estaba muerta y no había podido hacer nada. La cabeza me retumbaba cuando desperté64.


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Capítulo 5

Tenía algo que hacer aquella mañana. Me di una ducha fría, esperando que el agua se llevara los restos de aquella noche nefasta e interminable. No era tan fácil, el dolor y el fracaso son hijos de una misma madre y yo era su hermano preferido.

LA MUJER FRANCESA

La botella yacía rota en el suelo, ha•bía colillas pisoteadas por todas partes y mi autoestima se refugiaba debajo de la cama. Afuera me esperaba una ciudad con tantas nubes como mi maltrecho cerebro.

Me tomé dos tazas bien cargadas de café y salí a la calle. No iba a dejar de investigar por una chica muerta, no si no quería que otra acabase igual y había muchas probabilidades de que eso ocurriera65.La lluvia había cesado de nuevo, pero los charcos sólo reflejaban nubes grises. Decidí ir a pie. El coche no tenía la culpa de mi mal humor y el lugar al que iba estaba cerca. Era una antigua mansión de estilo español, con jardín y unas escaleras que daban acceso a la puerta principal. Llamé al timbre y esperé a que abrieran.

Lo hizo una doncella uniformada de aspecto mexicano. Procurando ser simpático, le dije: —Buenos días, ¿está la señora Elliot?

—Un momento, señor, veré si puede recibirle. ¿Quién le digo que quiere verla?

—Me llamo Philip Marlowe y soy detective privado, pero eso a ella no le dirá nada. Por favor, déle esta tarjeta y dígale que soy amigo de su marido.

La doncella, diligente, cerró la puerta y me dejó fuera. Al cabo de un tiempo, que se me hizo interminable, la entrada volvió a abrirse y frente a mí apareció la dueña de la

Obra de Noelia Báscones

casa, Eva Elliot, de soltera Eva Deveraux: un millón de dólares sobre dos piernas muy bien plantadas. La interrogación que se dibujaba en sus labios parecía una fresa recién cortada. —Buenos días, señora Elliot.

—Me llamo Eva –susurró arrastrando su acento francés. Si yo hubiera sido el fiambre, pensé, también hubiera mordido esa manzana–66.

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—¿No?, pues es una pena.

-Más pena le va a dar lo que voy a contarle: ¿No ha visto los periódicos de la mañana?

—Ah, eso… Bueno, no esperará que me ponga triste porque haya ardido el Washington. Hace tiempo que le dije a Tracy que lo cerrara, se había convertido en un local de muy mala nota. —No, por supuesto, pero lo que usted no sabe es que uno de los tres fiambres que han encontrado dentro era el de su amiguito, Robert “el Guapo”. Fue como si le hubiese dado una bofetada. Perdió su compostura, se sentó en un sillón y se quedó mirando al vacío.

—Pero hay algo más: otro de los cadáveres era Marla Newman. No sé si lo sabía, aunque quiero suponer que no, pero Robert no sólo era su amante, también lo era de Marla, y ahora los dos y otras dos personas están muertos por culpa de sus maquinaciones. Aquello terminó por clavarla en la silla.

Obra de Fernando Zamora

—Lo sé, no se preocupe.Ysé también alguna otra cosa que sí debería preocuparla.

—¿Por qué no me la explica dentro?, no es cortés dejar a un amigo de mi esposo en la puerta, pase. El interior de la casa hacía honor a lo que había fuera. En el recibidor se podría jugar un partido de béisbol e incluso instalar graderíos. Eva Elliot se contoneaba delante de mí hasta que llegamos a una salita. —Siéntese, por favor –me dijo con su educación francesa–. No se quede de pie. ¿Le preparo una copa?

—No, gracias, soy abstemio y lo que tengo que decirle no llevará mucho tiempo.

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—No se preocupe, si he venido a hablar con usted es porque no me interesa contárselo a la policía y, si llegamos a un trato, tampoco le diré nada a su marido, de usted depende. —¿Y qué es lo que quiere de mí? –dijo tras un breve silencio, casi repuesta de las impresiones de la mañana–.

—Bueno, primero que sepa que el bueno de Robert estaba jugando con usted, pero era de dentadura delicada y le gustaba la carne más fresca. Utilizó a Marla con su consentimiento para chantajear a su marido, supongo que pretendía ponerle entre la espada y la pared para obtener un divorcio ventajoso, pero lo que no calculó fue que también su Adonis tenía relaciones con la señorita Newman ni que en el fondo era un niñato asesino que no dudó en llevarse por delante a la chica cuando se vio perdido.


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Lástima que por el camino se quedaran mi amigo Kid Garfio y un pobre portero.

—Sigo sin entender qué tiene todo esto que ver conmigo, señor Marlowe –dijo ya con aplomo–. No creo que tenga ninguna prueba de lo que me está diciendo y me parece que lo único que pretende es sacar tajada.

—Se equivoca, lo que quiero son dos cosas. En primer lugar, que no se le ocurra acercarse ni mandar ningún matón a que se ocupe de Sara Sternwood. Su amiguito ya andaba tras ella y eso sólo significa que usted le había dado la orden de encontrarla, para que dejara de buscar a su hermana, quién sabe por qué motivo, pero las cosas están así por ese lado.

—Es usted la mar de convincente ¿de verdad que no quiere una copa?, se la puedo ofrecer con guinda.

—¿Cómo prefiere que le conteste, con educación o con sinceridad? —Como usted prefiera.

—Ya le dije que no bebo cuando estoy trabajando y por lo demás, me pasa lo que a su amiguito, que los dulces me gustan tiernos.

Me lanzó una mirada asesina y se acercó a un mueble. Lo abrió con una llave que llevaba colgada al cuello y sacó de su interior un sobre marrón, con la misma cara de asco

En segundo lugar, me va a entregar las fotos y los negativos de su esposo con Marla Newman, sé que las tiene usted. —¿Qué le hace suponer eso?

—Que su niñato guaperas no tenía suficiente cerebro para llevar a cabo sólo esa operación, que usted era la más beneficiada y que Robert fingía comer de su mano, aunque luego tomara el postre en otro sitio. —Suponiendo que fuera cierto, ¿qué ganaría yo con todo esto?

—Por el momento, que no llame ahora mismo a la policía, les cuente lo que sé y encuentren ellos las fotografías porque seguro que están en esta casa. No hay mejor escondite que el propio domicilio del extorsionado. Esto se lo voy a dar gratis para que vea que no miento, seguro que lo reconoce –saqué el botón del traje de Robert y se lo puse en la mano–. Pero además yo me encargaría de entregar las fotos y los negativos a su marido y le diría que se las cogí directamente a su Apolo enamorado. De ese modo usted quedaría al margen de todo este lío y sería un secreto entre nosotros dos, que yo sólo utilizaría en caso necesario. Así podría seguir disfrutando de su matrimonio con Tracy –recalqué con sorna–. O lo toma, o lo deja.

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que si estuviera cogiendo el cadáver ensangrentado de una rata.. Sabía que había perdido y no quería que su lujoso barco se fuera a pique. —Aquí lo tiene, esto es todo. Váyase y no vuelva por aquí nunca más –dijo con su acento más francés–. —Eso depende de usted –le guiñé un ojo con ironía mientras examinaba el contenido del sobre–. —Me parece que no tenemos nada más que hablar.

—Me parece que no. Devuélvame la tarjeta de su marido, por favor, no quiero que sepa que he estado aquí.

—Tome y ya sabe por dónde se sale. Que tenga una buena mañana. Ah, se me olvidaba, sí conozco a una tal Sara, pero no con el apellido Sternwood.

Ni siquiera me acompañó hasta la puerta. Permaneció de pie, en el enorme recibidor, viendo cómo bajaba las escaleras, atravesaba el jardín y me alejaba. Después de esto, volví a casa a recoger mi viejo Buick y me encaminé al Lincoln. Sabía que encontraría allí a Tracy Elliot aunque fuera media mañana porque tenía en el club unas habitaciones privadas donde solía pasar la noche y no creía que hubiera hecho ascos a la pelirroja que con tanta devoción se colgaba de su brazo. No me había equivocado. La chica seguía allí con todas las curvas en su sitio y Tracy a su lado.

—Date un paseo, muñeca, tengo que hablar con el señor Marlowe. ¿Qué diablos está pasando, detective? Anoche me visitó un tipejo asustado que me contó unas cuantas cosas sobre Robert y esa chica. Me dijo que tú le habías sugerido que hablara conmigo y después te habías largado al Washington, luego apareció la policía y un comisario me interrogó sobre lo sucedido

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en mi casa de Laurel Canyon. Si no llego a tener coartada, me llevan detenido. Hoy leo en el periódico que el Washington ha ardido con tres personas dentro. Quiero una explicación convincente, porque seguro que nada de esto te es ajeno.

—Por desgracia, no. Estuve allí y salí vivo de milagro. Podía haber sido uno de esos cadáveres. —¿Y era necesario incendiar el club?

—Considérelo un mal menor. Era la única forma de que la policía no husmeara demasiado en sus cosas. No creo que a usted le interese eso y con el incendio se puede decir que le he hecho un favor. Ese garito tenía muy mala reputación y anoche sangraban hasta las farolas; además, los cuerpos que encontraron ya estaban muertos. Ahora le sugiero que acuda a la policía, diga que se ha enterado por la prensa y ponga una denuncia contra los desconocidos que han prendido fuego al local. A lo mejor hasta cobra el seguro.

—Si me has hecho un favor o no, lo decidiré yo cuando me expliques lo sucedido. Desembucha.

Le expliqué todo con alguna variante conveniente para encajar cómo había obtenido los negativos y las fotos. Prefería no mencionar la parte que se refería a su esposa porque podía serme útil para el futuro y, además, ella siempre podría negarlo. No quedaban testigos y decir lo contrario no resucitaría a los muertos. Aún quedaban cabos sueltos, seguía sin tener claro cuál era el papel de mi cliente en todo el lío y por qué me había pagado mil dólares sólo para que encontrase a su hermana. —Tanto Robert como Marla Newman serán dados por desaparecidos porque sus cuerpos estarán irreconocibles, pero aunque los cadáveres fueran identificados, la policía pensará que el incendio y las muertes fueron consecuencia de una reyerta o de


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algún ajuste de cuentas en un club de muy mala nota. Tendría que haberle puesto el nombre del presidente Washington a un local de más categoría. Siento la muerte de la señorita Newman, al fin y al cabo mi cliente me había contratado para buscarla y estoy seguro de que el niñato la engatusó para aprovecharse de usted. Y siento también la de Malone, en el fondo no era un mal tipo y encajaba bien las bromas, pero no puedo decir lo mismo de su lugarteniente, fue él quien mató a Malone, a Marla y a mi amigo Kid y quien urdió el chantaje, ¿cómo pudo fiarse de él? —Uno no siempre acierta cuando elije a sus hombres de confianza.

—No, desde luego. Tenga, este sobre es suyo –le tendí el sobre marrón que me había dado Eva Deveraux–, me contrató para que se lo consiguiera. Cójalo y procure no mancharse con sangre, a mí me quema en las manos.

Con esto creo que mi compromiso con usted está cumplido. No puedo decir lo mismo con la principal razón por la que entré en este caso.

Abrió el sobre con parsimonia, echó un vistazo al material y lo fue arrojando con cuidado a la chimenea. Con aquellas fotografías se iba consumiendo la poca confianza que aún me quedaba en el género humano. —Tengo que reconocer que ha hecho un buen trabajo y le felicito, Marlowe. No voy

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a reprocharle lo del incendio porque, como bien ha dicho, me ha hecho un favor. Si necesita algo o quiere trabajar para mí, ya sabe dónde me tiene. Coja esto, se lo ha ganado.

Me tendió un fajo de billetes que estuve tentado de no aceptar, pero ¡qué diablos!, no soy un romántico y podía considerarlos como mis honorarios.Apesar de todo, me sentí obligado a decir: —¿No es demasiado dinero por unas fotografías?

—Dejemos el dinero de lado. Si he recurrido a sus servicios es porque coincidimos en algo: los dos pensamos que sólo el arte redime un asesinato67.

—Es posible, pero los muertos no resucitan.

—¿Y quién piensa ahora en muertos con la pelirroja que me está esperando ahí fuera? —Puedo jurarle que no le tengo envidia: el olor de la pólvora quemada es más excitante que el perfume de sala de baile que usted le ha regalado a esa gatita68.

—No se enfade, Marlowe. La vida es corta y hay que disfrutarla. Váyase y no olvide mi ofrecimiento.

—Buenos días, señor Elliot, y que le aproveche.

No quise continuar con aquella conversación.Ya había dicho todo lo que tenía que decir.


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Epílogo

Todavía me quedaba una parada por hacer, la más difícil de todas, pero no podía dejarla para otro día. No quería que Sara Sternwood se enterara por otros de lo que yo tenía que contarle.

HOTEL CAPITOL

Conduje como un zombi hasta el hotel Capitol y fui directamente a la recepción, donde un joven obsequioso me atendió con una sonrisa de oreja a oreja, como si yo fuese el notario que iba a anunciarle la herencia de un tío multimillonario. —Buenos días, caballero, bienvenido al Capitol ¿desea una habitación?

Estuve a punto de contestarle que no tan buenos, pero decidí seguirle la corriente. Al fin y al cabo, el muchacho no tenía la culpa de lo que había pasado. —Buenos días, joven, ¿le importaría llamar a la señorita Sternwood y decirle que Philip Marlowe la está esperando? —Un momento, por favor.

Descolgó el teléfono y marcó un número. Sara estaba en su habitación, porque unos segundos después colgó y me dijo con cierto tono de complicidad:

—Dice que suba, que le está esperando. Se aloja en la 212, según sale del ascensor a la izquierda. —Muchas gracias, es usted muy eficiente, amigo. Si me encuentro con su jefe le hablaré de lo bien que me ha tratado.

Le dejé un par de dólares por las molestias, di la vuelta mientras él sonreía satisfecho y me dirigí directamente hacia el ascensor. El viaje duró menos de treinta segundos, pero para mi fueron una eternidad. Los sucesos de la última noche se agolparon en mi cabeza como dicen que pasa la vida de uno cuando está en trance de muerte, pero al

Obra de Amando Cuellas

abrirse las portezuelas, todas mis dudas estaban esperando en el pasillo.

La habitación tenía un número capicúa y eso, a un supersticioso, no le hubiera hecho ninguna gracia. Yo no tenía ese problema porque sólo creo en una clase de suerte: la mala. La puerta estaba entornada. Golpeé con los nudillos y de inmediato una voz dijo: —Pase y cierre, señor Marlowe.

Entré y allí estaba Sara Sternwood, en medio de la habitación con una bata de baño y seguramente más bella que la tarde anterior en mi oficina. Se me encogió el corazón y por primera vez en mucho tiempo casi no me salieron las palabras.

—Buenos días –dije lacónico y sin saber por dónde continuar–.

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—Siento tener que ser yo quien se lo diga, pero hubiera sido mucho peor que se enterara por la prensa o por la policía: su hermana ha muerto, la asesinaron anoche. La noticia pareció afectarle mucho. Se quedó callada durante unos segundos interminables, quieta, aguantando las lágrimas con los puños apretados. —¿Cómo ha sido? –acertó a decir–.

—De un disparo en la cabeza –me acerqué a ella para tratar de consolarla si fuera necesario–.

Agachó la vista y entre el desconsuelo y la rabia musitó:

—Dios quiera que encontremos pronto al asesino. Intenté comprender su situación pero no pude contener mi respuesta. —Si Dios quisiera ayudarnos, no habría dejado que la matasen69.

Obra de Noelia Báscones

—Buenos días, señor Marlowe. Por su visita, supongo que trae noticias de mi hermana ¿estoy en lo cierto? —No se equivoca, pero no creo que le guste escucharlas. —¿De qué se trata? –dijo alarmada–. Tenía que haberlo supuesto, le ha dicho que no quiere verme ¿no es cierto?

—Sí, es cierto, pero hay algo más que usted tiene que saber.

—Pues ya me dirá –dijo con cara de preocupación–.

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Se me quedó mirando largamente con las lágrimas pugnando por salir hasta que no aguantó más, un llanto convulso crecía en su pecho y yo le ofrecí mis brazos. Lloró en silencio con la cabeza sobre mi hombro. Me fue imposible oler su perfume. Cómo decirle que hace años solamente olía el hedor de las cloacas70. Fui incapaz de añadir nada durante los interminables minutos en los que ella lloró en silencio. Fue entonces cuando comprendí que aquella mordaza era las mujeres a las que había amado71. —No pude evitarlo, créame. No me he ganado el sueldo –dije como si fuera otro el que hablara, mientras ella se separaba de mí–. —No, no se lo ha ganado. Puede irse, creo que ya no le debo nada –dijo con dureza–.

—Veo que no quiere saber quién asesinó a su hermana –sus ojos parpadearon en la penumbra de la habitación72, que aún tenía las cortinas echadas–.

Por un instante, el silencio volvió a instalarse entre nosotros.


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—Supongo que tampoco me lo va a decir.

Encendí un cigarrillo mientras avanzaba hacia la puerta. Estaba lloviendo otra vez73, lo supe por el repiqueteo de las gotas en los cristales y sentí como si las nubes fuesen un monstruo de niebla abrazando la ciudad. Antes de que me marchara, le dio tiempo a decir: —Quédese y, si está dispuesto, cuénteme cómo ocurrió.

Le hablé del chantaje a Tracy Elliot, de mi visita a la casa de Laurel Canyon con Kid Garfio, de la negativa de Marla a entrevistarse con ella, de sus insinuaciones, del golpe en la cabeza y el cadáver de mi amigo tirado en el suelo. Le hablé de nuestro segundo encuentro en el Washington, del modo en que me ataron y logré liberarme, de mi persecución a su cómplice por los callejones vacíos, de cómo regresé al club y encontré a Malone muerto en las escaleras, de mi enfrentamiento con el niñato Robert y del cadáver de Marla Newman en aquella habitación, con un tiro en la cabeza y el cuerpo desmadejado como el de una muñeca rota. Mientras hablaba, se había ido acercando a mí y ya no pude contarle que había sido precisamente Robert quien había matado a su hermana. Ni quise ni pude decirle más, porque me besó como nunca nadie me había besado, con pasión, como si aquel fuera el último beso de nuestras vidas, el más urgente, y ya no supe más.

Creí que en su cuerpo, dispuesto para el pecado, encontraría la redención74 de todo lo que había pasado. Dejó deslizar la bata con la que se cubría y se pegó tanto a mi cuerpo que llegué a pensar que yo tampoco llevaba ropa interior75. Sucedió lo que nunca hubiese querido que sucediera y estaba deseando que pasara. No hablamos, éramos dos animales heridos en busca de refugio y la habitación un único jadeo desesperado.

Cuando todo terminó, nos vestimos, nos sentamos a fumar un cigarrillo y comenzó a hablar con una voz que parecía ajena a ella:

—Robert era mi marido: Robert Mulligan. Te dije que me apellidaba Sternwood porque pensé que de ese modo sería más fácil que aceptaras el caso. Conozco por la prensa aquel asunto del viejo militar en el que interviniste.

—Y decidiste disparar directamente al alma, tenía que haberlo imaginado –dije con infinita tristeza porque, para no variar, estaba empezando a perderlo todo antes de haberlo ganado–.

—Bueno, el fin justifica los medios – dijo con frialdad–. Robert era un parásito y, cuando lo eché de mi vida, decidió vengarse separándome de Marla y fugándose con ella. Yo sabía que mi hermana y ese maldito bastardo estaban juntos y que lo de Tracy Elliot era un chantaje en toda regla muy bien urdido, pero nunca supuse que la cosa llegaría tan lejos. Sólo pretendía hablar con ella a solas a ver si podía convencerla de que abandonara a Mulligan y dejase la mala vida en que se había metido. —Y yo era el pardillo que, por unos cuantos dólares de más y la visión de unas piernas bonitas, tenía que hacer de intermediario.

—Así es, pero no te lo tomes a mal, son gajes de tu oficio. —¿Cómo debo tomármelo, cuando por culpa de este absurdo asunto del que no me contaste nada se han cargado a uno de mis mejores amigos, han estado a punto de pegarme un tiro, he matado a un hombre al que sin duda te convenía saber muerto y no he podido impedir que matasen ni a un pobre perdedor que nunca sonreía ni a tu propia hermana? —También yo he perdido a Marla. ¿Piensas que quería que las cosas sucedieran de

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esa manera? De un modo u otro, sabía que acabaría así y sólo quería evitarlo.

Sabía que me mentía y sólo tenía dos opciones: la primera era pegarme un tiro en la cabeza. La otra era creerla, lo que equivalía a que el disparo fuera directamente al corazón76. No me decidí por ninguna de las dos, aunque la primera no hubiera sido una mala opción.

—Me has utilizado, me has hecho creer cosas en las que ya no creía, me has recordado circunstancias que prefería haber mantenido en el limbo de los sueños y me hablas de gajes del oficio ¿de qué pasta estás hecha? Toma: este es el adelanto que me diste ayer, ni me lo he ganado ni lo quiero –dejé el dinero sobre la mesa mientras me levantaba–. —Vete –me dijo mirando hacia la ventana–.

—Es inútil –contesté– me fui hace mucho tiempo.

Salí de la habitación sin mirar atrás, como el reo que se dirige al patíbulo. Bajé por las escaleras para no tener que esperar al ascensor y ni siquiera dije adiós al obsequioso empleado de la recepción. La calle estaba gris y solitaria, los coches circulaban a toda velocidad; me calé el sombrero, subí

el cuello de la gabardina y apreté el paso. Seguía lloviendo y yo no sabía nadar. Esperaba ahogarme antes de llegar a mi oficina pero lamentablemente eso no sucedió. Cuando llegué, mi secretaria todavía seguía allí tecleando en la máquina de escribir. Siempre me he preguntado qué será lo que teclean las secretarias de tipos como yo, que apenas tienen trabajo.

—Buenos días, señor Marlowe, ¿se ha enterado del incendio del Washington? –la miré y no dije nada–. Pues debería informarse porque toda la prensa de Los Ángeles habla del suceso y un buen detective tiene que estar al tanto de las cosas que pasan en la ciudad. Nunca se sabe cuándo pueden ser útiles. —Buenos días, querida ¿por qué no me lo cuenta?, ayer me acosté temprano, esta mañana se me han pegado las sábanas y creo que me he perdido lo que ha pasado en el mundo en las últimas horas.

Me sonrió con la modosidad con que sólo saben sonreír las secretarias eficientes y siguió tecleando. Es increíble con qué rapidez vuelve todo a la normalidad: ¿con qué clase de pegamento se repararán los corazones rotos? Alguien llamó a la puerta.

THE END

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FRASES

PAULINO ALBA Y SARA TOVAR: 12, 13, 15, 20, 53, 66.

JESÚS APARICIO: 16, 26, 27, 28, 40, 54, 56, 59, 61, 63, 70, 71, 74, 75, 76. MANUEL BORES: 11, 17, 18, 44, 45, 46, 47, 48, 52, 67, 68. CARMEN CENTENO: 8, 9, 22, 41, 60. BERNARDO FUSTER: 1, 14, 69. JAVIER PINAR: 2, 6, 7, 10, 25, 30, 31, 35, 36, 38, 43, 49. ISABEL RODRÍGUEZ: 3, 4, 5, 19, 21, 23, 24, 29, 32, 33, 34, 37, 39, 42, 50, 51, 55, 57, 58, 62, 64, 65, 72, 73.

TENÍAMOS MÁS FRASES PAULINO ALBA Y SARA TOVAR

• Faltaban tres horas para el tren de San Diego. La noche era húmeda y fría. La habitación sin los muebles del día anterior, parecía más grande. Su teléfono estaba apuntado en la pared.

• Sírvase una copa, amigo –dijo señalando el mueble-bar–.

-No gracias, –respondí– aún no me ha contratado y yo sólo bebo cuando tengo un caso.

• Como suponía, el segundo cadáver no tardó en aparecer, pero no se trataba de quien yo había previsto. • Demasiados sospechosos con impecables coartadas. Empezaba a pensar si aquel pobre diablo no habría ordenado su muerte / se habría suicidado para librarse de todos ellos.

JESÚS APARICIO

• La única vez que huí fue al ver en sus ojos al asesino que había dentro de mi.

MANUEL BORES

• El maullido del gato, un silbido, una sombra...¡todo demasiado familiar! –me dio tiempo a pensar–. Después...

CARMEN CENTENO •

-¿No le gustan los atardeceres, seño comisario?

-Me gustan más las mujeres como usted. -Es usted un atrevido... -Enamoradizo, simplemente. -¿Quiere decir que se ha enamorado de mi? -Aún no, pero lo haré si vuelve a mirarme así.

JAVIER PINAR • He oído que los hombres de Tracy Elliot te andan buscando. Coge mi revólver, lo necesitarás. • Cuando hallaron el cuerpo de Marla Newman comprendí que aquel tipo hablaba en serio. • El sudor comenzó a diluir la sangre seca de mi frente. Aquellos muchachos conocían métodos para hacer cantar a tipos como yo. • Cualquier pista que siguiera me llevaba de nuevo al punto donde empezó todo. Parecía que alguien estaba jugando conmigo. . La cara de aquel taxista me resultó de lo más familiar, pero cuando pude recordar ya era demasiado tarde. ISABEL RODRÍGUEZ • -Estás loco si piensas que vas a encontrarla. Se ha largado, ¿entiendes?. Se ha largado, y si la buscas ellos van a matarte. -No si lo hago yo antes.

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