Gobierno Municipal de Guadalajara 2015-2018 Enrique Alfaro Ramírez Presidente Municipal de Guadalajara Juan Enrique Ibarra Pedroza Secretario General Anna Bárbara Casillas García Síndica Bernardo Fernández Labastida Coordinador de Construcción de Comunidad Ximena Ruiz Uribe Regidora Presidenta de la Comisión Edilicia de Cultura Susana Chávez Brandon Directora de Cultura Edición: Rubén Gil Diseño de portada: Daniel Alejandro García Castro Diseño de interiores: Rubén Gil Primera edición: Guadalajara, Jalisco, México
INDIce Prólogo
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Mercado Juárez • El carnicero de La Alhambra por Danahé Santana
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• Pan con boleto de viaje incluido por Cristian de Rivera
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Mercado Mexicaltzingo • Al ojo del amo, engorda el caballo por Cristian de Rivera
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• Silvia por Marlom Manzano
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Mercado iv Centenario • Flor de vida por Goreti Ramírez
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• Debajo de la Rosa por Víctor Camacho
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Mercado Manuel M. Diéguez • Historia de amor en Rayón por Laura Cuevas
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• Manos vacíos por Marlom Manzano
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Mercado Libertad • Los niños del mercado por Irlanda Tostado
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• El afilador por Danahé Santana
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Mercado Ávila Camacho • Cadena de costumbres por Laura Cuevas
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• La parafernalia de las costumbres por Gerardo Beraud
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Mercado Mezquitán • Sitiada en Mezquitán por Goreti Ramírez
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• La bodega de las flores por Víctor Camacho
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Mercado Alcalde • El mercado de todos los destinos por Danahé Santana
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• Una gran familia por Irlanda Tostado
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Mercado Ayuntamiento • Ya ni el Consuelo queda por Gerardo Beraud
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• La densidad de las burbujas por Goreti Ramírez
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Mercado de Abastos • Mercado de Abastos: medio siglo de memorias por Rubén Gil
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Prologo
De marzo a julio del 2016, la Dirección de Cultura del Ayuntamiento de Guadalajara impartió un taller que se ofreció como un ejercicio de escritura colectiva, en el que los participantes aprendieron a través de la lectoescritura a redactar crónicas literarias sobre las memorias de los mercados tradicionales de Guadalajara. Gracias a esta actividad se generaron textos que en esta publicación se presentan como testimonios de la identidad contemporánea de 10 de los mercados más emblemáticos de la ciudad, a partir de las declaraciones que obtuvieron los participantes a partir de entrevistas con los locatarios y de prácticas de reporteo básico. Como parte de las sesiones del taller, los participantes aprendieron lo que es una crónica literaria y cómo se construye, a su vez que recabaron experiencias, ideas, sensaciones, conocimientos y relatos de los locatarios en torno a su relación con un mercado. Así produjeron textos en los que describen espacios y acciones que se llevan a cabo en un mercado. Las crónicas que se incluyen en las siguientes páginas registran la memoria de los actuales involucrados en la dinámica social que se emprende en el mercado jalisciense y las anécdotas de la comunidad. Gracias a ellas se pueden valorar los conocimientos obtenidos de la experiencia de trabajo y convivencia en un mercado y distinguir la importancia de estos centros de comercio en la actualidad para nuestra cultura tapatía.
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El carnicero de La Alhambra Por Danahé Santana
Don Jesús y el mercado Juárez nacieron en el mismo año: 1949. Sin embargo, sus historias no se compaginarían, sino hasta después de que su bicicleta lo llevara a lo que sería su trabajo por tres generaciones de patrones y muchos años más: la carnicería La Alhambra, ubicada entre los locales externos del mercado. Comenzó de niño, siendo repartidor; llevaba los pedidos de los clientes en su bicicleta. A la par, don Gabriel, dueño en aquel entonces de la carnicería, le enseñó el oficio de carnicero. Años después, cuando el carnicero de planta pidió permiso para irse a los Estados Unidos por un tiempo, don Jesús tuvo su primera oportunidad para crecer en el negocio. —Si regresa tu compañero, te regresas de repartidor —le dijo su jefe, pero el carnicero ya nunca regresó, y así cambió la bicicleta por el cuchillo para cortar tocino, chuleta ahumada, carne de res y jamón, sin olvidar despachar las bolsas de chicharrón que sirve de botana hasta para los ladrones que, por falta de alumbrado, una noche entraron al mercado y a «La Alhambra» la dejaron sin carne y hasta con la deuda de una rebanadora. Hoy en día, a través de las carnes colgadas, don Jesús alcanza a ver más allá de la puerta de entrada cómo pasa la gente y nadie entra a comprar. Entonces le entra la resignación y la recibe con gracia. Sabe que no le queda mucho por hacer, que los precios no van a bajar, y para colmo, las autoridades no levantarán el poste caído otra vez ni instalarán más luz pública a la plazoleta para alejar a los asaltantes. Sabe que al mercado Juárez le va a llegar apenas como luz de vela la de los foquitos románticos de los cafés de los alrededores. Esos no son todos sus temores: en la cámara de refrigeración ya no hay reces, ya no es necesario ir al rastro para comprar reces enteras.
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—Con lo bonito que se veían colgadas cuando el negocio iniciaba —recuerda en voz alta. Ahora, sólo exhiben unos cuantos filetes en el refrigerador con vitrina. Por la entrada reconoce a una clientela espantada por los altos precios y ajetreada por la falta de estacionamiento, pero aún le queda como satisfacción la fidelidad de vecinos que desde niños iban a comprar centro de paloma con sus papás. Esos vecinos ahora regresan con sus hijos y él puede bromear con ellos. La Alhambra le ha permitido mantener a su familia. Ahora tiene dos hijos, casados e independientes. Gracias a su trabajo les dio sus estudios y hasta pudo comprar medio terreno en el que construyó poco a poco su casa. Él no se fue a los Estados Unidos, don Jesús nació con el mercado y estará ahí, según sus palabras, «hasta que El Señor le dé licencia». Él nunca pensó en buscar mejor suerte en otro mercado o incluso otro país. Queda esperar a que el porvenir del mercado mejore.
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Pan con boleto
de viaje incluido
Cristian de Rivera
Son casi las dos de la tarde cuando, por la vorágine del día a día en la vida de un asalariado extranjero que recién está conociendo la ciudad y su caluroso clima de primavera, corro para llegar antes de que cierren el mercado Juárez, lugar que deseo conocer y aprovecharlo para refugiarme del calor y buscar algo de comer. —No le puso monedas al parquímetro —me grita una voz femenina que, con máquina en mano, se apresta rauda a generar la correspondiente infracción, que haría de mi día aún más caluroso que los 35 grados que ya presume la perla tapatía a esta hora. —Perdone usted —me acerco y cumplo con el deber cívico de pagar mi estacionamiento para continuar con mi propósito de llegar al mercado. Ciertamente, cuando se va apurado a cumplir con un mandado, uno es poco observador. Al menos en mi caso poca atención presto a lo que ocurre en mi entorno. No obstante, y dicho lo anterior, mientras camino por la avenida Enrique Díaz de León hacia el Mercado Juárez, más me es inevitable dejar de notar cómo todo va mutando. Uno pasa de esta atmósfera ajetreada de ciudad capital con destemplados sonidos (los frenos de un camión sin mantenimiento, los motoristas que en grupos de más de diez pasan por la avenida Libertad luciendo sus cromadas y relucientes Harley Davidson, el martilleo de la moto-niveladora que acusa invariable la llegada de otro edifico al barrio), a una escena de época de oro del cine mexicano, con una apacible brisa cálida proveniente de añosos árboles que ostenta una pequeña plazoleta (no hace mucho restaurada, por cierto) como área verde. Con bancas para descanso vacías, y faroles que nos remontan a la serenidad de mediados del siglo pasado. Alrededor de esta plazoleta, dos que tres cafés también vacíos, que a vista de un turista sólo se diferencian en su avidez de
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clientela con los de Caminito en Buenos Aires o los de Puerta del sol en Madrid. —¿Qué va a llevar? —me pregunta tímidamente la vendedora de frutas en la entrada, cuando por fin llego al mercado, casi resignada tras los cientos de veces que ha de recibir una negativa o simplemente la indiferencia de los que como yo, no pasan por ahí con la intención de hacer el mandado. Para mi sorpresa, y contrariando lo que se puede imaginar cuando me hablan de un mercado tradicional, aquí se carece de todo aquel bullicio que se espera de un mercado. En el Juárez no se encuentra esa parte del espectáculo, las camionetas cargando y descargando, los caseros gritando sus productos, los acarreadores de mercancía que por lo general son niños que, con sus diablitos y por una propina a conciencia, llevan el mandado a veces hasta la puerta de la casa. Parece que en este mercado la época de gloria se ha ido apagando conforme pasan los años; 67 desde su fundación, para ser exactos.
Ya refugiado del sol y buscando algo qué comer, me encuentro con
Ezequiel, locatario del Juárez que creció viendo cómo su papá mantenía la noble tradición de la venta de pan. Es el cuarto de cinco hijos y el único que decidió continuar con el negocio familiar desde hace 10 años, tras la muerte de su padre. Desde entonces trabaja en este pequeño puesto de no más de tres metros cuadrados en una esquina casi al final del mercado, o al principio, si es que se quiere entrar por el acceso de Prisciliano Sánchez. Mientras platico con Ezequiel es que siento que mi viaje para conocer este mercado comienza realmente. Al escucharlo es inevitable entrar en una catarsis casi mística donde el alma es manipulada por los olores. Su historia me devuelve a esa edad en que la memoria afectiva aparece tan viva, como si fuera ayer el día en que era obligado por mi abuela a acompañarla de compras a un mercado que estaba cerro abajo, pegadito a la costanera, en mi querido Valparaíso. En aquel entonces, la bolsa del pan, que era de tela, la llevaba uno, y el chantaje era que, si no iba, tampoco saldría a jugar a la pelota. Ya empezaba a saborear ese pan en mi memoria, cuando adusta la voz del casero irrumpe. Ezequiel continúa su historia platicando, pero seco, un tanto desconfiado de mi interés por conocer su vida. Entiendo que no es por descortesía, sino por la falta de que alguien se acerque a platicar con estos locatarios en un día normal de trabajo. De acuerdo con lo que me comparte, quizá su padre entró al mercado por que vio una oportunidad de prosperidad cuando éste comenzaba, ya que no era panadero.
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—Recuerdo que esta zona era habitacional y por estos rumbos vivía gente con posición económica. Contaban con una o dos empleadas domésticas, chofer y jardinero. Eran familias numerosas, de entre seis y hasta 10 hijos. Todos crecieron, se fueron a otras ciudades y sus casas se han convertido en escuelas, oficinas y hospitales en los mejores casos, otras simplemente son lotes baldíos. —Los que van quedando son los abuelos que se mudan a departamentos más pequeños y ya no nos frecuentan —continúa Ezequiel—. O familias de dos personas, y si tienen hijos serán uno o dos, ya que la situación económica no permite más. Por eso el mercado está tan solo. Me he fijado que ahora hay padres que pasan con sus hijos y les dicen: «Mira, esto es un mercadito», como si fuera algo raro. Me imagino que allá donde viven hay puras tiendas y plazas, entonces vienen y se encuentran con algo viejo, raro. —Me vende tres birotes salados —irrumpe en escena una señora, la única compradora durante todo el tiempo que dura nuestra charla. —Eso —continúa platicando Ezequiel mientras atiende—, y además la explosión de tiendas de conveniencia que están por todos lados y brindan la facilidad de pagar con tarjeta o vales de despensa, ha hecho que el lugar no venda y esté solo. La escasa mercancía desordenada en un aparador, donde se entremezclan el pan dulce, las tortillas y el birote, da cuenta del desalentado ánimo que vuelve a arrinconar a Ezequiel a la pequeña banca donde estaba antes de atender a la de los birotes salados. Le pregunto si se mudaría si le ofrecieran una oportunidad en un establecimiento con clientela garantizada, y es ahí donde logro sacar la única sonrisa, con sorna (ya había intentado en un principio utilizar alguna línea cómica como rompe hielo, pero sin fortuna). Luego de la insinuación que le resultó absurda, se produce un silencio de varios segundos. Su mirada se pierde en los anuncios raídos y sin vigencia que permanecen pegados en la parte superior del edificio, quizás por un par de décadas, hasta que se decide a responderme, sorpresivamente emocionado. —No sé… —me contesta— Hay que pensar, es la costumbre de tanto estar acá, el espacio, la gente, los compañeros. Entendí entonces que estar atrapado en un viaje emocional es el verdadero negocio de su venta de pan. Yo por unos minutos viajé con él y el ejercicio de ir a comprar pan, con un boleto de viaje incluido, no tiene precio.
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del amo, engorda el caballo Al ojo
Cristian de Rivera
—Un café de olla para el señor Gustavo, doña Mago —grita voz en cuello José Miguel, chef encargado de la plancha y, si la situación lo amerita, también de tomar pedidos al borde de su estación de trabajo. El negocio de comida de doña Mago, uno de los más concurridos dentro del Mercado Mexicaltzingo, se convierte en un verdadero festival de destreza, color y aromas, rodeado por comensales que sin querer tienen asiento en primera fila a un espectáculo que no sólo satisface paladares, sino también la curiosidad y la nostalgia de muchos que buscan este reencuentro con la cultura culinaria tapatía. —No es fácil haber encontrado el punto de equilibrio —dice doña Mago refiriéndose a que, a simple vista, su negocio es todo un éxito. Han sido 23 años en los que ha apostado todas sus fichas a su puesto de quesadillas, el de más amplia variedad, según don Sergio, otro de sus clientes frecuentes en el mercado. —Hoy está lleno —continua doña Mago—, pero hay días en que esto está solo y toca aprender a leer a los clientes, saber cómo estará el clima en la semana, contar los días del calendario para saber cuándo pagarán quincena, sortear el alza de las tortillas, los limones o el aguacate para no tener que subir el precio de mis platillos. A los clientes no les gusta eso y a veces por más que lo expliques no lo entienden. No, claro que no ha sido fácil. Para lograr mantener en pie su negocio, doña Mago ha contado con el apoyo de sus cuatro hijos, todos profesionistas, como el chef José Miguel, el mismo de la voz en cuello que con respeto se dirige a su madre como doña Mago para anunciar las órdenes. No sólo cuenta con ellos, también tiene un equipo de trabajo de meseros y garroteros que se dirigen a los comensales con la misma amabilidad de su jefa.
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Incluso las experiencias de los compañeros del mercado, sin duda, han servido de referencia en este aprendizaje para doña Mago. Sus historias de vida son el vínculo indeclinable en este lugar que ha visto nacer, crecer y desarrollarse a más de cuatro generaciones. Mientras doña Mago hace referencia a este punto durante una plática, aparece tímidamente una anciana de tez morena, cabello completamente cano y de aspecto apesadumbrado por su curvada postura, buscando a doña Mago. Es la señora Dolores, Dolita, como le dicen de cariño los locatarios. Es la segunda de los locatarios con más antigüedad en el mercado, sólo por debajo de don Luis, el jarciero que en paz descanse. Tiene 84 años de edad y 50 en el mercado. Su voz es casi imperceptible entre el bullicio de las órdenes. Le habla a doña Mago para compartirle su angustia por algún trámite pendiente y para el cual ocupa su apoyo. —Mañana lo veo con el administrador, Dolita —replica doña mago—. Vete a casa tranquila y déjame eso a mí. Luego le ofrece algo de almorzar, a lo que la anciana entre un gesto de pena y dignidad al mismo tiempo, declina. Doña Mago insiste y pide una orden de comida para llevar. Durante la espera, Dolita se extiende y documenta su situación actual con papeles que saca de una bolsa plástica que alguna vez fue transparente y hoy guarda expirados permisos para ejercer su actividad desde comienzos de los 70, cuando la modernidad se plasmaba con máquinas de escribir y papel calco. La mala fortuna le ha hecho compañía durante la última década en su puesto de comida corrida, también perteneciente al Mercado Mexicaltzingo. Por enfermedades, malas decisiones y una deficiente gestión administrativa de una hija a quien dejó a cargo mientras se recuperaba, perdió el permiso para laborar en el mercado. Dejó al cargo a su hija, según relata doña Mago, más por compromiso familiar que por interés de su descendiente por continuar la noble tradición del puesto de Dolita. No se veía interesada en la atención del mismo, por lo que al poco tiempo fue perdiendo clientes, los que fueron sustituidos por «las invitadas de piedra», las deudas aquellas que tampoco pudo atender satisfactoriamente, mientras ella era aquejada por una enfermedad crónica. terminó por llevar a la quiebra al patrimonio de cinco décadas de esfuerzo y sueños sin concretar. Hoy, Dolita busca entre la modernidad que pasa por encima de ella con terminales de tarjetas de crédito, computadoras y operadores telefónicos automatizados que no cuentan con la opción de condonar deudas para desafortunados
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ancianos, sólo una oportunidad que le permita romper el candado de su puesto. Busca, a través de alguna piadosa negociación, obtener algún beneficio que le permita dejar de deambular como alma en pena por el Mexicaltzingo e irse a descansar dignamente. Dolores aceptó conversar de su problema, personalmente al día siguiente. Llegó a la cita pactada, pero dijo no sentirse bien, que no podía hablar en ese momento porque estaba deprimida. Sentada en la puerta del puesto 29, se quedó en actitud de resignación. Quizá los esfuerzos de doña Mago por ayudarla no prosperaron. El éxito y el fracaso conviven en un mismo mercado. Al parecer el viejo refrán de, al ojo del amo engorda el caballo, cobra más fuerza que nunca en el barrio de Mexicaltzigo, antes considerado uno de los principales puntos económicos y sociales de Guadalajara.
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silvia Marlom Manzano
Una naranja resbaló de la mano de Ana Luisa y rodó por el piso, mientras su diestra se aferró con fuerza al mango del cuchillo. Los pocos comensales sentados en la barra del local si quiera se percataron de la cara de dolor de Ana Luisa. Doña Juanita levantó la naranja y la puso a flotar junto a las demás en una pequeña tina de plástico verde. —¿Una contracción? —No, solo fue un calambre, todo bien doña Juanita. —No me vayas a sacar un susto. —¡Cómo cree! —Bueno, nomás no se te olvide el licuado de don chuy. —No, doña Juanita, ya nomás termino éste de naranja y se lo llevo. Ana Luisa embolsó el jugo de naranja, peló unos pepinos, hizo crujir unas ramas de apio, echó perejil y unas rajas de nopales en la licuadora y lo mezcló con jugo de toronja; también lo embolsó juntó con otros. Los distintos jugos y licuados para remediar, según la población y clientela, toda clase de males físicos y espirituales, son desayuno de todos los días en el local de doña Juanita del Mercado Mexicalzingo. Ana Luisa caminó entre los pasillos del mercado, deteniéndose en algunos a dejar los jugos, hasta llegar con don Chuy. —Aquí le manda doña juanita, don Chuy. —Muchas gracias, Anita. Al rato paso a darle a doña Juanita. —Oiga, don chuy, ¿y para qué le pone nopales y cilantro a su licuado? —Ah, ¿pues no ves que todo lo verde ayuda a bajar la azúcar?
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—Con razón mi abuela se come los nopales crudos. Ana Luisa sigue su pequeño recorrido entre saludos y sonrisas, sosteniendo en la mano derecha una charola con vasos y bolsas de jugos de diferentes colores y sabores. En algunos locales le preguntan cuántos meses tiene. La señora del puesto de verduras le acaricia la panza redonda que parece una más de las pequeñas sandías que tiene junto a unas manzanas. El señor de la carnicería le augura que será hombrecito y que le irá a las Chivas Rayadas. Ana Luisa, de poco más de ocho meses (según sus cuentas), es una de las tantas chicas del barrio Mexicaltzingo que encuentran en el mercado una ayuda y un trabajo que en otras empresas o compañías les niegan debido a su condición de embarazadas. Afortunadamente existen locatarias que brindan apoyo a estas chicas, dando empleo para que al menos puedan tener derecho y acceso al seguro popular. En tiempos de frío o de calor es común ver las enfermeras en campañas de vacunación. En muy contadas ocasiones acude hasta el mercado la unidad móvil para poder checar la presión arterial a la población en general y no sólo del mercado, así como la toma de exámenes de glucosa, exámenes preventivos contra cáncer de mama, presión ocular y demás clase de servicios. Los locatarios se han visto en la necesidad de cubrir sus necesidades médicas y las de sus empleados de diferentes maneras y según las opciones que en el momento las autoridades puedan prestar. Ana Luisa terminó su recorrido matinal en el mercado exhausta. Descansó un momento, pero de repente sintió sus piernas duras. Luego, una contracción en su vientre. En sus faldas apareció una mancha de agua que fue creciendo. El dolor también, hasta nublarse los sentidos. A lo lejos se escuchó la voz desesperada de doña Juanita. —¡Anita, te dije que no fueras a sacarme un susto, muchacha! Ya se te reventó la fuente. Javier, ven a ayudarme con juanita. Manuel, ¡acerca la camioneta! Una semana después se paseó entre los pasillos del mercado con una hermosa niña arropada y despeinada. El carnicero, con cierto aire de profeta le sentencia: «Pero sí le va a ir al rebaño. Ésta sí va a ser chiva». Y es así como se le bautizó bajo el nombre de Silvia a esa niña, nacida en el Mercado Mexicaltzingo.
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Flor
de vida
Goreti Ramírez
La vida de Ángela Martínez se marchita día a día. Sin embargo, ella todavía se empeña por hacerla florecer, tal como le enseñó su madre a cuidar las flores de las macetas que siempre han adornado su casa. La Muerte ha rondado amenazante por la vida de Ángela, aunque nunca se ha atrevido a tocarla. Se han visto de frente varias veces, pues al referirse a sus familiares cercanos dice: «todos se han muerto, todos fallecidos, nomás la única que queda soy yo». Al dar cuenta de los duelos con la muerte que ha vivido dice: «a todo se resigna uno». Habla con la fortaleza que sólo puede dar el mirar a los ojos a la Señora Muerte, dejarle flores y así, con el aire ya perfumado, ya endulzado, seguir su camino sin temerle. Cada año o cada seis meses, sin falta, visita las tumbas de sus familiares en el panteón Guadalajara, dice sonriendo: «siempre me ha gustado llevarles flores a mis muertos». Y enseguida relata su rutina en el panteón: primero lava un poco las tumbas, pide que le lleven agua porque ella ya no puede cargar las cubetas llenas, pero no necesita que nadie le ayude a arreglar sus tumbas. Cuando ya han quedado limpias las adorna con flores, distintas para cada uno de sus seres queridos. A su mamá le gustaban las rosas, nada más le lleva de esas; a su papá le gustaban los crisantemos amarillos y con ellos decora su tumba; a su esposo le lleva crisantemos, «pero blancos, de esos que son greñuditos, como era él». La diabetes ha sido otra gran señora que ha permeado en la vida de Ángela. No obstante, ella tampoco ha podido tumbarla. Mientras que su papá y la mayoría de sus hermanos sucumbieron ante Doña Diabetes, Ángela se rebela y no
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se deja vencer por ella. Aprendió a curarse sola, prepara infusiones con hierbas como el árnica junto con sábila o con las hojas de la naranja agria. Además, toma como pastilla, cada mañana en ayunas, una «cascarilla» que compra en el Mercado Corona. El sabor amargo que pudiera tener la vida, como el de la semilla que toma cada mañana, ella lo convierte en fuerzas para levantarse, mientras sus flores la llenan de alegría. Los lunes son su día libre, y los aprovecha limpiando sus plantas, las riega y luego las tapa para que el fuerte sol no las queme. «En la mañana me levanto temprano y es lo que hago, mis pajaritos y mis plantitas, es lo que ocupa mis mañanas», dice orgullosa de sus posesiones. Las flores han adornado toda su vida, ahora ella aprende a hacer arreglos de flores en un grupo al que asiste cada jueves con sus amiguitas de San Francisco, juntas hacen oración y luego actividades recreativas. Ángela tiene unos seis años yendo y cuenta con gusto lo bien que le va tener un grupo de amigas al cual acudir: «con el grupo va un a hacer oración y también pa’ aprender algo, pa’ mantenerse, pa’ saber llegar a algo». Las palabras «pa’ saber llegar a algo», tienen gran eco, pues Ángela sigue queriendo que su vida florezca y por más que las señoras amenazas de su vida ronden constantemente, asechándola, ella no da su brazo a torcer. Ha aprendido a convivir con ellas y ya no representan una amenaza, al contrario, parece que fueran su impulso, ése que la mantiene con vida y energías para ir todos los días al mercado iv Centenario y vender calabaza en dulce junto con algunas de sus flores que tanto cuida.
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deBajo
de la RoSa
Víctor Camacho
Benito esperaba que la luz del sol lo despertara esa mañana, pero una voz en la oscuridad lo llamó antes de que así sucediera. —Levántate, vamos Benito, se nos hace tarde. —Pero sí aún no sale el sol —respondió a la voz rasposa que ya le movía el hombro. —Y no lo verás aquí; en el mercado todavía va a estar oscuro, si quieres te duermes ahí. Y Benito, un niño aún, con la pesadez de las cinco de la mañana, se levantaba para ponerse unos zapatos con tierra de las calles de la ciudad. En el fondo sabía que le gustaba recostarse debajo de las cajas de fruta, en unos cartones, y que cuando el sol por fin salía, los clientes llegaban, y con ellos una voz que lo llamaba. —Hijo, llévale unos limones a la señora de la fonda. Ambos padres de Benito eran de Jalisco: uno de ellos viene del norte y el otro del sur. Se fueron a encontrar en el centro y Benito fue el único de sus hijos, aunque tiene hermanastros. Su abuelo comenzó haciendo y comerciando escobas de popote, grandes, para barrer las calles del barrio. Luego comenzó con la verdura, negocio que dejaría a su hijo José de la Rosa, la voz que llamaba a Benito por las mañanas. La tradición comenzó en un puesto callejero, sobre la calle de Jesús dónde muchos negocios del mercado comenzaron. Benito ahora tiene 68 años y heredó dentro del merado IV Centenario el puesto de frutas donde antes solía dormir y ahora no puede pegar ni un ojo, pues es el dueño y único trabajador. El espacio es reducido, quizá no podría recostarse,
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aunque quisiera, en los cartones de las cajas de plátanos que guarda en la parte de atrás, debajo de unos grandes botes con vinagre casero. Antes, el negocio solía ser más grande. Ahora, a un lado de «Frutería De la Rosa», hay un local, quizá lo triple de espacioso, que solía contener las atiborradas cajas de verduras; hoy en día ostenta ropa colgada, zapatos, mamelucos y una televisión que no está a la venta, pero que entretiene a la vendedora de la nueva boutique. Benito decidió traspasar el local después de que su madre falleciera hace cinco años, en el 2011. Por eso las cajas están apiladas unas sobre otras y se puede escoger por niveles: los jitomates en el primer piso, arriba de ellos unas manzanas rojas y amarillentas. Para llegar al local de Benito hay que subir unas pocas escaleras, son sólo tres escalones que le permiten una vista panorámica del mercado. Desde allí puede mirar a los demás comerciantes, cómo consumen menudo frente al local en una fonda. Más lejos, quizás a dos metros, una señora en la carnicería no se decide que cortes comprar, mientras espera dentro de una fila de personas. Benito, atento, no despega la mirada de la cara de impaciencia del vendedor. Así son todos los días para Benito, acompañados de comentarios con muecas de angustia sobre algunos precios. Así es la vida en los mercados, así es la vida como comerciante de frutas y verduras. Benito vive sus días como casi cualquier frutero. Se levanta a las cinco de la mañana, tres días por semana (si lo amerita, todos los días, por los grandes pedidos). Se dirige al Mercado de Abastos, donde hay que llenarse de la demanda de los clientes. Un cliente se acerca para pedirle unas cuantas manzanas, y sin preguntar por el costo de ellas, sólo paga una cantidad que ya tenía preparada. Se trata de un señor con tejana, encorvado por los años. Él mira el dinero que le queda y dice: «¿Me apunta?». Se queda mirando otro pequeño momento su mano y se retira. —Aquí es así, tengo clientes de años que se llevan lo que necesitan, aunque yo no esté. A veces tengo que salir y sólo les dicen a mis vecinos que tomarán algo. Después vienen y me lo pagan. Hace rato vino un señor, él, quizá, venga hasta el lunes de nuevo, me pagará y se llevará algo más —comparte desde su local. Siempre ha funcionado así, pero antes mejor que ahora. Dice que «la costumbre es lo que crea a los clientes. Aunque tengas los precios más baratos del mercado, ellos, los clientes, te prefieren por la atención, porque saben que en ningún otro lado los van a saludar cómo tú los saludas». Por eso, dice, muchos lo prefieren a él y no lo cambian. Antes, «cuando tenían el local completo, se hacía
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unas filas como de soldados enormes, personas detrás de otras. Y muchas se iban, no les gustaba que no las atendiéramos, pero era sólo por la cantidad de gente que llegaba». Benito es indispensable para el mercado, al igual que los otros negocios, juntos se vuelven un engranaje. Una camisa blanca con manchas de colores (producto de cargar la mercancía), una gorra y un reloj acompañan al casi blanco cabello de Benito. Tiene la mirada caída y sólo levanta la voz cuando alguien no lo escucha hablar por tercera o cuarta vez. Benito no tiene los acalorados gritos que invitan a los clientes a probar una fruta, con ingeniosas frases que salen disparadas una tras otra, como los gritos que se suelen escucharse en los mercados fijos o ambulantes. Él suele arrastrar la voz, aun cuando detrás de su local suenan extractores de jugos a todo momento; platos cayendo, casi rompiéndose en los lavatrastos; gritos del este y el oeste. Sólo cuando alguien le pregunta que cuánto es, se acerca y le repite por tercera vez, casi a unos centímetros, y con un equilibrio para no poner su mano sobre las naranjas, el precio de su mercancía. Así suele interactuar con las pocas compañías que tiene durante el día. A Benito sólo lo acompañan dos tipos de personas. Por un lado, los clientes, ancianos, señoras y los mandaderos de las fondas del mercado; todos ellos se funden en una sola masa con la que cruza las mismas palabras a lo largo del día. Por el otro está Dani, el vendedor de flores en jarrones bellamente decorados, unos de vidrio soplado, amarillos y verdes, y otros grandes, cómo de dinastías de medio oriente. Dani desayuna y cruza unas pocas palabras con Benito. Salen desde su gran barba mientras ambos sentados en bancos de plástico frente a unos platos de menudo. Hay niños corriendo por todo el mercado. En la mayoría de los locales hay flores y plantas, unas de Dani y otras de las tiendas que se encuentran fuera del mercado. También en las fondas se pueden ver frutas y verduras, algunas son del negocio «De la Rosa», otras de las muchas verdulerías que hay debajo del techo que años antes estaba descubierto. Dentro del mercado no hay una competencia, sólo la costumbre de comprar las papas con Benito y los lirios con Dani. Benito, recuerda que siempre le gustó venir, pero mirando hacía el piso confiesa que hubiera preferido estudiar. Terminó la secundaria, pero él quería algo más. Cambió sus amaneceres en una escuela por los de un mercado, y dice, no se arrepiente, pero al mencionarlo evidencia que vive en un mar de sentimientos encontrados, donde no logra decidirse por qué respuesta dar. Sí, le gusta comerciar, le gusta conversar con la gente, desayunar menudo. Le gustaba dormir en los
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cartones, le divertía correr con los demás niños, pero aun así hubiera querido la escuela. Sí, dice, la terminó, pero la necesidad lo llamó al local, a ayudarles a sus padres. Era el único primogénito del matrimonio y debía llevar el apellido de la Rosa, continuar con la tradición de tres generaciones. Sin embargo, no logró hacer que la tradición continuara por una cuarta generación. Benito vive con su esposa y el último de sus hijos. Los demás migraron: dos de sus hijos viven en Estados Unidos, y «el que me queda es mecánico; ninguno de los tres se interesó en el local. Yo los traía de chicos, pero a fuerza. No les gustaba y no les gustó». Ellos estudiaron, vieron los amaneceres dentro de la escuela y cuando Benito habla de ello cambia el tono de voz por uno de orgullo. Sus hijos cumplieron lo que él anhelaba de pequeño. «Esto es una tradición, pero no los culpo. Durante un tiempo yo también me fui y trabajé en la obra en la ampliación del Estadio Jalisco, allá por el 68. Era pesado, el sol y la fuerza que uno necesita para esos trabajos. Al final me decidí por el mercado». A la mitad del día sigue parado junto a su báscula. Arriba de su local en unas letras en cursiva se lee «Frutería De la Rosa». Benito decora las paredes con unos garrafones, tapones para las llantas de los autos, placas, yerbas cecas, unos papeles amarillos que parecen ser los permisos del local y notas con cuentas. Ahí vive la mitad del día, dentro del mercado. Él define a los clientes como costumbristas, personas que por inercia entran a comprar en el mercado. Inercia bajo la que se rige por la monotonía. Ahora no se imagina en otro lado, lleva casi los 69 años de su vida trabajando con los olores de las frutas, las verduras y del vinagre de vez en cuando. Benito es un hombre callado, poco conversa, y cuando se le mira con otras personas suele ser en silencio o cambiando sólo algunas palabras. Sólo cuando se siente en confianza suelta las sonrisas, como cuando llega la hora del desayuno con Dani. Es un vendedor de frutas, toma unas jícaras y las pasa a las señoras para que escojan a su gusto y les pesa después. En otro mercado un frutero hace lo mismo. Lejos, en otro estado, un verdulero hace lo mismo. Intercambia algunas palabras con otros ancianos que llegan con largos intervalos de tiempo. Es un frutero cómo muchos otros pueden haber, que de niños quisieron estudiar, pero que se tuvieron que quedar con una tradición entre manos, que muchos siguen heredando y otros, cómo Benito, tendrán que buscar quién la continúe. Cierra el local a las cuatro de la tarde. Las cajas ya están apiladas dentro. Toma el cambio que hay alrededor de la báscula, se va a hacer algunos pedidos y reparte otros, camino a casa, para entonces descansar el resto de la tarde. Al
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día siguiente otra voz lo llama de la oscuridad, es ahora la voz de su esposa, pero mecánicamente piensa que habrá un cartón esperándolo en el mercado. Se levanta y busca su gorra, se coloca los zapatos con algo de polvo. El sol aún no ha salido y no saldrá hasta que esté en el mercado. En otro estado, en otro mercado, un frutero se prepara igual que él. Sale y compra lo que necesita en el mercado de Abastos con la luna brillando. Benito abre su local, mira al carnicero y ve que es hora de desayunar. Ese día Dani no fue, no hay un buenos días que salga de aquella gran barba. Mira los jarrones con las flores ahora marchitas y se sienta en un banco. Ese día no habrá con quién compartir unas pocas sonrisas y pláticas banales. Con lentitud mira hacia su local, hay alguien mirando hacia adentro en busca de Benito, gira la cabeza y lo ve detrás del vapor del plato con menudo caliente, le hace unas señas y toma lo que necesita. Benito sólo asiente levemente con la cabeza y sigue comiendo.
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HisToria
de aMor en RaYon
Laura Cuevas
Imaginemos por un momento que tenemos una música de fondo que nos lleva a los años 60 en Guadalajara. Esas canciones melosas del naciente rock and roll en español, que sólo hablan de amor, de diversión en la primavera, de poner la cabeza en su hombro y demás. Ahora que ya tenemos la música de fondo pongamos lugar: una Guadalajara que, imponente, quiere dejar de ser provincia y compartir progreso con la gran capital. Específicamente estamos cerca del templo de San Antonio de Padua, en la calle de Rayón. Frente al templo hay un parque pequeño, pero del tamaño adecuado para que comerciantes vendan ahí su mercancía, puesta con cuidado arriba de unas tablas a manera de mesas. Si ya tenemos lugar, fecha y ambientación, podemos enfocarnos en algo más particular, una muchacha de trece años que vive al lado de ese templo tan famoso, tan concurrido por las solteronas de esos tiempos. Ella sale de su casa para verse con su amiga. El novio de ésta quería llevarla a dar una vuelta por este parque y luego caminar por las calles alrededor, para platicar. Siempre que sucede esto, la muchacha de 13 años tiene que ir de chaperona; siempre de mal tercio, pues. Esta ocasión es diferente, pues el novio de su amiga trajo consigo a un amigo para que Martha, la muchacha vecina del templo, tuviera con quien platicar. Juntos los cuatro dan vueltas y vueltas al parque, platicando lo que los jóvenes suelen platicar. Ellos disfrutan de su compañía, mientras presencian aquel ritual de cada 13 de junio, que continúa siendo muy vigente. Una muchacha pide una moneda a 13 caballeros diferentes. Tras conseguir las 13 monedas se las lleva a San Antonio, como ofrenda para que la ayude a conseguir novio. Y aunque Martha nunca lo hizo, parece que corrió con mayor suerte esta vez, pues pronto se
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enamoró de Víctor, el amigo del novio de su amiga. El tiempo pasa, y el mercado de tablas pronto va tomado más profesionalización. En ese espacio se comenzó a construir un mercado y se le invitó a cada uno de los comerciantes a obtener una concesión dentro de lo que sería el mercado Manuel M. Diéguez. La madre de Martha, doña Guadalupe, no desaprovechó la oportunidad. Ella vino a Guadalajara en los años treinta, desde Teuchitlán, a buscar una mejor vida; ésta parecía su oportunidad. Primero tuvo un lugar en el mercado de tablas para vender verdura. Luego se hizo de un lugar dentro del mercado, en donde ya tenía dónde poner su mercancía: estantes de madera que hacían lucir a las zanahorias, calabazas y jitomates. Mientras tanto, Víctor y Martha no se apresuran en su relación. Después de siete años de noviazgo se casaron. Ya estamos en 1974. Ella trabaja en la Canadá, esta zapatería tan conocida por los tapatíos en esta época. Él trabaja en una fumigadora. Ya no era chofer de pastura; había dejado su recorrido de las granjas cercanas hacia las vías del tren que pasaban por la calle Colón. Pasan los años, irremediablemente, y la zona ya es otra. Ahora tenemos que cambiar la pista y poner un disco grande de acetato con música disco. Estamos en plena década de los setenta. Estamos ahí mismo, frente al templo de San Antonio, pero vemos pasar coches diferentes, esos autos que fueron llegando al país desde Estados Unidos y que se hicieron famosos en películas y series, más largos que otros y por eso apodados «lanchones». Particularmente vemos frente a nosotros del lado derecho, justo en una esquina del mercado, una nueva fonda. Doña Guadalupe decidió apostar por el negocio de la comida y del ombligo del mercado se trasladó afuera, donde puso una fonda a la vista de todos. Poco a poco el negocio rindió frutos y la gente empezó a llegar. Pero el desgaste físico puede más que el gusto por la cocina y doña Guadalupe enfermó. Su hija Martha dejó el trabajo y ahora viene a cubrir a su madre sin dudarlo. Víctor decidió apoyar a su mujer. Lo vemos ponerse el delantal para seguir las órdenes que Martha le indica. Incluso cada uno de sus siete pequeños hijos se inician en este negocio que ya pinta a herencia familiar. Doña Guadalupe Cárdenas falleció, y su hija Martha adopta los puestos de su madre, como administradora, cocinera, mesera en ocasiones y dueña en general, con ese don de mando que le fue heredado. A medida que sus hijos crecen, el barrio también. Una empresa de frituras y unos laboratorios rodean al mercado. La fonda tiene más clientes, algunos fijos que intercambian vales por comida que luego su empresa le paga.
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La familia Romo Cárdenas, con aquellos que alguna vez fueron unos jóvenes que paseaban de novios por Rayón, se hicieron de un terreno en Balcones de Calera. Algunos de sus hijos estudian en el extranjero. Se sienten seguros de poder planear un futuro próximo en el que vivan a las afueras de la ciudad, descansando y disfrutando de un retiro bien merecido. Podemos quitar el acetato, ponernos unos audífonos y escuchar lo que sea en algún dispositivo portátil. Ya podemos ver cómo el mercado no es lo que era, pues envejeció junto con algunos de sus locatarios. Las empresas alrededor ya no están, aunque el regreso de un laboratorio da esperanzas de volver a aquellos días en los que no bastaban las manos para atender. Lo único que continúa inmaculado es la nostalgia de presenciar el ritual de cada 13 de junio, con las solteras que llegan al tempo. Esta fecha siempre atrae clientela suficiente. Ahora, la hija mayor del matrimonio parece ser la más adecuada para tomar el lugar de doña Martha, quien sigue indicando las cantidades adecuadas de ingredientes para cada platillo. Considera que todavía no hay alguien tan preparado para alcanzar a dirigir este negocio tan especial para ella. Como todo objeto preciado es difícil de soltarlo, le tienen que demostrar que lo harán a la perfección, que mantendrán la tradición como ella lo hizo, que le rendirán tributo a su abuela y que de alguna manera cuidarán de algo que ya forma parte de su historia. Don Víctor, a sus 78 años de edad, piensa diariamente en su retiro. El cansancio se acumula, pero no cede con los años. La casa en Balcones de la Calera lo llama, pero simplemente no se irá sin su esposa. Así como hace 40 años le brindó apoyo, lo sigue haciendo. Pero antes de que juntos se vayan de este lugar, donde se conocieron, donde nacieron sus hijos, donde está ese mercado que tanto les ha dado, podemos verlos todavía ahí en esa esquina, donde doña Martha sigue cubriendo a su madre.
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maNos vacias Marlom Manzano
Hace cincuenta años llegó a tierras tapatías la señora Conchita. Llegó con su madre. Solas empezaron a buscar en las calles de Guadalajara la fortuna que se negaba a manifestarse allá, de donde venían. Comenzaron prácticamente en las banquetas del mercado Corona. Después fueron reubicadas al mercado «de las tablitas» y por último les tocó ser de las primeras locatarias en el actual mercado Manuel M. Diéguez, llamado San Antonio por estar justo enfrente del templo del patrono de unos de los barrios con más tradición en la perla tapatía. Con Díaz Ordaz como presidente de la república y como presidente municipal Eugenio Vallarta Orozco, en junio de 1966, ante una creciente población, se funda el mercado de san Antonio o Manuel M. Diéguez, en honor al político y revolucionario tapatío Manuel Macario Diéguez. «Hace 50 años que llegamos aquí, al mercadito. Todo era diferente. Este mercado era el segundo en importancia, después del Corona. Se vendía muy bien, había mucho comercio. Muchas amas de casa llenaban sus bolsas de mandado, pues las familias eran más grandes y no había tanta cosa de tiendas grandes ni de vender la comida ya hecha, nomas pa’ calentar. Ya también hay mucho tianguis, aunque, pues nunca va a ser la misma calidad ni el mismo costo». La señora conchita llegó siendo casi adolescente. Solas, ella y su madre, se fueron abriendo un camino nada fácil, con esfuerzo, para lograr por un tiempo esa tranquilidad, esa estabilidad económica que vinieron precisamente a buscar a estas tierras. Mientras tanto, en Guanajuato, esperaban su padre y sus hermanos. Conchi-
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ta y su madre fueron el pilar en esos momentos de toda la familia, fueron las responsables de encontrar un nuevo hogar y, desde luego, el sustento de éste. Eran otros tiempos y afortunadamente no transcurrió mucho para poder incorporar al resto de los miembros de la familia a su nueva casa. «En esta vida uno es como peregrino. Un día estás aquí, mañana estás en otro lado. Yo llegué aquí buscando más futuro, más bienestar para la familia, para ayudar a los papás, a mis hermanos. Estoy muy agradecida con este mercadito en lo personal porque en su momento nos sirvió para sacar a delante a la familia. Por eso se sale uno de su tierra, porque no hay mejoría de vivir. Y aunque a mí no me gustaba mucho el comercio y el negocio, así es esto, pues la vida te pone las circunstancias y, ni modo, tenemos que enfrentarnos a la realidad. Al principio este mercado estaba aquí por Lázaro Pérez y era así, puro cucurucho de lámina con madera, así como tipo tianguis. De ahí nos vinimos a este localito». El mercado de San Antonio está dentro de la colonia Moderna, en las calles de Rayón y Fermín Diestra. Muros de concreto al igual que su techo que se apoya en cuatro columnas en forma de pirámide, dan lugar y cabida a olores y sabores que sin lugar a dudas requería un barrio tan tradicional. El sentarse bajo la sombra de los arboles a disfrutar de una nieve de garrafa por las tardes de verano o por los domingos a la salida de misa, eran rutinas imperdonables entre los moradores de esos lares en aquellos días. Las amas de casa, novatas e inexpertas, así como las ya acostumbradas a cocinar para familias de hasta 12 miembros, todos los días surtían las listas que necesitaban para preparar el desayuno, la comida, la cena y algunas veces, y en algunas casas, se acostumbraba hasta el postre. Mientras las señoras del hogar llenaban canastas entre charlas con otras amas de casa, los niños jugaban y correteaban afuera, en los juegos infantiles, bajo la refrescante sombra de los árboles. Las fondas de comida del mercado eran saturadas por empleados de empresas cercanas que pagaban el desayuno o la comida a sus trabajadores. Comerciantes, taqueros y demás negocios de comida compraban sus productos ahí mismo, en el mercado de san Antonio. Hoy, la sombra de los arboles sólo cubre a los juegos infantiles ya sin niños que correteen entre ellos. Las fondas lucen algo vacías, muchas de las empresas que antaño pagaran el servicio de comedor a sus empleados ya no existen o ya cerraron y el santo patrono recibe cada vez menos visitas los domingos, no se diga entre semana. «Hace tiempo que el mercadito está muy decaído, con las ventas muy flojas,
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muy lentas, muy solito. Yo también ya me quedé sola. Mis hijos estudiaron y ya también viven en otro lado. Hicieron su vida, pues. Y ya mis padres murieron, ya se me fueron los dos. Yo viví con ellos toda mi vida, yo estaba con ellos cuando se enfermaron y también los cuidé hasta que se fueron, hasta que dios me los recogió. A mí me tocó verlos morir, a los dos. »Yo sigo aquí porque es la herencia de mis padres. Es su recuerdo, lo que me enseñaron a trabajar. Todas sus enseñanzas soy yo, éste es el destino que me tocó vivir, pero no es porque yo haya querido. Es recuerdito de mis padres. Yo seguí porque tenía que seguir adelante con su sacrificio. Y fue muy difícil porque a veces se fracasa. Así es como te enseña la vida, con ejemplos, y tú sabrás si los quieres seguir». Doña Conchita, desde atrás del mostrador de concreto, apila unos duraznos colorados como si estuvieran forrados de terciopelo junto a unas manzanas verdes. El pequeño negocio mide algunos metros en los que reparte toda clase de verduras y frutas de temporada. Es de piel morena, doña Conchita. Su pelo más blanco que negro es sujetado por una cola de caballo detrás de su nuca. En sus ojos negros se refleja la incertidumbre, la nostalgia, la tristeza. Su carácter es reservado, como su plática, como el mercado.
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LoS niNos
del meRcado
Irlanda Tostado
El mercado Libertad es un laberinto. Apenas cruzo el umbral de la puerta siete y la luz del mediodía es sustituida por la penumbra de los pasillos. Estoy encandilada. Mis ojos luchan contra la oscuridad mientras las ollas de aluminio y los tacones de charol me seducen con su brillo. Sigo caminando, mis pies zigzaguean por sus calles y encrucijadas; nadie me sigue, pero yo acelero el paso. Un sarape colgado me obliga a agacharme y cuando intento levantar la vista aparecen frente a mí una veintena de marionetas y un puñado de huaraches colgados en racimos. Al extremo del pasillo veo un hilo de luz que parece indicar el camino, pero mi andar se ve interrumpido por un par de cajas con mercancía recién llegada, que hacen más angosto el pasillo. Pienso que para recorrer el mercado debe haber un camino corto y uno largo y mientras me pregunto cuál habré tomado yo, ya estoy en el patio central. El bullicio va y viene como marejadas. Un vendedor ambulante se acerca a mí para ofrecerme máquinas de coser y yo me siento bajo la sombra de una jacaranda antes de continuar mi andar laberíntico. De pronto, una pelota color rosa fluorescente golpea mis pies, y apenas levanto la mirada veo frente a mí un niño que se acerca para me pedirme perdón. A él le dicen el Chiquitolina y es un niño del mercado. Aunque tiene escasos cinco años ha pasado su vida entera en San Juan de Dios. Me platica que su mamá tiene un puesto de tacos y sus abuelos un local de chiles y semillas. Lleva puestos unos pantalones de mezclilla muy ajustados y unos tenis rojos con los que juega la pelota «de taquito». Pese a su corta edad muestra un dominio de juego y de carácter; basta que el esférico salga de los lími-
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tes impuestos por él mismo para que dé instrucciones a su contrincante de que vaya por ella. El patio central es terreno de juego para los vendedores ambulantes. Se les ve subir y bajar escaleras y moverse de un extremo a otro en busca de algún comprador furtivo. Afuera del puesto de artesanías «El Abuelo», un chico ofrece memorias USB con música y me sorprende descubrir que el reinado del disco compacto en el mundo de la piratería ha llegado a su fin. —Trae de todo, menos electrónica —le comenta a un cliente que se detiene cauteloso ante la insistencia del vendedor—. A cien pesos, a cien pesos. La transacción se concreta con un billete de Nezahualcoyotl. Una vez consumado el hecho, el joven vendedor elige unas cumbias para atrapar a un nuevo comprador con otro perfil musical. —Cumbias chilangas, sonideras y de aquí —luego Los Ángeles Azules son cortados de tajo para darle voz a Credence Clearwater Revival, pues el vendedor se ha fijado como nuevo objetivo a un hombre maduro y de aspecto relajado. Pienso que la venta de memorias USB se convierte en un juego de estrategia donde los ritmos y los géneros varían conforme a los ánimos y los gustos de los posibles marchantes. Chiquitolina no acepta el no de su contrincante y argumenta que no irá por ella porque él no la voló, aunque todos los ahí presentes hemos visto cómo sus tenis rojos se elevaban en el aire. Al lado mío, dos mujeres expresan su consternación porque un locatario no tiene cambio, mientras que el niño de los tenis rojos se preocupa porque su pelota ha salido volando nuevamente. Esta vez baja corriendo las escaleras y desde el punto más bajo del patio central le avienta el balón a su amigo. Él se llama Evan y también es un niño del mercado. Evan es delgado y de tez morena. El sudor corre a chorros por su frente y se esparce por su playera azul de algodón, dibujando líneas de un azul más intenso. Patea el balón extendiendo sus brazos para tirar con más fuerza y veo cómo el balón se eleva por los aires y se impregna del olor a piel del primer piso, del aroma a comida guisada del segundo y del olor a tenis nuevos del tercero. Cuando se acerca a mí me dice que su día comienza en San Juan de Dios a las ocho de la mañana, hora en que llega su madre para abrir el local de bolsas de piel. Añade que lo que más le gusta del mercado es que puede jugar. El vendedor de memorias USB se ha ido a probar suerte al otro extremo del patio y el hipnotizante sonido de las chifladeras que ofrece un vendedor de gorra
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verde me hace recordar que estoy en el centro del laberinto. En este espacio los angostos pasillos se ensanchan como una gran avenida para dar paso al aire y al sol. La placidez del lugar me hace creer que he llegado al final, pero basta echar un vistazo alrededor para darme cuenta de que estoy rodeada de todos esos túneles de huaraches, cajas y bolsas de piel de los que aún no sé cómo salir. Pienso que el patio central es un espejismo, una especie de trampa para los que nos hemos dejado tragar por las fauces del mercado. Pienso también que son muchos, acaso millones, los que han cruzado por este espacio de luz antes de encontrar el fin, pero también son muchos otros los que se han quedado atrapados para siempre en sus pasillos y en sus encrucijadas, en sus locales y en sus rampas, en sus puestos de comida y debajo de sus toldos. Al volver a tierra la pelota fluorescente cae junto a un local de jugos de caña y un niño de gafas y corte militar acude a su encuentro con la mirada fija sobre su objetivo. Él es Daniel y es un niño del mercado. Sus raíces se esparcen por todos los espacios del centro comercial, pues sus papás tienen un puesto de tenis en el segundo piso, su abuelo y sus tíos venden comida y su tía tiene un local en el pasillo de las hierberas. Detrás de su amplia sonrisa esconde la certeza de su destino: él es uno de los personajes que se quedarán para siempre atrapados en este espiral laberíntico. Algún día heredará todos esos locales y con ello la profesión de la familia, aunque me confiesa que a él lo que le gustaría vender son consolas, audífonos, cargadores y todo lo relacionado con la tecnología. Ésa será su única manera de hacerle una revancha al destino. Pero el futuro parece todavía muy lejano para los niños que viven de día en San Juan de Dios, que más que un centro de intercambio comercial, es para ellos el escenario perfecto para toda clase de juegos: desde el futbol a las traes y desde el bebeleche a las guerritas de agua. Evan y Chiquitolina se despiden de mí y el campo de juego en que se ha convertido el patio central queda a disposición de Daniel y su acompañante. Es mediodía y el sol ha cubierto prácticamente todo el patio. Un grupo de extranjeros se para en medio de las escaleras para contemplar los alrededores del mercado. Todos huelen a bloqueador solar. Uno de ellos, que porta una cámara fotográfica pendiendo del pecho, se separa del grupo para buscar una estampa folclórica, mientras un grupo de mexicanos sonrientes y parlanchines me pide sin titubeos que les tome una fotografía para empezar, dos por si las dudas y tres por si alguien cierra los ojos. Un chico delgado que vende disparadores de bur-
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bujas busca resguardo en la misma sombra que ahora me cobija, luego se sienta con un bote de frutas y come con desgano un trozo de mango. El vendedor de memorias USB se cerciora de su presencia, apaga la bocina en la que sonaba un tema de Joan Sebastian y lo interroga. —Ey, goey, ¿no vas a chambear o qué? Luego lo veo dirigirse hacia una de las entradas del laberinto dejando tras de sí una estela de burbujas multicolor y me pregunto si ésa será la ruta hacia la salida. Noel es el acompañante de Daniel. Sus nombres terminan con la misma sílaba y ambos traen ese corte de pelo que los hace lucir más grandes de lo que son. Cuando se cansan de jugar me confiesan que lo que más les gusta de «San Johhny» es el patio central y pienso en lo paradójico que resulta el hecho de que mientras para turistas y visitantes es un lugar de tránsito, para los niños del mercado es el escenario donde han transcurrido la mayor parte de sus días y donde han descubierto con asombro la capacidad del hombre para matar, herir y robar. Cuando se sienta a mi lado, veo que una mueca de disgusto hace surcos en el rostro de Daniel. —¡La chota! —grita con fuerza y pienso que su aversión a los de uniforme azul podría deberse a los constantes operativos de los que muchos locatarios no salen bien librados. Noel derrumba mi hipótesis con un gesto de extrañeza y me asegura que no los quieren porque les quitan las pelotas. El patio es también un territorio de disputa por el derecho de piso, donde los niños del mercado se preparan con cacahuates, plastilina y bolas de masa para librar batallas campales contra la antigua generación, es decir, los adolescentes que rondan la mayoría de edad y los distraídos transeúntes acuden sin saberlo a la lucha entre los niños que quieren ser grandes y los grandes que quieren volver a ser niños. —¿Y aquí dónde estamos? —le pregunta un hombre a su mujer —Es que salimos del otro lado —le responde ella con toda seguridad y yo pienso que ellos también están atrapados en este laberinto. Luego me pregunto si debería seguirlos para encontrar la salida a casa, pero una marimba que deja escapar las primeras notas de un danzón me incita a resguardarme debajo de la última sombra que queda en todo el patio. Volteo a ver una jardinera donde Daniel y Noel me aseguraron que hay un nido de ratas y aún contra mi voluntad, imagino que debajo de esa jardinera se extiende otro intrin-
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cado laberinto donde los roedores buscan a su propio minotauro y me produce escalofríos esa idea de que, si acaso intentan salir, se encontrarán con este otro gran laberinto de ladrillos en el que ahora me encuentro y me lamento de que las ratas vivan atrapadas en un sistema de laberintos del que nunca podrán salir, acaso como muchas personas que viven y mueren en San Juan de Dios. —Voy a Javier Mina —le comento a los niños y ellos se ofrecen a llevarme a la salida. Yo sólo pienso en mi buena suerte y en que no podría haber encontrado mejores guías. —Yo me sé todo el mercado —comenta Daniel con orgullo. Me dice que arriba de unos arcos hay algo parecido a una alberca a la que se pueden meter por una reja y Noel, animado por la valentía de su compañero, me confiesa que donde están los picos del techo hay una especie de túnel vertical que da a los baños, pero que casi nunca suben por temor a que los descubran. Yo sigo mi marcha detrás de ellos y juntos cruzamos el umbral que esta vez transita de la luz a la oscuridad y ahí están de nueva cuenta los racimos de huaraches, los sarapes y las marionetas, pero ellos saben cómo esquivarlos. Unos segundos después aparece frente a mí otro haz de luz, un poco más opaco que el que encontré a mi llegada y veo las siluetas de Daniel y Noel delante de mí, luego la calle, y enseguida de la calle, la avenida, y sobre la avenida, el camino a casa. Yo me voy de ahí pensando que, para los niños del mercado, San Juan de Dios es un laberinto, el más grande y divertido de todos. Cada rincón, cada entresijo, cada resquicio es para ellos una oportunidad de jugar a las escondidas o de descubrir nuevos espacios donde refugiarse. Pero es también el laberinto donde se han quedado perdidas miles de historias, de los niños que son y de los que han sido, historias que no se venden y que nadie podrá comprar nunca.
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eL AfilaDor Danahé Santana
El centro del lugar se encuentra solo. Más adelante, un hombre mojado por la transpiración de su cuerpo está agitado. Su corazón late tan fuerte que pareciera que está por salirse de su cuerpo. Frente a él tiene la portería. Bajo sus pies, un balón. Recorre dos pasos hacia atrás y nota que en realidad no está solo su corazón; el parque Oro está lleno de corazones rojinegros latiendo al unísono. Es Edwin Cubero, cobrando el penal que llevará a la gloria al Atlas. El partido inició intenso, con el Chivas sin ceder. A los 10 minutos de la segunda mitad, una falta dentro del área le dio al costarricense la oportunidad de convertirse en leyenda. El balón cruza la cancha por el aire. El silencio se apodera del estadio por unos segundos para sólo perderse por el mágico sonido del balón estampándose en la red. Es el 22 de abril de 1951, el día en que el Atlas se convirtió en campeón. Desde la banca, Manuel Villaseñor festeja. Una bandera del Atlas ondea por la esquina; negro, blanco, rojo y algunos otros colores en la vestimenta de los que brincan emocionados. Gritos de júbilo, todo es fiesta y colores que se mezclan con un poco de desorden. Durante todo ese partido, don Manuelito estuvo sentado en la banca… Ahora sigue sentado en la banca, pero de uno de los pasillos del mercado Libertad, afuera de la única afiladuría que hay en el mercado más grande de América Latina, la que se ha mantenido por cuatro generaciones. Detrás de él la piedra mojada, afilando cuchillos; su mente, afilando recuerdos. Poco queda del futbolista que fue. En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, imborrables, momentos que siempre guarda el corazón… Por las calles del barrio de San Juan de Dios, el quinteto Los Monarcas toca
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en algún cabaret de los muchos que se pueden encontrar por ahí, tocando el contrabajo está Manuel Villaseñor, en la pista una que otra pareja de enamorados baila abrazados. He besado otras bocas buscando nuevas ansiedades… El humo deja entre ver la silueta de los que se encuentran en la barra recordando un viejo amor. Boleros, lentejuelas y tacones acompañan el contrabajo de Manuel Villaseñor por las noches de finales de los 40. Y otros brazos me estrechan llenos de emoción, pero sólo consiguen hacerme recordar los tuyos, que inolvidablemente vivirán en mi… Ahora, al local 1143 llega el murmullo de la canción, mezclado con el ruido de la afiladora y el canto de los pájaros de las jaulas del local de enfrente. Manuel Villaseñor deja el esmeril, regresa a la banca y se dispone a escuchar lo que le llega de Los Trevi, el famoso trío en el que se convirtieron Los Monarcas cuando él salió de la agrupación. Durante el día, a don Manuel le llega infinidad de música de otros tríos y trinos, mientras el descansa en la banca. —Llévele, llévele. ¿De cuál dulce le damos a probar? —Éstas son las auténticas tortas locas. ¿Cuántas va a llevar? —Güerita, ¿qué anda buscando? El mercado tiene ya su propia banda sonora, pero Don Manuel no ha encontrado todavía la que puede definir su historia… Son las cinco de la mañana. Lázaro Cárdenas sale mal herido de una miscelánea atendida por la maestra María Gudiño, en Teocuitatlán de Corona, un pueblo al sur de Jalisco. Es 1923, durante la rebelión huertista del enfrentamiento entre Lázaro Cárdenas y el general Rafael Buelna. Cárdenas no sale tan bien librado, pero uno de sus generales termina enamorado de Maria Gudiño, una habitante del pueblo. De ese amor de guerra nace don Manuel Villaseñor… Tal vez por eso en la guerra se quedó. Cuchillo en mano, ahora en su puesto de mercado, recuerda cuando demandaba prepa gratuita para todos y formaba parte de la Federación de Estudiantes socialistas de Occidente. En la banca donde él está sentado, en la esquina, parece estar apacible. Hay días en que, por la falta de clientela, el mollejón espera y él se puede dedicar a afilar su mente. Observa que hay una hora en la que el sol pega de ladito en los cuchillos, reflejando los colores del San Juan de Dios en su hoja filosa. Es la hora en que los colores difuminados le recuerdan la época en que unos azulejos eran parte de la decoración del mercado… Guadalupe Zuno tenía un gusto especial por lo azulejos de colores. Naturista,
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pintor y caricaturista, el gobernador de Guadalajara, en su afán por promover el progreso, detuvo definitivamente el río y le dio a los comerciantes de la calzada un mercado al gusto de la época, con una vistosa fachada de tezontle, óculos, ventanas y azulejos de colores. Construyó el mercado que, para 1950, ya estaba en decadencia. «Esta finca está amparada en el juzgado segundo de distrito», se puede leer en las mantas colgadas en las casas vecinas del mercado. Dos manzanas de vecindades son las que quieren derribar para ver nacer el nuevo mercado Libertad. Manuel se movilizó para amparar su casa y la de sus vecinos, encerrados en cuarto oscuro en plena calzada tratan de callar al alborotador Tras dialogar con las autoridades, un terreno en Belisario Domínguez para fincar y un puesto en el moderno mercado fue lo que consiguió Manuel a cambio de la casa que lo vio nacer. Se derrumbó su casa para darle vida al imponente mercado Libertad, construido por Alejandro Zohn, inaugurado el 30 de diciembre de 1958… Desde la banca que está afuera de su local, Manuelito no alcanza a ver los más de tres mil locales que tiene el mercado, pero le sobra el conocimiento. El mapa del mercado corre por su sangre, porque vino al mundo en el mismo lugar donde ahora son las oficinas administrativas. Las manos de una comadrona de San Juan de Dios le dieron la bienvenida al mundo en 1930. Ahí empezó la historia del niño tartamudo que se convertiría en el afilador de San Juan de Dios.
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CaDena
de coStumbres
Laura Cuevas
A las ocho de la mañana es buena hora para ir al mercado, según mi abuelita, quien así lo hace. Los fines de semana son mejores, según mi mamá, quien sólo puede hacerlo el sábado o domingo, porque no trabaja. Yo voy todos los días. Entre semana: el día a día Aprendí a cocinar como a los 20 años, por necesidad, pues entonces comencé a vivir sola. En aquel entonces mi abuelita me acompañaba al mercado para que me fuera enseñando a comprar, porque hasta eso tiene su chiste. —Uno no puede llegar al primer puesto y ya —me decía mi abuelita—. Con cuidado tiene uno que ir tanteando las frutas y las verduras, los precios, hasta la atención”. El mercado de Santa Tere tiene varias entradas, pero no sé por qué mi abuelita siempre entra por Andrés Terán. También me explicaba que el primer puesto de la derecha casi siempre abre a las nueve de la mañana, así que no era opción, aunque venda “baratito”. Pero, me aseguraba, que el puesto que tiene la mejor verdura es el de Ismael, que está, de ahí, a unos pasos a la izquierda, porque “es verdura del día”. Para comprar crema me daba tres opciones: la primera era comprarle a Miguelito, a quien conocía desde chiquito; la segunda era comprarla afuera, en la cremería Tapalpa, pues la crema la traen de allá, y la tercera era esperar a los lunes, cuando traen la crema nueva en las cremerías del centro del mercado, pero hacía una seña con la mano indicándome que cuesta más que las demás. Para comprar frijol y chiles estaba David, quien atiende el puesto que era de
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su abuelo y que “a veces anda de buenas y saluda, a veces no, pero te despacha rápido”. Este local es el único que no vende comida en el área destinada a esta actividad, y no ha sufrido modificación alguna desde que abrió el mercado. Por último, pasábamos a la carne. Al final del pasillo de Andrés Terán hay una carnicería que es del Míster Jalisco 2004. Orgulloso, tiene fotografías que dan fe de aquella época. Y aunque el señor ya pasa los 70 años de edad, sigue teniendo el mismo tono muscular, por lo que mi abuelita, jugando, dice que se parece al diablo. Mientras recorríamos los pasillos nos daba oportunidad de platicar, y entonces mi abuelita me contaba que cuando se vinieron a Guadalajara, desde Tizapán el Alto, siempre vivieron cerca de Santa Tere y pudieron ver cómo se ha transformado el barrio alrededor del mercado. —Ahora encuentras de todo, hasta gobernadores —me comentó en una ocasión, recordando la vez que vio a Aristóteles Sandoval haciendo campaña para presidente municipal y luego otra vez cuando quería la gubernatura del estado. Los domingos: día familiar Mi mamá, a eso de las nueve de la mañana va al mercado y yo la acompaño. Mientras pasamos por el tianguis que se pone religiosamente todos los domingos rodeando al mercado, pensamos qué comer y entramos por Andrés Terán. Compramos la verdura y mi mamá platica con Ismael sobre el trabajo y cómo nos va con el calor o cualquier cosa sin trascendencia, pero que sirve para hacer plática. Al fondo, por este pasillo, está un local que vende pollo y quien lo atiende “da buenos consejos para preparar el pollito”, dice mi mamá, luego de que él nos aconsejara usar cuadritos de pollo para la ensalada, si es que no queríamos deshebrar. Siempre nos paramos justo debajo del marco que divide las dos áreas: comida preparada y verduras, frutas, cremerías y demás. Observamos alrededor: los clásicos quebrados de las Tita’s, que de pronto “ya son lujo porque están bien caros”, según me dice; el menudo de don Raúl que tanto le gustaba a mi bisabuela; los tacos al pastor Beto’s, que desde temprano ya están listos y por eso le gustaban a mi abuelito, y atrás de nosotras, justo en el medio del mercado, Los Naranjos, donde “preparan unos lonches de pastor muy buenos”. Para el virote hay que cruzar el área de comida, porque justo en la salida de
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Juan Álvarez se pone una muchacha con un canasto a vender virotes, bolas dulces y empanadas, todo a “buen precio”. Un miércoles de mayo Las pitayas ya llegan al mercado de Santa Tere. Muy temprano llego como todos los días y se me antoja un café, de ese que está escondido casi en la esquina del área de comida, del lado derecho, entrando por Andrés Terán. Me paseo sin rumbo por los pasillos mientras tomo mi café y miro. La mayoría me pregunta qué voy a querer y algunos me invitan a sentarme a comer. Muchas mujeres me pasan por un lado y por otro. Algún señor ocupa uno de los banquitos y pide un mollete dulce. Yo decido comprar flor de calabaza. Compro queso, crema, jitomate, chiles… todo donde siempre. Desde mi bisabuela es costumbre ir al mercado, así se pasó la tradición a mi abuela, a mi madre, a mí. Es indispensable, por lo menos en mi familia, que se vaya al mercado y se tenga la comida en casa para comer todos juntos, hecha con productos frescos y de confianza. Algunos días, con una que otra variante que el carnicero o el verdulero recomendó. Y es precisamente ese contacto humano lo que hace al mercado más interesante y entrañable; tal vez esa receta del platillo que tanto te gusta y que sólo tu abuela sabe preparar de esa forma, se la dieron a ella en el mercado hace muchos años y ni siquiera lo sabes. Y digo abuela y no abuelo porque la verdad es parte de la tradición que las mujeres se encarguen de hacer el mandado en el mercado. Quizás algún día eso cambie, pero mientras sucede yo ya formo parte de un legado femenino de conocimientos culinarios que no puedo negar y que me encanta. Hoy puedo decir que soy parte de una cadena de costumbres que le da identidad a mi comunidad, a la ciudad y al país entero a través de nuestra comida. Qué curioso pensar que todo simplemente comenzó con una ida al mercado.
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La parafernalia
de las costumbres
Gerardo Beraud
En el barrio de Santa Tere se conservan pocas cosas propias de ello, de un barrio. El mercado General Manuel Ávila Camacho es una de ellas. Las otras pueden verse durante toda la semana caminando sus pasillos, ocupando los bancos de los negocios dedicados a los alimentos preparados, pidiendo el ingrediente faltante o simplemente conversando con los marchantes. Es aquí donde se conjugan las antiguas tradiciones con las nuevas costumbres; las nuevas generaciones con aquellas que les mostraron el lugar y les enseñaron a pedir bien pesado o bien cocido. Es, sin duda, un mercado vivo, en el que se mueven las sensaciones y las emociones de toda una gama de personalidades que se expresan con sus particularidades una vez que están dentro del lugar. La corbata y el taco La hora de la comida se respeta tanto como lo necesita el cuerpo. Una corbata bien anudada, un par de zapatos bien lustrados, una camisa bien planchada, se ponen en riesgo ante la salsa y la grasa una vez que el antojo o el simple deseo de comer como en casa se presentan a dicha hora. Así, los pasillos de este mercado, abiertos de par en par, ven el desfile de ejecutivos, oficinistas y otros tantos afines que tienen pocos minutos para saciar la necesidad primaria del hombre y han olvidado el lonche. Unos tacos de asada, de tripa o de barbacoa; hay variedad. También hay banquillos que rodean el trompo de la carne adobada que entregará los de al pastor y los comales donde se cocinan y se fríen la tripa y el suadero. Son 30 minutos, a veces menos, los que se tienen para ingerir tales alimentos, pero se disfrutan como una comida a la mesa, rodeado de esa familia momentánea que
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conforman los compañeros de trabajo y, algunas veces, los amigos. Es uno de los ambientes en este mercado vivo, en el que pueden escucharse las conversaciones de lo mucho o poco competente que es el jefe, de la falta de consideración que se tiene con el tiempo que debería tomarse un empleado para saciar sus necesidades alimenticias. Es poco tiempo y debe ser suficiente para ponerse al día, comer y regresar al trabajo con una imagen parecida a lo familiar que se ofrece en este mercado. Y, a veces, hasta con una mancha en la corbata. Sin soltar el lápiz Los deberes y las emociones en esta corta edad acaparan todo el pensamiento. Tener 15 o 18 años es una condición que lleva inherente la irresponsabilidad. El lonche, preparado la misma mañana antes de salir a la escuela, ha sido olvidado sobre la mesa. Sin embargo, cualquiera que asista a una institución educativa tiene a su alcance un oasis de variedad y frescura que puede atender. Por supuesto que será necesario salir entre clases para asistir al mercado por un jugo, cuyos ingredientes despertarán la mente para el reto académico y que, además, llevan nombres tan peculiares como las necesidades fisiológicas lo requieran: un Onassis para complementar ese régimen alimenticio tan estricto que exige una figura envidiable, o un Multiverde para oxigenar la sangre y así mantenerse despierto durante toda la jornada escolar, que en estos días se vuelve esclavizante. Tal vez, incluso, un yogurt con alguna mermelada y una galleta integral: un Quebrado en caso de que las grasas y las fibras no sean suficientes para satisfacer al paladar juvenil. Para el aventurado que quiera faltar a clases, la pizzería está abierta y sus mesas de madera les esperan a estos estudiantes pinteros que eligieron convivir en lugar de hacerse de conocimiento. Es válido, y las charolas están en el mostrador, con esa masa horneada dispuesta para los gustos más mundanos. La prisa del tacón Es raro, casi no sucede, pero se ha olvidado algún ingrediente en el mandado que se hizo con toda cautela durante el fin de semana. En tacones, con el bolso al hombro y lentes oscuros, la señora ha debido dejar su auto último modelo y recién lavado, estacionado unas cuantas cuadras lejos del mercado. Fue necesario esquivar algunos transeúntes, brincar una que otra loza de cemento de la acera en mal estado, pero el reto lo vale. Las cremerías, las verdulerías, las carnicerías, las pescaderías, todas ellas tienen la variedad que ella necesita para ofrecer a su familia un platillo que agradecerán una vez terminado el último bocado. La de-
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licia de los ingredientes que se encuentran en estos pasillos no ha encontrado semejante en ningún otro mercado municipal. Ya con la bolsa de plástico en la mano, con cierta prisa por alcanzar a llegar a casa y preparar la comida, debe hacer un alto antes de salir del mercado. El sol primaveral pone de manifiesto el canasto de pitayas rojas, amarillas, blancas y moradas para detener a cualquiera que camina bajo estas altas temperaturas, no importa la cantidad de cuadras. Es más, por qué no un par de flores que pueden ser adquiridas en uno de los tantos pasillos; la mesa no puede lucir la frialdad del vidrio. Un girasol o unas gerberas. Acaso una de cada una le dará el colorido y la calidez que una familia necesita al sentarse a la mesa. Ahora sí, de regreso al auto. Los tacones ya lastiman y la familia no puede esperar. Con marro y con cincel No sólo se trata de alimentar al cuerpo o al espíritu. También se tiene que alimentar el trabajo y muchas veces un kilo de yeso, de cemento blanco o algunos cuantos clavos hacen falta para terminar esa obra que ya lleva varios días. Con la ropa propia de quien se encarga de preparar la mezcla o remojar los ladrillos, se asiste a la ferretería que ofrece las herramientas necesarias para tales efectos. En ocasiones, la remodelación de alguna casa habitación requiere de algunos materiales que también pueden encontrarse en este mercado. Un chacuaco para el asador en el patio, una soga para subir la mezcla al segundo piso, unos clavos para el concreto o el tornillo para la puerta de la alacena. Incluso, si se desea agradecer como es debido al finalizar el trabajo, el incienso que aquí se encuentra tiene las características que permitirán acercarse al cielo. Son bastantes años los que esta ferretería ha tenido a bien surtir no sólo a propios del barrio, sino a extraños que alguna vez construyeron y reconstruyeron los muros que rodean estas calles. Así, el ingeniero, el arquitecto, el “maistro” y el chalán, se codean literalmente entre materiales de construcción para poder ser atendidos y regresar al trabajo sin sufrir los embates del cliente exigente. Los metros cuadrados también se cobran caros y el dueño de la construcción no verá bien que se entretengan entre jergas y albures propios de la obra. Sin quitarse el mandil Hay a quienes les toca caminar estos pasillos toda la semana. Dependerá, claro, de la costumbre, de su arraigo. En otras palabras, hay hogares en que el recalentado no existe y la comida es fresca, es del día. Amas de casa, con el mandil puesto
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y la bolsa del mandado en el brazo, asisten a diario a recorrer los puestos entre las flores que quisieran para adornar la mesa del comedor, pero que se conforman sólo con admirar a su paso. Los ingredientes aquí, cualesquiera que sean, son caros. No podía ser de otra manera. La frescura, la calidad y el trato casi personalizado son un esfuerzo que debe reflejarse en el costo. Jitomates, cebollas, chiles verdes, chayotes, zanahorias; de lo más común también para quienes se aferran a la comida tradicional. Se tiene únicamente lo necesario. Pero también pueden darse un gusto y hay que detenerse por un vaso de piloncillo. La comida se cocina mejor con un poco de dulzor en el paladar. Cerca ya de la salida, la señora recuerda que al proveedor del hogar le gusta la ensalada de nopal. Ella no los coció y no hay tiempo para hacerlo. Pero hasta esos gustos tradicionales se encuentran aquí, en el mercado de Santa Tere. Una tina llena de ensalada de nopales con jitomate, cebolla y cilantro, llaman la atención de cualquiera. Un poco de masa, también, que unas gorditas pellizcadas para la cena se agradecerán con una sonrisa amplia. La bolsa de mandado no va llena, pero lleva lo necesario para cumplir con los pocos caprichos de la familia. Ya sea con la familia, solo o con la parejita, un mercado rebosante de energía, de gritos y ofrecimientos, y un tianguis que se instala eventualmente sobre la calle aledaña, ofrecen la cantidad de almuerzos, ropa, accesorios y cachivaches para abrumar las emociones de cualquiera que se atreva a dejar la rutina. Son los efectos que pueden vivirse en un lugar que, de lunes a domingo, abre sus tradiciones para quienes quieran hacerlas propias.
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Sitiada
en Mezquitan
Goreti Ramírez
«El mercado era muy bueno. Estaba rodeado de barrio, había muchas vecindades y en ellas vivía mucha gente. Era un mercado muy grande», dijo doña Elodia Salazar, mientras recordaba la época en la que para ella tuvieron mayor esplendor el mercado y el barrio de Mezquitán, antes de que el tiempo los fuera consumiendo. Casi todos los días iba a visitar el mercado, era parte de su rutina en las mañanas. Compraba lo que necesitaba, en ocasiones desayunaba ahí y después lo recorría de principio a fin. Estaba organizado de acuerdo a lo que se vendía en cada local. Si se veía desde la calle José María Vigil, del lado derecho se encontraban las fondas y las carnicerías, del lado izquierdo estaban los puestos de fruta, abarrotes y cremerías. Luego de un tiempo sus visitas al mercado se volvieron permanentes, puesto que se convirtió en locataria. El hecho de que una de sus hermanas ya tuviera un negocio ahí mismo le ayudó a que su cremería arrancara con buen paso. Entonces su rutina cambió, tuvo que levantarse más temprano y cambiar la vista desde los pasillos por la del otro lado de la vitrina. Todo encajaba perfectamente en su lugar. Incluso, gracias a la afluencia de gente que tenía el mercado y al ser tan solicitados los productos de la cremería, bastaba con que trabajara medio día para solventar de manera holgada sus gastos. El único día malo era el miércoles, aunque no representaba un riesgo para su negocio. A mediados de los 70, la ciudad de Guadalajara crecía a pasos agigantados, al mismo tiempo que sus necesidades viales. Por lo que se pusieron en marcha varias obras de vialidad, algunas fueron tan grandes que no repararon en lo que
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aplastaban a su paso o en quiénes desplazaban al mejorar las condiciones de los automovilistas. La apertura de la avenida Federalismo fue la obra que doña Elodia no ha podido perdonar, pues para que tal obra siguiera su curso, muchas fincas tuvieron que desaparecer, entre ellas algunas de las vecindades de su barrio y la mitad del mercado Mezquitán. Ese fue el primer golpe duro que tuvo que soportar. Ni siquiera levantar desde cero la cremería fue tan difícil como mantenerla en pie. El mercado perdió el área donde se ubicaban las fondas y las carnicerías, entonces los locatarios tuvieron que hacer un reacomodo contando sólo con la mitad de espacio para todos. En la medida de lo posible respetaron el orden original, no obstante, tuvieron que prescindir de los amplios pasillos que tenían antes de la reducción. Poco tiempo después de que quedara terminada la obra de la avenida Federalismo, el aire que rodeaba al mercado comenzó a cambiar, se volvió más pesado, más dulzón. El negocio de las flores empezaba a proliferar con gran éxito. «Antes eran tres gentes las que vendían flores, eran tres personas nada más», comentó doña Elodia al narrar el enorme crecimiento que han tenido las florerías de Mezquitán. Si se compara la extensión de las bodegas con la del mercado, prácticamente lo triplican. Es por eso que parece como si la presencia de las flores asfixiara poco a poco al mercado. Lo deja sin aire como a veces lo deja sin nombre, pues a partir del auge que tuvo este negocio la gente ajena al barrio empezó a nombrarlo como “el mercado de las flores”. Actualmente, la mayoría de las veces, es reconocido con ese apodo, y de Mezquitán casi nada más queda el nombre de la estación del Tren Ligero. «Esos de ahí, tres semanas antes del Día de Muertos, vendían día y noche, no paraban. Sí, venía mucha gente, en aquel entonces», continuó relatando doña Elodia sobre la época de oro de la venta de flores. El Día de Muertos fue, desde entonces, una de las fechas más fuertes. Además, tenían la ventaja de que el panteón de Mezquitán estuviera justo enfrente del mercado. Otra de las fechas fuertes, que hasta ahora conservan, es el 10 de mayo, así como el 14 de febrero. En aquel tiempo el éxito de las florerías, ya fueran de mayoreo, menudeo, de follaje o arreglos florales, ayudó a que el mercado tuviera un respiro luego del paso de la obra que lo dejó mutilado. Sin embargo, hasta los mejores aromas cansan. La fragancia de las flores ha empalagado a locatarios, como a doña Elodia, quien se queja, con su timbre de voz particularmente enronquecido: «Antes de las flores el mercado era muy lim-
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pio. Ahora les permitieron hasta esos botes de basura, antes jamás hubo ninguno aquí adentro. Digo, feo el mercado y aparte con esos botes, pero, pues no entienden. ¿Qué hacemos?» A pesar del aire excesivamente perfumado que dejan las flores, doña Elodia reconoce que éstas son quienes le siguen dando vitalidad al mercado: «Sobrevivimos casi por lo de las flores, eh. Vienen a las flores, se pasan a comprar un refresco, se pasan a comprar algo. Y los vecinos pues no, ya es bien poquito el barrio. ¿Qué es? Avenida aquí (Federalismo), avenida Jesús García, avenida Alcalde». Tanto el barrio como el mercado han quedado sesgados y sitiados, según piensa doña Elodia, irreparablemente. La disminución del barrio es lo que más lamenta ella. Ya ni siquiera vive en el antiguo barrio de Mezquitán, ahora, en gran parte, sepultado bajo el asfalto. El parque Alcalde era otro atractivo del barrio que ayudaba a que gente externa acudiera al mercado: «Venía mucha gente a pasearse y compraban que crema, que jamón, que refrescos. Su mandado, vamos, para no comprarlo en el parque». Hace unos años, el parque empezó a ser remodelado, luego de permanecer cerrado varios años. Desde entonces, doña Elodia añora a esos clientes que continuamente le daban un respiro. La falta de la gente que dotaba al barrio de verdadera vitalidad es para ella la principal causa del declive del mercado. Esa desesperanza la siente siempre, tan sólo le basta con mirar hacia el frente, donde quedan los restos de su primer local en el mercado, como el letrero donde todavía se puede leer: Cremería. Hace algunos años tuvo que cambiarse a un lugar menor porque ya no le alcanzaba para pagar la renta que le cobraban. Así de bajas estaban sus ventas. En el localito que tiene actualmente no cabe nadie más que ella. No tiene ningún empleado, simplemente porque no cabrían los dos ahí dentro. Además, no podría pagar un sueldo extra. A su lado izquierdo la delimitan unos estantes con latas de verduras, atún, cajitas de salsas, sopas y demás abarrotes. A su derecha hay un anaquel delgado que apenas deja espacio para la entrada al local. Justo detrás de ella está un pequeño refrigerador que casi elimina cualquier posibilidad de movimiento, está puesto sobre algún mueble para que le quede justo a la altura que lo necesita. Ahí conserva lo que queda de su cremería: los quesos, la crema, el jamón, algunos botes de yogurt. Arriba, a menos de medio metro de su cabeza, hay una rejilla que encierra el medidor de luz, gracias al cual le cobran 800 pesos al mes. Un antiguo refrigerador horizontal, de esos que no pueden faltar en una cremería, termina
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por sitiar a doña Elodia en su local. En él apoya su codo, con un gesto desesperanzado. Ese refrigerador debe permanecer apagado, empañado y un poco empolvado, nada más le sirve para circunscribir su local y para que siga teniendo finta de cremería, porque si lo prende gastaría más de lo que ganaría con él. Doña Elodia llegó al mercado de Mezquitán hace unos 40 años, con muchos sueños en mente y apostándolo todo por su negocio. Tanto cariño le tenía al barrio y al mercado que los fue encarnando dentro de ella y ahora, después de tanto tiempo, se encuentra en las mismas condiciones: sitiada por el progreso y cada vez con menos suelo que le pertenezca.
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La bodega
de las flores
Víctor Camacho
Se escuchan cortes de machetes en cada esquina. Dentro de los locales resuenan crujidos. En las banquetas hay personas sentadas sobre botes sujetando con listones a sus recientes victimas del machetazo. Las grandes bodegas les tapan el sol solamente temprano por la mañana. Entre las 11 de la mañana y las cuatro de la tarde, todos parecen estar uniformados con gorras de distintos colores que se funden con los tonos de las flores. Me encuentro caminando por estrechas calles. Con autos estacionados en ambos lados, apenas queda un espacio por donde circular. Es inevitable sentirse en un ambiente alejado de la ciudad, aunque a sólo dos cuadras miles de coches pasen todos los días por Federalismo. Se camina entre rosas, tulipanes, girasoles, arreglos con todas aquellas flores, follajes, helechos, coronas de muerto. Las banquetas también son estrechas, al pasar frente a cada local hay que esquivar a los trabajadores en los botes y sentir el roce de las gardenias en los hombros, sortear el aroma de docenas de especies, caer en un charco de agua estancada por días en un bache, escuchar los motores de camiones que cargan toneladas todo el día, de sol a sol y de luna a luna. Estoy llegando al mercado Mezquitán. Algunos lo conocen como «El mercado de las Flores», pero dentro hay más que lo que se encuentra en las antiguas casas o en edificios con techos de lámina, con cajas que llegan a los 12 metros de altura apiladas con un «Rosa de Puebla» repetido una y otra vez. Basta entrar para encontrarse con unas cuantas fondas con cazuelas repletas de comida que pelean el ambiente con las flores. Caminando encontré una frutería, una cremería, des-
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pués una bodega donde se guardan cajas de madera, después una carnicería. En el pasillo de las fondas, enfrente de ellas, 10 trabajadores, en el local del Paisa, se preparan para entregar un pedido de tres docenas de arreglos en floreros altos, de vidrio soplado, con un fondo rosado. El mercado es pequeño, lo rodeo en menos de un minuto, aunque por fuera la vista es engañosa. Hay flores decorando la fachada y todas ellas están a la venta. En uno de los lados, en la calle, pasan coches que salen para hacer entregas, diablitos cargados con el triple de lo que podrían normalmente llevar, y van de reversa a cargar más camionetas. Pregunto por azucenas en uno de los lugares que decoran por fuera al mercado y dicen no tenerla, pero se ofrecen a llevarme hacia las bodegas, el verdadero centro del comercio de las flores. El mercado resulta ser ahora una excusa para las flores; al principio eran pequeños comercios, venían de fuera para vender unas cuantas en el día. Las personas del barrio eran las que, cuando necesitaban ir al mercado, para desayunar o comprar lo que necesitasen, pasaban por unos tulipanes para su centro de mesa. Ahora estoy caminando por dentro, con las azucenas en la mano. Busco qué más llevar. Me encuentro con una buena cantidad de personas desayunando, casi todas sobre una barra en una parte donde el aire frío de la calle llega perfectamente. Me siento en una mesa y pido algo para comer. A un lado está una señora cortando papas. Al poco tiempo comienza una plática entre los dos. Doña Cuquita, quien prefiere que la llamen de esa manera, es dueña de una de las fondas con más tiempo dentro del mercado. Recuerda cómo antes la excusa eran los vendedores de flores. Ella tiene casi medio siglo viviendo a no más de dos cuadras, lejos del mercado. Me dice que llega todos los días desde las ocho de la mañana y, sentada detrás de una mesa redonda, hace las cuentas y corta verdura. Me platica de lo tradicional que solía ser ese mercado. Antes, dice, cuando comenzaron a llenarse de flores, los que las compraban entraban al mercado. Ahora la mayoría tiene el tiempo recortado y sólo llegan, apagan el camión, cargan las flores y se van. —Antes, muchacho, mi esposo me contaba historias del mercado, él sabía cientos. Me decía por qué calles había entrado Miguel Hidalgo a dar la libertad. La historia de unos cuatreros que venían a esconderse entre túneles y sótanos en las casas de la colonia. Me platica sobre el Panteón de Mezquitán y algunas escuelas viejas, de vecindades y privadas. Le pregunto sobre el mercado y ella me sigue contando de la casa donde vivía antes y de la anterior a ésa. Para ella, el mercado es sólo una parte más del barrio, la más olvidada.
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Dice que resulta difícil vivir en esa parte de Mezquitán. Las calles están invadidas de camionetas, coches, camiones de toneladas, puestos de flores, botes para cargar agua, personas cortando racimos. Cuquita se queja de la muerte, ya que muchos de los negocios se dedican a vender coronas, y las 24 horas del día están abiertas haciendo entregas, apagando y prendiendo motores que llegan hasta sus oídos a las cuatro de la madrugada. Termino mi comida y me despido de Cuquita. Me doy unas vueltas por las calles buscando alguna otra flor que parezca llamativa. Ahora que es un poco más tarde, casi el medio día, las personas se han multiplicado y resulta el doble de difícil moverse, caminar entre los baches de las calles resulta la única opción. Encuentro un lugar donde las flores no abundan y no abruman como en las bodegas. Sobre la calle de Federalismo, a la siguiente cuadra del mercado, hay unos cuantos locales pequeños. En uno de ellos se dedican a vender solamente follajes. Me detengo para mirarlos. La señora de casi 70 años que atiende el negocio tiene la mirada cansada. Me explica con algo de pesadez el nombre de los follajes. Con el tiempo la plática fluye y me explica por qué tiene que dar los precios un poco más bajos que la competencia. Se refiere a las grandes bodegas que sobresalen si se mira hacia arriba de la casa en donde está su local. —Ellos venden por mayoreo. Entonces nadie viene a comprarnos a nosotros y tenemos que bajar los precios para poder igualarlos a los de ellos. Me platica que tiene más de 30 años vendiendo. Su esposo e hijos comenzaron el negocio, pero ahora ella está a cargo ya que su esposo enfermó. Ella, al igual que Cuquita, se ve devorada por los grandes edificios de flores. Vendemos follajes a las personas que tienen florerías en la ciudad, o algunas que vienen de pueblos cercanos. Casi todo es por mayoreo, pero la venta ha bajado. Nosotros nunca hemos sido fuertes como los que venden flores, ellos tienen sus días, como el 14 de febrero, el 10 de mayo y el 02 de noviembre. La señora de cabellos grises y ojos claros aún no se quita una sudadera que se nota calurosa para el radiante sol. Me explica que los días fuertes para ella no existieron en realidad, están diluyéndose con cada año que pasa. Cuquita me había comentado algo similar. Decía que esos días las personas venían por la variedad de flores que podían encontrar para su pareja, su madre, y para llevar al cementerio enfrente de ellos o a cualquier otro de la ciudad. Pero ahora parece que el romance desapareció. El 14 de febrero, concuerdan ambas, ya no es un día de clientela. Los follajes, sólo vende unos cuantos para los arreglos. Y Doña Cuquita recibe a uno que otro florero o enamorado para servirle
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de comer. Lo único que se encuentra con verdadero movimiento, como de hormigas, yendo sin parar de un punto a otro cargando pételos y helechos, es en las bodegas de las flores. —Es un día de locos. Vienen camiones como si fuera un desfile, desde unas dos semanas antes, pero las personas no vienen, no caminan por el mercado. Antes venían a comer todos los clientes, pero como dejó de ser un barrio, ahora sólo vienen y se van, no ven que dentro del mercado pueden hacer compras o comer. Eso me dijo Cuquita y en los follajes me confirman sus palabras. Ella recibe pedidos y mira cómo detrás de su local sólo llegan y salen camiones, camionetas, los floreros que van a prepararse para los días de gran venta, pero pocos son los que vienen a ese lado del «Mercado de las flores». Del otro lado, los trabajadores con prisa comen un lonche con una mano y con la otra cargada de rosas. Caminan hacia el camión. No hay tiempo para detenerse, las flores se marchitan rápido y tienen que viajar cientos de kilómetros. En los follajes me entregan un par de plantas que vendrían bien con las azucenas para un regalo. Me despido y regreso al mercado por una última flor que me convenció. En la entrada hay orquídeas que podrían dar la mejor presentación posible al mercado, pero que se pierden entre los cartones en los pisos para no resbalarse por el agua que escurre de los botes donde están las flores. Desde la entrada miro cómo dentro del mercado hay pocas personas recorriendo los pasillos. Sólo los vendedores platican entre ellos. Algunas personas desayunan. Mientras, detrás de mí, en las calles, es casi imposible caminar. Hay clientes por todos lados, unos ya tienen las manos cargadas y no pueden con más. Otros ya contrataron un cargador. Muchos de ellos quizá ya tengan hambre, pero las orquídeas y la prisa los distraen de las fondas a unos cuantos pasos. Fuera del mercado hay personas que caminan como hormigas, que cada semana regresan a comprar las mismas flores que la vez pasada y que regresarán en una semana por las mismas. En las calles rebotan los camiones en los baches y salpican todo con agua que roza el color negro. El ruido de los aceleradores se percibe en todo el olor perfumado que viene dentro de las bodegas con techos de aluminio. Las camionetas salen también y en cuanto el lugar está libre, ya hay otra ocupando lista para ser cargada. Dentro, en el mercado, todo es silencio que sólo es cortado por el ruido de los machetes en los pequeños depósitos de flores y por los cuchillos de las fondas.
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El MeRcado
de todos los destinos
Danahé Santana
En las calles se escuchan las campanadas de un templo, chiflidos, coches pasar; es el barrio del Santuario. Ahí, entre las calles de Liceo y Herrera y Cairo, se encuentra lo que ahora es la segunda edificación del mercado Alcalde, un lugar lleno de contrastes. Cada lugar a donde lleven sus puertas pareciera un mundo aparte, paisajes que te invitan a conocer todos sus destinos: El jardín del Edén Los pasillos estrechos te llevan a poner a prueba todos los sentidos. Chic, chic. Rojo, amarillo y verde invaden tus pupilas. Tus pasos son guiados por la pregunta de qué fruta es ésa. Chic, chic. ¿Qué es ese ruido?, te preguntas. Es el cuchillo cortando cocos. Es la melodía que acompaña todo el recorrido a través de una infinidad de aromas: por allá el olor a mango se mezcla con el de mamey, el de coco con la leche y todos con el de las flores. La cocina de la Abuela El fogón calienta las tortillas recién torteadas. Unas se inflan; decía mi abuelita que esa es la tortilla perfecta, la que pide que los dedos la pellizquen y le pongan mantequilla de la buena para que se derrita sobre ella, y sin falta, un buen chile sobre la barra. Huele a café de olla; indiscutible madrugar, tal cual, como en los ranchos, porque el café de olla se termina temprano. Detrás del comal, la señora sonriente.
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La barra de cantina —Esto me va a cambiar la vida —dijo el cliente y se sentó en la barra, a esperar su bebida. Seguramente estábamos, él y yo, contagiados por el jolgorio de nuestro alrededor y por una singular alegría que no nos permitía detener la mirada en una sola cosa. No sabíamos si mirar el morado de las tortillas de la señora con su canasto que estaba a nuestro lado o al verde blanco y rojo de las bebidas que están en la barra. Y a pesar del bullicio que generalmente se vive en los mercados, entre las transacciones en los puestos, el Alcalde nos permitió hablar con la verdad. Ahí, en la barra, sentados en bancos, viéndonos de ladito, empezamos a criticar el gobierno, a compartir nuestros recuerdos, hablar de la boda que se viene y terminar confesando unos que otros secretos, igualito que en las barras de cantina. Las señoritas a nuestro lado por fin se decidieron a pedir: —Dos chocomiles con rompope, grandes, por favor —coincidimos en el pedido. —Esto nos va a cambiar la vida —dice el cliente que viene haciéndome compañía, y toma un trago de su chocomil con rompope. El siglo xxi Dicen que la felicidad se encuentra en las cosas más sencilla de la vida. El Café Siglo xxi apenas es un rectángulo pequeño, con una barra donde se sirven molletes dulces o salados y cafés con leche, pero es ahí de donde proviene un penétrate olor a café que invade y hace que lo busques esquivando todos los demás olores. Entre todos los colores el café se hace tangible, te topas con una máquina de las que ya no se ven, fotos de Bob Marley y Pedro Infante que te cuentan historias, a tu izquierda tazas y enfrente tú en el reflejo del espejo. Le llaman el mercado Alcalde, pero en este lugar todos los gustos y mundos se mezclan, parquímetros, eloteros, mariscos y chiflidos. Bienvenido los domingos o cualquier día de la semana.
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Una gRan faMilia Por Irlanda Tostado
La estructura del mercado Alcalde ha permanecido inmutable en el tiempo. Cuando se ingresa a este espacio comercial, ubicado en la calle Joaquín Ángulo, en el número 188, llama la atención el buen estado de conservación en el que se encuentra, pues a diferencia de otros mercados, como el Libertad, que presenta problemas de sobre explotación de suelo, el Alcalde todavía conserva, casi en su totalidad, la traza original de sus pasillos y la distribución de sus locales. Algunos de sus locatarios aseguran que está «igualito» que hace 50 años, sin embargo, sus dinámicas internas y las relaciones entre quienes acuden día a día a ofrecer sus productos, han sufrido grandes transformaciones. Hasta hace poco tiempo, los locatarios vivían y convivían como una gran familia, en la que las discrepancias y los desacuerdos eran parte de la vida cotidiana, pero también la solidaridad y el compañerismo. Algunos comerciantes todavía recuerdan cuando se asociaban para comprar los productos a un mejor precio, de cuando hacían juntas para hablar de las problemáticas internas o de cuando se organizaban para hacer grandes celebraciones. Hoy en día, esas dinámicas que contribuían a la sana convivencia entre locatarios y al buen funcionamiento del mercado son cada vez menos frecuentes. José Luis comenta que la relación entre locatarios era distinta en 1956, cuando llegó al mercado, con seis años de edad: «Anteriormente sí había una unión aquí, entre nosotros. Se reunían en bodegas y decían: ‘A ver, ¿qué hacemos aquí para vender?’». En la actualidad, este tipo de reuniones ya no se llevan a cabo, a menos de que algún agente externo acuda al mercado para tratar algún tema en particular.
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Don Lupe, fundador del restaurante de mariscos Tuxpan, comenta que ha habido acercamientos con representantes de las autoridades municipales, pero que ha sido difícil llegar a acuerdos, pues asegura que: “Cada quien jala agua para su molino”. Uno de los temas que ha marcado un distanciamiento entre los comerciantes, es el establecimiento de parquímetros en las calles de Pino Suárez y Angulo. Esta situación ha llevado a los propietarios a enfrentarse unos con otros por los escasos cajones de estacionamiento que quedan disponibles en las inmediaciones del establecimiento comercial. «Todos esos carros que están ahí en frente son carros de locatarios», comenta don Lupe, señalando una hilera de automotores de diversos modelos y colores, y quien opina que los propietarios deberían dejar los espacios libres para los clientes que acuden al mercado, ya que la afluencia ha disminuido notablemente por la falta de estacionamiento. Pero las desavenencias también son provocadas por aspectos internos como la competencia, una epidemia que pareciera haber encontrado en tianguis y mercados tierra fértil para su reproducción. Don Lupe comenta que no fue fácil abrir su negocio que hoy abarca tres locales en la esquina de Herrera y Cairo y Pino Suárez. Asegura que algunos de los locatarios se oponían a que el permiso le fuera concedido, pues consideraban que su ubicación en los locales externos del mercado podría significar una ventaja competitiva sobre aquellos que se encuentran en su interior. Muy lejanos parecen aquellos días primero de agosto, cuando los locatarios cerraban sus cortinas para darle un espacio a la fiesta y a la celebración del día del comerciante. El dueño del restaurante de mariscos recuerda que las reuniones se llevaban a cabo en la plazoleta que se ubica sobre la calle Angulo, donde los comerciantes bailaban al ritmo de un conjunto musical, mientras se servían los tamales para completar el ritual festivo. «Se ponía bonito el ambiente», recuerda con nostalgia, pues hace ya siete años que en la plazoleta del mercado Alcalde no se escuchan las risas ni los bailes de sus miembros rindiendo un homenaje a la ardua labor del comerciante. A la vuelta de la marisquería, sendos canastos cubiertos por diversas tonalidades de verde atrapan la mirada del visitante, obligándolo a detenerse y contemplar. Se trata de las eloterías que, desde la inauguración del mercado en los años 60, se ubican sobre la calle Pino Suárez. José Luis, quien heredó un local de elotes que fundó su padre, comenta que lo más representativo del mercado Alcalde era la venta de este fruto tan importante en nuestra cultura gastronómica,
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pero que durante los últimos años las ventas han disminuido considerablemente en la medida en que las eloterías del mercado Ayuntamiento se fortalecen. Los eloteros han forjado un mundo aparte, con sus propias características y sus dinámicas particulares, debido quizás a su ubicación en la parte trasera del mercado, lo que los ha mantenido desvinculados del resto de los locatarios. El Sábanas, uno de los eloteros más populares y con mayor antigüedad, confiesa no tener ningún recuerdo sobre los bailes del primero de agosto, pues ese día los eloteros solían quedarse ahí mismo y bailar entre ellos, a veces «nomás de pura payasada». Es probable que el único acontecimiento que los ligaba a los otros comerciantes fuera la visita de la virgen. Ese día el mercado Alcalde cubría sus calles pavimentadas y sus pisos de granito blanco con mantos de flores amarillas. «Le poníamos kilos de pino y flores», recuerda el Sábanas. Añade que los días anteriores a la visita religiosa pasaba uno de los locatarios a pedir una cooperación económica, que generalmente era de cinco pesos. Con la cantidad obtenida se compraban flores de Santa María y también los tradicionales cohetes, que eran lanzados por los mismos locatarios desde las azoteas de las fincas ubicadas sobre la calle Pino Suárez. Pero un día, los cohetes también dejaron de sonar: «Ya no llegó la virgen al templo y ya no se hizo nada». Otro de los aspectos que durante décadas propició la organización entre comerciantes fue la presencia de los sindicatos. Algunos locatarios todavía recuerdan aquél día de agosto de 1962 cuando el entonces presidente de la República, Adolfo López Mateos, acudió a la inauguración del mercado acompañado de un séquito conformado por el gobernador Juan Gil Preciado y por Francisco Silva Romero, uno de los fundadores de la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos también conocida como CROC. Su presencia marcaría la reivindicación de las prácticas corporativistas en el mercado. Don Lupe comenta que la CTM también tuvo presencia en el Alcalde, logrando la adhesión de un grupo de comerciantes: «Hubo un tiempo en que había dos secretarios, uno de la CROC y otro de la CTM», lo que indica que cada locatario debía elegir a cuál sindicato afiliarse. En este tema, los eloteros también mantuvieron una distancia con respecto a los demás locatarios. «Éramos de la CROC, éramos de Pancho Silva Romero», comenta el Sábanas con un destello de orgullo. «Antes era el mero macizo, estábamos bien parados nosotros los eloteros». En opinión de los miembros del mercado, la desintegración de los aparatos sindicales ha traído consigo la ausencia de líderes capaces de guiarlos en la
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búsqueda de soluciones a las problemáticas que les aquejan. «Hacen mucha falta los sindicatos», comenta José Luis con una mezcla de determinación y añoranza. Cuando se recorre el mercado y se echa un vistazo al techo, resulta increíble pensar que debajo de esas cubiertas tan sólidamente unidas por el concreto y por el paso de los años, hay una gran familia desintegrada que ha renunciado a la posibilidad de colaborar para devolverle su antiguo esplendor al que por décadas ha sido su segundo hogar. También renunciaron a trabajar codo a codo para buscar respuestas ante los retos que plantean las transformaciones urbanas, el incremento de la competencia y la necesidad de organizarse para seguir haciendo celebraciones que fomenten la convivencia y contrarresten la rutina y el cansancio habitual. La cercanía de los locales contrasta con la lejanía de sus propietarios. No son los muros de ladrillo aparente los que dividen a un comerciante de otro, sino la falta de voluntad para hacer que ese viejo refrán que dice que la unión hace la fuerza haga eco en los pasillos. Es momento de replantear las estrategias de revitalización de mercados, tal vez la solución ante la disminución de las ventas y la falta de clientela no se encuentre sólo en la implementación de programas de rehabilitación o en el desarrollo de estrategias de difusión, sino en la búsqueda de mecanismos que propicien la unidad y colaboración entre los comerciantes.
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Ya ni
el consuelo Queda Gerardo Beraud
—Yo venía de allá, de La Paz y Escorza, en la colonia Moderna —es apenas una de las razones, acaso la más importante, para la expresión desilusionada que ostenta la señora que cuida de las finanzas de su negocio, la única carnicería al interior del mercado Ayuntamiento. Ella está detrás del mostrador, con un brazo recargado en la caja que contiene el dinero y la cara sobre la mano, en gesto de hastío. Como muchas otras jóvenes de la época, se desposó a los 18 años de edad con el que ahora hace los cortes de la carne y, como era costumbre, debía seguir a su marido en la tarea de procrear y mantener una familia. Un negocio en este mercado les dio esa posibilidad y el señor no lo dudó. Tampoco consideró la opinión de la joven que acababa de desposar. Así lo dice ella, con la claridad que su mano cubriendo su boca le permite —Mi esposo me trajo a la fuerza al mercado —platica mientras deja una mueca desencantada en el aire. Su mirada no destella ningún brillo. En aquel entonces, el Mercado Ayuntamiento, ubicado en el barrio de Analco, solía tener una pila de agua al centro y los pasillos empedrados. Podría parecer pintoresco el escenario, un tanto tradicional incluso; de esos que provocan nostalgia, buenos recuerdos. —Y ni así, nunca me gustó el mercado —sale esa frase de entre los dedos que cubren media cara de la señora, cuyo lenguaje corporal parece no poder cambiar ni el tiempo, a diferencia del mercado que luce tal deterioro que sorprende que se mantenga en pie todavía. Ahora, sin pila de agua, con pasillos cubiertos de cemento y un toldo que sostiene láminas de asbesto, gusta mucho menos, pues calor y frío, cada uno en su respectivo momento del año, se presentan en extremo
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y son insoportables para la señora de la carnicería. —Ni el barrio me gustaba —completa mientras sostiene, también, una mirada distante, ajena. Ahora, con la imagen fresca de cómo lucía el merado cuando llegó a pesar de su negativa, acepta con resignación que al menos en aquellos años, mucha gente acudía allí para hacer sus compras. Su voz logra escucharse con mayor claridad en el momento que hace un cambio de mano para mantener la misma postura que le cansa los músculos y la voluntad. Son evidentes las diferencias entre el lugar que dejó en su juventud y el que la acogió al comenzar su nueva vida en familia. Esas diferencias se acentuaron con la modernidad que los habitantes de esta ciudad han recibido con agrado, pero que no ha hecho justicia al mercado Ayuntamiento, que se ubica muy cerca de la ahora Vieja Central Camionera, que en sus años mozos trajo a tantos clientes a este espacio. Tampoco a sus locatarios ha tratado bien el desarrollo urbanístico, pues ahora batallan para mantener abiertos sus negocios y ofrecer los productos que, durante años, han buscado en este barrio tanto propios como extraños. Los clientes entraban y salían, ya fuera para conseguir los enseres rutinarios para el hogar o para disfrutar un almuerzo aquellos fines de semana en que solían pasear por el Parque Agua Azul, hubiera o no Fiestas de Octubre. Mientras más rememora, la expresión de hastío se acentúa en la señora. La mano cubre casi por completo su boca mientras dice, casi entre dientes, que la inseguridad es algo que ha venido creciendo y que aqueja en la misma medida a los viandantes, a los vecinos e incluso a los comerciantes. Robos y drogadicción son el pan de cada día para estos comerciantes que bastante tienen ya con intentar mantener en pie su negocio y hasta el mercado mismo. Los males se han acumulado, tanto como el salitre en las paredes y la basura en las calles; tanto como la indiferencia que se respira junto con el polvo que adorna bastantes locales. —Y aparte de tanta delincuencia, aquí se ve esto es todos los días —expresa mientras dirige su mirada hacia un indigente que entra al mercado. Su mano sube un poco más para presionar su nariz, como si se cubriera de un olor que sólo ella percibe. El gesto se mantiene durante el mismo tiempo que le toma al individuo desaparecer de su vista.
—A todo esto, súmale luego las explosiones —dice como si se tratara
de la gota que derramó los malestares. Cerrar el mercado durante cuatro meses,
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mientras los alimentos se convertían en desperdicio, no fue alentador para ninguno de los comerciantes. De una u otra manera, sin un representante que acudiera al ayuntamiento para gestionar la reapertura, lograron abrirlo de nuevo. Sin embargo, la vida se le escapaba. Había entonces pocas esperanzas para renovar este lugar, que amainaron aún más con una Nueva Central Camionera lejos del barrio y la mudanza de las Fiestas de Octubre; poco les dejaba el destino para tomar en sus manos. Los vecinos se retiraban a colonias más seguras y lo dejaban a su suerte, que ya comenzaba a agotarse junto con cualquier ánimo de sobrevivencia que se va un día sí y otro también por cada una de las seis entradas de este espacio. Los conflictos entre locatarios también se han hecho presentes. La señora destaca la discusión con los eloteros, cuyos negocios otorgan el mote con el que se conoce a este mercado. Ellos trajeron consigo la plaga de canastos que, desde hace algunos años, evitan que los clientes tengan la comodidad necesaria para dejar su auto estacionado mientras realizan sus compras. Eso ha provocado desacuerdos entre los que venden mazorcas y los comerciantes en el interior del mercado. —Y cuando se llega a un acuerdo, no se cumple —asegura la señora cuyo negocio está rodeado por locales abandonados con algunas cosas olvidadas en el proceso de la huída. Ha dejado la reserva comunicativa para otro momento, aunque mantiene el tono discreto, su mano en la boca, el brazo en la caja y su mirada puesta en la nada. Ahí, en el mercado de los Elotes, la convivencia social, el intercambio cultural y la mejora económica no se encuentran desde hace mucho tiempo. El Mercado Ayuntamiento, en el antiguo barrio de Analco, sufre la indiferencia y el olvido. Finalmente desvela su identidad. Por fin retira su mano del rostro y se escucha claramente su voz. —Me llamo Consuelo. Resulta irónico que poco quede en su persona de eso que ostenta en el nombre.
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La densidad
de las burbujas
Goreti Ramírez Como si un largo trayecto en carretera se redujera a unas cuadras que se recorren en unos cuantos pasos, eso sentí cuando crucé la calle donde inicia el barrio de Analco. Sentí que en cuestión de segundos me había trasladado a otro lugar, fuera de la Guadalajara moderna que cada día se llena de más torres de apartamentos y oficinas. La plaza tradicional al aire libre, con un kiosco al centro y una iglesia antigua a un costado, no parecían formar parte de la ciudad que yo conocía. Eran, más bien, parte de un pequeño todo, insertado en otro mayor. Parecía como un mundo distinto, encerrado dentro de una de esas burbujas que nos encontramos en las grandes urbes. Esas burbujas nos permiten escapar del ruido y el tumulto. Gracias a ellas (y dentro de ellas) es posible realizar microviajes fuera de una realidad tan ajetreada como la que se vive en Guadalajara. Acababa de terminar la misa de 10:00 y el atrio del templo se llenó de gente por algunos momentos, los necesarios para saludarse o para comprar una empanada. El atrio se vació poco a poco. Entonces, éste y la plaza frente al templo tuvieron el ánimo de un pueblito tranquilo. Yo iba de visita con mi papá, para conocer el barrio, y luego de ver aquella escena que pareció tan típica de otros tiempos, comenzamos a caminar por un andador muy pintoresco, al costado del templo. —Es de los templos más antiguos de Guadalajara —me decía mi papá mientras caminábamos, y yo no dejaba de ver aquellas fachadas tan extrañas, distintas a las que había visto en otros de mis paseos por la ciudad. Ese andador nos condujo al mercado del barrio, conocido como el mercado de los Elotes o mercado de Analco, pero que en realidad se llama mercado Ayuntamiento. Estábamos frente a este edificio, cuando me dijo: —Imagínate si le dieran una buena arreglada; está muy descuidado. Ve nada más la pintura, se está cayendo. Incluso la pared parece que se está desmoronando. Aparte, ¿tú crees que alguien que venga en silla de ruedas pueda subirse a la
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banqueta por esa rampa? —le contesté que no y siguió diciendo— Pues no. Y si lo lograra, ¿cómo entraría después al mercado con tantas escaleras? Lo veía todo con su ojo crítico de ingeniero, pero cuando entramos al mercado empezó a ver desde el recuerdo. Vio a su pueblo y principalmente vio un instante: cuando acompañaba a mi abuela al mandado. —A mí lo que más me gusta de los mercados es la fruta, es lo que les da color — me decía mientras lo recorríamos. Y sí, tenía razón, era casi lo único que le daba vida al famoso mercado de los Elotes, que a esa hora ya estaba medio vacío, con algunas cortinas bajadas y poca gente en los pasillos, aunque todavía no era ni el mediodía de aquel domingo. Rodeamos el mercado por toda su periferia interna. Luego caminamos por algunos de sus pasillos y después de un rato, a pesar de que estábamos dentro de una construcción grande con techo alto, sentíamos más calor del que hacía afuera. —Es por las láminas de asbesto, hacen que el calor se conserve dentro y con este sol, peor —me dijo. Antes de retirarnos, nos detuvimos a platicar con algunas de las personas que trabajan allí. —A la una de la tarde ya no hallas qué hacer —le dijo una comerciante, dueña de la única carnicería dentro del mercado, que nos encontramos al pasar. Entonces, de la nada, comenzaron una plática sobre la decadencia del antes famoso mercado. La señora dijo tener más de 80 años, y por su manera de expresarse no parecía muy contenta de trabajar dentro de los cuatro altos muros que rodean la fortaleza mercantil del barrio de Analco. A diferencia de mí, que quedé asombrada al pasear por el barrio, la señora, que ya se lo sabe de memoria, parece que refunfuña con cada paso que da al recorrerlo. Le preocupa la inseguridad y el abandono, y ya no cree en las autoridades, porque considera que nada más les han llevado promesas y unas cuantas lámparas, esperando que la luz ahuyente a los delincuentes. Nunca le ha gustado el barrio. Lo único que recuerda con un poco de agrado es el antiguo mercado, una construcción menor a la actual, sin techo, con piso empedrado y con una pila al centro, de donde los locatarios tomaban el agua que necesitaban. De pronto se le escapó una sonrisa en medio de toda su aflicción, pero al instante volvió a renegar del lugar. Le desagrada la basura, tanto la de la calle como la que dejan los eloteros que rodean todo el mercado por la parte de afuera, principalmente por la mala ima-
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gen que da y que, según ella, provoca que ciudadanos de otras zonas de la ciudad vean al barrio y al mercado como descuidados y nada prolijos. Sin decirlas, frases como «antes era mejor» o «en mis tiempos era más bonito», que casi toda persona con años de conocimiento sobre un tema repite constantemente, se escapaban entrelíneas de lo que nos contaba. Sin embargo no siente nostalgia por el pasado, sino que parece que la siente por una vida diferente que jamás tuvo y que siempre quiso. —Aunque no me guste, aquí estoy, de aquí como —nos dijo. ¿Por qué se conformó siempre con algo que no le gustaba? No lo supimos, jamás dijo ningún porqué. Se limitó a compartirnos su desagrado. Toda su charla la enfocó en evidenciar cómo soporta lo que no le gusta y en sus palabras demostraba que ya no le quedan fuerzas ni deseos para intentar cambiar aquello que al menos le permitía sobrevivir. La plática terminó y también llegó el momento de irnos. Nos despedimos de la señora y de la aparente decadencia del mercado causada, principalmente, por dos sucesos históricos: las explosiones del 92 y la apertura de la Central Nueva, asignándole así el sobrenombre de Vieja a la que tantos viajeros había traído a Guadalajara, quienes empezaban a descubrir la ciudad en el barrio de Analco. Caminamos de regreso por el mismo andador y por la misma plaza. Pasamos otra vez por el templo, pero el sentimiento de asombro ya no estaba más. No dejaba de pensar en la percepción de abandono del barrio que tenía alguien que lo transita día con día y que trabaja en él. Caí en cuenta de cómo lo que para mí era nuevo, para otros ya estaba caduco desde años atrás. Cómo en este barrio tan lindo, encerrado en una burbuja que lo detiene en el tiempo, podían encontrarse otras burbujas que encierran historias de personas, algunas con un halo de insatisfacción respecto al barrio, viviendo allí sólo por continuar aguantando el paso del tiempo. Recorrimos la callecita de regreso y la burbuja de Analco quedó atrás. Quizá no todas las burbujas sirvan para conservar escenarios distintos a los cotidianos y para que, al verlas, uno pueda escapar del momento y asombrarse con lo diferente a nuestra cotidianidad. Al parecer también hay algunas que atrapan y mantienen a la gente atada a un mismo suelo. Ojalá todas las burbujas fueran como las de jabón, que duran unos instantes, que dan alegría y tras ello se rompen sin dificultad.
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Mercado
de AbaStoS: de memorias
meDio siglo
Por Rubén Gil Con testimonios de Pedro Ornelas Razo, Miguel Fernando Gracián Ramírez, Héctor Jesús Becerra González, Francisco Cortés Vargas, Roberto Orozco Reynoso, César Octavio Quezada Castellanos y Jorge Enrique Luquín Arreola.
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Don Roberto vivió hasta los 11 años en San Cristóbal de la Barranca, metido en la huerta, trabajando el campo. Para el año de 1954 sus padres decidieron irse a Zapopan. «Fuimos de los privilegiados que se fueron de la barranca y se vinieron para acá, aunque fuera por necesidad. Aquí aprendimos algo diferente», dice don Roberto mientras recuerda cómo llegó a la ciudad. Tras la mudanza entró a la escuela por primera vez en su vida, pero sólo continuó sus estudios hasta el 56. Después se fue a trabajar al mercado Corona, como vendedor de plátanos en un comercio ajeno. Esa decisión lo convertiría, sin saberlo, en uno de los fundadores del mercado de Abastos que aún trabajan como locatarios, a 50 años de su fundación. Trabajó para sus patrones por siete años, luego les entregó las llaves del negocio, y se puso de socio con su hermano Gregorio, con quien trabajó también por siete años en sociedad. «Luego de esos 14 años, con esos dos trabajos, me familiaricé con el mercado. Cuando empecé a trabajar solo, lo hice sin ningún temor de nada, con seguridad». Además, durante esos 14 años, le tocó vivir cómo los locatarios que trabajaban en la periferia del Mercado Corona fueron reubicados en lo que ahora es conocido como el Mercado de Abastos de Guadalajara. Don Roberto llegó al Abastos como recién casado en el 67. Tras independizarse de su primer jefe y de su hermano, se hizo de proveedores, de clientes del Pacífico, del norte, suroeste y de otras partes de la república, con quienes no sólo hacía negocios de compra y venta de plátano, sino también de transportación de la mercancía. Con esos contactos empezó su primer negocio propio, pero el co-
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mienzo de su negocio no fue sencillo. Hace 48 años, donde actualmente se encuentra el mercado de Abastos eran terrenos de sembradíos, algo muy distinto a lo que actualmente se puede ver en esa zona. Hoy en día, el mercado se divide en dos secciones que comprenden cerca de 17 calles de norte a sur y aproximadamente otras cinco de oriente a poniente, las cuales conforman un estimado de 50 manzanas de mercado. El área municipal o primera sección se encuentra de Lázaro Cárdenas hasta Calle 16, entre las avenidas del Mercado y Mandarina. A la misma altura, entre las avenidas Mandarina y Arboledas, se encuentra la zona privada, conocida como la segunda sección. El mercado de Abastos se ubicó en calles que ahora aluden a los productos que allí se pueden encontrar: Mandarina, Lechuga, Trigo, Elote, Chícharo, Nopal… Por muchos años, el mercado de Abastos de Guadalajara se mantuvo como único en distribuir a diversos estados de la república. Hace 20 años todavía surtían a Tijuana y a Mérida de los productos alimenticios básicos, principalmente frutas, legumbres, semillas, cereales. También se encuentran carnicerías, comercios de pescados y mariscos, restaurantes o bodegas de dulces. Este mercado actualmente es el principal comercializador y distribuidor de mayoreo para los mercados municipales y recibe cerca de 70 mil personas diarias. ii
A don Roberto como a otros comerciantes que se ubicaban alrededor del mercado Corona, en el centro de la ciudad, les tocó ver cómo entre las autoridades y los comerciantes se ideaba un nuevo centro de abastos. Para ese entonces, a mediados del año del 64, se había creado la Unión de Comerciantes del Mercado de Abastos (UCMA), organización que mantuvo el diálogo entre los locatarios y las autoridades estatales y municipales. Teniendo en claro los puntos de ambas partes comenzó la construcción del nuevo mercado el sábado 1 de abril del 67 en 15 hectáreas, con 525 bodegas y locales comerciales. Posteriormente se hizo la segunda sección, por donde pasaba el arroyo del Chicalote. Poco a poco se fue extendiendo a tal grado que en este momento se conforma por 70 hectáreas, con una reserva dentro de éstas que se utiliza como zona de estacionamiento.
Fueron diversos aspectos los que motivaron la creación del Mercado
de Abastos, pero principalmente se erigió como solución ante la presión de no contar con estacionamiento en el Mercado Corona, lo cual provocaba caos vial en la cabecera municipal. Además de desalojar las áreas saturadas, invadidas por automóviles, los locatarios buscaban la superación y el progreso de sus negocios.
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Eran en aquel entonces las afueras de la ciudad, y el panorama del
Abastos era un tanto desesperante. Los clientes no se animaban a dirigirse hasta allá e incluso no había servicios de autobuses, rutas de transporte público que llegaran a las puertas del mercado. Por más cerca los dejaban en la colonia de El Fresno. Por ello, las personas que querían hacer allí su mandado tenían que caminar siete cuadras. Sin embargo, con la tenacidad de la gente fue creciendo la clientela y prosperando los negocios. Los caballos que llenaban la avenida Arboledas fueron siendo menos, mientras aumentaba la cantidad de bodegas, desde la Calle 6 hasta la 12. «En un principio, la mayoría tomamos como negativa la opción de trabajar en el Abastos. ¿A quién le íbamos a vender? Todo mundo venía temeroso», rememora don Roberto. «En las calles anchas, la 4, la 6 y la 8, se hacían retas de futbol para matar el tiempo. Se vivían partidazos de futbol a causa de que el mercado estaba solísimo». iii
Durante aquellos primeros años, continuar con los comercios en el mercado era una actividad desgastante, pero con el apoyo de las familias completas que se involucraban en el negocio lograron mantenerse activos, hasta hacer del Abastos una tradición de medio siglo en Guadalajara. Tal es el caso de la familia Ornelas y su negocio El Chaparral. Con don José a la cabeza empezaron a comercializar cítricos en el área municipal, en el año de 1967. Pedro, su hijo, desde “chavalillo”, como él dice, se levantaba a las tres de la mañana, igual que su padre, para trabajar juntos.
Para Pedro, don José siempre fue un ejemplo de dedicación, pues a pe-
sar de que nunca fue a la escuela, supo incursionar en el comercio. «Lo hizo a puro valor mexicano, se enseñó con su propio empeño a ser comerciante, a pesar de lo riesgosos que pueden ser estos negocios. A veces las cosas salían mal, como pedir fruta de más, hacer malos viajes, tener que rematar el producto o enfrentarnos a la devaluación del peso, pero él supo salir de las peores crisis», comenta Pedro.
El padre de Pedro comenzó invitado por un compadre de Atotonilco
que vendía limas en el Mercado Corona, del lado de la calle de González Ortega. Cuando decidió trabajar por su cuenta, sus hijos comenzaron a ayudarle. Pedro resultó ser la pieza fuerte, el que aprendió más rápido, y por eso abrió Bodegas Ornelas al independizarse, en el cruce de las calles 4 y Trigo, allá en el año de
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1985. «Ahora son mis hijos los que se interesan y empiezan ayudar», comparte Pedro. «También las mujeres participan de todo esto. Uno de hombre es más desparpajado, pero ellas cuidan el dinero. Ahora, dentro del negocio, ya está la tercera generación; mis tres hijos le entran a esto, y como les gustó, estudiaron carreras que pudieran aportar más al negocio: dos estudiaron comercio internacional y otro, mercadotecnia. Ahora ellos también comercializan limones en Estados Unidos desde hace un año». iv
«Yo tuve la dicha de nacer en un hospital y de ser criado en un mercado», añade César, quien forma parte de la segunda generación de una familia de comerciantes, a las historias que comparten Don Roberto y Pedro. «Mi hermana, la cuarta, incluso se la traían de bebé en un moisés. Y por eso todos continuamos trabajando aquí y el negocio sigue siendo familiar. Somos cinco hermanos y por eso no tenemos empleados; todo lo lleva la familia».
Su padre era transportista. Tomaba el volante y circulaba por carrete-
ras para llevar cítricos a Guadalajara. Eran los años 60, y en las inmediaciones del mercado Corona se ponía a vender plátanos, para aumentar sus ingresos. Más tarde empezó a comercializar piñas y naranjas. Luego se vino la migración al Abastos y en ese lugar que estaba conociendo por primera vez, se decidió a retomar su pequeño negocio de plátanos.
Mientras tanto, César, desde niño, estaba presente en el trabajo. Cuan-
do tenía siete años, su papá lo dejaba al cuidado de las bodegas. Allí se quedaba esperando a que llegara su mamá, quien llevaba puntualmente la comida para todos. Incluso en el itacate metía unos cuantos taquitos de más para invitarle a los de los comercios vecinos. Este ambiente familiar marcó a César hasta motivarlo a involucrarse poco a poco en el negocio.
Su madre resulta un ejemplo para él de cómo la mujer siempre ha sido
muy importante en estos negocios. Pedro, por su parte, ha caído en cuenta de que las mujeres suelen ser las que más se encargan de llevar las finanzas del negocio. «En mi familia las mujeres no hacen trabajo rudo, no cargan los kilos de frutas que llegan de lejos. Ellas más bien llevan lo administrativo».
Roberto se sorprende de ver cómo su esposa Manuela sigue al pen-
diente de todos sus hijos, a pesar de que todos ya son pilares en otros hogares. Manuela continúa preparando el almuerzo, pero ahora lo hace contando a los 19
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nietos que tiene. Roberto comparte: «Algo bien importante de ellas es que son sabias y nos hacen caer en cuenta de lo que hacemos bien y lo que hacemos mal. A veces nos hacen entrar en razón y ver las cosas que juegan en nuestra contra cuando estamos ilusionados por un negocio. Lo bueno es que nos apoyamos, en las buenas y en las malas, incluso cuando metemos la pata y las cosas no salen bien en el trabajo». v
Todos ellos, comerciantes, agradecen todos los beneficios que el mercado de Abastos ha dejado para sus familias. Sin embargo, también reparan en todos los problemas que se enfrentan en torno a sus negocios de comercialización de frutas y legumbres. Aquí, en la ciudad, puede reinar una atmósfera de tranquilidad en los puestos de los mercados, mientras que en el campo se pierden hectáreas de cosecha a causa de los cambios climáticos.
Si llueve, aquí en la ciudad, unos salen a disfrutar de las gotas cayendo
sobre sí, otros se molestan porque las calles se inundad y llegan tarde a sus destinos. Sin embargo, allá en el pueblo lloran porque el trabajo de varios meses no logra dar frutos. Roberto, al respecto, opina: «Nosotros mismos nos vamos acabando la oportunidad de crecer. ¿Cómo? Pues abonando al cambio climático». Cuando estos comerciantes iniciaban sus negocios, el plátano estaba a cuatro pesos el kilo. Incluso, en el 56, llegaron a vender tres kilos por un peso. Pero con desastres naturales como el huracán Patricia, el plátano llegó a los 18 pesos. Por otro lado, en el mercado, cuando las ventas no salen bien, se puede llegar a generar de 80 a 120 toneladas diarias de desperdicio. Sin embargo, antes de que se eche a perder, los mismos locatarios buscan donar sus mercancías a diferentes instituciones, como al Banco Diocesano de Alimentos. También hoy en día se enfrentan con el mismo problema que provocó que salieran en éxodo del Corona. Actualmente, el mercado de Abastos es un punto en la ciudad que contribuye a la problemática de la carga vial. Por ello se plantean crear una extensión del mercado, donde se pueda comercializar en gran mayoreo, mientras lo que actualmente ocupa el mercado se dedique exclusivamente al medio mayoreo y menudeo. En sus inicios se consideraba un espacio idóneo para este tipo de comercio porque estaba a la orilla de la ciudad y las calles eran más anchas que el centro. Ahora este mercado se está volviendo a saturar con tráileres y sus usuarios opinan que debe rescatarse para seguir siendo el mercado proveedor del área metro-
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politana. Abastos, en sus inicios, fue detonador urbano; a los dos años de su fundación se construyó la Plaza del Sol, cuando Francisco Medina Asencio ejercía como gobernador del Estado y Eduardo Aviña Bátiz como presidente municipal. «El Abastos se distingue porque todavía conserva las familias pioneras del mercado, incluso hasta su tercera o cuarta generación. Por ello debe pensarse hacia futuro, hacia las próximas décadas, para que continúe con vida, operando de manera modernizada, para que reciba a nuestras nuevas generaciones», sentencia César. «El futuro de mi negocio son mis hijos. A ellos les dimos sus carreras. Son una tercera generación de comerciantes que buscan profesionalizar el negocio familiar. Por ello me siento totalmente realizado y agradecido y quisiera que el mercado prosperara. Todo lo que tiene un principio, tiene un fin. Sin embargo, este mercado ha sustentado a muchas familias, por ello quisiera que, al menos, tuviera un buen final, como el buen principio que tuvo». vi
Para Pedro, el mercado de Abastos es parte de su vida y se vuelve importante porque mediante él no sólo se mantiene la economía de su familia, sino también las familias de sus empleados. «Para entrarle a esto necesitas que te guste. Cuando salí de la primaria me puse a estudiar contabilidad. Duré seis meses. Estaba en la cama, preguntándome si ayudaba a mi papá o seguía con mi carrera. Me despedí de mi maestra regalándole una sandía de 20 kilos», concluye. Por su parte, Roberto añade: «En este mercado están las raíces de donde nací, es mi palacio. Desde el momento en que comencé a trabajar en el mercado Corona, gané algo para comer y vestirme. Es mi mundo. Si tuviera la oportunidad de nacer otras tres veces, las tres veces sería comerciante». Finalmente, César apunta: «Abandoné mis estudios, lamentablemente. Cuando se lo mencioné a mi papá, me prohibió trabajar en la bodega y mejor me fui a trabajar con otros amigos. Después no me sentí tan mal porque, la verdad, este entorno es una gran escuela. Sin darte de cuenta, aprendes relaciones públicas y contabilidad con números rancheros. El mercado es una escuela donde se viven también emociones fuertes. Es el corazón del pueblo».
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