13 viajes in vitro
Estos trece viajes in vitro con sus correspondientes ilustraciones fueron publicados en el suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia entre enero y abril de 2006. Agradecemos a todos los responsables del Cultura/s, así como a Eduardo Bravo y Alvaro Sobrino, de Blur Ediciones, las facilidades que en todo momento nos han proporcionado para convertir los textos e ilustraciones originales en este pequeño e intenso librillo. Mercedes Cebrián e Ismael García Abad
Índice
Usted no está aquí ....................................... 9 Excursión al ritual ...................................... 13 Nombrar el hielo ....................................... 17 Huyendo del neón ..................................... 21 Hipervínculo sur ........................................ 25 Enclaves del disfraz .................................... 29 El campus digerido .................................... 33 La isla por antonomasia ............................. 37 Tomates de fogueo ..................................... 41 Monos en la cara ........................................ 45 No hagan sus apuestas ............................... 49 El trekking va por dentro .......................... 53 Vida concelebrada ...................................... 57
¿Cuántas y cuáles son las maneras de viajar a un lugar, de asistir a un acontecimiento? Destripar la noción de viaje hasta encontrar sus partículas elementales es una manera de hacerlo, pues tan legítima es la necesidad de narrar el viaje real como lo es la de contar el periplo que no ha tenido lugar de manera tangible.
Usted no está aquí
Pernambuco y Tegucigalpa: los dos lugares más remotos y poderosamente silábicos a los que Mortadelo y Filemón decían tener que viajar con urgencia en la última viñeta de cada tebeo para huir de la ira del Súper. Decían tener 9
que ir a Pernambuco y a Tegucigalpa, pero en ninguna de las historietas de Ibáñez vemos a Mortadelo y Filemón en el estado brasileño o en la capital de Honduras. Aunque, de tanto decirlo, parecían conocer al dedillo ambos destinos. De tanto decirlo: de tanto decir papiro, jeroglífico, Luxor y Abu Simbel es como si todos hubiésemos estado en Egipto alguna vez. Apenas somos responsables de nuestro casi haber viajado allí: la vida nos ha proporcionado material suficiente como para una estancia touroperada de, al menos, quince días. Si hubiera una balanza para pesar viajes, si existiera un sistema que calibrara en qué medida uno ha experimentado un lugar o evento, yo daría un nivel muy alto en lo que respecta a Egipto: tengo el escarabajo de piedra azul turquesa; el colgante que simula un cartucho con mi nombre escrito en jeroglífico (probablemente idéntico al que tengan también cientos de Fionas, Helgas y Marías 10
Jesuses) y una antigua gastroenteritis debida a un agua no potable. Tengo asimismo el bagaje filmográfico del género excavaciones y momias; el recuerdo del vendedor de narguiles de algún bazar que, durante el regateo, te dice “Real Madrid, Zidane” y la encía tinerfeña de camello que vi a los trece años, tan fácilmente equiparable a una cairota. A mi alcance está lo champolliónico, lo roséttico, lo aprendido en el British Museum, y no faltan tampoco en mi equipaje un madrugón para una excursión larga (no a Abu Simbel, a Ordesa) ni la experiencia de los demás viajeros, que hago mía con naturalidad: su guía nativo Ahmed; la pareja de Oviedo tan simpática a la que conocieron en el barco; la fiesta de disfraces de la última noche… Lo que verdaderamente emprendo aquí es un collage, palabra que, pronunciada a la española, rima con viaje. Mi collage lo forman las tan odiadas ideas preconcebidas, los tan denostados prejuicios, recortados y pegados con la 11
mayor precisión a la larga lista de acciones susceptibles de ocurrir durante un viaje, lista que manejo con el mismo rigor con el que ciertas entidades se sirven de su correspondiente nomenclátor de morosos. El resultado final, el sumatorio de los elemen-tos de la travesía, es mucho más que el mero escarabajo+crucero+esfinge+sarcóf ago. Es un producto de laboratorio genéticamente mejorado, sinérgico; un viaje-probeta gestado desde la disposición hacia la aventura, desde el deseo de conocer, desde el miedo a lo extraño o incluso desde el no menos sugestivo desinterés total hacia el acontecimiento. Oops, por qué poquito me acabo de librar de ser atropellada. Increíble el tráfico aquí en El Cairo, conducen como locos.
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Excursi贸n al ritual
Oink, oink. El 11 de noviembre, a cada cerdo le llega su San Mart铆n y se abre la temporada de matanzas. Puedo elegir entre muchas a las que no acudir: la de Castronuevo en Zamora, la soriana de Alcozar, la de Piornal 13
en Cáceres, la de Burgohondo en Ávila, la de. Basta. Con éstas me es suficiente para mi collage de la experiencia matancera, pues todas parten de una plantilla básica sobre la que se establecen pequeñas modificaciones. Pero la acción matanza no es una franquicia: es más bien un idioma con sus variantes dialectales, aunque sin una Real Academia que vele por su pureza a niveles lingüísticos o rituales. Lo primero que me salta a la vista en todas ellas es el reparto de roles entre los sexos, tan estricto como en la reproducción humana, como en las fiestas del Alarde de Irún, como en la Tuna de Agrónomos. La idea básica es que los hombres matan y despiezan y las mujeres se ocupan de lidiar con la carne muerta. Sigo buscando la metáfora escondida tras esto. Los protagonistas del evento son los cerdos. Poseo información de primera mano sobre ellos: una participante en la matanza de Castronuevo me corrobora que el cerdo es, como yo siempre lo imaginé gracias al 14
cine, color rosa. Pero no con la piel lisa sino con pelos, con cerdas. Hasta ahí todo parece léxicamente lógico, aunque en la gama de matanzas a las que tengo acceso apenas se emplea la palabra cerdo para denominar a la víctima. En Castronuevo triunfa el término marrano, de feos tintes reconquistadores; en Alcozar y Piornal es cochino la palabra elegida y en Burgohondo se habla de guarros o gorrinos. Nada que envidiar porcinamente a la terminología esquimal relacionada con la nieve. La matanza, al igual que vivir, son dos días. En el primero, los hombres sujetan al cerdo bajo la dirección del matarife, que es quien le asesta la puñalada. Si decido ir, me tocaría esperar en la cocina junto a las demás mujeres y al arsenal de herramientas y recipientes preparados para las operaciones posteriores. Yo, además, me llevaría el iPod para no oír los chillidos del animal. El momento artes visuales llega cuando el matarife, tras eviscerarlo, te trae como por mensajería sus entrañas: por un 15
lado las tripas, que serán la funda del chorizo. Por el otro, todo el resto de aparatos: respiratorio, genitourinario etc. Aquí, el cuerpo me pide un chiste high-brow –“esto parece una obra de Adriana Varejão: azulejos y vísceras por doquier”–, que caería probablemente en saco roto. La gente está en lo que está, no hay tiempo para referentes extramatanceros. Tras una elipsis me planto en el segundo día: el atado del chorizo. La carne ha sido previamente adobada en grandes recipientes de nombres como artesas, tarrizas o gamellas. La mezcla se mete en una máquina y, a rellenar tripas. Cuando se acaba la tarea, los chavalotes que han matado al puerco hablan del posible atasco en la autovía para volver a Madrid. Hablan también de una película que se quieren descargar del eMule. Es el momento de volver a emplear palabras tecnológicas. Adios a lo porcino y a su vocabulario.
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Nombrar el hielo
Ahí están, silenciosos, los lugares del hielo. Lugares en los que parece factible –siempre dentro de los códigos del dibujo animado– la idea de agujerear circularmente el suelo helado y pescar de ahí abajo un pez para la 17
cena de Nanuk & Co. Dentro del catálogo de lo tempánico ando buscando un glaciar. Entre ellos elijo uno de habla hispana: el Perito Moreno, en Argentina. Sorprende el nombre de este glaciar, la indicación campechana de la profesión del señor Moreno, que exploró la muy patagónica provincia de Santa Cruz. Argentina le ha dado el nombre de un trabajador honrado al más célebre de sus bloques de hielo: ahora todos conocemos qué cargo ocupó Don Francisco Moreno, quien no dio nombre narcisista a su propio glaciar pero sí bautizó otros sitios cercanos: A este lago le pongo San Martín, como el Libertador; a este cerro, FitzRoy, como el explorador inglés, y así sucesivamente. Él llegó primero, él nombró primero. Entiendo que la guía idónea para acercarme por allí es el libro Viaje a la Patagonia Austral, escrito por el mismísimo señor Moreno, pero su prosa recargada y de tintes filosóficos (“El brillo de los astros del cielo que en la gigante 18
faja celeste se aglomeran…”, “Es necesario descansar y esperar que de las tinieblas intelectuales brote siquiera vaga luz y que la calma suceda a la exaltación mental que produce a esta hora la soledad de la meseta patagónica”) me exaspera un poco, así es que finalmente emprendo el viaje sin su ayuda. Para los que nos mantuvimos prudentemente alejados del movimiento scout durante la infancia, el calzarse unos crampones es una experiencia tan nueva como entorpecedora. Pero ya estamos arriba, pisando el glaciar blanquiazul. Y una vez sobre él, parece que la tendencia del visitante es tratar de llevar a cabo acciones diametralmente opuestas a las que uno se imaginaría realizando sobre cualquier glaciar: Mandar un sms para comunicar compulsivamente dónde estamos (vaya, no hay cobertura), tararear una canción regional, cosas así. Algo que no sabía es que en todo glaciar que se precie hay siempre un animador sociocultural para amenizarle la visita al 19
viajero. Por lo visto, la mera experiencia de caminar sobre el hielo, de asomarse a las grietas, de sentir el frío y la quietud brutales no basta: el visitante necesita un plus de diversión, una ruptura fastuosa en mil pedazos, un espectáculo de variedades, algo. En este caso es el guía Marcelo quien se encarga de hacer una exhibición de escalada en el hielo para entretenernos. Un glaciar exige paciencia. Paciencia geológica, tectónica: si con tal de asistir a la ruptura del Perito hay que pedir tres moscosos en el trabajo, se piden con antelación. La última fractura tuvo lugar en 2004. Previéndolo con tiempo, geología y convenios laborales se pueden compaginar. Tras mi expedición, espero ansiosa la llegada de la quinta glaciación para visitar los bloques helados del futuro, blancos-blanquísimos, sin estrenar y de nombres como Videoartista Barney, Coreógrafa Bausch o Arquitecto Koolhaas. 20
Huyendo del neón
Se me hace raro reparar en que Tokio tiene barrios. Barrio remite inevitablemente a barra de pan y periódico bajo el brazo, a saludo afable al kiosquero. Llamémoslos distritos entonces, suena más apropiado para una metrópoli 21
donde el futuro es moneda corriente. Uno de estos distritos es Shibuya: hemos visto Shibuya hasta en la sopa aunque no nos hayamos dado cuenta. Shibuya es esa especie de Times Square-Picadilly Circus-Portal de l’Àngel tokiota totalmente neonizado, atestado de tiendas, de oleadas de peatones que respetan los semáforos y de tribus urbanas mencionadas en los planes de estudios de cualquier BA en Cultural Studies. Shibuya es también donde transcurren muchos de los exteriores de Lost in Translation y, quizá por eso, Shibuya es mi destino in vitro dentro de Tokio. Entiendo que para moverme por allí debo adoptar un rol que me defina más poderosamente que si eligiera ir de excursión al Monasterio de Piedra. Entiendo también que muy pocos son realmente posibles: o un tedio militante à la Bill Murray, con exasperación y extrañamiento incluidos, o un deseo extremo de ejercer el donde-fueres-haz-lo22
que-vieres. La segunda opción me conduce indefectiblemente a imitar a alguno de los colectivos de mujeres que tratan de ser girls hasta que les llega la edad de utilizar Tarjeta Dorada. Podría escoger ser Ganguro, Kogal o Gothic Lolita. Todas ellas, aunque estéticamente dispares, tienen algo en común: consumen atrozmente ropa y complementos. Vestiditos de niña victoriana, medias de redecilla, minifaldas escocesas tableadas, adminículos de Hello Kitty… todo vale con tal de no perder el estatus de girl. ¿Llevo yo también al límite mi aniñamiento y rescato la falda del colegio privado al que fui, o me decanto por los ademanes aturdidos de la sobria Scarlett Johansson al cruzar el más característico de los pasos de cebra shibuyenses? Digo no al disfraz y opto por esto último. Una vez allí, simularía que espero a alguien frente a la estatua del perro Hachiko, lugar oficial donde citarse en Shibuya. Leo en mi guía de Tokio que Japón llegó a guardar un 23
día de luto nacional por el perro más fiel de Oriente: diez años yendo puntualmente a la salida del tren a buscar a su amito fallecido. Se me saltan las lágrimas ante la historia y ante la obviedad de que nadie requiere mi compañía en Shibuya, de ahí que me decante por la forma de entretenimiento inmediatamente anterior al apocalipsis: las máquinas recreativas, concretamente el pachinko, la modalidad autóctona de pinball. Largas filas de pachinkistas juegan en enormes salones sobreiluminados. No, definitivamente éste no es mi lugar, pero al haber renunciado tajantemente a las compras no me quedan muchas posibilidades. La última es el Museo de la Sal y del Tabaco. En él se nos cuenta la historia de la producción de sal en Japón a través de dioramas y vídeos, hay también muestras de todos los tipos de sal del planeta y explicaciones en japonés sobre el secado de las hojas de tabaco. Definitivamente, ese es el Shibuya que quiero recordar. 24
Hipervínculo Sur
No me queda claro si iré finalmente al Rocío. Al documentarme sobre sus singularidades para elegirlo como posible viaje in vitro me topo a cada rato con el término hermandad, y 25
eso me asusta. La hermandad rociera es un grupo fuertemente cohesionado que se presta enseguida a metáforas de índole frutal: es una piña, es un racimo en lo que al fervor mariano se refiere. Cada hermandad se desplaza anualmente desde su sede geográfica, con sus carretas y su parafernalia, hasta la aldea onubense de El Rocío, donde se celebran mil rituales en honor a la Virgen. Lo más propio, entonces, sería emprender la romería junto a uno de estos colectivos, así que preparémonos para ponerle nuestra mejor cara al grupo humano ávido de extroversión. Puestos a hacer las cosas bien, me apuntaría a la hermandad sevillana de Villamanrique que es, según su página web, la primera, real, imperial, fervorosa, ilustre y más antigua hermandad rociera de las que existen sobre el planeta. Parece que me aceptan si relleno un formulario y pago la inscripción. Lo hago porque, en el fondo, tengo hambre y sed de vínculo, aunque por más que les haya abonado mi
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cuota de adhesión, mi temor a ser tachada de impostora y a que descubran mi no pertenencia genérica a lo que allí se cuece sigue vigente: no poseo en la hermandad ni un mal cuñado que llevarme a la boca, ni unos primos en tercer grado, ni siquiera algo de familia política de la nuera de alguien, con lo que me servirían estos lazos para experimentar una mayor comunión con la colectividad. Preveo además que no disfrutaría del camino: al igual que otros desconocen los códigos de la escucha en directo de música clásica –se aplaude tras el vivace final, pero nunca entre el allegro del principio y el andante–, yo desconozco la dinámica de la romería. Si fuese, iría de mala gana, desproveería al ritual del fervor que lleva aparejado hasta convertirlo en un mero manojo de actos sin sentido. De acuerdo, me descalzaría para realizar la experiencia Ganges que supone vadear en grupo el río Quema; cantaría por sevillanas con ellos si lo exige el guión y hasta rezaría y bebería
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algún trago de vino de la bota, derramándome por encima la mitad. Pero echarme atrás ahora sería una lástima, máxime cuando ya encargué mi bata rociera de consabidos lunares a una modista y mis botas camperas a un zapatero artesano de Valverde del Camino. En principio lo tengo todo listo, aunque me sigue faltando algo esencial: si encontrase el talismán que me otorgase la fuerza y el aplomo definitivos, si me hiciese con el icono por antonomasia de la idea de vínculo y así lograra minimizar el desequilibrio entre la solidez del suyo y la endeblez del mío… ¡Eureka!, ¿cómo no lo pensé antes?: la tradicional alianza matrimonial de oro en el dedo corazón de la mano derecha. Va a ser ponérmela y empezar a gesticular salerosa con las manos para mostrarla mientras bailo sevillanas, doy palmas, repito letanías, río y canto, esta vez sí, como una más del grupo.
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Enclaves del disfraz
El Carnaval nos pone en un dilema: ¿qué hacemos con el cuerpo, mostrarlo o esconderlo? O, lo que es lo mismo pero traducido al idioma del viaje: ¿Río de Janeiro o Venecia? Las dos son patrimonio carnavalesco de la 29
humanidad junto a Nueva Orleans y, quizá, Cádiz o Tenerife. Me cuesta decantarme por una, la verdad. En un principio me tienta la posibilidad venecianísima de ir ataviada con tabardo y máscara blanca –tan siglo XVIII y tan Scream 2 al tiempo–, y sobreactuar así un anonimato del todo innecesario para mí en la ciudad multicanales. Al no necesitar salir de allí por patas disfrazada de Pierrot tras haber cometido un crimen pasional, poseería ese anonimato ya desde mi llegada como quien posee una ciudadanía. Renuncio entonces al camuflaje y me documento sobre Río, donde parece que uno puede comportarse corporalmente de manera bastante menos serenissima que en Venecia. Pronuncio Río de Janeiro y automáticamente me parece oir silbatos, como si allí estuviese teniendo lugar eternamente un atasco de tráfico festivo regulado por pitidos policiales más festivos aún. Una vez aterrizada in vitro en la ciudad, todo apunta a que la Avenida Marquês de Sapucaí sería indefectiblemente mi destino y el de 30
nada menos que cuarenta mil espectadores más: según leo, allí es donde se ubica la sede del célebre sambódromo. Suenan tres toques de sirena y ahí empieza todo. Por lo que intuyo, el desfile carnavalesco carioca no debe de andar muy lejos del concepto cabalgata. Es decir: carrozas, gente alegre sobre las carrozas, gente alegre que arroja cosas poco contundentes para no herir a nadie desde las carrozas y gente alegre a ras de suelo, no herida por los caramelos y el confetti que les arrojan desde las carrozas. Uno de los ejemplos de este acontecimiento lo vengo experimentando desde mi infancia cada cinco de enero al caer la tarde, pero en una versión con cuerpos bien cubiertos por bufandas, chaquetones y guantes. En el carnaval de Río es el cuerpo quien manda porque tiene sobradas dotes para hacerlo, así es que ya puedo ir diciéndole adios a la idea de formar parte del disfraz grupal aparatoso que limita movimientos y sólo deja visible la 31
cabeza. Nada de ir travestida de langostino de la paella ni de caja de aspirinas del botiquín: cuanta menos ropa y con más brillos, mejor. El carnaval de Río tampoco se libra de reflejar en sus espectáculos callejeros las conmemoraciones que haya decidido festejar el mundo globalizado: este año el monotema de algunas escolas de samba es Mozart. En 2004 fue Einstein y el año pasado, el Quijote. Río se apropia de lo festivo que puedan tener estos personajes y lo explota, siempre incidiendo en el body art. Pero, sin duda, lo mejor de irse de carnaval in vitro a un país remoto –y esta vez dejando a un lado el cuerpo– es la experiencia de ser ajenos por completo a la chanza y al ripio chusco acerca de la realidad local, por más que alguna banda de música seguramente se esté marcando aquí a mi lado un temita sobre alguna estrella bizarra de la televisión carioca.
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El Campus digerido
Quien no haya estado matriculado, aunque sea imaginariamente, en una universidad angloamericana de prestigio es porque no ha querido. Yo, al menos, me he hartado de pisar esos cĂŠspedes, de recorrer en bici 33
las áreas que unen los distintos colleges (y de engancharme la toga negra con el pedal varias veces), de cenar en el enorme refectorio adornado con retratos de los viejos alumni de postín intelectual que por allí pasaron y, por qué no decirlo, de buscarle la ruina académica a algún professor que, a punto de convertirse en emérito, se extralimitó conmigo al malinterpretar mi enorme interés por sus trabajos relacionados con el Círculo Lingüístico de Praga. A todo ello han ayudado, sin lugar a dudas, el género novela de campus y la filmografía especializada en recrear vidas de iconos culturales y científicos que hayan residido una temporadita en el Oxford o Princeton de turno. Sylvia Plath, Ted Hughes, C.S. Lewis y John Nash son buenos ejemplos de carne y hueso. Los tocayos David Kepesh y David Lurie, hijos de Philiph Roth y J. M. Coetzee respectivamente, sirven como inmejorables muestras de professors de ficción a los que el deseo les hizo dar tremendos volantazos. 34
Me sobra entonces material para reconstruir mi experiencia in vitro en una universidad de élite del mundo anglosajón; para participar en una regata entre mi college y otro de una universidad rival; para ser admitida como miembro de una sociedad secreta que me permita, años más tarde, acceder al verdadero concepto de poder; para formar parte del comité de redacción del periódico semanal universitario y para, en la ceremonia de mi graduación, tirar por los aires el birrete negro en señal de alegría junto a mis compañeros. Eso sin contar las horas que pasaría en bibliotecas gigantescas con flexos de tulipa verde billar; la sólida amistad que entablaría con mi compañera de seminario en Postcolonial Studies, la wisconsiniana Trisha Richmond, junto a la que me descalzaría sobre el césped cercano a los aularios georgianos o góticos antes de entrar en clase y reparar con asombro en que todos los asistentes beben o ingieren algo en el transcurso de aquella. Podría repetir la operación ambientando peripecias 35
similares en un high school, pues información sobre lockers cubiertos de pintadas obscenas, animadoras de equipos de rugby y bailes de fin de curso no me falta. Me atrevería incluso con los selectos internados británicos donde se practican el lacrosse o el cricket y se celebran fiestas de pijama: todo ello conforma mi patrimonio informativo costumbrista acerca de estos centros de enseñanza, patrimonio que adquirí a base de engullir ficción y prolijos anecdotarios. He tratado aquí de reconstruir de oído el campus que me fue mostrado en más de una ocasión: creo haber comprendido sus reglas, su funcionamiento, la fisiología de sus usos y costumbres. Contad si son 3000 caracteres y está hecho.
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La isla por antonomasia
Dos son las variables principales que operan sobre la elecci贸n de la isla de Pascua como destino para un viaje real o de laboratorio: una es la avidez de quimbambas, alimentada por la creencia de que lej铆simos es sin贸nimo 37
de relax y de olvido; la otra es la curiosidad que despiertan las civilizaciones extinguidas y los misterios que llevan aparejados. Pascua o Rapa Nui es el enclave estrella del catálogo de sitios que, al poseer ancestrales y enormes bloques de piedra, generan incansablemente documentales divulgativos. La sed de obtener respuesta a las preguntas de quién y por qué puso ahí esos muñecotes nos llevaría a esa sucursal polinésica de Chile sin dudarlo un nanosegundo. En la merienda posterior que organizáramos en casa para enseñar el vídeo y las fotografías a nuestros allegados podríamos despejar algunas incógnitas que, gracias a la antropóloga Jo Anne Van Tilburg de UCLA, ya no lo son tanto: Jo Anne tiene pistas de cómo se trasladaron las estatuas, llamadas moais, desde la cantera del volcán Rano Raraku en la que se tallaron hasta los lugares en que fueron puestas en pie. Podríamos también, en el marco de esa misma merienda, ilustrar el contraste aprendido en 38
la infancia entre pequeño/grande por medio de las imágenes en que apareceríamos retratados junto a esos mamotretos o “colosos del Pacífico”, en argot de folleto turístico; la palabra paradisíaco cobraría todo su sentido en nuestros retratos con guirnaldas de flores alrededor del cuello (por lo que leo en la Wikipedia, Pascua también pertenece, junto a Hawaii, al catálogo de islas que ofrecen bisutería floral como recibimiento). Proveeríamos incluso de un poco de antropología a nuestros amigos, aunque menos de la que nos gustaría ya que, al ojear el programa de la fiesta Tapati que se celebra anualmente en la isla, la sensación de dejà vu es sorprendente: izamiento de banderas, elección de la reina de las fiestas, festival folclórico, misa oficial… de nuevo la entrañable globalización hermanando sin querer la Tapati isleña con los Moros y Cristianos de Elche. Pero el principal escollo con el que nos toparíamos a la hora de narrar nuestra experiencia 39
in vitro es cómo reflejar en las imágenes que, además de haber visto agrupaciones de moais, asistido a la semana grande pascuense y visitado la aldea donde se celebraba el ritual del hombre-pájaro, también hemos estado en el punto de la tierra más alejado de cualquier otro. Cómo insistir en la noción de lejanía, cómo hacer ver que nuestras fotos transcurren a 3.700 kilómetros de la costa chilena y a cinco horas de avión de Santiago. Una solución de andar por casa sería fotografiar digitalmente el ancho mar, hectolitros de Océano Pacífico tratando de mostrarle al mundo que nos encontramos donde Cristo dio las tres voces, pero ¿quién puede garantizar que eso no es la costa tinerfeña, menorquina o, como mucho, chipriota? Hemos de darnos por vencidos: no hay tecnología posibe para dar fe de lo remoto.
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Tomates de fogueo
El tan temido momento ha llegado: no puedo posponer m谩s la elecci贸n de una fiesta popular estatal en la que participar in vitro. Que no cuenten conmigo en las de primera divisi贸n, mi hueco queda libre para que otros atesten 41
Fallas y Sanfermines. No me convence ni lo combustible ni lo persecutorio, con lo cual también dejo fuera los toros enmaromados de Benavente y los de cuernos de fuego que te persiguen para chamuscarte. Me inclino entonces por el festejo arrojadizo: busco en google “fiestas populares + arrojarse” y me aparece más de una. Por ejemplo, en Vilagarcía de Arousa y en el pueblo canario de Pozo Izquierdo les gusta honrar a su santo patrón tirándose agua. En Lanjarón también celebran su correspondiente carrera del agua: los cuatro millones de litros que despilfarran en la noche de San Juan me duelen más que el impacto de cuatro millones de canicas arrojadas desde un balcón, o que el de ciento cuarenta toneladas de tomates lanzados por un escuadrón de gente. Y ya puestos, ¿cómo sería asistir a una batalla en la que se emplee esa cifra de tomates maduros como munición? Lo puedo comprobar: sucede en Buñol el último miércoles de agosto. No me queda más espacio para el titubeo, así 42
es que me planto ya mismo en la Tomatina buñolense. Al mirar las fotos de otras ediciones de la fiesta, sólo las expresiones jolgoriosas de la gente hacen descartar la posibilidad de que se esté llevando a cabo una matanza colectiva, tal es la omnipresencia del rojo en calles y cuerpos. Me entero de que es el Ayuntamiento quien se ocupa de abastecer de tomates a los festejantes para proporcionarles su horita de catarsis, como en un reenactment hiperbólico del descontento de un público operístico tras la pésima actuación de una mezzosoprano. Allí estoy yo a las 9 de la mañana, ataviada con mis peores galas y con gafas de buceo para evitar el escozor en los ojos producido por la acidez tomatil. Atención, llega el primero de los cinco camiones cargados de armas vegetales, y es en ese momento cuando me percato de que mis objetivos en esta vitrotomatina son diametralmente opuestos al espíritu del evento: trato constantemente de 43
no mancharme mucho, intento que no me alcancen los proyectiles y pretendo sin éxito ir guardando tomates en una bolsa para que no se desaprovechen, emulando la doggy bag que pediría en un restaurante caro. La labor de las campañas de educación cívica ha cincelado mi carácter de forma poco práctica: tratar de salvar tomates en la tomatina de Buñol es como tratar de subir por unas escaleras mecánicas que bajan; pretender mantener impoluta la ropa y no recibir ningún tomatazo en la tomatina de Buñol es como pretender ascender a la vez por dos tramos de escaleras mecánicas que descienden. A ver si me meto en la cabeza que todo este despilfarro y este arranque de furia colectiva cumplen una función autorreguladora parecida a la que realizan los gatos cuando comen césped para purgarse. Sirva entonces este tomate que tiro sin fuerza alguna, y sirvan los más de treinta que acaban de alcanzarme, como modalidad de purga. 44
Monos en la cara
Al igual que sucede con los hallazgos arqueológicos, el avistamiento de animales también está regulado turísticamente. El gran aliciente que se nos ofrece es la experiencia de acercarnos a sus vidas laborables sin importu45
narlos, convertirnos nosotros en los metafóricamente enjaulados por un rato. El muestrario de especies contemplable previa transacción económica es casi tan variado como lo era el contenido del arca de Noé: desde gorilas hasta delfines, pasando por ballenas, cebras, lobos marinos, leones o elefantes. Acostumbrada a los documentales televisivos en los que la cotidianidad del animal viene ya premasticada y digerida por profesionales del avistamiento, pienso, ilusa de mí, que es posible asistir en un viaje real o in vitro al apareamiento, preñez y parto de una jirafa hembra a lo largo de una misma mañana y, mientras tienen lugar las contracciones, aprovechar para ver abrevar a una manada de rinocerontes en una charca cercana sin perderme el combate entre antílopes que tiene lugar un poco más atrás. Lamentablemente, la realidad en la que nos movemos es algo más desorganizada y lenta que la grabada y postproducida para la televisión, de ahí que la paciencia tenga forzosamente que encabezar la lista de 46
requisitos necesarios para el avistamiento de animales, seguida por el calzado apropiado, el impermeable y los prismáticos. Una vez aceptados estos límites debo tener en cuenta las cuatro variables que inciden en mi elección del animal al que avistar: la búsqueda de lo menos peligroso, de lo más excitante, de lo más fotografiable y de lo más cómodo. Todo a la vez es imposible: la puntuación más alta en comodidad y en poca peligrosidad se la lleva el Safari Park de Navalcarnero, en la provincia de Madrid. Es como un autocine en el que hubiese que ir persiguiendo a la película para poder verla, si bien la excitación que produce es más bien poca. En cambio la actividad llamada Gorilla Tracking, que posibilita emular a Dian Fossey en un parque natural de Ruanda, gana sin duda en lo que a excitación se refiere. De nuevo los límites: tras un mínimo de 5 horas de marcha a pie al encuentro del primate, sólo se nos permite estar cerca de la manada durante una hora. Además, la página 47
web que ofrece la actividad nos recuerda que los gorilas no están obligados a permanecer junto a nosotros a lo largo de los 60 minutos que dura el encuentro. En el parque natural ruandés el animal no es un asalariado: tiene poder de decisión, no así en la jaula pobretona del zoo. Otro sitio web tranquiliza mi conciencia asegurando que el mero avistamiento de gorilas no supone explotación animal: durante años sus manos y cabezas se comercializaron como merchandising, formando ceniceros y pantallas para lámparas, pero eso ya no sucede en las nuevas formas imperantes de acercamiento al animal. Quizá no esté lejos el momento de posar en las fotos con el pelo recogido en una trenza y espulgando gorilas, como hacía Ms. Fossey.
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No hagan sus apuestas
Lo tengo tan claro como difícil: para mi viaje in vitro a Las Vegas no voy a recurrir a la extensa filmografía sobre la ciudad. Nada de captar la esencia de lo veguense a través de Ocean’s Eleven, Leaving Las Vegas o Casino 49
de Scorsese; nada de citar el ensayo en el que Baudrillard relaciona la intensidad del juego en los casinos de Las Vegas con la presencia del desierto en sus confines y, por supuesto, descarto la idea de leerme las reflexiones de los arquitectos Venturi, Izenour y Scott Brown sobre la arquitectura de la ciudad en Aprendiendo de Las Vegas. Poco podría decir yo acerca de esas Vegas sobre las que tantos han generado tanta cantidad de opinión. La modalidad de Vegas (así se dice también, sin el artículo delante) que quiero visitar es la de las ferreterías, la de los guardamuebles, la de los institutos de enseñanza media. Así como no puedo imaginarme que en Venecia los lugareños merienden bocadillos de cristal de Murano o se regalen máscaras doradas dieciochistas por su cumpleaños, me niego a creer que los veguenses dejen de propina fichas de ruleta en vez de centavos convencionales. Pero nada más ponerme a buscar alojamiento me topo con el concepto de Las Vegas que 50
detesto: la ciudad concebida como macrotributo, todo permanentemente tratando de recrear algo o de rendir homenaje a alguien. Lo que yo persigo es un simple alojamiento atemático, con camas, moquetas, sillas y lavabos que se limiten a cumplir su modesta pero importante función. Imposible: está el hotel Aladdin que te lleva de la oreja al lejano Oriente; el trilladísimo Caesar’s Palace que te obliga a alojarte en una Roma Imperial espuria, y podría seguir enumerando hoteles como el Luxor, el Venetian o el París-Las Vegas, cuyos nombres ya me hacen saber a qué atenerme. Ese mismo espíritu poseen los shows de tributo que hacen furor pandémico en Las Vegas: cientos de A Tribute to Fulano o Mengano convierten el ocio local en una descomunal cassette de versiones. Esquivar tanto homenaje parece tarea imposible, pero finalmente, tras largas búsquedas en Google doy con lo que busco: la ferretería ACE Hardware, en el 4858 de West Lone Mountain Road. Allí se pueden encontrar martillos, griferías e incluso 51
tupperwares para que los adolescentes que cursan su enseñanza secundaria en el instituto Las Vegas High School (6500 E Sahara Avenue) guarden su almuerzo diario. Pero la cosa no acaba ahí: veo que la Universidad de Nevada tiene una sucursal en la ciudad de la ludopatía. Podría inscribirme en historia del arte, en matemáticas, en arquitectura, y lo que es más: podría adquirir el material necesario para llevar a cabo mi formación en la macrotienda Office Depot, situada en la misma avenida que el high school, donde venden cuadernos, carpetas, lápices y cartuchos para impresoras. Office Depot, además, no trata de recrear los decorados de ninguna película oscarizada ambientada en una oficina. Tampoco el high school de Sahara Avenue pretende rendir tributo alguno al de la película Regreso al futuro. Allí me quedo entonces, en los lugares que no me traen ningún otro a la memoria.
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El trekking va por dentro
El formato más empleado para publicitar operaciones de cirugía estética consta siempre de dos fotos: en la primera y atrozmente iluminada (“antes”), la persona posa con un inmenso tabique nasal; en la segunda (“des53
pués”) luz y tabique han sido milagrosamente corregidos. Sirva este símil para ilustrar los objetivos de mi viaje in vitro de hoy: volver con nueva iluminación y expresión faciales a casa; volver siendo otra tras haberme dejado limar metafóricamente el tabique nasal. Para ello voy a elegir lugares geográficamente altos, básicamente porque en el imaginario de casi todos lo bueno y lo puro están inalcanzablemente arriba, mientras que lo malo y lo pérfido tiran más bien hacia los semisótanos del mundo, de ahí que me decante por acercarme in vitro al Tibet y aledaños. Lo tibetano no está indicado para quienes sufren mal de altura: cualquiera de los paquetes turísticos que consulto ofrece jornadas de trekking y ascensión a tierras altísimas salpicadas de pueblecitos casi inaccesibles. Me va a caer entonces alguna marcha por macizos montañosos sí o sí. Me va a caer también encima el verbo curtir en dos de sus acepciones: “Endurecer o tostar el cutis de la persona 54
que anda a la intemperie” y “acostumbrar a alguien a la vida dura y a sufrir adversidades que puedan sobrellevarse con el paso del tiempo”, pero lo voy a aceptar como mejor pueda, pues he venido in vitro a estos confines concretos de la tierra para acercarme a otros modos de vida, para visitar aldeas escondidas en valles y laderas donde creeré contentar a los niños locales al repartirles por doquier bolígrafos bic cristal. Optar por este viaje in vitro implica llevar puesta ya desde casa una actitud abierta, generosa y nada pusilánime, si lo que pretendo es seguir ejerciéndola una vez reasentada en mi cotidianidad ibérica. Implica también no comportarme como un miembro de la Asociación de Consumidores y Usuarios ante una probable y minúscula estafa en la modesta tienda de artesanías y abalorios. Lo espiritual está reñidísimo con la actitud bazareña regateante: debo darle sin rechistar al vendedor el dinero que me pide por la daga y el collar 55
tibetanos. Y nada de quejarme de la comida; nada de escupir con aspavientos el té salado y denso de manteca de yak que me ofrecen los nativos. Por todo esto, no me ofendo cuando el sherpa que portea mis bultos apenas me presta atención si trato de entablar conversación con él. Además, y para no incomodarle, en este viaje in vitro he hecho grandes esfuerzos por reducir la intensidad del verbo necesitar: llevo en la mochila el menor número de objetos posible, he prescindido incluso de mi inseparable reproductor de mp3. A mi vuelta contaré esta anécdota con serenidad, añadiendo que la verdadera música se lleva en el interior. En ese punto mis amigos, asustados, me retirarán el saludo, prueba evidente de que el tan deseado efecto antes/después ha obrado finalmente en mí.
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Vida concelebrada
¿Y si esta vez abandonase el nomadismo de laboratorio y decidiera escoger un lugar en el que quedarme in vitro? De ser así, la ciudad candidata tendría que hacer juego con mi proyecto: no me serviría una ciudad en la 57
que la historia haya ido posando su sedimento espontáneamente en forma de catedral gótica, en forma de placa conmemorativa de las revueltas de 1900 y pico o del punto exacto de nacimiento del pintor local que más tarde devino universal. Habría de ser una ciudad planeada a conciencia sobre la mesa de una sala de juntas por un grupo de arquitectos, urbanistas y sociólogos bebedores de café en vaso de cartón con tapadera. Esa ciudad existe: se llama Celebration y fue fundada en 1996 en Florida, a la sombra de los parques temáticos de Disney. Pobre Celebration: denostada por todos, considerada como una muestra elefantiásica de merchandising generada por la factoría del tío Walt. Se burlan de ella sólo porque trata de ser un enclave idílico, una ciudad abre-fácil donde las atrocidades no ocurren sino en la mente de sus habitantes. Me documento acerca del plan de gestación de la ciudad y me doy cuenta enseguida de 58
que, más o menos, ya conocía sus ingredientes: Celebration posee un 33´3 % de Seaheaven, la ciudad del show de Truman; otro tanto de cualquier suburb estadounidense y un último tercio que la convierte automáticamente en prima-hermana de Aldeanueva de Ebro, de La Alberca o de Sos del Rey Católico por la similitud de sus estilos de vida: individualismo escaso, cartelera pobrísima, pequeño comercio y cotilleos por doquier sobre los lugareños. La vida limitada está servida, por eso me instalo in vitro allí, porque me tranquiliza poder tocar, sólo con alargar el brazo, los límites que me ponen al alcance los ideólogos de la ciudad. Puedo elegir entre seis y sólo seis estilos para construir mi casa (clásico, victoriano, colonial, costero, mediterráneo o francés), y para pasear no veo más que una Market Street con edificios y tiendas color pastel. Entro en la página web oficial de la ciudad buscando la agenda semanal de eventos en los apartados “plenty to do” y “town center events” y ambos me remiten a 59
los megacines de Celebration. No hay más donde rascar: ni una mala exposición, ni un mal concierto. Eso sí, el sitio web destaca que los cines locales poseen hueco en los brazos de la butaca para meter el vasazo de palomitas o de Coca-Cola (“cushioned armrests with cupholders”). Este dato me aporta bastante información acerca de lo que resulta o no importante para los celebracionitas, con los que me veré obligada a congeniar para paliar el previsible tedio: me harán una pequeña fiesta de bienvenida en sus casas y escribirán mal mi nombre en las pancartas rodeadas de serpentinas que han elaborado para la ocasión (“Welcome to Celebration, Mersedez!”). Pero no importa, si me va a sobrar tiempo por todas partes para mostrarles cuál es la manera correcta de escribirlo: yo he venido a Celebration para quedarme.
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Este libro se acab贸 de imprimir en julio de 2008
© de los textos: Mercedes Cebrián © de las ilustraciones: Ismael García Abad © de la presente edición: Blur Ediciones, S. L. Diseño: Ismael García Abad Edita: Blur Ediciones, S. L. Abtao, 25 Interior Nave C • 28007 Madrid • T 91 434 81 78 • F 91 434 10 27 http://librosdeblur.blogspot.com Imprime: Brizzolis. arte en gráficas ISBN: 978-84-612-4425-6 Depósito Legal: Este libro ha sido impreso en papel Cubiertas: Rives Design Extra Blanco de 250 g de ARJOWIGGINS Interiores: Rives Design Extra Blanco de 120 g de ARJOWIGGINS