REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS

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Juli谩n Alonso (Selecci贸n)



“República de los sueños” se compone de pequeños fragmentos de un programa de radio, una breve selección publicada en 1991 como número 1 de la “Colección Astrolabio” y que pertenecen al programa “Club Medianoche” que se emitió entre 1986 y 1988 en las emisiones nocturnas de Radiocadena Española y Radio Nacional de España en Palencia. Les falta, evidentemente, la música que acompañaba a los textos y en esta página se ofrece una selección de cinco de esos guiones. El libro mereció ser reseñado en el “Anuario de Castilla y León” de 1991 y en “El Norte de Castilla” con un comentario de César Augusto Ayuso al que pertenece el siguiente fragmento: …” Pienso con envidia, en aquellos que tuvieron la suerte de seguir estas historias en pasadas noches de soledad a través de las ondas de Radio Nacional de España en Palencia. Estas historias que, bañadas en la música, crecían arracimando en espiral los sueños, o desgranando recuerdos e imposibles. Hubo de ser hermosos sentirse acompañado –cuando el silencio y la noche han invadido todo- en un viaje de fantasía a través de ciudades y ensueños y extrañeza, enigmáticas y libres, enredados en el sortilegio abismal de sus nombres…” ……..”Bello libro este, casi artesanal, con el que el grupo de poesía Astrolabio inicia su colección de publicaciones. Sueños para leer y releer, para perderse y volar en la alfombra mágica de una imaginación fértil y risueña, melancólica y solidaria”


Este libro fue presentado en el Centro cultural Provincial de Palencia por el poeta y crítico Miguel Casado, que luego publicó dicha presentación en el libro recopilatorio “De los ojos ajenos”. En ella, entre otras cosas, decía lo siguiente: …”Es un mundo con sustancia de espejismo y todo espejismo, en efecto, es una realidad que existe en el deseo y, por ello, en la tensión: la de existir aún más, hasta sustituir a la otra, a la que suele llamarse “verdadera”, anclada en la seguridad de su consistencia física. A esta “República” no le basta con ser un discurso paralelo y emprende una pugna con el convencional –en el texto “Venezia”, las dos versiones enfrentadas- y llega incluso a confrontar su peso con él: alguien decide hacerse pintor para ir fijando las cosas del mundo y evitar así que se diluyan y ocurre que, cuando culmina su tarea, su mundo pintado ha suprimido el otro y es ya el único que existe: sería el triunfo de esta “República de los Sueños” sobre la del utilitarismo y la costumbre…”


BAGDAD

Un cambio sutil en el aire del desierto me indica, sin temor a equivocarme, que ya está cerca la ciudad de las torres doradas, que mi corazón presiente antes que mis ojos. Ninguna ciudad como Bagdad, produce en mí tan extrañas sensaciones. Ni la hermosa Damasco de zocos multicolores, llena de piedras preciosas y bellas mujeres; ni Jerusalem la eterna, ciudad del único dios de varios nombres, ante la que una vez tuve la tentación de sucumbir. Sucedió en la mezquita de Omar, lugar santo donde quedé prendido del “ombligo del mundo”, la piedra sagrada que conserva la huella del profeta para las futuras generaciones. Salí corriendo del lubar para sustraerme a su embrujo y la noche me llevó a otro más antiguo, aquél en que Abrahan estuvo ap unto de sacrificar a su hijo al dios de los judíos; el mismo en el que Mahoma fuera arrebatado por un caballo de alas de plata y conducido a los jardines el Paraíso. Que Alá me perdone: ya mis ojos contemplan las torres de la ciudad y no tengo sentidos sino para ella, animal vivo que me atrapa desde la distancia y me atrae hacia sus calles de piedra imán. Apresuro el paso de mi camello para llegar el primero ante sus circulares muros de piedra. Quiero tocarlos de nuevo con mis


manos para cerciorarme de que existen, de que no son un espejismo, o un sueño, o el espejismo de un sueño. Mis compañeros de caravana se ríen de mi. No comprenden mi amor febril por esta ciudad con nombre de plata, no entienden que a cada nuevo viaje inspeccione las defensas, las cuatro puertas abiertas a los puntos cardinales, los alminares, las atalayas, los bastiones, en busca de la grieta que anuncie el comienzo del deterioro. No entienden que la ciudad no debe morir, porque si Bagdad muere, yo desapareceré con ella. Tal es la simbiosis que nos une. Partimos de nuevo hacia lejanos oasis, pero yo voy tranquilo. He estado diez días contemplando Bagdad desde todos los ángulos posibles y me alejo sin miedo, porque la ciudad va conmigo para siempre. Es imposible ya toda separación porque ahora habita dentro de mis ojos y puedo ver, cuando me miro al espejo, sus infinitas torres doradas ya eternamente mías.


DALHIR

Será el aplastante sol de este desierto de dunas infinitas, o caso la arena, que se nos mete en los ojos como papel de lija, la que me hace ver a lo lejos, siempre a lo lejos, los ajarafes blancos de la ciudad imposible. Los veo todos los días y creía estar acostumbrado a su espejismo, pero desde hace tres lunas, entre la tormenta de arena que, desde que avisté la ciudad, cada noche nos azota, puedo percibir sus luces parpadeando en la oscuridad como las estoy viendo ahora, mientras te cuento mi historia. Me llaman, estoy seguro de que me llaman con su destello lejano como luciérnagas de sueño. Dispuesto a descubrir su secreto, he desviado el camino de la caravana intentando acortar distancias, pero el esfuerzo ha sido inútil y los hombres están inquietos porque nuestras reservas de agua se agotan y cada día que pasa nos alejamos más del próximo oasis. La ciudad permanece fija en la distancia, sin acercarse ni un ápice, como si avanzara con nosotros manteniendo siempre la misma obsesiva diferencia. A veces pienso si sólo yo la veo; si sólo yo la tengo ante mis ojos de alucinado y únicamente la lealtad de mis hombres les empuja a seguirme en mi loca persecución tras una ciudad que ya dudo exista.


Pero es tan real ante mí, veo con tanta claridad sus tejados y azoteas, que es imposible toda vacilación; por eso cada vez avivo más el paso esperando de un momento a otro encontrarme a la sombra protectora de sus murallas. Anoche hubo una calma inesperada; no sopó el simún como todas las noches y, de madrugada, al mirar hacia el horizonte, he visto las señales en la arena: dos zanjas inmensas y paralelas perdiéndose a lo lejos en dirección a la imposible ciudad: dos marcas como de algo monstruoso que se arrastra delante de nosotros. Ahora lo sé todo y comprendo por qué nunca podré llegar a ella. Ahora sé que lo que ven mis ojos es cierto y que tengo frente a mí la ciudad errante de Dalhir. Otras caravanas dicen que la han visto y un pescador de perlas del mar Rojo cuenta que sus ojos, ahora transparentes por la enfermedad de los buceadores, contemplaron sus calles y jardines, sus fuentes ricas en agua, sus habitantes condenados a no salir nunca de la ciudad en movimiento. Todos piensan que no es más que un viejo loco, pero yo lo miraré con sonrisa cómplice porque comparto su secreto y, en las noches sin sueño, me sentaré junto a él y le pediré una y otra vez que me cuente historias de la ciudad que, como un pájaro privilegiado, él pudo contemplar desde las alturas del Sinaí; que me cuente historias sobre Dalhir, la ciudad que habita en todas partes.


AZUL

Su obsesión es un nombre de mujer, una mujer a la que conoció en no recuerda qué extrañas circunstancias, una mujer que se llama Azul. El nombre le late en la cabeza como un segundo corazón. Todo es azul en su cerebro, un cielo con nombre propio. Azul, azul hasta la distorsión. Azul hasta la locura. Ahora recuerda vagamente un bar nocturno casi vacío. El camarero que limpia vasos en un extremo de la barra y en el otro una mujer sobre un taburete tapizado de terciopelo. La pantalla de la lámpara proyecta extrañas sobras sobre su rostro que parece irreal. Se acerca hacia ella con la socorrida disculpa de pedirle fuego. Es joven, no mayor de veintiocho años y en su mirada hay algo que le hace sentir inquieto. Saca un encendedor de plata con un nombre grabado y los ojos se prenden de él como de un imán. La mujer se llama Azul. Lo mira y él se siente pequeño ante esa mirada de otro mundo. Recuerda un conversación y nada más. Preguntas desconocidas a las que responde como un sonámbulo, hipnotizado por esos ojos que le taladran.


Ella le invita a acompañarla. Recorren calles desconocidas y los tacones producen un ruido amplificado por el vacío. Es un sonido rítmico, machacante, como el de un corazón monstruosamente acompasado. El corazón de la noche solitaria en la ciudad. Le invade una sensación de vértigo y se aferra a ella para no caer. Parece algo inasible sobre sus tacones de aguja, con el paso seguro y decidido de quien sabe dónde se dirige. Han llegado a un portal oscuro y él la sigue por unas escaleras de madera que huelen a lejía y crujen como si estuvieran vivas. Suben dos pisos y llegan a una puerta que ella abre. A partir de ahí ya no recuerda nada sino el vacío; un pasillo negro como un túnel por el que ella avanza haciéndole gestos con la mano, llamándolo para que la siga sin saber a dónde. Después oscuridad. Su cerebro es como una pizarra de la que se hubiera borrado casi todo y sólo quedara marcado como con tiza un nombre de mujer como nunca había oído: Azul. La cabeza le duele cuando sale a la calle vacía. Mira sin ver las polillas que se agolpan a la luz de los pocos faroles, tropieza con un paseante tan despistado como él y llega al “Club Medianoche” como tantas veces.


Se acomoda en la barra y, mientras apura la bebida, pregunta por enésima vez al camarero si recuerda a una mujer que se llamaba Azul; la que una noche nebulosa estaba sentada en el otro extremo del mostrador. El camarero le dice, por enésima vez, que no recuerda y él vuelve a contarle de sus ojos hipnóticos, de su pelo color noche, de su encendedor de plata con un nombre grabado, un nombre que empieza por A, la A de Azul. Y el camarero, aburrido, se refugia limpiando vasos con cara de circunstancias mientras piensa, como cada noche, en lo estúpido de la situación, en el tipo raro que siempre le cuenta la misma historia, en la imposibilidad de que exista una mujer llamada Azul.


ENCUENTRO

Te encontré por la calle de manera imprevista, como una bofetada al recuerdo ideal que he mantenido de ti durante todos estos años de ausencia, y siento que algo se derrumba en mi pasado. Siento que un recuerdo se me rompe y no quiero, me niego a reconocer una realidad que trastoca mis sueños más preciados. Quiero recordarte con los ojos de la memoria enredados en tu largo pelo negro, perdidos entre esas rejas filosas que hacían posible detectar el viento de la tarde. Quiero recordarte a través de los ojos de todos los transeúntes que se volvían a tu paso, atrapados en el movimiento rítmico de tu minifalda trepadora. Quiero recordarte con ese aspecto frágil de mujer desprotegida, muñeca de cera huyendo del fuego y del sol por temor a derretir tu imagen ideal de lienzo de Botticelli. Quiero recordarte con esa sonrisa tan tuya, lanzada al aire como una pedrada, como un estampido de alegría que le daba un brillo especial al bronce de tus pupilas. Quiero recordarte como esa pequeña sombra que en verano se mezclaba con la mía en un eclipse denso sobre la tierra que tantas veces pisamos juntos y ya no conserva el ritmo impreciso de nuestros pies.


Y ojalá no vuelva a cruzarme contigo, ojalá no vuelva a quebrarse el fino vidrio de mis sueños y te pueda recordar por siempre tal como eras, sin la pesadilla de un reencuentro inesperado, con la imagen de tus viejas fotografías, espejo plano en que se refleja la eterna sensación de un pasado ideal y, por lo tanto, hermoso.


OBSESIÓN

Quería hacerse pintor porque tenía miedo; temía que el mundo en que habitaba, tan frágil, se fuera diluyendo a su alrededor como se diluye el azúcar en el café. Trataría de fijar sobre el lienzo todos los paisajes de su vida, cada árbol y la sombra de cada árbol, cada hierba, cada nube suspendida de cada cielo de cada día, las piedras de todos los caminos hasta la línea del horizonte. Así, uniéndolos todos, regresaría al horizonte primitivo y de ese modo cerraría el círculo de la vida. Se dedicaría a recrear cada calle de la ciudad, cada edificio de cada calle, cada ventana, puerta, alero, ladrillo de cada casa. Hasta las grietas de las aceras tendrían un lugar en sus cuadros. Aprendió con rapidez y comenzó su tarea con la urgencia de lo inevitable. Día y noche, sin tiempo para el descanso, permanecía con el pincel en la mano. Llevaba años y aún no había salido de su ciudad. Los cambios parecían más rápidos que sus deseos de cosas inmutables: a veces no había terminado de pintar un edificio, un árbol, cuando ya había sido derribado.


Cuando al fin creyó concluida la fijación del paisaje, pensó que sería bueno dedicarse a las personas que le rodeaban y comenzó con aire febril a retratar a todos los transeúntes. Ya por entonces se hablaba en la ciudad del pintor loco encadenado a su caballete, que pintaba todo lo que veía. Muchos comenzaron a eludir su calle para evitarlo. Su perfección llegó a límites de detalle imperceptibles a ojos poco acostumbrados. La mínima arruga, el más pequeño pliegue de un vestido, todo lo que conforma la textura de las cosas estaba reproducido en sus pinturas perfectas. Se introducía en las casas para retratar a los recién nacidos en sus cunas, a los muertos en sus ataúdes y nunca nadie le impidió el paso ante la decisión que reflejaban sus ojos. Sólo entonces, a punto de finalizar, descubrió la existencia de la fotografía y comenzó a sospechar lo inútil de su trabajo; ¡tántos años perdidos en algo que podía haber durado días! Al fin descansó un tiempo. Millares de cuadros se amontonaban por todas partes como hijos no deseados. Costras de infinitos colores salpicaban el suelo y las paredes, de pronto se dio cuenta de la desolación que, entre tanto lienzol, le rodeaba.


Las dudas le asaltaban insoportablemente cuando terminó, casi de forma mecánica, el último retrato del último hombre de la ciudad: su propio retrato. Se quedó mirando fijamente a los ojos que desde el lienzo lo miraban con su mismo aire febril, con el infinito desencanto de toda una vida dedicada a una tarea inútil y, entonces, comenzó a suceder. Primero fue una paloma suspendida en el aire, luego una fuente fija con el agua a mitad de la caída, un transeúnte con la pierna levantada en actitud de pasar la calle, el tranvía parado en medio de su recorrido. Y allí estaba él, con la sonrisa que se le comenzaba a formar en los labios temblorosos, disfrutando, único paseante en la ciudad, de su obra cumplida; comprobando con ojos expertos la perfección de su trabajo; sintiéndose dueño absoluto de la inmutable ciudad en dos dimensiones por la que sólo él paseaba.



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