El diario de Abdul Tabut Sefarad CCsociales 4ºESO
ÁLVARO PÉREZ SÁNCHEZ
Mi familia y yo somos de origen judío, pero vivíamos en un barrio de Polonia llamado Jozefinska. Vivía con mi mujer, Leuma Freixo Perdomo, y con mis dos hijos, Avidan Tabut Perdomo y Zehava Tabut Perdomo. Antes de estallar la Segunda guerra mundial, llevábamos una vida de lo más normal, ya que celebrábamos todas las fiestas de la tradición musulmana y cumplíamos con nuestras normas. ¡Éramos muy felices! Nuestros hijos podían jugar con toda la libertad del mundo y sobretodo, podían ir a la escuela. El único problema que teníamos los judíos era que los ciudadanos polacos y alemanes no nos querían en su territorio y nos hacían la vida imposible para que nos largásemos. En la escuela, mis hijos pasaban por un verdadero infierno, ya que los niños alemanes les pegaban, les insultaban, les despreciaban y les amargaban la existencia. Los profesores también pegaban a los niños judíos por ir a una escuela polaca y a menudo, si se portaban mal, les encerraban en habitaciones muy oscuras durante tres días seguidos. En estas situaciones, los padres no podían hacer nada por sus hijos. Para que mis hijos no sufrieran esos abusos, no tuve más remedio que sacarlos del colegio. Una vez fuera, nunca volverían otra vez a una escuela, no estaba dispuesto a que esos dichosos alemanes hicieran con nosotros lo que les diera la gana. En cambio, yo trabajaba en una tienda de libros y mi mujer, en una tienda de relojes. Nosotros afortunadamente, no teníamos jefes polacos, ya que la tienda de libros era mía, y la tienda de relojes era de mi mujer. A veces también sufríamos los abusos de clientes alemanes, pero no podíamos faltarles el respeto si no queríamos meternos en un buen lío. Lo que más me llamaba la atención, era que nosotros los judíos respetábamos a los alemanes y a pesar de eso, ellos no nos respetaban a nosotros. Nosotros teníamos mucho miedo a acercarnos a los barrios alemanes, porque a veces los veía pegando a otros judíos en medio de la calle, sin importarles quien estuviera mirándolos. Ellos solo respetaban a las autoridades judías, como los policías, pero policías judíos habían muy pocos, eran casi todos de raza aria. A los alemanes, desde pequeños, se les inculcó la violencia y
el odio hacia los judíos debido a las juventudes hitlerianas. En muchas ocasiones, mi familia y yo intentábamos irnos a Marruecos, pero allí no teníamos nuestra vida ni nuestra familia, ya que mi tatarabuelo Yusuf Amir Gaden y su madre fueron los primeros en emigrar a Polonia. Mis ancestros nunca buscaron matrimonio en sujetos alemanes, sino en judíos. En Septiembre de 1939 estalló la Segunda Guerra mundial, esto significó el comienzo de un verdadero caos y de un verdadero infierno. Poco a poco, los judíos íbamos perdiendo derechos y los arios empezaron a prohibirnos demasiadas cosas. Una persona ya no se sentía segura dentro de su casa, ya que en cualquier momento podrían aparecer las fuerzas alemanas. Los alemanes asesinaban, secuestraban, torturaban, violaban y ejercían una gran represión contra los judíos. Muchos se quedaban en la calle porque los alemanes ocupaban sus casas y en otras ocasiones las destrozaban debido a todos los tiroteos y bombardeos de la guerra. Mi familia y yo, nos quedamos sin vivienda y los alemanes nos llevaron a unos campamentos donde vivían otras familias judías. Los judíos que estábamos en dichos campamentos, estábamos custodiados a todas horas por los nazis, y ellos decidirían si nos dejaban libres o nos llevaban a campos de concentración. ¿Una persona se puede hacer una idea de lo que es dudar entre si vas a morir o vivir? En el campamento compartíamos habitación con otra familia judía, originaria también de Marruecos. Nos llevábamos muy bien con ellos, hasta que fueron deportados al campo de concentración de Treblinka, y supuestamente, fueron gaseados allí. En el campamento, nos daban de comer, pero no había camas para los judíos, por lo que teníamos que dormir en el suelo con mantas y todos revueltos. Los encargados del campamento seguían tratándonos como si fuéramos cualquier cosa, y si faltábamos el respeto, nos ahorcaban. El que controlaba todos estos campamentos era el mismo que gestionaba la ejecución de los judíos, se llamaba Heinrich Himmler y a mis hijos les temblaban los dientes cada vez que visitaba el campamento para llevarse a las familias a los campos de concentración. ¡Era un verdadero monstruo!
Ya no teníamos derecho ni a salir a la calle. Los alemanes nos prohibieron: ir a la escuela, casarnos, jugar en la calle, sentarnos en los bancos, hablar con alemanes, ir a comprar, ingerir comidas alemanas etc… Ahora todo pertenecía a los arios, y nosotros ya no encajábamos en estas ciudades. Desde mi habitación, veía en las calles enormes filas de judíos custodiadas por soldados alemanes y policías. En una fila estaban los que iban a ser deportados a los campos de concentración y en la otra fila, los que iban a ser deportados a las fábricas para realizar trabajos pesados. Ya no había esperanza, sabíamos que nosotros también ocuparíamos una de esas filas en cualquier momento. ¡Estábamos Perdidos!, ya no había vuelta atrás. También veía a columna de judíos que estaban separados entre sí, estos judíos estaban preparados para ser fusilados. Todos los que intentaban escapar, serían fusilados. A nosotros afortunadamente, no nos fusilaron. Nosotros también tuvimos mala suerte, ya que los alemanes consiguieron cogernos y llevarnos a las filas donde se decidiría nuestro destino. Desafortunadamente, nos tocaba ser deportados al campo de concentración de Auschwitz. A partir de ese momento, sabíamos que íbamos a morir. Tuvimos que aguantar mucho tiempo sin comida ni bebida hasta que llegó el tren para llevarnos al campo de concentración. Había judíos, gitanos, homosexuales y otros ciudadanos que se dirigían al mismo destino y una vez allí, los soldados pasaban lista y si alguien intentaba escapar, lo mataban de un disparo. No sabíamos cuánto tiempo estaríamos allí hasta que nos gasearan o muriéramos de hambre, pero lo que sí sabíamos es que lo íbamos a pasar muy mal. Había un máximo control de los nazis y nadie podía moverse de allí si no quería ser torturado. Desde que nos levantábamos hasta que nos íbamos a dormir, los alemanes nos trataban como a animales y nos obligaban a hacer trabajos muy pesados, como levantar piedras de 60 kg y arrastrarlas por unas escaleras muy altas. Si la piedra se le caía a alguien, le castigaban mediante 25 latigazos que él mismo debía contar en alemán, y si se equivocaba, volvía a empezar el castigo. Mis hijos eran obligados a limpiar las habitaciones donde dormían los alemanes, mi mujer era obligada a atender al encargado del campo, que era un demente llamado Rudolf
Hess y yo sí que era obligado a levantar piedras pesadas. En una ocasión se me cayó la piedra y me castigaron tres días sin comida. Rudolf Hess trataba a mi mujer como si fuera una alimaña insignificante ya que la maltrataba, le pegaba, le insultaba y le obligaba a propasarse con él. Una vez acabadas todas las tareas llegaba la hora del descanso, en la que estábamos en unos barracones en grupos de cincuenta presos. Cuando acababa el descanso, se volvía a pasar lista y otra vez a trabajar. Los soldados se divertían y disfrutaban viéndonos sufrir de aquella forma. En muchas ocasiones me daba la tentación de coger un rifle y matarlos a todos, sin importarme lo que me pasaría después. A la hora de hacer nuestras necesidades, teníamos que estar todos en una habitación con los soldados mirándonos. En estas situaciones no podía pasar más vergüenza. Estábamos todo el día trabajando y apenas nos daban de comer, por eso algunos morían en segundos y los incineraban en los hornos del campo. Otras veces los echaban a los fosos. Un día mi mujer se rebeló contra Hess, y además de pegarle una paliza, la encerraron en una celda y la dejaron una semana entera sin comer. Al cuarto día del castigo, murió de inanición y la echaron al foso donde estaban todos los cadáveres de los presos. A partir de aquel día, me fallaban las fuerzas, estaba agotado y no tenía ganas de vivir. Había perdido a lo que más quería y sentía un enorme odio y rencor hacia los alemanes, sobretodo a ese monstruo de Hess. Mis dos hijos también estaban en la misma situación que yo, y no tenían ganas de estar allí. ¡Queríamos que nos gasearan ya de una vez para dejar de sufrir! Yo veía a todos los judíos que eran llevados a las cámaras de gas, les quitaban la ropa y en cinco segundos morían cientos de personas. Estaba convencido de que yo también entraría en una de esas cámaras, pero no me importaba tanto porque tenía ganas de morir. En todos los campos de concentración, habían incontables personas, ya que innumerables trenes cargados de presos iban por todas partes, pero el destino era el mismo para todos: El sufrimiento y la muerte.
Los soldados no tenían piedad ni compasión, solo disfrutaban de ver las caras de sufrimiento de los presos y ellos vivían como dioses. Yo permanecí en el campo 6 años junto con mis hijos hasta 1945, pero mi hijo Avidan también murió por deshidratación. Solo quedábamos yo y mi hija Zehava, pero estábamos deseando que nos gasearan de una vez porque no estábamos dispuestos a sufrir más y a ver como se muere la gente por las condiciones de vida que teníamos. Fueron pasando los días hasta que acabó la Segunda guerra mundial después del lanzamiento de la bomba atómica en Japón. Fuimos de los pocos presos que sobrevivieron al campo de concentración, ya que de tres mil personas que habíamos al principio, solo 100 llegamos a sobrevivir. Los alemanes se rindieron y el culpable de todo lo que había pasado se suicidó. Ya estábamos a salvo, pero mi mujer y mi hijo nunca consiguieron salir vivos de aquel infierno. El haber sobrevivido se lo debo a Dios. Una vez fuera del campo de concentración, tocaba empezar una nueva vida en nuestro país de origen, Marruecos, pero este trauma nunca me lo quitaría nadie. Moralmente estaba destrozado y lamentaba mucho la muerte de tantos inocentes. FIN.