EL CONDE DE BELLOTA
Ignacio Sanz
EL CONDE DE BELLOTA Ignacio Sanz
ELCONDE DE BELLOTA. “Existe una clase de horror que sólo se respira en las ciudades de provincia, nunca en una aldea y mucho menos en una urbe de verdad.” Carlós Castán.
Hace unos años, Bermejo, compañero de la tertulia, me llamó por teléfono a primera hora de la mañana para decirme que el conde de Bellota me ponía a caldo en el periódico. ¿A mí?, ¿en el periódico?, ¿y quien es el conde de Bellota? La semana anterior había presentado mi último libro y El Heraldo se hizo eco del acto, foto incluida, concediendo media página a la noticia. Unos días más tarde, en el mismo periódico, el conde de Bellota, para contrarrestar los efectos positivos, me descalificaba en una página pretendidamente satírica repleta de recuadritos hirientes. Uno de aquellos recuadros era para mí. Pura toxicidad. Tres o cuatro frases venenosas, escritas con un rencor rastrero. Qué poco dura la alegría en la casa del pobre, me dije. Por supuesto, el Conde de Bellota no se habría tomado la molestia de abrir mi libro. ¿Para qué? Le bastaba saber que lo había escrito yo, un tuercebotas de la literatura, un escritorzuelo con ínfulas, para ponerlo a escurrir. La convivencia en las pequeñas ciudades suele estar salpicada por una insidia irracional. Cuanta vileza. Bermejo me aclaró quien se escondía detrás del seudónimo rimbombante. ¿No me digas? Sería lógico que un crítico literario diera un tirón de orejas
al libro de un escritor. Para eso están. La tirria que le provocaba al Conde no era por mi estilo indigesto, simplemente aprovechaba la salida del libro para atizar estopa. Sospecho que lo que al señor Conde le irritaba eran cuestiones más pedestres. Además de coordinar una tertulia pública, dirijo un festival de narradores orales. Todo ello acarrea pequeñas cuotas de fama y dinero a raudales. Sabido es que los escritores nos forramos. Y eso es lo que posiblemente se le hiciera insoportable al señor Conde. Uno vive en su encierro, concentrado, tratando de poner en pie una historia, asediado por inseguridades creativas, ajeno a los dimes y diretes de los mentideros pueblerinos, a sus ruindades. Uno vive si le dejan. No escribo para halagar a los cenáculos cerrados del pueblo ni para resaltar el esplendor de sus glorias pretéritas. Pero trato de evitar ir dando palos en el avispero local. Durante un tiempo escribí artículos de opinión semanales en otro de los periódicos y cuando tuve que ser crítico lo fui. Pero aquellas críticas, siempre subjetivas, las razonaba a lo largo de dos folios y las firmaba, por supuesto. Por otro lado, dadas las dimensiones de mi pueblo, he buscado refugio para mis libros en editoriales asentadas en ciudades lejanas . Gracias a ellas mis historias, relatos o novelas, salen a buscarse la vida por un mundo cada vez más abierto y a la vez más enmarañado. Durante los años que mantuvimos la tertulia pública, dos martes al mes invitábamos a grandes creadores, sobre todo novelistas y poetas que gozaban de amplio reconocimiento. Muchos forman parte de los manuales de literatura contemporánea. Esta plataforma, apoyada por una caja de ahorros ya desaparecida, me dio cierta visibilidad pública. Ahora todo se ha desmoronado. Para no parecer lobos solitarios, los viejos compañeros nos encontramos los viernes para compartir charla y cerveza. Nos prestamos los libros que querríamos haber escrito, comentamos las novedades del mundo literario o nos pasamos manuscritos. Somos pocos, muy pocos y raros, pero uno, entre tantas soledades, necesita sentir el calor de los semejantes, es decir, de los escritores. En ciertos círculos se confunde a los escritores con los escribidores que suelen ser legión.
Lo prudente habría sido no hacer caso de un comentario necio. Ladran, luego cabalgamos. Pero ante aquella primera embestida del señor Conde, mi reacción fue escribir un pequeño romance para resarcirme. ¿Quién es el tal Bellotita? ¿Es un duque o es un conde?, ¿botarate?, ¿mequetrefe?, ¿bufón del marqués consorte?, ¿graciosete?, ¿mamarracho?, ¿va de necio?, ¿va de Herodes? En mi pueblo vade retro porque todos le conocen como rufián consumado a quien la envidia corroe. Quisiera ser famosillo y va de tocacojones Si quieres ser famosete, cásate con un vizconde, que tenga casa-palacio, con su finca y con su torre, y ponte luego debajo para que te de por dónde. O con una archiduquesa ligeramente esquizoide, que ría tus bufonadas en el fragor de los cócteles. Vende pronto la exclusiva a cinco televisiones y que Jiménez del Llanto por las ondas lo pregone; el eco de la noticia se agrandará en los tabloides. España entera sabrá de tus andanzas entonces.
La fama que tanto ansías se esparcirá por el orbe, aunque, en esencia, Bellota, serás el mismo fantoche.
Una vez escrito, lo guardé en el cajón. Me di por satisfecho. Había cumplido una función terapéutica. ¿Para qué dar tres cuartos al pregonero? ¿Conoce alguien al supuesto conde fuera del restringido círculo local? El romance habría engordado su ego porque, de algún modo le favorecía. Sospecho que su necedad empataría con su afán de notoriedad. Pero, pasado un tiempo, el conde siguió lanzando pullas contra mí, obsesivamente; un conde resentido y bilioso. Lo supe por Bermejo que me fue poniendo al tanto. Un recuadrito y en él dos o tres frases irrebatibles por su propia simplicidad. Una mañana en la que me quedé atascado en la novela que estaba escribiendo, para desquitarme de sus nuevas invectivas, le dediqué otra de mis erráticas creaciones; el solemne iluminado, camuflado de conde me sacaba del atolladero: El repertorio de tontos es muy variado y abstruso; por reacción espontánea se reproducen algunos; la tierra que los acoge acaba siendo el terruño, tanto prosperan entonces que llegan a ser tribunos. Hay tontos de capirote, los hay cruzados de brutos, tontos que son majaderos y tontos que son estúpidos. Y fabricados a molde, tontos en su propio jugo. Tontos idiotas y tardos,
tontos cerrados y absurdos. Hay tontuelos, tontorrones, tontibobos y tontucios. Los hay simples y zopencos, panolis y mamelucos. Los hay que van de modernos y presumen de cornudos. Hay tontos de la derecha y, cómo no, los hay zurdos. Hay tontos que siempre aplican la terca ley del embudo, tontos de asar la manteca y tontos, tontos del culo. ¿Y tú, Conde de Bellota, eres tonto con escudo, tonto con carnet de tonto, o tonto morrocotudo? ¿Haces gracietas y saltos como los perros perrunos por el pan que puedan darte los señores linajudos, o ladras, ladras y ladras como los perros obtusos, en medio de un barrizal de vilipendios e insultos. Nunca sabremos, Bellota, ladrador tonto y palurdo, si pesa en ti más el tonto, o te pesa más el chucho. Que eres tonto y que eres perro lo sabe bien todo el mundo. Machado habla de la mala gente que va apestando la tierra. Son pocos, pero hieden desde lejos por mucho que se disfracen y convierten la vida en un lodazal. Alguna vez me crucé con él en esa calle estrecha y concurrida y sentía que el lomo se me arqueaba. En
esos momentos soñaba con vivir en una gran ciudad donde fuera improbable cruzarse con el insigne majadero que cimenta su prestigio localista lanzando pullas gratuitas a los que destacan. Y elogios desmedidos a los que llenaban su plato o reían sus gracias. Con ese aire simple del matón de patio de colegio. Y, todo, con la aquiescencia de El Heraldo, de una parte de El Heraldo que, como supe después, no admitía réplicas de contestación a los comentarios groseros del Conde. Pasaron meses, años quizá, sin que Bermejo me diera nuevos avisos. Luego me enteré que le habían señalado la puerta de la calle porque arreciaron las protestas de los damnificados, en buena medida, además de los políticos locales, personas que descollaban en quehaceres musicales, teatrales, plásticos… el conde tenía fijación con los artistas. Sobre todo si no era invitado a sus espectáculos. Acaso fuera simplemente envidia, ese extendido mal español. Es posible que las protestas ante tantos mandobles arbitrarios resultaran insoportables para la empresa editora. Cuando lo supe sentí cierto alivio: una piedra menos en el camino. Y respiré feliz. Así que me olvidé por un tiempo. Pero no. Surgió un periódico nuevo, de los gratuitos, ficharon a la estrella para poner orden y el matón abrió otra vez el arca de los piropos. Y llegó el día, tenía que llegar, de dar una charla o de presentar un libro. Ya no lo sé. Para entonces me había olvidado de las infamias del Conde. Pero pocos días después de mi intervención volvió a sonar el teléfono. Era Bermejo apesadumbrado. Al señor Conde se le hacía insoportable que la gente de a pie, trabajadores carentes de pedrigrí, por unas horas, pudieran convertirse en noticia. Y arremetía de nuevo, Para desquitarme, me ví obligado a volver a los versos: Los que nacen tontos morirán de necios. En días tranquilos de calma y recreo, la ciudad abierta bajo un limpio cielo, esconde alacranes
de corazón negro. Al menor descuido clavan su veneno, un germen dañino de inquina y desprecio. Qué bien se lo pasan, dale que te pego, ahora en la carne, ahora en el hueso, con sus alfileres, provocando duelos, sembrando querellas, atizando fuegos. Cuando no te escupen, te tiran del pelo, te zancadillean, te tildan de memo, clava que te clava clavando veneno. Conde de Bellota, estulto doncello, marisabidillo, alacrán rastrero: si te cruza un río de resentimiento, lánzate a sus aguas y ahógate dentro. Solo así descansan los muy majaderos. Los que nacen tontos morirán de necios. Los pueblos pequeños ofrecen el calor de la cercanía peatonal. Elegí un pueblo pequeño para vivir. Todo queda al alcance de la mano. Pero la cercanía, inherente a su tamaño, tiene como contrapartida estas aciagas servidumbres de las que, por
desgracia, tampoco se libran las grandes ciudades. Al fin, la envidia es uno de los sentimientos más necios y extendidos. Pero las dimensiones de las grandes ciudades facilitan que la vileza se diluya. Decía Baroja que no podemos caer bien a todo el mundo. También en su jardín cayeron algunas flores envenenadas que él fue recogiendo con paciencia de coleccionista. Miguel SánchezOstiz, en “La negra provincia de Flaubert”, describe con maestría ese rencor sordo que genera la convivencia opresiva de las pequeñas ciudades. Rencor sordo en los espíritus mediocres. Eso sí, al acabar el tercer romancillo me dije: ya está bien, este es el último. No pierdas más el tiempo. Te estás dejando arrastrar por la necedad del tiparraco envidiosillo. Al final va a conseguir su propósito. Vale ya. Que no te robe ni un minuto más. A Bermejo, que lee cada día la prensa local, le pedí que, si el Conde volvía a ladrar contra mí, no me avisara. ¿Para qué? Con el paso de los meses, también cerró el periódico gratuito. Y el Conde se quedó sin púlpito. Menos mal. Pero ahí estaban los romances, ocupando un archivo en el ordenador. Apretando un botón podía tirarlos a la basura y olvidarme del tiempo que les dediqué y del desasosiego que me despertaron. En realidad todo queda ya muy lejano. La Tertulia terminó arrastrada por el saqueo al que fueron sometidas tantas cajas de ahorro en España. También la nuestra. Pero el Conde no es un conde de carne y hueso que ha tratado de humillarme a mí y a unos cuantos compañeros, el Conde responde a un arquetipo de mala hierba, de ruin chocarrero extendido por la embarrada geografía de las pequeñas ciudades y que con tanta naturalidad convierte la vida en bazofia. El conde es un mezquino que, bajo el aspecto de progre, aliado de la estulticia, siempre reaccionaria, trata de zaherir a los que miran más allá de las bardas del corral, a los que sobresalen. Por desgracia, no hay ciudad libre de condes
iluminados. Los directores de la eximia galería que durante varios decenios puso al alcance de los conciudadanos lo más granado del arte contemporáneo español; el director del Festival de teatro callejero que en primavera llena las calles de niños felices y de mayores que ríen desinhibidos, a carcajada limpia, delante de los teatrillos llegados de los cinco continentes; el grupo de música folklórica cuyas canciones se han abierto paso por el ancho mundo y han quedado fijadas en la memoria colectiva, sí merecían una respuesta… ellos son tan solo algunos de los distinguidos damnificados del Conde mediocre. Y merecían una respuesta aunque fuera dilatada en el tiempo para que no se cumpliera la amarga sentencia de Gandhi: “Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena.”
“EL CONDE DE BELLOTA”, de Ignacio Sanz, se terminó de imprimir, con ilustración de portada de Gregorio Antolín, el 20 de septiembre de 2013, al cuidado de Julián Alonso. Edita: Cero a la Izquierda. Depósito legal P-267/2013 Edición no venal de cien ejemplares numerados EJEMPLAR Nº: _____/100 EDICIÓN VIRTUAL